Por eso, cuando alguien dice, a mi alrededor, «el chino», «el negro», «los peruanos», «los franceses», «las mujeres» o cualquier expresión equivalente con pretensiones de definir a un ser humano por su pertenencia a un colectivo de cualquier orden y no como una circunstancia desechable, tengo ganas de sacar el revólver y —pum pum— disparar. (Se trata de una figura poética, por supuesto; nunca he tenido un arma de fuego en la mano ni la tendré y no he efectuado otros disparos que los seminales, que, a ellos sí, reivindico con orgullo patriótico.) Mi individualismo no me lleva, claro está, a hacer el elogio del soliloquio sexual como la forma más perfecta del placer; en este campo, me inclino por los diálogos de a dos o, máximo, de a tres, y, por supuesto, me declaro encarnizado enemigo del promiscuo partouze, que es, en el espacio de la cama y el fornicio, el equivalente del colectivismo político y social. A menos de que el monólogo sexual se practique en compañía —en cuyo caso se vuelve barroquísimo diálogo—, como se ilustra en esa pequeña acuarela y carboncillo de Picasso (1902/1903) con la que usted puede recrearse en el Museo Picasso de Barcelona, en la que el Sr. D. Ángel Fernández de Soto, vestido y fumando la pipa, y su distinguida esposa, desnuda pero con medias y zapatos, tomando una copa de champaña y sentada en las rodillas de su cónyuge, se masturban recíprocamente, cuadro que, dicho sea de paso, sin ánimo de ofender a nadie (y, menos que nadie, a Picasso) considero superior al Guernica y Les demoiselles d'Avignon.

(Si le parece que esta carta empieza a dar muestras de incoherencia, recuerde al Monsieur Teste, de Valéry: «La incoherencia de un discurso depende del que escucha. El espíritu no me parece concebido de manera que pueda ser incoherente consigo mismo».)

¿Quiere usted saber de dónde viene toda la hepática descarga antipatriótica de esta carta? De una arenga del Presidente de la República, reseñada por la prensa esta mañana, según la cual, inaugurando la Feria de Artesanía, afirmó que los peruanos tenemos la obligación patriótica de admirar el trabajo de los anónimos artesanos que, hace siglos, modelaron los huacos de Chavín, tejían y pintaban las telas de Paracas o enhebraban los mantos de plumas de Nasca, los queros cusqueños, o los contemporáneos constructores de retablos ayacuchanos, de toritos de Pucará, niños Manuelitos, alfombras de San Pedro de Cajas, caballitos de totora del lago Titicaca y espejitos de Cajamarca, porque —cito al primer mandatario— «la artesanía es el arte popular por antonomasia, la exposición suprema de la creatividad y destreza artística de un pueblo y uno de los grandes símbolos y manifestaciones de la Patria y cada uno de sus objetos no lleva la firma individual de su artesano forjador porque todos ellos llevan la firma de la colectividad, de la nacionalidad».

Si es usted varón o hembra de buen gusto —es decir, amante de la precisión—, habrá sonreído ante esta diarrea artesano–patriótica de nuestro Jefe de Estado. En lo que a mí concierne, además de parecerme, como a usted, huera y cursi, me iluminó. Ahora ya sé por qué detesto todas las artesanías del mundo en general, y la de «mi país» (uso la fórmula para que podamos entendernos) en particular. Ahora ya sé por qué en mi casa no ha entrado ni entrará jamás un huaco peruano ni una máscara veneciana ni una matriuska rusa ni una muñequita con trenzas y zuecos holandesa ni un torerito de madera ni una gitanilla bailando flamenco ni un muñeco articulado indonesio, ni un samurai de juguete ni un retablo ayacuchano o un diablo boliviano ni ninguna figura u objeto de greda, madera, porcelana, piedra, tela o miga de pan manufacturado serial, genérica y anónimamente, que usurpe, aunque sea con la hipócrita modestia de autotitularse arte popular, la naturaleza de objeto artístico, algo que es predominio absoluto de la esfera privada, expresión de acérrima individualidad y por lo tanto refutación y rechazo de lo abstracto y lo genérico, de todo lo que, directa o indirectamente, aspire a justificarse en nombre de una pretendida estirpe «social». No hay arte impersonal, señor patriota (y no me hable, por favor, de las catedrales góticas). La artesanía es una manifestación primitiva, amorfa y fetal de lo que algún día —cuando individuos particulares desagregados del todo comiencen a imprimir un sello personal a esos objetos en los que volcarán una intimidad intransferible— podrá tal vez acceder a la categoría artística. Que ella truene, prospere y reine en una «nación» no debería ennorgullecer a nadie y menos a los pretendidos patriotas. Porque la prosperidad de la artesanía —esa manifestación de lo genérico— es signo de atraso o regresión, inconsciente voluntad de no avanzar en ese torbellino demoledor de fronteras, de costumbres pintorescas, de color local, de diferencias provinciales y espíritu campaneril, que es la civilización. Ya sé que usted, señora patriota, señor patriota, usted la odia, si no la palabra, el contenido de esa palabra demoledora. Es su derecho. También lo es, mío, amarla y defenderla contra viento y marea, aun a sabiendas de que el combate es difícil y de que puedo hallarme —los signos son múltiples— en el bando de los derrotados. No importa. Ésa es la única forma de heroísmo que nos está permitida a los enemigos del heroísmo obligatorio: morir firmando con nombre y apellido propios, tener una muerte personal.

Sépalo de una vez por todas y horrorícese: la única patria que reverencio es la cama que holla mi esposa, Lucrecia (Tu luz, alta señora / Venza esta ciega y triste noche mía, fray Luis de León dixit) y, su cuerpo soberbio, la única bandera o enseña patria capaz de arrastrarme a los más temerarios combates, y el único himno que me conturba hasta el sollozo son los ruidos que esa carne amada emite, su voz, su risa, su llanto, sus suspiros, y, por supuesto (tápese los oídos y la nariz) sus hipos, eructos, pedos y estornudos. ¿Puedo o no puedo ser considerado un verdadero patriota, a mi manera?

¡MALDITO ONETTI! ¡BENDITO ONETTI!

Don Rigoberto se despertó llorando (le ocurría con bastante frecuencia últimamente). Había pasado del sueño a la vigilia ya; su conciencia reconocía en las sombras los objetos de su dormitorio; sus oídos, el monótono mar; sus narices y los poros de su cuerpo, la corrosiva humedad. Pero, la horrible imagen estaba todavía allí, sobrenadando en su imaginación, salida de algún remoto escondrijo, angustiándolo igual que hacía unos momentos, en la inconsciencia de la pesadilla. «Deja de llorar, estúpido.» Pero las lágrimas corrían por sus mejillas y sollozaba, sobrecogido de espanto. ¿Y, si fuera telepatía? ¿Si hubiera recibido un mensaje? ¿Si, en efecto, ayer, esa tarde, gusanito en el corazón de la manzana, le hubieran descubierto el bulto en el pecho anunciador de la catástrofe y Lucrecia inmediatamente hubiera pensado en él, confiado en él, acudido a él a compartir su pesadumbre, su zozobra? Había sido una llamada in extremis. El día de la operación estaba decidido. «Estamos todavía a tiempo, sentenció el doctor, a condición de extirpar ese pecho, tal vez los dos pechos, de inmediato. Casi, casi, puedo meter mis manos al fuego: aún no se ha producido metástasis. A condición de operar dentro de pocas horas, se salvará.» El miserable habría comenzado a afilar el bisturí, con celajes de placer sádico en los ojos. Entonces, en ese instante, Lucrecia pensó en él, deseó ardientemente hablar con él, contarle, ser escuchada, consolada, acompañada por él. «Dios mío, iré a arrastrarme a sus pies como una lombriz y a pedirle perdón», se estremeció don Rigoberto.

La imagen de Lucrecia, tendida en una mesa de operaciones, sometida a esa monstruosa mutilación, le acarreó un nuevo ramalazo de angustia. Cerrando los ojos, aguantando la respiración, recordó sus pechos firmes, robustos, idénticos, las corolas oscuras y la piel granulada, los botones que, arrullados y humedecidos por sus labios, se enderezaban con gallardía, desafiantes, a la hora del amor. ¿Cuántos minutos, horas, había pasado contemplándolos, sopesándolos, besándolos, lamiéndolos, jugando con ellos, acariciándolos, fantaseándose convertido en ciudadano de Liliputh que escalaba esas sonrosadas colinas en pos del alto torreón de la cumbre, o en un recién nacido que, mamando de allí la blanca savia de la vida, recibía de esos pechos, apenas salido del claustro materno, sus primeras lecciones de placer? Recordó cómo solía, ciertos domingos, sentarse en el banquito de madera del cuarto de baño, a contemplar a Lucrecia en la bañera, arrebosada de espuma. Ella se ponía una toalla en forma de turbante y proseguía su toilette, muy concienzuda, concediéndolé de tanto en tanto una sonrisa benevolente, mientras se restregaba el cuerpo con las grandes esponjas amarillas que embebía en agua espumosa, y pasaba por sus hombros, su espalda o las hermosas piernas que sacaba para ello unos segundos de las profundidades cremosas. En esos momentos, eran sus pechos los que imantaban toda la atención, el fervor religioso de don Rigoberto. Asomaban a flor de agua, su copa blanca y sus pezones azulados brillando entre las burbujas de espuma, y, de rato en rato, para halagarlo y premiarlo («caricia distraída que hace el ama al perro dócil tendido a sus pies», pensó, más calmado) doña Lucrecia se los cogía y, con el pretexto de enjabonarlos y enjuagarlos algo más, los acariciaba con la esponja. Eran bellos, eran perfectos. Tenían la redondez, la consistencia y la temperatura para colmar los deseos de un dios lujurioso. «Ahora, pásame la toalla, sé mi valet, decía, incorporándose, mientras se enjuagaba con la ducha de mano. Si te portas bien, tal vez te permita que me seques la espalda.» Sus pechos estaban ahí, destellando en la oscuridad del cuarto y como iluminando su soledad. ¿Podía ser posible que el inicuo cáncer se encarnizara contra esas criaturas que enaltecían la condición femenina, que justificaban la divinización trovadoresca de la mujer, el culto mariano? Don Rigoberto sintió que a la desesperación de hacía un momento sucedía la cólera, un sentimiento salvaje de rebeldía contra la enfermedad.

Y, entonces, recordó. «¡Maldito Onetti!» Se echó a reír a carcajadas. «¡Maldita novela! ¡Maldita Santa María! ¡Maldita Gertrudis!» (¿Así se llamaba su personaje? ¿Gertrudis? Sí, así.) De ahí le vino la pesadilla, nada de telepatía. Seguía riéndose, liberado, sobreexcitado, dichoso. Decidió, por unos momentos, creer en Dios (en alguno de sus cuadernos había transcrito la frase de Quevedo, en el Buscón: «Era de esos que creen en Dios por cortesía») para poder agradecer a alguien que los amados pechos de Lucrecia estuvieran intactos, indemnes a las acechanzas del cáncer, y que esa pesadilla hubiera sido sólo la reminiscencia de esa novela cuyo terrible comienzo lo había sobresaltado de horror, los primeros meses de su matrimonio con Lucrecia, inoculándole la aprensión de que algún día, los deliciosos, dulces pechos de su nueva esposa, pudieran ser víctimas de una afrenta quirúrgica (la frase compareció en su memoria con su obscena eufonía: «Ablación de mama») semejante a la que describía, o, aún mejor, inventaba, en las primeras páginas, Brausen, el narrador de esa novela desasosegadora del maldito Onetti. «Gracias, Dios mío, de que no sea cierto, de que sus tetas estén enteritas», rezó. Y, sin calzarse las zapatillas ni ponerse la bata fue a oscuras, tropezando, a revisar los cuadernos de su escritorio. Estaba seguro de haber dejado testimonio de esa perturbadora lectura, que, ¿por qué?, había sobreflotado esta noche de su subconsciencia para estropearle el sueño.

¡El maldito Onetti! ¿Uruguayo? ¿Argentino? Rioplatense, en todo caso. Qué mal rato le hizo pasar. Curioso encaminamiento el de la memoria, caprichosas curvas, barrocos zigzags, incomprensibles hiatos. ¿Por qué, ahora, esta noche, reaparecía en su conciencia esa ficción, luego de diez años en que probablemente ni un solo día, ni una sola vez, pensó en ella? Con la luz de la lamparita del escritorio proyectando sobre el tablero su luz dorada, revisaba apresurado el alto de cuadernos que, calculó, correspondía a la época en que leyó La vida breve. A la vez, seguía viendo, cada vez más nítidos, níveos, levantados, cálidos, en la cama nocturna, en la bañera matutina, asomando entre los pliegues del camisón o la bata de seda o la abertura del escote, los pechos de Lucrecia. Y, volvía, regresaba, con el recuerdo de la tremenda impresión que le había causado la imagen inicial, la historia que refería La vida breve, con una creciente lucidez, como si aquella lectura fuese fresca, recientísima. ¿Por qué La vida breve! ¿Por qué, esta noche?

Por fin, encontró. Encabezando la página y subrayado: La vida breve. Y, a continuación: «Soberbia arquitectura, delicadísima y astuta construcción: una prosa y una técnica muy por encima de sus pobres personajes y anodinas historias». No era una frase muy entusiasta. ¿Por qué, pues, esa conmoción al recordarla? ¿Sólo porque su subconsciente había asociado aquel pecho cercenado por el bisturí de la Gertrudis de la novela con los añorados pechos de Lucrecia? Tenía clarísima la escena inicial, la imagen que había vuelto a remecerlo. El mediocre empleadito de una agencia publicitaria de Buenos Aires, Juan María Brausen, narrador de la historia, se tortura en su sórdido departamento con la idea de la mutilación de teta que ha sufrido la víspera o esa mañana su mujer, Gertrudis, mientras oye, al otro lado del tabique, el estúpido parloteo de una nueva vecina, una ex o todavía puta, Queca, y vagamente fantasea un argumento para cine que le ha pedido su amigo y jefe, Julio Stein. Ahí estaban las transcripciones estremecedoras: «…pensé en la tarea de mirar sin disgusto la nueva cicatriz que iba a tener Gertrudis en el pecho, redonda y complicada, con nervaduras de un rojo o un rosa que el tiempo transformaría acaso en una confusión pálida, del color de la otra, delgada y sin relieve, ágil como una firma, que Gertrudis tenía en el vientre y que yo había reconocido tantas veces con la punta de la lengua». Y ésta, aún más lacerante, en que Brausen, agarrando al toro por los cuernos, anticipa la única manera real en que podría convencer a su mujer de que aquella teta cercenada no importaba: «Porque la única prueba convincente, la única fuente de dicha y confianza que puede proporcionarle será levantar y abatir a plena luz, sobre el pecho mutilado, una cara rejuvenecida por la lujuria, besar y enloquecerme allí».

«Quien escribe frases así, que diez años después siguen erizándole a uno la piel, llenándole el cuerpo de estalactitas, es un creador», pensó don Rigoberto. Se imaginó desnudo con su mujer, en la cama, contemplando la cicatriz casi invisible en el lugar donde había reinado y tronado aquella copa de carne tibia, aquella sedosa comba, besuqueándola con exagerada avidez, mintiendo una excitación, un frenesí que no sentía ni volvería a sentir, y reconoció en sus cabellos la mano —¿agradecida, compadecida?— de su amada, haciéndole saber que ya bastaba. No era necesario fingir. ¿Por qué, ellos que habían vivido cada noche la verdad de sus deseos y sus sueños hasta los tuétanos, iban ahora a mentir, diciéndose que no importaba, cuando ambos sabían que importaba muchísimo, que aquella teta ausente seguiría gravitando sobre todas las noches restantes? ¡Maldito Onetti!

—Te llevarías la sorpresa de tu vida —se rió doña Lucrecia, haciendo un gorgorito de cantante de ópera que se prepara a salir a escena—. Como yo, cuando me lo dijo. Y, más todavía, cuando se los vi. ¡La sorpresa de tu vida!

—¿Los gallardos pechos de la embajadora de Argelia? —se sorprendió don Rigoberto—. ¿Reconstituidos?

—De la esposa del embajador de Argelia —lo perfeccionó doña Lucrecia—. No te hagas el tonto, sabes muy bien de quién se trata. Los estuviste mirando toda la noche, en la comida de la embajada de Francia.

—Es verdad, eran lindísimos —admitió don Rigoberto, ruborizándose. Y, al tiempo que acariciaba, besaba y miraba con devoción los pechos de doña Lucrecia, matizó su entusiasmo con una galantería—: Pero, no tanto como los tuyos.

—Si no me importa —dijo ella, despeinándolo—. Son mejores que los míos, qué le voy a hacer. Más pequeñitos, pero más perfectos. Y, más duros.

—¿Más duros? —Don Rigoberto había comenzado a tragar saliva—. Ni que la hubieras visto desnuda. Ni que se los hubieses tocado.

Hubo un silencio auspicioso, que, sin embargo, coexistía con el estruendo de las olas rompiendo en el acantilado, allá abajo, al pie del escritorio.

—La he visto desnuda y se los he tocado —deletreó, demorándose mucho, su mujer—. ¿No te importa, no es cierto? Pero, no iba a eso, sino a que son reconstruidos. De verdad.

Ahora, don Rigoberto recordó que las mujeres de La vida breve —Queca, Gertrudis, Elena Sala— usaban fajas de seda, además de calzones, para sujetarse el talle y tener silueta. ¿De qué fecha sería aquella novela de Onetti? Ninguna mujer usaba ya fajas. Nunca había visto a Lucrecia con una faja de seda. Tampoco vestida de pirata, ni de monja, ni de jockey, ni de payaso, ni de mariposa, ni de flor. Aunque sí de gitana, con pañuelo en la cabeza, grandes aros en las orejas, blusa de bobos, una falda de amplio ruedo de muchos colores, y, en garganta y en brazos, sartas de abalorios. Recordó que estaba solo, en el amanecer húmedo de Barranco, separado hacía cerca de un año de Lucrecia, y lo impregnó el atroz pesimismo novelesco de Juan María Brausen. Sintió, también, lo que leía en el cuaderno: «la seguridad inolvidable de que no hay en ninguna parte una mujer, un amigo, una casa, un libro, ni siquiera un vicio, que puedan hacerme feliz». Era esa soledad atroz, no la escena del pecho canceroso de Gertrudis, lo que había desenterrado de su subconsciencia aquella novela; él estaba ahora sumido en una soledad tan ácida y un pesimismo tan negro como los de Brausen.

—¿Qué quiere decir, reconstruidos? —se atrevió a preguntar, luego de un largo paréntesis de desconcierto.

—Que tuvo cáncer y que se los sacaron —lo informó doña Lucrecia, con brutalidad quirúrgica—. Luego, poco a poco, se los reconstruyeron, en la Clínica Mayo de Nueva York. Seis intervenciones. ¿Te das cuenta? Una. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. A lo largo de tres años. Pero, se los dejaron más perfectos que antes. Hasta le rehicieron los pezones, con arruguitas y todo. Idénticos. Te lo puedo decir, porque se los vi. Porque se los toqué. ¿No te importa, no, amor mío?

—Por supuesto que no —se apresuró a responder don Rigoberto. Pero, su prisa lo traicionó, y, también, el cambio de coloratura, resonancias e implicaciones de su voz—. ¿Podrías decirme cuándo? ¿Dónde?

—¿Cuándo se los vi? —lo atascó, con sabiduría profesional, doña Lucrecia—. ¿Dónde se los toqué?

—Sí, sí —imploró él, ya sin guardar las formas—. Siempre que quieras. Sólo lo que te parezca que puedes contarme, por supuesto.

«¡Por supuesto!», dio un respingo don Rigoberto. Lo entendía. No era ese pecho emblemático, ni la negrura esencial del narrador de La vida breve; era la astuta manera que Juan María Brausen había encontrado de salvarse, lo que provocó la súbita resurrección, el regreso del Zorro, Tarzán o d'Artagnan, después de diez años. ¡Por supuesto! ¡Bendito Onetti! Sonrió, aliviado, casi contento. El recuerdo no comparecía para hundirlo, más bien para ayudarlo, o, como decía Brausen calificando a su afiebrada imaginación, para salvarlo. ¿No lo decía así, cuando se trasponía él mismo del Buenos Aires real a la Santa María inventada, fantaseado en el médico corrupto, Díaz Grey, que por dinero inyectaba morfina a la misteriosa Elena Sala? ¿No decía que esa transposición, esa muda, esa elucubración, ese recurso a lo ficticio, lo salvaba? Aquí estaba, anotado en su cuaderno: «Una caja china. En la ficción de Onetti, su personaje inventado, Brausen, inventa una ficción en la que hay un médico calcado de él, Díaz Grey, y una mujer calcada de Gertrudis (aunque con sus pechos enteros todavía), Elena Sala, y esa ficción es más que el argumento de cine que le ha pedido Julio Stein: es su manera de defenderse de la realidad enfrentándole el sueño, de aniquilar la horrible verdad de la vida con la hermosa mentira de la ficción». Estaba gozoso y exaltado con su descubrimiento. Se sentía Brausen, se sentía redimido, a salvo, cuando, otra cita de su cuaderno, al pie de las de La vida breve, lo preocupó. Era un verso de If, el poema de Kipling:

Ifyou can dream and not

make dreams your master

Una oportuna advertencia. ¿Seguía siendo dueño de sus sueños, o éstos lo gobernaban ya, por abusar tanto de ellos desde su separación de Lucrecia?

—Nos hicimos amigas desde aquella comida en la embajada francesa —le contaba su mujer—. Me invitó a su casa, a tomar un baño de vapor. Una costumbre muy extendida en los países árabes, parece. Los baños de vapor. No son lo mismo que el sauna, que es baño seco. Se han hecho construir un hammam al fondo del jardín, en la residencia de Orrantia.

Don Rigoberto seguía hojeando, atolondrado, las páginas de su cuaderno, pero ya no estaba totalmente allí; ya estaba, también, en aquel tupido jardín de floripondios, laureles de flores blancas y rosadas y un intenso perfume de la madreselva que se enredaba en las columnas que sostenían el techo de una terraza. Espiaba, encandilado, a las dos mujeres —Lucrecia, con un floreado vestido de primavera y unas sandalias que dejaban al descubierto sus entalcados pies, y la embajadora de Argelia en una túnica de seda de delicados colores que la luminosa mañana tornasolaba— avanzando entre matas de geranios rojos, crotos verdes y amarillos y un césped cuidadosamente recortado, hacia la construcción de madera medio cubierta por las ramas frondosas de un ficus. «El hamman, el baño de vapor», se dijo, sintiendo su corazón. Veía a las dos mujeres de espaldas y admiraba lo parecido de sus formas, las anchas, desacomplejadas nalgas moviéndose a compás, las airosas espaldas, el quiebre de las caderas al andar que dibujaba pliegues en sus ropas. Iban del brazo, amigas cordialísimas, llevaban toallas en las manos. «Estoy allí, salvándome, y estoy en mi escritorio, pensó, como Juan María Brausen en su departamentito de Buenos Aires, desdoblándose en el cafiche Arce que explota a su vecina Queca y que se salva desdoblándose en el doctor Díaz Grey, de la inexistente Santa María.» Pero, se distrajo de las dos mujeres porque, al volver una página de su cuaderno, se dio con otra cita robada de La vida breve: «Usted nombró plenipotenciarios a sus pechos».

«Esta es la noche de los pechos», se enterneció. «¿Seremos Brausen y yo nada más que un par de esquizofrénicos?» No le importaba en absoluto. Había cerrado los ojos y veía a las dos amigas desnudándose sin remilgos, con desenvoltura, como si hubieran celebrado este ritual muchas veces, en la pequeña antesala enmaderada de la cámara de vapor. Colocaban las ropas en unos ganchos y se envolvían en las amplias toallas, conversando animadamente sobre algo que don Rigoberto no entendía ni quería entender. Ahora, empujando una puertita de madera sin cerradura, pasaban a la pequeña cámara saturada de nubéculas de vapor. Sintió una bocanada de calor húmedo en la cara, que se le mojaba el pijama y se le pegaba al cuerpo en la espalda, el pecho y las piernas. El vapor se le metía dentro del cuerpo por las narices, la boca, los ojos, con un perfume que se parecía al pino, al sándalo, a la menta. Temblaba, atemorizado de que las amigas lo descubrieran. Pero, ellas no le prestaban la menor atención, como si no estuviera allí o fuera invisible.

—No creas que usaron nada artificial, silicona o alguna de esas porquerías —le aclaró doña Lucrecia—. Nada de eso. Se los reconstruyeron con piel y carne de su propio cuerpo. Sacándole un pedacito de estómago, otro de nalga, otro de muslo. Sin dejarle la menor huella de nada. Quedó regia, regia, te lo juro.

