25 El camino hacia la lanza

Rand no vaciló al llegar ante la primera fila de columnas y pasó a través de ellas. Ahora ya no había vuelta atrás, ni miradas a la espalda. «Luz, ¿qué es lo que se supone que tiene que pasar aquí? ¿Qué efecto tiene realmente?»

Transparentes como el más fino cristal, de unos treinta centímetros de grosor y separadas entre sí alrededor de tres pasos, las columnas formaban un bosque deslumbrante de destellos, reflejos y extraños arcos iris. El aire era más fresco, lo suficiente para que Rand deseara haber tenido una chaqueta, pero la arenilla también cubría el pulido suelo blanco. No había el más leve soplo de brisa, aunque algo hacía que el pelo y todo el vello de su cuerpo, hasta debajo de la camisa, se moviera.

Delante y hacia la derecha divisó a otro hombre vestido con las ropas grises y pardas de los Aiel; permanecía rígido e inmóvil como una estatua bajo la cambiante luz. Tenía que ser Muradin, el hermano de Couladin. Rígido e inmóvil; ocurría algo, no cabía duda. De manera sorprendente, teniendo en cuenta el intenso resplandor, Rand distinguía los rasgos del Aiel con claridad. Sus ojos estaban muy abiertos y con la mirada fija; tenía el semblante tenso y la boca temblorosa, a punto de soltar un gruñido. Lo que quiera que estuviera viendo, no era de su agrado. Pero al menos Muradin había sobrevivido hasta este momento, y, si el Aiel era capaz de hacerlo, también él podría. El hombre se encontraba cinco o seis metros más adelante, como mucho. Avanzó otro paso mientras se preguntaba cómo era posible que ni Mat ni él hubieran visto entrar al Aiel.


Caminaba guiado por unos ojos, sintiendo un cuerpo, pero sin controlarlo. El dueño de esos ojos estaba agazapado entre los peñascos de una árida ladera de montaña, bajo un sol abrasador, escudriñando atentamente, con desprecio, unas extrañas estructuras de piedra a medio construir. «¡No! Menos de a medio construir. Eso es Rhuidean, pero sin niebla y casi recién iniciadas las obras». Era Mandein, joven para ser jefe de clan a sus cuarenta años. Se desvaneció el estado de disociación y llegó la aceptación. Era Mandein.

—Debes admitirlo —dijo Sealdre, pero por el momento no le hizo caso.

Los Jenn habían hecho cosas para sacar agua y verterla en grandes pilones de piedra. Había sostenido batallas por menos agua de la que aquellos depósitos contenían contra gente que actuaba como si el agua no tuviera importancia. Un extraño bosque de cristal se alzaba en el centro de toda aquella actividad, refulgiendo al sol y casi tan alto como los árboles más grandes que había visto en su vida, casi cinco metros de altura. Las estructuras de piedra parecían diseñadas para contener en cada una de ellas todo un dominio, todo un septiar, cuando estuvieran terminadas. Una locura. Esa Rhuidean no podría defenderse. Claro que nadie atacaría a los Jenn. La mayoría los evitaba igual que a los malditos Errantes, que vagaban en busca de canciones que, según ellos, traerían los tiempos perdidos.

Una comitiva de unas cuantas docenas de Jenn y dos palanquines transportados por ocho hombres avanzaba serpenteando desde Rhuidean hacia la montaña. Había madera suficiente en cada uno de aquellos palanquines para hacer doce sillas de jefe. Se comentaba que todavía había Aes Sedai entre los Jenn.

—Debes avenirte a lo que quiera que pidan, esposo —dijo Sealdre.

Entonces la miró, y por un instante deseó acariciar su largo y dorado cabello al ver de nuevo a la alegre muchachita que había dejado la guirnalda nupcial a sus pies pidiéndole que se casara con ella. Empero, ahora estaba seria, resuelta y preocupada.

—¿Vendrán los otros? —preguntó.

