—Bueno, bueno, creo que me he enfriado un poco, en efecto —lo interrumpió don Rigoberto, poniéndose de pie tan bruscamente que la servilleta que tenía sobre las piernas rodó al suelo—. Mejor sigo tu consejo, Lucrecia, y me acuesto. No vaya a pescar uno de esos resfríos de caballo que me dan.
Habló sin mirar a su mujer, sólo a su hijo, quien, cuando lo vio de pie, calló y adoptó una expresión alarmada, como ansioso de echar una mano. Don Rigoberto tampoco miró a Lucrecia al pasar junto a ella rumbo a la escalera, pese a la curiosidad que lo devoraba por saber si aún estaba lívida, o más bien granate, de indignación, de sorpresa, de incertidumbre, de desasosiego, preguntándose como él si eso que el chico había dicho, hecho, obedecía a una maquinación, o era obra del azar intrigante, rocambolesco, frustrador y mezquino, enemigo de la felicidad.
Se dio cuenta de que arrastraba los pies como un anciano ruinoso y se enderezó. Subió las escaleras a un ritmo vivo, como para demostrar (¿a quién?) que era todavía un hombre enérgico y en plena forma.
Quitándose sólo los zapatos, se echó de espaldas en la cama y cerró los ojos. Su cuerpo ardía, afiebrado. Vio una sinfonía de puntos azules en la oscuridad de sus párpados y le pareció oír el beligerante zumbido de las avispas que había escuchado esa mañana, durante el frustrado picnic. Poco después, como bajo el efecto de un fuerte somnífero, cayó dormido. ¿O, desmayado? Soñó que tenía paperas y que Fonchito, niño de voz revejida y aires de especialista, le advertía: «¡Cuidado, papá! Se trata de un virus filrtrante y si baja hasta los compañones, te los pondrá igual que dos pelotas de tenis y tendrían que arrancártelos. ¡Como las muelas del juicio final!». Despertó acezando, bañado en sudor —doña Lucrecia le haría echado encima una frazada— y advirtió que había caído la noche. Estaba oscuro, el cielo no tenía estrellas, la neblina apagaba las lucecitas del malecón de Miraflores. La puerta del baño se abrió y, en medio del chorro de luz que entró a la habitación en penumbra, apareció doña Lucrecia, en bata, lista para acostarse.
—¿Es un monstruo? —le preguntó don Rigoberto, angustiado—. ¿Se da cuenta de lo que hace, de lo que dice? ¿Hace lo que hace sabiéndolo, midiendo las consecuencias? ¿O, es posible que no? ¿Que sea, simplemente, un niño travieso, cuyas travesuras resultan nonstruosas, sin que él lo quiera?
Su mujer se dejó caer a los pies de la cama.
—Me lo pregunto todos los días, muchas veres al día —dijo, muy abatida, suspirando—. Creo que él tampoco lo sabe. ¿Te sientes mejor? Has dormido un par de horas. Te he preparado una limonada bien caliente, ahí en el termo. ¿Te sirvo un vasito? Oye, a propósito. Jamás pensé ocultarte que Fonchito iba a visitarme al Olivar. Se me fue pasando, en estos dos días tan atareados.
—Por supuesto —se atropello don Rigoberto, manoteando—. No hablemos de eso, por favor.
Se puso de pie, y murmurando «Es la primera vez que me quedo dormido fuera de horas», fue a su vestidor. Se desnudó; en bata y zapatillas, se encerró en el baño a hacer sus minuciosas abluciones de antes de dormir. Se sentía apesadumbrado, confuso, con un zumbido en la cabeza que parecía presagiar una fuerte gripe. Puso a llenar la bañera con agua tibia y desparramó en ella medio frasco de sales. Mientras se llenaba, se limpió los dientes con el hilo dental, luego se los escobilló y con una delgada pinza depuró sus orejas de los vellitos recientes. ¿Cuánto tiempo hacía que abandonó la costumbre de dedicar un día de la semana, además del baño cotidiano, a la higiene especializada de cada uno de sus órganos? Desde la separación de Lucrecia. Un año, más o menos. Restablecería aquella saludable rutina semanal: lunes, orejas; martes, nariz; miércoles, pies; jueves, manos; viernes, boca y dientes. Etcétera. Hundido en la bañera, se sintió menos desmoralizado. Trató de adivinar si Lucrecia se habría metido ya bajo las sábanas, qué camisón llevaba puesto, ¿estaría desnuda?, y consiguió que por momentos se eclipsara de su cabeza la ominosa presencia: la casita del Olivar de San Isidro, una figurita infantil de pie junto a la puerta, un dedito tocando el timbre. Había que tomar una decisión respecto al niño, de una vez. Pero ¿cuál? Todas parecían ineptas o imposibles. Luego de salir de la bañera y secarse, se friccionó con agua de colonia de la tienda Floris, de Londres, de donde un colega y amigo del Lloyd's le hacía periódicos envíos de jabones, cremas de afeitar, desodorantes, talcos y perfumes. Se puso un pijama de seda limpio y dejó su bata colgada en el vestidor.
