Los cuadernos De don Rigoberto

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El hombre, un dios cuando sueña y apenas un mendigo cuando piensa.

HOLDERLIN, Hyperion

No puedo llevar un registro de mi vida por mis acciones; la fortuna las puso demasiado abajo: lo llevo por mis fantasías.

MONTAIGNE

I. EL REGRESO DE FONCHITO

Llamaron a la puerta, doña Lucrecia fue a abrir y, retratada en el vano, con el fondo de los retorcidos y canosos árboles del Olivar de San Isidro, vio la cabeza de bucles dorados y los ojos azules de Fonchito. Todo empezó a girar.

—Te extraño mucho, madrastra —cantó la voz que recordaba tan bien—. ¿Sigues molesta conmigo? Vine a pedirte perdón. ¿Me perdonas?

—¿Tú, tú? —cogida de la empuñadura de la puerta, doña Lucrecia buscaba apoyo en la pared—. ¿No te da vergüenza presentarte aquí?

—Me escapé de la academia —insistió el niño, mostrándole su cuaderno de dibujo, sus lápices de colores—. Te extrañaba mucho, de veras. ¿Por qué te pones tan pálida?

—Dios mío, Dios mío —doña Lucrecia trastabilleó y se dejó caer en la banca imitación colonial, contigua a la puerta. Se cubría los ojos, blanca como un papel.

—¡No te mueras! —gritó el niño, asustado.

Y doña Lucrecia —sentía que se iba— vio a la figurita infantil cruzar el umbral, cerrar la puerta, caer de rodillas a sus pies, cogerle las manos y sobárselas, atolondrado: «No te mueras, no te desmayes, por favor». Hizo un esfuerzo para sobreponerse y recobrar el control. Respiró hondo, antes de hablar.

Lo hizo despacio, sintiendo que en cualquier momento se le quebraría la voz:

—No me pasa nada, ya estoy bien. Verte aquí era lo último que me esperaba. ¿Cómo te has atrevido? ¿No tienes cargos de conciencia?

Siempre de rodillas, Fonchito trataba de besarle la mano.

—Dime que me perdonas, madrastra —imploró—. Dímelo, dímelo. La casa no es la misma desde que te fuiste. Vine a espiarte un montón de veces, a la salida de clases. Quería tocar, pero no me atrevía. ¿Nunca me vas a perdonar?

—Nunca —dijo ella, con firmeza—. No te perdonaré nunca lo que hiciste, malvado.

Pero, contradiciendo sus palabras, sus grandes ojos oscuros reconocían con curiosidad y cierta complacencia, acaso hasta ternura, el enrulado desorden de esa cabellera, las venitas azules del cuello, los bordes de las orejas asomando entre las mechas rubias y el cuerpecillo airoso, embutido en el saco azul y el pantalón gris del uniforme. Sus narices aspiraban ese olor adolescente a partidos de fútbol, frunas y helados d'Onofrio, y sus oídos reconocían aquellos chillidos agudos y los cambios de voz, que resonaban también en su memoria. Las manos de doña Lucrecia se resignaron a ser humedecidas por los besos de pajarillo de esa boquita:

—Yo te quiero mucho, madrastra —hizo pucheros Fonchito—. Y, aunque no te lo creas, también mi papá.

En eso apareció Justiniana, ágil silueta de color canela envuelta en un guardapolvo floreado, un pañuelo en la cabeza y un plumero en la mano. Quedó petrificada en el pasillo que conducía a la cocina.

—Niño Alfonso —murmuró, incrédula—. ¡Fonchito! ¡No me lo creo!

—¡Figúrate, figúrate! —exclamó doña Lucrecia, empeñada en mostrar más indignación de la que sentía—. Se atreve a venir a esta casa. Después de arruinar mi vida, de darle esa puñalada a Rigoberto. A pedir que lo perdone, a derramar lágrimas de cocodrilo. ¿Has visto desfachatez igual, Justiniana?

Pero ni siquiera ahora arrebató al niño los afilados dedos que Fonchito, estremecido por los sollozos, seguía besando.

—Vayase, niño Alfonso —dijo la muchacha, tan confusa que, sin advertirlo, cambió el usted por el tú—: ¿No ves el colerón que estás dando a la señora? Anda vete, Fonchito.

—Me voy si me dice que me perdona —rogó el niño, entre suspiros, la cara en las manos de doña Lucrecia—. ¿Ni siquiera me saludas y comienzas a insultarme, Justita? ¿Qué te he hecho yo a ti? Si también te quiero mucho, si el día que te fuiste de la casa lloré toda la noche.

—Calla, mentiroso, no te creo ni lo que comes —Justiniana alisaba los cabellos de doña Lucrecia—. ¿Le traigo un pañito con alcohol, señora?

—Un vaso de agua, más bien. No te preocupes, ya estoy mejor. Ver aquí a este mocoso me ha revuelto toda.

Y, por fin, sin brusquedad, retiró sus manos de las de Fonchito. El niño seguía a sus pies, ya sin llorar, conteniendo a duras penas nuevos pucheros. Tenía los ojos enrojecidos y las lágrimas le habían marcado surcos en las mejillas. Una hebra de saliva colgaba de su boca. A través de la neblina que le velaba los ojos, doña Lucrecia espió la delineada nariz, los labios dibujados, el pequeño mentón altivo y su hendidura, lo blancos que eran sus dientes. Sintió ganas de abofetear, de rasguñar esa carita de Niño Jesús. ¡Hipócrita! ¡Judas! Y hasta de morderlo en el cuello y chuparle la sangre como un vampiro.

—¿Sabe tu padre que has venido?

—Cómo se te ocurre, madrastra —respondió el niño en el acto, con un tonito confidencial—. Quién sabe qué me haría. Aunque nunca habla de ti, yo sé muy bien que te extraña. No piensa en otra cosa, día y noche, te lo juro. Vine a escondidas, me escapé de la academia. Voy tres veces por semana, después del colegio. ¿Quieres que te enseñe mis dibujos? Dime que me perdonas, madrastra.

—No se lo diga y bótelo, señora —Justiniana regresaba con un vaso de agua; doña Lucrecia bebió varios sorbos—. No se deje engatusar por su cara bonita. Es Lucifer en persona, usted lo sabe. Volverá a hacerle otra maldad peor que la primera.

—No digas eso, Justita —Pareció que Fonchito rompería de nuevo en llanto—. Te juro que estoy arrepentido, madrastra. No me di cuenta de lo que hacía, por lo más santo. Yo no quise que pasara nada. ¿Iba a querer que te fueras de la casa? ¿Que yo y mi papá nos quedáramos solos?

—No me fui de la casa —lo reprendió doña Lucrecia, entre dientes—. Rigoberto me largó como a una puta. ¡Por tu culpa!

—No digas lisuras, madrastra —El niño alzó ambas manos, escandalizado—. No las digas, no te sienta.

A pesar de la pena y la cólera, doña Lucrecia estuvo a punto de sonreír. ¡No le sentaba decir palabrotas! ¿Niñito perspicaz, sensible? Justiniana tenía razón: una víbora con cara de ángel, un Belcebú.

El niño tuvo una explosión de júbilo:

—¡Te estás riendo, madrastra! Entonces, ¿me has perdonado? Dime, dime que me has, pues, madrastra.

Palmoteaba y en sus ojos azules se había disipado la tristeza y relampagueaba una lucecita salvaje. Doña Lucrecia advirtió que en sus dedos había manchas de tinta. A pesar de ella misma, se emocionó. ¿Se iba a desmayar de nuevo? Qué ocurrencia. Se vio en el espejo de la entrada: había compuesto su expresión, un ligero rubor coloreaba sus mejillas y la agitación subía y bajaba su pecho. En un movimiento maquinal, se cubrió el escote de la bata de entrecasa. ¿Cómo podía ser tan descarado, tan cínico, tan retorcido, siendo tan chiquito? Justiniana leía sus pensamientos. La miraba como diciendo: «No sea débil, señora, no lo vaya a perdonar. ¡No sea tan tonta!». Disimulando su embarazo, volvió a beber unos sorbitos de agua; estaba fría y le hizo bien. El niño se apresuró a cogerle la mano que tenía libre y a besársela de nuevo, locuaz:

—Gracias, madrastra. Eres muy buena, ya lo sabía, por eso me atreví a tocar. Quiero mostrarte mis dibujos. Y que hablemos de Egon Schiele, de su vida y sus pinturas. Contarte lo que voy a ser de grande y mil cosas. ¿Ya lo adivinaste? ¡Pintor, madrastra! Eso quiero ser.

Justiniana movía la cabeza, alarmada. Afuera, motores y bocinas aturdían el atardecer de San Isidro y, a través de los visillos de la salita comedor, doña Lucrecia divisaba las ramas desnudas y los troncos nudosos de los olivos, una presencia que se había vuelto amiga. Basta de debilidades, era hora de reaccionar.

—Bueno, Fonchito —dijo, con una severidad que su corazón ya no le exigía—. Ahora, dame gusto. Anda vete, por favor.

—Sí, madrastra —El niño se levantó de un salto—. Lo que tú digas. Siempre te haré caso, siempre te obedeceré en todo. Ya vas a ver qué bien me portaré.

Tenía la voz y la expresión de quien se ha sacado un peso de encima y hecho las paces con su conciencia. Un mechón de oro barría su frente y sus ojos chisporroteaban de alegría. Doña Lucrecia lo vio meter una mano en el bolsillo trasero, sacar un pañuelo, sonarse; y, luego, recoger del suelo su mochila, su carpeta de dibujos y la caja de lápices. Con todo ello a cuestas, retrocedió sonriente hasta la puerta, sin apartar la vista de doña Lucrecia y Justiniana.

—Apenas pueda, me escaparé otra vez para venir a visitarte, madrastra —trinó, desde el umbral—. Y a ti también, Justita, por supuesto.

Cuando la puerta de calle se cerró, ambas permanecieron inmóviles y sin hablar. Al poco rato, doblaron a lo lejos las campanas de la Virgen del Pilar. Un perro ladró.

—Es increíble —murmuró doña Lucrecia—. Que haya tenido la frescura de presentarse en esta casa.

—Lo increíble es lo buena que es usted —repuso la muchacha, indignada—. Lo ha perdonado, ¿no? Después de la trampa que le preparó para hacerla pelear con el señor. ¡Usted se irá al cielo vestida, señora!

—Ni siquiera es seguro que fuera una trampa, que su cabecita planeara lo que pasó.

Iba hacia el cuarto de baño, hablando consigo misma, pero oyó que Justiniana la corregía:

—Claro que lo planeó todo. Fonchito es capaz de las peores cosas, ¿no se ha dado cuenta todavía?

«Tal vez», pensó doña Lucrecia. Pero era un niño, un niño. ¿No lo era? Sí, por lo menos de eso no había duda. En el cuarto de baño, se mojó la frente con agua fría y se examinó en el espejo. La impresión le había afilado la nariz, que palpitaba ansiosa, y unas ojeras azuladas cercaban sus ojos. Por la boca entreabierta, veía la puntita de esa lija en que estaba convertida su lengua. Recordó a las lagartijas y las iguanas de Piura; tenían siempre la lengua reseca, como ella ahora. La aparición de Fonchito en su casa la había hecho sentirse pétrea y antigua como esas reminiscencias prehistóricas de los desiertos norteños. Sin pensarlo, en un acto mecánico, se desanudó el cinturón y ayudándose con un movimiento de los hombros se despojó de la bata; la seda se deslizó sobre su cuerpo como una caricia y cayó al suelo, sibilante. Achatada y redonda, la bata le cubría los empeines, como una flor gigante. Sin saber qué hacía ni qué iba a hacer, respirando ansiosa, sus pies franquearon la frontera de ropa que los circuía y la llevaron al bidé, donde, luego de bajarse el calzoncito de encaje, se sentó. ¿Qué hacía? ¿Qué ibas a hacer, Lucrecia? No sonreía. Trataba de aspirar y expulsar el aire con más calma mientras sus manos, independientes, abrían las llaves de la regadera, la caliente, la fría, las medían, las mezclaban, las graduaban, subían o bajaban el surtidor tibio, ardiente, frío, fresco, débil, impetuoso, saltarín. Su cuerpo inferior se adelantaba, retrocedía, se ladeaba a derecha, a izquierda, hasta encontrar la colocación debida. Ahí. Un estremecimiento corrió por su espina dorsal. «Tal vez ni se daba cuenta, tal vez lo hacía porque sí», se repitió, compadecida por ese niño al que había maldecido tanto estos últimos seis meses. Tal vez no era malo, tal vez no. Travieso, malicioso, agrandado, irresponsable, mil cosas más. Pero, malvado, no. «Tal vez, no.» Los pensamientos reventaban en su mente como las burbujas de una olla que hierve. Recordó el día que conoció a Rigoberto, el viudo de grandes orejas budistas y desvergonzada nariz con el que se casaría poco después, y la primera vez que vio a su hijastro, querube vestido de marinerito —traje azul, botones dorados, gorrita con ancla— y lo que fue descubriendo y aprendiendo, esa vida inesperada, imaginativa, nocturna, intensa, en la casita de Barranco que Rigoberto mandó construir para iniciar en ella su vida juntos, y las peleas entre el arquitecto y su marido que jalonaron la edificación del que sería su hogar. ¡Habían pasado tantas cosas! Las imágenes iban y venían, se diluían, alteraban, entreveraban, sucedían y era como si la caricia líquida del ágil surtidor llegara a su alma.

INSTRUCCIONES PARA EL ARQUITECTO

Nuestro malentendido es de carácter conceptual. Usted ha hecho ese bonito diseño de mi casa y de mi biblioteca partiendo del supuesto —muy extendido, por desgracia— de que en un hogar lo importante son las personas en vez de los objetos. No lo critico por hacer suyo este criterio, indispensable para un hombre de su profesión que no se resigne a prescindir de los clientes. Pero, mi concepción de mi futuro hogar es la opuesta. A saber: en ese pequeño espacio construido que llamaré mi mundo y que gobernarán mis caprichos, la primera prioridad la tendrán mis libros, cuadros y grabados; las personas seremos ciudadanos de segunda. Son esos cuatro millares de volúmenes y el centenar de lienzos y cartulinas estampadas lo que debe constituir la razón primordial del diseño que le he encargado. Usted subordinará la comodidad, la seguridad y la holgura de los humanos a las de aquellos objetos.

Es imprescindible el detalle de la chimenea, que debe poder convertirse en horno crematorio de libros y grabados sobrantes, a mi discreción. Por eso, su emplazamiento deberá estar muy cerca de los estantes y al alcance de mi asiento, pues me place jugar al inquisidor de calamidades literarias y artísticas, sentado, no de pie. Me explico. Los cuatro mil volúmenes y los cien grabados que poseo son números inflexibles. Nunca tendré más, para evitar la superabundancia y el desorden, pero nunca serán los mismos, pues se irán renovando sin cesar, hasta mi muerte. Lo que significa que, por cada libro que añado a mi biblioteca, elimino otro, y cada imagen —litografía, madera, xilografía, dibujo, punta seca, mixografía, óleo, acuarela, etcétera— que se incorpora a mi colección, desplaza a la menos favorecida de las demás. No le oculto que elegir a la víctima es arduo y, a veces, desgarrador, un dilema hamletiano que me angustia días, semanas, y que luego reconstruyen mis pesadillas. Al principio, regalaba los libros y grabados sacrificados a bibliotecas y museos públicos. Ahora los quemo, de ahí la importancia de la chimenea. Opté por esta fórmula drástica, que espolvorea el desasosiego de tener que elegir una víctima con la pimienta de estar cometiendo un sacrilegio cultural, una transgresión ética, el día, mejor dicho la noche, en que, habiendo decidido reemplazar con un hermoso Szyszlo inspirado en el mar de Paracas una reproducción de la multicolor lata de sopa Campbell's de Andy Warhol, comprendí que era estúpido infligir a otros ojos una obra que había llegado a estimar indigna de los míos. Entonces, la eché al fuego. Viendo achicharrarse aquella cartulina, experimenté un vago remordimiento, lo admito. Ahora ya no me ocurre. He enviado decenas de poetas románticos e indigenistas a las llamas y un número no menor de plásticos conceptuales, abstractos, informalistas, paisajistas, retratistas y sacros, para conservar el numerus clausus de mi biblioteca y pinacoteca, sin dolor, y, más bien, con la estimulante sensación de estar ejerciendo la crítica literaria y la de arte como habría que hacerlo: de manera radical, irreversible y combustible. Añado, para acabar con este aparte, que el pasatiempo me divierte, pero no funciona para nada como afrodisíaco, y, por lo tanto, lo tengo como limitado y menor, meramente espiritual, sin reverberaciones sobre el cuerpo.

Confío en que no tome lo que acaba de leer —la preponderancia que concedo a cuadros y libros sobre bípedos de carne y hueso— como rapto de humor o pose de cínico. No es eso, sino una convicción arraigada, consecuencia de difíciles, pero, también, muy placenteras experiencias. No fue fácil para mí llegar a una postura que contradecía viejas tradiciones —llamémoslas humanísticas con una sonrisa en los labios— de filosofías y religiones antropocéntricas, para las que es inconcebible que el ser humano real, estructura de carne y huesos perecibles, sea considerado menos digno de interés y de respeto que el inventado, el que aparece (si se siente más cómodo con ello digamos reflejado) en las imágenes del arte y la literatura. Lo exonero de los detalles de esta historia y lo traslado a la conclusión que llegué y que ahora proclamo sin rubor. No es el mundo de bellacos semovientes del que usted y yo formamos parte el que me interesa, el que me hace gozar y sufrir, sino esa miríada de seres animados por la imaginación, los deseos y la destreza artística, presentes en esos cuadros, libros y grabados que con paciencia y amor de muchos años he conseguido reunir. La casa que voy a construir en Barranco, la que usted deberá diseñar rehaciendo de principio a fin el proyecto, es para ellos antes que para mí o para mi flamante nueva esposa, o mi hijito. La trinidad que forma mi familia, dicho sin blasfemia, está al servicio de esos objetos y usted deberá estarlo también, cuando, luego de haber leído estas líneas, se incline sobre el tablero a rectificar lo que hizo mal.

Lo que acabo de escribir es una verdad literal, no una enigmática metáfora. Construyo esta casa para padecer y divertirme con ellos, por ellos y para ellos. Haga un esfuerzo por imitarme en el limitado período que trabajará para mí.

Ahora, dibuje.

LA NOCHE DE LOS GATOS

Fiel a la cita, Lucrecia entró con las sombras, hablando de gatos. Ella misma parecía una hermosa gata de Angora bajo el rumoroso armiño que le llegaba a los pies y disimulaba sus movimientos. ¿Estaba desnuda dentro de su envoltura plateada?

—¿Gatos, has dicho?

—Gatitos, más bien —maulló ella, dando unos pasos resueltos alrededor de don Rigoberto, quien pensó en un astado recién salido del toril midiendo al torero—. Mininos, micifuces, michis. Una docena, quizás más.

Retozaban sobre la colcha de terciopelo rojo. Encogían y estiraban las patitas bajo el cono de luz cruda que, polvo de estrellas, bajaba sobre el lecho desde el invisible cielorraso. Un olor a almizcle bañaba la atmósfera y la música barroca, de bruscos diapasones, venía del mismo rincón del que salió la dominante, seca voz:

—Desnúdate.

—Eso sí que no —protestó doña Lucrecia—. ¿Yo ahí, con esos bichos? Ni muerta, los odio.

—¿Quería que hicieras el amor con él en medio de los gatitos? —Don Rigoberto no perdía una sola de las evoluciones de doña Lucrecia por la mullida alfombra. Su corazón empezaba a despertar y la noche barranquina a deshumedecerse y vivir.

—Imagínate —murmuró ella, parándose un segundo y retomando su paseo circular—. Quería verme desnuda en medio de esos gatos. ¡Con el asco que les tengo! Me escarapelo toda de acordarme.

Don Rigoberto comenzó a percibir sus siluetas, sus orejas a oír los débiles maullidos de la menuda gatería. Segregados por las sombras, iban asomando, corporizándose, y en el incendiado cubrecama, bajo la lluvia de luz, lo marearon los brillos, los reflejos, las pardas contorsiones. Intuyó que, en el límite de esas extremidades movedizas se insinuaban, acuosas, curvas, recién salidas, las uñitas.

—Ven, ven aquí —ordenó el hombre del rincón, suavemente. Al mismo tiempo, debió de subir el volumen porque clavicordios y violines crecieron, golpeando sus oídos. ¡Pergolesi!, reconoció don Rigoberto. Entendió la elección de la sonata; el dieciocho no era sólo el siglo del disfraz y la confusión de sexos; también, por excelencia, el de los gatos. ¿Y acaso no había sido Venecia, desde siempre, una república gatuna?

—¿Ya estabas desnuda? —Escuchándose, comprendió que la ansiedad se apoderaba de su cuerpo muy deprisa.

—Todavía. Me desnudó él, como siempre. Para qué preguntas, sabes que es lo que más le gusta.

—¿Y, a ti también? —la interrumpió, dulzón.

Doña Lucrecia se rió, con una risita forzada.

—Siempre es cómodo tener un valet —susurró, inventándose un risueño recato—. Aunque esta vez era distinto.

—¿Por los gatitos?

—Por quién, si no. Me tenían nerviosísima. Me hacía la pila de los nervios, Rigoberto.

Sin embargo, había obedecido la orden del amante oculto en el rincón. De pie a su lado, dócil, curiosa y anhelante, esperaba, sin olvidar un segundo el manojo de felinos que, anudados, disforzados, revolviéndose y lamiéndose, se exhibían en el obsceno círculo amarillo que los aprisionaba en el centro de la colcha llameante. Cuando sintió las dos manos en sus tobillos, bajando hasta sus pies y descalzándolos, sus pechos se tensaron como dos arcos. Los pezones se le endurecieron. Meticuloso, el hombre le quitaba ahora las medias, besando sin premura, con minucia, cada pedacito de piel descubierta. Murmuraba algo que a doña Lucrecia, al principio, le habían parecido palabras tiernas o vulgares dictadas por la excitación.

—Pero no, no era una declaración de amor, no eran las porquerías que a veces se le ocurren —se rió de nuevo, con la misma risita descreída, deteniéndose al alcance de las manos de don Rigoberto. Éste no intentó tocarla.

—Qué, entonces —balbuceó, luchando contra la resistencia de su lengua.

—Explicaciones, toda una conferencia felinesca —se volvió a reír ella, entre grititos sofocados—. ¿Sabías que lo que más les gusta en el mundo a los michis es la miel? ¿Que llevan en el trasero una bolsa de la que se saca un perfume?

Don Rigoberto olfateó la noche con sus narices dilatadas.

—¿A eso hueles? ¿No es almizcle, entonces?

—Es algalia. Perfume de gato. Estoy impregnada. ¿Te molesta?

La historia se le escurría, lo extraviaba, creía estar dentro y se encontraba fuera. Don Rigoberto no sabía qué pensar.

—¿Y para qué había llevado los frascos de miel? —preguntó, temiendo un juego, una broma, que quitaran formalidad a aquella ceremonia.

—Para untarte —dijo el hombre, dejando de besarla. Continuó desnudándola; había terminado con las medias, el abrigo, la blusa. Ahora, desabotonaba su falda—. La traje de Grecia, de abejas del monte Imeto. La miel de la que habla Aristóteles. La guardé para ti, pensando en esta noche.

«La ama», pensó don Rigoberto, celoso y enternecido.

—Eso sí que no —protestó doña Lucrecia—. No y no. Conmigo no van las cochinadas.

Lo decía sin autoridad, sus defensas arrolladas por la contagiosa voluntad de su amante, con el tono de quien se sabe vencida. Su cuerpo había comenzado a distraerla de los chillones de la cama, a vibrar, a concentrarla, a medida que el hombre la liberaba de las últimas prendas y, postrado a sus pies, seguía acariciándola. Ella lo dejaba hacer, tratando de abandonarse en el placer que provocaba. Sus labios y manos dejaban llamas por donde pasaban. Los gatitos estaban siempre allí, pardos y verdosos, letárgicos o animados, arrugando el cubrecama. Maullaban, jugueteando. Pergolesi había amainado, era una lejana brisa, un desmayo sonoro.

—¿Untarte el cuerpo con miel de abejas del monte Imeto? —repitió don Rigoberto, deletreando cada palabra.

—Para que los gatitos me lamieran, date cuenta. Con el asco que me dan esas cosas, con mi alergia a los gatos, con el disgusto que me produce mancharme con algo pegajoso («Nunca mascó un chicle», pensó don Rigoberto, agradecido), aunque sea la punta de un dedo. ¿Te das cuenta?

—Era un gran sacrificio, lo hacías sólo porque…

—Porque te amo —le cortó ella la palabra—. Me amas también, ¿no es cierto?

