Aquel domingo, el sol calentaba con fuerza la cuenca de Los Ángeles y empujaba a la gente hacia las playas, los parques y las piscinas para huir del calor. El aire zumbaba con la pulsación eléctrica que tenía cuando el viento seco del desierto abrasaba las laderas, transformadas en teas rellenas de alquitrán. En el momento menos pensado podían convertirse en llamas capaces de derretir la carrocería de un coche.
Las montañas Verdugo, por encima de Glendale, estaban ardiendo. Una columna de humo marrón que se elevaba desde la cordillera quedaba atrapada por los vientos de Santa Ana y era propagada hacia el sur por toda la ciudad, pintando el cielo del color de la sangre seca. Si alguien estuviera en Burbank o subiera por la serpenteante Mulholland por encima de Sunset Strip, vería avanzar los enormes camiones de bomberos, de un rojo intenso, con sus cargamentos de material ignífugo mientras los helicópteros de los informativos sobrevolaban la zona. O también podía verse todo el espectáculo por televisión. En Los Ángeles, los incendios eran, junto con los disturbios y los terremotos, el deporte espectáculo con más seguidores.
Desde la casa de Lucy Chenier, un segundo piso de Beverly Hills, no veíamos la columna de humo, pero el cielo tenía un tono anaranjado que bastó para que Lucy se detuviera ante la puerta y pusiera cara de preocupación. Estábamos entrando cajas de cartón que llevaba en su coche. Aún no había terminado la mudanza.
– ¿Eso es el incendio?
– Los vientos de Santa Ana empujan el humo hacia el sur. Dentro de un par de horas empezará a caer ceniza, como una nieve gris.
El incendio estaba a más de sesenta kilómetros y no corríamos peligro. Sin dejar de fruncir el ceño, Lucy echó un vistazo a su Lexus aparcado en la calle, un poco más abajo.
– ¿Se estropeará la pintura?
– Cuando caiga la ceniza ya estará fría, será como un polvillo. Sólo habrá que limpiarla con la manguera.
Allí estaba yo, Elvis Cole, habitante profesional de Los Ángeles, instruyendo a una nueva adquisición de la ciudad que, casualidades de la vida, también era mi novia. «Ya verás cuando haya un temblor de los buenos», pensé.
Lucy no quedó muy convencida, pero de todos modos entró en casa y llamó a su hijo.
– ¡Ben!
Hacía menos de una semana que Lucille Chenier y su hijo de nueve años habían dejado atrás Luisiana para mudarse al piso que habían alquilado en Beverly Hills, justo al sur de Wilshire Boulevard. Lucy ejercía la abogacía en Baton Rouge, pero en Los Ángeles iba a iniciar una nueva carrera como comentarista de juicios en una televisión local (una ocupación bastante reciente engendrada por el monstruoso caso de O. J. Simpson). En Los Ángeles iba a ganar más dinero, tendría más tiempo libre para dedicárselo a su hijo y estaría más cerca de moi. Y precisamente ese moi llevaba todo el viernes, todo el sábado y casi toda la mañana del domingo distribuyendo los muebles una y otra vez en el salón. Eso sí es auténtico amor.
En la televisión teníamos puesto el canal para el que ya trabajaba Lucy, KROK-8 («Noticias de verdad para gente de verdad»). Al igual que los demás canales de la ciudad, había interrumpido la programación habitual para informar en directo del incendio. Habían sido evacuadas veintiocho casas en peligro.
Lucy le pasó la caja a Ben.
– ¿Pesa demasiado?
– ¡Qué va!
– Venga, a tu habitación, al armario. Y no quiero verte durante un rato.
Cuando salió el niño, rodeé la cintura de Lucy con mi brazo y le susurré:
– Venga, a tu habitación, a la cama. Quiero verte durante un rato.
Se apartó y se puso a observar el sofá.
– Primero tenemos que ordenar el salón. ¿Te importa volver a mover el sofá?
Lo observé con atención. Lo había cambiado de sitio media docena de veces en los últimos dos días.
– ¿Contra qué pared?
– Ahí -dijo mordisqueándose el pulgar, pensativa.
– Ahí es donde estaba hace un rato.
Era un sofá enorme, que pesaba una tonelada.
– Sí, pero eso era cuando el mueble de la tele estaba al lado de la chimenea. Ahora que hemos puesto la tele cerca de la entrada, el efecto final va a ser totalmente diferente.
– ¿Hemos puesto?
– Sí. Hemos puesto.
Arrastré el sofá hasta la pared opuesta. Dos toneladas, para ser más exactos. Estaba acabando de colocarlo cuando sonó el teléfono. Lucy habló un poco, y enseguida me lo pasó.
– Joe.
Joe Pike y yo éramos socios en la agencia de detectives que llevaba mi nombre. Habríamos podido incluir también el suyo si hubiera querido, pero no quiso. Cosas de Joe. Agarré el teléfono.
– Asociación de Sufridores de Hernias, dígame.
Lucy me hizo una mueca y me dio la espalda. Ya estaba maquinando una nueva ubicación para el sofá.
– ¿Qué tal va la mudanza? -preguntó Pike.
– Es todo un cambio -contesté, saliendo al balcón con el aparato-. Creo que por fin se está dando cuenta. ¿Qué pasa?
– ¿Te suena el nombre de Frank García?
– ¿El de las tortillas de maíz? Tamaños normal, grande y gigante. Yo me inclino por el gigante, la verdad.
En cualquier tienda de alimentación o supermercado de Los Ángeles, la cara de Frank García te sonreía desde los envoltorios de sus tortillas de maíz, con su mirada vivaracha, su mostacho negro y su amplia sonrisa.
– Frank es amigo mío y tiene un problema. Voy de camino a su casa. ¿Puedes acompañarme?
Hacía doce años que Pike y yo teníamos una agencia de detectives, pero nos conocíamos de antes, desde la época en que era policía. En todo ese tiempo jamás me había pedido un favor ni había requerido mi ayuda por un problema personal.
– Estoy ayudando a Lucy a instalarse. Voy en pantalón corto y llevo toda la mañana lidiando con un sofá que pesa cuatro toneladas.
Pike no dijo nada.
– ¿Joe?
– La hija de Frank ha desaparecido, Elvis. También es amiga mía. Espero que puedas venir.
Me dio una dirección en Hancock Park y colgó sin más. Ésa era otra de las costumbres de Pike.
Me quedé en el balcón mirando a Lucy, que iba de caja en caja como si decidir qué sacar le costara tanto como encontrar una ubicación definitiva para el sofá. Estaba así desde que había llegado de Luisiana, un comportamiento extraño en ella. Hacía dos años que manteníamos una relación a distancia, pero de repente habíamos dado un gran paso adelante para afianzarla, y era ella la que se había sacrificado, la que había dejado a sus amigos, la que había abandonado su hogar. Era ella la que se arriesgaba.
Colgué el teléfono, entré en el salón y esperé a que me mirara.
– ¿Qué hay?
Me sonrió, pero la vi preocupada. Le acaricié los hombros y le devolví la sonrisa. Tenía unos ojos preciosos, de un verde profundo.
– ¿Te pasa algo?
– No, nada -contestó, aunque sin duda estaba algo nerviosa.
– Es un gran paso. Muchos cambios para los dos.
Volvió la cabeza hacia las cajas, como si hubiera algo escondido dentro.
– Todo saldrá bien, Luce.
Se acurrucó entre mis brazos, sonriendo. No me apetecía irme.
– ¿Qué quería Joe?
– Ha desaparecido la hija de un amigo suyo. Quiere que le ayude a encontrarla.
Me miró con cara seria.
– ¿Es una niña?
– No me lo ha dicho. ¿Te molesta si voy?
Volvió los ojos hacia el sofá.
– Harías cualquier cosa para alejarte de ese sofá, ¿verdad?
– Sí. No puedes imaginarte la manía que le tengo.
Lucy se echó a reír y de nuevo me miró a los ojos.
– Me molestaría mucho más que no fueras. Date una buena ducha y vete a salvar el mundo.
Hancock Park era un barrio antiguo situado al sur del Club de Campo de Wilshire, menos conocido fuera de Los Ángeles que Beverly Hills o que Bel Air, pero igual de rico. Frank García vivía en una casa de estilo colonial, de paredes de adobe, protegida por una verja de hierro forjado y situada justo al oeste del club. Era una propiedad grande, oculta tras un exuberante jardín de heléchos, aves del paraíso altas como dinosaurios y frondosas calas amarillentas que languidecían por el calor.
Cuarenta minutos después de que Pike me diera la dirección de García, recorrí aquella laberíntica casa tras una mujer latinoamericana entrada en carnes y de manos nerviosas, hasta una piscina revestida de azulejos donde me esperaban el anfitrión y Joe Pike.
– Frank, éste es Elvis Cole -me presentó Pike cuando me acerqué-. Mi socio en la agencia.
– Señor García.
Frank García no era el tipo risueño de poblado bigote que aparecía en sus tortillas. En persona parecía un hombre menudo y preocupado, y no porque estuviera en una silla de ruedas.
– No tiene aspecto de investigador privado.
Además de los pantalones cortos llevaba una de esas estupendas camisas estampadas de Jam's World: naranja, amarillo, rosa y verde.
– Ya, parece que vaya vestido de domingo, ¿verdad?
García se quedó cortado y levantó las manos en un gesto de disculpa.
– Lo siento, señor Cole. Estoy tan nervioso con esto de Karen que no sé lo que me digo. Me da igual lo que lleve puesto. Sólo quiero encontrar a mi hija.
Le dio una palmadita a Joe en el brazo, un gesto cariñoso que me sorprendió.
– Por eso he llamado a Joe -añadió-. Me asegura que si alguien es capaz de encontrar a Karen, ése es usted.
Era todo un cuadro: estábamos los tres junto a la piscina olímpica, y la mujer latinoamericana entrada en carnes se había refugiado a la sombra del porche, expectante, mirando fijamente a Frank por si quería algo, aunque de momento no parecía que fuera así y no me había ofrecido nada. Si me hubiera preguntado qué quería, le habría contestado que crema de protección solar, porque estar allí junto a su piscina era como plantarse en la cara soleada de Mercurio. Debíamos de estar a treinta y cinco grados, y con la temperatura en ascenso. A nuestra espalda estaba la caseta de la piscina, que dejaba chica a toda mi casa, y tras las puertas correderas de cristal se veía una mesa de billar, una barra de bar y cuadros de vaqueros en las altiplanicies mexicanas. Dentro había aire acondicionado, pero al parecer Frank prefería que nos quedásemos fuera, bajo aquel sol de justicia. Desperdigadas por la finca había estatuas de leones, tan estáticos como Joe Pike, que no se había movido ni un ápice en los tres minutos que habían transcurrido desde mi llegada. Llevaba una sudadera gris con las mangas recortadas, vaqueros Levi's gastados y gafas de sol de piloto, que era lo que se ponía invariablemente todos los días. Llevaba el pelo castaño oscuro muy corto, y flechas rojas tatuadas en los deltoides desde mucho antes de que los tatuajes se pusieran de moda. Al ver a Joe allí de pie pensé que debía de ser el mayor pitbull de dos patas del mundo.
– Haremos lo que podamos, señor García. ¿Cuánto hace que desapareció Karen?
– Ayer. Ayer por la mañana a las diez. He llamado a la policía, pero esos cabrones no han movido un dedo, así que he pensado en Joe. Sabía que él sí me ayudaría.
Le dio otra palmadita en el brazo.
– ¿La policía no ha intervenido?
– No. Menudos hijos de puta son ésos.
– ¿Cuántos años tiene Karen, señor García?
– Treinta y dos.
Miré a Pike. Habíamos trabajado juntos en cientos de desapariciones, y los dos sabíamos por qué la policía le había dado largas a Frank García.
– ¿Es una mujer de treinta y dos años que sólo ha estado un día sin dar señales de vida? -pregunté.
– Sí -contestó Pike en voz baja.
Frank García sabía lo que le estaba insinuando y se removió molesto en la silla de ruedas.
– ¿A qué viene esa pregunta? ¿Le parece que simplemente porque es mayor de edad ha conocido a un hombre y se ha marchado con él sin decírselo a nadie?
– No sería la primera vez que ocurre, señor García.
Me puso un papel amarillo en las manos y me obligó a cerrarlas. Aquella mirada nerviosa también dejaba entrever frustración, como si yo fuera su última oportunidad y me estuviera negando a ayudarle.
– Karen me habría llamado. Si hubiera cambiado de planes me lo habría dicho. Iba a correr un rato y luego a traerme un tazón de machaca [1] pero no volvió. Pregúntele a la señora Acuna, que es su vecina. La señora Acuna lo sabe.
Lo soltó rápidamente como si el problema fuera a parecerme tan importante como a él simplemente por decirlo, pero entonces se acercó a Joe y habló con una voz que denotaba rabia, además de miedo.
– Este tío es como los polis, joder. No piensa hacer nada.
Se volvió para mirarme y de repente vi al hombre que había sido antes de quedar confinado a la silla de ruedas, un chaval de la zona este de Los Ángeles metido en la banda callejera de la Valla Blanca, pero que había sabido enderezar su vida y amasar una fortuna.
– Siento que haya tenido que dejar el desayuno a medias -sentenció.
Desde una distancia de un millón de kilómetros tras las gafas de sol, Joe anunció:
– Frank, vamos a ayudarte.
Intenté disimular mi bochorno, lo cual no es fácil cuando uno se ha ruborizado.
– Vamos a buscar a su hija, señor García. Lo que quiero que considere es que la policía tiene buenos motivos para establecer sus normas. A casi nadie de los que creemos que han desaparecido les ha pasado nada. Acaban llamando o volviendo, y lo pasan fatal cuando se dan cuenta de lo mucho que todo el mundo se ha preocupado. ¿Comprende?
No parecía que mis comentarios le hicieran ninguna gracia.
– ¿Sabe por dónde iba a correr?
– Por Hollywood, por las colinas. Según la señora Acuna, Karen pensaba ir a Jungle Juice, uno de esos sitios donde preparan zumos. Dice que siempre pedía uno de esos mejunjes, un batido de plátano. Le había preguntado si quería que le llevara uno.
– Jungle Juice. Muy bien, ya tenemos por dónde empezar -contesté, mientras me preguntaba cuántos establecimientos de ese tipo habría.
Frank estaba tranquilizándose por momentos. Parecía que volvía a respirar.
– Se lo agradezco, señor Cole. Quiero que sepa que no me importa lo que cueste. Dígame cuánto quiere y yo se lo pagaré.
– Nada -intervino Joe.
– No, Joe -replicó García, haciendo un gesto con las manos.
– Nada, Frank.
Clavé la mirada en la piscina. No me habría importado nada embolsarme parte de su dinero.
García volvió a dar una palmadita en el brazo de Joe.
– Eres un buen chico, Joe. Siempre lo has sido. -Se aferró al brazo de Joe y me miró-. Nos conocemos desde que Joe era policía, cuando salía con mi Karen. Tenía la esperanza de que quizás algún día este chico formaría parte de la familia.
– Eso fue hace mucho tiempo -replicó Joe con voz tan débil que apenas le oí.
– Nunca me lo habías contado -dije con una sonrisa.
Me miró. Los cristales negros reflejaban el sol.
– Basta.
Meneé la cabeza, sonriendo más aún. «Este Joe… -pensé-. Cada día descubre uno algo nuevo.»
El viejo levantó la vista al cielo cuando las primeras partículas de ceniza se arremolinaron a nuestro alrededor y empezaron a posarse en sus manos y sus piernas.
– Qué desastre -comentó-. El cielo se derrite, joder.
Acompañados de la mujer latina nos dirigimos a la puerta, atravesando de nuevo el fresco interior de la casa de los García. El Jeep Cherokee rojo de Joe estaba aparcado en la calle, a la sombra de un olmo. Mi coche se hallaba detrás. Anduvimos en silencio hasta la acera.
– Gracias por venir -dijo Joe.
– Supongo que hay formas peores de pasar el domingo. Podría estar peleándome con aquel maldito sofá.
Pike dirigió las gafas hacia mí.
– Cuando acabemos, ya te moveré yo el sofá.
Amigos.
Dejamos mi coche donde estaba, subimos al Jeep y nos fuimos a buscar a Karen García.
Frank García había escrito el nombre, la dirección y el teléfono de su hija en un papel de color amarillo, junto con una descripción de su coche (un Mazda RX-7 rojo) y el número de la matrícula (4KBL772). También había incluido una fotografía de Karen en la que aparecía riéndose por algo, sentada a una mesa, posiblemente la del comedor de su padre. Tenía unos dientes muy blancos que contrastaban con su piel dorada y su cabellera negra y espesa. Parecía feliz.
Joe se quedó mirando la foto como si estuviera observando algo muy lejano por una ventana.
– Guapa -comenté.
– Sí. Es cierto.
– ¿Cuándo saliste con ella? ¿Antes de conocerme?
– Ya te conocía -contestó sin dejar de contemplar la imagen-, pero aún estaba en el cuerpo.
Recordaba que Joe ya salía con chicas por aquel entonces, pero siempre parecía que ninguna era más importante que las demás.
– Supongo que era algo serio.
Asintió.
– ¿Y qué pasó?
Me devolvió la foto.
– Que la hice sufrir.
– Oh.
A veces es mejor no ser curioso.
– Al cabo de unos años se casó y se fue a Nueva York. El matrimonio no le fue bien y ha vuelto.
Me sentía violento por haberme entrometido en sus asuntos.
Llamé al teléfono de Karen con el móvil de Pike. No contestó, pero dejé un mensaje diciendo quién era y pidiéndole que llamara a su padre. Frank también nos había dado el número de la señora Acuna, así que la llamé para preguntarle si sabía adonde había ido a correr Karen. El viento seco producía tanta electricidad estática que su voz sonaba como un gorgoteo, pero lo que entendí me bastó para comprobar que no lo sabía.
– Señora Acuna, ¿puede ser que Karen volviera a casa y saliera otra vez sin que usted la viera? No sé, a lo mejor regresó para ducharse y luego salió con algunos amigos.
– ¿Ayer?
– Sí, ayer después de correr.
– Ah, no. Mi marido y yo vivimos aquí al lado de la escalera. Karen vive justo encima. Como no vino a por la machaca empecé a preocuparme. A su padre le encanta mi machaca. Siempre le lleva un tazón. Acabo de subir otra vez y aún no ha vuelto.
– ¿Ve mucho a Karen, señora Acuna? -pregunté, mirando a Joe-. ¿Son buenas amigas?
– Sí, sí. Es un encanto de chica. Conozco a su familia desde antes de que naciera.
– ¿Le ha comentado algo de volver con su ex marido?
Pike me miró.
– No. Qué va, ni mucho menos. Le llama «el asqueroso». Él sigue en el sitio ese.
«El sitio ese»: Nueva York.
Pike se volvió y miró por la ventanilla.
– ¿Tenía algún novio? -pregunté.
– Sale con chicos, aunque no mucho. En cualquier caso, es muy guapa.
– Muy bien. Gracias, señora Acuna. Seguramente iré a verla luego. Si Karen pasa por casa, ¿hará el favor de decirle que llame a su padre?
– Ya le llamaré yo misma.
Colgué y miré a Pike.
– Sabes igual que yo que debe de estar con sus amigos -le dije-. Seguramente se habrá ido a Las Vegas, o a lo mejor se ha pasado la noche bailando y se ha quedado a dormir en casa de algún tío.
– Es posible, pero Frank está preocupado y necesita que alguien le ayude en este momento.
– Sí que eras amigo de esta gente.
Pike volvió a mirar por la ventanilla. Para que Pike te cuente algo hay que sacárselo con tenazas.
En Información me dijeron que había dos establecimientos de Jungle Juice; uno en Melrose, West Hollywood, y otro en Barham, Universal City. Primero fuimos a West Hollywood, porque estaba más cerca. La labor del detective se basa en la ley del mínimo esfuerzo.
En el primer Jungle Juice trabajaban un chico delgaducho con el pelo azul y tatuajes irlandeses en los brazos, una chica bajita teñida de rubio con un peinado a la última y un tío de treinta y pocos años con pinta de ser el presidente de las Nuevas Generaciones Republicanas del distrito. Los tres habían estado trabajando el día anterior, a la hora en que Karen podía haber pasado por allí, pero ninguno de ellos la identificó al mirar la fotografía. La rubia teñida trabajaba todos los fines de semana y me aseguró que si Karen frecuentara el local, seguro que la conocería. Me lo creí.
Seguía soplando el viento de Santa Ana mientras nos dirigíamos al segundo Jungle Juice, hacia el norte. Las palmeras, altas y vulnerables como cuellos de dinosaurios gigantes, se llevaban la peor parte. El viento arrancaba las hojas muertas que se amontonaban bajo las copas y las lanzaba contra las calles, los jardines y los coches.
Poco después de las doce llegamos al otro Jungle Juice, que se encontraba justo al sur de los estudios de la Universal, en una fila de tiendas situada en Barham, al pie de las montañas. Estaba repleto de gente que dedicaba el domingo a hacer las compras, y de turistas en busca del Universal City Walk a los que no parecía importarles el viento.
Pike y yo nos pusimos en la cola. Cuando llegamos al mostrador enseñamos la fotografía de Karen a una chica de unos dieciocho años, que lucía una amplia sonrisa y un bronceado color chocolate. Enseguida reconoció a Karen.
– Sí, sí, viene mucho por aquí. Siempre pide un batido de plátano después de correr.
– ¿Vino ayer? -preguntó Pike.
Como no lo sabía llamó a un chaval negro que se llamaba Ronnie. Medía casi metro noventa y había vivido sus seis segundos de fama en un anuncio de papel higiénico Charmin.
– Sí, viene después de correr. Se llama Karen.
– ¿Ayer vino por aquí?
Ronnie me miró con inquietud.
– ¿Le ha pasado algo?
– Sólo quiero saber si ayer pasó por aquí.
La inquietud se convirtió en preocupación. Ronnie miró a Pike, y la preocupación se transformó en desconfianza.
– ¿Y por qué me lo pregunta?
Le enseñé mi licencia, que examinó con suspicacia.
– ¿De verdad te llamas Elvis?
Pike se puso delante de mí, apoyándose en el mostrador. Aunque Ronnie debía de ser unos cuantos centímetros más alto, retrocedió un paso.
– ¿Vino o no vino? -susurró Joe tan bajo que apenas se le oía.
A Ronnie se le salían los ojos de las órbitas.
– Ayer no. Trabajé desde que abrimos hasta las seis, y no la vi. Me acordaría porque siempre hablamos del recorrido que ha hecho. A mí también me gusta correr.
– ¿Sabes por dónde suele ir?
– Sí. Aparca aquí abajo y sube corriendo por la colina hasta el embalse -contestó, señalando hacia la subida. Lake Hollywood Drive serpenteaba por la colina y cruzaba una zona residencial hasta llegar al embalse.
– Estoy casi segura de que ayer pasó con el coche. Bueno, era un coche rojo pequeño -dijo la chica-. A ella no la vi, sólo el coche.
– ¿Qué dices? -intervino Ronnie-. Karen siempre pasa por aquí después de correr, y ayer no vino. Qué va.
Daba la impresión de que le molestaba que Karen hubiera ido a correr sin detenerse a saludarlo.
Les dimos las gracias y salimos al aparcamiento.
– Bueno, algo tenemos -comenté-. Vino a correr pero no pasó a buscar su acostumbrado batido de plátano.
Pike fue hasta la calle y observó el aparcamiento. Era pequeño y no había ningún Mazda rojo.
– Vino a correr, pero quizá se acordó de algo y no tuvo tiempo de pasar a por el batido, o tal vez se encontró a alguien y decidieron hacer otra cosa.
– Sí, quizá se fue con él a su casa porque se decidió por algo más apetitoso que el batido -contesté. Pike me clavó la mirada-. Lo siento.
– Puede que tengas razón -dijo, con la vista dirigida hacia la colina-. Si suele ir hasta el embalse, seguramente sube por Lake Hollywood Drive. Vamos con el coche.
Subimos por esa carretera y pasamos ante casas lujosas construidas en los años treinta y cuarenta que después se reformaron a fondo en los setenta y los ochenta para convertirlas en mil y una cosas, desde acogedoras imitaciones de ranchos hasta fortalezas contemporáneas pasando por aberraciones posmodernas. Como en la mayoría de los barrios antiguos de Los Ángeles -al menos hasta que la especulación inmobiliaria acabó por desbordarlo todo-, las casas mantenían la energía del cambio, como si lo que se veía un día pudiera evolucionar y convertirse en otra cosa al día siguiente. La mitad de las veces, la transformación era a peor, pero en la otra mitad de los casos daba buen resultado. La predisposición al cambio comporta una gran audacia, bastante optimismo y buenas dosis de valor. Lo que más admiraba yo era esto último, aunque los resultados muchas veces me producían escalofríos. Al fin y al cabo, la gente que se iba a vivir a Los Ángeles buscaba cambios. Los demás se quedaban en casita.
La carretera tenía curvas muy pronunciadas y zigzagueaba ante edificios y grandes robles agitados por el viento. Las calles estaban cubiertas de hojas, ramas y bolsas del antiguo Gelson's Market. Alcanzamos la cima y bajamos hasta el embalse, cuyas aguas estaban picadas y turbias por el viento. No vimos ningún Mazda rojo ni a nadie que se pareciera a Karen García, aunque tampoco lo esperábamos. Era una colina, sin más, y en aquel momento no me preocupaba demasiado la situación. Karen debía de estar despertándose junto a un tío con el que habría pasado la noche, y enseguida regresaría a su casa o escucharía los mensajes del contestador y llamaría a su padre para tranquilizarlo. Formaba parte de la gran responsabilidad de ser hija única.
Estábamos a mitad de la ladera, pensando qué hacer a continuación, cuando un vagabundo con una mochila y una esterilla salió tranquilamente de una bocacalle. Debía de tener treinta y tantos años y estaba tostado por el sol.
– Para -dije.
Cuando Pike frenó, el hombre se detuvo y nos estudió con la mirada. Tenía los ojos rojos y nos llegaba su mal olor pese al viento.
– Soy carpintero y busco trabajo. Estoy a su disposición para cualquier trabajito. Me pagan en metálico o con libros -nos informó con cierto orgullo, pero seguramente no era carpintero ni buscaba trabajo.
– ¿Has visto a esta mujer? -le preguntó Pike, enseñándole la foto de Karen.
– No. Lo siento.
– Ayer por la mañana estuvo corriendo por esta zona. Iba vestida con una camiseta azul y unos pantalones cortos grises.
Se acercó y examinó la fotografía con más detenimiento.
– ¿Es morena y con coleta?
– Puede ser -contestó Pike.
– La vi subir corriendo, esforzándose para superar la gravedad, que la aferraba contra el suelo. Un coche redujo la velocidad al pasar por su lado; y luego aceleró y se fue. Yo iba escuchando a Dave Matthews.
Llevaba un Discman Sony colgado del cinturón y los auriculares alrededor del cuello.
– ¿Qué tipo de coche era? -le pregunté.
Dio un paso atrás y miró el Cherokee de Pike.
– Éste.
– ¿Un Jeep rojo como éste?
– Me parece que era éste -replicó, encogiéndose de hombros-, aunque a lo mejor era otro.
Pike arqueó los labios. Desde que le conocía, jamás le había visto sonreír, pero sí había visto esa mueca. Para Pike, eso equivalía a desternillarse.
– ¿Viste al conductor? -pregunté.
– Era él -respondió señalando a Pike.
Mi compañero desvió la mirada y suspiró.
El vagabundo nos escudriñó con la esperanza de conseguir algo.
– ¿Tienen algún trabajito para el que necesiten a un artesano meticuloso? Estoy disponible, no sé si lo saben.
Le di diez dólares.
– ¿Cómo te llamas? -le pregunté.
– Edward Deege, carpintero. A su servicio.
– Vale, Edward. Gracias.
– Estoy dispuesto a hacer cualquier trabajito.
– Oye, Edward, si queremos volver a hablar contigo, ¿estarás por aquí?
– No soy más que un sureño que vaga por el río de la vida, pero sí, me gusta el embalse. No es difícil encontrarme por aquí.
– Muchas gracias, Edward.
Edward Deege observó un poco más a Pike y dio un paso atrás, como si le preocupara algo.
– Tienes que soltar la rabia, amigo mío. La rabia mata.
Pike se apartó.
– ¿Crees que realmente vio algo, o nos ha tomado el pelo? -le pregunté.
– Ha acertado en lo de la coleta. Puede que viera un cuatro por cuatro.
Bajamos por Lake Hollywood Drive hasta Barham. Cuando giramos a la izquierda para tomar la autovía, Pike me indicó que frenara.
– Elvis.
El Mazda RX-7 rojo de Karen García estaba aparcado junto a una floristería. Al otro lado de la calle se encontraba el Jungle Juice. Antes no habíamos reparado en el vehículo porque lo ocultaba un edificio. Sólo podíamos verlo al bajar, y no me hizo ninguna gracia que estuviera allí.
Pike se metió en el aparcamiento y salimos. El motor del Mazda estaba frío, como si llevara mucho tiempo aparcado.
– Lleva aquí toda la noche.
Pike asintió.
– Si subió corriendo por la colina, eso significa que no llegó a bajar -aventuré, mirando hacia arriba.
– O que no se fue sola.
– Iba corriendo, vio a un tío y se fueron en su coche. Ahora debe de estar volviendo para recoger el Mazda -deduje, pero ni él ni yo nos lo creímos.
Preguntamos a los dependientes de la floristería si habían visto algo, pero respondieron que no. Preguntamos en todas las tiendas, a todos los encargados y a casi todos los dependientes, pero todos contestaron negativamente. Tenía la esperanza de que hubieran visto algo que indicara que Karen estaba a salvo, pero en el fondo, en la parte en la que se te hiela la sangre, sabía que no.
Con el dinero de su padre, Karen García podría haber vivido en cualquier sitio, pero había elegido un piso modesto en una zona moderna de Silver Lake donde vivían sobre todo familias latinas. Los Gipsy Kings sonaban desde algún equipo de música; el aroma del chile y el cilantro era fresco e intenso. Los niños jugaban en la hierba y las parejas se reían del bochorno. A nuestro alrededor, las grandes palmeras y los palisandros se agitaban como la cola de un gato nervioso, pero la zona no estaba cubierta de ramas y hojas. Cuando uno se preocupa por el barrio lo limpia, sin esperar a que la ciudad lo haga por él.
Dejamos el Jeep de Pike junto a una boca de incendios y entramos en un patio repleto de macetas de barro pintadas a mano, rebosantes de gladiolos. La puerta tres, en la planta baja, era la de Marisol Acuna, pero Pike no me acompañó hasta ella. La propia señora Acuna le había dicho que Karen vivía en el segundo piso.
Me abrió una mujer robusta de poco menos de sesenta años.
– ¿Es usted el señor Cole?
– El mismo. ¿La señora Acuna?
Se dio cuenta de que Pike ya estaba subiendo las escaleras.
– No ha vuelto. Espere, voy a por la llave y les abro.
– Frank nos ha dado una llave. Es mejor que espere aquí.
Frunció el ceño y volvió a mirar a Pike.
– ¿Por qué no quieren que suba? ¿Creen que hay algo malo ahí arriba?
– No, señora, pero si vuelve Karen no me gustaría nada que al entrar en casa se encontrara con un par de desconocidos. Quédese y vigile. Si aparece mientras estamos arriba, explíquele lo que pasa y suba con ella -le solté. Toda una mentira bien elaborada.
Pike no me había esperado. Oí cómo se abría la puerta de Karen.
Le dediqué una última sonrisa a la señora Acuna y subí los escalones de tres en tres para entrar en el piso de Karen tras los pasos de Joe. Estaba en el centro del salón, y con el índice levantado me indicaba que me detuviera. Con la otra mano empuñaba la pistola. Llevaba la Cok Python del 357 mágnum con cañón de cuatro pulgadas. Si se empleaba munición gruesa, era capaz de atravesar el bloque de un motor. Pike utilizaba munición gruesa.
Recorrió el corto pasillo en dirección al único dormitorio y reapareció casi de inmediato. La Python había desaparecido.
– Nada.
A veces uno no debe quedarse callado.
– Oye, esto es bastante paranoico.
El piso de Karen García estaba muy bien amueblado, lo que contrastaba con el alquiler que debía de pagar. Un mullido sofá de piel y dos sillas a juego dominaban el salón. Había un escritorio moderno situado bajo dos ventanas, de modo que Karen disfrutara de la vista de la calle; encima había libros de texto de psicologia, bien ordenados, además de tres novelas de Tami Hoag, una de esas monjas de juguete a las que hay que darles cuerda y un teléfono y contestador automático de AT &T. La luz roja de los mensajes parpadeaba. En la pared junto a la ventana colgaba una fotografía enmarcada de Karen, con una corona de papel bastante ridícula en la cabeza y una copa de vino en la mano. Estaba descalza y sonreía.
– ¿Prefieres los mensajes o el resto del piso? -pregunté.
– El resto del piso.
Todos los mensajes eran del padre de Karen, menos el mío y uno de un tal Martin que le preguntaba si quería ir con él a una quebradita. Martin tenía acento latinoamericano y una voz agradable. Tras escuchar los mensajes registré los cajones y encontré una agenda Rolodex. Pensé que se la llevaríamos a Frank para ver a quién conocía, y que en caso necesario llamaríamos a todos y cada uno de los números para ver si encontrábamos a alguien que supiera dónde estaba Karen.
– Vaqueros encima de la cama, sandalias por el suelo -me informó Pike al salir del dormitorio-. El cepillo de dientes sigue en el baño. Fuera adonde fuera, no tenía previsto quedarse.
Uno se lleva el cepillo de dientes si va a dormir fuera. Si lo deja, es que tiene la intención de volver.
– Vale. Se puso el equipo de ir a correr y dejó lo demás, porque tenía pensado volver a cambiarse luego.
– Eso es lo que parece.
– ¿Has visto alguna nota o alguna agenda que indique qué planes tenía?
En lugar de contestar, Pike volvió a levantar el dedo y se acercó rápidamente a la puerta.
– Viene alguien.
– La señora Acuna.
– Alguien más corpulento.
Nos colocamos a ambos lados de la puerta y un hombre robusto y rubicundo vestido con un traje gris llegó hasta el umbral y se quedó mirándonos. Tras él aparecieron dos agentes de uniforme del Departamento de Policía de Los Ángeles. El hombre nos miró sorprendido y metió una mano por debajo de la chaqueta.
– ¡Policía! Apártense de la puerta y colóquense en el centro de la habitación. ¡Rápido!
Sacó de repente la Beretta del 9 reglamentaria de la policía de Los Ángeles mientras los otros dos agentes desenfundaban también sus armas. Abajo, en el patio, la señora Acuna gritó algo, pero nadie la escuchó.
– Calma -les pedí-. Trabajamos para Frank García, el padre de la chica.
Tanto el inspector como los dos agentes nos apuntaban con sus armas. Uno de los dos era joven y parecía que se le fueran a salir los ojos de las órbitas, como a un pequinés. Si hubiera estado en el pellejo del inspector, me habrían dado más miedo aquellos dos tipos que nosotros.
– ¡Apártense de la puerta y colóquense en el centro! -gritó-. ¡Con las manos separadas del cuerpo!
Le obedecimos. Empujó la puerta con el pie y cruzó el umbral. Los dos agentes se separaron para apuntarnos desde los flancos.
– Me llamo Cole. Somos detectives privados y trabajamos para el padre.
– ¡Silencio!
– Tengo la licencia en la cartera. Nos ha contratado su padre hace un par de horas. Llámele. Pregúntele a la señora que vive abajo.
– ¡Cállate de un puta vez y deja las manos quietas donde las vea bien!
El inspector ordenó a uno de los agentes que fuera a ver a la vecina. Después se acercó, me sacó la cartera y echó un vistazo a la licencia. Me extrañó que estuviera tan nervioso. Quizá tampoco a él le gustaba mi camisa.
Fue hasta el teléfono con la cartera, marcó un número sin quitarme los ojos de encima y farfulló algo que no alcancé a entender.
– Hemos entrado con una llave que nos ha dado el padre, y porque él nos lo ha pedido. ¿Podemos relajarnos un poco?
– Eh, Holstein, no pasa nada -anunció uno de los agentes tras volver a entrar en el piso-. Dice que el padre la ha llamado y le ha dicho que iban a venir.
Holstein asintió, pero la tensión no desaparecía.
– ¿Podemos bajar las manos, o es que te gusta mirarnos los sobacos?
– Vale, listillo, podéis relajaros. Vamos a quedarnos un buen rato.
Pike y yo bajamos las manos. Al parecer Frank se había puesto tan pesado que el distrito de Hollywood había decidido mandar a alguien.
– Me extraña que os hayáis movilizado tan pronto. Sólo hace un día que ha desaparecido.
Holstein me estudió con esa mirada vacía de los polis y se sentó en el borde del escritorio.
– Ya ha aparecido. Hace una hora encontraron el cadáver de Karen García en Lake Hollywood.
Me quedé sin aliento. Tal vez Joe Pike se quedó agarrotado. O quizá se inclinó hacia delante unos centímetros. Yo no noté nada.
– Holstein… ¿Estás seguro? -pregunté.
El patio se llenó de voces que hablaban con la inconfundible cadencia de la policía. Oí el llanto de la señora Acuna. Me senté en el sofá de cuero y me quedé mirando la fotografía de Karen García, con la corona de papel.
– ¿Joe?
No contestó.
– ¿Joe?
Abril, tres meses antes de los sucesos del motel Islander Palms
– Estoy estudiando primero de Desarrollo Infantil en la UCLA y trabajo media jornada en la guardería -explicó Karen García. Debía de medir unos treinta centímetros menos que Pike, que procuraba mantenerse alejado de ella, le habían avisado de que solía acercarse demasiado a la gente, lo cual resultaba incómodo. Se apartó. Karen pidió a uno de los niños-: Daniel, quédate con los demás, por favor. Tengo que hablar con el señor policía.
Daniel sacó la lengua, emitió un ruido que parecía el del motor de un avión, y volvió volando al grupo. El agente de patrulla Joe Pike ya había anotado en su cuaderno que había once niños, de tres a cinco años, al cuidado de la señorita García. El otro encargado del grupo, un joven delgado con gafas redondas y pelo rizado, se llamaba Joshua y parecía nervioso, pero Pike sabía que la gente solía ponerse tensa cuando hablaba con la policía. Por lo general no quería decir nada.
Estaban rodeados de niños en MacArthur Park, al sur de Wilshire, junto al lago, en el distrito de Rampart del Departamento de Policía de Los Ángeles. Era un día caluroso y el cielo estaba casi blanco por la contaminación. El uniforme azul marino de Pike absorbía el calor y hacía que el sol pareciera aún más abrasador. El parque estaba lleno de mujeres que empujaban cochecitos o que jugaban con sus hijos en edad preescolar en los columpios y los toboganes. Había vagabundos dormidos en la hierba, y algunos chavales que seguramente no habían hecho nada malo pero que no tenían trabajo se habían alejado al ver entrar el coche patrulla en el aparcamiento, al que había acudido en respuesta a una llamada relacionada con un posible abuso de menores. La persona que había llamado para cursar la denuncia era Karen García.
– ¿Ahora ve a ese hombre? -quiso saber Pike.
– No, ahora no. -Karen señaló los lavabos de paredes de ladrillo que había en un extremo del aparcamiento-. Se ha dado cuenta de que le hemos descubierto y se ha ido detrás de los lavabos antes de que llegaran ustedes. Desde entonces no he vuelto a verle. Tenía una máquina de fotos con un teleobjetivo y estoy segura de que estaba haciendo fotos de los niños. No solo de los míos, sino de los demás también.
Pike tomó notas. Si el sospechoso la había visto llamar por teléfono, haría rato que habría desaparecido. Pike iba a comprobarlo, pero seguro que ya no estaba por allí.
– Joshua le ha preguntado qué hacía y entonces se ha ido, pero no tardó en volver. Por eso les he llamado.
Pike echó un vistazo a Joshua, que asintió.
– ¿Descripción?
– ¿Cómo dice?
– ¿Qué aspecto tenía? -insistió Pike.
– Bueno, era más bajo que usted. ¿Cuánto mide usted?
– Uno ochenta y seis.
– Bastante más bajo. Yo diría que uno setenta y cinco o uno ochenta como mucho, pero muy corpulento y ancho de espaldas. Gordo, o más bien entrado en carnes, con los dedos rollizos.
– Cabello, ojos, ropa, rasgos característicos -continuó Pike.
– Rubio, pero teñido. Quiero decir de esos mal teñidos en casa. Pelo largo y peinado hacia atrás. ¿Cuánta gente sigue utilizando gomina para alisarse el pelo? -añadió Joshua con una sonrisa, quizá para tantear el sentido del humor de Pike o sólo para disipar su propio nerviosismo. Le decepcionó que Pike no respondiera.
– Llevaba pantalones negros, camisa blanca y una especie de chaleco, con un dibujo marrón o algo así, y en las manos tenía la cámara. -Karen se detuvo por si Joshua quería intervenir-. No me he acercado lo suficiente como para ver nada más.
– Tenía la cara picada -agregó Joshua.
Karen se acercó más a Pike y le apoyó la mano en el brazo.
– ¿Van a encontrarle?
Pike cerró su cuaderno y se apartó de ella.
– Vamos a enviar un aviso por radio a las demás unidades de la zona. Si le vemos, le interrogaremos.
– ¿ Y ya está? -A Karen no le parecía suficiente.
– No. También le daremos una paliza de muerte.
Joshua se quedó desconcertado, sin saber qué hacer ni qué decir, pero Karen se echó a reír haciendo gala de unos dientes ordenados y blancos y una risa sonora que a Pike le gustó muchísimo.
– Hay que proteger al ciudadano.
– Exactamente, señorita -respondió él.
– No hace falta tanta formalidad, por el amor de Dios.
El niño que hacía ruidos de avión volvió a alejarse, y Joshua salió corriendo tras él.
– Haremos lo que podamos, pero si vuelven a verle llámennos inmediatamente -pidió Pike, y le entregó una tarjeta-. Diga que ha hablado con el coche Dos Adam Seis.
Karen levantó sus ojos castaños como si quisiera ver a través de las gafas de sol del policía. Eran unos ojos tranquilos que a Pike también le gustaron.
– Y yo que creía que estaba hablando con un hombre, y no con un coche…
– Dos Adam Seis -insistió él-. Buenos días, señorita.
Volvió al Dos Adam Seis, a cuyo volante estaba sentado su compañero, pensando en las musarañas y con el aire acondicionado encendido. Pike se sentó en el asiento del acompañante y enfundó la porra. Woz no lo miró. Estaba fumándose un purito mientras contemplaba un grupo de niñas hondureñas que llevaban camisetas que dejaban la espalda al descubierto. Carne de pandillas callejeras.
– Un sospechoso de pedofilia con una cámara. Tengo la descripción -le explicó Pike.
– ¡Joder, pues qué suerte! -replicó su compañero, encogiéndose de hombros.
– Vamos a investigarlo.
– Eso tú.
Era una voz dura, cortante.
– ¿Te jubilas?
Wozniak apretó los dientes y negó de mala gana con la cabeza.
– Pues entonces vamos a trabajar en esto.
Wozniak miró a su compañero un instante más; después suspiró y pareció relajarse. Lo aceptaba.
– ¿Es un exhibicionista?
– No, es de los que hacen fotos.
Pike le describió al tipo y le contó lo que había dicho Karen García. A mitad de la explicación, Wozniak lo interrumpió con un gesto.
– Ya, ya, ya. Lo conozco. Lennie DeVille. Otro pervertido de mierda. Sólo que merece que le metan una bala entre ceja y ceja.
– ¿Sabes cuál es su última dirección conocida?
Wozniak contempló por la ventanilla las barcas del lago.
– Esos tipos asquerosos se mueven mucho, viven en moteles y en hoteles de los que cobran por semanas, y si pueden se largan sin pagar.
Dio una buena calada al purito y bajó un poco la ventanilla para tirar la colilla.
– Ya preguntaré por ahí -añadió. Miró a su compañero y puso mala cara-. ¿Y ahora qué coño hacemos?
Pike se dio la vuelta y vio que Karen se acercaba.
Karen García se quedó observando al policía mientras éste volvía al coche, incapaz de apartar la vista del movimiento de su culo, enfundado en los ajustados pantalones del uniforme, y pensando en lo bien que le quedaba el pesado cinturón John Brown con aquella cintura estrecha. Tenía una cara delgada y atractiva, los brazos morenos y moderadamente musculosos, y llevaba el pelo corto.
– Cierra la boca, que se te cae la baba -le soltó Joshua.
– ¿Se nota mucho? -Karen se dio cuenta de que se ruborizaba.
– Pues sí. María, bonita, ya te ayudo yo.
Joshua se agachó para atarle los cordones de los zapatos a una de las niñas, la furgoneta de la guardería estaba a punto de llegar, así que tenían que dirigirse al otro extremo del parque.
Karen volvió a mirar al joven agente sin poder evitarlo, le gustaba cómo se comportaba, y cuando le tenía al lado se le aceleraba el pulso. Había llamado a la policía porque estaba realmente preocupada, pero al verle llegar le costó concentrarse en lo que quería decir. Era mayor que ella, pero aún no habría cumplido los treinta. Se preguntó si la consideraría una cría, le había dicho que iba a la universidad, ¿no? Tenía una maraña de ideas en la cabeza y sonrió aún más.
– ¡Karen, por favor, delante de los niños no! -se burló su compañero.
Ella se echó a reír y le dio un empujón.
Al ver al agente Pike meterse en el coche la invadió de repente un deseo irrefrenable de ver qué había detrás de sus gafas de sol. Había intentado verle los ojos pero no lo había conseguido, y estaba impaciente.
Sintió que se le aceleraba el corazón mientras intentaba contener el impulso de hacer algo que no había hecho jamás. Los dos policías se irían al cabo de unos instantes y no volvería a verlo. Casi sin darse cuenta se dirigió hacia el coche con firmes zancadas, como si una criatura secreta se hubiera apoderado de ella. Los dos agentes la vieron acercarse. Pike bajó la ventanilla y se quedó mirándola.
– ¿Sí, señorita?
Karen García se inclinó hacia adelante y apoyó las manos en la ventanilla.
– Quiero pedirle una cosa.
Pike siguió mirándola y Karen sintió que se le secaba la boca. Se daba perfecta cuenta de que estaba poniéndose en ridículo.
– ¿Le importaría quitarse las gafas? Me gustaría verle los ojos.
El otro policía puso una cara como si fuera a vomitar, como si Karen les hubiera interrumpido intempestivamente.
– ¡Pero señorita! -exclamó.
El agente Pike se quitó las gafas y la miró.
Karen se quedó sin aliento. Tenía los ojos de un azul límpido, el azul del cielo de los desiertos de Sonora, el azul del mar incomparablemente limpio. Sin embargo, no fue el color lo que le cortó la respiración. Por un instante fugaz, cuando el policía se quitó las gafas, Karen habría jurado que aquellos ojos estaban llenos de un dolor de lo más terrible y prolongado. Luego desapareció el dolor y sólo quedó el azul.
– ¿Le gustaría acompañarme al cine el viernes por la noche? -preguntó ella.
Pike la observó durante un momento tan prolongado que Karen llegó a dudar de si había formulado la pregunta en voz alta. Por fin, lentamente, el agente volvió a colocarse las gafas de sol sobre aquellos ojos increíbles y le tendió la mano.
– Me llamo Joe. ¿Me da su número de teléfono?
Cuando Karen sintió su mano se estremeció.
Al poco rato todo el edificio estaba enterado y corrió la voz por la manzana entera. Quería preguntarle a Pike qué tal estaba, pero no delante de aquellos policías.
– ¿Cómo murió, Holstein?
– No lo sé.
– ¿La han asesinado?
– No lo sé, Cole. Sólo sé que me han pedido que venga a vigilar el piso de la víctima hasta que lleguen los investigadores. Y eso es lo que estoy haciendo.
– Algo debéis de saber. La habéis identificado enseguida.
– No sé quién ha encontrado el cadáver, pero le sacó el carnet de identidad de la cartera y nos avisó. Parece ser que estaba allí desde ayer.
– ¿Se lo han comunicado al padre? -preguntó Pike.
Holstein vio los tatuajes de los hombros de Pike y le miró a los ojos.
– Hijo de puta. Eres Joe Pike.
Las cosas no habían ido bien cuando Pike dejó el cuerpo. A muchos policías no les caía bien. Y había bastantes que lo odiaban.
– ¿Se lo han comunicado al padre? -repitió, en voz más baja.
Me acerqué y me puse delante de Pike.
– Su padre nos ha contratado para que la encontremos, y ya sabemos dónde está. Tendríamos que decírselo.
Holstein se dirigió al sofá y se dejó caer en el asiento. El cuero soltó un suspiro.
– Vamos a quedarnos aquí a esperar a los investigadores. Seguro que quieren enterarse de qué sabéis.
– Ya nos lo preguntarán luego. Vámonos -dijo Pike, poniéndome la mano en el hombro.
– Ni hablar. -Holstein se metió la mano debajo de la chaqueta.
– ¿Y qué vas a hacer, Holstein? ¿Cosernos a tiros? ¿Hoy lleva la mesa Lou Poitras?
– Sí.
Lou Poitras era uno de mis mejores amigos desde hacía años, y poco antes le habían trasladado desde el distrito de North Hollywood hasta la mesa de Homicidios de Hollywood.
– Pues llámale. Poitras y yo somos íntimos. Los investigadores pueden encontrarnos en casa del padre. Total, seguro que quieren ir a verlo.
Seguíamos discutiendo cuando sonó el teléfono. Contestó Holstein, intentado que su voz no sonara alterada. Tras escuchar unos instantes, me tendió el auricular con cara de admiración.
– Para ti, figura. No sé qué contactos tienes, pero es el oficial de guardia.
Tomé el teléfono y me identifiqué.
