Un enjambre de naves perfectamente coordinadas se precipitaba hacia Ceres, Toda un ala completa de la formación se precipitó contra el observatorio. Como respuesta casi inevitable, las fuerzas defensivas de la base terrestre concentraron su poderío en ese punto.
El ataque se produjo en forma alternada.
Nave tras nave fueron arrojando rayos de energía contra un escudo de evidente invulnerabilidad. Pero no hubo un solo intento de barrenar las plantas subterráneas de energía, cuya situación debía ser, sin duda, conocida por los agresores: era demasiado arriesgado. Las naves de la flota gubernamental salieron al espacio y las baterías de tierra abrieron fuego.
Hacia el final de la batalla, dos naves piratas fueron destrozadas, pues sus escudos habían sido averiados; ambas unidades se incendiaron convirtiéndose luego en una nube rojiza de vapor. Una tercera nave, con sus reservas de energía consumidas casi por entero, estuvo a punto de ser capturada y luego de una breve persecución, pero estalló en el último momento, tal vez por obra de su propia tripulación.
En los momentos más encarnizados de la batalla, algunos de los defensores de Ceres pensaron que se trataba de un ataque simulado. Sólo más tarde, por supuesto, tuvieron la certeza de que no había sido así. En tanto que el Observatorio estaba en peligro, tres naves descendieron en el asteroide, a ciento ochenta kilómetros de distancia. Los piratas desembarcaron con armas individuales y un cañón portátil desintegrador, y desde trineos espaciales atacaron la compuerta de aire que había en el lugar.
Tras barrenar los accesos, un numeroso grupo de piratas en sus trajes espaciales se dispersaron por los corredores de los que se perdió totalmente el aire. Los extremos de esos corredores desembocaban en factorías y oficinas cuyos ocupantes fueron evacuados a la primera alarma. Los puestos habían sido cogidos por miembros de la milicia local que, provistos de armas y trajes espaciales, lucharon con bravura, aunque les fue imposible contener el avance pirata.
En los niveles inferiores, en las viviendas pacíficas de Ceres, retumbaban los disparos de desintegradores y el ruido de la pelea; innumerables pedidos de auxilio fueron enviados a las bases cercanas. Transcurrido un lapso relativamente breve, y en forma tan repentina como la de su llegada, los piratas se retiraron.
Cuando cesó la lucha, las autoridades hicieron el recuento de las bajas: quince de los habitantes de Ceres habían muerto; muchos más estaban heridos graves; los cadáveres de los piratas ascendían a cinco. Los daños materiales eran importantes.
—Y ha desaparecido un hombre —explicaría más tarde Conway, furioso, a Lucky, luego de la llegada del joven—. Sólo que no está en la nómina de habitantes y hemos tenido que mantener su nombre fuera de los informes.
Lucky se halló en Ceres con un foco de excitación histérica, a pesar de que la invasión había concluido. Este era el primer ataque contra un centro terrestre de gran importancia, llevado a cabo por fuerzas enemigas en el curso de la última generación. Y la Shooting Starr tuvo que atravesar tres inspecciones antes de que se le permitiese descender.
Lucky, sentado en las oficinas del Consejo, junto a Conway y a Henree, comentó con amargura:
—¡Y Hansen ha desaparecido! Todo se reduce a esto, pues.
—En favor del viejo ermitaño —intervino Henree—, debo decir que ha demostrado que tiene valor. Cuando los piratas descendieron, insistió en ponerse el traje espacial, coger un desintegrador e ir allá, junto con las milicias.
—No era imprescindible; no nos faltaban milicianos —observó Lucky— y si se hubiera quedado aquí, nos habría prestado un servicio mucho más importante. ¿Por qué no le habéis detenido? ¿En estas circunstancias era él la persona indicada para tomar tal actitud?
La voz de Lucky Starr, tranquila habitualmente, estaba temblando de ira reprimida. Pacientemente, Conway explicó:
—No estábamos a su lado. El guardia que le vigilaba tuvo que presentarse a su puesto en la milicia. Hansen insistió en unírsele y el guardia pensó que de ese modo podría cumplir con los dos cometidos a la vez: pelear contra los piratas y vigilar al ermitaño.