«Con toda el alma», pensó don Rigoberto. Tenía los ojos cerrados. Había alcanzado, por fin, el estado de lucidez plena que buscaba. Podía orientarse sin dificultad en ese laberinto de densas sombras. Muy claramente, con una pizca de envidia, percibía la destreza del hombre que, sin apurarse ni perder el control de sus dedos, desembarazaba a Lucrecia del fustán, del sostén, del calzoncito, mientras sus labios besaban con delicadeza su carne satinada, sintiendo la granulación —¿por el frío, la incertidumbre, la aprensión, el asco o el deseo?— que la enervaba y las cálidas vaharadas que, al conjuro de las caricias, comparecían en esas formas presentidas. Cuando sintió en la lengua, los dientes y el paladar del amante la crespa mata de vellos y el aroma picante de sus jugos le trepó al cerebro, empezó a temblar. ¿Había empezado a untarla? Sí. ¿Con una pequeña brocha de pintor? No. ¿Con un paño? No. ¿Con sus propias manos? Sí. Mejor dicho, con cada uno de sus dedos largos y huesudos y la sabiduría de un masajista. Esparcían sobre la piel la cristalina sustancia —su azucarado olor ascendía por las narices de don Rigoberto, empalagándolo— y verificaban la consistencia de muslos, hombros y pechos, pellizcaban esas caderas, repasaban esas nalgas, se hundían en esas profundidades fruncidas, separándolas. La música de Pergolesi volvía, caprichosa. Resonaba, apagando las quedas protestas de doña Lucrecia y la excitación de los gatitos, que olfateaban la miel y, adivinando lo que iba a ocurrir, se habían puesto a brincar y a chillar. Corrían por el cubrecama, las fauces abiertas, impacientes.

—Más bien, hambrientos —lo corrigió doña Lucrecia.

—¿Estabas ya excitada? —jadeó don Rigoberto—. ¿Estaba él desnudo? ¿Se echaba también miel por el cuerpo?

—También, también, también —salmodió doña Lucrecia—. Me untó, se untó, hizo que yo le untara la espalda, donde su mano no llegaba. Muy excitantes esos jueguecitos, por supuesto. Ni él es de palo ni a ti te gustaría que yo lo fuese, ¿no?

—Claro que no —confirmó don Rigoberto—. Amor mío.

—Nos besamos, nos tocamos, nos acariciamos, por supuesto —precisó su esposa. Había reanudado la caminata circular y los oídos de don Rigoberto percibían el chaschás del armiño a cada paso. ¿Estaba inflamada, recordando?—. Quiero decir, sin movernos del rincón. Un buen rato. Hasta que me cargó, y así, toda enmelada, me llevó a la cama. La visión era tan nítida, la definición de la imagen tan explícita, que don Rigoberto temió: «Puedo quedarme ciego». Como aquellos hippies que en los años psicodélicos, estimulados por las sinestesias del ácido lisérgico, desafiaban el sol de California hasta que los rayos les carbonizaban la retina y condenaban a ver la vida con el oído, el tacto y la imaginación. Ahí estaban, aceitados, chorreantes de miel y humores, helénicos en su desnudez y apostura, avanzando hacia la algarabía gatuna. Él era un lancero medieval armado para la batalla y ella una ninfa del bosque, una sabina raptada. Movía los áureos pies y protestaba «no quiero, no me gusta», pero sus brazos enlazaban amorosamente el cuello de su raptor, su lengua pugnaba por invadir su boca y con fruición le sorbía su saliva. «Espera, espera», pidió don Rigoberto. Dócilmente, doña Lucrecia se detuvo y fue como si desapareciera en esas sombras cómplices, mientras a la memoria de su marido volvía la lánguida muchacha de Balthus (Nú avec chat) que, sentada en una silla, la cabeza voluptuosamente echada atrás, una pierna estirada, otra encogida, el taloncito en el borde del asiento, alarga el brazo para acariciar a un gato tumbado en lo alto de una cómoda, que, con los ojos entrecerrados, calmosamente aguarda su placer. Hurgando, rebuscando, recordó también haber visto, sin prestarles atención, ¿en el libro del animalista holandés Midas Dekkers?, la Rosalía de Botero (1968), óleo en el que, agazapado en una cama nupcial, un pequeño felino negro se apresta a compartir sábanas y colchón con la exuberante prostituta de crespa cabellera que termina su pitillo, y alguna madera de Félix Valloton (¿Languor, circa 1896?) en que una muchacha de nalgas pizpiretas, entre almohadones floreados y un edredón geométrico, rasca el erógeno cuello de un gato enderezado. Aparte de esas inciertas aproximaciones, en el arsenal de su memoria ninguna imagen coincidía con esto. Estaba infantilmente intrigado. La excitación había refluido, sin desaparecer; asomaba en el horizonte de su cuerpo como uno de esos soles fríos del otoño europeo, la época preferida de sus viajes. —¿Y? — preguntó, volviendo a la realidad del sueño interrumpido.

El hombre había depositado a Lucrecia bajo el cono de luz y, desprendiéndose con firmeza de sus brazos que querían atajarlo, sin atender a sus ruegos, dado un paso atrás. Como don Rigoberto, la contemplaba también desde la oscuridad. El espectáculo era insólito y, pasado el desconcierto inicial, incomparablemente bello. Luego de apartarse, asustados, para hacerle sitio y observarla, agazapados, indecisos, siempre alertas —chispas verdes, amarillas, bigotillos tiesos—, olfateándola, las bestezuelas se lanzaron al asalto de esa dulce presa. Escalaban, asediaban, ocupaban el cuerpo enmelado, chillando con felicidad. Su gritería borró las protestas entrecortadas, las apagadas medias risas y exclamaciones de doña Lucrecia. Cruzados los brazos sobre la cara para proteger su boca, sus ojos y su nariz de los afanosos lamidos, estaba a su merced. Los ojos de don Rigoberto acompañaban a las irisadas criaturas ávidas, se deslizaban con ellas por sus pechos y caderas, resbalaban en sus rodillas, se adherían a los codos, ascendían por sus muslos y se regalaban también como esas lengüetas con la dulzura líquida empozada en la luna oronda que parecía su vientre. El brillo de la miel condimentada por la saliva de los gatos daba a las formas blancas una apariencia semilíquida y los menudos sobresaltos que le imprimían las carreras y rodadas de los animalitos tenían algo de la blanda movilidad de los cuerpos en el agua. Doña Lucrecia flotaba, era un bajel vivo surcando aguas invisibles. «¡Qué hermosa es!», pensó. Su cuerpo de pechos duros y caderas generosas, de nalgas y muslos bien definidos, se hallaba en ese límite que él admiraba por sobre todas las cosas en una silueta femenina: la abundancia que sugiere, esquivándola, la indeseable obesidad.

—Abre las piernas, amor mío —pidió el hombre sin cara.

—Ábrelas, ábrelas —suplicó don Rigoberto.

—Son muy chiquitos, no muerden, no te harán nada— insistió el hombre.

—¿Ya gozabas? —preguntó don Rigoberto.

—No, no —repuso doña Lucrecia, que había reanudado el hipnotizante paseo. El rumor del armiño resucitó sus sospechas: ¿estaría desnuda, bajo el abrigo? Sí, lo estaba—. Me volvían loca las cosquillas.

Pero había terminado por consentir y dos o tres felinos se precipitaron ansiosamente a lamer el dorso oculto de sus muslos, las gotitas de miel que destellaban en los sedosos, negros vellos del monte de Venus. El coro de los lamidos pareció a don Rigoberto música celestial. Retornaba Pergolesi, ahora sin fuerza, con dulzura, gimiendo despacito. El sólido cuerpo desuntado estaba quieto, en profundo reposo. Pero doña Lucrecia no dormía, pues a los oídos de don Rigoberto llegaba el discreto remoloneo que, sin que ella lo advirtiera, escapaba de sus profundidades.

—¿Se te había pasado el asco? —inquirió.

—Claro que no —repuso ella. Y, luego de una pausa, con humor—: Pero ya no me importaba tanto.

Se rió y, esta vez, con la risa abierta que reservaba para él en las noches de intimidad compartida, de fantasía sin bozal, que los hacía dichosos. Don Rigoberto la deseó con todas las bocas de su cuerpo.

—Quítate el abrigo —imploró—. Ven, ven a mis brazos, reina, diosa mía.

Pero lo distrajo el espectáculo que en ese preciso instante se había duplicado. El hombre invisible ya no lo era. En silencio, su largo cuerpo aceitoso se infiltró en la imagen. Estaba ahora allí él también. Tumbándose en la colcha rojiza, se anudaba a doña Lucrecia. La chillería de los gatitos aplastados entre los amantes, pugnando por escapar, desorbitados, fauces abiertas, lenguas colgantes, hirió los tímpanos de don Rigoberto. Aunque se tapó las orejas, siguió oyéndola. Y, pese a cerrar los ojos, vio al hombre encaramado sobre doña Lucrecia. Parecía hundirse en esas robustas caderas blancas que lo recibían con regocijo. El la besaba con la avidez que los gatitos la habían lamido y se movía sobre ella, con ella, aprisionado por sus brazos. Las manos de doña Lucrecia oprimían su espalda y sus piernas, alzadas, caían sobre las de él y los altivos pies se posaban sobre sus pantorrillas, el lugar que a don Rigoberto enardecía. Suspiró, conteniendo a duras penas la necesidad de llorar que se abatía sobre él. Alcanzó a ver que doña Lucrecia se deslizaba hacia la puerta.

—¿Volverás mañana? —preguntó, ansioso.

—Y pasado y traspasado —respondió la muda silueta que se perdía—. ¿Acaso me he ido?

Los gatitos, recuperados de la sorpresa, tornaban a la carga y daban cuenta de las últimas gotas de miel, indiferentes al batallar de la pareja.

EL FETICHISMO DE LOS NOMBRES

Tengo el fetichismo de los nombres y el tuyo me prenda y enloquece. ¡Rigoberto! Es viril, es elegante, es broncíneo, es italiano. Cuando lo pronuncio, en voz baja, sólita para mí, me corre una culebrita por la espalda y se me hielan los talones rosados que me dio Dios (o, si prefieres, la Naturaleza, descreído). ¡Rigoberto! Reidora cascada de aguas transparentes. ¡Rigoberto! Amarilla alegría de jilguero celebrando el sol. Ahí donde tú estés, yo estoy. Quietecita y enamorada, yo ahí. ¿Firmas una letra de cambio, un pagaré, con tu nombre cuatrisílabo? Yo soy el puntito sobre la i, el rabito de la g y el cuernito de la t. La manchita de tinta que queda en tu pulgar. ¿Te desalteras del calor con un vasito de agua mineral? Yo, la burbujita que te refresca el paladar y el cubito de hielo que escalofría tu lengua–viborita. Yo, Rigoberto, soy el cordón de tus zapatos y la oblea de extracto de ciruelas que tomas cada noche contra el estreñimiento. ¿Cómo sé ese detalle de tu vida gastroenterológica? Quien ama, sabe, y tiene por sabiduría todo lo que concierne a su amor, sacralizando lo más trivial de su persona. Ante tu retrato, me persigno y rezo. Para conocer tu vida tengo tu nombre, la numerología de los cabalistas y las artes adivinatorias de Nostradamus. ¿Quién soy? Alguien que te quiere como la espuma a la ola y la nube al rosicler. Busca, busca y encuéntrame, amado.

Tuya, tuya, tuya La fetichista de los nombres

II. LAS COSITAS DE EGON SCHIELE

—¿Por qué te interesa tanto Egon Schiele? —preguntó doña Lucrecia.

—Me da pena que muriera tan joven y que lo metieran a la cárcel —respondió Fonchito—. Sus cuadros son lindísimos. Me paso horas mirándolos, en los libros de mi papá. ¿A ti no te gustan, madrastra?

—No los recuerdo muy bien. Salvo las posturas. Unos cuerpos forzados, dislocados, ¿no?

—Y también me gusta Schiele porque, porque… —la interrumpió el niño, como si fuera a revelarle un secreto— . No me atrevo a decírtelo, madrastra.

—Tú sabes decir muy bien las cosas cuando quieres, no te hagas el sonsito.

—Porque, siento que me le parezco. Que voy a tener una vida trágica, como la suya.

Doña Lucrecia soltó la risa. Pero, una inquietud la invadió. ¿De dónde sacaba este niño semejante cosa? Alfonsito seguía mirándola, muy serio. Al cabo de un rato, haciendo un esfuerzo, le sonrió. Estaba sentado en el suelo de la salita comedor, con las piernas cruzadas; conservaba el saco azul y la corbata gris del uniforme, pero se había quitado la gorrita con visera, que yacía a su lado, entre el bolsón, el cartapacio y la caja de lápices de la academia. En eso, Justiniana entró con la bandeja del té. Fonchito la recibió alborozado.

—Chancays tostados con mantequilla y mermelada —aplaudió, súbitamente liberado de la preocupación—. Lo que más me gusta en el mundo. ¡Te acordaste, Justita!

—No te los he hecho a ti, sino a la señora —mintió Justiniana, simulando severidad—. A ti, ni un cacho quemado.

Iba sirviendo el té y disponiendo las tazas en la mesita de la sala. En el Olivar, unos muchachos jugaban al fútbol y se veían sus ardorosas siluetas a través de los visillos; hasta ellos llegaban, en sordina, palabrotas, patadones y gritos de triunfo. Pronto, oscurecería.

—¿No me vas a perdonar nunca, Justita? —se entristeció el niño—. Aprende de mi madrastra; se ha olvidado de lo que pasó y ahora nos llevamos tan bien como antes.

«Como antes, no», pensó doña Lucrecia. Una ola caliente la lamía desde los empeines hasta la punta de los cabellos. Disimuló, bebiendo sorbitos de té.

—Será que la señora es buenísima y yo, malísima—se burlaba Justiniana.

—Entonces, nos parecemos, Justita. Porque, según tú, yo soy malísimo, ¿no?

—Tú me ganas por goleada —se despidió la muchacha, perdiéndose en el pasillo de la cocina.

Doña Lucrecia y el niño permanecieron en silencio, mientras comían los bizcochos y tomaban el té.

—Justita me odia de la boca para afuera —afirmó Fonchito, cuando terminó de masticar—. En el fondo, creo que también me ha perdonado. ¿No te parece, madrastra?

—Tal vez, no. Ella no se deja engatusar por tus maneras de niño bueno. Ella no quiere que vuelva a pasar por lo que pasé. Porque, aunque no me gusta recordar eso, yo sufrí mucho por tu culpa, Fonchito.

—¿Acaso no lo sé, madrastra? —palideció el niño—. Por eso, voy a hacer todo, todo, para reparar el daño que te hice.

¿Hablaba en serio? ¿Representaba una farsa, utilizando ese vocabulario de revejido? Imposible averiguarlo, en esa carita donde ojos, boca, nariz, pómulos, orejas y hasta el desorden de los cabellos parecían la obra de un esteta perfeccionista. Era bello como un arcángel, un diosecillo pagano. Lo peor, lo peor, pensaba doña Lucrecia, era que parecía la encarnación de la pureza, un dechado de inocencia y virtud. «La misma aureola de limpieza que tenía Modesto», se dijo, recordando al ingeniero aficionado a las canciones cursis que le había hecho la corte antes de casarse con Rigoberto y al que ella había desdeñado, tal vez porque no supo apreciar bastante su corrección y su bondad. ¿O, acaso, rechazó al pobre Pluto precisamente por ser bueno? ¿Porque lo que atraía a su corazón eran esos fondos turbios en los que buceaba Rigoberto? Con él, no había vacilado un segundo. En el buenazo de Pluto, la limpia expresión reflejaba su alma; en este diablito de Alfonso, era una estrategia de seducción, un canto de esas sirenas que llaman desde los abismos.

—¿La quieres mucho a Justita, madrastra?

—Sí, mucho. Ella es para mí más que una empleada. No sé qué hubiera hecho sin Justiniana todos estos meses, mientras me acostumbraba otra vez a vivir sola. Ha sido una amiga, una aliada. Así la considero. Yo no tengo los prejuicios estúpidos de la gente de Lima con las muchachas.

Estuvo a punto de contar a Fonchito el caso de la respetabilísima doña Felicia de Gallagher, quien presumía en sus té–canasta de haber prohibido a su chofer, robusto negro de uniforme azul marino, tomar agua durante el trabajo para que no le vinieran ganas de orinar y tuviera que detener el carro en busca de un baño, dejando a su patrona sola en esas calles llenas de ladrones. Pero, no lo hizo, presintiendo que una alusión aun indirecta a una función orgánica delante del niño, sería como remover las mefíticas aguas de un pantano.

—¿Te sirvo más té? Los chancays están riquísimos —la halagó Fonchito—. Cuando puedo escaparme de la academia y vengo, me siento feliz, madrastra.

—No debes perder tantas tardes. Si de veras quieres ser pintor, esas clases te servirán mucho.

¿Por qué, cuando le hablaba como a un niño —como lo que era—, la dominaba la sensación de pisar en falso, de mentir? Pero si lo trataba como a un hombrecito, tenía idéntica desazón, el mismo sentimiento de falsedad.

—¿Justiniana te parece bonita, madrastra?

—Pues, sí. Tiene un tipo muy peruano, con su piel color canela y su fachita pizpireta. Debe haber roto algunos corazones por ahí.

—¿Te dijo alguna vez mi papá que le parecía bonita?

—No, no creo que me lo dijera. ¿A qué tantas preguntas?

—Por nada. Pero, tú eres más linda que Justita y que todas, madrastra —exclamó el niño. Aunque, de inmediato, asustado, se excusó—. ¿Hice mal en decirte eso? ¿No te vas a enojar, no?

La señora Lucrecia trataba de que el hijo de Rigoberto no notara su sofocación. ¿Volvía Lucifer a las andadas? ¿Debía cogerlo de una oreja y echarlo, ordenándole que no volviera? Pero ya Fonchito parecía haberse olvidado de lo que acababa de decir y hurgaba su cartapacio en busca de algo. Al fin, lo encontró.

—Mira, madrastra —le alcanzó el pequeño recorte—. Schiele, de chiquito. ¿No me le parezco?

Doña Lucrecia examinó al esmirriado adolescente de cabellos cortos y delicadas facciones, encorsetado en un traje oscuro de principios de siglo, con una rosa en la solapa, y al que la camisa de cuello duro y la corbata pajarita parecían sofocar.

—En lo más mínimo —dijo—. No te le pareces en nada.

—Las que están a su lado son sus hermanas. Gertrude y Melanie. La más chica, la rubia, es la famosa Gerti.

—¿Por qué, famosa? —preguntó doña Lucrecia, incómoda. Sabía muy bien que iba adentrándose en un campo minado.

—¿Cómo por qué? —se sorprendió la carita rubicunda; sus manos hicieron un ademán teatral—. ¿No sabías? Fue la modelo de sus desnudos más conocidos.

—¿Ah, sí? —La incomodidad de doña Lucrecia se acentuó—. Ya veo, conoces muy bien la vida de Egon Schiele.

—Me he leído todo lo que hay sobre él en la biblioteca de mi papá. Montones posaron para él desnudas. Chicas de colegio, mujeres de la calle, su amante Wally. Y, también, su esposa Edith y su cuñada Adele.

—Bueno, bueno —Doña Lucrecia consultó su reloj—. Se te está haciendo tarde, Fonchito.

—¿Tampoco sabías que a Edith y a Adele las hizo posar juntas? —prosiguió el niño, entusiasmado, como si no la hubiera oído—. Y, cuando vivía con Wally, en el pueblito de Krumau, lo mismo. Desnuda, junto a niñas del colegio. Por eso se armó un escándalo.

—No me extraña, si eran niñas de colegio —comentó la señora Lucrecia—. Ahora, como está oscureciendo, mejor te vas. Si Rigoberto llama a la academia, descubrirá que faltas a clases.

—Pero, ese escándalo fue una injusticia —continuó el niño, presa de gran excitación—. Schiele era un artista, necesitaba inspirarse. ¿No pintó obras maestras? ¿Qué tenía de malo que las hiciera desnudarse?

—Voy a llevar estas tazas a la cocina —La señora Lucrecia se puso de pie—. Ayúdame con los platos y la panera, Fonchito.

El niño se apresuró a recoger con las manos las migas de bizcocho esparcidas por la mesita. Siguió a la madrastra, dócilmente. Pero, la señora Lucrecia no había logrado arrancarlo del tema.

—Bueno, es verdad que con algunas de las que posaron desnudas también hizo cositas —iba diciendo, mientras recorrían el pasillo—. Por ejemplo, con su cuñada Adele las hizo. Aunque con su hermana Gerti no las haría ¿no, madrastra?

En las manos de la señora Lucrecia las tazas se habían puesto a bailotear. El mocosito tenía la endemoniada costumbre, como quien no quiere la cosa, de llevar siempre la conversación hacia temas escabrosos.

—Claro que no las hizo —repuso, sintiendo que la lengua se le enredaba—. Por supuesto que no, qué ocurrencia.

Habían entrado a la pequeña cocina, de losetas como espejos. También las paredes destellaban. Justiniana los observó, intrigada. Una mariposita revoloteaba en sus ojos, animando su cara morena.

—Con Gerti, tal vez, no, pero con su cuñada sí —insistió el niño—. Lo confesó la misma Adele, cuando Egon Schiele ya estaba muerto. Lo dicen los libros, madrastra. O sea, hizo cositas con las dos hermanas. A lo mejor, era gracias a eso que le venía la inspiración.

—¿Quién era ese fresco? —preguntó la empleada. Su expresión era vivísima. Recibía tazas y platos y los iba poniendo bajo el caño abierto; luego, los sumergía en el lavadero, lleno hasta el tope de agua espumosa y azulada. El olor a lejía impregnaba la cocina.

—Egon Schiele —susurró doña Lucrecia—. Un pintor austríaco.

—Murió a los veintiocho años, Justita —precisó el niño.

—Moriría de tanto hacer cositas —Justiniana hablaba y enjuagaba platos y tazas y los secaba con un secador de rombos colorados—. Así que compórtate, Foncho, cuidadito te pase lo mismo.

—No murió de hacer cositas, sino de la gripe española —replicó el niño, impermeabilizado contra el humor—. Su esposa, también, tres días antes que él. ¿Qué es la gripe española, madrastra?

—Una gripe maligna, me imagino. Llegaría a Viena de España, seguro. Bueno, ahora debes irte, se te ha hecho tarde.

—Ya sé por qué quieres ser pintor, bandido —intervino Justiniana, irreprimible—. Porque los pintores se dan la gran vida con sus modelos, por lo visto.

—No hagas esas bromas —la reprendió doña Lucrecia—. Es un niño.

—Bien agrandado, señora —replicó ella, abriendo la boca de par en par y mostrando sus dientes blanquísimos.

—Antes de pintarlas, jugaba con ellas —retomó Fonchito el hilo de su pensamiento, sin prestar atención al diálogo de señora y empleada—. Las hacía posar de distintas maneras, probando. Vestidas, sin vestir, a medio vestir. Lo que más le gustaba era que se cambiaran las medias. Coloradas, verdes, negras, de todos los colores. Y que se echaran en el suelo. Juntas, separadas, enredadas. Que hicieran como si pelearan. Se las quedaba mirando horas. Jugaba con las dos hermanas como si fueran sus muñecas. Hasta que le venía la inspiración. Entonces, las pintaba.

—Vaya jueguito —lo provocó Justiniana—. Como el de quitarse las prendas, pero para adultos.

—¡Punto final! ¡Basta! —Doña Lucrecia elevó tanto la voz que Fonchito y Justiniana se quedaron boquiabiertos. Ella se moderó—: No quiero que tu papá comience a hacerte preguntas. Tienes que irte.

—Bueno, madrastra —tartamudeó el niño.

Estaba blanco de susto y doña Lucrecia se arrepintió de haber gritado. Pero, no podía permitirle que siguiera hablando con esa fogosidad de las intimidades de Egon Schiele, su corazón le decía que había en ello una trampa, un riesgo, que era indispensable evitar. ¿Qué le había picado a Justiniana para azuzarlo de ese modo? El niño salió de la cocina. Lo escuchó recogiendo su bolsón, cartapacio y lápices en la salita comedor. Cuando volvió, se había compuesto la corbata, calado la gorra y abotonado el saco. Plantado en el umbral, mirándola a los ojos, le preguntó, con naturalidad:

—¿Puedo darte un beso de despedida, madrastra?

El corazón de doña Lucrecia, que había comenzado a serenarse, se aceleró de nuevo; pero, lo que más la turbó fue la sonrisita de Justiniana. ¿Qué debía hacer? Era ridículo negarse. Asintió, inclinando la cabeza. Un instante después, sintió en su mejilla el piquito de un avecilla.

—¿Y, a ti también puedo, Justita?

—Cuidadito que sea en la boca —soltó una carcajada la muchacha.

Esta vez el niño festejó el chiste, soltando la risa, a la vez que se empinaba para besar a Justiniana en la mejilla. Era una tontería, por supuesto, pero la señora Lucrecia no se atrevía a mirar a los ojos a la empleada ni atinaba a reprenderla por propasarse con bromas de mal gusto.

—Te voy a matar —dijo, al fin, medio en juego medio en serio, cuando sintió cerrarse la puerta de calle—. ¿Te has vuelto loca para hacerle esas gracias a Fonchito?

—Es que ese niño tiene no sé qué —se excusó Justiniana, encogiendo los hombros—. Hace que a una se le llene la cabeza de pecados.

