Carvalho quería compensar el mal sabor de boca que le había dejado el menú proteínico del mediodía y buscó información sobre un restaurante chino que estuviera en condiciones de defender la dignidad del adjetivo. No había unanimidad de pareceres entre Peter Pan, el Bell Captain y un escocés rojo, gordo y borracho que bebía solo en la barra del bar del hotel y hablaba el thai lo suficiente para que los camareros le entendieran. Carvalho consideró que la opinión menos condicionable por la comisión era la del escocés y le hizo caso cuando le aconsejó:

– Le recomendarán el Bangkok Maxim o el Chiu Chau del Ambassador, pero usted vaya al Gran Shangarila, está cerca y es excelente.

La planta baja del Shangarila era la de un restaurante inmenso y popular, donde un tanto por ciento elevado del mil millón de chinos existentes en el mundo se dedicaban a tejer y destejer su voracidad mediante el manejo de los palillos. Por la escalera se accedía a las plantas superiores donde el establecimiento se iba acercando planta a planta a los parámetros de un restaurante caro, con azafatas de largo vestido rojo con un corte para que asomara una preciosa pierna asiática realzada sobre un zapatito de charol. Ante Carvalho desfiló un carrito con un pato lacado y lo siguió en pos de su aroma hasta la pequeña mesa que le indicaron. La cortés funcionalidad de los asiáticos se demostró en el hecho de que ante la soledad de Carvalho le destinaran un camarero afeminado que le solicitaba sus deseos gastronómicos a diez centímetros de su cara, con un batir de pestañas de novia del Pato Donald y un inglés de institutriz con furor uterino. Carvalho pidió una ración de arroz frito a la cantonesa, media de abalones en salsa de ostra y una de pato a las hojas de té Long Jing Ya, exquisitez que sonaba tan bien en castellano como en chino. Aquella planta del edificio estaba llena de hombres chinos con cara de rico y hombres chinos con cara de nuevos ricos. Poseedores de las principales fuentes de riqueza del país, los chinos de Thailandia, como los de todo el sudeste asiático, habían abandonado China a lo largo de los dos últimos siglos empujados por el hambre y habían impuesto su voluntad de sobrevivir sobre la indolencia de los hijos del trópico. Y era un nuevo rico aquel chino obsesivo que dirigía la cena de sus dos compañeros de mesa, más discretos, troceando afanosamente el pescado cocido a las algas, multiplicando sus palillos sobre los platos que ocupaban la mesa, engullendo hasta cinco cuencos de arroz blanco situados al borde de los labios, para que no se perdiera ni un instante, ni un grano en el viaje de los palillos sin distancia entre el cuenco y las fauces. Aquel chino comía con la memoria, y no sólo con la suya, comía con la memoria colectiva de un pueblo fugitivo del hambre y curiosamente inspiraba confianza histórica en el papel del apetito humano. Carvalho predispuso su mejor humor ante las bandejas de arroz, abalones y pato que colocaron a su alcance. El pato era una novedad para él, y cuando solicitó del camarero una explicación sobre su elaboración, el buen mozo se disculpó diciendo que él de cocina no entendía nada, pero que el "ma3tre" le daría toda clase de explicaciones. El "ma3tre" le dijo que el plato debía hacerse con té fresco, a ser posible de la provincia de Zhejiang en China, pero como era imposible tenerlo durante todo el año, utilizaban té seco, pero del mejor, del más aromatizado. El pato se maceraba en jengibre, canela, anís estrellado, hojas de té y un vaso de vino "shao hsing" después de haber sido frotado con azúcar y sal. A la marinada se añadía un vaso de agua y en este caldo se cocía el pato al baño María durante dos horas. Se dejaba enfriar luego la bestia y se preparaba una cazuela con té Long Jing en la que cocía el pato durante cuatro minutos. Ya casi estaba. Bastaba freír los pedazos de pato en aceite de aráquida hasta dorarlos y servirlos a continuación bien calientes.

– ¿Quiere probar el "shao hsing" como vino de acompañamiento? Es el vino ideal para este plato.

Fuera vino o fuera lo que fuese, aquella especie de suave jerez amarillo le sentaba a las mil maravillas al guiso y Carvalho se premió la elección con un Condal seis que sacó de su cigarrera del bolsillo y que encendió cuando terminó su postre de lichis en almíbar y nueces chinas. La propina no consiguió compensar el aleteo frustrado de las pestañas del camarero cuando vio que Carvalho se levantaba y se despedía sin besarle en la boca. A la puerta del restaurante le esperaba el coro de celestinas masculinas con las manos llenas de fotografías de muchachas en flor. Carvalho se dejó secuestrar por un taxi que casi le cortó el paso, y ordenó:

– A la casa de masajes Atami.


El taxi le dejó al final de un callejón que desembocaba en Petchburi Road. La grafía del rótulo luminoso estaba en thai y, por un momento, Carvalho temió que le hubiera dejado ante una sala de masajes que no fuera el Atami. Más allá de la puerta le esperaba una penumbra amarilla, un montón de asiáticos de ambos sexos sentados en la sombra frente a un escaparate iluminado como una pecera donde permanecían sentadas en hileras varias decenas de mujeres. Carvalho no tuvo tiempo de valorarlas, ni de darse cuenta de la cantidad de ropa que llevaban. Un recepcionista se le echó encima, menospreció lo que ofrecía aquel primer escaparate e invitó a Carvalho a subir por una escalera en busca de las alturas, donde le esperaba lo mejor de la casa. El ahorro de energía eléctrica los acompañó durante el recorrido, jalonado por encuentros con puñados de aborígenes de ambos sexos que distraían la conversación para sonreír con malicia al extranjero. En el último piso, por un pasillo oscuro, llegaron ante la magnificencia de otro escaparate donde varias decenas de muchachas semidesnudas, maquilladas, con la piel de melocotón, bajo influencia de una luz mágica de paraíso, empezaron a lanzar gruñidos de reclamo cuando vieron la posibilidad de un cliente.

– ?"Body body"¿

Preguntó el recepcionista al tiempo que echaba a volar dos dedos para que se juntaran en el aire, como había hecho Charoen cuando le preguntó si era amante de Teresa Marsé. Carvalho le dijo que quería lo mejor y más completo y el intermediario le pidió dos mil baths. Carvalho recorría los números colgados sobre las pecheras de las muchachas que le reclamaban con grititos y gestos y cuando encontró el número cuarenta y dos le dijo a su introductor que le habían recomendado a una tal Thida. La cuarenta y dos, ratificó el celestino. A Carvalho le parecían todas iguales, porque iguales eran sus cejas arqueadas, los pómulos rosados y el maquillaje base que acentuaba la blancura de la piel de aquellas muchachas del norte, de origen chino la mayoría, de Pasang o Lamphun las más solicitadas, según había leído en un folleto de propaganda del Chiang Mai. Carvalho señaló la cuarenta y dos e inició un regateo del precio con el celestino, pero a medio regateo sintió una cierta sensación de vergüenza y se dio por contento y estafado en relación con el poder adquisitivo thailandés y mucho más en relación con el producto nacional bruto. La muchacha salió de la pecera y a carvalho le pareció más menuda al natural, como si el cristal que hasta entonces los separara fuera de aumento y las luces falsificaran las redondeces de aquella muchacha portátil. Los prolegómenos no fueron muy estimulantes. La muchacha escogió uno de los colchones de plástico hinchables que había apilados en el pasillo y lo metió en una suite venida a menos, la mitad dedicada a cama y la otra mitad a bañera. Dejó la muchacha el colchón hinchable junto a la bañera y le preguntó a Carvalho, otra vez con los dedos, si había pagado masaje con derecho a polvo o sin derecho a polvo.

– "Fucking? Fucking"¿

Apoyó la muchacha con una vocecilla de colegiala constipada. Carvalho contestó con un gruñido que la muchacha interpretó como una corroboración. Con una filosofía asiática de la sexualidad mercenaria, la muchacha puso cara de geisha callista y sobre el desnudo Carvalho aplicó un supuesto masaje thai consistente en clavar dedos de acero en puntos estratégicos del cuerpo humano que se quejaron en su desesperada mudez y en tratar de comprobar la elasticidad de las extremidades inferiores en una gama de actos que iban de la caricia al intento de desgajamiento. Las piernas de Carvalho se resistieron con éxito al intento de separarlas del cuerpo, sin que el rostro de la muchacha tradujera el menor odio, sino una simple voluntad de quedar bien ante un extranjero que venía recomendado por un cliente anterior. A todo esto la brevedad de sus pechos se correspondía armoniosamente con la brevedad de sus caderas, la fragilidad de sus brazos con la delgadez de sus piernas, sin que nada hubiera que oponer a la bella inocencia de sus facciones de colegiala precozmente pintada. Los dedos de la muchacha dieron por terminado el tratamiento del cuerpo y se lanzaron hacia el cuello y las sienes de Carvalho en un intento de transmitir la energía que Thida trataba de generar con las vibraciones de todo su cuerpo. A continuación cogió una mano de Carvalho y le hizo levantarse para conducirle a la bañera que, mientras tanto, se había llenado de agua caliente. En aquel Jordán fue sumergido el hombre y la masajista escogió una de las cinco o seis pastillas de jabón apiladas en el suelo, poderosas pastillas que a Carvalho le recordaron el legendario jabón Lagarto al que las ropas españolas debieron su posibilidad de limpieza durante más de un siglo. En contraste con su cúbica rotundidez, el jabón era suave y Carvalho fue enjabonado desde la punta de los pies hasta la cabeza, con especial atención hacia el pene que desapareció bajo una cúpula de espuma, de donde fue rescatado por los dedos fuertes de la muchacha que lo retorcieron, estiraron, desprepuciaron para que no quedara rincón sin jabón para luego dejarlo caer como una fruta censada y mustia. Con la ayuda de un pote, Carvalho fue desenjabonado y luego instado a salir de la bañera y a tumbarse sobre el colchón de plástico hinchable sobre el que previamente Thida derramó abundante espuma jabonosa y caliente. Empanado en espuma por la espalda, Carvalho fue empanado de espuma por delante y la propia masajista se cubrió de espuma antes de deslizarse con todo su cuerpo sobre el de Carvalho, adhiriéndose en su brevedad a todos los rincones y esquinas del cliente y consiguiendo con perfección de trineo no salir del territorio del cuerpo, aunque en ocasiones la rapidez del deslizamiento hiciera temer a Carvalho que la muchacha no pudiera frenar a tiempo y saliera despedida contra la bañera. En su modestia, la cuarenta y dos se señaló dos o tres veces los breves pechos y opinó:

– Pequeños. No bueno. No bueno.

A Carvalho no le salió la voz para desmentirla aunque ésa era su intención, pero notaba que las frotaciones de los pechos y la vaguada púbica de la muchacha habían despertado el interés por la vida de su pene que empezaba a desperezarse y a ir al encuentro de aquella pastilla de jabón humana. La muchacha actuaba según un ritmo temporal personal e intransferible hasta que se detuvo, se levantó y empezó a secar a Carvalho para luego proponerle que volviera a la cama. Allí se instaló el detective con su hijo predilecto en posición vertical, intrigado y expectante tras los frotamientos de que había sido objeto. Thida le miró el pene y le preguntó si quería que se lo chupara, al tiempo que hacía muecas de asco. Le estaba diciendo que le daba asco chupárselo, pero que a cambio de un regalo personal lo haría antes del polvo al que le daba derecho lo que había pagado. Sin que Carvalho supiera por qué, fue el momento que escogió para llamarla por su nombre y preguntarle:

– ¿Sabes dónde está Archit? Necesito encontrarle. Soy un buen amigo.

Thida había empezado a avanzar a cuatro patas sobre la cama con los labios adelantados en busca del pene de Carvalho y, de repente, se convirtió en un gato erizado, con el horror en los ojos y una mueca crispada en todo el rostro de niña. Ahora miraba a Carvalho como a un peligro mortal que se había metido en su cama y empezó a retroceder hasta poder dar un salto hacia atrás y quedar a una distancia suficiente del detective incorporado.

– No conozco a Archit. No sé quién es Archit.

Carvalho se encontró a sí mismo tan desnudo como ridículo, de pie, con los brazos tendidos hacia Thida en una muda imploración de tranquilidad e información. Consideró que era preferible recuperar el papel de cliente y ordenó a Thida que se sentara en la cama. Lo hizo avanzando despacito, pero con los ojos puestos en la puerta, como si de ella esperara el socorro liberador. Carvalho se sentó junto a ella.

– Estoy buscando a Archit para ayudarle, para ayudarle a salir del país. Tú fuiste su novia.

– Ya no. Que se quede con esa mujer que le ha metido en líos. Yo no quiero saber nada de él.

– Quiero que recuerdes esto. Si quieres ayudar a Archit ponle en contacto conmigo. Estoy en el hotel Dusit Thani.

Carvalho buscó en sus pantalones un papel y un billete de cien baths. Sobre el papel escribió su nombre, el del hotel, el número de su habitación y el billete de cien baths se lo dio a Thida, que no lo rechazó, pero la simple visión del papel ponía en movimiento su cabeza hacia el signo de la negación. Se vistieron después de que ella le preguntara si quería que terminaran el servicio y carvalho le dijera que no, que tenía reuma y los baños de espuma le sentaban fatal. Antes de salir, Carvalho le metió el papel con las señas en el bolsillo del kimono y luego le dio la espalda para meterse en la penumbra del pasillo donde se habían concentrado indolentes mirones que rieron ante la aparición del extranjero y comentaron el acontecimiento entre el general regocijo. Thida salió tras él cargada con el colchón hinchable y lo apiló sobre los demás. Luego se fue hacia el escaparate donde las mujeres peces semidesnudas hablaban de sus cosas, sin ningún cliente más allá del cristal. Carvalho volvió a su habitación a tiempo de ver por el canal de video una película de Walter Matthau y Glenda Jackson sobre las peripecias de un ex agente del FBI. Uno de los canales normales daba un concurso que tenía el aspecto de ser tan aburrido como los de televisión española y el otro ofrecía una serie de producción nacional sobre una virgen guerrera temible con la espada. Volvió a Occidente y se durmió con el rostro inacabado de Glenda Jackson en la retina, para despertarse al amanecer con el zumbido del televisor como presencia enigmática que tardó en identificar. Charoen había dicho que vendría a buscarle temprano y a juzgar por lo que madrugaba aquella gente, temprano debía ser entre las siete y las ocho de la mañana. La perspectiva del "american breakfast" le ponía alegre, le proponía la ilusión de un animal depredador ante las bandejas de la abundancia, aunque luego ante ellas se contuviera por el congénito temor español al qué dirán, en el que no participaban los clientes norteamericanos y mucho menos los franceses, en la creencia de que Asia aún les debía el desastre de Dien Bien Phu, y el mundo, Waterloo. El "american breakfast" en un país subdesarrollado reúne el complejo del colonizador y el del colonizado, el complejo de la avidez y el del hambre, el instinto del depredador y la superación de la sicosis de depredado, por eso los buffets libres de los hoteles de los países tercermundistas son espléndidos. Carvalho recordaba el buffet del Siam en una noche de fin de año. Las langostas fingían trepar por columnas de orquídeas y un tanto por ciento elevado de los mariscos del golfo de Siam convertían la mesa aparador en un museo ubérrimo de piscicultura, alternada con kilómetros de "roastbeef", concentraciones parcelarias de ensaladilla de cangrejo y parques nacionales de frutos tropicales. Se sirvió frutas, huevos con jamón, pescados en salazón y medio litro de café americano. Salió del comedor con una sonrisa y un puro en los labios. Charoen estaba junto al teléfono llamándole a su habitación y colgó el aparato con un gesto de reconocimiento hacia el feliz Carvalho. Le mostró un camino abierto entre el bosque de occidentales disfrazados de turistas a la espera de sus guías niñeras y, en cuanto las puertas automáticas se abrieron, el calor se pegó a la piel de Carvalho y le recordó que volvía al trópico. El coche de la policía se sumergió en la maraña del tráfico y buscó la salida de la ciudad respetando menos las reglas del juego que los restantes conductores. Charoen se había sentado junto al chófer, semivuelto hacia Carvalho como único pasajero del asiento de atrás.

– Como supongo que no entiende nuestros letreros le informaré que vamos en dirección a la vez hacia el sur y hacia el oeste. Bordearemos el golfo a partir de Samut Sakhon y en Samut Songkhran subiremos hacia Damnerm Saduak. Allí hay otro mercado flotante que también visitan los turistas, pero menos que el de Dao Kanong, dentro de Bangkok. Cerca de Damnerm Saduak cogeremos una canoa e iremos a casa de los padres de Archit. Viven en uno de los canales laterales. Le advierto que buena parte de lo que va a ver no le gustará.

El agua terrosa, invadida por la vegetación, madre de los poderosos búfalos de agua grises y brillantes, no los abandonó durante su recorrido por una llanura arrocera, salpicada por molinillos de agua, quebradizos como los esqueletos de las gentes menudas y oscuras. Tras una hora de viaje llegaron a un embarcadero de madera donde los esperaba una piragua armada en su popa con un motor fuera borda, prolongado en un largo tubo a cuyo final estaba la pequeña hélice. El conductor manejaba el tubo como timón, en una conducción sin contemplaciones que escupía el agua hacia las embarcaciones cargadas de frutas y verduras de los campesinos que acudían al mercado flotante o de las embarcaciones cocina con su fogón de carbón de tamarindo, sus perolas, los cazos y cucharas de las cocineras barqueras, viejas vestidas de negro que manejaban el remo o el cazo indiferentes a la prepotencia de las canoas motorizadas, entregadas a sus recorridos cotidianos por los canales de márgenes apuntalados por piedras negras y troncos, a donde iban a parar todos los desperdicios de las viviendas lacustres construidas sobre delgados soportes de madera emergentes de las aguas como las patas de un palmípedo. Carvalho le preguntó a Charoen cómo se llamaban aquellas embarcaciones de una estabilidad milagrosa y él le escribió en un papel "hang yao"…

– Suena más o menos así.

La canoa de la policía se desvió del canal transitado y se abrió camino por un canalillo, donde había más hojarasca y basura que agua, para detenerse al pie de una casa llena de remiendos. Fue necesaria la ayuda de Charoen y del conductor para que Carvalho pudiera saltar de la canoa sin perder la estabilidad, y se encontró al pie de una escalera de mellados escalones de tablas. Charoen se descalzó e invitó a Carvalho a que hiciera lo mismo. La escalera los llevó hasta una entrada sin puerta, abierta al espacio único del interior de la casa dividido en tres niveles. Un primer nivel que un interiorista occidental habría calificado de "zona húmeda", donde se lavaban los cacharros y las personas, donde se cocinaba, se comía y se guardaba todo lo que servía para cocinar y comer. Una segunda zona en la que se dormía sobre el suelo, sin otro "attrezzo" que las fotos de los antepasados inmediatos y colgadores donde pendía la ropa de uso a la vista. Finalmente un rincón dedicado a altarcillo, con su Buda y sus flores, complemento del templete de juguete situado en el exterior de las casas con el que se pretende alejar a los malos espíritus. Pero Carvalho no tuvo tiempo de fijarse en la zona religiosa de la estancia, porque a la vista estaba el cuerpo carbónico de un hombre viejo que abría la boca y los ojos a espasmos, como si fuera un ser oceánico tratando inútilmente de respirar el aire de la tierra. El esqueleto viviente reposaba en el suelo sobre una manta de borra gris y a su lado estaba sentada en cuclillas una vieja que apenas levantó los ojos ante la llegada de Charoen y Carvalho. Diríase que la vieja miraba dentro de sí misma, porque se desentendió de los recién llegados y tampoco dedicó la menor atención a su compañero de ruina. Charoen le saludó con un reducido saludo tradicional y en seguida empezó a hablarle en tono enérgico señalando a Carvalho de vez en cuando. A Carvalho le molestó aquel tono de voz. Temía que el cuerpo del viejo se rompiera por las vibraciones de las palabras de Charoen. El policía se apartó y ofreció a Carvalho la posibilidad de hablar con ellos.

– ¿Entienden el inglés?

– No creo. Yo le traduciré.

Carvalho repitió que era amigo de la mujer que estaba con Archit y que podía ayudarlos, que necesitaba encontrarlos. La vieja escuchó la traducción de Charoen y no contestó. Charoen le puso una mano como una garra en el hombro y ladró más que habló. La vieja entonces dijo algo que irritó a Charoen y le incitó a apretar más la garra sobre el hombro. Carvalho cogió el brazo agresivo de Charoen y el policía pasó de la indignación a la comprensión.

– Lo hago por su bien y para que usted se dé cuenta de su tozudez. El marido ya no se entera de nada, es un pedazo de madera al que no conseguiría resucitar ni toda la heroína de Bangkok. Es un "yonqui" repugnante. Pero ella es consciente y se niega a colaborar. Lo he probado todo.

Carvalho se estremeció imaginando todo lo que habría probado Charoen. El policía se encogió de hombros, dio media vuelta y dijo mientras avanzaba hacia la puerta:

– Pruebe usted. Quizá a usted le digan lo que no me han dicho a mí.

Charoen saltó el escalón, ganó la puerta y se fue escaleras abajo. No dio tiempo a que Carvalho contestara. Se quedó ante la mujer como abandonado en una casa donde se es mal recibido y en la que no se tiene nada que decir a sus propietarios. Los retratos en las paredes transmitían un pasado de soldados, bodas, nacimientos, como los retratos que sus padres le dejaron al morir, retratos llenos de desconocidos para él, de personajes cuya vida se habían llevado los viejos a la tumba. Se sintió observado por la mujer. En aquella cara diezmada por el tiempo y el sufrimiento ya no había indiferencia, sino una cierta curiosidad. Aquellos ojos le estaban diciendo que podían entenderse, que tal vez podrían entenderse.

– ¿Entiende usted el inglés, verdad?

– Un poco.

– Soy amigo de la mujer que está con su hijo. He venido de un país muy lejano, más lejano que la India o que América. ¿Entiende?

Carvalho hablaba y gesticulaba como los viejos rapsodas, como el señor Daurella. Sus manos se iban en pos de España y volvían a Thailandia para que la vieja pudiera entender la distancia que había recorrido en busca de Teresa.

– Me envían los padres de Teresa. Padres como usted.

Ni por un momento la imagen del viejo Marsé relativizó la carga emocional de las palabras de Carvalho.

– He de encontrarlos antes que ellos.

Y señaló más allá de la puerta.

– He de encontrarlos antes que Charoen.

– Es malo. Es un hombre malo.

Dijo la vieja con una vocecilla quebrada.

– Es un policía.

– ¿Usted es policía?

– No. Si sabe algo, dígamelo. Le juro que no le diré nada a Charoen.

La vieja volvió a concentrarse, como si se olvidara de la presencia de Carvalho. El esqueleto de su marido empezó a temblar y de la garganta salió el eco de una queja que había nacido en algún rincón de aquella armadura de huesos y piel. Carvalho inclinó la cabeza y les dio la espalda. A los dos pasos notó que una mano se posaba en su brazo. La mujer se había levantado con una agilidad impensable y le instó a que se retirara en busca del rincón del altar.

– En Tam Krabok hay un hombre santo que se llama Chin Ramsun.

La mujer juntó las manos y las echó a volar, como si invitara a Carvalho a un viaje.

– ¿Dónde está Tam Krabok?

– Es un lugar santo y allí está el hombre santo.

La vieja abandonó a Carvalho y volvió a sentarse junto al agonizante. Carvalho pasó a su lado y no se volvió para no quedar convertido en una estatua de sal.


Nada más aparecer en la cumbre de la escalera, Carvalho cabeceó negativamente y abrió los brazos abarcando toda la impotencia que cabía entre ellos. Charoen asintió como diciéndole: ¿lo ve usted? Carvalho recuperó sus zapatos. Charoen escupió al canal un hilo de saliva prodigiosamente largo, como una meada lánguida y viscosa.