—Algunos. Casi todos. He hablado con mis hermanas en el sueño, y todas hemos soñado lo mismo. Los jefes que no acudan y los que no accedan… Sus septiares morirán, Mandein. Dentro de tres generaciones sólo serán polvo, y sus dominios y también sus ganados serán propiedad de otros septiares. Sus nombres se perderán.

No le gustaba que hablara con las Sabias de otros septiares, ni siquiera en sueños. Pero las Sabias soñaban de verdad y, cuando sabían algo, se cumplía.

—Quédate aquí —le dijo a Sealdre—. Si no regreso, ayuda a nuestros hijos e hijas a mantener unido el septiar.

Ella le acarició la mejilla.

—Lo haré, sombra de mi vida. Pero recuerda: tienes que aceptar.

Mandein hizo un ademán y un centenar de figuras con el rostro velado lo siguieron ladera abajo, desplazándose como fantasmas de peñasco en peñasco, con arcos y lanzas prestos, las ropas grises y pardas fundiéndose con el árido paisaje hasta el punto de que ni siquiera él las distinguía. Todos eran hombres; había dejado a todas las mujeres del septiar que empuñaban la lanza con los hombres que acompañaban a Sealdre. Si algo iba mal y su esposa decidía hacer alguna insensatez para salvarlo, los hombres seguramente la secundarían, pero las mujeres se encargarían de llevarla a salvo de vuelta al dominio, lo quisiera o no, para proteger tanto el dominio como el septiar. Confiaba en que lo hicieran, porque en ocasiones se mostraban tan feroces como cualquier hombre y aun más temerarias.

La procesión de Rhuidean se había detenido en el resquebrajado llano arcilloso para cuando ellos llegaron al último tramo del declive. Hizo una señal a sus hombres para que se quedaran en esa posición y continuó solo mientras se retiraba el velo de la cara. Advirtió la presencia de otros hombres que salían a descubierto a su derecha y a su izquierda y cruzaban el abrasado suelo procedentes de distintas direcciones. ¿Cuántos? ¿Cincuenta? ¿Un centenar? Faltaban algunos rostros que había esperado ver. Como siempre, Sealdre tenía razón; había quienes no habían hecho caso del sueño de sus Sabias. Había rostros que jamás había visto, y los de hombres a los que había intentado matar y otros que habían intentado matarlo a él. Por lo menos ninguno lo llevaba velado. Matar en presencia de un Jenn era casi tan malo como matar a un Jenn. Esperaba que los demás lo recordaran también. Con que sólo uno actuara a traición bastaría para que los velos cubrieran los rostros; los guerreros que cada jefe había traído consigo bajarían de las montañas y la sangre encenagaría este suelo arcilloso. Casi esperaba sentir la punta de una lanza hundiéndose en sus costillas en cualquier momento.

A pesar de tener que estar vigilando un centenar de posibles direcciones desde donde podía llegar la muerte le costó trabajo apartar los ojos de las Aes Sedai cuando los porteadores soltaron en el suelo los ornamentados palanquines. Eran mujeres con un cabello tan blanco que casi parecía transparente, y la piel de sus rostros intemporales era tan tersa que daba la impresión de que el aire podría agrietarla. Le habían contado que el tiempo no dejaba huella en las Aes Sedai. ¿Qué edad tendrían éstas? ¿De cuántos acontecimientos habrían sido testigos? ¿Recordarían cuando su abuelo Comran encontró el stedding Ogier por primera vez en la Pared del Dragón y empezó a comerciar con ellos? ¿O incluso cuando el abuelo de Comran, Rhodric, condujo a los Aiel a matar a los hombres con camisas de hierro que habían cruzado la Pared del Dragón? Las Aes Sedai volvieron los ojos hacia él —unos, azules y penetrantes, y los otros muy, muy oscuros, los primeros ojos negros que veía— y tuvo la impresión de que traspasaban su cráneo y llegaban hasta sus propios pensamientos. Supo que había sido elegido, pero desconocía la razón. Merced a un gran esfuerzo de voluntad apartó los ojos de aquellas intensas miradas que lo conocían mejor que él mismo.