Era cierto, lo estaba comprobando. Se habían quitado las toallas y sentado muy juntas por la falta de espacio, en una tarima de barras de madera adosada a la pared. Don Rigoberto contempló los dos cuerpos desnudos a través de los ondulantes movimientos de las nubéculas calientes de vapor. Era mejor que El baño turco de Ingres, pues, en ese cuadro, el amontonamiento de desnudos descontrolaba la atención —«la maldición colectivista», blasfemó— en tanto que, aquí, su percepción podía focalizarse, abarcar de una mirada a las dos amigas, escrutarlas sin perder el más mínimo de sus gestos, poseerlas en una visión integral. Además, en El baño turco, los cuerpos estaban secos y aquí, en pocos segundos, doña Lucrecia y la embajadora tenían ya las pieles cubiertas de gotitas brillantes de transpiración. «Qué bellas son», pensó, emocionado. «Juntas, más todavía, como si la belleza de una potenciara la de la otra.»

—No le dejaron ni la sombra de una cicatriz —insistía doña Lucrecia—. Ni en la barriga, ni en la nalga, ni en el muslo. Y, mucho menos, en los pechos que le fabricaron. De no creérselo, amor.

Don Rigoberto lo creía a pie juntillas. ¿Cómo no, si estaba viendo a esas dos perfecciones tan de cerca que, si estiraba su mano, las tocaba? («Ay, ay», se compadeció). El cuerpo de su mujer era más blanco y el de la embajadora más moreno, como crecido y formado a la intemperie; la cabellera de Lucrecia lacia y negra en tanto que la de su amiga crespa y rojiza, pero, pese a aquellas diferencias, se parecían en su desprecio a la moda moderna de la delgadez y el estilo lanceolado, en su renacentista suntuosidad, en su espléndida abundancia de tetas, muslos, nalgas y brazos, en esas magníficas redondeces que —no necesitaba acariciarlas para saberlo— eran firmes, duras y tirantes, prensadas como si las modelaran invisibles corpiños, fajas, ligas, sujetadores. «El modelo clásico, la gran tradición», lo celebró.

—Sufrió mucho con tanta operación, con tanta convalecencia —se apiadaba doña Lucrecia—. Pero, su coquetería, su voluntad de no dejarse vencer, de derrotar a la Naturaleza, de seguir siendo bella, la ayudó. Y, al fin, ganó la guerra. ¿No te parece bellísima?

—Tú también me lo pareces —oró don Rigoberto.

El calor y la transpiración las habían agitado. Ambas respiraban hondo, con lentos y profundos movimientos que alzaban y bajaban sus pechos como tumbos de mar. Don Rigoberto estaba en trance. ¿Qué se decían? ¿Por qué habían surgido esos brillos maliciosos en esos dos pares de ojos? Aguzó los oídos y escuchó.

—No lo puedo creer —decía doña Lucrecia, mirándole los pechos a la embajadora y exagerando su asombro—. Volverían loco a cualquiera. Pero, si no pueden ser más naturales.

—Es lo que me dice mi marido —se rió la embajadora, con intención, alzando un poco el torso de manera que sus pechos se lucieran. Hablaba haciendo un mohín, con un dejo francés, pero sus jotas y erres eran árabes. («Su padre nació en Oran y jugó fútbol con Albert Camus», decidió don Rigoberto)—. Que me los dejaron mejor que antes, que ahora le gustan más. No creas que las operaciones los volvieron insensibles. Nada de eso.

Se rió, simulando rubor, y Lucrecia se rió también, dándole una ligera palmadita en el muslo que sobresaltó a don Rigoberto.

—Espero que no lo tomes a mal ni pienses cosas —dijo, un momento después—. ¿Te los podría tocar? ¿Te importaría? Me muero por saber si al tacto son tan auténticos como lucen. Te pareceré una loca, pidiéndote eso. ¿Te importaría?

—Claro que no, Lucrecia —respondió la embajadora, con familiaridad. Su mohín se había acentuado y sonreía con una boca abierta de par en par, exhibiendo con legítimo orgullo sus blanquísimos dientes—. Tú tocarás los míos, yo los tuyos. Compararemos. No tiene nada de malo que dos amigas se acaricien.

—Eso es, eso es —exclamó doña Lucrecia, entusiasmada. Y echó una miradita de soslayo hacia donde se encontraba don Rigoberto. («Supo desde el principio que yo estaba aquí», suspiró él)—. No sé al tuyo, pero, a mi marido, esto le encanta. Juguemos, juguemos.

Habían comenzado a tocarse, al principio con mucha prudencia y apenas; luego, con más atrevimiento; ahora, se acariciaban ya los pezones, sin disimulo. Se habían ido juntando. Se abrazaban, las dos cabelleras se confundían. Don Rigoberto apenas las divisaba. Las gotas de sudor —o, acaso, las lágrimas— le irritaban de tal modo las pupilas que debía parpadear sin descanso y cerrar los ojos. «Estoy feliz, estoy entristecido», pensaba, consciente de la incongruencia. ¿Podía ser posible? Por qué no. Como estar en Buenos Aires y en Santa María, o en este amanecer, solo, en el desolado escritorio rodeado de cuadernos y grabados, y en aquel jardín primaveral, entre nubes de vapor, sudando a chorros.

—Comenzó como un juego —le explicó doña Lucrecia—. Para pasar el rato, mientras botábamos las toxinas. Inmediatamente, pensé en ti. Si lo aprobarías. Si te excitaría. Si te molestaría. Si me harías una escena cuando te contara.

Él, fiel a su promesa de dedicar toda la noche a rendir culto a los pechos plenipotenciarios de su mujer, se había arrodillado en el suelo, entre las piernas separadas de Lucrecia, sentada al borde de la cama. Con amorosa solicitud sostenía cada uno de sus senos en una mano, extremando el cuidado, como si fueran de frágil cristal y pudieran trizarse. Los besaba con la flor de los labios, milímetro a milímetro, cultivador concienzudo que no deja mota de terreno sin roturar.

—Es decir, me provocó tocarla para saber si, al tacto, sus pechos no parecían postizos. Y, ella, por galantería, para no quedarse quieta, como una posma. Pero, era jugar con fuego, por supuesto.

—Por supuesto —asintió don Rigoberto, incansable en su búsqueda de la simetría, saltando, equitativo, de un pecho a otro—. ¿Porque se fueron excitando? ¿Porque de tocárselos pasaron a besárselos? ¿A chupárselos?

Se arrepintió en el acto. Había violado ese estricto código que establecía la incompatibilidad entr el placer y el uso de palabras vulgares, de verbos (chupar, mamar) sobre todo, que malherían cualquier ilusión.

—No he dicho chupárselos —se excusó, tratando de retrotraer el pasado y corregirlo—. Quedémonos en besárselos. ¿Cuál de las dos comenzó? ¿Tú, vida mía?

Oyó su livianísima voz, pero no alcanzó ya a verla, porque se desvanecía muy de prisa, como el vaho en el espejo al ser frotado o recibir una bocanada de aire fresco: «Sí, yo, ¿no es lo que me mandaste hacer, lo que querías?». «No», pensó don Rigoberto. «Lo que quiero es tenerte aquí, de carne y hueso, no fantasma. Porque, te amo.» La tristeza había caído sobre él como un chaparrón, cuyas trombas de agua impetuosa se llevaron el jardín, aquella residencia, el olor a sándalo, a pino, a menta y a madreselva, el baño de vapor y las dos amigas cariñosas. También, el calor mojado de un momento atrás y su sueño. El frío de la madrugada le calaba los huesos. El isócrono mar golpeaba con furia los acantilados.

Y entonces recordó que, en la novela —¡maldito Onetti!, ¡bendito Onetti!— la Queca y la Gorda se besaban y acariciaban a escondidas de Brausen, del falso Arce, y que la puta, o ex–puta, la vecina, la Queca, la que mataban, creía que su departamento estaba lleno de monstruos, de gnomos, de endriagos, invisibles bestezuelas metafísicas que venían a acosarla. «La Queca y la Gorda, pensó, Lucrecia y la embajadora.» Esquizofrénico, igual que Brausen. Ni los fantasmas lo salvaban ya, más bien lo sepultaban cada día en una soledad más profunda, dejando su estudio sembrado de alimañas feroces, como el departamento de la Queca. ¿Debería quemar esta casa? ¿Con él y Fonchito dentro?

En el cuaderno, destelló un sueño erótico de Juan María Brausen («tornado de unos cuadros de Paul Delvaux que Onetti no podía conocer cuando escribió La vida breve porque el surrealista belga ni siquiera los había pintado», decía una notita entre paréntesis): «Me abandono contra el respaldo del asiento, contra el hombro de la muchacha, e imagino estar alejándome de una pequeña ciudad formada por casas de citas; de una sigilosa aldea en la que parejas desnudas ambulan por jardinillos, pavimentos musgosos, protegiéndose las caras con las manos abiertas cuando se encienden luces, cuando se cruzan con mucamos pederastas…». ¿Terminaría como Brausen? ¿Sería ya Brausen? Un fallido mediocre que fracasó como idealista católico, reformador social evangélico y también, luego, como irredento libertario individualista y agnóstico hedonista, como fabricante de enclaves privados de alta fantasía y buen gusto artístico, al que se le desmorona todo, la mujer que ama, el hijo que procreó, los sueños que quiso incrustar en la realidad, y que declina cada día, cada noche, detrás de la repelente máscara de gerente de una exitosa compañía de seguros, convertido en ese «desesperado puro» del que hablaba la novela de Onetti, en un remedo del masoquista pesimista de La vida breve. Brausen, al menos, al final, se las arreglaba para escapar de Buenos Aires, y, tomando trenes, autos, barcos o autobuses, conseguía llegar a Santa María, la colonia rioplatense de su invención. Don Rigoberto estaba todavía lo bastante lúcido para saber que no podía contrabandearse en las ficciones, brincar al sueño. No era Brausen todavía. Había tiempo de reaccionar, de hacer algo. Pero, qué, qué.

JUEGOS INVISIBLES

Entro a tu casa por el tubo de la chimenea, aunque no sea Santa Claus. Voy flotando hasta tu dormitorio y, pegadita a tu cara, imito el zumbido del mosquito. Entre sueños, tú comienzas a dar manotazos en la oscuridad contra un pobre zancudito que no existe.

Cuando me canso de jugar al anofeles, te destapo los pies y soplo una corriente de aire frío que te entumece los huesos. Te pones a temblar, te encoges, jalas la frazada, te chocan los dientes, te tapas con la almohada y hasta te vienen unos estornudos que no son los de tu alergia.

Entonces, me vuelvo un calorcito piurano, amazónico, que te empapa de sudor de pies a cabeza. Pareces un pollito mojado, pateando las sábanas al suelo, arranchándote la camisa y el pantalón del pijama. Hasta que te quedas calatito, sudando, sudando y acezando como un fuelle.

Después, me vuelvo una pluma y te hago cosquillas, en la planta de los pies, en la oreja, en las axilas. Ji ji, ja ja, jo jo, te ríes sin despertar, haciendo muecas desesperadas y moviéndote, a la derecha, a la izquierda, para que se vayan los calambritos de la carcajada. Hasta que, por fin, te despiertas, asustado, sin verme, pero sintiendo que alguien ronda por la oscuridad.

Cuando te levantas para ir a tu escritorio, a entretenerte con tus grabados, te pongo trampas en el camino. Muevo sillas y adornos y mesas de su sitio, para que te tropieces y grites «¡Ayayayyy!», frotándote las espinillas. A veces, te escondo la bata, las zapatillas. A veces, te derramo el vaso de agua que colocas en el velador para tomártelo al despertar. ¡Cómo te enojas cuando abres los ojos y tanteas buscándolo y descubres que está en medio de un charco, en el suelo! Así nos jugamos con nuestros amores, nosotras.

Tuya, tuya, tuya, La fantasmita enamorada

VIII. FIERA EN EL ESPEJO

«Anoche me fui», se le escapó a doña Lucrecia. Antes de darse cuenta cabal de lo que había dicho, escuchó a Fonchito: «¿Adonde, madrastra?». Enrojeció hasta la raíz de los cabellos, comida por la vergüenza.

—No pude pegar los ojos, quise decir— mintió, porque hacía tiempo que no había tenido un sueño tan profundo, aunque, eso sí, removido por las turbulencias del deseo y los fantasmas del amor—. Con la fatiga, ni sé lo que hablo.

El chiquillo había vuelto a concentrarse en esa página del libro sobre el pintor de sus amores, en la que se veía una fotografía de Egon Schiele mirándose en el gran espejo de su estudio. Lo reproducía de cuerpo entero, con las manos en los bolsillos, los cortos cabellos alborotados, la esbelta silueta juvenil embutida en una camisa blanca de cuello postizo, con corbata pero sin chaqueta, y las manos, escondidas por supuesto, en los bolsillos de un pantalón que parecía remangado para vadear un río. Desde que llegó, Fonchito no había hecho más que hablar de aquel espejo, tratando una y otra vez de que entablaran conversación sobre esa foto; pero, doña Lucrecia, absorta en sus pensamientos, presa aún de la exaltación confusa, las dudas y esperanzas en que la tenía sumida desde ayer el sorprendente desarrollo de su anónima correspondencia, no le había prestado atención. Miró la cabeza de dorados bucles de Fonchito y divisó su perfil, el grave escrutinio a que sometía esa fotografía, como si quisiera arrancarle algún secreto. «No se ha dado cuenta, no entendió.» Aunque, con él, nunca se sabía. A lo mejor había entendido muy bien y disimulaba, para no aumentar su embarazo.

¿O, para el niño, «irse» no quería decir lo mismo? Recordó que, tiempo atrás, ella y Rigoberto habían tenido una de esas conversaciones escabrosas que el secreto código que gobernaba sus vidas sólo permitía en las noches y en la cama, en los prolegómenos, durante o a los postres del amor. Su marido le había asegurado que la nueva generación ya no decía «irse» sino «venirse», lo que graneaba, también en el delicado territorio venusino, la influencia del inglés, pues los gringos y las gringas cuando hacían el amor «se venían» (to come) y no se iban, como los latinos, a ninguna parte. Fuera como fuera, doña Lucrecia se había ido, venido o terminado (éste era el verbo que adoptaron ella y don Rigoberto los diez años de matrimonio, después de acordar que jamás se referirían a ese hermoso final del cuerpo a cuerpo erótico con el incivil y clínico «orgasmo» y menos aún con la lluviosa y beligerante «eyaculación») la noche anterior, gozando intensamente, con un placer extremado, casi doloroso —se había despertado bañada en sudor, los dientes entrechocándose, las manos y los pies convulsos— soñando que había acudido a la misteriosa cita del anónimo, cumpliendo con todas las extravagantes instrucciones, al cabo de lo cual, luego de rocambolescos desplazamientos por las calles oscuras del centro y los suburbios de Lima, había sido —con los ojos vendados, desde luego— ingresada a una casa cuyo olor reconoció, subida por unas escaleras a una segunda planta —que tuvo la seguridad desde el primer momento que era la casa de Barranco—, desnudada y tumbada en una cama que identificó asimismo como la suya de siempre, hasta que se sintió ceñida, abrazada, invadida y colmada por un cuerpo que, por supuesto, era el de Rigoberto. Habían terminado —ídose o venídose— juntos, algo que no les ocurría con frecuencia. A ambos les había parecido un buen signo, un augurio feliz para la nueva etapa que se abría luego de la abracadabrante amistada. Entonces, se despertó, húmeda, lánguida, confusa, y debió luchar un buen rato para aceptar que aquella intensa felicidad sólo había sido un sueño.

—Ese espejo se lo regaló a Schiele su mamá —la voz de Fonchito la volvió a su casa, a la grisácea San Isidro, a los gritos de los chiquillos que pateaban pelota en el Olivar; el niño tenía la cara vuelta hacia ella—. Él le rogó y le rogó que se lo regalara. Algunos dicen que se lo robó. Que tanto se moría por tenerlo, que, un día, fue a la casa de su madre y se lo sacó a la mala. Y que ella se resignó y lo dejó en su estudio. El primero que tuvo. Lo conservó siempre, se mudó con ese espejo a todos sus talleres, hasta su muerte.

—¿Por qué es tan importante ese espejo? —Doña Lucrecia hizo un esfuerzo por interesarse—. El era un Narciso, ya lo sabemos. Esa foto lo pinta enterito. Contemplándose, enamorado de sí mismo, poniendo cara de víctima. Para que el mundo lo quisiera y lo admirara, como se quería y admiraba él.

Fonchito soltó la carcajada.

—¡Qué imaginación, madrastra! —exclamó—. Por eso me gusta hablar contigo; se te ocurren cosas, igual que a mí. De todo sacas una historia. Nos parecemos ¿no es cierto? Contigo, yo no me aburro nunca.

—Y yo tampoco contigo —le mandó ella un beso volado—. Ya te di mi opinión, ahora dame la tuya. ¿Por qué te interesa tanto?

—Me sueño con ese espejo —confesó Fonchito. Y, con una sonrisita mefistofélica, agregó—: A Egon le importaba muchísimo. ¿Cómo crees que pintó su centenar de autorretratos? Gracias a ese espejo. Le sirvió también para pintar a sus modelos, reflejadas en él. No era un capricho. Era que, era que…

Hizo una mueca, buscando, pero doña Lucrecia adivinó que no eran palabras lo que le faltaba, sino precisar una idea todavía inconcreta, gestándose aún en esa cabecita precoz. La pasión del niño por ese pintor, ahora estaba segura, era patológica. Pero, tal vez, por eso mismo, podía determinar también para Fonchito un futuro excepcional, de creador excéntrico, de artista extravagante. Si iba a la cita y se reunía con Rigoberto, se lo comentaría. «¿Te gusta la idea de tener un hijo genial y neurótico?» Y le preguntaría si no había un riesgo para la salud psíquica del niño en que se identificara de esa manera con un pintor de inclinaciones tan retorcidas como Egon Schiele. Pero, entonces, Rigoberto le respondería: «¿Cómo? ¿Has estado viendo a Fonchito? ¿Mientras estábamos separados? ¿Mientras yo te escribía cartas de amor, olvidando lo ocurrido, perdonando lo ocurrido, tú lo recibías a escondidas? ¿Al niñito que corrompiste, metiéndolo a tu cama?». «Dios mío, Dios mío, me he vuelto una idiota perdida», pensó doña Lucrecia. Si iba a esa cita, lo único que no podía hacer era mencionar una sola vez el nombre de Alfonso.

—Hola, Justita —saludó el niño a la muchacha, que entraba a la salita comedor de punta en blanco, el guardapolvo almidonado, con la bandeja del té y los infaltables chancays tostados con mantequilla y mermelada—. No te vayas, quiero mostrarte algo. ¿Qué ves aquí?

—Qué va a ser, otra de las cochinadas que te gustan tanto —Justiniana posó los movedizos ojos un buen rato en el libro—. Un descarado que se baña en agua rica viendo a dos chicas calatas, con medias y sombrero, luciéndose para él.

—Eso parece ¿no es cierto? —exclamó Fonchito, con aire de triunfo. Le alcanzó el libro a doña Lucrecia, para que examinara la reproducción a toda página—. No son dos modelos, es una sola. ¿Por qué se ven dos, una de frente y otra de espalda? ¡Por el espejo! ¿Captas, madrastra? El título lo explica todo.

Schiele pintando una modelo desnuda delante del espejo (1910) (Graphische Sammlung Albertina, Viena) leyó doña Lucrecia. Mientras lo examinaba, intrigada por algo que no sabía qué era, salvo que no estaba en el cuadro mismo, una presencia, o más bien una ausencia, oía a medias a Fonchito, ya en ese estado de excitación progresiva al que lo llevaba siempre hablar de Schiele. Le explicaba a Justiniana que el espejo «está donde estamos nosotros, los que vemos el cuadro». Y que, la modelo vista de frente no era la de carne y hueso, sino la imagen del espejo, en tanto que sí eran reales, no reflejos, el pintor y la misma modelo vista de espaldas. Lo que quería decir que, Egon Schiele, había empezado a pintar a Moa de espaldas, frente al espejo, pero, luego, atraído por la parte de ella que no veía directamente sino proyectada, decidió pintarla también así. Con lo cual, gracias al espejo, pintó dos Moas, que, en verdad, eran una: la Moa completa, la Moa con sus dos mitades, esa Moa que nadie podría mirar en la realidad porque «nosotros sólo vemos lo que tenemos delante, no la parte de atrás de ese delante». ¿Comprendía por qué era tan importante ese espejo para Egon Schiele?

—¿No cree que le está fallando la azotea, señora? —exageró Justiniana, tocándose la sien.

—Hace rato —asintió doña Lucrecia. Y, encadenando, a Fonchito—: ¿Quién era esa Moa?

Una tahitiana. Llegó a Viena y se puso a vivir con un pintor, que era, también, un mimo y un loco: Erwin Dominik Ose. El niño se apresuró a pasar las páginas y a mostrar a doña Lucrecia y Justiniana varias reproducciones de la tahitiana Moa, bailando, envuelta en túnicas multicolores por cuyos pliegues asomaban sus menudos pechos de enhiestos pezones y, como dos arañas agazapadas bajo sus brazos, las matitas de las axilas. Bailaba en los cabarets, era musa de poetas y pintores, y, además de posar para Egon, también había sido su amante.

—Eso, lo adiviné desde el principio —comentó Justiniana—. El bandido se acostaba siempre con sus modelos después de pintarlas, ya sabemos.

—A veces, antes, y, a veces, mientras las pintaba —aseguró Fonchito, con tranquilidad, aprobando—. Aunque, no con todas. En su Carnet de 1918, su último año, aparecen 117 visitas de modelos a su estudio. ¿Podía acostarse con tantas, en tan poco tiempo?

—Ni volviéndose tuberculoso —se festejó Justiniana—. ¿Murió de los pulmones?

—Murió de la gripe española, a los 28 años —La aclaró Fonchito—. Así me voy a morir yo también, por si no lo sabes.

—No digas eso ni jugando, que trae mala suerte —lo riñó la muchacha.

—Pero, aquí hay algo que no encaja —los interrumpió doña Lucrecia.

Había arrebatado al niño el libro de reproducciones y volvía a repasar, con atención, ese dibujo sobre fondo sepia, de precisas líneas delgadas, del pintor con la modelo duplicada («¿o, mejor, escindida?») por el espejo, en el que, a los ojos reconcentrados, casi hostiles, de Schiele, parecían responder los melancólicos, sedosos y chispeantes de Moa, bailarina de azuladas pestañas. A la señora Lucrecia la inquietaba algo que acababa de identificar. Ah, sí, el sombrero entrevisto de espaldas. Salvo ese detalle, en todo lo demás las dos partes de la delicada, quebrada, sensual silueta de la tahitiana con vellos como arañas en el pubis y en los brazos, se correspondían a la perfección; una vez advertida la presencia del espejo, se reconocían las dos mitades de la misma persona en las dos figuras que observaba el dibujante. En cambio, en el sombrero, no. La de espaldas llevaba en la cabeza algo que, desde esa perspectiva, no parecía un sombrero, sino algo incierto, inquietante, una especie de capuchón, y, hasta, hasta, una cabeza de fiera. Eso, una especie de tigre. Nada, en todo caso, que se pareciera al coqueto sombrerito femenino, gracioso, que adornaba la carita de la Moa vista de frente.

—Qué curioso —repitió la madrastra—. Visto de espaldas, ese sombrero se vuelve una máscara. La cabeza de una fiera.

—¿Como ésa que mi papá te pide que te pongas ante el espejo, madrastra?

A doña Lucrecia se le congeló la sonrisa. De golpe, comprendió la razón del difuso malestar que la había invadido desde que el niño le mostró Schiele pintando una modelo demuda frente al espejo.

—¿Qué le pasa, señora? —la atendió Justiniana—. Qué pálida se ha puesto.

—Entonces, eres tú —balbuceó ella, mirando incrédula a Fonchito—. Los anónimos me los mandas tú, pedazo de farsante.

Era él, claro que sí. Estaba en el penúltimo o el antepenúltimo. No necesitaba ir a buscarlo, la frase revivía con puntos y comas en su memoria: «Te desnudarás ante el espejo de luna, conservando las medias, y ocultarás tu hermosa cabeza bajo la máscara de una fiera feroz, de preferencia tigresa o leona. Quebrarás la cadera derecha, flexionarás la pierna izquierda, apoyarás tu mano en la cadera opuesta, en la pose más provocativa. Yo te estaré mirando, sentadito en mi silla, con la reverencia acostumbrada». ¿No era lo que estaba viendo? ¡El maldito mocoso jugaba con ella a su gusto! Cogió el libro de reproducciones y, ciega de rabia, se lo lanzó a Fonchito. El niño no alcanzó a esquivarlo. Recibió el libro en plena cara, con un grito, al que siguió otro, de la asustada Justiniana. Por efecto del impacto, cayó de espaldas sobre la alfombra, cogiéndose la cara y desde el suelo se quedó mirándola, desorbitado. Doña Lucrecia no pensó que había hecho mal dejándose ganar por la cólera. Esta la dominaba demasiado para arrepentirse. Mientras la muchacha lo ayudaba a incorporarse, fuera de sí, siguió gritando:

—Mentiroso, hipócrita, mosquita muerta. ¿Crees que tienes derecho a jugar así conmigo, siendo yo una vieja y tú un mocoso que no acaba de salir del cascarón?

