PRÓLOGO: EL REDONDEL DE LUZ

El hecho de que la novela Los parentescos vaya precedida de un prólogo no encuentra su razón de ser en ningún sitio, como no hay razón en el nombre de las cosas, como no sigue la primavera al invierno por una razón y no se mueren las personas por una razón. Sucede que se mueren. Sucede que los árboles tienen copa y raíces y que no tienen cauce ni desembocadura. Sucede que se ha muerto como del rayo Carmen Martín Gaite cuando estaba escribiendo la segunda parte de Los parentescos y, ahora, la tarea del prólogo es ponerle una especie de zancadilla a la muerte, interrumpirle el paso, que espere aún.

Carmen Martín Gaite no solía hablar apenas de sus novelas mientras las escribía. «Sí, estoy en algo», «he empezado a tomar notas», «me está costando encontrar el tono» o «creo que voy bien» eran algunos de los comentarios que, pese a su brevedad, indicaban al interlocutor: Estoy a bordo ya, estoy en un gran viaje. Alguna vez hablamos sobre cómo ser novelista exige un carácter firme. Exige ser capaz de convivir du- rante bastante tiempo con un proyecto en cierta soledad y salir a la calle como quien ha aprendido a contar cien o mil, observando el consejo de silencio de Walter Benjamin hasta hacer que «el deseo cada vez mayor de comunicación sea un estímulo para concluir».

No obstante, mala sería la soledad absoluta. Como la mayoría de los y las novelistas, Martín Gaite sí mostraba o leía ella misma los capítulos terminados a personas muy cercanas. Confío en que algo de lo que ellas escucharon quede también en estas páginas. Me gusta pensar que quien las lea lo hará al terminar la novela. No justo después de la última línea sino horas o días más tarde, cuando la historia ha detenido su paso y, entonces, sobreviene el asombro ante lo que termina sin haber terminado y no obstante está entero, y entero actúa sobre quien lo leyó. Para ese momento escribo las palabras que siguen, como un andén, un puente, como el lugar donde se está entremedias o antes de estar en otro sitio y acaso, en este lugar, la lectura de Los parentescos pueda ser todavía acto común, no solitario.

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No es raro que alguien viaje a un sitio que ya conocía y sin embargo le parezca otro, tal vez porque escogió una compañía diferente, o porque viaja en un momento distinto de su vida. Así también ocurre, me parece, cuando se abre la puerta de Los parentescos. Lectores y lectoras, críticas y críticos, profesores y profesoras habrán reconocido en esta novela el idioma de la literatura de Carmen Martín Gaite, y lo habrán hecho con justicia pues aquí están, en efecto, sus personajes de carácter peculiar, a menudo pensativos; está la estructura que en algo evoca la estructura clásica del cuento de hadas; están los misterios familiares que han de ser desentrañados, las reflexiones sobre el arte de contar historias imbricándose en la propia historia; está una nueva casa zurriburri, el sentido del humor y ese libro de conjuros para la vida compuesto de situaciones, expresiones y actitudes que el lector puede adoptar a modo de amuleto. Conocemos la literatura de Carmen Martín Gaite, pero cabría decir que, siendo la misma, es otra la voz que nos acompaña en Los parentescos y algo nos estremece como si fuera extraño, habitaciones que nunca abrimos, senderos por donde nunca nos adentramos.