Un hombre demacrado y de pelo blanco, alto aunque encorvado, se adelantó de entre los Jenn; lo flanqueaban dos mujeres de pelo entrecano que podrían ser hermanas, con los mismos ojos verdes, muy hundidos, y el mismo modo de ladear la cabeza cuando miraban algo. El resto de los Jenn mantenían la vista gacha, incómodos, en lugar de mirar a los Aiel, pero no estos tres.

—Soy Dermon. —La voz del hombre era fuerte y profunda, y sus azules ojos tenían la mirada tan escrutadora y firme como la de cualquier Aiel—. Éstas son Mordaine y Narisse. —Señaló a las dos mujeres que estaban junto a él—. Hablamos en nombre de Rhuidean y de los Jenn Aiel.

Hubo un rebullir incómodo entre los hombres que rodeaban a Mandein. A la mayoría le gustaba tan poco como a él que los Jenn se proclamaran Aiel.

—¿Por qué nos habéis convocado aquí? —demandó, aunque le quemaba la lengua tener que admitir que había sido convocado.

—¿Por qué no llevas espada? —inquirió Dermon en lugar de responder, y su pregunta provocó murmullos iracundos.

—Está prohibido —gruñó Mandein—. Hasta los Jenn deberían saber eso. —Alzó las lanzas y tocó el cuchillo que llevaba a la cintura y el arco colgado a la espalda—. Éstas son armas suficientes para un guerrero.

Los murmullos se tornaron aprobadores, incluso los de algunos hombres que habían jurado matarlo; y todavía lo harían si se les presentaba la ocasión, pero aprobaban sus palabras. Además, parecían satisfechos de que fuera él quien hablaba, estando aquellas Aes Sedai observando.

—Pero no sabéis la razón —dijo Mordaine.

—Hay muchas cosas que ignoráis —añadió Narisse—. Y, sin embargo, deberíais saberlas.

—¿Qué queréis? —preguntó Mandein.

—A ti. —Dermon recorrió con la mirada a los Aiel, de modo que aquellas dos palabras se hicieron extensivas a todos—. Quienquiera que esté destinado a lideraros ha de venir a Rhuidean y aprender de dónde procedemos y por qué no lleváis espada. Aquel que no sea capaz de aprender, no vivirá.

—Vuestras Sabias os han hablado —dijo Mordaine— o en caso contrario no estaríais aquí. Sabéis el precio que pagarán los que rehúsen.

Charendin se adelantó y miró alternativamente a Mandein y a los Jenn. Mandein había sido el causante de la larga cicatriz que le surcaba la mejilla; habían estado a punto de matarse el uno al otro en tres ocasiones.

—¿Sólo hay que ir con vosotros? —inquirió—. ¿Cualquiera de nosotros que vaya dirigirá a los Aiel?

—No. —La palabra sonó como un susurro, pero con la fuerza suficiente para llegar a todos los oídos. La pronunció la Aes Sedai de ojos oscuros que permanecía sentada en la silla del palanquín, con una manta echada sobre las piernas, como si sintiera frío a pesar del sol abrasador—. Ése vendrá después —dijo—. La piedra que nunca cae se desplomará para anunciar su llegada. Será de la sangre, pero no criado por ella, y llegará de Rhuidean al alba, y os unirá a todos con unos lazos imposibles de romper. Os llevará de regreso y os destruirá.

Algunos de los jefes de septiares hicieron intención de marcharse, pero nadie dio más de unos pocos pasos. Todos ellos habían escuchado las palabras de la Sabia de su septiar: «Acepta o seremos aniquilados como si jamás hubiésemos existido. Acepta o nos destruiremos a nosotros mismos».

—Esto es una añagaza —gritó Charendin. La mirada de las Aes Sedai le hizo bajar el tono de voz, pero no decreció su ira—. Lo que intentáis es haceros con el control de los septiares. Pero los Aiel no doblan la rodilla ante hombre o mujer. —Sacudió la cabeza, eludiendo los ojos de las Aes Sedai—. Ante nadie —murmuró.

