Segunda parte

I. DATOS SOBRE OLALLA

Yo a Olalla la he visto poco y en etapas separadas entre sí, pero desde que en aquel primer cuarto mío de Madrid, donde nadie la había invitado a entrar, se fijó en una raya inexistente y me prohibió que la pisara, supe que me había enamorado de ella sin remedio y que toda la vida la iba a estar echando de menos como a una brújula en el borrón inquietante del futuro. No me importaba que fuera amor imposible. Me imaginaba que lo sería y en eso no me equivoqué. Cuando respiro mal o me duele algo, me asusta pensar que el hueco donde ella se aloja dentro de mí pueda sufrir daño. Y entonces aviso a un guardián con alas, que es el único que sabe por dónde cae ese espacio raro, y baja a ocuparse de ensancharlo. Lo noto porque enseguida me encuentro mejor.

Olalla era opuesta total a las ondinas que aparecen en las leyendas de Bécquer, o sea que no respondía al tipo de alucinación romántica un poco escondido entre hilos de niebla. Ni hablar. Tenía los ojos bastante juntos, llevaba coletas y era descarada. Un aspecto más bien de cómic. Pero acertó a engancharme y me sacó del marasmo que estaban siendo aquellos meses sin orden ni concierto desde la mudanza de Segovia.

A mis hermanos no sé, pero a mí de Segovia me había arrancado un vendaval de otoño. No voy a contar ahora los detalles de aquel otoño. Sólo digo que fue como cuando a un árbol recién tumbado se lo llevan en un camión para trasplantarlo en otro sitio y, ¡hala!, que crezca como Dios le dé a entender. O que siga de pie, por lo menos.

No sé si se dieron cuenta. Tampoco sobraba mucho tiempo para andarse fijando en el alma de nadie. Cada cual se ocuparía, más bien, de ponerle remiendos a la suya. Los detalles prácticos estuvieron bien solucionados desde el principio, hay que reconocerlo, a pesar de que eran mogollón. Papá se hizo cargo de todo. A ella se la oía decir a veces con voz mansa: «Gracias, Damián», y nadie agobió con quejas ni se vieron caras largas. Cada uno tenía su cuarto propio; y el mío, más grande y luminoso que ninguno, pasó a llamarse «Balti's room», porque Máximo dijo que aquello de la casita de papel era una cursilería que no me pegaba ni con cola. «Bueno», dije tímidamente, «se le ocurrió a mamá.» «Pues me da igual, tendría el día ñoño, no le suele dar por ahí, pero nadie es perfecto.» Así que aquel nombre, como la cuna azul, el tapiz de la bailarina y tantos cacharros y trastos viejos, se quedó en Segovia y a veces hace guiños de ahogado. Una casita de papel mojado arrastrada con las hojas de otoño hasta caer en el río Eresma, en remolinos inútiles corriente abajo. Al Duero no creo que llegara.

O sea que estábamos en Madrid. Y yo, perplejo, defendiéndome a solas. Incomodidades, ya digo, pocas hubo; eran trastornos casi imperceptibles de puro rápidos. Yo tenía reservada plaza en un colegio muy bueno de los que dan opción a comida y te llevan y traen en autobús. Pedro, que presumía de conocer Madrid bastante bien, dijo que había que tener mano para que te admitieran en el colegio Atenea, y papá sonrió complacido. Yo no entendí lo de tener mano, pero en esa etapa preguntas hacías sólo las imprescindibles para no pegarte de bruces contra una pared.

Total, que no habría pasado ni una semana y ya estaba yo yendo al colegio. Al principio, lo más importante eran aquellos viajes en autobús, pendiente de la ruta a modo de Pulgarcito perdido en el bosque. Con la nariz pegada a la ventanilla acechaba las plazas, los semáforos, los cafés, las bocas de metro recogiendo y expulsando gente con cara de prisa, y sobre todo los rótulos clavados en las esquinas de los edificios. Llevaba un cuadernito donde apuntaba los nombres, y luego en casa miraba la enciclopedia para enterarme de quiénes habían sido en vida aquellas personas que se convirtieron en calles. Militares casi siempre.

El Atenea era una pecera de aguas azules sin oleaje, temperatura ambiente, y me adapté lo justo para no llamar la atención ni por listo ni por tonto; lo de que era experto en parar goles lo mantuve secreto. Pasar desapercibido y no provocar amistades íntimas era lo que más me interesaba. Lo logré a medias, y también aprendía a mentir. Le había pedido a Máximo que me proporcionara dos tacos de billetes de metro, y muchas tardes, a la hora de salir, le decía a la profesora de dibujo, que era con la que mejor me llevaba, que me habían venido a buscar y salía corriendo hasta una plaza que había cerca. Bajaba las escaleras hacia el subsuelo, aspiraba con ansia el olor a humedad, miraba a los mendigos que tocan la flauta en los pasillos larguísimos sin ventanas y me temblaban las piernas como si alguien me persiguiera. Para llegar a casa había que hacer transbordo, pero casi nunca lo hacía. Tengo buen sentido de la orientación, y aprenderme lo de afuera atento a sus peligros, notar que iba reconociendo calles y que hasta podía dar rodeos sin perderme fortalecía un poco mi desgana. En algún momento llegué a probar aquella excitación del peregrino típica de mis primeras escapadas infantiles en Segovia. Pero no sé: era una aventura rutinaria y sin sal. Como un argumento plagiado.

He tardado en darme cuenta de lo que me estaba pasando desde que pisé Madrid hasta la boda de mis padres. Por primera vez, el borrón del futuro había empezado a dibujarse como una sombra delante de los pies, en vez de llevarla colgando por detrás. «¿Y ahora qué?», me preguntaba con susto al encontrarme en el suelo ese bulto negro que antes no veía. Y me tenía que parar en la calle como un tonto; o me distraía en clase, sin poder atender a lo que me estaban preguntando. «Capacidad de concentración irregular», ponía a mano rematando las notas del primer trimestre. Y es que estaba viendo la sombra aquella, como una mancha que no se quita con nada.

En casa donde más. Porque debajo de tantas idas y venidas, comentarios, reparto de espacio y aparente concordia, cada día estaba más claro que mis hermanos vivían allí en régimen provisional y no tardarían en largarse cada uno por su lado. ¿Y ahora qué? ¿Y luego qué? Son preguntas que atraviesan aquellos meses veloces como un tren que no se para en ninguna estación. Compruebo que fueron ocho al encontrarme con un calendario que guardo. Lleva algún circulito o palabra secreta encima de los números. ¿Ocho meses? Me encojo de hombros. Qué más da. Lo absurdo se acepta de puro no entender. Son túneles, y se cierran los ojos.

En ese tiempo, que unas veces me parece tanto y otras tan poco, todos se mueven y dicen frases largas, pero mamá aparece quieta dentro de un cuaderno, con cinco cabezas. Nos pidieron en el colegio que dibujáramos al amigo o persona de la familia que más nos importara. Y yo saqué a mamá con piernas largas, una capelina de guiñol adornada de cascabeles y un cuello casi de jirafa que se dividía en cinco ramas. Bueno, eran más bien como dedos, y cada uno iba rematado por una cabeza distinta. En una mamá se reía, en otra estaba seria con gesto distraído, en otra llorando, en otra sacando la lengua. Y la quinta tenía los pelos de punta como culebrillas y pegaba gritos que casi se oían.

Y poco más. Cuando quieres recordar, se ha acabado el curso. Sentí inquietud aquella noche al subir las escaleras de casa, con mis notas tirando a regulares, que no tuve, por cierto, ni ocasión de enseñarlas. Y mis padres, nada más sentarnos a cenar, dan la noticia de que se casan. Así, sin más; fue él quien nos soltó la bomba, seguro, sonriente. Y mamá mirando para el plato de sopa.

(Bueno, aunque sea tipo paréntesis, tengo que decir que el nivel de mando de papá había subido mucho desde que, a fines del verano anterior, se quedó huérfano y heredó de sopetón una pasta bestial. Lola dice que la muerte repentina de doña Baltasara fue lo que desencadenó el vendaval de otoño. Lo contaré luego en otro sitio.)

Habían esperado a que estuviera Pedro, que ya pocas veces se quedaba a dormir. Fue el único que dijo: «¡Qué bien, enhorabuena! ¿Y el champán dónde lo guardáis?» Frase que se quedó en el aire de puro patosa, sin posarse ni volar, como muchas de las que dice Pedro. Y yo ni alegre ni triste, como si me hubiera equivocado de habitación. Miraba a mamá sorber la sopa, a ver si por lo menos estaba alegre ella, que no lo logré poner en claro.

Total, una cosa detrás de la otra, pim-pam, pim-pam, como noticias de televisión.