– Espere un momento -dijo una voz de hombre, que no reconocí.
A continuación se puso otro hombre, esta vez con un ligero acento latinoamericano. Me dijo que era Abbot Montoya, el abogado de Frank.
– Señor Cole, estoy aquí con el oficial de guardia del distrito de Hollywood a petición del señor García, junto con un representante de la oficina del concejal Maldonado. Supongo que ya sabe que el señor García y el concejal Maldonado son amigos personales, ¿verdad?
– Pues no.
No lo decía por mí, sino por la gente que estaba con él en el distrito de Hollywood.
– A Frank le gustaría que usted y el señor Pike visitaran el lugar donde han encontrado el cadáver. Quiere que vean la situación de su hija.
«Situación. Menuda palabra», pensé.
– Después -prosiguió el abogado-, a Frank le gustaría que fueran a su casa y le describieran cómo… Esto también me resulta difícil a mí, señor Cole. Soy el padrino de Karen.
– Lo comprendo.
– Le gustaría que le contaran lo que hayan descubierto sobre lo sucedido. Sé que no están cobrando, pero ya nos encargaremos de eso.
– No tienen que encargarse de nada.
– Sí, bueno, ya hablaremos del tema. ¿Van a hacer lo que les pido?
– Sí, en el caso de que nos deje la policía.
– Les dejará. ¿Y después irán a ver al señor García?
– Sí.
– Ahora al oficial de guardia le gustaría hablar con el inspector Holstein, por favor.
Holstein escuchó durante un minuto más y contestó:
– Sí, señor.
Después de colgar los observó con aire reflexivo.
Sin pronunciar palabra se encaminó a la puerta y la abrió.
– Se encuentra en la parte oeste del embalse -anunció-. Están acordonando la zona, pero el teniente Poitras les estará esperando.
Cuando salimos, Holstein nos despidió con un portazo.
Debían de ser las dos cuando volvimos a subir por las curvas de Lake Hollywood Drive. Aún había agentes de paisano vaciando el parque. Nos cruzamos con gente que había ido a correr o a pasear y que estaba marchándose, y enseguida llegamos al lugar donde había una docena de coches patrulla en mitad de la carretera con cuatro sedanes sin identificación policial. Un hombre de rasgos asiáticos estaba sacando una gran caja de pescar de la parte de atrás de un coche familiar blanco, en uno de cuyos lados se leía: «Forense del Condado de Los Ángeles». Cruzó la verja y enfiló el sendero en dirección al agua mientras un policía que parecía King Kong en miniatura se apostaba junto a la carretera y cruzaba los brazos en actitud de espera. Estaba tan musculado después de toda una vida de levantar pesas que la chaqueta parecía la piel de una salchicha a punto de reventar.
– Hola, Lou -lo saludé. Lou Poitras me dio la mano, pero a Pike ni se la ofreció.
– Me han dicho que buscabais a la chica.
– Pues sí. ¿Ya tenéis a algún sospechoso?
– Bueno, hace menos de una hora que he llegado. -Miró a Pike y añadió-: Tú la conocías, ¿verdad? Lo siento.
Mi socio asintió.
– ¿Seguro que quieres bajar, Pike? Puedes quedarte aquí arriba en el coche.
Pike pasó de largo sin decir palabra y cruzó la verja.
– Tan conversador como siempre -resopló Poitras.
Seguimos un sendero estrecho y sinuoso por entre los árboles. El follaje susurraba al ser mecido por el viento, pero a nuestra altura el aire no se movía. Las cenizas de los incendios del norte se filtraban por entre las ramas y flotaban en el aire inerte. Poitras las apartaba a manotazos, como si en vez de cenizas fueran insectos.
– ¿Cuál ha sido la causa de la muerte? -le pregunté.
– El forense acaba de bajar.
– Sí, lo hemos visto. ¿Tú qué crees?
Poitras inclinó la cabeza hacia Pike. Estaba claro que se sentía incómodo y aminoró la marcha para que Pike se alejara.
– Un tiro en la cabeza, aunque aún no es oficial. Parece del 22, pero también podría ser del 25. Se la cargaron aquí, en el sendero, y cayó a un barranco no muy profundo. No hay indicios de agresión ni de abusos sexuales, pero eso lo digo a falta de más datos. Van a llevarse muestras al laboratorio del forense.
– ¿Algún testigo?
– Tengo gente que va de puerta en puerta por las casas de alrededor en busca de nombres, pero ya sabes cómo van estas cosas.
El sendero discurría junto a un saliente a unos cinco metros del agua, a veces entre árboles densos. Entonces llegamos a una barrera de cinta de color amarillo con la que la policía acordona las zonas en las que se ha cometido un crimen y tomamos un camino recién abierto hasta el lago, donde seguimos la orilla dando un pequeño rodeo.
– La víctima está por aquí.
Pike dio dos pasos por la pendiente y se detuvo.
Karen García estaba en el fondo de un barranco estrecho, y la salvia silvestre ocultaba su cadáver. Tenía el brazo derecho doblado a la espalda y el izquierdo extendido por encima de la cabeza. También tenía doblada la rodilla izquierda, y el pie había quedado bajo la pierna derecha. Por lo que pude distinguir, el rostro estaba totalmente lívido. El desagradable olor de los gases de la descomposición flotaba en el aire como una mortaja. En torno al cadáver pululaban enormes moscardas negras y avispones. El forense las espantaba con la tablilla con sujetapapeles que llevaba en la mano.
– ¡Mierda de moscas! -exclamó un inspector hispano-. ¡Que se vayan a comer carne a otro sitio!
No fui capaz de captar si Pike sentía algo.
El forense, que se había puesto unos guantes de látex, se inclinó sobre el cuerpo para ver algo que estaba señalándole el inspector hispano. La mano que había quedado expuesta ya estaba metida en una bolsa de plástico para proteger cualquier pista que pudiera encontrarse bajo las uñas. Más tarde las buscarían en el depósito, y si hallaban algo, lo analizarían.
– ¿Quién ha encontrado el cadáver?
– Dos tíos que iban de paseo. La han encontrado aquí y han llamado desde el coche. ¿Conocéis a Kurt Asana?
El forense hizo un velado gesto. Asana.
– ¿Cómo la han identificado tan deprisa? -quiso saber Pike.
– Los que la han encontrado. Llevaba el carnet de conducir en el bolsillo del pantalón.
Los agentes que respondían al aviso no podían tocar el cadáver. Nadie podía tocar a la víctima hasta que la hubiera examinado el forense. De este modo, el abogado de un sospechoso no podía argumentar durante el juicio que los policías habían viciado las pruebas con su torpeza. Si quienes la habían encontrado no hubieran buscado algún documento que la identificara, la policía seguiría preguntándose quién era hasta que Asana le vaciara los bolsillos.
– Eh, Kurt, ¿puedes decirme más o menos la hora de la muerte? -pidió Poitras.
Asana intentó doblarle el hombro y notó que estaba rígido, aunque relativamente flexible.
– Está empezando el rigor mortis. Yo diría que unas veinticuatro horas.
– Vino a correr por aquí entre las nueve y media y las diez de la mañana.
– Bueno, de momento sólo puedo especular, pero eso encaja. Cuando tenga las pruebas lo sabré con bastante exactitud.
Tomó un bisturí y un largo termómetro de metal de la caja y siguió trabajando. Pike y yo nos dimos la vuelta. Asana iba a tomar la temperatura del hígado. Cuando la tuviera, la compararía con la del aire para así saber cuánto tiempo llevaba el cuerpo enfriándose.
Estábamos esperando a que terminara cuando aparecieron por detrás del saliente tres hombres trajeados que andaban como si el lago fuera suyo. Poitras dio un paso adelante para bloquear el sendero.
– ¿Necesitan algo?
– Krantz -dijo Joe Pike a mi espalda.
El tal Krantz sacó una placa dorada de inspector y se la plantó a dos dedos de la nariz a Poitras. Era alto y de piel curtida, y tenía la frente amplia y la cara alargada. Me pareció uno de esos tipos a los que les gusta levantar la barbilla para que la gente vea que van en serio. Era precisamente lo que estaba haciendo.
– Harvey Krantz, Robos y Homicidios. Los inspectores Stan Watts y Jerome Williams. -Watts era blanco y mayor y tenía los hombros carnosos y la cabeza cuadrada. Williams era negro y más joven-. ¿Es usted el teniente Poitras?
– Efectivamente.
– El distrito de Hollywood queda apartado del caso. Robos y Homicidios toma el mando.
Robos y Homicidios era la sección de homicidios de élite de la policía de Los Ángeles. Tenía su sede en el centro, en Parker Center, y solían encargarse de los casos de homicidio más importantes de toda la ciudad.
Poitras no se movió.
– Está de broma.
Aquél era probablemente el caso más importante que tenía en la mesa, y no le hacía ninguna gracia entregárselo a nadie.
– Llévese a sus hombres, teniente. Tomamos el mando.
Krantz se guardó la placa y levantó un poco más la barbilla. Le calculé unos cuarenta y cinco años, pero quizá tenía más.
– ¿Así? ¿Sin más?
– Sin más.
Poitras abrió la boca como si fuera a decir algo, pero dio un paso atrás y se giró hacia donde estaba el cadáver. Tenía el rostro totalmente inexpresivo.
– Nos vamos, chicos.
El inspector hispano que estaba con Asana levantó la vista.
– ¿Qué?
– Nos vamos. Les pasamos el relevo a los de Robos y Homicidios.
Cuando Watts y Williams se acercaron, el inspector hispano y otro que había estado merodeando por la maleza se apartaron. No parecía que a ninguno de los dos miembros de Robos y Homicidios le molestaran las moscas.
Krantz pasaba junto a Poitras para colocarse junto a ellos cuando vio algo que le dejó pasmado.
– ¡Joe Pike!
– ¿Desde cuándo fichan a cagados como tú en Robos y Homicidios, Krantz?
Krantz se puso totalmente rojo. Miró a Poitras y gritó tan alto que Asana levantó la vista.
– ¿Sabe quién es este hombre? ¿Por qué está aquí?
– Sí sé quién es -contestó Poitras con cara de aburrimiento-. El otro es Elvis Cole. Trabajan para el padre de la víctima.
– ¡Me importa una puta mierda! Por mí como si trabajan para Jesucristo. No deberían estar aquí y a usted se le va a caer el pelo por dejar entrar a personal no autorizado en la escena del crimen.
En los labios de Poitras se dibujó una ligera sonrisa. Ambos hombres tenían más o menos la misma altura, pero Krantz era delgado, y en cambio Poitras pesaba ciento quince kilos. Una vez le había visto volcar un Escarabajo Volkswagen del 68.
– El agente de guardia me ha ordenado que les dé acceso ilimitado, Krantz -replicó con calma-. Y eso es lo que he hecho. El padre de la víctima tiene contactos en el Ayuntamiento y además Pike la conocía personalmente.
Krantz no le escuchaba. Pasó de Poitras y fue como una exhalación hasta mi compañero. Pensé que quizá le tenía poco apego a la vida.
– Me parece mentira que tengas los santos cojones de presentarte en la escena de un crimen, Pike. Es increíble tanta desfachatez.
– Aparta -contestó Joe, nuevamente en voz baja.
Entonces Krantz se puso justo delante de la cara de Pike, al borde del precipicio.
– Y si no, ¿qué, hijoputa? ¿Me vas a pegar un tiro a mí también?
Poitras apartó a Krantz de un empujón y se colocó entre los dos hombres.
– Pero ¿qué te pasa, Krantz? ¡Contrólate!
La boca de Krantz se transformó en una sonrisa de reptil y me pregunté qué se traería entre manos.
– Quiero que se interrogue a este hombre, teniente -ordenó-. Si conocía a la víctima, puede que sepa cómo ha acabado en este estado.
– Ni tú te lo crees, cagado -respondió Pike.
El inspector volvió a ponerse rojo y en la frente se le marcó toda una red de venas.
Me acerqué a mi socio.
– ¿Se puede saber qué está pasando aquí?
– No pasa gran cosa -contestó, encogiéndose de hombros-. Estoy a punto de dejar sin sentido a Krantz.
– Te la has ganado, Pike -replicó Krantz, aún más furioso-. Estás detenido. Ya hablaremos contigo en el centro.
La radio de Poitras soltó un petardeo detrás de nosotros. Lou dijo varias cosas que no alcanzamos a oír y se la pasó a Krantz.
– Es el jefe adjunto Mills.
Krantz le arrebató el aparato.
– Harvey Krantz al habla.
Poitras nos acompañó hasta el sendero, sin esperar.
– Olvidaos de Krantz. A donde vosotros vais a ir es a casa de García. El jefe adjunto está allí ahora y el viejo quiere veros.
Pike y yo volvimos al sendero, subimos la cuesta y regresamos por entre los árboles.
– Siento lo de Karen, Joe -le dije cuando estuvimos lejos de la policía y sólo se oía el crujido de las hojas a nuestro paso.
Asintió con la cabeza.
– ¿Vas a contarme de qué iba todo eso?
– No.
El trayecto hasta Hancock Park se me hizo una eternidad.
Había un coche patrulla de la policía aparcado delante de la casa de Frank García, además de dos sedanes anónimos pertenecientes a inspectores, un Town Car negro y tres vehículos más. La mujer latinoamericana volvió a abrir la puerta, pero antes de que entráramos, un hombre también hispano, más o menos de la edad de Frank, se adelantó y nos tendió la mano con decisión. Las marcas de viruela del rostro y el cabello de un gris acero le daban un aspecto severo, pero su voz era agradable.
– Señor Cole, señor Pike, soy Abbot Montoya. Gracias por venir.
– ¿Qué tal está Frank? -preguntó Joe.
– No muy bien. Va a venir su médico.
La voz de Frank García tronó desde el interior de la casa.
– Hijos de puta, es como si hubierais matado vosotros a mi hija. ¡Fuera de esta casa!
No se dirigía a nosotros.
Seguimos a Montoya hasta llegar a un enorme salón con arcos que no había visto la vez anterior. Había dos jefes de uniforme, un hombre vestido con un traje y otro de más edad con ropa de tenis Nike, todos muy juntos, como un cuarteto de gospel. Frank estaba cantándoles las cuarenta. Tenía los ojos hundidos y rojos y la mirada perdida, y parecía que todas y cada una de las arrugas de su rostro hubieran sido grabadas con algo increíblemente afilado y desgarrador. Había tanto dolor en su mirada que daba pena sólo de verle.
El concejal Henry Maldonado estaba tan alejado de los policías como podía, pero Frank también le gritaba.
– ¡Debería mandarte a la puta calle con ellos, Henry, menuda ayuda la tuya! ¡La próxima vez debería darle mi dinero al cabronazo de Ruiz! -Melvin Ruiz se había presentado a las primarias que había ganado Maldonado.
Montoya se abalanzó sobre Frank.
– Cálmate, por favor, Frank -le pidió en tono tranquilizador-. Vamos a encargarnos de todo. Han llegado los señores Cole y Pike.
Frank miró tras Montoya con un ansia desesperada en la mirada que resultaba tan penosa como su dolor, como si Joe fuera capaz de decir que aquella horrible pesadilla no era real, que aquellos hombres habían cometido un terrible error y su única hija no había sido asesinada.
– ¿Joe?
Joe se arrodilló junto a la silla de ruedas, pero no alcancé a oír lo que dijo.
Mientras hablaba, Abbot Montoya me acompañó al otro extremo de la habitación y me presentó.
– Señor Maldonado, éste es el señor Cole. El señor Pike está con Frank. Nos gustaría que representaran al señor García durante la investigación.
– ¿Qué quiere decir con eso de «representar»? -pregunté, sorprendido.
El hombre del traje hizo como si no me hubiera oído.
– Dar entrada a alguien de fuera sería un terrible error, concejal. Si les ponemos al tanto de nuestra investigación no tendremos ningún control de seguridad.
– Estamos más que dispuestos a colaborar con las familias para mantenerlas informadas, Henry -intervino el tenista-, pero si alguien así interfiere podría obstaculizar la investigación o incluso dar al traste con el caso.
El del traje era el capitán Greg Bishop, jefe de Robos y Homicidios. La ropa de tenis pertenecía al jefe adjunto Walter Mills. Supuse que le habrían llamado mientras jugada su partido de tenis de los domingos por la mañana y no le había hecho ninguna gracia.
Carraspeé e intervine:
– No quisiera parecer tonto, pero ¿soy yo ese alguien de fuera?
– Con razón o sin ella -explicó Montoya tras mirar a García y bajar la voz-, Frank echa la culpa de la muerte de su hija a la policía. Cree que no reaccionaron cuando les pidió ayuda y le gustaría tener a sus propios representantes para que supervisaran la investigación y le mantuvieran al tanto. Me ha dicho que el señor Pike y usted asumirían ese papel.
– ¿Ah, sí?
Montoya parecía sorprendido.
– ¿No le parece bien?
Bishop y Mills me observaban, y los dos agentes de uniforme me estudiaban con interés, como dos halcones a punto de saltar sobre una gallina.
– Si la policía se encarga del caso, señor Montoya, no sé muy bien qué puedo hacer yo.
– Me parece que ha quedado claro.
– Pues la verdad es que no. Esto es la investigación de un homicidio. Joe y yo no podemos hacer nada que la policía no pueda llevar a cabo a mayor escala. Tienen gente y la tecnología necesaria, y saben hacer bien su trabajo.
Los agentes de uniforme se estiraron un poco y el jefe adjunto respiró aliviado, como si acabara de esquivar la acometida de un toro.
– Señor Montoya, yo mismo estaré en contacto con usted y con el señor García para mantenerles al tanto de la investigación -aseguró Bishop-. Voy a darle el número de teléfono de mi domicilio. Podemos hablar todos los días.
– Me parece razonable, Abbot -dijo Maldonado, asintiendo esperanzado.
Mientras lo decía, la mujer hizo pasar a Krantz, que no tenía cara de estar aliviado ni esperanzado. Se colocó detrás de Bishop.
Montoya tocó el brazo del concejal, como si ninguno de los dos comprendiera lo que estaba pasando.
– No estamos hablando de si el departamento quiere mantener informado al señor García, Henry. Estamos hablando de confianza.
– Cuando mi hijita desapareció ayer -intervino Frank García a nuestra espalda-, llamé a esta gente, pero no movieron ni un dedo. Sabía adonde había ido y les dije dónde tenían que mirar, pero me contestaron que no podían hacer nada. ¿Y ahora tengo que confiar en que esta gente va a encontrar al que la ha matado? No. Ni hablar.
– Frank, si les das una oportunidad… -pidió Maldonado extendiendo las manos y en tono de súplica.
– Ahora están con Karen, seguramente estropeándolo todo como en el caso de O. J., y yo no puedo moverme de esta maldita silla. No puedo ir a cuidarla, y eso quiere decir que tiene que ir otra persona. -Se dio la vuelta para mirar a Joe, y luego volvió la cabeza otra vez hacia el concejal Maldonado-. Mi amigo Joe y su amigo, el señor Cole. No hay más que hablar, Henry.
– Nos gustaría que los señores Cole y Pike tuvieran acceso total a todos los niveles de la investigación -puntualizó Montoya-. No pretendemos que formen parte de la investigación oficial de la policía ni que interfieran en ella, pero si les permiten ese acceso podrán informar a Frank y le ofrecerán un consuelo que en este momento le es muy necesario. No pedimos nada más.
Se volvió hacia mí y prosiguió:
– Están dispuestos a hacerlo, ¿verdad? Sólo tienen que observar y contarle a Frank lo que pasa.
Miré a Joe, que asintió.
– Sí.
Montoya volvió a ponerse ante Maldonado y sonrió como un cura al explicar que hay que vaciarse los bolsillos para llegar al cielo.
– Frank te lo agradecerá, Henry. Recordará tu amabilidad cuando lleguen las elecciones.
Maldonado se quedó mirando al jefe adjunto. Se aguantaban la mirada como si fueran telépatas. Maldonado pensaba en la financiación de su campaña, y el jefe adjunto en que si quería llegar a jefe a secas iba a necesitar a todos los amigos que pudiera conseguir en el Ayuntamiento. El concejal Maldonado asintió por fin.
– Me parece una postura razonable y me parece que podemos tener esa pequeña deferencia para con el señor García, ¿no crees, Walt?
El jefe adjunto le tendió la mano a Maldonado como si ya estuviera tomando posesión del cargo de jefe de policía.
– Concejal, comprendemos lo que está pasando el señor García y encontraremos una forma de que esto funcione.
Montoya me puso la mano en el hombro.
– Decidido, pues -me dijo en tono satisfecho-. Ultimaremos los detalles y le llamaremos más tarde. ¿Le parece bien?
– Muy bien.
– Karen sigue allí arriba -recordó Frank, a nuestra espalda-. Quiero que haya alguien con ella.
Todo el mundo lo miró. Me agarró del brazo como había hecho con Joe. Su mano parecía una tenaza.
– Ve y encárgate de que la cuiden bien. Sube hasta allí arriba y vigílales para que todo salga bien.
Por la cara de Bishop parecía que alguien le hubiera dicho que iba a operarle. Krantz se quedó observando a Joe, pero con una mirada seria y vaga, no con tensión. Montoya miró de manera inquisidora al jefe adjunto, que accedió con un gesto.
– Muy bien -acepté.
– No lo olvidaré.
– Ya lo sé. Le doy mi más sentido pésame.
Frank García asintió, pero me pareció que no me veía. Tenía los ojos llorosos y pensé que debía de estar viendo a Karen.
Krantz se marchó antes que yo. Pike quiso quedarse con Frank y me dijo que ya me llamaría luego.
Montoya me acompañó hasta la salida.
– Sé que éste no es el tipo de trabajo que suele aceptar, señor Cole. Quiero agradecerle personalmente su colaboración.
– Es un favor que le hago a un amigo, señor Montoya. Déle las gracias a Joe.
– Voy a hacerlo, pero también quiero dárselas a usted. Frank y yo somos amigos de toda la vida. Hermanos. ¿Ha oído hablar de la Valla Blanca?
– Sí, sé que el señor García fue miembro de joven.
La banda callejera de la Valla Blanca.
– Lo mismo que yo. Llevábamos Whittier Boulevard y Camulos Street. Nos enfrentábamos a las bandas de Hazard y de Garrity Lomas en Oregon Street y respetábamos a los veteranos. Desde el barrio hasta la Facultad de Derecho de UCLA hay un largo trecho.
– Me lo imagino, señor Montoya.
– Le cuento todo esto porque quiero que sea consciente de la inmensa lealtad que le debo a Frank, de lo mucho que le quiero, a él y a Karen. Si la policía no coopera, llámeme y ya me ocuparé del asunto.
– Muy bien. Le llamaré.
– Va a ayudar a mi hermano, señor Cole. Si nos necesita, estaremos a su lado.
– De acuerdo.
Me tendió la mano. Se la di.
Latinos.
Salí al calor del exterior y recorrí el caminito que llevaba a la calle. La ceniza de los incendios seguía lloviendo del cielo. Krantz y Stan Watts estaban fumando junto a un destartalado coche de inspector del Departamento de Policía de Los Ángeles.
– ¿Dónde está el capullo de tu amigo? -me soltó Krantz.
Seguí andando. No me hacía ninguna gracia volver al lago ni pasar el resto del día con una muerta.
– Déjalo, Krantz. Acabarás arrepintiéndote.
Tiró el cigarrillo al suelo y me siguió.
– A ver si el que se va a arrepentir vas a ser tú. Acabarás en la cárcel del condado y yo me quedaré con tu licencia.
Me metí en el coche. Él se quedó de pie delante. La ceniza se le amontonaba en los hombros como si fuera caspa.
– Puede que ese viejo tenga contactos y me hayan obligado a cargar contigo, pero si te entrometes en mi investigación te quito la licencia sin pensármelo dos veces.
– Ese viejo acaba de perder a su hija, cerdo. A ver si muestras un poco de sensibilidad.
Se me quedó mirando durante unos cinco siglos y después volvió hacia donde estaba Stan Watts.
Arranqué y me fui.
Me pareció que aún oía el llanto de Frank García, incluso cuando subía la colina para llegar hasta el lago.
Robos y Homicidios trabajó durante las seis horas siguientes en el lugar en que se había encontrado el cadáver de Karen García. Todo el mundo parecía profesional y competente, lo cual no me sorprendió en absoluto. Incluso Krantz. Un criminólogo joven llamado Chen, que consultaba a los inspectores, fotografió con minuciosidad la zona que rodeaba al cadáver. Sabía lo bastante sobre investigaciones de homicidios como para comprender que iban a peinar el área para buscar pistas y después la vida de Karen para dar con sospechosos que encajaran con esas pruebas. Todas las investigaciones son iguales en ese aspecto, porque en la mayoría de los casos el asesino conoce a la víctima.
Intenté charlar con los investigadores, pero nadie me contestó. Iba apartando con la mano las moscardas, porque sabía perfectamente dónde habían estado. No me gustaba estar allí y habría preferido pelearme con el sofá de Lucy. Cuando las sombras de las montañas dificultaron la visibilidad, Krantz decidió por fin que se llevaran el cadáver.
Los de la oficina del forense metieron a Karen García en una bolsa de plástico de color azul, cerraron la cremallera y la colocaron en una camilla que empujaron por la pendiente. Krantz me llamó en cuanto se la hubieron llevado.
– Ya no tienes nada más que hacer aquí. Largo.
Se dio la vuelta sin decir más. Todo un capullo hasta el final.
Vi cómo metían el cadáver en la furgoneta del forense, que bajó hacia la fila de tiendas, al pie de Lake Hollywood, desde donde llamé a Lucy.
– He movido el sofá sin ti -me dijo al descolgar.
– La mujer que estábamos buscando ha sido asesinada. Su padre me pidió que estuviera presente hasta que la policía levantara el cadáver. Y eso es lo que he hecho. Tenía treinta y dos años y estaba estudiando para trabajar con niños. Alguien le pegó un tiro en la cabeza mientras corría por Lake Hollywood. -Lucy no dijo nada y yo tampoco hasta que me di cuenta de que se lo había soltado de golpe, y me excusé-: Lo siento.
– ¿Quieres estar con nosotros esta noche?
– Sí, me apetece mucho. ¿Por qué no venís a cenar?
– Dime qué llevo.
– Yo me encargo. Ir de compras es bueno para el alma.
En el Lucky Market compré gambas, apio, cebolletas y chiles, además de una botella de ginebra Bombay Sapphire, dos limas y una caja de cerveza Falstaff. Me bebí una de las latas mientras esperaba en la cola de la caja; los demás clientes me miraron con reproche. Hice como si no me diera cuenta. Seguramente ellos no habían pasado el día con una chica que tenía un agujero en la cabeza.
– ¿Qué tal ha ido el día? -me preguntó la cajera.
– De perlas -respondí, intentando no echarle el aliento a cerveza en la cara.
Veinte minutos después aparqué en el garaje abierto de la casa abuhardillada que me había comprado en la ladera de una montaña, en Laurel Canyon, casi en Woodrow Wilson Drive. La cubierta del garaje tenía una fina capa de ceniza en la que habían quedado marcadas las huellas del gato que había ido desde el lado de la casa hasta la trampilla que tenía en la puerta. En Minnesota les pasa lo mismo, pero con la nieve.
El gato estaba esperando junto al recipiente del agua, que estaba vacío. Dejé la comida en la encimera, llené el cuenco de agua y me senté en el suelo a verle beber. Era grande, de color negro, con manchas grises en todas las cicatrices que tenía en la cabeza y el lomo. Al principio de tenerlo me miraba cuando bebía, pero había dejado de hacerlo, y ronroneaba cuando yo lo tocaba. Eramos como de la familia.
Cuando hube guardado la comida en su sitio me preparé una bebida, que casi apuré de un trago, subí a la buhardilla y me di una ducha. Y después otra. Dejé correr el agua hasta que se acabó la caliente, pero no conseguí deshacerme del olor a cadáver, y ni siquiera el torrente de agua podía acallar el zumbido de las moscardas. Me puse unos pantalones de algodón anchos y bajé las escaleras, descalzo y sin camisa.
Lucy estaba en la cocina, mirando la verdura que había dejado en el fregadero.
– Hola.
– Hola. -Miró el vaso vacío sin expresión alguna-. ¿Qué bebes?
– Sapphire con tónica.
– Ponme una. ¿Qué vamos a hacer?
– Tenía la esperanza de que me enseñaras a preparar gambas al estilo sureño.
Entonces su cara se iluminó con una media sonrisa.
– Muy buena idea.
– ¿Y Ben?
– Afuera, en el porche. Hemos alquilado un vídeo para que lo vea mientras preparamos la cena.
– Vuelvo dentro de cinco minutos.
– No hay prisa.
Su sonrisa alejó un poco más a las moscardas.
Ben estaba en el porche trasero, subido a la baranda y buscando los ciervos de cola negra que se pasean por las praderas que hay entre los olivos, ladera abajo. Allí, en medio de una ciudad de catorce millones de habitantes, teníamos ciervos, coyotes, codornices y halcones de cola roja. Una vez incluso vi a un lince rojo en el porche.
Salí y me apoyé en la baranda con él, mirando la cuesta. No vi más que sombras.
– Dice mamá que han asesinado a la señora que has ido a buscar.
– Es verdad.
– Lo siento.
Le noté apenado. A los nueve años.
– Y yo, chaval. -Y le sonreí, porque los niños de nueve años no tienen que estar apenados-. ¿Qué, cuándo te vas al campamento?
A Lucy y a Ben les gustaba mucho jugar al tenis, y el niño iba a ir a un campamento especializado en ese deporte.
– Dentro de un par de días -contestó, colgándose más de la baranda.
– No parece que te haga mucha gracia.
– Te hacen montar a caballo. Seguro que huele a caca.
Qué dura es la vida cuando el mundo huele a caca.
Una vez dentro, le dejé delante del vídeo y volví a la cocina con Lucy.
– Dice que el campamento debe de oler a caca de caballo.
– Sí. Es verdad, pero es una oportunidad de conocer a tres chicos que van a ir al nuevo colegio.
– ¿Se te ha escapado algún detalle?
– No. Soy su madre.
Asentí.
– Además, así podremos estar solos dos semanas.
– Las madres estáis en todo.
Tardamos aproximadamente una hora en preparar las gambas. Las pelamos, doramos la verdura en aceite de colza y añadimos tomate y ajo. Me serenó meterme en una actividad manual, y también hablarle a Lucy de Frank, de Joe y de Karen García. La cocina es una buena terapia.
– Ahora viene lo importante -me advirtió Lucy-. Presta mucha atención.
– Vale.
Me agarró la cabeza con ambas manos, me la acercó a la suya, rozó sus labios con los míos y los dejó allí.
– ¿Qué? ¿Mejor?
Levanté la mano. Entrelazó sus dedos con los míos y los besé.
– Mejor.
Estábamos esperando que se hiciera el arroz cuando entró Joe Pike. No lo esperaba, pero presentarse sin avisar era algo muy suyo. Lucy dejó el vaso y fue a darle un buen abrazo.
– Ya sé que la conocías, Joe. Lo siento mucho.
A su lado, Joe parecía un gigante, como una especie de golem inmenso oculto entre las sombras incluso en una habitación bien iluminada como mi cocina.
– ¡Eh, Joe! -gritó Ben-. ¡Tengo Men in Black! ¿Quieres verla?
– Ahora no me va bien, mocetón -se excusó. Me miró antes de continuar-. Montoya ha hecho un trato con Bishop. Podemos presentarnos en Robos y Homicidios en Parker Center mañana por la mañana. Nos asignarán un agente de enlace y nos pondrán al día.
– Muy bien.
– Nos darán copias de todos los informes, las transcripciones y las declaraciones de los testigos.
Estaba dándome la información, pero podía haberlo hecho por teléfono. No me quedaba muy claro por qué había venido.
– ¿Y qué más? -le pregunté.
– ¿Puedo contarte algo?
– Sí, claro.
Lucy y yo salimos tras Joe al porche. De repente apareció el gato y empezó a frotarse contra las piernas de Joe, la única persona además de mí que puede tocarlo.
– ¿Qué tal está Frank?
– Borracho.
No dijo nada más. Levantó al gato y lo acarició. Lucy me tomó del brazo y se apoyó contra mí, mirándole. Le miraba a menudo, y siempre me preguntaba qué debía de pensar.
– Los García son amigos míos, no tuyos -dijo por fin-, pero ahora vas a tener que aguantar la presión de la policía.
– ¿Lo dices por Krantz?
– No sólo por Krantz. Vamos a tener que vérnoslas con Parker Center. Y yo no me veo capaz.
Se refería al cuerpo de policía de Los Ángeles en su totalidad.
– Ya me lo imaginaba, Joe. No pasa nada.
– ¿Qué quieres decir con eso de véroslas con Parker Center? -preguntó Lucy.
– No voy a aceptar ningún dinero de Frank -continuó Joe-, pero no puedo esperar de ti que hagas lo mismo.
– Eso da igual.
Miró al gato y me di cuenta de que se sentía violento.
– No, no da igual. Quiero pagarte tus servicios.
– Joder, Joe. ¿Cómo se te ocurre siquiera decirme eso? -Yo también me sentía violento.
– ¿Por qué no hacemos como si yo hubiera hecho una pregunta? -terció Lucy.
– Parker Center es la sede del Departamento de Policía de Los Ángeles -contesté, sólo para cambiar de tema-. Los policías con los que tenemos que tratar, los de Robos y Homicidios, tienen el despacho en ese edificio. Tengo que ir mañana para que me informen de la investigación. No pasa nada.
– Pero ¿por qué no quieren cooperar con Joe? -No quería darle más importancia de la que tenía, sólo sentía curiosidad. Me entraron ganas de que no hubiera salido con nosotros.
– Joe y la policía de Los Ángeles no se llevan bien. No le dirían nada.
Lucy me sonrió, seguía sin comprender.
– Ya, pero ¿por qué iban a hacer eso?
Joe dejó el gato en el suelo y la miró.
– Porque maté a mi compañero de patrulla.
– Ah.
Las gafas de sol siguieron mirando a Lucy durante un rato, y después Joe se fue. Había cesado el viento, y el humo estaba suspendido encima del cañón como un telón que desdibujaba las luces que brillaban a nuestros pies.
Lucy se mojó los labios y bebió otro sorbo.
– No tendría que haber insistido.
Entramos y nos comimos las gambas sureñas, pero nadie dijo demasiado.
No hay nada como la muerte para acabar con la conversación.
Noche de caza
Edward Deege, carpintero, ciudadano del mundo libre y admirador de Dave Matthews, esperó entre las acacias silvestres que cubrían la montaña por encima de Lake Hollywood hasta que el crepúsculo inundó todo el cielo y la cuenca del lago se quedó en penumbra, entre la luz morada. Las sombras le servirían para ocultarse de la policía.
Les había visto trabajar en torno al cadáver durante casi todo el día, hasta que la falta de luz les obligó a dejarlo. Atrás habían quedado dos agentes de patrulla para vigilar, un hombre y una mujer, aunque parecían más interesados el uno en la otra que en recorrer el perímetro acordonado.
Edward no sabía nada de la chica asesinada, no le interesaba el lugar en el que la habían encontrado, y no tenía ningunas ganas de que le interrogara la policía. Buscaba algo más sencillo: la cena. Había restaurantes entre las diversas filas de comercios situadas al pie de la montaña, donde era seguro que a la gente que acababa de cenar bien no le importaría desprenderse de uno o dos dólares. Después de pedir durante una hora, Edward podría comprar pilas AA nuevas para el Discman e irse dando un paseo hasta los puestos de comida de Ventura Boulevard, donde podría elegir entre una hamburguesa de Black Angus, quizás, o un burrito de carne asada o rollitos de primavera vietnamitas. Las posibilidades eran infinitas.
Ya con el estómago lleno, subiría tranquilamente hasta la cabaña que se había construido junto al lago. Una vez allí su interés se centraría en fumar un poco de hierba, anotar en su diario algunas ideas sobre el equilibrio ecológico mundial y hacer de vientre para quedarse bien descansado.
Pero de momento Edward siguió andando entre los árboles hasta dejar atrás el coche patrulla y después bajó por la maraña de calles de los barrios que habían crecido a la sombra de la montaña. Los conocía bien pues pasaba por allí varias veces cada día de camino a los semáforos y las salidas de las vías rápidas, para pedir durante las horas más frescas del día y regresar al lago por la noche y cuando hacía más calor.
Aquella noche iba retrasado debido a la saturación de policía en la zona del lago, y no tenía ganas de perderse la mejor hora de la salida de los restaurantes para sacar algún dinero. Bajó por el camino más rápido, con los auriculares bien puestos, al ritmo de la música frenética y multicultural de Dave Matthews. Se coló entre dos casas, se deslizó por un arroyo y llegó a la parte de atrás de una casa en reformas. Había seguido esa ruta cien veces y avanzaba sin pensar. La casa estaba en un callejón sin salida en el que casi todas las viviendas quedaban ocultas tras arbustos o vallas. Casas sin ojos. Edward pensaba muchas veces que a lo mejor no vivía nadie en ellas y sólo eran fachadas de decorados de cine que podían derrumbarse y moverse a voluntad. Esas ideas le daban escalofríos e intentaba evitarlas. La vida ya era bastante incierta sin esas cosas.
Rodeó un gran contenedor de escombros azul, sin esperar ver nada tras él más que la misma calle oscura y vacía que había visto cien veces, pero se sorprendió al descubrir el cuatro por cuatro allí parado. Se detuvo. Sintió el impulso de salir corriendo, pero era tarde y el hambre le quitaba las ganas de realizar esfuerzos.
El coche le sonaba. Enseguida se dio cuenta de que era el mismo que les había descrito a los dos hombres que buscaban a la chica.
¿Correr o no?
El hambre tomó la decisión por él. Aliado con la codicia.
Echó a andar poco a poco mirando hacia otro lado con la esperanza de poder pasar entre el cuatro por cuatro y las casas antes de que quien estuviera dentro pudiera hacer nada. Creía que iba a conseguirlo hasta que el hombre de las gafas de sol se bajó del vehículo. Era noche cerrada, pero el hombre seguía llevando sus gafas oscuras.
– ¿Edward?
Edward apretó el paso. No le daba buena espina aquel tipo, cuyos brazos musculosos brillaban con un reflejo azul a la luz de la luna.
– ¿Edward?
Edward aceleró el paso, pero de repente el hombre le alcanzó y le empujó con violencia tras el contenedor. Se le torcieron los auriculares y la voz de Dave Matthews se escuchó lejana con cierto eco metálico.
– ¿Eres Edward Deege?
– ¡No!
Edward levantó las manos para no mirar aquellas gafas de sol de cristales sin fondo. El miedo le atenazó el estómago con fuerza y se disparó por sus venas.
La voz del hombre adquirió un tono más relajado.
– Pues yo creo que sí. Edward Deege, carpintero. A su disposición para cualquier trabajito.
– ¡Déjame en paz!
El hombre se le acercó más y Edward se dio cuenta en aquel momento demencial, cuando la sangre se le subía a la cabeza, de que iba a morir. Aquel hombre emanaba hostilidad. Aquel tipo extraño rebosaba rabia.
Un momento antes iba de camino a ganarse el pan honradamente, pero de repente estaba al borde de la desolación.
La vida era muy extraña.
Edward tropezó, y el hombre fue a por él.
Con la energía que le daba toda la adrenalina que circulaba por su cuerpo, Edward empuñó el Discman Sony y le atizó al hombre en la cabeza con todas sus fuerzas, pero el hombre le agarró del brazo y se lo retorció. Edward sintió el dolor antes de oír el crujido.
Edward Deege, carpintero, se echó hacia atrás e intentó gritar, pero el hombre le había aferrado la garganta y se la estaba triturando.
John Chen en acción
A la mañana siguiente, cuando John Chen se agachó para pasar por debajo de la cinta amarilla que servía para acordonar el sendero que bajaba hasta Lake Hollywood, se le cayó entre la maleza el estuche que llevaba en el bolsillo de la camisa y sus lápices y bolígrafos quedaron desparramados por todas partes.
– ¡Mierda!
Chen levantó la vista, pero los dos agentes de uniforme que había más arriba estaban apoyados contra la parte delantera del coche patrulla, miraban hacia el otro lado y no le habían visto. Muy bien. Un chico y una chica, y ella era bastante guapa, así que John Chen no quería que se llevara la impresión de que era un patoso.
John recogió los lápices PaperMate Sharpwriter que acaparaba a la mínima oportunidad y se metió el estuche en el bolsillo a toda prisa, pero lo pensó mejor y decidió guardarlo en la caja de recogida de pruebas. Iba a tener que agacharse mucho aquel día y el estuchito de las narices se caería todo el rato y le haría parecer un torpe de campeonato. Daba igual que en la zona del crimen no hubiera nadie. Se sentiría como un torpe aunque estuviera solo, y John tenía una teoría que intentaba respetar: si hacía prácticas de no ser un inútil cuando estuviera solo, al final se le pegaría y acabaría por no serlo cuando estuviera con tías buenas.
John Chen era el criminólogo más novato de la División de Investigaciones Científicas (SID) del Departamento de Policía de Los Ángeles, y aquél era apenas el tercer caso que le asignaban sin supervisor. No era policía. Era civil, como todos los miembros de la SID, y, para dejar las cosas claras (algo que a John le gustaba mucho), no habría sido capaz de aprobar el examen de aptitud física de la policía ni aunque le hubieran ofrecido una mamada de la conejita de Playboy del mes. Con su metro ochenta y ocho de estatura, sus cincuenta y ocho kilos de peso y una nuez que se meneaba como si tuviera vida propia, John Chen era, tal como se describía él mismo sin piedad alguna, un pringado (y eso sin tener en cuenta las horrendas gafas de culo de botella que se veía obligado a llevar). Chen tenía un plan para superar esa desventaja: trabajar más que cualquier otra persona de la SID, ascender enseguida a un puesto directivo de responsabilidad (con el correspondiente aumento de sueldo) y adquirir de inmediato un Porsche Boxster con el que conseguiría echar muchos polvos.
Chen era el criminólogo asignado al caso, y debía encargarse de cualquier pista que pudiera ayudar a los inspectores a identificar y condenar al autor del crimen. El día anterior podía haber acabado a toda prisa la inspección del lugar en el que se había encontrado a Karen García, etiquetando y metiendo en bolsas todo lo que hubiera por allí para que después los inspectores lo organizaran, pero cuando empezó a anochecer y se llevaron el cadáver, decidió ordenar que se precintara la zona y regresar al día siguiente. Los inspectores que estaban al mando habían cerrado el lago y los dos agentes de uniforme habían pasado la noche de guardia. Al tener él un chupetón en el cuello que no estaba a la vista el día anterior, Chen sospechó que además de estar de guardia se habían pasado la noche pegándose el lote, sospecha que confirmaba lo que le parecía algo innegable: todo el mundo se enrollaba con alguien menos él.
Hizo un esfuerzo por dejar de pensar en la buena suerte de los demás y siguió andando por el sendero hasta llegar al pequeño claro en el que había sido asesinada la víctima. El viento había cesado durante la noche, las ramas de los árboles no se movían y el lago era una gran piscina de cristal. Todo estaba tranquilo como un cementerio.
John dejó en el suelo la caja de recogida de pruebas (que parecía como de pesca, pero pesaba más) y se inclinó en el borde del acantilado para ver el lugar en el que había estado el cadáver. Había tomado fotografías de la zona el día anterior antes de que se llevaran el cuerpo y había recogido una muestra de la sangre de la víctima que había goteado sobre un lecho de hojas de olivo. En aquel lugar había desde entonces un trocito de alambre con una bandera blanca. También había tratado de aislar e identificar las diversas huellas que había en torno al cadáver, y consideraba que había hecho un buen trabajo al separar las de los dos hombres que la habían encontrado (los dos llevaban botas de montaña con suela de tacos; una era seguramente Náutica, la otra tal vez Red Wing) y las de los policías y el forense que se habían paseado por la zona como si tal cosa. Se suponía que el forense tenía que prestar atención al entorno, pero en realidad no se había fijado en nada más que en el fiambre. En cambio, Chen había marcado y medido diligentemente todas las huellas de calzado y las había señalado en un diagrama de la zona, lo mismo que el cadáver, los restos de sangre, una bolsa de patatas fritas y tres colillas (que estaba seguro de que eran irrelevantes) y todos los detalles topográficos necesarios. Las medidas y la confección del diagrama le habían llevado mucho tiempo, y cuando por fin había llegado hasta allí arriba, donde se había producido el disparo, sólo había tenido tiempo de anotar las marcas dejadas en el terreno y la vegetación rota por la caída de la víctima. En aquel momento había decidido que era mejor dejar la tarea y se había ofrecido a los inspectores para volver al día siguiente. Como mínimo, ese regreso podría sumar puntos a su favor a la hora de los ascensos y acercarle mucho más al coche que le iba a servir para ligar tanto.
Desde lo alto del barranco, John Chen se imaginó a la víctima junto al agua, donde la había visto por primera vez, y después se concentró en el sendero. El borde del precipicio se había derrumbado en la parte por la que había caído la chica y, dando un paso atrás, se veía una rozadura resplandeciente en el margen del sendero. Seguramente la víctima había recibido la bala allí arriba, había arrastrado el pie izquierdo al desmoronarse y el borde del barranco había cedido cuando había caído hacia el lago. Vio algo blanco en el margen del sendero, junto a la rozadura. Era un pedazo triangular de plástico blanco, quizá de medio centímetro de lado, manchado de una sustancia pegajosa de color gris. No debía de ser nada de importancia (no lo era la mayoría de lo que se encontraba en la escena de un crimen), pero sacó un alambre de la caja, marcó el plástico y lo señaló en el diagrama.
Una vez hecho eso, volvió a concentrarse en el sendero. Sabía dónde había estado la víctima, pero ¿y el asesino? A juzgar por la herida, Chen creía que había estado justo delante de ella, en el sendero. Se puso en cuclillas para intentar calcular desde qué lugar exacto había disparado, pero no lo consiguió. Cuando la descubrieron, la policía acordonó la zona y cuando llegó Chen había pasado por allí una enorme cantidad de paseantes y de deportistas que prácticamente habían arrasado con todo. Sin dejar de mirar el sendero, Chen suspiró y sacudió la cabeza decepcionado. Había confiado en encontrar una huella, pero no había nada. De poco le había servido regresar al día siguiente. Pocos puntos había conseguido de cara al ascenso y al Porsche que tantos polvos iba a conseguirle.
John Chen oía el viento mientras se planteaba cuál sería el siguiente paso cuando oyó una voz a sus espaldas.
– Hazte a un lado.
Pegó un respingo, dio un traspié y se le cayó el diagrama entre la maleza.
– Mejor no dejar más huellas en el sendero -añadió el hombre, que estaba fuera del sendero, en la maleza, y Chen se sorprendió al pensar que había llegado hasta allí sin que él le oyera. Era casi tan alto como él, pero con el cuerpo cubierto de músculos. Llevaba gafas de sol y el pelo corto, al estilo militar. A Chen le entraba un miedo mortal sólo de verle. Pensaba que podía ser perfectamente el asesino, que había vuelto para cargarse a otra persona. Parecía el asesino. Parecía un psicópata de los que les gusta apretar el gatillo, y aquellos dos agentes idiotas aún debían de estar dándose el lote. Ella le estaría chupando el cuello a su compañero y dejándole moratones como campos de fútbol.
– Esta zona ha sido precintada por la policía. No debería estar aquí.
– Vamos a ver. -El hombre estiró la mano y Chen se dio cuenta de que se refería al diagrama. Se lo entregó. Ni se le ocurrió que podía negarse.
– ¿Dónde está el asesino? -Fue lo primero que preguntó. Chen sintió que le subían los colores.
– No consigo localizarle. No está nada claro -contestó con una voz plañidera, lo que hizo que se sintiera aún más avergonzado-. Los policías están un poco más arriba. Van a bajar en cualquier momento.
El hombre analizó el diagrama como si no le oyera. Chen consideró la idea de salir corriendo.
Le devolvió el papel y repitió:
– Sal del sendero, John.
– ¿Cómo sabe cómo me llamo?
– Está en el impreso.
– Ah. -Chen se sentía tan avergonzado como un niño de cinco años. Estaba seguro de que no iba a conseguir jamás aquel Porsche-. ¿Tiene algún motivo para estar aquí? ¿Quién es usted?
El desconocido se agachó y acercó la cara al sendero. Se quedó mirando la rozadura durante un rato y después subió un poco y se tumbó algo más arriba boca abajo, como si fuera a hacer flexiones de brazos. Se quedó en aquella postura sin esfuerzo y Chen pensó que debía de ser muy fuerte. Peor aún, debía de tener a su disposición a todas las tías que quisiera. Estaba pensando que quizá debería apuntarse a un gimnasio (estaba claro que aquel intruso no salía del suyo muy a menudo) cuando el hombre se colocó a un lado del sendero y se puso a mirar la maleza.
– ¿Qué está buscando? -preguntó John.
No le contestó, pero fue dando la vuelta pacientemente a hojas y ramitas y levantó la hiedra. John dio un paso hacia él, pero el hombre alzó un dedo que decía: «No te acerques».
John se quedó petrificado.
El hombre siguió analizando el terreno, cada vez en una zona mayor. John no se movió. Se quedó allí helado, pensando si debía pedir auxilio, pero descartó la idea al pensar que aquellos dos agentes del coche patrulla debían de estar tan ocupados dándose besos y lametazos que no le oirían gritar.
– La caja de recogida de pruebas -ordenó el hombre.
John la recogió y avanzó hacia él. El hombre volvió a levantar el dedo y le señaló una larga ruta en forma de media luna que le permitía evitar el sendero.
– Por ahí.
John se metió por entre la maleza por donde le había dicho el hombre, y se hizo dos sietes en los pantalones y mil rasguños que no le hicieron ninguna gracia.
– Aquí -le indicó el hombre cuando hubo llegado.
Había un casquillo de bala del 22 debajo de una hoja de olivo.