—Lo que sea —dijo doña Lucrecia—. Pero, mejor, no echar leña al fuego con él.

—Fuego es el que tiene usted en la cara, señora —repuso Justiniana, con su desparpajo habitual—. Pero, no se preocupe, ese color le queda regio.

CLOROFILA Y BOSTA

Siento tener que decepcionarlo. Sus apasionadas arengas en favor de la preservación de la Naturaleza y del medio ambiente no me conmueven.

Nací, he vivido y moriré en la ciudad (en la fea ciudad de Lima, si se trata de buscar agravantes) y alejarme de la urbe, aun cuando sea por un fin de semana, es una servidumbre a la que me someto a veces por obligación familiar o razón de trabajo, pero siempre con disgusto. No me incluya entre esos mesócratas cuya más cara aspiración es comprarse una casita en una playa del Sur para pasar allí veranos y fines de semana en obscena promiscuidad con la arena, el agua salada y las barrigas cerveceras de otros mesócratas idénticos a ellos. Este espectáculo dominguero de familias fraternizando en un exhibicionismo bien pensant a la vera del mar es para mí uno de los más deprimentes que ofrece, en el innoble escalafón de lo gregario, este país preindividualista.

Entiendo que, a gentes como usted, un paisaje aliñado con vacas paciendo entre olorosas yerbas o cabritas que olisquean algarrobos, les alboroza el corazón y hace experimentar el éxtasis del jovenzuelo que por primera vez contempla una mujer desnuda. En lo que a mí concierne, el destino natural del toro macho es la plaza taurina —en otras palabras, vivir para enfrentarse a la capa, la muleta, la vara, la banderilla y el estoque— y a las estúpidas bovinas sólo quisiera verlas descuartizadas y cocidas a la parrilla, con aderezo de especies ardientes y sangrando ante mí, cercadas por crujientes papas fritas y frescas ensaladas, y, a las cabritas, trituradas, deshilachadas, fritas o adobadas, según las recetas del seco norteño, uno de mis favoritos entre los platos que ofrece la brutal gastronomía criolla.

Sé que ofendo sus más caras creencias, pues no ignoro que usted y los suyos — ¡otra conspiración colectivista!— están convencidos, o van camino de estarlo, de que los animales tienen derechos y acaso alma, todos, sin excluir al anofeles palúdico, la hiena carroñera, la sibilante cobra y la piraña voraz. Yo confieso paladinamente que para mí los animales tienen un interés comestible, decorativo y acaso deportivo (aunque le precisaré que el amor a los caballos me produce tanto desagrado como el vegetarianismo y que tengo a los caballistas de testículos enanizados por la fricción de la montura por un tipo particularmente lúgubre del castrado humano). Aunque respeto, a la distancia, a quienes les asignan funcionalidad erótica, a mí, personalmente, no me seduce (más bien, me hace olfatear malos olores y presumir variadas incomodidades físicas) la idea de copular con una gallina, una pata, una mona, una yegua o cualquier variante animal con orificios, y albergo la enervante sospecha de que quienes se gratifican con esas gimnasias son, en el tuétano —no lo tome usted como algo personal— ecologistas en estado salvaje, conservacionistas que se ignoran, muy capaces, en el futuro, de ir a apandillarse con Brigitte Bardot (a la que también amé de joven, por lo demás) para obrar por la supervivencia de las focas. Aunque, alguna vez, he tenido fantasías desasosegadoras con la imagen de una hermosa mujer desnuda retozando en un lecho espolvoreado de micifuces, saber que en los Estados Unidos hay sesenta y tres millones de gatos y cincuenta y cuatro millones de perros domésticos me alarma más que el enjambre de armas atómicas almacenadas en media docena de países de la ex–Unión Soviética.

Si así pienso de esos cuadrúpedos y pajarracos, ya puede usted imaginar los humores que despiertan en mí sus susurrantes árboles, espesos bosques, deleitosas frondas, ríos cantores, hondas quebradas, cumbres cristalinas, similares y anejos. Todas esas materias primas tienen para mí sentido y justificación si pasan por el tamiz de la civilización urbana, es decir, si las manufactura y transmuta —no me importa que digamos irrealiza, pero preferiría la desprestigiada fórmula las humaniza— el libro, el cuadro, el cine o la televisión. Para entendernos, daría mi vida (algo que no debe ser tomado a la letra pues es un decir obviamente hiperbólico) por salvar los álamos que empinan su alta copa en El Polifemo y los almendros que encanecen Las Soledades de Góngora y por los sauces llorones de las églogas de Garcilaso o los girasoles y trigales que destilan su miel áurea en los Van Gogh, pero no derramaría una lágrima en loor de los pinares devastados por los incendios de la estación veraniega y no me temblaría la mano al firmar el decreto de amnistía en favor de los incendiarios que carbonizan bosques andinos, siberianos o alpinos. La Naturaleza no pasada por el arte o la literatura, la Naturaleza al natural, llena de moscas, zancudos, barro, ratas y cucarachas, es incompatible con placeres refinados, como la higiene corporal y la elegancia indumentaria.

Para ser breve, resumiré mi pensamiento —mis fobias, en todo caso— explicándole que si eso que usted llama «peste urbana» avanzara incontenible y se tragara todas las praderas del mundo y el globo terráqueo se recubriera de una erupción de rascacielos, puentes metálicos, calles asfaltadas, lagos y parques artificiales, plazas pétreas y parkings subterráneos, y el planeta entero se encasquetara de cemento armado y vigas de acero y fuera una sola ciudad esférica e interminable (eso sí, repleta de librerías, galerías, bibliotecas, restaurantes, museos y cafés) el suscrito, homus urbanus hasta la consumación de sus huesos, lo aprobaría.

Por las razones susodichas, no contribuiré con un solo centavo a los fondos de la Asociación Clorofila y Bosta que usted preside y haré cuanto esté a mi alcance (muy poco, tranquilícese), para que sus fines no se cumplan y a su bucólica filosofía la arrolle ese objeto emblemático de la cultura que usted odia y yo venero: el camión.

EL SUEÑO DE PLUTO

En la soledad de su estudio, despabilado por el frío amanecer, don Rigoberto se repitió de memoria la frase de Borges con la que acababa de toparse: «En el adulterio suelen participar la ternura y la abnegación». Pocas páginas después de la cita borgiana, la carta compareció ante él, indemne a los años corrosivos:

Querida Lucrecia:

Leyendo estas líneas te llevarás la sorpresa de tu vida y, acaso, me despreciarás. Pero, no importa. Aun si hubiera una sola posibilidad de que aceptaras mi propuesta contra un millón de que la rechaces, me lanzaría a la piscina. Te resumo lo que necesitaría horas de conversación, acompañada de inflexiones de voz y gesticulaciones persuasivas.

Desde que (por las calabazas que me diste) partí del Perú, he trabajado en Estados Unidos, con bastante éxito. En diez años he llegado a gerente y socio minoritario de esta fábrica de conductores eléctricos, bien implantada en el Estado de Massachusetts. Como ingeniero y empresario he conseguido abrirme camino en esta mi segunda patria, pues desde hace cuatro años soy ciudadano estadounidense.

Para que lo sepas, acabo de renunciar a esta gerencia y estoy vendiendo mis acciones en la fábrica, por lo que espero obtener un beneficio de seiscientos mil dólares, con suerte algo más. Lo hago porque me han ofrecido la rectoría del TIM (Technological Institute of Mississippi), el college donde estudié y con el que he mantenido siempre contacto. La tercera parte del estudiantado es ahora hispanic (latinoamericana). Mi salario será la mitad de lo que gano aquí. No me importa. Me ilusiona dedicarme a la formación de estos jóvenes de las dos Américas que construirán el siglo XXI Siempre soñé con entregar mi vida a la Universidad y es lo que hubiera hecho de quedarme en el Perú, es decir, si te hubieras casado conmigo.

«¿A qué viene todo esto?», te estarás preguntando, «¿Por qué resucita Modesto, después de diez años, para contarme semejante historia?». Llego, queridísima Lucrecia.

He decidido, entre mi partida de Boston y mi llegada a Oxford, Mississippi, gastarme en una semana de vacaciones cien mil de los seiscientos mil dólares ahorrados. Vacaciones, dicho sea de paso, nunca he tomado y no tomaré tampoco en el futuro, porque, como recordarás, lo que me ha gustado siempre es trabajar. Mi job sigue siendo mi mejor diversión. Pero, si mis planes salen como confío, esta semana será algo fuera de lo común. No la convencional vacación de crucero en el Caribe o playas con palmeras y tablistas en Hawai. Algo muy personal e irrepetible: la materialización de un antiguo sueño. Allí entras tú en la historia, por la puerta grande. Ya sé que estás casada con un honorable caballero limeño, viudo y gerente de una compañía de seguros. Yo lo estoy también, con una gringuita de Boston, médica de profesión, y soy feliz, en la modesta medida en que el matrimonio permite serlo. No te propongo que te divorcies y cambies de vida, nada de eso. Sólo, que compartas conmigo esta semana ideal, acariciada en mi mente a lo largo de muchos años y que las circunstancias me permiten hacer realidad. No te arrepentirás de vivir conmigo estos siete días de ilusión y los recordarás el resto de tu vida con nostalgia. Te lo prometo.

Nos encontraremos el sábado 17 en el aeropuerto Kennedy, de New York, tú procedente de Lima en el vuelo de Lufthansa, y yo de Boston. Una limousine nos llevará a la suite del Plaza Hotel, ya reservada, con, incluso, indicación de las flores que deben perfumarla. Tendrás tiempo para descansar, ir a la peluquería, tomar un sauna o hacer compras en la Quinta Avenida, literalmente a tus pies. Esa noche tenemos localidades en el Metropolitan para ver la Tosca de Puccini, con Luciano Pavarotti de Mario Cavaradossi y la Orquesta Sinfónica del Metropolitan dirigida por el maestro Edouardo Muller. Cenaremos en Le Cirque, donde, con suerte, podrás codearte con Mick Jagger, Henry Kissinger o Sharon Stone. Terminaremos la velada en el bullicio de Regine's.

El Concorde a París sale el domingo a mediodía, no habrá necesidad de madrugar. Como el vuelo dura apenas tres horas y media inadvertidas, por lo visto, gracias a las exquisiteces del almuerzo recetado por Paul Bocussellegaremos a la Ciudad Luz de día. Apenas instalados en el Ritz (vista a la Place Vendôme garantizada) habrá tiempo para un paseo por los puentes del Sena, aprovechando las tibias noches de principios de otoño, las mejores según los entendidos, siempre que no llueva. (He fracasado en mis esfuerzos por averiguar las perspectivas de precipitación fluvial parisina ese domingo y ese lunes, pues, la NASA, vale decir la ciencia meteorológica, sólo prevé los caprichos del cielo con cuatro días de anticipación.) No he estado nunca en París y espero que tú tampoco, de modo que, en esa caminata vespertina desde el Ritz hasta Saint–Germain, descubramos juntos lo que, por lo visto, es un itinerario atónito. En la orilla izquierda (el Miraflores parisino, para entendernos) nos aguarda, en la abadía de Saint–Germain des Prés, el inconcluso Réquiem de Mozart y una cena Chez Lipp, brasserie alsaciana donde es obligatoria la choucroute (no sé lo que es, pero, si no tiene ajo, me gustará). He supuesto que, terminada la cena, querrás descansar para emprender, fresquita, la intensa jornada del lunes, de modo que esa noche no atollan el programa discoteca, bar, boîte ni antro del amanecer.

A la mañana siguiente pasaremos por el Louvre a presentar nuestros respetos a la Gioconda, almorzaremos ligero en La Closerie de Lilas o La Coupole (reverenciados restaurantes snobs de Montparnasse), en la tarde nos daremos un baño de vanguardia en el Centre Pompidou y echaremos una ojeada al Marais, famoso por sus palacios del siglo XVIII y sus maricas contemporáneos. Tomaremos té en La marquise de Sévigné, de La Madelaine, antes de ir a reparar fuerzas con una ducha en el Hotel. El programa de la noche es francamente frívolo: aperitivo en el Bar del Ritz, cena en el decorado modernista de Maxim's y fin de fiesta en la catedral del striptease: el Crazy Horse Saloon, que estrena su nueva revista «¡Qué calor!». (Las entradas están adquiridas, las mesas reservadas y maitres y porteros sobornados para asegurar los mejores sitios, mesas y atención.)

Una limousine, menos espectacular pero más refinada que la de New York, con chofer y guía, nos llevará la mañana del manes a Versalles, a conocer el palacio y los jardines del Rey Sol. Comeremos algo típico (bistec con papas fritas, me temo) en un bistrot del camino, y, antes de la Ópera (Ótelo, de Verdi, con Plácido Domingo, por supuesto) tendrás tiempo para compras en el Faubourg Saint–Honoré, vecino del Hotel. Haremos un simulacro de cena, por razones meramente visuales y sociológicas, en el mismo Ritz, donde expertos dixit— la suntuosidad del marco y la finura del servicio compensan lo inimaginativo del menú. La verdadera cena la tendremos después de la ópera, en La Tour d'Argent, desde cuyas ventanas nos despediremos de las torres de Notre Dame y de las luces de los puentes reflejadas en las discursivas aguas del Sena.

El Orient Express a Venecia sale el miércoles al mediodía, de la gare Saint Lazare. Viajando y descansando pasaremos ese día y la noche siguiente, pero, según quienes han protagonizado dicha aventura ferrocarrilera, recorrer en esos camarotes belle époque la geografía de Francia, Alemania, Austria, Suiza e Italia, es relajante y propedéutico, excita sin fatigar, entusiasma sin enloquecer y divierte hasta por razones de arqueología, debido al gusto con que ha sido resucitada la elegancia de los camarotes, aseos, bares y comedores de ese mítico tren, escenario de tantas novelas y películas de la entreguerra. Llevaré conmigo la novela de Agatha Christie, Muerte en el Orient Express, en versión inglesa y española, por si se te antoja echarle una ojeada en los escenarios de la acción. Según el prospecto, para la cena aux chandelles de esa noche, la etiqueta y los largos escotes son de rigor.

La suite del Hotel Cipriani, en la isla de la Giudecca, tiene vista sobre el Gran Canal, la Plaza de San Marco y las bizantinas y embarazadas torres de su iglesia. He contratado una góndola y al que la agencia considera el guía más preparado (y el único amable) de la ciudad lacustre,para que en la mañana y tarde del jueves nos familiarice con las iglesias, plazas, conventos, puentes y museos, con un corto intervalo al mediodía para un tentempié una pizza, por ejemplorodeados de palomas y turistas, en la terraza del Florian. Tomaremos el aperitivo una pócima inevitable llamada Bellini— en el Hotel Danielli y cenaremos en el Harry's Bar, inmortalizado por una pésima novela de Hemingway. El viernes continuaremos la maratón con una visita a la playa del Lido y una excursión a Murano, donde todavía se modela el vidrio a soplidos humanos (técnica que rescata la tradición y robustece los pulmones de los nativos). Habrá tiempo para souvenirs y echar una mirada furtiva a una villa de Palladio. En la noche, concierto en la islita de San Giorgio —I Musici Veneti— con piezas dedicadas a barrocos venecianos, claro: Vivaldi, Cimarosa y Albinoni. La cena será en la terraza del Danielli, divisando, noche sin nubes mediante, como «manto de luciérnagas» (resumo guías) los faroles de Venecia. Nos despediremos de la ciudad y del Viejo Continente, querida Lucre, siempre que el cuerpo lo permita, rodeados de modernidad, en la discoteca II gatto nero, que imanta a viejos, maduros y jóvenes adictos al jazz (yo no le he sido nunca y tú tampoco, pero uno de los requisitos de esta semana ideal es hacer lo nunca hecho, sometidos a las servidumbres de la mundanidad).

A la mañana siguiente séptimo día, la palabra fin ya en el horizontehabrá que madrugar. El avión a París sale a las diez, para alcanzar el Concorde a New York. Sobre el Atlántico, cotejaremos las imágenes y sensaciones almacenadas en la memoria a fin de elegir las más dignas de durar.

Nos despediremos en el Kennedy Airport (tu vuelo a Lima y el mío a Boston son casi simultáneos) para, sin duda, no vernos más. Dudo que nuestros destinos vuelvan a cruzarse. Yo no regresaré al Perú y no creo que tú recales jamás en el perdido rincón del Deep South, que, a partir de octubre podrá jactarse de tener el único Rector hispanic de este país (los dos mil quinientos restantes son gringos, africanos o asiáticos).

¿Vendrás? Tu pasaje te espera en las oficinas limeñas de Lufthansa. No necesitas contestarme. Yo estaré de todos modos el sábado 17 en el lugar de la cita. Tu presencia o ausencia será la respuesta. Si no vienes, cumpliré con el programa, solo, fantaseando que estás conmigo, haciendo real ese capricho con el que me he consolado estos años, pensando en una mujer que, pese a las calabazas que cambiaron mi existencia, seguirá siendo siempre el corazón de mi memoria.

¿Necesito precisarte que ésta es una invitación a que me honres con tu compañía y que ella no implica otra obligación que acompañarme? De ningún modo te pido que, en esos días del viaje no sé de qué eufemismo valerme para decirlocompartas mi lecho. Queridísima Lucrecia: sólo aspiro a que compartas mi sueño. Las suites reservadas en New York, París y Venecia tienen cuartos separados con llaves y cerrojos, a los que, si lo exigen tus escrúpulos, puedo añadir puñales, hachas, revólveres y hasta guardaespaldas. Pero, sabes que nada de eso hará falta, y que, en esa semana, el buen Modesto, el manso Pluto como me apodaban en el barrio, será tan respetuoso contigo como hace años, en Lima, cuando trataba de convencerte de que te casaras conmigo y apenas si me atrevía a tocarte la mano en la oscuridad de los cinemas.

Hasta el aeropuerto de Kennedy o hasta nunca, Lucre,

Modesto (Pluto)

Don Rigoberto se sintió atacado por la fiebre y el temblor de las tercianas. ¿Qué respondería Lucrecia? ¿Rechazaría indignada la carta de ese resucitado? ¿Sucumbiría a la frivola tentación? En la lechosa madrugada, le pareció que sus cuadernos esperaban el desenlace con la misma impaciencia que su atormentado espíritu.

IMPERATIVOS DEL SEDIENTO VIAJERO

Ésta es una orden de tu esclavo, amada.

Frente al espejo, sobre una cama o sofá engalanado con sedas de la India pintadas a mano o indonesio batik de circulares ojos, te tumbarás de espaldas, desvestida, y tus largos cabellos negros soltarás.

Levantarás recogida la pierna izquierda hasta formar un ángulo. Apoyarás la cabeza en tu hombro diestro, entreabrirás los labios y, estrujando con la mano derecha un cabo de la sábana, bajarás los párpados, simulando dormir. Fantasearás que un amarillo río de alas de mariposa y estrellas en polvo desciende sobre ti desde el cielo y te hiende.

¿Quién eres?

La Danae de Gustav Klimt, naturalmente. No importa quién le sirviera para pintar ese óleo (1907–1908), el maestro te anticipó, te adivinó, te vio, tal como vendrías al mundo y serías, al otro lado del océano, medio siglo después. Creía recrear con sus pinceles a una dama de la mitología helena y estaba precreándote, belleza futura, esposa amante, madrastra sensual.

Sólo tú, entre todas las mujeres, como en esa fantasía plástica, juntas la pulcra perfección del ángel, su inocencia y su pureza, a un cuerpo atrevidamente terrenal. Hoy, prescindo de la firmeza de tus pechos y la beligerancia de tus caderas para rendir un homenaje exclusivo a la consistencia de tus muslos, templo de columnas donde quisiera ser atado y azotado por portarme mal.

Toda tú celebras mis sentidos.

Piel de terciopelo, saliva de áloe, delicada señora de codos y rodillas inmarcesibles, despierta, mírate en el espejo, díte: «Soy reverenciada y admirada como la que más, soy añorada y deseada como los espejismos líquidos de los desiertos por el sediento viajero».

Lucrecia — Dánae, Dánae — Lucrecia.

Esta es una súplica de tu amo, esclava.

LA SEMANA IDEAL

—Mi secretaria llamó a Lufthansa y, en efecto, tu pasaje está allí, pagado —dijo don Rigoberto—. Ida y vuelta. En primera clase, por supuesto.

—¿Hice bien en mostrarte esa carta, amor? —exclamó doña Lucrecia, azoradísima— . ¿No te has enojado, no? Como prometimos no ocultarnos nada, me pareció que debía mostrártela.

—Hiciste muy bien, reina mía —dijo don Rigoberto, besando la mano de su esposa—. Quiero que vayas.

—¿Quieres que vaya? —sonrió, se puso grave y volvió a sonreír doña Lucrecia—. ¿En serio?

—Te lo ruego —insistió él, los labios en los dedos de su mujer—. A menos que la idea te disguste. ¿Pero, por qué te disgustaría? Aunque es un programa de nuevo rico y algo vulgar, está elaborado con espíritu risueño y una ironía infrecuente entre ingenieros. Te divertirás, amor mío.

—No sé qué decirte, Rigoberto —balbuceó doña Lucrecia, luchando contra el sonrojo—. Es una generosidad de tu parte, pero…

—Te pido que aceptes por razones egoístas —le aclaró su marido—. Ya sabes, el egoísmo es una virtud en mi filosofía. Tu viaje será una gran experiencia para mí.

Por los ojos y la expresión de don Rigoberto, doña Lucrecia supo que hablaba en serio. Hizo, pues, el viaje, y al octavo día regresó a Lima. En la Córpac le dieron la bienvenida su marido y Fonchito, éste con un ramo de flores envueltas en papel celofán y una tarjeta: «Bienvenida al terruño, madrastra». La saludaron con muchas muestras de cariño y don Rigoberto, para ayudarla a ocultar su turbación, la abrumó a preguntas sobre el tiempo, las aduanas, los horarios alterados, el jet lag y su cansancio, evitando toda aproximación al material neurálgico. Rumbo a Barranco, le dio relojera cuenta de la oficina, el colegio de Fonchito, los desayunos, almuerzos y comidas, durante su ausencia. La casa brillaba con un orden y limpieza exagerados. Justiniana había mandado lavar los visillos y renovar el abono del jardín, tareas que tocaban sólo a fin de mes.

Se le pasó la tarde abriendo maletas, en conversaciones con el servicio sobre temas prácticos y respondiendo llamadas de amigas y familiares que querían saber cómo le había ido en su viaje de compras navideñas a Miami (la versión oficial de su escapada). No hubo el menor malestar en el ambiente cuando sacó los regalos para su marido, su hijastro y Justiniana. Don Rigoberto aprobó las corbatas francesas, las camisas italianas y el pulóver neoyorquino y a Fonchito los jeans, la casaca de cuero y el atuendo deportivo le quedaron cabalito. Justiniana dio una exclamación de entusiasmo al probarse, sobre el delantal, el vestido amarillo patito que le tocó.

Luego de la cena, don Rigoberto se encerró en el cuarto de baño y demoró menos de lo acostumbrado con sus abluciones. Cuando regresó, encontró el dormitorio en una penumbra malherida por un tajo de luz indirecta que sólo iluminaba los dos grabados de Utamaro: acoplamientos incompatibles pero ortodoxos de una sola pareja, él dotado de una verga tirabuzónica y ella de un sexo liliputiense, entre kimonos inflados como nubes de tormenta, linternas de papel, esteras, mesitas con la porcelana del té y, a lo lejos, puentes sobre un sinuoso río. Doña Lucrecia estaba bajo las sábanas, no desnuda, comprobó, al deslizarse junto a ella, sino con un nuevo camisón —¿adquirido y usado en el viaje?— que dejaba a sus manos la libertad necesaria para alcanzar sus rincones íntimos. Ella se ladeó y él pudo pasarle el brazo bajo los hombros y sentirla de pies a cabeza. La besó sin abrumarla, con mucha ternura, en los ojos, en las mejillas, demorándose en llegar a su boca.

—No me cuentes nada que no quieras —le mintió en el oído, con una coquetería infantil que atizaba su impaciencia, mientras sus labios recorrían la curva de su oreja—. Lo que te parezca. O, si prefieres, nada.

—Te contaré todo —musitó doña Lucrecia, buscándole la boca—. ¿No me mandaste para eso?

—También —asintió don Rigoberto, besándola en el cuello, en los cabellos, en la frente, insistiendo en su nariz, mejillas y mentón—. ¿Te divertiste? ¿Te fue bien?

—Me fue bien o me fue mal, dependerá de lo que pase ahora entre tú y yo —dijo la señora Lucrecia de corrido, y don Rigoberto sintió que, por un segundo, su mujer se ponía tensa—. Me divertí, sí. Gocé, sí. Pero, tuve miedo todo el tiempo.

—¿De que me enojara? —don Rigoberto besaba ahora los pechos firmes, milímetro a milímetro, y la punta de su lengua jugueteaba con los pezones, sintiendo cómo se endurecían—.¿De que te hiciera una escena de celos?

—De que sufrieras —susurró doña Lucrecia, abrazándolo.