Y entre esa cena y la aparición de Olalla hay una raya invisible, seguramente la que ella vio y me prohibió pisar. ¿Cómo no iba a parecerme un prodigio encontrármela metida en mi cuarto, diciendo aquellas cosas disparatadas, mirando el póster de la fonética? Eso sí que fue un acontecimiento glorioso que inyectaba vida y misterio. Que anulaba el futuro. Supe enseguida que era lo más importante que me había pasado desde que llegué a Madrid. Y ahora que han llovido casi diez años y tengo recuerdos -algunos agradables-, sigo pensando lo mismo, que aquello no lo puedo comparar con nada de lo que he visto ni me ha dicho nadie a partir de ese día en que el tiempo se paró por unos instantes. Algo parecido a cuando entré en los títeres. Como notar que vuelas.

Pero los fogonazos dejan resaca. Y el de Olalla dejó mucha. A la semana de haberse ido mis padres de viaje de novios, yo ya no podía aguantarme a mí mismo. De tanto darle vueltas a si sería verdad o alucinación que entró en casa la niña de las coletas, a ratos sentía que iba a estallar. Lo único parecido a una garantía, aunque poco, es que cuando le dije a mamá: «Ha venido Olalla con su abuelo», su gesto se torció en el espejo y dijo: «No sé por qué la han tenido que traer.» Ahí se perdían los rastros. ¿Me habría inventado ése también? Mejor olvidarlo, pero no podía. Y mamá se había ido. Estaba en las islas Vírgenes.

Total, se echó encima un calor sofocante. Aquella casa estaba orientada a poniente, y yo me había empeñado en no tener amigos, en no pedirle ayuda a nadie, en no salir. Ni ganas de comer tenía.

Una tarde estaba sentado en el cuarto de estar, que daba a un patio, viendo la televisión. Y de repente entró Lola. Desde aquella vez que se largó a Italia con Máximo sin despedirse de mí y al volver suspiró de alivio al ver que me había ido de su cuarto, nuestras relaciones pasaron a ser de otra manera. No me miraba apenas, no me decía cosas cariñosas. La verdad es que con todos tenía un humor de perros. Me puse en guardia y decidí quererla menos, que tampoco fue fácil. El rencor es como una inyección que duele, pero hace efecto, y a mí me inmunizó de esa esperanza infantil de lo perenne, o sea que si alguien te quiere te va a querer siempre igual, aunque se hunda el mundo.

Pues bueno, entró Lola y yo no sabía si era para buscar algo o para quedarse un rato conmigo. Vi de reojo que se sentaba, pero seguí mirando la televisión, un documental de animales. Eran crías de águila y el nido estaba en las ruinas de un castillo. El corazón me latía con angustia, porque el silencio de Lola no lo podía soportar. No sé el tiempo que pasaría -a mí se me hizo muy largo- hasta que los aguiluchos del nido, después de unas cuantas visitas de la madre para traerles comida, empezaron a aletear.

En ese momento Lola se cambió de sitio y se sentó a mi lado en el sofá. La verdad es que se veía mejor que desde la butaca, o sea que aquel cambio podía significar dos cosas: o que le estaba interesando el proceso de crecimiento de los aguiluchos, o que le apetecía tenerme más cerca. No dije nada. Menos mal que habló ella. Y, por cierto, con una voz muy dulce.

– ¡Hay que ver lo que te ha gustado a ti desde siempre la historia natural! -dijo.

Y aquel «siempre» fue como una culebrilla. Se me apareció mi hermana desde muy lejos, asomando por detrás de un tapiz en el pasillo que daba tanto miedo.

Pero reaccioné y volví al presente. Las crías de águila, aguzando los ojos, se lanzaban a un vuelo corto.

– Es que date cuenta -dije- de lo poco que tardan en espabilar y echar a volar ellos solos. Unos ensayitos de nada y ancho es el mundo. A buscarse la vida. Si se cruzan en el aire con sus padres, a saber si los conocerán siquiera.

Bajé los ojos, y allí estaba la sombra entre mis pies.

– Bueno, ¿y qué? Pensando se sufre.

Me puso un dedo en la sien y apretó. Era juego de infancia.

– Por aquí te entra el mal, ¿a que sí?

– Sí.

– A mí también. Es por donde se enreda la novela.

De repente, comprendí que aquél era el momento de indagar lo que me estaba volviendo loco. Traté de que mi voz fuera normal.

– Oye, Lola, el otro día, cuando la boda, ¿viste tú por aquí a una niña muy rara, morena, con coletas?

– ¿Rara? Bueno, algo rara sí es, pero sobre todo más mala que cagada de diablo. Supongo que te refieres a Olalla.

– Así dijo que se llamaba. ¿La conoces tú?

Lola se echo a reír, que fue lo que más me molestó.

– ¿Que si la conozco? Sí, hijo, por desgracia. Es mi hermana.

Yo mismo me extrañé de la reacción tan violenta que tuve. Me puse de pie y empecé a pasear por la habitación como por una jaula.

– ¿Pero cómo que tu hermana? ¿Qué estás diciendo? ¿Cómo que tu hermana?

– Bueno, a medias, igual que tú. Pero de otra manera. No te sulfures.

– ¿Y yo es que no pinto nada en esta casa? ¿O qué? -grité pegando un puñetazo contra la puerta-. ¡Ya está visto que no, que soy el último mono, que a mí nadie tiene por qué contarme nada! No soy nadie y punto.

Me había salido una vena típica de papá. Hasta la voz y los resoplidos. Y me daba vergüenza.

Lola ni se enfadó ni se rió. Estaba seria. Me dejó desahogarme y luego, cuando la miré, vi que me estaba señalando un sitio en el sofá junto a ella.

– Ven, acá, anda, hombre. Por favor.

La obedecí. En la televisión estaban pasando los títulos de crédito y al fondo se veía a los aguiluchos haciendo círculos contra el cielo sobre aquellas ruinas del castillo donde estaba el nido. Lo miraban desde arriba. Pronto se alejarían de él. Le di al botón de apagar y la pantalla quedó negra.

– Es que, Baltasar -dijo Lola-, ¡a ti te ponen tan nervioso los asuntos de los parientes! Reconócelo. Y, al fin y al cabo, Olalla no te toca nada. Pero tienes toda la razón del mundo. Ahora te cuento lo que quieras. ¿Me vas a perdonar?

– Perdóname tú también. A veces se me cruzan los cables. ¿Por qué has dicho que es mala?

– Bueno, sale a su madre. Ella no tiene la culpa.

– Pero es muy lista y muy graciosa -la defendí yo.

– Sí, en eso desde luego no sale a su madre, esa vena locatis es nuestra.

Me pareció que lo decía con orgullo, y en aquel «nuestra» me empecé a embarullar, porque yo sentía estar metido en esa madeja, quería estar metido. ¿Por qué no estaba?

Entonces Lola, despacito y por orden, me fue contando la historia de la niña de las coletas que, para mi sorpresa, resultó ser dos años mayor que yo. Gabriel se fue de Segovia porque había dejado embarazada a una azafata, que luego se desentendió enseguida de la cría; era una comehombres, calculadora, mentirosa, burra, sinvergüenza. Y encima le pegaba. No sé, la puso verde y dijo que a Gabriel le había arruinado la vida. Pero él seguía ciego. Hasta ahora, que casi no se veían.

– Los hombres son como las gallinas -dijo Lola-, les echas trigo y pican la mierda.

Olalla estaba muy apegada a su padre, y luego a los abuelos, cuando se trasladaron a Italia. Se iba haciendo la luz en mi cabeza. O sea, que el sabio de la tribu, el que daba los bebedizos, era Bruno, el titiritero, el que me había dejado de herencia los muebles de Gabriel y me había advertido que las cosas tarda uno en entenderlas. Me enteré también de que no habían venido a visitarnos por lo de la boda, sino por pura casualidad. Estaban de paso para Segovia, donde Bruno tenía que recoger un dinero de la casa y firmar no sé qué papeles. Por eso no los vi en el restaurante.

– Y luego que mamá -añadió Lola- ya la conoces, cuando recibe a alguien con cara de perro, sólo le falta ladrar.

De pronto me daba todo igual, no quería preguntar más cosas. Escuchaba la voz de Lola y miraba fijamente la puerta. Al otro lado estaba el pasillo con alfombra de rombos por donde vi desaparecer corriendo a la hija pequeña de Gabriel y de aquella madre tan mala. Comprendí lo principal: que yo la iba a querer hasta que me muriera. No le dije nada a Lola, claro, pero esa misma tarde empecé a hacerle sitio a Olalla en una especie de altar dentro de mi cuerpo, donde sigue viviendo, a espaldas de todo el mundo.

– ¡Qué callado te has quedado, hombre! -me dijo Lola al final.

– Bueno, es que estos meses en Madrid han sido muy raros. Tengo ganas de que vuelvan papá y mamá. ¿A ti te gusta Madrid? ¿Te has acostumbrado?

– Bastante, sí -contestó Lola, mirándose las uñas-. Tampoco del todo.

– Pues estabas deseando venir.

– Ya. Pero las cosas se ven siempre más ideales cuando todavía no las tienes.

– ¿Y la casa, Lola? ¿Te gusta esta casa?

Ahí ya me miró abiertamente.