—No es ésa nuestra intención —aseguró Narisse.

—Nuestro tiempo se acaba —dijo Mordaine—. Llegará el día en el que ya no habrá Jenn, y sólo quedaréis vosotros para recordar a los Aiel. Debéis resistir o todo habrá sido por nada, se habrá perdido.

La impasibilidad de su voz, la tranquila convicción, acalló a Charendin, pero Mandein tenía todavía una pregunta:

—¿Por qué? Si conocéis la suerte que os aguarda, ¿por qué hacéis eso? —Señaló hacia las estructuras que se alzaban en la distancia.

—Es nuestro cometido —repuso sosegadamente Dermon—. Durante muchos años buscamos este lugar, y ahora lo preparamos, aunque no para el propósito que creíamos antaño. Hacemos lo que ha de hacerse, y mantenemos la fe.

Mandein estudió el semblante del hombre. No había asomo de temor en él.

—Eres Aiel —dijo, y cuando algunos de los otros jefes dieron un respingo, levantó la voz—. Iré con los Jenn Aiel.

—No podrás entrar armado en Rhuidean —informó Dermon.

Mandein se echó a reír ante la temeridad del hombre. Mira que pedir a un Aiel que no fuera armado. Se despojó de sus armas y dio un paso al frente.

—Condúceme a Rhuidean, Aiel. Igualaré tu valor.


Rand parpadeó a causa de las titilantes luces. Había sido Mandein; todavía percibía la sensación de desprecio por los Jenn convirtiéndose en admiración. ¿Eran Aiel los Jenn o no lo eran? El aspecto de éstos era muy semejante al de aquéllos: altos, ojos claros y rostros curtidos por el sol; todos ellos iban vestidos con el mismo tipo de ropa, pero sin velos. Sin embargo no portaban armas, a excepción de simples cuchillos al cinturón, adecuados para trabajar con ellos. No había Aiel sin armas.

Se había internado en las columnas más de lo que justificaría un solo paso, y estaba más cerca de Muradin. La mirada intensa del Aiel se había convertido en un horrendo ceño.

La arenilla chirrió con fuerza bajo las botas de Rand al’Thor cuando éste dio otro paso.


Se llamaba Rhodric, y casi tenía veinte años. El sol era un disco abrasador en el cielo, pero mantuvo levantado el velo y los ojos alerta. Sus lanzas estaban prestas, una en la mano derecha, y tres sujetas junto con la pequeña adarga de piel de toro; Jeordam se encontraba tumbado sobre el llano de agostada hierba que había al sur de las colinas, donde la mayoría de los arbustos eran enclenques y estaban marchitos. El pelo del viejo era blanco, como esa cosa llamada nieve de la que hablaban los ancianos, pero su vista era penetrante, de modo que él no tendría que estar pendiente sólo de vigilar por la seguridad de los excavadores de pozos que sacaban odres llenos de agua.

Al norte y al este se alzaban las montañas, el macizo septentrional alto y escarpado y con las cimas blancas, pero empequeñecido por los colosos orientales, que daban la impresión de intentar tocar el firmamento, y tal vez lo hacían. ¿Sería, quizá, nieve aquello blanco? Nunca lo sabría. Ante esta barrera, los Jenn tendrían que decidir girar hacia el este. Habían avanzado hacia el norte siguiendo la pared montañosa durante muchos meses, arrastrando dificultosamente sus carretas tras ellos, haciendo como si desconocieran la presencia de sus escoltas Aiel, que los seguían. Aunque poca, al menos había habido agua cuando cruzaron un río. Hacía años que Rhodric no había visto una corriente que no pudiera cruzar a pie; la mayoría sólo eran lechos de arcilla resecos al alejarse de las montañas. Confiaba en que las lluvias volvieran e hicieran renacer el verde otra vez. Aún recordaba cuando el mundo era verde.

