LOS HERMANOS CORSOS
En la muerma tarde de ese domingo de invierno, en su estudio frente al cielo nublado y el mar ratonil, don Rigoberto espigó anhelosamente sus cuadernos en pos de ideas que atizaran su imaginación. La primera con que se dio, del poeta Philip Larkin, Sex is too good to share with anyone else, le recordó muchas versiones plásticas del joven Narciso deleitándose con su imagen reflejada en el agua del pozo y al tendido hermafrodita del Louvre. Pero, inexplicablemente, lo deprimió. Otras veces había coincidido con esa filosofía que depositaba sobre sus exclusivos hombros la responsabilidad de su placer. ¿Era ella cierta? ¿Lo fue alguna vez? En verdad, aun en sus momentos más puros, su soledad había sido un desdoblamiento, una cita a la que Lucrecia nunca faltó. Un débil despertar del ánimo hizo que renaciera la esperanza: tampoco faltaría esta vez. La tesis de Larkin convenía como anillo al dedo al santo (otra página del cuaderno) del que hablaba Lytton Strachey en Eminent Victorians, San Cuberto, quien desconfiaba tanto de las mujeres que, cuando departía con ellas, incluso con la futura santa Ebba, pasaba «las siguientes horas de sombra, en oración, sumergido en el agua hasta el cuello». Cuántos resfríos y pulmonías por una fe que condenaba al creyente al larkiniano placer solitario.
Pasó como sobre ascuas por una página en la que Azorín recordaba que «capricho viene de cabra». Se detuvo, fascinado, en la descripción, hecha por el diplomático Alfonso de la Serna, de La Sinfonía de los adioses de Haydn, «en la que cada músico, cuando acaba su partitura, apaga la vela que ilumina su atril y se va, hasta que queda sólo un violín, tocando su final melodía solitaria». ¿No era una coincidencia? ¿No casaba de manera misteriosa, como plegándose a un orden secreto, el violín monologante de Haydn con el egoísta placentero, Philip Larkin, quien creía que el sexo era demasiado importante para compartirlo?
Sin embargo, él, pese a poner el sexo en el más alto sitial, lo había compartido siempre, aun en su período de más acida soledad: éste. La memoria le trajo a colación, sin ton ni son, al actor Douglas Fairbanks, duplicado en una película que desasosegó su infancia: «Los hermanos corsos». Por supuesto, nunca había compartido el sexo con nadie de la manera esencial que con Lucrecia. Lo había compartido, también, de niño, adolescente y adulto con su propio hermano corso, ¿Narciso?, con quien se había llevado siempre bien, pese a ser tan diferentes en espíritu. Aunque, esos juegos y burlas picantes tramados y disfrutados por los hermanos no correspondían al sentido irónico en que el poeta–bibliotecario utilizaba el verbo compartir. Hojeando, hojeando, cayó en El mercader de Venecia:
The man that hath no music in himself
Nor is not moved with concord of sweet sounds,
Is fit for treasons, stratagems, and spoils
(Acto V, Escena I)
«El hombre que no lleva música en sí mismo / Ni se emociona con la trenza de dulces sonidos / Es propenso a la intriga, el fraude y la traición», tradujo libremente. Narciso no llevaba música alguna, era cerrado en cuerpo y alma a los hechizos de Melpómene, incapaz de distinguir La Sinfonía de los adioses de Haydn del Mambo número 5 de Pérez Prado. ¿Tenía razón Shakespeare cuando legislaba que esa sordera para la más abstracta de las artes hacía de él un potencial enredador, truquero y fraudulento bípedo? Bueno, tal vez fuera cierto. El simpático Narciso no había sido un dechado de virtudes cívicas, privadas ni teologales, y llegaría a la edad provecta jactándose, como el
obispo Haroldo (¿de quién era la cita? La referencia había sido devorada por la sibilina humedad limeña o los afanes de una polilla), en su lecho de muerte, de haber practicado todos los vicios capitales con tanta asiduidad como su pulso latía y las campanas de su obispado repicaban. Si no hubiera sido de esa catadura moral, jamás hubiera osado proponer, aquella noche, a su hermano corso —don Rigoberto sintió que en su fuero recóndito despertaba esa música shakespearianaque él sí creía portar consigo— el temerario intercambio.Ante sus ojos se dibujaron, sentadas una junto a la otra, en aquella salita monumento al kitsch y blasfema provocación a las sociedades protectoras de animales, erizada de tigres, búfalos, rinocerontes y ciervos embalsamados de la casa de La Planicie, a Lucrecia e Ilse, la rubia esposa de Narciso, la noche de la aventura. El bardo tenía razón: la sordera para la música era síntoma (¿causa, a lo mejor?) de vileza del alma. No, no podía generalizarse; pues, hubiera habido que concluir que Jorge Luis Borges y André Breton, por su insensibilidad musical, fueron Judas y Caín, cuando era sabido que ambos habían sido, para escritores, buenísimas personas.
Su hermano Narciso no era un diablo; aventurero, nomás. Dotado de una endiablada habilidad para sacar a su vocación trashumante y su curiosidad por lo prohibido, lo secreto y lo exótico, un gran partido crematístico. Pero, como era mitómano, no resultaba fácil saber qué era cierto y qué fantasía en las correrías con que solía mantener hechizado a su auditorio, a la hora (siniestra) de la cena de gala, la fiesta de matrimonio o el coctel, escenarios de sus grandes performances relatoras. Por ejemplo, don Rigoberto nunca se había creído del todo que buena parte de su fortuna la amasara contrabandeando a los países prósperos de Asia, cuernos de rinoceronte, testículos de tigre y penes de morsas y focas (los dos primeros procedentes de África, los dos últimos de Alaska, groenlandia y Canadá). Esos indumentos se pagaban a precio de oro en Tailandia, Hong Kong, Taiwán, Corea, Singapur, Japón, Malasia y hasta la China comunista, pues los conocedores los teían por poderosos afrodisíacos y remedios infalibles contra la impotencia. Justamente, la noche aquélla, mientras los hermanos corsos y las dos cuñadas, Ilse y Lucrecia, tomaban el aperitivo, antes de la cena, en aquel restaurante de la Costa Verde, Narciso los había tenido entretenidos contándoles una disparatada historia de afrodisíacos de la cual él fue héroe y víctima, en Arabia Saudita, donde, juraba —detalles geográficos e irretenibles nombres árabes llenos de jotas al apoyo— que estuvo a punto de ser decapitado en la plaza pública de Riad al descubrirse que contrabandeaba un maletín de tabletas de Captagon (fenicilina hidroclorídrica) para mantener la potencia sexual del lujurioso jeque Abdelaziz Abu Amid a quien sus cuatro esposas legítimas y las ochenta y dos concubinas de su harén tenían algo fatigado. Aquél le pagaba en oro el cargamento de anfetaminas.
—¿Y la yobimbina?— preguntó Ilse, cortándole la historia a su marido, en el mismo momento en que comparecía ante un tribunal de enturbantados ulemas—. ¿Produce ese efecto que dicen, en todas las personas?
Sin pérdida de tiempo, su apuesto hermano —sin pizca de envidia don Rigoberto rememoró cómo, después de haber sido indiferenciables de niños y jóvenes, la edad adulta los había ido distinguiendo, y, ahora, las orejas de Narciso parecían normales comparadas con las espectaculares aletas que a él lo adornaban, y su nariz recta y modesta si se cotejaba con el tirabuzón o trompa de oso hormiguero con que él olfateaba la vida— se lanzó en una erudita perorata sobre la yohimbina (llamada yobimbina en el Perú por la perezosa tendencia fonética de los nativos, a quienes una hache aspirada costaba mayor trabajo bucal que una pe). El discurso de Narciso duró el aperitivo —pisco sauers los señores y vino blanco helado las damas—, el arroz con mariscos y los panqueques con manjarblanco de la comida, y tuvo, en lo que a él concernía, el efecto de una cosquilleante ansiedad presexual. En ese momento, caprichos del azar, el cuaderno le deparó la indicación shakespeariana de que las piedras turquesas cambian de color para alertar a quien las lleva de un peligro inminente (El Mercader de Venecia, otra vez). ¿Hablaba en serio, sabía o se inventaba esa ciencia con la intención de crear el ambiente psicológico y la amoralidad propicia para su propuesta de más tarde? No se lo había preguntado ni lo haría, pues, a estas alturas ¿qué importaba?
Don Rigoberto se echó a reír y la grisura de la tarde amainó. El Monsieur Teste de Valéry se jactaba al pie de esa página: «La estupidez no va conmigo» (La betise n'est pas mon fort). Dichoso él; don Rigoberto, en la compañía de seguros, había pasado ya un cuarto de siglo rodeado, sumergido, asfixiado por la estupidez, hasta convertirse en un especialista. ¿Era Narciso un mero imbécil? ¿Uno más de ese protoplasma limeño autodenominado gente decente? Sí. Lo que no le impedía ser ameno cuando se lo proponía. Esa noche, por ejemplo. Ahí estaba el gran latero, su rostro bien rasurado y la tez bronceada por el ocio, explicando el alcaloide de un arbusto, también llamado yohimbina, de ilustre progenie en la tradición herborista y la medicina natural. Aumentaba la vasodilatación y estimulaba los ganglios que controlan el tejido eréctil, e inhibía la serotonina, cuyo exceso bloquea el apetito sexual. Su cálida voz de seductor veterano, sus ademanes, congeniaban con su blazer azul, la camisa gris y el pañuelo de seda oscuro y motas blancas enroscado en el cuello. Su exposición, intercalada de sonrisas, se mantenía en el astuto límite entre la información y la insinuación, la anécdota y la fantasía, la sabiduría y el chisme, la diversión y la excitación. Don Rigoberto advirtió, de pronto, que los ojos verde marino de Ilse y los oscuros topacios de Lucrecia centellaban. ¿Había, su sabihondo hermano corso, inquietado a las señoras? A juzgar por sus risitas, sus chistes, sus preguntas, el cruce y descruce de piernas, y la alegría con que vaciaban los vasos de vino chileno Concha y Toro, sí, las había. ¿Por qué no iban ellas a experimentar el mismo desliz del ánimo que él? ¿Tenía Narciso ya, a estas alturas de la noche, su plan armado? Por supuesto, decretó don Rigoberto.
Por eso, diestramente, no les daba respiro ni permitía que la conversación se apartara del maquiavélico rumbo trazado por él. De la yobimbina pasó al fugu japonés, fluido testicular de un pececillo que, además de tónico seminal poderosísimo, puede producir una muerte atroz, por envenenamiento —así perecen cada año centenares de rijosos japoneses— y a referir los sudores fríos con que lo probó, aquella noche tornasolada de Kyoto, de manos de una geisha en kimono volátil, sin saber si al término de esos bocados anodinos lo esperaban los estertores y el rigor mortis o cien estallidos de placer (fue lo segundo, rebajado de un cero). Ilse, rubia escultural, exazafata de Lufthansa, acriollada walkiria, festejaba a su marido sin celos retrospectivos. Fue ella quien propuso (¿estaba también en la colada?), luego del harinoso postre, que terminaran la noche tomando un trago en su casa de La Planicie. Don Rigoberto dijo «buena idea», sin sopesar la propuesta, contagiado por el entusiasmo visual con que Lucrecia la acogió.
Media hora después, estaban instalados en los cómodos sillones del espantoso salón kitsch de Narciso e Ilse —huachafería peruana y orden prusiano— rodeados de bestias disecadas que los observaban, impertérritas, con helados ojos de vidrio, tomar whisky, bañados por una indirecta luz, oyendo melodías de Nat King Cole y Frank Sinatra, y contemplando, por la vidriera al jardín, los azulejos de la piscina iluminada. Narciso seguía desplegando su cultura afrodisíaca con la facilidad con que el Gran Richardi —don Rigoberto suspiró recordando el circo de la infancia— sacaba pañuelos de su sombrero de copa. Cabeceando la omnisciencia con el exotismo, aseguró que en el sur de Italia cada varón consumía una tonelada de albahaca en el curso de su vida pues la tradición asegura que de aquella hierba aromática depende, además del buen sabor de los tallarines, el tamaño del pene, y que, en la India, se vendía en los mercados un ungüento —él lo regalaba a sus amigos que cumplían cincuenta años— a base de ajo y légañas de mono que, frotado donde correspondía, provocaba erecciones en serie, como estornudos de alérgico. Abrumándolos, ponderó las virtudes de las ostras, el apio, el coreano ginseng, la zarzaparrilla, el regaliz, el polen, las trufas y el caviar, haciendo sospechar a don Rigoberto, después de escucharlo más de tres horas, que, probablemente, todos los productos animales y vegetales del mundo estaban diseñados para propiciar ese entrevero de los cuerpos llamado amor físico, cópula, pecado, al que los humanos (él no se excluía) concedían tanta importancia.
En ese momento, Narciso lo apartó de las damas, tomándolo del brazo, con el pretexto de mostrarle la última pieza de su colección de bastones (¿qué otra cosa hubiera podido coleccionar, además de fieras embalsamadas, esa bestia priápica, ese ambulante falo, que bastones?). El pisco sauer, el vino y el cognac habían hecho su efecto. En vez de caminar, don Rigoberto navegó hasta el escritorio de Narciso, en cuyos estantes, por supuesto, montaban guardia, intonsos, los encuerados volúmenes de la Británica, las Tradiciones Peruanas de Ricardo Palma y la Historia de la Civilización de los esposos Durant, además de una novela de bolsillo de Stephen King. Sin más, bajando la voz, le preguntó al oído si recordaba esas lejanas picardías con las muchachas, en la platea del cine Leuro. ¿Cuáles? Pero, antes de que su hermano respondiera, cayó en cuenta. ¡Las cambiaditas! El abogado de la compañía las llamaría: suplantación de identidad. Aprovechando el parecido y aumentándolo con idénticos trajes y peinados, se hacían pasar el uno por el otro. Así, besaban y acariciaban —«tirar plancito», se llamaba eso en el barrio— a la enamorada ajena, mientras duraba la película.
—Qué tiempos, hermano —sonrió don Rigoberto, entregado a la nostalgia.
—Tú creías que no se daban cuenta y que nos confundían —recordó Narciso—. Nunca te convencí de que se hacían, porque les divertía el jueguecito.
—No, no se daban cuenta —afirmó Rigoberto—. Nunca se hubieran dejado. La moral de los tiempos no lo permitía. ¿Lucerito y Chinchilla? Tan formalitas, tan de misa y comunión. ¡Jamás! Nos hubieran acusado a sus padres.
—Tienes un concepto demasiado angelical de las mujeres —lo amonestó Narciso.
—Eso crees. Lo que pasa es que yo soy discreto, no como tú. Pero, cada minuto que no dedico a las obligaciones que me dan de comer, lo invierto en el placer.
(El cuaderno, en ese momento le regaló una cita propicia, de Borges: «El deber de todas las cosas es ser una felicidad; si no son una felicidad son inútiles o perjudiciales». A don Rigoberto se le ocurrió una apostilla machista: «¿Y si en vez de cosas pusiéramos mujeres, qué?».)
—Vida hay una sola, hermano. No tendrás una segunda oportunidad.
—Después de esas matinées, corríamos al jirón Huatica, a la cuadra de las francesas —soñó don Rigoberto—. Tiempos sin sida, de inofensivas ladillas y alguna que otra simpática purgación.
—No se han ido. Están aquí —afirmó Narciso—. No nos hemos muerto ni vamos a morir. Es una decisión irrevocable.
Sus ojos llameaban y tenía la voz pastosa. Don Rigoberto comprendió que nada de lo que oía era improvisado; que, detrás de esas astutas evocaciones, había una conspiración.
—¿Me quieres decir qué te traes entre manos? —preguntó, curioso.
—Lo sabes de sobra, hermanito corso —acercó el lobo feroz su boca a la oreja aleteante de don Rigoberto. Y, sin más trámite, formuló su propuesta—: La cambiadita. Una vez más. Hoy mismo, ahora mismo, aquí mismo. ¿No te gusta Ilse? A mí, Lucre, muchísimo. Como con Lucerito y Chinchilla. ¿Acaso podría haber celos, entre tú y yo? ¡A rejuvenecer, hermano!
En su soledad dominical, el corazón de don Rigoberto se aceleró. ¿De sorpresa, de emoción, de curiosidad, de excitación? Y, como aquella noche, sintió la urgencia de matar a Narciso.
—Ya estamos viejos y somos muy distintos para que nuestras mujeres nos confundan —articuló, borracho de confusión.
—No es necesario que nos confundan —repuso Narciso, muy seguro de sí mismo—. Son mujeres modernas, no necesitan coartadas. Yo me ocupo de todo, cachafaz.
«Jamás de los jamases jugaré a las cambiaditas a mi edad», pensó don Rigoberto, sin abrir la boca. La asomante borrachera de hacía un momento se había disipado. ¡Caracoles! Narciso sí que era de armas tomar. Ya lo asía del brazo y lo regresaba de prisa al salón de las fieras disecadas, donde, en cordialísima chismografía, Ilse y Lucrecia despedazaban a una amiga común a la que un reciente lifting había dejado con los ojos abiertos hasta la eternidad (o, por lo menos, la fosa o incineración). Y ya estaba anunciando que había llegado el momento de abrir un Dom Perignon reserva especial que guardaba para ocasiones extraordinarias.
Minutos después oían el cañonazo espumante y los cuatro estaban brindando con esa pálida ambrosía. Las burbujas que bajaban por su esófago precipitaron en el espíritu de don Rigoberto una asociación con el tópico que había monopolizado su hermano corso toda la noche: ¿adobó Narciso el alegre champaña que bebían con uno de esos innumerables afrodisíacos de los que se decía contrabandista y experto? Porque, las risas y disfuerzos de Lucrecia e Ilse aumentaban, propiciando audacias, y, él mismo, que hacía cinco minutos se sentía paralizado, confuso, asustado y enojado con la propuesta —sin embargo, no se había atrevido a rechazarla— ahora la tomaba con menos indignación, como una de esas irresistibles tentaciones que, en su juventud católica, lo incitaban a cometer los pecadillos, que, luego, describía contrito en la penumbra del confesionario. Entre nubéculas de humo —¿era su hermano corso el que fumaba?— vio, cruzadas, entre los fieros colmillos de un león amazónico y resaltando sobre la alfombra atigrada de la sala–zoológico–funeraria, las largas, blancas y depiladas piernas de su cuñada. La excitación se manifestó con una discreta comezón en la boca del vientre. Le veía también las rodillas, redondas y satinadas, ésas que la galantería francesa llamaba polies, anunciando unas profundidades macizas, sin duda húmedas, bajo esa falda plisada color cucaracha. El deseo lo recorrió de arriba abajo. Asombrado de sí mismo, pensó: «¿Después de todo, por qué no?». Narciso había sacado a bailar a Lucrecia y, enlazados, comenzaban a mecerse, despacio, junto a la pared artillada con cornamentas de ciervos y testas de osos. Los celos acudieron a aderezar con un agridulce sabor (no a reemplazar ni a destruir) sus malos pensamientos. Sin vacilar, se inclinó, cogió la copa que Ilse tenía en su mano, se la retiró y la atrajo: «¿Bailamos, cuñadita?». Su hermano había puesto una sucesión de apretados boleros, por supuesto.
Sintió una punzada en el corazón cuando, por entre los cabellos de la walkiria, notó que su hermano corso y Lucrecia bailaban mejilla contra mejilla. Él ceñía su cintura y ella su cuello. ¿De cuándo acá esas confianzas? En diez años de matrimonio, no recordaba nada parecido. Sí, el maleficiero de Narciso tenía que haber amañado las bebidas. Mientras se perdía en conjeturas, su brazo derecho había ido acercando al suyo el cuerpo de su cuñada. Está, no se resistía. Cuando sintió el roce de sus muslos en los suyos y que los vientres se tocaban, don Rigoberto se dijo, no sin inquietud, que nada ni nadie podría ya evitar la erección que se venía. Y se vino, en efecto, en el momento mismo en que sintió en la suya la mejilla de Ilse. El fin de la música le hizo el efecto de la campana en un despiadado match de box. «Gracias, bellísima Brunegilda», besó la mano de su cuñada. Y, tropezando en cabezas carniceras rellenas de estuco o papier maché, avanzó hacia donde estaban desenlazándose —¿con disgusto? ¿con desgano?— Lucrecia y Narciso. Tomó en sus brazos a su mujer, murmurando, ácido, «¿Me concedes este baile, esposa?». La llevó hacia el rincón más oscuro de la sala. Vio por el rabillo del ojo que Narciso e Ilse se enlazaban también y que, en un movimiento concertado, comenzaban a besarse.
Apretando mucho el cuerpo sospechosamente lánguido de su mujer, la erección renació; se aplastaba ahora sin remilgos contra esa forma conocida. Labios contra labios, le susurró:
—¿Sabes qué me propuso Narciso?
—Me lo puedo figurar —repuso Lucrecia, con una naturalidad que, a don Rigoberto, lo descolocó tanto como oírla usar un verbo que jamás habían proferido él ni ella en la intimidad conyugal—. ¿Que te tires a Ilse, mientras él me tira a mí?
Tuvo ganas de hacerle daño; pero, en vez de eso, la besó, asaltado por una de esas apasionadas efusiones a las que solía rendirse. Traspasado, sintiendo que podía ponerse a llorar, le susurró que la amaba, que la deseaba, que nunca podría agradecerle la felicidad que le debía. «Sí, sí, te amo», dijo en alta voz. «Con todos mis sueños, Lucrecia.» La grisura del domingo barranquino se aligeró, la soledad de su estudio se amortiguó. Don Rigoberto advirtió que una lágrima se había desprendido de sus mejillas y maculado una cita oportunísima del valeryano (valeriana y Valéry, qué matrimonio feliz) Monsieur Teste, que definía su propia relación con el amor: Tout ce qui m'était facile m'était indifférent et presque ennemi.
Antes de que la tristeza se apoderara de él y el cálido sentimiento de hace un momento naufragara del todo en la corrosiva melancolía, hizo un esfuerzo y, entrecerrando los ojos, forzando su atención, volvió a aquella sala de las fieras, a aquella noche adensada por el humo —¿fumaba Narciso, Ilse?—, las peligrosas mezclas, el champagne, el cognac, el whisky, la música y el relajado clima que los envolvía, ya no divididos en dos parejas estables, precisas, como al principio de la noche, antes de ir a cenar al restaurante de la Costa Verde, sino entreveradas, parejas precarias que se deshacían y rehacían con una ligereza que correspondía a esa atmósfera amorfa, cambiante como figura de calidoscopio. ¿Habían apagado la luz? Hacía rato. Narciso, quién si no. La salita de las fieras muertas estaba tenuemente iluminada por la luz de la piscina, que dejaba divisar sólo sombras, siluetas, contornos sin identidad. Su hermano corso preparaba bien las emboscadas. Cuerpo y espíritu de don Rigoberto habían terminado por disociarse; mientras éste divagaba, tratando de averiguar si llegaría hasta las últimas consecuencias en el juego propuesto por Narciso, su cuerpo jugaba ya, con desparpajo, emancipado de escrúpulos. ¿A quién acariciaba en este momento, mientras, simulando bailar, permanecía meciéndose en el sitio, con la vaga sensación de que la música callaba y se renovaba cada cierto tiempo? ¿Lucrecia o IIse? No quería saberlo. Qué sensación placentera, esa forma femenina soldada a él, cuyos pechos sentía deliciosamente a través de la camisa y ese cuello terso que sus labios mordisqueaban despacito, avanzando hacia una oreja cuya cavidad el ápice de su lengua exploró con avidez. No, ese cartílago o huesecillo no era de Lucrecia. Alzó la cabeza y trató de perforar la semitiniebla del rincón donde recordaba haber visto hacía un momento a Narciso bailando.
—Hace rato que han subido —La voz de Ilse resonó en su oído imprecisa y aburrida. Hasta pudo detectar un dejo burlón.
—¿Dónde? —preguntó, estúpidamente, avergonzándose en el acto de su estupidez.
—¿Adonde crees? —repuso Ilse, con risita malvada y humor alemán—. ¿A ver la luna? ¿A hacer pipí? ¿Adonde se te ocurre, cuñadito?
—En Lima no se ve nunca la luna —balbuceó don Rigoberto, soltando a Ilse y apartándose de ella—. Y, el sol, apenas en los veranos. Por la maldita neblina.
—Hace mucho tiempo que Narciso le tiene ganas a la Lucre —lo devolvió Ilse al potro de los suplicios, sin darle respiro; hablaba como si el asunto no fuera con ella—. No me digas que no te has dado cuenta, porque no eres tan huevón.
La embriaguez se le disipó, y, también, la excitación. Se puso a transpirar. Mudo, alelado, se preguntaba cómo era posible que Lucrecia hubiera consentido con tanta facilidad a la maquinación de su hermano corso, cuando, otra vez, la insidiosa vocecita de Ilse lo sacudió:
—¿Te da un poquito de celos, Rigo?
