– Hay más granos de pimienta que pollo.

Se quejó Pelletier.

– La cocina thailandesa es como la china, pero con más especias. En los países del trópico las especias combaten la falta de apetito derivada del clima.

– ¿Falta de apetito? Comer en los países asiáticos es una ostentación. La gente se pasa el día en la calle con el cuenco de arroz en la mano. ¿Ha probado usted el betel? Los primeros viajeros europeos creyeron que estos pueblos eran todos tuberculosos porque tenían la boca llena de sangre. Era el color del betel. Arroz y betel. El arroz para llenar el estómago y el betel para entretenerse.

– La austeridad asiática.

– Mierda, la austeridad asiática.

– El budismo. La superación de la servidumbre de los sentidos.

– Para empezar, Stanley, estamos en una zona mahometana y el budismo es una industria de exportación de ideología para que la consuman los menopáusicos de Occidente.

Pelletier había terminado sus raciones y cuando la vieja se acercó merodeando y mirándoles de reojo, le tendió un billete de veinte baths. Examinó el billete la mujer, recogió la bandeja con los cuencos vacíos y se alejó seguida de la mirada valorativa del francés.


Estaban junto al coche y los dos hombres lo contemplaban con el mismo aire de desconcierto. El francés pegó una patada contra una rueda y luego se sentó en el morro.

– ¿Qué piensa hacer?

– Quisiera llegar hasta Penang. Las cosas hay que acabarlas. Es la última posibilidad que tengo de encontrarla. ¿Y usted?

– Tendría que devolver este coche en algún sitio donde hubiera oficinas de la Hertz. Ella lo había alquilado en Bangkok hace ya tres o cuatro semanas, aunque nadie va a pedirle ahora explicaciones si no lo devuelve. Si quiere se lo cedo.

– No, es de usted.

– No. Pero tengo una cierta autoridad moral sobre él.

Carvalho echó a andar en dirección hacia la carretera.

– Espere. Le acompañaré hasta algún centro habitado donde pueda alquilar un taxi o coger un tren o un autobús. ¿Qué prefiere, volver a Hadyai o que le lleve a Pattani? En Pattani hay aviones y quizá haya un vuelo hasta Penang, aunque Penang ya está en Malasya.

– Me han dicho que la zona de Pattani es peligrosa.

– Cuentos que se inventa el gobierno para meter en un puño a la gente. Se inventa guerrillas comunistas o musulmanas en el sur, bandidos birmanos en la frontera birmana o infiltraciones desde Laos y Camboya. De hecho ya estamos en el país Pattani y no ha pasado nada.

– Prefiero evitar los aviones.

– "Oh lá lá"! Esto se pone interesante. ¿Qué trata de ocultar? ¿En qué trafica? Suba. Le sacaré de este andurrial.

Salió el coche de la selva y saltó a la carretera en dirección a Hadyai.

– No se me muera usted ahora. Dos muertos en un solo viaje es excesivo.

Comentó Pelletier al ver como Carvalho doblaba la rodilla con un rictus de dolor en el rostro.

– Ya no me duele casi.

– Pero le duele. ¿De qué se trata?

– Gota.

– ¿Gota? Es una enfermedad de reyes franceses. Estoy pensando, amigo español, que no tengo nada que hacer y que quizá me interese cruzar la frontera de Malasya y viajar hasta las selvas profundas, a donde nunca ha llegado el hombre blanco. Cuento con que usted pagará la gasolina. Este coche gasta mucho y no quiero tocar ni un céntimo de la pobre Olga. Me interesa su viaje. Encontrarte con un hombre que se inventa viajes y desconocidas para dar sentido a la vida.

No se equivocaba gran cosa Pelletier, pensó Carvalho. Al alivio de la comprobación de que Teresa no estaba muerta, le seguía la misma sensación de absurdo e inutilidad que le había empezado a asaltar en Koh Samui, tal vez reforzado por el deseo frustrado de haberse quedado en la isla a ver pasar las próximas veinte horas, los próximos veinte años. Pero el francés no necesitaba que Carvalho le diera la razón. Proseguía su discurso neurótico, lleno de consideraciones sobre el sentido de la vida.

– A veces pienso en volver a París. Tengo un armario lleno de trajes en casa de mi madre. Tengo a mi ex mujer casada con un catedrático riquísimo al que le sienta muy bien el frac y le sacan cada dos por tres en "Jours de France". Si me pongo a repasar mis libros y me leo "Le Monde Diplomatique" de estos últimos siete u ocho años, me pondré al día y estoy seguro de encontrar un buen empleo, si pongo la cara de hijo pródigo y les vendo que vuelvo del universo del marxismo y de la contracultura, consciente de que la única verdad la tienen Milton Friedman y el neoliberalismo económico y político. La hegemonía de la burguesía se sostiene gracias a la prestación de método y lenguaje que le han aportado los disidentes del enemigo y los hijos que han sido marxistas o budistas o drogadictos y luego han vuelto a la casa del padre.

No callaba nunca. Carvalho fingió dormir y el tono del discurso de Pelletier fue bajando hasta convertirse en un bisbiseo que pasó a ser canción cantada hacia sí mismo, para hacerse compañía o para mantener una relajada concentración, con el volante entre las manos y las primeras sombras de la noche tiñendo la carretera. Al llegar a Hadyai, Pelletier giró hacia la izquierda en dirección a Sadao y la frontera malaya. Carvalho abrió los ojos protegido ahora por la oscuridad y miró de reojo a Pelletier. Conducía sonriendo como si soñara su condición de chófer, la carretera misma. Al llegar a Sadao apartó una mano del volante para agitar el cuerpo de Carvalho.

– Prepare la documentación. Nos acercamos a la frontera. Carvalho sacó los dos pasaportes del bolsillo, los sopesó y finalmente se guardó el español y mantuvo el italiano entre las manos.

– Oiga, español, a esto se le llama viajar organizado. Igual estoy viajando junto a un pez gordo de la delincuencia internacional. ¿A santo de qué el pasaporte italiano?

– Italia es mi segunda patria.

Primero repostaron gasolina en una gasolinera que parecía un cementerio de coches, como si los vehículos se hubieran muerto corroídos por la gasolina que allí vendían. A partir de la gasolinera empezaba la cola de coches y autobuses que esperaban el paso de la frontera, bajo la débil luz de amarillas bombillas de velatorio agitadas por el viento. La policía thailandesa arrancó el visado blanco de los pasaportes y les dejó pasar sin más comentarios. Tuvieron que rellenar un visado provisional en la frontera malaya y pasar por un minucioso registro y la sorpresa del visa de la aduana malaya al comprobar lo escaso del equipaje de Carvalho. Explicó que había dejado el grueso del equipaje en Bangkok, a donde volvería después de un corto recorrido turístico por Malasya. De hecho voy a bañarme a Penang, añadió Carvalho agitando el traje de baño.

– Muy oportuno el detalle del traje de baño.

Comentó con sorna Pelletier, cuando la frontera quedaba a sus espaldas.

– Nadie sospecha nada de un hombre que va por el mundo con un traje de baño. ¿Quiere conducir usted? Estoy cansado.

Carvalho temió quedar sin remedio a la disposición de las ganas de hablar de Pelletier, pero vio sus ojos hinchados, rojos, torpes y asumió el volante. Pelletier se sentó a su lado, cerró los ojos y se quedó dormido al instante. A Carvalho le pareció que corrían más ahora, pero la aguja del cuentakilómetros permanecía en la misma cota que había mantenido el francés. Pasaron por Jitra, apenas cuatro puntos de luz y luego por Akor Setar, donde un indicador de carretera les prometía la existencia de un aeropuerto y a Carvalho le asaltó la ilusoria urgencia de coger un avión y terminar cuanto antes la aventura. Pero Penang era una meta coherente y se había educado a sí mismo para la coherencia.

Clareaba cuando entraron en Butterworth y Carvalho dirigió el coche hacia un puerto que podría haber sido un puerto cualquiera de Thailandia, a no ser por los rasgos dominantes de los malayos, la clareada oscuridad de la piel, los ojos rotundos y nítidos en contraste con los ojos más rasgados de los thailandeses y chinos. Pelletier se desperezaba como un animal en busca de su propio cuerpo y en lucha con las dimensiones limitadas del coche. Carvalho llevó el coche hasta los embarcaderos y preguntó dónde se podía coger el transbordador hasta Penang. El próximo partía media hora después. Aparcó y los dos hombres se convirtieron en dos siluetas gesticulantes para sacarse de encima el envaramiento de kilómetros. Carvalho se encaminó hacia la caseta donde vendían los tickets para el transbordador.

– Espere. Yo no sé aún si le acompañaré. Me decidiré en el último momento.

