1. LA NAVE CONDENADA

¡Quince minutos para la hora cero!

El Atlas aguardaba el instante de la partida. Las limpias y bruñidas líneas de la nave espacial relucían en la poderosa luz artificial que llenaba el cielo nocturno de la Luna. Su proa apuntaba hacia arriba, hacia el firmamento. La rodeaba el vacío; la superficie rocosa y muerta del suelo lunar se extendía por debajo. El número de su tripulación era cero: no había ningún ser viviente a bordo.

El doctor Héctor Conway, Consejero Jefe de Ciencias, preguntó:

—¿Qué hora es, Gus?

Las oficinas del Consejo en la Luna no le resultaban cómodas. De hallarse en la Tierra, desde su despacho, en el piso más alto de esa masa de piedra y acero llamada Torre de la Ciencia, le sería posible contemplar, a través de la ventana, las luces de Ciudad Internacional.

Aquí, en la Luna, los decoradores se habían esmerado. Las oficinas tenían ventanas tapiadas con brillantes dibujos que representaban escenas terrestres. Estaban pintadas con colores naturales y juegos de luces internas las iluminaban con mayor o menor intensidad a lo largo del día para simular la mañana, el mediodía o la noche. Aun durante las horas de descanso, una pálida luminosidad, un brillo azul oscuro las cubría.

Con todo, para un hombre de la Tierra, como Conway, no bastaba. Sabía muy bien que tras los cristales de las ventanas sólo hallaría miniaturas pintadas y que, por detrás de ellas, se hallaría con otra habitación o bien con la sólida roca lunar.

El doctor Augustus Henree, el interlocutor de Conway, miró su reloj. Mientras chupaba su pipa, le respondió:

—Quince minutos aún. No tiene sentido que te preocupes. El Atlas está en perfectas condiciones. Yo mismo lo he inspeccionado ayer.

—Lo sé —El cabello de Conway era blanco puro y junto al doctor Henree, delgado y de cara afilada, parecía mayor, aunque ambos tenían la misma edad—. Es Lucky el que me preocupa.

—¿Lucky?

—Sí. He cogido el hábito, creo. —Conway sonrió con timidez—. Hablo de David Starr. En estos días he oído que todos le llaman Lucky. ¿No te has enterado?

—Lucky Starr, ¿eh? El nombre le sienta. ¿Pero qué ocurre con él? Esta idea es suya, después de todo.

—Exacto. Es el tipo de idea que él suele tener. Creo que la próxima será atacar el consulado de Sirio en la Luna.

—Ojalá lo haga.

—No bromees. A veces pienso que tú lo apoyas en su idea de que todo debe hacerlo como tarea de un solo individuo. Por esto he venido a la Luna; quiero vigilarlo de cerca a él y no a la nave espacial.

—Si a eso has venido, Héctor, no estás atendiendo la tarea.

—Oh, vaya, no puedo estar tras él todo él tiempo, como una gallina clueca. Pero Bigman está con él; le he dicho al hombrecito que lo despellejaría vivo si Lucky se decide a invadir el Consulado de Sirio solo.

Henree se echó a reír.

—Te digo que lo hará —gruñó Conway—. Y lo que es peor es que logrará lo que se proponga, por supuesto.

—Excelente, entonces.

—¡Sólo falta que tú lo alientes y alguna vez se arriesgará demasiado, y ya sabes lo valioso que es para perderlo!

John Bigman Jones se contoneaba sobre el piso formado por grandes placas cuadradas, llevando con mucho cuidado su vaso de cerveza. No había campos de seudo-gravedad fuera de la misma ciudad, de modo que allí, en el espaciopuerto, cada uno debía hacer como mejor pudiese para marchar por una zona de gravedad lunar. Por fortuna, John Bigman Jones había nacido y se había criado en Marte, donde la gravedad era sólo dos quintos de la normal, de modo que su situación actual no era tan mala. En este momento pesaba unos ocho kilogramos, en Marte pesaría veinte y en la Tierra cuarenta y ocho.

Se encaminó hacia el centinela, que lo había observado con mirada divertida. El centinela llevaba el uniforme de la Guardia Nacional Lunar y estaba acostumbrado a la baja gravedad.

John Bigman Jones dijo:

—Eh, tú, no te estés allí tan triste; te he traído una cerveza, tómatela a mi salud.

El centinela le echó una mirada sorprendida y luego, con pesar, repuso;

—No puedo; estoy de servicio, ya lo ves.