– ¡Hostia puta! -exclamó John. Se quedó mirando al hombre, que parecía observarle también, aunque era difícil saberlo con certeza debido a las gafas de sol-. ¿Cómo ha encontrado esto?
– Márcalo.
El hombre volvió al sendero y se puso en cuclillas. John clavó un alambre en el suelo junto al casquillo y fue a toda prisa hacia el hombre, que le señaló otra cosa.
– Mira. Ahí, al lado.
John miró, pero no vio nada.
– ¿Qué?
– Un zapato. -El desconocido acercó el dedo al suelo-. Aquí.
John veía fragmentos de muchas huellas, pero no conseguía descubrir a qué se refería aquel tío.
– No veo nada.
– Agáchate un poco más, John -dijo el hombre-. Aprovecha el sol. Deja que la luz ilumine la depresión y la verás. Tres cuartos de huella. -Su voz denotaba una infinita paciencia, que John agradeció.
John se tumbó boca abajo en plena maleza, paralelo al sendero, y observó durante una eternidad la zona que le señalaba. Estaba a punto de reconocer que no veía nada de nada cuando apareció ante sus ojos: tres cuartos de huella, tapada en parte por una suela de calzado deportivo y apenas marcada en la dura superficie del sendero. Parecía corresponder a algún tipo de zapato informal pero no deportivo, quizá como los de los policías, o quizá no.
– ¿El asesino? -preguntó.
– Es esa orientación. Es donde debía de estar el que disparó.
John volvió a mirar el casquillo.
– ¿Y cree que lo hizo con una automática? ¿Por eso ha mirado por aquí? -Un arma automática expulsaría el casquillo hacia la derecha y en el caso de una bala del 22 la lanzaría a algo más de un metro de distancia. Entonces John tuvo una idea y se quedó mirando al hombre con cara de interrogación-. Pero ¿y si hubiera utilizado un revólver? No habría dejado ningún rastro.
– En ese caso no habría encontrado nada. -El hombre ladeó la cabeza, casi como si aquello le hiciera gracia-. Esto estaba lleno de gente y nadie oyó nada. No se puede silenciar un revólver, John.
– Ya lo sé -replicó John, ruborizándose de nuevo.
El hombre siguió avanzando por el margen del sendero, colocándose en su postura de flexiones a cada pocos pasos para luego ponerse en pie y seguir. A John le pareció que aquél sería un momento ideal para salir corriendo en busca de los dos agentes, pero en lugar de eso clavó un alambre en el suelo para marcar la huella y siguió al extraño hasta un grupo de frondosos arbustos situado en un extremo del claro, un poco más arriba del sendero. El hombre dio la vuelta, primero en una dirección, luego en la otra, y se tumbó dos veces en el suelo.
– Esperó aquí hasta que la vio.
John se acercó, se colocó con cuidado tras el hombre y, efectivamente, vio tres huellas perfectas en la tierra que parecían coincidir con el fragmento que habían visto junto al casquillo. También eran superficiales y casi invisibles incluso después de que el hombre se las hubiera señalado, pero John estaba aprendiendo.
Cuando John lo comprendió todo bien, el hombre ya volvía a estar en movimiento. John se apresuró a marcar con un alambre el punto antes de darse prisa para alcanzarle.
Llegaron hasta la valla de tela metálica paralela a la carretera y se detuvieron en la puerta. John supuso que no irían más allá de la zona pavimentada, pero el desconocido se quedó mirando como si la cuesta que había al otro lado estuviera diciéndole algo. El coche patrulla quedaba a su izquierda, en la curva, pero a juzgar por cómo trajinaban los dos policías en el asiento de atrás, no se habrían dado cuenta de nada ni aunque les hubiera estallado una bomba atómica detrás del vehículo. Cerdos.
El hombre alzó la vista hacia las montañas. A su izquierda había casas; a su derecha, nada. Su mirada se posó en un grupillo de palisandros que había a su derecha, junto a la carretera, que cruzó casi automáticamente, seguido de John.
– ¿Cree que cruzó por aquí?
El extraño no contestó. No parecía muy conversador. Bueno, John no iba a molestarse por eso.
El hombre recorrió la cuesta que había ante los palisandros y encontró algo que le hizo contraer los labios.
– ¿Qué es? -preguntó John.
El hombre le señaló un abanico de tierra suelta que había caído en el lado de la carretera.
– Se escondió entre los árboles hasta que pasó la gente, y después salió por la puerta.
– ¡Qué pasada! -John estaba disfrutando. Y mucho.
Subieron por la cuesta. Las huellas del asesino quedaban más marcadas en la tierra suelta de la ladera. Llegaron hasta arriba y entonces iban por lo alto hasta una camino que John ni siquiera sabía que estaba allí.
– ¡Joder! -exclamó.
El hombre anduvo por el camino durante unos treinta metros antes de detenerse y volver a mirar a la nada. John se quedó esperando. Prefirió morderse el labio por dentro a volver a preguntarle qué estaba mirando, pero al cabo de un rato no pudo aguantar más.
– ¿Qué es, por el amor de Dios?
– Un coche. Aparcado aquí -señaló, y acto seguido indicó algo más-. Aquí hay manchas de aceite o de líquido refrigerante. Y aquí están los neumáticos.
John ya estaba marcándolo todo con alambres.
– Un todoterreno. De batalla larga.
– ¿Un todoterreno? ¿Como un Jeep?
– Exacto.
John tomó nota a toda velocidad, pensando que iba a tener que llamar a la oficina para pedir el material que necesitaba para tomar huellas de neumáticos.
– Aparcó aquí porque había venido antes. Sabía adonde iba.
– ¿Cree que la conocía?
En aquel momento el hombre miró a John Chen, que dio un paso automático hacia atrás, sin saber por qué.
– Me ha parecido un zapato del cuarenta y cuatro, ¿verdad, John?
– A mí también.
– Bastante profundo en el terreno, por lo que parece que pesa más de lo que debería.
«Bastante profundo», repitió mentalmente John.
– Con el número del calzado y el peso puedes conseguir la corpulencia -explicó el extraño-. Una impresión de la huella te dará la marca del zapato.
– Ya lo sé. -John estaba molesto. De acuerdo, quizá no habría sido capaz de encontrar ninguna de aquellas pistas por sí solo, pero no era ningún imbécil.
– Saca una impresión de los neumáticos. Identifica el tamaño y el tipo. Con eso conseguirás una lista de fabricantes.
– Lo sé perfectamente.
El desconocido se quedó mirando el lago desde allí arriba y John intentó imaginarse qué debía de estar pasando tras aquellas gafas de sol.
– ¿Es usted uno de los inspectores de Parker Center?
El hombre no contestó.
– Bueno, tiene que darme su nombre y el número de placa para el informe.
El extraño se bajó ligeramente las gafas.
– Si les dices que esta información la he conseguido yo, no la utilizarán.
– Pero… -John Chen estaba desconcertado-. ¿Qué les digo de todo esto?
– Yo no he estado nunca aquí, John. ¿Quién queda?
– Bueno, yo. Queda que yo he encontrado las pistas.
– Si te parece bien…
– Sí. Bueno, claro. Desde luego. -Tenía las palmas de las manos húmedas de emoción y el corazón desbocado.
– Consigue el fabricante de los neumáticos y la lista de coches. Ya te llamaré. No será un problema, ¿verdad, John?
– No, señor -contestó automáticamente.
El hombre le observó durante un rato y después añadió algo que John Chen recordaría de vez en cuando durante el resto de su vida, preguntándose qué había querido decir y por qué.
– Nunca le des la espalda al amor, John.
El hombre fue bajando la colina por entre los arbustos y desapareció casi antes de que Chen se diera cuenta.
En el rostro de John Chen se dibujó lentamente una enorme sonrisa blanca y salió corriendo, dándose contra los arbustos, tropezando, cayéndose, rodando en una ocasión y poniéndose en pie al pasar a toda prisa junto al coche patrulla de camino a su furgoneta de la SID, gritándoles a aquellos dos tortolitos que dejaran de manosearse.
De repente, el ascenso parecía mucho más cercano.
De repente, el coche que iba a servirle para ligar tanto ya estaba aparcado en su garaje.
Volver al día siguiente había tenido su recompensa.
Parker Center era un edificio blanco de ocho plantas situado en el centro de Los Ángeles, a pocas manzanas del Los Ángeles Times y de una docena de bares. Se trataba de garitos pequeños a los que iban muchos policías tras el cambio de turno, mientras que los periodistas eran clientela habitual durante todo el día. En el lateral del edificio había unas letras que decían «Departamento de Policía, ciudad de Los Ángeles», pero eran pequeñas, y el letrero quedaba tapado por tres palmeras raquíticas, como si les diera vergüenza.
El guardia del vestíbulo me dio un pase de visitante para que me lo colgara de la solapa y llamó a Robos y Homicidios. Cuatro minutos después se abrieron las puertas del ascensor. Stan Watts me miró desde dentro como si tuviera legañas.
– Eh, Stan, ¿qué tal?
Ni caso.
– Mira, no tenemos por qué empezar con mal pie.
Apretó el botón del quinto piso.
Cuando llegamos, me acompañó hasta una gran sala bien iluminada en cuyo centro había un largo rectángulo de cubículos ocupados por hombres que llevaban al menos quince años detrás de una placa dorada. Casi todos estaban al teléfono y algunos escribían en el ordenador, y prácticamente todos parecían a gusto con su trabajo. Krantz estaba hablando con un tío muy gordo al lado de la máquina de café. Williams, apoyado en una mesa, se reía de algo. Nadie habría dicho que doce horas antes estaban apartando moscardas del cadáver de una chica.
Krantz frunció el ceño al verme.
– ¡Dolan! -gritó-. Ya tienes aquí a tu chico.
La única mujer sentada a una mesa estaba sola en un rincón, garabateando algo en una libreta de papel amarillo. La metió en un cajón al oír a Krantz, lo cerró con llave y se levantó. Era alta y parecía fuerte, como si se dedicara a remar o trabajara con caballos. En la sala había más mujeres, pero por su actitud se adivinaba que no eran inspectoras. Ella sí. Me dije que en su lugar yo también cerraría mis cajones con llave.
Dolan miró a Krantz como si el inspector fuera a hacerle una citología vaginal, y a mí con más dureza aún.
– Dolan, éste es Cole -me presentó Krantz cuando ella se acercó-. Cole, ésta es Samantha Dolan. Te toca con ella.
Samantha Dolan llevaba un elegante traje pantalón de color gris con un camafeo, y el pelo, de un rubio oscuro, bastante corto, aunque femenino. Le eché cuarenta y pocos años y enseguida la reconocí por los reportajes, las entrevistas y las muchas veces que la había visto por televisión.
– Encantado de conocerla, Dolan. Me gustó su serie.
Hacía seis años, la CBS había hecho una serie de televisión sobre ella basada en un caso en el que casi había muerto al apresar a un violador múltiple. La serie había durado media temporada y no había sido ninguna maravilla, pero durante algún tiempo había servido para convertirla en la policía más famosa de Los Ángeles desde Joe Wambaugh. Los Ángeles Times había publicado un artículo sobre ella en el que se centraba en su porcentaje de casos resueltos, que era el más alto que había conseguido jamás una mujer y el tercero de la historia del cuerpo. Recordaba que sentí admiración, pero entonces me di cuenta de que no había oído nada de ella desde que leí aquel artículo.
Samantha Dolan frunció aún más el entrecejo.
– ¿Le gustó aquella serie de televisión que hicieron sobre mí?
– Sí. -Sonreí con aire simpático.
– Pues era una mierda.
Siempre me doy cuenta si les caigo bien a las mujeres.
Krantz miró el reloj.
– Vamos a ponerte al día en la sala de reuniones para que nadie pierda el tiempo. Piensa en eso, Cole. Puede que ahora mismo el asesino esté escapándose porque uno de nuestros inspectores está preocupándose por ti en lugar de seguir una pista.
– Eres un encanto, Krantz.
– Ya. Baja con él, Dolan. Yo voy enseguida.
Dolan me acompañó hasta una sala de reuniones no muy grande en la que ya estaban esperando Watts y Williams, con un inspector alto y delgado llamado Bruly y otro hispano llamado Salerno. El primero le susurró algo al oído al segundo cuando entramos, y Salerno sonrió. Dolan se sentó sin presentarme ni decir nada a nadie. Supuse que tampoco ellos le caían bien.
– Este es Elvis Cole -empezó Williams-. Representa a la familia. No va a quitarnos el ojo de encima por si jodemos la investigación.
– Yo ya les he hablado de ti, Williams -repliqué, para ver si conseguía conquistarles con humor.
– ¿Se meten mucho contigo? Con ese nombre… -dijo Salerno.
– ¿Qué nombre? ¿Cole?
Se rió. A eso me refería con lo del humor.
Krantz entró como una exhalación con una taza de café y una tablilla con sujetapapeles.
– A ver, ¿queréis seguir perdiendo el tiempo o preferís acabar con toda esta mierda?
A Salerno se le cortó la sonrisa.
Krantz bebió un poco de café mientras leía un papel de la tablilla y dijo:
– Esto es lo que hay: Karen García fue asesinada aproximadamente a las diez de la mañana del sábado por un desconocido o desconocidos en el embalse de Lake Hollywood. Hemos recuperado su coche, que estaba en un aparcamiento en Barham Boulevard, y lo hemos llevado al depósito. Creemos que el agresor disparó un tiro con una pistola de pequeño calibre a escasa distancia. Dos tíos que iban de excursión descubrieron el cadáver al día siguiente. Tenemos sus interrogatorios iniciales. También estamos interrogando a otra gente que estuvo en el lago el sábado, o que vive cerca, y a personas relacionadas con la víctima. Nos están ayudando inspectores de los distritos de Rampart, Hollywood, West LA y Wilshire. De momento no tenemos sospechosos.
Krantz parecía Jack Webb.
– ¿Ya está?
Bajó la mandíbula, molesto conmigo.
– Sólo hace veinte horas que ha empezado la investigación. ¿Qué más quieres?
– No era una crítica.
Saqué dos hojas que había escrito y las pasé por encima de la mesa. Krantz ni las tocó.
– Esto es todo lo que me contó Frank García sobre las actividades de su hija el sábado, además de todo lo que descubrí mientras intentaba encontrarla. Me ha parecido que podría ser de ayuda. Pike y yo hablamos con unos chicos en un Jungle Juice que sabían lo que solía hacer Karen. Ahí están sus nombres.
– Ya hemos hablado con ellos, Cole. Nos hemos movido. Díselo al padre de la víctima. -Estaba increíblemente enfadado.
– Encontramos a un vagabundo más abajo del lago que se llama Edward Deege y que dice que vio cómo un cuatro por cuatro rojo o marrón se acercó a una chica que iba corriendo. Es un tipo raro, pero a lo mejor queréis interrogarle.
Krantz miró el reloj de mal talante, como si estuviéramos perdiendo más tiempo del permitido. Tres minutos.
– Pike ya nos contó todo esto anoche, Cole. Estamos en ello. A ver, ¿hay algo más?
– Sí, tengo que asistir a la autopsia.
Krantz y Watts levantaron las cejas a la vez y se miraron. El primero me sonrió.
– Supongo que estás de coña, ¿no? ¿Es que su padre quiere fotos?
– Es como cuando me pidió que fuera al lago. Quiere que haya alguien presente.
– Dios mío.
Watts carraspeó.
– Los del condado andan con un atraso enorme. Tienen los cadáveres amontonados, esperando dos o tres semanas. Estamos intentando colarnos, pero no sé.
Krantz y Watts intercambiaron otra mirada, y el primero se encogió de hombros.
– No sé cuándo va a ser la autopsia, ni si puedes estar presente. Tengo que averiguarlo.
– Vale. Quiero ver copias de cualquier declaración de testigos y del informe del criminólogo.
– El informe no ha llegado todavía. El criminólogo sigue trabajando en el lago. De momento no hay declaraciones de testigos, sólo las de los dos tíos que la encontraron.
– Si tenéis transcripciones, me gustaría que me dierais copias.
Krantz se cruzó de brazos y se recostó en la silla.
– Si quieres leerlas, léelas, pero no vamos a hacer copias y no vas a sacar nada de este edificio.
– Se supone que tenéis que mantenerme al tanto. Si tienes alguna duda, llama al jefe adjunto y pregúntaselo.
– Pues va a haber que preguntárselo -contestó con un suspiro-. Me pides los informes, pero aún no tenemos ningún informe que enseñarte. Y lo de las copias voy a tener que consultarlo con Bishop. Si me dice que adelante, pues muy bien.
Me pareció razonable.
– ¿Quién lleva el libro, Watts o tú?
– Yo -contestó Watts-. ¿Por qué?
– Me gustaría verlo.
– Ni hablar.
– No es para tanto. Así todos ahorraríamos tiempo.
El libro del asesinato era un archivo cronológico de todos los datos de la investigación. Incluía notas de los agentes participantes, listas de testigos, pruebas forenses, todo. Para mí sería la forma más sencilla de estar al corriente de todo lo que fueran haciendo.
– Ni lo sueñes -añadió-. Si vamos a juicio, tendremos que explicar a la defensa por qué dejamos que un civil manoseara nuestras notas. Si no conseguimos encontrar algo, argumentará que tú has toqueteado las pruebas y que somos tan incompetentes que no hemos sabido qué hacer.
– Venga, Watts, que no voy a llevármelo a casa. Si quieres, puedes pasar las páginas tú mismo. Será lo más cómodo para todos.
Krantz volvió a mirar el reloj y se puso en pie como movido por un resorte.
– De libro, nada. Tenemos que interrogar a unas doscientas personas, así que esta reunión se da por finalizada oficialmente. Estas son las reglas, Cole. Mientras estés en el edificio, te quedarás con Dolan. Si quieres algo, se lo pides a ella. Si tienes alguna pregunta, se la haces a ella. Si quieres mear, ella te espera a la puerta. Si haces cualquier cosa sin ella, quedará roto el acuerdo que tenemos con Montoya y nos desharemos de ti. ¿Está claro?
– Quiero leer las transcripciones.
– Dolan se encargará de eso -ordenó Krantz con un gesto.
Samantha Dolan miró a su jefe.
– Tengo que ir a hablar con los dos agentes que se presentaron cuando se descubrió el cadáver.
– Salerno puede hablar con ellos. Tú quédate con Cole. Puedes encargarte de eso, ¿no?
– Prefiero trabajar en el caso, Harvey.
Dijo su nombre como si fuera sinónimo de «cerdo».
– Tu trabajo consiste en hacer lo que yo te diga.
Carraspeé.
– ¿Qué hay de la autopsia?
– Te he dicho que iba a averiguarlo y voy a hacerlo. Joder, en vez de buscar a un asesino voy a tener que hacerte de niñera.
Salió de la habitación sin decir nada más. Todos sus inspectores se fueron con él menos Dolan, que se quedó sentada con cara de resentimiento.
– ¿Le has hecho algo a alguien? -pregunté-. Lo digo porque como te han colgado el muerto…
Salió dejando la puerta abierta para que la siguiera si quería. Krantz había ordenado que no me moviera por allí solo, pero al parecer a ella le daba igual. Nadie había tocado las dos páginas con la información que había llevado, ni siquiera las habían mirado. Las recogí y la alcancé en el pasillo.
– No va a ser tan terrible, Dolan. Esto podría ser el principio de una bella amistad.
– No seas capullo.
Hice un gesto de resignación y la seguí, intentando no ser capullo.
Cuando Dolan y yo volvimos a la sala general, Krantz y Watts estaban hablando con tres hombres que parecían vendedores de Cadillacs, tras un mes muy flojo. Uno era algo mayor, con canas y corte de pelo militar y la piel abrasada por el sol. Los otros dos me miraron con mala cara y se dieron la vuelta, pero el del pelo blanco se quedó observándome como si tuviera un gusano en la nariz.
– Toma esta silla y ponla ahí -me ordenó Dolan mientras empujaba hacia mí una pequeña silla de oficina y me señalaba la pared que había cerca de su mesa. Sentado contra la pared iba a parecer el tonto de la clase.
– ¿No puedo ponerme en una mesa?
– La gente utiliza sus mesas para trabajar. Si no quieres sentarte ahí, vete a tu casita.
Recorrió con aire ofendido toda la sala, a pasos largos y decididos y dejando claro que si alguien no se apartaba de su camino le derribaría al suelo sin miramientos. Volvió con los mismos andares, con dos carpetas que arrojó sobre la sillita.
– Los que encontraron a la víctima se llaman Eugene Dersh y Riley Ward. Les interrogamos anoche. Si quieres leerlo, siéntate ahí y léelo. No escribas en los informes.
Dolan se dejó caer en su silla, sacó la llave, abrió el cajón de la mesa y extrajo la libreta amarilla. Todo un espectáculo.
Dentro de los sobres estaban las transcripciones de los interrogatorios de Dersh y Ward, de unos diez folios cada una. Leí las declaraciones introductorias y miré a Dolan. Seguía con la libreta en la mano y la misma expresión de rabia en la cara.
– ¿Dolan?
Levantó la vista hacia mí, pero sin mover la cabeza.
– Si vamos a trabajar juntos, podríamos llevarnos bien, ¿no te parece?
– No estamos trabajando juntos. Tú estás aquí como las cucarachas que hay debajo de la máquina de café. Cuanto antes te vayas, antes podré volver a trabajar en lo mío, de policía. ¿Está claro?
– Venga, Dolan, soy un buen tío. ¿Quieres ver cómo imito a Boris Badenov?
– Enséñaselo a alguien a quien le importe lo que hagas.
Me incliné hacia ella y bajé la voz.
– Podemos hacerle muecas a Krantz.
– Si no quieres leer eso, me estás haciendo perder el tiempo.
Y volvió a su libreta.
– ¿Dolan?
Levantó la vista.
– ¿Sabes sonreír?
Volvió a la libreta.
– Me parece que no.
Una versión femenina de Joe Pike.
Leí los dos interrogatorios dos veces. Eugene Dersh era diseñador gráfico autónomo y a veces trabajaba para Riley Ward, propietario de una pequeña agencia de publicidad en la zona oeste de Los Ángeles. Se habían conocido hacía tres años cuando Ward contrató a Dersh como diseñador. También eran buenos amigos e iban de paseo o a correr juntos tres veces por semana, normalmente por Griffith Park. Dersh era habitual de Lake Hollywood, había estado por allí el sábado, el mismo día que habían asesinado a Karen García, y había convencido a Ward para que fuera con él el domingo, que fue cuando descubrieron el cadáver. Según la declaración de Dersh, iban por el sendero justo por encima del lago cuando decidieron aventurarse hasta la orilla. A Ward no le gustó demasiado y le costó seguir el ritmo. Estaban a punto de volver a subir hasta el sendero cuando encontraron el cadáver. Ninguno de los dos había visto nada sospechoso y eran conscientes de que no deberían haber tocado nada. Los dos recordaban que Ward le había dicho a Dersh que no buscara la cartera de Karen García, pero Dersh no le hizo caso. Después de que encontrara el carnet de conducir, vieron a alguien que corría por la montaña y que llevaba teléfono móvil y llamaron a la policía.
– ¿Habéis preguntado a Dersh qué hizo el sábado? -pregunté a Dolan.
– Fue de paseo por el otro lado del lago a otra hora. No vio nada.
No recordaba haber leído eso en el interrogatorio y repasé las páginas.
– Eso no figura aquí. Sólo dice que subió el sábado.
Estiré el brazo para pasarle la transcripción, pero no la aceptó.
– Se lo preguntó Watts después de que tomáramos el relevo a los de Hollywood. ¿Ya has terminado?
Me tendió la mano.
– No.
Volví a leer el interrogatorio de Dersh, pensando que si Watts le había preguntado por lo del sábado seguramente habría anotado algo. Si era el encargado del libro del asesinato, probablemente habría puesto en él sus notas.
Le busqué con la mirada, pero se había ido. Y Krantz tampoco había regresado aún.
– ¿Cuánto puede tardar en averiguar lo de la autopsia?
– Krantz tiene problemas para enterarse de qué hora es. Tranquilo.
– Dime una cosa, Dolan: ¿Krantz es capaz de resolver este caso?
No levantó la vista.
– He hecho un par de llamadas, Dolan. Sé que eres una poli de primera. Sé que Watts es bueno. Krantz me parece más un político que otra cosa, y está nervioso. ¿Puede soportar el peso de esta investigación o es demasiado para él?
– El jefe es él, Cole, no yo.
– ¿Va a seguir la pista de Deege? ¿Tiene el seso suficiente para preguntarle a Dersh qué hizo el sábado?
No dijo nada durante un momento, pero después se inclinó hacia mí con los brazos sobre la libreta y me señaló con el bolígrafo.
– No te preocupes por cómo lleva la investigación. Si quieres charlar, habla solo. A mí no me interesa. ¿Está claro?
Volvió a concentrarse en la libreta sin esperar mi respuesta.
– Está claro.
Dolan asintió.
Un joven musculoso vestido con una vistosa camisa amarilla de jugar a los bolos abrió la puerta empujando el carrito del correo y fue hasta la máquina de café. De su cinturón colgaba una placa de seguridad de pinza, lo que quería decir que era un civil que trabajaba allí. Como la mayoría de los departamentos de policía, el de Los Ángeles utilizaba civiles siempre que era posible para reducir costes. La mayoría de los puestos los cubrían jóvenes que tenían la esperanza de que la experiencia les ayudara a entrar en el cuerpo. Aquel chico debía de pasarse el día contestando al teléfono, llevando informes de un despacho a otro o, con un poco de suerte, ayudando en búsquedas de niños desaparecidos puerta por puerta, que seguramente sería lo más parecido a un trabajo policial que iba a hacer en su vida.
Miré a Dolan, que estaba observándome.
– ¿Pasa algo si me tomo un café?
– Tú mismo.
– ¿Quieres uno?
– No. Deja las transcripciones en la silla. Quédate donde te vea desde aquí.
A sus órdenes. ¡Heil!
Me fui tranquilamente hasta la máquina y sonreí al civil.
– ¿Qué tal es?
– Una mierda.
Me serví una taza igualmente y bebí un sorbo. Una mierda.
La tarjeta de identificación decía que se llamaba Curtis Wood. Como se pasaba el día por allí, de despacho en despacho y de piso en piso, debía de saber cuál era la mesa de Stan Watts, incluso dónde guardaba el libro.
– Esa Dolan es para darle de comer aparte, ¿eh?
El detective profesional inicia la fase de pesquisas a fondo, y para ello establece contacto con el civil que pretende llegar a policía, que no sospecha nada. El plan era acabar hablando de Watts y del libro del asesinato.
– Hicieron una serie de televisión sobre ella. ¿Lo sabías?
– Sí. Me gustó.
– Yo no diría nada. Cuando alguien lo menciona, reacciona bastante mal.
Obsequié a Curtís con una de mis sonrisas más encantadoras y le tendí la mano.
– Ya he cometido ese error. Elvis Cole.
– Curtis Wood. -El apretón dejó claro que pasaba mucho tiempo en el gimnasio, seguramente intentado ponerse en forma para la revisión física del cuerpo. Me miró el pase.
– Estoy ayudando a Dolan y a Stan Watts con la investigación del caso García. ¿Conoces a Watts? -El profesional experto introduce a Watts en la conversación disimuladamente.
Curtis asintió.
– ¿Tú eres el que trabaja para la familia?
Aquellos tíos se enteraban de todo.
– Exacto. -Excelente técnica relajada. El sujeto reacciona adecuadamente ante la treta.
Curtis se terminó el café y se dio la vuelta para mirarme a los ojos.
– Robos y Homicidios tiene a los inspectores más inteligentes que hay. ¿Cómo es posible que un capullo como tú se crea que puede hacerlo mejor?
Se alejó con su carrito sin esperar respuesta. Gran éxito de la operación de interrogación furtiva.
Seguía allí de pie cuando Krantz entró a toda prisa por la puerta de dos hojas, me vio y se me acercó.
– ¿Qué estás haciendo?
– Esperarte, Krantz. Ha pasado una hora.
Fulminó con la mirada a Dolan, que se había recostado en su silla.
– ¿Y le dejas pasearse por aquí como si nada?
– Por el amor de Dios, Harvey, que estoy aquí al lado. Si tengo que dispararle, le tengo a tiro.
– Me he tomado un café -dije. Ni que fuera un delito federal…
– Bueno, esto es lo que hay -añadió Krantz ya más calmado-. Aún no estamos seguros de lo de la autopsia, pero te diré algo esta tarde.
– ¿He tenido que esperar una hora para eso?
– No tienes por qué estar aquí si no quieres. Bishop dice que podemos darte los informes, así que cuando lleguen mañana te los fotocopiaremos. Y ya está.
Stan Watts apareció en el pasillo con el del corte de pelo militar, pero sin los otros dos tipos.
– Harvey, estamos listos -dijo.
El Corte Militar seguía mirándome como si le debiera dinero y estuviera pensando una forma de recuperarlo.
Krantz le hizo un gesto de asentimiento.
– Vale, Cole. Eso es todo por hoy. Vete ya.
– Si puedo llevarme los informes, ¿puedo hacer copias también de los interrogatorios de Dersh y Ward?
Krantz se dio la vuelta hacia donde estaba Dolan.
– Hazle las fotocopias.
– Si quieres se la chupo también.
Krantz se puso rojo.
– Es toda una mujer, Krantz.
– ¡Hazle las copias y sácale de aquí de una puta vez! -Krantz se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo y volvió para acercarse a mí-. Por cierto, Cole, no me sorprende que hayas venido solo. Ya sabía que Pike no tenía huevos para venir por aquí.
– No parecías tan duro en el lago cuando te plantó cara.
Se me acercó más.
– Si estás aquí es porque tienes un pase, no lo olvides. Éste sigue siendo mi territorio y yo sigo siendo el jefe. Tampoco te olvides de eso.
– ¿Por qué te llamó «cagado»?
Krantz se puso rojo de rabia y se marchó levantando la barbilla. Miré a Dolan, que sonreía, pero al darse cuenta de que la observaba le desapareció la sonrisa del rostro.
– Espera, que te hago las fotocopias.
– Ya las hago yo. Dime dónde es.
– Hay que marcar un código. No quieren que hagamos fotocopias de boletines del sindicato o de guiones de cine.
«Estos polis…»
Unos minutos después Dolan me trajo las dos transcripciones.
– Gracias, Dolan. Me parece que eso es todo.
– Tengo que acompañarte.
– Vale.
Me llevó hasta los ascensores, apretó el botón y se quedó mirando la puerta mientras esperábamos.
– Al final lo he conseguido, ¿no?
Se me quedó mirando.
– Ahora, con lo de Krantz. He logrado que sonrieras.
Se abrieron las puertas del ascensor y entré.
– Te veo mañana, Dolan.
– A no ser que te vea yo antes -respondió cuando ya se cerraban las puertas.
El asunto del agente Joe Pike
El inspector de tercer grado Mike McConnell del Grupo de Asuntos Internos estaba convencido de que las almejas estaban malas. Había comido unas dos horas antes en la cafetería de la Academia de Policía, donde el plato del día era sopa de almejas de Nueva Inglaterra, y desde entonces le retumbaban las tripas como el ariete del Departamento de Policía de Los Ángeles. Había sentido pánico al pensar que podía suceder lo inimaginable al cruzar el vestíbulo, abarrotado como siempre, de Parker Center, donde los de Asuntos Internos tenían sus oficinas o, peor aún, dentro del ascensor, en el que habían coincidido los principales mandos del departamento, además de casi todo el séquito del alcalde.
Sin embargo, por el momento no se había producido ninguna catástrofe, y Mike McConnell, que a sus cincuenta y cuatro años sólo tenía que esperar dos más para jubilarse después de treinta en el cuerpo, había llegado sano y salvo a su despacho, para recoger la carpeta del caso, y después a la sala de interrogatorios donde, como oficial de mayor rango del Grupo de Asuntos Internos, pensaba meter prisa a Harvey Krantz, tan burocrático el muy gilipollas, para ver si acababan pronto, antes de que se cagara en los pantalones.
La inspectora de segundo grado Louise Barshopya estaba sentada a la mesa cuando entró y McConnell lo maldijo todo. El jefe de la investigación era el idiota de Krantz, a quien McConnell odiaba, pero se había olvidado de que también había una mujer. Louise le caía bien y era una magnífica agente, pero las malditas almejas estaban provocándole unos retortijones terribles. No le hacía ninguna gracia tirarse un pedo delante de una mujer.
– Hola, Louise. ¿Qué tal la familia?
– Muy bien, Mike. ¿Y la tuya?
– Pues bien. Bien.
Dudó entre avisarla de su flatulencia o tomarse las cosas con calma y ver cómo evolucionaba la situación, por así decir. Si se le escapaba algo, quizá podría hacer ver que había sido culpa de Krantz.
Cuando McConnell ya se había decantado por la segunda estrategia y tomado asiento, entró Krantz con una montaña de carpetas. Era un hombre alto y delgado, con los ojos bastante juntos y una nariz larga y curvada que le daba apariencia de loro. Había llegado a Asuntos Internos hacía menos de un año tras obtener buenos resultados en el departamento de robos de West Valley, e iba a ser el segundo inspector presente en la sala. Como además él llevaba el caso, también iba a encargarse de la mayor parte de las preguntas. Krantz no ocultaba que su paso por Asuntos Internos era un peldaño en su camino hasta los mandos superiores del Departamento de Policía. Se había deshecho del uniforme en cuanto había podido (McConnell sospechaba que la calle le daba miedo) y a base de lloriqueos había conseguido toda una serie de trabajos que le habían permitido seguir ascendiendo poco a poco, siempre pendiente de hacerle la pelota al jefe de turno. Era un trepa de mierda que nunca desperdiciaba la oportunidad de dejar caer que había sacado las mejores notas en la Universidad del Sur de California y que estaba haciendo un máster. McConnell, cuya experiencia personal con la universidad consistía en haber disuelto concentraciones durante los disturbios de finales de los años sesenta, había entrado en los marines nada más salir del instituto y estaba orgulloso de lo lejos que había llegado sin la ayuda de un título. McConnell odiaba a Harvey Krantz no sólo por su comportamiento presuntuoso y sus aires de grandeza, sino también porque se había enterado de que dos meses antes el muy mamón había pasado por encima de él y había ido directamente a su jefe, el capitán supervisor de Asuntos Internos, a contarle que McConnell estaba llevando mal tres casos en los que también trabajaba Krantz. Menudo cabrón.
McConnell había jurado en aquel mismo instante que putearía todo lo que pudiera a aquel larguirucho de mierda y le jodería la carrera costara lo que costara. Y eso que Mike McConnell sólo tenía que aguantar dos años más antes de retirarse a la caravana que iba a aparcar en una playa mexicana. Sólo de mirar a aquel idiota le daba urticaria. Un loro humano.
– Hola, Louise. Señor McConnell -saludó Krantz con decisión. Siempre con el «señor» en la boca, como si intentara subrayar la diferencia de edad.
– ¿Qué hay, Harvey? -dijo Louise Barshop-. ¿Preparado?
Krantz miró con sus ojos de loro la silla del testigo, que estaba vacía.
– ¿Y el sujeto?
– ¿Te refieres al agente al que vamos a interrogar? -replicó McConnell. ¡Típico de Krantz! «El sujeto», como si estuviera en un laboratorio distinguido o algo así.
Louise Barshop contraatacó con una sonrisa.
– Está en la sala de espera, Harvey. ¿Estamos listos para empezar?
– Me gustaría repasar una serie de cosas antes de comenzar.
McConnell se inclinó para cortarle. Acababa de movérsele algo suelto por el bajo vientre y tenía retortijones.
– Ya te digo de antemano que no quiero perder mucho tiempo con esto. -Hojeó la carpeta del caso y añadió-: Este chaval es el compañero de Wozniak, ¿no?
Krantz le miró, bajando la nariz de loro y McConnell se dio cuenta de que estaba molesto. Muy bien. Que vaya a lloriquearle al jefe otra vez. Que se gane a pulso la fama de quejica.
– De Wozniak, exacto. Me he encargado personalmente de la investigación, señor McConnell, y creo que aquí hay algo. -Estaba investigando a un agente de patrulla llamado Abel Wozniak por su posible participación en varios robos y en la venta de mercancía robada-. Como compañero de Wozniak, este tío tiene que saber a qué se dedica, aunque él personalmente no esté metido en nada, y me gustaría que me diera su permiso para presionarle. Con dureza, si es necesario.
– De acuerdo, lo que quieras, pero que no se alargue la cosa. Es viernes por la tarde y quiero irme de aquí. Si se presenta una oportunidad aprovéchala, pero si el tío no sabe nada, no quiero perder el tiempo con esto.
Harvey soltó un ruidito para dejar claro que no estaba contento y salió a toda prisa hacia la sala de espera.
– Harvey es muy ambicioso, ¿eh? -comentó Louise.
– Es un capullo. Por culpa de la gente como él nos llaman «la brigada de las ratas».
Louise Barshop apartó la cara sin responder. Era seguramente lo mismo que estaba pensando, pero no tenía el respaldo de veintiocho años en el cuerpo para poder decirlo. En Asuntos Internos las paredes oían y tenías que tener cuidado si le jugabas una mala pasada a alguien, porque ese alguien te la devolvería al día siguiente.
Iban a interrogar a un agente joven llamado Joe Pike. McConnell había leído su expediente aquella mañana y había quedado impresionado. El chaval llevaba tres años en el cuerpo y había sido el cuarto de su promoción en la Academia de Policía. Desde entonces, en todos los informes de aptitud se había calificado a Pike de sobresaliente. McConnell tenía la experiencia suficiente como para saber que eso, de por sí, no era una garantía contra la corrupción (muchos jóvenes inteligentes y valientes le robarían la camisa a cualquiera que se dejara), pero, incluso después de veintiocho años, seguía creyendo que los hombres y las mujeres que formaban la policía de su ciudad eran, en su inmensa mayoría, los mejores jóvenes que podía ofrecer Los Ángeles. Con el paso de los años había decidido que era su deber (su obligación) proteger la reputación de esos jóvenes frente a los pocos que mancillaban al colectivo en su totalidad. Tras leer el expediente del agente Pike, le habían entrado ganas de conocerle. Igual que McConnell, Pike había pasado por Camp Pendleton, pero el primero había sido marine de infantería sin más, y en cambio Pike había superado el entrenamiento de élite de la Fuerza de Reconocimiento de los marines y después había servido en Vietnam, donde había sido condecorado con dos estrellas de bronce y dos corazones púrpura. McConnell se sonrió al mirar el expediente y pensó que un imbécil pagado de sí mismo como Krantz (que se había escapado del servicio militar) no se merecía estar en la misma habitación que un chaval como Pike.
Se abrió la puerta y Krantz señaló la silla en la que quería que se sentara Pike. Los tres inspectores de Asuntos Internos se colocaban juntos tras una larga mesa; el interrogado se sentaba delante, en una silla muy separada de la mesa, para intensificar su sensación de desolación y vulnerabilidad. Normas habituales de Asuntos Internos.
Lo primero que observó McConnell fue que aquel joven era un agente disciplinado. Llevaba el uniforme impecable, con la raya de los pantalones y de la camisa bien marcada y el material de cuero negro y los zapatos brillantes como un espejo. Pike era alto, tanto como Krantz, pero éste era delgado y huesudo, mientras que Pike tenía una buena musculatura y la camisa se le tensaba por la espalda, los hombros y los bíceps.
– Agente Pike -saludó McConnell.
– Sí, señor.
– Soy el inspector McConnell, y ésta es la inspectora Barshop. Las gafas fuera.
Pike se quitó las gafas de sol y dejó al descubierto unos ojos de un azul intenso. Louise Barshop cambió de postura.
– ¿Necesito que esté presente un abogado? -quiso saber Pike.
McConnell encendió la gran grabadora Nagra antes de contestar.
– Puede solicitar asesoramiento legal, pero si no contesta a nuestras preguntas ahora, algo que le ordenamos que haga (para no tener que esperar a que llegue una orden dentro de mil años), se le relevará de su puesto y se le acusará de incumplir las órdenes administrativas de un oficial superior. ¿Comprende lo que le digo?
– Sí, señor.
Pike sostuvo la mirada de McConnell y a éste le pareció que el chico no dejaba entrever nada. Si estaba asustado, o nervioso, lo disimulaba bien.
– ¿Desea un abogado?
– No, señor.
– ¿Le ha explicado el inspector Krantz por qué está aquí? -preguntó Louise Barshop.
– No, señora.
– Estamos investigando acusaciones de que su compañero de patrulla, Abel Wozniak, ha estado o está involucrado en una serie de robos a almacenes que han tenido lugar en este último año.
McConnell esperó una reacción, pero la expresión del chico no cambió en absoluto.
– ¿Qué me dice, muchacho? ¿Cómo se siente al oír eso? -le preguntó.
Pike le observó durante un momento y después se encogió de hombros tan sutilmente que fue difícil de apreciar.
– ¿Cuánto tiempo hace que forma pareja con el agente Wozniak? -bramó Krantz.
– Dos años.
– ¿ Y espera que nos creamos que no sabe lo que está haciendo?
Los ojos azules se dirigieron al loro, y McConnell se quedó pensando qué debía de haber tras ellos. Pike no contestó.
Krantz se puso en pie. Tenía tendencia a pasearse impacientemente de un lado a otro, cosa que molestaba a McConnell, pero le dejaba que lo hiciera porque también molestaba a la persona que estaban interrogando.
– ¿Ha aceptado sobornos alguna vez o ha cometido algún acto a sabiendas de que infringía la ley?
– No, señor.
– ¿Ha visto alguna vez al agente Wozniak cometer algún acto que infringiera la ley?
– No, señor.
– ¿Le ha dicho alguna vez el agente Wozniak -intervino Barshop- que ha cometido actos de ese tipo o ha hecho o dicho cualquier cosa que pudiera hacerle pensar que los había cometido?
– No, señora.
– ¿Conoce a Carlos Reina o a Jesús Uribe, apodados «los Hermanos Chihuahua»?-preguntó Krantz. Reina y Uribe comerciaban con mercancía robada en un depósito de chatarra situado cerca del aeropuerto Whiteman, en Pacoima.
– Sé quiénes son, pero no los conozco.
– ¿Ha visto alguna vez al agente Wozniak con alguno de esos hombres?
– No, señor.
– ¿El agente Wozniak los ha mencionado alguna vez?
– No, señor.
Krantz disparaba las preguntas en cuanto le llegaban las respuestas, e iba irritándose cada vez mas, porque Pike se tomaba su tiempo para contestar, y cada pausa era algo más larga o más corta que la anterior, lo cual le impedía dar un ritmo al interrogatorio. McConnell se dio cuenta de que Pike lo hacía a propósito y se sonrió para sus adentros. Notó que Krantz empezaba a enojarse porque iba cambiando el peso de un pie a otro. A McConnell no le caía bien la gente nerviosa. Su primera esposa había sido una mujer muy inquieta y se había librado de ella.
– Agente Pike -intervino-, llegado este punto permítame informarle de que se le ordena no revelar a nadie el contenido de esta entrevista. En caso contrario, se le acusará de negarse a obedecer una orden administrativa y se le despedirá. ¿Comprende lo que le digo?
– Sí, señor. ¿Puedo hacer una pregunta?
– Dispare. -McConnell miró el reloj y sintió que le brotaba un sudor frío por la piel. Sólo llevaban ocho minutos y la presión que sentía en el bajo vientre iba aumentando. Le preocupaba que pudieran oír el ruido que le hacían las tripas.
– ¿Sospechan que tengo algo que ver?
– Por el momento, no.
Krantz miró a McConnell, y luego dijo:
– Eso aún está por decidir, agente. -Rodeó la mesa y se agachó para que los tres pudieran hablar sin ser oídos y susurró-: Déjeme conducir el interrogatorio, señor McConnell. Estoy intentando conseguir que cambie la actitud de este hombre, que me tenga miedo.
Lo dijo como si McConnell no fuera más que un viejo inútil que se interponía en la carrera estelar de Harvey Krantz para ser elegido jefe de policía y de su puta madre.
– Me parece que no te está saliendo bien, Harvey -le contestó, también susurrando-. No parece que tenga miedo, y yo quiero acabar ya.
McConnell estaba convencido de que si no soltaba gases enseguida iba a producirse una explosión de gran magnitud.
Krantz se giró hacia Pike y rodeó de nuevo la mesa.
– Supongo que no esperará que nos lo creamos, ¿verdad?
Los ojos de Pike siguieron al interrogador, pero no dijo nada.
– Aquí todos somos policías, todos hemos ido de patrulla. -Krantz repasó el montón de carpetas con el dedo-. Lo más inteligente en este caso es cooperar. Si coopera, podemos ayudarle.
– Muchacho, ¿por qué quiso ser policía? -preguntó McConnell.
Krantz le dirigió una mirada rabiosa, y McConnell habría dado todo el oro del mundo por borrársela de la cara de un guantazo.
– Quería ayudar.
«Bueno, ya estamos», pensó McConnell. Le caía bien aquel chico. Muy bien.
Krantz soltó un bufido para que todo el mundo se diera cuenta de que estaba enfadado y luego agarró de un tirón una libreta de papel amarillo de la mesa y empezó a gritar una ristra de nombres.
– Díganos si sabe o no algo de las siguientes empresas. Baker Metalworks.
– No, señor.
– Chanceros Electronics.
– No, señor.
Uno a uno fue nombrando los catorce almacenes dispersos por la zona del distrito de Rampart que habían sido robados, y tras cada uno de ellos Pike contestó con un «No, señor».
Mientras iba lanzando nombres, Krantz daba vueltas en círculos cada vez más pequeños en torno a Pike, y McConnell habría jurado que Pike le seguía con el oído, sin molestarse siquiera en utilizar la vista. McConnell metió la mano por debajo de la mesa y se frotó el vientre. Joder.
– Thomas Brothers Auto Parts.
– No, señor.
– Wordley Aircarfi Supply.
– No, señor.
Krantz dio un palmetazo de frustración contra la mesa.
– ¿Está diciéndome que no sabe nada de ninguna de ellas?
– Sí, señor.
Con el rostro encendido y los ojos fuera de las órbitas, Krantz se inclinó sobre Pike y gritó:
– ¡Está mintiendo! ¡Está metido en el ajo con él y va a acabar en la cárcel!
– Creo que ya hemos explotado bastante esta vía, Harvey -dijo McConnell-. Parece ser que el agente Pike dice la verdad.
– ¡Y una mierda, Mike! ¡Este hijoputa sabe algo!
Al decirlo, Krantz clavó el índice de la mano derecha en el hombro de Pike, y lo demás pasó tan rápido que McConnell casi ni lo vio.
Al contarlo después, McConnell diría que le sorprendió increíblemente que un tío que parecía tan tranquilo que casi se dormía, pudiera levantarse de la silla con la velocidad de una serpiente al atacar. Con la mano izquierda retorció la derecha de Krantz, y con la derecha le aferró la garganta. Lo levantó de pronto y lo empujó hacia atrás, dejándolo colgado de la pared a unos quince centímetros del suelo. Harvey Krantz soltó un grito ahogado y abrió los ojos hasta que casi se le salieron de las órbitas. Louise Barshop pegó un respingo y agarró como pudo su bolso. McConnell se puso en pie de un salto y gritó:
– ¡Apártese, agente! ¡Suéltele y apártese!
Pike no lo soltó. Tenía contra la pared a Harvey Krantz, que iba poniéndose morado y le miraba con los ojos de un ciervo al ver acercarse unos faros.
– ¡Suéltele, Pike! ¡Suéltele ahora mismo! -gritó Barshop, que aferraba su bolso. McConnell pensó que iba a sacar la Beretta y a acabar por las buenas.
McConnell sintió un retortijón de tripas cuando Pike, que no se había apartado, susurró algo al oído de Krantz que nadie más llegó a oír. Durante los años siguientes, incluso estando ya jubilado, el inspector de tercer grado Mike McConnell no dejó de preguntarse lo que habría dicho Pike, pues en aquel momento, en aquel instante de calma entre los gritos y el ruido de las sillas al volcarse, oyeron un goteo, y todos bajaron la vista para ver la orina que chorreaba de los pantalones de Krantz. Y entonces les rodeó un olor insoportable.
– ¡Dios mío! -exclamó Louise Barshop.
Harvey Krantz se había cagado en los pantalones.
– Suéltale, muchacho. Ya -le pidió McConnell con toda la dureza de la que fue capaz.
Pike soltó la presa y Harvey se encorvó. Tenía los ojos llenos de rabia y de vergüenza mientras todo seguía bajándole por los pantalones. Salió de la habitación juntando las rodillas y a trompicones.
Pike volvió a su silla como si no hubiera pasado nada.
– Bueno, esto es increíble -dijo Louise Barshop, que se sentía muy violenta.
Mike McConnell volvió a su asiento, contempló al joven agente que acababa de cometer una falta que comportaba el despido.
– No debería haberte puesto la mano encima, muchacho -le dijo-. Ha infringido las normas.
– Sí, señor.
– Eso es todo. Ya nos pondremos en contacto contigo si tenemos que volver a verte.
Pike se levantó sin decir nada y se fue.
– Bueno, no podemos dejar que se vaya sin más. Ha atacado a Harvey -dijo Louise.
– Piénsalo. Si le abrimos expediente, Harvey tendrá que dejar constancia de que se ha cagado en los pantalones. ¿Te parece que estará dispuesto?
McConnell apagó el Nagra. Iban a tener que borrar la última parte de la cinta para proteger al chico.
– Bueno, no. -Louise miró hacia otro lado-. Supongo que no, pero será mejor que se lo preguntemos a él cuando vuelva.
– De acuerdo. Se lo preguntaremos.