– Nada. Pronto quieren comprar otra mejor. Ésta es de alquiler. Pero da igual.

»Exactamente. ¡Sí, igual! -estalló Lola, alterada-, aunque nos fuéramos a vivir a un castillo con mayordomos, no cambiaría ni la uña de este dedo meñique. Casa, lo que se dice casa, desde que se fue Fuencisla no volveremos a tener ninguna. Nunca jamás. Y tú lo sabes igual que yo, Baltasar.

Se le quebró la voz, me abrazó y yo me acurruqué contra su pecho. Los dos estábamos llorando.

II. LOS ESTERTORES DE LA PROVINCIA

Yo no sé la edad que tendría aquella chica, Camino, cuando entró en la breve etapa final de la casa zurriburri a echar una mano, porque allí nadie daba un palo al agua y el follón era total.

Se la contrató como ayuda provisional, dijeron. Provisional es la palabra que más se repetía, y Max la convirtió en «provi». Yo tiré de diccionario y lo entendí enseguida, claro: remedios de los de «pan para hoy y hambre para mañana». Todo lo «provi» servía para lo mismo, para tratar de disimular las boqueadas de una asfixia. El diccionario que usaba entonces, y que lo tenía sobadísimo, era pequeño, de tapas amarillas. Me lo había prestado Pedro, nunca me lo volvió a pedir, y se quedó viviendo en los repliegues de mi casita de papel. Luego en la mudanza se debió de perder, porque no he vuelto a verlo. Pero aquel verano aprendí muchas palabras.

Segovia entera llevaba el letrero de «provisional». Por las noches, antes de dormirme, veía toda la provincia despegarse del mapa despacito y arrastrarse hasta las costas de Portugal. Luego empezaba a navegar en plan ensayo por un mar oscuro, y cada vez se estrechaba más el istmo que la unía al continente, puente de tablas primero y luego cordón que se iría mudando en hilo. En el sitio donde estuvo quedaba una laguna tipo pozo. Me tenía que sentar en la cama, respirar muchas veces seguido y beber un vaso de agua.

Camino se dio cuenta y me ponía en la mesilla una jarra tapada con un pañito. Al principio creí que habría sido idea de mamá, mejor dicho, me hice esa ilusión, pero no.

Camino, además de provisional, era pálida, muy flaca, casi una niña, pero a ratos se volvía mayor. De un minuto a otro. Y entonces daba algo de grima. Una mañana me desperté muy temprano, aunque ya entraba un poco de amanecer, y al volver del baño me la encontré de espaldas, quieta, mirando la plaza desierta con la cara pegada al balcón del gabinete. Llevaba un camisón largo y nunca he visto una estampa más triste. Se sobresaltó al oírme, aunque procuré retirarme de puntillas, y empezó a pedirme cantidad de disculpas por estar allí, es que creyó que era más tarde y había que preparar algún desayuno, que por favor a mis padres no se lo dijera, que ella no había venido a fisgar nada, todo bajito, seguido y con las mejillas como tomates. Imposible: no me dejaba meter baza. Le tuve que poner una mano en la boca para cortar aquel ataque de verborrea sin control, más anormal todavía en alguien que casi nunca hablaba.

– Por favor, Camino, tranqui. Puedes andar por la casa todo lo que quieras y a la hora que te dé la gana, no faltaba más. Vives aquí, ¿no?

Asintió y, ante mi sorpresa, se agachó a besarme una mano.

– ¡Eres tan bueno, eres tan bueno!

– Venga ya. No digas tonterías. Y vete a dormir que son las seis y media. ¿Vale?

Fue la primera vez que me fijé en que tenía los dientes saltones. No quise esperar a que llorara, pero me fui a la cama muy incómodo y ya no volví a conciliar el sueño.

La verdad es que no sé de dónde la habían sacado, ni oí decir que viniera recomendada por nadie. En fin, la trajeron y allí estaba, aguantando mecha en los dominios traseros de la casa zurriburri, que alguien, por cierto, se había encargado de desinfectar y encalar. El trasiego de obreros seguía, aunque algo más flojo, o sea que ver caras extrañas, azulejos y sacos de cemento era normal. Quién controlaba semejantes negocios ni lo sé ni me importa. Yo creo que en aquel desmadre de «sálvese quien pueda» de lo que se trataba era de no tropezar con el bulto de objetos ni personas. Y Camino era un bulto que a nadie le producía curiosidad más que a mí.

Hay que reconocer que las tareas de casa las cumplía pasablemente, guisaba tirando a bien, iba despertando a algunos dormidos por la mañana, cuando los había, y ponía en orden lo que veía revuelto, o sea todo. Pero en aquel caos donde nadie mandaba cosa de fuste, el mayor mérito es que tomara algunas iniciativas, como la que he dicho de la jarra de agua, y otras por el estilo; llamaba la atención su sed de agradar. Andaba con pasos que no sonaban y sólo salía a recados, nunca ponía la radio y a veces incluso sonreía.

Claro que eso era antes de ponerse el sol. En cuanto empezaba a oscurecer, parecía una de esas plantas que se cierran, y el susto que se pintaba en su cara anémica lo veía un ciego. Yo estaba hecho polvo, pero ciego no. Y además era el único que la miraba y la llamaba por su nombre. Los demás decían «la chica», y punto.

Supongo que habría pasado un mes o así desde que vino -aunque ese periodo es una mancha sin contornos- cuando por las noches (si veía ranura de luz por debajo de la puerta) empezó a tomar la costumbre de llamar, entrar de puntillas con los ojos bajos y arrodillarse junto a mi cama. Me decía que se moría de miedo, que yo era lo más bueno del mundo y que la dejara quedarse un rato conmigo. La primera vez indagué un poco.

– ¿Te da miedo esta casa?

– Sí, de noche.

– ¡Pues no te quedes a dormir! ¿Lo saben mis padres? Díselo. O hablo yo con ellos, si quieres.

Sacudió la cabeza y los hombros violentamente.

– ¡¡¡No, no, por favor, eso sí que no!!!

Estaba temblando. Me dijo que mis padres no la habían contratado con obligación de quedarse a dormir. Que eso, lo que ella eligiera, y pagándole lo mismo. Pero no tenía adonde ir.

– Y en la calle…, bueno, ya sabes.

Se enrolló exageradamente. Estaba contenta con el sueldo, la trataban bien, si se enteraban de que tenía queja, a lo mejor la echaban, por Dios me pidió que no le contara nada a nadie. Aunque a saber si yo creía en Dios. Pero se fiaba igual. ¿Se lo prometía? Juntaba las manos como si rezara.

Dije que bueno y cerré los ojos. Me estaba mareando un poco. Se me escapó un bostezo.

– ¿Te aburro? -preguntó.

– No, Camino, es que no tengo sitio.

– ¿De qué?

– De nada. Lo siento.

Simplemente no me cabían ya más historias, ni secretas ni provisionales, ni largas ni cortas, ni de verdad ni de mentira, añadidas a las que ya día y noche me pisoteaban la cabeza. Es como cuando una maleta está hasta los topes y no cierra aunque te sientes encima. Por eso no le fui tras la pregunta a Camino, aunque me daba mucha pena. Ella me pidió perdón, sonrió, se levantó del suelo y me dio las buenas noches con voz mansa y yo le aconsejé que se tomara una tila. Era la segunda vez que la oía hablar así a toda mecha, como si le diera igual que la estuvieran oyendo o no. Y aquel petardeo dejaba un resonar como de pedos. Apagué la lamparita y abrí la ventana para que se fuera el olor. Subían ruidos de la terraza de verano, era una noche fresca. Tuve ganas de salir a ver si seguía Camino al otro lado de la puerta, pero no lo hice. Y me culpé de egoísta y cobarde; igual ella estaba llorando sola.

Lo que saqué en consecuencia, a partir de aquella noche, tomando datos de acá y de allá, es que en casa, desde que pasó lo que pasó, no les debía de haber resultado fácil encontrar, ni pagándolo a precio de oro, a quien tuviera el coraje de entrar a compartir la agonía de una casa contaminada. ¿Qué tenía de raro, si nosotros mismos la aguantábamos fatal y el que podía se piraba a la menor ocasión? Entre nuestros ojos que evitaban mirarse y nuestras palabras envenenadas de disimulo no corría el aire, nadie se reía ni daba un portazo ni lloraba. Y el que hablaba con otro, era en plan chu-chu, y con rejilla por medio, como en los confesionarios. Un día le dijo Máximo a Lola en el pasillo, ella venía de la calle y él salía:

– Esto es el hundimiento de la casa Husserl, compañera. Ojalá dure poco el aterrizaje. Abróchense los cinturones.

Y ella contestó:

– Es la diáspora, Max, no nos engañemos.