—Bueno, sí —reconoció. Y, con más franqueza—: En realidad, muchos celos.
—A mí también me daban, al principio —dijo ella, como una banalidad más, a la hora del bridge—. Te acostumbras y es como si vieras llover.
—Bueno, bueno —dijo él, desconcertado—. ¿O sea, tú y Narciso juegan mucho a las cambiaditas?
—Cada tres meses —repuso Ilse, con precisión prusiana—. No es mucho. Narciso dice que estas aventuras, para que no pierdan su gracia, deben hacerse de cuando en cuando. Siempre con gente seleccionada. Que, si se trivializan, ya no hay diversión.
«Ya la habrá desnudado», pensó. «Ya la tendrá en sus brazos.» ¿Lo estaría besando y acariciando Lucrecia también, con la misma codicia que a ella su hermano corso? Temblaba como un poseso de San Vito cuando volvió a recibir, como descarga eléctrica, la pregunta de Ilse:
—¿Te gustaría verlos?
Para hablarle, le había acercado la cara. Los rubios y largos cabellos de su cuñada se le metían a la boca y a los ojos.
—¿En serio? —murmuró, atónito.
—¿Te gustaría? —insistió ella, rozándole la oreja con los labios.
—Sí, sí —asintió él. Tenía la sensación de estarse deshuesando y evaporando.
Ella lo atrapó de la mano derecha. «Despacito, calladito», lo instruía. Lo hizo flotar hacia la escalera de volutas de fierro que subía a los dormitorios. Estaba a oscuras y también el pasillo central, aunque a éste alcanzaba el resplandor de los reflectores del jardín. La moqueta absorbía sus pisadas; avanzaban en puntas de pie. Don Rigoberto sentía su corazón acelerado. ¿Qué le esperaba? ¿Qué iba a ver? Su cuñada se detuvo y le dio otra orden al oído, «Quítate los zapatos», a la vez que se inclinaba para descalzarse. Don Rigoberto obedeció. Se sintió ridículo, ladronesco, sin zapatos y en medias, en ese sombrío pasillo, llevado de la mano por Ilse como si fuera Fonchito. «No hagas ruido, arruinarías todo», dijo ella, quedo. El asintió, como un autómata. Ilse volvió a avanzar, abrió una puerta, lo hizo adelantarse. Estaban en el dormitorio, separados del lecho por una media pared de ladrillo, que, por sus intersticios en forma de rombo, dejaba ver la cama. Era anchísima y teatral. En la cónica luz que descendía de una bombilla empotrada en el cielorraso, vio a su hermano corso y Lucrecia, fundidos, moviéndose a compás. Hasta él llegó su suave, dialogante jadeo.
—Puedes sentarte —le indicó Ilse—. Aquí, en el sillón.
Él se dejó hacer. Retrocedió un paso, se dejó caer junto a su cuñada en lo que debía ser un largo sofá lleno de cojines, dispuesto de tal modo que la persona sentada allí no perdiera detalle del espectáculo. ¿Qué significaba esto? A don Rigoberto se le escapó una risita: «Mi hermano corso es más churrigueresco de lo que imaginé». Se le había resecado la boca.
Parecía que esa pareja hubiera hecho el amor toda la vida, por la diestra superposición y su encaje perfecto. Los cuerpos nunca se desajustaban; en cada nueva postura, la pierna, el codo, el hombro, la cadera, parecían ceñirse todavía mejor y, en todo momento, exprimir cada uno más recónditamente su placer del otro. Ahí estaban las bellas formas llenas, la ondulada cabellera color azabache de su amada, las levantadas nalgas que hacían pensar en un gallardo promontorio desafiando el asalto de un mar bravo. «No», se dijo. Más bien, en el espléndido trasero de la bellísima fotografía La Prière, de Man Ray (1930). Buscó en sus cuadernos y, en pocos minutos, contemplaba la imagen. Su corazón se encogió, recordando las veces que Lucrecia había posado así para él en la nocturna intimidad, sentada sobre los talones, las dos manos sosteniendo las medias esferas de sus nalgas. Tampoco desentonaba la comparación con la otra imagen de Man Ray que el cuaderno le ofreció, contigua a la anterior, pues la espalda musical de Kikí de Montparnasse (1925) era, ni más ni menos, la que en ese momento mostraba Lucrecia al ladearse y revolverse. Las inflexiones profundas de sus caderas lo tuvieron unos segundos suspenso, ido. Pero, los brazos velludos que cercaban ese cuerpo, las piernas que atenazaban esos muslos y los abrían no eran los suyos, ni tampoco esa cara —no llegaba a distinguir las facciones de Narciso— que, ahora, recorría la espalda de Lucrecia, escrutándola milímetro a milímetro, la entreabierta boca indecisa sobre dónde posarse, qué besar. Por la aturdida cabeza de don Rigoberto cruzó la imagen de la pareja de trapecistas del circo «Las águilas humanas» que volaban y se encontraban en el aire —hacían su número sin red— después de dar volatines a diez metros del suelo. Así de diestros, de perfectos, de adecuados el uno para el otro, eran Lucrecia y Narciso. Lo colmaba un sentimiento tripartito (admiración, envidia y celos) y las sentimentales lágrimas rodaban de nuevo por sus mejillas. Notó que la mano de Ilse exploraba profesionalmente su bragueta.
—Vaya, no te excita nada —oyó que sentenciaba, sin apagar la voz.
Don Rigoberto percibió un movimiento de sorpresa, allá en la cama. La habían oído, por supuesto; ya no podrían continuar fingiendo que no se sabían espiados. Quedaron inmóviles; el perfil de doña Lucrecia se volvió hacia el muro calado que los resguardaba, pero Narciso volvió a besarla y envolverla en la lucha amorosa.
—Perdóname, Ilse —susurró—. Te estoy defraudando, qué pena. Es que, yo, yo, cómo decírtelo, soy monógamo. Sólo puedo hacer el amor con mi mujer.
—Claro que lo eres —se rió Ilse, con afecto, y tan fuerte que, ahora sí, allá, en la luz, la cara despeinada de doña Lucrecia escapó al abrazo de su hermano corso y don Rigoberto vio sus grandes ojos muy abiertos, mirando asustados hacia donde se encontraban él y Ilse—. Igual que tu hermanito corso, pues. A Narciso sólo le gusta hacer el amor conmigo. Pero, necesita bocaditos, aperitivos, prolegómenos. No es tan sencillo como tú.
Se volvió a reír y don Rigoberto sintió que se apartaba de él haciéndole en los ralos cabellos uno de esos cariños que hacen las maestras a los niños que se portan bien. No daba crédito a sus ojos: ¿en qué momento se había desnudado Ilse? Ahí estaban sus ropas sobre el sofá, y, ahí, ella, gimnástica, desnuda de pies a cabeza, hendiendo la penumbra hacia la cama como sus remotas ancestras, las walkirias, hendían los bosques, con cascos bicornes, a la caza del oso, el tigre y el hombre. En ese preciso instante, Narciso se apartó de Lucrecia, se corrió hacia el centro para dejar un espacio —su cara denotaba contento indescriptible— y abría los brazos para recibirla con un rugido bestial de aprobación. Y, ahí estaba, ahora, la desairada, la retráctil Lucrecia, retirándose hacia el otro extremo de la cama, con plena conciencia de que, a partir de ahora, allí sobraba, y mirando a derecha e izquierda, en busca de alguien que le explicara qué debía hacer. Don Rigoberto se sintió apiadado. Sin pronunciar palabra, la llamó. La vio levantarse de la cama en puntas de pie, para no perturbar a los alegres esposos; buscar en el suelo sus ropas; cubrirse a medias y avanzar hacia donde él la esperaba con los brazos abiertos. Se apelotonó contra su pecho, palpitante.
—¿Tú entiendes algo, Rigoberto? —la oyó decir.
—Sólo que te amo —le contestó, abrigándola—. Nunca te he visto tan bella. Ven, ven.
—Vaya hermanitos corsos —oyó reírse a la walkiria, allá lejos, con un fondo de bufidos salvajes de jabalí y trompetas wagnerianas.
ARPIA LEONADA Y ALADA
¿Dónde estás? En el Salón de los Grutescos, del Museo de Arte Barroco Austríaco, en el Bajo Belvedere de Viena.
¿Qué haces ahí? Estudias cuidadosamente una de las criaturas hembras de Jonas Drentwett que dan fantasía y gloria a sus paredes.
¿Cuál de ellas? La que alarga el altísimo cuello a fin de sacar mejor el pecho y mostrar la bellísima, pungente teta de rojizo botón que todos los seres animados vendrían a libar si tú no lo tuvieras reservado.
¿Para quién? Para tu enamorado a la distancia, el reconstructor de tu identidad, el pintor que te deshace y te rehace a su capricho, tu desvelado soñador.
¿Qué debes hacer? Aprender a esa criatura de memoria y emularla en la discreción de tu dormitorio, en espera de la noche en que vendré. No te desaliente saber que no tienes cola, ni garras de ave de rapiña, ni costumbre de andar a cuatro patas. Si de veras me amas, tendrás cola, garras, a cuatro patas andarás y, poco a poco, merced a la constancia y tesón que exigen las hazañas del amor, dejarás de ser Lucrecia la del Olivar y serás la Mitológica, Lucrecia la Arpía Leonada y Alada, Lucrecia la venida a mi corazón y mi deseo desde las leyendas y mitos de Grecia (con una escala en los frescos romanos de donde Jonas Drentwett te copió).
¿Estás ya como ella? ¿Retraída la grupa, el pecho altivo, la cabeza enhiesta? ¿Sientes ya que asoma la felina cola y que te crecen alas lanceoladas color de arrebol? Lo que aún te falta, la diadema para la frente, el collar de topacio, el ceñidor de oro y piedras preciosas donde descansará tu tierno busto, te los llevará en prenda de adoración y reverencia, quien te ama sobre todas las cosas reales o inexistentes
El caprichoso de las arpías.
V. FONCHITO Y LAS NIÑAS
La señora Lucrecia se secó los ojos risueños una vez más, ganando tiempo. No se atrevía a preguntar a Fonchito si era cierto lo que le contó Teté Barriga. Dos veces había estado por hacerlo y las dos se acobardó.
—¿De qué te ríes así, madrastra? —quiso saber el niño, intrigado. Porque, desde que llegó a la casita del Olivar de San Isidro la señora Lucrecia no hacía más que lanzar esas intempestivas carcajadas, comiéndoselo con los ojos.
—De algo que una amiga me contó —se ruborizó doña Lucrecia—. Me muero de vergüenza de preguntarte. Pero, también, de ganas de saber si es cierto.
—Algún chisme de mi papá, seguro.
—Te lo voy a decir, aunque sea bastante vulgar —se decidió la señora Lucrecia—. Mi curiosidad es más fuerte que mi buena educación.
Según Teté, cuyo marido estaba allí y se lo había referido entre regocijado y furioso, era una reunión de esas que cada dos o tres meses tenía lugar en el estudio de don Rigoberto. Hombres solos, cinco o seis amigos de juventud, compañeros de colegio, universidad o barrio, mantenían esos encuentros por simple rutina, ya sin entusiasmo, pero no se atrevían a romper el rito, acaso por la supersticiosa sospecha de que, si alguien faltaba a la cita, la mala suerte caería sobre el desertor o todo el grupo. Y seguían viéndose, aunque, sin duda, a ellos tampoco, igual que a Rigoberto, les hiciera gracia ya esa reunión bimestral o trimestral, en que tomaban cognac, comían empanaditas de queso y pasaban revista a los muertos y a la actualidad política. Doña Lucrecia recordaba que, luego, a don Rigoberto le dolía la cabeza del aburrimiento y debía tomar unas gotitas de valeriana. Había sucedido en la última reunión, la semana anterior. Los amigos —cincuentones o sesentones, en los umbrales de la jubilación alguno de ellos— vieron llegar a Fonchito, los claros cabellos alborotados. Sus grandes ojos azules se sorprendieron de encontrarlos allí. El desorden con que llevaba el uniforme de colegio añadía un toque de libertad a su bella personita. Los caballeros le sonrieron, buenas tardes Fonchito, qué grande estás, cuánto has crecido.
—¿No saludas? —lo había amonestado don Rigoberto, carraspeando.
—Sí, claro —respondió la cristalina voz de su entenado—. Pero, papi, por favor, que tus amigos, si me hacen cariños, no me los hagan en el potito.
La señora Lucrecia estalló en la quinta carcajada de la tarde.
—¿Les dijiste esa barbaridad, Fonchito?
—Es que, con el cuento de hacerme cariños, siempre me lo están tocando —encogió el niño los hombros, sin dar mayor importancia al asunto—. No me gusta que me toquen ahí ni jugando, después me pica. Y, cuando me viene cualquier picazón, me rasco hasta sacarme ronchas.
—Entonces, era cierto, se lo dijiste —La señora Lucrecia pasaba de la risa al asombro y de nuevo a la risa—. Por supuesto, la Teté no podía inventarse una cosa así. ¿Y Rigoberto? ¿Cómo reaccionó?
—Me fulminó con los ojos y me mandó a hacer las tareas a mi cuarto —dijo Fonchito—. Después, cuando se fueron, me riñó a su gusto. Y me ha quitado la propina del domingo.
—Esos viejos manos largas —exclamó la señora Lucrecia, súbitamente indignada—. Qué desvergüenza. Si yo los hubiera visto alguna vez, de patitas a la calle. ¿Y tu papá se quedó tan fresco al enterarse? Pero, antes, júramelo. ¿Era verdad? ¿Te tocaban el pompis? ¿No es una de esas cosas torcidas que se te ocurren?
—Claro que me tocaban. Aquí—le mostró el niño, dándose un palmazo en las nalgas—. Igualito que los curas del colegio. ¿Por qué, madrastra? ¿Qué tengo en el potito que todos quieren tocármelo?
La señora Lucrecia lo examinaba, tratando de adivinar si no mentía.
—Si es verdad, son unos desvergonzados, unos abusivos —exclamó, por fin, todavía dudando—. ¿En el colegio, también? ¿No se lo has dicho a Rigoberto, para que haga un escándalo?
El niño puso una expresión seráfica:
—No quiero darle más preocupaciones a mi papá. Menos ahora, que lo veo tan triste.
Doña Lucrecia bajó la cabeza, confusa. Este niñito era un maestro en decir cosas que la hacían sentirse mal. Bueno, si era verdad, bien hecho que les hiciera pasar un mal rato a esos frescos. Su marido le había contado a Teté Barriga que él y sus amigos se quedaron de una pieza, sin atreverse a mirar a Rigoberto, un rato largo. Después, habían hecho bromas, aunque con caras agestadas. Ya estaba bien de ese tema, en todo caso. Pasó a otra cosa. Preguntó a Fonchito cómo le iba en el colegio, si no se perjudicaba en la academia saliéndose antes de terminar las clases, si había ido al cine, al fútbol, a alguna fiesta. Pero, Justiniana, que entró trayendo el té con bizcochos, lo reactualizó. Había oído todo y se puso a opinar, de lo más lenguaraz. Estaba segura que era falso: «No le crea, señora. Fue otra diablura de este bandido, para que esos señores se comieran un pavo delante de don Rigoberto. ¿No lo conoce?». «Si tus chancays no estuvieran tan ricos, me enojaría contigo, Justita.» Doña Lucrecia sintió que había cometido una imprudencia; dejándose vencer por la morbosa curiosidad —con Fonchito nunca se sabía— había despertado tal vez a la fiera. En efecto, cuando Justiniana recogía las tazas y platos, la pregunta del niño cayó sobre ella como una estocada:
—¿Por qué será que a las personas mayores les gustan tanto los niños, madrastra?
Justiniana se escabulló haciendo un ruido con la garganta o el estómago que sólo podía ser una risa censurada. Doña Lucrecia buscó los ojos de Fonchito. Los escrutó con calma, en pos de una chispa de maledicencia, de intenciones aviesas. No. Más bien, la luminosidad de un cielo diáfano.
—A todo el mundo le gustan los niños —dijo, hipócrita—. Es normal que uno se enternezca con ellos. Son pequeñitos, frágiles, a veces muy ricos.
Se sintió estúpida, impaciente por escapar a los ojazos quietos y límpidos posados en ella.
—A Egon Schiele le gustaban mucho —dijo Fonchito, asintiendo—. En Viena, a principios de siglo, había muchas niñas abandonadas, viviendo en las calles. Pedían limosna en las iglesias, en los cafés.
—Como en Lima —dijo ella, sin saber lo que decía. Otra vez la colmaba la sensación de ser una mosquita atraída, pese a sus esfuerzos, a las fauces de la araña.
—Y él salía al Parque Schonbrunn, donde había montones. Las llevaba a su estudio. Les daba de comer y les regalaba plata —prosiguió Fonchito, inexorable—. El señor Paris von Güterlash, un amigo a quien Schiele pintó, ahora te muestro el retrato, dice que siempre encontraba en su estudio dos o tres niñas de la calle. Se estaban ahí, de su cuenta. Se echaban a dormir o jugaban mientras Schiele pintaba. ¿Crees que había algo de malo en eso?
—Si les daba de comer y las ayudaba, qué de malo iba a haber.
—Pero, es que las hacía desnudarse y las pintaba haciendo poses —añadió el niño. Doña Lucrecia pensó: «Ya no tengo escapatoria»—. ¿Era malo que Egon Schiele hiciera eso?
—Bueno, me figuro que no —tragó saliva la madrastra—. Un artista necesita modelos. ¿Por qué tener la mente podrida? ¿No le gustaba a Degas pintar a las ratitas, las pequeñas bailarinas de la Ópera de París? Bueno, también a Egon Schiele las niñitas lo inspiraban.
¿Y, entonces, por qué lo habían metido preso, acusándolo de haber secuestrado a una menor? ¿Por qué, condenado a la prisión por difundir pinturas inmorales? ¿Por qué, obligado a quemar un dibujo con el cuento de que los niños veían en su estudio cosas escabrosas?
—No sé por qué —lo calmó ella, al ver que se iba excitando—. Yo no sé nada de Schiele, Fonchito. Tú eres el que sabe todo sobre él. Los artistas son personas complicadas, que te lo explique tu papá. No tienen que ser unos santos. No hay que idealizarlos, ni satanizarlos. Importan sus obras, no sus vidas. Lo que ha quedado de Schiele es cómo pintó a esas niñas, no lo que hacía con ellas en su estudio.
—Las hacía ponerse esas medias de colores que le gustaban tanto —remató el relato Fonchito—. Echarse en el sofá, en el suelo. Solas o de dos en dos. Entonces, se subía a una escalera, para mirarlas desde arriba. Trepado ahí, en lo alto, hacía un boceto, en unos cuadernos que se han publicado. Mi papá tiene el libro. Pero, en alemán. Sólo pude ver los dibujos, no leerlo.
—¿Subido en una escalera? ¿Así las pintaba?
Ya estabas en la telaraña, Lucrecia. Siempre lo conseguía, el mocoso. Ahora, no intentaba apartarlo del tema; lo seguía, atrapada. La pura verdad, madrastra. Decía que su sueño era ser un ave de presa. Pintar el mundo desde arriba, verlo como lo vería un cóndor o un gallinazo. Y, fijándose bien, era la pura verdad. Se lo demostraría ahora mismo. Saltó a rebuscar su maletín de la academia y un momento después se acuclillaba a sus pies —ella estaba como siempre en el sofá y él en el suelo— pasando las páginas de un nuevo y voluminoso libro de reproducciones de Egon Schiele, que apoyó sobre las rodillas de la madrastra. ¿Sabía Fonchito de verdad todas esas cosas sobre el pintor? ¿Cuántas eran ciertas? ¿Y, por qué le había venido esa manía por Schiele? ¿Cosas que le oía a Rigoberto? ¿Era este pintor la última obsesión de su ex–marido? En todo caso, no le faltaba razón. Esas muchachas tendidas, esos amantes enlazados, esas ciudades fantasmales, sin personas, animales ni coches, de casas apelotonadas y como congeladas a orillas de ríos desiertos, parecían divisados desde lo alto, por un ave rampante, que planeaba sobre ellas con una mirada envolvente y sin piedad. Sí, la perspectiva de un ave de presa. La carita de ángel le sonrió: «¿No te lo dije, madrastra?». Ella asintió, desagradada. Detrás de esos rasgos de querube, de esa inocencia de cuadro milagrero, anidaba una inteligencia sutil, precozmente madura, una psicología tan enrevesada como la de Rigoberto. Y, en ese momento, tomó conciencia de lo que exhibía la página. Se encendió como una antorcha. Fonchito había dejado el libro abierto en una acuarela de tonos rojos y espacios cremas, con una franja malva, al que sólo ahora doña Lucrecia prestaba atención: el propio artista de espigada silueta, sentado, y, entre sus piernas abiertas, una muchacha, desnuda y de espaldas, sosteniendo en alto, como el asta de una bandera, su gigantesca extremidad viril.
—Esta pareja también ha sido pintada desde lo alto —la alertó la cristalina voz— .¿Pero, cómo haría el boceto? No pudo desde la escalera, porque quien está sentado en el suelo es él mismo. ¿Te das cuenta, no, madrastra?
—Me doy cuenta de que es un autorretrato muy obsceno —dijo doña Lucrecia—. Mejor, sigue pasando, Foncho.
—A mí, me parece triste —le discutió el niño, con mucha convicción—. Fíjate en la cara de Schiele. Está caída, como si no pudiera más de la pena que siente. Parece que va a llorar. Tenía solamente veintiún años, madrastra. ¿Por qué crees que a este cuadro le puso La hostia roja?
—Mejor no averiguarlo, sabidito —comenzó a enojarse la señora Lucrecia—. ¿Así se llama? Además de obsceno, es sacrilego, entonces. Pasa la página o la rompo.
—Pero, madrastra —la recriminó Fonchito—. Tú no serás como ese juez que condenó a Egon Schiele a romper su cuadro. Tú no puedes ser tan injusta ni prejuiciosa.
Su indignación parecía genuina. Le brillaban las pupilas, las finas aletas de su nariz vibraban y hasta las orejas se le habían afilado. Doña Lucrecia lamentó lo que acababa de decir.
—Bueno, tienes razón, con la pintura, con el arte, hay que tener manga ancha —Se frotó las manos, nerviosa—. Es que tú me sacas de mis casillas, Fonchito. Nunca sé si haces lo que haces y dices lo que dices de manera espontánea, o con segunda intención. Nunca sé si estoy con un niño o con un viejo vicioso y perverso, escondido detrás de una carita de Niño Jesús.
El niño la miraba desconcertado; la sorpresa parecía brotarle de lo más profundo. Pestañeaba, sin comprender. ¿Era ella la que, con su desconfianza, estaba escandalizando a esta criatura? Por supuesto que no. Sin embargo, al ver que a Fonchito los ojos se le aguaban, se sintió culpable.
—Ni siquiera sé lo que estoy diciendo —murmuró—. Olvídate, no he dicho nada. Ven, dame un beso, nos amistamos.
El niño se incorporó y le echó los brazos al cuello. Doña Lucrecia sintió, palpitando, la frágil estructura, los huesecillos, ese cuerpecito en la frontera de la adolescencia, esa edad en que los niños se confundían todavía con las niñas.
—No te enojes conmigo, madrastra —oyó que le decía, al oído—. Corrígeme si hago algo mal, dame consejos. Yo quiero ser como tú quieres que sea. Pero, no te enojes.
—Bueno, ya se me pasó —dijo ella—. Nos olvidarnos.
La tenía encarcelada por el cuello con sus bracitos y le hablaba tan lento y bajo que no entendió lo que decía. Pero registró con todos sus nervios la puntita de la lengua del niño cuando, como un delicado estilete, entró en la cavidad de su oreja y la ensalivó. Resistió el impulso de apartarlo. Un momento después, sintió que los labios delgaditos recorrían el lóbulo, con besos espaciados, menuditos. Ahora sí, lo apartó con suavidad — le corrían culebritas por todas partes— y se encontró con su cara traviesa.
—¿Te hice cosquillas? —Parecía jactándose de una proeza—. Te pusiste a temblar todita. ¿Te pasó electricidad, madrastra?
No supo qué decirle. Le sonrió, forzada.
—Me olvidaba de contarte —vino a sacarla de apuros Fonchito, retornando a su lugar acostumbrado, al pie del sofá—. Ya comencé a hacerle el trabajo, a mi papá.
—¿Qué trabajo?
—La amistada de ustedes, pues —explicó el niño, accionando—. ¿Sabes qué hice? Decirle que te había visto saliendo de la Virgen del Pilar, elegantísima, del brazo de un señor. Que parecían una parejita en su luna de miel.
—¿Y por qué le mentiste así?
—Para darle celos. Y, se los di. ¡Se puso nerviosísimo, madrastra!
Se rió con una risa que proclamaba una espléndida alegría de vivir. Su papi se había puesto pálido; se le saltaron los ojos, aunque, al principio, no comentó nada. Pero, estaba recomiéndolo la curiosidad y se moría de ganas de saber más. ¡Se lo notaba tan muñequeado! Para facilitarle la cosa, Fonchito abrió el fuego:
—¿Crees que mi madrastra piensa volver a casarse, papi?