– Ya he llegado a creer que no saben nada. Está dejando morir a su marido antes que delatar a su hijo. La última vez casi la ahogué ahí mismo, en este mismo canal, para que dijera lo que sabe. Y nada. No debe saber nada. Es imposible.

Carvalho era la estampa misma de la desolación.

– No sé por dónde empezar.

Charoen se rió.

– Ya se lo dije. Ha hecho un viaje inútil. Se lo dije al embajador en persona. Lo que no consigamos nosotros no lo consigue nadie.

La canoa los devolvió al embarcadero y Charoen ofreció comer en un merendero de la carretera: "Estamos cerca del mar y podremos comer bien". El arroz blanco sirvió de paisaje a platillos de calamares, gambas, verduras al dente con el aderezo posible de una vinagreta picante hasta la hinchazón de los labios, una salsa de tomate que recordaba el catsup y la salsa de pescado, la sal de Thailandia. Charoen y su acompañante comían con mayor lentitud para dejar que Carvalho se beneficiara de las mejores partes. Seguía citando obsesivamente la torpe resistencia de la madre de Archit y contó a Carvalho la historia del matrimonio. Habían sido campesinos en la zona del noreste, la zona más pobre de Thailandia, y cuando Archit era pequeño se habían trasladado a Bangkok, donde el padre ejerció como amaestrador de gallos de pelea y la madre había sido empleada de la limpieza en distintos establecimientos públicos. De pronto el padre empezó a aficionarse a la heroína y toda la familia se vino abajo.

– Cuando Archit empezó a trabajar…

Charoen se interrumpió para reírse de buena gana.

– En fin. Archit conoció a gente influyente y trató de ayudar a su padre, pero el viejo iba de mal en peor y ha llegado a donde ha llegado. Le quedan días de vida.

Se encogió de hombros.

– La basura cuanto antes se queme mejor.

– Ayer estuve con Thida, la ex novia de Archit.

Charoen puso cara de póquer y Carvalho dedujo que ya lo sabía.

– ¿Sacó algo en claro?

– No. Y estoy obligado a hacer balance. Si "Jungle Kid" y la china no saben nada y esperan a que yo sepa algo, quiere decir que están como usted y como yo. Si ni los allegados de Archit ni sus padres saben nada o no quieren decir nada, ¿qué puedo hacer? Por otra parte no puedo darme por vencido a los pocos días de haber empezado. No se recorren miles de kilómetros y se recoge la esperanza de tanta gente para volver días después con las manos vacías. Amigo Charoen, aconséjeme.

Carvalho no sólo había puesto una cierta ternura al decir amigo Charoen, sino que además dejó caer una mano sobre el brazo del policía. Temió haberse pasado, porque Charoen miró el brazo invasor de Carvalho con perplejidad y luego alzó la vista para encontrar los ojos del detective, en los que su propietario había procurado reunir toda la ingenuidad que sin duda le quedaba en el alma.

Admitió Charoen:

– Pero no será porque yo no se lo advirtiera.

– ¿Y si me fuera a Chiang Mai?

– ¿A Chiang Mai? ¿Por qué?

– Allí desaparece la pista de los fugitivos. Tal vez encuentre algo. He de justificar mi viaje y de paso conozco un poco el país.

Charoen miraba de hito en hito a Carvalho por si había una doble intención en lo que estaba diciendo.

– ¿Es bonito Chiang Mai?

– Es otra cosa. Más auténtico, más sincero que Bangkok, pero más aburrido. Es una gente muy especial. Cuando los americanos luchaban en Vietnam tenían tropas de refresco cerca de Chiang Mai y quisieron montar una red de casas de masajes y prostitución como la de Bangkok. Pues bien, las autoridades locales de Chiang Mai se negaron. No querían el progreso.

Charoen terminó su comentario con una carcajada para ponerse serio a continuación.

– No todos los extranjeros han jodido el país, pero buena parte de la basura de este país se debe a los extranjeros. Ahí está el caso de Jim Thompson. ¿Conoce usted la historia de Jim Thompson?

– No.

– Fue un agente del servicio secreto norteamericano, de Nueva York. Él era arquitecto, pero durante la segunda guerra mundial trabajó en los servicios secretos. Estuvo en Thailandia después de la guerra y se interesó por la artesanía de la seda y por la belleza del país. Se estableció en Bangkok a partir de 1946 y se dio cuenta de que aquella artesanía sólo la practicaban algunas familias de un canal de Bang Krua, un barrio del viejo Bangkok. Creó la Thai Solk Company, base de la industria sedera actual, y conformó una gran casa en Bangkok juntando varias casas de nobles thais. Hoy es un museo que usted puede visitar y en el que vive el espíritu de Jim Thompson.

– ¿Murió?

– Desapareció. Fue una desaparición misteriosa, en Malasya, en 1967. Thailandia le honra como a uno de sus emancipadores económicos. Fue una excepción. Explicó la lección de que a un hombre que tiene hambre no hay que darle un pez, sino enseñarle a pescar.

– ¿Dónde desapareció Thompson?

– En las Cameron Highlands. ¿Conoce usted Malasya?

– No.

– Todo lo que hizo Thompson fue bueno. Hasta los beneficios que da la visita de su casa. Van a parar a una Escuela de Ciegos de Bangkok.

– Veo que le conmueve la historia de Jim Thompson.

– Es uno de los pocos extranjeros que no ha venido a quitarnos algo y que además nos ha enseñado a apreciar lo bueno que ya teníamos, sin saberlo.

¿Qué tenía que ver aquel Charoen con el que había torturado a la madre de Archit en el canal? ¿Cómo puede ser nacionalista un funcionario al servicio de un régimen hipotecado por una gran potencia que instrumentaliza su corrupción?

– Pero ¿qué harían ustedes sin los extranjeros? Los americanos los defienden de los comunistas y los turistas les dan trabajo.

– Podemos defendernos a nosotros mismos y podríamos vivir sin ayuda del turismo. Thailandia ha sido siempre un país independiente y de más alto nivel de vida que sus vecinos. Tenemos un suelo riquísimo, la llanura central entre Bangkok y el norte nos da lo que necesitamos para vivir y además ha aparecido petróleo. Por primera vez Thailandia es una nación unida gracias al rey, porque hoy día todos los pueblos de Thailandia aceptan al rey y los reyes se han hecho casas en el norte, en el sur, en el oeste y en el este para decir: aquí está nuestra casa, porque éste es nuestro país y es el país de los thais, los chinos, los khmer, los indios, los malayos, todos los que viven y trabajan en Thailandia.

Ahora fue Carvalho el que tuvo que contener la risa, porque el eslogan nacionalista de Charoen le recordaba otras latitudes. Se acercaban en el coche a Bangkok cuando Carvalho le pidió a Charoen que le dejaran en el barrio chino.

– ¿Para qué quiere usted ir al barrio chino?

– Por curiosidad. A ver si está como hace años.

– Está igual. Es un barrio estúpido lleno de joyerías y de tiendas de mangueras y carretillas. No sé por qué.

– Quiero estirar las piernas y de paso pensaré. Creo que me iré a Chiang Mai.

– ¿Cuándo?

– Lo consultaré con el guía de mi grupo. Si hago el viaje colectivamente me saldrá más barato.

– Avíseme si decide ir a Chiang Mai.

– ¿Cree que es necesario?

Charoen entendió la ironía de Carvalho y se puso a reír satisfecho de sí mismo.


El problema del barrio chino de Bangkok era clasificatorio. Poner orden en aquel panorama abigarrado de ofertas comerciales se convirtió en una pesadilla estética para Carvalho, que optó por aplazar el conocimiento del barrio hasta otra visita a Bangkok y se limitó a comprar una gran maleta barata en unos grandes almacenes. También compró un calendario chino para Biscuter y una blusa de seda bordada para Charo; en cuanto a Bromuro le compraría una botella de Mekong en el último momento y a Fuster un gorro mheo en Chiang Mai, para su colección de gorros. Metió todos los regalos en la maleta, cogió un taxi y volvió al hotel con la maleta por delante para que los espías de Charoen la detectaran. Desde la habitación telefoneó a los corresponsales de la agencia de viajes en Bangkok y preguntó la situación de la excursión programada hacia Chiang Mai. Había plazas, pero debía esperar un día más en Bangkok. Pidió una reserva y volvió a salir del hotel en dirección a la embajada. Solicitó ser recibido por la misma interlocutora de la entrevista anterior y reapareció la mujer tras un enorme portón que comunicaba el zaguán de entrada con los despachos capitales de la legación. La mujer se sintió defraudada, aunque lo disimuló diplomáticamente, cuando Carvalho le dijo que iba a comunicarle su partida para Chiang Mai.

– Aquí en Bangkok no he conseguido nada.

– Cuánto lo siento.

– Quisiera que me hicieran un favor. ¿Pueden informarme sobre un lugar o algo por el estilo que se llama Tam Krabok? Y en segundo lugar, ¿pueden mantener el secreto ante Charoen de la información que me van a dar?

– Tenía usted que haber empezado por la segunda pregunta, porque ya ha revelado el secreto contenido en la primera.

Tenía razón y el hecho de enmendar la plana a un detective extremó la amabilidad de la funcionaria, que volvió minutos después con todo lo que había podido recoger sobre Tam Krabok.

– Es una mezcla de templo, monasterio y hospital llevado por una comunidad de monjes budistas. Se dedican a la recuperación de drogadictos mediante una terapia a la vez medicinal y religiosa. Es cuanto sabemos. Está más allá de Ayuttaya, entre Saraburi y Lopburi, casi en el ángulo que forman las carreteras. Pero si ha de ir allí y no quiere que se entere Charoen tenga cuidado con quien le lleva. No es una visita frecuente y todos los taxistas son confidentes.

– Sólo que pudiera llegar antes que Charoen ya me bastaría.

La mujer le acompañó hasta la puerta.

– ¿Hay alguna probabilidad?

– Sé lo mismo que usted. Un hombre. Un destino. Nada más. Me han hablado de un hombre santo que está allí, ¿a qué pueden referirse?

– A un monje, supongo.

– Eso también creía yo.

Estrechó la mano de la mujer y salió al esplendor atardecido del Wireless Road. Volvió a pasar ante el excesivo jardín de la embajada americana, casi un país dentro de otro país, bordeó el parque Lumpini y atravesó la Rama Iv Road junto a la plaza presidida por la estatua casi negra de un rey cabezón. Más allá de la plaza le esperaba el hotel, su patria de aire acondicionado y piscina, y a ella se entregó como un náufrago. Al devolverle la llave de la habitación le dieron un papel. Una nota de Charoen.

"Su hotel en Chiang Mai será el Chiang Mai Inn. Se pondrá en contacto con usted mi compañero Chuapiboon. Hasta pronto".

Charoen le demostraba una vez más la eficacia de su telecontrol y le advertía de que no confiase ni por un momento en independizarse. Carvalho se guardó la nota. Ya en la habitación se puso el traje de baño, recogió el instrumental piscinero y salió a la piscina donde los bañistas esperaban el retorno del sol en su ocaso. Utilizó las aguas enfriadas a la sombra de los altos edificios para regalarse el placer del verano y luego se entregó al sol poniente y al sopor que le metieron en las venas tres vasos de Mekong con hielo. Se despertó con la sensación de que algo había cambiado a su alrededor y allí estaba la noche, la luz eléctrica, la soledad de la piscina abandonada y el sonido lejano del piano en el gran salón central del hotel, amenizando la espera de la cena, un piano de música digestiva, "éChos de Paris", Georges Feyer, "Les feuilles mortes". De vuelta a la habitación le esperaba el espectáculo del resultado de un registro no sistemático, pero sí suficiente para que él notara que había sido efectuado. Hasta le habían vaciado medio tubo de dentífrico y el gusano de pasta había quedado sobre el cristal de la estantería con su inútil obstinación blanca y brillante. Habían entrado en la habitación, la habían revuelto y desde la puerta le habían estado espiando en su sueño, a cinco metros. Era una demostración de fuerza y un aviso que no podía proceder de Charoen. ¿Madame La Fleur? ¿"Jungle Kid"? Carvalho estaba nervioso, cerró con seguro las puertas que daban al jardín y al pasillo, llenó la bañera de agua caliente y se dio un baño con espuma que le relajó hasta colocarle al borde de la depresión. Los otros y el mundo estaban más allá del borde de la bañera y él estaba lejos de cualquier asidero afectivo, rodeado de víctimas y verdugos que le contemplaban como a un intruso en el coliseo. Sólo una buena comida podía alejarle el fantasma de la depresión y su conducta se repartió entre un impulso consciente de vestirse y seleccionar un buen restaurante y otro inconsciente que le hizo recorrer la galería comercial del hotel en pos de una tienda de regalos donde le vendieran un cuchillo. Pero los únicos cuchillos que había eran supuestas antigüedades atribuidas a los pueblos del norte, imposibles de llevar en el bolsillo e incapaces de producir el menor efecto disuasorio. Necesitaba armarse y salió a Silom Road en busca de las tiendas abiertas. Casi todas eran de alimentación o de "souvenirs". Explicó su deseo a un vendedor de "souvenirs", quien sonrió enigmáticamente y le tendió una pipa de opio. Ante el desconcierto de Carvalho, el tendero asió la pipa con las dos manos, dio un estirón y se abrió longitudinalmente, descubriendo su alma de estilete delgado y afilado. Carvalho no había reparado en la ambigüedad de las pipas de opio que le ofrecían las tiendas de "souvenirs" del hotel y jugueteó uniendo y desuniendo las partes del artefacto. Seleccionó el estilete que le pareció más contundente, que coincidía con el de la pipa más cara, y se dejó llevar por la fiebre del regateo hasta que consiguió un precio que era el cincuenta por ciento más barato que el inicial. La pipa no le cabía en el bolsillo de la cazadora ni en el del pantalón y era peligroso llevar el estilete solo sin ninguna funda. Se la metió entre la correa y el cuerpo, envarando su costado derecho y, tal vez por lo molesto de la solución, en el cerebro de Carvalho se abrió paso la evidencia de que había cometido una tontería dictada por un impulso incontrolado producido por la sensación de inseguridad e indefensión. Paró un pus-pus motorizado porque le apetecía aprovechar la descongestión de tráfico del Bangkok anochecido para viajar al aire libre en busca del restaurante Sea-food, recomendado en la revista turística del hotel.

Nada más entrar en el restaurante, Carvalho maldijo su elección porque ante él se veía una extensión de hombres y mujeres seccionados a la altura de las ingles por mesas implacables, como si estuvieran comiendo en cuclillas. Luego comprobó que era un truco y que en realidad se sentaban en bancos bajos y las piernas desaparecían bajo los tableros, extendidas, sin la posibilidad de doblarse. Aquella inexplicable concesión a un ideal de apariencia en el comer no consiguió cuestionar la excelencia de la cena, iniciada con un surtido de marisco cocinado al vapor y culminada con un centollo en el que todas sus carnes habían sido guisadas en el fondo del caparazón con la ayuda aromatizadora de la flor de anís y el acompañamiento inevitable de los spaghetti de arroz. Estaba dispuesto carvalho a dar buena cuenta de la ensalada de frutas tropicales, cuando bajó la intensidad de la luz ambiental y toda la claridad que se perdía en la totalidad del local se concentraba sobre un escenario al que empezaron a concurrir hombres y mujeres con trajes de danzarines, enmascarados de monstruos y príncipes, con sombreros torreones forrados con panes de oro. Un locutor iba explicando la historia y las características de cada danza a un público mayoritariamente occidental que trataba de meterse en aquel lenguaje de gestos sutiles y mímica en el que el cuello, las muñecas, los brazos, la disposición de las piernas se adaptan a un alfabeto de contenciones, a una exquisita cultura del lenguaje del cuerpo. De pronto, en el transcurso de una historia bufa sobre un rey cornudo en busca de la infiel reina, un danzarín dio un salto que le hizo volar sobre el escenario y caer junto a la mesa de Carvalho. La máscara de monstruo antediluviano de película japonesa se instaló a milímetros de la cara de Carvalho y, entre el regocijo general, el rey cornudo se relamió y luego se limpió los labios con un brazo, como si acabara de comerse al extranjero. Carvalho quedó envuelto en efluvios de Mekong salidos de la boca rugiente del rey y cuando devolvió la vista al plato de frutas y al local en el que se rehacía la luz, descubrió en una mesa próxima a madame La Fleur con cuatro de sus matones. En todas las mesas se hablaba o se comía. En la de madame La Fleur sólo se miraba. A Carvalho.


Uno de los matones sacó las piernas de la tumba, se puso en pie sobre el banco y sorteó todos los obstáculos que le separaban del detective. Se inclinó ante él ceremoniosamente con las manos unidas sobre el pecho.

– Madame La Fleur le ruega que vaya a su mesa para ser su invitado.

Tal vez consideró que no se había explicado con suficiente claridad porque añadió:

– Bebida gratis.

Y no era ironía, sino ampliación de una oferta tan amable como clara. Carvalho prefería un encuentro en público que en privado, y aunque creía recordar que el amable intermediario de hoy era el mismo que le había escupido en el anterior encuentro, sacó las piernas del foso y salió en seguimiento del enviado. Se sumergió ante madame La Fleur y estiró sus piernas entre las ajenas. Madame La Fleur seguía disfrazada de jefa de gang asiático, aunque trataba de reconvertir la misma mueca de asco de la otra noche para sonreír a Carvalho.

– ¿Son caras las consumiciones en este local?

– Es un restaurante caro.

Contestó madame La Fleur a la defensiva ante el comentario de Carvalho.

– Entonces considero su invitación como una compensación por lo que va a costarme la limpieza de la ropa que llevaba el otro día. Sus empleados me tiraron en un vertedero de basura.

– Se equivoca. Usted se cayó en un vertedero de basura. Fue lo que me dijeron y no me mienten.

– Caramba, tal vez tengan razón. Es difícil distinguir entre moverse y ser movido.

– He considerado lo que me ofreció usted la otra noche. La posibilidad de llegar a un acuerdo. Usted se va con la mujer y nosotros nos entendemos con Archit. Estamos dispuestos a colaborar.

– ¿Cómo? ¿Saben dónde encontrarlos?

– Todavía no. Pero ellos tratarán de ponerse en contacto con usted y saben que usted está vigilado por la policía y por nosotros. Si retiramos la vigilancia, ellos, un día u otro, darán el paso, o ellos o algún intermediario.

– Parecen haberse quedado solos. Ni siquiera la madre de Archit sabe dónde están.

– Parece. Pero alguno puede recordarlo de pronto. O ellos pueden salir de su escondrijo.

– ¿Alguien puede esconderse aquí sin que ustedes lo sepan?

– En Bangkok casi imposible.

– ¿Fuera de Bangkok?

– También difícil, pero posible por algún tiempo.

– Me voy a Chiang Mai.

– Lo sabíamos.

– ¿Creen que allí encontraré algo?

– No se trata de que usted los encuentre, sino de que ellos le encuentren a usted.

– Si recurren a mí, ¿qué debo hacer?

– Nos lo comunica y le hacemos un trato: ella por él.

– ¿Charoen está de acuerdo? ¿Y "Jungle Kid"?

La mujer traspasó la frontera expresiva de la sonrisa a la mueca de asco.

– Cha-ro-en, siempre habla usted de Cha-ro-en. No se preocupe por él.

– ¿Y "Jungle Kid"?

– "Jungle Kid" quiere vengar a su hijo y el que mató a su hijo fue Archit.

– ¿Cómo puedo ponerme en contacto con ustedes en Chiang Mai?

– Delante de la salida de su hotel, el Chiang Mai Inn, verá usted a muchos pus-pus situados junto a una joyería. Pregunte por Tochirakarn, uno de los conductores de pus-pus.

– Delante del hotel. ¿No decían que iban a dejar de vigilarme para dar confianza a Archit?

– Nuestro hombre no le vigilará. Es conductor de pus-pus, eso es todo, y desde que era niño trabaja en las puertas del Chiang Mai Inn.

Carvalho apuró su Mekong.

– Mañana tengo un día entero en Bangkok sin saber qué hacer y por primera vez tranquilo porque ustedes no me perseguirán. ¿Qué puedo hacer?

Madame La Fleur cuchicheó algo en thailandés con sus acompañantes.

– Con mucho gusto pongo un chófer a su disposición para que le acompañe en alguna excursión. Puede irse a bañar a Pattaya o a visitar el puente sobre el río Kwai, le ofrezco estos dos sitios entre otros posibles porque sé que ya conoce el Garden Rose. ¿Le apetece una granja de cocodrilos?

– No, gracias. Es un animal que me pone nervioso. Por cierto, tengo un gran interés por su apellido, La Fleur, eso es francés. ¿Estuvo casada con un francés?

– Mi padre era francés.

Madame La Fleur no tenía ganas de hablar ni de su padre ni de sí misma y miró impaciente el vaso de Carvalho en el que aún restaba un dedo de whisky. Carvalho lo apuró, saludó, recuperó sus piernas y cuando estaba subido sobre el asiento y dominaba a sus anfitriones, madame La Fleur preguntó:

– ¿Pattaya o el puente sobre el río Kwai?

– Ya he visto la película.

– ¿Pattaya?

– Pattaya.

– A las nueve pasarán a recogerle por el hotel.

Carvalho sentía un escozor en el costado producido por la presión de la pipa estilete. Le urgía salir de allí y hacer un balance mental de lo que había ocurrido y de cómo podía condicionar el futuro. Ganó la puerta del restaurante acuciado por sus propios recelos, pero pudo corresponder a la amable invitación de un taxista y subirse al coche sin obstáculos, aunque durante todo el recorrido temió que el taxi pudiera llevarle a donde quisiera madame La Fleur y no a donde quería él. Pero el taxi le dejó en manos del Peter Pan del Dusit Thani y la alegría por la vuelta a casa le hizo dar una propina extra al taxista, que le correspondió con el saludo que habría hecho al rey de Thailandia en persona. El techo de la habitación del hotel le dijo que nada había hecho que no hubiera tenido que hacer. Había vendido a Archit, sin tenerlo, a cambio de Teresa, sin tenerla, y desde que había llegado a aquella ciudad había estado bajo la lente de microscopio de todo el mundo. al menos ahora sabía a qué atenerse, con todos, menos con "Jungle Kid".

Le despertó una alarma interior y el reloj de pulsera dio la razón al despertador que Carvalho presumía en una esquina del cerebro, la izquierda, sin duda, directamente conectada con la muñeca donde suele ir el reloj. Eran las siete de la mañana y tuvo tiempo de desayunar, nadar durante media hora en una piscina a su exclusiva disposición y comparar en el espejo del cuarto de baño el progresivo contraste entre la piel que cubría el slip y la que iba recibiendo retales nacientes o ponientes del sol de Asia. A las nueve en punto sonó el teléfono de la habitación. Le avisaban desde recepción que el coche que había solicitado le estaba esperando. El coche, y el conductor. El amable intermediario de la noche pasada, el mismo que le había escupido la noche del encuentro con madame La Fleur, vestido con un pantalón oscuro y una camisa de seda de manga larga y abotonada hasta el cuello, con inclinaciones de chófer profesional y pasos de bailarín para llegar al sedán azul antes que Carvalho y abrirle la portezuela con un amplio gesto que impresionó al Peter Pan de turno. Carvalho se hundió en un asiento tapizado de piel blanca y, antes de cerrar la portezuela, el improvisado chófer venció una palanca y ante Carvalho apareció un mueble bar iluminado en el que había dos vasos, botellas de whisky escocés y thailandés y una cubitera de hielo. Sin añadir nada que no hubiera dicho con gestos, el gángster cerró la portezuela, ocupó su sitio al frente del volante y desde allí preguntó a Carvalho si prefería ir por la carretera del interior o bordeando la costa a partir de Pat Nam. Carvalho prefirió la costa. Se puso en marcha el sedán y desde el primer momento el chófer alternaba la contemplación del recorrido con miradas al espejo retrovisor donde depositaba sonrisas para que Carvalho las recibiera.

– ¿Francés?

– No, español.

– Ah, español francés.