Doña Lucrecia estaba ya en la cama. Había apagado las luces de la habitación, salvo la de su velador. Afuera, el mar rompía con fuerza contra los acantilados de Barranco y el viento lanzaba lamentos lúgubres. Sentía su corazón latiendo con fuerza mientras se deslizaba bajo las sábanas, junto a su esposa. Un suave aroma a hierbas frescas, a flores húmedas de rocío, a primavera, penetró por sus narices y llegó hasta su cerebro. En estado casi de levitación de lo tenso que se hallaba, podía percibir a milímetros de su pierna izquierda el muslo de su mujer. En la escasa, indirecta luz vio que ella llevaba un camisón de seda rosa, sujeto a los hombros por dos delgados tirantes, con una orla de encaje por el que divisaba sus pechos. Suspiró, transformado. El deseo, impetuoso, liberador, colmaba ahora su cuerpo, se desbordaba por sus poros. Se sentía mareado y embriagado con el perfume de su mujer.
Y, en eso, adivinándolo, Lucrecia estiró la manoo, apagó la luz de la lamparita y con el mismo movimiento giró hacia él y lo abrazó. Se le escapó un gemido al sentir el cuerpo de doña Lucrecia, al que ansioso abrazó, apretó, enredando a él brazos, piernas. A la vez, la besaba en el cuello, en los cabellos, murmurando palabras de amor. Pero, cuando había comenzado a desnudarse y a despojar a su mujer del camisón, doña Lucrecia deslizó en su oído una frase que le hizo el efecto de una ducha helada:
—Fue a verme hace seis meses. Se apareció una tarde, de repente, en la casita del Olivar. Y, desde entonces, me visitó sin parar, al salir del colegio, escapándose de la academia de pintura. Tres y hasta cuatro veces por semana. Tomaba el té conmigo, se quedaba una hora, dos. No sé por qué no te lo conté ayer, anteayer. Lo iba a hacer. Te juro que lo iba a hacer.
—Te suplico, Lucrecia —imploró don Rigoberto—. No tienes que contarme nada. Por lo que más quieras. Yo te amo.
—Quiero contarte. Ahora, ahora.
Seguía abrazada a él, y, cuando su marido le buscó la boca, abrió la suya y lo besó también, ávidamente. Lo ayudó a quitarse el pijama y a sacarle el camisón. Pero, luego, mientras él la iba acariciando con sus manos, pasándole los labios por los cabellos, las orejas, las mejillas y el cuello, siguió hablando:
—No me acosté con él.
—No quiero saber nada, amor mío. ¿Tenemos que hablar de eso, ahora?
—Sí, ahora. No me acosté con él, pero, espera. No por mérito mío, por culpa suya. Si me lo hubiera pedido, si me hubiera hecho la menor insinuación, me hubiera acostado con él. De mil amores, Rigoberto. Muchas tardes me quedé enferma, por no haberlo hecho. ¿No me vas a odiar? Tengo que decirte la verdad.
—Yo no te voy a odiar nunca. Yo te amo. Vida mía, mujercita mía.
Pero, ella volvió a atajarlo, con otra confesión:
—Y, la verdad es que, si no sale de esta casa, si sigue viviendo con nosotros, volverá a pasar. Lo siento, Rigoberto. Es mejor que lo sepas. No tengo defensas contra ese niño. No quiero que pase, no quiero hacerte sufrir, como la vez pasada. Ya sé que sufriste, amor mío. Pero, para qué voy a mentirte. Tiene poder, tiene algo, no sé qué. Si se le mete en la cabeza otra vez, lo haré. No podré impedirlo. Aunque destruya el matrimonio, esta vez para siempre. Lo siento, lo siento, pero, es la verdad, Rigoberto. La cruda verdad.