Pasé de largo haciendo como que silbaba, que ellos saben que es cuando más onda cojo. Retuve la palabra, porque tengo buen oído, y la miré en el diccionario. Diásporas quiere decir que se dispersan individuos que antes vivían juntos o formaban una etnia. Dispersar, que también lo busqué, es separar lo que antes solía estar junto. O sea que cada uno por su lado. Coincidía. Faltaba «etnia», la clave: «Comunidad humana definida por afinidades raciales, lingüísticas, etcétera.» En ese etcétera entendí que están metidos, como en todo, los parentescos. ¡Qué plaga!, ni con insecticida se descastan. Hay que ver todo lo que cabe en un etcétera y las raíces que cría. Montones.

De la diáspora y la etnia de Camino no indagué datos y además me juré no hacerlo nunca, pero cuando le aconsejé que se tomara una tila me preguntó que si le daba permiso para venir alguna noche más. Me acordé al despertarme a la mañana siguiente, me lo había pedido con una voz amistosa, y creo que tuve la debilidad de decirle que sí. Muy bajito y haciéndome el dormido, pero casi seguro que le dije: «Sí, mujer, claro.»

Por entonces, una tarde me acerqué a la librería de Isidoro. Necesitaba un cuaderno grande para apuntar las palabras nuevas que aprendía y coserlas a imágenes que me iban brotando, o sea un intento de tapar poco a poco el agujero negro de todo lo sumergido. Sería labor larga, pero el verano también amenazaba con ser muy largo. De pronto no lo vi como un erial. Hacía calor. Andaba pegado a la pared buscando la sombra y también como ocultándome. Muchas caras se volvían al verme pasar, o me daba por imaginarlo. Además, iba a ver a Isidoro.

Por mucho que en casa hubieran intentado quitar de en medio los periódicos y dejaran interrumpidas algunas conversaciones cuando aparecía yo, no soy tonto y se notaba de sobra que la muerte de Ramón había salpicado de escándalo a toda la ciudad. Mis padres habían sido llamados a declarar más de una vez y también unos familiares de Fuencis que vinieron de Turégano. Gritaban mucho, eran groseros y a mamá la llegaron a insultar. Había una cuñada chata, con verruga que parecía de cómic prehistórico. Fisgaron cosa por cosa en los cajones del dormitorio de atrás y más que nada en un baúl enorme apoyado a la pared, y que Fuencis nunca abría. La llave la llevaba colgada al cuello con una cadenita. Ellos lo descerrajaron. Entre los repliegues de un ajuar de novia antiguo, con sábanas de hilo que amarilleaban, se encontró dinero escondido. Según aquella gente, no era bastante. Acabaron llevándose el baúl, que pesaba como un muerto, y acusaron a mamá de haberle hecho un maleficio a Fuencisla y haberla malmetido con los de su sangre. Y la palabra sangre, según arrastraban el baúl, brotó por el pasillo a riachuelos que se metían entre las baldosas.

– Pero bueno, ¿no os dais cuenta de que Baltita tendría que irse una temporada de aquí? -le preguntó un día Pedro a mamá.

– Sí, algo habrá que hacer. Lo hablaré con Damián -contestó ella con un hilo de voz.

– O decídelo tú misma. Se va a poner malo. No come. Hay unos campamentos de verano estupendos.

Yo me metía en mi casita de papel a leer Robinson Crusoe, y los días iban pasando. Quería ser aquel náufrago, que me despertara el canto de pájaros exóticos, invitándome a la supervivencia. Abrir siempre los ojos a la primera mañana de la vida. Y oír el mar rompiendo contra los arrecifes de un islote jamás pisado por nadie. ¿Quién me iba a encontrar allí? Lo mío con las islas es fijación.

Por cierto que ese libro y La isla del tesoro quería comentarlos con mi amigo. Era el aliciente más fuerte que me llevaba a su librería. Pero Isidoro no estaba, aunque sí un señor serio y un poco rígido que parecía completamente el dueño. Estaban haciendo obra para ampliar la parte de la izquierda y él daba órdenes a los operarios y atendía al público. Había un par de empleados jóvenes. Nuevos los dos.

– ¿Es usted el tío de Isidoro? -pregunté.

– Para servirle.

– Yo es que soy amigo suyo.

– Ya. El nieto de doña Baltasara.

– ¿Dónde está él? ¿No baja por las tardes?

– No. Se ha ido unos meses a una academia de Bonn a aprender alemán. Tiene una cabeza privilegiada.

– ¿Y cómo le ha dado permiso su madre?

Bajó los ojos.

– No lo sabe. A mi hermana, la pobre, la hemos internado en una clínica, a ver si se mejora de los nervios. Perdona, ¿quieres algo más? Es que tengo mucho que hacer.

Miré hacia el techo. La trampilla por donde subía mister Hyde estaba condenada.

– No, nada más. Mucho gusto en conocerle.

– Lo mismo digo. Puedes pasar por caja.

Tenía una voz que acobardaba. Por Nieves no me atreví a preguntarle, aunque tampoco la vi, porque ni siquiera estaba seguro de que siguiera saliendo con mi hermano.

Pagué el cuaderno y me volví a casa muy triste, sin preguntar las señas de mi amigo ni dar recuerdos para él. ¿Mi amigo? ¿Es que lo fue alguna vez? En todo caso, tuve la corazonada de que Isidoro y yo habíamos emprendido viajes divergentes, o sea que los trenes donde te has montado no van a encontrarse nunca. «Divergente» viene cerca de «diáspora». Con la de empiezan algunas palabras de las que más me dan que pensar.

Aquella misma noche empecé el cuaderno. Decidí escribir todo lo que se me ocurriera, pero llevando un orden, no a lo loco. La letra y la ortografía son buenas y apunté muchas cosas de las que ahora me están sirviendo para recordar la etapa de Segovia. Lo primero que pone es: «La provincia navega hacia el mar», y sigue una tira de dibujos donde aparece Segovia en amarillo, con quilla de barco, según se va despegando de su sitio en el mapa. En los últimos recuadros se hunde en una mancha de tinta, y a lo lejos se ve la isla de Robinson.

Cada vez le tenía más cariño al pupitre que heredé de Daniel y lo cuidaba mucho. Los cajones los forré con papel estampado sujeto con chinchetas. Y como el hule de arriba estaba seco y tenía algunas calvas se me ocurrió untarlo con betún. Creo que me pasé en la cantidad, y por más que luego estuve varios días frotándolo fuerte con una bayeta, tardó en dejar de pringar.

Camino, al poco tiempo, reanudó sus visitas. Si me veía escribiendo o leyendo, me traía la jarra de agua y se iba. Pero cuando me pillaba ya metido en la cama, se arrodillaba en la alfombra y apoyaba la cabeza contra la colcha. El pelo no se lo debía de lavar casi nunca, creo que se echaba brillantina y lo llevaba como a pegotitos, crucificado de horquillas. Cada vez hablaba menos. Sólo me decía que yo era la persona más buena que había conocido, que su ilusión sería vivir nada más que para cuidarme. Otras veces me preguntaba que por qué comía tan poco. Ella hacía muy bien el arroz con leche. Y las torrijas. Era como un animalito servil y empezó a agobiarme. Sobre todo porque noté que mi silencio le daba pie a unos mimos incómodos pero que tampoco me atrevía a rechazar.

Una noche metió la mano debajo de la sábana, me desabrochó la chaqueta del pijama y me empezó a acariciar el pecho con los dedos hábiles.

– Te late el corazón muy fuerte -dijo-. ¿Por qué no me dejas que me quede un ratito acostada contigo? Los dos tenemos miedo.

Yo aquella perturbación ya no la podía soportar. Salté de la cama, la agarré por el codo.

– Yo no tengo ningún miedo. Levántate del suelo.

Me obedeció y me miraba con ojos como de fiebre. Nos quedamos de pie uno frente a otro.

– No quiero líos, ¿sabes? Y dímelo claro, con la boca. A ti el miedo, ¿de dónde te viene, de la parte aquella de atrás?

Dudó un poco.

– Sí, no la aguanto. Tengo pesadillas. Salen bichos.

La cogí de la mano y me dirigí con ella a la puerta. Se resistía.

– ¿Qué me vas a hacer? -preguntó asustada.

– Nada malo, Camino. Desde esta noche dormirás en el sofá del gabinete y se acabaron los problemas. Coge ese almohadón, que ahora te llevo una manta ligera.

– ¡No, por Dios, qué locura! -protestaba-. ¿Qué van a decir tus padres? Me echan seguro.

Cada vez me daba más pena de ella, pero el trastorno que me había metido en el cuerpo se mudaba por dentro en una descarga de mando. Habíamos llegado al gabinete, le quité las sandalias, la ayudé a tumbarse en el sofá, y se dejó hacer.

– No te preocupes. Peor sería que te encontraran metiéndome mano en mi cuarto. Tengo ocho años.

Me miró con ojos relucientes, mientras le echaba encima la manta.

– ¿Y nunca te tocas el cuerpo? -preguntó-. Pues da mucho gustito.

– ¡Déjame en paz, chica, no seas plasta! -la corté-. Yo a ti no te pregunto por tu vida, así que empatados, ¿vale? Y duérmete de una vez.