Y antes de que Carvalho decidiera si valía la pena o no sacarle de su error, el gángster empezó a cantar.

Frére Jacques, frére Jacques,

dormez-vous, dormez-vous.

Sonnent les matines, sonnent les matines.

Ding dang dong, ding dang dong.

La primera parada fue en Chon Buri, donde el chófer recomendó a Carvalho que se desayunara con una o dos docenas de ostras. Las mejores ostras de Thailandia, le informó, se recogen entre Chon Buri y Sattahip, gran puerto construido para que pudieran entrar los barcos de guerra norteamericanos durante la guerra del Vietnam. Las ostras fueron regadas con una botella de cerveza, a pesar de los esfuerzos del chófer por materializar el loco deseo de Carvalho de encontrar un Chablis o en su defecto un Riesling en aquel pueblo del este del golfo de Siam. Otra vez en el coche, el chófer le propuso detenerse en Racha, ciudad famosa por sus productos alimenticios y porque en ella se centra la exportación de orquídeas.

– ¿Orquídeas para madame?

Preguntó el gángster al tiempo que soltaba el volante y dibujaba en el aire una supuesta madame curvilínea. Carvalho rechazó la proposición. Pasaron junto a unas playas semidesiertas que a Carvalho le apetecieron, pero el chófer le prometió el paraíso de Pattaya, donde podría ver los fondos de coral y donde encontraría las mujeres más hermosas de Thailandia, insistía esculpiendo el aire con las dos manos. Carvalho quería llenar el día y sumergirse hasta el fondo en aquel pozo de sin sentido que significaba viajar con aquel matarife disfrazado de Bautista. Para el chófer, que Carvalho viera Pattaya era un motivo de orgullo patrio. Lo cierto es que Carvalho se arrepintió de no haberse detenido en las playas de Na Klua, porque a primera vista Pattaya le pareció Benidorm con vegetación tropical y unos cuantos madrileños menos, pero los suficientes para que se los oyera silabear por aquí y por allá, con el salacot de paja sobre los sesos y camisas con el nombre de pattaya en serigrafía. El coche se ciñó al arqueado paseo del mar que terminaba en Boatel Point. Allí se detuvo Carvalho, se cambió en su interior y salió disfrazado de bañista, entre vegetaciones, al encuentro de un mar de manso azul cálido. Se tumbó sobre la toalla del hotel en la arena y se dejó obsequiar con los tres whiskies escoceses que el chófer le sirvió durante las dos horas de sol. Luego se dejó conducir al restaurante abierto a una terraza protegida por un cobertizo de paja, donde le sirvieron una ensalada de arroz y marisco y un hermoso pescado parecido al pajel, excesivamente requemado sobre las brasas de tamarindo. Junto a la ensalada de arroz habían puesto una botella de Chablis y la mirada interrogadora de Carvalho fue contestada por una sonrisa del chófer, sonrisa de deber cumplido. Había encontrado una botella de Chablis en el restaurante Barbos, la había comprado y ordenado enfriar en el merendero playero donde suponía que a Carvalho le iba apetecer comer. Carvalho temía que el sol del trópico le despellejara y optó por dar por concluida la sesión de playa tras la comida y recorrer el meollo turístico de Pattaya, junto a los embarcaderos para las motoras de fondo transparente que viajaban por la bahía llenas de turistas, fascinados ante las maravillas coralinas de los fondos bajos. Se entretuvo ante un puestecillo de caracoles y objetos de nácar, compró un caracol de nácar que tenía el mar en su entraña y al volverse vio a su chófer discutiendo sordamente con dos individuos con pantalones cortos y caras de pocos amigos bajo las gorritas playeras. Carvalho mantuvo las distancias y observó de reojo cómo los dos hombres señalaban hacia un chiringuito de comidas situado junto a una casa de alquiler de motocicletas. El chófer puso una mano sobre cada uno de sus interlocutores y los empujó suavemente para que se fueran por donde habían venido. Pero los hombres rechazaron de un manotazo el intento del chófer y le empujaron a su vez para abrirse camino en dirección a Carvalho. El chófer se metió una mano bajo los faldones de la camisa y sacó una pistola que clavó en los riñones del malcarado más próximo. El otro también detuvo su avance y ambos se retiraron caminando hacia atrás y lanzando maldiciones contra el hombre armado. Finalmente dieron media vuelta y se fueron hacia el chiringuito para desaparecer dentro de él. Para entonces el chófer ya se había guardado la pistola y avanzaba hacia Carvalho con una sonrisa entregada.

– ¿Qué querían esos dos?

– ¿Qué dos?

– Esos con los que hablaba.

– Me preguntaban dónde podían encontrar chicas.

Rió y volvió a dibujar en el aire la silueta de una mujer. Pero algo había cambiado en su actitud. Tenía prisa y se adelantó a Carvalho marcando el ritmo del retorno a donde habían dejado el coche aparcado. De vez en cuando, el chófer miraba hacia atrás y Carvalho comprobó que no sólo se volvía para ver si le seguía su cliente, sino para otear el inmediato horizonte, en el que Carvalho sólo sabía ver toneladas métricas de turistas de carnes rojas y atuendos irrepetibles. Con una sonrisa, el chófer le indicó que le esperara y se fue a un teléfono ambulante desde el que habló, gesticulando con la misma violencia que llevaban sus palabras. Volvió del teléfono preocupado y le dijo a Carvalho que tendrían un pasajero durante el viaje de regreso. De pronto una sombra de alarma cubrió el rostro del hombre y Carvalho se volvió a tiempo de ver cómo avanzaban entre la multitud los dos interlocutores a los que su chófer había amenazado con la pistola.

– Siga usted hasta donde está el coche. Yo he de hacer un recado.

Carvalho obedeció. Anduvo durante unos treinta metros y se volvió para ver cómo el chófer esperaba a los otros dos en mitad de la acera. Pero no tuvo tiempo de abordarlos. Cuando los dos que avanzaban de cara llegaron a su altura, otros dos le bloqueaban desde atrás, y entre los cuatro le obligaron a desplazarse hacia un callejón lateral donde desaparecieron. Carvalho dudó entre acudir en su ayuda o dejar que se las entendieran, en cualquier caso de nada le servía el coche sin el chófer porque la llave la tenía él. Pero Carvalho estaba desarmado y decidió no intervenir. Griterío y revuelo de personas que salieron corriendo del callejón movilizaron sus piernas y corrió hacia allí. Pasó entre un pasillo de gente hasta llegar a un cuerpo caído en el suelo sobre su propia sangre. Era el chófer, y no sólo le manaba la sangre de una herida abierta en el abdomen, sino también de los labios y otros puntos de la cara maltratados por una paliza implacable. Carvalho se quedó clavado y una presencia humana le rozó al rebasarle, le susurró un "tranquilo" que le paralizó aún más y avanzó hasta el cuerpo. El hombre que le había tranquilizado se inclinaba hacia el herido, lo examinaba y se volvía dando gritos para que le ayudaran. Empezó a levantar el cuerpo y otros se sumaron a su acción, pero el herido salió del callejón sobre otros brazos que no eran los del provocador de la operación rescate. El recién llegado se acercó a Carvalho y le enseñó la llave que acababa de retirar del bolsillo del herido.

– He llegado a tiempo. Salgamos de aquí.

– ¿Quién le envía a usted?

– Me llamó por teléfono hace un rato cuando vio que esto se complicaba.

– ¿Para quién trabaja usted?

– Para madame La Fleur.

El hombre, al tiempo que daba explicaciones, empujaba a Carvalho y miraba a su alrededor. No salieron al paseo central, sino que recorrieron callejuelas traseras hasta llegar a la perpendicular del coche.

– Ahora corra detrás de mí.

Había sacado una pistola sin que Carvalho lo hubiera advertido y corrió calle abajo con ella por delante. Desembocaron en el paseo central, se abrieron paso entre los turistas en el tramo de treinta metros que los separaba del coche y saltaron dentro de él más que subieron. El conductor arrancó y dio media vuelta enérgica para orientar el vehículo en dirección opuesta a la ruta de Bangkok. A medio cumplir la maniobra, Carvalho tuvo tiempo de ver a un grupo de hombres que corrían por la acera en pos del vehículo. Dos de ellos eran los del pantalón corto y el otro, el más poderoso, con el cráneo al raso y una vitalidad cuadrada en su cuerpo maduro, a Carvalho le pareció que sólo podía ser "Jungle Kid".

– ¿Era "Jungle Kid"?

– Sí.

– ¿Pero no estaba en buenas relaciones con madame La Fleur?

– No sé nada. Son problemas entre jefes. Yo tenía que sacarle de este lío y llevarle a Bangkok.

– ¿Y su compañero?

No contestó el hombre, obsesionado por terminar cuanto antes el viaje por el dédalo de caminos de barro que finalmente desembocaron en el cinturón trasero de Pattaya.

– ¿Ha muerto?

– Sí.

– Nos perseguirán.

– No. Lo que querían conseguir ya lo han conseguido.

Locos de mierda, pensó Carvalho, pero agradeció la velocidad del coche, el mutismo del conductor, sus periódicos reojos a través de los retrovisores, y el propio Carvalho se recostó en el asiento de tal manera que dominaba el panorama de los coches que rebasaban y de los que intentaban inútilmente rebasarlos.


Cerró la puerta de la habitación del hotel con seguro. Abrió las dos maletas, la que había traído desde España y la que había comprado en el barrio chino. Colocó la mayor parte de equipaje en la maleta española y sólo el indispensable para dos días de viaje en la recién comprada. Bajó al "hall" y esperó a que se llenara de turistas vestidos de noche para acercarse al Bell Captain y explicarle que salía de viaje, que volvería al Dusit Thani y que quería dejar una maleta en el hotel. La explicación y cien baths convencieron al Bell Captain y Carvalho regresó a su habitación donde cinco minutos después vinieron a buscarle una maleta. Se sentía saturado de Mekong y hambriento, pero no quería salir del hotel y recurrió al "room service" donde sólo se ofrecía comida occidental. Pidió una ensalada de cangrejo, un "steak Sirloin" y fruta y se convenció una vez más de que no hay sensación de soledad superior que la de comer a solas en la habitación de un hotel. Comprobó el cierre de las puertas, puso la pipa de opio bajo la almohada y se dejó adormecer por otro capítulo de la historia de la virgen guerrera. Tras decidir que el sentido de la comicidad que había podido captar en el cine asiático era parecidísimo al de teatro parroquial de su infancia, se durmió.

Jacinto llegó cargado de eles y comunicó a Carvalho que eran cinco los expedicionarios del grupo que salían rumbo a Chiang Mai. Los otros cuatro ya estaban en la furgoneta que había sustituido al autocar. Eran dos matrimonios catalanes que acogieron sin inmutarse el parte político que les dio el guía:

– Se han hecho elecciones en España. Ganal pol mucha mayolía Felipe González. Socialista. Felipe González, socialista.

Comunicó o preguntó Jacinto. Los cinco aprobaron con la cabeza.

– ¿Y Convergéncia i Unió? ¿Sabe usted lo que ha sacado?

La pregunta de una de las mujeres fue criticada por sus tres acompañantes.

– "I ara, Remei. Com vols que aquí sápiguen qué és Convergéncia i Unió? [Pero bueno, Remedios. ¿Cómo quieres que sepan aquí qué es Convergéncia i Unió?].

– Bé que está enterat del resultat dels socialistes" [Bien que sabe el resultado de los socialistas].

Jacinto asistía impertérrito a las muestras de prudencia e imprudencia histórica que se intercambiaban los catalanes.


– ¿Y los comunistas?

Preguntó Carvalho.

– Nada. Nada. Pocos diputados. Cinco. Decil televisión.

– "Prepara’t pels impostos, Quimet" [Prepárate para los impuestos, Quimet].

Exclamó una de las mujeres, y la otra lanzó una carcajada asfixiada, una carcajada de ahogada histórica que gasta los últimos segundos de su vida en reírse de su asfixia. El "Bangkok Post" aún no recogía los resultados de las elecciones españolas, pero se sumaba a las malas noticias de los comunistas informando que el ejército malayo había dado muerte a cuatro guerrilleros y que un matrimonio de activistas comunistas thailandeses, antiguos estudiantes de medicina durante los desórdenes estudiantiles de los años setenta, se había entregado a la policía después de haber pertenecido a diferentes expediciones guerrilleras infiltradas de Laos desde 1976. Carvalho enseñó la noticia a Jacinto.

– Muchos estudiantes ilse selva en mil novecientos setenta y dos y setenta y tles polque policía y militales matal.

A los catalanes no les gustaba que los militares thailandeses matasen a los comunistas, porque cabeceaban desaprobando y uno de los hombres comentó a Carvalho, en busca de complicidad:

– Eso tampoco, ¿verdad, usted?

– No. Eso tampoco.

Jacinto estaba diciendo que la popularidad de los militares había descendido en picado desde las matanzas de huelguistas y manifestantes, masacre consecuencia del miedo a que, tras la inminente caída de Vietnam, estallara en Thailandia una revolución nacional popular. El guía hablaba sin pasión, como si les estuviera diciendo dónde encontrarían los zafiros a mejor precio, dónde los masajes más sofisticados. "Un antiguo estudiante activista y su mujer, que se fueron a la jungla en 1975 y 1976, respectivamente, para unirse a los comunistas, se entregaron a la oficialidad del Comando de Operaciones de Seguridad Interior, ayer, en Bangkok, según informa una fuente oficial" era el comienzo de la información del "Bangkok Post". Huyendo de la persecución de militantes de extrema derecha, el estudiante había pasado por París, Pekín y finalmente Laos, desde donde fue enviado a combatir con las guerrillas del nordeste, en Phuphan, bajo el nombre de camarada Khem. La historia de la mujer era convergente. Huyó de Bangkok tras la masacre de rojos de 1976 y se había encontrado en la selva con él para combatir durante seis años y finalmente entregarse. Carvalho quitó palmeras al asunto, las sustituyó por abetos pirenaicos y su recuerdo se pobló de caras de héroes comunistas españoles, envejecidas caras, difusas ahora, como si fueran rostros de ahogados en el océano de la normalidad. Habían vivido en la jungla durante cuarenta años para llegar a cinco diputados.

Jacinto tuvo la iniciativa amable de coger la maleta de Carvalho mientras él saltaba de la furgoneta.

– Pesa poco. Poco equipaje.

– Me molesta viajar con mucho equipaje.

– Maleta demasiado glande pala tan poco equipaje.

Carvalho se encogió de hombros, recuperó la maleta y tuvo la sospecha de que el guía, mientras tramitaban el ticket de embarque hacia Chiang Mai, lanzaba de vez en cuando miradas de reojo al maletón lleno de aire, un neceser, una muda y un traje de baño.

Carvalho hizo el viaje a Chiang Mai rodeado de franceses acomodados y bien alimentados, no sólo con el rostro marcado por los niveles alcanzados por el buen vino que habían bebido a lo largo de toda una vida, sino diríase que, según la intensidad de las venillas lilas, podría descifrarse la marca y las mejores añadas consumidas. Desde la ventanilla, Carvalho contemplaba las feraces llanuras centrales, un arrozal continuado que se prolongaba hacia las montañas del norte y el fin de un mundo donde comenzaba otro, el país Shan y Laos, encontrándose ambos para cerrar el paso a Thailandia hacia China. Años atrás había hecho el mismo viaje y el Fokker se había llenado de nativos que volvían a casa con regalos de la capital, y a la vuelta los mismos nativos llenaron el avión de gallos encestados y bolsas de dariens recién cortados. Ahora franceses, japoneses, unos cuantos catalanes y thailandeses, equipados todos por la moda joven del Corte Inglés, pulcritud mesocrática que sólo desdecía una hermosa malaya de labios aputados. Escarbaba en el cabello de su marido en busca de piojos y los mataba con unas tenacillas "ad hoc" que había sacado de un bolso de piel de cocodrilo, sin respetar la consigna del rótulo luminoso. Aconsejaba abrocharse los cinturones porque se iniciaba el descenso hacia Chiang Mai.

Mientras esperaba la aparición de su maletón, los vio venir. Primero creyó que los dos eran policías, pero al llegar a su altura uno de ellos llevaba la placa distintiva de la agencia. Era el guía, no sabía inglés pero hablaba en francés y le habían asegurado que los otros cuatro viajeros también lo entendían; en cuanto a su acompañante era el señor Chuapiboon que se ponía a disposición de Carvalho y le enviaba recuerdos de Charoen, con el que acababa de hablar por teléfono. El guía les informó que ya los esperaba una furgoneta para hacer la primera excursión: ir a ver trabajar a los elefantes y visitar un poblado mheo.

– Me gustaría mucho charlar con usted, señor Chuapiboon, pero también me interesa aprovechar el viaje y conocer algo del país.

– He previsto esta circunstancia y me he permitido sumarme a su excursión, así de paso podremos hablar.

Era un hombrecito vestido con un traje color crema, el mismo color que tenía lo que había sido blanco de sus ojos. El guía hizo el gesto de coger la maleta de Carvalho, pero él la asió a tiempo y solicitó pasar primero por el hotel para dejarla. No era posible. El equipaje podía depositarse en el fondo de la furgoneta y después de la excursión irían al hotel. Las mujeres catalanas se instalaron en la furgoneta lo más cerca posible del guía, al que interrogaron a partir de aquel momento en un nuevo idioma basado en el inteligente truco de empezar las palabras en catalán y acabarlas en francés. Con todo, el invento funcionó, por lo que se confirmaba la tesis de Enric Fuster de que el catalán se parece a todos los idiomas y quizá sea la raíz misma del indoeuropeo. En cuanto a los maridos, se dividían en dos, un hombre cauto que miraba y callaba y otro que comentaba cuanto veía a partir de la filosofía moral de que cuando volviera a su pueblo le iba a parecer mentira haber visto todo lo que estaba viendo. Es decir, la comprobación de que las palmeras existían le había conmocionado desde su llegada a Bangkok, así como la posibilidad de ver crecer la soja en los márgenes de los caminos o de descubrir que las orquídeas son los geranios de Siam, que los elefantes levantan troncos con la trompa y que por lo tanto Tarzán, Sabú no eran sueños de su infancia o cromos coleccionables, sino posibilidades de la realidad. El entusiasmo de aquel comerciante de pueblo era estimulante al lado de la cantidad de majaderías que Carvalho había oído en labios de españoles prepotentes, dispuestos a ver la basura de Asia sin recordar la mierda de España. El tendero quería que los demás compartieran su entusiasmo y los demás no sólo eran su mujer o sus amigos, sino el propio Carvalho, al que de vez en cuando recurría para que corroborara su entusiasmo ante las mujeres mheo vestidas de lagarteranas o ante las estampas bucólicas de los campesinos apacibles caminando por el borde de la carretera. Carvalho repartía su atención entre el entusiasmo pastelero: "Guaita, guaita, Maria! Mare meva. Sembla que ho somiñ" [¡Mira, mira, María, parece que lo sueñe!], y la cháchara parsimoniosa del policía que se le había sentado al lado.

– Como si se los hubiera tragado la tierra. Puedo demostrarle que no están aquí. Científicamente.

Añadió arqueando una ceja y convirtiendo uno de sus ojos en un rombo amarillo.


En la senda que llevaba a la explanada donde los elefantes iban a hacer la exhibición de su maestría, Carvalho se detuvo ante el trabajo de un joven sentado en cuclillas afanado en convertir los tacos de teca en elefantes sutiles, elefantes gacela si se comparaban con los millones de horribles elefantes "souvenirs" que se venden por todo Thailandia. El hombre tiene tal conciencia de la dignidad estética de su trabajo que se niega al regateo de los turistas, y Carvalho le compra un elefante fascinado por su habilidad manual, como le hipnotizan las carniceras diestras o los camareros que saben desespinar un pescado. La contemplación del trabajo artesanal convirtió la salmodia del policía en un paisaje sonoro que luego le acompañó a través de la pasarela al otro lado del do, donde los esperaban pedigüeños elefantes infantiles, sabedores de que eran portadores de bananas y ternura. Sus padres y madres estaban atados con grilletes a la espera del momento en que los domadores los meterían en el do y comenzaría el ritual de la limpieza ante la remesa de turistas: arena de río, cepillo, agua y piolet contundente para guiar la obediencia. Luego la demostración de acarreos de troncos y la insistencia del guía de que una vez terminada la exhibición los elefantes se iban a trabajar a las montañas, después de haber cumplido con su pluriempleo de elefantes actores, de gestos fingidos ante turistas dispuestos a recuperar el país de su infancia.

– Si me permite, he preparado un plan de acción que será la prueba definitiva de que los fugitivos no están en Chiang Mai.

– ¿Lo ha consultado con Charoen?

– Desde luego, y está de acuerdo.

Todo consistía en que Carvalho debía exhibirse por las rutas turísticas más convencionales. Lo de hoy ya era un buen comienzo, pero a continuación debía someterse al calvario de recorrer las aldeas artesanales, la visita al poblado Karen, la ascensión por los doscientos noventa escalones que llevaban al templo Doñ Suthep, recorridos por el Mercado de Noche y, sobre todo, hablar con los conductores de pus-pus o con los taxistas y decir de dónde venía y que buscaba a unos amigos.

– Si están en Chiang Mai, darán con usted.

Terminado el show de los elefantes, la furgoneta siguió por la carretera asfaltada, y cuando se terminó continuó por un camino de tierra adentrándose en las montañas. Carvalho recordaba una excursión similar hasta un recóndito poblado mheo rodeado de campos de adormideras, en el que se podía comprar opio y pipas de opio. La furgoneta pasaba entre plataneras, matas de soja, cultivos de arroz de secano en busca de un poblado mheo donde ahora sólo podrían ver cómo bordaban las mujeres y otras muestras de artesanía. Los mheo, informaba el guía, proceden del sur de China, de Yunnan. Allí se habían dedicado al cultivo del opio desde siempre y, a raíz de persecuciones políticas y étnicas de fin de siglo, se desparramaron por el norte de Birmania, Thailandia y Laos, a donde llegaron con su vieja cultura del opio. En estos momentos, apostilló el guía, el gobierno thailandés les da facilidades para que saquen rendimiento económico de otros cultivos, algodón, por ejemplo, y de la artesanía, para que abandonen el opio.

– ¿Es cierto?

El policía afirmó varias veces con la cabeza dispuesto a alejar cualquier duda del cerebro de Carvalho.

– Pero la droga sigue circulando y hay laboratorios clandestinos en todo el triángulo del opio donde se destila heroína del tres y del cuatro.

– No podemos llegar a todas partes.

– Y hay generales y ministros birmanos, thailandeses y antes laosianos metidos en todo esto.

– Ahora todo controlado.

– Pero se sigue produciendo.

– Pero todo controlado.

Insistía el policía.

Llegaron al poblado mheo y los asaltaron una banda de mujeres vestidas con trajes típicos y vendiendo pipas de latón y madera para fumar tabaco y opio, pipas estilete y pipas a secas, artesanas, baratas, ofrecidas en un inglés lleno de infinitivos y gestos. Cerdos pequeños y negros, niños que parecían haber sido dibujados al esmalte, mujeres diminutas y calladas sentadas a las puertas de sus casas montañeras frente al telar prehistórico o al bastidor más rudimentario. Ni un hombre joven, salvo el maestro indolente sentado en el alféizar de la ventana del colegio de donde sale la voz coral de los niños de esmalte cantando una canción francesa: "Sous les ponts d.Avignon".

– ¿Por qué cantan en francés?

– Por aquí hubo mucho misionero francés en el pasado. Y no hace tanto tiempo.

Informó el guía. Los catalanes estaban divididos entre la admiración hacia sí mismos por haber llegado al triángulo del opio y la compasión ante las condiciones de vida de aquellas gentes. ¿Y los hombres? ¿Dónde están los hombres? El guía señalaba hacia las montañas.

– Están en los campos de arroz de secano.

– ¿Y de opio?

Le preguntó Carvalho con una sonrisa cómplice.

– Opio, poco. Muy perseguido. Ahora ya no se cultiva tanto.