—Pero no lo hizo.
—Dadas las circunstancias, no se le puede reprochar nada. El guardia ha visto cómo Hansen atacaba a un pirata. Luego advirtió que no había nadie a la vista, que los piratas se retiraban; el cuerpo de Hansen no ha sido recuperado. Los piratas han de tenerlo, vivo o muerto.
—Así debe ser —dijo Lucky—. Ahora os diré algo importante; os diré exactamente por qué éste es un error tremendo. Estoy convencido de que todo el ataque contra Ceres ha sido tramado tan sólo para capturar a Hansen.
Henree cogió su pipa y se dirigió a Conway;
—Mira, Héctor, estoy tentado de decir que Lucky tiene razón en lo que ha asegurado. El ataque contra el Observatorio ha sido miserable. Una evidente falsa alarma para distraer nuestras fuerzas ofensivas. Y lo único que han hecho es llevarse al ermitaño.
Conway estalló:
—La información que pudiera darnos Hansen no se merece arriesgar treinta naves espaciales.
—¡Pero si ésa es la cuestión! —exclamó con vehemencia Lucky—. Y éste podría ser el momento. Ya os he descrito el asteroide en que he estado, el tipo de planta industrial que debe de haber allí. ¿No es posible que estén a punto de llevar a cabo su gran ofensiva contra nosotros? ¿No es posible que Hansen sepa la fecha exacta para la que está preparado el ataque? ¿No es posible que sepa el método exacto que utilizarán?
—¿Y por qué no nos lo ha dicho? —preguntó Conway.
—Tal vez —intervino Henree— ha querido servirse de esos datos para comprar su propia inmunidad. En realidad no hemos tenido un momento para hablar con él del tema. Tendrás que admitir, Héctor, que si él poseía esa información, se merecía arriesgar cualquier número de naves espaciales. Y también tendrás que admitir que Lucky esté quizá en lo cierto cuando dice que ellos pueden estar preparados para su gran ofensiva.
Lucky observó a ambos consejeros con mirada inquieta.
—¿Por qué dices eso, tío Gus? ¿Qué ha ocurrido?
—Díselo, Héctor —pidió Henree.
—¡Para qué decírselo! —gruñó Conway—. Ya estoy saturado de viajes «unipersonales». Luego querrá ir a Ganímedes.
—¿Qué hay con Ganímedes? —preguntó Lucky, con voz fría.
Por lo que él sabía, en Ganímedes no sería fácil hallar algo de interés: era el satélite mayor de Júpiter, pero su gran cercanía con respecto al planeta hacía que la maniobra de naves espaciales fuera muy difícil, o sea que los viajes espaciales en ese ámbito se consideraban inútiles.
—Díselo —repitió Henree.
—Oye, Lucky, nosotros sabíamos que Hansen era importante. El motivo por el que no lo hemos tenido bajo una guardia más cuidadosa, el motivo por el cual Gus y yo no estábamos con él, ha sido que dos horas antes del ataque pirata nos llegó un informe desde el Consejo: hay pruebas de que fuerzas provenientes de Sirio han descendido en Ganímedes.
—¿Qué clase de pruebas?
—Se han captado señales sub-etéricas de rayos herméticos. Es una larga historia, pero lo fundamental es que, más que nada por mero accidente, lograron interpretar algunos elementos del código. Los expertos dicen que se trata de un código sirio y, desde luego, en Ganímedes no hay nada terrestre que pueda emitir señales tan herméticas. Gus y yo nos disponíamos a regresar a la Tierra con Hansen, cuando los piratas atacaron; esto es todo. Aun ahora es preciso que regresemos a la Tierra. Con Sirio en escena, podrá haber guerra en cualquier instante.
—Comprendo —asintió Lucky—. Antes de partir hacia la Tierra, hay algo que quiero comprobar. ¿Habéis filmado el ataque pirata? ¿O debo suponer que las defensas de Ceres han estado tan desorganizadas que ni siquiera han pensado en filmarlo?
—Sí, lo hemos filmado. ¿Crees que te servirán de algo esas vistas?
—Te lo diré una vez que las haya analizado.