Harvey Krantz preferiría no mencionar nada, pero Mike McConnell no podía permitírselo. Mientras Louise y él esperaban en un ambiente tenso su regreso, se le ocurrió una forma de putear a aquel imbécil arrogante y presuntuoso por haber pasado por encima de él y haber ido directamente al jefe. Faltaban poco menos de seis horas para que McConnell jugara la partida de cartas con el inspector teniente Óscar Muñoz y el jefe adjunto Paul Winnaeker, y todo el mundo sabía que Winnaeker era la persona menos discreta de todo Parker Center. McConnell estaba ya planeando cómo iba a dejar caer la historia, y disfrutando de sólo pensar cómo correría la historia del «accidente» de Harvey por todo el departamento como reguero de pólvora. O de mierda, en aquel caso. En el mundo de machos del Departamento de Policía de Los Ángeles, sólo un cobarde era peor que un soplón. McConnell había elegido ya el mote que pensaba ponerle al imbécil: «Krantz el cagón». ¡Paul Winnaeker iba a estar muy ocupado!
Entonces McConnell sintió un nudo en el vientre y se dio cuenta de que las malditas almejas le habían vencido por fin. Se puso en pie bruscamente, le dijo a Louise que iba a ver qué tal estaba Harvey y se dirigió a toda prisa al lavabo de hombres con las nalgas más apretadas que las de una virgen en una casa de putas. Llegó de milagro al primer compartimiento libre antes de que las malditas almejas salieran de su interior con un gran estruendo.
Una vez que hubo pasado el primer espasmo, oyó a Harvey Krantz en el compartimiento contiguo, sollozando de vergüenza.
– No pasa nada, muchacho. No se enterará nadie. No creo que esto perjudique demasiado a tu carrera.
Los sollozos se intensificaron y Mike McConnell sonrió.
Me pasé la tarde en la oficina, esperando que me llamara Krantz por lo de la autopsia, y después me fui a casa y seguí esperando. Cuando me fui a la cama no había llamado aún, y ya estaba empezando a mosquearme. A las diez menos cuarto de la mañana siguiente aún no me había dicho nada, así que llamé a Parker Center y pregunté por él.
– No puede ponerse -me contestó Stan Watts.
– ¿Qué quiere decir eso, Watts? Me dijo que me llamaría.
– ¿Quieres que te informemos cada vez que nos limpiemos el culo?
– Quiero enterarme de lo de la autopsia. Ya han pasado tres días desde el asesinato y tengo que estar presente. ¿La han adelantado o no?
Le tocó recibir parte de mi furia.
– Un momento.
Me puso en espera. El Departamento de Policía de Los Ángeles había instalado una de esas centralitas que te ponen música. Me tocó el tema de Redada.
Me tuvo esperando casi diez minutos antes de volver a ponerse.
– Van a abrirla al mediodía. Pásate por aquí y ya buscaré a alguien que te lleve.
– Menos mal que he llamado.
A las once menos cuarto volví a aparcar al sol ante Parker Center, me presenté al guardia de seguridad del vestíbulo y pedí un pase de visitante. Esta vez cuando llamó a Robos y Homicidios, me dejaron subir solo. A lo mejor estaban empezando a confiar en mí.
Stan Watts me esperaba ante las puertas.
– ¿Te ha tocado ser mi guía hoy, Stan?
– Exacto -gruñó-. No tengo otra cosa que hacer que pasearte.
La sala general de Robos y Homicidios estaba más tranquila que el día anterior. La única cara que reconocí fue la de Dolan. Estaba sentada a su mesa hablando por teléfono con los brazos cruzados y me miraba, como si hubiera estado esperando a que entrara.
Me detuve, y Watts se paró conmigo.
– ¿Otra vez Dolan?
– Dolan.
– Me parece que no le caigo bien.
– Nadie le cae bien, no te lo tomes como algo personal. -Me llevó hasta la mesa y añadió-: Os dejo solos, tortolitos.
Dolan puso la mano sobre el auricular.
– Oye, Stan, que tengo que terminar estas llamadas. ¿No puede encargarse otro de él?
Watts ya estaba yéndose.
– Krantz dice que lo hagas tú.
Dolan puso la mano sobre el auricular.
– Cagón de mierda.
Watts se rió, pero sin darse la vuelta.
– Hola -la saludé-. Cuánto tiempo sin verte.
Señaló la sillita de oficina, pero no me senté.
Le dio las gracias por su cooperación a la persona que tenía al teléfono, le pidió que la llamara si recordaba algo más y colgó. Colgó con fuerza.
– Parece que hoy va a volver a ser un buen día, ¿no? -dije.
– Será para ti.
Desde Parker Center hasta la oficina del forense del condado de Los Ángeles hay unos quince minutos, pero por el modo en que Dolan salió disparada del aparcamiento pensé que no tardaría más de cinco, incluso en aquel coche destartalado que sacó del parque de automóviles de la policía. En cuanto estuvo sentada tras el volante apagó de un golpe el emisorreceptor de la unidad y sintonizó una emisora de radio de rock alternativo en la que sonaba a todo volumen Shove, de las L7, un grupo femenino de Los Ángeles famoso por sus letras, agresivas e incisivas.
– Es difícil hablar con la radio tan alta, ¿no te parece? -dije.
Salimos del aparcamiento a toda pastilla y dejamos la marca humeante de los neumáticos en el suelo. Me imaginé que la respuesta era que no.
La cantante de las L7 gritó que un tío le había pellizcado el culo. La letra mostraba bastante rabia, y la música más aún. Lo mismo que Samantha Dolan. Su actitud lo dejaba claro de principio a fin, y también era evidente que quería que me diera cuenta.
Me puse el cinturón de seguridad, me recosté en el asiento y cerré los ojos.
– Es demasiado obvio, Dolan. La música debería servir de contrapunto a tu carácter, y entonces tu actitud sería más dramática. ¿Qué tal algo de Shawn Colvin?
Dolan esquivó de un volantazo un camión de reparto de productos alimenticios y se saltó un semáforo que ya se había puesto en rojo. Se oyeron bocinas, pero ella como si nada.
Bostecé bastante exageradamente, como si cada día participara en la típica carrera en la que hay que sacar de la carretera a los demás participantes.
Pasamos como un rayo junto a un grupo de personas bajas y gruesas que intentaban cruzar la calle para tomar el autobús. Ni siquiera les rozamos. Pasamos por lo menos a cinco centímetros, espacio más que sobrado.
– Dolan, frena un poco antes de que te cargues a alguien.
Apretó más aún el acelerador y subimos a una velocidad vertiginosa la rampa de acceso a la vía rápida.
Estiré el brazo, apagué el motor y el coche se quedó en silencio.
– ¿Es que te has vuelto loco? -gritó Dolan.
Pisó a fondo el freno, luchando con la dirección sin la ayuda del motor, y llevó el coche hasta el arcén. Consiguió pararlo y se quedó mirándome con la respiración entrecortada.
– Siento que tengas que aguantar los marrones de un lameculos de tres al cuarto como Krantz, pero no es culpa mía.
Por detrás empezaron a oírse bocinas. Por un instante vi en los ojos de Dolan un trazo de dolor. Respiró hondo.
– Supongo que deberías ser tú la que llevara el caso, y debe de ser difícil aceptar que no es así.
– No me conoces lo bastante bien como para decir eso.
– Sé que Krantz te teme, Dolan. Tiene miedo de cualquiera que pueda representar una amenaza, así que te pone a hacer el trabajo que no quiere nadie. Haces de niñera mía, haces fotocopias y tienes que quedarte en un segundo plano. Sé que no te gusta y no tiene por qué gustarte, porque tú tienes más nivel. -Me encogí de hombros-. Y además eres una mujer.
Me miró, pero ya sin resentimiento. Tenía unas manos preciosas, de dedos largos y esbeltos, y sin anillo de casada. Llevaba un reloj Piaget y las uñas tan bien arregladas que dudé de que se las hubiera hecho ella misma. Supuse que la serie de televisión le habría ido bien, aunque fuera una porquería.
Dolan se humedeció los labios y negó con la cabeza, como si estuviera sorprendida de que yo pudiera saber aquellas cosas.
Hice un gesto de humildad.
– El mejor que hay en el oficio, Dolan. Lo veo todo y lo oigo todo.
Miró por la ventanilla y asintió.
– Si quieres que nos llevemos bien, podemos llevarnos bien.
A regañadientes. No confirmó nada de lo que le había dicho. Ni siquiera le echó la culpa a Krantz. Era dura de roer, desde luego.
Arrancó el coche y diez minutos después entramos en el largo y curvo camino que llevaba al aparcamiento trasero de la oficina del forense del condado de Los Ángeles, tras el Centro Médico de la Universidad del Sur de California.
– ¿Has venido aquí alguna vez? -me preguntó.
– Dos.
– Yo doscientas. No te hagas el duro. Si te parece que vas a sacar la papilla, sal y que te dé el aire.
– Vale.
La entrada trasera daba a un pasillo de baldosas amarillas en el que el olor nos dio una bofetada tremenda. No era nada insoportable, más bien algo como el hedor del pollo pasado, pero lo malo era saber que estabas oliendo algo que no ibas a oler en ningún otro sitio. Una combinación de desinfectante y carne. Y sabías, en algún nivel primitivo en lo más profundo de las células, que esa carne era parecida a la tuya, y que estabas oliendo tu propia muerte.
Dolan le mostró la placa a un hombre mayor que había detrás de un mostrador y que nos dio dos mascarillas de papel.
– Tenemos que ponérnoslas. Hepatitis -me informó Dolan.
Estupendo.
Después de ponernos las mascarillas, seguí a Dolan por el pasillo, pasamos por una puerta y llegamos a una larga caverna cuyas paredes también estaban revestidas de azulejos y en la que había ocho mesas de acero, cada una de ellas rodeada de lámparas, bandejas e instrumental no muy diferente al de la consulta del dentista. En todas las mesas había forenses vestidos de verde trabajando en los cadáveres. Sabía que estaban abriendo a seres humanos, así que empecé a repetirme que no lo eran. El rechazo de la realidad es muy importante.
Krantz y Williams estaban en torno a la última mesa con el Corte Militar y sus dos amiguitos. Los cinco estaban hablando con una mujer obesa que llevaba una bata verde de laboratorio, guantes y una gorra de béisbol de los Dodgers de Los Ángeles. Debía de ser la forense.
Karen García estaba encima de la mesa, y aunque se encontraba al otro lado de la sala me di cuenta de que la autopsia había terminado. La forense les dijo algo a dos técnicos de laboratorio, uno de los cuales estaba limpiando el cadáver con una manguerita. La sangre y otros fluidos corporales bajaban por una boca que había en la mesa y desaparecían por una tubería. Habían abierto el cuerpo y le habían colocado un trapo azul en la parte superior de la cabeza. Habían hecho la autopsia sin mí.
El Corte Militar fue el primero en vernos e hizo un gesto con la cabeza. Krantz se dio la vuelta al acercarnos.
– ¿Dónde coño estabas, Cole? La autopsia era a las nueve. Todo el mundo lo sabía.
– Tenías que haberme llamado. Sabías que el padre quería que estuviera presente.
– Dejé dicho que se te informara. ¿No te llamó nadie?
Sabía que estaba mintiendo, estaba totalmente convencido, aunque no sabía qué motivo tenía para no querer que presenciara la autopsia.
– ¿Qué voy a decirle a la familia?
– Diles que hemos metido la pata. ¿Es eso lo que quieres que te diga? Ya se lo explicaré yo al padre, si es lo que pretendes. -Señaló el cadáver-. Vámonos de aquí. Este olor me va a estropear el traje.
Salimos al pasillo de azulejos, donde nos quitamos las mascarillas. Williams las recogió todas y las tiró a una papelera especial.
Me acerqué al Corte Militar.
– No nos han presentado. Soy Elvis Cole, trabajo para la familia. ¿Y usted es…?
El Corte Militar sonrió a Krantz.
– Te esperamos en el coche, Harvey -dijo, y se marchó con sus dos amigos.
– ¿Qué te pasa, Krantz? -le pregunté-. ¿Quiénes son esos tíos, y por qué no querías que estuviera aquí?
– Ha habido una confusión, Cole, simplemente. Mira, si quieres entrar ahí e inspeccionar el cadáver, adelante. Si quieres hablar con la forense, habla con ella. La chica murió de un disparo del 22, como creíamos. Hemos recuperado la bala, pero seguramente está tan deformada que no servirá para dar marcas del arma. Eso aún no lo sé.
– Ni hablar -aseguró Williams-. No servirá. Te lo digo yo.
Krantz se encogió de hombros.
– Vale, el experto dice que ni hablar. ¿Qué más quieres saber? No había indicios de lucha ni de ningún tipo de abuso sexual. Hemos repasado el cuerpo con láser para buscar huellas y fibras, pero nada. Mira, Cole, ya sé que tenías que haber venido, pero no estabas. ¿Qué íbamos a hacer? Si hubiéramos perdido el turno, habríamos tenido que esperar otros tres o cuatro días antes de encontrar un hueco. ¿Quieres ir a ver los cadáveres que tienen amontonados en la cámara de refrigeración?
– Quiero el informe de la autopsia.
– Vale. Quieres el informe, pues muy bien. Estará mañana o pasado mañana.
– También quiero el de la escena del crimen.
– Ya te dije que te lo daríamos, ¿no? Te pasaremos una copia cuando tengamos el informe de la autopsia. Así lo tendrás todo. Lo siento mucho, Cole. Si el viejo se molesta, ya le diré también yo mismo que lo siento.
– Todo el mundo lo siente, ¿no?
Krantz se puso rojo.
– No necesito que alguien que va por libre como tú venga a darme lecciones. Tú lo que eres es un mirón. Si fueras policía, sabrías que estamos dejándonos la piel en el caso. Bruly y Salerno están llamando a todas las puertas de la zona del lago. Nadie vio nada. De momento hemos interrogado a más de veinte personas y nadie sabe nada. Todo el mundo adoraba a la chica y nadie tenía motivos para matarla. No nos hemos quedado con los brazos cruzados.
– ¿Le has preguntado a Dersh por el cuatro por cuatro?
– Venga, Cole. Déjalo ya.
– ¿Y qué hay del vagabundo? ¿Le ha interrogado alguien?
– Que te den por el culo. Tú no vas a darme lecciones de cómo tengo que hacer mi trabajo.
Krantz y Williams se marcharon.
– Todo esto es una mierda, Dolan, y tú lo sabes.
Abrió la boca como si fuera a decir algo, pero volvió a cerrarla. Ya no parecía enfadada, sino avergonzada, y pensé que si me ocultaban algo, ella estaba en el ajo.
Volvimos a Parker Center a la misma velocidad frenética, pero ya no me molesté en pedirle que no corriera tanto. Cuando me dejó en el aparcamiento me fui hacia mi coche, que se había quedado aparcado al sol. Estaba recalentado, pero al menos nadie había rajado el interior. Aunque esté aparcado en comisaría, puede pasar. Y pasa.
Salí del aparcamiento y conduje justo una manzana. Me detuve junto a la acera, delante de un sitio donde vendían tacos mexicanos, y llamé desde la cabina que había allí a una amiga que trabajaba en el Departamento de Vehículos de Motor. Cinco minutos después tenía las direcciones de la casa y del trabajo de Dersh y su teléfono. Las direcciones coincidían.
Le llamé.
– Señor Dersh, me llamo Elvis Cole y le llamo desde Parker Center. ¿Le importaría que me pasara por ahí y le hiciera un par de preguntas sobre el asunto de Lake Hollywood? No tardaré mucho.
– Sí, venga, cómo no. ¿Trabaja con Stan Watts?
Watts era el que le había entrevistado.
– Stan está también aquí, en Parker Center. Acabo de hablar con él.
– ¿Sabe cómo llegar hasta aquí?
– Lo descubriré.
– Muy bien. Hasta luego.
Si Krantz no pensaba preguntarle por el cuatro por cuatro, lo haría yo.
Dersh vivía en una casa de una planta estilo California, no demasiado grande, en una zona antigua de Los Feliz, justo al sur de Griffith Park. Casi todas las casas eran de estilo español, estucadas y con tejados de tejas descoloridas, y casi toda la gente del barrio parecía mayor, pero a medida que fueran muriéndose, gente más joven como Dersh iría comprando sus casas y renovándolas. La de Dersh estaba muy bien pintada con colores cálidos y, a juzgar por lo que se veía, le había dedicado mucho trabajo.
Dejé el coche en la calle, fui hasta la puerta y llamé al timbre. Algunos jardines tenían todavía ceniza del incendio, pero el de Dersh estaba limpio. Debía de haber salido a barrerla. Ante la puerta había una esterilla que decía «Bienvenidos a bordo».
Me abrió un hombre bajo y corpulento de unos cuarenta años que me sonrió.
– ¿Es usted el inspector Cole?
– Cole, sí. Estoy investigando el caso.
Me tendió la mano.
– Gene Dersh.
Me llevó a una habitación muy bonita con suelo de roble decolorado y cuadros modernos de vivos colores en las paredes.
– Voy a tomarme un café. ¿Quiere uno? Es de Kenia.
– No, gracias.
La habitación daba a otra de la parte trasera en la que había una gran mesa de dibujo, tarros de pinceles y rotuladores de colores, además de un PowerMac muy potente. Se oía música clásica procedente del fondo y la casa olía a rotuladores de pizarra blanca y a café. Era un sitio acogedor. Dersh llevaba pantalones caquis de pinzas y una camisa de punto ancha que dejaba ver mucho pelo en el pecho, en parte ya blanco. Tenía los dedos con manchas de tinta. Estaba trabajando.
– No tardaré mucho, señor Dersh. Sólo tengo un par de preguntas.
– Llámame Gene, por favor.
– Gracias, Gene.
Nos sentamos en un mullido sofá de color marrón.
– No hace falta que vaya con prisas. Quiero decir que fue un horror lo de esa pobre chica, que la asesinaran así. Encantado si puedo ayudar en algo.
Se había comportado del mismo modo en el interrogatorio de Watts, con muchas ganas de cooperar. Hay gente así, que está encantada de participar en una investigación criminal. Riley Ward había vacilado más, y había resultado evidente que estaba incómodo. También hay gente así.
– No es el primero que viene hoy -me contó-. Cuando me ha llamado creía que era otra vez uno de esos de la tele.
– ¿Le ha llamado la gente de la tele?
Bebió un sorbo de café y dejó la taza en la mesa. Se le había iluminado la mirada.
– Esta mañana ha venido un periodista del Canal 4. Y también han llamado del Canal 7. Quieren saber cómo descubrí el cadáver.
Intentaba que pareciera que no lo aprobaba, pero se notaba que estaba entusiasmado con el hecho de que hubieran ido a hablar con él periodistas con cámaras y focos. Aquellas historias iban a darle tema de conversación durante años.
– Ya lo miraré esta noche. A ver si le veo.
Asintió, sonriendo.
– Voy a grabarlo.
– El sábado también estuvo en el lago, ¿verdad, Gene?
– Exacto.
– ¿Recuerda si vio un cuatro por cuatro rojo o marrón, como un Range Rover o un Four Runner o uno de ésos? Puede que estuviera aparcado. O entrando o saliendo.
Dersh cerró los ojos, lo pensó un momento y seguidamente hizo un gesto de negación con la cabeza, como decepcionado.
– Pues no, me parece que no. Quiero decir que hay mucha gente que conduce uno de esos vehículos.
Describí a Edward Deege.
– ¿Vio a alguien así por allí?
Frunció el ceño, pensativo.
– ¿El sábado?
– El sábado o el domingo.
Entornó los ojos y volvió a negar con la cabeza.
– Lo siento. No lo recuerdo.
– Ya sabía que era una posibilidad remota, pero por probar que no quede.
– ¿El coche o el hombre tuvieron algo que ver con lo que sucedió?
– No lo sé, Gene. Se oyen cosas y hay que seguir las pistas, ¿sabe?
– Ya, claro. Me hubiera gustado ayudarle.
– ¿Sabe de alguien más que pudiera haber estado por allí el sábado?
– No.
– El señor Ward no estaba con usted el sábado, ¿verdad? -Si hubiera estado, podría preguntarle también a él.
– No. Riley vino el domingo. No había subido nunca al lago. Increíble, ¿no le parece? Y es de aquí. Lo que son estas cosas. Vive a dos o tres kilómetros del lago, y no había ido nunca.
– Yo sé de gente que no ha estado nunca en Disneylandia.
– Qué fuerte -asintió.
Me levanté y le di las gracias por haberme atendido.
– ¿No quería nada más?
– Ya le he dicho que no iba a entretenerle mucho.
– No se olvide. El Canal 4.
– Lo veré.
Dersh me acompañó hasta la puerta con la taza de café de Kenia en la mano.
– Inspector Cole… ¿Va usted a ver a la… a la familia de la chica?
– Pues sí.
– ¿Me hará el favor de darles el pésame? Dígales que lo siento mucho.
– Claro.
– He pensado que podría ir a verles, puesto que fui el que descubrió el cadáver. Riley y yo.
– Ya se lo diré al padre.
Dersh sorbió un poco más de café, con el entrecejo fruncido.
– Si recuerdo algo más les llamo. Quiero ayudarles. Quiero ayudar en lo posible a atrapar a la persona que hizo esto.
– Si recuerda algo, llame a Stan Watts, ¿de acuerdo?
– ¿A Stan? ¿No a usted?
– Mejor que llame a Stan.
Le di las gracias otra vez y volví al coche. No me había hecho ilusiones de que Dersh hubiera visto el cuatro por cuatro, pero cuando se tiene una pista hay que seguirla. Sobre todo si a la policía no le da la gana.
– ¿Ha sido muy difícil, Krantz? Sólo he tardado quince minutos. -El detective privado hablaba solo.
Fui hacia el sur por las estribaciones hasta Franklin, y después al oeste hacia Hollywood. El tráfico era espantoso, pero me sentía más a gusto, aunque no había descubierto gran cosa. Hacer es mejor que mirar, y en aquel momento sentía que estaba haciendo cosas, aunque no fuera lo que me correspondía. Pensé en llamar a Dolan y contarle que Krantz no había ido a ver a Dersh para preguntarle por el coche. Podría decírselo con un aire de bastante autosuficiencia, aunque Dolan no se quedaría demasiado impresionada. Además, tarde o temprano se enterarían de que había ido a verle. Me pareció que si se lo decía, Krantz se calmaría un poco, aunque era difícil saberlo. Tenía la esperanza de que aún se pusiera de peor humor.
Salí de Franklin para escapar del tráfico, pero las calles seguían igual de mal. Había aparecido otro socavón en Hollywood como un cráter de acné provocado por la construcción del metro, y los de Cal Trans habían cerrado varias calles. Giré por Western para tomar Hollywood Boulevard, vi que el tránsito era aún más denso y me metí por una de las callejuelas con la esperanza de esquivar lo peor. Entonces fue cuando vi en el retrovisor el mismo sedán azul oscuro que iba detrás de mí desde que había salido de las colinas.
Primero pensé que no era nada. Había más coches que giraban para escapar del tráfico, claro que ésos no me pisaban los talones desde Franklin.
En Hollywood los coches se movían un poco más deprisa. Pasé por debajo de una vía rápida, giré hacia el norte y me paré ante un puesto de flores con carteles enormes en español. «Rosas $2,99.»
El sedán pasó de largo. Delante iban dos hombres, los dos con gafas de sol y charlando, fingiendo que no estaban interesados en mí. Claro que a lo mejor no lo estaban. Quizás era una mera coincidencia.
Apunté el número de la matrícula y compré una docena de rosas para Lucy. Una buena sorpresa siempre se agradece.
Esperé a que un salvadoreño bajito terminara de hablar en la cabina que había junto al puesto y llamé a la amiga del Departamento de Vehículos de Motor. Le pedí que me buscara la matrícula y esperé un poco más.
Me contestó al cabo de unos segundos.
– ¿Estás seguro?
– Sí. ¿Por qué?
– Porque dice «Sin propietario». ¿Quieres que vuelva a probar?
– No gracias. No hace falta.
Colgué el teléfono, llevé las rosas al coche y me senté.
«Sin propietario» era lo que aparecía cuando el coche estaba registrado por el Departamento de Policía de Los Ángeles.
El sol se ponía sobre la ciudad como un globo desinflado cuando llegué a casa de Lucy. Después de comprar las flores había parado en el supermercado y después en la bodega, sin dejar de controlar el retrovisor. El sedán azul no volvió a aparecer, y si me siguió alguien más no me di cuenta. Había sido la experiencia paranoica ideal para iniciar una velada romántica.
– ¡Son preciosas! -exclamó Lucy al ver las rosas.
– ¿Has visto sus lágrimas?
Sonrió, pero estaba confundida.
– ¿Qué lágrimas?
– Están tristes. Ahora que te han visto saben que no son lo más bonito del mundo.
Las acarició con los dedos y suspiró con una sonrisa en los labios.
– Bueno, pues van a tener que acostumbrarse, ¿no?
Cuando salimos para subir a mi coche, Lucy llevaba una pequeña bolsa de viaje.
– ¿Ben se ha ido al campamento hoy?
– En cuanto ha conocido a un par de niños se ha quedado contento. He desviado el teléfono para que suene en tu casa. Espero que no te moleste.
– Claro que no. ¿Seguro que no quieres llevar tu coche?
– Esto es más romántico. Mi amante me transporta a su nido de amor en las montañas para pasar una noche de pasión. Ya volveré mañana a buscarlo.
Nunca había considerado mi casa un nido de amor, pero si ella lo decía…
– ¿Qué hay en la bolsa?
Me sonrió con picardía.
– Algo que va a gustarte. Una sorpresa.
Quizá tener un nido de amor no era tan malo.
Me sentía a gusto cuando estaba con ella, sobre todo a solas. Habíamos pasado mucho tiempo juntos desde su llegada a Los Ángeles, pero siempre con Ben o con otra gente, y siempre habíamos dedicado la mayor parte del tiempo a hacer la mudanza a su nuevo piso. Aquella noche era sólo para los dos. Yo quería que fuera así, y saber que ella también lo convertía en algo especial. Conduje en silencio, sin decir apenas nada, aunque nos sonreímos durante todo el camino como hacen los enamorados. Llevaba las rosas en el regazo y de vez en cuando se acercaba una a la nariz.
Cuando llegamos al nido de amor, el coche de Joe estaba aparcado a la puerta.
Lucy me sonrió divertida.
– ¿Joe también se queda a pasar la noche?
Entramos por la cocina con la comida y las rosas. Pike estaba de pie en el salón. Cualquier otra persona se habría sentado, pero él no. Allí estaba, con el gato en brazos. Al ver a Lucy, el animal se escabulló de los brazos de Joe, corrió hacia las escaleras y lanzó un bufido.
– Siempre tan amable al dar la bienvenida -dijo ella.
Joe miró las rosas y las bolsas del supermercado.
– Lo siento. Debería haber llamado.
– No habría estado de más.
Lucy se le acercó y le dio un beso en la mejilla.
– No seas tonto. Pero no vayas a quedarte demasiado rato, ¿eh?
Pike hizo un amago de sonrisa.
– Tengo una copia del informe del criminólogo -anunció-. He pensado que te gustaría verlo.
– Krantz me ha dicho que no estaría terminado hasta mañana -comenté sorprendido.
Pike señaló con la cabeza la mesa del comedor.
Dejé las bolsas en la encimera, fui hasta la mesa y encontré una copia del informe del criminólogo de la División de Investigaciones Científicas firmada por un tal John Chen. La hojeé y vi que detallaba los indicios encontrados en la zona del asesinato de Karen García. Miré a Joe y volví al informe.
– ¿De dónde lo has sacado?
– Del que lo escribió. Me ha pasado esa copia esta mañana.
– Aquí pasa algo raro, Joe.
– Aquí siempre pasa algo raro. Esto es Los Ángeles -observó Lucy. Sacó una botella de Dom Pérignon de una de las bolsas. Ochenta y nueve dólares con noventa y cinco, rebajado-. Muy bien, señor Cole. Me parece que voy a ronronear.
Me encogí de hombros, como si no tuviera importancia.
– El trato habitual que se dispensa en este nido de amor.
– ¿Nido de amor? -preguntó Pike.
Fruncí el entrecejo.
– Intenta no reventarnos la fantasía.
Fue a la nevera, sacó una botella de cerveza Abita y la inclinó hacia mí para ofrecérmela.
– Vale.
Le hizo el mismo gesto a Lucy.
– No, gracias, cielo.
Alguien había llamado «cielo» a Joe Pike. Increíble.
Joe sacó otra botella y me la acercó. Abita era una cerveza estupenda que hacían en el sur de Luisiana. Lucy había traído cinco cajas al mudarse.
– Luce, ¿te importa si leo esto? -le pregunté.
– Claro que no. Voy a sacar la comida de las bolsas y a imaginarme que estamos preparándola juntos. También voy a imaginarme que está sonando una música muy romántica en el estéreo y que estás leyéndome poesía. Así podré imaginarme que estoy a punto de desvanecerme.
Miré a Joe, que se encogió de hombros.
El informe era directo y fácil de leer por su claridad. Dos dibujos detallados mostraban la posición del cadáver, las manchas de sangre y la ubicación de los indicios. El primero era de la parte de abajo, donde se había encontrado a García, y el segundo de la zona del sendero, en la parte de arriba del barranco, desde donde se habrían producido los disparos. Chen había anotado en el informe el hallazgo de varios envoltorios de chicle Beeman, un pedazo triangular de plástico blanco aún sin identificar, un casquillo de bala de un rifle del calibre 22 de Federal Arms y varias huellas parciales y completas de zapatos. Estaban analizando los envoltorios, el plástico y el casquillo, pero a partir del tamaño de las huellas Chen había calculado el peso del asesino. Leí aquella parte en voz alta:
– «La persona que disparó llevaba zapatos del número cuarenta y cinco y pesaba unos noventa kilos. Se han enviado fotografías de las huellas de la suela al FBI en Washington para que se identifique la marca».
– Vaya, qué romántico -dijo Lucy, sentándose a mi lado y acariciándome el pie con el suyo por debajo de la mesa.
Chen había seguido las huellas hasta las de un vehículo aparcado junto a un camino situado por encima del lago. Había hecho moldes de las marcas y tomado muestras del terreno que contenían lo que parecían ser gotas de aceite. Lo había enviado todo al FBI para que identificaran las marcas. Había concluido que los neumáticos eran radiales F2O5, por lo que podrían corresponder a diversos vehículos cuatro por cuatro estadounidenses y extranjeros. Los delanteros mostraban un desgaste desigual, lo que indicaba que la combadura anterior no estaba alineada.
Dejé el informe en la mesa y miré a Joe.
– Para ser sincero, yo creía que Deege se había inventado lo de que el coche se parecía al tuyo y tú eras el conductor.
Se encogió de hombros.
– O sea que vio algo y luego se divirtió al contárnoslo -proseguí. Volví la vista hacia el informe-. Vaya con el Chen ése. Sí que trabaja bien.
Pike curvó los labios.
– ¿Qué?
– Nada.
– Krantz no sólo me ha mentido sobre esto -aseguré, dando unos golpecitos encima del informe. Les conté cómo me había mareado con lo de la autopsia-. Estoy seguro de que sabía desde el principio a qué hora iba a ser. Cuando llegamos había cinco personas en torno a la mesa, y Williams se quejaba de lo larga que había sido.
– Eso no tiene nada de raro. Si no le caes bien, como dices, no te habrá dejado estar presente sólo para molestarte.
– Después de la autopsia he ido a ver a Dersh. Al volver me seguían dos tíos en un sedán azul. La matrícula era de la policía.
Pike consideró lo que acababa de decirle.
– ¿Seguro que no te seguían desde Parker Center?
– Nadie sabía que iba a ver a Dersh. Eso quiere decir que ya estaban allí, pero ¿por qué iban a vigilar a Dersh?
– Eso sí que es raro, desde luego -comentó Pike.
Lucy me puso los dedos en el brazo y fue bajando hasta la mano. Me atrapó los pies entre los suyos y sonrió.
Joe se puso en pie.
– Bueno, yo me voy ya.
Lucy se dio cuenta de lo que había pasado y apartó la mano, sonrojada.
– Lo de antes era una broma, Joe. En serio. Si quieres quedarte a cenar, nosotros encantados.
Joe curvó los labios otra vez y se marchó.
Lucy soltó un gruñido y se tapó la cara.
– Dios mío, debe de creer que voy salida.
– Cree que estás enamorada.
– Estoy manoseándote como si estuviera en celo.
Nunca la había visto tan colorada.
– Joe se alegra por nosotros.
– ¿Joe, el impasible? ¿Cómo puede saber nadie lo que está pensando? Qué vergüenza, Dios mío.
Nos quedamos mirándonos, sin hablar. Me atrapó la profundidad de su mirada.
– Espera -dije.
El Dom no estaba frío del todo, pero podía beberse. Llené dos copas y las saqué al salón. Puse One Fine Day de Natalie Merchant en el reproductor de compactos y abrí las grandes puertas de cristal. El cañón estaba en silencio. El aire de primera hora de la noche era fresco y olía a madreselva veraniega. Le tendí la mano y se levantó. Le ofrecí una copa de champán.
Se llevó la copa a los labios y miró la bolsa que había dejado en el suelo de la cocina.
– Quiero cambiarme -dijo con voz profunda-. Tengo una sorpresa para ti.
Le rocé los labios.
– Tú eres mi sorpresa, Lucille.
Cerró los ojos y apoyó la cabeza en mi pecho.
Pensé durante un instante en chicas muertas, ancianos destrozados de dolor y cosas que no comprendía, y aparté esas ideas de la mente.
Natalie cantaba con dulzura la historia de un amor predestinado. Bailamos, lentamente, nuestros cuerpos juntos, flotando en una marea invisible que nos llevó al porche, y finalmente a mi cama.
La forja
El chico estaba sentado en un mundo de verdor. Las hojas anchas y afelpadas de los olmos que le resguardaban recibían la luz de la tarde como si fueran prismas flotantes, y le teñían con un cálido resplandor verde esmeralda. Allí oculto, contemplando por entre la máscara de hojas la pequeña casa de madera, que era la suya, el chico se sentía a salvo. Tres hormigas negras se le subieron a los pies, pero no se dio cuenta.
Joe Pike, a los nueve años. Alto para su edad, pero delgado. Hijo único. Vestido con pantalones cortos por encima de la rodilla y una camiseta a rayas tan sucia que hacía ya tiempo se había quedado en un gris turbio. En el colegio tenía fama de chico listo pero reservado, y, a decir de algunos profesores, de chaval triste. Iba a tercero. El profesor de primer curso, un joven que acababa de terminar sus estudios, había pedido que le hicieran pruebas para ver si era retrasado. El padre de Joe le amenazó con matarle a palos y le llamó «maricón». Joe no sabía lo que era un maricón, pero el profesor se quedó blanco y dejó el colegio a medio curso.
Joe estaba sentado con las piernas cruzadas bajo los árboles jóvenes que había en el extremo del bosque, y las ramas más bajas le tapaban parcialmente la visión como las líneas que separan las piezas de un rompecabezas, mientras miraba cómo su padre entraba conduciendo en el jardín. Tuvo la misma sensación de miedo de todos los días a aquella hora.
El coche familiar Kingswood de color azul se detuvo ante el porche delantero, resplandeciente como si acabara de salir del concesionario. Joe vio cómo un hombre bajo y de constitución fuerte bajaba del coche, subía los tres escalones de madera del porche y desaparecía en el interior de la casa.
Papá.
El padre de Joe había construido la casa con sus propias manos, tres años antes de que naciera su hijo, en un terreno situado en un extremo del pueblo en el que vivían, a sólo tres kilómetros del aserradero donde trabajaba de capataz por turnos. Por allí había poca cosa, el bosque, un arroyo y algunos ciervos. La casa era modesta, de tablones de madera, de cimientos elevados, con habitaciones pequeñas y distribuidas con poca imaginación. Estaba pintada de un amarillo limpio y vivo con las molduras blancas y, lo mismo que el coche, resplandecía como una patena al sol. Parecía un hogar muy feliz. Todos los miércoles por la tarde, al volver del trabajo, el padre de Joe limpiaba la casa. El Kingswood lo lavaba tres veces por semana. El padre de Joe trabajaba mucho para ganarse el pan y le gustaba cuidar bien lo que tenía. Cuidar algo consistía en tenerlo bien limpio.
Cinco minutos después, la madre de Joe salió al porche y lo llamó para cenar. Era una mujer alta de caderas prominentes, cabello oscuro y ojos inquietos, casi tan alta como su marido. Tenía la cena lista en la mesa a las cuatro en punto porque el padre de Joe la quería a esa hora. Se iba a trabajar muy pronto, volvía a casa tras una larga jornada en la que se dejaba la piel y quería comer cuando quería comer. Cenaban a las cuatro. A las siete el alcohol ya le hacía dormir.
La señora Pik fue hasta el borde del porche y llamó a su hijo sin gritar en una dirección concreta, porque no sabía que estaba observándola.
– ¡Ven, Joseph! Vamos a cenar enseguida.
Joe no contestó.
– ¡A cenar, Joe! ¡Ven de una vez!
Sólo de oírla, Joe sentía que se le aceleraba el corazón y el miedo se extendía por los brazos y las piernas. Quizás aquella noche sería distinta y no pasaría nada, pero no podía contar con ello. Nunca sabía qué iba a pasar, así que se quedó esperando en silencio hasta que su madre entró en casa. Él nunca entraba la primera vez que lo llamaba. Volvía del colegio a las tres, pero se marchaba de inmediato y se quedaba fuera de casa todo lo que podía, hasta el último minuto. En el bosque estaba mejor. A salvo del miedo estaba mejor.
Sin embargo, diez minutos después su madre volvió a salir, ya con mala cara y aire inquieto.
– ¡Maldita sea! ¡Te lo advierto, Joe! ¡No hagas esperar a tu padre! ¡Entra de una vez!
Entró furiosa y pegó un portazo. Entonces Joe salió de entre las ramas.
Nada más abrir la puerta notó el alcohol en el aire, y aquel olor y lo que significaba le atenazaron el estómago.
Su padre estaba sentado con los pies encima de la mesa de la cocina, leyendo el periódico y bebiendo whisky Old Crow con hielo en un vaso de manteca de cacahuete Jiffy. La mesa estaba puesta para cenar, pero el señor Pike había movido los platos de cualquier manera para poder poner los pies. Al ver entrar a su hijo apuró el vaso y sacudió los cubitos de hielo para llamar la atención del chico.
– Ponme otro, chaval.
El gran trabajo de Joe. Servir Old Crow a su padre.
Sacó la botella del armario que había debajo del fregadero, le quitó el tapón y vertió un poquito en el vaso.
– Eso no es ni un sorbo, chaval -se quejó su padre-. Si sirves un buen vaso cuando un hombre te lo pida la gente no creerá que eres un tacaño.
Joe siguió llenando el vaso hasta oír el gruñido de su padre.
– ¿Quieres cenar ya? -preguntó su madre.
La respuesta del señor Pike consistió en bajar los pies y acercarse el plato. Joe y su padre no se parecían lo más mínimo físicamente. El chico era delgado y alto para su edad, y tenía una cara flaca y huesuda, mientras que su padre era más bajo que la media, tenía los antebrazos robustos y el rostro redondo.
– Joder, ¿es que no sabes ni saludar a tu viejo? -le dijo al niño-. Cuando un hombre vuelve a casa quiere que su familia demuestre algo de interés.
– Hola, papá.
– Saca la leche -le pidió su madre.
Joe se lavó las manos en el fregadero, sacó la leche del frigorífico y se sentó. Su madre también se había servido un vaso de whisky y estaba filmándose un Salem. Le decía a Joe que sólo bebía para que su padre no se lo acabara todo. El chico también sabía que ella tiraba parte del whisky y rellenaba la botella con agua, porque la había visto hacerlo.
– Joe, tu padre es un borracho asqueroso -le decía.
Y Joe sabía que era verdad.
El señor Pike se levantaba a las cuatro de la madrugada, se echaba al gaznate un par de copas cortas para «matar el gusanillo» y se iba al aserradero. No bebía en los bares y casi siempre volvía directamente a casa, a no ser que hubiera aceptado otro trabajo como carpintero, lo que era relativamente habitual. Si no tenía otro trabajo, llegaba a casa a las tres y media y se servía el primer trago, antes incluso de abrir el periódico. Antes de cenar ya se había tomado dos o tres. Después encendía el televisor, se recostaba en su butaca a ver las noticias y bebía hasta quedarse dormido.
A no ser que algo le hiciera saltar.
Si algo le hacía saltar, se armaba la de Dios es Cristo.
Joe conocía las señales. Los ojos de su padre quedaban reducidos a unos hoyos duros y pequeños y la cara se le ponía de un rojo intenso. Alzaba la voz, para que todo el mundo se diera cuenta de que estaba a punto de estallar, pero la madre de Joe le devolvía los gritos y los insultos uno a uno. Para Joe aquello era lo más espantoso, la forma en que su madre le plantaba cara. Era como si su padre les avisara, les diera a entender que estaba perdiendo el control, que todavía había tiempo de calmarle, pero la señora Pike no se daba cuenta. Joe sólo tenía nueve años, pero lo veía venir con el mismo miedo con que una persona atada a la vía del tren debía ver como un mercancías de cien vagones se precipitaba hacia ella. Joe reconocía las señales y veía aterrado cómo su madre hacía caso omiso de ellas y seguía pinchándole como si quisiera hacerle explotar. Y Joe sólo quería que su madre se callara, que dijera e hiciera las cosas que tranquilizaban al viejo, sólo quería salir como alma que lleva el diablo de allí y correr hacia el bosque, donde podía esconderse y estar a salvo.
Pero no.
Su madre estaba ciega y Joe era testigo de cómo atacaba más y más, mientras el niño se asustaba tanto que a veces lloraba y le suplicaba que dejara en paz a su padre, pero no servía de nada, y al final el señor Pike se hartaba del todo, se ponía en pie de golpe y gritaba:
– Vais a ver lo que es bueno.
Siempre decía lo mismo.
Entonces era cuando empezaba a pegarles.
La señora Pike llevó el asado a la mesa para que su marido lo cortara y después volvió a los fogones a buscar el puré de patatas y las judías verdes. Sus padres no se miraban y casi no decían nada, y Joe estaba preocupado. Había habido tensión desde el sábado, cuando su padre estaba viendo el Partido de béisbol de la semana, con Pee Wee Reesey Dizzy Dean. Su madre estaba pasando el aspirador alrededor del televisor, lo cual ya molestaba bastante al viejo, pero en un momento dado arrastró el cable de la antena con el aspirador y se malogró la recepción al final de la octava entrada de un partido que iba dos a tres. Desde entonces la tensión había ido en aumento, y los dos se habían refugiado en el silencio y la hostilidad hasta que el aire de la casa pareció cargado de fuego.
A sus nueve años, Joe Pike, el único niño de la casa, notaba la rabia que iba acumulándose en ellos. Estaba seguro de lo que iba a suceder, como uno puede estar seguro de que va a llegar la luna llena.
El señor Pike bebió otro sorbo de whisky y empezó a cortar el asado. Después de los dos primeros trozos frunció el entrecejo.
– ¿Qué mierda de carne barata has comprado? ¡Hay una vena aquí en medio, joder!
Ya estaba.
La madre de Joe puso el puré y las judías en la mesa sin contestar.
Su padre dejó el cuchillo de trinchar y el tenedor.
– ¿No sabes hablar americano? ¿Cómo quieres que me coma algo con esta pinta que tiene? Te han vendido una carne asquerosa.
Ella siguió sin mirarle.
– ¿Por qué no te calmas y te comes la cena en paz? No sabía que había una vena. No ponen cartelitos que digan: «Esta carne tiene una vena».
Joe sabía que su madre tenía miedo, aunque no lo demostrara. Parecía más bien enfadada y resentida.
– Yo sólo lo comento. Mírala. Si es que ni siquiera la estás mirando.
– Ya me como yo la dichosa vena. Ponla en mi plato.
El rostro del señor Pike inició el lento e inexorable cambio de color.
– ¿Qué clase de respuesta es ésa? -dijo, mirando a su mujer-. ¿Qué quiere decir ese tono de voz?
– Ya me lo como yo, papá. A mí me gustan las venas -dijo Joe.
Los ojos de su padre, pequeñísimos, destellaron.
– ¡Nadie se va a comer estas putas venas!
La señora Pike agarró el plato.
– Pero que discusión más tonta. Voy a quitar la vena y así no tendrás que verla.
Su marido le arrebató el plato y lo dejó sobre la mesa de un golpe.
– Ya la he visto. Esto es una mierda. ¿Quieres ver lo que hago con la mierda?
– Déjalo, por favor, por el amor de Dios.
El hombre se puso en pie de golpe, agarró el plato, abrió la puerta de la cocina de una patada y tiró el asado al jardín.
– Eso es lo que tengo que comer. Mierda. Como un perro.
Joe se encogió en la silla y pensó que ojalá pudiera hacerse más pequeño. Sintió ganas de desaparecer. El mercancías estaba a punto de derribar las paredes de la casa, iba a por ellos, y ya nadie podía detenerlo.
Su madre también estaba de pie, con la cara roja, gritando:
– ¡Yo eso no lo recojo!
– Desde luego que lo recoges, o si no vas a ver lo que es bueno.
Las palabras mágicas: «lo que es bueno».
– Ya lo recojo yo -gimoteó Joe-. Ya lo limpio yo, papá.
Su padre le agarró del brazo y le sentó de un tirón.
– ¡Y una mierda! ¡La puta de tu madre va a hacerlo!
La señora Pike, pálida, gritaba. Estaba temblando, y Joe no sabía si era de miedo, de rabia o de las dos cosas.
– ¡El que ha tirado ahí fuera la cena has sido tú! ¡Recógelo tú! Por mí, que se quede ahí fuera para que lo vea todo el mundo.
– Como no lo recojas vas a ver lo que es bueno -repitió el hombre.
– Si tan asqueroso te parece esto, mejor que te vayas. ¡Vete a vivir a algún sitio donde no tengan venas!
Los ojos del señor Pike quedaron reducidos a dos puntos arrugados. Se le hincharon las arterias del rostro, aún más colorado. Se abalanzó sobre su esposa y le dio un puñetazo en la cara, mientras Joe chillaba. La lanzó contra la mesa. La botella de Old Crow cayó al suelo y se hizo mil pedazos, y todo quedó salpicado de whisky barato y cristal. La señora Pike escupió sangre.
– ¿Ves qué tipo de hombre es tu padre? ¿Lo ves?
Elle dio otro puñetazo que la dejó de rodillas. El padre de Joe no daba bofetadas. Nunca. Se servía de los puños.
Joe sintió un fuego que le recorría los brazos y las piernas, como si se le fueran toda la fuerza y el control y no pudiera moverlos. Respiraba profunda y entrecortadamente y sacaba lágrimas y mocos por la nariz.
– ¡No, papá! ¡No, por favor!
Su padre le pegó entonces un puñetazo en la nuca a su madre, que cayó boca abajo. Cuando levantó la vista tenía el ojo izquierdo cerrado y sangraba por la nariz. No miraba a su marido, sino a su hijo.
Entonces el señor Pike le pegó una patada que la dejó de costado y Joe vio cómo el miedo, crudo y terrible, se reflejaba en la mirada de su madre.
– ¡Llama a la policía, Joe! -chilló-. ¡Que arresten a este hijo de puta!
A sus nueve años, Joe Pike, llorando, con los pantalones calientes de repente por la orina, corrió hacia su padre y le empujó con todas sus fuerzas.
– ¡No hagas daño a mamá!
El señor Pike le golpeó con fuerza y cayó de lado. Entonces le pegó una patada. La bota de trabajo, pesada y de puntera de acero, alcanzó a Joe en el muslo y le produjo un intensísimo dolor.
Le dio otra patada y entonces se puso encima de él y se quitó el cinturón. Dobló el grueso cinturón de cuero sin decir palabra y empezó a soltarle cintazos mientras su madre tosía sangre. Joe sabía que en aquel momento su padre no le veía. Los ojos pequeños y rojos de su padre no tenían vida, estaban vacíos, nublados por una rabia que Joe no alcanzaba a comprender.
El grueso cinturón fue cayendo una y otra vez sobre el niño, que chillaba y suplicaba a su padre que parase, hasta que por fin pudo ponerse en pie y salió corriendo por la puerta en busca del refugio de los árboles.
A sus nueve años, Joe Pike corrió con todas sus fuerzas, a trompicones por entre las ramas bajas y cortantes. Sus piernas ya no le pertenecían. Quiso detenerse, pero había perdido el control de las piernas, que le alejaron cada vez más de la casa hasta que tropezó con una raíz y cayó al suelo.
Se quedó allí tirado durante una eternidad, con la espalda y los brazos ardiendo de dolor, y la garganta y la nariz llenas de mocos, y entonces se arrastró hasta el extremo del bosque. De la casa seguían saliendo aún gritos y chillidos. Su padre abrió la puerta de una patada y tiró al jardín una olla de puré, pero volvió a entrar para seguir profiriendo insultos.
Joe Pike se sentó en el suelo, oculto entre las hojas, observando. Su cuerpo fue calmándose lentamente, se le secaron las lágrimas y sintió que le quemaba por dentro, poco a poco, la vergüenza que sentía cada vez que salía corriendo de la casa y dejaba a su madre sola con él. Se sentía débil ante la fuerza de su padre, tenía miedo cuando se ponía furioso.
Al cabo de un rato cesaron los gritos y el bosque quedó en silencio. Se oyó el canto de un sinsonte y unos diminutos insectos voladores se pusieron a dar vueltas cruzando los rayos de sol, cada vez más apagados.
Joe Pike seguía mirando la casa, como si flotara ajeno al tiempo y al espacio, como si fuera invisible a todos, allí oculto en el extremo del bosque.
Allí se sentía a salvo.
El bosque fue oscureciendo al tiempo que el cielo enrojecía, pero Joe Pike no se movió. Se apoderó del dolor, del miedo y de la vergüenza y se imaginó que los doblaba y los guardaba en unas cajitas que después metía en un pesado baúl de roble que había al pie de una escalera muy profunda. Cerró el baúl y tiró la llave. Se hizo tres promesas:
No va a ser siempre así.
Voy a hacerme fuerte.