De regreso, los cuatro catalanes fueron dejados en su hotel y Carvalho en el Chiang Mai Inn. El policía le dijo en voz baja que sería conveniente que a partir de ahora no los vieran juntos para permitir la aproximación de Archit y Teresa. Por lo que Carvalho entró solo al hotel, ocupó la habitación, descendió a la piscina para zambullirse entre franceses veteranos que jugaban a bajarse el traje de baño dentro del agua mientras sus mujeres comentaban los éxitos o los fracasos desde sus gandulas. Tomó el poco sol que le quedaba a la tarde, volvió a la habitación, metió el neceser en una bolsa de plástico en compañía de la muda y del traje de baño, encerró la maleta vacía en el armario, colgó en el pomo de la puerta la cartulina del "No molesten" y salió del hotel dispuesto a ver y ser visto. Contrató un pus-pus y le dio cháchara al conductor, al que informó sobre la motivación fundamental de su viaje. Luego de recorrer el barrio de los plateros y el de los artesanos de teca volvió al centro de Chiang Mai y pidió que le dejaran en el Mercado de Noche, a uno y otro lado de Chiang Mai Road. A alguien se le había ocurrido abrir un restaurante alemán en las entrañas del Mercado de Noche, entre tenderetes de artesanías y encantes, juguetes para niños mheos asomados a la bolsa dorsal de su madre, aparadores para puros birmanos, puros verdes de humo y sabor medicinal, instrumentos musicales de juguete, pedrería, abalorios, bandejas de bisutería de plata, pinturas indias sobre hules, gorros mheos de los que Carvalho compró uno para Fuster, lacas de Chiang Mai y de Birmania, mujeres de piel casi blanca, menudas, delicadas, de esmalte. Y cuando llegó la noche, Carvalho se dejó cazar por un taxista que pasó a su lado y le ofreció lo de siempre: chicas, masajes, chicos, lo que quisiera.

– Lo siento.

Le sonrió Carvalho.

– He de irme urgentemente a Bangkok.

– ¿Ahora?

– Ahora.

– No avión. No tren.

– Lo sé.

El taxista saltó de su asiento y se fue hacia Carvalho. Él le llevaría a Bangkok. ¿Ahora? Ahora mismo, le daba tiempo incluso de ir al hotel a recoger su equipaje y mientras tanto avisaría a su familia. No, imposible. Carvalho tenía mucha prisa. Su mujer se había puesto enferma de pronto y quería llegar cuanto antes, además tenían que ponerse de acuerdo sobre el precio. Pero Carvalho ya se había metido en el taxi y el conductor había empezado a conducir, alucinado por lo que esperaba ganar con aquel viaje.

– Tres mil baths.

– Mil baths.

El regateo continuó antes y después de una breve despedida del taxista de su familia, sin bajar del coche, gritando desde el asiento a una mujer que se asomó a una casa de madera y hojalata. Por fin el cansancio mutuo ajustó el precio en mil setecientos baths y Carvalho se tumbó en el asiento trasero. Durante unos minutos contempló el perfil ensimismado del conductor, iluminado por el resplandor del ascua de puro birmano que Carvalho le había ofrecido. De vez en cuando el chófer tragueaba de una botella de estimulante de hierbas y miel. Parecía un fantasma amarillo que creaba su propia luz, la única luz en aquella carretera boca de lobo en la que apenas si se cruzaron con algún camión, antes de que Carvalho se durmiera imaginando el túnel que abrían en la recuperada verdad vegetal y animal de la noche. Un todo oscuro que caía sobre el coche intentando detener su carrera zumbante.


Le despertó el ruido del coche al frenar y culear. El chófer parpadeaba somnoliento y forcejeaba con el volante para no perder el control. Lo consiguió y se volvió hacia Carvalho ofreciéndole una cansada sonrisa. Le informó que habían dejado atrás Nakjon Sawaan, que ya estaban en la carretera número uno y que Bangkok no estaba lejos y si tenía algún interés en detenerse en Ayuthaya para conocer la antigua capital. Carvalho consultó un mapa y vio que Ayuthaya quedaba muy cerca del monasterio de Tam Krabok y que incluso ganaría tiempo utilizando el mismo taxi y desviándose en Sing Buri hacia Lop Buri, pero retornó a su proyecto primitivo de no dejar pistas directas, de entretener a Charoen atando cabos, y aunque tuviera que desandar lo andado, mantuvo el propósito de llegar a Bangkok y allí cambiar de coche. Entraban en la capital cuando el taxista le preguntó que dónde le dejaba.

– Siam Center.

Nada más frenar ante las escaleras del centro comercial que rodeaba el hotel Siam, el conductor destapó otro botellín de estimulante, bebió un largo trago, salió del coche, hizo unas cuantas flexiones para desentumecerse y observó recelosamente el acopio de billetes que Carvalho estaba haciendo para reunir lo convenido. Cuando se le tendieron los mil setecientos baths, el taxista se lanzó a una lastimera perorata sobre la longitud del viaje, lo cansado que estaba, el viaje de vuelta que le esperaba. Carvalho quería cortar la situación y añadió otros doscientos baths que merecieron una sonrisa y un grave saludo ceremonial. Carvalho subió los escalones con rapidez, merodeó por las galerías comerciales y de repente aceleró los pasos. Cogió un taxi para ir al Monumento de la Victoria. Allí lo dejó por otro y negoció con el taxista una excursión al monasterio, en su condición de periodista italiano que quería hacer un reportaje sobre la recuperación de drogadictos. Al parecer Tam Krabok era un tema de debate nacional, porque el taxista le explicó la historia de aquellos santos hombres, dos hermanos, que dirigían el monasterio hospital.

– Lo han hecho todo de la nada. Sólo disponían de un terreno que les cedió un general.

– ¿Otro general?

– Sí, un general de aviación. Son dos santos. Primero eran policías y luego se hicieron monjes. Yo también fui monje unos meses, pero no tenía vocación y lo dejé.

El tema provocó que Carvalho a partir de entonces detectase azafranados monjes entre la multitud, con su escudilla para recoger limosnas que no solicitaban.

– Y a veces, según quién se las dé, no las aceptan.

Carvalho empezaba a estar harto del paisaje de los alrededores de Bangkok y el viaje hasta Saraburi se le hizo larguísimo. No llevaba nada en el cuerpo desde el día anterior y ordenó al taxista que se detuviera en un restaurante de carretera para comer algo, un curry de pollo con arroz blanco y plátanos envueltos en sus propias hojas y asados. Llegaron al monasterio a las tres de la tarde, cruzándose el coche con asilados vestidos con blusa y pantalón rosa que llevaban cubos vacíos.

– Ésos están a punto de salir.

– ¿Cómo lo sabe usted?

– Por el color. Cuando entran van de blanco. Luego de blanco y rosa y cuando están casi curados, de rosa.

Nada que pudiera parecerse a un monasterio ni a un hospital. Un amontonamiento de construcciones funcionales, de la madera al ladrillo, pasando por el cemento y la lata, integradas en el esplendor vegetal del trópico, sin que a simple vista pudiera distinguirse lo que era zona sanitaria de lo que era lugar de rezo o de servicios. También había una cierta sensación de mezcla entre los azafranados monjes y el personal subalterno de ambos sexos entregado a una tarea lenta, tozuda, que unas veces se concretaba en las obras de construcción de un nuevo pabellón frente al que se apilaba una montaña de piedras y en la cima un monje joven con un martillo con el que iba troceando pacientemente las piedras que conformaban la montaña que le sostenía, otras en la recogida de aguas de silos cisterna, o en el trajín de la cocina al aire libre, sin otra cobertura que un techado de paja. Monjes de edad imprecisable, ancianos con cestos en la cabeza descendiendo con artrítica parsimonia por el camino fangoso, niños correteando detrás de perros famélicos, una joven madre con una mano en el puchero, la otra meciendo al bebé en la cuna y alejándole las moscas azules, pobreza limpia de misión social, un Pozo del Tío Raimundo de Asia. El monje que salió al encuentro de Carvalho era el secretario del prior, llevaba un tatuaje barroco en el brazo y lanzó un salivazo largo, lánguido, rojo por el betel sobre una plantación de orquídeas alimentadas con el abono de las cortezas de coco. Era un hombre de edad tan indefinida como apacible en sus gestos ayunados. Estaba orgulloso de poder explicar a Carvalho lo que allí se hacía y empezó desde el principio, desde el momento en que llegan al monasterio seres prisioneros de la droga con deseos de curarse. Se desnudan, entregan cuanto llevan y reciben a cambio una tarjeta verde o rosa, según hayan llegado con o sin dinero. Es su carta de identidad. A partir de ese momento entran en un mundo donde no existe el dinero y donde rezarán, beberán infusiones de hierbas, vomitarán y lo que no pueda el asco lo podrá el consuelo de la oración. Hasta disponen de estadísticas: el año con menos ingresados, 1970, y el de más, 1ifc. De doscientos noventa a siete mil, no hay ninguna razón que lo explique, porque en 1982 ya llevamos casi mil doscientos ingresos. Allí están los ingresados. En una gran nave común dividida en dos zonas, la que ocupan los de la primera fase de la curación y la de los de la segunda. Sobre unas tablas cabalgantes sobre una trama de listones, cuarenta o cincuenta cadáveres amarillentos se sientan en cuclillas o se convulsionan o se rebozan en mantas de borra para alejarse de un feroz frío interior y contemplan al extranjero mirón de su ruina a través de unos ojos de cristal opaco. Al frente de aquel pabellón hay un monje veterano, fuerte, malencarado, que contrasta con la dulzura del monje tatuado.

– Luego le presentaré al prior.

Le dice en voz baja a Carvalho.

– Por favor, me han hablado de un monje que está aquí y le traigo un saludo de sus familiares. Se llama Chin Ramsun.

El brazo tatuado se alza y señala hacia el monje que sigue achicando piedras desde lo alto de una montaña que él mismo ha elaborado.

– ¿Puedo saludarle?

Se inclina el monje tatuado y se retira. Carvalho va hacia el pertinaz picapedrero dotado de un instinto de piedra que le permite acertar cada vez que el martillo desciende como un rayo lento. desde la base de la montaña, Carvalho grita su nombre. El martilleo se detiene y sobre Carvalho cae la mirada penetrante y recelosa de Asia.

– Quisiera hablar con usted.

El monje se alza en su estatura de álamo y desciende con un cuidado que evita el desmoronamiento de las piedras. Carvalho teme por la suerte de las plantas de sus pies descalzos, pero el descenso se realiza con precisión de experto. Es un monje alto, de cabeza ovoide, de músculos largos y ojos amarillentos por el ayuno el que se inclina ante Carvalho y asume el tono de confidencia de sus palabras y el inicio de un paseo que los aleje de donde aguarda el monje tatuado.

– Me ha dado su nombre la madre de Archit.

Carvalho le cuenta su viaje, los pasos que ha dado, el encuentro con los padres de Archit, la estratagema del viaje a Chiang Mai, la seguridad de que Charoen no le ha detectado y la necesidad que tiene de encontrar a Archit y la mujer, ahora que con toda seguridad no le sigue nadie. El monje escucha con atención y luego comenta con aparente desintencionalidad en la voz y los gestos.

– Me doy por saludado y le rogaría que continuara su visita. Sería sospechoso que ahora sostuviéramos una larga conversación usted y yo. Cuando termine la visita pediré permiso a mis superiores para ir a Saraburi a comprar algo que necesito y a usted para que me permita ser un pasajero más en su taxi.

Pero Carvalho necesita un anticipo de expectativa y antes de fingir la despedida y volver con el monje tatuado, le solicita:

– Dígame, al menos, si sabe dónde están.

– Creo saberlo.


El secretario tatuado retoma a Carvalho y le conduce hacia el pabellón más grande construido en obra, ante el que charla un monje con tres o cuatro operarios. El introductor pone las dos rodillas en el suelo, se inclina sobre sus manos unidas, se levanta y dialoga con el otro. Luego invita a Carvalho a que se acerque y el detective se limita a saludar al prior con una inclinación de cabeza. Es un hombre fuerte que también lleva el amarillo del ayuno en sus ojos y el vigor en las púas de sus cabellos negros y blancos cortados al raso. Fuma con soltura un cigarrillo rubio americano que ha sacado de un paquete oculto entre los pliegues de su túnica, e invita a Carvalho a que visite el lugar donde está recopilando el cancionero tradicional de Thailandia y de otras partes del mundo. Penetran en el gran pabellón, se descalzan y suben por unas escaleras de granito y pasamanos de plástico para llegar a una nave compartimentada por falsos muros de contraplacado pintados de marrón. Predominan los aparatos de acústica y los ficheros de viejas oficinas desguazadas de los que el prior empieza a sacar partituras que él mismo ha escrito en caracteres de música occidental, que compara ante Carvalho con transcripciones de las bandas sonoras en cintas abobinadas colgantes de barras de hierro.

– Aquí hay más de cien mil canciones de todo el mundo.

Dice el prior con un orgullo refrenado por la humildad búdica, humildad que no comparten los otros monjes, que ensalzan ante Carvalho la hazaña cultural de un hombre que hace tres años no sabía música y que no tiene otra ayuda que un viejo pianoforte. En estos momentos las canciones del prior de Tam Krabok son famosas en toda Thailandia, informa el monje tatuado y, a continuación, ruega a su jefe que le enseñe a Carvalho alguna canción italiana que haya recopilado. Con la seguridad del que domina el asunto, el prior tira de un cajón y casi a primera vista escoge una ficha que entrega a Carvalho. "Una picolíssima serenata". Mientras tanto, dos monjes jóvenes han puesto en marcha una reproductora de casetes y empiezan a sonar las canciones autóctonas del prior. Carvalho cree haberlas oído en todas partes, pero tal vez sea un contagio del efecto óptico sobre el auditivo, tal vez la misma sensación de vivir entre gentes iguales se prolonga en la de creer oír siempre lo mismo. Alaba Carvalho el trabajo, la paciencia y los medios rudimentarios de los empeñados en hacer posible la obra del prior y su comentario merece una mirada de agradecimiento del hombre santo. ha desaparecido el envaramiento de sus gestos e incluso coge a Carvalho por el brazo mientras avanzan hacia la salida y le comenta que él conoce Italia de sus tiempos de marino. Primero fui marino y luego policía, dice el prior. Luego fui simplemente un hombre entre los hombres que descubrió lo que Buda llamó "el sentido analítico de la producción condicionada". La existencia condiciona el nacimiento y el nacimiento condiciona el dolor, la vejez y la muerte. Contra la vejez y la muerte no se puede luchar, pero contra el dolor sí, sobre todo cuando el dolor depende de la voluntad. Aquí luchamos para que, en unos seres destruidos, desaparezca la voluntad del dolor confundido con la voluntad del placer.

Era el mensaje final y, tras la recomendación de que publicase lo que publicase le enviara un ejemplar del periódico, el prior se marchó hacia otra de las dependencias del monasterio y el monje tatuado acompañó a Carvalho hasta el camino de salida. Allí les esperaba Chin Ramsun, quien humildemente se dirigió al monje secretario y entabló con él un diálogo que provocó un cierto embarazo en el tatuado.

– El hermano Ramsun tiene necesidad de ir hasta Saraburi para adquirir algunas mercancías. ¿Tendría usted algún inconveniente en llevarle en su taxi?

Carvalho aceptó procurando poner más generosidad que entusiasmo en sus gestos y en sus palabras.

– Por cierto. ¿El reportaje que usted va a escribir va a salir sin fotos?

Carvalho asumió lo irregular del comportamiento de un enviado especial que realiza un reportaje sin el acompañamiento del fotógrafo.

– Lo había olvidado. Mi fotógrafo es un profesional alemán que reside en Bangkok y hoy no ha podido desplazarse conmigo. Vendrá por aquí en el plazo de cinco o seis días y le ruego que sean tan amables con él como lo han sido conmigo.

– Será bien recibido.

Dijo el tatuado con una rotunda inclinación del cuerpo que Carvalho trató de imitar al tiempo que retrocedía hacia el taxi. Tuvo tiempo de advertir a Ramsun que no hablase en presencia del taxista, quien se puso de rodillas y se inclinó sobre sus manos unidas cuando vio que el monje iba a subir a su coche. Salieron a la carretera general y Carvalho pidió al conductor que se detuviera en el primer bar que encontrase porque estaba sediento. Así hizo, y Carvalho y el monje se instalaron ante una mesa desvencijada sobre la que un niño descalzo puso una cerveza para Carvalho y un vaso de agua para Ramsun.

– Hace una semana, Archit me hizo llegar un recado. Necesitaba verme. Nos citamos en el campo, a medio kilómetro del monasterio y acudió a la cita con esa mujer a la que usted llama Teresa. archit y yo somos hermanos de leche. Mis padres eran campesinos del nordeste, como los de Archit, mi madre murió al nacer yo y me crió la madre de Archit. Antes de ser monje yo llevé muy mala vida, fui uno de los que ingresaron en el monasterio hospital para desintoxicarme y luego me quedé para hacerme monje. Quiero decirle que conozco el mundo en el que se mueve Archit porque de alguna manera sigue siendo mi mundo y que conservo sobre él el ascendiente de haber sido uno de sus protagonistas y el de ser ahora un hombre santo. Archit y la mujer estaban desesperados. Se sentían solos frente a la policía, a la persecución de los del "Mañ pen rañ" y, sobre todo, a la persecución de "Jungle Kid". No podían escapar a través de Bangkok, ni por las fronteras de Laos o Camboya, que están cerradas desde hace cuatro o cinco años. Tampoco podían intentar cruzar la frontera clandestinamente y luego quedarse en países como Laos o Camboya, donde su caso no habría sido comprendido y habrían ido a la cárcel o habrían sido repatriados. Tampoco es segura la frontera de Birmania. En fin, les aconsejé que se fueran a un lugar un poco insólito durante unos días y que luego trataran de cruzar la frontera hacia Malasya, llegar a Penang y desde allí a Singapur y Europa. Había que solucionar dos problemas: el de su identidad y el del lugar donde esperar. Para lo primero, les remití a un amigo mío en Bangkok y, para lo segundo, les sugerí una isla del golfo de Siam, Koh Samui, que yo conocía porque hice el noviciado en el monasterio del Gran Buda del Mar, junto a la playa de Bo-Phut. Koh Samui está todavía fuera de las rutas turísticas, apenas si hay policía y la que hay es tolerante porque acostumbra a ir un turismo de gente joven, de lo que queda de eso que ustedes llaman "hippies". Les dije que esperaran allí unos días y que luego cruzaran la frontera malaya por Sadao.

– O sea que ahora están en Koh Samui.

– Lógicamente, estarán en Koh Samui todavía y dentro de unos días tratarán de llegar a Sadao.

– ¿Hay avión hasta Koh Samui?

– No. Y es mejor que así sea. El pasaje de los aviones es fácilmente controlable. Hay que ir en tren hasta Suratani, allí coger un taxi hasta el puerto de Ba Don y luego unas tres horas de barco hasta llegar a Koh Samui.

– ¿Y eso no es una ratonera?

– A veces para huir de una gran ratonera hay que meterse en una pequeña ratonera.

– ¿Cómo puedo llegar a Koh Samui sin que Charoen y los del "Mañ pen rañ" se enteren?

– Le daré mi contacto en Bangkok para que le ayude en los problemas de identidad y en la reserva del tren.

El monje se levantó y fue hacia el excusado, para volver minutos después e invitar a Carvalho a que le siguiera hasta el taxi. Cuando estuvieron acomodados y de nuevo en marcha, le puso en la palma de la mano un pedazo de tela desgarrado de su túnica, dentro del cual Carvalho adivinó la presencia de un papel.

– La tela es para que se la entregue usted a mi amigo.

En Saraburi las despedidas fueron rápidas y los ojos de Chin Ramsun no expresaron ninguna conmoción especial cuando dijo:

– Nosotros creemos que el deseo, el odio y el terror encienden el mundo. Así ha sido siempre y así será siempre. Archit es una víctima del deseo, del odio y del terror y morirá como una víctima. Lo siento porque le amo, porque amo a su madre. Pero no olvide usted mis palabras.

Carvalho no las olvidó y le ayudaron a distanciar la cháchara del taxista empeñado en demostrar todo lo que sabía de Tam Krabok.

– ¿Les ha visto vomitar en público? No. Claro. Es por la mañana. Se pone cada enfermo delante de un cubo, se arrodilla, toma las hierbas y vomita en el cubo, en el jardín, delante de todos.


– Pero qué boba eres, qué bobita eres.

Rosa Donato dio un leve empujón a la muchacha para que quedara en el centro del recibidor a la vista de Marta Miguel.

– Es muy tímida, demasiado tímida. Marta, ésta es Merche, que desde ahora será mi secretaria, mi mano derecha.

Marta Miguel besó a la muchacha en las dos mejillas y dio un paso atrás para abarcarla de arriba abajo.

– Qué mona.

– Y muy inteligente. Pero pasa, que ya han llegado las otras y el pelma de Juli Rigol, que ya está borracho. ¿No le conoces? Es ese pintor de caballos que se casó con la trapecista.

Atravesó Marta el dintel que separaba el recibidor del "living" dividido en dos zonas de estar, la una para la música y la otra para la lectura, porque a mí me gusta mucho leer, me chifla leer, insistía Rosa Donato acentuando el hociquillo y con él las arrugas convergentes en los labios.

– Sírvete algo, Merche, a ver si te animas. La veis así, pero luego en los negocios es un hurón, peor que yo.

Merche se rió de su propia maldad. Para Marta Miguel estaba demasiado delgada, se acercaba demasiado al modelo Audrey Hepburn, en el que siempre se habían movido las apetencias de la Donato, salvo en el caso de su larga pasión por Celia Mataix.

– No es un "party" normal. Aquí tenéis a dos sospechosas de asesinato, Marta y yo. Qué pesada la policía, oye tú, qué pesada.

La traductora de novelas feministas, la ganadora del premio de novela breve más importante de la literatura murciana, el viejo pintor de caballos y su mujer ex trapecista se rieron ante la ocurrencia de Rosa Donato.

– Y usted ¿dónde estuvo el día de autos? Qué tontería, si no era día, que era noche. Qué pesados oye tú y con Marta, pobre Marta, es que se pasaron, como fue la última. Venga a beber, que no decaiga, hoy celebramos el fichaje de Merche, que es una joya.

Llenó las copas de champán Juvé y Camps Reserva Familiar y anunció que si querían otro un pelín más seco, seco del todo, seco de secante, tenía a su disposición un Brut Nature Torelló excelente. Se alzaron las copas y el pintor exclamó: Por Merche. Por Merche, secundaron los demás y bebieron mirándose entre sí, pero sobre todo Rosa a Merche y Marta a Rosa. La recién introducida se sentó en el sofá y Rosa junto a ella. Primero le puso una mano sobre una pierna, luego pasó un brazo por sus hombros y finalmente la obligó a ofrecerle la cara y la besó en los labios.

– Estás guapísima.

– Sí que lo está, sí.

– ¡Qué casa tan bonita tienes, Rosa!

Comentó la ex trapecista, que, a juzgar por su evidente deterioro físico, sin duda se habría caído más de una vez del trapecio.

– Cuatro cosas pero buenas. Y eso, gracias a que, desde la tienda, pues sé lo que es una oportunidad y lo que no lo es. Y que me lo gasto todo en la casa y en mí misma. ¿Para qué tener dinero? Ya habéis visto. Ahora los socialistas.

– Pues yo he votado socialista.

Dijo la novelista.

– Y yo también.

Añadió la traductora. La ex trapecista había votado socialista, y su marido y Marta Miguel. Rosa Donato se echó a reír y se atragantó.

– ¡Qué gracia! ¡Y yo también!

Todos habían votado socialista.

– Yo me dije, mira que sea lo que Dios quiera. Para mí, fue como la ruleta rusa. No sé si lo harán mejor, pero sólo con que no lo hagan peor que los otros ya me conformo.

– Es que a mí Guerra me encanta.