—Qué te pasa, qué te he hecho —balbuceaba Fonchito, tratando de zafarse de los brazos de Justita.

—Cálmese, señora, le ha hecho daño, mire, está sangrando de la nariz —decía Justiniana—. Tú, estáte quieto, Foncho, déjame ver.

—Cómo que qué me has hecho, comediante —lo reñía doña Lucrecia, más furiosa—. ¿Te parece poco? ¿Escribirme anónimos? ¿Hacerme la pantomima de que eran de tu papá?

—Pero, si yo no te he mandado ningún anónimo —protestaba el niño, mientras la empleada, de rodillas, le limpiaba la sangre de la nariz con una servilleta de papel: «No te muevas, no te muevas, te estás manchando todito».

—Te ha delatado tu maldito espejo, tu maldito Egon Schiele —gritó todavía doña Lucrecia—. ¿Te creías muy vivo, no? No lo eres, tonto. ¿Cómo sabes que me pedía eso, que me pusiera una máscara de fiera?

—Tú me lo contaste, madrastra —comenzó a tartamudear Fonchito, pero calló al ver que doña Lucrecia se ponía de pie. Se protegió la cara con las dos manos, como si ella fuera a pegarle.

—Nunca te hablé de esa máscara, mentiroso —estalló la madrastra, iracunda—. Te voy a traer ese anónimo, te lo voy a leer. Te lo vas a tragar y me vas a pedir perdón. No te dejaré poner nunca más los pies en esta casa. ¿Lo oyes? ¡Nunca más!

Pasó como una exhalación delante de Justiniana y Fonchito, arrebatada de indignación. Pero, antes de ir al tocador donde guardaba los anónimos, fue al cuarto de baño a echarse agua fría en la cara y frotarse las sienes con agua de colonia. No conseguía serenarse. Este mocoso, este mocoso. Jugando con ella, sí, el gatito con una gran ratona. Mandándole cartas atrevidas y rebuscadas para hacerle creer que eran de Rigoberto, alentando en ella la esperanza de una reconciliación. ¿Qué quería? ¿Qué intriga tramaba? ¿Por qué esa farsa? ¿Divertirse, divertirse disponiendo de sus emociones, de su vida? Era perverso, sádico. Gozaba ilusionándola y viéndola luego desmoronarse, desengañada.

Regresó a su dormitorio, sin calmarse del todo, y no tuvo que buscar mucho en el cajón del tocador para encontrar la carta. Era el séptimo anónimo. Ahí estaba la frase que la había puesto sobre aviso, más o menos como en su recuerdo: «…ocultarás tu hermosa cabeza bajo la máscara de una fiera feroz, de preferencia la tigre en celo del Rubén Darío de Azul… o una leona sudanesa. Quebrarás la cadera…», etcétera, etcétera. La tahitiana Moa en el dibujo de Schiele, ni más ni menos. El precoz enredador, el intrigantillo. Había tenido la desfachatez de hacerle todo un teatro con el espejo de Schiele y hasta mostrarle el cuadro que lo delató. No lamentaba haberle lanzado el libro, aunque le sacara sangre de la nariz. ¡Muy bien hecho! ¿No había destrozado su vida, ese pequeño demonio? Porque, no había sido ella la corruptora, aunque la diferencia de edad la condenara; había sido él, él, el corruptor. Con sus pocos añitos, con su carita de querubín, era un Mefistófeles, Luzbel en persona. Pero, esto se había acabado. Le haría tragar este anónimo, sí, y lo echaría de la casa. Que no volviera más, que no se entrometiera en su vida nunca más.

Pero, en la salita comedor sólo encontró a Justiniana. Cariacontecida, le mostró la servilleta con manchitas de sangre.

—Se fue llorando, señora. No por el golpe en la nariz. Sino porque, al aventárselo, le rompió usted el libro de ese pintor que le gusta tanto. Se ha quedado muy dolido, le digo.

—Vaya, ahora resulta que te da pena —La señora Lucrecia se dejó caer en el sillón, exhausta—. ¿No te das cuenta de lo que me hizo? Esos anónimos me los mandó él, él.

—Me ha jurado que no, señora. Que por lo más santo, que es el señor quien se los manda.

—Mentira —Doña Lucrecia sentía un cansancio de siglos. ¿Se iba a desmayar? Qué ganas de irse a la cama, de cerrar los ojos, de dormir una semana seguida—. Se vendió solo, con lo de la máscara y la gracia del espejito.

Justiniana se acercó y le habló casi en secreto.

—¿Está segura que no le leyó ese anónimo? ¿Que no le contó lo de la máscara? Fonchito es una ardilla de sabido, señora. ¿Cree que se habría dejado chapar tan tontamente?

—Nunca le leí esa carta, nunca le hablé de la máscara —afirmó doña Lucrecia. Pero, en ese mismo instante, dudó.

¿No lo había hecho? ¿Ayer, anteayer? Tenía la cabeza tan revuelta estos días; desde esa cascada de anónimos andaba extraviada en un bosque de conjeturas, divagaciones, sospechas, fantasías. ¿No podía ser que sí? ¿Que le hubiera contado, mencionado, incluso leído, esa peregrina instrucción de que posara desnuda, con medias y una máscara de fiera, ante un espejo? Si lo hubiera hecho, habría cometido una gran injusticia, insultándolo y golpeándolo.

—Estoy harta —murmuró, haciendo esfuerzos por contener las lágrimas—. Harta, Justita, harta. A lo mejor se lo conté y se me olvidó. Ya no sé dónde tengo la cabeza. Tal vez. Quisiera irme de esta ciudad, de este país. Donde nadie me conozca. Lejos de Rigoberto y de Fonchito. Por culpa de ese par he caído en un pozo y nunca podré salir al aire libre.

—No se ponga triste, señora —Justiniana le puso la mano en el hombro, le acarició la frente—. No se amargue. Además, no se preocupe. Hay una manera, facilísima, de saber si es Fonchito o don Rigoberto el que le escribe esas huachaferías.

Doña Lucrecia levantó la vista. La empleada tenía los ojos llenos de chispas.

—Claro, pues, señora —hablaba con las manos, los ojos, los labios, los dientes—. ¿No le da esa cita, en la última? Ya está. Vaya donde le dice, haga lo que le pide.

—¿Se te ocurre que voy a hacer esas payasadas de peliculón mexicano? —fingió que se escandalizaba doña Lucrecia.

—Y así sabrá quién es el autor de los anónimos —concluyó Justiniana—. Yo la acompaño, si quiere. Para que no se sienta sola. Y porque también me muero de curiosidad, señora. ¿El hijito o el papito? ¿Cuál será?

Se rió con el descaro y la gracia con que solía hacerlo y doña Lucrecia terminó sonriendo también. Después de todo, tal vez esta loca tuviera razón. Si iba a la truculenta cita, se sacaría el clavo, por fin.

—No se presentará, me meterá el dedo a la boca una vez más —argumentó, sin mucha fuerza, sabiendo en su fuero íntimo que estaba decidida. Iría, haría todas las payasadas que el papito o el hijito le pedían. Seguiría jugando el juego que, queriendo o no queriendo, jugaba también desde hacía tiempo.

—¿Quiere que le prepare un bañito de agua tibia, con sales, para que se le pase el colerón? —Justiniana estaba animadísima.

Doña Lucrecia asintió. Maldita sea, ahora tenía la sensación de haberse apresurado, de haber cometido una tremenda injusticia con el pobre Fonchito.

CARTA AL LECTOR DE «PLAYBOY» O TRATADO MÍNIMO DE ESTÉTICA

Siendo el erotismo la humanización inteligente y sensible del amor físico, y, la pornografía, su abaratamiento y degradación, yo lo acuso a usted, lector de Playboy o Penthouse, frecuentador de antros que exhiben films porno duro y de sex shops donde se adquieren vibradores eléctricos, consoladores de caucho y condones con crestas de gallo o mitras arzobispales, de contribuir al regreso veloz hacia la mera cópula animal del atributo más eficaz concedido al hombre y a la mujer para asemejarse a los dioses (paganos, por supuesto, que no eran castos ni remilgados en cuestiones sexuales como el que sabemos).

Usted delinque abiertamente, cada mes, renunciando a ejercer su propia imaginación, atizada por el fuego de sus deseos, cediendo a la tara municipal de permitir que sus pulsiones más sutiles, las del apetito carnal, sean embridadas por productos manufacturados de manera clónica, que, aparentando satisfacer las urgencias sexuales, las subyugan, aguándolas, señalizándolas y constriñéndolas dentro de caricaturas que vulgarizan el sexo, lo despojan de originalidad, misterio y belleza, y lo tornan mascarada, cuando no innoble afrenta al buen gusto. Para que sepa con quién tiene que vérselas, quizás le aclare mi pensamiento saber que (monógamo como soy, aunque benevolente con el adulterio) tengo por mentes más apetecibles de codicias eróticas a la difunta y respetabilísima estadista de Israel doña Golda Meier o a la austera señora Margaret Thatcher del Reino Unido, a quien nunca se le movió un cabello mientras fue Primera Ministra, que a cualquiera de esas muñecas alcanforadas, de tetas infladas por la silicona, pubis escarmenados y teñidos que parecen canjeables, una misma impostura multiplicada por una horma única, que, para que el ridículo complemente a la estupidez, aparecen en esa enemiga de Eros que es Playboy, a página desplegada y con orejas y cola de peluche ostentando el cetro de «La conejita del mes».

Mi odio a Playboy, Penthouse y congéneres no es gratuito. Ese espécimen de revista es un símbolo del encanallamiento del sexo, de la desaparición de los hermosos tabúes que solían rodearlo y gracias a los cuales el espíritu humano podía rebelarse, ejercitando la libertad individual, afirmando la personalidad singular de cada cual, y crearse poco a poco el individuo soberano en la elaboración, secreta y discreta, de rituales, conductas, imágenes, cultos, fantasías, ceremonias, que, ennobleciendo éticamente y confiriendo categoría estética al acto del amor, lo desanimalizaran progresivamente hasta convertirlo en acto creativo. Un acto gracias al cual, en la reservada intimidad de las alcobas, un hombre y una mujer (cito la fórmula ortodoxa, pero, claro, podría tratarse de un caballero y una palmípeda, de dos mujeres, de dos o tres hombres, y de todas las combinaciones imaginables siempre que el elenco no supere el trío o, concesión máxima, los dos pares) podían emular por unas horas a Hornero, Fidias, Botticelli o Beethoven. Sé que usted no me entiende, pero no importa; si me entendiera, no sería tan imbécil de sincronizar sus erecciones y orgasmos con el reloj (¿de oro macizo e impermeabilizado, seguramente?) de un señor llamado Hugh Heffner.

El problema es estético antes que ético, filosófico, sexual, psicológico o político, aunque, para mí, demás está decírselo, esa separación no es aceptable, porque todo lo que importa es, a la corta o a la larga, estético. La pornografía despoja al erotismo de contenido artístico, privilegia lo orgánico sobre lo espiritual y lo mental, como si el deseo y el placer tuvieran de protagonistas a falos y vulvas y estos adminículos no fueran meros sirvientes de los fantasmas que gobiernan nuestras almas, y segrega el amor físico del resto de experiencias humanas. El erotismo, en cambio, lo integra con todo lo que somos y tenemos. En tanto que, para usted, pornógrafo, lo único que cuenta a la hora de hacer el amor es, como para un perro, un mono o un caballo, eyacular, Lucrecia y yo, envídienos, hacemos el amor también desayunando, vistiéndonos, oyendo a Mahler, conversando con amigos y contemplando las nubes o el mar.

Cuando digo estético usted puede, tal vez, pensar —si la pornografía y el pensamiento son compatibles— que, por ese atajo, caigo en la trampa de lo gregario y que, como los valores son generalmente compartidos, en este dominio yo soy menos yo y un poco más ellos, es decir, una parte de la tribu. Reconozco que el peligro existe; pero, lo combato sin tregua, día y noche, defendiendo mi independencia contra viento y marea mediante el uso constante de mi libertad.

Entérese y juzgue, si no, por esta pequeña muestra de mi tratado de estética particular (que espero no compartir con mucha gente y que es flexible y se deshace y rehace como la greda en manos de un diestro ceramista).

Todo lo que brilla es feo. Hay ciudades brillantes, como Viena, Buenos Aires y París; escritores brillantes, como Umberto Eco, Carlos Fuentes, Milán Kundera y John Updike, y pintores brillantes como Andy Warhol, Matta y Tàpies. Aunque todo eso destella, para mí es prescindible. Sin excepción, todos los arquitectos modernos son brillantes, por lo cual la arquitectura se ha marginado del arte y convertido en una rama de la publicidad y las relaciones públicas, por lo que es conveniente descartar a aquéllos en bloque y recurrir únicamente a albañiles y maestros de obras y a la inspiración de los profanos. No hay músicos brillantes, aunque lucharon por serlo y casi lo consiguieron compositores como Maurice Ravel y Erik Satie. El cine, divertido como el ludo o la lucha libre, es postartístico y no merece ser incluido dentro de consideraciones sobre estética, pese a algunas anomalías occidentales (esta noche salvaría a Visconti, Orson Welles, Buñuel, Berlanga y John Ford) y una japonesa (Kurosawa).

Toda persona que escribe «nuclearse», «planteo», «concientizar», «visualizar», «societal» y sobre todo «telúrico» es un hijo (una hija) de puta. También lo son quienes usan escarbadientes en público, infligiendo al prójimo ese repelente espectáculo que afea los paisajes. Y, lo mismo, esos asquerosos que sacan la miga del pan, la amasan y la dejan hecha bolitas sobre la mesa. No me pregunte usted por qué los autores de estas fealdades son unos hijos (unas hijas) de puta; esos conocimientos se intuyen y asimilan por inspiración; son infusos, no se estudian. La misma consigna vale, por supuesto, para el mortal de cualquier sexo que, pretendiendo castellanizar el whisky, escribe güisqui, yinyerel o jaibol. Estos últimos, estas últimas, deberían incluso morir, pues sospecho que sus vidas son superfluas.

La obligación de una película y de un libro es entretenerme. Si viéndola o leyéndolo me distraigo, cabeceo o me quedo dormido, han faltado a su deber y son un mal libro, una mala película. Ejemplos conspicuos: El hombre sin cualidades, de Musil, y todas las películas de esos embauques llamados Oliver Stone o Quentin Tarantino.

En lo relativo a pintura y escultura, mi criterio de valoración artístico es muy simple: todo lo que yo podría hacer en materia plástica o escultural es una mierda. Sólo califican, pues, los artistas cuyas obras están fuera del alcance de mi mediocridad creativa, aquellos que yo no podría reproducir. Este criterio me ha permitido determinar, al primer golpe de vista, que toda la obra de «artistas» como Andy Warhol o Frida Kahlo es una bazofia, y, por el contrario, que hasta el más somero diseño de Georg Grosz, de Chillida o de Balthus son geniales. Además de esta regla general, la obligación de un cuadro también es excitarme (expresión que no me gusta, pero la uso porque aún me gusta menos, ya que introduce un elemento risueño en lo que es serísimo, la criolla alegoría: «ponerme a punto de caramelo»). Si me gusta, pero me deja frío, sin la imaginación invadida por deseos teatral–copulatorios y ese cosquilleo rumoroso en los testículos que precede a las tiernas erecciones, es, aunque se trate de la Mona Lisa, El Hombre de la Mano en el Pecho, el Guernica o la Ronda Nocturna, un cuadro sin interés. Así, le sorprenderá saber que de Goya, otro monstruo sagrado, sólo me placen los zapatitos de hebillas doradas, tacón en punta y adornos de raso, acompañados de medias blancas de punto con que calzaba en sus óleos a sus marquesas, y que en los cuadros de Renoir sólo miro con benevolencia (placer, a veces) los rosados traseros de sus campesinas y evito el resto de sus cuerpos, sobre todo esas caritas de miriñaque y los ojos–luciérnaga, que anticipan —¡vade retro!— a las conejitas de Playboy. De Courbet, me interesan las lesbianas y aquel gigantesco trasero que hizo ruborizar a la fruncida Emperatriz Eugenia.

La obligación de la música para conmigo es zambullirme en un vértigo de puras sensaciones, que me haga olvidar la parte más aburrida de mí mismo, la civil y municipal, me desatore de preocupaciones, me aisle en un enclave sin contacto con la sórdida realidad circundante, y, de este modo, me permita pensar con claridad en las fantasías (generalmente eróticas y siempre con mi esposa en el papel estelar) que me hacen llevadera la existencia. Ergo, si la música se hace demasiado presente, y, porque comienza a gustarme demasiado o porque hace mucho ruido, me distrae de mis propios pensamientos y reclama mi atención y la consigue —citaré a la carrera a Gardel, Pérez Prado, Mahler, todos los merengues y cuatro quintas partes de las óperas— es mala música y queda desterrada de mi estudio. Este principio hace, claro está, que ame a Wagner, a pesar de las trompetas y los molestos cornos, y que respete a Schoenberg.

Espero que estos rápidos ejemplos que, desde luego, no aspiro a que comparta conmigo (y menos aún lo deseo) lo ilustren sobre lo que quiero decir cuando afirmo que el erotismo es un juego (en la alta acepción que daba el gran Johan Huizinga a la palabra) privado, en el que sólo el yo y los fantasmas y los jugadores pueden participar, y cuyo éxito depende de su carácter secreto, impermeable a la curiosidad pública, pues de esta última sólo puede derivarse su reglamentación y manipulación desnaturalizadora por agentes írritos al juego erótico. Aunque me repelen las velludas axilas femeninas, respeto al amateur que persuade a su compañero o compañera que se las riegue y fomente para jugar con ellas con labios y dientes hasta llegar al éxtasis con aullidos en do mayor. Pero, no puede tenerlo, en absoluto, y sí, más bien, conmiseración, por el pobre cacaseno que bastardea ese antojo de su fantasma, comprando —por ejemplo, en los almacenes de artefactos porno con los que ha sembrado Alemania la ex–aviadora Beate Uhse— esas velludas matas de axilas y pubis artificiales (de «pelo natural», se jactan las más costosas) que se venden allí en diferentes formas, tamaños, sabores y colores.

La legalización y reconocimiento público del erotismo, lo municipaliza, cancela y encanalla, volviéndolo pornografía, triste quehacer al que defino como erotismo para pobres de bolsillo y de espíritu. La pornografía es pasiva y colectivista, el erotismo creador e individual, aun cuando se ejercite de a dos o de a tres (le repito que soy adversario de elevar el número de participantes para que estas funciones no pierdan su sesgo de fiestas individualistas, ejercicios de soberanía, y no se manchen con la apariencia de mítines, deportes o circos). Por eso, me merecen carcajadas de hiena los argumentos del poeta beatnik Alien Ginsberg (véase su entrevista con Alien Young en Cónsules de Sodoma) defendiendo los acoplamientos colectivos en la oscuridad de las piscinas, con el cuento de que esta promiscuidad es democrática y justiciera, pues permite, gracias a la tiniebla igualitaria, que la fea y la bonita, la flaca y la gorda, la joven y la vieja, tengan las mismas oportunidades de placer. ¡Qué razonamiento absurdo, de comisario constructivista! La democracia sólo tiene que ver con la dimensión civil de la persona, en tanto que el amor —el deseo y el placer— pertenece, como la religión, al ámbito privado, en el que importan sobre todo las diferencias, no las coincidencias con los demás. El sexo no puede ser democrático; es elitista y aristocrático y una cierta dosis de despotismo (recíprocamente pactado) suele serle indispensable. Los ayuntamientos colectivos en los baños oscuros que el poeta beatnik recomienda como modelos eróticos se parecen demasiado a los amancebamientos de potros y yeguas en las dehesas o los pisotones indiscriminados de gallos a gallinas en los alborotados gallineros, para confundirlos con esa hermosa creación de ficciones animadas, de carnales fantasías, en que participan por igual el cuerpo y el espíritu, la imaginación y las hormonas, lo sublime y lo abyecto de la condición humana, que es el erotismo para este modesto epicúreo y anarquista escondido en el cuerpo ciudadano de un asegurador de propiedades.

El sexo practicado a la manera de Playboy (vuelvo y volveré sobre este tema hasta que mi muerte o la suya me lo impida) elimina dos ingredientes esenciales a Eros, a mi entender: el riesgo y el pudor. Entendámonos. El aterrado hombrecillo que, en el autobús, venciendo su vergüenza y su miedo, se abre el abrigo y, por cuatro segundos, ofrece a la desaprensiva comadrona a la que el destino deparó viajar frente a él, el espectáculo de su enhiesta verga, es un temerario impúdico. Hace lo que hace a sabiendas de que el precio de su fugaz capricho puede ser una paliza, un linchamiento, el calabozo y un escándalo que divulgaría ante la opinión pública un secreto con el que quisiera irse a la tumba y lo condenaría a la condición de reprobo, psicópata y peligro social. Pero, se arriesga a ello porque el placer que le produce ese mínimo exhibicionismo es inseparable del miedo y de la transgresión de ese pudor. Qué distancia astral la que lo separa —la distancia que hay entre el erotismo y la pornografía, precisamente— del ejecutivo arrebosado de colonias francesas y de muñecas esposadas por un reloj Rolex (¿qué otro iba a ser?), que, en un bar de moda amenizado por música de blues, abre el último número de Playboy y se exhibe con él y lo exhibe convencido de que está exhibiendo su verga ante el mundo, mostrándose hombre mundano, desprejuiciado, moderno, gozador, in. ¡El pobre imbécil! No sospecha que aquello que exhibe es el santo y seña de su servidumbre al lugar común, a la publicidad, a la moda desindividualizadora, su abdicación de la libertad, su renuncia a emanciparse, gracias sus fantasmas personales, de la esclavitud atávica de la señalización.

Por eso, a usted y a la revista de marras y afines y a todos los que la leen —o, incluso, hojean— y con ese miserable sustento prefabricado alimentan —quiero decir, matan— a su libido, los acuso de ser la punta de lanza de esa gran operación desacralizadora y banalizadora del sexo en que se manifiesta la barbarie contemporánea. La civilización oculta y sutiliza al sexo para mejor aprovecharlo, rodeándolo de rituales y códigos que lo enriquecen hasta límites insospechados para el hombre y la mujer pre–eróticos, copulatorios, engendradores de vastagos. Después de haber recorrido un larguísimo camino, del que en cierto modo el progresivo alquitaramiento del juego erótico fue espina dorsal, por insólita vía —la sociedad permisiva, la cultura tolerante— hemos retornado al punto de partida ancestral: hacer el amor ha vuelto a ser una gimnasia corporal y semipública, ejercitada sin ton ni son, al compás de estímulos fabricados, no por el inconsciente y el alma, sino por los analistas del mercado, estímulos tan estúpidos como esa falsa vagina de vaca que pasan en los establos ante las narices de los toros a fin de que eyaculen y poder de este modo almacenar el semen que se utiliza en la inseminación artificial. Vaya, compre y lea su último Playboy, suicidado vivo, y ponga otro granito de arena en la creación de ese mundo de eunucos y eunucas eyaculantes en el que habrán desaparecido la imaginación y los fantasmas secretos como pilares del amor. Yo, por mi parte, voy ahora mismo a hacer el amor con la Reina de Saba y Cleopatra, juntas, en una representación cuyo guión no pienso compartir con nadie, y, menos que con nadie, con usted.

UN PIECECITO

«Son las cuatro de la madrugada, Lucrecia querida», pensó don Rigoberto. Como casi todos los días, se había despertado en la lóbrega humedad del amanecer para celebrar el rito que repetía cacofónicamente desde que doña Lucrecia se fue a vivir al Olivar de San Isidro: soñar despierto, crear y recrear a su mujer al conjuro de esos cuadernos donde invernaban sus fantasmas. «Y donde, desde el día que te conocí, eres reina y maestra.»

Sin embargo, a diferencia de otras madrugadas desoladas o ardientes, hoy no le bastaba imaginarla y desearla, charlar con su ausencia, amarla con su fantasía y su corazón, de donde nunca se había apartado; hoy, necesitaba un contacto más material, más cierto, más tangible. «Hoy, me podría suicidar», pensó, sin angustia. ¿Y, si le escribía? ¿Y, si respondía por fin a sus picamentosos anónimos? La pluma se le cayó de las manos, apenas la cogió. No lo conseguiría, y, en todo caso, tampoco podría despacharle la carta.