A don Rigoberto se le avinagró la cara e hizo un extraño caballuno, antes de contestar: —No lo sé. Debiste preguntárselo tú —Y, luego de una vacilación, tratando de aparecer natural—. Quién sabe. ¿Te pareció que ese señor era más que un amigo?
—Bueno, no sé —habría dudado Fonchito, moviendo la cabeza como el cucú del reloj—. Estaban del brazo. El señor la miraba igual que en las películas. Y ella también le echaba unas miraditas muy coquetas.
—Yo a ti te mato, por bandido y mentiroso —La señora Lucrecia le lanzó uno de los cojines, que Fonchito recibió en la cabeza con grandes aspavientos—. Eres un farsante. No le dijiste nada, estás burlándote de mí a tu gusto.
—Por lo más santo, madrastra —se reía el niño, a carcajadas, besando sus dedos en cruz.
—Eres el peor cínico que he conocido —le disparó ella otro cojín, riéndose también—. Cómo serás de grande. Dios guarde a la pobre cándida que se enamore de ti.
El niño se puso serio, en uno de esos bruscos cambios de ánimo que desconcertaban a doña Lucrecia. Había cruzado los brazos sobre el pecho y, sentado como un Buda, la examinaba con cierto miedo.
—¿Lo decías en broma, no, madrastra? ¿O, de veras piensas que soy malo?
Ella estiró la mano y le acarició los cabellos.
—No, malo, no —dijo—. Eres impredecible. Un sabidillo con demasiada imaginación, eso sí.
—Quiero que ustedes se amisten —la interrumpió Fonchito, con ademán enérgico—. Por eso le inventé esa historia. Ya tengo un plan.
—Como yo soy la interesada, por lo menos deja que le dé mi aprobación.
—Es que… —Fonchito se retorció las manos—. Todavía me falta completarlo. Tienes que tenerme confianza, madrastra. Necesito saber algunas cosas de ustedes. Por ejemplo, cómo se conocieron tú y mi papá. Y, cómo fue que se casaron.
Una cascada de imágenes melancólicas actualizó en la memoria de doña Lucrecia el día aquel —once años ya— en que, en aquella tumultuosa y aburrida fiesta para celebrar las bodas de plata de unos tíos, le habían presentado a ese señor de carota lúgubre, grandes orejas y beligerante nariz, camino a la calvicie. Un cincuentón del que una amiga celestina, empeñada en casar a todo el mundo, la puso al tanto: «Viudo fresco, un hijo, gerente de Seguros La Perricholi, un poco estrafalario pero de familia decente y con plata». Al principio, sólo retuvo de Rigoberto el aspecto funeral, su actitud huraña, lo inapuesto que era. Pero, desde esa misma noche, algo la había atraído de ese hombre sin encantos físicos, algo que adivinó de complicado y misterioso en su vida. Y, doña Lucrecia, desde niña, había sentido fascinación por asomarse a los abismos desde lo alto del acantilado, por hacer equilibrio en la baranda de los puentes. Esa atracción se había confirmado cuando aceptó tomar té con él en La Tiendecita Blanca, asistir en su compañía a un concierto de la Filarmónica en el Colegio Santa Úrsula, y, sobre todo, cuando entró a su casa por primera vez. Rigoberto le mostró sus grabados, sus libros de arte y sus cuadernos donde estaban sus secretos, y le explicó cómo renovaba su colección, penalizando con las llamas a los libros e imágenes que reemplazaba. Se había impresionado oyéndolo, observando la corrección con que la trataba, su formalidad maniática. Para asombro de su familia y de sus amigas («¿Qué esperas para casarte, Lucre? ¿Un príncipe azul? ¡No puede ser que rechaces a todos tus aficionados!») cuando Rigoberto le propuso matrimonio («Sin haberme dado un beso») aceptó inmediatamente. Nunca se había arrepentido. Ni un solo día, ni un solo minuto. Había sido divertido, excitante, maravilloso, ir descubriendo el mundo de manías, rituales y fantasías de su esposo, compartirlo con él, ir construyendo a su lado esa vida reservada, a lo largo de diez años. Hasta la absurda, loca, estúpida historia con su hijastro a la que se dejó arrastrar. Y, con un mocosito que ahora ni siquiera parecía acordarse de lo ocurrido. ¡Ella, ella! La que todos creían tan juiciosa, tan precavida, tan bien organizada, la que siempre calculó todos los pasos con tanta sensatez. ¡Cómo había podido tener una aventura con un niñito de colegio! ¡Su propio entenado! Más bien, Rigoberto se había portado muy decente, evitando el escándalo, limitándose a pedirle la separación y dándole el apoyo económico que le permitía ahora vivir sola. Otro la hubiera matado, despedido con cajas destempladas, sin un centavo, puesto en la picota social como corruptora de menores. Qué tontería pensar que Rigoberto y ella podrían reconciliarse. Él seguiría mortalmente ofendido por lo que pasó; no la perdonaría jamás. Sintió que otra vez los bracitos se enroscaban en su cuello.
—Por qué te has puesto triste —la consoló Fonchito—. ¿Hice algo malo?
—De pronto, me acordé de algo y como soy una sentimental… Ya se me pasó.
—Cuando vi que te ponías así ¡me vino un susto!
El niño volvió a besarla en la oreja, con los mismos besitos diminutos, y a rematar los cariños humedeciéndole otra vez el pabellón de la oreja con la punta de la lengua. Doña Lucrecia se sentía tan deprimida que ni siquiera tuvo ánimos para apartarlo. Al poco rato, oyó que le decía, con un tono distinto:
—¿Tú también, madrastra?
—¿Qué cosa?
—Me estás tocando el potito, pues, igual que los amigotes de mi papá y los curas del colegio. ¡Qué les ha dado a todos con mi pompis, caramba!
CARTA AL ROTARIO
Ya sé que te ofendiste, amigo, por mi negativa a incorporarme al Rotary Club, institución de la que eres dirigente y promotor. Y, sospecho que quedaste receloso, nada convencido de que mi reticencia a ser rotario de ninguna manera significa que vaya a enrolarme en el Club de Leones o el recién aparecido Kiwanis del Perú, asociaciones con las que la tuya compite implacablemente para llevarse las palmas de la beneficencia pública, el espíritu cívico, la solidaridad humana, la asistencia social y cosas por el estilo. Tranquilízate: no pertenezco ni perteneceré a ninguno de esos clubs o asociaciones ni a nada que pudiera parecérseles (los Boy Scouts, los Ex–alumnos Jesuítas, la masonería, el Opus Dei, etcétera). Mi hostilidad al género asociativo es tan radical que hasta he desistido de ser miembro del Touring Automóvil Club, y no se diga de esos llamados clubs sociales que miden la categoría étnica y el patrimonio económico de los limeños. Desde mis años ya lejanos de militancia en la Acción Católica y a causa de ella —pues fue ésa la experiencia que me abrió los ojos sobre la ilusión de toda utopía social y me catapultó a la defensa del hedonismo y el individúo—, he contraído una repugnancia moral, psicológica e ideológica, contra toda forma de servidumbre gregaria, al punto que —no es broma— incluso la cola del cine me hace sentirme atropellado y disminuido de mi libertad (a veces, no tengo más remedio que acolarme, claro), retrocedido a la condición de hombre–masa. La única concesión que recuerdo haber hecho se debió a una amenaza de sobrepeso (soy un convencido, como Cyril Connolly, de que «la obesidad es una enfermedad mental») que me llevó a inscribirme en un gimnasio, donde un tarzán sin sesos nos hacía sudar a quince idiotas una hora diaria, al compás de sus rugidos, ejercitando unas simiescas contracciones que él llamaba aerobics. El suplicio gimnástico confirmó todos mis prejuicios contra el hombre–rebaño.
Permíteme, a propósito, que te transcriba una de las citas que atestan mis cuadernos, pues sintetiza maravillosamente lo que pienso. Su autor es un asturiano trotamundos acantonado en Guatemala, Francisco Pérez de Antón: «Un rebaño, como se sabe, está compuesto de gente despalabrada y esfínter más o menos débil. Es un hecho comprobado, además, que, en tiempos de confusión, el rebaño prefiere la servidumbre al desorden. De ahí que quienes actúan como cabras no tengan líderes sino cabrones. Y algo se nos debe de haber contagiado de esta especie cuando en el humano rebaño es tan común ese dirigente capaz de conducir a las masas hasta el borde del arrecife y, una vez allí, hacerlas saltar al agua. Eso si no se le ocurre asolar una civilización, que es algo también bastante frecuente». Dirás que es paranoico divisar tras unos benignos varones que se reúnen a almorzar una vez por semana y discuten en qué nuevo distrito levantar esas estelas de piedra caliza con la placa de metal «El Rotary Club les da la bienvenida», cuya erección pagan a escote, una ominosa depreciación en la escala humana de individuo soberano a individuo–masa. Tal vez yo exagere. Pero, no puedo descuidarme. Como el mundo avanza tan de prisa hacia la desindividualización completa, la extinción de ese accidente histórico, el reinado del individuo libre y soberano, que una serie de azares y circunstancias hiciera posible (para un número reducido de personas, desde luego, y en un número aún más reducido de países), estoy movilizado en zafarrancho de combate, con mis cinco sentidos y las veinticuatro horas del día, para demorar lo más que pueda, en lo que a mí concierne, esa derrota existencial. La batalla es a muerte y totalizadora; todo y todos participan en ella. Esas asociaciones de engordados profesionales, ejecutivos y burócratas de alto rango que, una vez por semana, comparecen a comer un menú regimentado (¿compuesto por una papa rellena, un bistecito con arroz y unos panqueques con manjarblanco, todo ello rociado con vinito tinto Tacama Reserva especial?) es una batalla ganada a favor de la robotización definitiva y el oscurantismo, un avance de lo planificado, lo organizado, lo obligatorio, lo rutinario, lo colectivo, y un encogimiento aún mayor de lo espontáneo, lo inspirado, lo creativo y lo original, que sólo son concebibles en la esfera del individuo.
¿Por lo que llevas leído recelas que, bajo mi incolora apariencia de burgués cincuentón, se embosca un hirsuto antisocial medio anarquista? ¡Bingo! Acertaste, hermanón. (Hago una broma y no resulta: la palabreja hermanón me sugiere ya la inevitable palmada en el hombro que la acompaña y la asquerosa visión de dos varones embarrigados por la cerveza y la inmoderada ingestión de picantes, colectivizándose, formando una sociedad, renunciando a sus fantasmas endovenosos y a su yo.) Es verdad: soy un antisocial en la medida de mis fuerzas, que por desgracia son flaquísimas, y resisto la gregarización en todo aquello que no pone en peligro mi supervivencia ni mis excelentes niveles de vida. Tal como lo lees. Ser individualista es ser egoísta (Ayn Rand, The Virtue of Selfishness), pero no imbécil. Por lo demás, la imbecilidad me parece respetable si es genética, heredada, no si es elegida, una deliberada toma de posición. Temo que ser rotario, igual que león, kiwani, masón, boyscout, opus, sea (perdóname) una acobardada apuesta a favor de la estupidez.
Mejor te explico este insulto, así lo atenúo y la próxima vez que los negocios de nuestras aseguradoras nos junten, no me partas la cabeza de un puñetazo (o de un patadón en la espinilla, agresión más apropiada para gentes de nuestra edad). No sé de qué manera más justa definir la institucionalización de las virtudes y los buenos sentimientos que representan esas asociaciones, que como una abdicación de la responsabilidad personal y una barata manera de adquirir buena conciencia «social» (pongo la palabra entre comillas para subrayar el desagrado que me causa). En términos prácticos, lo que hacen tú y tus colegas no contribuye a mi juicio a reducir el mal (o, si prefieres, a aumentar el bien) en ningún sentido apreciable. Los principales beneficiarios de esa generosidad colectivizada son ustedes mismos, empezando por sus estómagos, deglutidores de esos menús semanales, y sus puercas mentes, que, en esas veladas de confraternización (¡horroroso concepto!) regurgitan de placer intercambiando chismes, chistes colorados y rajando sin piedad del ausente. No estoy contra esos entretenimientos ni, en principio, contra nada que produzca placer; estoy contra la hipocresía de no reivindicar este derecho a cara descubierta, de buscar el placer disimulado bajo la coartada profiláctica de la acción cívica. ¿No me dijiste, poniendo ojos de sátiro y dándome un tincanazo pornográfico, que otra ventaja de ser rotario era que la institución proveía un pretexto semanal de primer orden para estar lejos de casa sin alarmar a la mujer? Aquí, añado otra objeción. ¿Es por reglamento o simplemente costumbre que no hay mujeres en sus filas? En los almuerzos que me has infligido, nunca vi una falda. Estoy seguro que no todos ustedes son maricones, única razón tibiamente aceptable para justificar el pantalonismo rotario (león, kiwani, boyscout, etcétera). Esta es mi tesis: ser rotario es un pretexto para pasar unos buenos ratos masculinos, a salvo de la vigilancia, servidumbre o formalidad que, según ustedes, impone la cohabitación con la mujer. Esto me parece tan anticivilizado como la paranoia de las recalcitrantes feministas que han declarado la guerra de los sexos. Mi filosofía es que en los casos inevitables de resignación al gregarismo —escuelas, trabajos, diversiones—, la mezcla de géneros (y de razas, lenguas, costumbres y creencias) es una manera de amortiguar la cretinización que conlleva el pandillismo y de introducir un elemento picante, de malicia (malos pensamientos, de los que soy resuelto practicante) en las relaciones humanas, algo que, desde mi punto de vista, las eleva estética y moralmente. No te digo que ambas cosas son, para mí, una sola, porque no lo entenderías.
Toda actividad humana que no contribuya, aun de la manera más indirecta, a la ebullición testicular y ovárica, al encuentro de espermatozoides y óvulos, es despreciable. Por ejemplo, la venta de pólizas de seguros a la que tú y yo nos dedicamos desde hace treinta años, o los almuerzos misóginos de los rotarios. Lo es todo lo que distrae del objetivo verdaderamente esencial de la vida humana, que consiste, a mi juicio, en la satisfacción de los deseos. No veo para qué otra cosa podemos estar aquí, girando como lentos trompos en el gratuito universo. Uno puede vender seguros, como tú y yo lo hemos hecho —y con bastante éxito, pues hemos alcanzado posiciones expectantes en nuestras respectivas compañías— porque era preciso comer, vestirse, abrigarse bajo un techo y alcanzar unos ingresos que nos permitieran tener y aplacar deseos. No hay ninguna otra razón válida para vender pólizas de seguros, ni tampoco para construir represas, castrar gatos o ser taquígrafo. Te oigo: ¿y si, a diferencia de ti, desquiciado Rigoberto, vendiendo pólizas de seguros contra incendios, robos o enfermedades, un hombre se realiza y goza? ¿Y, si, asistiendo a almuerzos rotarios y contribuyendo con óbolos pecuniarios a levantar letreros en las carreteras con la consigna «Despacio se va lejos» materializa sus más ardientes deseos y es feliz, ni más ni menos que tú hojeando tu colección de grabados y libros impropios para señoritas o en esas pajas mentales que son los soliloquios de tus cuadernos? ¿No tiene cada cual derecho a sus deseos? Sí, lo tiene. Pero, si los más caros deseos (la palabra más bella del diccionario) de un ser humano consisten en vender seguros y afiliarse al Rotary Club (o afines) ese bípedo es un cacaseno. El caso del noventa por ciento de la humanidad, de acuerdo. Veo que vas comprendiendo, asegurador.
¿Por tan poca cosa te santiguas? Tu señal de la cruz me insta a pasar a otro tema, que es el mismo. ¿Qué papel ocupa la religión en esta diatriba? ¿Recibe ella también las bofetadas de este renegado de la Acción Católica, ex–lector enfebrecido de San Agustín, el Cardenal Newmann, San Juan de la Cruz y Jean Guitton? Sí y no. Si soy algo en estas materias, soy agnóstico. Desconfiado del ateo y del creyente, a favor de que la gente crea y practique una fe, pues, de otro modo, no tendría vida espiritual alguna y el salvajismo se multiplicaría. La cultura —el arte, la filosofía, todas las actividades intelectuales y artísticas laicas— no reemplaza el vacío espiritual que resulta de la muerte de Dios, del eclipse de la vida trascendente, sino en una muy pequeña minoría (de la que formo parte). Ese vacío vuelve a la gente más destructora y bestial de lo que es normalmente. Al mismo tiempo que estoy a favor de la fe, las religiones en general me incitan a taparme la nariz, porque todas ellas implican el rebañismo procesionario y la abdicación de la independencia espiritual. Todas ellas coartan la libertad humana y pretenden embridar los deseos. Reconozco que, desde el punto de vista estético, las religiones —la católica, acaso, más que ninguna otra con sus hermosas catedrales, ritos, liturgias, atuendos, representaciones, iconografías, músicas— suelen ser unas soberbias fuentes de placer que halagan el ojo, la sensibilidad, atizan la imaginación y nos combustionan de malos pensamientos. Pero, en todas ellas hay emboscado siempre un censor, un comisario, un fanático y las parrillas y tenazas de la inquisición. Es cierto, también, que, sin sus prohibiciones, pecados, fulminaciones morales, los deseos —el sexual, sobre todo— no hubieran alcanzado el refinamiento que tuvieron en ciertas épocas. Pues, y esto no es teoría sino práctica, gracias a una modesta encuesta personal de limitado horizonte, afirmo que se hace mucho mejor el amor en los países religiosos que en los secularizados (mejor en Irlanda que en Inglaterra, en Polonia que en Dinamarca) y en los católicos que en los protestantes (en España o Italia mejor que en Alemania o Suecia) y que son mil veces más imaginativas, audaces y delicadas las mujeres que pasaron por colegios de monjas que las que estudiaron en colegios laicos (Roger Vailland ha teorizado al respecto en Le regard froid). Lucrecia no sería la Lucrecia que me ha colmado de una impagable felicidad, noche y día (pero, sobre todo, de noche) a lo largo de diez años, si su niñez y juventud no hubieran estado a cargo de las estrictísimas monjas del Sagrado Corazón, entre cuyas enseñanzas figuraba la de que, para una niña, sentarse con las rodillas abiertas era pecado. Estas sacrificadas esclavas del Señor, con su exacerbada suceptibilidad y casuística en materia amorosa, han ido formando a lo largo de la historia dinastías de Mesalinas. ¡Benditas sean!
¿Y, entonces? ¿En qué quedamos? Yo no sé en qué quedarás tú, querido colega (para usar otra expresión vomitable). Yo me quedo en mi contradicción, que es, también, después de todo, una fuente de placer para un espíritu díscolo e inclasificable como el mío. En contra de la institucionalización de los sentimientos y la fe, pero a favor de los sentimientos y la fe. Al margen de las iglesias, pero curioso y envidioso de ellas, y diligente aprovechador de lo que puedan prestarme para enriquecer el mundo de mis fantasmas. Te señalo que soy un desembozado admirador de esos príncipes de la Iglesia que fueron capaces de congeniar en el más alto grado la púrpura y la esperma. Rebusco mis cuadernos y encuentro, como ejemplo, aquel Cardenal sobre el que escribió el virtuoso Azorín: «Escéptico refinado, se reía a solas de la farsa en que se movía su persona, y asombrábase a ratos de que no se acabase la estupidez humana que mantenía con su dinero aquella estupenda comedia». ¿No es éste, casi, un medallón del famoso Cardenal de Bernis, embajador dieciochesco de Francia en Italia, que compartió en Venecia a dos monjas lesbianas con Giacomo Casanova (vide sus Memorias) y atendió en Roma al marqués de Sade sin saber de quién se trataba, cuando éste, prófugo de Francia por sus excesos libertinos, recorría Italia emboscado bajo la falsa identidad de Conde de Mazan?
Pero, ya veo que bostezas, porque esos nombres con que te tiroteo —Ayn Rand, Vailland, Azorín, Casanova, Sade, Bernis— son para ti unos ruidos incomprensibles, de modo que corto y pongo punto final a esta misiva (que, tranquilízate, tampoco enviaré).
Muchos almuerzos y placas, rotario.
EL OLOR DE LAS VIUDAS
En la noche húmeda, sobresaltada por la agitación del mar, don Rigoberto se despertó de golpe, bañado en sudor: las ratas innumerables del templo de Karniji, convocadas por las alegres campanillas de los brahmanes, acudían a la merienda de la tarde. Las enormes pailas, las fuentes de metal, los cuencos de madera ya habían sido llenados con trocitos de carne o con el lechoso sirope, su manjar preferido. De todos los huecos de las paredes de mármol, horadados para ellas y equipados con manojos de paja para su confort por los piadosos monjes, miles de grises roedores salían de sus nidos, ávidos. Atrepellándose, unos sobre otros, se precipitaban hacia los recipientes. Se zambullían en ellos a lamer el almíbar, mordisquear los pedazos de carne, y, los más exquisitos, a arrancar con sus blancos incisivos bocaditos de callos y durezas de los desnudos pies. Los sacerdotes las dejaban hacer, halagados de contribuir con esas sobras de su piel al placer de las ratas, encarnaciones de hombres y mujeres desaparecidos.
El templo había sido construido para ellas hacía quinientos años en ese rincón norteño del Rajastán hindú, en homenaje a Lakhan, hijo de la diosa Karniji, apuesto mancebo que se transformó en una rata gorda. Desde entonces, detrás de la imponente construcción de plateadas puertas, marmóleos pisos, muros y cúpulas majestuosos, el espectáculo tenía lugar dos veces al día. Ahí estaba ahora el brahmán–jefe, Chotu–Dan, oculto bajo las decenas de grises animales que se subían a sus hombros, brazos, piernas, espaldas, rumbo a la gran paila de almíbar a cuyas orillas estaba sentado. Pero, lo que le revolvía el estómago y tenía a punto de vomitar a don Rigoberto, era el olor. Denso, envolvente, más hiriente que la bosta de la acémila, el aliento del basural o la carroña putrefacta, el hedor de esa muchedumbre parda estaba ahora dentro de él. Recorría el envés de su cuerpo con sus venas, la transpiración de sus glándulas, se empozaba en los resquicios de sus cartílagos y el tuétano de sus huesos. Su cuerpo se había convertido en el templo de Karniji. «Estoy embutido de olor a ratas», se asustó.
Saltó de la cama en pijama, sin ponerse la bata, sólo las zapatillas, y corrió a su estudio, a ver si hojeando algún libro, escrutando un grabado, oyendo música o garabateando sus cuadernos, otras imágenes venían a exorcizar a las sobrevivientes de la pesadilla.
Tuvo suerte. En el primer cuaderno que abrió, una cita científica explicaba la variedad de anofeles cuya característica más saltante es percibir el olor de sus hembras a distancias increíbles. «Soy uno de ellos», pensó, abriendo sus narices y husmeando. «Puedo ahora mismo, si me lo propongo, oler a Lucrecia dormida en el Olivar de San Isidro, y diferenciar nítidamente las segregaciones de su cuero cabelludo, de sus axilas y de su pubis.» Pero se encontró con otro olor —benigno, literario, placentero, fantaseóse— que empezó a disipar, como el viento del amanecer la neblina nocturna, los hedores ratoniles del sueño. Un olor santo, teológico, elegantísimo, exhalado por la Introducción a la vida devota, de Francisco de Sales, en la traducción de Quevedo: «Las lámparas que tienen el olio aromático despiden de sí un más suave olor cuando las apagan la luz. Así, las viudas, cuyo amor ha sido puro en su casamiento, derraman un precioso y aromático olor de virtud de castidad, cuando su luz, esto es, su marido, es apagada por la muerte». Ese aroma de viudas castas, impalpable melancolía de sus cuerpos condenados al soliloquio físico, exhalación nostálgica de sus deseos insatisfechos, lo inquietó. Las ventanillas de su nariz afanosamente latieron, tratando de reconstruir, detectar, extraer del ambiente algún rastro de su presencia. La mera idea de ese olor de viuda lo puso en vilo. Evaporó los restos de la pesadilla, le quitó el sueño, devolvió a su espíritu una confianza saludable. Y lo llevó a pensar —¿por qué?— en esas señoras flotando entre ríos de estrellas, de Klimt, mujeres olorosas, de caras traviesas — ahí estaban Goldfish, hembra–pececito de colores y Dánae, simulando dormir y exhibiendo con simplicidad un curvilíneo culo de guitarra. Ningún pintor había sabido pintar el olor de las mujeres como el bizantino vienés; sus aéreas y cimbreadas mujeres siempre le habían entrado a la memoria, simultáneamente, por los ojos y la nariz. (Y, a propósito, ¿no era hora de comenzar a inquietarse por el desmesurado interés que ejercía sobre Fonchito el otro vienés, Egon Schiele? Tal vez, pero no en este momento.)