– Felipe es un buen chico, pero Guerra es un genio, se le nota una cosa, una cosa que… en fin, demasiado para el cuerpo como se dice ahora.

Merche iba mirando a unos y a otros, aceptaba y repartía champán.

– Lo extraño es que aquí en Barcelona no se ha notado alegría por la victoria socialista. El otro día salía un artículo muy bueno sobre este tema, de Esther Tusquets, en "La Vanguardia".

– Ya lo leí, pero como ella es suquera, pues las ganas o la rabia.

– No, sea lo que sea, el artículo era bueno. Es cierto, aquí no hubo la alegría que hubo en Madrid.

– Toma, porque los socialistas catalanes saben que las elecciones se las ha ganado Felipe González y eso tiene un precio.

– A mí que no me toquen Catalunya.

Alzaba la voz el pintor.

– Porque por delante de todo soy catalán.

– Yo por delante de todo soy mujer.

Le cortó la Donato.

– Mujer catalana.

Insistió el pintor con tozudez etílica.

– Toma y euroasiática. Ay, Martita, nena, que me parece que estos comilones no te han dejado canapés.

– Había pocos.

Dijo con suicida sinceridad la ex trapecista.

– Qué dices tú ahora, si había casi tres kilos. Martita, mira en la nevera a ver si encuentras algo. Anda, Merche, acompáñala.

Salieron las dos mujeres una detrás de la otra y, tras ellas, la voz de la Donato.

– A no perderse, ¿eh?, que la casa es grande.

Marta se indignó.

– ¿Qué se habrá creído ésa?

– No le hagas caso, es una bromista.

Merche tenía una vocecilla del tamaño de los huesecillos de su cuerpo. Abrió la nevera y se inclinó. Marta le vio el cuello sedoso, los rizos negros escapándose de la contención del peinado y le puso una mano sobre la espalda, suavemente, como para secundarle el gesto. A su espalda sonó la voz de trueno de la Donato.

– Esa mano.

Marta dio un respingo y se volvió para ver venir a una airada Rosa Donato.

– Que ya lo sabía yo, que tienes las manos ligeras, demasiado ligeras.

Apartó la Donato a Merche y cerró la nevera de un portazo.

– Venga, tú al salón y tú a donde quieras.

Desde la puerta, una feroz Rosa Donato ladró:

– Cuidado con las manos, que luego te pasa lo que te pasa.

– Pero, ¿quién te has creído tú que eres? ¿La reina de Saba?

La Donato no quiso dejar cabos sueltos y volvió a entrar en la habitación para acercar su cara a la de Marta y decirle con voz sofocada.

– Lo que me pago yo me lo como yo, ¿te enteras?

– Pero, ¿qué chorrada es ésa? Me he limitado a hacer un gesto cariñoso.

– Pues se los haces a tu madre, que buena falta le hacen.

Marta pegó una bofetada en la cara de Rosa, que fue inmediatamente devuelta. Se quedaron frente a frente y fue Marta la que dio la espalda y se fue en busca de la salida, seguida por la implacable mirada de la Donato. Marta Miguel no se dio cabal cuenta de lo que había sucedido hasta que salió de la casa para atravesar el jardín con piscina de aquella pequeña comunidad de vecinos de lujo, y el frío de la primera noche de noviembre balsamizó el calor del champán y el de la bofetada. Sentía una rabia total contra sí misma y contra la Donato, una rabia que la convirtió en una imprudente conductora de su viejo Seat127 en dirección al centro de la ciudad. Recorrió Vía Augusta de un tirón, favorecida por los semáforos y se lanzó por la calle Balmes tumba abierta hacia la plaza de Catalunya y las Ramblas. Aparcó el coche en los alrededores de la iglesia de Santa Mónica y sus piernas cortas y fuertes llenaron la noche de taconeo de percusión. Sus pasos se dirigieron hacia la casa donde vivía Charo y ante ella se quedó, de nuevo calibrando su estatura, pero esta vez llegó la decisión y se acercó hasta la puerta para pulsar allí el llamador automático. Tardó en contestar una voz de mujer:

– ¿Quién es?

– ¿Es usted Charo? Soy Marta, una amiga de Pepe. Tengo urgente necesidad de hablar con usted.

– ¿Pero a estas horas? Son las dos.

– Es urgente.

– ¿Le ha pasado algo a Pepe?

– Es urgente, se lo ruego.

– Está bien. Suba.

El sonido del abridor automático pareció un estremecimiento.


– Es que no son horas.

Dijo Charo con la alarma en los ojos cargados de sueño y de rímel corrido. Llevaba un salto de cama casi transparente y Marta Miguel captó la colilla de habano que contenía el cenicero del pequeño "living" a donde fueron a parar y la botella de whisky, los dos vasos con los restos de agua teñida por el alcohol de los cubitos disueltos.

– No sabe cuánto lo siento, pero su amigo está de viaje y necesitaba hablar con usted. Se marchó con tanta rapidez. Ya le pregunté a su socio.

– ¿Qué socio?

– Un chico delgadito, calvo, con el pelo así…

– Biscuter. Bueno, su socio, está bien. ¿Y qué le dijo él?

– Que tal vez usted sabría algo.

– Pero él me lo dijo por teléfono, delante de usted, ahora recuerdo, y le dije que no me había dicho nada.

– Pensé que contestaba usted por discreción, pero que si le forzara a recordar…

– No me dijo nada de usted, ni de usted ni de nadie. No me habla de su trabajo, sólo cuando me necesita y últimamente no sé donde para, porque nos vemos muy poco.

Charo se dio cuenta del abatimiento de Marta.

– Bueno, no se ponga usted así. Tome una copa.

– La he despertado.

– Ahora ya no hay quien me duerma y una copa me sentará bien.

Charo instó a Marta a que se sentara. Fue a la cocina a buscar dos vasos limpios y cubitos de hielo. Cuando volvió encontró a Marta con la cabeza reclinada sobre el respaldo del sofá y el antebrazo sobre los ojos. Retiró el brazo cuando oyó el tintineo de los cubitos en los vasos, empuñó un vaso y se llevó el helor del cristal a los párpados cerrados, como si le aliviara el dolor de los ojos convertidos en tumores.

– ¿Qué le pasa? ¿Se encuentra mal?

Marta Miguel llevaba despeinados los cortos cabellos no muy limpios. El cansancio, la bebida, la jaqueca acentuaban la asimetría de sus facciones, el brillo de sus labios caídos, la estampa de animal de tercera clase cansado de sí mismo.

– A ellos nunca les pasará nada. Son tan brillantes. Tienen tanto dinero. Tantos amigos.

– ¿De quién habla?

– De ellos.

Y el brazo en ángulo de Marta Miguel abarcaba una no delimitada tribu de triunfadores a la que sin duda ella no pertenecía.

– No les conoce. O quizá sí, porque son todos iguales. ¿Ha oído usted hablar del crimen de la botella de champán? ¿De esa mujer que apareció asesinada en su casa, de madrugada?

– Sí. Lo he leído. Por encima, pero lo he leído. ¿Lleva el caso Pepe?

– No. Lo llevo yo.

Y se echó a reír.

– Vaya si lo llevo yo.

Desde su divertimento intransferible, Marta Miguel estudió la reacción de Charo, de aquella morenita de ojos grandes y labios carnosos, con ojeras y patas de gallo.

– Yo estaba allí la noche del crimen. Era una fiesta en torno de Celia, la que murió. Celia era muy amiga de Rosa Donato, a la que acabo de mandar a la mierda. Era una fiesta horrible, llena de cursis, pero la daba ella, estaba ella y yo había suspirado años y años porque llegara aquel momento. ¿Vio la foto en el periódico? No le hacía justicia y eso que ya no era ninguna niña, ya era una mujer como yo, de cuarenta para arriba. Era rubia, tenía un pelo precioso, la cara de muchacha florentina -no sé por qué digo esto, tampoco sé muy bien cómo son las muchachas florentinas-, un cuerpo largo, que se movía como la música, una piel de lujo, de lujo, de melocotón dicen los escritores. Creo que se había hecho más hermosa con los años. Cuando era una muchacha también lo era, pero le faltaba el encanto de una cierta decadencia, eso es, de una cierta decadencia. Se estaba pudriendo, Celia Mataix, como yo, como la Donato, como usted. Pero ella se pudría desde la belleza absoluta. La recuerdo como si la estuviera viendo, hace veinte y algunos años, en la universidad. ¿Usted ha ido a la universidad?

– No.

– Siempre llevaba una rosa fresca y unos jerseys de cuello cisne que yo nunca he podido llevar, entonces porque eran muy caros y ahora porque soy cuellicorta. Viene de familia. Mi padre también era cuellicorto y mi madre, pobrecita, también. Tengo a mi madre inválida. Sólo tiene ojos y piel, la pobre.

– Cuánto lo siento.

– Usted lo siente porque tiene buen corazón. Pero ellos no lo sienten. No necesitan tener sentimientos. Tienen razón, porque desde niños han sabido que el mundo estaba hecho a su medida y bastaba con entenderlo desde sus propios intereses. Ella era igual, me refiero a Celia, pero tenía un no se qué de frágil. No era un tiburón. Era frágil. A veces les sale gente así, parásitos que alimentan y ocultan para que no haga el ridículo la clase social o la raza, porque ya son una raza, vaya si son una raza. Una clase social tan cínica, tan dominante, acaba convirtiéndose en una raza y te lo escupen a la cara, palabra a palabra, gesto a gesto: no eres de los nuestros, aunque tú valgas cien veces más que ellos y te hayas roto los codos para saber tanto como ellos, lo mismo que ellos, más que ellos. Pero por mucho que aprendas, nunca llegarás a saber lo que verdaderamente les distingue, una capacidad de aprecio a sí mismos y de relativización de lo ajeno para la que nosotros no estamos dotados. Por muy fuertes que consigamos ser, aunque tengamos dinero, incluso cultura o poder, seguimos pidiendo perdón por haber nacido.

– ¿De quién habla?

– De ellos. De esa gentuza.

– ¿Qué tiene que ver mi Pepe con todo esto?

– Él me buscó porque estaba interesado en el crimen y cuando me encontró no me hizo ni caso, al contrario, lo dejó correr todo.

Marta Miguel se bebió un segundo whisky. Levantó el vaso brindando silenciosamente por Charo y lo vació en dos tragos. Veía a Charo a través de una cortina de humedad inexplicable y le parecía una chica bonita, más cerca de los cuarenta que de los treinta.

– No permita que su Pepe la deje tan sola. Es usted joven y muy guapa.

– Gracias. Bueno, me quejo, pero él tiene su trabajo y yo el mío.

Marta se volcó hacia adelante y puso una mano sobre una rodilla de Charo que había quedado al descubierto por un vencimiento del salto de cama. Charo miró la mano y luego el rostro abotargado de Marta, donde campeaba una sonrisa lasciva y boba. Apartó la rodilla, pero la mano la siguió, como si fuera una ventosa. Charo cogió la mano de Marta y la apartó.

– Lo siento, señora, pero no me va la tortilla.

Marta quedó con la mano en el aire un instante. Luego la replegó a su posición de partida y suspiró.

– No le va la tortilla.

Se echó a reír.

– Las cosas claras. Un whisky más y me voy, se lo juro.

– Que no me vaya la tortilla, no quiere decir que la eche.

– Pasaba por aquí, sólo he venido a saludarla.

Reía su propia gracia.

– Y lo peor de todo es que no puedo hacer nada contra ellos. Son invulnerables.

– Mañana verá las cosas de otra manera. Necesita descansar. ¿Cómo ha venido hasta aquí?

– En coche. Tengo coche.

Añadió con satisfacción exagerada.

– Soy el primer miembro de mi familia que tiene coche.

– No está como para conducir. ¿Quiere que llame un taxi?

– Tengo coche y volveré a casa en coche.

Exclamó fieramente Marta Miguel al tiempo que se ponía en pie, dispuesta a impedir que Charo le quitara el derecho a conducir su coche. Avanzó hacia la puerta con zancadas de fingida seguridad y una vez allí adelantó los labios para besar una mejilla de Charo.

– De todas maneras, gracias. Usted me comprende. ¿Podremos ser amigas con el tiempo?

No esperó la contestación. Abrió la puerta de par en par y la cerró con estruendo tras ella. Hizo un esfuerzo por contener el vómito hasta llegar a la calle. Pero brotó como un surtidor agriado en cuanto el ascensor inició el descenso.


"Busque a Khao Chong en el embarcadero del Oriental. Él sabrá qué ha sido de nuestros amigos y le ayudará a encontrarlos". Carvalho memorizó la nota y por si se le borraba el nombre del contacto se lo apuntó con bolígrafo en la muñeca bajo la caja del reloj. Llegó al embarcadero del Oriental sobre el gran Chao Phraya, que ya llevaba la noche a cuestas, pero Khao Chong estaba allá como jefe de la oficina de contratación de barcas navegantes por los canales, tumbado en una hamaca demasiado grande para su cuerpo pequeño y delgado y aventándose con un pai pai de paja. Carvalho le dio el retal del vestido de Chin Ramsun y el viejo se incorporó como si le hubiera dado el plano del tesoro del capitán Kid. Se metió en una cabaña de madera e invitó a Carvalho a que le siguiera. Carvalho repitió su historia y el consejo que le había dado Chin Ramsun. Necesitaba localizar a Teresa y Archit y llegar hasta ellos antes que todos sus perseguidores.

– Vaya donde vaya tendrá que registrarse en los hoteles y Charoen le localizará o el mismo "Jungle Kid". Necesita un pasaporte y un visado de los que extienden al entrar en el país. ¿De qué nacionalidad lo prefiere?

– Italiano.

– Mañana por la mañana, aquí.

– ¿Dónde están Archit y Teresa?

– Mañana por la mañana lo sabrá y le daré los medios para llegar hasta ellos. Necesitaré dos mil baths y el pasaporte para copiar la foto. ¿Dónde va a pasar la noche?

– ¿Hay algún hotel donde no me pidan la documentación?

– Los que no la piden son los peores. A la media hora tendría usted a Charoen o "Jungle Kid" allí. Quédese aquí.

El viejo le señaló una colchoneta en el suelo.

– Le traeré algo de comer y agua.

Se marchó y volvió media hora después con una botella de agua mineral y dos bocadillos de pan inglés con ensalada, mayonesa, atún y pimiento morrón picante.

– Si se aburre le puedo enviar a una chica.

– No podría hacerle los honores convenientemente.

Carvalho abarcó la poquedad de todo lo que exhibía el local.

– Una bonita chica, muy limpia, muy sana y sabrá comprender.

Carvalho se imaginó aquella barraca llena de gemidos artificiales y negó rotundamente.

– Si todo va bien, podrá abandonar Bangkok mañana a las cuatro de la tarde. Pero he de darme prisa. Le aconsejo que no salga, no se deje ver. El embarcadero del Oriental es un punto muy concurrido.

– ¿De noche también?

Rió su anfitrión reservándose el sentido final de su risa.

– De noche el público cambia. Salen los ricos de Bangkok y sus invitados extranjeros. Pasear por el río en barcazas con músicos, comida, bebida, chicas bonitas es un placer que usted debiera probar en mejor ocasión.

– Algún día volveré a Bangkok a pasarlo bien.

Se marchó el viejo y Carvalho se tumbó en el jergón convocando en su ayuda al dios del sueño, pero en su lugar llegaron todos los mosquitos del Chao Phraya dispuestos a sacar el vientre de penas a su costa. Consideró que de pie estaba en mejores condiciones para rechazar sus ataques y se paseó por la estancia arriba y abajo como si estuviera en la celda de una cárcel. A través de las ventanas pasaban las frágiles canoas lamiendo el agua. Llevaban una luz de petróleo como señalización y parecían mariposas funerarias de un hermético culto a la muerte en el agua. Apenas si había vida sobre los shampanes amarrados y, la que había, reproducía la inercia de vivir de todo tiempo y todo lugar. Gestos de animales anochecidos en los adultos y en los niños, humos, frituras, cacharros en el agua, gritos de llamada, de juego, de riña, alguna luminaria de televisor en blanco y negro en las barracas lacustres y la omnipresente melodía que escuchaba todo Thailandia, "Sangharila", una combinación de tradición musical y rock blando, cantado por voces lastimeras de animales pequeños situados en el culo del mundo. Tal vez era un ritmo del prior de Tam Kabrok, que a estas horas iniciaría una larga vigilia de músico ante el pianoforte marrón descolorido, rodeado de pentagramas y cuadernos donde anotaba, con puntería de obseso, una vieja canción khmer y el "Qué viva España", mientras Chin Ramsun seguía picando piedra sobre su colina artificial bajo la luz de la luna de Saraburi y Lopburi, la luna de Bangkok, de Chiang Mai, de Koh Samui, de "Jungle Kid", de Teresa, de Archit, de Charoen. Ay, si la luna se convirtiera en un faro delator que fuera marcando las distancias que nos separan, pensó Carvalho al verla en el agua como una quilla segmentada o recortando la silueta de un paisaje de palmeral y selva baja. De vez en cuando pasaba una barcaza cargada de flores, música y risas, incluso alguna con orquestina y vocalista. ¿Qué estaría haciendo Charo? ¿Y Biscuter? Habrían comido solos o tal vez Charo se habría ido de tapas con "la Andaluza" o cualquier amiga venida a menos o a más. Marta Miguel se le metió en la imaginación con su presencia maciza, detrás de una tarima, con un bocadillo de calamares a la romana, en una mano, y, en la otra, un puntero con el que subrayaba un discurso profesoral sobre lo que le había costado abrirse camino en la vida. Eran las tres de la tarde en Barcelona y quizá Marta Miguel comprobaba la hora en el reloj de pulsera, desde una celda de la cárcel de la Trinidad. Era la primera vez que Carvalho había tenido miedo ante la voluntad de delación de un asesino. Marta trataba de pregonar su crimen como si fuera un acto de posesión de Celia Mataix. Y en cuanto a Celia, que durmiera en paz su inocencia traicionada por la obligación de vivir y contestar a las preguntas inapelables. Llegaban parejas de gala al embarcadero. Gente importante de Bangkok con anillos de zafiros con una fecha por dentro, acompañada de contactos occidentales, parejas entre la madurez y la vejez, excitadas por la aventura del río nocturno. Los thailandeses ricos se comportaban como los catalanes ricos de Camprodón o S’Agaró o como los madrileños ricos de Somosaguas o los andaluces ricos de Jerez. En cambio, los americanos se comportaban como americanos sin más adjetivación y se dejaban envolver en la red de sutiles amabilidades de una vieja cultura del comportamiento, conscientes de que, más tarde o más temprano, lo pagarían como el americano borracho del Rose Garden había pagado el derecho a emborracharse, ser grosero, ridiculizar aquel digesto de cultura thai. Carvalho oyó o vio pasar expediciones armiñadas de público de ópera, en busca del excitante olor a podrido del río visualizado por la luna y las bombillitas de las barcas. Se adormiló y le despertaron voces maullidos que subían desde el declive que llevaba a las aguas. Un caballero de cabello plateado descendía hasta el borde del agua acompañado de dos pajes thais que le llevaban cada uno de una mano. Los pajes reían y maullaban en su idioma y el caballero se dejaba conducir como un rey gordo y bonachón. A un paso del río, los pajes desabrocharon el cinto que sostenía los pantalones del rey y éstos cayeron como la piel vencida de un paquidermo obsoleto. Un paje se apoderó del pene de Su Majestad y el otro le quitó la chaqueta de alpaca, lo que permitió al rey alzar los brazos y palmotear hacia la luna. El paje que le había cogido el pene dio un tirón de la semidespierta víbora y el caballero, con los pies trabados por sus propios pantalones, cayó de rodillas en el agua, mientras los dos pajes corrían ladera arriba llevándose la chaqueta como un botín ingrávido. Tardó en darse cuenta el rey de su condición de viejo robado, semidesnudo, abocado a un río tan fecundo y poderoso como podrido y, cuando se dio cuenta total de lo sucedido, recuperó la estatura de señor del mundo tronante e insultante que recomponía la estética del sur del cuerpo al reponer la piel de los pantalones y volvía grupas para tratar de subir lo más rápidamente posible una pendiente de detritus vegetales, para, al llegar a la cima, quedar al descubierto bajo una bombilla vacilante que le hacía y le deshacía un rostro jadeante de hombre blanco, gordo, demasiado lento para un trópico que podía comprar pero no comprender. La luz le reveló su condición de vencido y le retiró el grito de altanería de los labios. Se marchó en dirección a las luces del Oriental en busca de la respetabilidad que había perdido junto al río y del dinero de repuesto que habría guardado en la caja fuerte del hotel.

Carvalho dormitó más que durmió. A partir de las cuatro de la mañana, fue un hombre sentado sobre un jergón que se interroga sobre qué coño se le ha perdido en una estúpida cabaña situada junto a un río estúpido.

– Que me la trae floja. Y todo por una mujer que me la trae floja y por una minuta que apenas me va a dejar beneficios.

Moverse o ser movido. Le llegó un eco de su perdida cultura que atribuyó a un poema de Beckett que alguna vez le había impresionado. "Esto no es moverse. Esto es ser movido".


Khao Chong se presentó a las siete de la mañana con un botellín del estimulante nacional casi helado y otro bocadillo de atún y ensalada. Carvalho probó aquella ambrosía y le supo a tonificante para jovencita sometida a los primeros desgastes y agresiones de la regla. Khao Chong hablaba cautamente, en una relación correcta entre la forma y el fondo de la cuestión. Tenía que salir de allí porque de un momento a otro empezarían a llegar las expediciones hoteleras que pasean a los turistas por el río y les llevan al Mercado Flotante para que les saqueen los vendedores más hábiles de Asia. Todo estaría preparado hacia el mediodía: el pasaporte, el visado, el billete de tren hacia Suratani.

– Le he sacado una plaza en primera. Viajará solo en un departamento con aire acondicionado y cama. Son los departamentos que tienen menos control policial porque suele viajar gente notable. Avise al jefe de vagón de que quiere bajar en Suratani. Coja un taxi hasta Ba Don y procure embarcar en el primer "ferry" que sale hacia Koh Samui. Son unas tres horas de travesía. Al llegar al puerto de Koh Samui pida que le trasladen al Nara Lodge. Son unos "bungalows" nuevos situados junto al Gran Buda del Mar. Allí envié a la señora con el nombre de señora Corti y a Archit le dije que se metiera en unos "bungalows" más humildes que hay al lado del Nara Lodge. Él viaja con pasaporte thailandés con el nombre de Pong Sarasin, estudiante.

Cuando Carvalho hubo acabado el bocadillo, Khao Chong salió al exterior y reculó una furgoneta hasta hacer coincidir la puerta trasera del vehículo con la de la barraca. Carvalho se metió en la furgoneta sin que nadie pudiera ver su tránsito y se sentó en el suelo mientras Khao Chong arrancaba en busca de la Charoen Krung Road, según el plano de Bangkok que Carvalho iba comparando con la ciudad real, dispuesto a saber en todo momento dónde estaba. El recorrido se terminó en cinco minutos. La furgoneta pasó ante los muelles de carga y descarga de la Estación Central y se desvió por una callejuela para detenerse ante un almacén de objetos de teca. Repitió Khao Chong la maniobra de reculamiento y Carvalho pasó de la furgoneta al almacén, donde le esperaba una muchacha con el cabello teñido de color castaño, que les condujo a una trastienda, donde había una mesa y una pequeña cocina.

– Esperará aquí hasta que el tren vaya a salir. Todos los puntos de salida de Bangkok están llenos de policías o de confidentes. A las tres y media vendrá a buscarle un amigo mío y le dejará instalado en su vagón. Usted no se preocupe de nada. Pasará por la estación como un espíritu, sin que nadie le vea.

Rió Khao Chong y se quedó a la expectativa mirando a Carvalho, como si a él le correspondiera tomar la iniciativa. Carvalho lo entendió. Sacó la cartera y pagó lo convenido, luego tendió un billete de cien baths como propina que el viejo rechazó:

– No gano nada en esto. Chin Ramsun es mi amigo y es un hombre santo, si él me pide que haga esto, es porque es justo. Si le parece caro, he de recordarle que la documentación ilegal es cara en todas partes y que va a viajar con aire acondicionado, muy cómodo. Podrá dormir toda la noche.