En el primer cuaderno que abrió, saltó y lo mordió una frase oportunísima: «Mis feroces despertares al alba tienen siempre como acicate una imagen de ti, real o inventada, que inflama mi deseo, enloquece mi nostalgia, me levanta en vilo y arrastra a este escritorio a defenderme contra la aniquilación, amparándome en el antídoto de mis cuadernos, grabados y libros. Sólo esto me cura». Cierto. Pero, hoy, el remedio acostumbrado no tendría el efecto benéfico de otras madrugadas. Se sentía confuso y atormentado. Lo habían despertado mezcladas sensaciones donde se confundían una rebeldía generosa, parecida a la que, a sus dieciocho años, lo llevó a la Acción Católica y llenó su espíritu de impulsos misioneros, renovadores del mundo, con el arma de los Evangelios, y la emulsionante nostalgia de un piececito de mujer asiática entrevisto al pasar, por sobre el hombro de un peatón detenido a su lado unos segundos por la luz roja del semáforo en una calle del centro, y la actualización en su memoria de un plumífero francés del siglo dieciocho llamado Nicolás Edmé Restif de la Bretonne, de quien tenía en su biblioteca un solo libro —lo buscaría y lo encontraría antes de que comenzara la mañana—, una primera edición comprada hacía muchos años en un anticuario de París, que le había costado un ojo de la cara. «Vaya mezclas.»

En apariencia, nada de eso tenía que ver directamente con Lucrecia. ¿Por qué, entonces, esa urgencia de comunicárselo, de referirle de viva voz, con minucioso detalle, toda la efervescencia de su mente? «Miento, amor mío, pensó. Claro que tiene que ver contigo.» Todo lo que él hacía, incluidas las estúpidas operaciones gerenciales que de lunes a viernes lo maniataban ocho horas en una compañía de seguros del centro de Lima, tenía que ver profundamente con Lucrecia y con nadie más. Pero, sobre todo, y de manera aún más esclava, le estaban dedicadas con fidelidad caballeresca, sus noches y las exaltaciones, ficciones y pasiones que las poblaban. Ahí estaba la prueba, íntima, incontrovertible, dolorosísima, en cada página de los cuadernos que ahora hojeaba.

¿Por qué había pensado en rebeldías? Lo que hacía unos momentos lo despertó, fueron más bien, multiplicadas, la indignación, la consternación de esa mañana al leer en el periódico la noticia, que Lucrecia debía de haber leído también, y que, con letra renqueante, se puso a transcribir en la primera página en blanco que encontró:

Wellington (Reuter). Una profesora de Nueva Zelanda, de 24 años, ha sido condenada a cuatro años de cárcel por un juez de esta ciudad por violación sexual, tras haberse comprobado que la maestra mantenía relaciones carnales con un niño de diez años, amigo y compañero de colegio de su hijo. El juez precisó que le había dado la misma sentencia que hubiera impuesto a un hombre que hubiera violado a una niña de esa edad.»

«Amor mío, Lucrecia queridísima, no veas en esto ni la sombra de un reproche a lo pasado entre nosotros», pensó. «Ni una alusión de mal gusto, nada que pudiera parecer restrospectivo, mezquino rencor.» No. Debía ver exactamente lo contrario. Porque, cuando las pocas líneas de ese cable se delinearon bajo sus ojos, esa mañana, mientras tomaba los primeros sorbos del amargo café del desayuno (no porque lo tomara sin azúcar, sino porque no estaba Lucrecia a su lado para ir comentando con ella las noticias del periódico) don Rigoberto no sintió angustia, dolor, mucho menos gratitud y entusiasmo por el fallo del juez. Más bien: una solidaridad impetuosa, sobresaltada, de adolescente mitinero, por esa pobre maestra neozelandesa tan brutalmente castigada por haber hecho conocer las delicias del cielo mahometano (el más carnal de los que se ofrecían en el mercado de las religiones, según su entender) a ese niño afortunado.

«Sí, sí, amadísima Lucrecia.» No posaba, no mentía, no exageraba. Todo el día lo había sublevado la misma indignación de la mañana por la estulticia de ese juez, malogrado por el mecanicismo simétrico de ciertas doctrinas feministas. ¿Podía ser lo mismo que un hombre adulto violase a una niña impúber de diez años, crimen punible, que una señora de veinticuatro descubriese la dicha corporal y los milagros del sexo a un jovencito de diez, capaz ya de tímidos endurecimientos y escuetas transpiraciones seminales? Si en el primer caso la presunción de violencia del victimario contra la víctima era de rigor (aun si la niña tuviera suficiente uso de razón para dar su consentimiento, sería víctima de una agresión física contra su himen), en el segundo era simplemente inconcebible, pues si había habido cópula, sólo pudo haberla, de parte del niño, con aquiescencia y entusiasmo, sin los cuales el acto carnal no se habría consumado. Don Rigoberto cogió la pluma y escribió, enfebrecido de rabia: «Aunque odio las utopías y las sé cataclísmicas para la vida humana, acaricio, ahora, ésta: que todos los niños de la ciudad sean desvirgados al cumplir diez años por señoras casadas treintañeras, de preferencia tías, maestras y madrinas». Respiró, algo desahogado.

Todo el día lo atormentó la suerte de esa profesora de Wellington, y lo tuvo condoliéndose por el escarnio público a que se habría visto expuesta, las humillaciones y burlas que padecería, además de perder su trabajo y verse tratada por esa inmundicia cacográfica, electrónica y ahora digital, la prensa, los llamados medios, como corruptora de menores, como degenerada. No se mentía, no perpetraba una farsa masoquista. «No, Lucrecia querida, te juro que no.» En el curso del día y de la noche, la cara de esa profesora, encarnada en la de su ex–mujer, se le había aparecido muchas veces. Y, ahora, ahora, sentía la necesidad imperiosa de hacerle saber («de hacerte saber, amor mío») su arrepentimiento y su vergüenza. Por haber sido tan insensible, tan obtuso, tan inhumano y tan cruel como ese magistrado de Wellington, ciudad que sólo pisaría para cubrir de rosas rojas fragantes los pies de esa admirada y admirable profesora que pagaba su generosidad, su grandeza, encerrada entre filicidas, ladronas, estafadoras y carteristas (anglofilas y maoríes).

¿Cómo serían los pies de esa profesora neozelandesa? «Si echara mano a una fotografía suya no vacilaría en encenderle velas y quemarle incienso», pensó. Esperó y deseó que fueran tan bellos y delicados como los de doña Lucrecia y como el que vio, ese mediodía, en el satinado papel de una página de la revista Time, por sobre el hombro de un peatón, cuando lo detuvo un semáforo en la esquina de La Colmena, camino hacia el salón Miguel Grau, del Club Nacional, donde le había dado cita uno de esos imbéciles encorbatados que dan citas en el Club Nacional y de los cuales viven los imbéciles cuyo ganapán eran los seguros de bienes muebles e inmuebles, como él. Fue una visión de unos segundos, pero, tan iluminadora y rutilante, tan convulsiva y frontal, como debió ser, para aquella muchacha de la Galilea, la del alado Gabriel anunciándole la nueva que tantos desaguisados traerían a la humanidad.

Era un solo piececito de perfil, de talón semicircular y airoso empeine, levantado orgullosamente sobre una planta de contorno finísimo, que culminaba en unos deditos dibujados con primor, un pie femenino no afeado por callos, durezas, ampollas ni horrendos juanetes, en el que nada parecía desentonar ni limitar la perfección del todo y de la parte, un piececillo levantado y al parecer sorprendido por el alerta fotógrafo instantes antes de posarse sobre una mullida alfombra. ¿Por qué, asiático? Tal vez porque el aviso que engalanaba era de una compañía aérea de esa región del mundo — Singapure Airlines— o, acaso, porque, en su recortada experiencia, don Rigoberto creía poder afirmar que las mujeres del Asia tenían los pies más bonitos del planeta. Se conmovió, recordando las veces que, besándoselos, había llamado «patitas filipinas», «talones malayos», «empeines japoneses» a las deleitables extremidades de su amada.

El hecho es que todo el día, junto con su furor por la desventura de esa nueva amiga, la maestra de Wellington, el piececillo femenino del aviso de Time había perturbado su conciencia, y, más tarde, desasosegado su sueño, desenterrando, del fondo de su memoria, el recuerdo nada menos que de la Cenicienta, una historia que al serle contada, de niño, precisamente en el detalle del emblemático zapatito de la heroína, que sólo su menudo pie podía calzar, había despertado sus primeras fantasías eróticas («humedades con media erección, si debo dar precisiones técnicas», dijo en voz alta, en el primer rapto de buen humor de esa madrugada). ¿Alguna vez había comentado, con Lucrecia, su tesis de que la amable Cenicienta contribuyó, sin duda, más que toda la infecta caterva de pornografía antierótica del siglo veinte, a crear legiones de varones fetichistas? No lo recordaba. Una laguna en su relación matrimonial que debería subsanar, alguna vez. Su estado había mejorado bastante desde que se despertó, exasperado y añorante, muerto de cólera, de soledad, de pena. Desde hacía unos segundos, se autorizaba incluso —era su manera de no sucumbir a la desesperación de cada día— ciertas fantasías que tenían que ver, hoy, no con los ojos, ni los cabellos, ni los pechos ni muslos ni caderas de Lucrecia, sino exclusivamente con sus pies. Tenía ya a su lado —le había costado encontrarlo en los estantes en los que se hallaba refundido— aquella edición príncipe, en tres tomitos, de esa novela de Nicolás Edmé Restif de la Bretonne (de puño y letra había anotado en una ficha: 1734–1806), la única de las decenas de decenas que cacografió ese incontinente polígrafo: Le pied de Franchette ou l'orpheline française. Histoire interessante et morale (Paris, Humblot Quillau, 1769, 2 parties en 3 volumes, 160–148–192 págs.) Pensó: «Ahora, lo hojeo. Ahora, tú te asomas, Lucrecia, descalza o calzada, en cada capítulo, página, palabra».

Sólo una cosa había en ese escribidor inflacionario, Restif de la Bretonne, que mereciera su simpatía y lo hiciera asociarlo, en esta madrugada con garúa, a Lucrecia, en tanto que otras mil (bueno, quizás algo menos) lo hacían olvidable, transitivo y hasta antipático. ¿Alguna vez había hablado de él con ella? ¿Asomó alguna vez su nombre en sus nocturnas fiestas conyugales? Don Rigoberto no lo recordaba. «Pero, aunque sea tarde, carísima, te lo presento, te lo ofrezco y pongo a tus pies (nunca mejor dicho).» Nació y vivió en una época de grandes convulsiones, el dieciocho francés, pero era improbable que el buenazo de Nicolás Edmé se diera cuenta de que el mundo entero se deshacía y rehacía a su alrededor en razón de los vaivenes revolucionarios, obsesionado como estaba con su propia revolución, no la de la sociedad, la económica, la del régimen político —«las que, en general, tienen buena prensa»— sino la que le concernía personalmente: la del deseo carnal. Eso lo hacía simpático, eso lo llevó a comprar la edición príncipe de Le pied de Franchette, novela de truculentas coincidencias y cómicas iniquidades, absurdos enredos y estúpidos diálogos, que cualquier crítico literario estimable o lector de buen gusto encontraría execrable, pero que, para don Rigoberto, tenía el alto mérito de exaltar hasta extremos deicidas el derecho del ser humano de insurgir contra lo establecido en razón de sus deseos, de cambiar el mundo valiéndose de la fantasía, aunque fuera por el efímero período de una lectura o un sueño.

Leyó en voz alta lo que había anotado en el cuaderno sobre Restif, luego de leer Le pied de Franchette: «No creo que este provinciano, hijo de campesinos, autodidacta pese a pasar por un seminario jansenista, que se enseñó a sí mismo lenguas y doctrinas, todas mal, y que se ganó la vida como tipógrafo y fabricante de libros (en los dos sentidos de la expresión, pues los escribía y manufacturaba, aunque hacía lo segundo con más arte que lo primero) sospechara nunca la importancia trascendental que tendrían sus escritos (importancia simbólica y moral, no estética), cuando, entre sus exploraciones incesantes de los barrios obreros y artesanos de París, que lo fascinaban, o de la Francia aldeana y rural a la que documentó como sociólogo, robándole el tiempo a sus enredos amorosos —adúlteros, incestuosos o mercenarios, pero siempre ortodoxos, pues el homosexualismo le producía un espanto carmelita— los escribía a la carrera, guiándose, horror de horrores, por la inspiración, sin corregirlos, en una prosa que le salía frondosa y vulgar, acarreadora de todos los detritus de la lengua francesa, confusa, repetitiva, laberíntica, convencional, chata, horra de ideas, insensible y, en una palabra que la define mejor que ninguna otra: subdesarrollada».

¿Por qué, pues, luego de fallo tan severo, perdía este amanecer rememorando una imperfección estética, un chusco cacógrafo que, para colmo, llegó a ejercer el feo oficio de soplón? El cuaderno era pródigo en datos sobre él. Había producido cerca de doscientos libros, todos literariamente ilegibles. ¿Por qué, entonces, empeñarse en acercarlo a doña Lucrecia, su antípoda, la perfección hecha mujer? Porque, se respondió, nadie, como este silvestre intelectual, hubiera podido comprender su emoción del mediodía al percibir fugazmente, en el anuncio de una revista, ese piececillo alado de muchacha asiática, que esta noche le había traído el recuerdo, el deseo de los pies de reina de Lucrecia. No, nadie como Restif, amateur, conocedor supremo de ese culto que la abominable raza de psicólogos y psicoanalistas prefería llamar fetichismo, lo hubiera podido entender, acompañar, asesorar, en este homenaje y acción de gracias a aquellos adorados pies. «Gracias, Lucrecia mía —rezó con unción—, por las horas de placer que yo les debo, desde aquella vez que los descubrí, en la playa de Pucusana, y, bajo el agua y las olas, los besé.» Transido, don Rigoberto volvió a sentir los salobres, ágiles deditos moviéndose en la gruta de su boca, y las arcadas por el agua marina que tragó.

Sí, ésa era la predilección de don Nicolás Edmé Restif de la Bretonne: el pie femenino. Y, por extensión y simpatía, como diría un alquimista, lo que los abriga y rodea: la media, el zapato, la sandalia, el botín. Con la espontaneidad y la inocencia de lo que era, un rústico transmigrado a la ciudad, practicó y proclamó su predilección por esa delicada extremidad y sus envoltorios sin el menor rubor, y, con el fanatismo de los convertidos, sustituyó en sus inconmensurables escritos el mundo real por uno ficticio, tan monótono, previsible, caótico y estúpido como aquél, salvo en que, en el amasado con su mala prosa y su monotemática singularidad, lo que allí brillaba, destacaba y desataba las pasiones de los hombres no eran los graciosos rostros de las damas, sus cabelleras en cascada, sus gráciles cinturas, ebúrneos cuellos o bustos arrogantes, sino, siempre y exclusivamente, la belleza de sus pies. (Si existiera todavía, se le ocurrió, llevaría al amigo Restif, con el consentimiento de Lucrecia, desde luego, a su casita del Olivar, y, ocultándole el resto de su cuerpo, le mostraría sus pies, encerrados en unos preciosos botines estilo abuelita, y permitido incluso que la descalzara. ¿Cómo habría reaccionado aquel ancestro? ¿Cayendo en éxtasis? ¿Temblando, aullando? ¿Precipitándose, sabueso feliz, lengua afuera, narices dilatadas, a aspirar, a lamer el manjar?).

¿No era respetable, aunque escribiera tan mal, quien rendía de ese modo pleitesía al placer y defendía con tanta convicción y coherencia a su fantasma? ¿No era el buen Restif, pese a su indigesta prosa, «uno de los nuestros»? Desde luego que sí. Por eso se le había presentado esta noche en el sueño, atraído por aquel furtivo piececillo birmano o singapurense, para hacerle compañía en este amanecer. Una brusca desmoralización atenazó a don Rigoberto. El frío le caló los huesos. Cómo hubiera querido, en este instante, que Lucrecia supiera todo el arrepentimiento y el dolor que lo atormentaban, por la estupidez, o por la incomprensión cerril que, hacía un año, lo habían impulsado a actuar con ella como lo acababa de hacer, en la ultramarina Wellington, aquel innoble juez que condenó a cuatro años de cárcel a esa profesora, a esa amiga («Otra de las nuestras») por haber hecho entrever —no, habitar— el cielo, a esa dichosa criatura, a ese Fonchito neozelandés. «En vez de sufrir y reprochártelo, debí agradecértelo, adorable niñera.»

Lo hacía ahora, en esta madrugada de olas ruidosas y espumantes y de lluviecita invisible y corrosiva, secundado por el servicial Restif, cuya novelita, deliciosamente titulada Le pied de Franchette, y estúpidamente subtitulada ou l'orpheline française. Histoire interessante et morale (después de todo, sí había razón para llamarla moral) tenía sobre las rodillas y acariciaba con las dos manos, como a una parejita de lindos pies. Cuando Keats escribió Beauty is truth, truth is beauty (la cita reaparecía sin cesar en cada cuaderno que abría) ¿pensaba en los pies de doña Lucrecia? Sí, aunque el infeliz no lo supiera. Y, cuando Restif de la Bretonne escribió e imprimió (a la misma velocidad, probablemente) Le pied de Franchette, en 1769, a los treinta y cinco años, también lo había hecho inspirado, desde el futuro, por una mujer que vendría al mundo cerca de dos siglos más tarde, en una bárbara comarca de la América llamada (¿en serio?) Latina. Gracias a las anotaciones del cuaderno, don Rigoberto iba recordando la historia de la novelita. Convencional y previsible a más no poder, escrita con los pies (no, esto no debía pensarlo ni decirlo), que su verdadero protagonista no fuera la bella huerfanita adolescente, Franchette Florangis, sino los piececillos trastornadores de Franchette Florangis, la levantaba y singularizaba, dotándola de vivencias, de la capacidad persuasiva que tiene una obra de arte. No eran imaginables los trastornos que causaban, las pasiones que encendían en torno, los nacarados piececillos de la joven Franchette. Al vejete de su tutor, Monsieur Apatéon, que se deleitaba comprándoles primorosos calzados y aprovechaba cualquier pretexto para acariciarlos, lo inflamaban al extremo de intentar violar a su pupila, hija de un amigo queridísimo. Del pintor Dolsans, un joven bueno, quien, desde que los veía, encajados en unos zapatitos verdes y ornados de una flor dorada, quedaba prendado de ellos, hacían un loco despechado lleno de proyectos criminales que perdía por ellos la vida. El afortunado joven rico, Lussanville, antes de tener en sus brazos y en su boca a la bella muchacha de sus sueños, se solazaba con uno de sus zapatitos, que, amateur él también, había robado. Todo pantalón viviente que los veía —financistas, mercaderes, rentistas, marqueses, plebeyos— sucumbía a su hechizo, quedaba flechado de amor carnal y dispuesto a todo por poseerlos. Por eso, el narrador afirmaba con justicia la frase que don Rigoberto había transcrito: «Le joli pied les rendait tous criminéis». Sí, sí, esas patitas volvían a todos criminales. Las chinelas, sandalias, botines, zapatillas de la bella Franchette, objetos mágicos, circulaban por la historia alumbrándola con cegadora luz seminal.

Aunque los estúpidos hablaran de perversión, él, y, por supuesto, Lucrecia, podían comprender a Restif, celebrar que tuviera la audacia y el impudor de exhibir ante los demás su derecho a ser diferente, a rehacer el mundo a su imagen y semejanza. ¿No habían hecho eso, él y Lucrecia, cada noche, por diez años? ¿No habían desarreglado y rearreglado la vida en función de sus deseos? ¿Volverían a hacerlo, alguna vez? ¿O, quedaría todo ello confinado en el recuerdo, con las imágenes que atesora la memoria para no sucumbir a la desesperanza de lo real, de lo que en verdad es?

Esta noche–madrugada, don Rigoberto se sentía como uno de los varones desquiciados por el pie de Franchette. Vivía vacío, reemplazando cada noche, cada amanecer, la ausencia de Lucrecia con fantasmas que no bastaban para consolarlo. ¿Había alguna solución? ¿Era demasiado tarde para dar marcha atrás y corregir el error? ¿No podía una Corte Suprema, un Tribunal Constitucional, en Nueva Zelanda, revisar la sentencia del obtuso magistrado de Wellington y absolver a la profesora? ¿No podría un gobernante neozelandés desprejuiciado, amnistiarla, e incluso condecorarla como a heroína civil por su probada abnegación por la puericia? ¿No podía ir él a la casita del Olivar de San Isidro a decir a Lucrecia que la estúpida justicia humana se equivocó y la condenó sin tener derecho para ello, y devolverle el honor y la libertad para… para? ¿Para qué? Vaciló, pero siguió adelante, como pudo.

¿Era ésa una utopía? ¿Una utopía como las que también fantaseó el fetichista Restif de la Bretonne? Aunque, no, pues las de don Rigoberto, cuando, a veces, llevado por la dulzura inerte de la divagación, se abandonaba a ellas, eran utopías privadas, incapaces de entrometerse en el libre albedrío de los otros. Esas utopías ¿no eran acaso lícitas, muy distintas de las colectivas, enemigas acérrimas de la libertad, que acarreaban consigo, siempre, la semilla de un cataclismo?

Este había sido el lado flaco y peligroso de Nicolás Edmé, también; una enfermedad de época a la que sucumbió, como buena parte de sus contemporáneos. Porque, el apetito de utopías sociales, el gran legado del siglo de las luces, junto con nuevos horizontes y audaces reivindicaciones del derecho al placer, trajo los apocalipsis históricos. Don Rigoberto no recordaba nada de eso; sus cuadernos, sí. Ahí estaban los datos acusatorios y las fulminaciones implacables.

En el delicado gustador de piececillos y calzados femeninos que fue Restif—«Que Dios lo bendiga por ello, si existe»— había también un pensador peligroso, un mesiánico (un cretino, si se trataba de calificarlo con crueldad, o un iluso si era preferible perdonarle la vida), un reformador de instituciones, un redentor de deficiencias sociales, que, entre las montañas de papel que garabateó, dedicó unos cuantos montes y colinas a construir esas cárceles, las utopías públicas, para reglamentar la prostitución e imponer la felicidad a las putas (el horrendo empeño aparecía en un libro de tramposo y lindo título, Le Pornographe), perfeccionar el funcionamiento de los teatros y las costumbres de los actores (Le Mimographe), para organizar la vida de las mujeres, asignándoles obligaciones y fijándoles límites, de modo que hubiera armonía entre los sexos (el temerario engendro llevaba también un título que parecía augurar placeres —Les Gynographes— y en verdad proponía cepos y grillos para la libertad). Mucho más ambiciosa y amenazadora había sido, por supuesto, su pretensión de reglamentar —en verdad, sofocar— las conductas (L'Andrographe) del género humano y de introducir una legalidad intrusa y perforante, agresora de la intimidad, que hubiera puesto fin a la libre iniciativa y la libre disposición de sus deseos a los humanos: Le Thermographe. Frente a esos excesos intervencionistas, de Torquemada laico, se podía considerar una barrabasada infantil el haber llevado Restif su frenesí reglamentarista a proponer una reforma total de la ortografía (Glossographé). Él había reunido estas utopías en un libro que llamó Idées singulières (1769), y, sin duda, lo eran, pero en la acepción siniestra y criminosa de la noción de singularidad.

La sentencia estampada en el cuaderno era inapelable y don Rigoberto la aprobó: «No hay duda, si este diligente imprentero, documentalista y refinado amateur de terminales femeninos, hubiera llegado a tener poder político, hubiera hecho de Francia, acaso de Europa, un campo de concentración muy bien disciplinado, en el que una malla fina de prohibiciones y obligaciones habría volatilizado hasta la última pizca de libertad. Afortunadamente, fue demasiado egoísta para codiciar el poder, concentrado como estaba en la empresa de reconstruir en ficciones la realidad humana, recomponiéndola a su conveniencia, de manera que en ella, como en Le pied de Franchette, el valor supremo, la mayor aspiración del bípedo masculino, no fuera perpetrar acciones heroicas de conquista militar, ni alcanzar la santidad, ni descubrir los secretos de la materia y la vida, sino ese deleitable, delicioso, sabroso como la ambrosía que alimentaba a los dioses del Olympo, piececillo femenino». Como el que don Rigoberto había visto en el aviso de Time y que le había recordado los de Lucrecia, y que lo tenía aquí, sorprendido por las primeras luces de la mañana, enviando a su amada esta botella que lanzaría al mar, en su busca, sabiendo muy bien que no le llegaría, pues ¿cómo podría llegarle lo que no existía, lo que estaba forjado con el evanescente pincel de sus sueños?