Su mujer se había puesto a llorar. Se eclipsaron los últimos residuos de excitación que le quedaban. La abrazó, consternado.
—Todo lo que me dices, lo sé de sobra —murmuró, acariñándola—. ¿Qué puedo hacer? ¿No es mi hijo, acaso? ¿Adonde lo voy a mandar? ¿Donde quién? Es muy chico aún. ¿Crees que no he pensado mucho en esto? Cuando sea más grande, por supuesto. Que termine el colegio, por lo menos. ¿No dice que quiere ser pintor? Pues, muy bien. Que vaya a estudiar Bellas Artes. A Estados Unidos. A Europa. Que vaya a Viena. ¿No le gusta tanto el expresionismo? Que vaya a la academia donde estudió Schiele, a la ciudad donde vio y murió Schiele. Pero, ¿cómo puedo sacarlo de la casa, ahora, a su edad?
Doña Lucrecia se apretó a él, entreveró sus piernas con las suyas, buscó apoyar sus pies sobre los de su marido.
—No quiero que lo saques de la casa —susurró—. Me doy cuenta muy bien de que es un niño. Nunca he conseguido adivinar si sabe lo peligroso que es, las catástrofes que puede provocar, con esa belleza que tiene, con esa inteligencia mañosa, medio terrible. Te lo digo sólo porque, porque es verdad. Con él, viremos siempre en peligro, Rigoberto. Si no quieres que pase otra vez, vigílame, célame, acósame. No quiero acostarme nunca con nadie más, sólo contigo, maridito querido. Te amo tanto, Rigoberto. No sabes cuánta falta me has hecho, cómo te he extrañado.
—Lo sé, lo sé, amor mío.
Don Rigoberto la hizo ladearse, ponerse de espaldas y se colocó encima de ella. A doña Lucrecia también parecía haberla ganado el deseo —ya no había lágrimas en sus mejillas, su cuerpo estaba caldeado, su respiración agitada—, y, apenas lo sintió encima, abrió las piernas y se dejó penetrar. Don Rigoberto la besó larga, profundamente, con los ojos cerrados, inmerso en una total entrega, de nuevo feliz. Perfectamente encajados uno en otro, tocándose y rozándose de pies a cabeza, contagiándose sus sudores, se mecían despacio, acompasadamente, prolongando su placer.
—En realidad, te has acostado con muchas personas todo este año —dijo él.
—¿Ah, sí? —ronroneó ella, como hablando con el vientre, desde alguna secreta glándula—. ¿Cuántas? ¿Quiénes? ¿Dónde?
—Un amante zoológico, que te acostaba con gatos —«qué asco, qué asco», protestó su mujer, débilmente—. Un amor de juventud, un científico que te llevó a París y a Venecia y que se iba cantando….
—Los detalles —acezó doña Lucrecia, hablando con dificultad—. Todos, hasta los más chiquitos. Lo que hice, lo que comí, lo que me hicieron.
—Estuvo a punto de violarte el cacaseno de Fito Cebolla y, también, a Justiniana. Tú la salvaste de su furia rijosa. Y terminaste haciendo el amor con ella, en esta misma cama.
—¿Con Justiniana? ¿En esta misma cama? —soltó una risita doña Lucrecia—. Lo que son las cosas. Pues, por culpa de Fonchito casi hice el amor con Justiniana, una tarde, en el Olivar. La única vez que mi cuerpo te engañó, Rigoberto. Mi imaginación, en cambio, un montón de veces. Como tú a mí.
—Mi imaginación no te ha engañado nunca. Pero, cuéntame, cuéntame —aceleró su marido el mecerse, el columpiarse.
—Yo, después, tú primero. ¿Con quién más? Cómo, dónde?
—Con un hermano gemelo que me inventé, un hermano corso, en una orgía. Con un motociclista castrado. Fuiste una profesora de leyes, en Virginia, y corrompiste a un jurista santo. Hiciste el amor con la embajadora de Argelia, tomando un baño de vapor, tus pies enloquecieron a un fetichista francés del siglo XVIII. La víspera de nuestra reconciliación, estuvimos en un prostíbulo de México, con una mulata que me arrancó una oreja de un mordisco.
—No me hagas reír, tonto, no ahora —protestó doña Lucrecia—. Te mato, te mato, si me cortas.
—Yo también me estoy yendo. Vamonos juntos, te amo.