Si intentásemos ver lo que pasa en la novela desde arriba o en el curso del tiempo, creo que tendríamos la impresión de estar viendo doble, de ver lo que termina y lo que empieza, pues veríamos una casa que se desmorona y, a la vez, en el mismo espacio, veríamos una luz que empieza a alentar, que tiembla como la luz de los faroles cuando acaban de encenderlos, que pasa del naranja al blanco y alumbra por más piedras y vigas y tabiques que rueden a sus pies. Cuando digo casa que se desmorona no me refiero a un edificio, sino al conjunto de relaciones, presencias y visitas que constituyen una casa. Veríamos una casa que pierde primero la piedra angular de la vida burguesa, el servicio, y pierde luego su asentamiento físico y va errando de piso en piso. Una casa habitada por seres luminosos que pierden su claridad: Max-flash se apaga cuando crece «porque lo turbio hace dudar del sol», Lola roza la amargura con los años, la madre vive sin vivir en ella, los relámpagos de verdad que había en Pedro dejan de tener sitio, el padre manotea sin ruido como si le estuviera haciendo señas a un barco fantasma, se van los vecinos de arriba, se condena la puerta secreta, la prima Olalla no ha vuelto y Baltasar es un adolescente «hijo de papá», uno más, que cuenta sólo con algunas palabras y una libélula medio rota para no disgregarse también.

Si miramos la historia desde lejos eso es lo que veremos, la muerte en vida, como en el título de aquel texto de Vaneigem: «Aviso a los vivos sobre la muerte que los gobierna». No obstante, cuando nos acercamos un poco más, vemos latir la fuente de luz. «Fu, fu, mucha calma», dice la libélula.

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En un coloquio que tuvo lugar hace ya varios años en la librería madrileña El Buscón, alguien del público preguntó a Carmen Martín Gaite por la ira, «la ira del nudo» fue la expresión utilizada en alusión al momento en que, cosiendo, el hilo se hace un nudo sin haberlo querido, el momento en que ocurre algo de lo que no somos responsables directos pero sí indirectos y lo sucedido nos atranca el pecho y nos obliga a romper, a cortar o a comenzar de nuevo. Qué hacían sus personajes cuando les sobrevenía la ira del nudo, le preguntaron a Carmen Martín Gaite, pues ella apenas los mostraba en esa situación. Martín Gaite, quien siempre respondía a las preguntas con gracia y destreza, guardó silencio. Tardó un rato en contestar, contó alguna anécdota sobre su propio carácter, luego dijo: Tengo que pensarlo. Y lo pensó. La mayor inteligencia, la que muy pocas personas se toman el trabajo de tener, exige no dar las cosas por sabidas. Carmen Martín Gaite debió de estar pensando eso que aún no sabía durante tres, cuatro o cinco años. Debió de estarlo pensando mientras escribía el título del capítulo XVII, «El triunfo de mister Hyde», y todos los que le anteceden y siguen, incluido el último, «La raya invisible».

La diferencia entre un escritor mediano y un gran escritor es, a mi juicio, que el primero dice un niño mientras que el segundo sabe que no hay nunca un niño, que siempre es ese niño, ese niño con esos años, esa nariz, esa familia, con esa trama. Baltasar, Baltita, no es en ningún momento un niño, un estereotipo, sino que siempre es ese niño. Desde su primera frase la novela nos coloca en una historia singular, y es precisamente la singularidad la que permite que las tinieblas combatan con la luz. Pues si el lado oscuro de Baltasar, su «ira del nudo», y el lado oscuro de Fuencisla y el del padre de Isidoro vinieran de lugares abstractos, de pozos sin fondo, vinieran, como a menudo se nos trata de hacer creer, de zonas insondables de la naturaleza humana, entonces sí que estaríamos ante una historia negra, ante una estrella muerta.

El lado oscuro de Baltasar, como el de los demás personajes, procede de la posición de cada uno en la historia. Conocer su procedencia no significa excusarlo ni darle carta de naturaleza. Pero sí es una invitación a mantener la inteligencia alerta, atenta a los enlaces entre las acciones. A veces los enlaces se distinguen enseguida. Así, la primera vez que Baltita miente y encuentra placer en ello, su mentira -«a mí (mi abuela) me deja jugar por donde me da la gana; y si rompo algo, no le importa»- es una respuesta a la prohibición de entrar en la casa de su abuela y, en definitiva, a la voluntad de su abuela de avasallar al padre de Baltasar, a la madre y también al nieto, al propio Baltasar. «Reñir, lo he ido sabiendo luego, depende de la voluntad de avasallar a otro, no de las razones que se tengan», dirá Baltasar; así también la riña de la abuela con el hijo pone de manifiesto esa voluntad, y así las riñas entre sus padres. Otras veces no es tan fácil saber a qué responde una traición. «Todo aquello (mi sobrino) lo estaba inventando para mí, pero no me atrevía a mirarle. Quería escaparse con el capitán Pluma, lo llamaba y yo le estaba traicionando. (…) y me salió una voz de persona mayor, de tío.»