No voy a sufrir.
Al caer el sol, su padre salió de la casa, se metió en el Kinsgwood y se marchó.
Joe esperó a que desapareciera el coche y entró en casa a ver cómo estaba su madre.
Voy a hacerme fuerte.
No voy a sufrir.
No va a ser siempre así.
La luz del sol matutino se filtraba por la torre de cristal que es la parte trasera de mi casa e inundaba la buhardilla. Lucy estaba desnuda, durmiendo boca abajo, con el pelo enmarañado por las horas anteriores. Me acurruqué a su lado, amoldándome a la curva de su cadera, disfrutando de su calor.
Le toqué el pelo. Con delicadeza. Le besé el hombro. El calor salado era un placer para los labios. La miré y pensé en la suerte que tenía de poder contemplar aquel panorama.
Tenía la piel de un dorado oscuro y las piernas y la espalda formaban una curva firme incluso mientras dormía. Lucy había ido a la universidad del estado de Luisiana con una beca de tenis y se había esforzado mucho para estar a la altura. Se movía con la elegancia espontánea de una atleta nata y hacía el amor con la agresividad y pasión con que jugaba al tenis, aunque con momentos de timidez que me conmovían.
El gato estaba posado en la barandilla que había en el extremo de la buhardilla, mirándola. Le había quitado el sitio, pero no parecía enfadado. Sólo curioso. Quizá también a él le gustaba el panorama.
– Duérmete otra vez -murmuró Lucy, entreabriendo los ojos, somnolienta.
Al oírla, el gato salió disparado escaleras abajo y maulló desde el salón. No se le podía hacer caso.
– No llegamos a ver tu sorpresa.
– Prepárate, porque te la daré esta noche -respondió, acercándose más.
Le pasé la lengua por la espalda.
– Estoy preparado para que me la des ahora.
– Eres insaciable -dijo riendo.
– No me canso de ti.
– Tengo que ir al trabajo.
– Les llamo y les digo que estás ocupada haciendo el amor con el mejor detective del mundo. Se harán cargo. Siempre pasa lo mismo.
Se apoyó en los codos y se incorporó.
– ¿Siempre?
– Se me ha escapado. Lo siento.
– Más lo vas a sentir cuando haya acabado contigo.
Saltó encima de mí y no me pareció que hubiera nada en absoluto que lamentar.
Más tarde llevé a Lucy a recoger su coche y después me dirigí a Parker Center sin avisar a Krantz. Pensé que me iba a montar una buena por haber ido a ver a Dersh, pero al cruzar el umbral me dijo:
– Espero que no hayas tenido problemas por la confusión de lo de la autopsia.
– No, pero la familia quiere el informe.
– Lo tendremos dentro de unos minutos. ¿Estás preparado para la sesión de puesta al día?
Hablaba como si fuéramos amigos y estuviera encantado de incluirme en el equipo.
– Estoy preparado. Por cierto, ¿ya tenéis el informe del criminólogo?
– Casi. Te daremos los dos informes a la vez.
Entonces sonrió y desapareció por el pasillo.
A lo mejor alguien le había dado un Prozac. A lo mejor su buen humor era una estratagema para llevarme hasta la reunión, donde Watts, Williams y él iban a molerme a palos por haber ido a ver a Dersh. En cualquier caso, seguía mintiéndome sobre el informe.
Ya en la sala de reuniones, Stan Watts me puso al día y me contó que habían investigado al ex marido (que estaba jugando al béisbol en Central Park en el momento del asesinato de Karen), habían acabado de peinar las casas de alrededor de Lake Hollywood (nadie había visto ni oído nada) y estaban interrogando a la gente con la que estudiaba y trabajaba la chica. Le pregunté a Watts si tenían alguna teoría sobre el asesino, pero me contestó Krantz diciendo que estaban en ello. Krantz, más relajado que nunca, asentía cada vez que Watts resumía un asunto. Seguían sin mencionar mi visita a Dersh, aunque tenían que saberlo, y su silencio me parecía aún más raro que el comportamiento de Krantz.
– ¿Cuándo van a estar los informes? -pregunté-. Quiero irme.
Krantz se puso en pie. Razonable, pero profesional.
– Dolan, a ver si consigues que te den ese papel. El señor Cole tiene prisa.
Al salir, Dolan le hizo un corte de mangas a sus espaldas.
Tras la reunión, volví a la sala general para buscarla, pero no estaba en su mesa. Krantz no era el único en estar de buen humor: Bruly y Salerno chocaron las palmas de las manos junto a la máquina de café y se alejaron riendo. Williams y el Corte Militar entraron por la puerta, y Krantz le tendió la mano al segundo, que también estaba sonriente.
Las otras veces que había estado allí se respiraba tensión, como si la sala y la gente que había dentro estuvieran atrapados en uno de esos campos eléctricos que ponen los pelos de punta, pero había pasado algo que les había relajado. Había cambiado el viento, había desaparecido la electricidad e incluso habían pasado por alto el hecho de que yo hubiera interferido en la investigación al ir a ver a Dersh. Y no era ningún detalle que pudiera pasar inadvertido.
Me serví un café, me senté en la silla de los castigados a esperar a Dolan y seguí pensando en ello hasta que apareció por la puerta el chico del carrito del correo. Chocó la palma de la mano con Bruly y se rieron hablando de algo que no llegué a oír. Salerno se acercó a ellos y los tres conversaron durante unos minutos antes de que el chico siguiera con su trabajo. El chaval también sonreía cuando los dejó, y me pregunté si sería por el mismo motivo que todos los demás.
– Eh, Curtis -le dije cuando pasó con el carrito por mi lado-. ¿Puedo hacerte una pregunta?
Me observó con recelo. La última vez que le había intentado sonsacar información no me había ido demasiado bien. Proseguí, sin esperar respuesta:
– Tenías razón cuando me dijiste que estos tíos son los mejores en lo suyo. Les respeto muchísimo. Saben conseguir resultados.
– Claro.
– Estaba pensando que a lo mejor oyes lo que dicen de mí.
El recelo se convirtió en desconcierto.
– ¿Qué quieres decir?
– Supongo que se trata de consideración profesional, no sé. Ahora respeto mucho a esta gente y quiero que también me respeten.
Le observé esperanzado, y cuando se dio cuenta de adonde quería ir a parar, se encogió de hombros.
– Creen que eres bueno, Cole. No les hace gracia que merodees por aquí, pero se han informado sobre ti. He oído decir a Dolan que si fueras la mitad de bueno de lo que dice la gente tendrías una polla de treinta centímetros.
– Dolan es la hostia, ¿eh?
– Es el no va más.
Me estaba yendo mejor. Había establecido una buena comunicación y llevado la conversación a un terreno íntimo. Ya me veía manejándole a mi antojo.
– Me alegro de que me cuentes estas cosas, Curtís. Con tanto cuchicheo pensaba que estaban burlándose de mí.
– Qué va.
Solté un gran suspiro, como si me sintiera aliviado y después miré a Bruly, a Salerno y a los demás con mucha pantomima.
– Están todos tan sonrientes que deben de haber descubierto algo importante del caso.
Curtís Wood se volvió hacia su carro.
– Yo no sé nada, Cole.
– ¿Nada de qué? -A inocente no hay quien me gane.
– Se te ve el plumero, Cole. Estás intentado sonsacarme información que no tengo. Si crees que está pasando algo, ten los huevos de preguntárselo a alguien en vez de andar sonsacando por ahí.
Hizo un gesto con la cabeza como si le hubiera decepcionado y se fue empujando su carrito y murmurando:
– Treinta centímetros… ¡Y una mierda!
Aquel civil con sueños de ser policía había vuelto a ponerme en evidencia. Quizás a la próxima se decidiría a pegarme un tiro.
Unos minutos después Dolan salió del cuarto de fotocopias y me dio un gran sobre de papel marrón sin mirarme a los ojos.
– Éstos son los informes que Krantz quiere que te dé.
– ¿Qué pasa aquí, Dolan?
– Nada.
– Pues tengo la impresión de que hay algo que nadie me cuenta.
– Lo que tú tienes es paranoia.
El ataque directo tampoco había dado buenos resultados.
Bajé a por el coche, puse la capota para protegerme del sol y esperé. Cuarenta minutos después el Corte Militar salió del aparcamiento tras el volante de un Ford Taurus color tabaco. Tomó la vía rápida del puerto y después se dirigió al oeste por el centro de Los Ángeles y luego al norte por la 405 hasta Westwood. No resultaba difícil seguirle porque no corría. También estaba relajado. Y sonreía. Anoté el número de la matrícula para buscar en el registro, pero no tenía que haberme molestado. Supe quién era en cuanto su coche tomó el largo y recto camino de entrada al Edificio Federal, en Wilshire Boulevard.
El Corte Militar era del FBI.
Pasé de largo el Edificio Federal y fui a un pequeño restaurante vietnamita que conocía. A mí me gustaba mucho cómo cocinaban el calamar picante a la menta, y mientras comía me pregunté por qué iba a estar el FBI metido en el homicidio de Karen García. La policía muchas veces llamaba a los federales para utilizar sus sistemas de información y para pedir ayuda, pero el Corte Militar había estado revoloteando por allí en todo momento. Me pareció raro. Y, además, cuando me presenté en la autopsia, él no quiso decirme quién era. Eso también me pareció raro. Y de repente el federal estaba sonriendo, y no es que los federales sonrían muy a menudo. Para que uno de esos tíos sonría, hace falta algo muy gordo.
Estaba sopesando todo eso cuando se acercó la dueña del restaurante.
– ¿Le gusta nuestro calamar? -me preguntó.
– Sí, está muy bueno.
Era una mujer pequeña y delicada, de una belleza elegante.
– Le veo mucho por aquí.
– Me gusta su comida.
Era una conversación que no me importaría haberme ahorrado. La mujer se inclinó.
– Esta comida la hace mi hija mayor. Dice que es usted muy guapo.
Seguí la mirada de la mujer hasta la parte trasera del restaurante. Una reproducción más joven de la mujer me miraba medio escondida tras la puerta de la cocina. Me sonrió con timidez.
Miré a su madre, que sonrió más aún y asintió. Volví a mirar a la hija, que también asintió.
– Estoy casado. Tengo nueve hijos.
La madre frunció el entrecejo.
– No lleva anillo.
Me miré la mano.
– Soy alérgico al oro.
Los ojos de la madre se entornaron.
– ¿Casado?
– Lo siento. Nueve hijos.
– ¿Y sin anillo?
– Por la alergia.
La mujer fue hasta su hija y le dijo algo en vietnamita. La chica se metió en la cocina pisando fuerte.
Terminé el calamar y me fui a casa a leer los informes. Hay días que lo mejor es comer algo en el coche.
Los resultados de la autopsia no presentaban ninguna sorpresa. La conclusión era que Karen García había sido asesinada con una bala del calibre 22 disparada a poca distancia, que había hecho impacto a tres centímetros y medio de la cavidad orbital derecha. Se observaban salpicaduras de polvo entre escasas y moderadas en la entrada de la herida, lo que indicaba que la bala se había disparado desde una distancia de entre cincuenta y cien centímetros. Un caso clarísimo de homicidio por herida de bala en el que no se observaban más indicios.
Volví a leer el informe del criminólogo, pensando que debería llamar a Montoya para hablar de aquello, pero mientras preparaba lo que iba a decirle me di cuenta de que no se mencionaba el pedazo de plástico.
Al leer el informe que me había llevado Pike la noche anterior me había fijado en que Chen había encontrado un trozo de plástico blanco triangular en el sendero, en lo alto del barranco. Había anotado que el fragmento estaba manchado de algún tipo de sustancia gris y que había que hacer pruebas.
En aquel nuevo informe el trozo de plástico brillaba por su ausencia.
Comprobé los números de las páginas para asegurarme de que estaban todas y después busqué el informe de Pike y los comparé. Triángulo blanco en el de Pike, nada en el de Krantz.
Llamé a Joe.
– ¿El informe que me trajiste procede directamente de John Chen?
– Sí.
– ¿Te lo dio él mismo en persona?
– Sí.
Le conté que faltaba la mención al plástico.
– Ese hijo de puta de Krantz ha manipulado el informe. Por eso ha tardado tanto en dármelo.
– Si ha quitado cosas del informe de Chen, me gustaría saber qué ha borrado del de la autopsia.
Lo mismo que estaba pensando yo.
– Rusty Swetaggen podría echarnos una mano -propuso Pike.
– Sí.
Después de colgar llamé a Rusty Swetaggen, a su restaurante de Venice. Rusty había conducido un coche patrulla de la policía de Los Ángeles durante casi toda la vida, hasta que su suegro les dejó el restaurante a su muerte. Se jubiló el mismo día de la lectura del testamento, y no se arrepentía. Servir queso frito y cerveza de barril era mucho más entretenido que ir de un lado a otro en un coche de policía, y además ganaba más.
– Joder, Elvis, hace una eternidad que no te veo -me dijo-. Emma creía que te habías muerto.
Emma era su mujer.
– ¿Tu primo sigue trabajando en la oficina del forense? -Se lo había oído decir alguna vez.
– Jerry. Sí, claro. Sigue allí.
– Hace dos días le hicieron la autopsia a una mujer llamada Karen García.
– ¿Algo que ver con el de las tortillas gigantes de maíz?
– Su hija. Estoy trabajando en el caso con Robos y Homicidios y creo que me ocultan algo.
Rusty soltó un discreto silbido.
– ¿Por qué lo lleva Robos y Homicidios?
– Dicen que es porque el de las tortillas tiene controlado a un concejal.
– Y tú no te lo crees.
– Lo que yo creo es que todo el mundo oculta algo y quiero saber qué es. La autopsia la hizo una forense que se llama Evangeline Lewis. Estos polis me han pasado un informe que está manipulado, así que a lo mejor el de la autopsia también lo está. ¿Podría enterarse tu primo?
– No trabaja en los laboratorios, Elvis, sino en las oficinas.
– Ya lo sé.
Esperé para dar tiempo a Rusty de pensar. Hacía seis años me había pedido que buscara a su hija, que se había fugado con un traficante de crack que quería financiar el negocio introduciendo a la niña de Rusty en el mercado del sexo en grupo. Sin pedirle su opinión. La encontré y destruí las cintas. La chica ahora estaba bien, se había casado con un buen chaval que había conocido en el grupo de recuperación y tenían un hijo. Rusty nunca me dejaba pagar las copas, nunca me dejaba pagar la cena y cuando dejé de ir a su restaurante porque me daba vergüenza que me invitara a todo, tuve que rogarle que dejara de mandarme regalos a casa y a la oficina. Si había una forma de ayudarme, Rusty Swetaggen me ayudaría.
– Jerry quizá tendría que meterse en los archivos. O en el despacho de la forense. -Estaba pensando en voz alta.
– ¿Crees que podría hacerlo y luego hablar conmigo?
– ¿Cómo dices que se llama la forense?
– Evangeline Lewis.
– Si no quiere hablar contigo, le muelo a palos -me dijo sin el más mínimo rastro de ironía-. Voy a telefonearle, pero no sé si podré hablar con él enseguida.
– Gracias, Rusty. Llámame a casa.
– ¿Elvis?
– Sí, Rusty.
– Aún estoy en deuda contigo.
– No me debes nada, Rusty. Saluda a Emma y a los chicos de mi parte.
– Jerry te hará este favor aunque tenga que estrangularle.
– No creo necesario que haya que llegar a esos extremos, Rusty, pero gracias.
Lo que yo decía.
Me pasé la hora siguiente limpiando la casa y después salí al porche a hacer dos asanas y dos katas. Allí pensé en la necesidad que sentía Rusty de devolver una deuda que no existía. Los psicólogos especularían con la posibilidad de que quisiera participar indirectamente en la salvación de su hija, como si estuviera de algún modo luchando para recuperar la hombría que había perdido con la violación de la chica. A mí no me parecía que fuera eso. Conocía a Rusty Swetaggen y a hombres como él. Me parecía que sentía un amor tan terrible y tan fuerte por su hija, y por mí, que tenía que soltar la gran presión de ese amor que brotaba de él para que no lo matara. Mucha gente muere de amor, y ése es un secreto que todos guardamos, incluso ante nosotros mismos.
Al entrar en casa encontré un mensaje. Era de Rusty, que me decía que fuera a ver a su primo a Tara's Coffee Bar antes de que empezara el turno, a las cinco de la mañana siguiente. Me había dejado la dirección del local y una explicación de cómo llegar.
Sabía que no iba a defraudarme.
Salí de casa a las cuatro y cuarto de la madrugada, dejando a Lucy con su calor en mi cama.
La noche anterior, cuando llegué a mi casa a la salida del trabajo, decidimos que viviera conmigo durante las dos semanas que Ben iba a estar fuera. Bajamos la montaña para ir a su casa a recoger ropa y las cosas de uso personal que iba a necesitar. Contemplé a Lucy mientras colocaba su ropa en mi armario y sus artículos de perfumería en el baño, y me permití darle vueltas a la fantasía de que iba a quedarse de forma permanente. Hacía mucho tiempo que vivía solo, pero compartir mi casa con ella parecía algo natural, nada forzado, como si hubiera compartido mi vida con ella desde siempre. Si eso no es amor, se le parece mucho.
Pedimos la cena por teléfono a un restaurante italiano de Laurel Canyon, bebimos vino tinto y escuchamos el swing de Big Bad Voodoo Daddy en el equipo de música.
Hicimos el amor en el sofá del salón. Después, mientras recorría las cicatrices de mi cuerpo a la luz bronceada de las velas, sentí algo húmedo en la espalda. La miré y estaba llorando.
– ¿Luce? -Suave como el beso de una mariposa.
– Si te perdiera, me moriría.
Le acaricié la cara.
– No vas a perderme. ¿No te acuerdas de que soy el mejor detective del mundo?
– Sí, claro. -Su voz era casi inaudible.
– No vas a perderme, Luce. Ni siquiera vas a poder deshacerte de mí.
Entonces me besó, nos acurrucamos y nos dormimos.
Bajé por las curvas de la montaña bajo un cielo limpio, con mucha claridad y sin estrellas. Ya no había incendios. Ni calor. El calor esperaba para aparecer después.
Cuando llegué a Los Ángeles acababa de salir del ejército y estaba acostumbrado a utilizar las constelaciones para orientarme. El cielo de la ciudad estaba tan iluminado que sólo se veían las estrellas más brillantes, puntitos tenues y nada claros. Por aquel entonces repetía la broma de que esa falta de estrellas era lo que causaba la desorientación de tanta gente, porque en aquella época me parecía que las respuestas eran sencillas. Con los años había aprendido. Algunos encontramos el camino con una única luz como guía, pero otros se pierden incluso cuando la bóveda celeste se ve tan bien como un techo de luces de neón. Es posible que la ética no dependa de la situación, pero los sentimientos sí. Aprendemos a adaptarnos y, con el tiempo, las estrellas que utilizamos para guiarnos acaban estando en el interior, más que en el exterior.
A las cuatro de la mañana soy todo un filósofo…
A las cinco menos veinte salí de la vía rápida para meterme en las calles vacías del centro y en un remanso de luz amarilla llamado Tara's Coffee Bar. En la barra había dos policías de uniforme, además de una docena de hombres obesos y cansados que tenían aspecto de trabajar en la imprenta del Los Ángeles Times. Todos se estaban metiendo entre pecho y espalda huevos con beicon y tostadas con mantequilla, y nadie parecía preocuparse por el colesterol o las calorías.
El único hombre que llevaba traje me llamó, en voz baja, para que nadie más pudiera oírle.
– Eres Cole, ¿verdad?
– Sí. Gracias por venir.
Jerry Swetaggen se encorvó sobre el café como si fuera una hoguera, como si intentara entrar en calor. Era corpulento, como Rusty, con la cara rosada y el pelo de un rubio grisáceo. Parecía más joven de lo que debía de ser, como un chico de catorce años vestido con un traje heredado de un hermano mayor que parecía que nadie había planchado desde hacía semanas, aunque quizás había estado levantado casi toda la noche.
– ¿Has conseguido el expediente de García?
Miró a los dos policías. Nervioso.
– Si alguien se entera, se me cae el pelo. Díselo a Rusty. Me debéis un favor enorme.
– Claro. Al café invito yo. -Cualquiera diría que estaba pidiéndole secretos de Estado.
– No puedes imaginártelo ni remotamente, tío.
– Lo único que de momento me imagino es que podía haber dormido un poco más. ¿Me has conseguido el expediente de García?
– El expediente no, pero lo que tú querías, sí.
La mano de Jerry flotó hasta la solapa de la arrugada americana como si tuviera algo vivo debajo y quisiera dejarlo salir. Volvió a mirar a los policías. Parecía que tenían unas espaldas enormes por los chalecos de kevlar que llevaban debajo de la camisa.
– Aquí no -dijo al fin-. Toma el café y vamos a dar un paseo.
– Pero ¿qué es todo esto? ¿Qué pasa con el caso de Karen García que todo el mundo se comporta de una forma tan rara?
– Toma el café.
Dejé dos dólares encima de la mesa y le seguí. Se había levantado una brisa cálida que nos lanzaba granos de arenilla.
– No te he sacado copia, pero lo he leído.
– Eso no me sirve de nada. Quería compararlo con otra copia que tengo.
– ¿Ya tienes una copia? ¿Entonces por qué he tenido que jugarme el tipo?
– La que tengo puede haber sido manipulada. Creo que pueden haber quitado algún dato, y quiero saber cuál. A lo mejor no es más que un detalle, pero no me gusta que me tomen por tonto.
Jerry parecía desilusionado.
– Joder, ¿qué quieres que te diga? ¿Cifras? ¿Gráficos y tablas? No me acuerdo de todo lo que decía el informe de la Lewis.
– Lo que quiero saber es si había algo sobre el asesinato que la policía quiere ocultar.
Jerry Swetaggen puso cara de sorpresa.
– Ah, pero ¿no lo sabes?
– ¿El qué?
– Pensaba que ya debías de estar al tanto. Rusty me debe una, tío. Y tú también.
– Eso ya lo has dicho. Y en concreto ¿por qué estamos en deuda contigo?
– En la sección de la piel se identificaron catorce partículas distintas en la herida de entrada. Ahora están haciendo un análisis especializado, que tarda cuarenta y ocho horas, así que la doctora Lewis no tendrá los resultados hasta mañana, pero todo el mundo sabe ya que van a encontrar la lejía.
– ¿Lejía? -Como si yo supiera a qué se refería.
– En el plástico. Está siempre en el plástico.
Lo miré fijamente.
– Plástico blanco.
– Sí.
– Encontraron plástico blanco en la herida.
En el informe de la autopsia que había leído no se mencionaba ninguna partícula de plástico. No se decía nada sobre la lejía.
– El plástico procede de una botella de lejía que el asesino utilizó como silenciador improvisado. Seguramente también encontrarán restos de adhesivo de la cinta aislante.
– ¿Cómo sabes lo que van a encontrar?
Jerry se llevó la mano a la solapa otra vez, pero los dos agentes salieron del café y él disimuló como si se sacudiera algo, y se dio la vuelta.
– Ni siquiera saben que estamos vivos, Jerry.
– Oye, que el que se juega el pellejo no eres tú.
El policía más bajo de los dos sacudió los hombros para recolocarse el chaleco y después los dos echaron a andar por la calle y se alejaron. A luchar contra el crimen.
Cuando se hubieron alejado, Jerry sacó una hoja de papel que había doblado en tres.
– ¿Quieres saber lo que están ocultando, Cole? ¿Quieres saber por qué es tan importante?
Desplegó el papel de un manotazo y me lo enseñó como si fuera a dejarme estupefacto. Y eso fue justamente lo que sucedió.
– Karen García es la quinta persona asesinada así en los últimos diecinueve meses.
Miré el papel. Había cinco nombres de persona escritos a máquina, con una breve descripción de cada una. La quinta era Karen García. Cinco nombres, cinco fechas.
– ¿Cinco? -pregunté.
– Exacto. Todos asesinados de un tiro del 22 en la cabeza, todos con restos de plástico blanco y de lejía, y a veces con trocitos de cinta aislante. Éstas son las fechas de las muertes. -Jerry dio un par de palmadas como si estuviéramos en algún sitio del este a bajo cero y no en Los Ángeles a veinticinco grados-. No he podido sacar el informe porque todos están en la sección de Expedientes Especiales, pero he copiado los nombres y algunos datos. Creía que es lo que querías.
– ¿Que es la sección de Expedientes Especiales?
– Siempre que la poli quiere que los forenses sean discretos sobre un caso guardan los expedientes ahí. Sólo se puede entrar con una orden especial.
Releí los nombres. Cinco asesinatos, no uno solo. Julio Muñoz, Walter Semple, Vivian Trainor, Davis Keech y Karen García.
– ¿Estás seguro de esto, Jerry?
– Coño, claro que estoy seguro.
– Por eso tienen el caso los de Robos y Homicidios. Por eso aparecieron tan deprisa.
– Sí, hace más de un año que tienen un grupo operativo dedicado a esto.
– ¿Hay alguna posibilidad de conseguir una copia del expediente?
– No, ni hablar. Ya te lo he dicho.
– ¿Puedo leer los informes?
Hizo un gesto de impotencia y retrocedió.
– Que no, tío. Y no me importan todas las amenazas de Rusty. Si alguien se entera de lo que te he dicho, se me cae el pelo. Me voy a la puta calle.
Le miré mientras se alejaba y le llamé para que se detuviera.
– Jerry.
– ¿Qué?
Me subió por la columna vertebral algo que tenía cientos de patitas pegajosas.
– ¿Están relacionadas las cinco víctimas?
Jerry Swetaggen sonrió, pero aquella vez con miedo. La sonrisita de autosuficiencia había dado paso a una expresión de espanto.
– No, tío. La poli dice que mata al azar. No hay relación.
Jerry Swetaggen desapareció en la luz borrosa que precede al amanecer. Me metí el papel en el bolsillo y acto seguido lo saqué y volví a mirar los nombres.
– Vaya si escondían cosas los polis…
Quizá necesitaba oír una voz humana y me bastaba que fuera la mía.
Guardé la hoja y me puse a pensar. Era algo de tal magnitud que me parecía imposible abarcarlo; era como querer abarcar el zepelín de Goodyear con los brazos. Quedaba claro por qué el FBI andaba metido en aquello y por qué la policía no quería verme por allí. Si mantenían lo del grupo operativo en secreto seguramente tenían sus motivos, pero Frank García seguiría preguntando qué estaba haciendo la policía respecto al asesinato de su hija y yo seguía sin poder darle una respuesta. No quería decirle que todo iba bien si no era verdad. Si le decía lo que acababa de contarme Jerry Swetaggen, se acabaría el secreto, y eso podría perjudicar a la policía de cara a la captura del asesino. Por otro lado, Krantz me había ocultado la verdad, así que no sabía en qué punto de la investigación estaban. Podía tener fe en que estarían trabajando a fondo, pero Frank García no buscaba fe.
Y la que había sido asesinada era su hija.
Volví a entrar en la cafetería, encontré una cabina en la parte de atrás, junto a los lavabos, y llamé a Samantha Dolan al trabajo. A veces la gente del turno de día llega temprano, pero nunca se sabe.
Al cuarto timbre contestó un hombre con voz de fumador.
– Robos y Homicidios. Taylor.
– ¿Ha llegado ya Samantha Dolan?
– No. ¿Quiere dejarle algún recado?
– No, gracias. Ya volveré a llamar.
Pedí un café para llevar y me fui hasta Parker Center. Aparqué delante de la entrada, bajo la luz de coral del inminente amanecer.
Volví a pensar en lo que podía hacer y en cómo hacerlo, pero estaba hecho un lío, inquieto, y no era momento para encontrar soluciones.
Había alguien que llevaba casi dos años matando gente por las calles de Los Ángeles. Si las víctimas hubieran estado relacionadas se habría hablado de un asesino a sueldo. Si mataba al azar tenía otro nombre: asesino en serie.
Los agentes del turno de noche fueron marchándose paulatinamente a medida que llegaban los del turno de día. Samantha Dolan apareció al volante de un BMW azul marino. En el marco de la matrícula llevaba escrito: «Quiero ser Barbie. La muy puta lo tiene todo.» Los demás policías conducían en su mayoría sedanes estadounidenses o furgonetas, y casi todos llevaban un enganche para remolque, porque a los policías les gustan los barcos. Es algo genético. Dolan no lo llevaba, pero era la única en tener un BMW. Quizás una cosa compensaba la otra.
La seguí y aparqué a su lado. Al verme arqueó las cejas y me observó mientras bajaba de mi coche y subía al suyo. El cuero negro combinaba muy bien con su reloj Piaget.
– Se ve que la serie no fue un desastre tan grande, Dolan. Menudo coche.
– ¿Qué coño haces aquí a estas horas? Yo creía que los detectives privados dormíais hasta las tantas.
– Quería hablar contigo sin tener a Krantz revoloteando alrededor.
Sonrió, y de repente la vi muy guapa, como una chica normal y corriente, pero con mirada picara.
– No vas a decirme guarradas, ¿verdad? Es que me pongo colorada.
– Hoy no. Me he leído los informes que me pasaste y he visto que faltan algunos datos, como el trocito de plástico que encontró el criminólogo y las partículas blancas que sacó la forense de la herida de Karen García. He pensado que a lo mejor tú podías ayudarme a conseguir los informes buenos.
Dolan dejó de sonreír. Tenía una agenda de piel granate en el regazo, además de un maletín y una Sig Sauer de nueve milímetros. El arma estaba metida en una funda de pinza y seguramente solía llevarla debajo del asiento delantero. Casi todos los polis llevaban Berettas, pero la Sig es una pistola fácil de disparar y muy certera. La suya tenía una mira de un material que brillaba en la oscuridad.
– Lo mejor para los dos -añadí- es que no finjas que no sabes de qué estoy hablando. Quedarías muy mal.
Dolan sacó con brusquedad un teléfono móvil de la guantera y se lo metió en el bolso.
– Te di los informes que me pasó Krantz. Si no te parece bien, díselo a él. Me parece que se te ha olvidado que trabajo para Krantz.
– ¿Y él para quién trabaja? ¿Para el FBI?
Siguió recogiendo cosas.
– Seguí al tío del corte de pelo militar, Dolan. Sé que es del FBI. Sé por qué están metidos en el caso y por qué lo mantienen en secreto.
– Has visto demasiados capítulos de Expediente X. Sal. Tengo que ir a trabajar.
Saqué la hoja de papel con los cinco nombres y se la di.
– Si yo soy Mulder, ¿tú eres Scully?
Dolan se quedó mirando los cinco nombres y después fijó sus ojos en mí, intrigada.
– ¿De dónde has sacado esto?
– Soy el mejor detective del mundo, Dolan. Para mí ahora no es temprano. Yo nunca duermo.
Me devolvió el papel como si no se creyera que aquello estaba sucediendo y pudiera fingir que no lo había visto.
– ¿Por qué has venido a enseñarme esto, superdetective? El jefe es Krantz.
– He pensado que tú y yo podemos hacer esto con discreción.
– ¿A qué te refieres?
– Me habéis estado metiendo goles. Quiero saber qué pasa de verdad en la investigación…
Dolan empezó a agitar la cabeza antes de que terminara la frase y levantó las manos.
– Ni hablar. No quiero tener nada que ver con esto.
– Ya sé quiénes son las víctimas, cómo las asesinaron y cuándo. Hoy voy a tener sus biografías. Sé que estáis vigilando a Dersh, aunque ignoro por qué. Sé que Robos y Homicidios ha montado un grupo operativo, que el FBI está en el ajo y que lo lleváis todo en secreto.
Dolan me observó mientras le soltaba aquello, y algo parecido a una sonrisa se dibujó en sus labios. No era la sonrisa picara, sino otra, como si me agradeciera lo que le estaba diciendo.
Cuando terminé exclamó:
– ¡Dios!
– No, pero casi.
– Se ve que eres buen investigador, Cole. Muy bueno.
Me encogí de hombros y puse cara de modestia, lo que en mi caso no es nada fácil.
– El mejor…
– … del mundo. Sí, ya sé. -Tomó aire y de repente me di cuenta de que me gustaba mucho su sonrisa-. Puede que sí lo seas. Te lo has currado.
– Pues ayúdame, Dolan. Cuéntame qué pasa aquí.
– Me pones en una posición muy delicada.
– Ya lo sé. Y no quiero ser tu adversario, Dolan, pero Frank García va a preguntarme qué pasa y tengo que decidir si voy a mentirle o no. No me conoces y seguramente no tienes muy buen concepto de mí, pero quiero que sepas que eso para mí no es ninguna tontería. No me gusta mentir, y mentirles a mis clientes me gusta aún menos. Y no voy a hacerlo a no ser que haya un motivo de fuerza mayor. Tienes que comprender que no tengo ningún compromiso ni contigo, ni con Krantz, ni con la inviolabilidad de vuestra investigación, sino con Frank García, que es mi cliente y me va a hacer preguntas hoy mismo. Si estoy aquí ahora es para que puedas decirme por qué no tengo que darle esto.
– ¿Y si no te gusta lo que te cuento?
– Vayamos por pasos.
Entre sus cejas apareció una marcada línea vertical, como si sólo de pensar en qué decirme ya le preocupara. No había visto a muchas mujeres que estuvieran guapas con el ceño fruncido, pero Dolan desde luego lo estaba.
– ¿Te acuerdas de David Berkowitz, el Hijo de Sam?
– Sí. Aquel tipo que disparaba a gente que estaba dentro de coches aparcados en Nueva York.
– Berkowitz se acercaba a un coche, le pegaba un tiro a quien hubiera dentro (hombre, mujer, le daba igual) y se marchaba. Le gustaba matar a gente y le traía sin cuidado a quién. Los federales llaman a los tíos así «asesinos de azar», y son los más difíciles de pescar. ¿Te imaginas por qué?
– No hay forma de relacionarlos con las víctimas. No hay manera de predecir quién va a ser el siguiente.
– Exacto.
– La mayoría de los asesinos matan a gente que conocen y por eso se les pilla. El marido mata a la mujer. El yonqui mata al camello. Y así. La mayoría de los asesinatos no se resuelven gracias a pistas, como en Se ha escrito un crimen, ni por descubrimientos del forense, como en las novelas de Patricia Cornwell. La cosa es más sencilla: casi todos los asesinatos se resuelven cuando alguien delata a alguien, cuando un tío te dice «Elmo me dijo que iba a cargárselo», y la poli va a casa de Elmo y encuentra el arma del asesinato escondida debajo de la cama. Así de sencillo. Y cuando no hay nadie que acuse a Elmo, pues Elmo se sale con la suya.
»Eso es lo que tenemos aquí, Cole. Julio Muñoz es la única víctima que tenía antecedentes. Había sido chapero, se había reformado y trabajaba de asistente social en un centro de reinserción de Bellflower. Semple tenía una empresa que se dedicaba a arreglar tejados y vivía en Altadena. No tenía nada que ver con Muñoz. No tenía antecedentes policiales, era diácono en su iglesia, estaba casado, tenía niños, lo típico. Vivian Trainor era enfermera, una persona de lo más normal, como Semple. Keech, vigilante de parques y jardines jubilado, vivía en un asilo de Hacienda Heights. Y ahora Karen García. O sea que tenemos un chapero, un padre de familia muy religioso, una enfermera, un vigilante jubilado y una estudiante universitaria rica. Dos hispanos, dos anglosajones y un negro, todos de distintas partes de la ciudad. Hemos ido a ver a todas las familias y les hemos mencionado los nombres de las demás víctimas, pero no hemos conseguido descubrir ningún vínculo. Estamos intentando encontrar la relación de García con los demás, pero tampoco sacamos nada en limpio. A lo mejor tú puedes ayudarnos en eso.
– ¿Cómo?
– Krantz tiene miedo de presionar al padre de la chica, pero es preciso hablar con él. Krantz no hace más que decir que hay que dejar que se tranquilice, pero yo creo que no podemos esperar. Quiero preguntarle por las otras cuatro víctimas. Quiero mirar las cosas de la chica.
– ¿Ya habéis ido a su piso?
– Sí, claro. Para eso no necesitábamos el permiso del padre, pero es posible que haya dejado cosas en casa de él. Yo lo hice cuando me fui de casa.
– ¿Qué quieres encontrar?
– Algo que la relacione con alguna de las víctimas. Si hay algo así, es que el capullo ese no mata al azar, y entonces será mucho más fácil pescarle.
– Voy a hablar con Pike. Podemos arreglarlo.
– Este tío es listo. Cinco disparos a la cabeza, todos del 22, y ninguna de las balas concuerda. Eso quiere decir que utiliza un arma distinta cada vez. Seguramente se deshace de ellas, así que no vamos a encontrarlas en su poder. Siempre mata en sitios apartados, en tres de los cinco casos de noche, así que no tenemos testigos. Hemos recuperado dos casquillos del 22. Sin huellas, disparados con dos semiautomáticas distintas de distintas marcas. Hemos encontrado huellas de zapatos en tres de los cinco casos, pero escucha esto: son de tres números distintos: cuarenta y tres, cuarenta y cuatro y cuarenta y cinco. Está jugando con nosotros.
– O sea que seguramente también se deshace de los zapatos.
La arruga de la frente se hizo más profunda, pero esta vez no por mí.
– Supongo, pero quién sabe. Está chalado, puede que incluso grabe en vídeo los asesinatos. Joder, qué ganas tengo de atrapar a ese capullo.
Nos quedamos allí un rato más, en silencio, hasta que Dolan miró el reloj.
– Me has dado mucha información, Dolan, pero hasta ahora no me has dicho por qué no debería contárselo todo a Frank.
– Muchas veces estos tíos establecen contacto, como el Hijo de Sam con sus cartas, ¿vale?
– Te escucho.
– El tal Berkowitz lo estaba haciendo muy bien, y eso le daba sensación de poder. Quería alardear de que la policía no era capaz de atraparle y empezó a mandar notas a los periódicos.
»Bueno, pues nuestro hombre no ha hecho eso. Los federales dicen que no quiere publicidad y que puede que incluso le dé miedo. Es una de las razones por las que decidimos mantener eso en secreto. Si lo hacemos público puede que empiece a actuar de otra forma o incluso que se vaya a otra ciudad y empiece de cero. No sé si me entiendes.
– Pero quizá si lo hacéis público alguien os dé una pista que os permita detenerle.
Me miró con dureza, molesta. Tenía los ojos bonitos. Color avellana.
– Joder, superdetective, ése es el problema. Para atrapar a un asesino como éste no hay precisamente libro de instrucciones. Hay que ir poco a poco y cruzar los dedos. ¿Te crees que no lo hemos hablado?
– Sí, supongo que lo habéis hablado.
Pensé en el cambio que había visto en Robos y Homicidios, en cómo de repente todo el mundo estaba más tranquilo, en las sonrisas y en cómo chocaban las palmas de las manos, incluso en los federales con sus muecas de satisfacción, y me di cuenta de que había algo más.
– ¿De quién sospecháis, Dolan?
Me miró como si estuviera decidiendo algo y después se mojó los labios.
– De Dersh.
– ¿De Eugene Dersh?
Por eso le vigilaba la policía.
– Los chalados esos están ansiosos por saber qué sabe la policía. Les gusta enterarse de qué se dice sobre ellos. Una de las cosas que hacen es buscarse una conexión con los asesinatos. Se inventan que son testigos o que han oído algo en un bar, cosas así. Los federales decían que podíamos descubrir algo si teníamos eso presente, y Krantz cree que Dersh encaja.
– Porque encontró el cadáver.
– No sólo eso. Krantz y un par de federales han ido a Quantico para hablar con uno de sus expertos en comportamiento. Han hecho un retrato robot de su personalidad con la información que teníamos, y Dersh encaja bastante bien.
– Me estás repitiendo lo que dicen los demás. No me pareces muy convencida.
Dolan no contestó.
– Vale, si es Dersh, ¿qué tiene que ver Riley Ward en esto?
– En el caso de que los federales no se equivoquen, Dersh se lo llevó de coartada para descubrir el cadáver. Ya has leído sus declaraciones. Ward sugirió que Dersh había ido directo hacia el cadáver. Cuando Dersh cuenta la historia, explica de otra forma cómo acabaron en el lago. Todo el mundo se pregunta cuál de las dos versiones es la buena y por qué hay dos.
– En otras palabras, que no tenéis nada. No hay pruebas y estáis intentando cargarle el muerto a Dersh, basándoos en un retrato del FBI.
Los ojos color avellana siguieron mirándome, pero se encogió de hombros.
– No, estamos intentando cargarle el muerto a Dersh porque Krantz tiene presiones de arriba. Bishop le dio el grupo operativo hace un año y no tiene resultados. Los mandamases están que trinan, lo que quiere decir que Bishop no puede apoyar a Krantz eternamente. Si aparece otra víctima y Krantz no tiene sospechoso, se quedará en la calle.
– Puede que entonces te den el caso, Dolan.
– Sí, ya.
Miró hacia otro lado. Yo pensé en Dersh y en su café de Kenia. Dersh, con sus cuadros de vivos colores y su casa con olor a rotuladores de pizarra blanca.
– ¿Y tú qué dices? ¿Crees que es Dersh?
– Krantz cree que Dersh es el asesino. A mí me parece que hay motivos para que Dersh sea sospechoso, lo cual es diferente.
Tomé aire y asentí, sin saber todavía qué hacer.
– El informe del criminólogo sugiere que el asesino conducía un vehículo todoterreno o un cuatro por cuatro. ¿Te acuerdas del vagabundo del que te hablé?
– Puede que Krantz sea un inútil, Cole, pero no todos hemos llegado a Robos y Homicidios de chiripa. Ayer me fui hasta allí, pero no encontré al señor Deege. Les hemos dicho a los agentes de uniforme del distrito de Hollywood que tengan los ojos bien abiertos.
De repente me sentí mejor al pensar en Frank García y en lo que iba a decirle.
– Bueno, vale, Dolan. Voy a reflexionar.
– ¿Vas a decírselo a García?
– No, sólo a mi socio.
– Pike. -De repente apareció de nuevo un brillo pícaro en sus ojos-. Coño, qué gracia le haría a Krantz saber que Joe Pike conoce su gran secreto.
Le tendí la mano.
– Encantado de trabajar contigo, Dolan. Luego te llamo para ver cómo arreglamos lo de hablar con Frank.
Tenía la mano fría y seca, y apretó con fuerza. Me gustó la sensación y sentí un ligero pinchazo de culpabilidad, porque me gustó un poco más de lo debido.
Me la apretó una sola vez y abrí la puerta para bajarme.
– Eh, Cole.
Me detuve.
– No me hizo ninguna gracia pasarte esos informes amañados.
– Ya lo sé. Me di cuenta.
– Has hecho un buen trabajo. Habrías sido buen policía.
Bajé del BMW. Dolan se quedó mirándome mientras me alejaba.
Llegué a la oficina poco después de las siete, pero no me quedé. Recogí los interrogatorios de Dersh y Ward, y me fui a una cafetería que había al otro lado de la calle. Pedí un bagel de canela y pasas con salmón ahumado y me senté a una mesa junto a la ventana. En la de al lado había una señora mayor que me sonrió y me dio los buenos días. Le devolví el saludo. El señor que estaba con ella leía el periódico y no nos prestaba atención a ninguno de los dos. Parecía un tipo engreído.
Era un sitio ideal para reflexionar sobre un homicidio múltiple.
Fui a la cabina que había junto a los lavabos y llamé a Joe Pike. Me contestó al segundo timbrazo.
– Estoy en la cafetería de bagels de delante de la oficina. Karen García ha sido la quinta víctima de una serie de homicidios que empezó hace diecinueve meses. La policía lo sabe y tiene un sospechoso.
Cuando hay que decir algo, lo mejor es hacerlo sin tapujos. Pike no contestó.
– ¿Joe?
– Dentro de veinte minutos estoy ahí.
Releí los interrogatorios de Dersh y Ward mientras esperaba, sin dejar de pensar en Eugene Dersh. A mí no me parecía un maníaco homicida, claro que a lo mejor decían lo mismo de Ted Bundy y Andrew Cunanan.
Las versiones de ambos coincidían en que Dersh había sido el que había sugerido que fueran de paseo hasta Lake Hollywood, pero diferían claramente en el motivo por el que habían abandonado el sendero para caminar por la orilla. Ward decía que había sido idea de Dersh, y que éste había decidido por dónde dejar el sendero. Según la policía, eso quería decir que daba instrucciones, como si hubiera provocado los hechos que llevaron al descubrimiento del cadáver. Sin embargo, Dersh era claro y firme en la descripción de sus actos, mientras que Ward parecía incoherente e inseguro, y aquello me hizo sospechar algo.
La mujer me miraba. Intercambiamos otra sonrisa. Su acompañante seguía inmerso en el periódico y ninguno de los dos había dicho una sola palabra en todo el tiempo que yo llevaba allí. Quizás hacía años que ya se habían dicho todo lo que tenían que decirse. O quizá no. Quizá su silencio no era el de dos personas que llevan vidas separadas, sino el de dos personas que encajaban tan bien que el amor y la comunicación procedían de su mera proximidad. En un mundo en el que la gente se mata sin motivo, apetece creer en cosas así.
Cuando entró Joe Pike, el hombre levantó la vista del periódico y arrugó el entrecejo. Cómo estaba poniéndose el barrio.
– Vamos a dar un paseo -dije-. No quiero hablar aquí.
Fuimos por el lado sur de Santa Mónica Boulevard, hacia el este, al sol. Le di a Pike la hoja con los nombres de las cinco víctimas.
– ¿Conoces a alguno de éstos?
– Sólo a Karen. ¿Son las demás víctimas?
– Sí. Muñoz fue el primero. -Le conté todo lo que me dijeron Samantha Dolan y Jerry Swetaggen de las cinco personas de la lista-. La policía ha intentado relacionar a esta gente, pero no lo han conseguido. Han llegado a la conclusión de que elige a las víctimas al azar.
– Has dicho que tenían un sospechoso.
– Krantz cree que es Dersh.
Pike se detuvo y me miró con la misma expresividad de un plato llano. El tráfico de primera hora de la mañana era denso y me pregunté cuántos miles de personas habrían pasado a nuestro lado en aquellos pocos minutos de paseo.
– ¿El que descubrió el cadáver?
– Krantz está muy presionado y tiene que encontrar a alguien. Quiere creer que es Dersh, pero no tienen ninguna prueba que le relacione con los asesinatos. Lo único que tienen es un retrato de personalidad del FBI, pero Krantz lo vigila las veinticuatro horas. Por eso me siguieron cuando fui a verle.
– Hum.
El tráfico se reflejaba en las gafas de Pike.
– Esto ha sido secreto desde el principio, Joe, y la poli quiere que siga siéndolo. El trato que he hecho con Dolan ha sido que íbamos a respetarlo. No podemos contárselo a Frank.
Pike inspiró profundamente mientras observaba el tráfico. Su único movimiento.
– Es muy fuerte no decírselo, Elvis.
– Puede que Krantz sea un inútil, pero Dolan es muy buena policía; Watts también es muy buen poli. Casi todos son figuras, por eso están en Robos y Homicidios. Así que aunque Krantz esté equivocado, los demás van a trabajar bien en el caso. Creo que tenemos que darles tiempo para que trabajen, y eso quiere decir no contar a nadie lo que pasa.
Pike soltó un bufido.
– Yo ayudando a Krantz…
– Dolan tiene que preguntarle a Frank por las otras cuatro víctimas y mirar las cosas de Karen. Habla con él.
Pike pareció estar de acuerdo.
Echamos a andar otra vez, en silencio, y enseguida llegamos al Jeep de Pike. Abrió la puerta, pero no subió.
– ¿Elvis?
– ¿Sí?
– ¿Me las dejas?
Quería las transcripciones de los interrogatorios.
– Claro.
Se las di.
– ¿Tú crees que ha sido Dersh? -preguntó.
– No lo sé, Joe. Mi instinto, que siempre es de fiar aunque lo haga trabajar demasiado, me dice que no, pero sinceramente no lo sé.
Pike abrió un poco la boca. Otro movimiento sutil.
– Voy a hablar con Frank y ya te diré algo.
Joe Pike subió a su Jeep y cerró la puerta, y en aquel momento hubiera dado cualquier cosa por ver qué pasaba en su interior.
Pike quería ver a Eugene Dersh.
Quería observarle en su propio entorno para ver si le daba la impresión de que había matado a Karen García. En el caso de que fuera el posible asesino, ya decidiría luego qué hacer.
Por las transcripciones de los interrogatorios policiales, Pike sabía que Dersh trabajaba en casa. Todos los interrogatorios de la policía de Los Ángeles empezaban igual. «Diga su nombre y dirección para que consten. Diga a qué se dedica.» El instructor de Pike en la academia decía que se empezaba así porque al sujeto le entraban ganas de contestar. Pike había descubierto más adelante que muy a menudo también le entraban ganas de mentir. Incluso los inocentes mentían. Se inventaban un nombre y una dirección que, cuando intentabas ponerte en contacto con ellos dos semanas después, resultaba la de una tienda de repuestos para el automóvil, o la de un edificio lleno de inmigrantes ilegales, ninguno de los cuales hablaba inglés.
Pike entró con el coche en una gasolinera de Chevron y buscó la dirección de Dersh en el callejero. Vivía en una zona residencial antigua de Los Feliz, con calles llenas de curvas que seguían el contorno de las estribaciones de las colinas. Era importante ver un plano de la zona, porque la gente de Krantz estaba observando la casa de Dersh, y Pike quería saber dónde estaban.
En cuanto supo los nombres de las calles que rodeaban la casa, llamó con el móvil a una agente inmobiliaria que conocía y le preguntó si había alguna casa en alquiler o en venta en aquellas calles. La policía podía montar una base de vigilancia en una furgoneta en caso necesario, pero preferían utilizar una casa. Tras una breve búsqueda, la amiga de Pike le informó de que había tres casas en venta en la zona, dos de ellas vacías, y le dio las direcciones. Al compararlas con la de Dersh en el plano, Pike vio que una estaba en la calle que había inmediatamente al norte de la de Dersh, junto a un callejón. La policía estaría allí.