¿Despedía el cuerpo de Lucrecia ese santo olor salesiano desde que estaban separados? Si así fuera, aún lo quería. Pues, ese olor, según San Francisco de Sales, testimoniaba una fidelidad amorosa que trascendía la tumba. Entonces, no lo había reemplazado. Sí, aún seguía «viuda». Los rumores, infidencias, acusaciones, que llegaban hasta él —incluido el chisme de Fonchito— sobre los recién contraídos amantes de Lucrecia, eran calumnias. Su corazón se regocijó, mientras olfateaba con encarnizamiento el contorno. ¿Estaba ahí? ¿Lo había detectado? ¿Era el olor de Lucrecia? No. Era el de la noche, la humedad, los libros, los óleos, las maderas, las telas y cueros del estudio.
Trató de retrotraer del pasado y la nada, cerrando los ojos, los olores nocturnos que aspiró en esos diez años, aromas que tanto lo habían hecho gozar, perfumes que lo habían defendido contra la pestilencia y fealdad reinantes. La depresión se apoderó de él. Vinieron a consolarlo unos versos de Neruda, al volver una página de ese mismo cuaderno:
Y por verte orinar, en la oscuridad, en el fondo de la casa, como vertiendo una miel delgada, trémula, argentina, obstinada, cuántas veces entregaría este coro de sombras que poseo, y el ruido de espadas inútiles que se oye en mi alma…
¿No era extraordinario que el poema de esos versos se llamara Tango del viudo? Sin transición, divisó a Lucrecia, sentada en la taza del excusado, y escuchó el alegre chapaleo de su pipí en el fondo del recipiente, que lo recibía cascabeleando agradecido. Por supuesto, silencioso, acuclillado en el rincón, absorto, místicamente concentrado, escuchando y oliendo, ahí estaba también el feliz beneficiario de aquella emisión y aquel concierto líquido: ¡Manuel de las prótesis! Pero, en eso apareció Gulliver, salvando a la Emperadora de Lilliput de su palacio en llamas con una espumosa meada. Pensó en Jonathan Swift, que vivió obsesionado con el contraste entre la belleza del cuerpo y las horribles funciones corporales. El cuaderno recordaba cómo, en su poema más famoso, un amante explica por qué decidió abandonar a su amada, con estos versos:
Nor wonder how I lost my wits; Oh! Celia, Celia, Celia shits
«Qué estúpido», sentenció. Lucrecia también shited y eso, en vez de degradarla, la realzaba a sus ojos y narices. Por unos segundos, con la primera sonrisa de la noche dibujada en su cara, su memoria aspiró los vapores reminiscentes del paso de su exmujer por el cuarto de baño. Aunque ahora se entremetía allí el sexólogo Havelock Ellis, cuya más recóndita felicidad era, según el cuaderno, escuchar a su amada licuar, proclamando en su correspondencia que el día más feliz de su vida había sido aquel en que su complaciente mujer, amparada en las vueludas faldas victorianas que la arropaban, orinó para él entre inadvertidos paseantes, irreverentemente, a los pies del Almirante Nelson, observada por los monumentales leones de piedra de Trafalgar Square.
Pero Manuel no había sido un poeta como Neruda, ni un moralista como Swift, ni un sexólogo como Ellis. Apenas, un castrado. ¿O, más bien, un eunuco? Diferencia abismal, entre esos dos negados para la fecundación. Uno tenía todavía falo y erección y el otro había perdido el adminículo y la función reproductora y lucía un pubis liso, curvo y femenil. ¿Qué era Manuel? Eunuco. ¿Cómo había podido Lucrecia concederle aquello? ¿Generosidad, curiosidad, compasión? ¿O, vicio y morbo? ¿O, todas esas cosas combinadas? Ella lo había conocido antes del célebre accidente, cuando Manuel ganaba campeonatos motociclísticos enfundado en un casco rutilante y un buzo de plástico, encaramado sobre un equino mecánico de tubos, manubrio y ruedas, de nombre siempre japonés (Honda, Kawasaki, Suzuki o Yamaha), catapultándose a sí mismo con ruido de pedo ensordecedor a campo traviesa —lo llamaban motocross—, aunque también solía participar en galimatías como Trail y Enduro, esta última prueba de sospechosas reminiscencias albigenses— a doscientos o trescientos kilómetros por hora. Sobrevolando acequias, trepando cerros, alborotando arenales y saltando rocas o abismos, Manuel ganaba trofeos y salía retratado en los periódicos descorchando botellas de champagne y con modelos que besuqueaban sus mejillas. Hasta que, en una de esas exhibiciones de acendrada estupidez, voló por los aires, luego de ascender como bólido una colina equivocada, tras cuya cumbre lo esperaba, no, como él, incauto, creía, un sedante tobogán de amortiguadoras arenas, sino un precipicio con rocas. Se precipitó en él, gritando una palabrota arcaica —¡Ojete!— cuando volaba montado en su corcel de metal rumbo a las profundidades, a cuyo fondo llegó segundos después sonoramente, en un estruendo de huesos y fierros que se machacaban, rompían y astillaban. ¡Milagro! Su cabeza quedó intacta; sus dientes, completos; su visión y su audición, sin daño alguno; el uso de sus extremidades, algo resentido a causa de los huesos quebrados y los músculos desgarrados y tundidos. El pasivo quedó compensatoriamente concentrado en su genital, que monopolizó las averías. Tuercas, clavos y punzones perforaron sus testículos pese al elástico suspensor que los guarnecía e hicieron de ellos una sustancia híbrida, entre la melcocha y la ratatouille, en tanto que el peciolo de su virilidad fue cercenado de raíz por algún material cortante que tal vez —ironías de la vida— no provino de la moto de sus amores y triunfos. ¿Qué lo castró, entonces? El grueso crucifijo punzo–cortante que llevaba encima para convocar la protección divina cuando perpetraba sus proezas motociclísticas.
Los diestros cirujanos de Miami soldaron sus huesos, estiraron lo que se había encogido y encogieron lo que se había estirado, zurcieron lo desgarrado y le construyeron, disimulándolo con pedazos de carne arrancados a su glúteo, un genital artificial. Andaba siempre tieso, pero era pura pinta, una armazón de piel sobre una prótesis de plástico. «Mucha presencia y pocas nueces, o, para ser matemático, ninguna nuez», se encarnizó don Rigoberto. Le servía sólo para orinar, mas ni siquiera a voluntad, sino cada vez que tomaba algún líquido, y como el pobre Manuel no tenía la menor potestad para que ese constante escurrir de sus líquidos no empapara sus fundillos, llevaba colgada, a modo de sombrerito o estrambote, una bolsita de plástico que recogía sus aguas. Salvo esta inconveniencia, el eunuco llevaba una vida muy normal y —cada loco con su tema— todavía enfeudada con las motocicletas.
—¿Vas a ir a visitarlo otra vez? —preguntó don Rigoberto, algo amoscado.
—Me ha invitado a tomar el té y, ya sabes, es un buen amigo al que le tengo mucha pena —le explicó doña Lucrecia—. Si te molesta, no voy.
—Anda, anda —se disculpó él—. ¿Después me cuentas?
Se habían conocido de chicos. Formaban parte del mismo barrio y fueron enamorados cuando estaban en el colegio y ser enamorados consistía en pasearse de la mano los domingos después de misa de once en el Parque Central de Miraflores, y en el Parquecito Salazar luego de una matiné sincopada de besos y algún manoseo tímido y gentil en la platea. Y, habían sido novios, cuando Manuel cometía sus hazañas rodantes, salía retratado en las páginas deportivas y las chicas bonitas se morían por él. Su mariposeo sentimental hartó a Lucrecia, que rompió el noviazgo. Dejaron de verse hasta el accidente. Ella fue a visitarlo al hospital, llevándole una caja de Cadbury. Reanudaron una relación, ahora sólo amistosa —así lo había creído don Rigoberto, hasta descubrir la líquida verdad— que continuó luego del matrimonio de doña Lucrecia.
Don Rigoberto lo había divisado alguna vez, detrás de los cristales de su floreciente negocio de compra y venta de motos importadas de Estados Unidos y Japón (a las jeroglíficas marcas niponas había adosado las estadounidenses Harley Davidson y Triumph y la germana B.M.W.), a orillas del zanjón, casi llegando a Javier Prado. No volvió a participar en campeonatos como corredor, pero, con obvio sadomasoquismo, siguió vinculado a ese deporte como promotor y patrocinador de esas masacres y carnicerías vicarias. Don Rigoberto lo veía aparecer en los noticieros de televisión bajando una ridicula bandera a cuadritos, con aire de estar dando el arranque a la primera guerra mundial; en las líneas de partida o de llegada de las carreras o entregando una copa bañada en falsa plata al vencedor. Ese desplazamiento de participante a auspiciador de eventos, aplacaba —según Lucrecia— la viciosa atracción del castrado por las aparatosas motocicletas.
¿Y lo otro? ¿La otra ausencia? ¿La aplacaba algo, alguien? En las periódicas tardes en que solían conversar, tomando té con pastelitos, Manuel mantenía una notable discreción sobre el asunto, que Lucrecia, por supuesto, no cometía la imprudencia de mencionar. Sus conversaciones eran chismográficas, reminiscentes de una niñez miraflorina y juventud sanisidrina, de los antiguos compañeros de barrio que se casaban, descasaban, recasaban, enfermaban, engendraban y a veces morían, salpicadas de comentarios de actualidad sobre la última película, el último disco, el baile de moda, el matrimonio o la quiebra catastrófica, la estafa recién descubierta o el último escándalo de drogas, cuernos o sida. Hasta que un día —las manos de don Rigoberto pasaban rápido las hojas del cuaderno en pos de una anotación que correspondiera a la secuencia de imágenes ya claramente en movimiento en su mente febril— doña Lucrecia había descubierto su secreto. ¿Lo había descubierto, de verdad? ¿O Manuel se arregló para que ella lo creyera, cuando, en verdad, no hacía más que meter el pie en la trampa que le tenía preparada? El hecho es que un día, tomando el té en su casa de La Planicie, rodeados de eucaliptos y laureles, Manuel hizo pasar a Lucrecia a su recámara. ¿El pretexto? Mostrarle una fotografía de un partido de vóley en el Colegio San Antonio de hacía muchos años. Allí se había llevado ella la mayúscula sorpresa. ¡Un estante entero de libros dedicados al escalofriante tema de la castración y los eunucos! ¡Una biblioteca especializada! En todas las lenguas, y, sobre todo, aquellas que no entendía Manuel, que sólo dominaba el español en su variante peruana, y, más precisamente, miraflorino–sanisidrina. ¡Y una colección de discos y C.D. con aproximaciones o simulaciones de la voz de los castrati!
—Se ha vuelto un especialista en el tema —le contó a don Rigoberto, excitadísima con el descubrimiento.
—Por razones obvias —dedujo él.
¿Había sido aquello parte de la estrategia de Manuel? La cabezota de don Rigoberto asintió, en el pequeño círculo de la lamparilla. Naturalmente. Para crear una intimidad escabrosa, una complicidad en lo prohibido que le permitiera, luego, implorar el temerario favor. Le había confesado —¿simulando cortedad, con vacilaciones de tímido?, así mismo— que, desde la brutal cirugía, el tema lo había ido obsesionando, hasta tornarse la preocupación central de su existencia. Se había convertido en un gran conocedor, capaz de perorar horas sobre aquello, abordándolo en sus aspectos históricos, religiosos, físicos, clínicos, psicoanalíticos. (¿Habría oído hablar el ex–motociclista del vienés del diván? Antes, no; después, sí, y hasta había leído algo de él, aunque sin entender una palabra.) En conversaciones que los hundían a ambos cada vez más en una entrañable sociedad en el curso de esas, en apariencia, inocentes reuniones a la hora del té, Manuel explicó a Lucrecia la diferencia entre el eunuco, variante principalmente sarracena practicada desde el medioevo con los guardianes en los serrallos, a quienes la ablación inmisericorde de falo y testículos volvía castos, del castrado, versión occidental, católica, apostólica y romana, que consistía en privar sólo de los mellizos —dejando en su sitio lo demás— a la víctima de la operación, a quien no se quería privar de la cópula, sino, simplemente, impedir la transformación de la voz del niño que, al llegar a la adolescencia, baja una octava. Manuel contó a Lucrecia la anécdota, que ambos habían festejado, del castrati Cortona, quien escribió al Pontífice Inocencio XI pidiéndole permiso para casarse. Alegaba que la castración lo había dejado indemne para el refocilo. Su Santidad, que no tenía nada de inocente, de puño y letra escribió al margen de la solicitud: «Que le castren mejor». («Esos eran Papas», se alegró don Rigoberto.)
Él, él, Manuel, as de las motos, en sus invitaciones a tomar el té y posando de hombre moderno que criticaba a la Iglesia, había explicado a Lucrecia que la castración sin ánimo belicoso, con objetivos artísticos, empezó a practicarse en Italia desde el siglo XVII, por la prohibición eclesial a que hubiera voces femeninas en las ceremonias religiosas. Esta censura creó la necesidad del híbrido, el varón de voz feminizada («voz caprina» o «falsete» «entre vibrante y tremolante», explicaba en el cuaderno el experto Carlos Gómez Amat) algo posible de fabricar, mediante una cirugía que Manuel describió y documentó, entre tazas de té y alfajores. Había la manera primitiva, sumergir a los niños de buena voz en agua helada para controlar la hemorragia y chancárselos con piedras de amasar («¡Ay, ay!» gritó don Rigoberto, olvidado de las ratas y la mar de divertido) y la sofisticada. A saber: el cirujano–barbero, anestesiando al niño con láudano, con su navaja recién afilada le abría la ingle y tiraba de allí las tiernas preseas. ¿Qué efectos producía la operación a los niños cantores que sobrevivían? La obesidad, el ensanchamiento torácico y una voz aguda potente, así como un sostenido inusual; algunos castrati, como Farinelli, emitían arias sin respiro por más de un minuto. En la sosegada oscuridad del estudio, rumor marino al fondo, don Rigoberto estuvo oyendo, más entretenido y curioso que gozoso, la vibración de aquellas cuerdas vocales que, en un agudo delgadísimo, se prolongaba indefinida, como una larga herida en la noche barranquina. Ahora sí, olió a Lucrecia.
«Manuel de las prótesis, envenenado de la muerte», pensó poco después, contento con su hallazgo. Pero, inmediatamente recordó que citaba. ¿Envenenado de la muerte? Mientras sus manos buscaban en el cuaderno, su memoria rehacía el humoso y apretado local de la peña criolla donde Lucrecia lo arrastró aquella noche insólita. Había sido una de las pocas memorables inmersiones en el mundo nocturno de la diversión, en el extraño país al que vendía pólizas de seguros, administrativamente el suyo, contra el que había levantado este enclave y del que, a fuerza de discretos pero monumentales esfuerzos, había conseguido saber muy poco. Ahí estaban los versos del vals Desdén:
Desdeñoso, semejante a los dioses yo seguiré luchando por mi suerte sin escuchar las espantadas voces de los envenenados de la muerte.
Sin la guitarra, el cajón y la sincopada voz del cantante, algo de la audacia lúgubre y narcisista del bardo compositor se perdía. Pero, aun sin la música, se preservaban la genial vulgaridad y la misteriosa filosofía. ¿Quién había compuesto este vals criollo «clásico», como lo había calificado Lucrecia cuando quiso averiguarlo? Lo averiguó: era chiclayano y se llamaba Miguel Paz. Imaginó un criollito montaraz y noctámbulo, de bufanda al cuello y guitarra al hombro, que daba serenatas y amanecía en los antros del folclore entre virutas y vómitos, la garganta rota de cantar toda la noche. En todo caso, bravo. Ni Vallejo y Neruda combinados habían producido nada comparable a estos versos, que, además, se bailaban. Le sobrevino una risita y volvió a capturar a Manuel de las prótesis, que se le estaba escapando.
Había sido después de muchas conversaciones vespertinas regadas de té, luego de haber volcado sobre doña Lucrecia su enciclopédica información sobre eunucos turcos y egipcios y castrati napolitanos y romanos, que el ex–motociclista («Manuel de las prótesis, Pipí perpetuo, el Húmedo, el Goteante, el del Sombrerillo, la Bolsa Líquida», improvisó don Rigoberto, con un humor que mejoraba cada segundo) había dado el gran paso.
—¿Y, cuál fue tu reacción, cuando te contó eso?
Acababan de ver, en la televisión del dormitorio, Senso, un hermoso melodrama stendhaliano de Visconti, y don Rigoberto tenía a su esposa sobre sus rodillas, ella en camisón de dormir y él en pijama.
—Me quedé lela —repuso doña Lucrecia—. ¿Crees que es posible?
—Si te lo contó destrozándose las manos y con llanto, debe serlo. ¿Por qué te mentiría?
—Claro, no había ninguna razón —ronroneó ella, retorciéndose—. Si me sigues besando así en el cuello, grito. Lo que no entiendo, es por qué me contaría eso.
—Era el primer paso —la boca de don Rigoberto fue escalando el tibio cuello hasta llegar a la oreja, que también besó—: El siguiente, será pedirte que lo dejes verte o, por lo menos, oírte.
—Me lo contó porque le hizo bien compartir su secreto —trató de apartarlo doña Lucrecia y el pulso de don Rigoberto se desquició—. Saber que yo sé, lo hizo sentirse menos solo.
—¿Apostamos que en el próximo té te lo propone? —insistió en besarle despacito la oreja su marido.
—Me iría de su casa dando un portazo —se revolvió en sus brazos doña Lucrecia, decidiéndose también a besarlo—. Y no volvería más.
No había hecho ninguna de esas cosas. Manuel de las prótesis se lo había pedido con tanta humildad servil y llanto de víctima, con tantas excusas y atenuantes, que ella no había tenido el valor (¿ni tampoco las ganas?) de ofenderse. ¿Habría dicho «¿Te olvidas que soy una señora decente y casada?» No. ¿Acaso, «Estás abusando de nuestra amistad y destruyendo el buen concepto que tenía de ti» ? Tampoco. Se contentó con tranquilizar a Manuel, quien, pálido, avergonzado, le rogaba que no fuera a tomarlo mal, a enojarse, a privarlo de su amistad tan querida. Una operación de alta estrategia y exitosa, pues, apiadada con tanto psicodrama, Lucrecia volvió a tomar el té con él —don Rigoberto sintió agujas de acupunturista en las sienes— y terminó por darle gusto. El envenenado de la muerte oyó esa argentina música, fue embriagado por el líquido arpegio. ¿Sólo oyendo? ¿No habría sido, también, viendo?
—Te juro que no —protestó doña Lucrecia, abrigándose contra él y hablándole a su pecho—. En la más absoluta oscuridad. Fue mi condición. Y la cumplió. No vio nada. Oyó.
En la misma posición, habían visto un vídeo de Carmina Burana, en la Ópera de Berlín, dirigida por Seiji Osawa y los coros de Pekín.
—Puede ser —replicó don Rigoberto, la imaginación atizada por los latines vibrantes de los coros (¿habría castrati entre esos coristas de ojos rasgados?)—. Pero, también, que Manuel haya desarrollado de manera extraordinaria su visión. Y que, aunque no lo vieras, él sí te viera.
—Puestos a hacer conjeturas, todo es posible —discutió todavía, aunque sin mucha convicción, doña Lucrecia—. Pero, si vio, sería apenas, nada.
El olor estaba allí y no había duda posible: corporal, íntimo, ligeramente marino y con reminiscencias frutales. Cerrando los ojos, lo aspiró con avidez, sus narices muy abiertas. «Estoy oliendo el alma de Lucrecia», pensó, enternecido. El alegre chapaleo del chorrito en la taza no dominaba aquel aroma, apenas matizaba con un toque fisiológico lo que era una exhalación de recónditos humores glandulares, transpiraciones cartilaginosas, secreción de músculos que se adensaban y confundían en un efluvio espeso, valiente, doméstico. A don Rigoberto le recordó los momentos más remotos de su niñez —un mundo de pañales y talcos, vómitos y excrementos, colonias y esponjas embebidas de agua tibiecita, una teta pródiga— y las noches anudadas con Lucrecia. Ah, sí, qué bien comprendía al motociclista cercenado. Pero, no era indispensable ser émulo de Farinelli ni haber pasado por el trámite de la prótesis para asimilar esa cultura, convertirse a esa religión, y, como el envenenado Manuel, como el viudo de Neruda, como tantos anónimos exquisitos del oído, el olfato, la fantasía (pensó en el Primer Ministro de la India, el nonagenario Rarji Desai, que leía sus discursos con pausas para beber traguitos de su propio pipí; «¡ah, si hubiera sido el de su esposa!»), sentirse transportado al cielo, viendo y oyendo al acuclillado o sentado ser querido interpretando esa ceremonia, en apariencia anodina, funcional, de vaciar una vejiga, sublimada en espectáculo, en danza amorosa, en prolegómeno o posdata (para el decapitado Manuel, sucedáneo) del acto del amor. A don Rigoberto se le llenaron los ojos de lágrimas. Redescubrió el terso silencio de la noche barranquina y la soledad en que se hallaba, entre grabados y libros autistas.
—Lucrecia querida, por lo que más quieras —rogó, imploró, besando los cabellos sueltos de su amada—. Orina también para mí.
—Primero, tengo que comprobar que, cerrando puertas y ventanas, el baño queda totalmente a oscuras —dijo doña Lucrecia, con pragmatismo de albacea—. Cuando sea el momento, te llamaré. Entrarás sin ruido, para no cortarme. Te sentarás en el rincón. No te moverás ni dirás palabra. Para entonces, los cuatro vasos de agua empezarán a hacer su efecto. Ni una exclamación, ni un suspiro, ni el menor movimiento, Manuel. Caso contrario, me iré y no pisaré más esta casa. Puedes quedarte en tu rincón mientras me seco y arreglo el vestido. En el momento de salir, acércate, arrastrándote, y, en agradecimiento, bésame los pies.
¿Lo había hecho? Seguramente. Se habría arrastrado hasta ella por el suelo embaldosado y acercado su boca a sus zapatos con gratitud perruna. Luego, se lavaría manos y cara y, con los ojos mojados, habría ido a reunirse con Lucrecia a la sala, a decirle, untuoso, que le faltaban las palabras, lo que había hecho por él, la inconmensurable felicidad. Y, abrumándola de alabanzas, le contaría que, en realidad, era así desde chico, no sólo desde su salto al precipicio. El accidente le había permitido asumir como su única fuente de placer lo que, antes, le producía una vergüenza tan grande que se lo ocultaba a los demás y a sí mismo. Todo había comenzado de muy niño, cuando dormía en el cuarto de su hermanita y la niñera se levantaba a medianoche a botar los líquidos. No se molestaba en cerrar la puerta; él oía clarísimo el chorrito susurrante, cristalino, rebotante, que lo arrullaba y hacía sentirse un angelito en el cielo. Era el más bello, el más musical, el más tierno recuerdo de su infancia. ¿Ella lo comprendía, no es cierto? La magnífica Lucrecia lo comprendía todo. Nada la espantaba en la laberíntica madeja de los caprichos humanos. Manuel lo sabía; por eso, la admiraba, y por eso se atrevió a pedírselo. Sin la tragedia motociclista, nunca lo habría hecho. Porque su vida había sido, hasta el vuelo de su moto hacia el abismo rocoso, en lo que se refiere al amor y al sexo, una pesadilla. Lo que de veras lo enardecía, era algo que nunca se atrevió a pedir a las chicas decentes, sólo a negociarlo con prostitutas. Y, aun pagándolo, cuántas humillaciones soportó, risas, burlas, miraditas despectivas o irónicas que lo cohibían y hacían sentirse una basura.
Ésa era la razón por la que había roto con tantas enamoradas. A todas les faltó darle ese premio extraordinario que doña Lucrecia acababa de concederle: el chorrito de pis. Una carcajada conmiserativa sacudió a don Rigoberto. ¡Pobre infeliz! Quién se hubiera imaginado, entre las esculturales bellezas que salían, se reían y se enamoraban con el astro deportivo, que la luminaria del motorcross, el jinete de acero, no quería acariciarlas, desnudarlas, besarlas ni penetrarlas: apenas, oírlas en el mingitorio. ¡Y la noble, la magnánima Lucrecia había meado para el damnificado Manuel! Esa micción quedaría grabada en su memoria como las gestas heroicas en los libros de historia, como los milagros en los santorales. ¡Lucrecia querida! ¡Lucrecia condescendiente con las debilidades humanas! ¡Lucrecia, nombre romano que quería decir afortunada! ¿Lucrecia? Sus manos pasaban rápidamente las páginas del cuaderno y no tardó en aparecer la referencia:
«Lucrecia, dama romana, famosa por su hermosura y virtud. Fue violada por Sexto Tarquino, hijo del rey Tarquino el soberbio. Luego de contar a su padre y a su esposo el ultraje e incitarlos a vengarla, se mató en su presencia, clavándose un puñal en el pecho. El suicidio de Lucrecia desencadenó la expulsión de los Reyes de Roma y la instauración de la República, en el año 509 antes de Cristo. La figura de Lucrecia se convirtió en símbolo del pudor y de la honestidad y, sobre todo, de la esposa honesta.»