Es que son dos, irá descubriendo Baltasar, la abuela, el padre de Isidoro, Fuencisla y también él. Pero no hay bebedizos mágicos que faciliten la transformación. Hay conflictos, hay deseos que se cruzan y chocan con otros deseos. En este sentido, la historia de Fuencisla tiene en el capítulo de Camino una continuación magistral. En un principio las relaciones de Fuencisla con la casa zurriburri parecen ajustarse a la clásica imagen de criada bienhumorada y fuerte que es «como de la familia»; su acción terrible estaría entonces separada de esa imagen, pertenecería a una vida aparte. Sin embargo, el episodio de Camino nos revela una quiebra profunda, el despeñadero que en la tierra de ese «ser como de la familia» puede llegar a abrirse.

«En casa llevaba varias semanas viviendo un ser humano y para ellos nada, igual que un perro o peor, no les importaba saber si estaba a gusto o no, cómo se las apañaba para hacerse un hueco y orientarse en medio de tanto lío.» Con este alegato el niño Baltasar irrumpe en el dormitorio de sus padres. Aunque Baltasar está hablando de la nueva chica, de Camino, a la memoria del lector acuden frases de doble filo referidas a Fuencisla: «¡Pero si tú no te puedes ir!», le decía Lola cuando ella refunfuñaba que un día iba a largarse. «Sabíamos que de su pueblo estaba más harta todavía que de casa», cuenta Baltasar, «había reñido con la familia que le quedaba allí y no iba ni por las vacaciones de Navidad.» Y así vemos que ser «como» de la familia es al fin para Fuencisla no tener familia, ni aquella que al decir «como» está diciendo «y por lo tanto no es de la familia», ni aquella otra que podría dar cobijo en el caso de alguna desavenencia grave.

Fuencisla y Camino dejan la casa zurriburri cada una por diferentes razones, pero el impulso que las lleva a las dos es el mismo. Proviene de una misma carencia y nos muestra el primer propósito de la novela, la impugnación de la lógica de los parentescos cuando establece distancias, y segrega y excluye en vez de aproximar, y no sirve para unir sino para marcar un límite, para trazar la raya del dolor: tú no eres nada mío.

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Pero impugnar no significa mirar hacia otro lado: no es tan sencillo. El mundo conocido se organiza, en primera instancia, a través de los parentescos, y no se trata de hacer como si no existieran. Muy al contrario, la novela nos lleva al interior del espacio que se abre en frases como «cuando mis padres se casaron, yo tenía ocho años para nueve». Nos mete dentro con esa voluntad que Martín Gaite siempre tuvo de anclarse en el presente y no en la sola nostalgia ni en la memoria sola. Y, una vez hemos entrado, la novela dibuja el arco que une a unos padres de quienes no cabe desentenderse con la criada Fuencisla y aún con lo más lejano, la prima Olalla, la hija del padre de los hermanos de Baltasar, Olalla, la niña que no es nada de Baltasar y sin embargo lo es todo.