Carvalho sacó su ticket y buscó con la mirada a Pelletier, para encontrarle sentado en la terraza de un bar llena de sofisticados sillones de mimbre y veladores de plástico. La luz del día exaltaba los volúmenes de las embarcaciones y la masa verde de Penang ocupaba todo el horizonte. Se sentó Carvalho junto al francés.

– Otro país, español. Otra gente. Otra cultura. Otra religión. Según creo en Europa hay una gran curiosidad por todo lo musulmán desde que han descubierto que dependen del petróleo árabe. Pobre Europa. Se lo cree todo. En el fondo tanto la cultura musulmana como la budista son superestructuras de museo frente a las leyes económicas que rigen el mundo.

El discurso era inevitable. Carvalho apretó con las dos manos la taza llena de café y se dispuso a escuchar.


– Pero, en realidad, para estos orientales, el budismo y todo eso es una cultura que no distancia y que acaba siendo una rutina, como era una rutina aquel catolicismo sin contradicciones bajo la dictadura tomista. A la hora de la verdad, el budismo no les ha salvado de la corrupción y de la integración en el supersistema mundial. Las leyes materiales son tan repugnantes como inapelables a la hora de entender la historia, por eso hay que negarse a entender la historia. La obscenidad de la acción. ¿Quién o qué no ha caído en la obscenidad de la acción? ¿Y a qué conduce toda acción? a la posesión. De cosas o de personas. El hombre no puede actuar sin agredir. Toda moral es hipócrita. El bien es vencer. El mal es perder. Eso en Occidente ya ha llegado al colmo, porque en el fondo del fondo el gran vigilante de la moral en las culturas cristianas, Dios, es un cadáver exquisito y eso lo sabe todo el mundo, hasta el Papa de Roma. Pero aquí también se ha impuesto la dialéctica del vencer o perder como sustitutiva del bien o del mal. Los de arriba son unos cínicos y, al decir "los de arriba", me refiero al "establishment" de dinero, al poder político-militar o al cultural, y los de abajo tienen miedo a perder más de lo que ya han perdido. Yo, la verdad, no me declararía budista. Yo soy taoísta.

– Por muchos años.

– Paso por alto su ironía. El taoísmo me hará eterno. El taoísmo me permite ser intelectualmente imparcial ante lo que ustedes llaman el bien y el mal, que, en definitiva, quiere decir vencer o perder. Yo me reconozco en el dualismo Yin-Yang y aspiro al Tao. Es decir, sé que soy un francés, normalien de mierda y que mi salvación es aspirar al Tao. Como ve, aún no me he sacado de encima el complejo de culpa judeo-cristiano.

– ¿Se lleva el Tao?

– ¿Qué dice usted? Definitivamente está loco o le han sacado de un guardarropía sumergido en el Titanic. No se lleva nada. Cuando yo me marché de Francia se llevaba el antimarxismo y la "nouvelle cui sine". Pero, según mis noticias, ahora ni eso. Se lleva el no llevar nada. El mundo se socialdemocratiza y, en cierto sentido, estamos en plena época Tao. El sabio, dice el Tao, gobierna de modo que vacía el corazón, llena el vientre, debilita la ambición y fortalece los huesos. El problema es saber quién ejerce el papel de sabio. ¿Mitterrand? ¿Reagan? ¿Breznev? El miedo. El prudente miedo o el miedo prudente. ¿Qué es Dios? Se preguntaban los filósofos cristianos cuando les dejaron pensar por su cuenta. Y empezaron a contestarse cosas raras. Llegaron a decir que dios era el "élan" original, como si se pudiera llegar al "élan" original. ¿Quién es el sabio que gobierna el mundo con prudencia y miedo? El grado cero del desarrollo. Se lo digo yo que soy normalien y he llevado portafolios de excelente cuero llenos de informes sobre la depresión económica en el Midi. Y no un día. Ni dos. Ni una semana. Ni un mes. Diez años. Cuando salí de las barricadas en 1968 me fui a llevar las cuentas de una empresa filial de la Unilever. Yo tenía un amigo que tenía un sueño: seguir la ruta de Ulises en la Odisea. Yo me propuse seguir la ruta de Malraux y aquí me tiene. Ni rastro de los personajes de Malraux. Todo está lleno de rusos y americanos con miedo y de japoneses con cámaras. Y no se lleva nada. Los héroes del rock. Ésos son los héroes de nuestro tiempo.

– ¿Estuvo usted en el mayo francés?

– Como todo el mundo. Aún no conozco a nadie que no haya estado en el mayo francés, que no haya contribuido a arrancar un adoquín y que no haya sido curado en las barricadas por Monod. Geismar, Cohn Bendit, Seauvageot, Krivine se llevaron la parte del león, pero los demás, en cuanto podíamos, tratábamos de sacar la cabeza sobre la multitud. Fue la revolución de una promoción con premonición de paro. Yo, en cierta ocasión conseguí subirme a un coche antes que Geismar y grité: Mierda, Mierda y Mierda. A Geismar no le gustó nada. Por cierto. ¿Se ha fijado en lo viejos que son los héroes del rock? Está todo programado por las multinacionales. Si usted se fija, uno de cada diez héroes del rock se suicida o muere de una sobredosis de algo. ¿Poética rockera? Mierda. las multinacionales los asesinan para mantener la tensión romántica. ¿Le interesa el rock?

– No.

– Y el Tao tampoco.

– Tampoco.

– ¿Qué le interesa a usted?

– Envejecer con dignidad.

– Imbécil.

Dejó caer la espalda contra el sillón de mimbre, como para ampliar la distancia que le separaba de Carvalho, abarcarlo mejor o simplemente disponer de más aire para oxigenarse y superar las turbias espirales de la borrachera. Recitó:


Los seres cuando llegan a su madu

rez

empiezan a envejecer.

Esto ocurre a todo lo opuesto al

Tao.

Y lo opuesto al Tao pronto acaba.


Se inclinó hacia Carvalho y le golpeó con un dedo en la pechera.

– Es usted hombre muerto. Para ser inmortal no hay que creer en la vejez. Se empieza creyendo en la vejez y se acaba muriendo.

Vació lo que quedaba de la botella de Mekong en el vaso de caña. Olió el contenido, reprimió una náusea, se lo bebió de un trago y con la lengua tan turbia como la mirada exclamó:

– Vivir es llegar y morir es volver. Lo dice el Tao.

– ¿Dice también algo sobre las borracheras pesadas?

– Es una filosofía liberal. En definitiva se basa en el "laissez faire, laissez passer", desde la profunda certeza de que la plenitud es una disposición del espíritu. Para conseguir esa plenitud del espíritu, yo necesito dos botellas de este infecto brebaje. Y pensar que cuando yo era un ejecutivo agresivo mi medida era una copa de Rémy Martin después del café. ¿Sabe usted que yo he llevado chaleco durante diez años?

Se produjo lo que Carvalho temía, lo que Carvalho quería encerrar en un pequeño círculo para dos. Pelletier se levantó con el vaso de caña en una mano y, con el brazo libre, abrió una señal de expectación en el aire que no pasó inadvertida a los pobladores de las mesas más próximas. Con los ojos tan brillantes como los labios y una constancia bovina en la mirada dirigida a una posible ensoñación, Pelletier recitó:

Suprime el estudio y no habrá preocupaciones.

¿Qué diferencia hay entre el sí y el no?

¿Qué diferencia hay entre el bien y el mal?

No es posible dejar de temer lo que los hombres temen.

No es posible abarcar todo el saber.

Todo el mundo se enardece y disfruta

como cuando se presencia un gran sacrificio,

o como cuando se sube a una torre en primavera.

Sólo yo quedo impasible,

como el recién nacido que no sabe sonreír.

Como quien no sabe adónde dirigirse,

como quien no tiene hogar.

Todo el mundo vive en la abundancia,

sólo yo parezco desprovisto.

Mi espíritu está turbado

como el de un ignorante.

Todo el mundo está esclarecido,

sólo yo estoy en tinieblas.

Todo el mundo resulta penetrante,

sólo yo soy torpe.

Como quien deriva en alta mar.

Todo el mundo tiene algo que hacer,

sólo yo soy inútil.

Sólo yo soy indiferente a todos los demás

porque aprecio a la madre que me nutre.

Descolgó los ojos de las alturas del universo para apreciar las sonrisas amables de los restantes pobladores del café y comprobar el efecto del veinte poema Tao en Carvalho, pero el detective no estaba allí y el no encontrarlo hizo tambalear a Pelletier, como si Carvalho fuera un soporte físico y no meramente visual. El detective estaba dentro del local pagando las consumiciones y maleta en mano se dirigió hacia el "ferry" que empezaba a humear y a lanzar alaridos por su sirena. Pelletier le esperaba al pie de la escalerilla.