Ella se tapó los ojos con el brazo. Se removía debajo de la manta y le asomaban unos pies estrechos. Yo estaba mucho más alterado de lo que parecía.

– Buenas noches. ¿Te apago la luz?

Se incorporó bruscamente en el sofá.

– ¿Te vas? ¿Me piensas dejar aquí sola?

– Claro. ¿O es que esta habitación también te da miedo?

Paseó sus ojos cobardes por los cuadros, los libros, los objetos dispersos, cada uno de los cuales encerraban una historia para mí. Había una fotografía de papá y mamá abrazados delante de unas montañas. Otra mía, de cuando todavía no hablaba, en el parque de atracciones del monte Igueldo. Era muy rubio. Creo que fuimos mamá y yo solos a ese viaje. ¿Qué edad tendría yo? ¿Por qué no vino nadie con nosotros? Me detuve en la sensación de plenitud de aquel verano en San Sebastián, la apreté fuerte contra mí para que durara mucho. Me había olvidado completamente de Camino hasta que la oí decir, como desorientada:

– No, miedo no. Es muy bonita. Nunca he dormido en un sitio tan bonito. Pero ¿y tus padres?

– ¿Mis padres qué?

– Que quién se encarga de decírselo.

– No le des más vueltas a eso. Yo me encargo.

Me miró como alguien que está a punto de ahogarse y le echan una lancha desde un barco grande.

– ¿Sí? ¿Y cuándo?

– Pues ahora mismo, si están despiertos. Y si no, igual. Tú quieta, olvídate de todo y a dormir.

Salí decidido al pasillo. Me invadió una especie de locura que se imponía al desfallecimiento. Cuando me entran prontos así -que es pocas veces-, antes de oír los truenos ya tengo encima la tormenta, y además me gusta, porque no queda tiempo de andarse encomendando a Dios ni al diablo. O sea que llamé a la puerta del dormitorio de mis padres con tres golpes fuertes, sin haber mirado la hora, ni saber lo que les iba a decir ni nada.

– ¿Qué pasa? ¿Quién es? -se oyó preguntar a papá con alarma.

– Soy yo, Baltasar.

– Espera, hijo, un momento -sonó más débil la voz de ella.

Pero no esperé. Y cuando la oí decir: «Pasa», ya estaba dentro.

Se habían sentado en la cama grande, acababan de encender la luz de la mesilla, y me miraban con una mezcla de susto y curiosidad, porque, ahora que lo pienso, debía de tener pinta de fugado de un manicomio. Me agarré a la barandilla de la cama y empecé a soltarles sin más rodeos una perorata sobre el egoísmo y la injusticia. No se podía ir por la vida atropellando a la gente, pensando sólo en lo que le pasa a uno, como si los demás no existieran. Veía desenfocadas aquellas dos caras de pasmo surgiendo detrás de la sábana que sujetaban a modo de telón. Papá alargó un brazo desnudo y se puso las gafas, como si no pudiera dar crédito a los altibajos de aquel discurso que tiraba para adelante en tono ascendente de sermón. En casa llevaba varias semanas viviendo un ser humano y para ellos nada, igual que un perro o peor, no les importaba saber si estaba a gusto o no, cómo se las apañaba para hacerse un hueco y orientarse en medio de tanto lío. Y si se moría de miedo por las noches, allá ella; me estaba refiriendo a la chica nueva, sí. Que, por cierto, se llamaba Camino, ¿o es que no se habían enterado?

Sacar la cara por alguien en términos tan exaltados es poner el corazón a gastar batería a lo loco. Me tuve que sentar, porque me ahogaba. Y papá aprovechó para meter baza.

– ¿Miedo? -balbuceó-. ¿De qué tiene miedo?

– De lo mismo que tú, en cuanto anochece. ¿Has vuelto a cruzar de donde estuvo el tapiz para allá? ¿A que no? Ninguno nos atrevemos.

– De momento -dijo él, escurriendo el bulto-, no hay otro sitio para alojarla. Se le advirtió, cuando vino. Se trata de una situación provisional.

– ¿Provisional hasta cuándo? Ella no puede seguir durmiendo allí atrás. No lo aguanta. Además, sitio hay. Lola se va casi todas las noches a dormir a casa de Mati, ¿no? Pues la ponéis en el cuarto de Lola, y se acabó.

Cerré los ojos, todo me daba vueltas, olía raro, las palabras caían como estrellas fugaces.

– ¿Qué te pasa, Balti? -se alarmó mamá-. Te has puesto muy pálido. ¿Te encuentras mal?

Y sí, me encontraba fatal. De repente, al acordarme de las caricias de Camino y de su pelo untado de brillantina, se me había revuelto el cuerpo y tuve que salir pitando a vomitar. Ni siquiera me dio tiempo a cerrar la puerta del cuarto de baño.

Enseguida sentí, como un olor de flores, las manos frescas de mamá apretándome la frente sudorosa, diciendo «pobrecito mío», y estábamos en el monte Igueldo, solos ella y yo, subidos a la montaña rusa.

Me refrescó la cara, me cogió en brazos y me llevó a la cama con ellos. Acostarme entre los dos nunca lo había hecho ni me apetecía, pero acepté mi condición de guiñapo total; había perdido el norte. Y el resuello.

Apenas me acuerdo de lo que pasó luego. Pero sí de que mamá decía, mientras me acariciaba el pelo.

– Está en una edad muy mala, Damián. Y es demasiado sensible. Como nunca protesta de nada, no nos damos cuenta.

– Sí -concedió él-. Puede que tenga razón Pedro.

– ¡Claro que la tiene, más que un santo! Hay que mandarlo fuera. Mañana mismo. Necesita cambiar de aires.

Oí varias veces la palabra «campamento». Después me desmayé.

III. BIENES MUEBLES E INMUEBLES

Si no hubiera llevado conmigo el cuaderno que me vendió el tío de Isidoro, de aquella temporada en el campamento de verano quedarían pocos rastros. Pero lo llevé. Tiene sobre todo dibujos y al mirarlos recupero el olor de los pinos, la voz de un chico que aparece tocando la guitarra, el ruido de la lluvia que a veces caía mansa y oblicua entre el pinar y la playa, paseos montaña arriba, un cangrejo en una roca, y aquel consuelo creciente de bañarme en el mar, de cansarme, de dormir; de no oponer resistencia a la caricia del olvido.

Hay un dibujo hecho con cuidado especial y coloreado en tonos suaves. Es el que más me gusta. Se ve a un chico de espaldas, dentro de una cabina telefónica, mirando a través de los cristales el sol que asoma sobre el lomo del mar. Del auricular que tiene agarrado y pegado al oído, sale una nubecita de cómic con la palabra «tesoro», rodeada de rayos amarillo limón iguales a los del sol naciente. Eran las llamadas de mamá. Ella sabía que soy madrugador y que a otras horas el locutorio de aquel campamento estaba muy solicitado. Su voz, que conozco tan bien, tiene dos maneras de decir «tesoro», palabra que me encantaba ya mucho antes de hablar ni de saber lo que significaba. Y pronto empecé a distinguir también que unas veces me llegaba rodeada de rayos de sol como en el dibujo y otras entre nubes de impaciencia y desgana. Luego he pensado que la magia de ciertos sonidos depende del hueco del alma de donde salgan. Y también que las palabras de cariño no deben repetirse mucho porque corren el peligro de convertirse en adorno. O sea que vuelven rutinario cualquier argumento. Pero en cambio a las llamadas de mamá aquel verano le daban vida. Unas veces estaba en Madrid, otras en Segovia, daba igual. Yo la veía subir por las dunas de la playa con una túnica empapada, sonriendo y apretando entre sus manos el cofre del tesoro. También hay otro dibujo en tres recuadros donde avanza así. Al final se arrodilla, abre el cofre delante de mí y me deja meter las manos en aquellas rarezas enterradas en el fondo del mar. Hablábamos poco, casi siempre de lo mismo. Yo de Segovia no le preguntaba nada en absoluto, como si no existiera, y aunque una vez me dijo que habían alquilado una casa en Madrid para irnos a finales de septiembre, no encontró eco aquel borroso futuro en las paredes que me escondían de todo menos de aquel milagro del día presente. Sobre mi salud, en cambio, siempre le daba informes concisos pero verdaderos. Estaba mejor, en serio, mucho mejor. Dormía sin pesadillas, daba paseos, le pegaba duro al inglés, me estaba aficionando al ping-pong y se me había abierto el apetito. Me gustaba Galicia, te entra sin ruido y te moja el alma. Con los chicos bien, ningún problema, muchos eran de pueblos de por allí y algunos cantaban demasiado alto. Pero yo me escapaba solo a explorar rincones desconocidos, playas a las que se llega saltando por las rocas cuando la marea está baja. Y era fantástico.

Lo que no le dije es que me estaba volviendo un experto en tocarme el cuerpo y que daba mucho gustito, tenía razón Camino. Y además ayudaba a dormir.