Hombres con uniforme de la armada espacial e insignias que indicaban sus importantes rangos, proyectaron para los consejeros el filme secreto de lo que más tarde la historia denominaría «Invasión a Ceres».
—Veintisiete naves han atacado el Observatorio, ¿no es verdad? —inquirió Lucky.
—Así es —respondió un comandante—. Ese es el número exacto.
—Bien. Veamos ahora si me he formado una buena idea de las acciones. Dos de las naves fueron destruidas durante la lucha y una tercera durante la persecución. Las otras veinticuatro se alejaron, pero acabo de ver una o más tomas de cada una, durante la retirada.
El comandante sonrió.
—Si quiere usted decir que alguna de las naves que han descendido en Ceres está aún aquí, escondida, se equivoca por completo.
—En cuanto a estas veintisiete naves, tal vez. Pero otras tres naves han aterrizado en Ceres y sus tripulaciones atacaron la Compuerta Principal. ¿Dónde están las tomas de esas naves?
—Desafortunadamente no hemos obtenido todas las deseables —admitió el comandante con cierta incomodidad—. Nos han cogido por sorpresa. Pero ya le he hecho ver las tomas de la retirada de esas naves.
—Sí, así es. Y he visto sólo dos naves en esas tomas. Y testigos presenciales han dicho que tres fueron las que han descendido.
Obstinado, el comandante aseguró:
—Y tres han sido las que se han retirado. También hay testigos presenciales que lo afirman.
—Pero ¿usted tiene vistas de sólo dos de ellas?
—Pues… sí.
—Gracias.
De regreso en su despacho, Conway preguntó:
—Bien, Lucky, ¿qué supones?
—Creo que la nave del capitán Antón ha de ser un lugar interesante. Los filmes lo han probado así.
—¿Dónde estaba?
—En ninguna parte. Por eso es interesante. Su nave es la única nave pirata que yo podría reconocer y ninguna, siquiera similar, ha intervenido en la invasión. Es muy extraño, porque Antón debe de ser uno de sus mejores hombres; de lo contrario no le hubieran enviado a la caza del Atlas. También es extraño que siendo treinta las naves atacantes, sólo haya veintinueve en el filme. La trigésima, la nave que ha desaparecido, era la de Antón.
—Oh, sí, yo puedo suponerlo también —dijo Conway—. ¿Y qué hay con ello?
—El ataque contra el Observatorio —explicó Lucky— era ficticio. Esto lo han admitido hasta las naves de la defensa, ahora. Las tres naves que atacaron la compuerta de aire eran las importantes y han operado bajo las órdenes de Antón. Dos de esas naves se han unido al resto de la escuadra, en su retirada: una trampa dentro de la trampa mayor. La tercera nave, la mandada por el mismo Antón, la única que no hemos visto, ha llevado adelante el plan principal, partiendo con una trayectoria por entero distinta. Los testigos la han visto elevarse en el espacio, pero, una vez arriba, ha virado de modo que ni siquiera nuestras naves, mientras perseguían el núcleo más importante de la flota enemiga a toda velocidad, han logrado capturarla en el filme.
—Nos dirás que se ha dirigido hacia Ganímedes —dijo Conway con expresión desolada.
—¿Pero no comprendéis que es lógico? Los piratas, aun cuando están bien organizados, no pueden atacar la Tierra y sus bases, pero sí pueden organizar un ataque para distraer nuestra atención. Son capaces de hacer que muchas naves terrestres patrullen el extremo más lejano del cinturón de asteroides, para permitir que la armada de Sirio derrote a las restantes unidades de la Tierra. Por otra parte, Sirio no podría sostener una guerra a ocho años luz de su propio planeta, con posibilidades de vencer, a menos que cuente con apoyo en los asteroides. Ocho años luz, después de todo, significan más de ochenta billones de kilómetros. La nave de Antón se dirige hacia Ganímedes para asegurar a los de Sirio que contarán con la ayuda pirata y para indicarles que ya pueden iniciar las acciones bélicas. Sin declaración previa, por supuesto.
—Si tan sólo pudiésemos dejarnos caer en esa base de Ganímedes antes —murmuró Conway.