Oyó los caballos antes de verlos; eran tres hombres que cabalgaban por las pardas colinas y que vestían largas camisas de cuero tachonadas con discos metálicos. Dos de ellos llevaban lanzas. Conocía al que iba en cabeza: Garam, hijo del jefe de la villa que había a poca distancia en la dirección de donde venían, y que era más o menos de su edad. Estos hombres de ciudad estaban ciegos; no vieron al Aiel, que se movió una vez que hubieron pasado y que después volvió a la inmovilidad, casi invisible, en terreno abierto. Rhodric se bajó el velo; no habría muertes a menos que los jinetes dieran el primer paso. No lo lamentó —no exactamente— pero era incapaz de fiarse de unos hombres que vivían en casas y ciudades. Había habido muchas batallas contra gente de esa condición. Según los relatos, siempre había sido así.

Garam tiró de las riendas y levantó la mano derecha en un saludo. Era un hombre delgado, de ojos oscuros, como sus dos compañeros, pero los tres parecían duros y competentes.

—¡Hola, Rhodric! ¿Ha acabado ya tu gente de llenar los odres?

—Te veo, Garam. —Mantuvo la voz firme e inexpresiva. Lo inquietaba ver hombres a caballo, y más cuando llevaban espadas. Los Aiel tenían animales de carga, pero era algo antinatural ir montado en un caballo. Las piernas de un hombre debían de bastar para llevarlo de un lado para otro—. Falta poco. ¿Acaso tu padre nos ha retirado su permiso para que saquemos agua de sus tierras? —Ninguna otra ciudad había dado jamás permiso hasta ahora. Para obtener agua había que luchar por ella si había hombres cerca, igual que para todo lo demás; y si había agua, entonces no faltaban hombres vigilándola. No resultaría fácil vencer a estos tres él solo. Movió los pies, dispuesto para iniciar la danza si llegaba el caso y, seguramente, para morir.

—No, no lo ha hecho —dijo Garam. Ni siquiera se había percatado del movimiento de Rhodric—. Tenemos un buen manantial en la ciudad, y mi padre dice que cuando os vayáis tendremos los pozos nuevos que habéis excavado hasta que también nos marchemos nosotros. Pero por lo visto tu abuelo quiere saber si los otros se han puesto en marcha, y lo han hecho. —Apoyó el codo en la perilla de la silla—. Dime, Rhodric, ¿son realmente del mismo pueblo que vosotros?

—Son Jenn Aiel, y nosotros, Aiel. Somos iguales, pero diferentes. No sé explicártelo mejor, Garam. —En realidad tampoco quería entenderlo él.

—¿Hacia dónde se dirigen? —preguntó Jeordam.

Rhodric saludó a su abuelo con una tranquila inclinación de cabeza; había oído una pisada, el apagado ruido de una suave bota, y lo había identificado como un Aiel. Sin embargo, los hombres de la ciudad no habían advertido que Jeordam se había aproximado, y sufrieron un sobresalto. Garam tuvo que levantar la mano para impedir que los otros dos aprestaran las lanzas. Rhodric y su abuelo esperaron.

—Al este —respondió Garam cuando consiguió tener de nuevo bajo su control al caballo—. A través de la Columna Vertebral del Mundo. —Señaló las montañas que parecían arañar el cielo.

Rhodric se encogió, pero Jeordam mantuvo una fría calma.

—¿Qué hay al otro lado? —preguntó.

—Por lo que sé, el fin del mundo —repuso Garam—. Ni siquiera sé si existe un paso por donde cruzar. —Vaciló—. Los Jenn llevan Aes Sedai con ellos. Docenas, según tengo entendido. ¿No os inquieta viajar tan cerca de unas Aes Sedai? Según he oído contar, el mundo fue distinto en otros tiempos, pero ellas lo destruyeron.