Momentos después, ya sosegados, él de espaldas, ella acurrucada a su lado y con la cabeza en su hombro, reanudaron la conversación. Afuera, junto al ruido del mar, rompían la noche estentóreos maullidos de gatos peleándose o en celo y, espaciados, bocinazos y rugidos de motores.
—Soy el hombre más feliz del mundo —dijo don Rigoberto.
Ella se restregó contra él, modosa.
—¿Va a durar? ¿Vamos a hacerla durar, la felicidad?
—No puede durar —dijo él, con suavidad—. Toda felicidad es fugaz. Una excepción, un contraste. Pero, tenemos que reavivarla, de tiempo en tiempo, no permitir que se apague. Soplando, soplando la llamita.
—Empiezo a ejercitar mis pulmones desde ahora —exclamó doña Lucrecia—. Los pondré como fuelles. Y, cuando comience a apagarse, lanzaré un ventarrón que la levante, que la infle. ¡Fffffuuu! ¡Fffffuuu!
Permanecieron en silencio, abrazados. Don Rigoberto creyó, por la quietud de su mujer, que se había dormido. Pero, tenía los ojos abiertos.
—Siempre supe que nos íbamos a reconciliar —le dijo, al oído—. Lo quería, lo buscaba, hace meses. Pero, no sabía por dónde empezar. Y, en eso, me empezaron a llegar tus cartas. Me adivinaste el pensamiento, amor mío. Eres mejor que yo.
El cuerpo de su mujer se endureció. Pero, inmediatamente, volvió a relajarse.
—Una idea genial, lo de las cartas —continuó él—. Los anónimos, quiero decir. Una carambola barroca, una estrategia coruscante. Inventarte que yo te mandaba anónimos para tener un pretexto y así poder escribirme. Siempre me estarás sorprendiendo, Lucrecia. Creí que te conocía, pero no. Nunca me hubiera imaginado tu cabecita maquinando esas carambolas, esos enredos. Qué buen resultado dieron ¿no? En buena hora para mí.
Hubo otro largo silencio, en el que don Rigoberto contó los latidos del corazón de su mujer, que hacían contrapunto y a ratos se confundían con los suyos.
—Me gustaría que hiciéramos un viaje —divagó, un poco después, sintiendo que comenzaba a vencerlo el sueño—. A un sitio lejanísimo, totalmente exótico. Donde no conociéramos a nadie y nadie nos conociera. Por ejemplo, Islandia. Tal vez, a fin de año. Puedo tomarme una semana, diez días. ¿Te gustaría?
—Me gustaría ir más bien a Viena —dijo ella, con la lengua un poco trabada ¿por el sueño?, ¿por la pereza en que la dejaba siempre el amor?—. Ver la obra de Egon Schiele, visitar los lugares donde trabajó. Estos meses, no he hecho más que oír hablar de su vida, de sus cuadros y dibujos. Me ha picado la curiosidad, al final. ¿No te sorprende la fascinación de Fonchito con ese pintor? A ti, Schiele nunca te ha gustado mucho, que yo sepa. ¿De dónde le vino, entonces?
El se encogió de hombros. No tenía la menor idea de dónde podía haberle brotado esa afición.
—Bueno, en diciembre iremos a Viena, enentonces —dijo—. A ver los Schieles y oír a Mozart. lunca me gustó, es cierto; pero, quizás ahora empiece a gustarme. Si te gusta a ti, me gustará. No sé de donde le nacería ese entusiasmo a Fonchito. ¿Te estás durmiendo? Y yo no te dejo, metiéndote conversación. Buenas noches, amor.
Ella murmuró «buenas noches». Se dio media vuelta y pegó su espalda al pecho de su marido, que se había ladeado también y flexionado sus piernas, para que ella estuviera como sentada en sus rodillas. Así habían dormido los diez años anteriores a la separación. Y así lo hacían, también, desde anteayer. Don Rigoberto pasó uno de sus brazos sobre el hombro de Lucrecia y dejó descansar su mano en uno de sus pechos, en tanto que con la otra la asía de la cintura.
Los gatos dejaron de pelear o de amarse en la vecindad. El último bocinazo o ronquido de motores se había extinguido hacía buen rato. Tibio y entibiado por la cercanía de esas formas amadas soldadas a la suya, don Rigoberto tenía la sensación de navegar, de deslizarse, movido por una afable inercia, en unas aguas tranquilas y delgadas, o, acaso, por el espacio astral, despoblado, rumbo a las gélidas estrellas. ¿Cuántos días, horas más duraría sin quebrantarse, esta sensación de plenitud, de armoniosa calma, de sintonía con la vida? Como respondiendo a su muda interrogación, escuchó a doña Lucrecia:
—¿Cuántos anónimos míos recibiste, Rigoberto?