– Aquí me despido. Penang me pone nervioso. Antes era una ciudad interesante llena de fumadores de opio, pero ahora están prohibidos y sólo venden batik. Una tela horrible que sólo son capaces de ponerse los americanos y algunas holandesas gordas.

Carvalho tendió una mano a Pelletier. El francés hubiera preferido despedirse con un ademán o con una frase. Pero aceptó la mano y la estrechó con una cierta ternura.

– Adiós, español, y suerte.

Desde la cubierta, Carvalho vio cómo Pelletier se acercaba al coche verde, lo husmeaba y finalmente sacaba de él su equipaje, una mochila en la que cabían las Galerías Lafayette al completo y se iba primero calle arriba y luego calle abajo, después de una breve vacilación.


En el aeropuerto de Penang nadie estaba dispuesto a molestarse comprobando las listas de pasajeros de los últimos días en busca de los cuatro nombres que ofrecía Carvalho como si fueran cuatro personajes diferentes. Carvalho enseñó un billete de veinte dólares que desapareció dentro de la mano de uno de los burócratas del departamento de información, quien le avisó de que necesitaba una hora para comprobarlo. El vuelo Penang-Singapur no era nacional. Penang pertenecía a la Federación Malasya y Singapur era un Estado soberano, por lo que Archit y Teresa tenían que haber exhibido algún pasaporte, aunque cualquiera puede intentar sacar un billete con nombre supuesto y luego pasar control de pasaportes, en la confianza de que el policía se limite a comprobar si la foto coincide con la cara. De pronto, Carvalho tuvo un impulso que no pudo impedir ni el cálculo mental de lo que iba a costarle. Preguntó en Información si se podía hacer una llamada al extranjero, a Europa y una propina de dólar consiguió que una muchacha de poderoso cabezón empleara una tenacidad equivalente en rascar los nervios de los cables telefónicos internacionales, hasta que al otro lado del teléfono se oyó la voz de Biscuter.

– Aquí la oficina del detective Carvalho.

– Biscuter, soy yo.

– ¿Es usted jefe? ¿Llama desde aquí? ¿Ha llegado ya?

– Te llamo desde Penang, en Malasya.

– Pues suena como si estuviera usted en el Prat, jefe. Mejor, todavía.

– Escucha Biscuter, que esto me va a costar un ojo de la cara. ¿Hay alguna novedad?

– La señorita Teresa ha vuelto. Hace un momento que ha llamado por si le encontraba a usted y se ha reído mucho cuando ha sabido que usted estaba buscándola en Thailandia.

– ¿Se ha reído mucho?

– Mucho, sí señor. Se vuelve a ir de viaje. A descansar. Me ha dejado unas señas.

– Mierda, Biscuter, mierda.

– Yo, jefe…

– En seguida voy para allí.

– ¿En seguida?

Pero Carvalho colgó conteniendo el deseo de estrellar el teléfono contra la pared y luego de romper en pedazos el recibo de los mil baths que le costó la llamada. Tenía que elegir entre regresar a Bangkok en busca del equipaje exponiéndose al interrogatorio de un Charoen indignado o dar por perdidas sus cosas, recomponiendo la vuelta a partir de Singapur. Si volvía a Bangkok aquel mismo día, conseguiría empalmar con el vuelo de regreso de su grupo aquella noche a las diez y media, recuperaría el equipaje y aún conseguiría sacar un mínimo beneficio de una expedición desquiciada. si volvía por Singapur, adiós equipaje y ni la más remota esperanza de que los Marsé quisieran o pudieran pagarle el suplemento. El primer avión para Bangkok salía al mediodía y llegaba a tiempo de recoger el equipaje y sumarse al grupo. Compró el franqueo suficiente para enviar a la embajada alemana en Bangkok la noticia de la muerte de Olga Schiller y los detalles sobre el lugar de su enterramiento y, una vez abandonada la carta a su destino de buzón, compró un billete de avión hacia Bangkok y aplazó el estallido de ira que le incitaba la simple evocación del rostro de Teresa. consumió el tiempo de espera contemplando la voluntad de compra de los turistas en las Free Shop de los vuelos internacionales: batik, figuras de teca, marfil, instrumentos musicales, horribles "souvenirs" urdidos en la central mundial de donde salen todos los "souvenirs" de abalorios y caracolillos de nácar. Por fin, subió al avión y el remonte de la península en dirección a Bangkok se le hizo larguísimo, en el temor de que Charoen no le diera tiempo ni a llegar al hotel y le estuviera esperando al pie mismo del avión de llegada. Pero no estaba allí y Carvalho imaginó el encuentro una hora después, para el momento en que se acercara al pupitre del Bell Captain del Dusit Thani y le reclamara el equipaje consignado. O Peter Pan no le reconoció o era un Peter Pan diferente, dentro de la misma gama. Carvalho entró en el Dusit Thani y buscó el pupitre del Bell Captain por la distancia más corta. Le entregó el billete de resguardo y mientras un mozo iba en busca del equipaje, Carvalho se volvió para abarcar el escenario familiar del "hall", las mismas especies de gentes esperando las mismas especies de guías, las mismas llegadas de notables de Bangkok vestidos para un banquete de boda o de final de convención, las mismas damas americanas apiscinadas, ahora amuebladas para que el marido las sacara a vivir emociones nocturnas que ellos habían censado estadísticamente durante el día en las oficinas de la DEA. La maleta llegó y a Carvalho le pareció que recobraba una parte de su mundo afectivo. Pidió una habitación donde pudiera ducharse y reordenar sus cosas y le cedieron, por una hora, una de las habitaciones de la primera planta que daban a la piscina. Carvalho se puso el traje de baño, salió al jardín y, en la más total de las soledades, se metió en las aguas y se dio el último baño de un verano ficticio. Luego rehízo la maleta y dejó vacía y abandonada la que había comprado en el barrio chino. Salió al "hall", devolvió la llave, preguntó si había alguna indicación sobre la concentración de su grupo para ir al aeropuerto y le dijeron que pasaría un autocar a recogerles a las ocho. Poco faltaba ya. Empezó a reconocer rostros entre las estatuas de sal del "hall", al tiempo que vigilaba y esperaba la aparición de Charoen o de los sicarios de "Jungle Kid" o madame La Fleur. Pero el que apareció fue Jacinto, que, al verle, venció el hieratismo de su rostro para expresar una cierta alegría.

– Nos tenía pleocupados. Usted malchal de Chiang Mai sin avisal.

– Una chica, Jacinto, una chica.

– ¿Encontló a la mujel peldida?

– No.

– Lo siento.

Jacinto reagrupó a sus ovejas. No eran muchos los que salían del Dusit Thani. Los del Ambassadors o el Narai les esperaban ya en el autocar, y Carvalho se despidió de la isla de lucerío del Dusit, mientras el autocar trataba de enfilar la vía de salida hacia el aeropuerto, por la RamaIv primero y luego ya directamente por la Phayathai Road. Era casi milagroso que Charoen no se hubiera interpuesto en su camino, pero tampoco quería convocar al diablo preguntando a Jacinto si había puesto su desaparición en conocimiento de la policía. Jacinto daba las últimas instrucciones a los españoles, que habían cambiado de color. Los catalanes de Chiang Mai le saludaron desde sus butacas y Carvalho trató de evitarles en adelante para no dar explicaciones, aunque por las sonrisas maliciosas que le dirigieron las mujeres, supuso que ellos ya las habían buscado por su cuenta. Llegaron al aeropuerto y se repitieron las escenas de urgencia por llegar cuanto antes al mostrador, en el temor incontrolable de que no hubiera suficientes plazas para todos. Jacinto cogió por un brazo a Carvalho, le apartó de la riada y le señaló hacia un rincón del "hall" donde le esperaba Charoen.

– Mientlas tanto yo le sacalé la calta de embalque.

– Fumador. Ventanilla. A una distancia suficiente para poder ver la película. Facture la maleta hasta Barcelona.

No esperó el comentario de Jacinto. Avanzó decidido hacia Charoen, que se inclinó respetuosamente cuando llegó a su altura. Charoen empezó a pasear, en el convencimiento de ser secundado por Carvalho.

– ¿Lo ha pasado bien?

– No puedo quejarme. De pronto me cansé de todo y me fui al sur, a tomar el sol y a bañarme.

– Hizo usted bien dejando la maleta en el hotel. Es preferible viajar sin equipaje. ¿Y por aquí todo igual?