«Comienza a transpirar», comprobó don Rigoberto. Se sentía feliz acariciando ese cuerpo cada instante más activo y tuvo que poner su conciencia en acción para controlar el vértigo que empezaba a dominarlo. En el oído de su mujer, murmuró que la amaba, más, mucho más que antes del viaje.

Ella comenzó a hablar, con intervalos, buscando las palabras —silencios que eran coartadas para su confusión—, pero, poco a poco, estimulada por las caricias y las amorosas interrupciones, fue ganando confianza. Al fin, don Rigoberto advirtió que había recuperado su desenvoltura y relataba tomando fingida distancia de lo que contaba. Adherida a su cuerpo, apoyaba la cabeza en su hombro. Sus manos respectivas se movían de rato en rato, para tomar posesión o averiguar la existencia de un miembro, músculo o pedazo de piel de la pareja.

—¿Había cambiado mucho? Se había agringado en su manera de vestir y de hablar, pues continuamente se le escapaban expresiones en inglés. Pero, aunque con canas y engrosado, tenía siempre esa cara de Pluto, larga y tristona, y la timidez e inhibiciones de su juventud.

—Te vería llegar como caída del cielo.

—¡Se puso tan pálido! Creí que se iba a desmayar. Me esperaba con un ramo de flores más grande que él. La limousine era una de ésas, plateadas, de los gángsters de las películas. Con bar, televisión, música estéreo, y, muérete, asientos en piel de leopardo.

—Pobres ecologistas —se entusiasmó don Rigoberto.

—Ya sé que es una huachafería —se excusó Modesto, mientras el chofer, afgano altísimo uniformado de granate, disponía los equipajes en la maletera—. Pero, era la más cara.

—Es capaz de burlarse de sí mismo —sentenció don Rigoberto—. Simpático.

—En el viaje hasta el Plaza me piropeó un par de veces, colorado hasta las orejas —prosiguió doña Lucrecia—. Que me conservaba muy bien, que estaba más bella todavía que cuando quiso casarse conmigo.

—Lo estás —la interrumpió don Rigoberto, bebiendo su aliento—. Cada día más, cada hora más.

—Ni una sola palabra de mal gusto, ni una sola insinuación chocante —dijo ella—. Me agradeció tanto el haber ido que me hizo sentir la buena samaritana de la Biblia.

—¿Sabes lo que iba pensando, mientras te decía esas galanterías?

—¿Qué? —doña Lucrecia enroscó una pierna en las de su marido.

—Si te vería desnuda esa misma tarde, en el Plaza, o tendría que esperar hasta la noche, o hasta París —la ilustró don Rigoberto.

—No me vio desnuda ni esa tarde ni esa noche. A menos que me espiara por la cerradura, mientras me bañaba y vestía para el Metropolitan. Lo de las habitaciones separadas era cierto. La mía, tenía vista sobre Central Park.

—Pero, al menos, te cogería la mano en la ópera, en el restaurante —se quejó él, decepcionado—. Con la ayudita del champagne, te pegaría la mejilla mientras bailaban en Regine's. Te besaría en el cuello, en la orejita.

Nada de eso. No había intentado cogerle la mano ni besarla en el curso de esa larga noche en la que, sin embargo, no había ahorrado las flores verbales, siempre a distancia respetuosa. Se había mostrado simpático, en efecto, burlándose de su inexperiencia («Me muero de vergüenza, Lucre, pero, en seis años que llevo casado, no engañé una sola vez a mi mujer»), y confesándole que era la primera vez en su vida que asistía a una función de ópera o ponía los pies en Le Cirque y Regine's.

—Lo único que tengo claro es que debo pedir champagne Dom Perignon, olfatear la copa de vino con narices de alérgico y ordenar platos escritos en francés.

La miraba con reconocimiento inconmensurable, perruno.

—Si quieres que te diga la verdad, he venido por vanidosa, Modesto. Además de la curiosidad, por supuesto. ¿Es posible que en estos diez años, sin habernos visto, sin saber nada uno del otro, hayas seguido enamorado de mí?

—Enamorado no es la palabra justa —la aclaró él—. Enamorado estoy de Dorothy, la gringuita con la que me casé, que es muy comprensiva y me deja cantar en la cama.

—Eras para él algo más sutil —le explicó don Rigoberto—. La irrealidad, la ilusión, la mujer de su memoria y sus deseos. Yo quiero amarte así, como él. Espera, espera.

La despojó del mínimo camisón y volvió a acomodarla de modo que las pieles de ambos tuvieran más puntos de contacto. Refrenando su deseo, le pidió que siguiera.

—Regresamos al hotel apenas me vino el primer bostezo. Me dio las buenas noches lejos de mi recámara. Que me soñara con los angelitos. Se portó tan bien, estuvo tan caballero, que, a la mañana siguiente, le hice una pequeña coquetería.

Se había presentado a tomar el desayuno, en la habitación intermedia entre los dormitorios, descalza y con una salida de cama veraniega, muy corta, que dejaba al descubierto sus piernas y muslos. Modesto la esperaba afeitado, bañado y vestido. La boca se le abrió de par en par.

—¿Dormiste bien? —articuló, desmandibulado, ayudándola a sentarse ante los jugos de frutas, tostadas y mermeladas del desayuno—. ¿Puedo decirte que te ves muy linda?

—Alto —la atajó don Rigoberto—. Déjame arrodillarme y besar las piernas que deslumbraron al perro Pluto.

Rumbo al aeropuerto y, luego, en el Concorde de Air France, mientras almorzaban, Modesto volvió a adoptar la actitud de atenta adoración del primer día. Recordó a Lucrecia, sin melodrama, cómo había decidido renunciar a la Universidad de Ingeniería cuando se convenció que ella no se casaría con él y partir a Boston, a la ventura. Los difíciles comienzos en aquella ciudad de inviernos fríos y granates mansiones victorianas, donde demoró tres meses en conseguir su primer trabajo estable. Se rompió el alma, pero, no lo lamentaba. Había conseguido la indispensable seguridad, una esposa con la que se entendía y, ahora que iba a empezar otra etapa volviendo a la Universidad, algo que siempre echó de menos, se estaba corporizando una fantasía, el juego adulto en que se había refugiado todos estos años: la semana ideal, jugando a ser rico, en New York, París y Venecia, con Lucre. Podía morirse tranquilo, ya.

—¿De veras te vas a gastar la cuarta parte de tus ahorros en este viaje?

—Me gastaría los trescientos mil que me tocan, pues los otros son de Dorothy — asintió él, mirándola a los ojos—. No por toda la semana. Sólo por haber podido verte, a la hora del desayuno, con esas piernas, brazos y hombros al aire. Lo más lindo del mundo, Lucre.

—Qué habría dicho, si además te hubiera visto los pechos y la colita —la besó don Rigoberto—. Te amo, te amo.

—En ese momento, decidí que, en París, vería el resto —doña Lucrecia escapó a medias de los besos de su marido—. Lo decidí cuando el piloto anunció que habíamos roto la barrera del sonido.

—Era lo menos que podías hacer por un señor tan formalito —aprobó don Rigoberto.

Apenas se instalaron en sus respectivos dormitorios —la vista, desde las ventanas de Lucrecia, abarcaba la oscura columna de la Plaza Vendôme perdiéndose en la altura y las rutilantes vitrinas de las joyerías del contorno— salieron a andar. Modesto tenía memorizada la trayectoria y calculado el tiempo. Recorrieron las Tullerías, cruzaron el Sena y bajaron hacia Saint–Germain por los muelles de la orilla izquierda. Llegaron a la abadía media hora antes del concierto. Era una tarde pálida y tibia de un otoño que había ya tornasolado los castaños y, de tanto en tanto, el ingeniero se detenía, guía y plano a la mano, para dar a Lucrecia una indicación histórica, urbanística, arquitectónica o estética. En las incómodas sillitas de la iglesia atestada para el concierto, debieron sentarse muy juntos. Lucrecia disfrutó de la lúgubre munificencia del Réquiem de Mozart. Después, instalados en una mesita del primer piso de Lipp, felicitó a Modesto:

—No puedo creer que sea tu primer viaje a París. Conoces calles, monumentos y direcciones como si vivieras aquí.

—Me he preparado para este viaje como para un examen de fin de carrera, Lucre. Consultado libros, mapas, agencias, interrogado a viajeros. Yo no junto estampillas, ni crío perros, ni juego al golf. Hace años, mi único hobby es preparar esta semana.

—¿Siempre estuve yo en ella?

—Un paso más en el camino de las coqueterías —advirtió don Rigoberto.

—Siempre tú y sólo tú —se ruborizó Pluto—. New York, París, Venecia, las óperas, restaurantes y lo demás eran el setting. Lo importante, lo central, tú y yo, solitos en el escenario.

Regresaron al Ritz en taxi, fatigados y ligeramente achispados por la copa de champagne, el vino de Borgogne y el cognac con que habían esperado, acompañado y despedido la choucroute. Al darse las buenas noches, de pie en la salita que apartaba los dormitorios, sin el menor titubeo doña Lucrecia anunció a Modesto:

—Te portas tan bien, que yo también quiero jugar. Voy a hacerte un regalo.

—¿Ah, sí? —se atoró Pluto—. ¿Cuál, Lucre?

—Mi cuerpo entero —cantó ella—. Entra, cuando te llame. A mirar, solamente.

No oyó lo que Modesto respondía, pero estuvo segura de que, en la penumbra del recinto, mientras su enmudecida cara asentía, rebalsaba de felicidad. Sin saber cómo lo iba a hacer, se desnudó, colgó su ropa, y, en el cuarto de baño, se soltó los cabellos («¿Como me gusta, amor mío?» «Igualito, Rigoberto.»), regresó a la habitación, apagó todas las luces salvo la del velador y movió la lamparilla de modo que su luz, mitigada por una pantalla de raso, iluminara las sábanas que la camarera había dispuesto para la noche. Se tendió de espaldas, se ladeó ligeramente, en una postura lánguida, desinhibida, y acomodó su cabeza en la almohada.

—Cuando quieras.

«Cerró los ojos para no verlo entrar», pensó don Rigoberto, enternecido con ese detalle púdico. Veía muy nítido, desde la perspectiva de la silueta dubitativa y anhelante del ingeniero que acababa de cruzar el umbral, en la tonalidad azulada, el cuerpo de formas que, sin llegar a excesos rubensianos, emulaban las abundancias virginales de Murillo, extendido de espaldas, una rodilla adelantada, cubriendo el pubis, la otra ofreciéndose, las sobresalientes curvas de las caderas estabilizando el volumen de carne dorada en el centro de la cama. Aunque lo había contemplado, estudiado, acariciado y gozado tantas veces, con esos ojos ajenos lo vio por primera vez. Durante un buen rato —la respiración alterada, el falo tieso— lo admiró. Leyendo sus pensamientos y sin que una palabra rompiera el silencio, doña Lucrecia de tanto en tanto se movía en cámara lenta, con el abandono de quien se cree a salvo de miradas indiscretas, y mostraba al respetuoso Modesto, clavado a dos pasos del lecho, sus flancos y su espalda, su trasero y sus pechos, las depiladas axilas y el bosquecillo del pubis. Por fin, fue abriendo las piernas, revelando el interior de sus muslos y la medialuna de su sexo. «En la postura de la anónima modelo de L'origine du monde, de Gustave Courbet (1866)», buscó y encontró don Rigoberto, transido de emoción al comprobar que la lozanía del vientre y la robustez de los muslos y el monte de Venus de su mujer coincidían milimétricamente con la decapitada mujer de aquel óleo, príncipe de su pinacoteca privada. Entonces, la eternidad se evaporó:

—Tengo sueño y creo que tú también, Pluto. Es hora de dormir.

—Buenas noches —repuso al instante aquella voz, en el ápice de la dicha o la agonía. Modesto retrocedió, tropezando; segundos después, la puerta se cerró.

—Fue capaz de contenerse, no se echó sobre ti como una fiera hambrienta — exclamó don Rigoberto, hechizado—. Lo manejabas con el meñique.

—No me lo creía —se rió Lucrecia—. Pero, esa docilidad suya era también parte del juego.

A la mañana siguiente, un mozo le trajo a la cama un ramo de rosas con una tarjeta: «Ojos que ven, corazón que siente, memoria que recuerda y un can de dibujos animados que te lo agradece con toda el alma».

—Te deseo demasiado —se disculpó don Rigoberto, tapándole la boca con la mano—. Debo amarte.

—Figúrate, entonces, la nochecita que pasaría el pobre Pluto.

—¿El pobre? —reflexionó don Rigoberto, después del amor, mientras convalecían, fatigados y dichosos—. ¿Por qué, pobre?

—El hombre más feliz del mundo, Lucre —afirmó Modesto, esa noche, entre dos sesiones de striptease, en la apretura del Crazy Horse Saloon, rodeados de japoneses y alemanes, cuando se hubieron bebido la botella de champagne—. Ni el tren eléctrico que me trajo Papá Noel al cumplir diez años se compara con tu regalo.

Durante el día, mientras recorrían el Louvre, almorzaban en La Closerie de Lilas, visitaban el Centre Pompidou o se perdían en las callecitas remodeladas del Marais, no hizo la menor alusión a la noche anterior. Continuaba oficiando de compañero de viaje informado, devoto y servicial.

—Con cada cosa que me cuentas, pienso mejor de él —comentó don Rigoberto.

—Me pasaba lo mismo —reconoció doña Lucrecia—. Y, por eso, ese día, di un pasito más, para premiarlo. En Maxim's, sintió mi rodilla en la suya toda la comida. Y, cuando bailamos, mis pechos. Y, en el Crazy Horse, mis piernas.

—Quién como él —exclamó don Rigoberto—. Irte conociendo tipo serial, por episodios, pedacito a pedacito. El gato y el ratón, a fin de cuentas. Un juego que no dejaba de ser peligroso.

—No, si se juega con caballeros como tú —coqueteó doña Lucrecia—. Me alegro de haber aceptado tu invitación, Pluto.

Estaban de regreso en el Ritz, alegres y soñolientos. En la salita de la suite, se despedían.

—Espera, Modesto —improvisó ella, pestañeando—. Sorpresa, sorpresa. Cierra los ojitos.

Pluto obedeció en el acto, transformado por la expectativa. Ella se acercó, se pegó a él y lo besó, primero superficialmente, advirtiendo que él demoraba en responder a los labios que frotaban los suyos, y en replicar luego a los amagos de su lengua. Cuando lo hizo, sintió que en ese beso el ingeniero iba entregándole su viejo amor, su adoración, su fantasía, su salud y (si la tenía) el alma. Cuando la cogió de la cintura, con cautela, dispuesto a soltarla al menor rechazo, doña Lucrecia permitió que la abrazara.

—¿Puedo abrir los ojos?

—Puedes.

«Y entonces él la miró, no con la mirada fría del perfecto libertino, de Sade, pensó don Rigoberto, sino con la pura, ferviente y apasionada del místico en el momento del ascenso y la visión.»

—¿Estaba muy excitado? —se le escapó, y se arrepintió—. Qué pregunta tonta. Perdona, Lucrecia.

—A pesar de estarlo, no intentó retenerme. A la primera indicación, se apartó.

—Debiste irte a la cama con él esa noche —la amonestó don Rigoberto—. Abusabas. O, tal vez, no. Tal vez, hacías lo debido. Sí, sí, por supuesto. Lo lento, lo formal, lo ritual, lo teatral, eso es lo erótico. Era una espera sabia. La precipitación nos acerca al animal, más bien. ¿Sabías que el burro, el mono, el cerdo y el conejo eyaculan en doce segundos, a lo más?

—Pero, el sapo puede copular cuarenta días y cuarenta noches, sin parar. Lo leí en un libro de Jean Rostand: De la mosca al hombre.

—Qué envidia —se admiró don Rigoberto—. Estás llena de sabiduría, Lucrecia.

—Son las palabras de Modesto —lo desconcertó su mujer, retrotrayéndolo a un Orient Express que perforaba la noche europea, rumbo a Venecia—. Al día siguiente, en nuestro camarote belle époque.

Eso decía también el ramo de flores que la esperaba en el Hotel Cipriani, en la soleada Giudecca: «A Lucrecia, bella en la vida y sabia en el amor».

—Espera, espera —la devolvió a los rieles don Rigoberto—. ¿Compartieron ese camarote, en el tren?

—Uno con dos camas. Yo arriba y él abajo.

—O sea que…

—Tuvimos que desvestirnos uno encima de otro, literalmente —completó ella—. Nos vimos en paños menores, aunque en penumbra, pues apagué todas las luces, salvo la veladora.

—Paños menores es un concepto general y abstracto —se sulfuró don Rigoberto—. Precisiones.

Doña Lucrecia se las dio. A la hora de desvestirse —el anacrónico Orient Express cruzaba unos bosques alemanes o austríacos y, de cuando en cuando, una aldea—, Modesto le preguntó si quería que saliera. «No hace falta, en esta penumbra parecemos sombras», respondió doña Lucrecia. El ingeniero se sentó en la litera de abajo, replegándose lo más posible a fin de dejarle más espacio. Ella se desvistió sin forzar sus movimientos ni estilizarlos, girando en el sitio al despojarse de cada prenda; el vestido, el fustán, el sostén, las medias, el calzón. El resplandor de la veladora, una lamparilla en forma de champiñón con dibujos lanceolados, acarició su cuello, hombros, pechos, vientre, nalgas, muslos, rodillas, pies. Alzando los brazos, se pasó por la cabeza un pijama de seda china, con dragones.

—Voy a sentarme con las piernas al aire, mientras me escobillo los cabellos —dijo, haciendo lo que decía—. Si te provoca besármelas, puedes. Hasta las rodillas.

¿Era el suplicio de Tántalo? ¿Era el jardín de las delicias? Don Rigoberto se había deslizado al pie de la cama, y, adivinándolo, doña Lucrecia se sentó al borde para que, como Pluto en el Orient Express, su marido le besara los empeines, aspirara la fragancia de cremas y colonias que refrescaban sus tobillos, mordisqueara los dedos de sus pies y lamiera las oquedades tibias que los separaban.

—Te amo y te admiro —dijo don Rigoberto.

—Te amo y te admiro —dijo Pluto.

—Y, ahora, a dormir —ordenó doña Lucrecia.

Llegaron a Venecia en una mañana impresionista, sol poderoso y cielo azul marino, y mientras la lancha los llevaba al Cipriani entre crespas olitas, Michelin a la mano, Modesto dio a Lucrecia someras explicaciones sobre los palacios e iglesias del Gran Canal.

—Estoy sintiendo celos, amor mío —la interrumpió don Rigoberto.

—Si lo dices en serio, lo borramos, corazón —le propuso doña Lucrecia.

—De ninguna manera —dio él marcha atrás—. Los valientes mueren con las botas puestas, como John Wayne.

Desde el balcón del Cipriani, por encima de los árboles del jardín, se divisaban, en efecto, las torres de San Marcos y los palacios de la orilla. Salieron, con la góndola y el guía que los esperaban. Fue un vértigo de canales y puentes, aguas verdosas y bandadas de gaviotas que levantaban el vuelo a su paso, y oscuras iglesias en las que había que esforzar los ojos para percibir los atributos de las deidades y santidades allí colgadas. Vieron Tizianos y Veroneses, Bellinis y del Piombos, los caballos de San Marcos, los mosaicos de la catedral y dieron de comer raquíticos granitos de maíz a las gordas palomas de la Plaza. Al mediodía, se tomaron la fotografía de rigor en una mesa del Florian, mientras degustaban la pizzetta consabida. En la tarde, continuaron el recorrido, oyendo nombres, fechas y anécdotas que apenas escuchaban, entretenidos por la arrulladora voz del guía de la agencia. A las siete y media, cambiados y bañados, tomaron el Bellini en el salón de arcos moriscos y almohadillas arábigas del Danieli, y, a la hora exacta —las nueve— estaban en el Harry's Bar. Allí, vieron llegar a la mesa contigua (parecía parte del programa) a la divina Catherine Deneuve. Pluto dijo lo que tenía que decir: «Tú me pareces más bella, Lucre».

—¿Y? —la apuró don Rigoberto.

Antes de tomar el vaporcito a la Giudecca, dieron un paseo, doña Lucrecia prendida del brazo de Modesto, por callecitas semidesiertas. Llegaron al Hotel pasada la medianoche. Doña Lucrecia bostezaba.

—¿Y? —se impacientó don Rigoberto.

—Cuando estoy tan agotada por el paseo y las cosas bonitas que he visto, no puedo pegar los ojos —se lamentó doña Lucrecia. Felizmente, tengo un remedio que nunca me falla.

—¿Cuál? —preguntó Modesto.

—¿Qué remedio? —hizo eco don Rigoberto. —Un yacuzzi, alternando el agua fresca y la caliente —explicó doña Lucrecia, yendo hacia su recámara. Antes de desaparecer en ella, señaló al ingeniero el enorme y luminoso cuarto de baño, de blancas losetas y azulejos en las paredes—. ¿Me llenarías el yacuzzi mientras me pongo la bata?

Don Rigoberto se movió en el sitio con la ansiedad de un desvelado: ¿y? Ella fue a su habitación, se desnudó sin prisas, doblando su ropa pieza por pieza, como si dispusiera de la eternidad. Envuelta en una bata de toalla y otra toallita de turbante, regresó. La bañera circular crepitaba con los espasmos del yacuzzi.

—Le he echado sales —inquirió Modesto, con timidez—: ¿Bien o mal hecho?

—Está perfecta —dijo ella, probando el agua con la punta de un pie.

Dejó caer la bata de toalla amarilla a sus pies y, conservando la que hacía de turbante, entró y se tendió en el yacuzzi. Apoyó la cabeza en una almohadilla que el ingeniero se apresuró a alcanzarle. Suspiró, agradecida.

—¿Debo hacer algo más? —oyó don Rigoberto que preguntaba Modesto, con un hilo de voz—. ¿Irme? ¿Quedarme?

—Qué rico está, qué ricos estos masajes de agua fresquita —Doña Lucrecia estiraba piernas y brazos, regodeándose—. Después, le añadiré la más caliente. Y, a la cama, nuevecita.

—Lo asabas a fuego lento —aprobó, con un rugido, don Rigoberto.

—Quédate, si quieres, Pluto —dijo ella por fin, con la expresión reconcentrada de quien está gozando infinitamente las caricias del agua yendo y viniendo por su cuerpo—. La bañera es enorme, sobra sitio. Por qué no te bañas conmigo.

Los oídos de don Rigoberto registraron el extraño ¿graznido de buho, alarido de lobo, piar de pájaro? que respondió a la invitación de su mujer. Y, segundos después, vio al ingeniero desnudo, sumergiéndose en la bañera. Su cuerpo, a orillas de la cincuentena, de obesidad frenada a tiempo por los aerobics y el jogging practicados hasta las puertas del infarto, se tenía a milímetros del de su mujer.

—¿Qué más puedo hacer? —lo oyó preguntar, y sintió que su admiración por él crecía a compás de sus celos—. No quiero hacer nada que no quieras. No tomaré ninguna iniciativa. Tómalas tú todas. En este momento, soy el ser más dichoso y el más desgraciado de la creación, Lucre.

—Puedes tocarme —susurró ella, sin abrir los ojos, con una cadencia de bolero—. Acariciarme, besarme, el cuerpo, la cara. No los cabellos, porque, si se me mojan, mañana te avergonzarías de mi pelo, Pluto. ¿No ves que, en tu programa, no dejaste ni un huequito de tiempo para la peluquería?

—Yo también soy el hombre más dichoso del mundo —murmuró don Rigoberto—. Y el más desgraciado.

Doña Lucrecia abrió los ojos:

—No te estés así, tan asustado. No podemos quedarnos mucho en el agua.

Para verlos mejor, don Rigoberto entornó los párpados. Oía el monótono chasquido del yacuzzi y sentía el cosquilleo, los golpes del agua, la lluvia de gotitas que salpicaba las baldosas, y veía a Pluto, extremando las precauciones para no mostrarse rudo, mientras se afanaba en ese cuerpo blando que se dejaba hacer, tocar, acariciar, facilitando con sus movimientos el acceso de sus manos y labios a todas las comarcas, pero, sin responder a caricias ni besos, en estado de pasiva delectación. Sentía la fiebre quemando la piel del ingeniero.

—¿No vas a besarlo, Lucrecia? ¿No vas a abrazarlo, siquiera una vez?

—Todavía no —repuso su mujer—. Yo también tenía mi programa, muy bien estudiado. ¿Acaso no estaba feliz?

—Nunca lo estuve tanto —dijo Modesto, su cabeza emergiendo del fondo de la bañera, entre las piernas de Lucrecia, antes de volverse a zambullir—. Quisiera cantar a gritos, Lucre.

—Dice exactamente todo lo que yo siento —intervino don Rigoberto, permitiéndose una broma—. ¿No había peligro de una pulmonía, con esos disfuerzos talasoeróticos?

Se rió y al instante volvió a arrepentirse, recordando que el humor y el placer se repelían como agua y aceite. «Perdón por cortarte la palabra», se disculpó. Pero, era tarde. Doña Lucrecia había comenzado a bostezar de tal manera que el atareado ingeniero, haciendo de tripas corazón, se quedó quieto. De rodillas, chorreante, los pelos en cerquillo, simulaba resignación.

