15. PARTE DE LA RESPUESTA

Durante una hora las maniobras de ambas naves fueron poco significativas. Lucky tenía la mejor y más veloz nave, pero el capitán Antón contaba con su tripulación. Cada uno de los hombres de Antón era un especialista.

Uno podía apuntar, otro disparar, un tercero controlaba los bancos de reactores y el mismo Antón dirigía y coordinaba cada operación.

Lucky, mientras intentaba hacerlo todo a la vez y por sí mismo, se veía obligado a buscar palabras que sonaran fuertes y convincentes.

—No lograrás descender en Ganímedes, Antón, y tus amigos no se atreverán a auxiliarte saliendo al espacio antes de saber qué ha sucedido… Todo es inútil, Antón; conocemos vuestros planes… No intentes enviar ningún mensaje a Ganímedes, Antón; estamos interceptando todo el sub-éter entre tu nave y Júpiter. No superarás la interferencia… Las naves del gobierno estarán aquí de un momento a otro, Antón. Cuenta tus minutos: no te quedan muchos, a menos que te rindas. Entrégate, Antón…, entrégate.

Y todo esto mientras la Shooting Starr se escurría por entre el fuego más nutrido que Lucky hubiera visto en su vida, sin alcanzar a eludir los disparos en todos los casos. Los depósitos de energía de la nave comenzaban a indicar agotamiento. El joven consejero quería convencerse de que la nave de Antón sufría los mismos inconvenientes, pero él disparaba muy poco contra el pirata y no daba casi nunca en el blanco.

No se atrevía a quitar sus ojos de la pantalla. Las naves terrestres, que se precipitaban hacia el lugar, aún tardarían horas. En esas horas Antón podría agotar sus reservas de energía, librarse de la persecución y dirigirse sin más hacia Ganímedes, mientras su Shooting Starr, claudicante, sólo podría marchar a la zaga sin capacidad ofensiva… Y si otra nave pirata irrumpiese de pronto en la pantalla…

Lucky no se atrevía a seguir desarrollando esos pensamientos. Tal vez se había equivocado al no dejar que fuesen las naves del gobierno las que efectuaran esa tarea, en primer lugar. Pero no, se dijo a sí mismo, sólo la Shooting Starr podía haber sorprendido a la nave pirata a ochenta millones de kilómetros de Ganímedes, sólo la velocidad de sus motores y, más importante aún, sólo la sensibilidad de su ergómetro. A esta distancia de Ganímedes la intervención de unidades de la flota en una batalla no era arriesgada; más cerca de Ganímedes sería demasiado arriesgado.

Constantemente abierto el receptor de Lucky se activó de pronto, para quedar colmado con el rostro sonriente de Antón.

—Veo que otra vez te has quitado a Dingo de encima.

—¿Otra vez? —dijo Lucky—. ¿Admites que durante el duelo operaba bajo órdenes tuyas?

En ese momento, un sensor de energía, dirigido contra la nave de Lucky, concretó un rayo de fuerza destructora; el joven lo eludió con una aceleración que le desfiguró el rostro.

Antón rió a carcajadas.

—No te entretengas tanto conmigo. Casi te hemos cogido. Claro que Dingo tenía sus órdenes. Sabíamos muy bien qué estábamos haciendo. Dingo no sabía quién eras tú, pero yo sí. Casi desde el primer momento.

—Es lástima que el saberlo no te haya servido de nada —dijo Lucky.

—A Dingo es a quien no le ha servido de nada. Tal vez te divierta saber que ha sido, digamos, ejecutado. Es malo cometer errores. Pero esta charla está fuera de lugar. Solo me he comunicado contigo para decirte que esto me ha hecho pasar un rato excelente, pero que ahora me iré.

—No tienes dónde ir —dijo Lucky.

—Oh, intentaré ir hacia Ganímedes.

—No llegarás. Te detendremos.

—¿Quiénes? ¿Las naves del gobierno? Pues no las veo aún y aquí no hay ninguna que pueda detenerme a tiempo.

—Yo puedo detenerte.

—Ya lo has hecho. ¿Pero qué puedes hacer contra mí? Por la forma en que peleas, debes ser la única persona a bordo. De haberlo sabido desde un principio, no me habría entretenido tanto tiempo contigo. No puedes vencer a una tripulación completa.

Con voz intensa Lucky amenazó:

—Puedo chocaros, puedo haceros trizas.

—Tú también te harás trizas. Recuérdalo.

—Eso no cuenta.