Mientras Baltasar trata de hacerse, como Camino, un hueco en medio de tanto lío, va viendo que no basta con poner un nombre a cada relación, madre, o criado, o padre de un amigo. «Es que son dos», empieza a descubrir. Cada uno de ellos es otro cuando se cruza en su vida una necesidad. Cada uno de ellos es otro en lo terrible -el padre de Isidoro clavándole a su esposa un abrecartas afilado en la cara- pero también en lo banal -su madre que «cuando leía novelas es cuando estaba más lejos y se olvidaba por completo de las promesas que me pudiera haber hecho»-. Baltasar mismo, tras descubrir que sabe parar goles, dice: «Es como si me hubiera salido de dentro otro que no soy yo y es el que me manda saltar.» Baltasar ha visto muchas transformaciones y ha escuchado el aviso de su amigo Isidoro: «Ten cuidado. También el doctor Jekyll se olvidaba enseguida de Hyde; pero eso fue al principio. Luego, cuando quiso caer en la cuenta, ya no podía quitárselo de encima. Era su esclavo.»

Baltasar ha visto, sí, muchas transformaciones. La novela da cuenta de ellas y parecería que su propósito es mostrar cómo lo claro se vuelve turbio, cómo la luz se torna oscuridad si no fuese porque una transformación de otro signo se anuncia ya al principio de Los parentescos. Me refiero a la fonética, me refiero a la transformación de la fonética y a cómo esa transformación vuela en las alas de una libélula.

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Si el lado oscuro lo producen las relaciones sociales, los parentescos vacíos o la voluntad de avasallar, el lado claro se abre camino a duras penas. En esta descompensación se encuentra, me parece, el corazón de la novela. Si el lado oscuro puede llegar a ser poderoso y terrible, el lado claro no es más que una pequeña libélula agotada. Pero esa libélula ha estado presente el día que el niño Baltasar, que llevaba cuatro años sin hablar, tomó la palabra. Después de cuatro años de estar atento y pensar y preguntarse, un buen día Baltasar dice cuatro palabras seguidas y, a partir de ese día, ya no dejará de hablar. Es el mismo día en que ha asistido a un teatro de títeres y ha contemplado «una historia que iba a cambiar mi vida». Una libélula, ser frágil donde los haya, penetra en el interior de un ogro para transformarlo, para renovar su alma y transformar su mal carácter hacia la claridad. Todo lo que sabemos es que después esa libélula se queda sin fuerzas, arrugada y torpe. Y es que renovar el alma de otra persona no es un acto mágico sino un esfuerzo que agota. Queda agotada la libélula de los títeres, y Baltasar, que por fin habla, empieza también a gastarse, porque ahora que habla es responsable, porque ahora que habla debe intervenir, ya está dentro de la historia, ya no puede estar al margen.

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¿Qué va a hacer Baltasar con el lado oscuro y con el lado claro de las cosas? Al llegar aquí se hace ineludible la pregunta por el final. Pues si es verdad que lo que tenemos de Los parentescos es Los parentescos, también lo es que los buenos libros nunca son aleatorios, no es cierto que admitan finales indistintos, en los buenos libros el final está en cada una de sus páginas, el final no surge de pronto sino que empieza cuando empieza el libro.

Carmen Martín Gaite no hablaba apenas de sus novelas mientras las escribía, pero a veces hablaba de cosas que le llamaban la atención y, al contarlas, su voz se acuclillaba un poco, como para pasar debajo de una valla, como para llevarte por sendas escondidas; entonces comprendías que de algún modo estaba hablando de su novela. Una vez me contó así la película Manos peligrosas. Es la historia de un carterista que roba sin querer un microfilm, aunque Carmen Martín Gaite no me habló de esa historia sino sólo de una escena que la había impresionado.