Pike recorrió Hollywood y se metió en aquel barrio antiguo y tranquilo hasta llegar a la casa de Dersh, pequeña y bien conservada. Se fijó en la casa de dos pisos que había junto al callejón y que debía de ser el puesto de vigilancia de la policía. Al pasar junto a la boca del callejón vio durante una décima de segundo un reflejo en la ventana del primer piso. Los agentes debían de tener allí prismáticos, un teleobjetivo y seguramente una cámara de vídeo, pero si Dersh se mantenía al otro lado de la casa no le verían. En una situación de combate, aquellos tíos pasarían a la historia en un abrir y cerrar de ojos.
El barrio era sencillo. Casas pequeñas apartadas de la acera, con abundancia de árboles y arbustos en los jardines, y poco espacio entre ellas. No había nadie podando en el jardín delantero ni ninguna asistenta mirando por la ventana del salón, ni gente paseando, ni perritos chillones. Pike aparcó en la calle dos casas al oeste de la de Dersh y desapareció entre los arbustos del jardín de al lado en un abrir y cerrar de ojos. En el instante en que se dejó envolver por las hojas y las ramas sintió una calma absoluta.
Avanzó por el exterior de aquella casa, siempre por debajo de las ventanas, y pasó por entre los árboles a los arbustos espinosos de la de Dersh. No tocó ni movió las plantas, sino que las esquivó y se movió entre ellas, como había hecho desde niño.
Pike llegó sigilosamente hasta la esquina de la ventana del salón, miró rápidamente y con disimulo el interior, bien iluminado, vio que había movimiento en una habitación del otro lado y oyó música. Yves Montand cantando en francés.
Pike siguió la pared oeste de la casa atravesando un grupo de árboles del caucho, helechos y azucenas, y pasando por debajo de la ventana alta de un lavabo hasta llegar a las ventanas de bisagras del estudio de Dersh, donde vio a dos hombres. Dersh, el más bajo de los dos, con vaqueros y una camisa hawaiana. Tenía que ser Dersh, porque el otro hombre, más bajo, llevaba un traje. Dersh se movía como si estuviera en su casa, y el otro como si fuera una visita. Pike escuchó. Los dos hombres estaban ante un ordenador, Dersh sentado y el otro de pie señalando la pantalla por encima del hombro del primero. Pike oía a Yves Montand y de vez en cuando distinguía alguna palabra. Estaban comentando la maquetación de un anuncio para una revista.
Pike observó a Dersh e intentó hacerse una idea de cómo era. No parecía capaz de las cosas que sospechaba la policía, pero Pike sabía que a veces las apariencias engañan. Había conocido a muchos hombres que parecían fuertes y se comportaban como si lo fueran, aunque en el fondo eran débiles, y a otros que parecían tímidos y habían demostrado que tenían mucha fortaleza y que eran capaces de hacer cosas terribles.
Pike respiraba de forma pausada y regular, oyendo a los pájaros que estaban en los árboles y recordando a la Karen García con la que había pasado tanto tiempo y cómo había muerto. Analizó a Dersh, observando cómo escribía con el teclado, cómo se comportaba, cómo reía por algo que había dicho el otro hombre. Pensó que si había matado a Karen García acabaría con él. Haría justicia. Podía hacerlo en aquel mismo instante, allí, a la luz del día, bajo la mirada de la policía.
Sin embargo, al cabo de un rato Pike se apartó de la ventana. Eugene Dersh no parecía un asesino, pero Pike pensaba esperar a ver qué pruebas conseguía la policía. Cuando las viera decidiría. Siempre había tiempo para hacer justicia.
El entrenamiento
Hacíamos ochocientas flexiones de brazos cada día, joder, algunos días más de doscientas colgados, y nos hacían correr. Corríamos quince kilómetros cada mañana y ocho más por la tarde, y a veces más incluso. No éramos corpulentos, como esos enormes jugadores de fútbol americano ni nada por el estilo, no éramos Rambos que son todo músculos a base de tomar batidos de proteínas. En general éramos chavales delgados, todo huesos, y pasábamos hambre, pero podíamos cargar mochilas de cincuenta kilos, dar cuatrocientas vueltas y subir corriendo por la montaña con un rifle a cuestas todo el día. ¿Sabe qué éramos? Eramos lobos. Con muy mala leche. Mejor no acercarse. Éramos la hostia de peligrosos. Eso era lo que querían, la Fuerza de Reconocimiento. Y también era lo que nosotros queríamos.
Extracto de Young Men at War: A Case by Case Study of Post Traumatic Stress Disorder , de la doctora Patricia Barber, Duke University Press, 1986.
El sargento de artillería León Aimes estaba en lo alto de una de las secas colinas de Camp Pendleton, centro de entrenamiento de marines, al sur de Oceanside, en California, escudriñando la cordillera con unos prismáticos Zeiss que le había regalado su esposa. Al abrir la caja el día de su cuarenta y cuatro cumpleaños se había puesto de muy mala hostia al verlos, porque los Zeiss habían costado a la familia el sueldo de tres meses, pero eran los mejores prismáticos del mundo, no había nada más preciso, y más tarde había ido a pedirle perdón a su mujer, sintiéndose como un trapo sucio, por haberle montado un numerito. Aquellos Zeiss eran los mejores, eso estaba claro. Pensaba utilizarlos para ir de caza de ciervos de cola negra en otoño y, un año después, una vez finalizado el destino de instructor de compañía de la Fuerza de Reconocimiento, cuando regresara a Vietnam en su cuarto turno de combate, los utilizaría para cazar vietnamitas.
Aimes se subió a un Jeep con el sargento de artillería Frank Horse, su compañero de juergas preferido, los dos vestidos con camiseta negra, material de campo y arnés, los dos fumándose los puros baratos que se habían comprado en Tijuana dos meses antes. Horse era apache mescalero de pura raza y Aimes le consideraba el mejor instructor de infantería avanzada de Camp Pendleton, además de un combatiente de primera. Aunque era afroamericano, Aimes había oído decir una vez a su abuela que tenía sangre apache (se lo había creído) y que era descendiente de grandes guerreros (estaba convencido de que era cierto), así que cuando Horse y él bebían más tequila de lo recomendable, solían bromear diciendo que eran de la misma tribu.
Horse sonrió sin quitarse el puro de la boca.
– No le ves, ¿verdad?
Aimes le dio una vuelta al cigarro que tenía entre los dientes. En algún lugar de esas ciento cincuenta hectáreas que tenían delante había un joven marine que según Horse tenía espíritu de guerrero.
– Aún no se ve, pero estoy observándole.
Horse sonrió aún más y asintió sin un motivo concreto.
– Joder, León, está justo debajo de tus narices.
– ¡Y una mierda! Si está ahí voy a encontrarle.
León Aimes arrugó aún más el entrecejo y se imaginó un enorme tablero de ajedrez encima del terreno. Escudriñó atentamente todos y cada uno de los escaques y vio grupos de manzanitas y matorrales mientras hacía una comparación mental para ver si se había movido algo en los minutos transcurridos desde la última vez que había repasado el terreno. No vio ningún rastro de movimiento, pero sabía que allí abajo había un joven marine que avanzaba sigilosamente hacia él.
Horse dio una ostentosa chupada al puro y soltó una gran columna de humo.
– Hace casi dos horas que estamos aquí, colega -comentó, refregándoselo por las narices a León, pinchándole-. Sabes que es bueno. Si no, ya le habrías visto. ¿Vamos a tenerle todo el día ahí o es que esto tiene más que ver con tu orgullo que con su entrenamiento?
Finalmente, el sargento de artillería León Aimes bajó los prismáticos. Su amigo Frank Horse era inteligente, además de un gran combatiente.
– Vale, coño, ¿dónde está?
Horse sonrió, como si hubiera ganado una apuesta personal, y Aimes se dio cuenta de que a Horse le caía bien el chico, le caía muy bien. Horse señaló hacia su izquierda y hacia adelante con el puro.
– Va hacia trescuatrocero. ¿Ves esa pequeña depresión a unos trescientos metros?
Aimes la distinguió de inmediato, incluso sin levantar los prismáticos. Una mera sombra.
– Sí.
Horse buscó el megáfono a sus espaldas.
– Se ha acercado por esa pequeña abertura de la orilla del arroyo, a la derecha, y desde ahí ha seguido avanzando.
Aimes escupió un salivazo marrón por el puro, enfadado.
– ¿Cómo coño lo has visto?
– No he visto una mierda -contestó Horse. Lanzó también un salivazo y miró a su amigo-. Es el camino que le he dicho que siguiera.
Sus miradas se encontraron, y Aimes sonrió.
– Dile al chico que venga y hablaremos con él.
Horse apretó el botón del megáfono y dijo mirando hacia las montañas:
– Se ha terminado el programa, soldado. Póngase en pie.
La pequeña depresión que había a unos trescientos metros en dirección a trescuatrocero no se movió. En cambio un montículo poco compacto de ramitas y tierra se levantó a su derecha a menos de doscientos metros de donde estaban. A Horse casi se le cayó el puro de entre los dientes, y Aimes se echó a reír. Le dio una palmada en la espalda a su viejo amigo.
– Trescuatrocero. Ya, ya.
– Estaba convencido…
– Suerte que el chico no iba a freímos a tiros.
Entonces los dos veteranos combatientes dejaron de reírse y Aimes asintió. Horse volvió a levantar el megáfono.
– Venga aquí, soldado. Inmediatamente.
– ¿Está en forma?
Al verle correr por el terreno accidentado de la pendiente hacia ellos, Aimes pensó que con el traje de campaña con trozos de tela de saco, el soldado parecía un perrito pequinés dando saltitos.
– Cuando vino ya estaba en forma -contestó Horse.
– ¿Es un chaval de granja?
– Es de campo, pero no creo que viviera en una granja.
A Aimes le caían bien los chicos que habían crecido en el campo y conocían la naturaleza.
– Y ese nombre tan curioso, Pike, ¿es inglés o irlandés?
– Ni idea. No habla de su familia. En realidad casi no habla de nada.
Aimes asintió. No le parecía mal.
– Puede que no tenga nada que decir -aventuró.
Horse parecía algo nervioso, como si se hubieran encontrado algo inesperado en el camino que no le hiciera ninguna gracia.
– Bueno, es verdad que no dice gran cosa, pero no me parece tonto.
– Tú sabes perfectamente que no vale la pena que pierda el tiempo con un idiota -contestó Aimes, mirando con severidad a su amigo. Volvió la vista hacia el marine que corría hacia ellos-. Alguien que saca una puntuación tan alta como la de este chico en las pruebas no puede ser tonto.
El chico había superado a la mayoría de los universitarios que les llegaban, y se situaba el primero en todas las clases a las que tenía que asistir.
– Bueno, hay quien dice que es un poco raro, entre ellos algunos de la sección. Es muy reservado y lee bastante. No se va de ligue cuando libra. Nada de eso. Yo diría que desde que me lo mandaron no le he visto sonreír una sola vez.
Aimes pareció preocupado.
– La sonrisa de un hombre te dice mucho de él.
– Sí, bueno.
Siguieron mirándole y finalmente Aimes suspiró.
– Alguien que no trabaja bien en equipo no me sirve.
Horse lanzó otro salivazo.
– Si no trabajara bien en equipo no estaríamos aquí. Ese chico es muy bueno, pero cuando hay que avanzar en equipo disminuye la velocidad para ayudar a sus compañeros. Y además sin que nadie se lo ordene.
Aimes asintió. Le gustaba bastante lo que le decía su amigo.
– ¿Y entonces a qué viene todo eso de que es raro? Dices que es el mejor hombre de tu sección de entrenamiento, me enseñas su expediente, me cuentas que es el mejor de la clase y después me traes hasta aquí y nos la pega el chaval, a sus diecisiete años, como si llevara tres años en una patrulla de reconocimiento o de francotirador.
Horse se encogió ligeramente de hombros.
– Quería que lo supieras, nada más. No es el típico recluta.
– En la Fuerza de Reconocimiento no interesan los reclutas típicos, y eso lo sabemos tú y yo mejor que nadie. Quiero chicos con sentido moral para convertirlos en asesinos profesionales. Y punto.
Horse hizo un gesto de impotencia.
– Sólo quería que lo supieras.
– Vale, muy bien. -Aimes mordió el puro barato y siguió observando al joven marine-. ¿Y qué es lo que lee?
– Lee, sin más. Todo lo que encuentra. Novelas, historia. Una vez le vi con un libro de Nietzsche. Y en su taquilla descubrí algo de Basho.
– Vaya.
– Sabía que eso también te gustaría.
– Pues sí. Me gusta.
León Aimes pensó en el soldado con renovado interés, pues creía que todos los grandes guerreros eran poetas. Los samuráis lo habían demostrado, y Aimes tenía una teoría propia al respecto. Sabía que a un joven podía llenársele la cabeza con todos los conceptos de deber, honor y patria que se quisieran, pero cuando las cosas se ponían feas y empezaban a volar las balas ni siquiera el joven más valiente se quedaba allí a morir por su Sally, que le esperaba en casita, o incluso por las barras y las estrellas de Estados Unidos. Y si se quedaba era por los amigos que tenía a su lado. El cariño que les profesaba y el miedo a pasar vergüenza ante ellos eran los motivos que le empujaban a seguir luchando incluso cuando no podía controlar los esfínteres o cuando todo a su alrededor era un infierno. Había que ser alguien especial para quedarse solo, sin el peso de los amigos que anclaba al suelo, y Aimes buscaba a jóvenes guerreros para enseñarles a moverse, a luchar y a ganar solos. Y a morir solos también, si era necesario, y no todo el mundo estaba a la altura. Pero los poetas eran diferentes. Podías llenarle el corazón a un poeta con los conceptos del deber y el honor, y a veces, con un poco de suerte, era suficiente. Aimes había descubierto hacía mucho, quizás incluso en una vida anterior, que un poeta era capaz de morir por una rosa.
Horse señaló con el puro al soldado que acababa de subir la cuesta al trote y se había puesto firme antes ellos. Parecía un espantapájaros con aquel traje de campaña monstruoso cubierto de trozos de tela de saco de camuflaje.
– Quítese ese traje y descanse, soldado -le ordenó Horse-. Éste es el sargento de infantería Aimes, que seguramente es el mejor marine de este cuerpo después de Chesty Puller y de mí. Escúchele con atención. ¿Está claro?
– Sí, mi sargento -gritó el joven marine.
El soldado Pike se quitó el aparatoso traje de campaña, lo metió en la parte de atrás del Jeep y regresó a su puesto. Ni Aimes ni Horse hablaron entretanto. Cuando hubo terminado, Aimes lo dejó allí de pie durante un minuto mientras pensaba un par de cosas. Recordó que en el expediente figuraba que el chico se llamaba Pike, Joseph, sin inicial después del nombre de pila. Era alto -quizá medía metro ochenta y cinco-, delgado aunque nervudo, y estaba tostado por el sol del sur de California. Tenía la cara y las manos cubiertas de maquillaje de camuflaje, pero sus ojos eran los más azules que Aimes había visto en su vida, auténticos ojos de hombre blanco, ojos nórdicos, quizá porque su familia era de Noruega o de Suecia o de alguno de esos sitios, lo cual a Aimes le parecía perfecto. Sentía un enorme respeto por los vikingos, a los que consideraba unos guerreros casi tan buenos como sus antepasados africanos. Aimes volvió a mirar aquellos ojos azules y pensó que eran tranquilos, que no ocultaban ni astucia ni remordimiento.
– ¿Cuántos años tiene, muchacho? -le preguntó.
Conocía la edad del soldado, por supuesto, pero quería hacerle unas preguntas, ver qué impresión le causaba.
– ¡Diecisiete, mi sargento!
Aimes cruzó los brazos y sus pronunciados músculos tensaron la tela de la camiseta negra de los marines que llevaba.
– ¿Firmó su madre los papeles para que le aceptaran antes de tiempo o los falsificó usted mismo?
El chico no contestó. Le cayeron gotas de sudor del cuero cabelludo que dejaron rastros en su rostro demacrado. No se movió un ápice.
– No le he oído, marine.
El chico se quedó allí parado sin responder, y Horse se dio la vuelta para que no le viera sonreír.
El sargento de artillería León Aimes se acercó al soldado y le susurró al oído:
– No me gusta hablar solo, jovencito. Le sugiero que me conteste.
– No sé si es de su incumbencia, mi sargento -contestó el joven marine.
Horse se colocó de un brinco ante la cara del marine y se puso a gritar con tanta fuerza que se le puso la cara morada.
– ¡Absolutamente todo es de la incumbencia del sargento, marine! ¿Es usted tan imbécil que va a hacerme quedar mal delante de un marine que ha sido héroe de dos guerras, un hombre de una valentía que usted no podrá alcanzar ni en sueños?
Aimes esperó. El chico no parecía asustado, lo cual era bueno, ni tampoco arrogante, lo que también era bueno. Estaba pensando.
– Mi padre -contestó por fin.
– ¿Se ha metido en algún lío? ¿Por eso le ha mandado aquí su padre? ¿Se dedica a robar coches o a alguna actividad por el estilo?
– No, mi sargento. -Los ojos azules se clavaron en los de León Aimes-. Le dije que le mataría si no firmaba los papeles.
No había humor en su voz cuando lo dijo. Ni rastro del tono arrogante que tanto molestaba a Aimes. El joven marine lo dijo con la mayor naturalidad, y Aimes se dio cuenta de que era cierto. Se quedó pensando en ello, pero no se desanimó. El cuerpo enseñaba a los jóvenes violentos a encauzar su violencia, o se deshacía de ellos. De momento, el joven estaba haciéndolo más que bien.
– ¿Sabe lo que es la Fuerza de Reconocimiento, muchacho?
– Pequeñas unidades de reconocimiento, mi sargento.
– Exacto. Pequeñas unidades de hombres que se adentran en el Valle de la Muerte por su cuenta y riesgo para espiar o para buscar y matar al enemigo, o para ambas cosas. Yo personalmente soy miembro de la Fuerza de Reconocimiento, que es la especie de vida humana más noble que ha creado Dios. No hay nada mejor.
– Y que lo digas, coño. No hay nada mejor -corroboró Horse.
– Para entrar hay que ser un hombre especial, no vale cualquiera. Los soldados de la Fuerza de Reconocimiento son los mejores combatientes del planeta, y me importa una puta mierda lo que digan al respecto los SEAL o los chorras verdes de las Fuerzas Especiales del ejército.
El soldado siguió sin moverse. Quiza veía a Aimes, quizá no, y el sargento estaba decepcionado. Por lo general, el rollo que acababa de soltar conseguía arrebatarles una sonrisa, pero aquel soldado ni se inmutaba.
– El entrenamiento de la Fuerza de Reconocimiento es el más duro de este cuerpo y de cualquier otro. Corremos treinta kilómetros al día con las mochilas a tope. Hacemos más flexiones que Hércules. Aprendemos a ver en la oscuridad como si fuéramos ninjas de mierda y a matar al enemigo sólo con el poder de la mente, y me gustaría saber por qué no sonríe, soldado, porque esto es lo más divertido que le han contado en su vida, joder.
Seguía sin haber reacción.
Horse estaba detrás del soldado, agitando la cabeza y sonriendo de nuevo, con una mueca que daba a entender: «Ya te lo decía yo.»
Aimes suspiró, descruzó aquellos musculosos brazos y se colocó detrás de Pike para poder poner cara de desconcierto sin que él le viera. Horse estaba a punto de ahogarse por el esfuerzo que suponía controlar la risa.
– Muy bien, jovencito, puede que yo no sea Woody Alien, pero el sargento Horse, que es el mejor militar que conozco, asegura que usted puede dar la talla y ser uno de los jóvenes que tomo a mi cargo, y es posible que tenga razón.
Aimes reapareció ante Pike por el otro lado. Ya había desaparecido cualquier rastro de humor en su mirada.
– El sargento dice que es usted bueno en el cuerpo a cuerpo.
Otra vez silencio. Aimes no entendía por qué aquel chaval hablaba tan poco. Quizás era cosa de familia.
Sacó el cuchillo de combate de su funda y se lo alargó al chico con la empuñadura por delante.
– ¿Sabe lo que es esto?
Los ojos azules ni siquiera se dirigieron al cuchillo.
– No es un K-Bar.
Aimes estudió el arma.
– El cuchillo de combate reglamentario del cuerpo, el K-Bar, es bueno, no lo hay mejor, pero no es para un guerrero como yo. -Hizo girar el cuchillo por entre los dedos y prosiguió-: Este es un puñal de combate, hecho a medida por un artesano para mis necesidades. Está tan afilado que si te cortas, el capullo que tienes al lado empieza a sangrar.
Horse asintió, frunciendo la boca de manera cómplice, como si nadie hubiera dicho jamás nada más cierto.
Aimes tiró el cuchillo al aire, lo atrapó por la punta y se lo dio al chico, que lo sostuvo con la mano derecha.
– Intenta clavármelo en el pecho -dijo Aimes y abrió las manos.
Pike se movió sin que pasara el momento de duda que esperaba Aimes, y lo hizo a tal velocidad que Aimes casi ni le vio y apenas tuvo tiempo de pensar antes de atraparle el brazo, torcerle la muñeca y oír el terrible crujido de ésta justo antes de que el chico cayera de espaldas.
El soldado no hizo ni una mueca ni dijo palabra.
Tanto Aimes como Horse reaccionaron exageradamente, le ayudaron a ponerse en pie. Aimes se sentía muy mal, se sentía como una mierda por haber montado un numerito como aquél. El soldado le miró con sus ojos tan increíblemente azules y le preguntó:
– ¿Qué ha hecho?
No le acusaba ni le echaba la culpa. Simplemente quería saber qué había hecho.
Aimes ayudó al joven marine a subir a la parte de atrás del Jeep.
– Es una llave de brazo -le explicó-. Es una cosa que utilizan en un arte marcial que se llama Wing Chun. Lo inventó una mujer china hace ochocientos años.
– Una mujer. -Casi parecía que el chico asentía mientras meditaba. No daba la impresión de que le importara que Aimes acabara de romperle la muñeca-. Ha utilizado mi propio peso contra mí. Una mujer, al ser de menor envergadura, tendría que hacer eso.
Aimes le miró extrañado.
– Exacto. Se ha lanzado hacia adelante. Me he servido de esa energía y he utilizado su propio impulso para darle la vuelta a la mano hacia usted.
El chico se miró la mano como si acabara de verla por primera vez y la sostuvo contra el pecho.
– Joder, si que es usted rápido, joven. Es tan rápido que me he dejado llevar. Lo siento.
El muchacho levantó la vista.
– ¿En la Fuerza de Reconocimiento enseñan estas cosas?
– No forman parte del programa normal, pero se las enseño a algunos hombres. Sobre todo aprendemos navegación por tierra, tácticas de escape y de evasión y técnicas de emboscada. El arte de la guerra.
– ¿A mi me las enseñará?
Aimes miró a Horsey éste asintió. Ya había terminado su trabajo. Se sentó al volante del Jeep a esperar.
– Sí, marine -respondió Aimes-. Si entra a formar parte de mi grupo le convertiré en el hombre más peligroso del mundo.
El joven marine no volvió a decir nada hasta que llegaron a la enfermería, donde Aimes aceptó la total responsabilidad de la lesión al cumplimentar el informe del accidente.
– No pasa nada porque me haya hecho daño -le dijo entonces el muchacho.
Aquella noche, todavía atormentados por el sentimiento de culpa, Aimes y Horse practicaron el arte de la guerra sin armas en el gimnasio Pendleton con una furia brutal que les dejó ensangrentados al intentar borrar desesperadamente el remordimiento. Después bebieron, y más tarde León Aimes se lo confesó todo a su mujer, como hacía siempre que uno de sus hombres resultaba herido y se sentía responsable, y ella le abrazó hasta que llegó el amanecer.
Como combatiente y como hombre, León Aimes era intachable, no había nadie mejor.
Ocho días después, el soldado Pike, Joseph, sin inicial entre nombre y apellido, terminó la formación de infantería avanzada a pesar de la muñeca rota, se graduó con su clase y le destinaron a la Compañía de la Fuerza de Reconocimiento para proseguir su formación. Fue enviado a Vietnam en los últimos años de participación de Estados Unidos en la guerra. León Aimes siguió el progreso del joven marine, como hacía con todos sus discípulos, y observó con orgullo cómo el soldado Pike se distinguía en el servicio.
No había otro mejor, como siempre había dicho León Aimes.
Pike me llamó para informarme de que Frank nos esperaba a las tres. Se lo comuniqué a Dolan.
– Muy eficiente, superdetective -comentó-. Parece que estás siendo útil.
– ¿Vas a seguir llamándome así, Dolan?
– Mejor eso que otras cosas que se me ocurren.
Estos policías se creen graciosísimos.
Al llegar a casa de Frank García la encontré silenciosa como un pitbull dormido e igual de atractiva. No había peces gordos de la policía ni concejales, sólo un anciano de duelo y su asistenta. Pensé que quizá Frank vería en mis ojos que le mentía, y que a lo mejor me convendría pedirle prestadas las gafas de sol a Pike.
Aparqué a la sombra de uno de los grandes arces y me dispuse a esperar a Pike y a Dolan. El árbol y el barrio estaban tan callados que si hubiera caído una de las hojas se habría oído el ruido al dar contra el suelo. No había ni rastro del maldito viento, pero no podía quitarme de la cabeza la impresión de que sólo estaba descansando, escondido en los cañones áridos del norte para reponer fuerzas antes de regresar por la ciudad desde una dirección insospechada.
Pike llegó unos minutos después y se metió en mi coche.
– He visto a Dersh.
En boca de cualquier otro habría sonado a broma, pero Pike no bromeaba nunca.
– ¿Y has hablado con él?
– No. Lo he visto, simplemente.
– ¿Has ido a su casa a verle, y ya está?
– Sí.
– ¿Y por qué demonios has ido?
– Tenía que hacerlo.
– Ah, vale, me queda claro.
Lo que uno tiene que aguantar.
Dolan aparcó el BMW al otro lado de la calle. Iba fumando y tiró el cigarrillo a la calzada después de salir del coche. Pike y yo bajamos del mío y nos acercamos.
– ¿Qué sabe?
– Sabe lo que yo sé.
Dolan hablaba de Pike como si no estuviera delante. Lo miró un momento y se humedeció los labios.
– ¿Eres capaz tener la boca cerrada?
Joe no contestó.
Dolan frunció el ceño.
– ¿Qué?
– Ya tienes tu respuesta, Dolan -intervine.
– Ya -replicó Dolan mirando a Pike con una mueca-. Me han dicho que no hablas mucho. Sigue así.
Echó a andar hacia la casa. Pike y yo nos miramos.
– Es bastante dura.
– Sí -dijo Pike.
La asistenta nos hizo pasar al salón. Miraba con nerviosismo a Dolan, como si se hubiera dado cuenta de que era policía y tuviera la impresión de que había pasado algo malo.
En el salón, Frank contemplaba desde las cristaleras la piscina y los árboles frutales por donde merodeaban los leones de piedra. Sólo hacía tres días que le había visto, pero había cambiado: tenía la piel pálida como la de un borracho y el pelo sucio, y por el olor deduje que llevaba días sin lavarse. En el regazo tenía un vaso bajo, ya vacío. Quizá las cosas tenían que ser así cuando alguien perdía a su única hija.
– Frank -dijo Pike.
Frank García miró a Dolan sin comprender, y después a Joe.
– ¿Karen está bien?
– ¿Cuántas copas has bebido?
– No me vengas con esas, Joe. No me vengas con esas.
Joe se acercó y le quitó el vaso.
– Ésta es la inspectora Dolan. Ya te he hablado de ella. Tiene que hacerte unas preguntas.
– Hola, señor García. Siento mucho lo sucedido -dijo, mostrando la placa dorada de inspectora.
Frank la miró entornando los ojos y después estudió a Dolan como si le diera miedo preguntar lo que más quería saber.
– ¿Quién mató a mi hija?
– Por eso estoy aquí, señor García. Estamos investigándolo.
– Hace una semana que están investigándolo. ¿No tienen ni idea de quién lo hizo?
No podía haber sido más directo.
Dolan sonrió discretamente para darle a entender que comprendía su dolor y que quizás incluso lo compartía.
– Tengo que preguntarle por unas personas que quizá conozca o que conociera Karen.
Frank García sacudió la cabeza.
– ¿Quiénes? -preguntó en voz muy baja.
– ¿Conocía Karen a un tal Julio Muñoz?
– ¿Es el hijo de puta que la mató?
– No, señor García. Estamos poniéndonos en contacto con todas las personas de su agenda, pero hay cuatro nombres con números de teléfono antiguos. Queremos preguntarles cuándo fue la última vez que estuvieron en contacto con Karen, qué pudo haberles dicho. Cosas así.
Dolan soltó la mentira con naturalidad, sin dudar, como si fuera un hecho innegable.
Frank parecía molesto al ver que aquél era el único motivo por el que le preguntaban.
– No conozco a ningún Julio Muñoz.
– ¿Qué me dice de Walter Semple, Vivian Trainor o Davis Keech? Puede que Karen los conociera del colegio, o que trabajaran para usted.
– No. -Se notaba que hacía un esfuerzo para recordar y que se sentía decepcionado al no conseguirlo.
– ¿Karen no mencionó nunca esos nombres delante de usted?
– No.
– Señor García -prosiguió Dolan-, cuando me fui de casa de mis padres dejé cajas llenas de cosas, apuntes del colegio, fotos viejas. Si Karen tenía algo así en casa de usted me gustaría verlo.
Frank avanzó con la silla de ruedas para ver a la asistenta.
– María, acompáñala a la habitación de Karen, por favor.
Yo me disponía a seguir a Dolan cuando Frank dijo:
– Quiero hablar un momento con vosotros dos. -Esperó a que Dolan hubiera desaparecido tras la gran puerta y bajó la voz para añadir-: Sabe más de lo que dice y apuesto mi última tortilla de maíz a que esa gente por la que preguntaba no es lo que ella afirma. Vigiladla bien. A ver si conseguís que os cuente detrás de qué va en realidad.
Me dije que ningún tonto pasa de currante a multimillonario.
Joe se quedó con Frank, pero yo seguí por el pasillo hasta encontrar a María, que me esperaba ante una puerta.
– Gracias, María. Ya me las arreglo.
Entré en la que había sido la habitación de Karen y en cierto modo seguía siéndolo. Los muebles de dormitorio adolescente hacían que la habitación quedara congelada en el tiempo. Los libros, los animales disecados y los carteles de grupos musicales que hacía doce años que no existían convertían la puerta en un portal al pasado. A Flock of Seagulls. ¡Dios!
Dolan era exhaustiva. Aparte de la ropa vieja y de los adornitos que coleccionan las adolescentes, no quedaba gran cosa en la habitación, pero nos pasamos casi tres horas revisando libretas del instituto y de la universidad, anuarios del colegio y los fragmentos de una vida que se acumulan en las sombras de un dormitorio juvenil. En el armario, además de la ropa, había una pila de juegos de mesa que iban del suelo al techo. Parchís, Monopoly, Cluedo, Life. Abrimos todas las cajas.
En un momento dado María nos trajo té helado mexicano, dulce con su lima y su menta. Bajo la cama encontramos más cajas. En la mayoría había ropa, pero una estaba llena de notas y cartas de una amiga llamada Vicki Quesada que Karen había conocido durante los dos primeros años que había pasado en UCLA. Las repasamos, buscando los cuatro nombres, pero no encontramos ninguno. Sentía escaso interés al leerlas, hasta que en una de ellas aparecía Joe. Por la fecha, Karen la escribió cuando iba a segundo. Vicki le escribía que Joe parecía todo un hallazgo y le pedía que le mandara una foto. Sonreí. «¡Este Joe!»
– ¿Qué es eso?
– Nada.
Dolan puso mala cara y se llevó la mano a la cintura.
– ¡Mierda!
– ¿Qué ocurre?
– El busca. Me cago en todo, es Krantz. Enseguida vuelvo.
Agarró el bolso y salió de la habitación.
Acabé de repasar las cartas y encontré seis referencias más a Joe. La siguiente era que Joe parecía «monísimo» (le había llegado la foto). Las cartas estaban ordenadas cronológicamente, por lo que eran fáciles de seguir, pero la mayoría de las referencias eran preguntas: «¿Qué se siente al salir con un policía?» «¿Tus amigos no se ponen nerviosos cuando está delante?» «¿Te lleva en el coche patrulla por ahí?» Las dos o tres primeras referencias me hicieron sonreír, pero las últimas no. Vicki lamentaba que las cosas no fueran bien con Joe, pero los hombres eran todos unos cerdos y siempre querían lo que no podían conseguir. En la última carta en la que le mencionaba, decía: «¿Por qué crees que está enamorado de otra?».
Me sentí violento y avergonzado, como si hubiera mirado por una cerradura una parte de la vida de Joe que él no había compartido conmigo.
Metí las cartas en las cajas y las coloqué debajo de la cama.
Dolan volvió con cara de pocos amigos.
– ¿Has encontrado algo?
– No.
– Tengo buenas noticias para el viejo. Van a devolverle el cadáver de la chica. Al menos podrá enterrarla.
– Sí. Seguro que lo va a agradecer -contesté, pero seguía pensando en Joe.
– La mala noticia es que Krantz no va a tener vigilado el entierro.
Me quedé desconcertado.
– Venga, Dolan. Vigilar el entierro es de cajón.
A veces los asesinos asisten al entierro de sus víctimas e incluso pueden delatarse.
– Ya lo sé, Cole, pero no depende de mí. Krantz tiene miedo de que haya demasiada gente haciendo horas extras cuando ya tiene a Dersh vigilado las veinticuatro horas del día. Dice que cómo va a justificar lo del entierro si ya sabemos quién es el asesino.
– No tiene nada de nada contra Dersh. Hasta el inspector Closeau vigilaría ese funeral.
Endureció la expresión hasta que aparecieron unos hoyuelos junto a las comisuras de los labios.
– Hay que aguantarse, superdetective, ¿vale? Yo voy a ir. A lo mejor consigo que me acompañen un par de compañeros que no estén de servicio. No me hace ninguna gracia pedirte esto, teniendo en cuenta la situación, pero ¿tú podrías ayudarnos?
Le dije que sí.
– ¿Y qué hay de Deege? ¿Alguien ha seguido esa pista, o es que supone demasiadas horas extras?
– Eres un hijo de puta, ¿vale?
– Ya sé que no es culpa tuya, Dolan. Lo siento.
Entonces agitó la cabeza y levantó las manos. Se había cansado de todo aquello.
– Ya te he dicho que los agentes de uniforme están con los ojos bien abiertos. No ha aparecido todavía. Y ya está. ¿Vale?
– Ya sé que no es culpa tuya.
– Sí. Vale, vale.
Miró con el entrecejo fruncido la habitación, como si nos hubiéramos olvidado de buscar justo en el sitio conveniente.
– Me parece que ya hemos acabado aquí, Cole. Coño, son más de las seis. ¿Quieres que vayamos a tomar una copa?
– Voy a cenar con mi novia.
– Ah. Vale.
Volvió a ponerse las manos en la cadera y a mirar la habitación con mala cara.
– Bueno, gracias por tu ayuda. Te agradezco que hayas conseguido que me dejara subir -añadió.
– De nada, mujer.
Salió antes que yo.
– No se habrá llevado nada, ¿verdad? -me preguntó Frank cuando se hubo ido.
– No, Frank.
Se encorvó en la silla, con cara de enfado.
– ¿Has descubierto qué quería?
– Lo que ha dicho. Estaba buscando nombres.
– Esa puta estaba mintiendo.
Joe y yo salimos de la casa sintiéndonos como perros. Al llegar a los coches, le dije:
– Cuando estábamos registrando su habitación encontramos unas cartas dentro de una caja, debajo de la cama. En algunas te mencionaban. He tenido que leerlas.
Pike lo asimiló.
– Siento que no salieran bien las cosas entre Karen y tú. Parecía una buena chica.
Pike levantó la vista hacia los olmos. Las hojas, inmóviles, formaban un dosel de un verde claro, como si fueran parte de un cuadro.
– ¿Qué decían las cartas?
Le conté algo.
– ¿Y ya está? -preguntó, como si supiera lo que ponía y quisiera que se lo dijera. Le conté que en una decía que estaba enamorado de otra.
– ¿Decía de quién?
– No. Y no es asunto mío.
Día familiar de los agentes del distrito de Rampart. Junio, catorce años antes
El coche que le seguía era un Caprice marrón, cuatro vehículos por detrás entre el escaso tráfico del domingo por la mañana. Dentro iban dos hombres blancos con corte de pelo militar y gafas de sol, claramente del Grupo de Asuntos Internos. Cómo les gustaría ser de la CÍA.
Eran bastante buenos, pero Pike era mejor. Los detectó cuando iba a recoger a Karen.
Cuando llegó a su casa y la acompañó hasta el Ford Ranger no los vio, pero al entrar en la vía rápida de Hollywood volvieron a aparecer. Se preguntó si sabrían adonde iba y supuso que sí. En caso contrario, se llevarían una buena sorpresa.
– ¿Estoy bien? -preguntó Karen.
– Más que bien -contestó Pike, aunque había estado pendiente del retrovisor.
Ella lo miró de refilón, como solía hacer.
– ¿Mucho más? ¿Cuánto?
Pike levantó la mano con el pulgar y el índice separados como medio centímetro.
Ella le dio un cachete en la pierna y Pike separó los dedos todo lo que pudo.
– Mejor.
Karen deslizó la espalda por el respaldo del asiento único del Ford Ranger y se arrimó a él, ajena al coche o a los hombres que iban en él o a lo que pudiera pasar por culpa de aquel coche. Llevaba un vestido de tirantes de un amarillo vivo y sandalias, y el color resaltaba su piel dorada y su blanca sonrisa. Su negro cabello brillaba al sol de la mañana y olía a lavanda. Era una muchacha encantadora, lista y divertida, y a Pike le gustaba estar con ella.
Cuando tomó la salida de Stadium Way desde la vía rápida del Golden State, el coche dejó de seguirle, lo cual quería decir que sabían adonde iba y una de dos: o bien se contentaban con dejar de vigilarle, o bien tenían apostado a alguien al otro lado para que tomara el relevo.
Siguió Stadium Way por los cuidados jardines de Elysian Park hasta Academy Road, donde vio que ya había coches aparcando en la calle por encima de la puerta del estadio de los Dodgers, y acercó el Ranger a la acera.
– Muchos coches -comentó Karen-. ¿Cuánta gente va a venir?
– Supongo que quinientas o seiscientas personas.
Wozniak estaría, con su mujer y su hija. Pike se preguntó si los de Asuntos Internos tendrían a alguien vigilando.
Rodeó el Ranger por delante y abrió la puerta de Karen. Wilt Deedle, un inspector de Rampart que pesaba casi ciento cuarenta kilos, aparcó tras él y le saludó con una inclinación de cabeza. Pike le devolvió el saludo. En realidad no se conocían, pero se habían visto suficientes veces como para saludarse con un gesto. La mujer de Deedle y sus cuatro hijos estaban apretujados dentro del coche. Los padres y tres de los niños llevaban camisas hawaianas a juego. La cuarta, una adolescente, llevaba una camiseta negra y no parecía muy contenta de estar allí.
Las familias y las parejas bajaban de los coches y subían por un camino hasta el cañón. Pike tomó la mano de Karen y los siguieron.
– No es en absoluto lo que me esperaba. Casi parece un sitio turístico -señaló ella.
Pike hizo un amago de sonrisa, tanto por el asombro que veía en los ojos de la chica como por la idea de que la Academia de Policía de Los Ángeles pudiera considerarse un centro turístico.
– No es muy turístico cuando estás a casi cuarenta grados y tienes que correr por la pista de obstáculos. ¿No habías venido nunca?
– Sabía que estaba aquí, pero sólo había llegado hasta el estadio de los Dodgers. Es bonito.
La academia estaba medio oculta entre dos cadenas montañosas en las estribaciones de Elysian Park, a un tiro de piedra del estadio de los Dodgers. Los edificios eran de estilo español y estaban situados bajo altos pinos rojos y eucaliptos. Desde donde habían dejado el coche se veía el enorme aparcamiento, las tribunas y los asientos de la primera base. Era como estar dentro del campo. El encargado de organizar los actos lúdicos del distrito de Rampart se había cerciorado, muy acertadamente, de que los Dodgers no estuvieran en Los Ángeles antes de reservar la Academia aquel domingo en concreto para el picnic del día familiar. Así no tenían que preocuparse por el tráfico del público que acudía al partido, aunque los policías también habían reunido muchos coches. Un inspector de robos con allanamiento de morada llamado Warren Steiner y uno de los agentes de uniforme de Rampart más veteranos, el capitán Dennis O'Halloran, intentaban forzar la cerradura de la puerta de los Dodgers para que las familias que fueran llegando pudieran dejar el coche en el aparcamiento del estadio, pero no estaban teniendo demasiado éxito en el intento.
Pike llevó a Karen hasta arriba, pasando por la caseta del vigilante y el arsenal, por una carreterita asfaltada que atravesaba el pinar hasta llegar al campo de tiro y el centro de formación de reclutas. Ya había unas doscientas personas distribuidas por la pista de atletismo. Algunas se habían reservado un sitio extendiendo mantas en el suelo, mientras que otras lanzaban discos voladores o pelotas de béisbol, aunque en su mayoría permanecían de pie y sin moverse, porque aún no habían bebido suficiente cerveza. En el extremo más alejado del campo se habían colocado tres largas parrillas de barbacoa, junto a las mesas de picnic, que desprendían un humo que ocultaba los árboles, además del característico olor a pollo quemado. Aquel año les había tocado preparar la comida a los de Homicidios de Rampart. Llevaban todos la misma camiseta, que decía: «No nos preguntes de dónde hemos sacado la carne». Humor de policías.
– ¿Ves a algún conocido? -preguntó Karen.
– Los conozco a casi todos.
– ¿Quiénes son tus amigos?
Joe no supo qué responder a eso. Estaba buscando a Wozniak e intentaba reconocer las caras que había visto en Parker Center. Pensó que era posible que Asuntos Internos hubiera conseguido de los jefes de Rampart un agente que continuara la vigilancia, pero desechó la idea. Wozniak llevaba muchos años en el cuerpo y los de Asuntos Internos no debían de estar seguros de a quién iba a ser leal el jefe de Rampart.
Karen le tiró del brazo y le sonrió.
– No podemos quedarnos aquí pasmados. ¡Venga!
El distrito había montado una mesa de refrescos ante un muro de cemento pintado con el símbolo de la Academia y el lema del Departamento de Policía de Los Ángeles: «Proteger y servir». Cuando Pike era recluta, una calurosa tarde de invierno en que su clase estaba haciendo entrenamiento en la pista de atletismo, el profesor les gritó que si no movían el culo no iban a estar en forma y no podrían proteger una mierda de perro ni servir una cerveza caliente. Un chaval negro, Elihu Gimble, contestó que él estaba encantado de servir, pero que antes quería un café con leche y un bollo, y toda la clase tuvo que correr seis kilómetros más. Cinco meses después, cuando hacía prácticas de patrulla por la zona este de Los Ángeles, Gimble recibió un tiro en la espalda de un desconocido mientras atendía una denuncia por malos tratos. Jamás identificaron al que había disparado.
Pike llevó a Karen hasta la mesa e hicieron cola juntos para beber algo. Karen, que iba de su brazo, enseguida empezó a hablar con todo el mundo. Pike la admiraba. Él casi nunca decía nada, pero ella hablaba constantemente. Él se sentía en evidencia y alejado de los demás, pero ella se hacía un hueco fácilmente con una franqueza que era correspondida rápidamente. Cuando les dieron los refrescos ya habían encontrado a otra pareja con la que sentarse, una mujer de tez pálida con dos hijos gemelos cuyo marido era agente de uniforme. Se llamaba Casey y trabajaba en el turno de noche. Pike no le había visto nunca.
Estaban extendiendo las mantas en el suelo cuando Palette Wozniak apareció a su espalda.
– Hola, Joe. ¿Es ésta la jovencita de la que tanto hemos oído hablar?
Karen mostró su sonrisa amplia y cordial y le tendió la mano.
– Karen García. No me creo que Joe haya dicho nada, pero si ha hablado de mí me alegro. Es buena señal.
Las dos mujeres se dieron la mano. Paulette devolvió la sonrisa. La suya era lenta, auténtica y pura, y a Pike le recordó una piscina limpia y profunda.
– Paulette Wozniak. Soy la mujer de Abel, el compañero de Joe. Todo el mundo le llama Woz.
Señaló los árboles del otro extremo del campo, donde los de Homicidios estaban asando la carne misteriosa. Abel Wozniak y una niña pequeña salían de entre los árboles. Pike supuso que Woz había ido a enseñarle la pista de obstáculos a su hija.
– Es ése, el de las piernas arqueadas que va con una niña.
Paulette tenía ocho años más que Joe, el pelo castaño claro y corto, los ojos marrones y tiernos, y los dientes bien alineados. La piel, bastante clara, estaba empezando a arrugársele en torno a los ojos y en las comisuras de los labios. No parecía que a ella le molestara, y a Pike eso le gustaba. Casi nunca llevaba maquillaje y eso también le complacía a Pike. Las arrugas hacían su rostro interesante y maduro.
Le puso la mano en el brazo a Joe.
– ¿Puedo raptarte durante un minuto, Joe? -Y sonriendo a Karen, añadió-: No le entretendré mucho.
– Voy a acabar de colocar la manta -contestó la chica.
Joe siguió a Paulette hasta la pista y observó que se colocaba en un lugar desde el que pudiera ver a su marido. La sonrisa había desaparecido y en su frente se había dibujado una tensa arruga. Woz se había detenido para hablar con una pareja.
– Joe -empezó Paulette-, ¿le pasa algo a Woz?
Pike no contestó.
– ¿Por qué está haciendo tantos turnos extras?
Pike negó con la cabeza y sintió que se cerraba por dentro.
Ella torció el gesto y Pike pensó que sería capaz de cualquier cosa para borrar aquel ceño, pero no sabía qué hacer. No le parecía que fuera cosa suya decirle lo que debería contarle el propio Woz.
– Dime algo, Joe. Tengo miedo, y estoy preocupada por él.
– No sé qué decirte -contestó Pike, y era cierto: no tenía ni idea de qué decir.
Paulette volvió a mirar a su marido y cruzó los brazos.
– Creo que tiene una novia -anunció. Clavó los ojos en Joe, pero aquella vez mostrando una gran fuerza interior. Pike sintió ganas de abrazarla al ver aquella firmeza, pero al darse cuenta retrocedió medio paso. Ella no lo notó-. Quiero saber si se está viendo con alguien.
– No sé nada de ninguna novia, Paulette.
– Incluso cuando no hace turnos extras se va de casa. Y cuando está, anda siempre malhumorado. Él no es así.
Pike miró a Woz y vio que él también los observaba. La pareja negra se alejó, pero Wozniak se quedó allí. No sonreía.
Pike volvió a mirar hacia la mesa de las bebidas y vio a dos hombres que no reconoció hablando con el jefe del distrito. Tras ellos, otro hombre les enfocaba con una cámara con teleobjetivo. Podía estar dirigida al jefe y a los dos que estaban con él, pero Pike sabía que a quien fotografiaban era a él. Ya tenían una imagen suya hablando con la mujer de Wozniak. Estaban vigilando incluso allí, en el picnic de los agentes del distrito.
– ¿Quieres que hable con él? -preguntó Joe.
Tras un momento de vacilación, Paulette hizo un gesto de negación con la cabeza. Cuando volvió a ponerle la mano en el brazo, Pike sintió un cosquilleo eléctrico por las extremidades y se obligó a sumergirse más en la piscina. Aún más calmado. Más tranquilo.
– Gracias, Joe, pero no. Soy yo la que tengo que encargarme de esto. No le digas que he mencionado el tema, por favor.
– No te preocupes.
– Ya viene. Voy a decirle que os estaba invitando a ti y a tu novia a casa. ¿Te parece bien?
– Sí.
– En realidad, es verdad, porque quería invitaros.
Paulette Wozniak le apretó el brazo. La mano se quedó allí, seca y caliente, y después Paulette cruzó la pista para reunirse con su marido.
Pike se quedó en la pista mirando cómo se alejaba y sintió ganas de que los secretos que tenían no estuvieran relacionados con aquello.
Karen alisó la manta y escuchó todo lo que Marybeth Casey tenía que contarle sobre sus gemelos (uno de los cuales se hacía pis en la cama), su marido, Walter (que no estaba muy contento en la policía, pero en aquel momento no podían permitirse clases nocturnas), y lo divertidos que eran aquellos picnics familiares de los agentes del distrito, porque siempre se conocía a alguien.
Cuando empezó a describir los tumores fibrilares de su pecho izquierdo, Karen se dio cuenta de que ya no la escuchaba, estaba observando a Joe y a Paulette Wozniak, juntos en la justa de atletismo. Se dijo que estaba siendo demasiado celosa por sentir aquel arrebato de miedo al ver que Paulette le ponía la mano en el brazo a Joe. Eran amigos. Ella estaba casada con el compañero de Joe y era mucho mayor que él.
Karen se quedó mirando a su novio tan fijamente que le pareció que tenía visión telescópica y que podía acercarse a su cara, que veía todos y cada uno de sus poros, que podía exagerar todos los detalles. Nunca había conocido a ningún hombre tan reservado como Joe. Era tan cerrado que a ella le parecía que se había metido en una cajita secreta que guardaba en lo más profundo de sí mismo. En parte se sentía atraída hacia él por eso, y lo sabía. Había leído suficientes textos de psicología como para darse cuenta. Sabía que sentía atracción por el misterio, que una gran parte de ella, una parte con determinadas carencias, quería abrir aquella caja, encontrar el yo secreto de Joe.