«Es ella, es ella», pensó don Rigoberto. Su mujer podía provocar cataclismos históricos y perennizarse como símbolo. ¿De la esposa honesta? Entendiendo la honestidad en un sentido no cristiano, por supuesto. ¿Qué esposa habría compartido con tanta devoción las fabulaciones de su marido como lo había hecho ella? Ninguna. ¿Y lo de Fonchito? Bueno, mejor contornear esas arenas movedizas. Por último, ¿no había quedado todo en familia? ¿Habría hecho ella lo mismo que la matrona romana, al ser violada por Sexto Tarquino? Un hielo atravesó el corazón de don Rigoberto. Con una mueca de espanto, se esforzó por alejar la imagen de Lucrecia tendida en el suelo con el corazón atravesado por un puñal. Para conjurarla, retrotrajo al motociclista encandilado por la destilación de las vejigas hembras. ¿Sólo hembras? ¿O, también machos? ¿Lo soliviantaba por igual el espectáculo de un caballero surtidor?
—Nunca —confesó Manuel de inmediato, con acento tan sincero que doña Lucrecia le creyó.
Bueno, tampoco era cierto que su vida hubiera sido sólo una pesadilla por culpa de esa necesidad (¿cómo llamarla para no decir vicio?). Coloreando el desértico panorama de insatisfacciones y frustraciones, hubo momentos balsámicos, efervescentes, deparados casi siempre por el azar, modestas compensaciones a su angustia. Por ejemplo, aquella lavandera cuya cara Manuel recordaba con el afecto con que se recuerda a esas tías, abuelas o madrinas más ligadas a la calidez de la infancia. Venía a lavar la ropa, un par de veces por semana. Debía padecer de cistitis porque, a cada momento, corría del lavadero o la tabla de planchar al bañito de servicio, junto al repostero. Y allí estaba el niño Manuel, siempre alerta, encaramado en el entretecho, la cara aplastada contra el suelo, aguzando el oído. Venía el concierto, la cascada rumorosa y cuantiosa, una verdadera inundación. Esa mujer era una vejiga futbolística, un embalse vivo, dado el ímpetu, abundancia, frecuencia y sonoridad de sus micciones. Una vez — doña Lucrecia vio dilatarse golosamente las pupilas del motociclista de la prótesis—, Manuel la había visto. Sí, visto. Bueno, no entera. En un acto de audacia, por el enrejado del jardín se izó hasta el tragaluz del bañito de servicio y, por unos gloriosos segundos, sosteniéndose en el aire, divisó la mata de cabellos, los hombros, las piernas con medias de lana y los zapatos sin taco, de la mujer sentada en la taza que se desaguaba con bulliciosa indiferencia. ¡Ay, qué alegría!
Había habido, también, la americana aquella, rubia, bronceada, ligeramente varonil, siempre en botas y sombrero cowboy, que vino a participar en La vuelta de los Andes. Era una motociclista tan arriesgada que casi la ganó. Pero, Manuel no recordaba tanto su destreza con la máquina (Harley Davidson, por supuesto) sino sus maneras despercudidas, su falta de remilgos, que le permitía, en las etapas, compartir los cuartos de dormir con los pilotos y bañarse delante de ellos si no había más que un baño y hasta entrar al excusado y hacer sus necesidades sin incomodarse si en la misma habitación, separados por un tabique, había varios motociclistas. ¡Qué días! Manuel había vivido una crepitación crónica, una prolongada erección del órgano ido, escuchando aquellos desahogos líquidos de la emancipada Sandy Canal que convirtieron aquella competencia, para él, en fiesta interminable. Pero, ni la lavandera ni Sandy ni ninguna de las experiencias casuales o mercenarias de su mitología, se podía comparar con la de ahora, superlativa gracia, maná licuante, con que lo había hecho sentirse un dios doña Lucrecia.
Don Rigoberto sonrió, satisfecho. No había ninguna rata por las cercanías. El templo de Karniji, sus brahmanes, ejércitos de roedores y las pailas de almíbar, estaban allende los océanos, continentes y selvas. Él, aquí, solo, en la noche que terminaba, en su refugio de grabados y cuadernos. Había indicios de amanecer en el horizonte. Hoy también estaría bostezando en la oficina. ¿Olía a algo? El olor a la viuda se había disipado. ¿Oía algo? Las olas, y, perdido entre ellas, el cascabeleo de una señora haciendo pis.
«Yo —pensó sonriente— soy un hombre que se lava las manos, no después, sino antes de orinar».
MENÚ DIMINUTIVO
Ya sé que te gusta comer poquito y sanito, pero riquito, y estoy preparadita para complacerte también en la mesita.
En la mañanita iré al mercado y compraré la lechecita más fresquita, el pancito recién horneadito y la naranjita más chaposita. Y te despertaré con la bandejita del desayuno, una florcita fragante y un besito. «Aquí está su juguito sin pepitas, sus tostaditas con mermeladita de fresita y su cafecito con leche sin azuquítar, señorcito.»
Para tu almuercito, sólo una ensaladita y un yogurcito, como te gusta. Lavaré las lechuguitas hasta que brillen y cortaré los tomatitos artísticamente, inspirándome en los cuadritos de tu biblioteca. Los aderezaré con aceitito, vinagrito, gotitas de mi salivita y, en vez de salcita, mis lagrimitas.
En las nochecitas, cada día una de tus preferencias (tengo menucitos para un añito, sin repetirse ni una sola vececita). Olluquitos con charquicito, frejolitos colados, pepiancito, causita, caucaucito, sequito de lomito y de chabelito, bistecito a la chorrillana, cevichito de corvina, chupecito de camarones o a la limeña, arrocito con patito, arrocito tapadito, tacutacucito, rocotitos rellenitos, ajicito de gallina. Pero, mejor paro, para no abrirte el apetito. Y, por supuesto, tu vasito de vinito tinto o una cervecita bien heladita, a escoger.
De postre, los guargüeritos de la abuelita, suspiritos a la limeña, frituritas con miel, sopaipillitas, buñuelitos, peditos de monja, mazapancitos, rosquillitas, quesito helado, melcochitas, turroncitos de doña Pepa, mazamorrita morada y pastelitos de higo con requesoncito.
¿Me aceptas como tu cocinerita? Soy limpiecita, pues por lo menos dos veces al día me doy un bañito. No masco chiclecitos, ni fumo cigarritos, ni tengo vellitos en las axilas y mis manitas y patitas son tan perfectas como mis tetitas y mi pompis. Trabajaré todas las horas que haga falta para tener bien contentitos a tu paladar y a tu pancita. Si hace falta, también te vestiré, desvestiré, jabonaré, afeitaré, cortaré las uñitas y limpiaré cuando hagas el dos. En las noches, te abrigaré con mi cuerpito para que en la camita no tengas friecito. Además de hacer tus comiditas, seré tu valecito, tu estufita, tu maquinita de afeitar, tu tijerita y tu papelito higiénico.
¿Me aceptas, señorcito?
Tuyita, tuyita, tuyita, La cocinerita sin juanetes
VI. EL ANÓNIMO
En vez de enojada, como la noche anterior al irse a la cama con el arrugado papel en el puño, la señora Lucrecia despertó de buen humor y complacida. La rondaba una sensación ligeramente voluptuosa. Estiró la mano y cogió la misiva garabateada con letras de imprenta, en un papel granulado color azul pálido, agradable al tacto.
«Frente al espejo, sobre una cama o sofá…» Disponía de una cama, no de sedas de la India pintadas a mano ni de un batik indonesio, así que incumpliría esa exigencia del amo sin rostro. Eso sí, podía satisfacerlo tumbándose de espaldas, desvestida, los cabellos sueltos, encoger la pierna, alojar la cabeza en pensar que era la Dánae de Klimt (aunque no se lo creyera) y simular que dormía. Y, desde luego, podía mirarse en el espejo diciéndose: «Soy gozada y admirada, soy soñada y amada». Con una sonrisita burlona y unos ojos cuyos brillos de luciérnaga repetía el espejo del tocador, apartó las sábanas y jugó a seguir las instrucciones. Pero, como sólo se veía la mitad del cuerpo, no supo si alcanzaba a imitar con alguna verosimilitud la postura del cuadro de Klimt que el corresponsal fantasma le había enviado en una tosca reproducción de carta postal.
Mientras tomaba el desayuno, conversando distraídamente con Justiniana, y, luego, bajo la ducha y en tanto se vestía, sopesó una vez más las razones para dar un nombre y un rostro al autor de la carta. ¿Don Rigoberto? ¿Fonchito? ¿Y si fuera algo tramado por ambos? ¡Qué absurdo! No, no tenía pies ni cabeza. La lógica la inclinaba a pensar en Rigoberto. Una manera de hacerle saber que, pese a lo pasado y a la separación, la tenía siempre presente en sus delirios. Una manera de sondear la posibilidad de una reconciliación. No. Aquello había sido demasiado duro para él. Nunca sería capaz de amistarse con la mujer que lo engañó con su propio hijo, en su propia casa. Ese gusanito rancio, el amor propio, se lo prohibía. Entonces, si el anónimo no lo había enviado su exmarido, el autor era Fonchito. ¿No tenía la misma fascinación por la pintura que su padre? ¿La misma buena o mala costumbre de entreverar la vida de los cuadros con la verdadera? Sí, había sido él. Además, se había delatado, metiendo a Klimt. Le haría saber que lo sabía y lo avergonzaría. Esta misma tarde.
A doña Lucrecia se le hicieron larguísimas las horas de espera. Sentada en la salita comedor, miraba el reloj, temerosa de que, hoy, precisamente, fuera a faltar. «Dios mío, señora, parece como si su enamorado viniera a visitarla por primera vez», se chanceó Justiniana. Ella se ruborizó, en lugar de festejarla. Apenas se apareció, con su bella carita y el delicado cuerpecillo embutido en las desordenadas prendas del uniforme de colegio, y tiró sobre la alfombra su bolsón y la saludó besándola en la mejilla, doña Lucrecia le lanzó esta advertencia:
—Tú y yo tenemos que hablar de algo muy feo, caballerito.
Vio la expresión intrigada y los ojos azules que se abrían, inquietos. Se había sentado frente a ella, con las piernas cruzadas. Doña Lucrecia notó que tenía suelto uno de los pasadores de sus zapatos.
—¿De qué, madrastra?
—De una cosa muy fea —repitió, mostrándole la carta y la postal—. De lo más cobarde y sucio que existe: mandar anónimos.
El niño no palideció, ni enrojeció, ni pestañó. Siguió mirándola, curioso, sin el menor desconcierto. Ella le alcanzó la carta y la postal y no le quitó los ojos de encima mientras Fonchito, muy serio, una puntita de lengua entre los dientes, leía el anónimo como deletreando. Sus despiertos ojitos volvían sobre las líneas, una y otra vez.
—Hay dos palabras que no entiendo —dijo, por fin, bañándola con su mirada transparente—. Helena y batik. Una chica en la Academia se llama Helena. Pero, aquí está usada en otro sentido ¿no? Y, nunca he oído batik. ¿Qué quieren decir, madrastra?
—No te hagas el idiota —se molestó doña Lucrecia—. ¿Por qué me has escrito esto? ¿Creías que no iba a darme cuenta de que eras tú?
Se sintió algo incómoda con el desconcierto, ahora sí muy explícito, de Fonchito, quien, luego de mover un par de veces la cabeza, perplejo, volvió a llevarse a los ojos el anónimo y a leerlo, moviendo los labios en silencio. Y se sintió totalmente sorprendida cuando, al levantar el niño la cabeza, vio que sonreía de oreja a oreja. Con alegría desbordante, alzó los brazos, saltó sobre ella y la abrazó, lanzando un gritito de triunfo:
—¡Ganamos, madrastra! ¿No te das cuenta?
—De qué debo darme cuenta, geniecillo —lo apartó.
—Pero, madrastra —la miraba con ternura, compadeciéndola—. Nuestro plan, pues. Está resultando. ¿No te dije que había que ponerlo celoso? Alégrate, vamos muy bien. ¿No quieres amistarte con mi papá?
—No estoy nada segura de que este anónimo sea de Rigoberto —vaciló doña Lucrecia—. Yo, más bien, sospecho de ti, mosquita muerta.
Se calló, porque el niño se reía, mirándola con la benevolencia cariñosa que merece un pobre de espíritu.
—¿Tú sabes que Klimt fue el maestro de Egon Schiele? —exclamó de pronto, adelantándose a una pregunta que ella tenía en los labios—. Lo admiraba. Lo pintó en su lecho de muerte. Un carboncillo muy bonito, Agonía, de 1912. También pintó, ese año, Los ermitaños, donde él y Klimt aparecen con hábitos de monjes.
—Estoy convencida que lo escribiste tú, revejido que sabes tanto —volvió a sublevarse doña Lucrecia. Se sentía dividida por conjeturas contradictorias y la irritaba la cara despreocupada de Fonchito y que hablara tan contento de sí mismo.
—Pero, madrastra, en vez de ser tan mal pensada, alégrate. Esta cartita te la manda mi papá para que sepas que ya te perdonó, que quiere amistarse. Cómo no te das cuenta.
—Tonterías. Es un anónimo insolente y un poco cochino, nada más.
—No seas tan injusta —protestó el niño, con vehemencia—. Te compara con un cuadro de Klimt, dice que cuando pintó a esa chica estaba adivinando cómo serías. ¿Dónde está la cochinada? Es un piropo muy bonito. Una manera que ha buscado mi papá de ponerse en contacto contigo. ¿Le vas a contestar?
—No puedo contestarle, no me consta que sea él —Ahora, doña Lucrecia dudaba menos. ¿De veras, querría amistarse?
—Ya ves, ponerlo celoso funcionó a las mil maravillas —repitió el niño, feliz—. Desde que le dije que te vi del brazo con un señor, se imagina cosas. Se asustó tanto que te escribió esta carta. ¿No soy buen detective, madrastra?
Doña Lucrecia cruzó los brazos, pensativa. Nunca había prestado seriedad a la idea de reconciliarse con Rigoberto. Le había seguido la cuerda a Fonchito para pasar el rato. De repente, por primera vez, no le parecía una remota quimera, sino algo que podía suceder. ¿Eso quería? ¿Volver a la casa de Barranco, reanudar la vida de antes?
—Quién si no mi papá te podía comparar con una pintura de Klimt —insistió el niño—. ¿No ves? Te está recordando esos jueguecitos con cuadros que tenían ustedes en las noches.
La señora Lucrecia sintió que le faltaba el aire.
—De qué hablas —balbuceó, sin fuerzas para desmentirlo.
—Pero, madrastra —respondió el niño, accionando—. De esos juegos, pues. Cuando te decía hoy eres Cleopatra, hoy Venus, hoy Afrodita. Y tú te ponías a imitar las pinturas para darle gusto.
—Pero, pero —En el colmo del bochorno, doña Lucrecia no alcanzaba a encolerizarse y sentía que todo lo que decía la delataba más—: De dónde sacas eso, tienes una imaginación muy retorcida y muy, muy…
—Tú misma me lo contaste —la anonadó el niño—. Qué cabecita, madrastra. ¿Ya se te olvidó?
Quedó muda. ¿Ella se lo había dicho? Escarbó su memoria, en vano. No recordaba haber tocado ese tema con Fonchito ni siquiera de la manera más indirecta. Nunca jamás, claro que no. ¿Pero, entonces? ¿Sería que Rigoberto le hizo confidencias? Imposible, Rigoberto no hablaba con nadie de sus fantasías y deseos. Ni con ella, durante el día. Esa había sido una regla respetada en sus diez años de matrimonio; nunca, ni en broma ni en serio, aludir durante el día a lo que decían y hacían en las noches en el secreto de la alcoba. Para no trivializar el amor y conservarle un aura mágica, sagrada, decía Rigoberto. Doña Lucrecia recordó los primeros tiempos de casados, cuando comenzaba a descubrir el otro lado de la vida de su marido, aquella conversación sobre el libro de Johan Huizinga, Homo Ludens, uno de los primeros que él le había rogado que leyera, asegurándole que en la idea de la vida como juego y del espacio sagrado se encontraba la clave de su futura felicidad. «El espacio sagrado resultó ser la cama», pensó. Habían sido felices, jugando a esos juegos nocturnos, que, al principio, sólo la intrigaban, pero que, poco a poco, habían ido conquistándola, espolvoreando su vida — sus noches— de ficciones siempre renovadas. Hasta la locura con este niñito.
—Quien a solas se ríe, de sus maldades se acuerda —la sacó de sus divagaciones la fresca voz de Justiniana, quien traía la bandeja del té—. Hola, Fonchito.
—Mi papá le ha escrito una carta a la madrastra y prontito se amistarán. Tal como te dije, Justita. ¿Me hiciste chancays?
—Tostaditos, con mantequilla y mermelada de fresa —Justiniana se volvió a doña Lucrecia, abriendo los ojazos—: ¿Se va a amistar con el señor? ¿Nos mudamos de nuevo a Barranco, entonces?
—Tonterías —dijo la señora Lucrecia—. ¿No lo conoces?
—Veremos si son tonterías —protestó Fonchito, atacando los bizcochos mientras doña Lucrecia le servía el té—. ¿Una apuesta? ¿Qué me das si te amistas con mi papá?
—Un cacho quemado —dijo la señora Lucrecia, doblegada—. ¿Y qué me das tú a mí, si pierdes?
—Un beso —se rió el niño, guiñándole el ojo.
Justiniana soltó una carcajada.
—Mejor me voy y dejo solos a los tortolitos.
—Calla, loca —la reprendió doña Lucrecia, cuando la muchacha ya no podía oírla.
Tomaron el té en silencio. Doña Lucrecia seguía impregnada de reminiscencias de su vida con Rigoberto, dolida de que hubiera pasado lo que pasó. Esa ruptura no tenía arreglo. Había sido demasiado tremendo, no cabía marcha atrás. ¿Sería acaso posible la vida de los tres, juntos de nuevo en la misma casa? En ese momento, se le ocurrió que Jesucristo, a los doce años, había asombrado a los doctores del templo discutiendo con ellos de igual a igual sobre materias teologales. Sí, pero Fonchito no era un niño prodigio como Jesucristo. Lo era como Luzbel, el Príncipe de las Tinieblas. No ella, sino él, él, el supuesto niño, había tenido la culpa de toda esa historia.
—¿Sabes en qué otra cosa me parezco a Egon Schiele, madrastra? —la sacó el niño de su fantaseo—. En que él y yo somos esquizofrénicos.
No pudo contener la carcajada. Pero, la risa se le cortó de golpe, porque, como otras veces, intuyó que por debajo de lo que semejaba una niñería, podía anidar algo tenebroso.
—¿Sabes qué es un esquizofrénico, acaso?
—En que, siendo uno solo, te crees dos personas distintas o más —Fonchito recitaba una lección, exagerando—. Me lo explicó mi papá, anoche.
—Bueno, tú podías serlo, entonces —murmuró doña Lucrecia—. Porque, en ti, hay un viejo y un niño. Un angelito y un demonio. ¿Qué tiene que ver eso con Egon Schiele?
Otra vez la cara de Fonchito se distendió en una sonrisa satisfecha. Y, luego de murmurar un rápido «Espérate, madrastra», escarbó en su bolsón en pos del infaltable libro de reproducciones. O, más bien, los libros, pues la señora Lucrecia recordaba haber visto por lo menos tres. ¿Andaba siempre con uno en su maletín? Estaba pasándose de la raya con su manía de identificarse en todo y a toda hora con ese pintor. Si ella tuviera comunicación con Rigoberto, le sugeriría que lo llevara donde un psicólogo. Pero, en el acto, se rió de sí misma. Qué descabellada idea, darle consejos a su ex–marido sobre la educación del niñito que causó la ruptura matrimonial. Se estaba volviendo idiota, últimamente.
—Mira, madrastra. Qué te parece.
Cogió el libro por la página que Fonchito le señalaba y durante un buen rato lo hojeó, tratando de concentrarse en esas imágenes calientes, contrastadas, en esas figuras masculinas que, de a dos, de a tres, se exhibían ante ella, mirándola con impavidez, vestidas, embutidas en túnicas, desnudas, semidesnudas y, alguna vez, tapándose el sexo o mostrándoselo, erecto y enorme, con total impudor.
—Bueno, son autorretratos —dijo, al fin, por decir algo—. Algunos, buenos. Otros, no tanto.
—Pintó más de cien —la ilustró el niño—. Después de Rembrandt, Schiele es el pintor que más se retrató a sí mismo.
—Eso no quiere decir que fuese esquizofrénico. Más bien, un Narciso. ¿Tú también eres eso, Fonchito?
—No te has fijado bien —El niño abrió otra página, y otra, instruyéndola, mientras señalaba—: ¿No te diste cuenta? Se duplica y hasta triplica. Éste, por ejemplo. Los videntes de sí mismos, de 1911. ¿Quiénes son esas figuras? Él mismo, repetido. Y, Profetas (Doble Autorretrato), de 1911. Fíjate. Es él mismo, desnudo y vestido. Triple autorretrato, de 1913. Él, tres veces. Y, tres más ahí, en chiquito, a la derecha. Se veía así, como si hubiera varios Egon Schieles metidos en él. ¿No es eso ser esquizofrénico?
Como se atrepellaba al hablar y sus ojos relampagueaban, doña Lucrecia trató de apaciguarlo.
—Bueno, tendría tendencia a la esquizofrenia, como muchos artistas —le concedió— . Los pintores, los poetas, los músicos. Tienen muchas cosas dentro, tantas que, a veces, no caben en una sola persona. Pero, tú, eres el niño más normal del mundo.
—No me hables como si fuera un tarado, madrastra —se enojó Alfonso—. Yo soy como era él y lo sabes muy bien, porque acabas de decírmelo. Un viejo y un niño. Un angelito y un demonio. O sea, esquizofrénico.
Ella le acariñó los cabellos. Los alborotados, suaves mechones rubios resbalaron entre sus dedos y doña Lucrecia resistió la tentación de tomarlo en sus brazos, sentarlo sobre sus faldas y arrullarlo.
—¿Te hace falta tu mamá? —se le escapó. Trató de componerlo—: Quiero decir, ¿piensas mucho en ella?
—Casi nunca —dijo Fonchito, muy tranquilo—. Apenas me acuerdo de su cara, salvo por las fotos. La que me hace falta eres tú, madrastra. Por eso, quiero que te amistes de una vez con mi papá.
—No va a ser tan fácil. ¿No te das cuenta? Hay heridas difíciles de cerrar. Lo ocurrido con Rigoberto fue una de ésas. Se sintió muy ofendido, y con toda razón. Yo cometí una locura que no tiene disculpa. No sé, nunca sabré qué me pasó. Mientras más pienso, más increíble me parece. Como si no hubiera sido yo, corno si otra hubiera actuado dentro de mí, suplantándome.
—Entonces, eres también esquizofrénica, madrastra —se rió el niño, poniendo otra vez la expresión de haberla pillado en falta.
—Un poco, no, bastante —asintió ella—. Mejor, no hablemos de cosas tristes. Cuéntame algo de ti. O de tu papá.
—A él también le haces falta —Fonchito se puso grave y algo solemne—: Por eso te escribió ese anónimo. A él se le cerró ya la herida y quiere amistarse.
No tuvo ánimos para discutirle. Ahora, se sentía ganada por la melancolía y algo tristona.
—¿Cómo está Rigoberto? ¿Haciendo su vida de siempre?
—De la oficina a la casa y de la casa a la oficina, todos los días —asintió Fonchito—. Metido en el escritorio, oyendo música, contemplando sus grabados. Pero, es un pretexto. No se encierra ahí para leer, ver pinturas ni oír sus discos. Sino, para pensar en ti.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque habla contigo —afirmó el niño, bajando la voz y echando una mirada al interior de la casa, por si aparecía Justiniana—. Lo he oído. Me acerco despacito y pego la oreja a su puerta. Nunca falla. Está hablando sólito. Y te nombra a cada rato. Te lo juro.
—No te creo, mentiroso.
—Sabes que no te inventaría una cosa así, madrastra. ¿Ves lo que te digo? Quiere que vuelvas.
Hablaba con tanta seguridad que era difícil no sentirse arrastrada hacia ese mundo suyo tan seductor y tan falso, de inocencia, bondad y maldad, pureza y suciedad, espontaneidad y cálculo. «Desde que ocurrió esta historia no he vuelto a sentirme angustiada por no haber tenido un hijo», pensó doña Lucrecia. Le pareció que entendía por qué. El niño, acuclillado, con el libro de reproducciones abierto a sus pies, la escudriñaba.
—¿Sabes una cosa, Fonchito? —dijo, casi sin reflexionar—. Yo te quiero mucho.
—Yo también a ti, madrastra.