– Bangkok nunca es igual a sí misma. Hay novedades. El padre de Archit murió al día siguiente de nuestra visita. Fue una muerte natural. En cambio, días después apareció en el río el cadáver de un encargado del embarcadero del Oriental, del que salen las barcas que recorren los canales del viejo Bangkok. Se llamaba Khao Chong. Le habían torturado, luego asesinado y finalmente al río. Khao Chong.

Repitió Charoen como si quisiera que el nombre quedara grabado en la cabeza de Carvalho.

– ¿Ha encontrado a los fugitivos?

– No.

Respondió Carvalho aguantando la mirada de Charoen, que se había detenido de repente. El policía sonrió como dándose la razón.

– ¿Lo ve? Asia es muy complicada. Pero un día u otro aparecerán. Si se ponen en contacto con usted, dígales que a Charoen pueden escapar, pero a "Jungle Kid" no. Ahora váyase. Van a anunciar el control de pasaportes.

En un cartel de propaganda de la Swissair, unos pájaros se daban el pico sobre un fondo de nubes y un horizonte de paisajes propicios y Carvalho retuvo el saludo de despedida de Charoen para preguntarle:

– Puede parecerle una pregunta estúpida, pero no quiero irme de Bangkok sin respuesta. Se trata del nombre de unos pájaros. De esos miles de pájaros que se ponen sobre los cables, en las grandes avenidas de la capital al anochecer.

Charoen cerró los ojos o buscando una respuesta en su memoria o calculando la posible doble intención o burla subyacentes en la pregunta del extranjero. "Swallow", contestó. Golondrinas, se tradujo mentalmente Carvalho al castellano, al tiempo que una sonrisa de burla hacia sí mismo le asomaba a los labios.

– Golondrinas. Sólo golondrinas.

– Golondrinas chinas. Vienen desde las tierras frías de China cuando llega el invierno y se instalan en el trópico.

– Golondrinas.

Se repitió Carvalho, como si le costara convencerse y le fuera imposible borrar de los ojos de Charoen la reticencia con la que aceptó el definitivo saludo de despedida.


– Yo también he votado socialistas, porque, ¿a quién iba a votar? Los del PSUC a la greña, el PCE impresentable. Al menos los socialistas podían ganar y han ganado. Pero no me fío de ellos. Ya se vio cuando lo de la LAU. Primero Peces Barba estaba dispuesto a respaldar la solución al problema de los penenes, pero en cuanto él consiguió cátedra, le entró espíritu de cuerpo y cambió de opinión. Los penenes lo vamos a seguir teniendo jodido.

Marta Miguel apartó la bandeja con la comida casi intocada y se desentendió de la conversación dominante en el comedor universitario. Se levantó para acercarse a los ventanales que daban al campus. Prados mustios, arboledas deshojadas, la naturaleza en su esqueleto a la espera del lejano milagro de la primavera.

– Marta.

Se volvió. Ante ella estaba una alumna que le tendía una carpeta.

– Éste es el proyecto de tesina de la que te hablé.

– ¿De qué me hablaste?

– De las ideas pedagógicas en Joaquín Costa.

– Ah sí, dámelo. Me lo miraré y te diré algo.

Volvió a la mesa para tomar el café y dejó la carpeta a un lado.

– ¿Qué es esto?

Le preguntó Nacho Riells, del Departamento de Historia.

– Un proyecto de tesina de una alumna.

– "Las ideas pedagógicas de Joaquín Costa". Me suena. Dile a tu alumna que se lea los artículos de Tamames en "Tiempo" y se enterará de las ideas pedagógicas de Joaquín Costa. Tamames se ha ido del marxismo al regeneracionismo sin pasar por Gandhi, lo que tiene su mérito.

Marta respondió con una sonrisa al chiste cultural y pretextó trabajo en su despacho para abandonar la mesa. Su taconeo resonó en los solitarios pasillos de la sobremesa y se metió en el despacho que compartía con dos compañeros de Departamento. Se sentó en su sillón, apoyó los codos sobre la mesa, dejó caer la cabeza en las manos horquillas y se entregó a la angustia de un montón de pensamientos e imágenes rotas y sobre todos ellos la imagen de sí misma, de niña, rodeada de familiares en una sobremesa de fiesta importante, presumiendo de hucha, levantando la hucha para demostrar lo que le costaba alzarla y, de pronto, el empujón de una tía, de la borrica tía Tadea y la hucha que se cae al suelo, se rompe, se desparraman las monedas de diez céntimos con la cara del caudillo o la efigie ecuestre de aquel lancero de níquel y su padre le pega una bofetada.

– Esta niña es una alocada.

Soy una alocada. Eres una alocada, Marta, eres una alocada. No tenía tiempo para la autocontemplación. Tenía que bajar cuanto antes a Barcelona y llegar a tiempo de comprar unas bragas de plástico nuevas y gasas para los orines de su madre. La goma de las viejas bragas había cedido y cada mañana Marta se enfrentaba al espectáculo de una cama untada de mierda verde seca que había rebasado los límites de la contención de la braga. De nuevo, la explicación ante el farmacéutico, han de ser grandes, grandes. No, no son para un niño gordo, son para una persona mayor, pero muy delgada, y las gasas, aquellas cajas llenas de compresas de gasa que ayudaban a prolongar la vida de aquella mujer vegetal sin que se escociera, sin que se llagara, uno y otro día cambiando las gasas, con el ay de que se cansaran las mujeres que la cuidaban por las tardes, con lo difícil que es encontrar gente para estas faenas y a un precio al alcance de penene, adjunto, dedicación exclusiva, contrato por cinco años hasta que llegara la LAU que, de momento, no le había gustado a Peces Barba. Limpiar a su madre, darle la cena, corregir exámenes, repasar aquel proyecto de tesina, mirar el capítulo de Dinasty, del bodrio de Dinasty, retomar sin ganas el último número de "Cuadernos de Pedagogía", para releer su artículo sobre la influencia de las ideas de la Montessori sobre la pedagogía de la IiRepública. Suspiró para animarse a tomar una decisión y se puso en pie para invitarse a sí misma a marcharse. Ya en los pasillos, la marcha era inevitable, inevitable el coche, el recorrido por la ciudad universitaria, la salida del campus en dirección a la autopista de Sabadell. Por un momento se imaginó a sí misma frenando el coche en la puerta de la Jefatura Superior de policía de Vía Layetana, dejando el coche allí, sin cerrar, sin aparcar.

– ¡Señorita, eh, adónde va señorita!

Gritaban los guardias, pero ella seguía escaleras arriba y no paraba hasta entrar en el despacho del comisario Contreras y quedarse allí, de pie.

– ¿Por fin se ha decidido a confesar? Me preguntaba yo a mí mismo, qué día va a decidirse. Las personas decentes no podemos llevar estas cosas dentro por mucho tiempo.

– Le juro que fue en legítima defensa.

– ¿En legítima defensa? ¿Celia Mataix la atacó?

– Me estaba hundiendo. Estaba convirtiéndome en nada, en menos que nada, en un animal sucio al que echaba de su casa.

Demasiado para el comisario Contreras. Era mejor buscar aparcamiento cerca de la farmacia donde había tenido suerte la última vez, repostar bragas de plástico, gasas, rutinas, y luego entrar en una tienda de discos para comprar una casete de romanzas de zarzuela cantadas por Marcos Redondo. A su madre aún le gustaba Marcos Redondo. Abría y cerraba aquellos ojos inagotables cuando ella le ponía una casete de Marcos Redondo en aquella radio casete que le había comprado en Andorra.

– Soy yo, mamá.

Fue directamente a por la reproductora e introdujo la pastilla de música.


El dueño de la venta que salga

tráiganos vino

del más rojo que tenga

del menos fino.

¡Soy arriero!

¡Y por eso el vino tinto de Toro

es el que quiero!


– ¿Sabes quién canta, mamá?

La vieja dijo que sí con los ojos, forzó los labios y dibujó el nombre de Marcos Redondo.

– Sí. Marcos Redondo. "La rosa del azafrán".

La vieja negó con la cabeza.

– ¿No es "La rosa del azafrán", madre?

La vieja volvió a negar con la cabeza y marcó con los labios el título de la zarzuela.

– "El cantar del arriero", claro que sí. Lo que se le escape a usted.

Marta retiró la manta que cubría las piernecillas, desabrochó el jersey, olisqueó.

– ¿Va sucia, madre?

No, dijo otra vez la cabeza y los ojos reflejaban el contento hacia sí misma.

– Así me gusta. Avise siempre que pueda, madre. Aguántese y avise siempre que pueda.