—Ya estás con sueño, Lucre.

—Me cayó encima el cansancio de todo el día. No puedo más.

De un ligero salto, salió de la bañera, arrebujándose en la bata. Desde la puerta de su habitación, dio las buenas noches, con una frase que hizo brincar el corazón de su marido:

—Mañana será otro día, Pluto.

—El último, Lucre.

—Y, también, la última noche —acotó ella, enviándole un beso.

Comenzaron la mañana del sábado con media hora de retraso, pero la recuperaron en la visita a Murano, donde, bajo un calor de infierno, artesanos en camisetas presidiarias soplaban el vidrio a la usanza tradicional y torneaban objetos decorativos o de uso doméstico. El ingeniero insistió para que Lucrecia, que se resistía a hacer más compras, aceptara tres animalitos transparentes: una ardilla, una cigüeña y un hipopótamo. De regreso a Venecia el guía los ilustró sobre dos villas de Palladio. En vez de almorzar, tomaron té con bizcochos en el Quadri, gozando de un sangriento crepúsculo que hacía llamear techos, puentes, aguas y campanarios y llegaron a San Giorgio para el concierto barroco, con tiempo para recorrer la islita y contemplar la laguna y la ciudad desde distintas perspectivas.

—El último día siempre es triste —comentó doña Lucrecia—. Esto se terminará mañana, para siempre.

—¿Estaban de la mano? —quiso saber don Rigoberto.

—Lo estuvimos, también, todo el concierto —confesó su mujer.

—¿El ingeniero soltó sus lagrimones?

—Estaba demacrado. Me apretaba la mano y le brillaban los ojitos.

«De gratitud y de esperanza», pensó don Rigoberto. El diminutivo «ojitos» repercutió en sus terminales nerviosos. Decidió que, a partir de este momento, callaría. Mientras doña Lucrecia y Pluto cenaban en el Danieli, contemplando las luces de Venecia, respetó su melancolía, no interrumpió su diálogo convencional, y sufrió estoico al advertir, en el curso de la cena, que ahora no sólo Modesto multiplicaba las atenciones. Lucrecia le ofrecía tostaditas que untaba para él con mantequilla, le daba a probar en su propio tenedor bocados de sus rigatoni y le cedía complacida su mano cuando él se la llevaba a la boca para posar en ella sus labios, una vez en la palma, otra en el dorso, otra en los dedos y en cada una de las uñas. Con el corazón encogido y una incipiente erección, esperaba lo que de todas maneras habría de ocurrir.

Y, en efecto, apenas entraron a la suite del Cipriani, doña Lucrecia cogió a Modesto del brazo, hizo que la ciñera, le acercó los labios y, boca contra boca, lengua contra lengua, murmuró:

—De despedida, pasaremos la noche juntos. Seré contigo tan complaciente, tan tierna, tan amorosa, como sólo lo he sido con mi marido.

—¿Le dijiste eso? —tragó estricnina y miel don Rigoberto.

—¿Hice mal? —se alarmó su mujer—. ¿Debí mentirle?

—Hiciste bien —ladró don Rigoberto—. Amor mío.

En un ambiguo estado en el que la excitación desdecía los celos y ambos se retroalimentaban, los vio desnudarse, admiró la desenvoltura con que su esposa lo hacía y gozó con la torpeza de ese dichoso mortal abrumado por la felicidad que recompensaba, esa última noche, su timidez y obediencia. Iba a ser suya, la iba a amar: las manos no atinaban a desabotonar la camisa, se atracaba el cierre del pantalón, tropezó al quitarse los zapatos, y, cuando, desorbitado, iba a encaramarse en la cama en penumbra donde lo esperaba, en lánguida postura —«La maja desnuda de Goya», pensó don Rigoberto, «aunque con los muslos más abiertos»— ese cuerpo magnífico, se golpeó el tobillo en el filo del catre y chilló «¡Ayyayay!». Don Rigoberto gozó escuchando la hilaridad que el accidente provocó en Lucrecia. Modesto se reía también, arrodillado en el lecho: «La emoción, Lucre, la emoción».

Las brasas de su placer se apagaron, cuando, sofocada la risa, vio a su mujer abandonar la indiferencia de estatua con que había recibido el día anterior las caricias del ingeniero y tomar la iniciativa. Lo abrazaba, lo obligaba a tumbarse junto a ella, sobre ella, bajo ella, enredaba sus piernas en sus piernas, le buscaba la boca, le hundía la lengua y —«ay, ay», se rebeló don Rigoberto— se acuclillaba con amorosa disposición, pescaba entre sus ahilados dedos el sobresaltado miembro y luego de repasarlo en el lomo y la testa se lo llevaba a los labios y lo besaba antes de desaparecerlo en su boca. Entonces, a voz en cuello, rebotando en la mullida cama, el ingeniero comenzó a cantar —a rugir, a aullar— Torna a Surriento.

—¿Comenzó a cantar Torna a Surriento? —se enderezó violentamente don Rigoberto—. ¿En ese instante?

—Eso mismo —Doña Lucrecia volvió a soltar la carcajada, a contenerse y a pedir perdón—. Me dejas pasmada, Pluto. ¿Cantas porque te gusta o porque no te gusta?

—Canto para que me guste —explicó él, trémulo y granate, entre gallos y arpegios.

—¿Quieres que pare?

—Quiero que sigas, Lucre —imploró Modesto, eufórico—. Ríete, no importa. Para que mi felicidad sea completa, canto. Tápate los oídos si te distrae o te da risa. Pero, por lo que más quieras, no pares.

—¿Y siguió cantando? —exclamó, ebrio, loco de satisfacción, don Rigoberto.

—Sin parar un segundo —afirmó doña Lucrecia, entre hipos—. Mientras lo besaba, me sentaba encima suyo y él encima mío, mientras hacíamos el amor ortodoxo y el heterodoxo. Cantaba, tenía que cantar. Porque, si no cantaba, fiasco.

—¿Siempre Torna a Sumento? —se regodeó en el dulce placer de la venganza don Rigoberto.

—Cualquier canción de mi juventud —canturreó el ingeniero, saltando, con toda la fuerza de sus pulmones, de Italia a México—. Voy a cantarles un corrido muy mentadooo…

—Un pot pourri de cursilerías de los años cincuenta —precisó doña Lucrecia—. O sole mio, Caminito, Juan Churrasqueado, Allá en el rancho grande, y hasta Madrid, de Agustín Lara. ¡Ay, qué risa!

—¿Y sin esas huachaferías musicales, fiasco? —pedía confirmación don Rigoberto, huésped del séptimo cielo—. Es lo mejor de la noche, amor mío.

—Lo mejor no lo has oído, lo mejor fue el final, la payasada cumbre —se limpiaba las lágrimas doña Lucrecia—. Los vecinos comenzaron a tocar las paredes, llamaron de la recepción, que bajáramos la tele, el tocadiscos, nadie podía dormir en el hotel.

—O sea que ni tú ni él terminarían… —insinuó don Rigoberto, con débil esperanza.

—Yo, dos veces —lo regresó a la realidad doña Lucrecia—.Y, él, por lo menos una, estoy segura. Cuando iba bien colocado para la segunda, se armó la pelotera y se le cortó la inspiración. Todo terminó en risas. Vaya nochecita. De Ripley.

—Ahora, ya sabes mi secreto, también —dijo Modesto, una vez que, aplacados los vecinos y la recepción, apagadas sus risas, sosegados sus ímpetus, envueltos en las blancas batas de baño del Cipriani, se pusieron a conversar—. ¿Te importa que no hablemos de esto? Como te imaginarás, me da vergüenza…

En fin, déjame decirte, una vez más, que nunca olvidaré esta semanita, Lucre.

—Yo tampoco, Pluto. La recordaré siempre. Y no sólo por el concierto, te lo juro.

Durmieron como marmotas, con la conciencia del deber cumplido, y estuvieron a tiempo en el embarcadero para tomar el vaporcito al aeropuerto. Alitalia se esmeró también y salió sin retraso, de modo que alcanzaron el Concorde de París a New York. Allí se despidieron, conscientes de que no volverían a verse.

—Dime que fue una semana horrible, que la odiaste —gimió, de pronto, don Rigoberto, apresando por la cintura a su mujer y encaramándola sobre él—. ¿No, no, Lucrecia?

—Por qué no haces la prueba de cantar algo, a grito pelado —le sugirió ella, con la aterciopelada voz de los mejores encuentros nocturnos—. Algo huachafo, amor. La flor de la canela, Fumando espero, Brasil, terra de meu coraçâo. A ver qué pasa, Rigoberto.

III. EL JUEGO DE LOS CUADROS

—Qué chistoso, madrastra —dijo Fonchito—. Tus medias verdeoscuras son exactas a las de una modelo de Egon Schiele.

La señora Lucrecia se miró las gruesas medias de lana que abrigaban sus piernas hasta por encima de las rodillas.

—Son buenísimas para la humedad de Lima —dijo, palpándolas—; gracias a ellas, tengo los pies calientitos.

Desnudo reclinado con medias verdes —recordó el niño—. Uno de sus cuadros más famosos. ¿Quieres verlo?

—Bueno, muéstramelo.

Mientras Fonchito se apresuraba a abrir su bolsón, que, como siempre, había tirado en la alfombra de la salita comedor, la señora Lucrecia sintió el difuso desasosiego que el niño solía transmitirle con esos arranques que siempre le parecían ocultar, bajo su apariencia inofensiva, algún peligro.

—Qué coincidencia, madrastra —decía Fonchito, mientras hojeaba el libro de reproducciones de Schiele que acababa de sacar del bolsón—. Yo me parezco a él y tú te pareces a sus modelos. En muchas cosas.

—¿En qué, por ejemplo?

—En esas medias verdes, negras o marrones que te pones. También, en la frazada a cuadritos de tu cama.

—Caramba, qué observador.

—Y, por último, en la majestad —añadió Fonchito, sin levantar la vista, enfrascado en la búsqueda del Desnudo reclinado con medias verdes. Doña Lucrecia no supo si reírse o burlarse. ¿Se daba cuenta de la rebuscada galantería o le había salido de casualidad?— : ¿No decía mi papá que tienes una majestad tan grande? ¿Que, hagas lo que hagas, nada en ti es vulgar? Yo sólo entendí lo que quería decir gracias a Schiele. Sus modelos se levantan las faldas, muestran todo, se las ve en posturas rarísimas, pero nunca parecen vulgares. Siempre, unas reinas. ¿Por qué? Porque tienen majestad. Como tú, madrastra.

Confundida, halagada, irritada, alarmada, doña Lucrecia quería y no quería poner punto final a esta explicación. Volvía a sentirse insegura, una vez más.

—Qué cosas dices, Fonchito.

—¡Acá está! —exclamó el niño, alcanzándole el libro—. ¿Ves lo que te digo? ¿No está en una pose que, en cualquier otra, parecería mala? Pero no en ella, madrastra. Eso es tener majestad, pues.

—Déjame ver —La señora Lucrecia cogió el libro y, después de examinar un buen rato el Desnudo reclinado con medias verdes, asintió—: Cierto, son del mismo color que las que tengo puestas.

—¿No te parece lindo?

—Sí, es muy bonito —Cerró el libro y se lo devolvió con presteza. Otra vez, la abrumó la idea de que perdía la iniciativa, de que el niño comenzaba a derrotarla. ¿Pero, qué batalla era ésta? Encontró los ojos de Alfonso: brillaban con una lucecita equívoca y en su fresca cara amagaba una sonrisa.

—¿Podría pedirte un favor grandísimo? ¿El más grande del mundo? ¿Me lo harías?

«Me va a pedir que me desnude», se le ocurrió a ella, aterrada. «Le daré una cachetada y no lo veré más.» Odió a Fonchito y se odió.

—¿Qué favor? —murmuró, tratando de que su sonrisa no fuera macabra.

—Ponte como la señora del Desnudo reclinado con medias verdes —entonó la meliflua vocecita—. ¡Sólo un ratito, madrastra!

—¿Qué dices?

—Claro que sin desvestirte —la tranquilizó el niño, moviendo ojos, manos, respingando la nariz—. En esta pose. Me muero de ganas. ¿Me harías ese gran, gran favor? No seas malita, madrastra.

—No se haga de rogar tanto, sabe de sobra que le dará gusto —dijo Justiniana, apareciendo y exhibiendo su excelente humor de cada día—. Como mañana es cumpleaños de Fonchito, que sea su regalo.

—¡Bravo, Justita! —palmoteo el niño—. Entre los dos, la convencemos. ¿Me harás ese regalo, madrastra? Eso sí, tienes que quitarte los zapatos.

—Confiesa que quieres ver los pies de la señora porque sabes que los tiene muy bonitos —lo azuzó Justiniana, más temeraria que otras tardes. Disponía en la mesita la Coca Cola y el vaso de agua mineral que le habían pedido.

—Ella tiene todo bonito —afirmó el niño, con candidez—. Anda, madrastra, no nos tengas vergüenza. Si quieres, para que no te sientas mal, Justita y yo podemos jugar después a imitar otro cuadro de Egon Schiele.

Sin saber qué replicar, qué broma hacer, cómo simular un enojo que no tenía, la señora Lucrecia se vio, de pronto, sonriendo, asintiendo, murmurando «Será tu regalo de cumpleaños, caprichosito», descalzándose, ladeándose y estirándose en el largo sillón. Trató de imitar la reproducción que Fonchito había desplegado y que le señalaba, como un director teatral instruyendo a la estrella del espectáculo. La presencia de Justiniana la hacía sentirse protegida, aunque a esta loca le había dado ahora la ventolera de ponerse de parte de Fonchito. Al mismo tiempo, que estuviera allí, de testigo, añadía cierto aderezo a la insólita situación. Intentó llevar a la chacota lo que hacía, «¿Es así la cosa? No, más arribita la espalda, el cuello como gallinita, la cabeza derechita», mientras se apoyaba en los codos, alargaba una pierna y flexionaba la otra, calcando la pose de la modelo. Los ojos de Justiniana y Fonchito iban de ella a la cartulina, de la cartulina a ella, rientes los de la muchacha y los del niño con profunda concentración. «Este es el juego más serio del mundo» , se le ocurrió a doña Lucrecia.

—Está igualita, señora.

—Todavía —le quitó la palabra Fonchito—. Tienes que subir más la rodilla, madrastra. Yo te ayudo.

Antes de que tuviera tiempo de negarle el permiso, el niño entregó el libro a Justiniana, se acercó al sofá y le puso las dos manos bajo la rodilla, donde terminaba la media verde oscura y apuntaba el muslo. Con suavidad, atento a la reproducción, le alzó la pierna y la movió. El contacto de los delgados deditos en su corva desnuda, turbó a doña Lucrecia. La mitad inferior de su cuerpo se echó a temblar. Sentía una palpitación, un vértigo, algo avasallante que la hacía sufrir y gozar. Y, en eso, descubrió la mirada de Justiniana. Las pupilas encendidas de esa carita morena eran locuaces. «Sabe cómo estoy», pensó, avergonzada. El grito del niño vino a salvarla:

—¡Ahora sí, madrastra! ¿No está exacta, Justita? Quédate así un segundito, por favor.

Desde la alfombra, sentado con las piernas cruzadas como un oriental, la miraba arrobado, la boca entreabierta, sus ojos un par de lunas llenas, en éxtasis. La señora Lucrecia dejó pasar cinco, diez, quince segundos, quietecita, contagiada de la solemnidad con que el niño tomaba el juego. Algo ocurría. ¿La suspensión del tiempo? ¿El presentimiento del absoluto? ¿El secreto de la perfección artística? Una sospecha la asaltó: «Es igualito a Rigoberto. Ha heredado su fantasía tortuosa, sus manías, su poder de seducción. Pero, por suerte, no su cara de oficinista, ni sus orejas de Dumbo, ni su nariz de zanahoria». Le costó trabajo romper el sortilegio:

—Se acabó. Les toca a ustedes.

La desilusión se apoderó del arcángel. Pero, de inmediato, reaccionó:

—Tienes razón. En eso quedamos.

—Manos a la obra —los espoleó doña Lucrecia—. ¿Qué cuadro van a representar? Yo lo escojo. Dame el libro, Justiniana.

—Ahí, sólo hay dos cuadros para Justita y para mí —la previno Fonchito—~. Madre e hijo y el Desnudo de hombre y mujer reclinados y entreverados. Los demás son hombres solos, mujeres solas o parejas de mujeres. El que tú quieras, madrastra.

—Vaya sabelotodo —exclamó Justiniana, estupefacta.

Doña Lucrecia inspeccionó las imágenes y, en efecto, las mencionadas por Alfonsito eran las únicas imitables. Descartó la última, porque ¿qué verosimilitud podía tener que un niño imberbe hiciera de ese barbado pelirrojo identificado por el autor del libro como el artista Félix Albrecht Harta, que, desde la foto del óleo, la observaba con expresión boba, indiferente al desnudo sin rostro, de medias rojas, que reptaba como sierpe amorosa bajo su pierna flexionada? En Madre y niño había al menos una desproporción de edad semejante a la de Alfonso y Justiniana.

—Qué posesita la de esa mamá y ese hijito —fingió que se alarmaba la empleada—. Supongo que no me pedirás que me quite el vestido, sinvergüenza.

—Al menos, ponte unas medias negras —le contestó el niño, sin bromear—. Yo me quitaré los zapatos y la camisa solamente.

No había maledicencia en su voz, ni sombra de trasfondo malicioso. Doña Lucrecia aguzaba el oído, escrutaba con desconfianza la carita precoz: no, ni sombra. Era un actor consumado. ¿O, un niño puro y ella una idiota, una vieja impura? Qué tenía Justiniana; en los años que llevaba con ella, no recordaba haberla visto tan disforzada.

—Qué medias negras me voy a poner, ¿acaso tengo?

—Que te las preste mi madrastra.

En vez de cortar el juego, como la razón le aconsejaba, se oyó decir: «Por supuesto». Fue a su cuarto y regresó con las medias negras de lana que se ponía las noches más frías. El niño se estaba quitando la camisa. Era delgado, armonioso, entre blanco y dorado. Vio su torso, sus esbeltos brazos, sus hombros de huese–cillos que resaltaban y doña Lucrecia recordó. ¿Había pasado todo aquello, entonces? Justiniana había dejado de reír y evitaba mirarla. Estaría en ascuas, también.

—Póntelas, Justita —la apuró el niño—. ¿Quieres que te ayude?

—No, muchas gracias.

También la muchacha había perdido la naturalidad y la confianza que rara vez la abandonaban. Se le enredaron los dedos, se puso las medias torcidas. Mientras se las alisaba y subía, se doblaba, tratando de ocultar sus piernas. Quedó cabizbaja, en la alfombra, junto al niño, moviendo las manos sin ton ni son.

—Empecemos —dijo Alfonso—. Tú boca abajo, la cabeza sobre tus brazos, cruzados como una almohada. Tengo que pegarme a tu derecha. Las rodillas en tu pierna, mi cabeza a tu costado. Sólo que, como soy más grande que el del cuadro, te llego al hombro. ¿Nos parecemos algo, madrastra?

Con el libro en la mano, ganada por un escrúpulo de perfección, doña Lucrecia se inclinó sobre ellos. La manita izquierda tenía que aparecer debajo del hombro derecho de Justiniana, la carita más aquí. «Apoya la mano izquierda sobre su espalda, Foncho, que descanse en ella. Sí, ahora se parecen bastante.»

Se sentó en el sillón y los contempló, sin verlos, embebida en sus pensamientos, asombrada de lo que pasaba. Era Rigoberto. Corregido y aumentado. Aumentado y corregido. Se sintió ida, cambiada. Ellos permanecían quietos, jugando con toda seriedad. Nadie sonreía. El ojo único que la postura dejaba a Justiniana ya no refulgía con picardía, se había empozado en él una modorra lánguida. ¿Estaría excitada, también? Sí, sí, como ella, más que ella. Sólo Fonchito —los ojos cerrados para parecerse más al niño sin rostro de Schiele— parecía jugar el juego sin trastienda ni añadidos. La atmósfera se había espesado, los ruidos del Olivar apagado, el tiempo escurrido, y la casita, San Isidro, el mundo, evaporado.

—Tenemos tiempo para otro más —dijo, por fin, Fonchito, levantándose—. Ahora, ustedes dos.

¿Qué les parece? Sólo puede ser, voltea la página, madrastra, ése, cabalito. Dos jovencitas yaciendo entreveradas. No te muevas, Justita. Date la vuelta, nomás. Échate a su lado, madrastra, de espaldas sobre ella. La mano así, bajo la cadera. Tú eres la del vestido amarillo, Justita. Imítala. Este brazo aquí, y, el derecho, pásaselo a mi madrastra bajo las piernas. Tú, dóblate un poquito, que tu rodilla choque con el hombro de Justita. Levanta esta mano, pónsela a mi madrastra en la pierna, abre los dedos. Así, así. ¡Perfecto!

Ellas callaban y obedecían, plegándose, desplegándose, ladeándose, alargando o encogiendo piernas, brazos, cuellos. ¿Dóciles? ¿Embrujadas? ¿Hechizadas? «Derrotadas», admitió doña Lucrecia. Su cabeza reposaba sobre los muslos de la muchacha y su diestra la asía de la cintura. De tanto en tanto, la presionaba, para sentir su humedad y la calidez que emanaba de ella; y, respondiendo a esa presión, en su muslo derecho los dedos de Justiniana se hundían también y la hacían sentir que la sentía. Estaba viva. Claro que lo estaba; ese olor intenso, denso, turbador, que aspiraba ¿de dónde iba a venir sino del cuerpo de Justiniana? ¿O, vendría de ella misma? ¿Cómo habían llegado a estos extremos? ¿Qué había pasado para que, sin darse cuenta —o, dándose— este niñito las hubiera hecho jugar a esto? Ahora, no le importó. Se sentía muy a gusto dentro del cuadro. Con ella, con su cuerpo, con Justiniana, con la circunstancia que vivía. Oyó que Fonchito se alejaba:

—Qué pena tener que irme. Con lo bonito que estaba. Pero, ustedes, sigan jugando. Gracias por el regalo, madrastra.

Lo sintió abrir la puerta, lo sintió cerrarla. Se había ido. Las había dejado solas, tendidas, entreveradas, abandonadas, perdidas en una fantasía de su pintor favorito.

LA REBELIÓN DE LOS CLÍTORIS

Entiendo, señora, que la variante feminista que usted representa ha declarado la guerra de los sexos y que la filosofía de su movimiento se sustenta en la convicción de que el clítoris es moral, física, cultural y eróticamente superior al pene, y, los ovarios, de más noble idiosincrasia que los testículos.

Le concedo que sus tesis son defendibles. No pretendo oponerles la menor objeción. Mis simpatías por el feminismo son profundas, aunque subordinadas a mi amor por la libertad individual y los derechos humanos, lo que las enmarca dentro de unos límites que debo precisar a fin de que lo que le diga después tenga sentido. Generalizando, y para empezar por lo más obvio, afirmaré que estoy por la eliminación de todo obstáculo legal a que la mujer acceda a las mismas responsabilidades del varón y en favor del combate intelectual y moral contra los prejuicios en que se apoya el recorte de los derechos de las mujeres, dentro de los cuales, me apresuro a añadir, el más importante me parece, igual que en lo concerniente a los varones, no el derecho al trabajo, a la educación, a la salud, etcétera, sino el derecho al placer, en lo que, estoy seguro, asoma nuestra primera discrepancia.

Pero la principal y, me temo, irreversible, la que abre un insalvable abismo entre usted y yo —o, para movernos en el dominio de la neutralidad científica, entre mi falo y su vagina— radica en que, desde mi punto de vista, el feminismo es una categoría conceptual colectivista, es decir, un sofisma, pues pretende encerrar dentro de un concepto genérico homogéneo a una vasta colectividad de individualidades heterogéneas, en las que diferencias y disparidades son por lo menos tan importantes (seguramente más) que el denominador común clitórico y ovárico. Quiero decir, sin la menor pirueta cínica, que estar dotado de falo o clítoris (artefactos de frontera dudosa, como le probaré a continuación) me parece menos importante para diferenciar a un ser de otro, que todo el resto de atributos (vicios, virtudes o taras) específicos a cada individuo. Olvidarlo, ha motivado que las ideologías crearan formas de opresión igualadora generalmente peores que aquellos despotismos contra los que pretendían insurgir. Me temo que el feminismo, en la variante que usted patrocina, vaya por ese camino caso de que triunfen sus tesis, lo cual, desde el punto de vista de la condición de la mujer no significaría otra cosa, en vulgar, que cambiar mocos por babas.