—No me interrumpas. Y, porque te quiero, me apena que no seas como los otros niños. Siendo tan agrandado, pierdes algo que sólo se vive a la edad que tienes. Lo más maravilloso que puede ocurrirle a alguien es tener tus años. Tú, los estás desperdiciando.
—No te entiendo, madrastra —dijo Fonchito, impaciente—. Pero, si hace un ratito dijiste que era el niño más normal del mundo. ¿He hecho algo malo?
—No, no —lo tranquilizó—. Quiero decir, me gustaría verte jugar al fútbol, ir al estadio, salir con los chicos de tu barrio y de tu colegio. Tener amigos de tu edad. Organizar fiestas, bailar, enamorar a las colegialas. ¿No te provoca hacer nada de eso?
Fonchito se encogió de hombros, desdeñoso.
—Qué cosas tan aburridas —murmuró, sin dar importancia a lo que oía—. Juego al fútbol en los recreos y ya está. A veces, salgo con los chicos del barrio. Pero, me aburro con las tonterías que a ellos les gustan. Y, las chicas, todavía son más tontas. ¿Se te ocurre que podría hablarles de Egon Schiele? Cuando estoy con mis amigos, me parece que pierdo mi tiempo. Contigo, en cambio, lo gano. Prefiero mil veces estar conversando aquí, que fumando con los chicos en el Malecón de Barranco. Y, para qué necesito a las chicas si te tengo a ti, madrastra.
No supo qué decirle. La sonrisa que intentó no podía ser más falsa. El niño, estaba segura, era consciente del embarazo que ella sentía. Mirando su carita adelantada, con los rasgos alterados por la euforia, los ojos devorándola con una luz varonil, le pareció que iba a abalanzarse sobre ella a besarla en la boca. Y, en ese momento, advirtió, aliviada, la silueta de Justiniana. Pero, su alivio no duró mucho, pues, al ver el sobrecito blanco en las manos de la muchacha, adivinó.
—Han metido este sobre por debajo de la puerta, señora.
—Apuesto que es otro anónimo de mi papá —aplaudió Fonchito.
EXALTACIÓN Y DEFENSA DE LAS FOBIAS
Desde este apartado rincón del planeta, amigo Peter Simplon —si ése es su apellido y no fue aviesamente alterado para caricaturizarlo aún más por algún ofidio del serpentario periodístico—, le hago llegar mi solidaridad, acompañada de admiración. Desde que, esta mañana, rumbo a la oficina, oí en el Noticiero de Radio América que un Tribunal de Syracusa, Estado de Nueva York, lo había condenado a tres meses de cárcel por treparse repetidas veces al techo de su vecina, a fin de espiarla cuando se bañaba, he contado los minutos para, terminada la jornada, volver a mi casa y garabatearle estas líneas. Me apresuro a decirle que estos efusivos sentimientos hacia usted estallaron en mi pecho (no es metáfora, tuve la sensación de que una granada de amistad deflagraba entre mis costillas), no al conocer la sentencia sino al enterarme de su respuesta al Juez (respuesta que, el infeliz, consideró un agravante): «Lo hice porque el atractivo de esas matas de vello en las axilas de mi vecina me resultaba irresistible». (El crótalo de locutor, al leer esta parte de la noticia ponía una meliflua voz de cuchufleta para hacer saber a sus oyentes que era todavía más imbécil de lo que su profesión obliga a suponer.)
Amigo fetichista: no he estado nunca en Syracusa, ciudad de la que nada sé, salvo que la asolan tormentas de nieve y un frío polar en el invierno, pero, algo especial debe de tener en sus entrañas esa tierra para procrear a alguien de su sensibilidad y fantasía, y del coraje que usted ha mostrado, arrostrando el descrédito y, me imagino, su ganapán y la burla de amistades y relaciones en defensa de su pequeña excentricidad (digo pequeña para decir inofensiva, benigna, sanísima y bienhechora, claro está, pues usted y yo sabemos que no hay manía o fobia que carezca de grandeza, ya que ellas constituyen la originalidad de un ser humano, la mejor expresión de su soberanía).
Dicho esto, me siento obligado, para evitar malentendidos, a hacerle saber que lo que para usted es manjar es para mí bazofia, y que, en el riquísimo universo de los deseos y los sueños, esas floraciones de vellos en las axilas femeninas cuya visión (y, supongo, sabor, tacto y olor) a usted lo sublima de felicidad, a mí me desmoralizan, asquean y reducen a la inapetencia sexual. (La contemplación de La mujer barbuda de Ribera me produjo una impotencia de tres semanas.) Por eso, mi amada Lucrecia siempre se las arregló para que en sus templadas axilas nunca asomara ni la premonición de un vello y su piel pareciera siempre a mis ojos, lengua y labios, el pulido culito de un querube. En materia de vello femenino, sólo el púbico me resulta deleitoso, a condición de estar bien trasquilado y no excederse en densas vedejas, crenchas o madejas lanares que dificulten el acto del amor y tornen el cunnilingus una empresa con riesgo de asfixia y atoro.
Puesto, emulándolo a usted, en plan de confesar la intimidad, añado que no sólo las axilas ennegrecidas por el vello (pelos es palabra que empeora la realidad añadiéndole una materia seborreica y casposa) me provocan ese espanto antisexual, sólo comparable al que me producen el bochornoso espectáculo de una mujer que masca chicle o luce bozo, o un bípedo de cualquier sexo que se hurga la dentadura en busca de excrecencias con ese innoble objeto llamado escarbadientes, o se roe las uñas, o come, a ojos y vista del mundo, sin escrúpulo y sin vergüenza, un mango, una naranja, una granadilla, un durazno, uvas, chirimoyas, o cualquier fruta dotada de esas durezas horribles cuya sola mención (no digo visión) me pone la carne de gallina e infecta mi alma de furores y urgencias homicidas: gajos, fibras, pepas, cascaras u hollejos. No exagero nada, compañero en el orgullo de nuestros fantasmas, si le digo que cada vez que observo a alguien comiendo una fruta y sacándose de la boca o escupiendo incomestibles excrecencias, me vienen náuseas y hasta deseos de que el culpable muera. De otro lado, siempre he tenido a cualquier comensal que, a la hora de llevarse el tenedor a la boca levanta el codo al mismo tiempo que la mano, por un caníbal.
Así somos, no nos avergonzamos, y nada admiro tanto como que alguien sea capaz de ir a la cárcel y exponerse a la infamia por sus manías. Yo, no soy de ésos. He organizado mi vida secretamente y en familia para llegar a las alturas morales que usted ha alcanzado en público. En mi caso, todo se lleva a cabo en la discreción y el recato, sin ánimo misionero ni exhibicionista, de una manera sinuosa para no provocar a mi alrededor, entre las gentes con las que estoy obligado a convivir por razones de trabajo, parentesco o servidumbre social, las ironías y la hostilidad. Si usted está pensando que hay en mí mucha cobardía —sobre todo, en comparación con su desparpajo para plantarse ante el mundo como lo que es— da en el blanco. Ahora, soy menos cobarde que cuando joven respecto a mis fobias y manías —no me gusta ninguna de estas fórmulas por su carga peyorativa y sus asociaciones a psicólogos o divanes psicoanalíticos, pero, cómo llamarlas sin lesionarlas: ¿excentricidades?, ¿deseos privados? Por el momento, digamos que la última es la menos mala. Entonces, yo era muy católico, militante y luego dirigente de Acción Católica, influido por pensadores como Jacques Maritain; es decir, un cultor de utopías sociales, convencido de que, mediante un enérgico apostolado inspirado en la palabra evangélica, se podía arrebatar al espíritu del mal —lo llamábamos pecado— el dominio de la historia humana y construir una sociedad homogénea, sustentada en los valores del espíritu. Para hacer realidad la República Cristiana, esa utopía espiritual colectivista, trabajé los mejores años de mi juventud, resistiendo, con celo de converso, los brutales desmentidos que a mí y a mis compañeros nos infligía sin tregua una realidad humana írrita a esos desvarios que son todos los empeños orientados a arquitecturar de manera coherente e igualitaria ese vórtice de especificidades incompatibles que es el conglomerado humano. Fue en esos años, amigo Peter Simplon, de Syracusa, cuando descubrí, al principio con cierta simpatía, luego con rubor y vergüenza, las manías que me diferenciaban de los demás y hacían de mí un espécimen. (Tendrían que pasar años e incontables experiencias para que llegara a comprender que todos los seres humanos somos casos aparte y que ello nos hace creativos y da sentido a nuestra libertad.) Cuánta extrañeza sentía al notar que, bastaba que viera, a quien había sido hasta entonces un buen amigo, pelando una naranja con las manos y metiéndose a la boca los pedazos de pulpa, sin importarle que las repelentes hilachas de gajos colgaran de sus labios, y escupiendo a diestra y siniestra las blancuzcas pepitas intragables, para que la simpatía se trocara en invencible desagrado y poco después, con cualquier pretexto, rompiera con él mi amistad.
Mi confesor, el Padre Dorante, un bonachón ignaciano de la vieja escuela, tomaba sin inquietud mis alarmas y escrúpulos, considerando que esas «pequeñas manías» eran pecadillos veniales, caprichos inevitables en todo hijo de familia acomodada, excesivamente consentido por sus padres. «Qué vas a ser tú un fenómeno, Rigoberto, se reía. Salvo por tus orejas monumentales y tu nariz de oso hormiguero, nunca se ha visto a nadie más normal que tú. Así que, cuando veas comer fruta con gajos o pepitas, mira a otro lado y duerme en paz.» Pero, no dormía en paz, sino sobresaltado e inquieto. Sobre todo, después de haber roto, mediante un pretexto fútil, con Otilia, la Otilia de las trenzas, los patines y la naricita respingona, de la que estaba tan enamorado y a la que tanto asedié para que me hiciera caso. ¿Por qué peleé con ella? ¿Qué crimen cometió la linda Otilia, de uniforme blanco del Colegio Villa María? Comer uvas delante de mí. Se las metía a la boca una por una, con manifestaciones de deleite, volteando los ojos y suspirando para burlarse más a su gusto de mis muecas de horror —pues yo la había hecho partícipe de mi fobia. Abría la boca y completaba la asquerosidad sacándose con las manos las repulsivas pepitas y los inmundos hollejos, que arrojaba al jardín de su casa —allí estábamos, sentados en la verja— con gesto de desafío. ¡La detesté! ¡La odié! Mi largo amor se derritió como bola de helado expuesta al sol, y, durante muchos días, le deseé atropellos de auto, revolcones de olas y la escarlatina. «Eso no es pecado, muchacho, creía que me tranquilizaba el Padre Dorante. Eso es locura furiosa. No necesitas un confesor, sino un loquero.»
Pero, a mí, amigo y émulo de Syracusa, todo eso me hacía sentir un anormal. Esa idea me abrumaba entonces, pues, como tantos homínidos todavía —la mayoría, temo— no asociaba la idea de ser diferente a una reivindicación de mi independencia, sólo a la sanción social que recae siempre sobre la oveja negra del rebaño. Ser un apestado, la excepción a la norma, me parecía la peor de las calamidades. Hasta que descubrí que en eso de las manías no todas eran fobias; también, algunas, misteriosa fuente de goce. Las rodillas y los codos de las muchachas, por ejemplo. A mis compañeros les gustaban los ojos bonitos, el cuerpo espigado o rellenito, la cintura delgada, y, a los más audaces, el potito parado o las piernas curvilíneas. Sólo a mí se me ocurría privilegiar esas junturas óseas, que, ahora lo confieso sin rubor en la intimidad tumbal de mis cuadernos, valían más que todo el resto de atributos físicos de una muchacha. Lo digo y no me desdigo. Unas rodillas bien almohadilladas, sin protuberancias, curvas, satinadas, y unos codos tersos, no surcados, no amotinados, lisos, suaves al tacto, dotados de la cualidad esponjosa del bizcocho, me desasosiegan y encabritan. Soy feliz viéndolos y tocándolos; besándolos, asciendo a arcángel. Usted no tendrá la oportunidad de hacerlo, pero, si requiriese el testimonio de Lucrecia, mi amada le diría las muchas horas que he pasado —tantas como de niño al pie del crucifijo— contemplando, en arrobada plegaria, la perfección de sus geométricas rodillas y sus gentiles codos de lisura sin par, besándolos, mordisqueándolos como un cachorrito juguetón su hueso, sumido en la embriaguez, hasta sentir que se me dormía la lengua o un calambre labial me regresaba a la pedestre realidad. ¡Cara Lucrecia! Entre todas las gracias que la adornan, ninguna agradezco tanto como su comprensión de mis debilidades, su sabiduría para ayudarme a cuajar mis fantasías.
Fue en razón de esta manía que me vi obligado a un examen de conciencia. Un compañero de Acción Católica que me conocía muy bien, percatado de lo que me atraía antes que nada en las chicas —las rodillas y los codos—, me previno que algo iba mal dentro de mí. Era un aficionado a la psicología, lo que empeoró las cosas, pues, ortodoxo, quería que sintonizaran las conductas y motivaciones humanas con la moral y las enseñanzas de la Iglesia. Habló de desviaciones y pronunció las palabras fetichismo y fetichista. Ahora me parecen dos de las más aceptables del diccionario (eso es lo que somos usted, yo y todos los seres sensibles) pero, en aquella época, me sonaron a depravación, vicio nefando.
Usted y yo sabemos, amigo siracuso, que el fetichismo no es el «culto de los fetiches» como dice mezquinamente el Diccionario de la Academia, sino una forma privilegiada de expresión de la particularidad humana, una vía que tienen el hombre y la mujer de trazar su espacio, de marcar su diferencia con los otros, de ejercitar su imaginación y su espíritu antirebaño, de ser libres. Me gustaría contarle, sentados en alguna casita de campo de las afueras de su ciudad, que imagino lleno de lagos, pinares y colinas blanqueadas por la nieve, tomando una copa de whisky y oyendo crepitar los leños en la chimenea, cómo descubrir el rol central del fetichismo en la vida del individuo, fue decisivo en mi desencanto con las utopías sociales —la idea de que se podía construir colectivamente la felicidad, la bondad o encarnar cualquier valor ético o estético—, en mi tránsito de la fe al agnosticismo, y en la convicción que ahora me anima, según la cual, ya que el hombre y la mujer no pueden vivir sin utopías, la única manera realista de materializarlas es trasladándolas de lo social a lo individual. Un colectivo no puede organizarse para alcanzar ninguna forma de perfección sin destruir la libertad de muchos, sin arrollar las hermosas diferencias individuales en nombre de los espantosos denominadores comunes. En cambio, el individuo solitario puede —en función de sus apetitos, manías, fetichismos, fobias o gustos— erigirse un mundo propio que se acerque (o llegue a encarnarlo, como les ocurre a los santos y los campeones olímpicos) a ese ideal supremo donde lo vivido y lo deseado coinciden. Naturalmente, en algunos casos privilegiados, una coincidencia feliz —la del espermatozoide y el óvulo que produce la fecundación, digamos— permite a dos personas realizar complementariamente su sueño. Es el caso (acabo de leerlo en la biografía escrita por su comprensiva viuda) del periodista, comediógrafo, crítico, animador y frivolo profesional, Kenneth Tynan, masoquista encubierto a quien el azar deparó el conocer a una muchacha que casualmente era sádica, también vergonzante, lo que les permitió a ambos ser felices, dos o tres veces por semana, en un sótano de Kensington, él recibiendo azotes y ella impartiéndolos, en un juego enronchado que los transportaba al cielo. Respeto, pero no practico, esos juegos que tienen, como corolario, el mercurio cromo y el árnica.
Puestos a contar anécdotas —en este dominio las hay oceánicas— no resisto referirle la fantasía que solivianta hasta el mal de San Vito la libido de Cachito Arnilla, as en la verbosa profesión de colocar seguros, y que consiste —me la confesó en uno de esos abominables cocteles de Fiestas Patrias o Navidades a los que no puedo no asistir— en ver a una mujer desnuda pero calzada con zapatos de tacón de aguja, fumando y jugando al billar. Esa imagen, que cree haber visto de niño en alguna revista, estuvo asociada a sus primeras erecciones y desde entonces ha sido el Norte de su vida sexual. ¡Simpático Cachito! Cuando se casó, con una pizpireta morenita de Contabilidad, capaz, estoy seguro, de secundarlo, cometí la picardía de regalarle, en nombre de la Compañía de Seguros La Perricholi —soy su gerente— un juego de billar reglamentario, que un camión de mudanzas descargó en su casa el día de la boda. A todo el mundo pareció un regalo disparatado; pero, por la mirada de Cachito y la salivita anticipatoria con que me agradeció, supe que había dado en el clavo.
Queridísimo amigo de Syracusa, amante de las escobas axilares, la exaltación de las manías y fobias no puede ser ilimitada. Hay que reconocerle restricciones sin las cuales se desatarían el crimen, el retorno a la bestialidad selvática. Pero, en el dominio privado que es el de estos fantasmas, todo debe estar permitido entre adultos que consienten en el juego y en las reglas del juego, para su mutua diversión. Que, a mí, muchos de estos juegos me produzcan una repugnancia desmesurada (por ejemplo, las pastillitas de provocar cuescos a las que era tan afecto el siglo galante francés, y, en particular, el Marqués de Sade, quien, no contento con maltratar a las mujeres les exigía que lo marearan con descargas artilleras de ventosidades) es tan cierto como que en este universo todas son diferencias que merecen consideración y respeto, pues nada representa mejor la complejidad inapresable de la persona humana.
¿Infringía usted los derechos humanos y la libertad de su pelosa vecina trepándose a su tejado para rendir homenaje de admiración a los moños de sus axilias? Sin duda. ¿Merecía usted ser sancionado en nombre de la coexistencia social? Ay, ay, por supuesto que sí. Pero, eso, usted lo sabía y se arriesgó, presto a pagar el precio de ser mirón de las axilas capilosas del vecindario. Ya le dije que no puedo imitarlo en esos extremos heroicos. Mi sentido del ridículo y mi desprecio del heroísmo son demasiado grandes, además de mi torpeza física, para atreverme a escalar un techo ajeno, a fin de divisar, en un cuerpo sin veladuras, las rodillas más redondas y los codos más esféricos de la especie femenina. Mi cobardía natural, que, acaso, sólo sea enfermizo instinto de legalidad, me induce a encontrar para mis manías, fobias y fetichismos una hornacina propicia dentro de lo comúnmente conocido como lícito. ¿Me priva eso de un suculento tesoro de lubricidades? Desde luego. Pero, lo que tengo, es bastante, a condición de sacarle el provecho debido, algo que trato de hacer.
Que los tres meses le sean leves y alivien sus enrejadas noches sueños de bosques de vellos, avenidas de pelos sedosos, renegridos, blondos, pelirrojos, entre los que usted galopa, nada, corre, frenético de dicha.
Adiós, congénere.
EL CALZONCITO DE LA PROFESORA
Don Rigoberto abrió los ojos: ahí, derramado entre el tercer y cuarto peldaño de la escalera, azuloso, brillante, con filo de encaje, provocador y poético, estaba el calzoncito de la profesora. Tembló como un poseso. No dormía, aunque llevaba ya buen rato a oscuras, en la cama, oyendo el murmullo del mar, sumido en escurridizas fantasías. Hasta que, de pronto, había vuelto a sonar el teléfono aquel, la noche aquella, sacándolo violentamente del sueño.
—¿Aló, aló?
—¿Rigoberto? ¿Es usted?
Reconoció la voz del viejo profesor, aunque hablaba muy bajito, tapando el auricular con su mano y sofocando su dicción. ¿En dónde estaban? En una ciudad universitaria de prosapia. ¿De qué país? De Estados Unidos. ¿En cuál Estado? El de Virginia. ¿Cuál Universidad? La del Estado, la bella Universidad de estilo neoclásico, de blancas columnatas, diseñada por Thomas Jefferson.
—¿Es usted, profesor?
—Sí, sí, Rigoberto. Pero, habla despacio. Perdona que te despierte.
—No se preocupe, profesor. ¿Cómo le fue en su comida con la profesora Lucrecia? ¿Ya terminó?
La voz del venerable jurista y filósofo, Nepomuceno Riga, se quebró en jeroglífico tartamudeo. Rigoberto comprendió que algo serio ocurría a su antiguo maestro de Filosofía del Derecho, de la Universidad Católica de Lima, venido a asistir a un Simposio de la Universidad de Virginia, donde él hacía su posgrado (en legislación y seguros) y donde había tenido ocasión de servirle de cicerone y chofer: lo había llevado a Monticello, a visitar la casa–museo de Jefferson, y a los sitios históricos de la batalla de Manassas.
—Es que, Rigoberto, perdona que abuse, pero, eres la única persona aquí con la que tengo confianza. Como has sido mi alumno, conozco a tu familia y has tenido estos días tantas gentilezas…
—No faltaba más, don Nepomuceno —lo animó el joven Rigoberto—. ¿Le pasa algo?
Don Rigoberto se sentó en la cama, sacudido por una risita tendenciosa. Le pareció que en cualquier momento iba a abrirse la puerta del baño y aparecer dibujada en el umbral la silueta de doña Lucrecia, sorprendiéndolo con uno de esos primorosos calzoncitos de fantasía, negros, blancos, con bordados, orificios, filos de seda, pespuntados o lisos, que ceñían apenas para resaltarlo su respingado monte de Venus y por cuyos bordes se asomaban a tentarlo —díscolos, coquetos— algunos vellitos del pubis. Era un calzoncito como ésos el que yacía insólitamente, cual uno de esos objetos provocadores de los cuadros surrealistas del catalán Joan Ponç o del rumano Víctor Brauner, en la escalera por la que tenía que subir a su dormitorio esa ánima buena, ese espíritu inocente, don Nepomuceno Riga, quien, en sus memorables clases, las únicas dignas de recuerdo en sus siete años de áridos estudios de leyes, solía borrar el pizarrón con su corbata.
—Es que, no sé qué hacer, Rigoberto. Me encuentro en un apuro. Pese a mi edad, no tengo la menor experiencia en estas lides.
—En qué lides, profesor. Dígamelo, no tenga vergüenza.
¿Por qué, en vez de alojarlo en el Holiday Inn o en el Hilton, como a los demás asistentes al Simposio, habían instalado a don Nepomuceno en casa de la profesora de Derecho Internacional, II curso? Una deferencia a su prestigio, sin duda. ¿O, porque los unía una amistad surgida de coincidir en las Facultades de Derecho del vasto mundo, en congresos, conferencias, mesas redondas, y, acaso, haber pergeñado a cuatro manos una erudita ponencia, abundosa de latinazgos y publicada con profusión de notas y una sofocante bibliografía en una revista especializada de Buenos Aires, Tubingen o Helsinki? El hecho es que el ilustre don Nepomuceno, en vez de hospedarse en el impersonal cubo con ventanas del Holiday Inn, pasaba las noches en la cómoda, entre rústica y moderna, casita de la profesora Lucrecia, que Rigoberto conocía muy bien, porque este semestre tomaba con ella el seminario de Derecho Internacional, II curso, y había ido varias veces a tocarle la puerta, llevándole sus papers o a devolverle los densos tratados que ella, amablemente, le prestaba. Don Rigoberto cerró los ojos y se le escarapeló la piel, divisando, una vez más, las musicales caderas de la bien proporcionada, marcial figura de la jurista cuando se alejaba.
—¿Está usted bien, profesor?
—Sí, sí, Rigoberto. En realidad, se trata de una tontería. Te vas a reír de mí. Pero, ya te digo, no tengo ninguna experiencia. Estoy perplejo y atolondrado, muchacho.
No necesitaba decirlo; le temblaba la voz como si fuera a quedarse mudo y las palabras le salían con fórceps. Debía de estar sudando hielo. ¿Se atrevería a contarle qué le había pasado?
—Bueno, fíjate tú. Ahora, al regresar del coctel ese que nos dieron, la doctora Lucrecia preparó aquí, en su casa, una pequeña cena. Sólo para los dos, sí, fineza de su parte. Una cena muy simpática, en la que nos tomamos una botellita de vino. Yo no estoy acostumbrado al alcohol, así que, a lo mejor, toda mi confusión viene de esos vapores que se me subieron a la cabeza. Un vinito de California, por lo visto. Bueno, aunque algo fuerte.
—Déjese de tanto rodeo, profesor, y dígame qué le ha pasado.
—Espera, espera. Figúrate que, después de esa cena y esa botellita, la doctora se empeñó todavía en que tomáramos una copa de cognac. No pude negarme, claro, por educación. Pero, vi estrellas, muchacho. Era fuego líquido. Me vino una tos y hasta pensé que me podía quedar ciego. Más bien, me ocurrió algo ridículo. Caí dormido, hijo. Sí, sí, ahí, en el sillón, en la salita que también es biblioteca. Y, cuando desperté, no sé cuánto rato después, diez, quince minutos, la doctora no estaba. Se habrá retirado a dormir, pensé. Me dispuse a hacer lo mismo. Cuando, cuando, figúrate que al subir la escalera, zas, me di de bruces, a que no te imaginas con qué. ¡Un calzoncito! En mi camino, sí. No te rías, muchacho, porque, aunque sea para reírse, estoy la mar de turbado. No sé qué hacer, te repito.