Lo amaba. Se lo había dicho ya a sus amigas, pero no a Joe. Era tan callado que le daba miedo que no le contestara que él también la amaba. Era tan reservado que Karen no podía estar segura de que estuviera enamorado de ella.
Los miró mientras hablaban y se sintió presa de los celos cuando Paulette le tocó, pero Joe estaba igual de inexpresivo con ella que con Karen. «Qué tonta eres -se dijo-. Se comporta así con todo el mundo.»
Paulette Wozniak volvió a tocar a Joe en el brazo y cruzó el campo para ir con su marido. Karen se dio cuenta entonces de que se había equivocado.
Sintió una amarga punzada de miedo al ver que Joe se quedaba mirando a Paulette Wozniak. Todo lo que leía en el rostro y la postura de Joe le decía que estaba enamorado de otra.
La mañana en que fue enterrada Karen García, salí desnudo al porche y me estiré en la oscuridad. Aún no había salido el sol, y durante un rato estuve observando las pocas estrellas con suficiente brillo como para atravesar el halo de luz que flotaba sobre Los Ángeles, pensando que quizás en algún lugar un asesino también las estaba mirando. Pero me dije que no, que seguramente los asesinos psicópatas se levantaban tarde.
Poco a poco me fue desapareciendo el amodorramiento mientras mi cuerpo entraba en calor y pasaba de la calma del hatha yoga a la tensión dinámica de los katas de tae kwon do, empezando lentamente y después acelerando hasta que los movimientos acabaron siendo bruscos y violentos. Cuando terminé los katas estaba empapado en sudor. Era el momento en que el cañón que hay debajo de mi casa se iluminaba con los primeros colores del amanecer. Dejé que el sudor se enfriara, recogí las cosas y entré en casa. Una vez me quedé demasiado tiempo fuera y la vecina de al lado me vio y me dedicó un silbido. La vida en Los Ángeles.
Estaba de pie en la cocina, bebiendo zumo de naranja y mirando cómo hervían los huevos cuando sonó el teléfono. Lo agarré al instante para que no despertara a Lucy.
– Tengo a dos tíos que van a ir conmigo a Forest Lawn -dijo Samantha Dolan.
– Dos. Bueno, Dolan, no va a haber sitio para los familiares.
Seguía molesto por lo de Krantz.
– No te hagas el gracioso y ten los ojos bien abiertos. Con Pike y contigo somos cinco.
– Pike va a estar con Frank.
– Eso no le impedirá ver, digo yo. Buscamos a un hombre de raza blanca de entre veinte y cuarenta años. Puede que se quede por allí después y que se acerque a la tumba. A veces dejan algo o se llevan un recuerdo.
– ¿Te lo ha dicho el amigo de Krantz del FBI? -pregunté. Era el comportamiento típico de un asesino en serie.
– El entierro es a las diez. Llegaré a las nueve y media. Ah, Cole, otra cosa.
– ¿Qué?
– Intenta no ser tan gilipollas.
El Forest Lawn Memorial Park tenía ciento cincuenta hectáreas de verdes praderas situadas al pie de Holywood Hills en Glendale. Siempre me había parecido una especie de Disneylandia de los muertos, con sus jardines inmaculados, recreaciones de iglesias famosas y cementerios con nombres como Tierra del Sueño, Valle de la Memoria y Pinos Susurrantes.
Dolan iba a llegar a las nueve y media y yo quería estar allí antes que ella, pero, cuando entré en el cementerio y encontré el lugar donde iban a enterrar a Karen García, ella ya estaba allí, además de otras cien personas. Se había colocado con el coche en un lugar desde el que disfrutaba de una buena vista frontal del grupo de personas reunido en la cuesta. En su regazo reposaba una Konica con teleobjetivo con la que iba a hacer fotos de la gente para su posterior identificación. Me instalé en el asiento delantero de su BMW, a su lado, y respiré hondo.
– Dolan, ya sé que haces lo que puedes. Antes me he comportado como un imbécil. Te pido disculpas.
– Es verdad, pero las acepto. Olvídalo.
– Estas cosas me hacen sentir impotente.
– Eso es problema de tu novia.
Me giré hacia ella, pero estaba mirando por la ventanilla. Un golpe bajo.
– ¿Sabes dónde va a estar Krantz esta mañana?
– ¿Vigilando a Dersh?
– Dersh tiene un equipo de vigilancia encima. Krantz y Bishop van a asistir al entierro. Y Mills también. Quieren sentarse donde les vea bien el concejal Maldonado.
Yo habría sido incapaz de hacer lo que hacía ella, de trabajar con gente como Krantz y Bishop. Quizá por eso iba por mi cuenta.
– Creía que ibas a venir a las nueve y media.
– He pensado que intentarías llegar antes que yo y he decidido ganarte -dijo sonriendo.
– Eres un caso, Samantha.
– Me parece que somos tal para cual, superdetective.
Le devolví la sonrisa.
– Bueno, o sea que somos tú, yo y dos hombres. ¿Cómo quieres que lo hagamos?
Me señaló un mausoleo de mármol que había un poco más arriba.
– Tengo a un hombre allí y a otro abajo. Si ven a alguien que parezca sospechoso apuntarán el número de la matrícula.
El de arriba estaba sentado en la hierba que había fuera del mausoleo, del que salía una senda no muy ancha, idéntica al camino en que nos encontrábamos. Si el asesino quería asistir y observar, podría aparcar allí. La gente estaba dispersa por la ladera, más abajo que nosotros, y el otro hombre se había vuelto invisible entre ellos.
– Creo que puedes trabajar desde cerca de la gente, como conoces a varios… -añadió-. Yo me quedo aquí haciendo fotos de la comitiva, y luego subiré.
– Vale.
– Y ahora, ¿por qué no recorres el perímetro?
No me lo estaba pidiendo.
Me miró fijamente.
– ¿Qué dices?
– A sus órdenes.
Supongo que cuando alguien trabaja en horas libres se cree con derecho de decirle a todo el mundo qué tiene que hacer.
– Por cierto -dijo cuando me apeaba del BMW-, ha sido la primera vez que me has llamado Samantha.
– Me parece que sí.
– Pues que no vuelva a suceder -añadió, pero estaba sonriendo, y también yo sonreí abiertamente al alejarme.
Pasé los siguientes cinco minutos recorriendo el perímetro del grupo de gente, y conté dieciséis hombres anglosajones de entre veinte y cuarenta años. Cuando miré hacia Dolan, estaba enfocándome con la cámara. «Se aburrirá», me dije.
Un Nissan Sentra azul subió por la colina cuando faltaban pocos minutos para las diez y aparcó donde estaban los demás coches. Eugene Dersh descendió del vehículo.
– ¡Por favor! -exclamé.
Dersh iba vestido de forma bastante clásica, con una americana de color beis y pantalones de pinzas. Cerró el coche con llave y cuando subía la cuesta llegaron dos coches camuflados de la policía que se quedaron junto a la puerta principal, sin saber qué hacer. Williams estaba al volante del segundo. En el primero iban los dos que me habían seguido a mí.
El policía del mausoleo se levantó y los miró. No había visto a Dersh, pero sí había reconocido los coches de Robos y Homicidios. Bajé a la carrera hasta donde estaba Dolan.
– Parece que ya ha llegado todo el mundo.
Dersh se dio cuenta de que lo mirábamos, y al reconocerme me saludó con la mano.
Le devolví el saludo.
A las diez y cuarto llegó el coche fúnebre por la puerta principal, escoltado por cuatro motos de la policía. Le seguían tres limusinas negras relucientes que arrastraban una fila de coches también muy relucientes. Dersh los vio llegar con una especie de curiosidad benigna en la cara.
Cuando nos alcanzó la caravana, una docena de personas que parecían familiares bajaron de las limusinas. El conductor de la primera sacó la silla de ruedas de Frank del maletero mientras Joe y otro hombre ayudaban al anciano a bajar. Joe llevaba un traje con chaleco gris marengo. Con las gafas de sol parecía un agente del Servicio Secreto, pero como estábamos en Los Ángeles todo el mundo llevaba gafas oscuras. Incluso el cura.
El concejal Maldonado y Abbot Montoya iban en la última limusina. Bishop, Krantz y el jefe adjunto Mills bajaron del sexto coche y fueron corriendo a colocarse tras el concejal. Supuse que debían de estar impacientes por protegerle y servirle.
Dolan y yo nos acercábamos cuando nos vieron Krantz y Bishop.
– ¿Qué coño haces tú aquí con Cole?
Dolan señaló a Dersh.
Krantz y Bishop se dieron la vuelta y vieron a Dersh, que les saludaba con alegría.
– Me cago en la puta -exclamó Krantz.
Bishop le dio un codazo.
– Salúdale, joder, antes de que sospeche algo.
Los dos le hicieron un gesto con la mano.
– ¡Sonríe! -ordenó Bishop.
Krantz sonrió.
Joe ya había empujado la silla de Frank hasta casi lo alto de la cuesta cuando pasó a toda velocidad por la puerta una furgoneta de un canal de noticias local. Diez segundos después entraron rápidamente dos furgonetas de otras cadenas. La segunda de ellas era la de Lucy. Frenaron de golpe junto al coche fúnebre. Ya estaban extendiendo las antenas cuando los cámaras y los periodistas bajaron a toda prisa.
– Esto no puede ser bueno -comentó Dolan.
Apretamos el paso. Krantz y Bishop nos seguían.
Los tres periodistas fueron corriendo hacia Frank, dos de ellos con micrófonos de radio.
– Despierta, Bishop -dije-. Que los agentes de uniforme se lleven a esa gente.
Dolan y yo nos colocamos entre Frank y los periodistas mientras Krantz corría a buscar a los policías de las motos. Una pelirroja muy atractiva consiguió llegar hasta Frank, micrófono en mano.
– Señor García, ¿ha hecho algún progreso la policía en la búsqueda del asesino en serie?
– ¡Mierda! -exclamó Bishop.
Un reportero negro y alto que había sido jugador profesional de fútbol americano intentó pasar entre uno de los agentes y yo, pero ninguno de los dos cedió el paso.
– Señor García, ¿cree usted que el que mató a su hija fue un tal Eugene Dersh? Y en caso afirmativo, ¿por qué?
Bishop agarró el brazo de Krantz y le preguntó en un susurro con voz aterrada:
– ¿Cómo demonios se han enterado estos hijos de puta?
A nuestras espaldas sonó la voz de Frank García:
– ¿Qué es eso? ¿Qué es eso que dicen de un asesino en serie? ¿Y quién es ese Dersh?
El concejal Maldonado dio un paso adelante e intentó dispersar a los periodistas.
– Hagan el favor. Estamos a punto de enterrar a su hija.
Eugene Dersh había llegado hasta el extremo de la multitud, que seguía creciendo. Estaba demasiado lejos para oír lo que se decía, pero sentía curiosidad como todo el mundo.
El cámara de la pelirroja vio a Dersh y le dio un golpe en la espalda a su compañera. No sólo la tocó, le dio un golpe.
– ¡Hijo de puta! ¡Ése es Dersh! -gritó ella. Apartó de un empujón al reportero negro y fue corriendo hacia Dersh. El cámara fue tras ella. Dersh parecía tan sorprendido y confundido como los demás.
Desde la silla de ruedas, Frank García no conseguía ver a Dersh.
– ¿Quién es? -preguntó, y se giró para dirigirse a Maldonado-. Henry, ¿saben quién mató a Karen? ¿Es ése el hombre que mató a Karen?
Un poco más arriba, Dersh estaba asustado, pasando un mal rato ante los dos periodistas, que le acribillaban a preguntas. Los asistentes al entierro, situados en torno a la tumba, empezaron a murmurar y a señalarlo.
La tercera periodista, una mujer asiática, se quedó con Frank.
– Ha habido más muertes, señor García. ¿Es que la policía no se lo ha dicho? Han asesinado a cinco personas. Karen es la quinta -dijo, mirando a Frank, luego a Maldonado y finalmente de nuevo a Frank-. Hay un maníaco que ha estado cazando seres humanos aquí en Los Ángeles durante el último año y medio. La policía sospecha de ese hombre, Eugene Dersh.
Se notaba que disfrutaba al decirlo, pensando en cómo iba a quedar en las noticias.
Frank se estiró en la silla para intentar ver a Dersh.
– ¿Ese hombre mató a Karen? ¿Ese hijo de puta asesinó a mi hija?
Maldonado se abrió paso a empujones y apartó a la periodista.
– Ahora no es el momento -dijo-. Ya haré declaraciones, pero no ahora. Dejen que este hombre entierre a su hija.
Más arriba, Eugene Dersh apartaba a todos reporteros y bajaba con paso apresurado hacia donde tenía el coche. Le persiguieron, hostigándole y haciéndole mil preguntas mientras las cámaras lo grababan todo. Dersh iba a salir de nuevo en las noticias, aunque seguramente esa vez no le haría la misma gracia.
Frank tenía la cara del color de la sangre seca. Se agitó en la silla, luchando con las ruedas para perseguir a Dersh.
– ¿Es ése? ¿Es ése el hijo de puta?
Dersh se subió al coche sin que los periodistas dejaran de preguntarle cosas a gritos. Su voz se dejaba oír por encima de las de ellos, aguda y atemorizada.
– Pero ¿qué dicen? ¡Yo no he matado a nadie! ¡Yo sólo encontré el cadáver!
– Te mataré -gritó Frank.
Se lanzó con tanta fuerza hacia adelante que se cayó de la silla. Sus familiares se quedaron atónitos, y dos de las mujeres lanzaron agudos chillidos. Pike, Montoya y algunos familiares le rodearon. Pike levantó al anciano como si no pesara nada y lo colocó en la silla de ruedas.
Cuando Dersh cruzó la puerta, los dos coches con los agentes de paisano le siguieron discretamente.
El cura pidió a los hermanos de Frank que la familia se sentara lo antes posible. Todo el mundo se sentía violento e incómodo, y la asistenta de Frank lloraba estentóreamente, pero la gente se colocó en su sitio mientras los portadores del féretro iban hacia el coche fúnebre. Busqué a Dolan, pero estaba metida en una conversación frenética con Mills, Bishop y Krantz en un extremo del grupo.
Al verme, Krantz se me acercó hecho un basilisco.
– En cuanto la hayan enterrado, quiero veros a tu amiguito y a ti en Parker Center. Vamos a enterarnos de qué coño ha pasado aquí.
Se alejó a toda prisa.
El sol continuaba su ascenso y se había convertido en una ardiente antorcha en mitad del cielo cuando la familia se sentó y los encargados de portar el féretro lo llevaron hasta la tumba. El sol me quemaba los hombros y la cara, y de repente sentí el suave cosquilleo del sudor por la frente. Oía llorar a un par de personas, pero la mayoría permanecían quietas y calladas, perdidas en un momento triste a la vez que incómodo.
Los tres equipos de noticias se colocaron en fila un poco más abajo, grabando el entierro de Karen García.
Parecían un pelotón de fusilamiento.
En Los Ángeles Street, delante de Parker Center, había una larga hilera de furgonetas de las distintas televisiones. Los periodistas y los cámaras pululaban nerviosos por la acera, y se arremolinaban en torno a cualquier policía que saliera a fumarse un cigarrillo como pirañas ante un trozo de carne podrida. El Ayuntamiento no permitía fumar en los edificios públicos, así que los agentes adictos tenían que esconderse en las escaleras o en los lavabos, o salir a la calle. Aquellos tíos no sabían nada sobre Dersh o sobre los asesinatos que no supiera todo el mundo, pero los periodistas no les creían. La noticia se había extendido como un reguero de pólvora y alguien tenía que calmar el hambre informativa de las televisiones.
Las tres palmeras escuálidas que había ante Parker Center parecían torcidas y frágiles cuando Joe y yo llegamos al edificio, dos coches por detrás del de Dolan. La limusina de Frank ya estaba aparcada en la calle, y el chófer y Abbot Montoya le ayudaban a sentarse en la silla de ruedas.
Aparcamos entre un Porsche Boxster plateado y un Jaguar XK8 de color marrón claro. Abogados. Habían ido a sacar tajada. Cuando bajamos Pike se quedó mirando el edificio achaparrado. El sol de media mañana rebotaba con fuerza en las siete tiras de cristal azul y nos abrasaba. También se reflejaba en las gafas de Pike.
Mi socio me sorprendió al decir:
– Hacía mucho tiempo que no venía por aquí.
– Si no quieres entrar, puedes esperar aquí fuera.
La última vez que Joe Pike había ido allí había sido el día de la muerte de Abel Wozniak.
Pike me dedicó su conato de sonrisa de siempre.
– No será tan duro como el Mekong.
Se quitó la americana, se desabrochó la pistolera que llevaba al hombro y ató sus correas en torno al revólver Python del 357. Metió la chaqueta en el compartimiento que había tras los asientos, se desabotonó el chaleco y lo dejó con la americana. Luego se quitó la corbata y la camisa. Debajo llevaba una camiseta blanca sin mangas, y se quedó así. La camiseta, los pantalones gris marengo, los zapatos de piel negros, contrarrestados por los músculos bien definidos de los hombros y el pecho, y los tatuajes de un rojo intenso, formaban una combinación estética bastante llamativa. Una inspectora que salía del edificio se lo quedó mirando.
Le dimos nuestros nombres al vigilante del vestíbulo, y al cabo de unos minutos bajó Stan Watts.
– ¿Ha subido ya Frank García? -pregunté.
– Sí, sois los últimos.
Watts se había quedado al lado del ascensor, con los brazos cruzados, contemplando a Pike. Éste le aguantaba la mirada tras las gafas de sol.
– Yo conocía a Abel Wozniak -soltó Watts.
Pike no contestó.
– Por si no tengo otra oportunidad de decírtelo, que te den por el culo.
Pike ladeó la cabeza.
– Si quieres putearme, ponte a la cola.
– Oye, Watts -intervine-, ¿tú crees que ha sido Dersh?
No me contestó. Me pareció que seguía pensando en Joe.
Bajamos del ascensor en el quinto piso y seguimos a Watts por la sala general de Robos y Homicidios. Casi todos los inspectores estaban al teléfono, aunque aún quedaban más teléfonos sonando. Estaban muy ocupados debido a que la noticia estaba saliendo en los medios de comunicación, pero la sala se quedó muda cuando entramos. Todo el mundo clavó la mirada en Joe, que atravesaba la habitación.
A nuestras espaldas, una voz que no reconocí dijo algo apenas audible:
– Asesino de polis.
Pike no se dio la vuelta.
Watts nos acompañó a la sala de reuniones, donde Frank García estaba diciendo:
– Quiero saber por qué el hijo de puta ése sigue suelto. Si ese hombre ha matado a mi hija, ¿por qué no está en la cárcel?
El concejal Maldonado estaba de pie a un lado de Frank, con los brazos cruzados, y Abbot Montoya al otro, con las manos en los bolsillos. Dolan se había sentado lo más alejada posible de todo el mundo, como en las reuniones en que me habían puesto al día. Krantz y Bishop estaban hablando con Frank. El primero de ellos intentaba explicarle lo sucedido.
– Dersh es el sospechoso, señor García, pero aún tenemos que preparar el caso. El fiscal del distrito no quiere acusarle si no hay pruebas suficientes que garanticen una condena. No queremos dejar ningún cabo suelto. No queremos que se repita lo de O. J. Simpson.
– ¿Cómo se atreve a bromear con eso? -replicó Frank, con el rostro congestionado.
Bishop nos pidió que nos sentáramos.
– Sé que estáis preguntándoos qué ha pasado antes. Estábamos explicándole al señor García que la investigación ha sido más complicada de lo que hemos dejado entrever.
Bishop valía para aquello. Hablaba con calma y seguridad, y tanto Montoya como Maldonado estaban mucho más tranquilos que en el cementerio, aunque Frank temblaba ostensiblemente.
Maldonado no estaba nada satisfecho.
– Me gustaría que le hubiera parecido adecuado contarnos que había determinadas cosas que tenían que mantener en secreto, capitán. Al señor García le habríamos ahorrado el sobresalto que acaba de llevarse. Lo cierto es que todos estamos consternados. Son cinco muertos. Un asesino en serie. Y el hombre que dicen ustedes que es el culpable se presenta en el entierro.
Krantz se sentó con medio culo encima de la mesa y miró a Frank a los ojos.
– Quiero atrapar al cabrón que mató a su hija, señor García. Lamento que haya tenido que enterarse así, pero al mantener esto en secreto tomamos la decisión más acertada. Ahora que Dersh sabe que sospechamos de él, bueno, hemos perdido la ventaja que teníamos. Me encantaría saber quién coño informó a la prensa, para agarrarle por los huevos.
– Oiga, no me molesta que no me lo contaran, ¿vale? -replicó Frank-. Al principio estaba cabreado con ustedes pero puede que no tuviera razón. Lo único que me importa es que atrapen al hijo de puta que mató a Karen.
– ¿Por qué no acabas de ponerles al día, Harvey? -pidió Bishop.
Krantz estaba causando buena impresión y Bishop parecia satisfecho.
Harvey Krantz se lo contó todo, reconoció que había un total de cinco asesinatos y que hacía casi un año que habían montado un grupo operativo. Montoya preguntó por las primeras cuatro víctimas y Krantz repasó los nombres, empezando por el de Julio Muñoz.
Al oírlos, Frank se puso tenso, me miró primero a mí y luego a Dolan.
– Son las personas por las que me preguntó.
Krantz negó con la cabeza, convencido de que Frank se equivocaba.
– No, señor García. Cole no puede haberle preguntado por ellos. No sabía nada.
– Cole no. Ella.
Dolan carraspeó y se movió intranquila en la silla. Se miró un momento las manos abiertas sobre la mesa, y después afrontó la mirada de Krantz.
– Cole lo sabía todo.
La sala se quedó en silencio.
– ¿De qué está hablando, inspectora? -preguntó Krantz.
– Cole vino a verme y sabía lo de las cinco víctimas. Sabía cuál era la firma del asesino y conocía las identidades de los muertos, así que le conté lo del grupo operativo. Me consiguió una visita con el señor García para poder preguntarle por las cuatro primeras víctimas.
Krantz se quedó estudiando a Pike, y en cierto modo parecía satisfecho.
– Si lo sabía él, también lo sabía Pike.
– Sí -contestó el propio Pike.
– Supongo que ya sabemos quién se ha ido de la lengua.
– ¡Y una mierda, Harvey! -intervino Dolan-. Ellos no han dicho nada.
Frank García estaba dolido.
– ¿Lo sabíais y no me lo dijisteis?
– Fue lo mejor -se defendió Pike-. Krantz tiene razón en eso. Era lo más conveniente para la investigación.
– Iba a ir a contárselo al señor García, pero le convencí para que no lo hiciera, Harvey -explicó Dolan-. ¿Para qué iba a filtrar la información a la prensa? No tenía nada que ganar.
– ¿Cómo te enteraste de lo de las demás víctimas, Cole? -quiso saber Bishop.
– Soy investigador privado. Lo investigué.
Krantz se incorporó, indignado.
– ¿Ves lo que pasa cuando se mete a extraños en el caso? -dijo dirigiéndose a Bishop-. Llevamos un año con esto y ahora nos han jodido por culpa de estos tíos. Y de Dolan.
Dolan se puso en pie, con los ojos duros como casquillos de bala.
– ¡Vete a la mierda! Era lo único que podía hacer, cagón.
A Krantz se le encendió el rostro.
Bishop carraspeó y se acercó a Maldonado.
– No estamos jodidos, Harvey. De todos modos, vamos a realizar una detención -aseguró, dirigiéndose en realidad al concejal. Se giró hacia Dolan antes de continuar-. Me parece increíble que haya puesto en peligro nuestra investigación, inspectora. Esto es una infracción grave. Muy grave.
– Yo ya lo sabía, Bishop -dije-. Tenía las víctimas, lo de los federales, y estaba al tanto de que habíais montado un grupo operativo. Sólo quería saber por qué os interesaba tanto Dersh.
Krantz apretó las mandíbulas.
– ¿Qué demonios quiere decir eso? Nos interesa Dersh porque es el asesino.
– No tenéis ninguna prueba. Estáis presionando a Dersh porque necesitáis un culpable desesperadamente.
Frank desplazó la silla hacia adelante y tropezó con Montoya.
– Un momento, un momento. ¿Dersh no es el asesino?
– Sí. Sí que lo es -respondió Krantz.
– Lo único que tienen es un retrato psicológico que dice que el asesino probablemente sea alguien como Dersh. No tienen ninguna prueba de que realmente sea él. Nada.
Williams se inclinó hacia delante. Fue el primero de los demás en decir algo.
– Esto no viene al caso, Cole. Los federales nos avisaron de que el asesino intentaría meterse en la investigación, quizás inventándose que sabía algo, y eso es justo lo que hizo Dersh. Ya has leído los interrogatorios. Dersh convenció a Ward para bajar por aquella cuesta con el propósito de encontrar el cadáver -argumentó. De pronto comprendió lo que acababa de decir y se ruborizó-. Lo siento, señor García.
Frank quería que todo tuviera sentido porque lo que le interesaba era saber quién había matado a su hija.
– O sea que dice que ese Dersh es el asesino pero no puede probarlo, ¿no es así?
Krantz abrió las manos, conciliador.
– Aún no. Creemos que ha sido él pero de momento no tenemos ninguna prueba directa que le vincule con los crímenes. En eso Cole tiene razón.
– Entonces, ¿qué están haciendo para atrapar a ese hijo de puta?
Krantz y Bishop intercambiaron una mirada.
– Bueno -dijo Krantz encogiéndose de hombros-, ahora que hemos perdido la ventaja que teníamos lo único que podemos hacer es apretarle las tuercas. Vamos a tener que ponernos duros, registrar su casa en busca de pruebas y mantener la presión hasta que confiese o cometa un error.
– Estás chiflado, Krantz -exclamé.
Levantó las cejas.
– Menos mal que no llevas tú esta investigación…
Bishop observaba a Maldonado, a la espera de su reacción.
– ¿Qué le parece eso, concejal? -preguntó.
– Nuestro único interés es que se detenga al asesino, capitán. Por el asesinato de Karen García, desde luego, pero también por el bien de nuestra ciudad y por las demás víctimas. Queremos justicia.
Krantz inclinó la cabeza hacia donde estábamos Joe y yo.
– Antes que nada, lo mejor será ver dónde está la fuga.
– No hemos sido nosotros, Krantz -aseguré-. Podría haber sido algún agente de uniforme que oyera algo o quizás algún periodista listo que descubriera los hechos. O puede que hayas sido tú.
– He oído que tu novia trabaja en la KROK -dijo con una sonrisa-. Quizás eso tenga alguna relación.
Todos se me quedaron mirando, incluso Dolan.
– No se lo he contado a nadie, Krantz. Ni a mi novia ni a nadie.
Krantz volvió a sentarse a la mesa y dirigió a Maldonado una mirada cargada de intención.
– Bueno, ya lo descubriremos, pero ahora tenemos a un maníaco suelto. Hemos tenido una fuga de información muy importante y no podemos permitirnos otra. Si se repite, es posible que demos al traste con la operación y no consigamos detener al culpable.
Frank me miró, y luego a Joe. Éste observaba al anciano y me pregunté qué estaría pensando.
– No creo que ninguno de los dos haya dicho nada -afirmó Frank.
Maldonado mantuvo el contacto visual con Krantz y se encogió de hombros.
– Frank, me parece que la policía ha demostrado que podemos confiar en su labor. Espero sinceramente que el señor Pike y el señor Cole no estuvieran detrás de este… error, pero si confiamos en la policía, no hay motivo para no trabajar directamente con ellos.
– Atrapen a Dersh -replicó Frank.
– Exacto, señor García -confirmó Krantz-. Tenemos que atrapar a Dersh. No podemos permitirnos distracciones.
Frank tendió una mano a Joe.
– Tiene sentido, ¿verdad, Joe? No creo que se lo hayáis contado a nadie, pero si la policía está haciendo tan buen trabajo no es preciso que pierdas el tiempo y te quedes con ellos, ¿verdad?
– Verdad, Frank -contestó Joe, tan bajito que casi no le oí.
Krantz fue hasta la puerta y la abrió. Nadie dijo nada mientras nos íbamos.
Volvimos a pasar por la sala general y llegamos a mi coche.
– ¿Son imaginaciones mías o acaban de despedirnos? -pregunté.
– No son imaginaciones tuyas.
El Jeep de Pike seguía en la iglesia. Entré por el camino de acceso en dirección contraria para dejarle allí y paré delante de la puerta del coche. No habíamos hablado durante el trayecto y yo me preguntaba, como tantas otras veces, qué debía de sentir Joe tras las gafas de sol y la máscara inexpresiva de su rostro.
Tenía que estar dolido. Tenía que sentirse abandonado, furioso y avergonzado.
– ¿Quieres venir conmigo a casa para hablar?
– No hay nada de que hablar. Nos han echado. El caso es de Krantz.
Sacó la pistola de la guantera y la ropa de detrás del asiento, bajó del coche y se fue en su Jeep.
Me quedé pensando que me tocaba sentir todo aquello por los dos.
La vecina de la casa de al lado estaba en el jardín, regando unas plantas carnosas de un rojo intenso. Los vientos de Santa Ana se habían alejado, pero la quietud me hizo pensar que volverían. El aire nunca está tan sosegado en Los Ángeles como en esos momentos que preceden al regreso del viento, que vuelve a atacarnos y a incendiar el mundo. Quizá la serenidad es una advertencia.
La señora me llamó desde tan lejos que apenas la oí.
– ¿Qué tal por ahí?
– Muerto de calor. ¿Y sus hijos?
– Lo normal. Son chicos. Le he visto en la tele.
No sabía de qué hablaba.
– En las noticias de las doce. En el entierro. Oh, el teléfono.
Cerró el grifo del riego y se metió corriendo en casa.
Entré por la cocina y puse el televisor, pero sólo emitían culebrones. Pensé que mis quince minutos de fama habían llegado y se habían acabado como si tal cosa, y yo sin enterarme.
Me puse unos vaqueros y una camiseta y me preparé unos huevos revueltos. Me los comí de pie ante el fregadero, mirando por la ventana mientras bebía leche directamente del envase. El suelo de la cocina era de baldosas mexicanas, algunas de ellas todavía sueltas desde el terremoto del 94. Cuando no se tiene trabajo hay tiempo para pensar en cosas así, pero no sabía cómo arreglarlas. Pensé que podía aprender. Así tendría algo que hacer, y hasta podría ser gratificante. A diferencia de mi trabajo habitual.
Fui poniéndome encima de todas y cada una de las baldosas, balanceándome un poco para ver si se movían. Había seis sueltas.
Entró el gato y se sentó a mirarme junto a su cuenco. Llevaba algo entre los dientes.
– ¿Qué tienes ahí?
Lo que fuera que llevara se movió.
– Me parece que tengo que arreglar estas baldosas. ¿Me ayudas?
El gato salió de la casa a lo suyo. Ya sabía cómo se me daba hacer arreglillos.
A las cinco menos veinte ya había roto en pedazos cuatro de las baldosas y había cubierto el suelo de pedacitos de cemento. Volví a encender la televisión con la idea de dejar las noticias de fondo mientras arreglaba el suelo, pero allí estaba Eugene Dersh, plantado delante de su casa, mientras una docena de policías sacaban cajas de pruebas que iban pasando delante de la cámara. Se le veía asustado. Cambié de canal y me encontré con una noticia grabada: Dersh entrevistado desde la puerta de su casa, medio asomado por la ranura de cinco centímetros, que era lo que daba de sí la cadena, diciendo: «No entiendo nada de esto. Yo lo único que he hecho ha sido encontrar el cadáver de la pobre chica. Yo no he matado a nadie». Volví a cambiar de canal y me di de bruces con Krantz rodeado de periodistas. Cada vez que uno de ellos le preguntaba algo, él respondía: «Sin comentarios».
Apagué el aparato.
– Krantz. Menudo gilipollas.
A las seis y veinte, cuando andaba otra vez liado con las baldosas, entró Lucy con una gran bolsa blanca llena de comida china.
– Te llamé para avisarte de que iban a dar la noticia.
– Estaba en Forest Lawn.
– ¿Qué ha pasado con este suelo? -me preguntó, dejando la bolsa en la encimera.
– Estoy arreglando las baldosas.
– Ah.
Parecía tan entusiasmada como el gato.
– Elvis, ¿tú crees que ha sido ése?
Dersh ya era «ése».
– No lo sé, Luce. Me parece que no. Krantz quiere creer que ha sido Dersh y le parece que la forma de demostrarlo es presionarle hasta acabar con sus defensas. Todo lo que estamos viendo ahora sale directamente de Krantz. Ya estaba preparándolo cuando me he ido de Parker Center. Esos periodistas están diciendo exactamente lo que quiere que digan: que Dersh es culpable porque así lo indica el retrato psicológico.
– A ver, un momento. ¿No tienen nada concreto que vincule a Dersh con esos asesinatos?
– Nada.
Me senté en el suelo cubierto de polvo de cemento y le conté todo lo que sabía, empezando por Jerry Swetaggen, aunque sin decir su nombre. Mencioné el informe del criminólogo y los resultados de la autopsia, y todos los detalles del caso que recordé de las explicaciones de Dolan. Mientras yo hablaba, ella se quitó los zapatos y la chaqueta y se sentó conmigo en el suelo. Llevaba un traje de seiscientos dólares y se sentaba conmigo en el suelo sucio. Amor.
– ¿Me he subido a la máquina del tiempo y estoy en la Alemania nazi? -me preguntó cuando hube terminado.
– Aún hay más: Frank nos ha despedido.
Me miró con un cariño infinito y me acarició la cabeza.
– Veo que has tenido un día de perros.
– Peor.
– ¿Quieres que te dé un abrazo?
– ¿Tienes algo más para elegir?
– Lo que tú quieras.
Lucy sabía hacerme sonreír aunque la situación se torciera.
Después de pasar el aspirador por la cocina preparé dos copas. Lucy puso a Jim Brickman en el equipo de música y entre los dos metimos los envases de comida en el horno. Estábamos en ello cuando llamaron al timbre.
Samantha Dolan estaba plantada en la puerta.
– Espero que no te importe que me presente así, tan de improviso.
– Tranquila.
Llevaba vaqueros y una camisa blanca de hombre por fuera. Le brillaban los ojos, pero no porque hubiera llorado. No parecía muy estable.
Al entrar y ver a Lucy en la cocina, me tiró del brazo.
– Supongo que ésa es tu novia.
Se había tomado un par de copas, desde luego.
Entró en la cocina tras de mí y las presenté.
– Lucy, ésta es Samantha Dolan. Dolan, ésta es Lucy Chenier.
– No me llames Dolan, por el amor de Dios.
Se estrecharon las manos.
– Encantada -le dijo Lucy-. Eres policía, ¿no?
Dolan se aferró a su mano.
– De momento -contestó. Entonces vio las copas que nos habíamos servido-. Ah, estáis bebiendo. Acepto un trago encantada.
Se había tomado más de un par.
– ¿Te apetece un gin tonic?
– ¿Tienes tequila?
Más bien habían sido tres o cuatro.
Mientras le servía la copa, miró las baldosas con cara muy seria.
– ¿Qué ha pasado en el suelo?
– Bricolaje.
– Es la primera vez, ¿no?
Por lo visto, todo el mundo tenía algo que comentar sobre el tema.
– Estábamos a punto de cenar comida china -explicó Lucy-. ¿Quieres quedarte?
Dolan le sonrió.
– Qué acento. ¿De dónde eres?
– De Luisiana -contestó Lucy con una sonrisa-. ¿Y tú?
– De Bakersfield.
– Allí tienen muchas vacas, ¿no?
Le di la copa de tequila.
– Bueno, ¿qué pasa, Dolan?
– Krantz me ha echado del grupo operativo.
– Lo siento.
– No es culpa tuya. No tenía que haberme comportado así y no creo que fueras tú el que se fue de la lengua con la prensa -dijo, levantando su copa hacia Lucy-. Ni siquiera aunque tu amiga sea periodista. En fin, que no te echo la culpa; sólo quería que lo supieras.
– ¿Y qué vas a hacer?
Se echó a reír, con esa risa que aparece cuando la única alternativa posible es llorar.
– No puedo hacer nada. Bishop ha vuelto a ponerme en la mesa, pero no quiere olvidarse del tema. Dice que va a esperar unos días para que la cosa se enfríe y que luego lo comentará con los jefes adjuntos para ver qué es lo más conveniente. Está pensando en trasladarme a otro sitio.
– ¿Y todo porque has confirmado que Elvis ya lo sabía? -dijo Lucy.
– En Parker Center se toman muy en serio sus secretos, abogada. No permiten que nadie ponga en peligro una investigación, y eso es lo que creen que he hecho yo. Si soy buena y le hago la pelota a Bishop, a lo mejor me permite quedarme.
Lucy frunció el entrecejo.
– Si esto se convierte en un caso sexista, podrías llevarlo a los tribunales.
– Cariño, el sexismo es el único motivo por el que sigo allí. -Dolan se rió. Luego me miró y añadió-: Pero no he venido por eso. Estoy de acuerdo contigo sobre lo de Dersh: al hombre le están condenando de antemano. Lo malo es que en este momento no puedo hacer gran cosa sin jugarme el poco futuro que me queda.
– Lo comprendo.
– Krantz tiene razón en una cosa: Dersh y Ward mienten sobre algo. Estaba detrás del espejo falso cuando Watts les entrevistó. En la transcripción se ve un poco, pero en la sala era evidente. Por eso Krantz está tan convencido.
– ¿Y en qué mienten?
– No tengo ni idea, pero estoy convencida de que Ward está asustado. Sabe algo que no quiere decir. Yo no estoy en posición de hacer nada al respecto, superdetective, pero tú sí.
– Tal vez -dije.
Dolan apuró la copa y la dejó en la mesa. No le había durado mucho.
– Me voy a ir. Siento haberme presentado tan de improviso.
– ¿Seguro que no quieres quedarte a cenar?
Dolan fue hasta la puerta y desde allí se volvió hacia Lucy.
– Gracias de todos modos, pero seguramente no habría suficiente para las dos.
Lucy volvió a sonreír amablemente.
– Sí, tienes razón.
Cuando volví a la cocina, Lucy estaba abriendo los envases que había sacado del horno.
– Le gustas.
– ¿Qué dices?
– Supongo que no pensarás que ha venido hasta aquí sólo para hablar de Eugene Dersh, ¿verdad? Le gustas.
No respondí.
– ¡Qué cerda!
– ¿Estás celosa?
Lucy me dedicó una de sus sonrisas amables.
– Si estuviera celosa, en este momento te estarían dando puntos.
No cabía hacer muchos comentarios.
– ¿Y qué? ¿Vas a hacerlo? -prosiguió Lucy.
– ¿El qué?
– Intentar ayudar a Dersh.
Lo pensé un momento y asentí.
– Creo que no es el asesino, Lucille. Y el pobre hombre está solo y tiene todo el peso de la ciudad encima.
Lucy me abrazó.
– Típico de ti, mi amor. El último caballero andante.
Típico de mí.
A la mañana siguiente, con el aire fresco de primera hora, Lake Hollywood estaba en silencio. Me dirigí allí poco después del amanecer con la esperanza de adelantarme a los periodistas y a los curiosos, y lo conseguí. Había gente paseando y corriendo por los seis kilómetros del perímetro del lago otra vez, pero nadie se quedaba mirando con la boca abierta el lugar en el que habían encontrado a Karen García ni le prestaba la menor atención.
La policía había quitado la cinta amarilla y había retirado la vigilancia para abrir la zona al público. Dejé el coche junto a la puerta de la valla metálica y fui por el sendero y después por la maleza hasta el punto donde habían hallado el cadáver. Aún se veían las huellas, grabadas en la tierra, por donde la gente de la oficina del forense se había llevado a Karen. Unas manchas de sangre del color de las rosas muertas señalaban el lugar donde había caído.
Me quedé mirando el panorama durante un momento y después fui siguiendo el lago hacia el norte, contando pasos. La orilla caía tan abruptamente un par de veces y estaba tan cubierta de maleza que tuve que quitarme los zapatos y meterme en el agua, pero en general era bastante llana y estaba limpia, lo que permitía avanzar a un buen ritmo.
A cincuenta y dos pasos de las manchas de sangre encontré un trozo de cinta de color naranja pegado a un árbol que señalaba el punto en el que Dersh y Riley habían llegado al agua. La cuesta era pronunciada; sus huellas, que mostraban que habían dado pasos largos por el terreno resbaladizo, todavía eran visibles, y seguían bajando por entre unos árboles bajos. Las seguí en dirección contraria y enseguida me encontré en una parte en la que tuve que abrirme camino entre unos densos arbustos antes de salir al sendero. Allí había pegado otro trocito de cinta naranja que señalaba el punto donde Dersh le había dicho al investigador que se habían apartado del camino.
Subí unos cien metros por el sendero y después volví pasada la cinta y recorrí aproximadamente la misma distancia. Desde más arriba veía el lago, pero no desde la cinta naranja, por lo que me pareció extraño que hubieran elegido aquel punto para bajar. La maleza era densa; el follaje, espeso, y la luz, escasa. Ningún chaval que hubiera pasado un par de años con los boy scouts habría decidido ir por allí, y de hecho nadie con sentido común habría tomado ese camino. Claro que quizá ni Dersh ni Ward habían sido boy scouts, o a lo mejor sólo se habían desviado para echar una meada. O quizá se habían metido por allí sin más, sin pensar, como podrían haber ido por cualquier otro sitio, sin fijarse en que no era el más indicado.
Volví al coche, bajé hasta el Jungle Juice y busqué en su guía telefónica el número de Riley Ward & Associates. Copié el teléfono y la dirección antes de encaminarme a West Hollywood.
Ward tenía sus oficinas en una casa reformada en lo que en otros tiempos había sido una calle residencial al sur de Sunset Boulevard. La casa tenía delante un porche precioso, y la madera, muy trabajada, estaba pintada en vivos colores: amarillo, rosado y azul turquesa, ninguno de los cuales combinaba con las dos furgonetas de cadenas de televisión que había aparcadas frente al edificio.
Dejé el coche en el pequeño aparcamiento de la consulta de un dentista y esperé. Dos hombres entraron en la casa de Ward. Uno de ellos era un presentador con pinta de surfista que me sonaba. Estuvieron dentro quizás unos tres minutos y después salieron y se quedaron junto a la furgoneta, con cara de decepción. Ward seguía rechazando las entrevistas. O quizá no estaba.
Llegó una tercera furgoneta, de la que bajaron dos chicos, uno asiático con gafas de concha negra y el otro rubio y con el pelo muy corto. El primero llevaba mechas blancas en el pelo, como buscando el look eurotrash. Se acercaron al surfista y su amigo, se dijeron algo y se pusieron a reír. Entonces salió una chica de la otra furgoneta y se dirigió a ellos. Llevaba un vestido ligero amarillo intenso, zapatos de plataforma con los que tenía que ser casi imposible andar y gafas a la última. Esclavos de la moda.
Me acerqué con una amplia sonrisa, como si todos fueramos periodistas colegas de trabajo.
– ¿Habéis venido a ver a Ward?
– No deja entrar a nadie -contestó el surfista-. Vamos a esperar aquí fuera.
– A lo mejor no está.
– Sí que está -replicó la chica del vestido amarillo-. Le he visto entrar esta mañana.
– Ah.
Me dirigí hacia la puerta principal.
– Ni lo intentes, amigo -añadió ella-. No querrá hablar contigo.
– Ya veremos.
El pequeño porche daba a lo que había sido el salón, convertido ahora en recepción. El aroma del café recién hecho era intenso dentro de la casita, aunque percibí otro aroma, algo dulce, como si alguien hubiera llevado bollos. Una joven vestida con un mono negro y un chaleco me observó con desconfianza desde detrás de una mesa de cristal sobre la que había una pequeña placa que decía «Holly Mira».
– ¿Qué desea?
– Hola, Holly. Elvis Cole. Vengo a ver al señor Ward -anuncié. Le di mi tarjeta y añadí en voz baja-: Es por lo de Karen García.
Dejó la tarjeta en la mesa sin mirarla siquiera.
– Lo siento. El señor Ward no concede entrevistas.
– No soy periodista, Holly. Trabajo para la familia de la chica asesinada. Como comprenderá, les gustaría hacer algunas preguntas.
Se relajó, pero aun así no tocó la tarjeta.
– ¿Trabaja para la familia?
– La familia García. Su abogado se llama Abbot Montoya. Puede llamarle si quiere -sugerí. Saqué la tarjeta que me había dado Montoya y la coloqué junto a la mía-. ¿Me hace el favor de decirle al señor Ward que la familia le estaría muy agradecida si me recibiera? Le prometo que no le entretendré mucho.
Holly leyó las dos tarjetas y me sonrió con cautela.
– ¿De verdad es detective privado?
– Bueno, soy lo que podría considerarse el mejor ejemplo posible de la profesión -contesté, intentado parecer modesto.
Holly sonrió un poco más.
– Sé que tiene una teleconferencia dentro de poco, pero estoy segura de que querrá hablar con usted.
– Gracias, Holly.
Dos minutos después, Riley Ward salía tras Holly a la recepción con las dos tarjetas en la mano. Llevaba una camisa granate abrochada hasta el cuello, pantalones grises y mocasines italianos del mismo color, pero ni siquiera la ropa cara podía ocultar su incomodidad.
– ¿Señor Cole?
– Sí. Le agradezco que me reciba, teniendo en cuenta lo que está pasando.
Agitó las tarjetas nerviosamente. Parecía alterado.
– Ni se lo imagina. Está siendo una pesadilla.
– Estoy seguro.
– Es que lo único que hicimos fue encontrarla y, bueno, Gene no es ningún asesino. Y ya está. Dígaselo a la familia, por favor. Ya sé que no me creerán, pero es la verdad.
– Sí, se lo diré, aunque no he venido a hablar del señor Dersh. Estoy intentando disipar algunas de las dudas de la familia, no sé si me entiende. Me refiero a dudas acerca del cadáver.
Miré de reojo a Holly antes de decirlo, para dar a entender que las incertidumbres de la familia era mejor tratarlas en privado.
Ward asintió.
– Bueno, muy bien. ¿Por qué no pasa a mi despacho?
Era una habitación grande, con un gran tablero que hacía las veces de mesa, un sofá mullido y sillas a juego. Varias fotos de Ward con una mujer atractiva y dos niños de dientes prominentes cubrían una mesa alargada situada tras el tablero. Ward señaló el sofá.
– ¿Le apetece un café?
– No, gracias.
Riley miró por la ventana las furgonetas de los periodistas y después se sentó en la silla que quedaba ante las fotografías.
– Me están trastornando. Han ido a mi casa. Cuando he llegado esta mañana ya estaban aquí. Esto es una locura.
– Estoy seguro.
– Y ahora tengo que perder el día buscando un abogado, y para el pobre Gene es mucho peor.
– Sí, desde luego -corroboré, sacando un cuaderno como si fuera a tomar notas. Me incliné hacia él, mirando de reojo las ventanas como si temiese que nos oyeran-. Señor Ward, lo que voy a decirle ahora, bueno, le agradecería que no lo comentara, ¿de acuerdo? La familia le estará agradecida. Si alguien se entera de esto podría repercutir negativamente en la investigación.
Me escrutó con cierto nerviosismo. Casi se le oía pensar: «Y ahora, ¿qué?».
Hice una pausa.
Se dio cuenta de que estaba esperando su respuesta y asintió.
– Muy bien. Sí, desde luego.
– La familia considera que la policía anda despistada con lo del señor Dersh. No estamos convencidos de que hayan encontrado al culpable.
Un rayo de esperanza le iluminó el semblante. Me sentí como un perro.
– Pues claro que no. Gene es incapaz de una cosa así.
– Estoy seguro. Bueno, pues la familia está investigando por su cuenta, no sé si me entiende.
Asintió. Veía una escapatoria para su amigo Gene.
– Y tengo unas cuantas preguntas, ¿sabe?
– Cómo no. Le ayudaré en todo lo que pueda.
Ya estaba deseando colaborar, estaba impaciente por ayudar.
– Muchas gracias. Está relacionado con el motivo por el que se alejaron del sendero.
De repente ya no pareció tan deseoso de hablar.
– Queríamos contemplar el lago.
Sonreí, todo amabilidad.
– Bueno, ya lo sé, pero después de leer sus declaraciones fui al lago y recorrí el camino con la policía.
Ward torció el gesto y miró el reloj.
– Holly, ¿aún no ha llamado el dichoso abogado?
– Todavía no -contestó su secretaria.
– Encontré la cinta que habían utilizado para marcar el punto en el que ustedes se apartaron del sendero principal. El sotobosque es bastante denso por allí.
Cruzó los brazos y frunció más el entrecejo. Era evidente que estaba incómodo.
– No lo entiendo. ¿Esto es lo que quiere saber la familia?
– Es que siento curiosidad por saber por qué se alejaron del sendero justo allí. Había otros sitios desde los que era más fácil bajar.
Riley Ward se me quedó mirando durante unos treinta segundos sin moverse, y luego se humedeció los labios mientras pensaba tan afanosamente que casi se veían las ruedecitas y los engranajes girando en su cabeza.
– Bueno, no nos lo pensamos mucho. Quiero decir que no exploramos para ver si era el mejor sitio para bajar. Bajamos sin más.
– Diez metros más allá hay mucha menos maleza.
– Queríamos bajar al lago y así lo hicimos.
Se puso en pie de repente, se dirigió a la puerta y volvió a llamar a Holly.
– ¿Quieres hacer el favor de telefonearle otra vez? No soporto esta espera. -Se metió las manos en los bolsillos, las sacó y me hizo un gesto-. ¿A quién le importa por qué nos salimos del sendero por allí? ¿Qué interés puede tener eso?
– Pues bastante, sobre todo si fue porque alguien de aspecto amenazador los asustó. Esa persona podría ser el asesino.
Ward se relajó de repente, como si lo que le preocupaba se hubiera alejado hasta un lugar remoto en el horizonte, y esbozó una sonrisa.