Estas son para mí consideraciones de principio moral y estético, que usted no tiene por qué compartir. Por fortuna, tengo también a la ciencia de mi parte. Lo comprobará si echa una ojeada, por ejemplo, a los trabajos de la profesora de Genética y Ciencia Médica de la Universidad de Brown, doctora Anne Fausto–Sterling, quien, desde hace bastantes años se desgañita demostrando, ante la muchedumbre idiotizada por las convenciones y los mitos y ciega ante la verdad, que los sexos humanos no son los dos que nos han hecho creer —femenino y masculino— sino, por lo menos, cinco, y, tal vez, más. Aunque yo objeto por razones fonéticas los nombres elegidos por la doctora Fausto–Sterling (herms, merms y erms) para las tres variedades intermedias entre lo masculino y femenino detectadas por la biología, la genética y la sexología, saludo en sus investigaciones y en las de científicos como ella a unos poderosos aliados de quienes, tal cual este cobarde escriba, creemos que la división maniquea de la humanidad entre hombres y mujeres es una ilusión colectivista, cuajada de conjuras contra la soberanía individual —y por ende contra la libertad—, y una falsedad científica entronizada por el tradicional empeño de los Estados, las religiones y los sistemas legales en mantener ese sistema dualista, en contra de una Naturaleza que lo desmiente a cada paso.

La imaginación de la libérrima mitología helénica lo sabía muy bien, cuando patentó a esa hechura combinada de Hermes y Afrodita, el Hermafrodita adolescente, que, al enamorarse de una ninfa, fundió su cuerpo con el de ella, volviéndose desde entonces hombre–mujer o mujer–hombre (cada una de estas fórmulas, la doctora Fausto–Sterling dixit, representa un matiz distinto de coalición en un solo individuo de gónadas, hormonas, composición de cromosomas y, por lo mismo, origina sexos distintos a lo que conocemos por hombre y mujer, a saber los cacofónicos y yerbosos herms, merms yferms). Lo importante es saber que esto no es mitología sino realidad restallante, pues, antes y después del Hermafrodita griego, han nacido esos seres intermedios (ni varones ni hembras en la concepción usual del término) condenados por la estupidez, la ignorancia, el fanatismo y los prejuicios, a vivir en el disfraz, o, si eran descubiertos, a ser quemados, ahorcados, exorcizados como engendros del demonio, y, en la era moderna, a ser «normalizados» desde la cuna mediante la cirugía y la manipulación genética de una ciencia al servicio de esa falaz nomenclatura que sólo acepta lo masculino y lo femenino y arroja fuera de la normalidad, a los infiernos de la anomalía, monstruosidad o extravagancia física, a esos delicados héroes intersexuales —toda mi simpatía está con ellos— dotados de testículos y ovarios, clítoris como penes o penes como clítoris, uretras y vaginas y que, a veces, disparan espermatozoides y a la vez menstrúan. Para su conocimiento, estos casos raros no son tan raros; el doctor John Money, de la Universidad de John Hopkins, estima que los intersexuales son un cuatro por ciento de los homínidos que nacen (sume y verá que, solos, poblarían un continente).

La existencia de esta populosa humanidad científicamente establecida (de la que me he enterado leyendo esos trabajos que, para mí, tienen un interés sobre todo erótico), al margen de la normalidad y por cuya liberación, reconocimiento y aceptación lucho también a mi fútil manera (quiero decir, desde mi solitaria esquina de libertario hedonista, amante del arte y los placeres del cuerpo, aherrojado tras el anodino ganapán de gerente de una compañía de seguros) fulmina a quienes, como usted, se empeñan en separar a la humanidad en compartimentos estancos en razón del sexo: falos aquí, clítoris del otro lado, vaginas a la derecha, escrotos a la izquierda. Ese esquematismo gregario no corresponde a la verdad. También en lo referente al sexo los humanos representamos un abanico de variantes, familias, excepciones, originalidades y matices. Para aprisionar la realidad última e intransferible de lo humano, en este dominio, como en todos los otros, hay que renunciar al rebaño, a la visión tumultuaria, y replegarse en lo individual.

Resumiendo, le diré que todo movimiento que pretenda trascender (o relegar a segundo plano) el combate por la soberanía individual, anteponiéndole los intereses de un colectivo —clase, raza, género, nación, sexo, etnia, iglesia, vicio o profesión— me parece una conjura para embridar aún más la maltratada libertad humana. Esa libertad sólo alcanza su sentido pleno en la esfera del individuo, patria cálida e indivisible que encarnamos usted con su clítoris beligerante y yo con mi falo encubierto (llevo prepucio y también lo lleva mi hijito Alfonso y estoy contra la circuncisión religiosa de los recién nacidos —no de la elegida por seres con uso de razón— por las mismas razones que condeno la ablación del clítoris y de los labios superiores vaginales que practican muchos islamistas africanos) y deberíamos defenderla, ante todo, contra la pretensión de quienes quisieran disolvernos en esos conglomerados amorfos y castradores que manipulan los hambrientos de poder. Todo parece indicar que usted y sus seguidoras forman parte de esa grey y, por lo tanto, es mi deber participarle mi antagonismo y hostilidad a través de esta carta, que, por lo demás, tampoco pienso llevar al correo.

Para levantar algo la seriedad funeral de mi misiva y terminarla con una sonrisa, me animo a referirle el caso del pragmático andrógino Emma (¿debería, tal vez, decir andrógina?) que refiere el urólogo Hugh H. Young (asimismo de John Hopkins) que la/lo trató. Emma fue educada como niña, pese a tener un clítoris del tamaño de un pene, y una hospitalaria vagina, lo que le permitía celebrar intercambios sexuales con mujeres y hombres. De soltera, los tuvo sobre todo con muchachas, oficiando ella de hombre. Luego, casó con un varón e hizo el amor como mujer, sin que ese rol, empero, la deleitara tanto como el otro; por eso, tuvo amantes mujeres a las que horadaba alegremente con su virilizado clítoris. Consultado por ella, el doctor Young le explicó que sería muy fácil intervenirla quirúrgicamente y convertirla sólo en hombre, ya que ésa parecía su preferencia. La respuesta de Emma vale bibliotecas sobre la estrechez del humano universo: «¿Tendría usted que quitarme la vagina, no, doctor? No creo que me convenga, pues ella me da de comer. Si me opera, tendría que separarme de mi esposo y buscar trabajo. Para eso, prefiero seguir como estoy». Cita la historia la doctora Anne Fausto–Sterling en Myths of Gender: Biological Theories about Women and Men, libro que le recomiendo.

Abur y polvos, amiga.

BORRACHERA CON CARAMBOLA

En el sosiego de la noche barranquina, don Rigoberto se enderezó en su cama con la ligereza de una cobra convocada por el encantador. Ahí estaba doña Lucrecia, bellísima en su escotado vestido negro de gasa, hombros y brazos desnudos, sonriente, atendiendo a la docena de invitados. Daba órdenes al mayordomo que servía las bebidas y a Justiniana que, en su uniforme azul con mandil blanco almidonado, pasaba las bandejas de bocaditos —yuquitas con salsa huancaína, palitos de queso, conchitas a la parmesana, aceitunas rellenas— con desenvoltura de dueña de casa. Pero, el corazón de don Rigoberto dio un bote, quien pugnaba por ocupar toda la escena en su indirecta memoria de aquel suceso (él había sido el gran ausente de esa fiesta, que conocía a través de Lucrecia y su propia imaginación) era la voz estrambótica de Fito Cebolla. ¿Ya borracho? Camino de estarlo, pues los whiskies se sucedían en sus manos como cuentas de rosario en las de una devota.

—Si tenías que viajar —se enterró en sus brazos doña Lucrecia—, debimos cancelar el coctel. Yo te lo dije.

—¿Por qué? —preguntó don Rigoberto, ajustando su cuerpo al de su esposa—. ¿Pasó algo?

—Muchas cosas —se rió doña Lucrecia, la boca contra su pecho—. No te lo voy a contar. Ni te lo sueñes.

—¿Alguien se portó mal? —se animó don Rigoberto—. ¿Se propasó Fito Cebolla, por ejemplo?

—Quién, si no —le dio gusto su mujer—. Él, por supuesto.

«Fito, Fito Cebolla», pensó. ¿Lo quería o lo odiaba? No era fácil saberlo, pues despertaba en él uno de esos sentimientos difusos y contradictorios que eran su especialidad. Lo había conocido cuando, en un directorio, decidieron nombrarlo relacionista público de la compañía. Fito tenía amigos por todas partes y, aunque estaba en franca decadencia y lanzado hacia la dipsomanía más babosa, sabía hacer bien lo que sugería su nombramiento rimbombante: relacionarse y ser público.

—¿Qué barbaridad hizo? —preguntó, anheloso.

—A mí, meterme la mano —se avergonzó, escabulló y repuso doña Lucrecia—. A Justiniana, por poco la viola.

Don Rigoberto lo conocía de oídas y estuvo seguro de que lo detestaría apenas lo viera aparecerse en la oficina a tomar posesión de su puesto. ¿Qué otra cosa podía ser sino una canalla impresentable, un sujeto de vida jalonada de actividades deportivas —su nombre se asociaba, en los vagos recuerdos de don Rigoberto, a la tabla hawaiana, el tenis, el golf, exhibiciones de moda o concursos de belleza de los que solía ser jurado y a las páginas frivolas, donde con frecuencia irrumpían su dentadura carnicera y su piel tostada por las playas del planeta, vestido de etiqueta, de sport, de hawaiano, de noche, de tarde, de amanecer y de crepúsculo, una copa en la mano y enmarcado por mujeres muy bonitas. Se esperaba la imbecilidad integral, en su variante alta sociedad limeña. Su sorpresa fue mayúscula al descubrir que Fito Cebolla, siendo exactamente todo lo que podía esperarse de él —frivolo, cafiche de lujo, cínico, vividor, parásito, ex–deportista y ex–tigre del coctel— era, también, un original, un impredecible y, hasta el colapso alcohólico, divertidísimo. Había leído algo alguna vez y sacaba provecho a esas lecturas, citando a Fernando Casos —«En el Perú es admirable lo que no sucede»— y, entre carcajadas admonitivas, a Paul Groussac: «Florencia es la ciudad–artista, Liverpool la ciudad–mercader y Lima la ciudad–mujer». (Para comprobar este aserto estadísticamente, llevaba una libreta en la que iba anotando las mujeres feas y bonitas que cruzaba en su camino). A poco de conocerse, mientras tomaban un copetín con dos compañeros de oficina en el Club de la Unión, habían hecho una apuesta entre los cuatro a ver quién pronunciaba la frase más pedante. La de Fito Cebolla («Cada vez que paso por Port Douglas, en Australia, me zampo un bistec de cocodrilo y me tiro a una aborigen») ganó por unanimidad.

En la soledad oscura, don Rigoberto fue presa de un arrebato de celos que alteró su pulso. Su fantasía trabajaba como una mecanógrafa. Ahí estaba otra vez doña Lucrecia. Espléndida, hombros pulidos y brazos rozagantes, empinada sobre los zapatos calados de tacón de aguja y sus torneadas piernas depiladas, departía con los invitados, explicando, pareja por pareja, la urgente partida de Rigoberto a Río de Janeiro, esa tarde, por asuntos de la compañía.

—Y qué nos importa —bromeó, galante, Fito Cebolla, besando la mano de la dueña de casa después de su mejilla—. Qué más queremos.

Era flaccido, pese a las proezas deportivas de sus años mozos, alto, contoneante, ojos de batracio y una boca movediza que pringaba de lujuria las palabras que emitía. Por supuesto, se había presentado al coctel sin su mujer ¿sabiendo que don Rigoberto sobrevolaba las selvas amazónicas? Fito Cebolla había dilapidado las modestas fortunas de sus tres primeras esposas legítimas, de las que fue divorciándose a medida que las exprimía paseándolas por los mejores balnearios del ancho mundo. Llegada la hora del reposo, se resignaba a su cuarta y, sin duda, última mujer, cuyo disminuido patrimonio le aseguraba, ya no lujos ni excesos de orden turístico, vestuario o culinario, apenas una buena casa en La Planicie, una correcta despensa y escocés suficiente para cebar la cirrosis hasta el fin de sus días, a condición de no pasar de los setenta. Ella era frágil, menuda, elegante y como pasmada de admiración retrospectiva por el Adonis que en algún tiempo fue Fito Cebolla.

Ahora, era un abotargado sesentón e iba por la vida armado de una libretita y unos prismáticos con los que, en sus andanzas por el centro y en la luz roja de los semáforos cuando conducía su anticuado Cadillac color concho de vino, veía y anotaba, además de la estadística general (feas o bonitas), una más especializada: las respingadas nalgas, los encabritados pechos, las piernas mejor torneadas, los cuellos más cisnes, las bocas más sensuales y los ojos más brujos que le deparaba el tráfico. Su investigación, rigurosa y arbitraria a más no poder, dedicaba a veces un día, y hasta una semana, a una parte de las anatomías femeninas transeúntes, de manera no muy diferente a la que don Rigoberto configuraba para el aseo de sus órganos: lunes, culos; martes, pechos; miércoles, piernas; jueves, brazos; viernes, cuellos; sábados, bocas y domingos, ojos. Las calificaciones, de cero a veinte, las promediaba cada fin de mes.

Desde que Fito Cebolla le permitió hojear sus estadísticas, don Rigoberto había comenzado a presentir, en el insondable océano de los caprichos y las manías, una inquietante semejanza con él, y a consentir una incontenible simpatía por un espécimen capaz de reivindicar sus extravagancias con tanta insolencia. (No era su caso, pues las suyas eran disimuladas y matrimoniales.) En cierto sentido, aun restando su cobardía y timidez, de las que Fito Cebolla carecía, intuyó que éste era su par. Cerrando los ojos — en vano, porque las sombras del dormitorio eran totales— y arrullado por el rumor vecino del mar al pie del acantilado, don Rigoberto divisó la mano con vellos en los nudillos, decorada con aro de matrimonio y sortija de oro en el meñique, aposentándose a traición en el trasero de su mujer. Un quejido animal que hubiera podido despertar a Fonchito rajó su garganta: «¡Hijo de puta!».

—No fue así —dijo doña Lucrecia, sobándose contra él—. Conversábamos en un grupo de tres o cuatro, Fito entre ellos, ya con muchos whiskies adentro. Justiniana pasó la fuente y entonces él, de lo más fresco, se puso a piropearla.

—Qué sirvienta más bonita —exclamó, los ojos inyectados, los labios babeando su hilito de saliva, la entonación desguasada—. Una zambita de rompe y raja. ¡Qué cuerpito!

—Sirvienta es una palabra fea, despectiva y un poco racista —reaccionó doña Lucrecia—. Justiniana es una empleada, Fito. Como tú. Rigoberto, Alfonsito y yo la queremos mucho.

—Empleada, valida, amiga, protegida o lo que sea, no pretendo ofender —siguió Fito Cebolla, imantado, a la joven que se alejaba—. Ya me gustaría tener en mi casa una zambita así.

Y, en ese momento, doña Lucrecia sintió, inequívoca, poderosa, ligeramente mojada y caliente, una mano masculina en la parte inferior de su nalga izquierda, en el sensible lugar donde descendía en pronunciada curva al encuentro del muslo. Por unos segundos, no atinó a reaccionar, a retirarla, apartarse ni enojarse. Él se había aprovechado de la gran planta de crotos junto a la cual conversaban para ejecutar la operación sin que los demás lo advirtieran. A don Rigoberto lo distrajo una expresión francesa: la main baladeuse. ¿Cómo se traduciría? ¿La mano viajera? ¿La mano trashumante? ¿La mano ambulante? ¿La mano resbalosa? ¿La mano pasajera? Sin resolver el dilema lingüístico, se indignó de nuevo. Un impávido Fito miraba a Lucrecia con su insinuante sonrisa mientras sus dedos comenzaban a moverse, plisando la gasa del vestido. Doña Lucrecia se apartó con brusquedad.

—Mareada de cólera, fui a la repostería a tomar un vaso de agua —explicó a don Rigoberto.

—¿Qué le pasa, señora? —le preguntó Justiniana.

—Ese asqueroso me puso la mano aquí. No sé cómo no le di una trompada.

—Debiste dársela, romperle un macetero en la cabeza, rasguñarlo, botarlo de la casa —se enfureció Rigoberto.

—Se la di, se lo rompí, lo rasguñé y lo boté de la casa —Doña Lucrecia frotó su nariz esquimal contra la de su marido—. Pero, después. Antes, pasaron cosas.

«La noche es larga», pensó don Rigoberto. Había llegado a interesarse en Fito Cebolla como un entomólogo por un insecto rarísimo, de colección. Envidiaba en esa crasa humanidad que exhibiera tan impúdicamente sus tics y fantasías, todo eso que, desde un canon moral que no era el suyo, llamaban vicios, taras, degeneraciones. Por exceso de egoísmo, sin saberlo, el imbécil de Fito Cebolla había conquistado mayor libertad que él, que sabía todo pero era un hipócrita, y, por añadidura, un asegurador («Como lo fueron Kafka y el poeta Wallace Stevens», se excusó ante sí mismo, en vano). Divertido, don Rigoberto recordó aquella conversación en el bar del César's, registrada en sus cuadernos, en que Fito Cebolla le confesó que la mayor excitación de su vida no se la había provocado el cuerpo escultural de alguna de sus infinitas amantes, ni las bataclanas del Folies Bergère de París, sino la austera Luisiana, la casta Universidad de Baton Rouge, donde su iluso padre lo matriculó con la esperanza de que se graduara de químico industrial. Allí, en el alféizar de su dormitory, una tarde primaveral, le tocó asistir al más formidable agarrón sexual desde que los dinosaurios fornicaban.

—¿De dos arañas? —se abrieron las narices de don Rigoberto y continuaron palpitando, feroces. Sus orejetas de Dumbo aleteaban también, sobreexcitadas.

—De este tamaño —mimó la escena Fito Cebolla, elevando, encogiendo los diez dedos y acercándolos con obscenidad—. Se vieron, se desearon y avanzaron la una hacia la otra, dispuestas a amarse o a morir. Mejor dicho: a amarse hasta morir. Al saltar una sobre otra, hubo una crepitación de terremoto. La ventana, el dormitory, se llenaron de olor seminal.

—¿Cómo sabes que estaban copulando? —lo banderilló don Rigoberto—. ¿Por qué no, peleando?

—Estaban peleando y fornicando a la vez, como tiene que ser, como tendría que ser siempre —bailoteó en el asiento Fito Cebolla; sus manos se habían entrecruzado y los diez dedos se restregaban con crujidos óseos—. Se sodomizaban la una a la otra con todas sus patas, anillos, pelos y ojos, con todo lo que tenían en el cuerpo. Nunca vi seres tan felices. Nunca nada tan excitante, lo juro por mi santa madre que está en el cielo, Rigo.

La excitación resultante del coito arácnido, según él, había resistido a una eyaculación aérea y a varias duchas de agua fría. Al cabo de cuatro décadas y sinfín de aventuras, la memoria de las velludas bestezuelas agarradas bajo el inclemente cielo azul de Baton Rouge venía a veces a turbarlo y, aun ahora, cuando los años aconsejaban moderación, aquella remota imagen, al emerger de pronto en su conciencia, lo empingorotaba más que un jalón de yobimbina.

—Cuéntanos qué hacías en el Folies Bergère, Fito —pidió Teté Barriga, sabiendo perfectamente a lo que se exponía—. Aunque sea mentira ¡es tan chistoso!

—Era invencionarlo, meter la mano al fuego —apuntó la señora Lucrecia, demorando el cuento—. Pero, a Teté le encanta chamuscarse.

Fito Cebolla se revolvió en el asiento donde yacía semiderribado por el whisky:

—¡Cómo, mentira! Fue el único trabajo agradable de mi vida. Pese a que me trataban tan mal como me trata tu marido en la oficina, Lucre. Ven, siéntate con nosotros, atiéndenos.

Tenía los ojos vidriosos y la voz escaldada. Los invitados comenzaban a mirar los relojes. Doña Lucrecia, haciendo de tripas corazón, fue a sentarse junto a los Barriga. Fito Cebolla empezó a evocar aquel verano. Se había quedado varado en París sin un centavo, y, gracias a una amiga, obtuvo un empleo de pezonero en el «histórico teatro de la rué Richer».

—Pezonero viene de pezón, no de pesas —explicó, mostrando una sicalíptica puntita de lengua rojiza y entornando los salaces ojos como para ver mejor lo que veía («y lo que veía era mi escote, amor». La soledad de don Rigoberto comenzaba a poblarse y afiebrarse)—. Aunque era el último pinche y el peor pagado, de mí dependía el éxito del show. ¡Una responsabilidad del carajo!

—¿Cuál, cuál? —lo urgió Teté Barriga.

—Poner tiesos, en el momento de salir a escena, los pezones de las coristas.

Para lo que, en su agujero de las bambalinas, disponía de un balde de hielo. Las muchachas, engalanadas con penachos de plumas, adornos de flores, exóticos peinados, largas pestañas, uñas postizas, mallas invisibles y colas de pavorreal, nalgas y pechos al aire, se inclinaban ante Fito Cebolla, quien frotaba cada pezón y la corola circundante con un cubito de hielo. Ellas, entonces, dando un gritito, saltaban a escena, los pechos como espadas.

—¿Funciona, funciona? —insistía Teté Barriga, ojeando su pecho alicaído, mientras su marido bostezaba—. ¿Frotándoles hielo se ponen…?

—Tiesos, duros, rectos, empinados, airosos, erguidos, soberbios, erizados, encolerizados —prodigaba su versación en materia de sinónimos Fito Cebolla—. Permanecen así quince minutos, cronometrados.

«Sí, funciona», se repitió don Rigoberto. En las persianas se insinuaba una rayita pálida. Otro amanecer lejos de Lucrecia. ¿Era hora de despertar a Fonchito para el colegio? Aún no. Pero ¿no estaba ella aquí? Como cuando habían verificado sobre sus hermosos pechos la receta del Folies Bergére. Él había visto enderezarse esos oscuros pezones en sus areolas doradas y ofrecerse a sus labios, fríos y duros como piedras. Aquella verificación había costado a Lucrecia un resfrío, que, por lo demás, le contagió.

—¿Dónde está el baño? —preguntó Fito Cebolla—. Para lavarme las manos, no piensen mal.

Lucrecia lo guió hasta el pasillo, guardando prudente distancia. Temía sentir de nuevo, en cualquier momento, aquella ventosa manual.

—Tu zambita me ha gustado, en serio —iba balbuciendo Fito, entre tropezones—. Yo soy democrático, vengan negras, blancas o amarillas, si están bien despachadas. ¿Me la regalas? O, si prefieres, traspásamela. Te pago un juanillo.

—Ahí tienes el baño —lo frenó doña Lucrecia—. Lávate también la lengua, Fito.

—Tus deseos son órdenes —babeó él y, antes de que ella pudiera apartarse, la maldita mano fue directa a sus pechos. La retiró en el acto y se metió en el baño—: Perdón, perdón, me equivoqué de puerta.

Doña Lucrecia regresó a la sala. Los invitados comenzaban a irse. Temblaba de cólera. Esta vez, lo echaría de la casa. Cambiaba las últimas banalidades y los despedía en el jardín. «Es el colmo, es el colmo.» Se pasaban los minutos y Fito Cebolla no aparecía.

—¿Quieres decir que se había ido?

—Eso es lo que creí. Que, al salir del baño, se habría largado, discretamente, por la puerta de servicio. Pero no, no. El maldito se quedó.

Se fueron las visitas, el mozo contratado, y, luego de ayudar a Justiniana a recoger vasos y platos, cerrar ventanas, apagar las luces del jardín y poner la alarma, el mayordomo y la cocinera dieron a Lucrecia las buenas noches y se retiraron a sus alejados dormitorios, en un pabellón aparte, detrás de la piscina. Justiniana, que dormía en los altos, junto al estudio de don Rigoberto, estaba en la cocina metiendo el servicio en la lavadora.

—¿Fito Cebolla se quedó adentro, escondido?

—En el cuartito del sauna, tal vez, o entre las plantas del jardín. Esperando que los demás se fueran, que la cocinera y el mayordomo se acostaran, para meterse a la cocina. ¡Como un ladrón!

Doña Lucrecia estaba en un sofá de la sala, cansada, todavía sin recuperarse del mal rato. El forajido de Fito Cebolla no volvería a poner los pies en esta casa. Se preguntaba si le contaría a Rigoberto lo ocurrido, cuando estalló el grito. Venía de la cocina. Se levantó, corrió. En la puerta del blanco repostero —las paredes de azulejos destellando bajo la farmacéutica luz— el espectáculo la paralizó. Don Rigoberto pestañó varias veces antes de fijar la vista en la rayita pálida de la persiana que anunciaba el día. Los veía: Justiniana, de espaldas en la mesa de pino a la que había sido arrastrada, forcejeando con manos y piernas contra la fofa corpulencia que la aplastaba, besuqueaba y gargarizaba unos ruidos que eran, que tenían que ser groserías. En el umbral, desfigurada, desorbitada, doña Lucrecia. Su parálisis no duró mucho. Ahí estaba —el corazón de don Rigoberto batió impetuoso, lleno de admiración por la belleza delacroixiana de esa furia que cogía lo primero que encontraba, el rollo de amasar, y arremetía contra Fito Cebolla, insultándolo. «Abusivo, maldito, inmundicia, crápula». Lo golpeaba sin misericordia, donde cayera el rollo, en la espalda, el cuello regordete, la cabeza frailuna, las nalgas, hasta obligarlo a soltar su presa para defenderse. Don Rigoberto podía oír los mazazos que tundían los huesos y músculos del interrumpido violador, quien, finalmente, vencido por la paliza y la borrachera que estorbaba sus movimientos, giró, las manos hacia su agresora, trastabilló, resbaló y se derramó por el suelo como una gelatina.