—Por supuesto que no me río, don Nepomuceno. ¿Usted no cree que, esa prenda íntima, ahí, sea pura casualidad?
—Qué casualidad ni qué ocho cuartos, muchacho. No tendré experiencia, pero todavía no me he vuelto gagá. La doctora la dejó ahí ex–profeso, para que me topara con ella. Bajo este techo, no hay otra persona que la dueña de casa y yo. Ella lo puso ahí.
—Pero, entonces, profesor, le pasa lo mejor que puede pasarle a un huésped. Ha recibido usted una invitación de su anfitriona. Está clarísimo.
La voz del profesor se quebró tres veces antes de articular algo inteligible.
—¿Tú crees, Rigoberto? Bueno, eso me pareció a mí, cuando atiné a pensar, después de semejante sorpresa. Se diría una invitación ¿no es cierto? No puede ser casual, esta casita es el orden personificado, como la doctora. Esa prenda fue puesta ahí con intencionalidad. Además, la manera como está dispuesta en la escalera, no es casual, pues, la realza, la exhibe, te juro.
—Fue colocada ahí con alevosía, si me permite una pequeña broma, don Nepomuceno.
—Si yo también me río por dentro, Rigoberto. En medio de mi perplejidad, quiero decir. Por eso, necesito tu consejo. ¿Qué debería hacer? Nunca soñé encontrarme en una circunstancia semejante.
—Lo que tiene que hacer es clarísimo, profesor. ¿No le gusta la doctora Lucrecia? Ella es una mujer muy atractiva; lo pienso yo y también mis compañeros. Es la catedrática más guapa de Virginia.
—Sin duda lo es, quién lo pondría en duda. Es una dama muy bella.
—Entonces, no pierda tiempo. Vaya y tóquele la puerta. ¿No ve que está esperándolo? Antes de que se le duerma, pues.
—¿Puedo permitirme eso? ¿Tocarle la puerta, sin más?
—¿Dónde está usted ahora?
—Adonde va a ser. Aquí, en la salita, al pie de la escalera. Por qué crees que hablo tan bajito. ¿Voy y toco con los nudillos a su puerta? ¿Sin más ni más?
—No pierda un minuto. Le ha dejado una señal, no puede usted hacerse el desentendido. Sobre todo, si le gusta. Porque, la doctora le gusta ¿no, profesor?
—Claro que sí. Es lo que debo hacer, sí, tienes razón. Pero, me siento algo cohibido. Gracias, muchacho. No necesito encarecerte la mayor discreción ¿no? Por mí, y, sobre todo, por la reputación de la doctora.
—Seré una tumba, profesor. No dude más. Suba esas escaleras, recoja el calzoncito y lléveselo. Tóquele la puerta y comience haciéndole una broma, sobre la sorpresa que se encontró en su camino. Todo saldrá a las mil maravillas, ya verá. Recordará siempre esta noche, don Nepomuceno.
Antes de oír el clic del auricular clausurando la conversación, don Rigoberto alcanzó a percibir un ruido estomacal, un angustiado eructo que el anciano jurista no pudo reprimir. Qué nervioso y azorado estaría, en la oscuridad de esa salita llena de libros de Derecho, en la pujante noche primaveral virginiana, escindido entre la ilusión de esa aventura —¿la primera, en una vida de coitos matrimoniales y reproductores?— y su cobardía enmascarada tras el rigor de unos principios éticos, convicciones religiosas y prejuicios sociales. ¿Cuál de las fuerzas que batallaban en su espíritu vencería? ¿El deseo o el miedo?
Don Rigoberto, casi sin darse cuenta, sumido en esa imagen ya totémica, el calzoncito abandonado en la escalera de la profesora, se levantó de la cama y trasladó al estudio, sin prender la luz. Su cuerpo evitaba los obstáculos —el banquito, la escultura nubia, los cojines, el aparato de televisión— con una desenvoltura adquirida por asidua práctica, pues, desde la partida de su mujer, no había noche en que el desvelo no lo impulsara a incorporarse todavía a oscuras, a buscar entre los papeles y garabatos de su escritorio bálsamo para su nostalgia y soledad. La cabeza todavía fija en la silueta del venerable jurista aventado por las circunstancias (encarnadas en un perfumado y voluptuoso calzón de mujer acostado a su paso entre dos gradas de una escalera jurisprudente) a una incertidumbre hamletiana, pero ya sentado ante la larga mesa de madera de su escritorio y hojeando sus cuadernos, don Rigoberto dio un respingo cuando el cono dorado de la lamparilla le reveló el proverbio alemán que encabezaba esa página: Wer die Wahl hat, hat die Qual («Quien tiene elección, tiene tormento»). ¡Extraordinario! ¿No retrataba ese refrán, copiado vaya usted a saber de dónde, el estado de ánimo del pobre y dichoso don Nepomuceno Riga, tentado por la abundante catedrática, la doctoral Lucrecia?
Sus manos, que pasaban las hojas de otro cuaderno provocando al azar, a ver si por segunda vez acertaba o establecía una relación entre lo encontrado y lo soñado que sirviera de combustible a su fantasía, se detuvieron de pronto («como las del croupier que lanza la bolita sobre la ruleta en movimiento») y se inclinó, ávido. Borroneaba la página una reflexión sobre El diario de Edith, de Patricia Highsmith.
Alzó la cabeza, desconcertado. Oyó las enfurecidas olas del mar, al pie del acantilado. ¿Patricia Highsmith? Esa novelista de aburridos crímenes, cometidos por el apático e inmotivado criminal Mr. Ripley, no le interesaba lo más mínimo. Siempre había respondido con bostezos (comparables a los que le había producido el popular Libro tibetano de los vivos y los muertos) a la moda por esa criminalista que (películas de Alfred Hitchcock de por medio) enfervorizó hacía algunos años al centenar de lectores que constituían el público limeño. ¿Qué hacía esa subescritora para cinéfilos, entrometida en sus cuadernos? Ni siquiera recordaba cuándo y por qué había escrito aquel comentario sobre El diario de Edith, libro que tampoco recordaba:
«Excelente novela, para saber que la ficción es una fuga a lo imaginario que enmienda la vida. Las frustraciones familiares, políticas y personales de Edith no son gratuitas; se enraizan en aquella realidad que más la hace sufrir: su hijo Cliffie. En vez de proyectarse en el Diario tal como es —un muchacho flojo y fracasado, que no fue admitido a la Universidad y que no sabe trabajar— Cliffie, en las páginas que escribe su madre, se desdobla del original y aparece viviendo la vida que Edith deseaba para él: periodista de punta, desposado con una muchacha de buena familia, con hijos, un buen empleo, vastago que llena de satisfacción a su progenitora.
«Pero, la ficción es sólo un momentáneo remedio, pues, aunque sirve de consuelo a Edith y la distrae de los reveses, la va inhibiendo para la lucha por la vida, aislándola en un mundo mental. Las relaciones con sus amigos se debilitan y estropean; pierde su trabajo y termina desamparada. Aunque su muerte resulta una exageración, desde un punto de vista simbólico es coherente; Edith pasa, físicamente, a donde ya se había mudado en vida: la irrealidad.
»La novela está construida con simplicidad engañosa, bajo la cual se perfila un contexto dramático, de lucha sin cuartel entre las hermanas enemigas, la realidad y el deseo, y las infranqueables distancias que las separan, salvo en el recinto milagroso del espíritu humano.»
Don Rigoberto sintió que le castañeteaban los dientes y le sudaban las manos. Ahora recordaba esa pasajera novela y el porqué de su reflexión. ¿Terminaría como Edith, deslizándose hacia la ruina por abusar de la fantasía? Pero, pese a ello, debajo de esa lúgubre hipótesis, el calzoncito, fragante rosa, seguía en el corazón de su conciencia. ¿Qué ocurría con don Nepomuceno? ¿Cuáles eran sus movimientos, sus dilemas, luego de la conversación telefónica con el joven Rigoberto? ¿Había seguido el consejo de su discípulo?
Había comenzado a subir la escalera en puntas de pie, en una oscuridad relativa, en la que distinguía los anaqueles de libros y los filos de los muebles. En el segundo peldaño se detuvo, se inclinó, sus agarrotados dedos asieron el precioso objeto —¿de seda?, ¿de hilo?—, se lo llevó a la cara y lo husmeó, como un animalito averiguando si ese objeto desconocido es comestible. Entrecerrando los ojos, lo besó, sintiendo un comienzo de vértigo que lo hizo tambalearse, cogido del pasamanos. Estaba decidido, lo haría. Siguió subiendo la escalera, con el calzoncito en las manos, siempre en puntas de pie, temiendo ser sorprendido o como si el ruido —los peldaños crujían ligeramente— pudiera romper el hechizo. Su corazón latía tan fuerte que le cruzó la idea de lo importuno, además de estúpido, que sería caer derribado por un ataque cardíaco en este preciso momento. No, no era un síncope; eran la curiosidad y la sensación (inédita en su vida) de estar degustando un fruto prohibido lo que atrepellaba de ese modo la sangre en sus venas. Había llegado al pasillo, estaba ante la puerta de la jurista. Se apretó la mandíbula con las dos manos porque ese grotesco castañeteo causaría pésima impresión a su anfitriona. Armándose de valor («haciendo de tripas corazón», murmuró don Rigoberto, que sudaba a chorros y temblaba a la par) tocó con los nudillos, muy despacio. La puerta, sólo junta, se abrió con un hospitalario crujido.
Lo que el venerable maestro de Filosofía del Derecho vio desde aquel umbral alfombrado, cambió sus ideas sobre el mundo, el hombre —seguramente el Derecho— y arrancó un gemido de desesperado placer a don Rigoberto. Una luz oro y azul añil (¿Van Gogh? ¿Botticelli? ¿Algún expresionista tipo Emil Nolde?) que enviaba desde el estrellado cielo de Virginia una luna redonda y amarilla, caía en pleno, dispuesta por un exigente escenógrafo o diestro iluminista, sobre la cama, con la única intención de destacar el cuerpo desnudo de la doctora. ¿Quién hubiera imaginado que aquellas severas ropas que lucía en el pupitre de su cátedra, esos trajes sastre con que exponía sus argumentos y mociones en los congresos, esas capas pluviales con que solía abrigarse en los inviernos, ocultaban unas formas que se hubieran disputado Praxíteles por la armonía y Renoir por lo carnosamente modeladas? Estaba bocabajo, la cabeza apoyada sobre los brazos cruzados, de manera que la postura la alargaba, pero no eran sus hombros, ni sus mórbidos brazos («mórbidos, en el sentido italiano», se precisó don Rigoberto, que no tenía ninguna afición por lo macabro y sí en cambio por lo blando) ni esa curvada espalda, lo que imantó la mirada del aturdido don Nepomuceno. Ni siquiera los anchos, lechosos muslos y los piececillos de plantas rosadas. Eran esas esferas macizas que con alegre desvergüenza se empinaban y lucían como las cumbres de una montaña bicéfala («Esos vértices de las cordilleras enroscadas de nubéculas en los grabados japoneses del período Meiji», asoció, satisfecho, don Rigoberto). Pero, también Rubens, el Tiziano, Courbet e Ingres, Úrculo y media docena más de maestros forjadores de traseros femeninos parecían haberse apandillado para dar realidad, consistencia, abundancia y, a la vez, finura, suavidad, espíritu y vibración sensual a ese trasero cuya blancura fosforecía en la penumbra. Incapaz de contenerse, sin saber lo que hacía, el deslumbrado («¿corrompido para siempre?») don Nepomuceno, dio dos pasos y al llegar junto a la cama cayó de rodillas. Las añosas maderas del suelo se quejaron.
—Disculpe, doctora, encontré algo que le pertenece en la escalera —balbuceó, sintiendo que le corrían ríos de saliva por las comisuras de los labios.
Hablaba tan bajito que ni él mismo se oía, o, acaso, movía los labios sin emitir sonido alguno. Ni su voz ni su presencia habían recordado a la jurista. Respiraba sosegada, simétricamente, en inocente sueño. Pero, esa postura, que estuviera desnuda, que hubiera dejado sólo junta la puerta de su recámara, que se hubiera soltado los cabellos y que éstos —negros, lacios, largos— le barrieran los hombros y la espalda, contrastando su azulada oscuridad con la blancura de su piel ¿podía ser inocente? «No, no», sentenció don Rigoberto. «No, no», coreó el transido profesor, paseando la mirada por esa ondulante superficie que, en los flancos, se hundía y levantaba como un bravio mar de carne femenina, ensalzada por la claridad de la luna («más bien, por la aceitosa luz en penumbra de los cuerpos del Tiziano», rectificó don Rigoberto), a pocos centímetros de su alelada faz: «No es inocente, nada lo es. Estoy aquí porque ella lo quiso y tramó».
Sin embargo, no extraía de esa conclusión teórica fuerzas suficientes para hacer lo que ardientemente le exigían unos reaparecidos instintos: pasar la yema de los dedos sobre la satinada piel, posar sus labios matrimoniales sobre esas colinas y hondonadas que anticipaba tibias, olorosas y de un sabor en que lo dulce y lo salado coexistían sin mezclarse. Pero, no atinaba a hacer nada, petrificado por la felicidad, salvo mirar, mirar. Después de ir y venir muchas veces de la cabeza a los pies de ese milagro, de recorrerlo una y otra vez, sus ojos se inmovilizaron, como el exquisito catador que no necesita seguir degustando pues identificó el non plus ultra de la bodega, en el espectáculo que por sí solo constituía el esférico trasero. Descollaba sobre el resto de ese cuerpo como un Emperador ante sus vasallos, Zeus frente a los diosecillos del Olimpo. («Alianza feliz del decimonónico Courbet y el moderno Úrculo», lo ennobleció con referencias don Rigoberto.) El noble maestro, desorbitado, observaba y adoraba en silencio ese prodigio. ¿Qué se decía? Repetía una máxima de Keats («Beauty is truth, truth is beauty») ¿Qué pensaba? «De modo que estas cosas existen. No sólo en los malos pensamientos, en el arte o las fantasías de los poetas; también, en la vida real. De modo que un culo así es posible en la realidad de carne y hueso, en las mujeres que pueblan el mundo de los vivos.» ¿Había ya polucionado? ¿Estaba a punto de macular sus calzoncillos? Todavía no, aunque, allí, en el bajo vientre, el jurista advertía novedosos síntomas, un despertar, una desdormida oruga desperezándose. ¿Pensaba algo más? Esto: «Y nada menos que entre las piernas y el torso de mi antigua y respetada colega, de esta buena amiga con quien tanto correspondí sobre abstrusas materias filosófico–jurídicas, ético–legales, histórico–metodológicas?». ¿Cómo era posible que nunca, hasta esa noche, en ninguno de los foros, conferencias, simposios, seminarios, en que habían coincidido, charlado, discutido, departido, hubiera siquiera sospechado que, bajo esos trajes cuadrados, abrigos velludos, capas forradas, impermeables color hormiga, se escondía una esplendidez semejante?
¿Quién hubiera podido imaginar que esa mente tan lúcida, esa inteligencia justiniana, esa enciclopedia legal, poseía también un cuerpo tan deslumbrante en su organización y desmesura? Imaginó por un instante —¿acaso lo vio?— que, indiferente a su presencia, libres en su mórfico abandono, aquellas quietas montañas de carne soltaban un alegre, asordinado vientecilio que reventó frente a sus narices, llenándolas de un aroma acre. No le dio risa, no lo incomodó («Tampoco lo excitó», pensó don Rigoberto). Se sintió reconocido, como si, de algún modo y por una razón intrincada y difícil de explicar («como las teorías de Kelsen, que él nos explicaba tan bien», comparó) ese pedito fuera una suerte de aquiescencia que ese soberbio cuerpo le participaba, luciendo ante él esa intimidad tan íntima, los gases inútiles expectorados por una sierpe intestinal de cavidades que imaginó rosadas, húmedas, limpias de escorias, tan delicadas y modélicas como esas nalgas emancipadas que tenía a milímetros de su nariz.
Y, entonces, con espanto, supo que doña Lucrecia estaba despierta, pues, aunque ella no se había movido, la escuchó:
—¿Usted aquí, doctor?
No parecía enojada, menos asustada. Era su voz, por supuesto, pero cargada de una suplementaria calidez. Había en ella algo demorado, insinuante, una sensualidad musical. En su embarazo, el jurista alcanzó a preguntarse cómo era posible que, esta noche, su vieja colega experimentara tantas transformaciones mágicas.
—Discúlpeme, discúlpeme, doctora. No malinterprete mi presencia aquí, se lo suplico. Puedo explicárselo.
—¿Le sentó mal la comida? —lo tranquilizó ella. Le hablaba sin alterarse lo más mínimo—. ¿Un vasito de agua con bicarbonato?
Había ladeado ligeramente la cabeza y, con la mejilla abandonada sobre su brazo a manera de almohada, sus grandes ojos lo observaban, brillando entre las crenchas negras de su cabellera.
—Encontré en la escalera algo que le pertenece, doctora, vine a traérselo —musitó el profesor. Seguía arrodillado y, ahora, advertía un dolor vivísimo en los huesos de las rodillas—. Toqué, pero usted no me respondió. Y, como la puerta sólo estaba junta, me atreví a entrar. No quería despertarla. Le ruego que no lo tome a mal.
Ella movió la cabeza, asintiendo, disculpándolo, displicente, compadecida de su atontamiento.
—¿Por qué está usted llorando, buen amigo? ¿Qué le ocurre?
Don Nepomuceno, sin defensas contra esa afectuosa deferencia, la acariciante cadencia de esas palabras, el cariño de esa mirada que destellaba en la sombra, se quebró. Lo que hasta entonces habían sido sólo unos mudos lagrimones bajando por sus mejillas, mudaron en sollozos resonantes, desgarrados suspiros, catarata de babas y mocos que trataba de contener con las dos manos —en su desorden mental no encontraba el pañuelo, ni el bolsillo donde estaba el pañuelo— mientras, ahogándose, se explayaba en esta confesión:
—Ay, Lucrecia, Lucrecia, perdóneme, no puedo contenerme. No vea en esto una ofensa, todo lo contrario. Yo no había imaginado nunca nada así, tan hermoso, quiero decir, tan perfecto, como el cuerpo que usted tiene. Sabe cuánto la respeto y la admiro.
Intelectual, académica, jurídicamente. Pero, esta noche, esto, verla así, es lo mejor que me ha pasado en la vida. Se lo juro, Lucrecia. Por este instante, echaría a la basura todos mis títulos, los doctorados honoris causa con que me han honrado, las condecoraciones, los diplomas. («Si no tuviera la edad que tengo, quemaría todos mis libros e iría a sentarme como un mendigo a la puerta de tu casa —leyó en su cuaderno al poeta Enrique Peña don Rigoberto—. Sí, criatura mía, óyelo bien: como un mendigo, a la puerta de tu casa.») Nunca he sentido una felicidad tan grande, Lucrecia. Haberla visto, así, sin ropas, como Ulises a Nausicaa, es el premio mayor, una gloria que no creo merecer. Me ha emocionado, traspasado. Lloro por lo conmovido, por lo agradecido que le estoy. No me desprecie, Lucrecia.
En vez de desahogarlo, su discurso lo había ido conmoviendo más y ahora lo atragantaban los sollozos. Dejó la cabeza en la orilla de la cama y siguió llorando, siempre arrodillado, suspirando, sintiéndose triste y alegre, acongojado y dichoso. «Perdóneme, perdóneme», balbuceaba. Hasta que, segundos u horas después —su cuerpo se erizó como el de un gato— sintió la mano de Lucrecia en su cabeza. Sus dedos revolvieron sus canosos cabellos, consolándolo, acompañándolo. Su voz vino a aliviar también con una fresca caricia la llaga viva de su alma:
—Cálmate, Rigoberto. No llores más, amor mío, alma mía. Ya está, ya pasó, nada ha cambiado. ¿No has hecho lo que querías? Entraste, me viste, te acercaste, lloraste, te perdoné. ¿Me puedo enojar yo, contigo? Sécate las lágrimas, estornuda, duérmete. Arrorró, mi niño, arrorró.
El mar golpeaba allá abajo, contra los acantilados de Barranco y Miraflores y la espesa capa de nubes no dejaba ver las estrellas ni la luna en el cielo de Lima. Pero, la noche estaba acabando. En cualquier momento amanecería. Un día menos. Un día más.
PROHIBICIONES A LA BELLEZA
Nunca verás un cuadro de Andy Warhol ni de Frida Kahlo, ni aplaudirás un discurso político, ni dejarás que se te resquebraje la piel de los codos ni de las rodillas, ni que se te endurezcan las plantas de los pies.
Nunca oirás una composición de Luigi Nono ni una canción protesta de Mercedes Sosa ni verás una película de Oliver Stone ni comerás directamente de las hojas de la alcachofa.
Nunca te rasparás las rodillas ni te cortarás los cabellos ni tendrás espinillas, caries, conjuntivitis ni (mucho menos) almorranas.
Nunca andarás descalza sobre el asfalto, la piedra, la grava, la loseta, el hule, la calamina, la pizarra y el metal, ni te arrodillarás sobre una superficie que no ceda como la miga del chancay (antes de tostar).
Nunca usarás en tu vocabulario las palabras telúrico, cholito, concientizar, visualizar, estatalista, pepas, hollejos o societal.
Nunca tendrás un hámster ni harás gárgaras ni usarás postizos ni jugarás al bridge ni llevarás sombrero, boina o rodete.
Nunca almacenarás gases ni dirás palabrotas ni bailarás el rock and roll. Nunca morirás.
VII. EL DEDO GORDO DE EGON SCHIELE
—Todas las chicas de Egon Schiele son flaquitas y huesudas y me parecen muy bonitas —dijo Fonchito—. Tú, en cambio, eres llenita, pero también me pareces muy bonita. ¿Cómo explicar esta contradicción, madrastra?
—¿Me estás diciendo gorda? —se puso lívida doña Lucrecia.
Había estado distraída, oyendo la voz del niño como un rumor de fondo, concentrada en los anónimos —siete, en apenas diez días— y en la carta que había escrito a Rigoberto la noche anterior y que tenía ahora en el bolsillo de la bata. Sólo recordaba que Fonchito se había puesto a hablar y hablar, de Egon Schiele como siempre, hasta que lo de «llenita» le hizo parar la oreja.
—Gorda, no. Dije llenita, madrastra —Se disculpaba, accionando.
—Tu papá tiene la culpa de que sea así —se quejó, examinándose—. Yo era delgadita, cuando nos casamos. Pero a Rigoberto se le metió que la moda filiforme destruye el cuerpo femenino, que la gran tradición de la belleza es la ubérrima. Eso decía: «la forma ubérrima». Por darle gusto, engordé. Y ya no he vuelto a enflaquecer.
—Así estás regia, te juro, madrastra —seguía excusándose Fonchito—. Te decía lo de las flauitas de Egon Schiele porque ¿no te parece raro que a mí me gusten, y también tú me gustes, siendo por lo menos el doble que ellas?
No, el autor no podía ser él. Porque los anónimos alababan su cuerpo, e, incluso, en uno, titulado «Blasón del cuerpo de la amada», cada uno de sus miembros —cabeza, hombros, cintura, pechos, vientre, muslos, piernas, tobillos, pies— venía acompañado de una referencia a un poema o un cuadro emblemático. El invisible enamorado de sus formas ubérrimas sólo podía ser Rigoberto. («Ese hombre sí que está templado de usted», proclamó Justiniana, después de leer el Blasón. «¡Cómo le conoce el cuerpo, señora! Tiene que ser don Rigoberto. De dónde va a sacar Fonchito esas palabras, por agrandado que sea. Aunque, él también la conoce todita ¿no?»)
—¿Por qué te quedas callada todo el rato, sin hablarme? Me miras como si no me vieras. Hoy estás muy rara, madrastra.
—Es por esos anónimos. No puedo sacármelos de la cabeza, Fonchito. Así como tú tienes la obsesión de Egon Schiele, yo tengo ahora la de esas malditas cartas. Me paso el día esperándolas, leyéndolas, recordándolas.
—¿Pero, por qué malditas, madrastra? ¿Acaso te insultan o dicen cosas feas?
—Porque vienen sin firma. Y, porque, a ratos, me parece que me las manda un fantasma, no tu papá.
—Sabes muy bien que son de él. Todo está saliendo como se pide, madrastra. No te hagas mala sangre. Muy pronto vendrá la amistada, verás.