– No deseo otra cosa.

– Le dejo solo con esta chica, pero quisiera decirle que no es puta.

Ni burla ni provocación. Una verdad objetiva.

– Los extranjeros se creen que todas las thailandesas están dando masajes todo el día. Las que dan masajes dan masajes y las que no dan masajes no dan masajes.

Khao Chong le sonrió por última vez y se fue. Carvalho se hizo cargo de su nueva cárcel y repasó los elementos que la integraban. ¿Qué se puede hacer en una cocina sin otra compañía propicia que una mesa y dos sillas? Comer o cocinar. Carvalho no se opuso a la lógica de la situación y convocó a la muchacha para preguntarle si era posible utilizar la cocina y si podía utilizarla a ella como compradora de una serie de mercancías. La pugna dialéctica entre perplejidad y amabilidad se resolvió en favor de la amabilidad y la muchacha no sólo se prestó a comprar, sino que ayudó a Carvalho a encontrar el vocabulario en inglés que no recordaba, por ejemplo para decir que quería alcachofas, pues las había visto en los mercados e incluso en los plantíos en los alrededores de Chiang mai. La muchacha partió y Carvalho rescató una sartén de su horca y la blandió como una herramienta propicia. De pronto recordó que había olvidado encargar aceite de oliva y maldijo su falta de concentración, sin duda condicionada por el tiempo que llevaba alejado de los fogones y del inglés.

La muchacha dejó sobre la mesa un paquete de fideos de harina de arroz, carne de cerdo y de pollo troceada, calamares, pequeños camarones, una lata de tomate, dos pimientos, cebollas, ajos y, ante la culpabilizada petición de Carvalho de que fuera a por aceite de oliva, ella le contestó con una sonrisa y volvió a salir, para regresar casi al instante con un botellín donde había algo que recordaba el líquido metalismo del aceite de oliva. La muchacha dijo que en Thailandia se compraba en las farmacias y lo utilizaban las mujeres para el cuidado del cabello. Olió Carvalho el tónico capilar y, tanto el aroma como el gusto que comprobó untando un dedo en el elixir, le convencieron de que era aceite de oliva. Con un cuchillo en la mano y utilizando la mesa como tablero, Carvalho se convirtió en un espectáculo preparando los prolegómenos del sofrito, limpiando los calamares, descascarillando los camarones y empezando a cocer un caldo corto con las cáscaras de los crustáceos y los huesos del pollo.

– Aunque para usted sea difícil entenderlo, voy a realizar un plato que se llama la "fideuá", plato de moda en la Valencia actual, en competición desigual con la tradicional paella y que, en mis manos y con estos elementos, va a convertirse en una variante universal, en un estreno mundial, porque jamás se ha hecho utilizando los sutiles fideos de harina de arroz.

Carvalho hablaba en castellano, pero gesticulaba como si cuanto dijera fuera entendible por su compañera. Ella reía como si asistiera a un "show" de Jerry Lewis y, por primera vez en su vida, a Carvalho le gustaba que se rieran de él e interpretó el papel de payaso culinario hasta sus últimas consecuencias.

– Primero hay que sofreír bien las carnes y en el aceite hacer un sofrito espeso, deshidratado, como mandan los cánones perfectamente explicados por Josep Pla, un gran escritor catalán al que supongo traducido al thailandés. Una vez hecho el sofrito vegetal de cebolla, tomate, pimiento, se le añaden las carnes de cerdo, pollo y calamar y se reservan las gambas para echarlas en el último momento. En esta fritura se han de rehogar los fideos normales, pero, en atención a la fragilidad de estos fideos de arroz que usted me ha suministrado, los reservaré para el último momento y verteré el caldo sobre el sofrito hasta que rompa el hervor y así continúe para que se mezclen sabores. Luego, los fideos y las gambas despellejadas y, dos o tres minutos antes de sacarlo del fuego, una picada de ajo con aceite y a dejar reposar el comistrajo a ver qué sale.

El milagro cerámico se produjo y en la sartén se conformó una "fideuá" sutil en la que los tenues fideos de harina de arroz prometían una consistencia casi vegetal. De la risa lagrimeante, la muchacha había pasado a la curiosidad y, si bien no aceptó el honor de compartir la mesa con el extranjero, sí esperó a que éste comiera para probar a su vez el plato, de pie, con el temor en los labios indecisos primero, pero luego sustituyendo la curiosidad por el entusiasmo cuando comprobó que estaba bueno. Carvalho le dijo que en cuanto volviera a España patentaría el plato, que a buen seguro sería bien aceptado por los italianos y los valencianos, porque reunía la cultura de la paella, del arroz y del fideo, en una síntesis prodigiosa que no se le había ocurrido a ningún profeta de la nueva cocina.

Tras la excitación, Carvalho fue abatido por una sensación de melancolía y de propia majadería. Se dejó caer en la silla. La muchacha se sorprendió ante el mutismo que seguía a la locuacidad y se consideró invitada a ausentarse. Pero, de vez en cuando, metía la cabecita en la trastienda y sonreía o reía en una impagable manifestación de solidaridad hacia el loco extranjero. De pronto, carvalho se sorprendió al ver que la cabecita de la muchacha era sustituida por el rostro picado de viruela de un hombrón. Al rostro le siguió el corpachón y de él salieron dos manazas que desparramaron sobre la mesa dos pasaportes, un billete de tren y un bono de hotel para el Nara Lodge.

– Dentro de dos horas vendré a por usted.

Y dos horas después volvió el hombrón ahora vestido de uniforme. O de cartero o de ferroviario. Eran las tres y media y Carvalho fue a pie hacia la estación al lado del evidente ferroviario. cruzaron el parking porticado para los taxis y las furgonetas con mercancías y se fueron directamente hacia una puerta de acceso a los andenes, a la altura de la vía número uno. Ya estaba formado el tren con destino a Songkhla y el ferroviario dejó paso a Carvalho para que subiera al vagón número uno. Carvalho penetró en una atmósfera de aire acondicionado que le balsamizó el rostro corroído por el sudor y cuando se volvió para situar a su acompañante, vio que éste le tendía una maleta, le abría la puerta corrediza de un departamento y escribía un nombre en una tarjeta situada en un marco de metal junto a la puerta.

– Señor Calabró, ya está usted registrado y no descuide su maleta al bajar del tren. Puede necesitarla.

Desapareció el ferroviario. Carvalho estaba perplejo ante la maleta. Hubiera jurado que el falso o verdadero ferroviario no la llevaba en la mano cuando salieron del almacén. La abrió y se encontró un pijama, unos pantalones tejanos, dos camisas y unas gafas para bucear con tubo de respiración. Metió en la maleta lo que llevaba en la bolsa de plástico y se entregó al placer del frío y del paisaje en marcha, previas las sacudidas del tren tanteando su propia identidad.


Bangkok se resistía a desaparecer. Se perpetuaba enseñando sus traseros vergonzantes de barracas y subcanales podridos, el paisaje que Carvalho había recorrido a tientas la noche de su primer encuentro con madame La Fleur. Aquellas casas fantasmales junto a los subcanales eran de verdad, de verdad sus gentes con un cansancio asiático bajo la piedad de árboles de lujo, canales estanque con vegetación flotante, niños jugando a badminton entre las vías muertas, aguas podridas, casi vegetales, y de pronto aparecía un anticipo de jungla con senderos que prometían el elefante, el tigre o a Errol Flynn con el casco camuflado por hojas de palma. Carvalho se sintió a gusto en aquel espacio propio, un compartimento aséptico de metal y plástico en las tapicerías, con lavabo abatible. El doble cristal de la gran ventana deformaba el paisaje, y Carvalho tuvo que salir al pasillo para contemplar el avance del atardecer a través de las cristaleras simples. Los compartimentos inmediatos estaban ocupados por parejas jóvenes thailandesas con el inequívoco aspecto que tienen las parejas jóvenes de Miranda de Ebro cuando cogen el tren de regreso, después de unos días en Madrid. También había un importante militar que había llegado precedido de un ordenanza-maletero, y un posible hombre de negocios que se pasó todo el viaje comiendo un mismo plato de sopa que le trajeron desde el vagón restaurante. En otro compartimento creyó ver un "clergyman" tras las cortinas corridas.

Del vagón de los elegidos pasó al de segunda clase, donde los compartimentos cama eran de listones de madera y el aire era el que buenamente se introducía por las ventanas abiertas, un aire cálido que convocaba a una mayoría de viajeros europeos en el pasillo. Al pasar junto al lavabo, Carvalho vio en su interior una inmensa tinaja de barro para el agua, era un vagón rescatado de los tiempos en que Somerset Maugham perpetuaba en sus libros un Asia que ya se estaba muriendo, un Asia ya más cercana a Ho Chi Minh que a Rudyard Kipling. El siguiente vagón era una declaración de principios utilitarios, un vagón modelo de rendimiento. Los asientos enfrentados tapizados de plástico verde podían convertirse en una sola cama para dos con los cuerpos yuxtapuestos y, sobre los asientos enfrentados, volaban literas, que en aquel momento un ferroviario estaba fumigando con DDT, en busca de los nidos de chinches o de las guerrillas de piojos. Carvalho atravesó la nube de insecticida para llegar al vagón cocina restaurante, donde tanto personal de servicio como comensales se afanaban en el viejo arte de la comida viajera. Carvalho se sentó a una mesa en la que dos thailandeses estaban acabando la cena y la botella de Mekong, en plena charla convencional sobre lo que habían hecho o lo que iban a hacer, en los ojos la ternura del alcohol y en el cuerpo esa impresión de relax que sólo llevan consigo los viajeros de tren. Carvalho pidió una ensalada de frutas y una ración de pollo a la menta y al clavo. Era el único occidental del vagón restaurante y se dio cuenta de que ése era su problema, no el de los demás que seguían en sus charlas o en sus cenas, ajenos a aquel espía racial. Volvió a su compartimento y por el pasillo el encargado de vagón le preguntó si podía hacerle la cama. Mientras la hacía, Carvalho le pidió que le avisara al llegar a Suratani. El ferroviario le ratificó varias veces que no se olvidaría y, por si acaso, Carvalho le dio veinte baths, que fueron acogidos con el saludo tradicional que igual valía para un Buda que para una propina.

Carvalho se desnudó y se metió entre las sábanas. Sentía en todo el cuerpo el correr del tren, la emoción lúdica de estar dentro de un juguete que se abría paso hacia el destino y, en el duermevela, el traqueteo del tren le invitaba unas veces a despertarse y otras a dormirse. El reloj le iba señalando la aproximación a las cuatro de la madrugada, hora prevista de llegada a Suratani. Se despertó definitivamente a las tres y media, con tiempo para ducharse en el cuarto de aseo y recibir en mejores condiciones la llamada adormilada del encargado de vagón. Sin gorra y sin chaqueta de uniforme, parecía un fondista obligado a madrugar. Carvalho se instaló en el pasillo y vio cómo de un compartimento salía la punta de una maleta, luego la maleta entera y, con ella, un cura alto vestido con "clergyman", que le lanzó una mirada de curiosidad y luego se aplicó a desentrañar el paisaje de carbón que les ofrecía la noche. A las cuatro no habían llegado y el encargado, ya con gorra y chaqueta, avisó primero al cura y luego a Carvalho de que había media hora de retraso. El cura avanzó hacia Carvalho con algo en la mano. Carvalho le dio la cara y abrió las piernas apuntalándose. Le ofrecía un paquete de cigarrillos. Era un cura occidental, con la piel ennegrecida no sólo por el sol, sino también por un sustrato que Carvalho creyó primero mestizo.

– ¿Va a Suratani?

Le preguntó en inglés.

– No. A Koh Samui.

– Ah, ¿de turismo?

– Sí.

El cura cabeceó receloso.

– Tenga cuidado. No hay muy buen ambiente. No todo el turismo de Koh Samui es recomendable. ¿Es usted americano?

– No. Soy italiano.

Los ojos del cura se abrieron como anticipación de la expresión de contento de su cara.

– ¡Italiano! ¡Como yo!

Un torrente verbal en italiano salió de aquellos labios nacidos en Palermo. ¿De dónde era Carvalho? De Milán, contestó en el mejor italiano que pudo recordar, pero advirtió:

– Lo cierto es que hace años que trabajo en Nueva York y casi he olvidado el italiano.

– Igual me ocurre a mí. Hace veinte años que estoy en la misión de Bangkok. Ahora soy visitador de esta zona. Voy hasta Ba Don. Por cierto, en Koh Samui hay un cura católico, le daré sus señas por si quiere hablar con él.

Por suerte el cura tenía muchas cosas que decirle y el respeto al sueño de los demás les obligaba a hablar en voz queda, con lo que Carvalho ponía a salvo las insuficiencias de su acento. Un lucerío se acercaba, por lo que Carvalho dedujo que estaban llegando a una población importante. El encargado abrió la puerta que comunicaba el pasillo con la plataforma de salida. Carvalho orientó hacia ella su maleta y el cura secundó su movimiento. El tren fue perdiendo velocidad, chirriaron las ruedas y finalmente se detuvo. El vagón de lujo era el último y los pasajeros descendentes tuvieron que saltar sobre el pedregal de soporte de las traviesas y luego pasar sobre las entrevías que les separaban de la senda que iba a parar a la estación. Cuando llegaron, el cura inició la despedida de Carvalho y le dio un consejo:

– Si coge un taxi hasta Ba Don no pague más de setenta baths. Entre cincuenta y setenta baths.

– Si usted va a Ba Don, podríamos ir juntos.

El cura estaba esperando la sugerencia y sonrió satisfecho. Veinte o treinta extranjeros se arremolinaban en torno de los taxistas.

– Deje que se ceben con los extranjeros. Luego nosotros contrataremos a la baja.

Carvalho se volvió para contemplar el reposo del tren y los síntomas de próxima partida que se producían alrededor de la bestia alertada por su propio gruñido. Ya no podía hablarse del silbido de la locomotora. Ahora emitía un exabrupto impersonal, como un gruñido de mofa, ancho, contundente, dirigido al pecho del viajero que corre porque llega tarde.

– Ya está. Ya tengo taxi.

El cura manoteaba para que Carvalho dejara de mirar el tren. Un pequeño movimiento, como para comprobar su propia capacidad de arrancar, un suave deslizamiento sobre las ruedas y a continuación un largo suspiro para tensar la musculatura y ponerla en marcha, llenar de velocidad y de adiós las fotos fijas de los viajeros asomados a las ventanillas. Con la maleta en la mano, los pies en dirección al reclamo del sacerdote, la cabeza de Carvalho permanecía como hipnotizada por el milagro lúdico repetido de un tren en marcha. Pero una presencia imprevista le hizo parpadear e iniciar un movimiento de ida hacia el tren. A través de los dobles cristales del último vagón, del que él había ocupado hasta ahora, había visto una mujer y decidió que era increíble lo mucho que se parecía a Teresa Marsé.


El cura hablaba en thai con el taxista y dejaba bien sentado el precio. El taxista miraba lastimeramente a sus compañeros que habían tenido la suerte de embarcar a extranjeros desprovistos del instrumento del idioma.

– Suba, suba. ¿Qué pasa? Parece preocupado.

Carvalho rumiaba la imagen desvaída que había visto más allá del cristal. Sin duda era una ilusión óptica.

– Es que aún estoy adormilado.

Todo dormía en Suratani menos la caravana de taxis que se puso en marcha hacia Ba Don. El cura lamentaba el tiempo que Carvalho debería esperar en Ba Don hasta el embarque.

– Le aconsejo que coja el "ferry" que sale a las nueve de la mañana. Es el más rápido, aunque se tira casi tres horas de viaje. ¿Qué va a hacer hasta esa hora? Puede descansar en algún hotel.

– Pasearé por Ba Don.

– Poco tiene que pasear. Es un puerto sin carácter. Lo único interesante es el mercado.

Volvió a aconsejarle que abriera bien los ojos en Koh Samui. La isla había sido un paraíso y en cierta manera aún lo era, pero había empezado a llegar la avanzadilla del turismo, jóvenes en busca de la autenticidad del paraíso.

– Pero a algunos de esos jóvenes no les basta el paraíso de fuera y se traen jeringas y heroína. Se bañan desnudos en algunas playas y causan escándalo en la gente de aquí.

– ¿En el país de los masajes las gentes se escandalizan ante el desnudo?

– Pues aunque usted no se lo crea. Ellos distinguen entre lo que es vicio, casi siempre para extranjeros, y lo que es la conducta moral normal. Ya hay extranjeros que quieren quedarse a vivir en Koh Samui. Un español, un tal Martínez.

Había una cierta reticencia en las palabras del cura.

– ¿Qué le pasa a Martínez?

– Pregunte en Koh Samui por él. Hable con el capellán católico que hay allí. Él le informará. Martínez se está construyendo un "bungalow".

Y estaba casado con una italiana o con una thailandesa. Carvalho no lo oyó bien porque su atención la reclamó un repentino foco que había aparecido en la carretera y tras él las criaturas nocturnas uniformadas que les hacían señas de que se detuvieran.

– Un control del ejército. Toda esta zona está llena de controles.

– ¿Por qué?

– Comunistas. Vuelve a haber un resurgimiento de las guerrillas. Y más al sur, en el país Petani, de vez en cuando hay guerrillas malayas musulmanas.

El taxi se detuvo y una linterna iluminada se metió en el coche deslumbrándoles. La linterna se retiró y en primer plano quedó la ametralladora que sostenía el soldado. Mantuvo un diálogo con el sacerdote y luego el italiano salió del coche, abrió el maletero y dos soldados examinaron los equipajes. El regreso del cura coincidió con la arrancada del taxi.

– Es un fastidio. Siempre estamos igual.

– ¿Es fuerte la guerrilla?

– No creo. Tampoco a los comunistas les interesa que sea fuerte. Todavía no ha llegado la hora de Thailandia. La utilizan de vez en cuando, para recordar que, si quieren, pueden complicarles las cosas al gobierno y a sus aliados los norteamericanos.

En cualquier caso había más comunistas que católicos, aceptó el cura. El país era básicamente budista, con un budismo propio, muy entroncado con las corrientes más tradicionales del budismo y mezclado con un sustrato animista indestructible, como lo prueban esos templetes que parecen de juguete que se colocan delante de las casas.

– Budismo, animismo y americanismo. Y el americanismo no sólo lo traen los americanos, sino también los japoneses y se inculca en la población a través de los chinos. Los chinos son competitivos como demonios. Son el mismo demonio.

El taxi penetró en las calles oscurecidas de Ba Don y desembocó en el puerto, donde animaban los primeros transeúntes en torno a los "ferrys" dispuestos para el trajín del día. Carvalho se empeñó en pagar el taxi, aunque el italiano continuaba y le rogó que le aceptara aquella pequeña aportación a la penetración del catolicismo en Asia.

– Nosotros los salesianos hacemos lo que podemos. Pero es difícil. O se tiene una gran potencia detrás o es difícil hacer apostolado.

Al pie del taxi le esperaba un intermediario de una de las compañías de "ferrys" dispuesto a que Carvalho se comprometiera a viajar en su embarcación. Carvalho le dio toda clase de seguridades y aceptó la propuesta del salesiano con medio cuerpo asomante desde el taxi.

– Vaya a aquel bar iluminado y espere allí. No se pasee por aquí a estas horas.

Partió el taxi y Carvalho se dirigió a la cantina, donde se estaba recuperando la lógica de las cosas. Empezaba a calentarse el fogón de la cocina, pasaban el primer trapo sucio sobre los tableros de las mesas, servían los primeros desayunos a los trabajadores del puerto y del mercado. Le sirvieron un tazón de café y una síntesis de porra y churro que a Carvalho le trasladó a una cafetería madrileña. Costaba amanecer. El nuevo día diluía la noche sobre los fondos lejanos de la selva de heveas y palmeras recortadas como un troquelado de cuento infantil tétrico y, poco a poco, fue revelando la calle comercial dormida y enfrentada a un mar estanque, al que iban llegando las frágiles canoas con fueraborda, cargadas de isleñas que venían a la compra. Carvalho las siguió hasta un mercado que empezaba a ser populoso y vociferante, mejillones verdes, ostras negras, abalones, guindillas nerviosas, camarones microscópicos, oscuras vísceras del cerdo, judías verdes de medio metro, como si las materias quisieran cargarse de peculiaridad asiática, de hecho diferencial en contraste con los pajeles familiares que parecían exiliados del Mediterráneo.

Entre las ocho y las nueve de la mañana empezaron a llegar extranjeros y a agruparse en torno a la caseta cubierta donde se vendían los tickets del viaje. Los turistas eran asaltados no sólo por los intermediarios del "ferry", sino también por oferentes de "bungalows" en Koh Samui que querían asegurar la clientela antes del embarque. Nada tenían que ver aquellos viajeros de mochila y pendiente masculino en una oreja con los turistas del Dusit Thani, sino más bien con los del Malasya y luego, ya en el "ferry", se materializó la mescolanza de nativos de regreso a Koh Samui y de occidentales contraculturales en viaje de ida hacia el absoluto, jóvenes parejas heterosexuales u homosexuales como la compuesta por un frágil pelirrojo portátil y un oriental que estudiaba un diccionario thai-francés o viejas parejas de profesores jubilados con las melenas blancas y lacias, maltratadas por las almohadas de hoteles baratos y los tobillos anchos de animales cargados con un cansancio irremediable, con los ojos bien abiertos para comprobar la posibilidad del penúltimo sueño de exotismo, a través de las ventanas que avanzaban bajo un cielo nublado de panza de burro, entre islas que en la lejanía parecían dragoneras cubiertas por una rizada vegetación feroz y, al acercarse, eran simples islotes propicios para ahogados y robinsones. Uno de los intermediarios conversa con la pareja del pelirrojo y el oriental empeñado en aprender el idioma de su amante y, de pronto, la conversación se convierte en un canto dulce, melancólico tal vez por el día, que extasía a la muchachita thai que se ha pasado todo el viaje removiéndose, mirándose la bragueta de los tejanos o el lugar del asiento donde pone el culo, por si aparece la mancha de la regla infamante, mientras su madre le dice que se tranquilice, que pronto llegarán a Koh Samui. Pero van pasando las islas entre la niebla y Koh Samui tarda en aparecer como un horizonte completo, final al que se acerca el barco escogiendo un embarcadero donde esperan turistas de regreso, descargadores de cocos, intermediarios de "bungalows" y conductores de tuc-tuc. Nada más saltar sobre el muelle, Carvalho avanzó hacia el poblado preguntando cuál de aquellos tuc-tucs aparcados llevaba al Nara Lodge. Ninguno y al oír el nombre del Nara Lodge había una actitud de respeto y reserva en casi todos los interrogados. por fin un conductor aceptó a Carvalho como un pasajero más, aunque le advirtió que a él le saldría más caro porque el Nara Lodge estaba muy lejos, más allá del final del recorrido. Con una pareja de adolescentes franceses a su derecha, un matrimonio americano con una niña y tres mozas holandesas bientetadas por delante, el pelirrojo y su amante a la izquierda y dos thais colgados en el estribo, el tuc-tuc recorrió la escasa distancia que separaba el puerto de la jungla de palmeras, plataneras y heveas y se dispuso a ir dejando a los pasajeros en distintas concentraciones de "bungalows" de maderas oscuras, construidos sobre frágiles pontones, siempre en torno a un restaurante, orientados hacia las playas, festón de arenas blancas y espuma de mar rodeando la pujanza agresiva de la jungla verde y los senderos de tierras rojas y cortezas de coco. Fueron bajando los turistas y finalmente Carvalho se quedó solo hasta que el tuc-tuc se detuvo frente a la única concentración de "bungalows" de obra, ante la que se exhibía el rótulo Nara Lodge en letras orientalizantes. Llovía. Cuatro o cinco muchachas niñas con blusa blanca y falda negra acogieron con sorpresa al extranjero al parecer inesperado y se rieron cuando le informaron que era el único huésped del hotel.