Don Rigoberto terminaba de hacerse esa desesperada pregunta, con los ojos cerrados, cuando, al musitar sus labios el amoroso vocativo «¡Ah, Lucrecia!», su brazo izquierdo hizo caer al suelo uno de los cuadernos. Lo recogió y echó una ojeada a la página abierta con la caída. Dio un respingo: el azar tenía detalles maravillosos, como él y su mujer habían tenido ocasión de comprobar, a menudo, en sus devaneos. ¿Con qué se encontró? Con dos notas, de hacía muchos años. La primera, una olvidable mención de un grabadito finisecular anónimo en el que Mercurio ordenaba a la ninfa Calipso que liberase a Odiseo —de quien se había enamorado y al que mantenía prisionero en su isla— y lo dejara proseguir su viaje rumbo a Penélope. Y, la segunda, vaya maravilla, una apasionada reflexión sobre: «El delicado fetichismo de Johannes Vermeer, que, en Diana y sus compañeras, rinde plástico tributo a ese desdeñado miembro del cuerpo femenino, mostrando a una ninfa entregada a la amorosa tarea de lavar —acariciar, más bien— con una esponja, el pie de Diana, en tanto que otra ninfa, en dulce abandono, se acaricia el suyo. Todo es sutil y carnal, de una delicada sensualidad que disimula la perfección de las formas y la suavísima bruma que baña la escena, dotando a las figuras de esa calidad desrealizada y mágica que tienes tú, Lucrecia, cada noche en carne y hueso, y también tu fantasma, cuando visitas mis sueños». Qué cierto, qué actual, qué vigente.

¿Y si contestara sus anónimos? ¿Y si, de verdad, le escribiera? ¿Y si fuera a tocar su puerta, esta misma tarde, apenas cumplida la última vuelta a la noria de su servidumbre aseguradora y gerencial? ¿Y si, nada más verla, cayera de rodillas y se humillara para besar el suelo que ella pisa, pidiéndole perdón, llamándola, hasta hacerla reír, «Mi niñera querida», «Mi profesora neozelandesa», «Mi Franchette», «Mi Diana»? ¿Se reiría? ¿Se echaría en sus brazos y, ofreciéndole los labios, haciéndole sentir su cuerpo, le haría saber que todo quedaba atrás, que podían empezar de nuevo a construir, solos, su secreta utopía?

ESTOFADO DE TIGRE

Contigo tengo amores hawaianos en que bailas para mí el ukelele en noches de luna llena, con sonajas en las caderas y los tobillos, imitando a Dorothy Lamour.

Y amores aztecas, en que te sacrifico a unos dioses cobrizos y ávidos, serpentinos y emplumados, en lo alto de una pirámide de piedras herrumbrosas, en torno a la cual pulula la selva impenetrable.

Amores esquimales, en fríos iglús iluminados con antorchas de grasa de ballena, y noruegos, en que nos amamos enganchados sobre el esquí, despeñándonos a cien kilómetros por hora por las faldas de una montaña blanca erupcionada de tótems con inscripciones rúnicas.

Mi engreimiento de esta noche, amada, es modernista, carnicero y africano.

Te desnudarás ante el espejo de luna, conservando las medias negras y las ligas rojas, y ocultarás tu hermosa cabeza bajo la máscara de una fiera feroz, de preferencia la tigre en celo del Rubén Darío de Azul…, o una leona sudanesa.

Quebrarás la cadera derecha, flexionarás la pierna izquierda, apoyarás tu mano en la cadera opuesta, en la pose más salvaje y provocativa.

Sentadito en mi silla, amarrado al espaldar, yo te estaré mirando y adorando, con mi servilismo acostumbrado.

Sin mover ni una pestaña, sin gritar me estaré, mientras me clavas tus zarpas en los ojos y tus blancos colmillos desgarran mi garganta y devoras mi carne y sacias tu sed con mi sangre enamorada.

Ahora estoy dentro de ti, ahora también soy tú, amada estofada de mí.

IX. LA CITA DEL SHERATON

—Para atreverme, para darme ánimos, me tomé un par de whiskies puros —dijo doña Lucrecia—. Antes de empezar a disfrazarme, quiero decir.

—Quedaría usted borrachísima, señora—comentó Justiniana, divertida—. Con la cabecita de pollo que tiene para el trago.

—Tú estabas ahí, desvergonzada —la reprendió doña Lucrecia—. Excitadísima con lo que podía pasar. Sirviendo los tragos, ayudándome a ponerme el disfraz y riéndote a tus anchas mientras me convertía en una de ésas.

—Una tipa de ésas —le hizo eco la empleada, retocándole el rouge.

«Ésta es la peor locura que he hecho en mi vida, pensó doña Lucrecia. Peor que lo de Fonchito, peor que casarme con el loco de Rigoberto. Si la hago, me arrepentiré hasta que me muera.» Pero, la iba a hacer. La peluca pelirroja le quedaba cabalita —se la había probado en la tienda donde la encargó— y su alta, barroca orografía de bucles y mechas parecía llamear. Apenas se reconoció en esa incandescente mujer de curvas pestañas postizas y redondos aretes tropicales, pintarrajeada con unos labios color bermellón encendido que duplicaban los verdaderos, lunares y ojeras azules de mujer fatal, estilo película mexicana, años cincuenta.

—Caramba, caramba, nadie diría que es usted —la examinó, asombrada, Justiniana, tapándose la boca—. No sé a quién se parece, señora.

—A una tipa de ésas, pues —afirmó doña Lucrecia.

El whisky había hecho su efecto. Las vacilaciones de hacía un momento se habían evaporado y, ahora, intrigada, divertida, observaba su transformación en el espejo del cuarto. Justiniana, progresivamente maravillada, le fue alcanzando las prendas dispuestas sobre la cama: la minifalda que la ceñía tanto que le costaba trabajo respirar; las medias negras terminadas en unas ligas rojas con adornos dorados; la blusa de fantasía que exhibía sus senos hasta la punta del pezón. La ayudó, también, a calzarse los plateados zapatos de tacón de aguja. Tomando distancia, después de pasarle revista de arriba abajo, de abajo arriba, volvió a exclamar, estupefacta:

—No es usted, señora, es otra, otra. ¿Va a salir así, de verdad?

—Por supuesto —asintió doña Lucrecia—. Si no me aparezco hasta mañana, avisas a la policía.

Y, sin más, pidió un taxi a la estación de la Virgen del Pilar y ordenó al chofer, con autoridad: «Al hotel Sheraton». Anteayer, ayer y esta mañana, mientras preparaba su atuendo, tuvo dudas. Se había dicho que no iría, no se prestaría a semejante payasada, a lo que seguramente era una broma cruel; pero, ya en el taxi, se sintió segurísima y resuelta a vivir la aventura hasta el final. Pasara lo que pasara. Miró el reloj. Las instrucciones decían entre once y media y doce de la noche y sólo eran las once, llegaría adelantada. Serena, lejos de sí misma gracias al alcohol, mientras el taxi avanzaba por el semidesierto Zanjón rumbo al centro, se preguntó qué haría si, en el Sheraton, alguien la reconocía a pesar de su disfraz. Negaría la evidencia, atiplando la voz, poniendo la entonación acaramelada y huachafa de las tipas ésas: «¿Lucrecia? Yo me llamo Aída. ¿Nos parecemos? Alguna parienta lejana, tal vez». Mentiría con total desfachatez. Se le había evaporado el miedo, totalmente. «Estás encantada de jugar a la puta, por una noche», pensó, contenta de sí misma. Advirtió que el chofer del taxi a cada momento alzaba la vista para espiarla por el espejo retrovisor.

Antes de entrar al Sheraton, se puso los anteojos oscuros de montura de concheperla y terminados en forma de tridente que había comprado esa misma tarde en una tiendecita de la calle la Paz. Los eligió por su chocarrero mal gusto y porque, dado su tamaño, parecían un antifaz. Cruzó el lobby con paso rápido, rumbo al Bar, temiendo que uno de los porteros uniformados, que se la quedaron mirando afrentosamente, se le acercara a preguntarle quién era, qué buscaba, o a echarla, sin preguntas, por su aparatosa apariencia. Pero, nadie se le acercó. Subió la escalera hacia el Bar, sin apurarse. La penumbra le devolvió la seguridad que estuvo a punto de perder bajo las fuertes luces de la entrada, ese salón sobre el que se elevaba el opresivo rascacielos rectangular y carcelario de pisos, muros, pasadizos, balaustradas y dormitorios del hotel. En la medialuz, entre nubéculas de humo, notó que pocas mesas estaban ocupadas. Tocaban una música italiana, con un cantante prehistórico —Domenico Modugno— que le recordó una lejana película de Claudia Cardinale y Vittorio Gassman. Borrosas siluetas se delineaban en la barra, contra el fondo azulado amarillento de copas e hileras de botellas. De una mesa se elevaban las voces chillonas de una borrachera principiante.

Otra vez animosa, confiada en sus fuerzas para hacer frente a cualquier imprevisto, cruzó el local y tomó posesión de una de las empinadas banquetas de la barra. El espejo que tenía delante le mostró un esperpento que, en vez de asco o risa, le mereció ternura. Su sorpresa no tuvo límites cuando oyó que el barman, un cholito de engominados pelos tiesos, embutido en un chaleco que le bailaba y una corbatita de lazo que parecía ahorcarlo, la tuteaba con grosería:

—Consumes o te vas.

Estuvo a punto de hacerle un escándalo, pero recapacitó y se dijo, gratificada, que esa insolencia probaba el éxito de su disfraz. Y, estrenando su nueva voz, dengosa y azucarada, le pidió:

—Un etiqueta negra en las rocas, me hace el favor.

El hombre se la quedó mirando, dudoso, sopesando si aquello iba en serio. Optó por murmurar «En las rocas, entendido», ya alejándose. Pensó que su disfraz habría sido completo si, además, le hubiera añadido una larga boquilla. Entonces, pediría cigarrillos mentolados marca Kool, extralargos, y hubiera fumado echando argollas hacia el cielorraso de estrellitas que le hacían guiños.

El barman le trajo el whisky con la cuenta y ella tampoco protestó por esa muestra de desconfianza; pagó, sin dejarle propina. Apenas había tomado el primer sorbo, alguien se sentó a su lado. Tuvo un ligero estremecimiento. El juego se ponía serio. Pero, no, no se trataba de un hombre, sino de una mujer, bastante joven, con pantalones y un polo oscuro de cuello alto, sin mangas. Tenía los pelos sueltos, lacios, y la cara fresca, de airecillo canalla, de las muchachas de Egon Schiele.

—Hola —La vocecita miraflorina le sonó familiar—. ¿Nos conocemos, no es cierto?

—Creo que no —repuso doña Lucrecia.

—Me parecía, perdona —dijo la chica—. La verdad, tengo una memoria pésima. ¿Vienes mucho por aquí?

—De vez en cuando —vaciló doña Lucrecia. ¿La conocía?

—El Sheraton ya no es tan seguro como antes —se lamentó la muchacha. Encendió un cigarrillo y echó una bocanada de humo, que tardó en deshacerse—. El viernes hubo una redada aquí, me han dicho.

Doña Lucrecia se imaginó subiendo a empellones el furgón policial, llevada a la Prefectura, fichada como meretriz.

—Consumes o te vas —advirtió el barman a su vecina, amenazándola con el dedo en alto.

—Anda vete a la mierda, cholo maloliente —dijo la muchacha, sin siquiera volverse a mirarlo.

—Tú siempre tan lisurienta, Adelita —sonrió el barman, mostrando una dentadura que doña Lucrecia estuvo segura verdeaba de sarro—. Sigue, nomás. Estás en tu casa. Como eres mi debilidad, abusas.

En ese momento, doña Lucrecia la reconoció. ¡Adelita, por supuesto! ¡La hija de Esthercita! Vaya, vaya, nada menos que la hija de la cucufata de Esther.

—¿La hija de la señora Esthercita? —se carcajeó Justiniana, doblada en dos—. ¿Adelita? ¿La niña Adelita? ¿La hija de la madrina de Fonchito? ¿Levantando clientes en el Sheraton? No me lo trago, señora. Ni con Coca Cola ni con champaña me lo trago.

—Ella misma y no sabes cómo —le aseguró doña Lucrecia—. De lo más despercudida. Soltando palabrotas, moviéndose como pez en el agua, ahí, en el Bar. Como la tipa más experimentada de todo Lima.

—¿Y, ella, no la reconoció?

—No, felizmente. Pero, todavía no has oído nada. Ahí estábamos conversando, cuando, no sé de dónde, nos cayó encima el sujeto. Adelita lo conocía, por lo visto.

Era alto, fuerte, un poco gordo, un poco bebido, un poco todo lo que hace falta para sentirse temerario y mandón. De terno y corbata brillante, con rombos y zigzags, respiraba como un fuelle. Debía de ser cincuentón. Se colocó entre las dos, abrazándolas, y, como lo hubiera hecho con dos amigas de toda la vida, les dijo a manera de saludo:

—¿Se vienen a mi suite? Hay trago fino y something for the nose. Más lluvia de dólares para las chicas que se portan bien.

Doña Lucrecia sintió vértigo. El aliento del hombre le daba en la cara. Estaba tan cerca, que, con un pequeño movimiento hubiera podido besarla.

—¿Estás sólito, primo? —le preguntó la muchacha, con coquetería.

—Para qué hace falta nadie más —se chupó el hombre los labios, tocándose el bolsillo donde debía de llevar la cartera—. Cien verdes por cabeza ¿okey ? Pago por adelantado.

—Si no tienes dólares de diez o de cincuenta, prefiero soles —dijo Adelita, de inmediato—. Los de cien son siempre falsos.

—Okey, okey, tengo de cincuenta —prometió el hombre—. Andando, chicas.

—Espero a alguien —se disculpó doña Lucrecia—. Lo siento.

—¿No puede esperar? —se impacientó el hombre.

—No puedo, de veras.

—Si quieres, subamos los dos —intervino Adelita, prendiéndose de su brazo—. Te trataré bien, primito.

Pero el hombre la rechazó, decepcionado:

—Tú sola, no. Esta noche, me estoy premiando. Mis burros ganaron tres carreras y la dupleta. ¿Les cuento? Voy a realizar un capricho que me tiene curcuncho, hace días. ¿Les digo cuál? —Las miró a una y a otra, muy serio, aflojándose el cuello, y encadenó con ansiedad, sin esperar su visto bueno—. Empalarme a una mientras me como a la otra. Viéndolas por el espejo, manoseándose y besándose, sentaditas en el trono. Ese trono que seré yo.

«El espejo de Egon Schiele», pensó la señora Lucrecia. Se sentía menos disgustada por la vulgaridad del hombre que por el brillo desalmado de sus pupilas mientras describía su capricho.

—Te vas a poner virolo de ver tantas cosas a la vez, primo —se rió Adelita, dándole un falso puñete.

—Es mi fantasía. Gracias a los burros, esta noche la voy a realizar —dijo el hombre, con orgullo, a manera de despedida—. Lástima que estés ocupada, payasita, porque, a pesar de tus colorines, me gustaste. Chaucito, primas.

Cuando se perdió entre las mesas —el Bar tenía más gente que antes y se había adensado el humo, multiplicado el rumor de las conversaciones y la música de los parlantes era ahora un merengue de Juan Luis Guerra— Adelita se adelantó hacia ella, cariacontecida:

—¿Es verdad lo de la cita? Con ese pata era una ganga. Lo que contó de los caballos es cuento. Ese es narco, todo el mundo lo conoce. Y, se va ahí mismo, a cien por hora. Eyaculación precoz, llaman a eso. Tan, tan rápido, que ni alcanza a empezar muchas veces. Era un regalo, primita.

Doña Lucrecia trató de esbozar una sonrisa sabihonda, que no le salió. ¿Cómo podía estar diciendo semejantes cosas la hija de Esther? Esa señora tan estirada, tan rica, tan presumida, tan elegante, tan católica. Esthercita, la madrina de Fonchito. La muchacha seguía con sus comentarios desenfadados que tenían a doña Lucrecia boquiabierta:

—Una tontera haber perdido esta oportunidad de ganarse cien dólares en media hora, en quince minutos —se quejaba—. A mí, subir contigo a trabajarnos a ese pata me parecía bacán, te juro. Habría salido regio, en un dos por tres. No sé a ti, pero, lo que a mí me molesta, son las parejitas. El maridito mirón, mientras calientas a su mujercita. ¡Las odio, prima! Porque, siempre, la cojuda se muere de vergüenza. Las risitas, los disfuercitos, hay que darle trago, cariñitos. Pucha, hasta me vienen náuseas, te digo. Y, sobre todo, cuando se te echan a llorar y les da el arrepentimiento. Las mataría, te juro. Se pasan las medias horas y las horas con esas huevonas. Quieren, no quieren, y te hacen perder un montón de plata. Yo ya no tengo paciencia, prima. ¿No te ha pasado?

—A quién no —se sintió obligada a decir doña Lucrecia, forcejeando para que cada palabra aceptara salir de su boca—. Algunas veces.

—Ahora que, peor todavía, los dos amigotes, las yuntas, los compinches ¿no te parece? —suspiró Adelita. La voz le cambió y doña Lucrecia pensó que debía haberle ocurrido algo tremendo, con sádicos, locos o monstruos—. Qué machos se sienten cuando están de a dos. Y empiezan a pedir todas las majaderías. La cornetita, el sandwichito, el chiquito. ¿Por qué no vas mejor a pedírselo a tu mamacita, papacito? Yo no sé a ti, prima, pero, lo que es yo, el chiquito, ni de a vainas. No me gusta. Me da asco. Y, además, me duele. Así que ni por doscientos dólares lo doy. ¿Y tú?

—Yo, lo mismo —articuló doña Lucrecia—. Asco y dolor, igualito que a ti. Y, el chiquito, ni por doscientos, ni por mil.

—Bueno, por mil, quién sabe —se rió la muchacha—. ¿No ves? Nos parecemos. Bueno, ahí está tu cita, me imagino. A ver si la próxima le hacemos el trabajo al descerebrado de los burros. Chau y que te diviertas.

Se hizo a un lado, dejando su sitio a la delgada silueta que se acercaba. En la mediocre luz del recinto, doña Lucrecia vio que era joven, algo rubio, de facciones aniñadas, con un vago parecido ¿a quién? ¡A Fonchito! Un Fonchito con diez años más, cuya mirada se había endurecido y, el cuerpo, elevado y ahilado. Estaba vestido con un elegante terno azul y llevaba un pañuelito rosado del mismo color que la corbata en el bolsillo del saco.

—El inventor de la palabra individualismo fue Alexis de Tocqueville —le dijo, a modo de saludo, con una vocecita estridente—. ¿Cierto o falso?

—Cierto —Doña Lucrecia empezó a sudar frío: ¿qué iba a pasar, ahora? Decidida a llegar hasta el final, añadió—: Yo soy Aldonza, la andaluza de Roma. Puta, estrellera y zurcidora, a sus órdenes.

—Lo único que entiendo es puta —acotó Justiniana, mareada por lo que oía—.¿Iba en serio? ¿No se le soltaba la risa? Perdón por la interrupción, señora.

—Sígame —dijo el recién llegado, sin pizca de humor. Se movía como un robot.

Doña Lucrecia se descolgó de la banqueta de la barra y adivinó la malintencionada miradita del barman al verla partir. Siguió al joven rubio, que avanzaba de prisa entre las mesas atestadas, hendiendo la atmósfera humosa, hacia la salida del Bar. Luego, cruzó el pasillo hacia los ascensores. Doña Lucrecia vio que pulsaba el piso 24 y su corazón dio un brinco con el vacío en el vientre por la velocidad con que subieron. Una puerta se abrió apenas salieron al pasillo. Estaban en la recepción de una enorme suite: tras el ventanal de cristales, se extendía a sus pies un mar de luces con manchas oscuras y bancos de neblina.

—Puedes quitarte la peluca y desvestirte en el baño —El muchacho le señaló una habitación, a un costado de la salita. Pero, doña Lucrecia no atinó a dar un paso, fascinada por esa faz juvenil, de mirada de acero y pelos alborotados —los había creído rubios y eran claros, tirando a oscuros— que tenía al frente, modelados por el cono de luz de una lámpara. ¿Cómo era posible? Parecía él, en persona.

—¿Cómo que Egon Schiele? —le salió al paso Justiniana—. ¿El pintor que tiene maniático a Fonchito? ¿El fresco que pintaba a sus modelos haciendo sinvergüenzuras?

—¿Por qué crees que me quedé pasmada, si no? Ése mismo.

—Ya sé que me le parezco —le explicó el muchacho, en el mismo tono serio, funcional y deshumanizado en que se había dirigido a ella desde el primer momento—. ¿Es eso lo que te tiene tan desconcertada? Bueno, me le parezco. ¿Y qué? ¿O crees que soy Egon Schiele resucitado? ¿No serás tan tonta, no?

—Es que, me ha dejado muda el parecido —reconoció doña Lucrecia, examinándolo—. No es sólo la cara. También, el cuerpecito largo, raquítico. Las manos, tan grandes. Y la manera como juegas con tus dedos, ocultando el pulgar. Igualito, idéntico a todas las fotografías de Egon Schiele. ¿Cómo es posible?

—No perdamos tiempo —dijo el muchacho, con frialdad y un ademán de fastidio—. Quítate esa peluca asquerosa y esos horribles aretes y collares. Te espero en el dormitorio. Ven desnuda.

Su cara tenía algo desafiante y vulnerable. Parecía, pensó doña Lucrecia, un muchachito malcriado y genial, al que, con todas sus travesuras y desplantes, audacias y temeridades, le hacía mucha falta su mamá. ¿Estaba pensando en Egon Schiele o en Fonchito? Doña Lucrecia estuvo totalmente segura de que el muchacho prefiguraba lo que sería el hijo de Rigoberto dentro de unos años.

«A partir de este momento, comienza lo más difícil», se dijo. Tenía la certeza de que el muchacho parecido a Fonchito y a Egon Schiele había echado doble llave a la puerta y que, aunque lo quisiera, no podría escapar ya de la suite. Tendría que permanecer allí el resto de la noche. Junto con el miedo que se había apoderado de ella, la devoraba la curiosidad, y hasta un amago de excitación. Entregarse a ese esbelto joven de expresión fría y algo cruel sería como hacer el amor con un Fonchito–joven–casi–hombre, o con un Rigoberto rejuvenecido y embellecido, un Rigoberto–joven–casi–niño. La ocurrencia la hizo sonreír. El espejo del cuarto de baño le mostró su expresión relajada, casi alegre. Le costaba trabajo quitarse la ropa. Sentía las manos agarrotadas, como si las hubiera tenido expuestas a la nieve. Sin la absurda peluca, libre de la minifalda que la cinchaba, respiró. Conservó el calzoncito y el mínimo sostén de encaje negro, y, antes de salir, se soltó y arregló los cabellos —los había sujetado con una redecilla—, deteniéndose un instante en la puerta. Otra vez, el pánico. «Puede que no salga viva de aquí.» Pero, ni siquiera ese temor hizo que se arrepintiera de haber venido y de estar interpretando esta truculenta farsa para dar gusto a Rigoberto (¿o a Fonchito?). Al salir a la salita, comprobó que el muchacho había apagado todas las luces de la habitación, salvo una lamparita, de un alejado rincón. Por el enorme ventanal, parpadeaban allá abajo miles de luciérnagas de un cielo invertido. Lima parecía disfrazada de gran ciudad; la oscuridad borraba sus harapos, su mugre y hasta su mal olor. Una música suave, de harpas, trinos, violines, bañaba la penumbra. Mientras avanzaba hacia la puerta que el muchacho le había señalado, siempre aprensiva, sintió una nueva ola de excitación, enderezándole los pezones («Lo que le gusta tanto a Rigoberto»). Se deslizaba silenciosamente por la moqueta. Tocó la puerta con los nudillos. Estaba junta y se abrió, sin un chirrido.

—¿Y estaban ahí, los de antes? —exclamó Justiniana, todavía más incrédula— Cómo va a ser, pues. ¿Los dos de antes? ¿Adelita, la hija de la señora Esther?

—Y el tipo de los caballos, el narco o lo que fuera —confirmó doña Lucrecia—. Sí, ahí. Los dos. En la cama.

—Y, por supuesto, calatos —lanzó una risitada Justiniana, llevándose una mano a la boca y revolviendo los ojos con descaro—. Esperándola, señora.

La habitación parecía más grande de lo habitual en un hotel, incluso en una suite de lujo, pero doña Lucrecia no pudo darse cuenta exacta de sus dimensiones, porque sólo estaba encendida la lamparita de uno de los veladores y la luz circular, enrojecida por la gran pantalla color alacrán, sólo alumbraba con total claridad a la pareja tendida y entreverada sobre la bituminosa colcha, con manchas color lúcuma oscuro, que cubría la cama de dos plazas. El resto de la habitación se hallaba en penumbra.