Volvió a poner la manta en su sitio. Sacó de la nevera las verduras y el pescado cocido, lo introdujo todo en el turmix, lo trituró y, cuando se conformó una papilla, vertió el contenido en un cazo de aluminio. Venció la llave del gas y escuchó el ruido del fluido al salir, mientras encendía una cerilla. Pero no la aplicó inmediatamente para provocar la llama. Dejó que se le apagara entre los dedos y luego cortó bruscamente el paso del gas. Se quedó de pie ante los fogones sin saber qué hacer a continuación. Por fin volvió a abrir el paso, encendió una cerilla, aplicó la llama, la flor amarilla y azulada brotó en la porcelana blanca del fogón y sobre la flor puso el cazo. Volvió al living. Empujó la silla de ruedas hacia la cocina y dejó a su madre ante la mesa, para que ella misma manejara el viaje de la cuchara directamente del pote hasta la boca.

– Algo ha de hacer usted, madre, de lo contrario acabaría sin poder ni moverse.

Tenía dolor de cabeza. Del botiquín del cuarto de baño sacó dos cápsulas de aspirinas efervescentes, pero en sus manos quedó también un tubo de somníferos y las pastillas que debía pulverizar para que su madre las tomara con el puré de frutas. Metió las pastillas de su madre en el mortero y empezó a machacarlas. Pero se detuvo y se quedó con todo el cuerpo apoyado sobre la mano del mortero, mientras reflexionaba pendiente de la gota de agua que caía regularmente del grifo mal cerrado. Tiró el polvo resultante de las pastillas y vertió en el mortero cuatro somníferos que machacó con una cierta desgana, como si el brazo se negara a secundar su voluntad. Echó los somníferos restantes en un vaso vacío. Luego lo pensó mejor y volcó el contenido del vaso en la palma de una mano, mientras con la otra llenaba el vaso de agua bajo el grifo. Se fue tragando los somníferos uno detrás de otro, trago de agua detrás de otro. Vertió el polvo en la tacita de puré de fruta, que colocó ante su madre, después de retirarle el pote apurado con hambre, y, al pasar junto a la cocina, abrió la llave del gas en un gesto que parecía maquinal, como si apagara o encendiera la luz a la salida o a la entrada de una habitación. Rebuscó en su bolso y sacó de él una agenda y un bolígrafo. Se sentó al lado de su madre, que estaba acabando con la papilla de frutas y repartía miradas entre lo que su hija escribía en dos hojitas arrancadas a la agenda y lo que le faltaba para acabarse el postre. Marta escribió primero sobre una hoja, luego sobre la otra. Las apartó y las dispuso la una al lado de la otra, lejos del alcance de los inmensos ojos de su madre, atrapadas por el peso de un endulzador para diabéticos. El olor del gas empezaba a parecer una sustancia sólida que se apoderaba de su nariz. La vieja abrió los ojos y gruñó alarmada señalando con la cabeza la cocina. Con los labios dibujaba el mensaje de que se había dejado el gas abierto.

– No se preocupe madre, no es nada.

Marta cogió una mano de la vieja, un resto de huesecillos con piel que conservaban un tenue calor de vida.

– No se preocupe madre, vamos a dormir y mañana no le hará daño nada, ni nadie.

La vieja asentía cerrando los ojos, entre la confianza hacia su hija y la alarma que le llenaba la nariz de olor de muerte. Los somníferos hacían parpadear a Marta Miguel y llevó una mano hacia los ojos interrogadores de su madre para tratar de cerrarlos.

– Duerma, madre.

La vieja decía algo con los labios.

– ¿La tele? Deje la tele. Ya la pondré después. De momento, duerma.

La vieja se encogió de hombros, como si no le importara la tele y secundó la caricia de su hija atrapándole la mano. Marta Miguel dejó caer la cabeza sobre el tablero de formica y le pareció que allí el gas le llegaba con más fuerza, ayudado a deslizarse por la pulimentada superficie de la mesa. Las dos manos siguieron unidas y acariciándose con progresiva debilidad, como en la agonía de dos palomas, y la vieja dirigió una última mirada a las bocas del fogón, de donde le llegaba la muerte, pensando que su hija se despabilaría de un momento a otro, la limpiaría, la perfumaría, pondría la tele y cerraría el gas.


Carvalho se sentó junto a unos monjes budistas, lo más lejos posible de los españoles que esperaban la orden de embarque. Se llevaban el sol del trópico, la ilusión de un verano en las puertas del invierno español, anillos de zafiros, kilómetros de seda, orquídeas y poca cosa más. En cambio, despreciaban todo lo que no entendían y convertían la espera del aeropuerto en una competición de burlas sobre los gestos de las bailarinas thailandesas o la manera de hablar de los guías o las porquerías que comía aquella gente. Ni siquiera se sintieron aludidos cuando por el altavoz sonó el "Concierto de Aranjuez".

El avión se llenó de españoles que volvían a España, de alemanes que volvían a Alemania y quedaron vacíos los sillones que recogerían en Karachi a los pakistaníes que iban a trabajar a Alemania. Entre los españoles había corrido la consigna de tratar de evitar a los indios porque olían mal y comenzaron, desde el momento del despegue, las negociaciones con las azafatas alemanas para que permitieran cerrar filas a los españoles o, en último extremo, a los europeos. Carvalho se entregó a las propuestas sonoras del hilo radiofónico, en su mayor parte ocupadas por música navideña. Estamos en noviembre ya, se anunció Carvalho al tiempo que descubría motivos florales navideños decorando el avión de la Lufthansa. Cuando se abrió la puerta en Karachi, Carvalho se asomó por última vez a Asia, se despidió de su calor propicio, de la verdad elemental de su naturaleza. Tal vez no volvería nunca más. Había entrado en una edad en la que debía empezar a despedirse de algunas cosas, en la que ya sabía más o menos lo que podía esperar. Aunque si alguna vez tenía un golpe de fortuna, le gustaría dar la vuelta al mundo como Phileas Fogg, acompañado de Biscuter e inventándose la supervivencia de la aventura. La película programada era "El salvaje", con Ives Montand y Catherine Deneuve, al servicio de la historia de un perfumista que renuncia a unos laboratorios y a una esposa rica en Manhattan a cambio de una isla tropical y de Catherine Deneuve. Tal vez algún día podría instalarse en Koh Samui, pero no se veía allí con Charo, sino con una muchacha desvaída, por descifrar hasta la nada, como las alcachofas o como Celia Mataix. Agradeció las dosis de té frío con limón que le sirvieron las azafatas y transigió con el alemán que le tocó como compañero de asiento, a partir de Karachi. En cambio, al alemán que viajaba en el asiento delantero, le cayó en suerte una joven madre pakistaní cargada de bultos y con un niño de meses. El alemán tuvo que ayudar a cambiar el pañal a aquel futuro indígena, incluso lo acunó cuando rompió a llorar porque era demasiado el rato que permanecía lejos de los brazos de su madre. La disposición paternoadoptiva de aquel alemán convencional, con aspecto de haberse bebido la mitad de la cosecha cervecera de Dortmund, sorprendía al compañero de Carvalho, no tanto por la indudable habilidad técnica de su compatriota como por su disposición a tratarse con las razas inferiores, hasta el extremo de ayudar a limpiarles el culo. El espectáculo de la ternura y el desconcierto ayudaron a Carvalho a superar la travesía de Irán y Turquía y a esperar la luz del día recuperada al entrar en Europa por Rumania.

Aprovechó la escala en Frankfurt para comprar salmón ahumado, jamón de Westfalia, huevas de bacalao para preparar algo parecido al "taramá" y un hermoso queso de Munster con la blandura necesaria. Enviaría a Biscuter a comprar comino a la especiería de la calle Princesa y se regalaría el tiempo que durara la necesaria blandura de un queso nacido para ser devorado joven. Pero aquellos movimientos que se explicaba en el contexto del exasperante tiempo de un viaje de más de dieciséis horas, en nada negaban el impulso interior de rabia y desquite con el que iba hacia Teresa Marsé, tal vez en evitación de replantearse el conjunto de pequeñas negaciones que le habían impulsado a la huida hacia adelante de aquel viaje a Bangkok. Como un programado buscador de nada, utilizó el primer contacto de uno de sus pies con el aeropuerto del Prat para iniciar el movimiento automático que le permitió recuperar la maleta, coger un taxi, subir los escalones de su despacho de las Ramblas y dejar boquiabierto a Biscuter al preguntarle:

– ¿Dónde está la nota de Teresa Marsé?

– Jefe. ¡Qué alegría! Parece increíble. Ayer me hablaba desde tan lejos y hoy ya está aquí.

– La nota, Biscuter.

"Pepe. Siento mucho lo ocurrido, pero te lo agradezco. Ya te contaré. Mi padre está que trina. Me voy con Archit a descansar al mar Menor. No espero sol, pero sí distancia para meditar y amar. Archit se lo merece".