—Pégale, pégale tú también, véngate —gritaba doña Lucrecia, descargando el incansable rollo de amasar sobre el bulto de sucio terno azul que, tratando de enderezarse, alzaba los brazos para amortiguar los golpes.

—¿Justiniana le reventó el banquito en la cabeza? —preguntó el regocijado don Rigoberto.

Se lo hizo trizas y volaron astillas hasta el techo. Lo alzó con las dos manos, se lo descargó con todo el peso de su cuerpo. Don Rigoberto vio la silueta espigada, el uniforme azul, el mandil blanco, empinándose para descerrajar el bólido. El estentóreo «¡Ayyyy!» del despatarrado Fito Cebolla le sacudió los tímpanos. (¿Pero no a la cocinera, ni al mayordomo, ni a Fonchito?) Se tapaba la cara, en sus manos había manchas de sangre. Estuvo desmayado unos segundos. Acaso, lo volvieron en sí los gritos de las dos mujeres, que lo seguían insultando: «Degenerado, borracho, abusivo, maricón».

—Qué dulce es la venganza —se rió doña Lucrecia—. Abrimos la puerta falsa y él se escapó, gateando. A cuatro patas, te lo juro. Lloriqueando: «Ay, mi cabecita, ay, me la han partido».

En eso, se soltó la alarma. Vaya susto. Pero, ni por ésas se habían despertado Fonchito, el mayordomo ni la cocinera. ¿Era verosímil? No. Pero, sí muy conveniente, pensó don Rigoberto.

—No sé cómo la apagamos, nos metimos, cerramos la puerta, y volvimos a poner la alarma —se reía doña Lucrecia, desbocada—. Hasta que, poquito a poco, nos fuimos calmando.

Entonces, ella pudo darse cuenta de lo que ese bruto había hecho a la pobre Justiniana. Le había destrozado el vestido. La muchacha, todavía aterrada, soltó el llanto. Pobrecita. Si doña Lucrecia hubiera subido antes al dormitorio, no hubiera oído su grito, ya que ni el mayordomo ni la cocinera ni el niño oyeron nada. El canalla la hubiera violado y tan contento. La consoló, la abrazó: «Ya pasó, ya se fue, no llores». Contra el suyo, el cuerpo de la muchacha —parecía más jovencita así, tan próxima— temblaba de pies a cabeza. Sentía su corazón y veía sus esfuerzos por contener los sollozos.

—Me dio una pena —susurró doña Lucrecia—. Además de destrozarle el uniforme, le había pegado.

—Tuvo su merecido —gesticuló don Rigoberto—. Se fue humillado y sangrando. ¡Muy bien hecho!

«Mira cómo te ha puesto, el desgraciado.» Doña Lucrecia apartó a Justiniana. Examinó su uniforme en jirones, la acariñó en la cara, ahora sin rastro del buen humor exuberante que siempre lucía; unos lagrimones le corrían por las mejillas, un rictus crispaba sus labios. Los ojos se le habían apagado.

—¿Pasó algo? —insinuó, con mucha discreción, don Rigoberto.

—Todavía —repuso, igual de discreta, doña Lucrecia—. En todo caso, no me di cuenta.

No se daba cuenta. Creía que aquel desasosiego, nerviosismo, exaltación, eran obra del susto y, sin duda, también lo eran; se sentía desbordada por un sentimiento de cariño y compasión, ansiosa de hacer algo, cualquier cosa, para sacar a Justiniana del estado en que la veía. La cogió de la mano, la llevó hacia la escalera: «Ven a quitarte esa ropa, lo mejor será llamar a un médico». Al salir de la cocina, apagó la luz de la planta baja. Subieron a oscuras, de la mano, peldaño a peldaño, la escalerita en tirabuzón hacia el estudio y el dormitorio. A media escalera, la señora Lucrecia pasó su otro brazo por la cintura de la muchacha. «Qué susto has tenido.» «Creí que me moría, señora, pero, ya se me está yendo.» No era cierto; su mano estrujaba la de su patrona y sus dientes chocaban, como de frío. Cogidas de las manos y de la cintura contornearon los estantes cargados de libros de arte y en el dormitorio las recibieron, desplegadas en el ventanal, las luces de Miraflores, los faroles del Malecón y las crestas blancas de las olas avanzando hacia el acantilado. Doña Lucrecia encendió la lámpara de pie, que iluminó el amplio chaise longue granate con patas de halcón y la mesita con revistas, las porcelanas chinas, las almohadillas y los poufs regados sobre la alfombra. Quedaron en penumbra la ancha cama, los veladores, las paredes consteladas de grabados persas, tántricos y japoneses. Doña Lucrecia fue al vestidor. Alcanzó una bata a Justiniana, que permanecía de pie, cubriéndose con los brazos, un poco cortada.

—Esa ropa hay que botarla a la basura, quemarla. Sí, mejor quemarla, como hace Rigoberto con los libros y grabados que ya no le gustan. Ponte esto, voy a ver qué puedo darte.

En el baño, mientras estaba empapando una toallita en agua de colonia, se vio en el espejo («Bellísima», la premió don Rigoberto). Ella también se había llevado un susto de padre y señor mío. Estaba pálida y ojerosa; la pintura se le había corrido y, sin que se diera cuenta, el cierre relámpago de su vestido había saltado.

—Si yo también soy una herida de guerra, Justiniana —le habló a través de la puerta—. Por culpa del asqueroso de Fito se me rompió el vestido. Voy a ponerme una bata. Ven, aquí hay más luz.

Cuando Justiniana entró al cuarto de baño, doña Lucrecia, que estaba liberándose del vestido por los pies —no llevaba sostén, sólo un calzoncito triangular de seda negra— la vio en el espejo del lavador y, repetida, en el de la bañera. Arrebujada en la bata blanca que la cubría hasta los muslos, parecía más delgada y más morena. Como no tenía cinturón, sujetaba la bata con sus manos. Doña Lucrecia descolgó su salida de baño china —«la de seda roja, con dos dragones amarillos unidos por las colas en la espalda», exigió don Rigoberto—, se la puso y la llamó:

—Acércate un poquito. ¿Tienes alguna herida?

—No, creo que no, dos cositas de nada —Justiniana sacó una pierna por los pliegues de la bata—. Estos moretones, de golpearme contra la mesa.

Doña Lucrecia se inclinó, apoyó una de sus manos en el terso muslo y delicadamente frotó la piel amoratada con la toallita embebida en agua de colonia.

—No es nada, se te irá volando. ¿Y la otra?

En el hombro y parte del antebrazo. Abriendo la bata Justiniana le señaló el moretón que comenzaba a hincharse. Doña Lucrecia advirtió que la muchacha tampoco llevaba sostén. Tenía su pecho muy cerca de sus ojos. Veía la punta del pezón. Era un pecho joven y menudo, bien dibujado, con una tenue granulación en la corola.

—Esto está más feo —murmuró—. ¿Aquí, te duele?

—Apenitas —dijo Justiniana, sin retirar el brazo que doña Lucrecia frotaba con cuidado, más atenta ahora a su propia turbación que al hematoma de la empleada.

—O sea que —insistió, imploró don Rigoberto—, ahí sí pasó algo.

—Ahí, sí —concedió esta vez su mujer—. No sé qué, pero algo. Estábamos tan juntas, en bata. Nunca había tenido esas intimidades con ella. O, tal vez, por lo de la cocina. O, por lo que fuera. De repente, yo ya no era yo. Y ardía de pies a cabeza.

—¿Y ella?

—No lo sé, quién sabe, creo que no —se complicó doña Lucrecia—. Todo había cambiado, eso sí. ¿Te das cuenta, Rigoberto? Después de semejante susto. Y fíjate lo que me estaba pasando.

—Esa es la vida —murmuró don Rigoberto, en voz alta, oyendo resonar sus palabras en la soledad del dormitorio ya iluminado por el día—. Ese es el ancho, el impredecible, el maravilloso, el terrible mundo del deseo. Mujercita mía, qué cerca te tengo, ahora que estás tan lejos.

—¿Sabes una cosa? —dijo doña Lucrecia a Justiniana—. Lo que tú y yo necesitamos para sacarnos las emociones de la noche, es un trago.

—Para no tener pesadillas con ese mano larga —se rió la empleada, siguiéndola al dormitorio. Se le había animado la expresión—. La verdad, creo que sólo emborrachándome me libraré de soñarme con él esta noche.

—Vamos a emborracharnos, entonces —Doña Lucrecia iba hacia el barcito del escritorio—. ¿Quieres un whisky? ¿Te gusta el whisky?

—Lo que sea, lo que usted vaya a tomar. Deje, deje, yo se lo traigo.

—Quédate aquí —la atajó doña Lucrecia, desde el estudio—. Esta noche, sirvo yo.

Se rió y la muchacha la imitó, divertida. En el escritorio, sintiendo que no controlaba sus manos y sin querer pensar, doña Lucrecia llenó dos vasos grandes con mucho whisky, un chorrito de agua mineral y dos cubos de hielo. Regresó, deslizándose como un felino entre los almohadones esparcidos por el suelo. Justiniana se había reclinado en el espaldar del chaise longue, sin subir las piernas. Hizo ademán de levantarse. —Quédate ahí, nomás —volvió a atajarla—. Arrímate, cabemos.

La muchacha vaciló, por primera vez desconcertada; pero, se recompuso de inmediato. Descalzándose, subió las piernas y se corrió hacia la ventana para hacerle sitio. Doña Lucrecia se acomodó a su lado. Arregló los cojines bajo su cabeza. Cabían, pero sus cuerpos se rozaban. Hombros, brazos, piernas y caderas, se presentían y, por momentos, tocaban.

—¿Por quién brindamos? —dijo doña Lucrecia—. ¿Por la paliza a ese animal?

—Por mi silletazo —recuperó su espíritu Justiniana—. Con la cólera que tenía, hubiera podido matarlo, le digo. ¿Cree que se la partí, la cabeza?

Volvió a beber un trago y la sobrecogió la risa. Doña Lucrecia se echó a reír también, con una risita medio histérica. «Se la partiste y yo, con el rollo de amasar, le partí otras cosas.» Así pasaron un buen rato, como dos amigas que comparten una confidencia jovial y algo escabrosa, estremecidas por las carcajadas. «Te aseguro que Fito Cebolla tiene más moretones que tú, Justiniana», «¿Y qué pretextos le dará ahora a su mujer, para esos chinchones y heridas?», «Que lo asaltaron los ladrones y le dieron una pateadura». En un contrapunto de chacota, acabaron los vasos de whisky. Se calmaron. Poco a poco, recuperaron el aliento.

—Voy a servir otros dos más —dijo doña Lucrecia.

—Yo voy, déjeme a mí, le juro que sé prepararlos.

—Bueno, anda, pondré música.

Pero, en vez de levantarse del chaise longue para que la muchacha pasara, la señora Lucrecia la cogió de la cintura con las dos manos y la ayudó a deslizarse por encima de ella, sin retenerla pero demorándola, en un movimiento que, por un momento, tuvo a sus cuerpos —la patrona abajo, la empleada arriba— enlazados. En la semipenumbra, mientras sentía el rostro de Justiniana sobre el suyo —su aliento le calentaba la cara y se le metía por la boca— doña Lucrecia vio asomar en el azabache de sus ojos un resplandor alarmado.

—¿Y, ahí, notaste qué? —la conminó un atorado don Rigoberto, sintiendo a doña Lucrecia moverse en sus brazos con la pereza animal en que su cuerpo zozobraba cuando hacían el amor.

—No se escandalizó; sólo se asustó un poquito, tal vez. Aunque no por mucho rato —dijo, semiahogada—. De que me hubiera tomado esas confianzas, haciéndola pasar encima mío cogida de la cintura. Tal vez, se dio cuenta. No sé, no sabía nada, no me importó nada. Yo, volaba. Pero, de eso sí me di: no se enojó. Lo tomaba con gracia, con esa malicia que pone en todo. Fito tenía razón, es atractiva. Y, más, medio desnuda. Su cuerpo café con leche, contrastando con la blancura de la seda…

—Hubiera dado un año de vida por verlas, en ese momento —Y don Rigoberto encontró la referencia que hacía rato buscaba: Pereza y lujuria o el sueño, de Gustave Courbet.

—¿No nos estás viendo? —se burló doña Lucrecia.

Con total nitidez, pese a que, a diferencia de su diurno dormitorio, aquél era nocturno, y esa parte de la habitación estaba en penumbra, fuera del alcance de la lámpara de pie. La atmósfera se había adensado. Aquel perfume penetrante, que mareaba, intoxicó a don Rigoberto. Sus narices lo aspiraban, expelían, reabsorbían. Al fondo, se oía el rumor del mar, y, en el estudio, a Justiniana preparando los tragos. Media oculta por la planta de hojas lanceoladas, doña Lucrecia se estiró y, como desperezándose, puso en marcha el tocadiscos; una música de arpas paraguayas y un coro guaraní flotó en la habitación, mientras doña Lucrecia volvía a su postura en el chaise longue y, los párpados entornados, esperaba a Justiniana con una intensidad que don Rigoberto olió y oyó. La bata china dejaba ver su muslo blanco y sus brazos desnudos. Tenía los cabellos alborotados y sus ojos atisbaban detrás de las sedosas pestañas. «Un ocelote que acecha a su presa», pensó don Rigoberto. Cuando Justiniana apareció con los dos vasos en las manos, venía risueña, moviéndose con desenvoltura, acostumbrada ya a esa complicidad, a no guardar con su patrona la distancia debida.

—¿Te gusta esta música paraguaya? No sé cómo se llama —murmuró doña Lucrecia.

—Mucho, es bonita, pero no se baila ¿no? —comentó Justiniana, sentándose en el borde del chaise longue y alcanzándole el vaso—. ¿Está bien así o le falta agua?

No se atrevía a pasar por encima de ella y doña Lucrecia se arrimó hacia el rincón que había ocupado antes la muchacha. La animó con un gesto a que se echara en su lugar. Justiniana lo hizo y, al tenderse junto a ella, la bata se le corrió de modo que su pierna derecha quedó también descubierta, a milímetros de la pierna desnuda de la señora.

—Chin chin, Justiniana —dijo ésta, chocándole el vaso.

—Chin chin, señora.

Bebieron. Apenas apartaron los vasos, doña Lucrecia bromeó:

—Cuánto hubiera dado Fito Cebolla por tenernos a las dos como estamos ahora.

Se rió y Justiniana también se rió. La risa de ambas creció, decreció. La muchacha se atrevió a hacer una broma, ella también:

—Si al menos hubiera sido joven y pintón. Pero, con semejante sapo y encima borracho, quién se iba a dejar.

—Al menos, tiene buen gusto —La mano libre de doña Lucrecia revolvió los cabellos de Justiniana—. La verdad, eres muy bonita. No me extraña que hagas hacer locuras a los hombres. ¿Sólo a Fito? Habrás causado estragos, por ahí.

Siempre alisándole los cabellos, estiró su pierna hasta tocar la de Justiniana. Esta no apartó la suya. Quedó quieta, media sonrisa fijada en la cara. Después de unos segundos, la señora Lucrecia, con un vuelco de corazón, notó que el pie de Justiniana se adelantaba despacito hasta hacer contacto con el suyo. Unos dedos tímidos se movían sobre los suyos, en un imperceptible rasguño.

—Te quiero mucho, Justita —dijo, llamándola por primera vez como hacía Fonchito—. Me di cuenta esta noche. Cuando vi lo que ese gordo te estaba haciendo. ¡Sentí una rabia! Como si hubieras sido mi hermana.

—Yo también a usted, señora —musitó Justiniana, ladeándose un poco, de modo que, ahora, además de pies y muslos, se tocaban sus caderas, brazos y hombros—. Me da no sé qué decírselo, pero, la envidio tanto. Por ser como es, por ser tan elegante. La mejor que he conocido.

—¿Me permites que te bese? —La señora Lucrecia inclinó la cabeza hasta rozar la de Justiniana. Sus cabellos se mezclaron. Veía sus ojos profundos, muy abiertos, observándola sin pestañar, sin miedo, aunque con algo de ansiedad—. ¿Puedo besarte? ¿Podemos? ¿Como amigas?

Se sintió incómoda, arrepentida, los segundos —¿dos, tres, diez?— que Justiniana tardó en responder. Y le volvió el alma al cuerpo —su corazón latía tan de prisa que apenas respiraba— cuando, por fin, la carita que tenía bajo la suya asintió y se adelantó, ofreciéndole los labios. Mientras se besaban, con ímpetu, enredando las lenguas, separándose y juntándose, sus cuerpos anudándose, don Rigoberto levitaba. ¿Estaba orgulloso de su esposa? Por supuesto. ¿Más enamorado de ella que nunca? Naturalmente. Retrocedió a verlas y oírlas.

—Tengo que decirle una cosa, señora —oyó que Justiniana susurraba en el oído de Lucrecia—. Hace mucho, tengo un sueño. Se repite, me viene hasta despierta. Que, una noche, hacía frío. El señor estaba de viaje. Usted tenía miedo a los ladrones y me pidió que viniera a acompañarla. Yo quería dormir en este sillón y usted «no, no, ven aquí, ven». Y me hacía acostarme con usted. Soñando eso, soñando, ¿se lo digo?, me mojaba. ¡Qué vergüenza!

—Hagamos ese sueño —La señora Lucrecia se enderezó, llevando tras ella a Justiniana—. Durmamos juntas, pero en la cama, es más blanda que el chaise longue. Ven, Justita.

Antes de entrar bajo las sábanas, se quitaron las batas, que quedaron al pie del lecho de dos plazas, cubierto por un cubrecama. A las arpas había sucedido un vals de otros tiempos, unos violines cuyos compases sintonizaban con sus caricias. ¿Qué importaba que hubieran apagado la luz mientras jugaban y se amaban, ocultas bajo las sábanas, y el atareado cubrecamas se encrespaba, arrugaba y bamboleaba? Don Rigoberto no perdía detalle de sus amagos y arremetidas; se enredaba y desenredaba con ellas, estaba junto a la mano que embolsaba un pecho, en cada dedo que rozaba una nalga, en los labios que, luego de varias escaramuzas, se atrevían por fin a hundirse en esa sombra enterrada, buscando el cráter del placer, la oquedad tibia, la latiente boca, el vibrátil musculillo. Veía todo, sentía todo, oía todo. Sus narices se embriagaban con el perfume de esas pieles y sus labios sorbían los jugos que manaban de la gallarda pareja.

—¿Ella no había hecho eso nunca?

—Ni yo tampoco —se lo confirmó doña Lucrecia—. Ninguna de las dos, nunca. Un par de novatas. Aprendimos, ahí mismo. Gocé, gozamos. No te extrañé nada esa noche, mi amor. ¿No te importa que te lo diga?

—Me gusta que me lo digas —la abrazó su esposo—. ¿Y ella, no se sintió mal después?

En absoluto. Había mostrado una naturalidad y una discreción que impresionaron a doña Lucrecia. Salvo a la mañana siguiente, cuando llegaron los ramos de flores (el de la patrona decía: «Desde sus vendajes, Fito Cebolla agradece de todo corazón la merecida enseñanza que ha recibido de su querida y admirada amiga Lucrecia» y el de la empleada: «Fito Cebolla saluda y pide rendidas excusas a la Flor de la Canela») que se mostraron la una a la otra, el tema no se había vuelto a tocar. La relación no cambió, ni las maneras, ni el tratamiento, para quienes las observaban desde fuera. Es verdad que, de cuando en cuando, doña Lucrecia tenía pequeñas delicadezas con Justiniana, regalándole unos zapatos nuevos, un vestido o llevándola de compañía en sus salidas, pero eso, aunque daba celos al mayordomo y a la cocinera, no sorprendía a nadie, pues todos en la casa, desde el chofer hasta Fonchito y don Rigoberto, hacía tiempo habían notado que con sus vivezas y zalamerías Justiniana se tenía comprada a la señora.

AMOR A LAS OREJAS VOLADORAS

Ojos para ver, nariz para oler, dedos para tocar y orejas como cuernos de la abundancia para ser frotadas con las yemas, igual que la jorobita de la jorobada o la panzita del Buda —que traen suerte— y, después, lamidas y besadas.

Me gustas tú, Rigoberto, y tú y tú, pero, por encima de todas tus otras cosas, me gustan tus orejas voladoras. Quisiera ponerme de rodillas y aguaitar esos agujeritos que tú limpias cada mañana (la que sabe, sabe) con un palito algodonado y les arrancas los vellitos con una pinza —pelito ay por pelito ay junto al espejo ay— los días que les toca la purificación. ¿Qué vería yo por esos hondos huequecitos? Un precipicio. Y, así, descubriría tus secretos. ¿Cuál, por ejemplo? Que, sin saberlo, ya me amas, Rigoberto. ¿Alguna otra cosa vería? Dos elefantitos con sus trompitas levantadas. Dumbo, Dumbito, cuánto te amo.

Entre gustos y colores no han escrito los autores. Tú, para mí, aunque hay quien dice que por tu nariz y tus orejas ganarías el concurso El Hombre Elefante del Perú, eres el ser más atractivo, el más buen mozo que se ha visto. A ver, Rigoberto, adivina, si me dieran a escoger entre Robert Redford y tú ¿quién sería el elegido de mi corazón? Sí, orejita mía, sí, narigoncito, sí, Pinochito: tú, tú.

¿Qué más vería, si me asomara a espiar por tus abismos auditivos? Un campo de tréboles, todos de cuatro hojas. Y ramos de rosas cuyos pétalos tienen retratada, en su peluza blanca, una carita amorosa. ¿Cuál? La mía.

¿Quién soy, Rigoberto? ¿Quién es la andinista que te ama y te idolatra y algún día no lejano escalará tus orejas como otros escalan el Himalaya o el Huascarán?

Tuya, tuya, tuya, La loquita de tus orejas

IV. FONCHITO EN LAGRIMAS

Fonchito había estado cabizbajo y paliducho desde que llegó a la casa de San Isidro y doña Lucrecia estaba segura de que sus ojeras y su mirada huidiza tenían algo que ver con Egon Schiele, tema infalible de cada tarde. Apenas abrió la boca mientras tomaban el té y, por primera vez en estas semanas, olvidó elogiar los chancays tostados de Justiniana. ¿Malas notas en el colegio? ¿Descubrió Rigoberto que faltaba a la academia para venir a visitarla? Encerrado en un mutismo tristón, se mordía los nudillos. En algún momento había mascullado algo terrible sobre Adolf y María, padres o parientes de su reverenciado pintor.

—Cuando algo lo carcome a uno por adentro, lo mejor es compartirlo —se ofreció doña Lucrecia—. ¿No me tienes confianza? Cuéntame qué te pasa, tal vez pueda ayudarte.

El niño la miró a los ojos, azorado. Pestañeaba y parecía que fuera a romper en llanto. Sus sienes latían y doña Lucrecia divisó las venillas azules de su cuello.

—Es que, he estado pensando —dijo, al fin. Apartó la vista y se calló, arrepentido de lo que iba a decir.

—¿En qué, Fonchito? Anda, dime. ¿Por qué te preocupa tanto esa pareja? ¿Quiénes son Adolf y María?

—Los papas de Egon Schiele —dijo el niño, como si hablara de un compañero de clase—. Pero, no me preocupa el señor Adolf, sino mi papá.

—¿Rigoberto?

—No quiero que termine como él —la carita se ensombreció aún más y su mano hizo un extraño pase, como ahuyentando un fantasma—. Me da miedo y no sé qué hacer. No quería preocuparte. Todavía lo quieres a mi papá ¿no, madrastra?

—Claro que sí —asintió ella, desconcertada—. Me dejas en la luna, Fonchito. ¿Qué tiene que ver Rigoberto con el padre de un pintor que murió al otro lado del mundo, hace medio siglo?

Al principio, le había parecido divertido, muy propio de él, ese juego inusitado, encandilarse con las pinturas y la vida de Egon Schiele, estudiárselas, aprendérselas, identificarse con él hasta creer, o decir que creía, que era Egon Schiele redivivo y que moriría también, luego de una carrera fulgurante, de manera trágica, a los veintiocho años. Pero, este juego se iba enturbiando.

—El destino de su papá se está repitiendo también en el mío —balbuceó Fonchito, tragando saliva—. No quiero que se vuelva loco y sifilítico como el señor Adolf, madrastra.

—Pero, qué tontería —intentó calmarlo ella—. Vamos a ver, la vida no se hereda ni se repite. De dónde se te ha ocurrido un disparate así.

Incapaz de contenerse, al niño se le descompuso la cara en un puchero y rompió a llorar, con sollozos que estremecían su esmirriada figura. La señora Lucrecia saltó de su sillón, fue a sentarse junto a él en la alfombra de la salita comedor, lo abrazó, lo besó en los cabellos y en la frente, con su pañuelo le secó las lágrimas, lo hizo sonarse la nariz. Fonchito se apretó contra ella. Hondos suspiros levantaban su pecho y doña Lucrecia sentía brincar su corazón.