—Pasa, amorcito —le dio la bienvenida el hombre, agitando una mano, sin cesar de besuquear a Adelita, sobre la que estaba semimontado—. Tómate un trago. Sobre la mesa, hay champagne. Y, coquita, en esa tabaquera de plata.

La sorpresa de encontrar allí a Adelita y al hombre de los caballos, no la hizo olvidar al delgado joven de boca cruel. ¿Había desaparecido? ¿Espiaba, desde la sombra?

—Hola, prima —la cara traviesa de Adelita surgió por sobre el hombro del tipo—. Qué bueno que te zafaras de tu cita. Apúrate, ven. ¿No tienes frío? Aquí esta calientito.

Se le quitó el miedo por completo. Fue hasta la mesa y se sirvió una copa de champagne de una botella metida en un balde de hielo. ¿Y si se pegaba un jalón de coca, también? Mientras bebía, a sorbitos, en la penumbra, pensó: «Es magia o brujería. Milagro, no puede ser». El hombre era más gordo de lo que parecía vestido; su cuerpo, blancón y con lunares, tenía rollos en la barriga, unas nalgas lampiñas y unas piernas muy cortas, con matitas de vellos oscuros. Adelita, en cambio, era aún más delgada de lo que creyó; un cuerpo alargado, morenito, una cintura muy estrecha en la que resaltaban los huesitos de las caderas. Se dejaba besar y abrazar y abrazaba también al narco caballista, pero, aunque sus gestos simulaban entusiasmo, doña Lucrecia advirtió que ella no lo besaba y que, más bien, evitaba su boca.

—Ven, ven, ya casi no aguanto —rogó el hombre, de pronto, con vehemencia—. Mi capricho, mi capricho. ¡Ahora o nunca, muchachas!

Aunque la excitación de hacía un momento se le había eclipsado y sentía más bien algo de asco, luego de apurar la copa, doña Lucrecia le obedeció. Yendo hacia la cama, vio de nuevo por el ventanal, allá abajo, y también arriba, en los cerros donde comenzaba la lejana Cordillera, el archipiélago de luces. Se sentó en una esquina de la cama, sin miedo, pero confusa y cada momento más asqueada. Una mano la cogió del brazo, la atrajo y obligó a tenderse bajo un cuerpo pequeño y fofo. Se ablandó, se dejó hacer, anonadada, desmoralizada, decepcionada. Se repetía, como autómata: «No vas a llorar, Lucrecia, no vas a llorar». El hombre la abrazó a ella con su brazo izquierdo y a Adelita con el derecho y su cabeza pivota–ba de una a otra, besándolas en el cuello, en las orejas, y buscándoles la boca. Doña Lucrecia veía muy cerca la cara de Adelita, despeinada, congestionada, y, en sus ojos, un signo de complicidad, burlón y cínico, animándola. Los labios y dientes de él se apretaron contra los suyos, forzándola a abrir la boca. Su lengua entró en ella, como un áspid.

—A ti quiero empalarte —lo oyó implorar, mientras la mordisqueaba y acariciaba sus pechos—. Móntate, móntate. Rápido, que me voy.

Como vacilaba, Adelita la ayudó a subirse sobre él y se acuclilló también, pasando una de sus piernas sobre el hombre y acomodándose de modo que él tuviera su boca a la altura de su sexo depilado, en el que doña Lucrecia percibió apenas una línea ralita de vellosidad. En eso, se sintió corneada. ¿Había crecido tanto al entrar en ella esa cosita menuda, a medio atiesar, que segundos antes se frotaba contra sus piernas? Ahora, era un espolón, un ariete que la levantaba, perforaba y hería con fuerza cataclísmica.

—Bésense, bésense —gimoteaba el de los burros—. No las veo bien, maldita sea. ¡Nos faltó un espejo!

Mojada de sudor de los cabellos a los pies, atontada, adolorida, sin abrir los ojos, estiró los brazos y buscó la cara de Adelita, pero cuando encontró los labios delgaditos, la muchacha, aunque apretándolos contra los suyos, los mantuvo cerrados. No se abrieron cuando ella los presionó, con su lengua. Y, en eso, por entre sus pestañas y las gotitas de sudor que rodaban de su frente, vio al joven desaparecido de ojos acerados, allá arriba, cerca del techo, haciendo equilibrio en lo alto de una escalera. Semioculto por lo que parecía un biombo laqueado, con caligrafía chinesca, las orejitas medio paradas, sus ojos incendiados, la boquita cruel fruncida, la pintaba, los pintaba, furiosamente, con un largo carboncillo, en una cartulina blanquísima. En efecto, parecía un ave de presa, agazapado en lo alto de la escalera de tijeras, observandolos, midiéndolos, retocándolos con trazos largos, enérgicos, y esos ojillos feroces, vivísimos, que saltaban de la cartulina a la cama, de la cama a la cartulina, sin prestar atención a nada más, indiferentes a las luces de Lima desparramadas al pie de la ventana y a su propia verga, que se había abierto camino fuera del pantalón haciendo saltar los botones y se estiraba y crecía como un globo que llenan de aire. Ofidio volador, se balanceaba ahora sobre ella, contemplándola con su ojo de gran cíclope. No le sorprendió ni le importó. Cabalgaba, colmada, ebria, agradecida, embotellada, pensando, ora en Fonchito, ora en Rigoberto.

—Por qué sigues brincando, ¿no ves que me fui? —lloriqueó el hombre de los caballos. En la media oscuridad, su cara parecía de ceniza. Hacía pucheros de niño malcriado—. Maldita suerte, siempre me pasa. Cuando se pone rico, me voy. No puedo aguantarme. No hay manera, no hay. Fui donde el especialista y me recetó baños de fango. Una mierda. Me daba dolor de estómago y vómitos. Masajes. Otra mierda. Fui donde un curandero de la Victoria y me metió en una tina con hierbas, que olía a caca. ¿De qué me sirvió? De nada. Ahora me voy más rápido que antes. ¿Por qué esa suerte perra, maldita sea?

Se le escapó un gemido y sollozó.

—No llores, compadre, ¿no tuviste tu capricho acaso? —lo consoló Adelita, volviendo a pasar la pierna por sobre la cabeza del llorón y tumbándose a su lado.

Por lo visto, ninguno de los dos veía a Egon Schiele, o su doble, haciendo equilibrio a un metro encima de ellos, en lo alto de la escalera y ayudándose a no caer, a guardar el centro de gravedad, gracias a esa inmensa verga que se mecía suavemente sobre la cama, luciendo en la escasa luz sus delicados pliegues sonrosados y las alegres venitas del lomo. Y, sin duda, tampoco lo oían. Ella sí, clarísimo. Repetía entre dientes, como un mantra, chillón y beligerante: «Soy el más tímido de los tímidos. Soy divino».

—Descansa, prima, qué haces ahí, la función ya terminó —le dijo Adelita, con cariño.

—Que no se vayan, antes pégales. No las dejes irse. ¡Pégales, pégales fuerte a las dos!

Era Fonchito, naturalmente. No, no el pintor concentrado en su tarea de abocetarlos. Era el niño, su entenado, el hijo de Rigoberto. ¿Estaba ahí, él también? Sí. ¿Dónde? En alguna parte, segregado por las sombras del cuarto de las maravillas. Quieta, encogida, desexcitada, aterrada, cubriéndose los pechos con las manos, doña Lucrecia miró a la derecha, buscó a la izquierda. Y, por fin, los encontró, reflejados en un gran espejo de luna donde se vio ella también, repetida como una modelo de Egon Schiele. La medialuz no los disolvía; más bien, daba al padre y al hijo, sentados uno junto a otro —aquél observándolos con benevolencia afectuosa y, éste, sobreexcitado, la angelical carita congestionada de tanto gritar «Pégales, pégales» — en un sillón que parecía un palco encaramado sobre el proscenio de la cama.

—¿O sea que se aparecieron también el señor y Fonchito? —comentó Justiniana, con tono desabrido y franca decepción—. Esto sí que no hay quien se lo crea.

—Muy sentaditos y mirándonos —asintió doña Lucrecia—. Rigoberto, muy formal, comprensivo y tolerante. Y, el niñito, incontenible, haciendo las diabluras de costumbre.

—Yo no sé usted, señora —dijo Justiniana, de pronto, cortándole el relato de golpe y levantándose—. Pero, en este mismo momento, necesito una ducha de agua bien fría. Para no pasarme otra noche desvelada y con sofocón. Estas conversaciones con usted, a mí me encantan. Pero, me dejan medio turumba y cargada de electricidad. Si no me cree, póngame la mano aquí y verá qué sacudón recibe.

LA BABA DEL GUSANO

Aunque sé de sobra que es usted un mal necesario, sin el cual la vida en comunidad no sería vivible, debo decirle que usted representa todo lo que detesto, en la sociedad y en mí mismo. Pues, desde hace un cuarto de siglo por lo menos, de lunes a viernes y de ocho de la mañana a seis de la tarde, con algunas actividades ancilares (cocteles, seminarios, inauguraciones, congresos) a las que me es imposible sustraerme sin poner en peligro mi supervivencia, soy también una especie de burócrata, aunque no trabaje en el sector público sino en el privado. Pero, como usted y por culpa de usted, en estos veinticinco años mi energía, mi tiempo y mi talento (tuve alguno) se los han tragado, en gran parte, los trámites, las gestiones, las solicitudes, las instancias, los procedimientos inventados por usted para justificar el sueldo que gana y el escritorio donde engrasa sus posaderas, dejándome apenas unas migajas de libertad para tomar iniciativas y llevar a cabo un trabajo que merezca llamarse creativo. Ya sé que los seguros (mi ramo profesional) y la creatividad se hallan tan alejados como los planetas Saturno y Plutón en el universo sideral, pero esta distancia no sería tan vertiginosa si usted, hidra reglamentarista, oruga tramitadora, rey del papel sellado, no la hubiera hecho abismal. Porque, aun en el árido desierto de las aseguradoras y reaseguradoras podría volcarse la imaginación del ser humano y extraer de él estímulo intelectual y hasta placer, si usted, encarcelado en esa densa malla de regulaciones asfixiantes —destinadas a dar carácter de necesidad a la obesa burocracia que ha puesto a reventar las reparticiones públicas y a crear una miríada de coartadas y justificaciones a sus chantajes, coimas, tráficos y robos— no hubiera convertido la tarea de una compañía de seguros en una embrutecedora rutina parecida a la de esas complicadas y diligentes máquinas de Jean Tinguely, que, moviendo cadenas, poleas, carriles, palas, cucharas y émbolos terminan por parir una pelotita de ping pong. (Usted no sabe quién es Tinguely y tampoco le conviene saberlo, aunque, estoy seguro, si el azar las pusiera en su camino, usted ya habría tomado todas las precauciones para no entender, banalizándolos, los sarcasmos feroces que le disparan las obras de ese escultor, uno de los pocos artistas contemporáneos que me entiende.)

Si le cuento que yo entré en esta compañía recién recibido de abogado, con un puestecito insignificante en el departamento legal, y que en estos cinco lustros he escalado la jerarquía hasta ocupar la gerencia, ser miembro del Directorio y dueño de un buen paquete de acciones de la empresa, usted me dirá que, en esas condiciones, de qué puedo quejarme, y que peco de ingratitud. ¿Acaso no vivo bien? ¿No formo parte del microscópico fragmento de la sociedad peruana que tiene casa propia, automóvil, la posibilidad de viajar una o dos veces por año a Europa o Estados Unidos de vacaciones y de vivir con unas comodidades y disfrutar de una seguridad impensables e insoñables para las cuatro quintas partes de nuestros compatriotas? Todo eso es cierto. También lo es, que, gracias a este éxito profesional (¿así lo llaman ustedes, no es cierto?) he podido llenar mi estudio de libros, grabados y cuadros que me amurallan contra la estupidez y la ramplonería reinantes (es decir, contra todo lo que usted representa) y formar un enclave de libertad y fantasía donde, cada día, mejor dicho cada noche, he podido desintoxicarme de la espesa costra de convencionalismos embrutecedores, viles rutinas, actividades castradoras y gregarizadas que usted fabrica y de las que se nutre, y vivir, vivir de verdad, ser yo mismo, abriendo a los ángeles y demonios que me habitan las puertas enrejadas detrás de las cuales —por culpa de usted, de usted— están obligados a esconderse el resto del día.

Usted me dirá, también: «Si odia tanto los horarios de oficina, las cartas y las pólizas, los informes legales y los protocolos, las reclamaciones, los permisos y los alegatos ¿por qué no tuvo el coraje de sacudirse todo eso de encima y vivir la vida verdadera, la de su fantasía y sus deseos, no sólo en las noches, también en las mañanas, mediodías y tardes? ¿Por qué cedió más de la mitad de su vida al animal burocrático que, junto con sus ángeles y demonios, también lo esclaviza?». La pregunta es pertinente —me la he formulado muchas veces—, pero también lo es mi respuesta: «Porque el mundo de fantasía, de placer, de deseos en libertad, mi única patria querida, no hubiera sobrevivido indemne a la escasez, la estrechez, las angustias económicas, el agobio de las deudas y la pobreza. Los sueños y los deseos son incomestibles. Mi existencia se hubiera empobrecido, vuelto caricatura de sí misma». No soy un héroe, no soy un gran artista, carezco de genio, de manera que no hubiera podido consolarme la esperanza de una «obra» que acaso me sobreviviría. Mi aspiración y mis aptitudes no van más allá de saber diferenciar —en eso soy superior a usted, a quien su condición adventicia ha mermado hasta la nada el sentido de discriminación ético y estético—, dentro de la maraña de posibilidades que me rodean, lo que amo y lo que detesto, lo que me embellece la vida y lo que me la afea y embadurna de estupidez, lo que me exalta y lo que me deprime, lo que me hace gozar y lo que me hace sufrir. Para estar simplemente en condiciones de discernir constantemente entre esas opciones contradictorias necesito la tranquilidad económica que me da este quehacer profesional maculado por la cultura del trámite, esa miasma deletérea que usted genera como el gusano la baba y que ha pasado a ser el aire que respira el mundo entero. Las fantasías y los deseos —al menos, los míos— requieren para manifestarse un mínimo de tranquilidad y de seguridad. De otro modo, enflaquecerían y morirían. Si quiere deducir de ello que mis ángeles y demonios son incombustiblemente burgueses, es una estricta verdad.

Mencioné antes la palabra parásito y usted se habrá preguntado si tengo yo derecho, siendo un abogado que, aplicando desde hace veinticinco años la ciencia jurídica —el más nutritivo alimento de la burocracia y la primera engendradora de burócratas— a la especialidad de los seguros, a usarla despectivamente contra nadie. Sí, lo tengo, pero sólo porque también me la aplico a mí mismo, a mi mitad burocrática. En efecto, y para colmo de males, el parasitismo legal fue mi primera especialización, la llave que me abrió las puertas de la compañía La Perricholi —sí, ése es el ridículo nombre que la acriolla— y me consiguió las primeras promociones. ¿Cómo no iba a ser el más ingenioso enredador o desenredador de argumentos jurídicos quien descubrió desde su primera clase de derecho, que la llamada legalidad es, en gran medida, una intrincada selva donde los técnicos en enredos, intrigas, formalismos, casuismos, harán siempre su agosto? Que esa profesión no tiene nada que ver con la verdad y la justicia sino, exclusivamente, con la fabricación de apariencias incontrovertibles, con sofismas y embrollos imposibles de desenmadejar. Es verdad, se trata de una actividad esencialmente parasitaria, que he llevado a cabo con la eficiencia debida para ascender hasta la cima, pero, sin engañarme jamás, consciente de ser un forúnculo que se nutre de la indefensión, vulnerabilidad e impotencia de los demás. A diferencia de usted, yo no pretendo ser un «pilar de la sociedad» (inútil remitirlo al cuadro de Georges Grosz de ese título: usted no conoce a este pintor, o, peor todavía, sólo lo conoce por los espléndidos culos expresionistas que pintó y no por sus letales caricaturas de los colegas de usted en la Alemania de Weimar): sé lo que soy y lo que hago y desprecio esa parte de mí mismo tanto o más que lo que desprecio en usted. Mi éxito como legalista ha derivado de esa comprobación —que el derecho es una técnica amoral que sirve al cínico que mejor la domina— y de mi descubrimiento, también precoz, de que en nuestro país (¿en todos los países?) el sistema legal es una telaraña de contradicciones en la que a cada ley o disposición con fuerza de ley se puede oponer otra u otras que la rectifican y anulan. Por eso, todos estamos aquí siempre vulnerando alguna ley y delinquiendo de algún modo contra el orden (en realidad, el caos) legal. Gracias a ese dédalo usted se subdivide, multiplica, reproduce y reengendra, vertiginosamente. Y, gracias a ello, vivimos los abogados y algunos —mea culpa— prosperamos.

Ahora bien, pese a que mi vida ha sido un suplicio de Tántalo, una lucha diaria y moral entre el lastre burocrático de mi existencia y los ángeles y demonios secretos de mi ser, usted no me ha vencido. Siempre conseguí mantener ante lo que hacía de lunes a viernes y de ocho a seis de la tarde, la ironía suficiente para despreciar ese quehacer y despreciarme por hacerlo, de modo que las horas restantes pudieran desagraviarme y redimirme, compensarme y humanizarme (lo que, en mi caso, siempre quiere decir separarme del hato o la manada). Imagino la comezón que lo recorre, esa curiosidad biliosa con que se pregunta: «¿Y qué es lo que hace en esas noches que lo inmuniza contra mí, que lo salva de ser lo que yo soy?». ¿Quiere saberlo? Ahora que estoy solo — separado de mi mujer, quiero decir— leo, contemplo mis grabados, reviso y alimento mis cuadernos con cartas como ésta, pero, sobre todo, fantaseo, sueño, construyo una realidad mejor, depurada de todas las escorias y excrecencias —usted y su baba— que hacen a la existente tan siniestra y sórdida como para inducirnos a desear una distinta. (Hablo en plural y me arrepiento; no se repetirá.) En esa otra realidad, usted no existe. Existen sólo la mujer que amo y amaré siempre —la ausente Lucrecia— mi hijo Alfonso y algunos movibles y transitorios figurantes que aparecen como fuegos fatuos, el tiempo de serme útiles. Sólo cuando estoy en ese mundo, en esa compañía, existo, pues gozo y soy feliz.

Ahora bien, esas briznas de felicidad no serán posibles sin la inmensa frustración, el árido aburrimiento y la agobiadora rutina de mi vida real. En otras palabras, sin una vida deshumanizada por usted y lo que usted teje y desteje contra mí desde todos los engranajes del poder que detenta. ¿Entiende, ahora, por qué lo llamé al principio un mal necesario? Usted se creía, señor del estereotipo y el lugar común, que lo califiqué así porque pensaba que una sociedad debe funcionar, disponer de un orden, una legalidad, unos servicios, una autoridad, para no naufragar en la behetría. Y se creía que ese regulador, ese nudo gordiano, ese mecanismo salvador y organizador del hormiguero, era usted, el necesario. No, horrible amigo. Sin usted, la sociedad funcionaría bastante mejor de como funciona ahora. Pero, sin usted aquí, emputeciendo, envenenando y recortando la libertad humana, ésta no sería tan apreciada por mí, ni volaría tan alto mi imaginación, ni mis deseos serían tan pujantes, pues todo eso nace como rebeldía contra usted, como la reacción de un ser libre y sensible contra quien es la negación de la sensibilidad y el libre albedrío. De modo que, fíjese por dónde, a través de qué vericuetos, resulta que, sin usted, yo sería menos libre y sensible, mis deseos más pedestres y mi vida más hueca.

Ya sé que tampoco lo entenderá, pero, qué importa, si sobre esta carta jamás se posarán sus abotargados ojos de batracio.

Lo maldigo y le doy las gracias, burócrata.

EL SUEÑO ES VIDA

Bañada en sudor, sin salir del todo aún de esa delgada frontera en que el sueño y la vigilia se mezclaban, don Rigoberto siguió viendo a Rosaura, vestida con saco y corbata, cumplir sus instrucciones: se acercó a la barra y se inclinó sobre las espaldas desnudas de la llamativa mulata que le había estado haciendo avances desde que los vio entrar a esa boíte de enganche.

¿Estaban en la ciudad de México, no es cierto? Sí, luego de una semana en Acapulco, haciendo una escala en su regreso a Lima, al término de esas cortas vacaciones. Don Rigoberto había tenido el capricho de disfrazar a doña Lucrecia de varón e ir con ella así vestida a un cabaret de fulanas. Rosaura–Lucrecia cuchicheó algo con ella entre sonrisas —don Rigoberto vio cómo apretaba con autoridad el brazo desnudo de la mulata, que la miraba con unos ojos despercudidos y aviesos— y finalmente la sacó a bailar. Tocaban un mambo de Pérez Prado, por supuesto —El ruletero—, y en la estrecha pista de baile, humosa, atestada y cuyas sombras violentaba por rachas un reflector de colorines, don Rigoberto aprobó: Rosaura–Lucrecia interpretaba su papel bastante bien. No parecía una advenediza en esas ropas de varón, ni distinta con ese corte de pelo a lo garçón, ni incómoda llevando a su pareja los ratos que, cansadas de hacer figuras, se enlazaban. En estado crecientemente febril, don Rigoberto, lleno de admiración y gratitud hacia su mujer, tenía que desafiar la tortícolis para no perderlas de vista entre tantas cabezas y hombros adventicios. Cuando la desafinada —pero miedosa— orquestita pasó del mambo al bolero —Dos almas, que le recordó a Leo Marini— sintió que los dioses estaban con él. Interpretando su secreto deseo, vio que Rosaura estrechaba de inmediato a la mulata pasándole los dos brazos por la cintura y obligándola a pasarle los suyos sobre los hombros. Aunque en la media luz no podía llegar a esas precisiones, estuvo seguro de que su mujercita adorada, el falso varón, había comenzado a besar y mordisquear despacito el cuello de la mulata, contra cuyo vientre y tetas se frotaba como un verdadero caballero espoleado por la excitación.

Estaba despierto ya, sin la menor duda, pero, a pesar de tener todos sus sentidos alertas, la mulata y Lucrecia–Rosaura estaban todavía allí, apretadas en medio de esa nocturna humanidad prostibularia, en ese local estridente y truculento de mujeres pintarrajeadas como pericas, ancas tropicales y una clientela masculina de tipos con bigotes lacios, mofletudos, de miradas marihuanas ¿preparados para sacar las pistolas y entrematarse al menor descuido? «Por esta excursión a los bajos fondos de la noche mexicana, Rosaura y yo podemos perder la vida», pensó, con un escalofrío feliz. Y anticipó los titulares de la abyecta prensa: «Doble asesinato: hombre de negocios y esposa trasvestista degollados en casa de citas mexicana», «El anzuelo fue una mulata», «El vicio los perdió», «Degollada en bajos fondos de México pareja de la sociedad limeña», «Lacra blanca: pagan en sangre sus excesos». Regurgitó una risita como un eructo: «Si nos han matado, qué le importará el escándalo a nuestros gusanos».

Volvió al local de marras y ahí seguían bailando la mulata y Rosaura, el falso varón. Ahora, para su dicha, se manoseaban descaradamente y también se besaban en la boca. Pero, cómo: ¿no eran reacias las profesionales a ofrecer los labios a sus clientes? Sí, pero ¿acaso había obstáculo que Rosaura–Lucrecia no pudiera vencer? ¿Cómo había conseguido que la gran mulata abriera esa bocaza de gruesos labios bermejos y recibiera la visita sutil de su lengua serpentina? ¿Le habría ofrecido dinero? ¿La habría excitado? No importaba cómo, lo importante era que esa lengua dulce y blanda, casi líquida, estaba ahí, en la boca de la mulata, ensalivándola y absorbiendo la saliva —que imaginó espesa y olorosa— de esa exuberante mujer.

Y, entonces, lo distrajo la pregunta: ¿por qué Rosaura? Rosaura era también un nombre de mujer. Si se trataba de camuflarla por completo, como había hecho con su cuerpo abrigándolo con ropas de varón, preferible llamarla Carlos, Juan, Pedro, Nicanor. ¿Por qué, Rosaura? Casi inconscientemente se había levantado de la cama, puesto bata y zapatillas y mudado a su estudio. No necesitaba ver el reloj para saber que pronto asomarían en las tinieblas, como saliendo del mar, las lucecitas del amanecer. ¿Conocía él alguna Rosaura de carne y hueso? Buscó y fue categórico: ninguna. Era, pues, una Rosaura imaginaria, venida a aposentarse en su sueño sobre Lucrecia y a fundirse con ella, esta noche, desde la página olvidada de una novela o desde algún dibujo, óleo, grabado, que tampoco recordó. En todo caso, el nombre postizo seguía allí, adherido a Lucrecia, como ese traje de varón que habían comprado esa misma tarde en una tienda de la Zona Rosa, entre risas y cuchicheos, una vez que él preguntó a Lucrecia si accedería a materializar su fantasía y ella —«como siempre, como siempre»— dijo sí. Ahora, Rosaura era un nombre tan real como esa parejita que, cogida del brazo —la mulata y Lucrecia eran casi de la misma altura— había dejado de bailar y se acercaba a la mesa. Se levantó a recibirlas y, ceremonioso, extendió la mano a la mulata.