Moe, una mujer madura, entra en su cuarto. Pone un disco muy gastado con canciones francesas. Se sienta en la cama, se coloca las gafas de cerca para ver su pequeña libreta de gastos y, en ese momento, repara en unos zapatos negros sobre su cama. Unos zapatos que conducen a unas piernas que conducen a un hombre. El hombre de los zapatos negros pide a Moe, una soplona de los suburbios encarnada por Thelma Ritter, que le revele el paradero del carterista a cambio de mucho dinero. Y ella le dice que está cansada: «Nos ocurre a todos en algún momento. Lo mío es un poco de todo. Me duele la cabeza y la espalda. No puedo dormir por la noche, me cuesta levantarme cada mañana y vestirme y caminar por la calle, subir las escaleras. Y continúo haciéndolo. Tengo que seguir ganándome la vida para poder morirme. Pero ni siquiera vale la pena esperar a tener un buen funeral si debo hacer negocios con canallas como usted.» Después Moe ve la pistola del hombre de los zapatos negros: «Mire, amigo, estoy tan cansada que me haría usted un gran favor si me volara la cabeza.»

Eran esos zapatos que al principio no hemos visto pero que están ahí lo que más impresionaba a Carmen. Como siempre ocurre, los detalles no significan nunca solos, los detalles significan porque forman parte, así las huellas que dejamos al pasar significan porque cuentan de dónde venimos o nuestro nombre. Y esos zapatos negros sobre la cama, sobre la colcha de cuadros, significan porque son la decisión que Moe ya ha tomado. Ella no se lo ha dicho a nadie, tal vez ni siquiera se lo ha dicho a sí misma todavía, pero ella sabe que no denunciará a su amigo.

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A Carmen le llamaba la atención el modo en que el futuro se hace presente y cómo ciertos comportamientos son los que escriben la historia y no al revés. No entra Moe en su cuarto y después llega el hombre de los zapatos negros sino que Moe, con su forma de ser, va convocando a los zapatos negros. Por eso están en el cuarto, por eso ella no los ve llegar sino que los encuentra. También la libélula ha sido convocada, antes de estar en el teatro de títeres «había venido a mi casa», había yacido desmayada encima de las rodillas de la madre de Baltasar, el día que su padre se la quitó de las manos para tirarla al suelo.

Y acaso esta novela haya nacido para enfrentarse a la idea de que los parentescos nos vienen impuestos mientras que las amistades se eligen. Tanto a las amistades como a los parentescos hace falta convocarlos. Es banal el parentesco de Baltasar con su cuñada porque ninguno de ellos tiene intención de convocarlo; no lo es su relación con Fuencisla o con Olalla aun cuando no medie parentesco alguno; en cuanto a la relación de Baltasar con sus padres, de sus padres entre ellos, de eso trata esta historia, de cómo nada existe porque sí, ni la relación entre un padre y una madre, ni la bondad, ni siquiera la fonética, sino que todo debe ser convocado.

La muerte en cambio no. Lo que Moe elige al decir: «Me haría usted un gran favor si me volara la cabeza» no es la muerte, es una forma de vida, es vivir sin tener que hacer negocios con canallas. No es una muerte de azar la de Moe como sí es una muerte de azar, de la fortuna de las generaciones, algunos accidentes, la mayoría de las enfermedades. Y así, este prólogo no es como aquellos zapatos negros, no estaba esperando en parte alguna, nadie lo ha convocado. Sucede que me ha tocado escribirlo y debo entonces decir que yo no creo que los muertos nos vean. No nos ven, no existen, porque la muerte no es discurso, es pausa para siempre y no queremos darle pábulo nunca, tampoco con esa hipótesis imaginaria que si bien trae consuelo puede hacernos olvidar las cosas ciertas, la vida. Los muertos no nos ven, los muertos no existen sino que continúan: lo que existió continúa en lo que sigue existiendo, en lo que sigue pasando por su causa.