– No, lo siento. No nos asustó nadie. No vimos a nadie.
Fingí que anotaba algo.
– Así que básicamente lo que pasó fue que a Gene se le ocurrió bajar al lago justo en aquel momento, y bajaron sin más. ¿Y ya está?
– Así es. Ojalá hubiera visto a alguien allí arriba, señor Cole. Sobre todo tal como están las cosas. Siento lo de la chica. Me gustaría ayudarle, pero no puedo. Ojalá pudiera hacer algo por Gene.
Fijé la vista en el cuaderno como si faltara algo. Le di unos golpecitos con el bolígrafo.
– Bueno, ¿podría haber otro motivo?
– No entiendo a qué se refiere.
– Un motivo que les empujara a salirse del sendero en algún punto en concreto -expliqué-. A lo mejor estaban haciendo algo que no querían que nadie viera.
Riley Ward palideció.
Holly apareció en el umbral de la puerta.
– El señor Mikkleson al teléfono.
Ward dio un respingo como si le hubieran aplicado una picana.
– ¡Gracias a Dios! Es el abogado, señor Cole. Es una llamada muy importante.
Se sentó a la mesa y levantó el auricular. Salvado por la campana.
Guardé el cuaderno y me acerqué a Holly, que seguía junto a la puerta.
– Le agradezco que me haya dedicado su tiempo, señor Ward. Gracias.
Titubeó, cubriendo el teléfono con la palma de la mano.
– Señor Cole, no se olvide de dar el pésame a la familia de mi parte. Gene no le hizo ningún daño a la chica. Sólo quería ayudar.
– Se lo transmitiré. Gracias.
Salí tras Holly a la recepción y fuimos hasta la puerta principal. Los periodistas seguían allí, agrupados en la calle. Había aparecido una cuarta furgoneta.
– Parece buena persona -comenté.
– Huy, Riley es un sol.
– Es comprensible que esté nervioso -dije.
Holly me sostuvo la puerta e intentó contener una sonrisita.
– Bueno, ha tenido que responder muchas preguntas delicadas.
– ¿A qué te refieres?
– Riley y Gene son muy buenos amigos. -Me miró fijamente-. Muy buenos amigos.
Salí al porche, pero ella se quedó dentro.
– ¿Más que dos amigos que van de paseo juntos por la montaña?
Asintió.
– ¿Son amigos muy, muy íntimos?
Salió y se puso a mi lado, cerrando la puerta tras ella.
– Riley no sabe que lo sabemos, pero ¿cómo puede ocultarse algo así? Gene se quedó prendado de Riley la primera vez que vino a la oficina, y desde entonces le persiguió descaradamente.
– ¿Cuánto tiempo llevan?
– No mucho. Riley se va de paseo con Gene tres veces por semana, pero nosotros sabemos lo que pasa en realidad -me dijo arqueando las cejas. Entonces entró en la casa y miró por encima del hombro para cerciorarse de que no había nadie que pudiera oírla-. Ya me gustaría a mí que me persiguiera alguien tan guapo como Gene.
Le dediqué mi mejor sonrisa.
– Para mí que algún hombre muy guapo está a punto de perder la chaveta por ti, Holly.
Pestañeó repetidamente sin dejar de mirarme y sonriendo.
– ¿Tú crees?
– Tengo novia. Lo siento.
– Bueno, si alguna vez te apetece cambiar…
Dejó la frase inconclusa, me sonrió más abiertamente aún e hizo ademán de volver al trabajo.
– ¿Holly?
Me sonrió.
– No le digas a nadie más lo que acabas de contarme, ¿vale?
– Quedará entre tú y yo -contestó, antes de cerrar la puerta.
Bajé los escalones del porche de la preciosa casita y crucé la calle hasta donde tenía el coche. Los periodistas y los cámaras me miraban. El surfista tenía cara de mala uva.
– Eh, ¿has hablado con Ward? -me gritó.
– No. Sólo les he pedido que me dejaran ir al lavabo.
Soltaron un suspiro colectivo y se relajaron. Aquello les gustaba más.
Me senté en el coche, pero no arranqué. Solucionar un caso es como vivir una vida. Uno puede ir avanzando con la cabeza gacha, tirando del arado con esfuerzo, cuando de repente pasa algo y el mundo cambia y ya no es lo que parecía. De pronto todo adquiere otra apariencia, como si el mundo hubiera cambiado de color, ocultando cosas que antes se veían y al mismo tiempo descubriendo otras que en otras circunstancias nunca habríamos visto.
Una vez fui muy amigo de un hombre. Era un policía que llevaba dieciséis años en el cuerpo, un hombre bueno y respetable. Estaba casado desde hacía muchos años con una mujer a la que era fiel, tenía tres hijos con ella y una cabaña en Big Bear. Era un hombre feliz, hasta el día que abandonó a su esposa de siempre y se casó con otra. Cuando me lo contó le comenté que no sabía que tuviera problemas con su mujer, y me confesó que él tampoco. Su esposa quedó destrozada y mi amigo se sentía terriblemente culpable. Le pregunté, como suelen hacer los amigos, qué había pasado. «Me he enamorado», respondió. Había conocido a una mujer en la cola del banco, y en lo que duró aquella conversación su mundo cambió por completo y para siempre. El amor le había pillado por sorpresa.
Pensé en Riley Ward y en la mujer y los dos niños de las fotos de su despacho. Pensé que quizá también a él la situación le había pillado por sorpresa, y de repente las contradicciones entre su versión de lo sucedido en el lago y la de Dersh, lo mismo que su actitud esquiva y defensiva en el interrogatorio, cobraron muchísimo sentido. Y nada de aquello guardaba la menor relación con las teorías de policías e investigadores privados con muy poco trabajo.
Dersh y Ward habían salido del sendero en la parte más densa para esconderse de quien pudiera pasar por allí. No querían ver nada ni querían que nadie los viera.
Habían bajado hasta la orilla precisamente porque aquella zona era prácticamente intransitable, sin sospechar que el cadáver de Karen García les estaba esperando y les obligaría a inventarse una excusa para explicar por qué habían acabado en un lugar tan poco accesible. Habían mentido para proteger los mundos que se habían creado los dos, pero de repente una mentira mucho mayor había empezado a alimentarse de su miedo.
Me quedé allí en el coche, compadeciendo a Riley Ward, un hombre que tenía mujer, dos hijos y un amante secreto, y después me fui a llamar a Samantha Dolan.
La oficina se había llenado de una luz dorada cuando Dolan me devolvió la llamada. No me importó. Iba por la segunda lata de Falstaff y ya estaba pensando en la tercera. Me había pasado casi todo el día contestando el correo, pagando facturas y hablando con el reloj de Pinocho. Aún no me había contestado, pero quizá con un par de cervezas más…
– Dios mío, habla como Escarlata O'Hara -me soltó Dolan-. ¿Cómo lo soportas?
– He ido a ver a Ward esta mañana. Tenías razón: mentían.
Me acabé la cerveza y miré de reojo la neverita. Debería haber sacado la tercera antes de empezar a hablar.
– Te escucho.
– Ward y Dersh se apartaron del sendero porque están enrollados.
Silencio.
– ¿Dolan?
– Sigo aquí. ¿Te lo ha dicho él? ¿Te ha dicho que por eso se salieron del sendero?
– No, Dolan, no me lo ha dicho Ward. Tiene mujer y dos hijos y me da la impresión de que sería capaz de cualquier cosa con tal de que no se enteraran.
– Tranquilo.
– Lo he sabido por alguien que trabaja en su despacho. Se ve que es la comidilla de toda la familia, Dolan, y he tardado como veinte minutos en enterarme. No puede decirse que os matarais precisamente en el trabajo de investigación de sus antecedentes.
– Te he dicho que te tranquilices.
La oí respirar. Ella debía de oírme a mí.
– ¿Te encuentras bien? -me preguntó.
– Me jode lo de Dersh. Me jode que todo esto vaya a salir a la luz y haga sufrir a la familia de Ward.
– ¿Quieres ir a tomar una copa?
– Me las arreglo solo, Dolan.
Guardó silencio durante un rato. Pensé en sacar otra cerveza pero me contuve. Pinocho me observaba.
– Iba a llamarte -dijo por fin.
– ¿Por qué?
– Hemos encontrado a Edward Deege.
– ¿Sabía algo?
– Eso nunca lo sabremos. Estaba muerto.
Me recosté en la silla y miré por el ventanal. A veces pasaban volando las gaviotas, a toda prisa o planeando en el aire, pero aquella tarde el cielo estaba vacío.
– Unos albañiles lo han encontrado en un contenedor, cerca del lago. Parece ser que lo han matado a golpes.
– ¿No sabéis qué ha pasado?
– Seguramente se lió a puñetazos con otro vagabundo. Ya sabes cómo son esas cosas. Puede que le robaran o que él le quitara la pasta a otro. El distrito de Hollywood está en ello. Lo siento.
– ¿Qué vais a hacer con lo de Ward?
– Voy a decírselo a Stan Watts y a ver qué le parece. Stan es buen tío. No se pasará.
– Perfecto.
– Es la única oportunidad que tiene Dersh.
– Perfecto.
– ¿Seguro que no quieres ir a tomar una copa?
– Seguro. Otro día será.
Guardó silencio. Cuando finalmente volvió a hablar, lo hizo en voz baja.
– ¿Sabes una cosa, superdetective?
– ¿Qué?
– No estás cabreado sólo por lo de Ward.
Colgó y me quedé con la duda de qué habría querido decir.
Aquel día
El dolor le quema por dentro como le ardía la piel cuando le pegaban de pequeño, pero le quema tanto que se le retuercen los nervios bajo la piel como si unos gusanos eléctricos le hurgaran en la carne. Puede dolerle hasta el punto de tener que morderse los brazos para no chillar.
Lo más importante es el control.
Ya lo sabe.
Si eres capaz de controlarte, no pueden hacerte nada.
Si eres capaz de mantener el dominio de ti mismo, acabarán pagando.
El asesino llena la primera jeringuilla con Dianabol, un esteroide del tipo metandrostenolona que compró en México, y se lo inyecta en el muslo derecho. La siguiente la carga con Somatropin, una hormona del crecimiento sintética que también se encuentra en México y que se utiliza para engordar el ganado. Esta se la pone en el muslo izquierdo, y disfruta de la sensación de ardor que siempre acompaña a la inyección. Hace una hora se ha tragado dos comprimidos de androstena para aumentar la producción de testosterona. Va a esperar unos minutos más y después se tumbará en el banco acolchado para levantar pesas hasta que los músculos no den más de sí, y sólo entonces descansará. Para conseguir algo hay que sufrir, y el asesino necesita fuerza, envergadura y potencia porque todavía tiene que matar a más gente.
Admira su físico desnudo en el espejo de cuerpo entero y lo flexiona. Músculos tensados. Abdominales como adoquines. Tatuajes que profanan su carne. Muy bonito. Se pone las gafas de sol. Mucho mejor.
El asesino se tumba boca arriba en el banco acolchado y espera a que los productos químicos corran por sus venas. Está satisfecho porque la policía ha encontrado por fin el cadáver de Edward Deege. Forma parte de su plan. Ahora interrogarán a los vecinos y encontrarán pruebas que él mismo ha colocado. Eso también forma parte del plan, un plan que ha preparado tan minuciosamente como su cuerpo y su venganza.
Se dice que debe tener paciencia.
Los manuales militares afirman que ningún plan de ataque supera el primer contacto con el enemigo. Hay que ser flexible. Hay que dejar que los planes evolucionen.
Su plan ya se ha transformado varias veces (Edward Deege ha sido uno de los cambios), y sin duda volverá a transformarse. Con lo de Dersh, por ejemplo. Le molestaba toda la atención que estaba recibiendo Dersh, hasta que se dio cuenta de que podía incluir aquello en el plan, como había hecho con Deege. Era una bendición del cielo. Gracias a Dersh, en un momento que le supo a gloria, el plan cambió de muerte a cadena perpetua. Humillación. Vergüenza.
La capacidad de adaptarse lo es todo.
Él mismo está transformándose. Todo el mundo cree que es reservado. Todo el mundo cree que es tímido.
Es lo que le conviene.
El asesino se relaja y se permite divagar, pero no piensa en Dersh ni en el plan ni en su venganza. No puede evitar recordar aquel día horrible. A estas alturas debería haber aprendido. Siempre acaba pensando en aquel día como si quisiera mortificarse. Es mejor jugar la partida constante de ajedrez -su plan- que regodearse en el sufrimiento, pero durante muchos años el sufrimiento ha sido lo único que ha tenido. Su sufrimiento le define.
Nota las lágrimas que nunca ha dejado que nadie viera y cierra los ojos con fuerza. Las lágrimas se cuelan por debajo de las gafas de sol y dejan un rastro de ácidos recuerdos.
Siente los latidos. Se aprieta el cinturón hasta que la piel queda insensible. Siente puñetazos en los hombros y en la espalda. Chilla y suplica y llora, pero los que le quieren más son quienes más le odian. «No hay nada como el hogar.» Correr. Pasear. Una vuelta en autobús. Huye de un lugar en el que la bondad y la crueldad son una misma cosa, y el amor y el odio, indistinguibles. Está ante una cafetería y se le acerca un hombre. Es un hombre amable que reconoce su dolor. Le apoya la mano en el hombro. Palabras de consuelo y amistad. El hombre le aprecia. Le reconforta. Lo demás llega con facilidad. Amor. Dependencia. Traición. Venganza. Arrepentimiento.
Recuerda aquel día con todo lujo de detalles. Ve todas las imágenes como si la película de su vida pasara fotograma a fotograma, todas las fotografías descarnadas, claras, con colores vivos y nítidos. El día en que los que odia se llevaron al hombre. Se lo arrebataron, lo destruyeron, lo mataron. Aquel día, tras todos estos años y todos los cambios, sigue haciéndole sufrir tanto que todas las células de su cuerpo están marcadas por él.
Estuvo jodido durante años hasta que consiguió controlarse. Subyugó sus sentimientos y su vida. Se dominó, se contuvo, se preparó para lo que tenía que hacer.
Las lágrimas cesan y abre los ojos. Se los seca con la mano y se sienta.
Control.
Controla la situación.
Tiene que compensar su sufrimiento, y ahora ya puede hacerlo. Ya no es débil, ya no está indefenso.
Tiene un plan de venganza contra quien más le hizo sufrir y una lista de conspiradores.
Los mata uno por uno porque la revancha es una putada y él es el más puta, el más puta que ha pisado las calles de esa ciudad llena de ángeles.
Los militares llaman a eso «comprometerse con la misión».
Él está más comprometido con su misión que nadie.
Van a pagar.
Se levanta del banco y flexiona los músculos hasta que la piel se tensa, las venas se marcan y las flechas de un rojo intenso resplandecen en los deltoides.
Dersh.
El sueño de Pike
Corría sin seguir el camino porque así costaba más. Las ramas muertas de los árboles caídos le arañaban las piernas como garras surgidas de la tierra. Las hojas marrones que cubrían el suelo del bosque eran resbaladizas, pero él corría en zigzag, esquivando los árboles, las plantas rastreras y los hoyos, que le obligaban a esforzarse para mantener el equilibrio. No podía adoptar un ritmo de carrera porque también iba pasando por encima de las trampas de caza y saltando grandes ramas caídas, pero precisamente por eso lo hacía así. El manual de entrenamiento de marines que había comprado en una librería de segunda mano llamaba a ese tipo de carrera «entrenamiento fartlek», una invención de los soldados alpinos suecos que era la agotadora base de la legendaria carrera de obstáculos de los marines. El manual decía que para conseguir hombres duros era necesario un entrenamiento duro.
Joe Pike, a los catorce años.
Le encantaba el olor del bosque en invierno y la paz que sentía cuando estaba solo. Pasaba todo el tiempo que podía allí, leyendo, pensando y haciendo los ejercicios del manual, que se había convertido en su biblia. Encontraba placer en el agotamiento, y tenía la sensación de haber conseguido algo con el sudor. Joe había decidido alistarse en los marines en cuanto cumpliera diecisiete años. Lo pensaba todos los días y soñaba con ello todas las noches. Se imaginaba imponente con su uniforme de gala o moviéndose sigilosamente por las selvas asiáticas en la guerra que se libraba a medio mundo de distancia (aunque sólo tenía catorce años y esa guerra seguramente terminaría pronto). Tenía mil fantasías distintas sobre su vida con los marines, pero lo que más se imaginaba era que subía a un autobús que le alejaba de su padre. En casa tenía su propia guerra. La de Vietnam no podía ser peor.
Joe seguía siendo alto para su edad y empezaba a ganar corpulencia. Tenía la esperanza de que si a los dieciséis años parecía lo bastante mayor, su madre se dejara convencer y falsificara los papeles para así entrar antes en los marines. Era posible que hiciera eso por él.
Si por entonces seguía viva.
Joe aceleró aún más el ritmo hacia el final de la carrera. Se le congelaba el aliento al entrar en contacto con el aire, pero estaba sudando a mares y no sentía el frío, aunque sólo llevaba pantalones cortos rojos, Keds de baloncesto y una camiseta verde sin mangas. Había corrido una hora arroyo arriba, después se había dado la vuelta y ya casi estaba donde había empezado cuando oyó las risas y se detuvo. El arroyo discurría por el pie de una pendiente, bajo un camino de grava, y Pike vio a dos chicos y a una chica que aparecían en lo alto e iban bajando por un sendero muy desgastado hacia el arroyo.
Se metió entre los árboles.
Los dos chicos eran mayores y más corpulentos qué él, y Joe pensó que debían de ser alumnos de tercero o cuarto del instituto en el que él hacía primero. Tendrían unos diecisiete años.
El más robusto iba abriendo camino, apartando las ramas bajas y cargando con un macuto. El otro marchaba en último lugar. Llevaba el pelo largo como un hippie y un bigotillo ridículo, pero tenía buenos hombros y buenos muslos. Le colgaba un cigarrillo de los labios. La chica tenía forma de pera, con el trasero ancho. Todos los rasgos estaban apretujados en el centro de una cara de pan de kilo, y sus ojos eran dos hendiduras estrechas que le daban un aspecto mezquino. Llevaba una lata de gasolina de cinco litros, como las que utilizaba Joe para la segadora, y se reía.
– No tenemos que bajar andando hasta África, Daryl. No hay nadie.
Al oír su nombre, Joe reconoció al chico del macuto. Daryl Haines había dejado el instituto y trabajaba en la gasolinera Shell. Durante un tiempo había estado de dependiente en Pac-a-Sac, vendiendo tabaco y refrescos, pero le habían pillado sisando dinero de la caja y le habían despedido. Tenía dieciocho años, quizá más. Daryl había llenado una vez el depósito del Kingswood, pero el señor Pike había visto gasolina derramada por la chapa. Se había puesto hecho una furia y había montado un número. Desde entonces, cada vez que iba a la Shell se llenaba él mismo el depósito, y Daryl se acojonaba sólo de verle. Una vez había señalado al chico delante de Joe y había dicho: «Ese chaval es un mierda».
En el bosque, Joe oyó que Daryl decía:
– Tú tranquila, guapa, que sé adonde voy.
La chica volvió a reírse y sus ojitos alargados le dieron un aspecto peor aún, malvado.
– No voy a esperar todo el día para pasármelo bien, Daryl, sólo porque tú seas un gallina.
El que iba detrás imitó un cacareo, y el cigarrillo se le agitó entre los labios.
Daryl se detuvo de golpe y se dio la vuelta.
– ¿Quieres que te parta la cara, gilipollas?
El chaval se encogió de hombros.
– Yo no quería decir nada, tío.
– ¡Gilipollas!
Entonces la chica se puso a cacarear mirando al chaval del cigarrillo.
Daryl se dio por satisfecho con aquello y siguió avanzando por el camino.
Joe les dio un poco de ventaja y les siguió. Se movía con cuidado y despacio para esquivar las ramas, evitando pisar las hojas en la medida de lo posible y, cuando no había otra solución, metiendo la puntera bajo la capa más superficial y crujiente para poner el peso en la materia húmeda que había debajo. Pike pasaba tanto tiempo en el bosque que lo conocía muy bien, y sabía seguir con sigilo a los ciervos de Virginia que había por la zona. Se sentía a gusto formando parte de aquel lugar hasta el punto de ser invisible. Una vez su padre había salido tras él y le había perseguido por el bosque de detrás de la casa, pero Joe había sabido ocultarse y no lo había encontrado. Estar oculto era estar a salvo.
No fueron muy lejos.
Daryl les llevó arroyo arriba hasta un pequeño claro. Era un sitio en el que los jóvenes solían hacer fiestas y beber, y por el suelo había restos de hogueras y latas de cerveza.
– Bueno, muy bien. Sácalo de la bolsa y que empiece el espectáculo -pidió la chica.
El del cigarrillo dijo algo que Pike no llegó a entender y se rió como un dibujo animado idiota.
Daryl dejó el macuto en el suelo y sacó un gatito negro. Lo sostuvo por el pescuezo y las patas traseras, y le advirtió:
– Mejor que no me arañes, cabrón.
Pike se metió en el lecho del arroyo y avanzó por aquel terreno blando para acercarse más. El gato era adulto, pero pequeño, por lo que supuso que sería una hembra. Al lado de Daryl parecía aún más minúsculo, con los ojos amarillos bien abiertos por el miedo. Asustado por el viaje en la bolsa y por aquella gente, pero también por el bosque. A los gatos no les gustan los sitios desconocidos en los que algo puede hacerles daño. El gatito soltó un maullido agudo que a Joe le pareció triste. Sólo tenía una oreja, y Joe se preguntó cómo habría perdido la otra.
La chica destapó la lata, riéndose como si acabara de ganar un premio.
– Empapálo bien con esto, Daryl.
– Deberíamos haber traído gasolina -se quejó el del cigarrillo.
– ¡El aguarrás es mejor! -exclamó ella-. No tienes ni idea.
Lo dijo como si hubiera hecho aquello cien veces. Pike pensó que seguramente era así.
Por primera vez en dos horas, notó el frío. Iban a quemar a aquel animal, a prenderle fuego. A escuchar sus chillidos. A verlo retorcerse y estremecerse hasta morir.
– Trae la lata -ordenó Daryl-. Venga, corre, antes de que este cabrón me muerda.
Daryl aguantó el gato en el suelo tan lejos de sí como pudo, mientras el del cigarrillo agarraba la lata y vertía aguarrás por encima del animal. Al notar el líquido, el gato se encorvó e intentó escapar.
– Quiero encenderlo yo -pidió la chica. Le resplandecían los ojillos.
– Vale, pero no me jodas y no vayas a quemarme a mí -contestó Daryl.
El del cigarrillo hurgó en el bolsillo de la camisa y sacó cerillas de cocina. Se le cayeron casi todas. La chica recogió una e intentó encenderla en la cremallera de los vaqueros.
– ¡Date prisa, joder! -gritó Daryl-. ¡No puedo aguantar a este mamón todo el día!
Joe Pike observaba a aquellos dos chicos mayores que él y a la chica fea. El pecho se le agitaba como si todavía estuviera corriendo.
La primera cerilla se le rompió.
– ¡Mierda! -exclamó la chica.
Buscó otra, la frotó contra la cremallera y la encendió.
– ¡Vale! -gritó el del cigarrillo.
– ¡Date prisa! -la exhortó Daryl.
Joe agarró una rama caída en el barro. Medía aproximadamente un metro de largo y unos cinco centímetros de ancho. El chapoteo que produjo al sacarla del fango les hizo mirar. Entonces Joe salió del arroyo.
El del cigarrillo dio un respingo y casi tropezó consigo mismo.
– ¡Eh!
Se quedaron los tres mirándole, y de repente pasó el momento de sorpresa.
La chica se quemó los dedos con la cerilla y la soltó.
– ¡Coño, si es un crío!
– ¡Vete de aquí, carachuelo, antes de que te dé de hostias! -le amenazó Daryl.
El gato seguía retorciéndose. Joe captó el olor a aguarrás.
– Soltadlo.
– ¡Vete a la mierda, subnormal! -replicó la chica-. Ya verás cómo salta el bicho éste.
Se agachó a por otra cerilla.
Joe quería que se fueran. Sin más. Que soltaran al gato porque alguien les había visto. Dio un paso adelante.
– No quiero que queméis al gato.
Los ojos de Daryl se posaron en el palo y luego en Joe, y sonrió.
– Parece que alguien ya te ha partido la cara. ¿Quieres que te ponga morado el otro ojo, imbécil?
El del cigarrillo se rió.
Alrededor del ojo izquierdo de Joe quedaba un morado verdoso, en recuerdo de la paliza que le había propinado su padre hacía seis días. Pensó que aquellos chicos mayores que él podían pegarle también, pero luego se le ocurrió que le habían dado tantas palizas que una más no importaba demasiado. La idea le hizo gracia y le entraron ganas de reírse, de desternillarse, pero tan sólo arqueó ligeramente la comisura de los labios.
El gatito descubrió a Joe, y éste pensó que sus ojos debían de tener aquella mirada cuando su padre le pegaba.
Se acercó a Daryl.
– Torturar a un gato indefenso es de mamones.
Daryl sonrió con los dientes apretados y luego le dijo a la chica:
– Enciéndelo, coño. Luego le voy a enseñar a este imbécil lo que es bueno.
La chica encendió otra cerilla y fue rápidamente hacia el gato.
Joe Pike tuvo la sensación de que estaba mirando el mundo que le rodeaba a través de una lupa, aunque con un efecto inverso al habitual. Estaba tranquilo, sereno, cuando agarró el palo y corrió decidido hacia Daryl. Al darse cuenta de que iba a atacarle, Daryl se puso a gritar y se irguió para repeler la embestida. El gato, libre de repente, se escurrió entre los árboles y desapareció.
– ¡Que se escapa! -gritó la chica, como si se hubiera acabado su pequeño espectáculo y se hubiera perdido la mejor parte.
Joe arremetió como una locomotora, pero el palo estaba medio podrido y se rompió contra los antebrazos de Daryl con un chasquido.
Daryl empezó a dar puñetazos sin orden ni concierto, como un molino, y alcanzó a Joe en la frente y en el pecho, y entonces el otro chico se colocó detrás de Joe y empezó a golpearle con toda su fuerza. Joe notaba los golpes, pero curiosamente no sentía dolor. Era como si estuviera en lo más profundo de su ser, como si fuera un niño pequeño en un bosque oscuro que observara lo que sucedía sin intervenir.
La chica había superado su decepción y se había puesto a dar saltos y a lanzar puñetazos en el aire como si estuviera animando a su equipo a marcar un último tanto y ganar el partido.
– ¡Matadle! ¡Matad a ese cabrón!
Joe seguía en pie entre los chicos, los dos mayores que él, que seguían golpeándole como locos. El del cigarrillo le dio con fuerza tras la oreja derecha, pero cuando se dio la vuelta para mirarle, Daryl le atizó en la parte de atrás de la rodilla y le derrumbó.
Daryl y el del cigarrillo le machacaron a golpes la cara, la cabeza, la espalda y los brazos, pero él seguía sin sentir nada.
Eran corpulentos, pero su padre era más corpulento.
Eran fuertes, pero su padre era más fuerte.
Joe se dio la vuelta y consiguió ponerse de rodillas. Notaba sus puñetazos y sus patadas, pero se puso en pie, tambaleándose.
Daryl Haines le golpeó con fuerza en la cara una y otra vez. Joe intentó responder, pero casi todos sus golpes se quedaban cortos. Entonces alguien le puso la zancadilla y volvió a caer al suelo.
Daryl Haines le pateó, pero su padre le pateaba con más fuerza.
Joe se incorporó.
La chica seguía gritando, pero cuando Joe volvió a ponerse en pie Daryl Haines tenía una cara extraña. El chico del cigarrillo respiraba entrecortadamente, sin aliento tras haber dado tantos golpes, y tenía los brazos caídos junto al cuerpo. Daryl también respiraba jadeando, y miraba a Joe como si no creyera lo que veía. Tenía las manos bañadas de rojo.
– ¡Pégale, Daryl! ¡Pégale bien fuerte! -gritaba la chica.
Joe intentó golpear a Daryl, quiso darle en los ojos, pero falló y se cayó de lado.
A su lado, Daryl decía, con las manos chorreando sangre:
– Quédate en el suelo, chaval.
– ¡Tienes que molerle a golpes, Daryl! ¡No pares!
– Quédate ahí.
Joe se puso de rodillas, clavando las manos en el suelo. Intentó ver bien a Daryl, pero todo estaba borroso y teñido de rojo, y se dio cuenta de que tenía los ojos llenos de sangre.
– ¿Estás loco? Quédate en el suelo y no te muevas.
Joe se puso en pie tambaleándose y dio un puñetazo con todas sus fuerzas. Daryl lo esquivó, dio un salto hacia adelante y alcanzó a Joe de lleno en la nariz. Éste oyó el crujido y lo sintió, y se dio cuenta de que se la había roto. Ya había oído aquel ruido en otra ocasión.
Se derrumbó, pero inmediatamente intentó volver a ponerse en pie.
Daryl le agarró de la camisa y le lanzó contra el suelo.
– ¡Serás idiota! Pero ¿qué cojones te pasa?
El del cigarrillo se había llevado las manos al costado, como si le hubiera dado una punzada.
– Vámonos de aquí, tío. No quiero seguir.
– Voy a pegarte una paliza -consiguió decir Joe. Tenía los labios partidos y le costaba hablar.
– ¡Se acabó!
Joe intentó golpear a Daryl desde el suelo, pero el puñetazo pasó a más de un palmo de él.
– ¡Se acabó, joder! ¡Estás destrozado!
Joe intentó darle otra vez y le faltó un metro para rozarle.
– No se acaba… hasta que gano yo.
Entonces Daryl dio un paso atrás, con el rostro encendido por la rabia.
– Muy bien, gilipollas. Te he avisado.
Tomó impulso y le propinó una patada tremenda. Joe sintió que le estallaba el mundo entre las piernas. Entonces vio las estrellas y luego todo se quedó a oscuras.
Les oyó marcharse, o eso le pareció. Tuvo la impresión de que tardaba horas en poder moverse, y cuando por fin logró ponerse de rodillas, el bosque estaba en silencio. Le dolía la entrepierna y sentía náuseas. Se tocó la cara. Le quedó la mano roja. La camiseta estaba salpicada de sangre medio seca. Tenía más sangre por los brazos.
Tardó varios minutos en volver a oler el aguarrás, y entonces vio al gato de una sola oreja, que le miraba desde debajo de las ramas podridas de un árbol caído.
– Hola, gato.
El animal desapareció.
– No pasa nada. Ya no corres peligro.
Le pareció que el gato debía de estar asustado y pensó en lo extraño que era que él no lo estuviera.
Al cabo de un rato se fue a casa.
Tres días después, Daryl Haines miró el sobre y frunció el ceño.
– Me cago en la puta.
Eran las ocho menos cinco de la tarde y estaba en la gasolinera Shell, sentado en la silla que tenía fuera, junto a la máquina de Coca-Cola. Se había reclinado como siempre, con el mono ajustado del trabajo, y estaba de mala leche por lo de la carta. Era una notificación del ejército para que fuera a pasar la revisión médica.
A sus dieciocho años, y sin el lujo de una prórroga de estudios, Daryl Haines era carne de infantería. El sábado tenía que tomar el autobús para ir a la ciudad a que le metiera un dedo por el culo algún médico maricón del ejército y le mandaran a Vietnam.
– Qué mierda.
Quizá sería mejor alistarse en el ejército del aire.
Su hermano mayor, Todd, ya estaba allí. Tenía un chollo de destino y trabajaba en una base aérea cerca de Saigón, reparando camiones. Decía que tampoco estaba tan mal. Podías hacer gilipolleces todo el día, fumarte todos los porros que quisieras y tirarte por veinticinco centavos a las vietnamitas, que estaban la mar de buenas. Por lo que decía su hermano casi parecía Disneylandia, pero Daryl pensaba que con la mala suerte que tenía seguramente le tocaría disparar y le pegarían un tiro.
– Joder.
A las ocho apagó la luz, cerró los surtidores y la gasolinera y echó a andar por la calle con ganas de meterse en algún bar. A los dieciocho años te dejaban matar vietnamitas, pero no meterte una cerveza entre pecho y espalda cuando te apetecía.
Daryl empezó a pensar que podría ahogar sus penas entre las piernas de Candy Crowley si aquella gorda desequilibrada se decidía a colaborar. Casi lo había conseguido el domingo, pero a la muy cabrona se le había metido entre ceja y ceja quemar un gato. Cuando se le ocurrían cosas así se veía lo chalada que estaba, aunque la verdad era que se ponía muy cachonda, y Daryl pensaba que por fin iba a conseguir meterle un polvo, cuando aquel chaval tan raro lo había jodido todo. Otro chalado de mierda. El chico se había llevado la mayor paliza que Daryl había pegado en su vida, pero no se rendía.
Ni tampoco lloró, ni siquiera cuando Daryl le hizo el plato especial de la casa: huevos revueltos. Casi parecía que aquel asqueroso gato fuera suyo, pero Daryl se lo había mangado a la vieja Wilbur, la vecina de al lado.
La gente estaba chalada.
Seguía pensando en todo aquello cuando oyó que alguien le llamaba.
– ¿SÍ?
El chaval salió de detrás de unas grandes azaleas. Tenía la cara hinchada y llena de moratones, con un gran pedazo de esparadrapo en la nariz y negros puntos cosidos en los labios y en la ceja izquierda, como vías de tren.
Daryl, con un humor de perros por haber sido llamado a filas, le soltó:
– Si quieres más, gilipollas, has llegado justo a tiempo. Me voy a Vietnam.
Eso no impresionó al chico, que de repente sacó un bate de béisbol Louisville Slugger y golpeó a Daryl en la parte externa de la rodilla izquierda, como si estuviera bateando para ganar el torneo más importante del mundo.
Daryl Haines chilló al caer. Era como si alguien le hubiera cosido un M80 a la rodilla y después lo hubiera disparado. Se llevó las manos a la rodilla, y aún daba alaridos cuando el chico volvió a golpearle con el bate. Daryl lo vio venir y levantó las manos, y entonces un segundo M80 le dio en el brazo derecho.
– ¡Para, tío! -gritó-. ¡Para! ¡No me pegues más!
El chaval tiró el bate a un lado y lo miró con ojos totalmente inexpresivos. Eso atemorizaba más a Daryl que todos los vietnamitas juntos.
Le dio una patada en la sien, y otra, y entonces se inclinó y le pegó tres puñetazos en la cara, uno detrás de otro. El cielo de Daryl se llenó de un millón de estrellitas brillantes en un campo negro. Y entonces vomitó.
– ¿Daryl?
– Ah…
– No se acaba hasta que gano yo.
Daryl escupió sangre.
– Tú ganas. Joder, tú ganas. Me rindo.
El chico retrocedió.
Daryl lloraba tanto que se sentía como un bebé. Le había roto la pierna y el brazo. Joder, cómo le dolía.
– Daryl.
– No me golpees más, por favor -suplicó. Tenía miedo de que fuera a seguir atizándole.
– ¿Cómo podías querer hacerle daño a un animal tan débil?
– Ya vale, joder.
– Si vuelves a hacerlo, Daryl, te mataré. Ese gato te mataría si pudiera, pero no puede. Yo te mataré en su lugar.
– ¡Te juro por Dios que no voy a hacerlo!. ¡Te lo juro!
El chaval recogió el bate y se marchó.
Tres meses después, cuando le quitaron las escayolas y los últimos puntos, Daryl Haines fue clasificado 4-F por los médicos del ejército por tener una rodilla inutilizada permanentemente. No apto para el ejército.
No fue a Vietnam.
Jamás volvió a intentar quemar a ningún otro gato.
Pike abrió los ojos. Estaba totalmente despierto, como si fuera por la tarde y no las dos de la mañana. Después de la pesadilla no iba a poder volver a dormirse, así que se levantó y se puso unos calzoncillos y unos pantalones cortos. Pensó durante un momento en leer algo, pero normalmente hacía ejercicio después de tener una pesadilla. El ejercicio le funcionaba mejor.
Se puso unas zapatillas azules Nike y se abrochó una riñonera pequeña, sin molestarse en encender la luz. Años atrás, los médicos de los marines le habían dicho que su excelente visión nocturna se debía a un alto nivel de vitamina A y a una «rodopsina de efecto rápido», lo cual quería decir que el pigmento de la retina que respondía a la luz tenue era muy sensible en su caso. Ojos de gato, lo llamaban.
Salió al aire fresco de la madrugada y se estiró para desentumecer los ligamentos de la corva. Aunque muchas veces corría más de sesenta kilómetros semanales, tenía los músculos sueltos debido a los años de yoga y artes marciales, y le respondían bien. Se colocó la riñonera en la cadera y salió trotando por el terreno del complejo, atravesó la puerta de seguridad y llegó a la calle. En la bolsa llevaba las llaves y una Beretta pequeña del calibre 25 de color negro. Nunca se sabe.
Casi siempre corría de madrugada como aquel día, y eso le relajaba. La ciudad estaba en silencio. Si quería, podía ir por el centro de la calle, o por los parques o los campos de golf. Le gustaba la sensación natural de la hierba, y sabía que eso era un eco de su juventud.
Corrió por Washington Boulevard hacia el oeste, hacia el mar, los primeros trescientos metros tranquilamente para ir calentando el cuerpo, y después acelerando el ritmo. El aire era fresco y una neblina baja enturbiaba el ambiente, filtraba la luz y ocultaba la estrellas, lo cual no le gustaba. Era aficionado a leer las constelaciones y a guiarse por ellas. Cuando era marine, su vida había dependido de ello, y la exactitud de la mecánica celeste le reconfortaba. Dos o tres veces al año se iba con su amigo Elvis Cole a recorrer terrenos remotos con la mochila a cuestas o a cazar, y entonces se ponían a prueba el uno al otro y a sí mismos y se guiaban por el sol, la luna y las estrellas. Mucho más a menudo, Pike se adentraba solo en lugares aislados y desconocidos. Había aprendido hacía ya mucho que las brújulas y los GPS podían fallar. Había que cuidar de uno mismo. Sólo había que depender de uno mismo.
Pasaron imágenes por delante de sus ojos, instantáneas de su infancia, de mujeres que había conocido, de hombres a los que había visto morir y de hombres a los que había matado. De su amigo y socio, Elvis Cole, de la gente que trabajaba para él en sus diversos negocios. A veces reflexionaba sobre esas imágenes, pero otras iba doblándolas en pedacitos hasta que desaparecían.
Siguió por Washington Boulevard, que giraba hacia el norte por Venice, y después tomó Main a la izquierda para llegar a Ocean Avenue. Desde lo alto del risco se oían las olas que iban a estrellarse contra la playa.
Pike aceleró el ritmo y pasó por el muelle de Santa Mónica, los carritos de la compra y los campos de vagabundos. Dio zancadas más largas al pasar los restaurantes y los hoteles y notó que llegaba al máximo. Aguantó el ritmo y después fue disminuyendo la velocidad, pasó al trote y acabó andando al llegar a la barandilla del borde del risco, donde se detuvo a mirar el mar.
Vio barcos, estrellas en un horizonte negro. La brisa del interior, atraída por el calor del mar, le acariciaba la espalda. Sobre su cabeza susurraban las hojas secas de las palmeras. Un coche solitario pasó de largo, perdido en la noche.
Allí arriba en el acantilado, sobre el agua, había zonas de césped verde, carriles de bicicleta y palmeras imponentes. Un arbusto crujió a su derecha, y Joe supo que era una chica antes de verla.
– ¿Eres Matt?
Vacilaba, pero no parecía asustada. Tenía poco más de veinte años, quizá menos, el pelo corto teñido de blanco y unos ojos marrones y grandes que le miraban con expectación. De su hombro colgaba una mochila verde descolorida.
– ¿Eres Matt?
– No.
Parecía decepcionada pero estaba totalmente tranquila, como si ni siquiera se le hubiera ocurrido la posibilidad de estar asustada de un extraño en un lugar tan solitario.
– Ya me parecía que no. Soy Trudy.
– Joe.
Pike se giró hacia las luces del horizonte.
– Encantada, Joe. Yo también estoy huyendo.
Volvió a observarla brevemente, preguntándose por qué habría elegido aquella palabra, y miró de nuevo hacia los barcos.
Trudy se apoyó en la barandilla, intentado ver tras el borde del risco Palisades Beach Road. No parecía que fuera a marcharse. Pike pensó en seguir corriendo.
– ¿Eres real? -preguntó ella.
– No.
– Venga, en serio. Quiero saberlo.
Pike tendió la mano.
Trudy le tocó con un dedo y después le aferró la muñeca, como si no se fiara del primer contacto.
– Bueno, podrías haber sido una alucinación. A veces me imagino cosas, ¿sabes?
Pike no dijo nada, y entonces Trudy añadió:
– He cambiado de idea. Me parece que no estás huyendo, sino que corres hacia algo.
– ¿Es eso una alucinación, o algo que te has imaginado?
Ella le miró pensativa, como si tuviera que decidir qué era.
– Una observación.
– Mira.
En el extremo de la zona iluminada habían aparecido tres coyotes que habían subido por el acantilado desde abajo. Dos de ellos olisquearon los cubos de basura que había esparcidos por el parque, y el tercero cruzó al trote por Ocean Avenue y desapareció por un callejón. Parecían perros grises muy flacos. Carroñeros.
– Es increíble que pueda haber animales salvajes aquí, en la ciudad, ¿verdad?
– Los animales salvajes están por todas partes -contestó Pike.
Trudy sonrió.
– Vaya. Eso sí que es profundo.
Los dos coyotes notaron algo de repente y miraron hacia el norte, hacia los Palisades, un instante antes de que Pike oyera los aullidos de la manada, que viajaban en la brisa que procedía de las colinas. Calculó que debían de ser entre ocho y doce. Los dos del cubo de basura se miraron y levantaron el morro para oler el aire. «Están a salvo», se dijo Pike. Los demás estaban a unos cuatro kilómetros, en los cañones de los Palisades.
– Qué aullidos tan horribles -observó la chica.
– Quiere decir que tienen comida.
Trudy se recolocó la mochila.
– Se comen a los perros. Los alejan de sus casas, los rodean y los destrozan vivos.
– Tienen que vivir -contestó Pike, que sabía que todo aquello era verdad.
Los aullidos crecieron. Los dos coyotes del cubo de basura se quedaron inmóviles. La chica miró en dirección contraria a la del ruido.
– Ya tienen algo. Ahora mismo están matándolo.
Tenía la mirada ausente. Pike pensó que no parecía estar en otro plano y se preguntó si formaba parte de la manada o iba por cuenta propia.
– Lo van a despedazar, y a veces si uno de ellos acaba demasiado lleno de sangre, los demás lo confunden con la presa y lo matan también.
Pike asintió. La gente también podía ser así.
El coro de aullidos cesó abruptamente y la chica pareció despertar.
– No hablas mucho, ¿verdad?
– Tú hablabas por los dos.
– Sí, supongo que sí -dijo ella, y rió-. Espero no haberte desconcertado demasiado, Joe.
– Aún no -respondió Joe.
Una furgoneta giró por Wilshire, se acercó por Ocean Avenue y les bañó con la luz de los faros. Instantes después se detuvo en mitad de la calle, cerca de donde había cruzado el coyote.
– Debe de ser Matt -dijo Trudy-. Ha sido un placer, corredor.
Agarró la mochila y fue al trote hasta la furgoneta. Habló con alguien por la ventanilla del copiloto, se abrió la puerta y subió. La furgoneta no tenía matrícula ni tarjeta de concesionario, aunque resplandecía con el brillo característico de los vehículos recién comprados. Al cabo de pocos segundos había desaparecido.
– Adiós, corredora -se despidió Pike.
Miró hacia los cubos de basura, pero los coyotes se habían ido. Habían vuelto a las colinas. Animales salvajes perdidos en la oscuridad.
Se apoyó en la barandilla para estirar las pantorrillas y echó a correr hacia adentro, por Wilshire.
Corrió a oscuras, lejos de los coches y de la gente, disfrutando de la soledad.
– ¡Serán bobos! -exclamó Amanda Kimmel.
La señora Kimmel, una anciana de setenta y ocho años envuelta en una piel que la hacía asemejarse a una pasa de color claro y con una pierna izquierda en la que sentía un cosquilleo constante, como si subieran insectos por todas las depresiones que había entre las arrugas, observó a los dos inspectores, que salían a hurtadillas de la casa que estaban utilizando para espiar a Eugene Dersh y se alejaban. Agitó la cabeza, indignada.
– Esos dos idiotas cantan más que una verruga en el culo de un bebé, ¿verdad, Jack?
Jack no contestó.
– En Hawai 5-0 no durarían ni cinco minutos, te lo digo yo. Les mandarían de patitas al continente en menos que folla una rata.
Amanda Kimmel arrastró el pesado rifle M1 Garand hasta la tele y se acomodó en su butaca con reposapiés. Ya sólo se permitía la televisión como única luz, vivía como un topo en plena oscuridad para poder echar un ojo a todos los policías, periodistas y chalados que pululaban por fuera desde que se habían enterado de que su vecino, el señor Dersh, era un maníaco asesino. Qué mala suerte tener que vivir justo detrás de aquel hijo de puta.
– Esto es una mierda, ¿verdad, Jack?
Jack no contestó porque Amanda tenía el sonido bajado.
Todas las noches Amanda Kimmel veía su capítulo repetido de Hawai 5-0 en Nick-at-Nite, y creía que Jack Lord era el mejor agente de la historia, y Hawai 5-0 la mejor serie de policías que se había hecho jamás. Que las demás se quedaran a Chuck Norris y a Jirtimy Smits. Ella a su Jack Lord no le haría ascos.
Se reclinó, bebió un sano sorbo de whisky escocés y le dio unos golpecitos cariñosos al M1. Lo había llevado a casa su segundo marido después de luchar contra los japoneses hacía mil años y lo había metido debajo de la cama. ¿O había sido su primer marido? El M1 era como un poste de teléfonos y Amanda a duras penas podía levantarlo, pero con tantos extraños merodeando por fuera y con un maníaco asesino de vecino había que estar protegida.
– ¿O no, Jack?
Jack sonrió, y ella se quedó convencida de que estaba de acuerdo.
Los primeros días habían invadido el barrio hordas de gente, coches llenos de mirones y de idiotas que se quedaban con la boca abierta, cretinos que querían sacarse una foto delante de la casa de Dersh (había gente muy patética), periodistas con cámaras y micrófonos, haciendo un ruido de mil demonios sin importarles un pito si molestaban a alguien. Incluso había pillado a uno, aquel hombrecillo tan horrible del Canal 2, pisoteándole las rosas mientras intentaba meterse en el jardín de Dersh. Le había puesto de vuelta y media, pero él había seguido como si tal cosa, así que ni corta y perezosa había encendido el riego por aspersión y el muy hijo de puta había quedado empapado hasta los huesos.
Tras los primeros días había disminuido la avalancha de periodistas y curiosos, porque la policía ya lo había registrado todo y los de las televisiones no tenían gran cosa que grabar. Los policías prácticamente se quedaban todo el día en la calle delante de la casa de Dersh y se iban cuando se marchaba él y regresaban cuando volvía, menos los que se dedicaban a dar vueltas por la casa vacía que había al lado en turnos de cuatro horas. Amanda sospechaba que los periodistas no sabían nada de los policías de esa casa, lo cual le parecía muy bien, porque ellos solos ya hacían un ruido infernal y la despertaban cada vez que había cambio de turno, porque ella tenía el sueño muy ligero por lo de la pierna.
– Ser viejo es un asco, ¿verdad, Jack? No duermes, no cagas y no follas.
Jack Lord le pegó un derechazo a un hawaiano gordo en plena nariz. Sí, Jack sabía que ser viejo era un asco.
Amanda apuró el whisky y miró la botella de reojo, pensando que quizás habría que ir a por otra. De pronto se oyó el portazo de un coche. «Esos policías de mierda no se están quietos. Se habrán dejado el tabaco en la casa.»
Apagó la televisión y arrastró el enorme M1 hasta la ventana, pensando en gritarles cuatro cosas a aquellos cabrones que no dejaban dormir a una pobre anciana. Pero no eran los dos policías.
Entre la media luna y la farola le veía bastante bien, aunque tuviera setenta y ocho años y la tripa llena de whisky. Iba por la calle y se metió por el callejón, en dirección a la casa de Dersh. Y desde luego no era ni policía ni periodista. Era un hombre corpulento, vestido con vaqueros y una sudadera sin mangas, y tenía algo que llamaba la atención de inmediato. En plena noche, estando todo tan oscuro como el interior del culo de un gato, aquel imbécil llevaba gafas de sol.
Primero pensó que debía de ser algún criminal (un ladrón o un violador), así que levantó con gran esfuerzo el M1 para meterle una buena bala a aquel cabrón, pero antes de poder equilibrarlo el desconocido desapareció por entre los setos.
– ¡Mierda! ¡Ven aquí, hijo de puta!
Esperó.
Nada.
– ¡Me cago en todo!
Amanda Kimmel apoyó el M1 contra la ventana y volvió a su butaca, se sirvió un buen trago de whisky y bebió un poco. Quizás era un amigo de Dersh (tenía amigos del sexo masculino que le visitaban a horas de lo más intempestivas, y ella sabía perfectamente lo que eso quería decir), o quizás era simplemente un curioso que había decidido presentarse a aquellas horas (desde luego, los había habido, y muchos, y a menudo iban vestidos de forma aún más peregrina).
La explosión, corta y nítida, casi la derribó de la silla.
Amanda no había oído en su vida aquel ruido, pero sabía sin lugar a dudas lo que era.
Un disparo.
– ¡Hostia puta, Jack! ¡Resulta que ese mamón no era un curioso!
Amanda Kimmel agarró el teléfono, llamó a la policía y anunció que Eugene Dersh había sido asesinado por un hombre que llevaba flechas rojas tatuadas en los brazos.