—Por favor, pareces un boy scout. Sin duda, ahora nos recitarás el juramento de los grupos exploradores.

Lucky alzó la voz:

—¡Vosotros, hombres de a bordo! ¡Oídme! Si vuestro capitán intenta dirigirse hacia Ganímedes, chocaré con vuestra nave. Esto representa una muerte segura para todos, a menos que os rindáis. Os prometo un juicio imparcial a todos. Os prometo la mayor consideración posible si cooperáis con nosotros. No permitáis que Antón malgaste vuestras vidas para beneficiar a sus amigos de Sirio.

—Habla, habla, soplón —dijo Antón—. Les estoy permitiendo escuchar. Ellos saben muy bien qué clase de juicio pueden aguardar y también qué clase de consideración. Una inyección de veneno enzimático. —Sus dedos hicieron el movimiento de insertar una aguja en la piel de otro—. Eso es lo que obtendrán. No te temen; adiós, muchachito del gobierno.

En los cuadrantes de los registros de gravedad, las agujas descendieron en el momento en que la nave de Antón aceleró y comenzó a alejarse. Lucky observó sus pantallas visoras.

¿Dónde estaban las naves del gobierno? ¡Maldito sea todo el espacio! ¿Dónde estaban las naves del gobierno?

Aumentó la aceleración y las agujas se elevaron nuevamente.

La distancia que separaba a una nave de otra disminuyó. La nave de Antón aceleró y también lo hizo la Shooting Starr, cuya capacidad de aceleración era mucho mayor.

En el rostro de Antón la sonrisa no se borró tan fácilmente.

—Ochenta kilómetros de distancia —dijo, y continuó—: setenta. —Hubo otra pausa—: sesenta. ¿Has dicho tus oraciones, soplón?

Lucky no respondió. No tenía otra alternativa: tendría que chocar. Antes que permitir que Antón se le escapara, antes que permitir que se precipitase una guerra, detendría a los piratas suicidándose si no había otro remedio. Las dos naves describían amplias curvas convergentes.

—Treinta y cinco —dijo Antón, despreocupado—. No asustas a nadie, te estás portando como un tonto, finalmente. Vira y vuelve a la Tierra, Starr.

—Treinta —respondió Lucky con tono firme—. Tienes quince minutos para rendirte o morir.

«Yo mismo —pensó Lucky—, tengo quince minutos para vencer o morir.»

Por detrás de Antón, en la pantalla, surgió un rostro. Un dedo se elevó hasta los labios pálidos y apretados. Los ojos de Lucky relampaguearon y el joven trató de disimularlo desviando la vista.

Ambas naves estaban en el punto máximo de su aceleración.

—¿Qué ocurre, Starr? —preguntó Antón—. ¿Miedo? ¿El corazón late de prisa? —sus ojos bailoteaban de un lado a otro y su boca estaba entreabierta.

Lucky tuvo la repentina certeza de que Antón se regocijaba con todo lo que ocurría, que consideraba que la situación era un modo excitante de demostrar su poderío. En ese instante comprendió que el pirata jamás se rendiría, que se dejaría embestir antes que dar un paso atrás. Y Lucky sabía que sería una muerte segura.

—Veinte kilómetros —dijo Lucky.

El rostro a espaldas de Antón era el de Hansen. ¡El ermitaño! Y llevaba algo en la mano.

—Dieciséis —contó Lucky—. Seis minutos. Chocaré contigo por el espacio.

¡Era un desintegrador! Hansen empuñaba un desintegrador.

La respiración de Lucky se entrecortaba.

Antón podía girar…

Pero Antón no se perdería la expresión del rostro de Lucky ni siquiera por un segundo, si le era posible. Aguardaba a ver el terror creciente; para Lucky esto estaba perfectamente claro en la expresión del pirata. Antón no giraría ni siquiera por un estrépito mayor que el que podía hacer al disparar un desintegrador a su espalda. El disparo le cogió de lleno; la muerte fue tan repentina que la sonrisa ávida no desapareció de su cara, y aunque la vida ya se había disipado de esas facciones, el cruel regocijo perduraba. Antón cayó sobre la pantalla visora y por un segundo su rostro quedó apoyado allí, más grande que en la realidad, observando a Lucky con ojos muertos.

El joven oyó la voz de Hansen, imperativa:

—¡Atrás, todos vosotros! ¿Queréis morir? Nos entregaremos. Ven, Starr, nos rendimos.

Lucky cambió la dirección sólo dos grados: era suficiente para evitar el choque.