Las Aes Sedai ponían muy nervioso a Rhodric, pero la expresión impasible de su rostro no se alteró. Sólo eran cuatro, no docenas; en cualquier caso, suficientes para recordarle ciertas historias respecto a que los Aiel les habían fallado a las Aes Sedai de algún modo que nadie sabía. Ellas sí que debían de saberlo; apenas si habían salido de las carretas de los Jenn en el año transcurrido desde su llegada, pero cuando lo hacían contemplaban a los Aiel con tristeza. Rhodric no era el único que procuraba evitarlas.

—Vigilamos a los Jenn —dijo Jeordam—. Son ellos quienes viajan con las Aes Sedai.

Garam asintió como si tal cosa supusiera una gran diferencia, y después se inclinó hacia adelante.

—Mi padre tiene una consejera Aes Sedai —comentó en voz baja—, aunque procura que no se sepa en la ciudad. Esa mujer dice que debemos marcharnos de estas colinas y trasladarnos al este. Afirma que los ríos secos volverán a correr, y que construiremos una gran urbe a orillas de uno. Dice muchas cosas. Se rumorea que las Aes Sedai planean construir una ciudad, y que han encontrado Ogier para que realicen las obras. ¡Ogier! —Sacudió la cabeza para arrinconar leyendas y volver a la realidad—. ¿Creéis que proyectan dirigir el mundo otra vez? Opino que deberíamos matarlas antes de que nos vuelvan a destruir.

—Haz lo que consideres mejor. —La voz de Jeordam no dejaba traslucir lo que pensaba—. He de organizar a mi gente para cruzar las montañas.

El hombre de cabello oscuro se irguió en la silla, visiblemente decepcionado. Rhodric sospechó que esperaba ayuda de los Aiel para matar a las Aes Sedai.

—La Columna Vertebral del Mundo —dijo Garam bruscamente—. También tiene otro nombre. Algunos la llaman la Pared del Dragón.

—Un nombre apropiado —repuso Jeordam.

Rhodric contempló las colosales montañas que se alzaban en la distancia. Un nombre adecuado para los Aiel. Su propio nombre secreto, no revelado a nadie, era el Pueblo del Dragón. Desconocía la razón, pero sabía que no se pronunciaba en voz alta excepto cuando alguien recibía las lanzas. ¿Qué habría al otro lado de esta Pared del Dragón? Por lo menos habría gente contra la que luchar; siempre la había. En todo el mundo sólo existían Aiel, Jenn y enemigos. Nada más. Aiel, Jenn y enemigos.


Rand inhaló profunda, entrecortadamente, y el aire hizo un ruido rasposo al penetrar por su garganta, como si hiciera horas que no respiraba. A su alrededor, unos anillos luminosos, que herían los ojos, ascendieron por las columnas. Las palabras todavía resonaban en su mente: Aiel, Jenn y enemigos; eso era el mundo. No se encontraban en el Yermo, indudablemente. Había visto —había vivido— una época anterior a la llegada de los Aiel a la Tierra de los Tres Pliegues.

Estaba más cerca de Muradin que antes. Los ojos del Aiel se movían con inquietud; parecía resistirse a dar otro paso.

Rand avanzó.


En la ladera cubierta por una capa blanca, puesto en cuclillas, Jeordam hizo caso omiso del frío y mantuvo la mirada vigilante sobre las cinco personas que caminaban trabajosamente a través de la nieve en su dirección; eran tres hombres arrebujados en capas y dos mujeres abrigadas con gruesos vestidos. El invierno debería haber pasado hacía mucho tiempo según los ancianos, aunque también contaban que las estaciones habían cambiado y ya no eran como antes. Afirmaban que la tierra se sacudía, y que se levantaban o hundían montañas como el agua de una charca cuando se arroja una piedra. Jeordam no lo creía. Tenía dieciocho años, había nacido y crecido en las tiendas, y ésta era la única vida que conocía: la nieve, las tiendas y el deber de proteger.