—Oh, vaya. En fin, me haré cargo yo. Soy John Bigman Jones; llámame Bigman.

Bigman le llegaba al centinela hasta el hombro, y éste no era un individuo muy alto, pero tendió la mano como si la otra que tenía que estrechar llegara desde abajo.

—Soy Bert Wilson. ¿Eres de Marte? —el guardia miró las botas altas de Bigman, de intenso bermellón; nadie, excepto un horticultor marciano, se dejaría coger desprevenido en el espacio con semejante calzado.

Bigman les echó una mirada orgullosa.

—Has adivinado. Hace una semana que estoy atascado aquí. ¡Gran espacio! ¡Qué rocosa es la Luna! ¿Ninguno de vosotros va a la superficie?

—Algunas veces, cuando es necesario. No hay mucho que ver allá afuera.

—Estoy seguro de que a mí me sentaría bien. Detesto estar sitiado aquí.

—Allí hay una salida a la superficie.

Bigman siguió la dirección que señalaba el pulgar del sargento, hacia sus espaldas. Muy poco iluminado, dada la distancia que los separaba de Ciudad Lunar, el corredor se estrechaba hacia una abertura en la pared. Bigman dijo:

—No tengo traje.

—Aunque lo tuvieras no podrías ir. Durante un tiempo no se permite pasar a nadie sin permiso especial.

¿Qué ocurre?

—Hay una nave espacial allí —bostezó Wilson— que va a partir —miró su reloj— dentro de unos quince minutos. Tal vez las cosas se calmen después de la partida. No sé bien qué ocurre.

El centinela se balanceó sobre la superficie convexa de sus suelas de contrapeso, mientras observaba cómo el último trago de cerveza se escurría por la garganta de Bigman y preguntó:

—Dime, ¿has comprado la cerveza en el bar de Patsy? ¿Había mucha gente?

—Está vacío. Oye, en quince segundos puedes ir allá y beberte una. Como no tengo nada que hacer, me quedaré aquí para cuidar de que no ocurra nada mientras tanto.

Wilson miró con añoranza hacia la puerta del bar de Patsy:

—Será mejor que no.

—Es cosa tuya.

En apariencia, ni uno ni otro se percató de la figura que se deslizaba por el corredor, detrás de ellos, y se filtraba por la salida que daba al espacio exterior.

Los pies de Wilson, casi independientes, lo llevaron en dirección al bar, pero sólo unos centímetros. Luego, el centinela dijo:

—¡No! Será mejor que no.

Diez minutos para la hora cero.

Había sido idea de Lucky Starr. Él se hallaba en la oficina terrestre de Conway el día en que llegaron noticias de que el transporte espacial Waltham Zachary había sido saqueado por los piratas, su cargamento desaparecido, sus oficiales convertidos en cuerpos congelados en el espacio y la mayoría de los hombres cautivos. La nave misma había pretendido entablar una débil resistencia y los daños que recibiera fueron excesivos para que los piratas se dignaran llevarla consigo. No obstante habían cogido todos los elementos desmontables: por supuesto el instrumental e incluso los motores.

Lucky dijo:

—El cinturón de asteroides es nuestro enemigo. Más de mil rocas en el espacio.

—Más que eso —Conway apagó la colilla de su cigarrillo—. ¿Pero qué podemos hacer?

Aunque el Imperio Terrestre se dispusiera a preocuparse de la situación, los asteroides representan un problema demasiado amplio. Una docena de veces hemos barrido los nidos de piratas en ellos, y cada vez hemos permitido que los problemas se reprodujesen. Veinticinco años atrás, cuando… El científico de los cabellos canos se interrumpió en mitad de la frase. Veinticinco años atrás los padres de Lucky habían sido asesinados en el espacio y él mismo, un niño, había sido abandonado casi a la deriva. Los ojos calmos y oscuros de Lucky no denotaron ninguna emoción. El joven prosiguió:

—Es que ni siquiera sabemos dónde están los asteroides.

—Por supuesto que no. Cien naves espaciales tendrían que trabajar durante cien años para transmitir la información correspondiente a los asteroides mensurables. Y aun así, la influencia de Júpiter modificará las órbitas asteroidales una y otra vez.

—Con todo, deberíamos intentarlo. Si enviamos una nave, los piratas tal vez no sepan que se trata de una tarea imposible, y quizá teman las consecuencias de esa expedición con fines cartográficos. Si se divulga la noticia, la nave podría ser atacada.