—Hola, hola, mucho gusto, asiento.

—Me muero de sed —dijo la mulata, abanicándose con las dos manos—. ¿Pedimos algo?

—Lo que tú quieras, amorcito —le dijo Rosaura–Lucrecia, en el acto, acariciándole la barbilla y llamando a un mozo—. Pide, pide tú.

—Una botella de champagne —ordenó la mulata con una sonrisa de triunfo—. ¿De veras, te llamas Rigoberto? ¿O es tu nombre de guerra?

—Así me llamo. Un nombrecito algo raro ¿no?

—Rarísimo —asintió la mulata, mirándolo como si en vez de ojos tuviera dos tizones llameantes en la cara redonda—. Bueno, al menos, es original. Tú también eres bastante original, la verdad. ¿Quieres saber una cosa? Nunca he visto unas orejas y una nariz como las tuyas. ¡Qué enormes, madre mía! ¿Me dejas que te las toque? ¿Me permites?

A don Rigoberto, el pedido de la mulata —alta, ondulante, ojos incandescentes, cuello largo, hombros fuertes y una bruñida piel que destacaba con el vestido amarillo canario de amplio escote— lo dejó mudo, sin ánimos siquiera para responder con una broma a lo que parecía una demanda muy seria. Lucrecia–Rosaura vino a socorrerlo:

—Todavía no, amorcito —dijo a la mulata, pellizcándole la oreja—. Cuando estemos solos, en el cuarto, le tocarás todo lo que se te antoje.

—¿Vamos a estar solos los tres en un cuarto? —se rió la mulata, revolviendo los ojos de sedosas pestañas postizas—. Gracias por ponerme al tanto. ¿Y qué voy a hacer yo sola con ustedes dos, angelitos? No me gustan los números impares. Lo siento. Puedo llamar a una amiga y así seremos dos parejas. Yo sola con dos, ni muerta.

Pero, cuando el mozo trajo la botella de lo que él llamaba champagne y era un espumante dulzón con reminiscencias de trementina y alcanfor, la mulata (dijo que se llamaba Estrella) pareció autoanimarse con la idea de pasar el resto de la noche con la desigual pareja, e hizo bromas, lanzó risotadas y distribuyó amables manazos entre don Rigoberto y Rosaura–Lucrecia. De tanto en tanto, como un estribillo, volvía a burlarse de «las orejas y la nariz del caballero», a las que miraba con una fascinación impregnada de misteriosa codicia.

—Con unas orejas así, uno debe oír más que las personas normales —decía—Y, con semejante nariz, oler lo que no huele el común de los hombres.

«Probablemente», pensó don Rigoberto. ¿Y si fuera cierto? ¿Si él, gracias a la munificencia de esos dos órganos, viera más y oliera mejor que sus congéneres? No le gustaba el sesgo cómico que iba tomando la historia —su deseo, avivado hacía un momento, decaía, y no lograba reanimarlo, pues, por culpa de las burlas de Estrella, su atención se apartaba de Lucrecia–Rosaura y la mulata para concentrarse en sus desproporcionados adminículos auditivo y nasal. Trató de quemar etapas, saltando por encima de la negociación con Estrella que duró lo que aquella botella de supuesto champagne, de los trámites para que la mulata saliera de la boîte —hubo de canjear una ficha con un billete de cincuenta dólares—, del gargantoso taxi aquejado de temblores de terciana y del registro en el hediondo hotel —Cielito lindo decía el letrero luminoso en rojo y azul de su fachada— y de la negociación con el recepcionista bizco que se hurgaba las narices, para que los dejara ocupar un solo cuarto. Aplacar sus temores a que la policía hiciera una redada y multara al establecimiento por alquilar un dormitorio a un trío, costó a don Rigoberto otros cincuenta dólares.

En el mismo momento en que cruzaron el umbral de la habitación, y, bajo la endeble luz del mismo foco, apareció la cama de dos plazas cubierta con una colcha azulada junto a la cual había un lavador, una palangana con agua, una toalla, un rollo de papel higiénico y una desportillada bacinica —el bizco acababa de irse, entregándoles la llave y cerrando tras él la puerta—, don Rigoberto recordó: ¡Por supuesto! ¡Rosaura! ¡Estrella! Se dio un golpe en la frente, aliviado. ¡Naturalmente! Esos nombres venían de aquella función madrileña de La vida es sueño, de Calderón de la Barca. Y una vez más sintió en el fondo de su corazón brotar, como un surtidor de agua clara, un tierno sentimiento de gratitud hacia esas profundidades de la memoria de las que inagotablemente estaban manando sorpresas, imágenes, fantasmas, sugerencias, para dar cuerpo, escenario y anécdota a los sueños con que se defendía de la soledad, de la ausencia de Lucrecia.

—Desnudémonos, Estrella —decía Rosaura, levantándose, sentándose—. Te vas a llevar la sorpresa de tu vida, así que prepárate.

—No me quito el vestido si no le toco antes la nariz y las orejas a tu amigo — repuso Estrella, esta vez muy seria—. No sé por qué, pero las ganas de tocárselas me comen vivita.

Esta vez, en lugar de encolerizarse, don Rigoberto se sintió halagado.

Había sido una función que doña Lucrecia y él vieron en un teatro de Madrid, en su primer viaje a Europa a los pocos meses de casados, una representación tan anticuada de La vida es sueño que hasta risas desembozadas se oyeron en la oscuridad de la platea durante la obra. El flaco y espigado actor que encarnaba al príncipe Segismundo era tan malo, su voz tan engolada y se lo veía tan abrumado por el papel, que el espectador — «bueno, este espectador», matizó don Rigoberto— se sentía inclinado a ser benevolente con su cruel y supersticioso padre, el rey Basilio, por haberlo tenido encadenado toda su niñez y juventud, como fiera feroz, en esa solitaria torre, temeroso de que se cumplieran con ese hijo, si subía al trono, los cataclismos que los astros y su ciencia matemática habían predicho. Todo había sido pobre, tremebundo y torpe en aquella función. Y, sin embargo, don Rigoberto recordó clarísimamente que la aparición de la joven Rosaura, vestida de hombre, en la primera escena, y, más tarde, con espada al cinto, lista para entrar en la batalla, le llegó al alma. Ahora sí, estaba seguro de haber sido visitado desde entonces, varias veces, por la tentación de ver alguna vez a Lucrecia ataviada con botas, sombrero emplumado, casaca de guerrero, a la hora del amor. ¡La vida es sueño! Pese a ser espantosa aquella función, execrable su director, peores los actores, no sólo esa actricilla había perdurado en su memoria e inflamado muchas veces sus sentidos. Además, algo en la obra lo había intrigado, porque —el recuerdo era inequívoco— lo indujo a leerla, algún tiempo después. Algunas notas deberían quedar de esa lectura. A cuatro patas sobre la alfombra del estudio, don Rigoberto revisó y descartó cuaderno tras cuaderno. Éste no, éste no. Tenía que ser éste. Este era el año.

—Ya estoy desnuda, papito —dijo la mulata Estrella—. Deja que te coja las orejas y la nariz, de una vez. No te hagas de rogar. No me hagas sufrir, no seas castigador. ¿No ves que me muero de ganas? Dame ese gusto, amorcito, y te haré feliz.

Tenía un cuerpo lleno y abundante, bien formado, aunque algo blando en el vientre, unos pechos espléndidos apenas caídos y, en las caderas, rollitos renacentistas. Ni siquiera parecía percatarse de que Rosaura–Lucrecia, quien acababa de desnudarse también y se había tumbado en la cama, no era un hombre sino una bella mujer de delineados contornos. La mulata sólo tenía ojos para él, o más bien, para sus orejas y su nariz, que, ahora —don Rigoberto se había sentado a la orilla de la cama para facilitarle la operación— acariciaba con avidez, con furia. Sus dedos ardientes sobaban, apretaban y pellizcaban con desesperación, sus orejas primero, luego su nariz. El cerró los ojos, angustiado, porque adivinó que muy pronto esos dedos en su nariz le provocarían uno de esos accesos de alergia que no se detenían antes de —lujuriosa cifra— sesentainueve estornudos. Aquella aventura mexicana, inspirada en Calderón de la Barca, terminaría en una grotesca sesión de desafuero nasal.

Sí, ahí estaba —don Rigoberto acercó el cuaderno a la luz de la lamparilla: una paginita de citas y anotaciones, hechas a medida que iba leyendo, bajo el título: La vida es sueño (1638).

Las dos primeras citas, sacadas de parlamentos de Segismundo, le hicieron el efecto de dos latigazos: «Nada me parece justo / en siendo contra mi gusto». Y la otra:

«Y sé que soy / un compuesto de hombre y fiera». ¿Había una relación de causa–efecto entre las dos citas que había transcrito aquella vez? ¿Era un compuesto de hombre y fiera porque nada que fuera contra su gusto le parecía justo? Tal vez. Pero, cuando leyó aquella obra, luego de aquel viaje, no era el hombre viejo, cansado, solitario y abatido que buscaba desesperadamente refugio en las fantasías para no volverse loco o suicidarse en que se había convertido; era un cincuentón feliz, pictórico de vida, que en los brazos de su segunda y flamante mujer, estaba descubriendo que la dicha existía, que era posible construir, junto a la amada, una ciudadela singular, amurallada contra la estupidez, la fealdad, la mediocridad y la rutina de aquella donde pasaba el resto del día. ¿Por qué había sentido la necesidad de tomar esas notas leyendo una obra, que, en ese entonces, no incidía para nada en su situación personal? ¿O, acaso sí?

—Yo, con un hombre armado de unas orejas y una nariz así, perdería la cabeza y me convertiría en su esclava —exclamó la mulata, dándose un respiro—. Le daría gusto en todos sus caprichos. Barrería el suelo con mi lengua, para él.

Estaba sentada sobre sus talones y tenía la cara congestionada, sudorosa, como si la hubiera tenido inclinada sobre una sopa en ebullición. Toda ella parecía vibrar. Hablaba pasándose golosamente la lengua por esos labios húmedos con los que acababa de besuquear, mordisquear y lamer interminablemente los órganos auditivos y olfativos de don Rigoberto. Éste, aprovechando ese respiro, tomó aire y sacando su pañuelo se secó las orejas. Luego, haciendo mucho ruido, se sonó.

—Este hombre es mío y sólo te lo presto por esta noche —dijo Rosaura–Lucrecia, con firmeza.

—Pero ¿tú eres el propietario de estas maravillas? —preguntó Estrella, sin dar la más mínima importancia al diálogo. Sus manos se apoderaron de la cara ya alarmada de don Rigoberto y su gruesa boca avanzó de nuevo, resuelta, hacia sus presas.

—¿Ni siquiera te has dado cuenta? No soy hombre, soy una mujer —protestó, exasperada, Rosaura–Lucrecia—. Al menos, mírame.

Pero la mulata, con un ligero movimiento de hombros, la desdeñó y prosiguió enardecida su tarea. Tenía dentro de su gran bocaza caliente la oreja izquierda de don Rigoberto y éste, incapaz de contenerse, lanzó una carcajada histérica. Estaba muy nervioso, en verdad. Presentía que, en cualquier momento, Estrella pasaría del amor al odio y le arrancaría la oreja de un mordisco. «Desorejado, Lucrecia ya no me querrá», se entristeció. Lanzó un suspiro profundo, cavernoso, tétrico, parecido a aquellos que, en su torre secreta, barbón y encadenado, lanzaba el príncipe Segismundo mientras inquiría a los cielos, a gritos destemplados, qué delito había cometido contra vosotros naciendo.

«Esa pregunta es estúpida», se dijo don Rigoberto. Siempre había despreciado el deporte sudamericano de la autocompasión y, desde ese punto de vista, ese príncipe lloriqueador de Calderón de la Barca (un jesuita, por lo demás) que se presentaba al público gimiendo «Ay mísero de mí, ay infelice» no tenía nada para atraerlo ni para que se identificara con él. ¿Por qué, entonces, en su sueño, sus fantasmas habían estructurado esa historia prestándose los nombres de Rosaura y de Estrella y el disfraz masculino de aquel personaje de La vida es sueño? Tal vez, porque su vida se había vuelto puro sueño desde la partida de Lucrecia. ¿Acaso vivía esas sombrías, opacas horas que pasaba en la oficina discutiendo balances, pólizas, reaseguros, juicios, inversiones? El único rincón de vida se lo deparaba la noche, cuando se adormilaba y en su conciencia se abría la puerta de los sueños, como debía de ocurrirle en su desolada torre de piedra, en ese bosque extraviado, a Segismundo. Él también había encontrado allá que la vida verdadera, la rica, la espléndida vida que se plegaba y hacía a sus caprichos, era la vida de a mentiras, la que su mente y sus deseos secretaban —despierto o dormido—, para sacarlo de su celda y escapar a la asfixiante monotonía de su encierro. Después de todo, no era gratuito el inesperado sueño: había un parentesco, una afinidad entre los dos miserables soñadores.

Don Rigoberto recordó un chiste en diminutivos que, de puro estúpido, los había hecho reírse como un par de chiquillos a él y a Lucrecia: «Un elefantito se acercó a beber agua a la orilla de un laguito y un cocodrilito lo mordió y le arrancó la trompita. Lloriqueando, el elefantito ñatito protestaba: «Chistocito de mierdita».

—Suéltame la nariz y te daré lo que quieras —imploró, aterrado, con voz gangosa, cantinflesca, porque los dientecillos carniceros de Estrella le obturaban la respiración—. La plata que quieras. ¡Suéltame, por favor!

—Calla, me estoy corriendo —balbuceó la mulata, soltando un segundo y volviendo a capturar la nariz de don Rigoberto con su doble hilera de dientes carniceros.

Hipogrifo violento, ella sí que corría pareja con el viento, estremeciéndose toda, mientras don Rigoberto, hundido en el pánico, veía por el rabillo del ojo que Rosaura–Lucrecia, afligida, desconcertada, incorporada a medias en la cama, había cogido a la mulata de la cintura y trataba de apartarla, con suavidad, sin forcejeos, seguramente temiendo que si la jaloneaba, Estrella, en represalias, se llevara entre sus dientes la nariz de su esposo. Así estuvieron un buen rato, dóciles, enganchados, mientras la mulata se encabritaba y gemía, lengüeteando con desenfreno el adminículo nasal de don Rigoberto y éste, entre brumas ansiosas, recordaba el monstruo de Bacon, Cabeza de hombre, óleo estremecedor que durante mucho tiempo lo había obsesionado, ahora sabía por qué: así lo iban a dejar las fauces de Estrella, luego del mordisco. No era su faz mutilada lo que lo espantaba, sino una pregunta: ¿seguiría queriendo Lucrecia a un marido desorejado y desnarigado? ¿Lo abandonaría?

Don Rigoberto leyó en su cuaderno este fragmento:

¿quépudo ser esto que a mi fantasía sucedió mientras dormía que aquí me he llegado a ver?

Segismundo lo recitaba al despertar de ese sueño artificial en que (con un compuesto de opio, adormidero y beleño) lo sumían el rey Basilio y el viejo Clotaldo, y le montaban esa innoble farsa, trasladándolo de su torre prisión a la corte, para hacerlo reinar por un breve lapso, haciéndole creer que esa transición era también un sueño. «Lo que sucedió a tu fantasía mientras dormías, pobre príncipe, pensó, es que te adormecieron con drogas y mataron. Te devolvieron por un ratito a tu verdadera condición, haciéndote creer que soñabas. Entonces, te tomaste las libertades que uno se toma cuando goza de la impunidad de los sueños. Diste rienda suelta a tus deseos, desbarrancaste por el balcón a un hombre, casi matas al viejo Clotaldo y al mismísimo rey Basilio. Así, tuvieron el pretexto necesario —eras violento, eras irascible, eras indigno— para devolverte a las cadenas y a la soledad de tu prisión.» Pese a ello, envidió a Segismundo. Él también, como el desdichado príncipe condenado por la matemática y las estrellas a vivir soñando para no morir de encierro y soledad, era lo que había anotado en el cuaderno: «un esqueleto vivo», «un animado muerto». Pero, a diferencia de aquel príncipe, ningún rey Basilio, ningún noble Clotaldo, vendrían a sacarlo de su abandono y soledad, para, luego de adormecerlo con opio, adormidera y beleño, despertarlo en brazos de Lucrecia. «Lucrecia, Lucrecia mía», suspiró, dándose cuenta de que estaba llorando. ¡Qué llorón se había vuelto este último año!

Estrella lagrimeaba también, pero de alegría y felicidad. Luego del estertor final, durante el que don Rigoberto sintió un sacudón simultáneo en todas las madejas de nervios de su cuerpo, abrió la boca, soltó la nariz y se dejó caer de espaldas sobre la cama encolchada de azul, con una desarmante y beata exclamación: «¡Qué rico me corrí, Virgen santa!». Y, agradecida, se persignó, sin el menor ánimo sacrilego.

—Muy rico para ti, sí, pero a mí casi me dejaste sin nariz y sin orejas, forajida —se quejó don Rigoberto.

Estaba segurísimo de que las caricias de Estrella le habían puesto la cara como la de ese personaje vegetal del Arcimboldo que tenía una tuberosa zanahoria por nariz. Con un creciente sentimiento de humillación, advirtió, por entre los dedos de la mano con los que se frotaba su magullada nariz, que Rosaura–Lucrecia, sin pizca de compasión ni preocupación por él, miraba a la mulata (desperezándose, aplacada, sobre la cama) con curiosidad, una sonrisita complacida flotando por su cara.

—¿Y eso es lo que te gusta de los hombres, Estrella? —le preguntó.

La mulata asintió.

—Lo único que me gusta —precisó, acezando y lanzando un vaho denso, vegetal—. Lo demás, que se lo metan donde el sol no les alumbre. Generalmente, me contengo y lo oculto, por el qué dirán. Pero, esta noche, me solté. Porque, nunca he visto unas orejas y una nariz como las de tu hombre. Ustedes me hicieron sentir en confianza, mamita.

Examinó de arriba abajo a Lucrecia con una mirada de conocedora y pareció aprobarla. Estiró una de sus manos y colocó el dedo índice en el pezón izquierdo —don Rigoberto creyó ver cómo el pequeño botón craquelado de su mujer se enderezaba— de Rosaura–Lucrecia y dijo, con una risita:

—Descubrí que eras mujer cuando estábamos bailando, en la boîte. Te sentí las tetitas y me di cuenta que no sabías llevar a tu pareja. Te llevaba yo a ti, no tú a mí.

—Lo disimulaste muy bien, yo creí que te había engañado —la felicitó doña Lucrecia.

Siempre frotándose la acariciada nariz y las resentidas orejas, don Rigoberto sintió una nueva vaharada de admiración por su mujer. ¡Qué versátil y adaptable podía ser! Era la primera vez en su vida que Lucrecia hacía cosas así —vestirse de hombre, ir a un cabaretucho de fulanas en un país extranjero, meterse a un hotel de mala muerte con una puta—, y, sin embargo, no denotaba la menor incomodidad, turbación ni fastidio. Ahí estaba, conversando de tú y voz con la mulata otorrinolaringóloga, como si fuera igual a ella, de su ambiente y profesión. Parecían dos buenas compañeras, intercambiando experiencias en un momento de asueto en su ajetreada jornada. ¡Y qué bella, qué deseable la veía! Para saborear ese espectáculo de su mujer desnuda junto a Estrella, en ese chusco camastro de cubrecama azulado, en la aceitosa medialuz, don Rigoberto cerró los ojos. Estaba echada de costado, la cara apoyada en su mano izquierda, en un abandono que realzaba la deliciosa espontaneidad de su postura. Su piel parecía mucho más blanca en esa pobre luz y sus cabellos cortos más negros y la matita de vellos del pubis azulada de retinta. Mientras, amorosamente, seguía los suaves meandros de sus muslos y espalda, escalaba sus nalgas, pechos y hombros, don Rigoberto se fue olvidando de sus adoloridadas orejas, de su maltratada nariz, y también de Estrella y del hotelito de mala muerte en el que se habían refugiado, y de la ciudad de México: el cuerpo de Lucrecia fue colonizando su conciencia, desplazando, eliminando toda otra imagen, consideración, preocupación.

Ni Rosaura–Lucrecia ni Estrella parecían advertir —o, tal vez, no le daban importancia— que él, maquinalmente, se había ido quitando la corbata, el saco, la camisa, los zapatos, las medias, el pantalón y el calzoncillo, que fue arrojando al averiado suelo de linóleo verdoso. Y, ni siquiera cuando, de rodillas al pie de la cama, comenzó a acariciar con sus manos y a besar respetuosamente las piernas de su mujer, le prestaron atención. Siguieron enfrascadas en sus confidencias y chismografías, indiferentes, como si no lo vieran, como si él fuera el fantasma.

«Lo soy», pensó, abriendo los ojos. La excitación estaba allí siempre, golpeándole las piernas, sin mucha convicción ya, como un aherrumbrado badajo que golpea la vieja campana desafinada por el tiempo y la rutina, de la iglesita sin parroquianos, sin la menor alegría ni decisión.

Y, entonces, la memoria le devolvió el profundo desagrado —el mal sabor en la boca, en verdad— que le había dejado el final cortesano, abyectamente servil al principio de autoridad y a la inmoral razón de Estado, de aquella obra de Calderón de la Barca, cuando, al soldado que inició la rebelión contra el rey Basilio gracias a la cual el príncipe Segismundo llega a ocupar el trono de Polonia, el desagradecillo y canallesco flamante Rey condena a pudrirse de por vida en la torre donde él mismo padeció, con el argumento —su cuaderno reproducía los espantosos versos: «el traidor no es menester/ siendo la traición pasada».

«Horrenda filosofía, repugnante moral», reflexionó, olvidando transitoriamente a su bella mujer desnuda a la que, sin embargo, seguía acariciando de modo maquinal. «El príncipe perdona a Basilio y Clotaldo, sus opresores y torturadores, y castiga al valiente soldado anónimo que soliviantó a la tropa contra el injusto rey, y sacó a Segismundo de su cueva y lo hizo monarca, porque había que defender, por encima de todo, la obediencia a la autoridad constituida, condenar el principio y la idea misma de rebeldía contra el Rey. ¡Qué asco!»

¿Acaso merecía una obra envenenada con esa inhumana doctrina enemiga de la libertad ocupar y alimentar sus sueños, amueblar sus deseos? Y, sin embargo, alguna razón habría de haber para que, esa noche, sus fantasmas hubieran tomado posesión tan rotunda y exclusiva de su sueño. Volvió a revisar sus cuadernos, en pos de una explicación.

El viejo Clodoaldo llamaba a la pistola «áspid de metal» y la disfrazada Rosaura se preguntaba «si la vista no padece engaños / que hace la fantasía, / a la medrosa luz que aún tiene el día». Don Rigoberto miró hacia el mar. Allá, a lo lejos, en la raya del horizonte, una medrosa luz anunciaba el nuevo día, esa luz que destruía violentamente, cada mañana, su pequeño mundo de ensueño y sombras donde era feliz (¿feliz? No, donde era apenas algo menos desdichado) y lo regresaba a la rutina carcelaria de cinco días por semana (ducha, desayuno, oficina, almuerzo, oficina, comida) en la que apenas le quedaba resquicio para filtrar sus invenciones. Había unos pequeños versos acotados con una indicación al margen que decía «Lucrecia» y una flechita señalándolos: «…mezclando / entre las galas costosas de Diana los arneses / de Palas». La cazadora y la guerrera, confundidas en su amada Lucrecia. Por qué no. Pero, evidentemente, no era eso lo que había incrustado la historia del príncipe Segismundo en el fondo de su subconsciencia ni lo que lo había actualizado en sus fantasías de esta noche. ¿Qué, entonces?