—Diez —repuso él, dando un respingo—. Creí que estabas dormida. ¿Por qué me lo preguntas?
—Yo también recibí diez anónimos tuyos —replicó ella, sin moverse—. Eso se llama amor por la simetría, supongo.
Ahora fue él quien se puso rígido.
—¿Diez anónimos míos? Yo no te escribí nunca, ni uno solo. Ni anónimos ni cartas firmadas.
—Ya lo sé —dijo ella, suspirando hondo—. Tú eres el que no sabe. Tú eres el que anda en la luna. ¿Vas entendiendo? Yo tampoco te mandé anónimos. Sólo una carta. Pero, apuesto que, ésa, la única auténtica, nunca te llegó.
Pasaron dos, tres, cinco segundos, sin hablar ni moverse. Aunque sólo se oía el ruido del mar, a don Rigoberto le parecía que la noche se había llenado de gatos enfurecidos y gatas en celo.
—¿No estás bromeando, no? —murmuró al fin, sabiendo muy bien que doña Lucrecia le había hablado muy en serio.
Ella no contestó. Permaneció tan quieta y silenciosa como él, otro buen rato. Qué poco había durado, que cortísima esa abrumadora felicidad. Ahí estaba, de nuevo, cruda y dura, Rigoberto, la vida real.
—Si se te ha quitado el sueño, como a mí–propuso, por fin—, quizá, como otros cuentan ovejas para poder dormirse, podríamos tratar de aclararlo. Mejor ahora, de una vez. Si te parece, si quieres. Porque, si prefieres que nos olvidemos, nos olvidamos. No hablaremos más de esos anónimos.
—Sabes de sobra que nunca podremos olvidarnos de ellos, Rigoberto —afirmó su esposa, con un dejo de cansancio—. Hagamos de una vez lo que tu y yo sabemos muy bien que acabaremos haciendo de todas maneras.
—Vamos, pues —dijo él, incorporándose—. Vamos a leerlos.
Había enfriado y, antes de pasar al estudio, se pusieron las batas. Doña Lucrecia llevó consigo el termo con la limonada caliente para el supuesto resfrío de su marido.
Antes de mostrarse las cartas respectivas, tomaron traguitos de limonada tibia, del mismo vaso. Don Rigoberto tenía guardados sus anónimos en el último de sus cuadernos, aún con páginas sin anotaciones ni pegotes; doña Lucrecia, los suyos, en ua cartera de mano, atados con una cintita morada. Comprobaron que los sobres eran idénticos y también el papel; unos sobres y papeles de esos que se venden por cuatro reales en las bodeguitas de los chinos. Pero, la letra era distinta. Y, por supuesto, la carta de doña Lucrecia, la única verdadera, no estaba entre las otras.
—Es mi letra —murmuró don Rigoberto, superando lo que él creía era el límite de su capacidad de asombro y asombrándose todavía un poquito más. Había revisado la primera carta con mucho cuidado, casi sin atender a lo que decía, concentrándose sólo en la caligrafía—. Bueno, es verdad, mi letra es lo más convencional que existe. Cualquiera puede imitarla.
—Sobre todo, un jovencito aficionado a la pintura, un niño–artista —concluyó doña Lucrecia, blandiendo los anónimos supuestamente escritos por ella, que acababa de hojear—. Ésta, en cambio, no es mi letra. Por eso no te entregó la única carta que te escribí. Para que no la compararas con éstas y descubrieras el fraude.
—Se parece algo —la corrigió don Rigoberto; había cogido una lupa y la examinaba, como un filatelista un sello raro—. Es, en todo caso, una letra redonda, muy dibujada. Una letra de mujer que estudió en un colegio de monjas, probablemente el Sophianum.
—¿Y tú, no conocías mi letra?
—No, no la conocía —admitió él. Era la tercera sorpresa, en esta noche de grandes sorpresas—. Ahora me doy cuenta que no. Que yo recuerde, nunca antes me escribiste una carta.
—Éstas, tampoco te las escribí yo.