Bajó el velo y se incorporó lentamente, apoyándose en la larga lanza como para no asustar a la gente de las carretas; empero, se pararon bruscamente, con la vista prendida en la lanza, en el arco colgado a su espalda y en la aljaba que pendía de su cintura. Ninguno de ellos parecía mucho mayor que el propio Jeordam.

—¿Nos necesitáis, Jenn? —preguntó, alzando la voz.

—Nos llamas así para mofarte de nosotros —repuso también a gritos un tipo alto, de nariz afilada—, pero es cierto. Somos los únicos Aiel de verdad. Vosotros habéis renunciado a la Filosofía.

—¡Mentira! —espetó Jeordam—. ¡Jamás he empuñado una espada! —Respiró hondo para recobrar la calma. No lo habían apostado allí para que se enfadara con los Jenn—. Si os habéis perdido, vuestras carretas están en aquella dirección. —Señaló hacia el sur con la lanza.

Una de las mujeres tocó el brazo del «nariz afilada» y le habló en voz queda. Los otros asintieron, y, finalmente, el «nariz afilada» también lo hizo, aunque a regañadientes. La mujer era hermosa; algunos mechones rubios habían escapado del oscuro chal con el que se abrigaba la cabeza.

—No estamos perdidos —dijo, volviéndose hacia Jeordam, y entonces lo miró fijamente, como si lo viera por primera vez, y se ajustó el chal.

El joven Aiel asintió; no le había parecido que lo estuvieran. Por lo general los Jenn se las arreglaban para evitar a las gentes de las tiendas aunque necesitaran ayuda. Los pocos que buscaban el contacto lo hacían únicamente llevados por la desesperación, porque no podían encontrar esa ayuda en ningún otro sitio.

—Seguidme —les dijo.

Las tiendas de su padre se encontraban a casi dos kilómetros a través de las colinas bajas, parcialmente cubiertas con la última nieve caída que se aferraba a las pendientes. Su gente observó con cautela la aparición de los recién llegados, pero no interrumpieron sus quehaceres, ya fuera cocinar o repasar las armas o lanzar bolas de nieve con los niños. Se sentía orgulloso de su septiar, formado por casi doscientas personas, el mayor de los diez campamentos diseminados al norte de las carretas. Los Jenn, sin embargo, no parecieron muy impresionados; lo irritaba que el número de Jenn fuera muy superior al de los Aiel.

Lewin, un hombre alto, canoso y de rasgos pétreos, salió de su tienda; la gente decía que nunca sonreía, y de hecho Jeordam nunca lo había visto esbozando esa mueca. Tal vez lo hiciera antes de que la madre de Jeordam muriera de fiebres, pero el joven lo dudaba.

La mujer de cabello rubio —se llamaba Morin— contó una historia muy aproximada a la que Jeordam esperaba oír. Los Jenn habían comerciado con un pueblo, un sitio con una muralla de troncos, y después los hombres del lugar habían llegado en medio de la noche y se habían llevado lo que trocaron por la mañana e incluso más. Los Jenn tenían la idea de que podían confiar en la gente que vivía en casas, pensaban que la Filosofía los protegería. Enumeraron los muertos: padres, una madre, hermanos primeros; a los cautivos: hermanas primeras, una madre segunda, una hija. Esto último sorprendió a Jeordam; fue Morin quien habló amargamente de una hija de cinco años a la que se habían llevado para ser criada por otra mujer. Al estudiarla con más detenimiento, añadió para sus adentros varios años más a la edad que le había calculado antes.

—Los traeremos de vuelta —prometió Lewin. Cogió un puñado de lanzas que le habían tendido y las hincó boca abajo en el suelo—. Podéis uniros a nosotros si lo deseáis, siempre y cuando estéis dispuestos a defenderos a vosotros mismos y al resto. Si os quedáis, no se os permitirá regresar a las carretas. —El tipo de nariz afilada giró sobre sus talones rápidamente al oír aquello y regresó por donde habían venido. Lewin continuó; llegados a ese punto, rara vez se marchaba sólo uno—. Los que quieran venir con nosotros a ese pueblo, habrán de coger una lanza. Pero, recordad: si empuñáis la lanza para utilizarla contra hombres, tendréis que quedaros con nosotros. —En su voz y en sus ojos había una gran dureza—. Habréis muerto en cuanto se refiere a los Jenn.