La reconciliación de doña Lucrecia y don Rigoberto se había convertido en la segunda obsesión del niño. Hablaba de ella con tanta seguridad, que la madrastra ya no tenía ánimos para rebatirlo y decirle que eran puras fantasías de ese fantaseador empedernido que se había vuelto. ¿Había hecho bien en mostrarle los anónimos? Algunos eran tan osados en sus referencias a su intimidad, que, después de leerlos, se prometía: «Este sí que no se lo enseño». Y cada vez terminaba por hacerlo, espiando su reacción, a ver si lo traicionaba algún gesto. Pero, no. Cada vez, había reaccionado con la misma actitud sorprendida y excitada, y sacado siempre la misma conclusión: era su papá, era otra prueba de que ya no le guardaba rencor. Advirtió que Fonchito parecía ahora abstraído también, alejado de la salita comedor y del bosque de los Olivos, atrapado por algún recuerdo. Se miraba las manos, acercándolas mucho a sus ojos; las juntaba, las alargaba, abría los dedos, ocultaba el pulgar, las cruzaba y descruzaba, en extrañas poses, como las de quienes proyectan siluetas en la pared con la sombra de sus manos. Pero, Fonchito no trataba de fabricar figuras chinescas en la tarde primaveral; escrutaba sus dedos como un entomólogo examina a la lupa una especie desconocida.
—¿Se puede saber qué haces?
El niño no se inmutó y continuó con sus ademanes, a la vez que le respondía con otra pregunta:
—¿Te parece que tengo manos deformes, madrastra?
¿Qué se traía hoy este diablito?
—A ver, déjame verlas —jugó al médico especialista—. Ponías aquí.
Fonchito no jugaba. Muy serio, se incorporó, se le acercó y puso sus dos manos sobre las palmas que ella le ofrecía. Al contacto de esa suavidad lisa y la delicadeza de los huesecillos de esos dedos, doña Lucrecia sintió un estremecimiento. Tenía unas manos frágiles, deditos afilados, uñas ligeramente sonrosadas, recortadas con esmero. Pero, en las yemas había manchitas de tinta o carboncillo. Fingió someterlas a un examen clínico, mientras las acariciaba.
—No tienen nada de deformes —concluyó—. Aunque, un poquito de agua y jabón no les vendría mal.
—Qué lástima —dijo el niño, sin asomo de humor, retirando sus manos de las de doña Lucrecia—. Porque, entonces, en eso no me parezco nada a él.
«Ya está. Tenía que venir.» El juego de toda las tardes.
—Explícame eso.
El niño se apresuró a hacerlo. ¿No se había fijado que las manos eran la manía de Egon Schiele? De él, y, también, de las muchachas y señores que pintaba. Si no se había, que lo hiciera ahora. En un dos por tres, doña Lucrecia tuvo en sus rodillas el libro de reproducciones. ¿Veía el asco que Egon Schiele había tenido siempre al dedo gordo?
—¿Al dedo gordo? —se echó a reír doña Lucrecia.
—Fíjate en sus retratos. El de Arthur Roessler, por ejemplo —insistió el niño, con pasión—. O, éste: el Doble retrato del inspector general Heinrich Benesch y su hijo Otto; el de Enrich Lederer; y sus autorretratos. Sólo muestra cuatro dedos. Al dedo gordo, siempre lo desaparece.
¿Por qué sería? ¿Por qué lo ocultaba? ¿Porque el dedo gordo es el más feo de la mano? ¿Le gustarían los números pares y creería que los impares traían mala suerte? ¿Tendría el dedo gordo desfigurado y se avergonzaría de él? Algo le pasaba con las manos, pues, si no ¿por qué se hacía tomar fotos escondiéndolas en los bolsillos, o haciendo con ellas unas poses tan ridiculas, torciendo los dedos como una bruja, metiéndolas delante de la cámara o poniéndoselas encima de la cabeza como para que se le escaparan, volando? Las manos suyas, las de los hombres, las de las muchachas. ¿No lo había notado? Esas chicas desnudas, de cuerpo tan bien formadito, ¿no era incomprensible que tuvieran esos dedos varoniles, de nudillos huesudos y toscos? Por ejemplo, en este grabado de 1910, Muchacha desnuda de cabellos negros, de pie, ¿no desentonaban esas manos hombrunas, de uñas cuadradas, idénticas a las que se pintaba el mismo Egon en sus autorretratos? ¿No había hecho también eso con casi todas las mujeres que pintó? Por ejemplo, el Desnudo, de pie, de 1913. Fonchito tomó aire:
—O sea, era un Narciso, como tú dijiste. Pintaba siempre sus propias manos, aunque el personaje del cuadro fuera otro, hombre o mujer.
—¿Eso, lo descubriste tú? ¿O lo has leído en alguna parte? —Doña Lucrecia estaba desconcertada. Hojeaba el libro y, lo que veía, daba la razón a Fonchito.
—Cualquiera que mire mucho sus cuadros, lo nota —se encogió de hombros el niño, sin dar importancia al asunto—. ¿No dice mi papá que si no es un temático, un artista no llega a ser genial? Por eso, yo me fijo siempre en las manías de los pintores que se reflejan en sus cuadros. Egon Schiele tenía tres: ponerles las mismas manos desproporcionadas a todas sus figuras, quitándoles el dedo gordo. Que las chicas y los señores mostraran sus cositas, levantándose la falda y abriendo las piernas. Y, la tercera, retratarse él mismo, poniendo las manos en posturas forzadas, que llaman la atención.
—Bueno, bueno, si querías dejarme con la boca abierta, lo conseguiste. ¿Sabes una cosa, Fonchito? Tú sí que eres un gran temático. Si la teoría de tu papá es cierta, ya tienes uno de los requisitos para ser genial.
—Sólo me falta pintar los cuadros —se rió él. Volvió a tumbarse y a mirarse las manos. Las movía y lucía imitando las extravagantes poses con que aparecían en los cuadros y fotos de Schiele. Doña Lucrecia, divertida, observaba su pantomima. Y, de pronto, decidió: «Voy a leerle mi carta, a ver qué dice». Además, leyéndola en voz alta, sabría si lo que había escrito estaba bien y decidiría si mandársela a Rigoberto o romperla. Pero, cuando iba a hacerlo, se acobardó. Más bien, dijo:
—Me preocupa que día y noche sólo pienses en Schiele —El niño dejó de jugar con sus manos—. Te lo digo con todo el cariño que te tengo. Al principio, me parecía bonito que te gustaran tanto sus pinturas, que te identificaras con él. Pero, por tratar de parecerte a él en todo, estás dejando de ser tú.
—Es que yo soy él, madrastra. Aunque lo tomes a broma, es así. Siento que soy él.
Le sonrió, para tranquilizarla. «Espérate un ratito», murmuró, mientras, incorporándose, cogía el libro de reproducciones, lo hojeaba buscando algo, y se lo volvía a poner sobre las rodillas, abierto. Doña Lucrecia vio una lámina en colores; sobre un fondo ocre, se extendía una sinuosa señora embutida en un disfraz carnavalesco, con filas de barras verdes, rojas, amarillas y negras, dispuestas en zigzag. Llevaba los cabellos ocultos bajo un rodete aturbantado, iba descalza, la miraba con lánguida tristeza en sus grandes ojos oscuros y tenía las manos alzadas sobre la cabeza como si se dispusiera a tocar castañuelas.
—Viendo ese cuadro me di cuenta —oyó decir a Fonchito, con total seriedad—. Que yo era él.
Trató de reírse, pero no lo consiguió. ¿Qué pretendía este chiquito? ¿Asustarla? «Juega conmigo como un gatito con una gran ratona», pensó.
—¿Ah, sí? ¿Y qué te reveló en este cuadro que eres Egon Schiele reencarnado?
—No te has dado cuenta, madrastra —se rió Fonchito—. Míralo de nuevo, pedacito por pedacito. Y verás que, aunque lo pintó en Viena, en 1914, en su taller, en esa señora está el Perú. Repetido cinco veces.
La señora Lucrecia volvió a examinar la imagen. De arriba abajo. De abajo arriba. Por fin, reparó que, en el coloreado vestido de payaso de la descalza modelo, había cinco minúsculas figuritas, a la altura de los brazos, en su costado derecho, sobre la pierna y en el ruedo de su falda. Se llevó el libro a los ojos y las examinó, con calma. Pues, sí. Parecían indiecitas, cholitas. Estaban vestidas como las campesinas del Cusco.
—Eso es lo que son, indiecitas de los Andes —dijo Fonchito, leyéndole el pensamiento—. ¿Ves? El Perú está metido en los cuadros de Egon Schiele. Por eso me di cuenta. Para mí, fue un mensaje.
Siguió hablando, haciendo gala de esa prodigiosa información sobre la vida y la obra del pintor que a doña Lucrecia le daba la impresión de la omnisciencia y la sospecha de una conjura, de una calenturienta emboscada. Tenía su explicación, madrastra. La señora del retrato se llamaba Frederike María Beer. Era la única persona retratada por los dos más grandes pintores de la Viena de su tiempo: Egon y Klimt. Hija de un señor muy rico, dueño de cabarets, había sido una gran dama; ayudaba a los artistas y les conseguía compradores. Poco antes de que Schiele la pintara, había hecho un viaje por Bolivia y Perú y de aquí se había llevado esas indiecitas de trapo, que se compraría en alguna feria del Cusco o La Paz. Y a Egon Schiele se le ocurrió pintarlas en el vestido de la señora. O sea, no había ningún milagro en que hubiera cinco cholitas en ese cuadro. Pero, pero…
—¿Pero, qué? —lo animó doña Lucrecia, absorbida por el relato de Fonchito, esperando una gran revelación.
—Pero, nada —añadió el chiquillo, con un gesto de fatiga—. Esas indiecitas fueron puestas ahí para que yo me las encontrara algún día. Cinco peruanitas en un cuadro de Schiele. ¿No te das cuenta?
—¿Se pusieron a hablarte? ¿Te dijeron que tú las pintaste, hace ochenta años? ¿Que eres un reencarnado?
—Bueno, si te vas a burlar, hablemos de otra cosa, madrastra.
—No me gusta oírte decir tonterías —dijo ella—. Ni que pienses tonterías, ni que creas tonterías. Tú eres tú y Egon Schiele era Egon Schiele. Tú vives aquí, en Lima, y él vivió en Viena a principios de siglo. La reencarnación no existe. Así que, no vuelvas a decir disparates, si no quieres que me enoje. ¿De acuerdo?
El niño asintió, de mala gana. Tenía su carita compungida, pero no se atrevió a replicarle, porque ella le había hablado con una severidad desacostumbrada. Trató de hacer las paces.
—Quiero leerte algo que he escrito —murmuró, sacando de su bolsillo el borrador de la carta.
—¿Le has contestado a mi papá? —se alegró el niño, sentándose en el suelo y avanzando la cabeza.
Sí, anoche. No sabía aún si se la mandaría. Ya no podía más. Siete, eran muchos anónimos. Y el autor era Rigoberto. ¿Quién, si no? ¿Quién otro podía hablarle de esa manera tan familiar y exaltada? ¿Quién, conocerla tan al detalle? Había decidido acabar con ese teatro. A ver, qué le parecía.
—Léemela de una vez, madrastra —se impacientó el niño. Tenía los ojos brillantes y su carita delataba una enorme curiosidad; también, algo de, algo de, doña Lucrecia buscaba la palabra, de regocijo malicioso; incluso, de maldad. Carraspeando antes de empezar y sin levantar los ojos hasta el final, leyó:
Amado:
He resistido la tentación de escribirte desde que supe que eras el autor de esas misivas ardientes que, desde hace dos semanas, han llenado esta casita de llamas, de alegría, de nostalgia y de esperanza, y a mi corazón y a mis entrañas del dulce fuego que abrasa sin quemar, el del amor y el deseo unidos en matrimonio feliz.
¿Para qué ibas afirmar unas cartas que sólo tú podías escribir? ¿Quién me ha estudiado, formado, inventado, como tú lo has hecho? ¿Quién podía hablar de los puntitos rojos de mis axilas, de las rosadas nervaduras de las cavidades ocultas entre los dedos de mis pies, de esa «fruncida boquita circundada por una circunferencia en miniatura de alegres arruguitas de carne viva, entre azulada y plomiza, a la que hay que llegar escalando las lisas y marmoleas columnas de tus piernas» ? Sólo tú, amor mío.
Desde las primeras líneas de la primer a carta, supe que eras tú. Por eso, antes de terminar de leerla, obedecí tus instrucciones. Me desnudé y posé par a ti, ante el espejo, imitando a la Dánae de Klimt. Y volví, como tantas noches añoradas en mi soledad actual, a volar contigo por esos reinos de la fantasía que hemos explorado juntos, a lo largo de esos años compartidos que son, para mí, ahora, una fuente de consuelo y de vida a la que vuelvo a beber con la memoria, para soportar la rutina y el vacío que han sucedido a lo que, junto a ti, fue aventura y plenitud.
En la medida de mis fuerzas, he seguido al pie de la letra las exigencias —no, las sugerencias y ruegos— de tus siete cartas. Me he vestido y desvestido, disfrazado y enmascarado, tumbado, plegado, desplegado, acuclillado y encarnado —con mi cuerpo y mi alma— todos los caprichos de tus cartas, pues ¿qué placer más grande, para mí, que complacerte? Para ti y por ti, he sido Mesalina y Leda, Magdalena y Salomé, Diana con su arco y sus flechas, la Maja Desnuda, la Casta Susana sorprendida por los viejos lujuriosos y, en el baño turco, la odalisca de Ingres. He hecho el amor con Marte, Nabucodonosor, Sardanápalo, Napoleón, cisnes, sátiros, esclavos y esclavas, emergido del mar como una sirena, aplacado y atizado los amores de Ulises. He sido una marquesita de Watteau, una ninfa del Tiziano, una Virgen de Murillo, una Madonna de Piero della Francesca, una geisha de Fujita y una arrastrada de Toulouse–Lautrec. Me costó trabajo pararme en puntas de pie como la ballerina de Degas, y, créeme, para no defraudarte, hasta intenté, a costa de calambres, mudarme en eso que llamas el voluptuoso cubo cubista de Juan Gris.
Jugar de nuevo contigo, aunque a la distancia, me ha hecho bien, me ha hecho mal. He sentido, de nuevo, que era tuya y tú mío. Cuando terminaba el juego, mi soledad aumentaba y me entristecía aún más. ¿Está perdido, para siempre, lo perdido?
Desde que recibí la primera carta, he vivido esperando la siguiente, devorada por las dudas, tratando de adivinar tus intenciones. ¿Querías que te contestara? ¿O, el enviármelas sin firma indica que no quieres entablar un diálogo, sólo que escuche tu monólogo? Pero, anoche, después de haber sido, dócilmente, la hacendosa señora burguesa de Vermeer, decidí responderte. Algo, desde ese fondo oscuro de mi persona que sólo tú has buceado, me ordenó tomar la pluma y el papel. ¿He hecho bien? ¿No habré infringido esa ley no escrita que prohibe a la figura de un retrato salirse del cuadro a hablarle a su pintor?
Tú, amado, sabes la respuesta. Házmela saber.
—Carambas, qué carta —dijo Fonchito. Su entusiasmo parecía muy sincero—. ¡Madrastra, tú quieres mucho a mi papá!
Estaba ruborizado y radiante, y doña Lucrecia lo notó también —por primera vez— hasta confuso.
—Nunca he dejado de quererlo. Ni siquiera cuando pasó lo que pasó.
Fonchito puso de inmediato esa mirada blanca, amnésica, que vaciaba sus ojos, cada vez que doña Lucrecia aludía de algún modo a aquella aventura. Pero, notó que el rubor desaparecía de las mejillas del niño y lo reemplazaba una palidez nacarada.
—Porque, aunque a ti y a mí nos gustaría que no hubiera, y aunque nunca hablemos de eso, lo que pasó, pasó. No se puede borrar —dijo doña Lucrecia, buscándole los ojos—. Y, aunque me mires como si no supieras de qué te hablo, lo recuerdas todo tan bien como yo. Y, seguro que lo lamentas tanto o más que yo.
No pudo seguir. Fonchito se había puesto otra vez a mirarse las manos, mientras las movía, imitando los disfuerzos de los personajes de Egon Schiele: tiesas y paralelas a la altura de su hombro, con el dedo pulgar oculto y como cercenado, o sobre su cabeza, adelantadas como si acabara de lanzar una lanza. Doña Lucrecia terminó por echarse a reír:
—No eres un diablito sino un payaso —exclamó—. Deberías dedicarte al teatro, más bien.
El niño se rió también, distendido, haciendo morisquetas y jugando siempre con sus manos. Y, sin abandonar las monerías, sorprendió a doña Lucrecia con este comentario:
—¿Has escrito esa carta en estilo huachafo, a propósito? ¿Tú también crees, como mi papá, que la huachafería es inseparable del amor?
—La he escrito imitando el estilo de tu papá —dijo doña Lucrecia—. Exagerando, tratando de ser solemne, rebuscada y truculenta. A él le gusta así. ¿Te parece muy huachafa?
—Le va a encantar —le aseguró Fonchito, asintiendo varias veces—. La leerá y releerá muchas veces, encerrado en su escritorio. No se te ocurrirá firmarla ¿no, madrastra?
La verdad, no había pensado en eso.
—¿Debería mandársela anónima?
—Por supuesto, madrastra —afirmó el niño, enfático—. Tienes que seguirle el juego, pues.
Tal vez tenía razón. Si él se las mandaba sin firma, por qué la firmaría ella.
—Sabes las de Quico y Caco, chiquito —murmuró—. Sí, es una buena idea. Se la mandaré sin firma. Total, él sabrá muy bien quién se la ha escrito.
Fonchito se hizo el que aplaudía. Se había puesto de pie y se alistaba para irse. Hoy no había habido chancays tostados, porque Justiniana estaba de salida. Como siempre, recogió el libro de reproducciones y lo guardó en su bolsón, se abotonó la camisa gris y se ajustó la corbatita del uniforme, observado por una Lucrecia a la que divertía verlo repetir cada tarde los mismos gestos, al llegar y al partir. Pero, esta vez, a diferencia de otras, en que se limitaba a decirle «Chau, madrastra», se sentó a su lado en el sillón, muy junto.
—Quisiera preguntarte algo antes de irme. Sólo que me da un poco de vergüenza.
Había puesto la vocecita delgada, dulce y tímida que ponía cuando quería despertar su benevolencia o su piedad. Y, aunque a doña Lucrecia nunca la abandonaba la sospecha de que era pura farsa, siempre terminaba despertando su benevolencia o su piedad.
—Tú no tienes vergüenza de nada, así que no vengas a contarme el cuento ni a hacerte el inocente —le dijo, desmintiendo la dureza de sus palabras con la caricia que le hacía, tironeándole la oreja—. Pregunta, nomás.
El niño se ladeó y le echó los brazos al cuello. Hundió la carita en su hombro.
—Si te miro, no me atrevo —susurró, bajando la voz hasta convertirla en un murmullo apenas audible—. Esa boquita fruncida, rodeada de arruguitas, de tu carta, no es ésta ¿no, madrastra?
Doña Lucrecia sintió que la mejilla pegada a la suya se movía, que dos delgados labios bajaban por su cara y se adherían a los suyos. Fríos al principio, al instante se animaron. Sintió que hacían presión y la besaban. Cerró los ojos y abrió la boca: una culebrilla húmeda la visitó, paseó por sus encías, su paladar, y se enredó en su lengua. Estuvo un tiempo sin tiempo, ciega, convertida en sensación, anonadada, feliz, sin hacer nada ni pensar en nada. Pero, cuando alzó los brazos para estrechar a Fonchito, el niño, en uno de esos súbitos cambios de humor que eran su rasgo distintivo, se soltó y apartó de ella. Ahora, estaba alejándose, haciéndole adiós. Tenía la expresión muy natural.
—Si quieres, pasa tu anónimo en limpio y ponlo en un sobre —le dijo, desde la puerta—. Mañana me lo das y lo meteré al buzón de la casa sin que mi papá me vea. Chau, madrastra.
NI CABALLITO DE TOTORA NI TORITO DE PUCARÁ
Entiendo que el espectáculo de la bandera flameando al viento le produce palpitaciones, y, la música y la letra del himno nacional, ese cosquilleo en las venas y retracción y erizamiento de los vellos que llaman emoción. La palabra patria (que usted escribe siempre con mayúsculas) no la asocia con los versos irreverentes del joven Pablo Neruda
Patria,
palabra triste,
como termómetro o ascensor
ni con la mortífera sentencia del Doctor Johnson (Patriotism is the last refuge of a scoundrel) sino con heroicas cargas de caballería, espadas que se incrustan en pechos de uniformes enemigos, toques de clarín, disparos y cañonazos que no son los de las botellas de champaña. Usted pertenece, según todas las apariencias, al conglomerado de machos y hembras que miran con respeto las estatuas de esos prohombres que adornan las plazas públicas y deploran que las caguen las palomas, y es capaz de madrugar y esperar horas para no perderse un buen sitio en el Campo de Marte en el desfile de los soldados los días de efemérides, espectáculo que le suscita apreciaciones en las que chisporrotean las palabras marcial, patriótico y viril. Señor, señora: en usted hay agazapada una fiera rabiosa que constituye un peligro para la humanidad.
Usted es un lastre viviente que arrastra la civilización desde los tiempos del caníbal tatuado, perforado y de estuche fálico, el mágico prerracional que zapateaba para atraer la lluvia y manducaba el corazón de su adversario a fin de robarle la fuerza. En verdad, detrás de sus arengas y oriflamas en exaltación de ese pedazo de geografía mancillada por hitos y demarcaciones arbitrarias, en las que usted ve personificada una forma superior de la historia y de la metafísica social, no hay otra cosa que el astuto aggiornamiento del antiquísimo miedo primitivo a independizarse de la tribu, a dejar de ser masa, parte, y convertirse en individuo, añoranza de aquel antecesor para el que el mundo comenzaba y terminaba dentro de los confines de lo conocido, el claro del bosque, la caverna oscura, la meseta empinada, ese enclave pequeñito donde compartir la lengua, la magia, la confusión, los usos, y, sobre todo, la ignorancia y los miedos de su grupo, le daba valor y lo hacía sentirse protegido contra el trueno, el rayo, la fiera y las otras tribus del planeta. Aunque, desde aquellos remotos tiempos, hayan transcurrido siglos y se crea usted, porque lleva saco y corbata o falda tubo y se hace liftings en Miami, muy superior a ese ancestro de taparrabos de corteza de tronco y labio y nariz de colgantes prendedores, usted es él y ella es usted. El cordón umbilical que los enlaza a través de las centurias se llama pavor a lo desconocido, odio a lo distinto, rechazo a la aventura, pánico a la libertad y a la responsabilidad de inventarse cada día, vocación de servidumbre a la rutina, a lo gregario, rechazo a descolectivizarse para no tener que afrontar el desafío cotidiano que es la soberanía individual. En aquellos tiempos, el indefenso comedor de carne humana, sumido en una ignorancia metafísica y física ante lo que ocurría y lo rodeaba, tenía cierta justificación de negarse a ser independiente, creativo y libre; en éstos, en que se sabe ya todo lo que hace falta saber y algo más, no hay razón valedera para empeñarse en ser un esclavo y un irracional. Este juicio le parecerá severo, extremado, ante lo que para usted no es sino un virtuoso e idealista sentimiento de solidaridad y amor con el terruño y los recuerdos («la tierra y los muertos», según el antropoide francés señor Maurice Barrés), ese marco de referencias ambientales y culturales sin el cual un ser humano se siente vacío. Yo le aseguro que ésa es una cara de la moneda patriótica; la otra, el revés de la exaltación de lo propio, es la denigración de lo ajeno, la voluntad de humillar y derrotar a los demás, a los que son diferentes de usted porque tienen otro color de piel, otra lengua, otro dios y hasta otra indumentaria y otra dieta.
El patriotismo, que, en realidad, parece una forma benevolente del nacionalismo — pues la «patria» parece ser más antigua, congénita y respetable que la «nación», ridículo artilugio político–administrativo manufacturado por estadistas ávidos de poder e intelectuales en pos de un amo, es decir de mecenas, es decir de tetas prebendarias que succionar, es una peligrosa pero efectiva coartada para las guerras que han diezmado el planeta no sé cuántas veces, para las pulsiones despóticas que han consagrado el dominio del fuerte sobre el débil y una cortina de humo igualitarista cuyas deletéreas nubes indiferencian a los seres humanos y los clonizan, imponiéndoles, como esencial e irremediable, el más accidental de los denominadores comunes: el lugar de nacimiento. Detrás del patriotismo y del nacionalismo llamea siempre la maligna ficción colectivista de la identidad, alambrada ontológica que pretende aglutinar, en fraternidad irredimible e inconfundible, a los «peruanos», los «españoles», los «franceses», los «chinos», etc. Usted y yo sabemos que esas categorías son otras tantas abyectas mentiras que echan un manto de olvido sobre diversidades e incompatibilidades múltiples y pretenden abolir siglos de historia y retroceder a la civilización a esos bárbaros tiempos anteriores a la creación de la individualidad, vale decir de la racionalidad y la libertad: tres cosas inseparables, entérese.