—Aun sabiendo lo que sucede en Ganímedes —dijo Henree—, no nos haríamos cargo de la gravedad de la situación de no mediar los dos viajes de Lucky a los asteroides.
—Lo sé y te pido disculpas, Lucky. Entretanto, nos resta muy poco tiempo para tomar decisiones. Debemos dar un golpe de gracia en este mismo momento. Una escuadra de naves enviada al asteroide-base del que nos has hablado, Lucky…
—No —interrumpió el joven—, no tendría sentido.
—¿Por qué lo dices?
—No es nuestra intención iniciar la guerra, aun cuando haya de finalizar con una victoria, Eso es lo que ellos quieren. Oye, tío Héctor, Dingo, el pirata, podría haberme liquidado en el asteroide, pero tenía orden de dejarme flotando en el espacio. En un primer momento, creí que querrían presentar mi muerte como un hecho accidental. Ahora comprendo que se trataba de irritar al Consejo; ellos podrían hacer público que habían matado a un miembro del Consejo y, al no ocultarlo, obligarían casi a la concreción de un ataque prematuro. Una de las razones para la invasión de Ceres puede haber sido asegurarse mediante una provocación más.
—¿Y si iniciáramos la guerra con una victoria?
—¿Aquí? ¿A este lado del Sol? ¿Y dejar a la Tierra al otro lado, desprovista de sus unidades de flota más importantes? ¿Con la armada de Sirio aguardando en Ganímedes, también de aquel lado del Sol? Te aseguro que sería una victoria muy costosa. La solución no es iniciar una guerra, sino prevenirla.
—¿Cómo?
—Nada ocurrirá hasta que la nave de Antón descienda en Ganímedes. Tal vez podamos interceptarla e impedir que se produzca la reunión entre ambas fuerzas.
—Es una posibilidad muy endeble —dijo Conway con un gesto de duda.
—No si yo voy. La Shooting Starr es más veloz y tiene mejores ergómetros que cualquier otra nave de la flota.
—¿Que tú irás? —gritó, más que dijo. Conway.
—Sería peligroso enviar unidades de nuestra escuadra. Las fuerzas de Sirio en Ganímedes pensarían, quizá, que es un ataque. Podrían contraatacar y entonces estaríamos en medio de esa guerra que intentamos evitar. La Shooting Starr les parecerá inofensiva: una sola nave; se quedarán tranquilos.
—Te equivocas, Lucky —dijo Henree—. Anton tiene una ventaja de doce horas. Ni siquiera la Shooting Starr podrá darle caza.
—Eres tú el que se equivoca. Sí podrá darle caza. Y una vez que haya cogido a Antón, tío Gus, creo que forzaré a los asteroides a la rendición. Sin ellos Sirio no atacará y no hará guerra.
Los dos científicos lo miraron, silenciosos.
—Ya he regresado dos veces —insistió Lucky, obstinadamente.
—Y las dos veces casi por milagro —refunfuñó Conway.
—Antes no sabía qué tenía entre manos; debía abrirme camino. Pero ahora lo sé. Lo sé con exactitud. Oídme: calentaré los motores de la Shooting Starr y me pondré al habla con el Observatorio de Ceres mientras tanto. Vosotros podríais comunicaros con la Tierra por la onda sub-etérica. Pedidle al coordinador…
Conway le interrumpió:
—Ya me ocuparé yo, hijo. He lidiado con el gobierno desde antes de que tú nacieras. Pero tú, ¿te sabrás cuidar a ti mismo, Lucky?
—¿No lo he hecho siempre, tío Héctor? ¿No es así, tío Gus?
Lucky estrechó las manos de ambos y se alejó de prisa.
Bigman pateó el polvo de Ceres con un gesto de desconsuelo y protestó como un niño.
—Es que llevo puesto el traje…, todo…
—No puedes ir, Bigman —dijo Lucky— y créeme que lo siento.
—¿Por qué no?
—Porque cogeré un atajo hacia Ganímedes.
—Bien, ¿y qué… y qué atajo es ése?
Lucky sonrió apenas:
—¡El del Sol!
Se dirigió hacia la Shooting Starr a través de la pista, dejando a Bigman de pie allí mismo, con la boca abierta.