– ¿Seguro que no quieres que te vayamos a ver?

– Seguro.

– La verdad es que tienes muy buena voz -decía ella-. El domingo te vuelvo a llamar.

– Vale.

– Pues hasta el domingo, tesoro.

Lo que tiene el encontrarse bien es que no lo apuntas, te acostumbras como a algo normal que va a durar siempre. En los ratos malos se queda uno atrapado, dejan más marca. Total, que si no tomara por testigo los dibujos del cuaderno, es como si no hubiera estado nunca en aquel campamento de verano. Y eso que pasé allí mes y medio. Que también lo sé por el cuaderno.

El dos de septiembre, a la hora del desayuno, me avisaron por megafonía. Bajé corriendo al locutorio, pero no era la voz de ella sino la de mi padre. Que, por cierto, parecía otra, vacilante y apagada. Me llamaba para decirme que la abuela había muerto de un ataque al corazón. Estuve a punto de preguntarle que qué abuela, pero me callé porque me pareció que él estaba llorando. ¿Y yo qué podía decirle? Creyó que se había cortado la línea.

– ¿Estás ahí, Baltasar?

– Sí, papá. Pero no llores.

– Es que tengo remordimientos. La tarde antes fui a verla y le estuve hablando de muchas cosas. Sobre todo de ti. Ella se sulfuró mucho y tuve que darle un calmante. Pero acabó reconociendo que te quería conocer, que soñaba contigo sin parar. Esa misma noche murió, mientras dormía. Pero antes había escrito un papel. Bueno, ya te lo contaré todo. Con tu madre no me puedo desahogar. Sólo quiero que sepas que la abuela tenía mucho genio, pero en el fondo era buena.

– Claro, es que a veces se metía en su cuarto a hilar tiempo.

– No entiendo nada de lo que dices.

– Es la línea. Yo también te oigo fatal. Pero dime, ¿tengo que volverme antes o hacer algo? Aquí nos queda una semana.

Se quedó dudando. Luego dijo con voz entrecortada.

– Falta no es que hagas. Ya la hemos enterrado y tu madre ni siquiera quería que te lo dijera. Te estoy llamando desde el despacho. Pero es que soy yo quien necesita verte, hijo, entiéndelo. Hablar contigo.

– Okey, pero no llores, por favor. Dime lo que hago.

– Mañana por la mañana pasará un taxi a buscarte desde Vigo. Preguntarán por ti. Prepara tus bultos. Y gracias.

Ahí se empezó a desencadenar el vendaval de otoño, y volví a sentir el fardo de la realidad sobre los hombros.

Cuando desembarqué en la casa zurriburri, todo andaba más que nunca a la deriva y papá tardó lo menos tres días en hablar conmigo, porque estaba asustado.

– Lo estamos todos un poco, tío -me contó Max, que fue el único al que me atreví a pedirle explicaciones-. Aquí se corta el aire con un cuchillo. Es que tú no sabes cómo ha sido lo de mamá desde que se murió la vieja. Neurótica total. No quiere ni que le nombren la casa del río y menos a Saturio. Le dan ataques de nervios. Tu padre con lo de Fuencis se portó mucho mejor, hay que reconocerlo. Mamá es que a veces se pone muy burra. No atiende a razones.

– ¿Pero quién es Saturio?

– El criado ese de tu abuela, que parece un palo. El que la encontró muerta. Enseguida se presentó aquí, llorando y dando gritos. Que no veas cómo se puso mamá. Según dice Damián, para él es como de la familia. Bueno, no lo dice mucho porque no se atreve.

Habíamos bajado a tomar un café con leche a la plaza, a petición mía, la misma noche en que llegué del campamento. Y me pareció que para los dos era un consuelo estar hablando. Es el último rescoldo de calor familiar que despide la provincia sumergida. Le pregunté por Camino y dibujó en el aire con la mano el gesto de espantar a un abejorro. Se había largado sin despedirse, llevándose unas chucherías de Lola, cosa de poco valor, pero bueno, otro minicabreo. Ahora iba a llover el dinero, por lo visto. Los duelos con pan son menos. A ver si mamá se calmaba, reconocía que se estaba pasando y nos largábamos de una vez a Madrid, que en Segovia ya nadie pintaba nada.

– ¡Huyamos despavoridos! -remató.

La casa del río, que mucha gente la llamaba así, es aquella grande del escudo con dragón, donde yo dejé de pequeño mi firma trazada con carboncillo. Pertenece a un género inquietante: el de los llamados bienes inmuebles, o sea que donde la dejas allí se queda como no la vueles con dinamita. Hasta hace pocos meses, cuando papá ha comentado por teléfono con Pedro que por fin alguien la quiere para construir un parador, ha sido tema tabú. Tabú quiere decir que, sin que nadie te lo prohiba con amenaza de muerte, notas que no puedes hablar de ciertas cosas, se te pega la lengua al paladar con engrudo, como en las pesadillas, y no es poco si por lo menos consigues tragar saliva.

La última vez que se mencionó fue la del último ataque de furia de mamá en el gabinete. Nunca la había visto así, echando chispas pero de verdad; y de esa visión saqué luego el dibujo para el colegio Atenea donde aparece con los pelos de punta y chillando. Yo estaba presente, porque mi padre lo había querido, y no sabía qué hacer, porque además hablaban de mí.

– ¡Pues él tampoco va, ni a rastras! -gritó mamá apretándome contra ella-. ¡Allí no pone los pies tu hijo! Por lo menos mientras yo viva.

Papá dijo bastante sereno:

– Eso habrá que preguntárselo a él.

Mamá se soltó de mí y cayó en un sofá pataleando. Desagradable a tope.

– ¡No quiero! ¡No quiero! ¡Allí no, allí no!

Papá, creo que con toda la razón del mundo, la llamó histérica y le pegó una bofetada que la tranquilizó como por encanto. Mucho daño no creo que le hiciera. Pero sonó.

– Vamos un momento a tu cuarto, Baltasar, hijo -dijo luego, encaminándose a la puerta.

Fui yo quien, espontáneamente, le agarró la mano. Y él la oprimió con una voluntad clara de alianza. Ya habían pasado tres días desde que volví del campamento y lo primero que hizo, cuando nos vimos en la casita de papel, fue pedirme perdón por haber tardado tanto en explicarme las cosas. También sentía mucho -dijo- que se le hubiera escapado aquel bofetón a mi madre delante de mí. No la pegaba nunca, jamás.

Me acerqué a cerrar la puerta y no se veía nada.

– Bueno, no creo que le hayas hecho mucho daño -dije-. Pero siéntate.

Lo hizo en el sillón que heredé de Bruno. Y venía a cuento. Porque de lo que él me quería hablar era de herencias. Yo me quedé apoyado en el pupitre de Gabriel y pasaba los dedos por el borde.

– A ti te gustan estos muebles de tu cuarto, ¿verdad? Seguro que te los quieres llevar a Madrid.

– Sí, ¿te parece mal?

– No, hijo, ni mucho menos. Sólo quería dejar claro que los heredas de una familia que a ti no te toca nada. Y yo, que soy tu padre, quiero pedirte que vengas conmigo a la casa donde nací y he vivido tantos años, no creo que sea mucho pedir. La casa es tuya, ella lo ha dejado escrito en los papeles, pero como es un bien inmueble y por ahora no va a venderse, no la vamos a cargar en un camión de mudanza. Lo de dentro en cambio son bienes muebles, ¿entiendes?, cosas que se pueden llevar. Y yo tengo el gusto de que elijas alguna para ponerla en tu cuarto de Madrid. ¿Qué te parece?

Me senté y me rasqué la cabeza.

– Bien. Pero ¿qué cosas hay? ¿Son muebles grandes?

– Bastante grandes, sí -reconoció-. A mi padre, que en paz descanse, le encantaba lo grande.

– Pues eso es un problema. Pero bueno, algo habrá más pequeño, tú no te preocupes. Se me ocurre una cosa. ¿Por qué no me lo eliges tú? Piensa a ver.

No pareció disgustarle aquella oferta de pacto. Apoyó la frente en la mano. Yo seguía atento a los ruidos de fuera. No se oía nada. Al cabo de un rato, la cara de papá se iluminó.

– ¡Ya está! Hay una cosa que sé que va a encantarte. Un poco grande, sí. Pero tu cuarto de Madrid es el doble de éste, supongo que cabrá.

Sonreía, como un niño al que le han hecho un regalo. Gestos así son los que tengo que almacenar en mi memoria para cuando me da por no sacarle más que defectos al hijo de ese duque que nos cedió a los dos su apellido. Y me acordé del juego del «veo-veo», que era de acertijos. Él lo tenía que conocer.

– ¿Con qué color y con qué letrita? -le pregunté.

Claro que lo conocía. Se echó a reír.

– Pues mira. Color caoba. Y letra b de burro.

– ¿Una biblioteca?

Dijo que sí con la cabeza.

– ¡Un diez! Pero lo más importante es lo que contiene. ¡La Enciclopedia Espasa! En setenta tomos y doce apéndices.