—¿Y entonces qué?

—Podríamos enviar una nave automática, bien equipada, pero sin tripulantes humanos.

—Sería muy caro.

—Pero quizá valga la pena. Podríamos equipar la nave con cohetes salvavidas programados para que abandonen automáticamente la nave cuando los instrumentos capten la radiación de energía de un motor hiper-atómico acercándose. ¿Qué crees que harían los piratas?

—Reducir los cohetes salvavidas a virutas de metal, abordar la nave y llevarla a su base.

—O a una de sus bases. Exacto. Y si ven que los cohetes salvavidas intentan alejarse, no se sorprenderán de no hallar tripulación a bordo. Después de todo, se trataría de una nave de investigación, desarmada. En ese caso, se supone, la tripulación no presentaría batalla.

—¿Y adonde quieres llegar?

—También podríamos preparar la nave para que explote en cuanto su temperatura se eleve por encima de los veinte grados absolutos, como ocurrirá en cuanto sea llevada a un hangar en los asteroides.

—¿Propones una trampa para bobos?

—Una gigantesca, que destroce todo un asteroide. Podría hacer añicos docenas de naves piratas. Además, en los observatorios de Ceres, Vesta, Juno o Palas se alcanzaría a ver el relámpago. Y luego, localizaríamos a los pirarías supervivientes; de ese modo se obtendría, una valiosa información.

—Oh, comprendo.

Y entonces se inició el equipamiento del Atlas.

La figura furtiva en el túnel que conducía hacia la superficie de la Luna se movió con prisa y seguridad. Los controles sellados de la cámara de aire de salida cedieron al rayo filiforme de una pistola micro-térmica. El metálico disco blindado osciló. Los dedos enguantados de negro se movieron veloces; el disco fue restituido a su posición inicial y soldado con un rayo más potente de la misma pistola micro-térmica.

La puerta interna de la cámara de aire se abrió, pero la alarma que habitualmente sonaba en ese caso, permaneció silenciosa esta vez, ya que no funcionaron los circuitos colocados tras el disco metálico. La figura penetró en la cámara de aire y la puerta se cerró tras ella.

Por delante se abrió la puerta exterior que se enfrentaba con el vacío; el individuo desenrolló entonces del plástico que llevaba bajo el brazo y se revistió con él: una especie de saco lo cubrió por entero y los ojos aparecieron tras una banda estrecha de material siliconado transparente; en la cintura, una pieza especial sostenía un cilindro pequeño de oxígeno líquido, conectado a un tubo corto que se introducía en la parte superior. Era un traje semi-espacial, diseñado para atravesar pequeñas distancias sobre superficies sin aire, que no podía ser utilizado por períodos mayores de media hora.

Bert Wilson, inquieto, giró la cabeza.

—¿Has oído eso?

Bigman bostezó sin ganas.

—No he oído nada.

—Juraría que era la puerta de una cámara de aire al cerrarse. Pero no ha sonado la alarma por ahora.

—¿Tendría que haber sonado?

—Sí, por supuesto. Tienes que saber cuándo se abre una puerta. Y hay una campanilla que suena cuando sale el aire; cuando no, se ve una luz encendida. De lo contrario cualquiera podría abrir la otra puerta y hacer que se escapara todo el aire de un corredor o de una nave espacial.

—Vale. Si no ha sonado la alarma, no hay de qué preocuparse.

—Oh, no estoy tan seguro.

Con largas zancadas de seis metros dada la gravedad lunar, el guardia recorrió el espacio hasta la puerta de la cámara de aire.

Al pasar, se detuvo ante un panel de controles en la pared y activó tres grupos de lámparas de gas de mercurio, iluminando todo el sector con una luz que no tenía nada que envidiar a la del sol.

Bigman le seguía, brincando y siempre con el riesgo de efectuar un aterrizaje forzoso sobre sus narices.

Wilson había desenfundado su desintegrador. Inspeccionó la puerta y se volvió hacia el corredor vacío.

—¿Estás seguro de no haber oído nada?

—Nada —dijo Bigman—. Claro que no estaba atento.

Cinco minutos para la hora cero.

El polvo lunar se elevaba a medida que la figura cubierta por el traje espacial se movía, lenta, hacia el Atlas. La nave brillaba al resplandor de la luz terrestre, pero en la superficie sin aire de la Luna no proyectaba ni la más mínima sombra en el espacio que la circundaba, excepto a uno de sus lados, el que daba a la entrada al puerto.