«No es posible que quepan / en un sueño tantas cosas», se asombraba el príncipe. «Eres un idiota», le replicó don Rigoberto. En un solo sueño cabe toda la vida». Lo emocionó que Segismundo, al ser trasladado, bajo el efecto de la droga, de su cárcel al palacio, respondiese cuando le preguntaban qué lo había impresionado más al volver al mundo: «Nada me ha suspendido, / que todo lo tenía prevenido; mas si admirarme hubiera / algo en el mundo, la hermosura fuera / de la mujer». «Y eso que nunca viste a Lucrecia», pensó. El la veía ahora, espléndida, sobrenatural, derramada en aquel cubrecamas azul, ronroneando delicadamente con las cosquillas que los labios de su amoroso marido le hacían al besarla en las axilas. La amable Estrella se había incorporado, cediendo a don Rigoberto el sitio que ocupaba en la cama junto a Rosaura–Lucrecia, y había ido a sentarse en el rincón que ocupaba don Rigoberto antes, mientras ella se afanaba con sus orejas y nariz. Se mantenía discreta e inmóvil, no queriendo distraerlos e interrumpirlos, y los observaba con curiosidad simpática, mientras se abrazaban, entreveraban y comenzaban a amarse.

¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.

«Mentira», dijo en voz alta, golpeando la mesa del escritorio. La vida no era un sueño, los sueños eran una endeble mentira, un embeleco fugaz que sólo servía para escapar transitoriamente de las frustraciones y la soledad, y para apreciar mejor, con más dolorosa amargura, lo hermosa y sustancial que era la vida verdadera, la que se comía, tocaba y bebía, tan superior y plena comparada al simulacro que mimaban, conjurados, los deseos y la fantasía. Abrumado por la angustia —era ya de día, la luz del amanecer revelaba los grises acantilados, el mar plomizo, las nubes panzudas, el sardinel desbaratado y la calzada leprosa —se aferró al cuerpo desnudo de Lucrecia–Rosaura, con desesperación, para aprovechar esos últimos segundos, en procura de un imposible placer, con el presentimiento grotesco de que en cualquier momento, acaso en el del éxtasis, sentiría aterrizar sobre sus orejas las súbitas manos de la mulata.

LA VÍBORA Y LA LAMPREA

Pensando en ti, he leído La perfecta casada, de Fray Luis de León, y entendido por qué, dada la idea del matrimonio que predicaba, prefirió aquel fino poeta, al tálamo nupcial, la abstinencia y los hábitos agustinos. Sin embargo, en esas páginas de buena prosa y pictóricas de involuntaria comicidad, encontré esta cita del bienaventurado San Basilio que calza como un guante ¿adivinas en qué marfileña mano de mujer excepcional, esposa modelo y amante afloradísima?:

La víbora, animal ferocísimo entre las sierpes, va diligente a casarse con la lamprea marina; llegada, silva, como dando señas de que está allí, para desta manera atraherla de la mar a que se abrace maridablemente con ella. Obedece la lamprea, y júntase con la ponzoñosa fiera sin miedo. ¿Qué digo en esto? ¿Qué? Que por más áspero y de más fieras condiciones que el marido sea, es necesario que la muger le soporte, y que no consienta por ninguna ocasión que se divida la paz. ¡Oh! ¿Que es un verdugo? ¡Pero es tu marido! ¿Es un beodo? Pero el ñudo matrimonial le hizo contigo uno. ¡Un áspero, un desapazible! Pero miembro tuyo ya, y miembro el más principal. Y, porque el marido oiga lo que le conviene también: la víbora entonces, teniendo respeto al ayuntamiento que haze, aparta de sí su ponzoña, ¿y tú no dexarás la crueza inhumana de tu natural, por honra del matrimonio? Esto es de Basilio».

Fray Luis de León, La perfecta casada,

cap. III.

Abrázate maridablemente con esta víbora, lamprea amadísima.

EPÍLOGO

UNA FAMILIA FELIZ

—Después de todo, lo del picnic no resultó tan desastroso —dijo don Rigoberto, con una amplia sonrisa—. Nos ha servido para aprender una lección: en la casa se está mejor que en ninguna parte. Y, sobre todo, mejor que en el campo.

Doña Lucrecia y Fonchito celebraron la ocurrencia, y hasta Justiniana, que en ese momento traía los sandwiches de pollo y de palta con huevo y tomate a que había quedado reducido el almuerzo por culpa del frustrado picnic, también se echó a reír.

—Ahora ya sé lo que significa pensar en positivo, maridito —lo felicitó doña Lucrecia—. Y tener actitudes constructivas ante la adversidad.

—Poner al mal tiempo buena cara —remachó Fonchito—. ¡Bravo, papá!

—Es que, hoy, nadie ni nada puede empañar mi felicidad —asintió don Rigoberto, considerando los sandwiches—. No digo un miserable picnic. Ni una bomba atómica me haría mella. Bueno, salud.

Bebió un trago de cerveza fría con visible satisfacción y dio un mordisco al sandwich de pollo. El sol de Chaclacayo le había quemado la frente, la cara y los brazos, enrojecidos por la insolación. Se lo notaba muy contento, en efecto, disfrutando del improvisado almuerzo. De él había salido, la noche anterior, la ocurrencia de un picnic a Chaclacayo, ese domingo, para escapar de la neblina y la humedad de Lima y gozar de buen tiempo en contacto con la Naturaleza, a orillas del río y en familia. Doña Lucrecia se extrañó mucho con esa propuesta, pues recordaba el santo horror que todo lo campestre le había inspirado siempre, pero aceptó de buena gana. ¿No estaban estrenando una segunda luna de miel? Estrenarían, también, nuevas costumbres. Partieron esa mañana a la hora prevista —las nueve—, equipados con una buena provisión de bebidas y un almuerzo completo, preparado por la cocinera, que incluía manjarblanco con frituritas, el postre preferido de don Rigoberto.

Lo primero que salió mal fue la carretera del centro, atestada de tal modo que el avance era lentísimo, cuando avanzaban, entre camiones, autobuses y toda clase de vehículos destartalados que, además de embotellar la carretera y paralizar el tráfico por largos intervalos, echaban de los escapes abiertos un humo negruzco y un hedor a gasolina quemada que mareaban. Alcanzaron Chaclacayo pasado mediodía, exhaustos y congestionados.

Encontrar un lugar aparente, junto al río, resultó más arduo de lo que imaginaban. Antes de tomar el atajo que los aproximara a la orilla del Rímac —a esas alturas, a diferencia que en Lima, parecía un río de verdad, ancho, cargado de agua, decorado de espuma y olitas saltarinas en las zonas donde batía contra las piedras y roquedales— tuvieron que dar vueltas y vueltas que los regresaban siempre a la maldita carretera. Cuando, gracias a la ayuda de un compasivo vecino, descubrieron un desvío que los acercó hasta la orilla, en vez de mejorar, las cosas empeoraron. El Rímac, en ese lugar, servía de basural al vecindario (también de orinal y cagadero) que había arrojado allí todos los desperdicios imaginables —desde papeles, latas y pomos vacíos, hasta restos de comida, excrementos y animales muertos—, de modo que, además de la deprimente vista, maculaba el lugar una hediondez insoportable. Nubes de moscas agresivas los obligaron a taparse las bocas con las manos. Nada de esto parecía amoldarse a la eglógica expedición anticipada por don Rigoberto. Éste, sin embargo, armado de una paciencia incombustible y un optimismo de cruzado que maravillaban a su mujer y a su hijo, persuadió a su familia de que no se dejaran amilanar por las azarosas circunstancias. Siguieron buscando. Cuando, luego de un buen rato, pareció que llegaban a un lugar más hospitalario —es decir, desprovisto de hedores mefíticos y de basuras— ya estaba tomado por innumerables grupos familiares que, algunos bajo sombrillas playeras, comían tallarines embadurnados en salsas rojizas y escuchaban música tropical, a todo volumen, en radios y caseteras portátiles. El error que cometieron entonces, fue responsabilidad exclusiva de don Rigoberto, aunque inspirado en el más legítimo de los deseos: la búsqueda de un mínimo de privacidad, apartarse algo de la muchedumbre de comedores de pasta, para los que, por lo visto, era inconcebible salir de la ciudad por unas horas sin llevarse consigo ese producto urbano por antonomasia que es el ruido. Don Rigoberto creyó encontrar la solución. Como un boy scout, propuso que, descalzándose y arremangándose los pantalones, vadearan un pedazo de río hacia lo que semejaba una minúscula islita de arena, pedruscos y conatos de maleza, que, milagrosamente, no estaba ocupada por la numerosa colectividad dominguera. Así lo hicieron. O, mejor dicho, empezaron a hacerlo, cargando las bolsas de comida y bebida preparadas por la cocinera para la matiné campestre. Apenas a unos metros de la idílica islita, don Rigoberto —el agua le llegaba sólo a las rodillas y hasta allí el trayecto había transcurrido sin incidentes— resbaló en una forma cartilaginosa. Cayó sentado en las frescas aguas del río Rímac, lo que, en sí, no hubiera tenido importancia dado el calor que hacía y lo sudado que estaba, si no hubiera naufragado, al mismo tiempo que su humanidad, la canasta del picnic, que, para añadir un toque de burla al accidente, antes de ir a reposar en el lecho del río se desparramó toda, regando a diestra y siniestra de las alborotadas aguas que los arrastraba ya en dirección a Lima y el mar Pacífico, el picante cebiche, el arroz con pato y las frituritas con manjarblanco, así como el primoroso mantel y las servilletas a cuadraditos rojos y blancos que doña Lucrecia había seleccionado para el picnic.

—Ríanse, nomás, no se aguanten las ganas, no me voy a enojar —decía don Rigoberto a su esposa y a su hijo, que, ayudándolo a incorporarse, hacían grotescas morisquetas y trataban de sofrenar las carcajadas. También la gente de las orillas se reía, viéndolo ensopado de pies a cabeza.

Dispuesto al heroísmo (¿por primera vez en su vida?), don Rigoberto propuso perseverar y quedarse, alegando que el sol de Chaclacayo lo secaría en un dos por tres. Doña Lucrecia fue terminante. Eso sí que no, podía darle una pulmonía, se regresaban a Lima. Lo hicieron, derrotados, aunque sin ceder a la desesperación. Y, riéndose con cariño del pobre don Rigoberto, que se había quitado el pantalón y manejaba en calzoncillos. Llegaron a la casa de Barranco cerca de las cinco de la tarde. Mientras don Rigoberto se duchaba y cambiaba de ropa, doña Lucrecia, ayudada por Justiniana, que acababa de regresar de su salida de fin de semana —el mayordomo y la cocinera sólo volverían a la noche— prepararon los sandwiches de pollo y palta con tomate y huevo de ese tardío y accidentado almuerzo.

—Desde que te amistaste con mi madrastra te has vuelto bueno, papá.

Don Rigoberto apartó la boca del sandwich a medio comer. Recapacitó.

—¿Lo dices en serio?

—Muy en serio —replicó el niño, volviéndose hacia doña Lucrecia—. ¿No es cierto, madrastra? Hace dos días que no reniega ni se queja por nada, está de buen humor y diciendo cosas bonitas todo el tiempo. ¿No es eso ser bueno?

—Sólo llevamos dos días de amistados —se rió doña Lucrecia. Pero, poniéndose seria y mirando con ternura a su marido, añadió—: En realidad, siempre fue buenísimo. Has tardado un poco en darte cuenta, Fonchito.

—No sé si me gusta que me llamen bueno —reaccionó al fin don Rigoberto, adoptando una expresión cavilosa—. Todas las personas buenas que he conocido eran un poco imbéciles. Como si hubieran sido buenas por falta de imaginación y de apetitos. Espero que, por sentirme contento, no me esté volviendo más imbécil de lo que soy.

—No hay peligro —La señora Lucrecia acercó la cara a su marido y lo besó en la frente—. Eres todas las cosas del mundo, salvo eso.

Estaba muy bella, con las mejillas arrebatadas por el sol de Chaclacayo, los hombros y los brazos al aire, en ese ligero vestido floreado de percala que le daba un aire fresco y saludable. «Qué bella, qué rejuvenecida», pensó don Rigoberto, deleitándose en el espigado cuello de su mujer y la graciosa curva de una de sus orejas, en la que se enroscaba una mecha suelta de sus cabellos, sujetados en la nuca con una cinta amarilla del mismo color de las alpargatas del paseo. Habían pasado once años y estaba más joven y atractiva que el día que la conoció. ¿Y, dónde se reflejaba más esa salud y esa belleza física que desafiaban la cronología? «En los ojos», se respondió. Esos ojos que cambiaban de color, de un pálido pardo a un verde oscuro, a un suave negro. Ahora, se veían muy claros bajo las largas pestañas oscuras y animados de una luz alegre, casi chispeante. Inadvertida de la contemplación de que era objeto, su mujer daba cuenta con apetito del segundo sandwich de palta con tomate y huevo, y bebía, de rato en rato, traguitos de cerveza fría que dejaban sus labios húmedos. ¿Era la felicidad, esta sensación que lo embargaba? ¿Esta admiración, gratitud y deseo que sentía por Lucrecia? Sí. Don Rigoberto deseó con todas sus fuerzas que volaran las horas que faltaban para el anochecer. Una vez más estarían solos y tendría entre sus brazos a su mujercita adorable, al fin, aquí, de carne y hueso.

—Por lo único que a ratos no me siento tan parecido a Egon Schiele es que a él le gustaba mucho el campo y a mí nada —dijo Fonchito, continuando en alta voz una reflexión comenzada en silencio hacía rato—. En eso, he salido a ti, papá. Tampoco me gusta nada eso de ver árboles y vacas.

—Por eso el picnic nos salió patas arriba —filosofó don Rigoberto—. Una venganza de la Naturaleza contra dos enemigos. ¿Qué dices de Egon Schiele?

—Que en lo único que no me parezco a él es en lo del campo, a él le gustaba y a mí no —explicó Fonchito—. Ese amor a la Naturaleza lo pagó caro. Lo metieron preso y lo tuvieron un mes en una prisión, donde casi se vuelve loco. Si se quedaba en Viena, eso no le hubiera pasado jamás.

—Qué bien informado estás sobre la vida de Egon Schiele, Fonchito —se sorprendió don Rigoberto.

—No te imaginas hasta qué extremo —lo interrumpió doña Lucrecia—. Se sabe de memoria todo lo que hizo, dijo, escribió y le pasó en sus veintiocho años de vida. Se conoce todos los cuadros, dibujos y grabados de memoria, con títulos y fechas. Y, hasta se cree Egon Schiele reencarnado. A mí me asusta, te juro.

Don Rigoberto no se rió. Asintió, como ponderando esa información con el mayor cuidado, pero, en verdad, disimulando la súbita aparición en su conciencia de un gusanito, una estúpida curiosidad, esa madre de todos los vicios. ¿Cómo se había enterado Lucrecia de que Fonchito sabía tantas cosas sobre Egon Schiele? «¡Schiele!, pensó. Variante aviesa del expresionismo al que Oscar Kokoshka llamaba, con toda justicia, un pornógrafo.» Se descubrió poseído de un odio visceral, ácido, bilioso, a Egon Schiele. Bendita la gripe española que se lo cargó. ¿De dónde sabía Lucrecia que Fonchito se creía ese garabateador abortado por los últimos vagidos del imperio austro–húngaro al que, también en buena hora, se había cargado la trampa? Lo peor era que, inconsciente de estar hundiéndose en las aguas pútridas de la autodelación, doña Lucrecia seguía torturándolo:

—Me alegro de que toquemos este tema, Rigoberto. Hace tiempo quería hablarte de eso, hasta pensé escribirte. Me tiene muy preocupada la manía de este niño con ese pintor. Sí, Fonchito. ¿Por qué no lo conversamos, entre los tres? ¿Quién mejor que tu padre para aconsejarte? Ya te lo he dicho varias veces. No es que me parezca mal esa pasión tuya por Egon Schiele. Pero, te estás obsesionando. No te importa que cambiemos ideas entre los tres ¿no es cierto?

—Creo que mi papá no se siente bien, madrastra —se limitó a decir Fonchito, con un candor que don Rigoberto tomó como una suplementaria afrenta.

—Dios mío, qué pálido estás. ¿No ves? Te lo dije, esa remojada en el río te ha hecho daño.

—No es nada, no es nada —tranquilizó don Rigoberto a su mujer, con una vocecita difusa—. Un bocado demasiado grande y me atoré. Un huesecito, creo. Ya está, ya me lo pasé. Estoy bien, no te preocupes.

—Pero, si estás temblando —se alarmó doña Lucrecia, tocándole la frente—. Te has resfriado, por supuesto. Ahora mismo un matecito de yerbaluisa bien caliente y un par de aspirinas. Yo te lo preparo. No, no protestes. Y, a la cama, sin chistar.

Ni siquiera la palabra cama levantó algo el ánimo de don Rigoberto, que, en pocos minutos, había pasado de la alegría y el entusiasmo vitales a una desmoralización confusa. Vio que doña Lucrecia se alejaba de prisa rumbo a la cocina. Como la nirada transparente de Fonchito le producía incomodidad, dijo, para romper el silencio:

—¿Schiele estuvo preso por ir al campo?

—No por ir al campo, cómo se te ocurre —lanzó una risa su hijo—. Lo acusaron de inmoralidad y seducción. En un pueblecito que se llama Neulengbach. Nunca le hubiera pasado eso si se quedaba en Viena.

—¿Ah, sí? Cuéntame —lo invitó don Rigoberto, consciente de que trataba de ganar tiempo, sólo que no sabía para qué. En vez del glorioso y soleado esplendor de estos dos días, su estado de ánimo era en este momento una calamidad con aguaceros, rayos y truenos. Apelando a un recurso que había funcionado otras veces, trató de calmarse enumerando mentalmente figuras mitológicas. Cíclopes, sirenas, letrigones, lotófagos, circes, calipsos. Ahí se quedó.

Había ocurrido en la primavera de 1912; en el mes de abril, exactamente, explicaba el niño con locuacidad. Egon y su amante Wally (un apodo, se llamaba Valeria Neuzil) estaban en pleno campo, en una casita alquilada, en las afueras de esa aldea difícil de pronunciar. Neulengbach. Egon solía pintar al aire libre, aprovechando el buen tiempo. Y, una tarde, se apareció una muchacha a buscarle conversación. Conversaron y no pasó nada. La chica volvió varias veces. Hasta que, una noche de tormenta, llegó empapada y anunció a Wally y a Egon que se había escapado de casa de sus padres. Trataron de convencerla, has hecho mal, vuelve a tu casa, pero, ella, no, no, déjenme al menos pasar la noche con ustedes. Aceptaron. La chica durmió con Wally; Egon Schiele, en un cuarto aparte. Al día siguiente… pero, el regreso de doña Lucrecia, con una humeante infusión de yerbaluisa y dos aspirinas en las manos, interrumpió la narración de Fonchito, que, por lo demás, don Rigoberto apenas escuchaba.

—Tómatela todita, así, bien caliente —lo mimó doña Lucrecia—. Con las dos aspirinas. Y, después , a la cama, a hacer rorró. No quiero que te me resfríes, viejito.

Don Rigoberto sintió–sus grandes narices aspiraban la fragancia jardinera de la yerbaluisa–que los labios de su esposa se posaban unos segundos sobre los ralos cabellos de su cráneo.

— Le estoy contando la prisión de Egon, madrastra–aclaró Fonchito-. Te la he contado tantas veces que te aburrirá oírla de nuevo.

— No, no, qué va, sigue nomás–lo animó ella-. Aunque, es cierto que ya me la sé de memoria.

— ¿Cuándo le contaste esa historia a tu madrastra? — se le escapó entre los dientes a don Rigoberto, mientras soplaba el mate de yerbaluisa-. Si hace apenas dos días que está en la casa y yo la he monopolizado día y noche.

— Cuando iba a visitarla a su casita del Olivar–repuso el niño, con su cristalina franqueza habitual-. ¿No te ha contado?

Don Rigoberto sintió que el aire del comedor se electrizaba. Para no tener que hablar ni mirar a su esposa, tomó un heroico trago de la ardiente yerbaluisa que le quemó la garganta y el esófago. El infierno se instaló en sus entrañas.

— No tuve tiempo todavía–oyó que musitaba doña Lucrecia. La miró y -¡ay, ay! — estaba lívida-. Pero, por supuesto, iba a contárselo. ¿Acaso tenían algo de malo esas visitas?

— Qué de malo iban a tener–afirmó don Rigoberto, tragando otro sorbo del infierno líquido y perfumado-. Me parece muy bien que fueras donde tu madrastra a llevarle noticias mías. ¿Y esa historia de Schiele y su amante? Te has quedado a la mitad y yo quiero saber cómo termina.

— ¿Puedo seguir? — se alegró Fonchito.

Don Rigoberto sentía su garganta como una pura llaga y adivinaba que a su esposa, muda y petrificada a su lado, el corazón se le había desbocado. Igual que a él.

Bueno, pues… Al día siguiente, Egon y Wally llevaron a la chica, en el tren, a Viena, donde vivía su abuelita. Les había prometido que se quedaría donde esa señora. Pero, en la ciudad, se arrepintió y más bien pasó la noche con Wally, en un hotel. Egon y su amante, a la mañana siguiente, regresaron con la muchacha a Neulengbach, donde ésta se quedó con ellos dos días más. Al tercer día, se apareció el padre. Enfrentó a Egon en el exterior, donde estaba pintando. Muy alterado, le advirtió que lo había denunciado a la policía, acusándolo de seducción, pues su hija era menor. Mientras Schiele trataba de calmarlo, explicándole que no había pasado nada, en el interior de la casa, la muchacha, al descubrir a su padre, cogió unas tijeras y trató de cortarse las venas. Pero, entre Wally, Egon y su padre la atajaron, la auxiliaron y ella y el señor tuvieron una explicación y una amistada. Partieron juntos y Wally y Egon se creyeron que todo se había arreglado. Por supuesto, no fue así. Pocos días después, vino la policía a arrestarlo.

¿Escuchaban su relato? En apariencia, sí, pues tanto don Rigoberto como doña Lucrecia se hallaban inmóviles y parecían haber perdido no sólo el movimiento, también la respiración. Tenían los ojos clavados en el niño, y a lo largo de su historia, recitada sin vacilaciones, con pausas y énfasis de buen contador, ninguno pestañó. Pero ¿y la palidez que lucían? ¿Y esas miradas reconcentradas y absortas? ¿Los conmovía tanto aquella antigua anécdota, de ese lejano pintor? Ésas eran las preguntas que creía leer don Rigoberto en los grandes ojos vivarachos de Fonchito, que, ahora, examinaban a uno y a otro, con calma, como esperando un comentario. ¿Se reía de ellos? ¿Se reía de él? Don Rigoberto fijó la vista en los ojos claros y translúcidos de su hijo, buscando el brillo malévolo, ese guiño o inflexión de luminosidad que delatara su maquiavelismo, su estrategia, su doblez. No descubrió nada: sólo la sana, clara, pulcra mirada de la conciencia inocente.

—¿Sigo, o ya te aburriste, papá?

Negó con la cabeza y haciendo un gran esfuerzo —su garganta estaba seca y áspera como una lija—, murmuró: «¿Y qué le pasó en la prisión?».

Lo habían tenido veinticuatro días entre rejas, acusado de inmoralidad y seducción. Seducción, por el episodio de la chica, e, inmoralidad, por unos cuadros y dibujos de desnudos que la policía encontró en la casa. Como se demostró que no había tocado a la muchacha, fue absuelto de la primera acusación. Pero, no de inmoralidad. El juez consideró que, ya que visitaban la casa niñas y niños menores de edad que habían podido ver los desnudos, Schiele merecía un castigo. ¿Cuál? Quemar el más inmoral de sus dibujos.

En la prisión, sufrió lo indecible. En los autorretratos que pintó en su calabozo, se lo veía flaquísimo, con barba, los ojos hundidos, la expresión cadavérica. Llevó un diario donde escribió («Espera, espera, la frase me la sé de memoria»): «Yo, que soy, por naturaleza, uno de los seres más libres, me hallo atado por una ley que no es la de las masas». Pintó trece acuarelas y eso lo salvó de volverse loco o matarse: el camastro, la puerta, la ventana y una luminosa manzana, una de las que le llevaba Wally todos los días. Ella, iba a colocarse cada mañana en un lugar estratégico, en los alrededores de la prisión, y Egon podía verla a través de los barrotes de su calabozo. Porque, Wally lo quería muchísimo y se había portado maravillosa con él, ese mes terrible, dándole todo su apoyo. En cambio, él no debía de quererla tanto. La pintaba, sí; la usaba como modelo, sí; pero, no sólo a ella, a muchas otras, sobre todo a esas niñitas que recogía en las calles y tenía ahí, medio desvestidas, mientras las pintaba en todas las poses imaginables trepado en su escalera. Las niñitas y los niñitos eran su obsesión. Se moría por ellos y, bueno, parecía que no sólo para pintarlos, que le gustaban de verdad, en el sentido bueno y en el malo de la palabra. Eso decían sus biógrafos. Que, al mismo tiempo que un artista, era un poco perverso, porque tenía predilección por los niños y las niñas…

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