– ¿De verdad? ¿Una de color negro con letras doradas? Mi amigo Isidoro decía que encierra todo el saber del mundo. ¿Y está completa?

– Completa -declaró, triunfante.

Me levanté y le di un abrazo.

– Gracias, papá. Que la carguen en el camión de la mudanza y se acabaron las discusiones. A la casa del río te prometo venir un día contigo, los dos solos, cuando vivamos ya en Madrid. Y así tampoco se tiene que enfadar mamá. ¿Vale?

Quedamos de acuerdo, pero nunca cumplí la promesa ni él me la recordó. O sea que en la casa del río, que es mía según los papeles, no he llegado a entrar ni quiero. Se me quitaron para siempre las ganas, que sólo de niño tuve una vez. Y aunque luego mamá pidió perdón, hicieron las paces y nunca he vuelto a verla pataleando y con los pelos de punta, quedaba claro que aquel bien inmueble se había convertido para los restos en tema tabú.

Del dinero sí se habló desde el principio, claro, porque ése se mueve, canta y eran cifras seguidas de una burrada de ceros, que llegaron de distintos sitios y se amontonaban hasta formar una montaña de arena con jorobas. Por mucha manta que le eches encima al montón se la comen al instante los diablos con ojos de dólar que corretean por debajo, se aparean, se reproducen y nunca mueren saciados. Es plaga de roedores tozudos que asoman el hocico por todas las ranuras, y casi nadie se ve libre de entrar a su servicio, cosa que he ido aprendiendo a lo largo de estos años últimos casi con resignación porque no le veo al asunto vía de escape.

Pero, en fin, a lo que íbamos. Aquel bien inmueble con su escudo en la puerta y atestado de trastos enormes se ha quedado inmóvil durante nueve años, no sé si con Saturio incluido. En mis sueños aparece como un furgón oxidado, hundido unas veces al fondo del mar y otras empantanado en mitad de un desierto, ofuscado por las tormentas de arena. No sé si quedan cadáveres dentro, ahorcados de una viga. Menos mal que se salvó la Enciclopedia Espasa. Está intacta. Mi abuelo, el duque, no debía de ser muy culto.

El día 21 de septiembre nos mudamos a Madrid, a la casa del pasillo con alfombra de rombos. El mueble de caoba conteniendo todo el saber del mundo hubo que ponerlo en la entrada, porque en mi cuarto no cabía. A mamá sé que no le gustó ni un pelo, pero no dijo nada. Desde la bofetada se había vuelto otra.

IV. DE TERREMOTOS

Desde que vivimos en Madrid -y no hace ni diez años-, hemos cambiado de casa tres veces. Y a mejor barrio. No es algo extraño entre gente a quien los negocios le van viento en popa, un detalle estadístico sin interés. Si no fuera porque también nosotros nos hemos convertido en una familia de poco interés. De futuro bastante previsible, en general. El mío incierto, claro, como el de todos los hijos de papá de mi edad, aunque en la Selectividad hayamos sacado una nota alta; yo un nueve, que es mucho. En eso no me diferencio de los miembros del grupo que suelo frecuentar. Nos enfrentamos al dilema light de decidir por dónde se tira y qué opción promete mejor salida económica, atentos a los decretos ministeriales que rigen la elección de posibles másters, becas, concursos y otros cepos para competir. Sabemos mucho de eso los adolescentes. Y de casi todo. Nos pasamos continuamente información, y abruma convertirse en un banco de datos. A veces ponemos cara de rebeldía, y hasta de asco. Pero la grandeza de Hamlet o de Gary Coo- per en Solo ante el peligro, eso es de otros tiempos. Ninguno de mis conocidos se va a ver vendiendo La Farola ni tiene la más leve intención de discutir con espectros acerca de la consistencia del ser. Lo importante es estar al día de todo, uncirse al carro del progreso. Llegamos a estar mucho más enterados de lo que hay que hacer para conseguir algo que de la naturaleza de ese «algo». Y bajo tanta avalancha de información se van sepultando los sueños.

Pero bueno, quería hablar de las casas de Madrid, buscarles un motivo. Y no es fácil.

La primera la habían tomado por medio de una agencia, y desde el principio se declaró que era «provi». A mi padre no le gustaba nada por ser alquilada y tener pasillo largo, que él eso lo ve como cosa antigua. No puede disimular lo que odia los pasillos. Hasta llega a apagar la televisión cuando sale uno y alguien avanza por él sigilosamente. Es la casa donde conocí a Olalla y duraríamos allí poco más de dos años.

De la siguiente papá destacó que entrábamos a estrenarla, que era nuestra y que él había discutido uno por uno con el arquitecto los detalles de distribución. Mi cuarto era enorme y entró con facilidad el mueble de caoba que alberga la enciclopedia. Durante la época en que vivimos allí, en mí se operó una transformación que no fue casual, pero sí galopante, de eso que te conviertes en otro. Ahora me aburre acordarme de aquel joven de conducta irreprochable, totalmente volcado en los saberes de tipo práctico, interesado por la economía, incapaz de inventar un disparate lingüístico. Alguna secuela ha dejado, no cabe duda. Pero los peldaños de ese proceso, que se inició con la segunda mudanza de domicilio, ya los contaré. Ahora no toca.

La casa de ahora se llama así: «La casa de ahora», llevamos en ella cinco años y es la más lujosa de todas: una pasada. Dos pisos antiguos en la calle de Velázquez, se tiraron los tabiques que unían derecha e izquierda y se remozó todo por dentro, una obra de cientos de millones. Portero de uniforme, ascensor de cristal con letras grabadas y banquito de terciopelo para sentarse, seis balcones magníficos a la calle. Para mí lo más absurdo es que le hayan metido siete cuartos de baño. Ya en la segunda casa, raras veces se quedaban mis hermanos a dormir, pero ahora ni de milagro, porque cada cual lleva su vida. Huéspedes nunca tenemos. O sea que se ha ido agrandando el espacio cuanto menos nos parecemos a la familia de antes. Un detalle nada banal: en esta casa, desde el principio, mis padres duermen en habitaciones separadas.

Mientras no me empeño en sacar las cuentas del tiempo que ocupó cada una ni perseguir los cambios veloces que iban teniendo lugar por fuera de sus paredes, consigo recomponer su espacio y entenderlas a ratos por separado. Pero las veo expuestas a terremoto, como todo lo edificado sobre terreno volcánico, y acabo imaginando esos cimientos como un plano de Pompeya, antes de que el Vesubio, en agosto del año 79 (era cristiana), cubriera la ciudad y la hiciera desaparecer bajo un alud repentino de lava y ceniza. Nunca he visto las ruinas de Pompeya más que en grabados y algún documental. Pero su geografía para mí es la de la casa zurriburri.

Y cuando pienso eso, me duermo con miedo, porque todo lo construido encima está pegado con cemento de mala calidad. O sea que las tres casas de Madrid bailan una dentro de otra, víctimas de pequeñas sacudidas y a punto de desplome cuanto más quiero afirmar los pies en ellas. No hay manera, me vomitan de sí, y la memoria para anidar y echar raíces necesita no salirse de cauce.

A Loreto, una chica que va a estudiar medicina, rama psicología, y que me ama algo, se lo he tratado de explicar la semana pasado al salir de ver San Francisco en la filmoteca, mientras nos tomábamos una copa en un bar de Atocha. Empezamos a hablar de los terremotos y de lo alterado que me pone a mí pensar en ellos. Y luego, estimulado por su interés, al tercer gin tónic salió esto de las casas.

– Yo no sé si será un virus -le dije-, pero me sube la fiebre. Es exactamente igual que cuando la comida no se asienta y entran ganas de vomitar.

Ella insiste en sospechar que pueda ser algo neurovegetativo. Me informa, además, de que por culpa de la capa de ozono se están declarando padecimientos con síntomas atípicos.

– ¿Has tenido gripe este invierno?

– No, estoy vacunado. Debe ser un virus raro, como el que ataca a los ordenadores sin ton ni son. En mí, no cabe duda, guarda relación con las casas. Van asentadas en calles que recuerdo, pero también existen dentro de mi cuerpo presionando masa blanda que rechaza los elementos injertados. Da grima imaginar que van a despegarse y yo a salir disparado por los aires o por conductos subterráneos de un barrio a otro.

– ¿Eres poeta? -me pregunta extrañada.

– No, que yo sepa. De niño, ahora que lo pienso, sí era un poco poeta. Sobre todo cuando pensaba en lo raro que es hablar. Ahora lo que me gusta es leer cosas diferentes, aunque no sirvan para nada. Llevo dos días obsesionado con la historia de Pompeya, repentes que me dan. Hubo un superviviente, ¿sabes?, el que lo contó luego.

Loreto me miraba alucinada. Se puso de codos en la mesa.

– No me digas, ¿quién era?

– Plinio el Joven. Le escribió una carta a Tácito. Pero tengo miedo de ponerme un poco rollo.