En tres brincos, la figura avanzó con movimientos lentos hacia esa sombra, atravesando el espacio iluminado.

Una vez junto a la escalera de acceso, comenzó a subir sorteando los escalones de diez en diez; así llegó hasta la entrada de la nave. Tras un breve manipuleo de los controles, la cámara de aire se abrió para cerrarse casi de inmediato.

El Atlas tenía un pasajero. ¡Un pasajero!

El centinela permaneció junto a la cámara de aire del corredor y la observaba como dudando.

Bigman hablaba sin pausa:

—He estado aquí durante casi una semana. Me he tenido que estar controlando para no meterme en ningún jaleo. Y eso no es nada bueno para un pendenciero espacial como yo; no he tenido oportunidad de…

El inquieto centinela le interrumpió:

—Tranquilo, amigo. Mira, tú eres un buen chico y todo eso, pero hablaremos del asunto otro día. —Por unos segundos observó el cierre de control y luego se dijo a sí mismo: «Es gracioso.»

Bigman resollaba amenazador. Su cara diminuta estaba encarnada. Cogió al centinela por el codo y le hizo girar; al hacerlo estuvo a punto de perder su propio equilibrio.

—¡Eh, tú! ¿A quién has llamado chico?

—¡Déjame en paz!

—¡Un momento! Pongamos esto en claro. No te pienses que yo permitiré que alguien me empuje sólo porque no soy tan alto como los demás. Ponte en guardia. ¡Venga! ¡Defiéndete o te romperé las narices de un puñetazo!

Bigman giraba en torno a su presunto oponente, amenazándole con sus puños.

Wilson le miró con total asombro:

—¿Qué te sucede? Déjate de tonterías.

—Tienes miedo, ¿eh?

—No puedo pelear mientras estoy de guardia. Además, no he querido molestarte. Tengo una tarea que cumplir y no puedo perder tiempo contigo.

Bigman bajó los puños.

—Mira, parece que la nave está partiendo.

No se percibía ningún sonido, por supuesto, ya que el sonido no se transmite a través del vacío, pero bajo los pies de ambos hombres el suelo vibraba con suavidad, al ritmo martilleante del escape de los cohetes de una nave espacial que iniciaba su trayectoria.

—Sí, allá va. —Una honda arruga surcó la frente de Wilson—. Vaya, creo que no tiene sentido que informe sobre el asunto. De todos modos ya es tarde.

Ya se había olvidado de controlar el cierre de la puerta.

¡Hora cero!

El hoyo revestido de cerámica, abierto bajo el Atlas, recibía toda la furia ígnea de los cohetes principales. Lenta y majestuosamente, la nave espacial partía, elevándose en toda su masa imponente. La velocidad fue en aumento. Su proa surcó el cielo negro hasta que la nave se convirtió en una estrella más entre las estrellas y, por último, desapareció en el infinito.

El doctor Henree observó su reloj por quinta vez y dijo:

—Bien, ha partido. Debe de haber partido ya. —Con la boquilla de su pipa apuntó hacia un dial.

Conway interpretó el gesto:

—Veamos qué nos dicen las autoridades del puerto.

Cinco segundos más tarde, ambos observaban en el visor una toma del puerto vacío.

El hoyo estaba abierto aún y, a pesar de la bajísima temperatura del lado oscuro de la Luna, todavía se veían vapores.

Conway sacudió la cabeza:

—Era una hermosa nave.

—Aún lo es.

—Sólo puedo pensar en ella en pasado. Dentro de pocos días será una lluvia de metal fundido. Es una nave perdida.

—Esperemos que en algún lugar haya luego una base pirata también perdida.

Henree sacudió la cabeza con tristeza.

Ambos se volvieron en el momento en que la puerta se abrió. Bigman franqueó el umbral. Su rostro estaba cruzado por una enorme sonrisa.

—Ah, sí, buena idea la de venir a Ciudad Lunar. Puedes sentir cómo pierdes kilos a cada paso que das. —Se impulsó con los pies y brincó un par de veces—. Si hicieras esto allí afuera llegarías al techo y te verías como un perfecto tonto.

Conway frunció el ceño.

—¿Dónde está Lucky?

—Yo sé dónde está —repuso Bigman—. Yo sé dónde está en todo momento. Eh, el Atlas acaba de partir.

—Ya lo sé —dijo Conway—. ¿Dónde está Lucky?

—En el Atlas, por supuesto. ¿En qué otro lugar pensaban que podría estar ahora?

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