—Cálmate, ya pasó, no llores, ese adefesio no tiene pies ni cabeza —le alisaba los cabellos, los besaba—. Rigoberto es el hombre más sano y tiene la cabeza mejor puesta que se ha visto.

¿El padre de Egon Schiele era sifilítico y había muerto loco? Picada de curiosidad por las continuas alusiones de Fonchito, doña Lucrecia había ido a buscar algo sobre Schiele a la librería La Casa Verde, a dos pasos de su casa, pero no encontró ninguna monografía, sólo una historia del expresionismo que le dedicaba apenas parte de un capítulo. No recordaba que mencionara para nada a su familia. El niño asintió, la boca fruncida y los ojos semicerrados. De cuando en cuando, lo recorría un escalofrío. Pero, se fue sosegando y, sin apartarse de ella, encogido, y, se diría, feliz de estar protegido por los brazos de doña Lucrecia, comenzó a hablar. ¿No conocía ella la historia del señor Adolf Schiele? No, no la conocía; no había podido encontrar una biografía de ese pintor. Fonchito, en cambio, había leído varias en la biblioteca de su papá y consultado la enciclopedia. Una historia terrible, madrastra. Decían que, sin lo que les pasó al señor Adolf Schiele y a la señora María Soukup, no se podía entender a Egon. Porque esa historia escondía el secreto de su pintura.

—Bueno, bueno —trató de despersonalizar el asunto doña Lucrecia—. ¿Y cuál es, pues, el secreto de su pintura?

—La sífilis de su papá —repuso el niño, sin vacilar—. La locura del pobre señor Adolf Schiele.

Mordiéndose el labio, doña Lucrecia aguantó la risa, para no herir al niño. Le pareció oír al doctor Rubio, un psicoanalista conocido de don Rigoberto, muy popular entre sus amigas desde que, citando el ejemplo de Wilhelm Reich, se desnudaba en las sesiones para interpretar mejor los sueños de sus pacientas, y que solía soltar cosas por el estilo en los cocteles, con la misma convicción.

—Pero, Fonchito —dijo, soplándole la frente, brillosa de sudor—. ¿Sabes acaso qué es la sífilis?

—Una enfermedad venérea, que viene de Venus, una diosa que no sé quién fue — confesó el niño, con sinceridad desarmante—. No la encontré en el diccionario. Pero, sé dónde se la contagiaron al señor Adolf. ¿Te cuento cómo fue?

—A condición de que te calmes. Y de que no vuelvas a atormentarte con fantasías descabelladas. Ni eres Egon Schiele ni Rigoberto tiene nada que ver con ese caballero, tontorrón.

El niño no le prometió nada, pero tampoco le replicó. Quedó un rato en silencio, en los brazos protectores, la cabeza en el hombro de su madrastra. Cuando comenzó a contar, lo hizo con el lujo de fechas y detalles de un testigo de lo que contaba. O, protagonista, pues ponía la emoción de quien lo ha vivido en carne propia. Como si, en vez de nacer en Lima a fines del siglo veinte, fuera Egon Schiele, un mozalbete de la última generación de subditos austro–húngaros, la que vería desaparecer en la hecatombe de la primera guerra mundial la llamada Belle Époque y el imperio, esa sociedad rutilante, cosmopolita, literaria, musical y plástica que Rigoberto amaba tanto y sobre la que había dado a doña Lucrecia tan pacientes lecciones los primeros años de casados. (Ahora, Fonchito continuaba dándoselas.) La de Mahler, Schoenberg, Freud, Klimt, Schiele. En el sobresaltado relato, restando anacronismos y puerilidades, una historia se fue perfilando. Una aldea llamada Tulln, a orillas del Danubio, en los alrededores de Viena (a 25 kilómetros, decía) y la boda, en esos años finales de siglo, del funcionario de los ferrocarriles imperiales Adolf Eugen Schiele, protestante, de origen alemán, 26 años recién cumplidos, y la adolescente católica de origen checo, de 17, María Soukup. Un matrimonio alacrán, contra la corriente, debido a la oposición de la familia de la novia. («¿Se opuso la tuya a que te casaras con mi papá?» «Al contrario, quedaron encantados de Rigoberto.») Esa época era puritana y llena de prejuicios ¿no, madrastra? Sí, seguramente, ¿por qué? Porque María Soukup no sabía nada de la vida; no le habían enseñado ni cómo se hacían los niños, la pobrecita creía que los traían las cigüeñas de París. (¿La madrastra no sería tan inocente cuando se casó? No, doña Lucrecia sabía ya todo lo que había que saber.) Tan inocente era María que no se dio cuenta siquiera de que había quedado embarazada y se le ocurrió que su malestar era culpa de las manzanas, que le encantaban. Pero, eso era adelantarse. Había que retroceder al viaje de novios. Allí comenzó todo.

—¿Qué pasó en esa luna de miel?

—Nada —dijo el niño, enderezándose para sonarse. Tenía los ojos hinchados, pero se le había ido la palidez y estaba pendiente en cuerpo y alma del relato—. María tuvo miedo. Los tres primeros días, no dejó que el señor Adolf la tocara. El matrimonio no se consumó. De qué te ríes, madrastra.

—De oírte hablar como un viejo, siendo el pedazo de hombre que eres todavía. No te enojes, me interesa mucho. Bueno, los tres primeros días de casados, Adolf y Marie, nada de nada.

—No es para reírse —se apenó Fonchito—. Más bien, para llorar. La luna de miel fue en Trieste. Para recordar ese viaje de sus padres, Egon Schiele y Gerti, su hermanita preferida, hicieron un viaje idéntico, en 1906.

En Trieste, durante la frustrada luna de miel, comenzó la tragedia. Porque, en vista de que su esposa no se dejaba tocar —lloraría, patalearía, lo rasguñaría, haría un gran escándalo cada vez que él se acercaba a darle un beso—, el señor Adolf se salía a la calle. ¿Adonde? A consolarse con mujeres malas. Y, en uno de esos sitios, Venus le contagió la sífilis. Esta enfermedad comenzó a matarlo a poquitos desde entonces. Lo hizo perder la cabeza y desgració a toda la familia. A partir de ahí, cayó una maldición sobre los Schiele. Adolf, sin saberlo, contagió a su mujer, cuando pudo consumar el matrimonio, al cuarto día. Por eso, Marie abortó los tres primeros embarazos; y, por eso, murió Elvira, la hijita que vivió apenas diez añitos. Y, por eso, Egon fue tan debilucho y propenso a enfermedades. Tanto que, en su niñez, creían que se moriría pues se las pasaba visitando médicos. Doña Lucrecia terminó por verlo: un infante solitario, jugando con trencitos de juguete, dibujando, dibujando todo el tiempo, en sus cuadernos de colegio, en los márgenes de la Biblia, hasta en papeles que rescataba del basurero.

—Ya ves, no te pareces en nada a él. Tú fuiste el niño más sano del mundo, según Rigoberto. Y te gustaba jugar con aviones, no con trenes.

Fonchito se resistía a bromear.

—¿Me dejas terminar la historia o te está aburriendo?

No la aburría, la entretenía; pero, más que la peripecia y los finiseculares personajes austro–húngaros, la pasión con que Fonchito los evocaba: vibrando, moviendo ojos y manos, con inflexiones melodramáticas. Lo terrible de esa enfermedad era que venía despacito y a traición; y que deshonraba a sus víctimas. Ésa fue la razón por la que el señor Adolf nunca reconoció que la padecía. Cuando sus parientes le aconsejaban que viera al médico, protestaba: «Estoy más sano que cualquiera». Qué lo iba a estar. Había comenzado a fallarle la razón. Egon lo quería, se llevaban muy bien, sufría cuando empeoraba. El señor Adolf se ponía a jugar a las cartas como si hubieran venido sus amigos, pero estaba sólito. Las repartía, conversaba con ellos, les ofrecía cigarros, y en la mesita de la casa de Tulln no había nadie. Marie, Melanie y Gerti querían hacerle ver la realidad, «Pero, papá, si no hay con quién hablar, con quién jugar, ¿no te das cuenta?». Egon salía a contradecirlas: «No es cierto, padre, no les hagas caso, aquí están el jefe de la guardia, el director de correos, el maestro de la escuela. Tus amigos están contigo, padre. Yo también los veo, como tú». No quería aceptar que su papá tenía visiones. De repente, el señor Adolf se ponía su uniforme de gala, gorro de visera brillante, botas como espejos, y salía a cuadrarse en el andén. «¿Qué haces aquí, padre?» «Voy a recibir al Emperador y a la Emperatriz, hijo.» Ya estaba loco. No pudo seguir trabajando en los ferrocarriles, tuvo que jubilarse. De vergüenza, los Schiele se mudaron de Tulln a un lugar donde nadie los conocía: Klosterneuburg. En alemán quiere decir: «El pueblo nuevo del convento». El señor empeoró, se olvidó de hablar. Se pasaba los días en su cuarto, sin abrir la boca. ¿Veía? ¿Veía? Súbitamente, una agitación angustiosa se apoderó de Fonchito:

—Igualito que mi papá, pues —estalló, soltando un gallo—. Él también, regresa de la oficina y se encierra, para no hablar con nadie. Ni conmigo. Hasta sábados y domingos hace lo mismo; en su escritorio todo el santo día. Cuando le busco conversación, «Sí», «No», «Bueno». No sale de ahí.

¿Tendría la sífilis? ¿Se estaría volviendo loco? Le habría venido por la misma razón que al señor Adolf . Porque se quedó solo, cuando la señora Lucrecia lo dejó. Se fue a alguna casa mala y Venus se la contagió. ¡No quería que su papá se muriera, madrastra!

Rompió a llorar de nuevo, esta vez sin bulla, para adentro, tapándose la cara, y a doña Lucrecia le costó más trabajo que antes calmarlo. Lo consoló, qué delirios tan absurdos, acariñó, Rigoberto no tenía mal alguno, acunó, estaba más cuerdo que ella y Fonchito, sintiendo las lágrimas de esa rubicunda cabeza mojar la pechera de su vestido. Después de muchos mimos, logró serenarlo. A Rigoberto le gustaba encerrarse con sus grabados, con sus libros, con sus cuadernos, a leer, oír música, escribir sus citas y reflexiones. ¿Acaso no lo conocía? ¿No había sido siempre así?

—No, no siempre —negó el niño, con firmeza—. Antes, me contaba las vidas de los pintores, me explicaba los cuadros, me enseñaba cosas. Y me leía de sus cuadernos. Contigo, se reía, salía, era normal. Desde que te fuiste, cambió. Se puso triste. Ahora, ni siquiera le interesa qué notas saco; me firma la libreta sin mirarla. Lo único que le importa es su escritorio. Encerrarse ahí, horas de horas. Se volverá loco, como el señor Adolf. A lo mejor, ya lo está.

El niño le había echado los brazos al cuello y reclinaba su cabeza en el hombro de la madrastra. En el Olivar, se oían grititos y carreras de chiquillos, como todas las tardes, cuando, a la salida de los colegios, los escolares de la vecindad afluían al parque desde las innumerables esquinas a fumar un cigarrillo a ocultas de sus padres, patear la pelota y enamorar a las chicas del barrio. ¿Por qué Fonchito no hacía nunca esas cosas?

—¿Todavía lo quieres a mi papá, madrastra? —La pregunta volvía cargada de aprensión, como si de su respuesta pendiera una vida o una muerte.

—Ya te lo he dicho, Fonchito. Nunca he dejado de quererlo. ¿A qué viene eso?

—Él está así porque te extraña. Porque te quiere, madrastra, y no se consuela de que ya no vivas con nosotros.

—Las cosas pasaron como pasaron —Doña Lucrecia luchaba contra un malestar creciente.

—¿No estarás pensando en casarte otra vez, no, madrastra? —insinuó tímidamente el niño.

—Es lo último que haría en la vida, volver a casarme. Jamás de los jamases. Además, Rigoberto y yo ni siquiera estamos divorciados, sólo separados.

—Entonces, se pueden amistar —exclamó Fonchito, con alivio—: Los que se pelean, pueden amistarse. Yo me peleo y me amisto todos los días, con chicos del colegio. Volverías a la casa y también Justita. Todo sería como antes.

«Y curaríamos al papacito de la locura», pensó doña Lucrecia. Estaba irritada. Habían dejado de hacerle gracia las fantasías de Fonchito. Cólera sorda, amargura, rencor, la invadían, a medida que su memoria desempolvaba los malos recuerdos. Tomó al niño de los hombros y lo apartó algo de ella. Lo observó, cara con cara, indignada de que esos ojitos azules, hinchados y enrojecidos, resistieran con tanta limpieza su mirada cargada de reproches. ¿Era posible que fuera tan cínico? No había llegado aún a adolescente. ¿Cómo podía hablar de la ruptura de ella y Rigoberto como de algo ajeno, como si él no hubiera sido la causa de lo sucedido? ¿No se las había arreglado, acaso, para que Rigoberto descubriera todo el pastel? La carita arrasada por las lágrimas, los rasgos dibujados a pincel, los rosados labios, las curvas pestañas, el pequeño mentón firme, la encaraban con inocencia virginal.

—Tú sabes mejor que nadie lo que pasó —dijo la señora Lucrecia, entre dientes, tratando de que su indignación no desbordara en una explosión—. Sabes muy bien por qué nos separamos. No vengas a hacerte el niñito bueno, apenado por esa separación. Tú tuviste tanta culpa como yo, y, acaso, más que yo.

—Por eso mismo, madrastra —le cortó la palabra Fonchito—.Yo los hice pelear y por eso me toca a mí hacerlos amistarse. Pero, tienes que ayudarme. ¿Lo harás, no es cierto? A que sí, madrastra.

Doña Lucrecia no sabía qué responder; quería abofetearlo y besarlo. Se le habían caldeado las mejillas. Para colmo, el fresco de Fonchito, en un nuevo cambio brusco del ánimo, parecía ahora contento. Súbitamente, lanzó una carcajada.

—Te pusiste colorada —dijo, echándole otra vez los brazos al cuello—. Entonces, la respuesta es sí. ¡Te quiero mucho, madrastra!

—Primero llantos y ahora risas —dijo Justiniana, apareciendo en el pasillo—. ¿Se puede saber qué pasa aquí?

—Tenemos una gran noticia —le dio la bienvenida el niño—. ¿Se lo contamos, madrastra?

—No es a Rigoberto sino a ti al que se le están aflojando los tornillos —dijo doña Lucrecia, disimulando el sofocón.

—Será que Venus también me contagió la sífilis —se burló Fonchito, torciendo los ojos. Y, con el mismo tono, a la muchacha—: ¡Mi papá y mi madrastra van a amistarse, Justita! ¿Qué te parece el notición?

DIATRIBA CONTRA EL DEPORTISTA

Entiendo que usted corre tabla hawaiana en las encrespadas olas del Pacífico en el verano, en los inviernos se desliza en esquí por las pistas chilenas de Portillo y las argentinas de Bariloche (ya que los Andes peruanos no permiten esas rosqueterías), suda todas las mañanas en el gimnasio haciendo aeróbicos, o corriendo en pistas de atletismo, o por parques y calles, ceñido en un buzo térmico que le frunce el culo y la barriga como los corsés de antaño asfixiaban a nuestras abuelas, y no se pierde partido de la selección nacional, ni el clásico Alianza Lima versus Universitario de Deportes, ni campeonato de boxeo por el título sudamericano, latinoamericano, estadounidense, europeo o mundial, ocasiones en que, atornillado frente a la pantalla del televisor y amenizando el espectáculo con tragos de cerveza, cubalibres o whisky a las rocas, se desgañita, congestiona, aúlla, gesticula o deprime con las victorias o fracasos de sus ídolos, como corresponde al hincha antonomásico). Razones sobradas, señor, para que yo confirme mis peores sospechas sobre el mundo en que vivimos y lo tenga a usted por un descerebrado, cacaseno y subnormal. (Uso la primera y la tercera expresión como metáforas; la del medio, en sentido literal.)

Sí, efectivamente, en su atrofiado intelecto se ha hecho la luz: tengo a la práctica de los deportes en general, y al culto de la práctica de los deportes en particular, por formas extremas de la imbecilidad que acercan al ser humano al carnero, las ocas y la hormiga, tres instancias agravadas del gregarismo animal. Calme usted sus ansias cachascanistas de triturarme, y escuche, ya hablaremos de los griegos y del hipócrita mens sana in corpore sano dentro de un momento. Antes, debo decirle que los únicos deportes a los que exonero de la picota son los de mesa (excluido el ping–pong) y de cama (incluida, por supuesto, la masturbación). A los otros, la cultura contemporánea los ha convertido en obstáculos para el desenvolvimiento del espíritu, la sensibilidad y la imaginación (y, por tanto, del placer). Pero, sobre todo, de la conciencia y la libertad individual. Nada ha contribuido tanto en este tiempo, más aún que las ideologías y religiones, a promover el despreciable hombre–masa, el robot de condicionados reflejos, a la resurrección de la cultura del primate de tatuaje y taparrabos emboscados detrás de la fachada de la modernidad, como la divinización de los ejercicios y juegos físicos operada por la sociedad de nuestros días.

Ahora, podemos hablar de los griegos, para que no me joda más con Platón y Aristóteles. Pero, le prevengo, el espectáculo de los efebos atenienses untándose de ungüentos en el Gymnasium antes de medir su destreza física, o lanzando el disco y la jabalina bajo el purísimo azul del cielo egeo, no vendrá en su ayuda sino a hundirlo más en la ignominia, bobalicón de músculos endurecidos a expensas de su caudal de testosterona y desplome de su IQ. Sólo los pelotazos del fútbol o los puñetazos del boxeo o las ruedas autistas del ciclismo y la prematura demencia senil (¿además de la merma sexual, incontinencia e impotencia?) que ellos suelen provocar, explica la pretensión de establecer una línea de continuidad entre los entunicados fedros de Platón frotándose de resinas después de sus sensuales y filosóficas demostraciones físicas, y las hordas beodas que rugen en las tribunas de los estadios modernos (antes de incendiarlas) en los partidos de fútbol contemporáneos, donde veintidós payasos desindividualizados por uniformes de colorines, agitándose en el rectángulo de césped detrás de una pelota, sirven de pretexto para exhibicionismos de irracionalidad colectiva.

El deporte, cuando Platón, era un medio, no un fin, como ha tornado a ser en estos tiempos municipalizados de la vida. Servía para enriquecer el placer de los humanos (el masculino, pues las mujeres no lo practicaban), estimulándolo y prolongándolo con la representación de un cuerpo hermoso, tenso, desgrasado, proporcionado y armonioso, e incitándolo con la calistenia pre–erótica de unos movimientos, posturas, roces, exhibiciones corporales, ejercicios, danzas, tocamientos, que inflamaban los deseos hasta catapultar a participantes y espectadores en el acoplamiento. Que éstos fueran eminentemente homosexuales no añade ni quita coma a mi argumentación, como tampoco que, en el dominio del sexo, el suscrito sea aburridamente ortodoxo y sólo ame a las mujeres —por lo demás, a una sola mujer—, totalmente inapetente para la pederastia activa o pasiva. Entiéndame, no objeto nada de lo que hacen los gays. Celebro que la pasen bien y los apuntalo en sus campañas contra las leyes que los discriminan. No puedo acompañarlos más allá, por una cuestión práctica. Nada relativo al quevedesco «ojo del culo» me divierte. La Naturaleza, o Dios, si existe y pierde su tiempo en estas cosas, ha hecho de ese secreto ojal el orificio más sensible de todos los que me horadan. El supositorio lo hiere y el vitoque de la lavativa lo ensangrienta (me lo introdujeron una vez, en período de constipación empecinada, y fue terrible) de modo que la idea de que haya bípedos a los que entretenga alojar allí un cilindro viril me produce una espantada admiración. Estoy seguro de que, en mi caso, además de alaridos, experimentaría un verdadero cataclismo psicosomático con la inserción, en el delicado conducto de marras, de una verga viva, aun siendo ésta de pigmeo. El único puñete que he dado en mi vida lo encajó un médico que, sin prevenirme y con el pretexto de averiguar si tenía apendicitis, intentó sobre mi persona una tortura camuflada con la etiqueta científica de «tacto rectal». Pese a ello, estoy teóricamente a favor de que los seres humanos hagan el amor al derecho o al revés, solos o por parejas o en promiscuos contubernios colectivos (ajjjj), de que los hombres copulen con hombres y las mujeres con mujeres y ambos con patos, perros, sandías, plátanos o melones y todas las asquerosidades imaginables si las hacen de común acuerdo y en pos del placer, no de la reproducción, accidente del sexo al que cabe resignarse como a un mal menor, pero de ninguna manera santificar como justificación de la fiesta carnal (esta imbecilidad de la Iglesia me exaspera tanto como un match de básquet). Retomando el hilo perdido, aquella imagen de los vejetes helenos, sabios filósofos, augustos legisladores, aguerridos generales o sumos sacerdotes yendo a los gimnasios a desentumecer su libido con la visión de los jóvenes discóbolos, luchadores, marathonistas o jabalinistas, me conmueve. Ese género de deporte, Celestino del deseo, lo condono y no vacilaría en practicarlo, si mi salud, edad, sentido del ridículo y disponibilidad horaria, lo permitieran.

Hay otro caso, más remoto todavía para el ámbito cultural nuestro (no sé por qué lo incluyo a usted en esa confraternidad, ya que a fuerza de patadones y cabezazos futboleros, sudores ciclísticos o contrasuelazos de karateca se ha excluido de ella) en que el deporte tiene también cierta disculpa. Cuando, practicándolo, el ser humano trasciende su condición animal, toca lo sagrado y se eleva a un plano de intensa espiritualidad. Si se empeña en que usemos la arriesgada palabra «mística», sea. Obviamente, esos casos, ya muy raros, de los que es exótica reminiscencia el sacrificado luchador de sumo japonés, cebado desde niño con una feroz sopa vegetariana que lo elefantiza y condena a morir con el corazón reventado antes de los cuarenta y a pasarse la vida tratando de no ser expulsado por otra montaña de carne como él fuera del pequeño círculo mágico en el que está confinada su vida, son inasimilables a los de esos ídolos de pacotilla que la sociedad posindustrial llama «mártires del deporte». ¿Dónde está el heroísmo en hacerse mazamorra al volante de un bólido con motores que hacen el trabajo por el humano o en retroceder de ser pensante a débil mental de sesos y testículos apachurrados por la práctica de atajar o meter goles a destajo, para que unas muchedumbres insanas se desexualicen con eyaculaciones de egolatría colectivista a cada tanto marcado? Al hombre actual, los ejercicios y competencias físicas llamadas deportes, no lo acercan a lo sagrado y religioso, lo apartan del espíritu y lo embrutecen, saciando sus instintos más innobles: la vocación tribal, el ma–chismo, la voluntad de dominio, la disolución del yo individual en lo amorfo gregario.

No conozco mentira más abyecta que la expresión con que se alecciona a los niños: «Mente sana en cuerpo sano». ¿Quién ha dicho que una mente sana es un ideal deseable? «Sana» quiere decir, en este caso, tonta, convencional, sin imaginación y sin malicia, adocenada por los estereotipos de la moral establecida y la religión oficial. ¿Mente «sana», eso? Mente conformista, de beata, de notario, de asegurador, de monaguillo, de virgen y de boyscout. Eso no es salud, es tara. Una vida mental rica y propia exige curiosidad, malicia, fantasía y deseos insatisfechos, es decir, una mente «sucia», malos pensamientos, floración de imágenes prohibidas, apetitos que induzcan a explorar lo desconocido y a renovar lo conocido, desacatos sistemáticos a las ideas heredadas, los conocimientos manoseados y los valores en boga.

Ahora bien, tampoco es cierto que la práctica de los deportes en nuestra época cree mentes sanas en el sentido banal del término. Ocurre lo contrario, y lo sabes mejor que nadie, tú, que, por ganar los cien metros planos del domingo, meterías arsénico y cianuro en la sopa de tu competidor y te tragarías todos los estupefacientes vegetales, químicos o mágicos que te garanticen la victoria, y corromperías a los arbitros o los chantajearías, urdirías conjuras médicas o legales que descalificaran a tus adversarios, y que vives neurotizado por la fijación en la victoria, el récord, la medalla, el podium, algo que ha hecho de ti, deportista profesional, una bestia mediática, un antisocial, un nervioso, un histérico, un psicópata, en el polo opuesto de ese ser sociable, generoso, altruista, «sano», al que quiere aludir el imbécil que se atreve todavía a emplear la expresión «espíritu deportivo» en el sentido de noble atleta cargado de virtudes civiles, cuando lo que se agazapa tras ella es un asesino potencial dispuesto a exterminar arbitros, achicharrar a todos los fanáticos del otro equipo, devastar los estadios y ciudades que los albergan y provocar el apocalíptico final, ni siquiera por el elevado propósito artístico que presidió el incendio de Roma por el poeta Nerón, sino para que su Club cargue una copa de falsa plata o ver a sus once ídolos subidos en un podio, flamantes de ridículo en sus calzones y camisetas rayadas, las manos en el pecho y los ojos encandilados ¡cantando un himno nacional!

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