Ahora su ergómetro registraba los motores de naves del gobierno que se acercaban ya.

Por fin llegaban.

En señal de rendición las pantallas visoras de la nave pirata estaban cubiertas por una capa blanca.

Era casi un axioma decir que la armada jamás estaba tranquila cuando el Consejo de Ciencias interfería abiertamente en lo que los jefes de la flota espacial consideraban su propia jurisdicción. Y muy especialmente cuando la interferencia era un éxito. Lucky Starr lo sabía muy bien y estaba preparado para soportar la poco disimulada desaprobación del almirante, que le decía:

—El doctor Conway nos ha explicado la situación perfectamente, Starr, y nosotros le felicitamos por su desempeño. Sin embargo, creo imprescindible hacerle saber que la armada ha estado en conocimiento del peligro de una invasión de Sirio desde hace tiempo y ha desarrollado un programa de acción propio. Estas intervenciones independientes del Consejo pueden llegar a ser peligrosas. Usted debe explicar esto al doctor Conway. Ahora el Coordinador me ha pedido que coopere en los próximos pasos de la lucha contra los piratas, pero —su expresión era obstinada— no puedo aceptar su sugerencia de demorar el ataque contra Ganímedes. Estimo que la armada es capaz de decidir por sí misma una batalla y de cómo vencer.

El almirante era un hombre de cincuenta años y no estaba habituado a consultar con nadie de igual a igual, y menos con un joven al que doblaba, casi, en edad. Su cara de mandíbulas fuertes lo dejaba ver con claridad.

Lucky estaba fatigado. Ahora que la nave de Antón y su tripulación estaban bajo custodia, sobrevenía el cansancio. A pesar de ello, se esforzaba por mostrarse muy respetuoso, de modo que respondió:

—Creo que si realizáramos una operación de limpieza en los asteroides, antes que nada, los sirianos de Ganímedes, automáticamente, dejarían de representar un problema.

—¡Por la mismísima Galaxia! ¿Cómo cree Usted que sería posible una «operación de limpieza»? Hemos tratado de llevarla a cabo durante veinticinco años, sin éxito. Limpiar los asteroides es como coger plumas que se hayan esparcido. En cambio sabemos muy bien dónde está la base siriana y cuánta es su fuerza —una débil sonrisa le cruzó las facciones—. Puede que para el Consejo sea difícil comprenderlo, pero la armada está tan alerta como ustedes. Y tal vez más aún. Por ejemplo, sé que las fuerzas que responden a mis órdenes bastarán para quebrantar las defensas de Ganímedes. Estamos preparados para dar batalla.

—Eso no lo dudo y tampoco dudo que ustedes podrán derrotar a los sirianos. Pero los que están en Ganímedes no son todos los sirianos existentes. Tal vez la armada está en condiciones de sostener con éxito una batalla, ¿pero está preparada para una guerra larga y costosa?

El almirante se ruborizó.

—Se me ha pedido cooperación, pero no arriesgaré la seguridad de la Tierra. Bajo ningún tipo de circunstancia apoyaré un plan que implique la dispersión de nuestra flota en la zona de los asteroides, en tanto que una expedición siriana ha ingresado al Sistema Solar.

—¿Puede darme usted una hora? —interrumpió Lucky—. Una hora para hablar con Hansen, el prisionero de Ceres que he traído a bordo de esta nave poco antes de que usted llegara, señor.

—¿Servirá de algo?

—¿Puede darme una hora para saberlo, señor?

Los labios del almirante se contrajeron.

—Una hora puede ser valiosa. Puede ser decisiva… Bien, adelante, pero deprisa. Veremos qué sucede.

—¡Hansen! —llamó Lucky sin apartar sus ojos del rostro del almirante.

El ermitaño avanzó desde uno de los camarotes. Se le veía cansado, pero logró dirigir una pálida sonrisa a Lucky. En apariencia, sus horas en la nave pirata no le habían hecho mella.

—He estado admirando su nave, señor Starr —dijo Hansen—. Es una máquina excelente.

—Vamos —dijo el almirante—. No perdamos tiempo. ¡Comience ahora mismo, Starr! Su nave no es lo importante.

—Esta es la situación, señor Hansen —explicó Lucky—. Hemos detenido el avance de Antón, con su valiosísima ayuda, por la que le estamos agradecidos. Esto significa que hemos retrasado la iniciación de las hostilidades con Sirio. Sin embargo, esto no basta. Debemos alejar el peligro por entero y, como el almirante le dirá a usted, nuestro tiempo es muy escaso.