Carvalho arrugó la nota y la tiró a la papelera.

– ¿Alguna novedad?

– ¿No va a descansar nada, jefe?

– ¿Alguna novedad?

– Estuvo por aquí una mujer que quería verle. Por lo del crimen de la botella de champán. Luego se fue a ver una noche a la señorita Charo. Estaba chalada y la señorita Charo luego me llamó muy enfadada, porque decía que sólo la metía en líos. Estaba muy enfadada.

– ¿Ha vuelto esa mujer?

– No. El que ha llamado varias veces ha sido el señor Daurella. Acaba de colgar cuando usted ha entrado. ¿Quiere que le prepare algo? Yo tenía un caldito. Después de un viaje…

Carvalho abrió la maleta y le tendió a Biscuter una corbata de seda y el calendario chino.

– ¡Qué chachi, jefe! Me la pondré el domingo.

Carvalho ya estaba llamando a Daurella, cuando Biscuter volvió del lavabo con la corbata anudada y colgante sobre su camiseta de felpa relavada.

– ¿Señor Daurella? Soy Carvalho.

– No sabe lo que me alegra oírle. ¿Podríamos vernos?

– ¿Qué le pasa? ¿Otro desfalco?

– Peor, Carvalho, peor. Una desgracia que puede hundir a nuestra familia. El "pocavergonya" ese, ese mal nacido, que maldita sea la hora en que entró en esta casa, se ha fugado con mi nuera, la holandesa.

– ¿Así, de repente…?

– Se ve que venía de lejos, porque ahora mi Ausiás, mi pobre Ausiás ha ido atando cabos y ha comprendido cosas, situaciones que antes no comprendía.

– ¿Se han llevado dinero?

– A primera vista no, pero resulta que mi nuera era la contable y tenía en ella toda mi confianza. Imagine lo que ha podido ir arrinconando.

– ¿Qué pinto yo en todo esto?

– Usted me abrió los ojos, Carvalho.

– Es una responsabilidad que no pienso asumir toda la vida.

– Y ahora quiero que usted les encuentre y me lo lisie.

– ¿Cómo que lo lisie?

– Que le dé un mal golpe al mal nacido ése y se quede en el sitio o desgraciado para toda la vida.

– Búsquese a otro para eso.

– Hemos de hablar, Carvalho, porque si no hablo con usted reviento.

– ¿Y su esposa?

– Llora.

– ¿Y la mujer del "pocavergonya"?

– También llora.

– Déjelas que lloren unos cuantos días y luego veré qué puedo hacer.

Colgó Carvalho. Guardó los pasaportes en un cajón, revolvió en la maleta para seleccionar una muda completa y el neceser. Lo metió todo en una bolsa de plástico de un supermercado.

– Biscuter, llama a Charo y dile que el asunto aún no ha terminado y que la llamaré en las próximas horas.

– ¿Adónde va, jefe?

– Al mar Menor.

Carvalho dejó a Biscuter con la boca abierta y la corbata puesta. Descendió los anchos escalones de dos en dos y salió a la calle, donde se le echaron encima dos individuos.

– ¿Es usted Carvalho? ¿José Carvalho Tourón?

Olían a policías, aunque iban disfrazados de vendedores de hamburguesas congeladas.

– El inspector Contreras quiere verle.

– Tengo prisa. Salgo de viaje. Transmítanle mis saludos y denle toda clase de seguridades de que a mi regreso pasaré a saludarle.

– Venga, hombre, déjese ver.

Le empujaban suavemente.

– ¿Estoy detenido?

– Es una consulta técnica, pero por favor no dé el espectáculo.

Le metieron en un coche de vendedores de hamburguesas congeladas.

– No he visto sus placas.

Las vio.


Contreras tenía muy arraigada la convicción de que Carvalho era un mala sombra y un individuo de cuidado. Por eso el detective no se sorprendió cuando le recibió con el morro amontonado y una mirada que parecía un puñetazo en el hígado.

– ¡Qué buen aspecto tiene el señor! ¿Viene de esquiar en los Alpes suizos?

– De tomar el sol en las más reputadas playas del trópico.

– A usted le pasa como a la chica del veintisiete:


De dónde saca pa tanto como destaca.


Casi cantó Contreras el verso del cuplé.

– Le prevengo que esto es una detención ilegal y que estamos en un país socialista y democrático.

– ¿Quiere un abogado? ¿Dos? ¿Cinco? ¿Cien? ¿Sabe dónde me meto yo a los abogados? Y me los meto a cientos.

– No pierda la gran oportunidad que se abre ante los policías demócratas. Los socialistas van a necesitar policías profesionales y demócratas.

– Menos guasa. Tampoco me gusta a mí perder tiempo con un huelebraguetas. ¿Qué andaba buscando usted en el asunto del crimen de la botella de champán?

– Me ofrecí como detective privado a una serie de sospechosos.

– ¿Por ejemplo?

– Dalmases, Rosa Donato, Marta Miguel.

– Conque Marta Miguel ¿eh?

Contreras miró inteligentemente a sus dos ayudantes y ferozmente a Carvalho.

– ¿Cuándo vio a Marta Miguel por última vez?

– Hace unos quince días.

– ¿Dónde?

– En su casa. Me invitó a cenar un excelente chorizo de Salamanca.

– Chorizo de Salamanca. Venga conmigo. Le voy a enseñar a usted un buen chorizo de Salamanca.

Esta vez subieron a un coche oficial. Contreras renegó por la tardanza del chófer en ponerse al volante, por las colillas que había sobre las esterillas y por lo mal que estaba el tráfico. Los dos vendedores de hamburguesas congeladas arqueaban las cejas y soplaban advirtiendo a Carvalho que el inspector tenía uno de sus peores días. A medida que el coche se acercaba al Instituto Anatómico Forense, Carvalho trató de imaginar quién era el cadáver que iban a ver. No podía tratarse de otra cosa y Carvalho acarició la idea de que fuera Rosa Donato, una víctima más de la capacidad de ira contenida de Marta Miguel.

– ¿Está detenida?

– ¿Quién?

– Marta Miguel.

– Sería el primer caso.

Estaba preparado para conducir horas y horas en busca de Teresa Marsé y de Archit, pero no para tratar de descifrar los enigmas o las insuficiencias lingüísticas del inspector. La antigua pugna por las excesivas atribuciones que se tomaba Carvalho se había convertido en una retórica que daba sentido al papel de cada cual y eso era todo. Carvalho se predispuso a salir del lance lo antes posible y caminó incluso por delante de los policías a través de los pasillos del Instituto. Llegaron al depósito de cadáveres y Contreras ordenó al encargado que abriera los compartimientos doce y trece. Dos, pensó Carvalho y sumó a Dalmases a la condición de cadáver. Pero los cajones rodantes pusieron a su vista el rostro cuadrado y violeta de Marta Miguel y la cara de pajarillo consumido de su madre, a la que había sido imposible cerrarle los ojos del todo. Carvalho tragó todo el aire que pudo para combatir la congoja que se amontonaba en su pecho y lo expulsó dando la espalda a los cuerpos y la cara a un Contreras que le estaba espiando críticamente.

– Podía habérmelo dicho en su despacho y ahorrarme esta farsa.

– ¿Qué me dice usted de esto?

Le tendió una hoja de agenda en la que podía leerse:

"Señor Carvalho, llamé al cielo y no me oyó. Usted lo adivinó y no quiso ayudarme a descargarme. Ahora, muerto el perro se acabó la rabia".

– ¿Es todo cuanto dejó?

– Otra nota para el señor juez. Convencional. De novela. Incluso empieza con el "Señor Juez, que no se culpe a nadie"…

– Fue una buena estudiante, pero no sabía expresarse. Les ocurre lo mismo a muchos cerebros privilegiados.

Era tal la seriedad de Carvalho que a Contreras le resultó imposible sospechar la menor intención irónica.

– ¿Sabe usted lo que es ocultación de pruebas?

– Lo sé y por eso me sorprende asistir a esta payasada. Yo no he ocultado ninguna prueba. Es cierto que sospeché que ella había matado a Celia, pero lo sospeché porque ella tenía unas ganas inmensas de delatarse.

– En comisaría no y llegó casi a convencernos, aunque nunca la descartamos como sospechosa.