– Que no, Baltasar, que no. Estoy harta de gente clónica. Tú nunca se sabe por dónde vas a salir.

– Eso dice mi padre. Menos mal que he vuelto a mi ser, me estaba convirtiendo en otro. Pero es una historia larga. Perdona, cuando tomo tres copas todo se me revuelve.

– No importa. Pero cuéntame antes lo de Plinio, no se te vaya a olvidar.

Había empezado a entrar mucha gente y el ruido era bastante inaguantable. Le propuse salir a la calle. El aire de la noche me sentó bien, y también me gustó, antes de salir, ver nuestra imagen reflejada en un espejo. Hacemos buena pareja y el gesto de ella era de total novia. Anduvimos sin hablar hasta donde tenía aparcado su coche. Entramos.

– ¿Adonde te apetece ir? -preguntó.

– Yo a la filmo a recoger mi moto. Ya no tengo más ganas de trasnochar. Me duele la cabeza.

No puso la llave de contacto.

– Pero antes cuéntame lo de Plinio, por favor. Saqué del bolsillo un cuadernito verde, pequeño. -Mejor te lo leo, es tan preciosa la carta que ayer la estuve copiando. Es que, ¿sabes?, tengo en mi cuarto la Enciclopedia Espasa, una herencia de mi abuela, es fantástico lo que se aprende.

Y a la luz de una farola, con el coche parado, le leí la carta de Plinio a Tácito, donde describe lo que vio:

Era la hora prima, pero su luz incierta todavía y como mortecina, cuando se conmovieron violentamente los edificios convecinos, de modo que viendo el gran peligro que, a no dudarlo, corríamos de quedar envueltos entre ruinas en aquel sitio estrecho, aunque a cielo descubierto, determinados a salir de la ciudad, y como a toda persona sobrecogida de pavor parece prudencia el obedecer el impulso ajeno antes que el propio, nos sigue en tropel una muchedumbre azorada, empujándonos. Paramos al raso y allí fue lo estupendo, allí fueron nuestros sobresaltos. Los carros, que hacíamos ir con nosotros, se tambaleaban tanto, con ser muy llano el piso, que ni cargados de piedras quedaban firmes en su sitio; las aguas del mar hacían un movimiento de resaca como si las repitiera el terremoto. Con ello se había ensanchado la playa y sobre la enjuta arena yacía una multitud de peces; y a la parte opuesta una nube negra y horrorosa rasgada por el espíritu del fuego en retorcidos y centelleantes surcos se hendía despidiendo largas llamaradas como de relámpagos pero mayores. Empieza entonces a caer ceniza y mirando atrás veo venir una oscuridad densa y amenazadora que a modo de torrente desbordado se echaba sobre nosotros… Luego aclaró un poco mas ello no nos pareció ser luz de día sino del fuego que se nos venía. Se detuvo a larga distancia, pero pronto volvió a cerrar la oscuridad y a caer una ceniza gruesa y copiosa que sacudíamos de nuestras ropas, pues de otra suerte nos hubiera cubierto y aun ahogado con su peso. Al fin, encareciéndose el negro vapor, se disipó como el humo o la niebla, se despejó el día y alumbró el sol, pero con luz pálida de eclipse, y nuestros ojos, perturbados aún, contemplaron el general trastorno, y la tierra toda cubierta de una capa de ceniza a semejanza de una nevada.

Levanté los ojos hacía Loreto, aislada de todo lo que no fuera escucharme. Pero había unas siluetas poco tranquilizadoras al otro lado de la ventanilla y me apresuré a echar el seguro.

– Arranca enseguida -le dije-. Pero no los mires. Tienes sitio. ¡Rápido!

Eran dos tipos jóvenes con muy mala pinta, agresivos. Empezaron a aporrear el cristal y la carrocería al ver que nos largábamos. Uno de ellos sacó una navaja. El otro se puso delante del motor con los brazos abiertos. Pero Loreto logró hacer un esguince hábil y los dejamos atrás. Nos insultaban a voz en cuello. Por fin los perdimos de vista.

– Ahora ya puedes correr. Pásate ese semáforo. ¿Estás asustada?

– No mucho, pero algo.

– Siempre anda rondando alguna amenaza de terremoto. Métete por la derecha. Ya pasó.

Cuando llegamos a la Filmoteca, los dedos le temblaban un poco. Se los acaricié levemente.

– Me da pena que te vayas -dijo-. Te quedan muchas cosas por contarme. Lo de cuando eras poeta de pequeño.

– Pero para eso hay que estar en vena. Nos queda mucho tiempo. Que descanses, guapa.

Me bajé, y antes nos dimos un beso.

– Eres demasiado -dijo.

Me monté en la moto y seguí su coche por Santa Isabel abajo. En un tramo de la calle la adelanté y le dije adiós con la mano. El aire que entraba por la ventanilla abierta le alborotaba el pelo.

La verdad es que Loreto es una chica muy dulce y me gusta cómo sonríe. Por su parte lo tengo fácil. Pero tampoco quiero convertirme en un conquistador profesional como Máximo, soy muy joven para meterme con novias de esas que te quieren ver todos los días. Y además sigo enamorado de Olalla.

V. LA RAYA INVISIBLE (inicio del capítulo)

Querida Olalla: me he enterado de que tu abuelo, el de los bebedizos, es Bruno el titiritero. Yo lo conocí porque vivía en el piso de arriba de nuestra casa de Segovia, y a su mujer Elsa. Creo que ella será tu abuela, y si no mejor que no me digas porque me armo jaleo. No sabes la rabia que me da que sólo me dejaras hacerte tres preguntas. Ahora se me ocurren muchas más, montones, pero son de las que necesitas ver la cara del que te va a contestar. Así que no sé para qué te escribo. Claro que eres tan rara que igual andas escondida por algún rincón de esta casa y al oír «Querida Olalla» vuelves a aparecer.

A veces me invento cosas para no aburrirme, y me las creo, o sea que igual podías no haber venido de verdad. Y lo dudaba un poco, hasta que he sabido lo de tu abuelo. Él también una vez me llamó niño cúbico, era de un cuento o algo. Luego he dicho tate, eso lo sabe Olalla. Cuando te vuelva a ver me gustaría que me contaras ese cuento. Aunque igual no tienes ganas o ya no tengo ganas yo de oírlo. A cada poco tiempo cambiamos sin que se note. Nosotros más cuando le pasa a otro, yo a los de mi casa es que no los sigo, me marean, pero ellos me mirarán a mí y pensarán lo mismo. Fue ideal que desaparecieras tan deprisa, lo más misterioso. Pero me acuerdo mucho de ti y me encantaría volverte a ver en persona. Eres tronchante. He hecho un dibujo de cuando te encontré en mi cuarto con un pie en alto y me avisaste que no pisara una raya en el suelo. Yo no la vi, pero seguramente estaba. Es lo que más se me ha quedado en la cabeza, lo más importante de todo, esa raya invisible.

No sé qué más decirte. Mañana vuelven mis padres de su viaje de novios. Aquí hace un calor horrible. Y no tengo amigos. Menos mal que leer me chifla. A ti no sé.

Adiós, Olalla. Buenas noches, donde estés. Yo me figuro que en la luna, que has subido en una escalera de cuerda que sujeta desde el suelo Bruno el sabio de la tribu. Ojalá te acuerdes de mí un poquito. Por si no lo sabes, el niño cúbico se llama

Baltasar

Nunca había escrito una carta a nadie y me pasé mucho rato sin dormir, haciendo borradores, hasta que quedó como la he copiado. Tenía la ventana abierta y miraba la luna. Luego me fui a la cama, pero seguía pensando en la carta y no me venía el sueño. Las posibilidades de mandársela estaban poco claras, porque era un asunto secreto y preguntar las señas de Olalla lo echaría todo a perder. Lo único que se me ocurrió fue buscarlas por mi cuenca. Mamá tiene una agenda gris que lleva siempre en el bolso y seguro que allí las tendría apuntadas por la B de Bruno, G de Gabriel o el apellido de mis hermanos, que es el mismo de Olalla, aunque ella no me toque nada. Me dormí dándole vueltas a ese lío que no hay quien lo entienda.

Luego, cuando volvieron mis padres de las islas Vírgenes, se me fueron pasando las ganas de fisgar a escondidas la agenda, por miedo de que alguien me pudiera pillar. Y además que, al releer la carta, pensaba que a lo mejor a Olalla le parecía algo cursi, así que la guardé en un cajoncito de dentro de la mesa de Gabriel, que tiene llave.

Mis padres vinieron del viaje bastante distintos, cada uno a su manera. A mamá le dio por poner orden en la casa del pasillo y ocuparse con otro interés de nosotros, menos de Pedro, que no lo necesita, y de Máximo, que echa el cierre y no hay quien le sonsaque nada. Pero Lola estaba pasando por una mala racha, y con ella sí hablaba mucho, metidas en el cuartito de la televisión, yo a veces las oía desde el pasillo, Lola ya entonces quería ser actriz.

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