—¿En qué puedo ayudarles…? —preguntó Hansen.

—Respondiendo a mis preguntas.

—Lo haré con gusto, pero ya le he dicho a usted todo lo que sé. Lamento que haya servido de tan poco.

—Con todo, los piratas creían que usted era un hombre de cuidado. Han corrido un gran peligro para arrebatárnoslo.

—Es inexplicable para mí.

—¿Es posible que usted posea cierto conocimiento de algún detalle importante, aun sin saberlo? ¿Algo que pueda representar la derrota para ellos?

—No, no lo creo.

—Pero ellos han confiado en usted. Según lo que usted mismo me ha dicho, usted es rico: un hombre con dinero invertido en la Tierra. Y por cierto que usted está por encima del nivel común de los ermitaños. Los piratas le han tratado bien o, cuando menos, no le han despreciado ni le han robado; su bien provista casa jamás ha sido saqueada por ellos.

—Recuérdelo usted, señor Starr: les he ayudado, a mi vez.

—No mucho. Me ha dicho usted que les ha permitido descender en su roca, dejar allí alguna persona en ciertas ocasiones, y eso es todo. Si, simplemente, le hubieran asesinado, habrían obtenido todo eso y su roca al mismo tiempo. Además, no habrían tenido que preocuparse de que usted se convirtiera en un informador. Y, en forma eventual, usted se ha convertido en informador, ¿verdad?

Los ojos de Hansen se desviaron.

—Pero, a pesar de todo, ha sido así. Le he dicho la verdad.

—Sí; lo que usted me ha dicho ha sido la verdad. Pero no toda. Y repito que debe haber habido una poderosa razón para que los piratas confiaran en usted tan por entero; han de haber sabido que el gobierno podría alguna vez reclamar su vida.

—Ya se lo he dicho a usted —respondió Hansen, con tono manso.

—Usted me ha dicho que era culpable de prestar ayuda a los piratas, pero ellos confiaban en usted la primera vez que le vieron, antes de que se iniciara el trato. Y yo lo explicaría diciendo que, en otro tiempo, antes de convertirse en ermitaño, ha sido usted pirata, Hansen, y que Antón y otros hombres como él lo sabían. ¿Qué responde a esto?

El rostro de Hansen empalideció.

—¿Qué dice usted, Hansen? —insistió con cierta ironía Lucky.

Con voz muy suave, el ermitaño reconoció:

—Así es, señor Starr. En un tiempo he integrado la tripulación de una nave pirata. En una época ya lejana. He intentado borrarlo de mi memoria; me he retirado a los asteroides y he hecho todo lo posible para ser considerado un muerto en cuanto a la Tierra respecta. Cuando ha surgido este nuevo grupo de piratas en el Sistema Solar y me ha embrollado con ellos, no he tenido más opción que la de ponerme de su lado.

»Cuando usted llegó a mi roca, he hallado mi primera oportunidad de salirme de esa situación; mi primera oportunidad de afrontar el riesgo de un proceso. Después de todo, han transcurrido veinticinco años. Y tendría a mi favor el hecho de haber arriesgado mi vida para salvar la vida de un hombre del Consejo de Ciencias. Por eso me he mostrado ansioso por luchar contra los piratas invasores de Ceres. Quería tener otro punto a mi favor. Por último, he matado a Antón, salvando su vida por segunda vez, otorgando a la Tierra un respiro, según usted mismo me ha dicho, y tal vez así se podrá evitar la guerra. Sí, señor Starr: he sido un pirata, pero eso ha pasado y creo que he ofrecido una compensación.

—Sí; hasta este momento. Pero ahora, ¿tiene usted alguna información que no nos haya transmitido antes?

Hansen negó con la cabeza.

—Sin embargo —dijo Lucky—, sólo ahora ha confesado que era un pirata.

—Pero eso carece de importancia. Y usted lo ha descubierto por sí mismo. No he intentado negarlo, siquiera.

—Vaya, veamos si es posible deducir algo más que tampoco negará usted. Porque aún no nos ha dicho toda la verdad.

Hansen pareció sorprendido:

—¿Qué otra cosa ha deducido usted?

—Que usted jamás ha dejado de ser un pirata, que usted es la persona que una vez fue mencionada en mi presencia, por uno de los tripulantes de la nave de Antón, luego de mi duelo con Dingo. A usted es a quien llaman Jefe. Usted, señor Hansen, es el cerebro de los piratas de los asteroides.

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