Luego, durante una buena media hora, estuvieron en silencio, leyendo sus respectivas cartas, o, mejor dicho, cada uno, la otra mitad desconocida de esa correspondencia. Se habían sentado juntos, en el gran sofá de cuero, con cojines, bajo esa alta lámpara de pie cuya mampara tenía dibujos de una tribu australiana. La amplia redondela de luz los alcanzaba a ambos. A ratos, bebían traguitos de limonada tibia. A ratos, a uno de ellos se le escapaba una risita, pero, el otro, no se volvía a preguntarle nada: a ratos, a uno se le alteraba la expresión, debido al pasmo, la cólera o a una debilidad sentimental, ternura, indulgencia, vaga tristeza. Acabaron la lectura al mismo tiempo. Se miraban de soslayo, exhaustos, perplejos, indecisos. ¿Por dónde comenzar?
—Se ha metido aquí —dijo, por fin, don Rigoberto, señalando su escritorio, sus estantes—. Ha buscado, leído, mis cosas. Lo más sagrado, lo más sereto que tengo, estos cuadernos. Que ni siquiera conoces. Mis supuestas cartas a ti, en realidad, son mías. Aunque, no las escribiera yo. Porque, estoy seguro, todas las frases, las ha transcrito de mis cuadernos. Haciendo una ensalada rusa. Mezclando pensamientos, citas, bromas, juegos, reflexiones propias y ajenas.
—Por eso, esos juegos, esas órdenes me parecieron de ti —dijo doña Lucrecia—. En cambio, estas cartas, no sé cómo pudieron parecerte mías.
—Estaba loco por saber de ti, por recibir juna señal de ti —se excusó don Rigoberto—. Los náufragos se agarran de lo que se les pone delante sin hacer ascos.
—Pero ¿esas huachaferías? ¿Esas cursilerías? No parecen de Corín Tellado, más bien?
—Son de Corín Tellado, algunas —dijo don Rigoberto, recordando, asociando—. Hace unas semas comenzaron a aparecer sus novelitas, por la casa. Creí que eran de la muchacha, de la cocinera, ahora sé de quién eran y para qué servían.
—A ese chiquito yo lo mato —exclamó doña Lucrecia—. ¡Corín Tellado! Te juro que lo mato.
—¿Te ríes? —se maravilló él—. ¿Te parece a gracia? ¿Debemos festejarlo, premiarlo?
Ella se rió ahora de verdad, más largo, con más franqueza que antes.
—La verdad, no sé qué me parece, Rigoberto. Seguramente no es para reírse. ¿Es para llorar? ¿Para enojarse? Bueno, enojémonos, si es lo que hay que hacer. ¿Eso harás mañana, con él? ¿Reñirlo? ¿Castigarlo?
Don Rigoberto se encogió de hombros. Tenía ganas de reírse, también. Y se sentía estúpido.
—Nunca lo he castigado y menos pegado, no sabría cómo hacerlo —confesó, con algo de vergüenza—. Por eso habrá salido como es. La verdad, no sé qué hacer con él. Tengo la sospecha de que, haga lo que haga, siempre ganará.
—Bueno, en este caso, también hemos ganado algo nosotros —Doña Lucrecia se dejó ir contra su marido, que le pasó el brazo por los hombros—. ¿Nos amistamos, no? Tú, nunca te hubieras atrevido a llamarme por teléfono, a invitarme a tomar té a la Tiendecita Blanca, sin esos anónimos previos. ¿No es cierto? Y, yo, no hubiera ido a la cita sin esos anónimos, tampoco. Seguramente, no. Ellos prepararon el camino. No podemos quejarnos; nos ayudó, nos amistó. Porque, no te arrepientes de que nos hayamos amistado ¿no, Rigoberto?
Él terminó por reírse, también. Frotó su nariz contra la cabeza de su mujer, sintiendo que sus cabellos le hacían cosquillas en los ojos.
—No, de eso no me voy a arrepentir nunca —dijo—. Bueno, después de tantas emociones, nos hemos ganado el derecho al sueño. Todo esto está muy bien, pero mañana tengo que ir a la oficina, esposa.
Regresaron al dormitorio a oscuras, tomados de la mano. Ella, todavía se atrevió a hacer una broma:
—¿Llevaremos a Fonchito a Viena, en diciembre?
¿Era, en verdad, una broma? Don Rigoberto alejó de inmediato el mal pensamiento, proclamando en voz alta:
—A pesar de todo, formamos una familia feliz ¿no, Lucrecia?
Londres, 19 de octubre de 1996
Este libro
se terminó de imprimir
en abril de 1997
en los Talleres Gráficos
de Mateu Cromo, S. A.
Pinto, Madrid (España)