– ¿El único? ¿No hay nadie más?

– Había una extranjera, pero se marchó ayer.

Le informó un joven que parecía el encargado, por la autoridad con la que hablaba y por la prudente reserva que adoptaron las muchachas desde que él apareció.

– ¿Era italiana?

– Sí.

– ¿Hay algún barco esta tarde hasta Ba Don?

– No. Hasta mañana a las doce.


Avanzó por entre las mesas bajo cubierto hasta el mirador del mar, del que descendía una escalera hacia la arena y el inicio de un embarcadero de madera. Una bahía se cerraba a la izquierda por el cabo sobre el que se sentaba un inmenso Buda de espaldas al mar, rodeado de "bungalows" de tejados rojos, construidos con las patas palmípedas saliendo del agua. En el horizonte un rosario de islas dragoneras y la abrumada presencia lejana de Ph-Ngan, una isla más grande que Koh Samui. A la izquierda, el festón de playa y palmera hasta un cabo lejano y otros núcleos de "bungalows" de madera situados extramuros del Nara Lodge. El sol trataba de acuchillar la panza de burro del cielo. Carvalho recibió el impacto de un paisaje privilegiado, de una marina total perfecta como sólo había podido contemplar en Formentor, Patmos, la costa norte de Jamaica o Port Lligat en un día de neblina, playas de final de viaje, playas para hipnotizados viajeros que por fin se sitúan ante el rostro del "non plus ultra". Dios mío, dijo mirando al mar, como si fuera un pez perdido que ha llegado al borde de su patria, y toda la frustración amarga que le causaba la ausencia de Teresa, se la compensara la identificación con el paisaje, la oferta de entrega que había en la dulzura de las cosas, incluso en la dulzura de las voces de las muchachas que hablaban a su espalda y de la inevitable "Sangharila" que sonaba en los altavoces del jardín. En la profundidad purísima del horizonte cabía todo lo que había pensado hasta ahora y todo lo que podía pensar en adelante, todo lo que había vivido y lo que ya no deseaba vivir. Aquí estoy. Aquí estaría. Aquí soy, aquí sería. La risa interior por el ramalazo existencialista no desdecía la voluntad de raciocinio de la imaginación, que ansiaba el final feliz de vivir siempre allí, con Biscuter, Charo, Bromuro y Fuster, quizá, alguien a quien invitar a un cebiche de rodaballo y a plátanos asados, bajo los ojos abiertos de la noche estrellada del trópico. Pero, de momento, no había nada que comer. Quizá un "sandwich", propuso la muchacha que le había acompañado a su "bungalow" con aire acondicionado, es decir, con ventilador. No esperábamos a nadie. En los "bungalows" de al lado aún funciona el restaurante. Carvalho dejó su maleta, salió del recinto amurallado del Nara y bajó por un sendero de tierra roja hasta el palmeral donde crecía un semicírculo de "bungalows" situados de cara al mar, precarias construcciones de madera sin más mobiliario que una mosquitera. En el centro del semicírculo estaba el restaurante donde comían un hombre y tres mujeres y hablaban en francés. Él era un muchacho con el inevitable pendiente en una oreja, la piel morena, los ojos grandes y ávidos de todo lo que le rodeaba y los brazos desnudos asomantes desde un chaleco tejano improvisado a partir de una chaqueta a la que le había arrancado las mangas. Las tres mujeres masticaban lo que quedaba de un pez asado y parecían profesoras de instituto diez años más viejas que en mayo de 1968. Era la suya una conversación culta sobre Koh Samui y sus gentes, en la que se revelaba que el muchacho conocía muy bien la isla y ellas le escuchaban como a un cicerone delicado y meticuloso, con los ojos viajeros para comprobar si persistía la curiosidad del extranjero sentado en la mesa de al lado. La conversación derivó hacia las drogas y el muchacho contó que había pillado una hepatitis en Phuket porque se había pinchado con una aguja infectada. Desde entonces no había vuelto a pincharse y en Koh Samui había hallado esa paz que precede al encontrarse a sí mismo. En el rostro de una de sus oyentes se exhibía una colección completa de tics y la conversación sobre pinchazos y drogas le hacía acariciarse los brazos y protegerse el cuenco de las venas más propicias para el pinchazo. Carvalho comió arroz con vegetales y salsa de ostras y un pescado asado, demasiado asado, pero que aún conservaba parte del sabor prometido. Luego volvió al Nara y pidió un taxi para hacer un recorrido por la isla. Le ofrecieron la furgoneta del hotel y a ella se subieron el conductor, una de las camareras y otro acompañante masculino, sin que Carvalho pudiera deducir si eran compañeros de viaje, escolta o séquito. La furgoneta pasó junto al cabo del Gran Buda del Mar y apuntó hacia la costa oriental, a la que el viento empujaba un oleaje feroz. Había salido el sol y Carvalho quiso bañarse en una playa de rotundas piedras grises a cuya entrada campeaba el rótulo Lamai Beach. En los tenderetes de plátanos, cocos, bisutería marinera se vendían unas postales de doble imagen, la una un falo de roca y la otra un sexo femenino formado en la piedra con el clítoris perfectamente delimitado. Los personajes del séquito le llevaron hasta las roquedas y le demostraron la existencia real de los originales fotográficos. Las risas del séquito no se debían a los genitales de piedra o a la súbita desnudez de Carvalho en lucha contra el embate de las olas, sino a las parejas occidentales desnudas que se habían distribuido sobre las rocas en busca de una soledad insuficiente. Particular risa les merecían las rotundas tetas de una mujer delgada que Carvalho recordaba como una pasajera del "ferry" de la mañana. Tras el baño, reemprendieron la marcha y le ofrecieron llevarle a las cataratas de Mamuang y a las de Hinlard. Otros expedicionarios se les habían adelantado y, bajo la cortina de agua de Mamuang, percherones anglosajones dejaban que la catarata rompiera en sus cuerpos para ir a parar a un remanso profundo excavado en la roca, donde nadaban walkirias de tetas pesadas transparentadas por la blusa doble piel y, al salir del agua, la braga, improvisado traje de baño, era un velo ceñido a la vulva succionada por la araña del vello púbico. Carvalho se enfrentó a la rudeza de las aguas y luego se dejó llevar por la corriente hasta las rocas dique, sintiendo la alegría de un muchacho ratificado por la naturaleza, que al asomar la cabeza sobre las aguas recién nacidas, descubría un horizonte de cielos transparentes y selva asomada al espectáculo del entusiasmo de seres fugitivos del mundo del desencanto. Luego, en las cataratas de Hinlard las aguas se convertían en un torrente que había excavado bañeras naturales en la roca pura, antes de iniciar su recorrido de río transparente. Allí Carvalho se abrazó a la roca y dejó que las aguas le limaran el cuerpo, aguas tibias tropicales que iban al encuentro de las muchachas nativas que se enjabonaban más abajo, sin quitarse las túnicas, con el jabón en una mano en busca de las más tiernas sendas del cuerpo. Recostado contra la roca, con el peso circulante de las aguas sobre sus espaldas, Carvalho contemplaba el esplendor vegetal del paraíso hacia el que las aguas avanzaban con voluntad de río.

Volvieron al Nara con el sol tartamudeando entre las nubes. Habían encendido las bombillitas de colores en el comedor ofrecido al único huésped. Carvalho bajó hasta el mar, anduvo sobre las arenas blancas hacia el poniente, procurando no pisar los pequeños cangrejos casi transparentes que saltaban ante sus pies para hacer un agujero en la arena y desaparecer. Por un sendero lejano, vio avanzar al muchacho del mediodía seguido por las tres mujeres en fila india. Él caminaba con el aplomo de un nativo que conduce a su familia por la jungla y ellas con la voluntad de no demostrar el recelo ante la selva, pero de los cuatro emanaba fragilidad de fugitivos perdidos en el bosque, en busca de su lugar bajo el sol. Volvió al Nara y le costó elegir entre tanta mesa vacía. Se sentó frente a la oferta del mar, las islas, el poniente, el Buda. Una presencia humana se convirtió en un muro ante sus ojos. Era el joven encargado, que le saludaba ceremonioso y le preguntaba si estaba satisfecho con su "bungalow", si la excursión había sido de su agrado y le informaba que todo el personal del vacío hotel estaba a su disposición. Le ofrecía una excursión de pesca para el día siguiente.

– No podemos movernos mucho, porque en la costa Este hay temporal. Pero podemos ir a la isla de enfrente, bañamos, pescar.

– Lo siento, pero no puedo quedarme. He venido porque creía encontrar aquí una amiga y veo que se ha marchado.

El encargado se entristeció ante la contrariedad sufrida por Carvalho.

– La mujer se marchó de pronto. Primero había dicho que se quedaría más días. Tal vez la asustó el pez verde.

– ¿Un pez?

– Es un pez verde que salta sobre las aguas y te pica, pero sólo se mueve en una zona media entre la isla de enfrente y la playa. Yo le dije que no tenía nada que temer, pero ella se marchó muy asustada.

– ¿Viajaba sola?

A la risa espontánea siguió una valorativa contemplación de Carvalho, como si sopesase la sinceridad de su respuesta.

– ¿Esa mujer es muy amiga de usted?

– Sí.

De nuevo el lenguaje de los dedos copulando en el aire.

– No.

– Bueno. Entonces le diré que vino acompañada, pero su compañero no estaba en el hotel, sino en los "bungalows" de aquí al lado. O quizá se conocieron aquí. Lo cierto es que estaban siempre juntos e hicimos excursiones de pesca con los dos.

– ¿Se marchó asustada por el pez?

– ¿Por qué si no?

Carvalho se encogió de hombros. El encargado se había sentado ante él y se sacó un mapa de Koh Samui del bolsillo.

– Mañana no hay barco hasta las doce. Tiene tiempo de venir de pesca a la otra isla y luego le acompañaremos al puerto. Es una lástima que no pueda quedarse hasta que mejore el tiempo. Podría haber hecho una excursión en barco alrededor de la isla.

– ¿En qué barco?

Le señaló una barcaza amarrada al final del muelle de madera. A su lado coexistía un shampán del que salía una columna de humo de la cocinilla.

– Son barcos para los clientes del hotel.

– ¿Siempre hay tan poca gente?

– Estamos en la época de las lluvias.

– Lástima.

– ¿Viaja solo? ¿Desde hace muchos días?

Carvalho dijo que sí con la cabeza.

– No es bueno viajar solo. Tampoco es bueno dormir solo. ¿Quiere una chica para esta noche?

No había malicia ni complicidad en su propuesta. Carvalho señaló hacia las afanadas camareras del hotel.

– ¿Alguna de ellas?

– No. Se la traería del pueblo. Muy guapa. Muy limpia. Muy sana.

Carvalho estudió la oferta en el rostro inmutable de su interlocutor.

– Piénselo y mientras tanto le ofreceremos la cena con mucho gusto. Le invitamos a un pez que hemos pescado esta mañana.

El pez estaba demasiado frito, pero Carvalho lo alabó hasta merecer el agradecimiento de su anfitrión.

– Mañana podríamos pescar peces como éste. Muy temprano. Tendrá usted tiempo para todo.

Luego Carvalho se sentó frente al mar, con los pies sobre la miranda, mientras a sus espaldas el servicio jugaba a las cartas o contemplaba la televisión. Un rayo rompió el horizonte en dos porciones casi simétricas y las pesadas gotas de lluvia cálida volvieron a levantar los aromas del césped recién cortado y de las plataneras preñadas. Carvalho sintió a su espalda la presencia del encargado.

– ¿Seguro que no quiere ninguna chica?

Carvalho no tuvo valor para decir que no con los labios. Lo dijo con la cabeza. Pero no la volvió. La excursión de pesca también se convirtió en una expedición colectiva. El encargado en persona la encabezaba y junto a Carvalho viajaron el patrón y dos jóvenes ayudantes. Primero la barcaza se aproximó al islote frontal, echó el ancla y Carvalho fue acercado hasta la playa en una canoa movida a remo. Nadó en torno al islote, buceó para contemplar las formaciones coralinas, pero no pudo quitarse de encima la aprensión por la posible aparición del pez verde. Luego la barcaza volvió a la zona profunda y todos sus tripulantes se aplicaron a pescar, sin otro utensilio que un sedal con un anzuelo y el plomo en un extremo y el otro atado a un corcho que mantenían fijo bajo el pie desnudo. El sedal salía de sus dedos velozmente en busca de un lejano punto para el hundimiento y luego quedaba vivo entre los dedos que lo asían, lo tensaban, lo escuchaban tratando de captar el momento del bocado de los peces. En media hora el encargado consiguió hasta trece capturas de peces de truculenta agonía, entre el respeto de los otros expedicionarios. Carvalho sólo consiguió enganchar varias veces el anzuelo en las piedras y los fondos vegetales de aquel lago marino. Más allá de una barrera de arrecifes el mar se crecía, se amontañaba en las espaldas de la isla, como si quisiera ofrecer al Buda sentado el espectáculo de una doble conducta.

– Más allá del arrecife, el tiburón.

La parsimonia del encargado no equivalía a negligencia. En un momento determinado, miró hacia el sol y ordenó el final de la pesca para iniciar la operación de desanclar y regresar. Carvalho se agarró al mástil delantero para sentir más cerca la emoción del rompimiento de las aguas. Fue entonces cuando vio al pez verde fosforescente salir de las aguas, brincar por el aire y caer, para volver a saltar, caer y finalmente desaparecer antes de llegar a las bajuras de la costa. Al grito de Carvalho, el encargado corrió hacia la proa a tiempo de ver el último salto del pez.

– Fue ése. Fue ése el pez que tanto asustó a su amiga.

Ya en el Nara, Carvalho recuperó su equipaje y se fue hacia la recepción donde le esperaba el encargado y más allá la furgoneta que le devolvería hacia el puerto.

– ¿Regresa a Bangkok?

– Es posible.

– Puede tener dificultades en Suratani para conseguir billete de tren. Busque una agencia en el mismo Ba Don y resérvelo nada más llegar.

Había una cierta reserva en la actitud del hombre. Por fin, cuando Carvalho ya tenía un pie dentro de la furgoneta, le tendió un papel.

– Su amiga se marchó asustada por el pez verde, pero también recibió esto.

Era el papel arrugado de un telegrama en el que se podía leer:

"Khao Chong enfermo. Ramsun".

Carvalho agradeció la entrega sin acabar de entender la totalidad del mensaje. Los ojos del encargado trataron de ser penetrantes, pero Carvalho buscó las profundidades de la furgoneta y releyó el mensaje. El vehículo se puso en marcha y Carvalho empezó a imaginar la escena del monje Ramsun enviando un telegrama o la del viejo Khao Chong detenido por Charoen o atrapado por los esbirros de "Jungle Kid" o madame La Fleur. Todo debía haber ocurrido muy poco después de que arrancara el tren que se llevaba a Carvalho de Bangkok o, tal vez, el viejo había resistido desde la mañana dando tiempo a que el extranjero partiera hacia su destino, dando tiempo a que encontrara a Teresa. De todos modos no tenía ninguna seguridad de que no estuvieran ya en su pista. Larga se le hizo la distancia de un viaje corto y larga la corta espera en el puerto hasta la llegada del "ferry" desde Suratani, bajo un cielo de nuevo panza de burro que de pronto dejó caer un torrente de agua, sólo ignorada por los descargadores de camiones llenos de cocos que iban a parar a las bodegas de los barcos. Y ya en el "ferry", entre una reproducción exacta de la tipología de los viajeros de ida, Carvalho escogió la contemplación de una muchacha morena que leía un libro en italiano sobre el kitsch y se dejaba querer por un joven atleta rubio, con aspecto de americano jugador de béisbol lesionado. Casi a punto de desembarcar, descubrió a dos holandesas rubias y anchas como colchones individuales, hermosas en su cúbica plenitud y en su piel rosada de animales cálidos. Una sorda irritación de urgencia inútil, de objetivo improbable se traducía en indignación contra la lentitud del barco, contra la sucesión de islas que mentían la ilusión del puerto de llegada. Para una vez en suratani descubrir que no tenía otra posibilidad de ponerse en la pista de los fugitivos que volver a tomar el expreso de madrugada, pero en el sentido en el que viajaba aquella mujer entrevista, a la que negó la posibilidad de ser Teresa Marsé, y ponerse al habla con el encargado del vagón, en el caso de que pudiera localizarlo en Songkhla, final de trayecto. Faltaban más de doce horas para que pudiera embarcarse en aquel tren y, de pronto, se le ocurrió que una mujer sola o acompañada por un thai, que coge un tren en una estación asiática, a las cuatro de la madrugada y no en dirección a Bangkok, forzosamente habría dejado una estela de curiosidad entre los empleados de la estación. Alquiló un taxi en Ba Don y media hora después estaba en la estación de Suratani, tratando de explicar al jefe que iba en seguimiento de compañeros de viaje adelantados y que era indispensable que les localizara. No sólo describió a Teresa, sino que enseñó una fotografía que se había traído y que mereció un cabeceo de negación por parte del jefe de estación. Pero la negación no estaba dirigida a la fotografía.

– Yo no estaba aquí la otra noche. Le dio la salida al tren mi ayudante de noche.

¿Dónde estaba su ayudante de noche? Estaba en un fonducho próximo, camarero de día; jefe de estación en funciones de noche, un frenesí laboral que sólo podía suponerse en un chino. Cien baths forzaron la memoria del pluriempleado.

– Mujer alta, de noche.

– Iba con un hombre, con un hombre de aquí, con un thailandés.

Se limitó a prolongar la oración inicial con las aportaciones de Carvalho.

– Mujer alta, de noche, iba con un hombre, con un thailandés.

– ¿Adónde?

– No lo sé.

– ¿Pero no le vendió usted el billete?

– Sí. Yo le vendí el billete hasta Songkhla, pero después no sé.

Y se reía porque su pensamiento iba más lejos que el del extranjero. Carvalho volvió al taxi y le propuso que le acompañara hasta Songkhla. La gesticulación del taxista subió y bajó según la negociación económica. Por fin mil baths consiguieron su acuerdo y en la máquina registradora que Carvalho llevaba en su cabeza, cinco mil quinientas pesetas se restaron a los beneficios que iba a obtener con aquel caso. Antes de ponerse en marcha, Carvalho compró una botella de Mekong y se la metió entre pecho y espalda en los primeros cincuenta kilómetros de recorrido. Estaba harto del viaje, de Teresa, de Archit, de sí mismo, y el alcohol le ayudó a cantar "Alma, corazón y vida" como hacía veinte años que no la había cantado y luego a dormirse entre ronquidos que provocaron las carcajadas del taxista. Le despertó el ruido de los frenos y de voces airadas, una patrulla de soldados rodearon el coche y bajaron al taxista a empujones. Abrieron la portezuela trasera y Carvalho salió con el pasaporte por delante. Unos metros más allá proseguía la bronca al taxista a cargo de un evidente oficial. De pronto los gritos se aplacaron, el taxista saludó ceremoniosamente al oficial y los soldados invitaron a Carvalho a que recuperara su asiento. Una vez en marcha el taxista reunió el poco inglés que tenía para explicarle a Carvalho que estaban en las cercanías de Phattalung y que era una zona llena de bandidos y de comunistas.

– ¿Bandidos?

– Bandidos. Roban coches y autocares. Por eso haber soldados. Los bandidos estar siempre. Los comunistas de vez en cuando.

Según el mapa, estaban bordeando un mar interior situado más allá de la selva compacta como una noche, y Songkhla les esperaba mar abierto al terminar de orillar el mar interior. El taxista se volvía de vez en cuando para sonreírle y tratar de tararear la canción que Carvalho había cantado horas antes. Pero su viajero era otro hombre, con el estómago revuelto y un presentimiento de ataque de ácido úrico que trató de compensar rebuscando en los bolsillos de su cazadora unas tabletas de Ziloric, que llevaba como amuleto y como tardío auxilio para cuando sonaban los truenos.


No sólo era difícil llegar a Songkhla, sino también salir de aquella ciudad marinera, musulmana en sus minaretes blancos adornados por casquetes de azulejos. El sueño y la resaca daban a Carvalho un aspecto alucinado, con el que interrogaba a los taxistas de la estación de tren por si habían cogido como pasajeros a la extraña pareja. Todos le remitían a la calle Patalung donde podría hablar con la central del servicio de taxis. Sin duda era una compañía muy rica, a juzgar por la nobleza de la madera labrada de los portones y el empaque del evidente chino que estaba al frente del negocio. El hombre se llevó las manos gordezuelas a la cabeza como si Carvalho le estuviera pidiendo que recitara los nombres de todos los reyes de las dinastías chinas. Le mostraba el papeleo que tenía sobre la mesa, le abría cajones llenos de papeles, desataba carpetas llenas de papeles, invitando a Carvalho a que encontrara su aguja en aquel pajar.

– Pero no es tan difícil. Una pareja de extranjera y thailandés, que alquilan un taxi.

– ¿Adónde querían ir?

– A Malasya. Quedamos en encontrarnos en Penang, para hacer luego excursiones hacia las Cameron Highlands.

– ¡Las Cameron Highlands! Muy hermosas. Necesitan equipo de excursión y guías. Muy hermosas. Pero sus amigos no tenían por qué viajar en coche particular, podían ir en autobús. Hay autobuses hasta la frontera de Malasya y allí empalman con otros autobuses que llegan hasta Alor Star e incluso a Butterworth, el puerto desde el que se salta a Penang.

– ¿No hay otra ruta?

– La otra ruta es muy insegura, a través del país Pattani, son malos tiempos. Está todo esto muy revuelto.

– ¿Usted tiene aquí informes de todos los taxistas de Songkhla?

– No. Pero nuestra compañía es la más potente y es difícil que un servicio a larga distancia, fuera de la zona de la ciudad, se nos escape.

– ¿Y le es difícil encontrar, entre esos papeles, alguno que haga referencia a un viaje de hace poco más de veinticuatro horas?

– Vuelva dentro de cinco horas.

No tenía sentido la petición. Una vez en la calle, Carvalho sospechó que las cinco horas eran un período de tiempo suficiente para echarle encima a Charoen o a "Jungle Kid". De haber tenido información y la voluntad de informarle, el chino ya le habría dado una respuesta. Volvió a la estación de donde salían los autobuses hacia Sadao y enseñó la foto de Teresa al responsable del garaje, al cobrador de los tickets, al coro de empleados y conductores que se arremolinaron en torno de la fotografía. Uno de ellos picoteó la imagen con un dedo.

– Viajó con nosotros hasta Hadyai.

Previa consulta del mapa, Carvalho se desconcertó. ¿Por qué hasta Hadyai? ¿Por qué se habían detenido a una docena de kilómetros de la frontera?

– La mujer enferma. Estaba muy enferma.

– ¿Iba acompañada?

– Sí. Por un thailandés. Por un guía thailandés.

– ¿Bajaron los dos en Hadyai?

– Sí. Los dos.