– Le diré toda la verdad, amigo Contreras, ya sé, ya sé que usted no se considera amigo mío, pero aún estoy en condiciones de elegir a mis enemigos. Yo estaba sin ningún caso y leí la noticia del asesinato del champán en el periódico. Por las características del caso y de los inculpados pensé que yo tenía algo que sacar. Son personas que aborrecen las dificultades y que están acostumbradas a pagar intermediarios, siquiatras y abogados, por ejemplo, ¿por qué no un detective privado? Necesitaban una argumentación lógica para defenderse, una manera de pensar, de defender sus coartadas y les ofrecí mis servicios. Dalmases y Donato podían pagarme, la Miguel no. Pero los dos primeros eran tan inocentes como tacaños y no me contrataron. La Miguel no tenía un céntimo. ¿Qué pintaba yo allí? No trabajo por amor al arte. Me desentendí del caso. Apareció otro asuntillo. Ya ni me acordaba de éste y ahora me llena usted el estómago de cadáveres. Acabo de llegar de Asia, tengo el metabolismo hecho polvo, hay seis horas de diferencia horaria y cuando aquí se come allí se duerme, estoy destemplado, he de salir de viaje.

El empleado obedeció la orden de Contreras y devolvió a su nicho refrigerado el cadáver de Marta Miguel. Carvalho quiso lanzar una última mirada al cuerpecillo de la vieja, la madre de Archit, su propia madre, él mismo, el final, el sucio final de la esperanza torturada por la decrepitud. A él le gustaría morir en un sillón relax, con una botella de vino blanco en un cubo lleno de hielo al lado y un canapé de caviar o morteruelo en una mano, entre los árboles, qué árboles no importaba, y en la sospecha de que su conciencia se desligaría del cuerpo y empezaría a subir hacia las ramas para contemplar a vista de pájaro la torpeza insuficiente de su propia muerte. Pero la posibilidad de morir a trozos, despedazado por la enfermedad, autoengañado por el deseo de sobrevivir, le ponía al borde de una locura homicida, homicida de la memoria y del deseo, alcahuetas en la ocultación del rostro verdadero de la muerte.

– Carvalho, le he avisado cien veces. Conviene que se lea el código y las normas de comportamiento de los investigadores privados. Ustedes tienen unos límites. Ustedes no son autónomos, no pueden usurpar las funciones policiales. Investigue el robo de la fórmula del litines, leche, pero no se meta donde no le llaman. ¿En qué anda metido ahora?

– Una mujer que se marchó de viaje, ligó con un extranjero, les persiguieron por eso y yo traté de sacarla del lío.

– ¿Lo ve? Eso es correcto. Y casos así los puede tener a montones, porque usted es un buen profesional. ¿Por qué se mete donde no le llaman? No es el primer caso de licencia que desaparece. le advierto por última vez.

– ¿Puedo marcharme?

– Puede. Si quiere le acompañamos a su despacho.

Carvalho agradeció la invitación, pero quería salir cuanto antes de aquella casa de la muerte, de la muerte por debajo de todas las sospechas, como si la muerte no fuera un final en sí misma. Contreras aún tuvo tiempo de cerrar el caso.

– Lo de Celia Mataix fue un crimen de bolleras.

Carvalho asintió.

– De la Donato tenemos ficha. De esta desgraciada, no.

– No se la hagan ahora. Para lo que les serviría.

Contreras se puso rígido.

– A los muertos no les hacemos ficha.

Juego limpio.


Había hecho aquella ruta por primera vez en mayo de mil novecientos sesenta y algo y de pronto descubrió el olor del azahar, algo que hasta entonces sólo había sido una referencia literaria, un fragmento de lenguaje obsoleto de su infancia, flor de azahar, agua de flor de azahar, palabras tan propias de un perdido universo de sensaciones como las personas que las pronunciaban, su abuela, su tía abuela, primas lejanísimas, ceregumil, agua del carmen, melisana, linimento Sloan. Aquel aroma que se encaramaba sobre las tapias de Benicarló anochecido y se hacía océano nocturno rumbo a Sagunto era de flor de azahar, porque mayo traía las flores, como abril las lluvias y agosto el calor. Descubrir la supervivencia de la flor de azahar en la España que empezaba a pudrirse y, sobre todo, descubrir que aquel aroma tenía abundantes posibilidades de ser inmortal, fue para Carvalho la principal sensación de aquel viaje en el que la muchacha hacía el amor con los ojos cerrados y los gemidos le iban por dentro, jamás por fuera, a pesar de que era mayo, estaban en la ruta del sur y los dos habían leído que el sur era aquel lugar del que nadie quiere regresar. Aunque ya estaba entonces al borde de la treintena, Carvalho desconocía cómo son los naranjales o los encinares y la sorpresa que empezó a recibir a partir de la desembocadura del Ebro y que, años después, se reproduciría en Castilla y Extremadura, fue la tenacidad del árbol para luchar pasivamente contra la criminalidad del hombre. Le emocionó la materialidad concreta del naranjal al otro lado del espejo de la Geografía de España o de las novelas de Blasco Ibáñez. Y durante años, el anuncio de mayo era la repetición del viaje hacia el sur al alcance de fines de semana de tres días: el sur del mar Menor, la barra de entremares, las dunas, los pueblos muertos que apenas parpadeaban entonces ante los primeros turismos que llegaban del norte del universo, acostumbrados pueblos al espectáculo de los viajeros de Cartagena, con un pañuelo con cuatro nudos en la cabeza, faldas o pantalones subidos, silla de enea con las cuatro patas en el agua y los pies desnudos que juguetean con un mar cálido que se lleva el espíritu del reuma. Desde Alicante al mar Menor se reunía el primer calor de España, calor de mayo, sol de mayo, mar de mayo, un anticipo del esplendor del verano, doradas en su sal, vinos rojos de sangre de Jumilla necesariamente fríos, calderos de arroz y alioli, arroz con costra en Elche, embutidos aromatizados por la matalahúva, flor de anís. A medida que se encallecían las pupilas de Carvalho, empezaron a espaciarse las huidas hacia el sur o quizá las muchachas se habían hecho mujeres rosas de Alejandría, coloradas de noche, blancas de día, sin apenas tiempo para el orgasmo de escapada entre dos citas, dos tiendas, dos explicaciones. Pero Carvalho tendía a cargar con toda la responsabilidad de la última larga ausencia de siete años y de su complicidad en la muerte del horizonte, emparedado por los bloques de apartamentos que amurallan el Mediterráneo desde Rosas a Marbella. Se detuvo en Benicasím, muerto de tristeza y con presentimiento de cansancio y de noche, para contemplar los torreones que descendían hacia la Plana, rascaleches más altos que los cerros, tapiados mares. La alta autopista le permitía comprobar la destrucción del horizonte marino entre la consolación de los naranjales indestructibles por su propia conciencia de rendimiento. El hombre sólo respeta lo que le enriquece. Pero también es capaz de cultivar flores que no se come ni vende o de amar animales a los que no teme ni devora, de alimentar palomas urbanas, gatos callejeros o de cegar canarios para que canten creyendo que han nacido para cantarle y no para ver cara a cara el riesgo de la libertad. Si poseyera el don del lenguaje, se dijo Carvalho, escribiría poemas y libros de filosofía, de pequeña filosofía, de filósofo de café en un mundo en el que ya no quedaban cafés. En cuanto llegara al mar Menor y localizara a Teresa, quería tirarle a los pies aquella conciencia de fracaso que llevaba encima, aquella lápida compartida con todos los que habían muerto en las últimas tres semanas, desde Celia Mataix a la madre de Marta, pasando por el padre de Archit y el gángster de madame La Fleur. De aquel mundo lleno de sepulturas, sólo escapan las siluetas fugitivas de la holandesa y el "pocavergonya", de Archit y Teresa, vividores por cuenta ajena entre gentes condenadas a morir, y quería decirle a aquella malcriada que con ella había viajado la muerte y que había ido derribando vidas como fichas de dominó, con tal de salirse con la suya, y que la suya era un estúpido final de ligue en una playa de invierno llena de rascacielos deshabitados, entre dos mares afectados por distintos ritmos de agonía. Pero cada vez le era más difícil pensar, imaginar y conducir con los ojos de plomo abiertos, ojos que le escocían, que se refugiaban en la madriguera de los párpados para saltar de las órbitas aterrados por el bandazo del coche súbitamente ciego. Decidió buscar una zona de parking y dormir el tiempo necesario hasta que el cuerpo recuperara el poder de moverse y perdiera la condición de ser movido. Durmió intensamente, babeantemente, expulsando de los ojos los tumores enquistados del cansancio por todo lo que había visto sin poder cerrarlos y, por la nariz, los aires acondicionados de los aviones y los aeropuertos y los cementerios que llevaba en el alma. Se despertó entrada la noche, se secó con el reverso de la mano la baba que le colgaba de la boca, una baba atabacada, enrarecida, como el líquido amarillo que se les escapa a los muertos por la comisura de los labios. El cuerpo necesitaba líquido y bebió dos botellas de agua mineral en el bar de la última área de servicio de la autopista antes de llegar a Valencia. Atravesó la ciudad solitaria y buscó el reencuentro con la interrumpida autopista, entre un espectáculo de enfangada desolación por las recientes inundaciones que le revelaba la luna. Bordeó los palmerales de Alicante, Santa Pola, Guardamar y cuando el sol, recién llegado de Koh Samui, silueteó la torre del moro de Torrevieja, Carvalho estaba por encima de su propia depresión y hacía proyectos para el futuro. Apalabrar un buen caldero en los merenderos de la entrada de Palos, darle su merecido a Teresa y terminar el viaje morado de caldero y litros de Jumilla en la habitación de cualquier hotel. A partir de San Javier, empezó a bordear la orilla interior del mar Menor frente a un horizonte de tierras bajas, molinos de viento y el costurón rojizo y cárdeno de las montañas amontonadas sobre el litoral de Escombreras y la zona minera de la Unión. detuvo el coche junto al mar dormido, se quitó los zapatos, los calcetines, se subió los pantalones, se metió en el mar hasta que las aguas le llegaron a las rodillas y comprobó que había llegado al invierno real, que nada ni nadie le proporcionaría la piadosa mentira de verano. Luego pasó de largo la entrada a la barra de entremares y fue en busca del primer merendero en el que se desperezaban las sillas de tijeras y las hijas del dueño con las escobas en las manos. El padre estaba en la subasta de pescado de Palos y ellas lo más que podían hacer por Carvalho era asarle unas sardinas frescas y abrirle una botella de Jumilla tinto frío, quince grados de temperatura metafísica. Carvalho pidió pan, tomate, sal y aceite y se convirtió para las muchachas en un espectáculo equivalente al que había sido para la thailandesa del almacén de Bangkok.