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Quienes más cerca han estado de Carmen Martín Gaite coinciden en que ella mencionó un rumbo para la novela, rumbo que, por otra parte, queda apuntado en varios momentos. «Lo que saqué en consecuencia es que mis padres necesitaban una libélula», dice Baltasar a raíz de haber visto la historia del ogro, la princesa y la libélula. Y más tarde, en alusión a sus padres: «Tengo que luchar para que no me alteren sus vidas (…) Pero yo no me puedo pasar la vida de libélula bondadosa. Me bastó con intentarlo una vez.» En las páginas que iban a venir los padres de Baltasar empezarían, parece, a discutir cada vez con más fuerza, cada vez más semejantes a los padres de su amigo Isidoro, y la historia del ogro y la princesa sería entonces su historia. Por eso cuando Baltasar, ya adolescente, ve a su padre, dice: «En la costura de su chaqueta de seda marengo me parece reconocer esa cremallera camuflada por donde siempre podría colarse una libélula.»

En dos ocasiones Baltasar alude a un tiempo en que se operó en él «una transformación que no fue casual» y empezó a convertirse en un joven volcado en los saberes de tipo práctico, interesado por la economía, «incapaz de inventar un disparate lingüístico». Y en un pequeño cuaderno donde Carmen Martín Gaite había tomado notas para las últimas páginas que estaba escribiendo, leemos: «Primer aviso de acidia-vulgaridad: olvidar las extraordinarias dotes de las palabras.» Es posible que Baltasar hubiese hecho de libélula antes de empezar a contarnos su historia, se hubiera aplicado a renovar el alma de su padre y hubiese estado a punto de perder la suya en el intento. En el mismo cuaderno, hay otra anotación referida a Baltasar: «Empieza a escribir para títeres.»

Así pues, Baltasar, atado a los parentescos y prendido a quienes no son de la familia, se introduciría él mismo en la cadena de transformaciones. Y un día, dicen que dijo Carmen Martín Gaite, Baltasar se iba a cansar de escribir. Iba a salir una tarde a tomar aire, iba a dar un paseo por Madrid y la libélula gigante se lo iba a llevar.

No sabemos si habría sido así. Sabemos lo que está escrito en la novela, sabemos que desde el principio Carmen Martín Gaite habló de la posibilidad de introducir un final fantástico en la novela, lo que no quiere decir un final extravagante ni ilógico, sino un final que toque los bordes de la realidad. Y aunque es cierto que la novela apunta hacia ese encadenamiento de los hechos, nunca sabremos qué habría pasado si Carmen Martín Gaite hubiera seguido escribiendo, qué habría modificado en lo ya escrito, cuánto había averiguado del lado oscuro y el lado claro de las cosas. Sí hemos sabido, no obstante, que al ver que le faltaban las fuerzas, Carmen Martín Gaite estuvo a punto de enviar a la editorial la primera parte, como si de una novela por entregas se tratara. Y no lo hizo. Avanzó agotada y lumínica por la segunda parte, pues no era así, con el triunfo de Hyde, como debían quedar las cosas. Por eso los últimos capítulos son tan importantes.

«Ha tenido que pasar de todo hasta que por fin me he acercado al redondel de luz que oscurecen los tópicos», dice en un momento Baltasar. Toda la novela viene a ser una obstinada forma de cruzar la oscuridad del tópico y entrar en el sentido de los parentescos. Acerquémonos también ahora nosotros y nosotras al redondel de luz. Dice el tópico que es anticuado pretender que las historias puedan cambiar el mundo. Pero con la libélula, con la calma de la libélula, me gustaría argüir que no sé, realmente no acierto a pensar qué otra cosa pueden hacer las historias si no es modificar los pensamientos, los deseos, los temores de las personas y de esta forma el mundo. Leer sólo es el principio. En un diccionario he visto que la palabra libélula podría proceder del latín libellulus, librito, por la disposición de las alas como las hojas de un libro. ¿Para qué se escribe? ¿Cómo funciona? ¿Para qué sirve esta libélula? «Eso tú mismo lo sabrás cuando llegue la ocasión. Es para renovar el alma de alguien.» Que este libro, cuando llegue la ocasión, renueve nuestra alma y nuestra historia.

BELÉN GOPEGUI

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