Carvalho pareció desentenderse del asunto. Se refugió en un bazar situado a espaldas de la estación y allí esperó hasta la hora de partida del autobús. Un minuto antes de que arrancara fue el último pasajero en subir y el único occidental entre una humanidad de thais y malayos que viajaban con cestos de frutas, pollos y hornillos portátiles de carbón "made in Italy". Fue un viaje a la sombra de las heveas, en un país más oscuro que el que había recorrido hasta entonces, más oscuras las gentes, la jungla, la tierra y oscuros los presagios sobre el final del viaje, sintiendo en los talones el aliento de "Jungle Kid" más que el de Charoen, porque si Charoen fuera el que había llegado hasta Khao Chong o el hombre había aguantado heroicamente o Carvalho habría sido detenido en Ba Don o en Koh Samui. Y al llegar a Hadyai, le abrumó la sensación de estar perdido en el culo del mundo, sin nada aparente que hacer en una villa dedicada a vender látex, estaño, entradas para combates de toros o prospectos para comer la mejor sopa de aleta de tiburón de Asia en el restaurante Hañvathene que le tendía un niño entre maullidos supuestamente ingleses. Se sentó en la terraza de una casa de comidas y sorprendió desagradablemente al dueño pidiéndole una botella de agua mineral con la que engullir dos pastillas de Ziloric, porque empezaba a sentir la rodilla izquierda llena de cristales cortantes. La mala cara del dueño del restaurante no se debía sólo a la poquedad de Carvalho como consumidor, sino a manchas blancas que le componían un rostro bicolor en algún momento mordido por el ácido. Volvió a contar el caso de los amigos perdidos en Thailandia y no encontrados y sometió al reticente restaurador la posibilidad de un veredicto sobre qué se puede hacer en Hadyai, cuando se está enfermo y se ha llegado en un autobús. Ir al médico. Le contestó el fondista con un laconismo de agua mineral. Carvalho le pagó la consumición y le dio una propina que doblaba lo que le había pedido por la botella de agua. El rostro bicolor se relajó y algo parecido a una sonrisa anticipó la propuesta de que consultara con el médico más próximo a la parada del autobús. Tenía la consulta en el encuentro de carreteras entre Hadyai y Chana. El médico no estaba, pero la mujer que le había abierto la puerta de cristales enrejados se volcó hacia la fotografía que Carvalho le enseñaba y cabeceó afirmativamente.

– Pasó por aquí. Muy enferma.

– ¿Iba sola?

– No. Con un hombre. Muy enferma. El doctor dijo que estaba a punto de morir.

– ¿La metieron en el hospital? ¿Dónde está?

– No quisieron quedarse. Continuaron viaje.

– ¿Hacia Sadao?

– No. Yo les acompañé hasta la puerta. Se fueron hacia Chana.

Estaba completamente segura, a pesar de las dudas de Carvalho.

– Se marcharon. Iban en un coche.

– ¿Un taxi?

– No. No había taxista. Conducía el hombre. Y se marcharon hacia Chana. En Hadyai sólo hay taxis en dirección a Songkhla. Nadie se atreve a meterse en el país Pattani. El coche lo llevaban ellos. Era un coche verde.

– ¿Cómo puedo llegar a Chana?

– Autobús. Taxi difícil.

Fue difícil hasta los quinientos baths. Cuando Carvalho llegó a esta cantidad, el taxista le saludó como si fuera su capitán y puso en marcha un coche en el que a duras penas el chasis toleraba la carrocería y las ruedas no parecían dispuestas a rodar un kilómetro sin acabar de agrietarse. En Chana les dijeron que el coche verde había pasado por allí, pero que había proseguido en dirección a Thepha o Pattani. El taxista no estaba dispuesto a proseguir si Carvalho no añadía algún carburante a los quinientos baths iniciales. Otros quinientos baths le permitieron no sólo proseguir sino obligar a que el coche se detuviera ante cualquier villorrio y preguntar. Carvalho no había asimilado totalmente la posibilidad real de la enfermedad de Teresa y temía que fuera el resultado de algún encuentro sangriento con sus perseguidores. A la angustia mecánica por cumplir su cometido, se unía ahora una angustia emocional por la suerte de un ser humano al que conocía, y los rostros de Ernesto y su abuela se sobreponían en su imaginación memorizadora como una razón para proseguir la búsqueda y como presencias culpabilizadoras por el fracaso de esa búsqueda. Se detuvieron ante un grupo de cabañas pocos kilómetros después del desvío hacia Thepha y el taxista tuvo que hacer de intérprete entre Carvalho y los aldeanos. El taxista miró a Carvalho con los ojos tristes.

– Están aquí. La mujer ha muerto.

Los aldeanos señalaban hacia la jungla, donde aparecía un coche verde abandonado entre las heveas.

– La mujer muerta está al final de este camino. Hay que cruzar un pequeño río.

El taxista desembarcó el equipaje de un Carvalho paralizado, que ni siquiera reaccionó cuando el coche hizo la maniobra de encararse nuevamente en dirección a Hadyai y le dejó apeado junto a los aldeanos parlanchines que trataban de ampliarle a Carvalho una información que él no entendía, ni quizá escuchaba. Era evidente que el taxi se había marchado, que aquél era el coche verde del que le habían hablado y que al final del sendero le esperaba quizá el final del sentido de su largo e inútil viaje.


Por un ventanuco penetraba un rayo de sol oxidado por la humedad, un rayo de sol diríase que mojado por tanta lluvia y obligado a detenerse al pie de un camastro improvisado. Sobre el camastro, una figura humana inmóvil y, sentado en el suelo o en cuclillas, un hombre con los brazos cruzados sobre las rodillas y la cabeza vencida sobre los brazos. Carvalho avanzó hacia la cama y cuando se inclinaba para poder ver el rostro del cuerpo yaciente, el hombre sentado sobre sus talones se desplegó y apareció un rostro pelirrojo, barbado, dos ojos turbios, primero sorprendidos luego sonrientes cuando los labios dijeron:

– ¿El doctor Livingstone, supongo?

Carvalho le sostuvo la mirada y no le contestó la pregunta. Volvió a mirar la cara de la mujer muerta. No era Teresa, pero merecía piedad aquel rostro de niña envejecida, con el cabello dividido desde las raíces canosas que ganaban ya definitivamente terreno al teñido rubio expulsado hacia las puntas. Tenía los ojos pequeños y redondos cerrados, los agujeros de la pequeña naricilla taponados con trapos blancos que parecían proceder de la sucia camisa del hombre. El cuerpo desaparecía bajo una sábana de tejido tosco de un blanco amarillento.

– ¿La conocía usted?

– No. ¿Y usted?

– La he visto morir de la misma manera que otros la debieron ver nacer. Estoy aquí por racismo. Porque era blanca y se estaba muriendo en un poblado lleno de asiáticos.

– ¿Cómo llegó hasta aquí?

– Conmigo. La traje en un coche, pero el coche lo había alquilado ella.

Se echó a reír.

– Se estaba muriendo y le asustaba conducir en Thailandia. Decía que estos thais conducen como locos.

Volvió a reír voluntariosamente y luego se pasó la mano por la cara para borrar la sonrisa que le había quedado y recuperar la sensación de frío y de sueño.

– Es alemana, creo. Hablaba el francés como una alemana o como una holandesa o como una flamenca belga con prejuicios antifrancófonos. Yo soy francés. ¿Lo había adivinado por el acento? Dígamelo en serio. ¿Verdad que hablo un inglés impecable? Es que soy normalien. ¿Sabe usted lo que es un normalien? ¿Sí? En cambio tiene usted un acento yanqui. ¿Es usted norteamericano? ¿No? Yo era economista antes de irme a Afganistán para estirar las piernas.

Se levantó con dificultades y se le cayó una botella de Mekong que sostenía sobre las rodillas. La botella aprovechó el desnivel del suelo para irse rodando hasta la puerta de salida y desaparecer. El francés dijo adiós a la botella con una mano y se acercó a la yacija.

– Adiós, amiga mía. Juntos hemos tratado de llegar a alguna parte.

La borrachera le movía el cuerpo como si fuera un animal invertebrado. Manoteó ante Carvalho como si le estuviera dirigiendo una reprimenda.

– No sabía donde ir, la pobre y yo le dije: cuando uno no sabe a dónde ir, ha de escoger entre la ruta del nacimiento o la ruta de la muerte del sol. No falla. Las mujeres siempre escogen la ruta del nacimiento. Son madres. Aún están condicionadas por el instinto de ser madres y prefieren que el sol nazca.

Se rió a borbotones.

– ¡Qué burras!

Bajó el tono de la voz como molesto consigo mismo por haber violado el silencio de la muerte.

– La vi tan blanca, tan desvalida, tan triste que me dije, François, por fin vas a comer carne blanca. Yo no había comido carne blanca desde que estuve en Goa, hace ya casi un año, casi un año que me arrastro por Birmania y Thailandia. Mi nombre es François Pelletier Lussac. ¿Y el suyo?

– Pepe Carvalho.

– ¿Pepe? ¿Mexicano? ¿Argentino? ¿Chileno?

– Español.

– "Mon Dieu"¡ ¡Un español! "Avez vous un ch1teau en Espagne"¿

La cara del francés había penetrado en un campo cinematográfico de primer plano en relación con la de Carvalho, es decir sus labios estaban próximos y el aliento alcoholizado vaporizaba el rostro de Carvalho. Apartó primero la cara y luego el cuerpo. Pelletier dudaba entre conceder su atención a la muerta o a Carvalho y, finalmente, se fue hacia la puerta caminando con las rodillas dobladas. Se apoyó en el marco, respiró profundamente el aire fresco recién lavado.

– ¿Qué haces aquí, François Pelletier Lussac?

Lo repitió en distintos tonos de voz. Tono de recepción diplomática, de teatro de Racine, de pregunta de Brigitte Bardot, de impertinencia de gendarme especializado en Quartier Latin, de niño perdido en el bosque, de esposa malhumorada, de novia derretida, de Dios. Y cuando encontró el tono justo en el que Dios le preguntaría:

"Qu’est-ce que tu fais ici, François Pelletier Lussac"?

Lo repitió con toda la fuerza de sus pulmones, comunicando a los thais repartidos por la campiña que, por fin, alguien importante se preocupaba por su suerte. Luego se volvió a Carvalho y le dijo:

– Sólo hay una cosa más inútil que ser francés y es ser español.

Esperó la respuesta de Carvalho un tiempo prudencial y, cuando dedujo que no iba a llegarle, dio dos pasos en su dirección fingiendo la entereza de un provocador.

– ¿No habla nunca? ¿No tiene sangre? ¿No se ofende cuando denigran el sagrado nombre de su patria? ¡Firmes! ¡Póngase firmes!

Como Carvalho no le hizo caso, Pelletier se puso firmes, fingió ser portador de un fusil y desfiló a lo largo y lo ancho de la habitación.

– ¡Presenten armas!

Ofreció su fusil a la muerta y, como si una fuerza invisible le expulsara de la cama, salió despedido con los brazos en cruz, dio con la espalda contra la pared y el cuerpo fue descendiendo hasta quedar sentado en el suelo con las piernas abiertas, el cuerpo entregado al desmayo o al sueño. Carvalho se inclinó hacia él, le abrió los párpados con cuidado y el francés sonrió:

– Estoy vivo, no se asuste. Déjeme dormir. Hace cinco días que no duermo. La pobre tardó demasiado en morir.

Se fue Carvalho hacia la yacija, examinó meticulosamente los alrededores, luego comprobó que la muerta estaba desnuda bajo algo que se parecía a una sábana de lienzo. Nada que la identificara. De pronto pensó en el coche y salió precipitadamente de la estancia. Cruzó el improvisado puente sobre el canalillo por el que bajaba el agua con pretensiones de torrente. El coche seguía allí junto a la empalizada de los cerdos oscuros. En la guantera estaba el resguardo del alquiler a nombre de Olga Schiller Bulowa, natural de Frankfurt, nacida el 27 de octubre de 1936, residencia habitual, Bonn. Carvalho apuntó los datos en el reverso de una tarjeta. Luego destinó otra tarjeta a escribir una escueta nota sobre la defunción de Olga Schiller y su entierro en aquel villorrio, a quince kilómetros de Pattani. Conservaba un pequeño sobre de tarjeta en un compartimiento del billetero y escribió sobre él el nombre del destinatario: la embajada alemana en Bangkok. Introdujo la tarjeta en el sobre y se lo metió en el bolsillo. Si dejaban pasar más tiempo el cuerpo empezaría a descomponerse y todos los insectos de Thailandia, unidos a los de Birmania, Malasya y toda Indochina se cernerían sobre la cabaña en busca de tan suculenta carroña. Cazó a un thai en el momento en que se metía o se escondía velozmente en su cabaña y le preguntó quién era la máxima autoridad en la aldea. No entendía el inglés y Carvalho le dibujó algo que se parecía a un soldado o a un policía. El thai le dedicó un largo discurso del que entendió los gestos. No había policía allí. Estaban más lejos y señaló en dirección hacia el oeste. ¿Cómo podía preguntarle por el poder? ¿Cómo se puede convertir el poder en lenguaje gestual y sobre todo graduar el lenguaje gestual del poder? Un rey o un emperador es fácil. Pero un alcalde de aldea, ¿cómo se hace? Recordó Carvalho que el elemento lingüístico básico en Oriente es la sonrisa y sonrió no sin esfuerzo, no sin que dejara de percibir el ruido de las oxidadas junturas de los músculos de la sonrisa. Con un rosario de sonrisas y ofrecimientos de acompañamiento, consiguió que el thai le siguiera y le llevó hasta la cabaña fúnebre. El thai entró recelosamente y no avanzó más de un metro dentro de la estancia. Miraba a los tres componentes de la escena, el francés dormido, la muerta, Carvalho. Éste le hizo señas de que la mujer estaba muerta y de que había que enterrarla. No parecía entenderle el thai y Carvalho salió fuera de la choza, con un palo abrió un pequeño hoyo en la tierra y señaló hacia el interior de la cabaña, llevando de nuevo el dedo al hoyo y cubriéndolo de tierra a continuación. El thai cabeceó afirmativamente, repitió algo varias veces y se marchó sobre sus ágiles piernas y sus pétreos pies descalzos. Todo podía ocurrir. Incluso nada. Al fin y al cabo, con la muerta sólo tenía una vinculación cultural y, como en toda vinculación cultural, había algo de culpabilización en aquel vínculo. Había que enterrarla. Que se ocupara el francés cuando despertara de la borrachera o las gentes del lugar cuando las escuadras de mosquitos se lanzaran sobre la aldea. Volvió a entrar en la cabaña para contemplar por última vez aquella muestra de Europa vencida pero el ruido de gentes aproximándose le hizo volver a salir. Su interlocutor volvía acompañado de un viejo al que hablaba respetuosamente y le seguían cuatro o cinco hombres. Saludaron a Carvalho ceremoniosamente y luego volvieron a saludarle cuando les franqueó la entrada de la cabaña. El viejo se acercó en actitud pía a la muerta y los demás rodearon al francés e intercambiaron comentarios ruidosos y divertidos sobre su sueño etílico. El francés se despertó, se hizo cargo de la situación, se frotó los ojos con una mano y, ya limpios de adormilamientos, los abrió para sonreír a la gente. El viejo se esforzaba en preguntarle algo a Carvalho. Entendía que le estaba preguntando por las causas de la muerte, pero no sabía qué contestarle. La voz del francés les llegó desde su incómoda postura. Hablaba en thai, lo suficiente al menos para que el grupo que le rodeaba se abriera y el viejo le dedicara toda su atención. Cabeceó el viejo afirmativamente y dio una serie de explicaciones. El francés meditó un instante, se puso en pie y se dirigió a Carvalho.

– ¿Qué le parece? ¿La enterramos o la quemamos? Está pudriéndose.

– ¿De qué ha muerto?

– Tenía un cáncer que le llegaba de la cabeza a los pies.

– ¿Alguien puede reclamar en el futuro una investigación sobre el cuerpo?

– Tiene un hijo estudiando en Alemania. El marido se le suicidó hace dos años.

– El hijo.

– La enterraremos entonces.

Habló con el viejo y se le reprodujeron saludos, sonrisas, promesas.

– No hay cementerio de extranjeros. Por aquí no ha pasado ni Marco Polo. Habrá que cavar junto al río. Ellos nos dirán el lugar. ¿Qué tal de musculatura?

– Cavaré.


El Pattani se iba hacia el mar, hinchado por las lluvias y los aluviones. Merecía un puente con pretil para captar el alleph de las aguas vivas y espesas, como si hubieran disuelto el chocolate del mundo. Al menos había un coche, pensó Carvalho mirando de reojo el vehículo varado junto al sendero. Todavía le temblaban los brazos por el esfuerzo físico de abrir la tierra para devolverle los despojos de Olga Schiller. Una paletada de Carvalho era la que le había cubierto la cara y los ojos y en el instante de lanzar la tierra, Carvalho había sentido un pánico íntimo que nadie había podido percibir. Ni el meticuloso francés, que apaleaba la tierra con la debilidad de un intelectual pero también con el rigor de un racionalista, ni los aborígenes que les habían ayudado a cavar, pero que ahora contemplaban como un espectáculo el trabajo de ocultación. Luego tiró la pala, se lavó las manos, los brazos, el tórax en el río y las aguas se llevaron la tierra adherida a su piel, se hicieron cargo de ella con una naturalidad elemental, al igual que la tierra se había hecho cargo de Olga Schiller. ¿Qué hacer? La ruta de Teresa se cruzaba con la de la alemana muerta y todo indicaba que Teresa y su acompañante trataban de pasar a Malasya evitando las salidas convencionales de Thailandia. La aldea estaba dentro o en los límites de Pattani y la advertencia de que el territorio pudiera estar controlado por la guerrilla musulmana desorientaba a Carvalho, le destruía la lógica de los puntos cardinales. O seguir el río hasta Pattani y aprovechar el aeropuerto para volver a Bangkok y a las Ramblas o empeñarse en atravesar la fluctuante frontera y seguir el rastro de la pareja fugitiva. El mapa daba vueltas entre las manos de Carvalho y amenazaba romperse por las rozaduras de sus dobleces. Una sombra se proyectó sobre él y Carvalho levantó los ojos. Pelletier también se había lavado en el río y mostraba un aspecto adecentado de europeo pulcro, aunque sin ajuar adecuado para el momento y el lugar. Los pantalones tejanos estaban acartonados por la suciedad, la camiseta de marino yanqui había secado el agua de la piel y el rostro alargado y pelirrojo no se había quitado las púas de una barba vieja aunque irregular. Tal vez la exactitud del peinado era lo que le devolvía la estricta identidad de europeo pulcro o la sensación de que se había quitado de encima la orla de velatorio y borrachera con que Carvalho le había encontrado. Pero ya con una mano empuñaba una botella de Mekong y se la tendió a Carvalho.

– Es el mejor Armagnac que he podido encontrar.

Carvalho tragueó con sed y con voluntad de cambiar el estado de conciencia. Luego lo pensó mejor. Perder la lucidez en el penúltimo rincón del mundo era un riesgo excesivo. Devolvió la botella y el francés la aceptó al tiempo que le proponía:

– Algo hay que comer.

– ¿Dónde?

– Déjese llevar por mi olfato. He olido y he creído. Sígame y guiados por mi nariz llegaremos a la comida.

Carvalho echó a andar tras Pelletier. Volvieron a la aldea por el sendero, cruzaron el riachuelo que pasaba por delante de la cabaña improvisada capilla fúnebre y luego lo remontaron en busca de la concentración de cabañas. Pelletier se detuvo ante el porche de una de ellas, donde una familia al completo picoteaba en los cuencos llenos de arroz y unas pequeñas adherencias policrómicas que no eran arroz. Pelletier habló con la vieja que marcaba la proa de la concentración familiar y recibió a cambio una sonrisa y un encogimiento de hombros. La vieja miraba con atención a un hombre joven, breve, musculado, que corría en cuclillas, al parecer ajeno a las negociaciones de Pelletier. El francés se dirigió a él y, tras un titubeo, el hombre contestó algo que a Carvalho le sonó a airado rechazo, pero que a Pelletier le hizo sonreír.

– Arroz con pollo y brotes de bambú, ¿qué le parece? No hay mejor menú en los restaurantes chinos de París, aunque aquí nos lo cargarán de especias.

– Que lo carguen de lo que quieran.

Carvalho sentía urgencias de hambriento. Pelletier se apartó de la casa y se sentó en un escalón de una escalera lateral que iba a parar al mismo porche donde la familia comía. El francés pegó sus labios a la botella de Mekong y tardó en despegarlos. Respiró afanosamente y tendió la botella a Carvalho que la rechazó.

– Hay que esperar un rato. Ha de hervir el arroz. A propósito, ¿qué tal está usted de dinero?

– Me quedan travellers.

– ¿No querrá pagar con travellers a esta gente?

– ¿Tiene baths?

– Pocos. Y algo de moneda birmana. En Rangún me gané la vida dando clases de francés a un traficante de rubíes.

El francés abarcó a Carvalho con una mirada cómicamente altanera.

– No se preocupe. Es mi invitado. En realidad no era un traficante de rubíes. Un miserable bisutero que había tenido una abuela francesa. Pintoresco. En Birmania es posible encontrar a alguien que tenga un abuelo inglés. Pero una abuela francesa, jamás. Debería estar prohibido. A propósito, Stanley, ¿qué hace usted por aquí?

– Busco las fuentes del Nilo.

– Qué despiste geográfico llevan en España.

– Busco a una mujer.

– ¿Se fugó con otro?

– Más o menos.

– ¿Es su mujer?

– No.

– Pero bueno. Esto ya es vicio. Pase que alguien se dedique a buscar a la mujer legal, pero ponerse a buscar a la amante, eso no tiene nombre.

– Soy un profesional de estas cosas. Soy un detective privado.

– Y yo Martin Bormann.

– De verdad. Soy un detective privado que está buscando a la hija de un cliente.

El francés estudiaba a Carvalho por si descubría alguna fisura en la máscara del rostro. Carvalho se limitó a sacar el billetero y enseñarle el carnet de detective privado.

– ¡Increíble! Cuando se lo cuente a mi madre no se lo va a creer. Doy veinte veces las vueltas al mundo, me pudro con los pueblos más podridos de la tierra y todo para encontrarme con Philippe Marlowe en un poblado de mierda de la península malaya. Aún es posible la sorpresa. Lamento no estar a la altura de las circunstancias. Yo soy economista, normalien, es decir, de la élite cultural francesa.

– Ya me lo ha contado.

– ¿Cuándo?

– Poco después de habernos conocido.

– Me repito. Y sobre todo estas cosas. No ha sido siempre así. Me ocurre últimamente. Debo tener un grave problema de identidad. A la pobre Olga le amargué los últimos días de vida explicándole la influencia de Pascal sobre Rhomer. ¿Sabe usted quién es Rhomer?

– Un general alemán.

– Fascinante. No. Un director de cine. ¿No ha visto usted "Ma nuit chez Maud"?

– Casi nunca voy al cine.

– Es una película sobre el sentido de la vida.

– Hum. Muy sólido.

– Fue la última película que vi antes de fugarme de París. Por cierto, he coincidido con varios españoles en distintos lugares de la península Indostánica, incluso antes, en Afganistán, antes de que se armara la guerra. En Goa conocí a un español pintoresco, filósofo. Un hidalgo madrileño que siempre filosofaba mientras chapoteaba descalzo bajo la lluvia o bailaba agitando al viento su trenza negra. En Bombay coincidí con un ex economista catalán y tuvimos una larga discusión sobre Schumpeter y los economistas radicales norteamericanos. Se llamaba Martín Capdevila y quería ser maharajá. En caso de que llegue a serlo, tengo la vejez asegurada.

Carvalho se tumbó en los escalones. El esqueleto le agradeció el soporte y los ojos se le fueron hacia los pozos de cielo delimitados por nubes blancas y pesadas. Una bandada de pájaros atravesó su campo visual, investigadores de lo que acontecía en un poblado insolentemente intruso en la jungla.

– ¿Conoce usted el nombre de los pájaros de Bangkok?

El francés salió de un súbito ensimismamiento.

– ¿De qué pájaros habla?

– De los que se posan en los cables eléctricos al atardecer. ¿No los ha visto? A miles. Parecen mosquitos ruidosos. Tampoco sé si pían de alegría o de hambre o de miedo o para proclamar su hegemonía por encima de la ciudad construida por los hombres.

– Todos los pájaros son gorriones.

– ¿Las águilas también?

– Las águilas son águilas.

La vieja se les acercó con una bandeja de lata en la que había cuatro cuencos de barro y dos cucharas de madera. Humeaba la comida y Carvalho se apoderó de su ración de arroz y pollo y las mezcló amorosamente con la cuchara de teca, como recreándose en la composición del paisaje. El francés comía más ortodoxamente. Cucharada de arroz, cucharada de carne y verduras.

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