– ¿Y eso que hace usted, qué es?

– Pan con tomate.

– ¿Y eso se come?

– Y está muy bueno.

– A mí, esto me suena a catalán.

Corroboró Carvalho la presunción e invitó a las muchachas a que lo probaran, mereciendo agradecimiento y respeto, pero no solidaridad. Llegó el dueño del merendero con un cajón lleno de peces "tuttifruti" y Carvalho le apalabró un caldero para las dos con la condición de que no abusara del mujol y lo combinara con polla de mar, araña, rata y pajel si fuera menester, porque el mujol era demasiado graso.

– Puede que sea graso, pero no hay otro como el mujol para el caldero. Ahora los señoritos se han inventado un caldero de ricos en el que se puede echar hasta langosta, pero en sus orígenes el caldero se hacía con morralla, ñoras, tomates y mucho ajo y bien bueno que estaba y bien barato.

– Hágalo como usted quiera o sepa, pero que no todo sea mujol.

– Allá usted.

Retomó Carvalho el coche, desanduvo lo andado y empezó el recorrido por los hoteles que permanecían abiertos en busca de Teresa y Archit. Por fin, en el Galúa asumieron que allí se hospedaba una señora con un acompañante japonés y que ella respondía al nombre de Teresa Marsé, pero no estaban en aquel momento en el hotel. Habían salido de mañana, muy temprano, para ver la subasta de pescado en Palos y luego, quién sabía, aunque habían pedido toallas de baño, si no con la esperanza de bañarse, sí con la de tomar el sol hacia el mediodía, porque aquí el sol pica, incluso en invierno si el día está claro.

– ¿Adónde pueden haber ido para tomar el sol?

– Vaya usted por la Manga hacia adelante hasta que deje de ver urbanizaciones y edificios altos, más allá del puente y de la casa con jardín y embarcadero que verá a su izquierda. La gente que quiere tomar el sol en solitario suele ir más allá y en esta época del año no le será difícil encontrarles. No son muchos los que se atreven. Por cierto que no es usted el primero en preguntarme por ellos.

El recepcionista no se explicó el porqué de la alarma que había aparecido en el rostro de aquel hombre.

– ¿Alguien le ha preguntado por ellos?

– Sí. Otro japonés y no hace mucho. Me ha preguntado por el señor y por la señora y le he dicho lo mismo que le he dicho a usted.

– ¿Puede describirme al que ha preguntado por ellos?

– Era un hombre fuerte, con bigote, chino o japonés desde luego, bueno también puede ser mongol porque por aquella parte todos son iguales y llevaba un sombrero negro.

– ¿Un sombrero normal?

– Sí, un sombrero de ala, normal, un sombrero, en fin.

Luego Carvalho, en la soledad de su coche zumbante entre las dunas y las urbanizaciones, se reprocharía la pregunta del sombrero. Le recordaba la que había hecho cuando había comprado la casa de Vallvidrera. Después del inventario de todo lo que entraba en la operación de venta, desde los muebles hasta el tejado, le entró una extraña angustia, una sensación de que algo faltaba y preguntó:

– ¿Y las bombillas?

– ¿Cómo dice usted?

– Las bombillas, ¿el precio también incluye las bombillas?

Aunque fue tomado como una humorada, era una pregunta cargada de ansiedad objetiva. Carvalho no dejaba respirar el pedal del acelerador. El coche se aprovechaba de la soledad de la carretera, panceaba sobre los badenes, ignoraba las señales de precaución y, aunque el instinto de conservación le incitaba a negar la posibilidad de que la sombra de "Jungle Kid" cruzara las tierras y los mares para proyectarse en aquel remanso del cabo de Palos, lo cierto es que hizo caer la tapa de la guantera y se tranquilizó cuando comprobó que allí seguía la pistola Luger. Se cumplía la descripción del paisaje hecha por el recepcionista. De pronto reaparecían las dunas, se acercaban los dos mares, se cruzaba un puente al lado de una suficiente villa con embarcadero y jardín y la soledad de la playa invitaba a detener la lógica de la máquina, a echar pie a tierra y surcar las arenas.

Les vio sobre una duna en declive, a pocos metros del vaivén de las aguas frías del Mediterráneo abierto, de espaldas a las aguas tibias del mar Menor cerrado. Ella estaba recostada en la arena, con blusa, pero sin faldas y la cabeza del hombre reposaba sobre su regazo para ser acariciada por una mano femenina al ritmo del oleaje. Pero desde la perspectiva de Carvalho se veía que no estaban solos. Hacia su duna avanzaba el corpachón poderoso e irremediable de un hombre cubierto con un sombrero. Carvalho bajó del coche, pero volvió hacia él para sacar de la guantera la pistola, quitarle el seguro y empuñarla antes de iniciar una carrera hacia la escena que se avecinaba. Vio al ralentí como el hombre del sombrero detenía su marcha y levantaba los brazos apuntando a la pareja con un fusil y Carvalho gritó el nombre de Teresa con todas sus fuerzas, un nombre que se convirtió en una piedra de palabras que descompuso el equilibrio humano del paisaje. Teresa se recogió sobre sí misma, Archit se puso de pie de un salto, el hombre del sombrero se volvió hacia Carvalho para enseñarle por un momento su rostro de "Jungle Kid" con los ojos fruncidos por la decisión y luego volverse de nuevo hacia la pareja y apuntarla. Archit abrió los brazos y cubrió con su delgado cuerpo de muchacho el de Teresa, para recibir un balazo que le hizo encogerse, doblarse hacia adelante, caer desarticulado. Carvalho disparó y la bala levantó arena de duna unos metros más allá de "Jungle Kid", que se revolvió y disparó contra Carvalho para luego echar a correr en dirección a un coche que le esperaba. Carvalho se dio a sí mismo la orden de pasarse una mano por la frente y luego la contempló llena de sangre. No le dolía, pero sabía que le habían dado. Echó a correr hacia la Piedad compuesta por una estridente Teresa Marsé que lloraba e insultaba acunando el cuerpo de Archit sobre la arena y, cuando vio llegar a Carvalho, tardó en reconocerle por encima de una barrera de odio y de temor. Carvalho estaba marcado. Se arrodilló junto a Archit, le tumbó sobre la arena, se enfrentó al espectáculo de sus ojos que divagaban por el cielo en busca de un asidero para no caer en el pozo de la muerte. Carvalho miró hacia el cielo en la esperanza de poder ayudar a Archit a encontrar el asidero, desentendidos los dos de los sabios sollozos desgarradores de la mujer. Pero en el cielo sólo había bandadas de pájaros fugitivos por los disparos de los hombres y Carvalho se creyó en la obligación de sacar de dudas a Archit.

– "Swallows". Son golondrinas.

Los labios de Archit trataron de decir algo antes de entregarse a la rigidez de la muerte. Carvalho quedó convencido de que habían tratado de repetir el nombre de los pájaros, el reconocimiento de los pájaros y, con ellos, de la gran patria de los cielos.


FIN

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