Otro de los hombres vaciló, pero finalmente todos tomaron una lanza de las que estaban clavadas en el suelo. También lo hizo Morin. Jeordam la miró boquiabierto, e incluso Lewin parpadeó.

—No es necesario que cojas una lanza para quedarte —le dijo— ni para que traigamos de vuelta a tu gente. Tomar la lanza significa la voluntad y el deseo de luchar, no sólo de defenderte. Puedes soltarla; no hay desdoro en ello.

—Tienen a mi hija —dijo Morin.

Jeordam se quedó estupefacto cuando Lewin asintió sin apenas vacilar.

—Siempre hay una primera vez para todo. Que así sea. —Empezó a tocar en el hombro a ciertos guerreros, y recorrió los campamentos emplazándolos a visitar el pueblo con la muralla de troncos. Jeordam fue al primero que tocó; su padre siempre lo elegía en primer lugar desde el día en que tuvo edad suficiente para usar una lanza. El joven no habría aceptado que fuera de otro modo.

Morin estaba teniendo problemas con el arma, cuyo astil se enganchaba en sus faldas.

—No es preciso que vayas —le dijo Jeordam—. Ninguna mujer lo ha hecho nunca. Te traeremos a tu hija.

—Estoy decidida a sacar a Kirin de allí personalmente —repuso con fiereza—. No podrás impedírmelo.

Una testaruda mujer.

—En tal caso, tendrás que vestirte así. —Señaló sus propias ropas grises y pardas—. No se puede andar por el campo de noche llevando vestido. —Le cogió la lanza sin darle tiempo a reaccionar—. No es fácil aprender a manejar la lanza. —Los dos hombres que habían venido con ella, que seguían torpemente las instrucciones dadas y que casi se habían ido de bruces al suelo al intentarlo, eran prueba de ello. Jeordam encontró una hachuela, cortó el mango más de dos palmos y lo dejó con un metro y una cuarta de longitud, contando los casi treinta centímetros de la punta de acero—. Arremete con ella, nada más. Sólo embiste. El mango se utiliza también para parar ataques, pero te buscaré algo para que lo lleves en la otra mano como un escudo.

Morin lo miró de un modo extraño.

—¿Qué edad tienes? —preguntó, cosa aún más chocante. Jeordam se lo dijo, y ella se limitó a asentir, cavilosa.

—¿Alguno de esos hombres es tu esposo? —preguntó él al cabo de un momento. Los dos seguían tropezando con las lanzas.

—Mi esposo ya está de luto por Kirin. Se preocupa más de los árboles que de su propia hija.

—¿Los árboles?

—Los Árboles de la Vida. —Como el joven la seguía mirando sin comprender, Morin sacudió la cabeza—. Son tres arbolillos que crecen en barriles. Los cuidan casi tanto como a sí mismos. Cuando encuentren un lugar seguro, los plantarán; aseguran que entonces volverán los viejos tiempos. Lo dicen ellos, insisto. Muy bien, ya no soy Jenn. —Levantó la lanza recortada—. Esto será mi esposo a partir de ahora. —Lo observó fijamente y preguntó—: Si alguien te robara a tu hijo, ¿invocarías la Filosofía de la Hoja y hablarías del sufrimiento que se nos envía para probarnos? —Jeordam sacudió la cabeza, y ella continuó—: Lo imaginaba. Serás un buen padre. Enséñame cómo utilizar la lanza.

Una extraña mujer, pero hermosa. El joven tomó de nuevo la lanza y empezó a impartirle instrucciones al tiempo que lo demostraba con la práctica. Advirtió que al ser el astil más corto los movimientos resultaban más veloces y ágiles.

Morin lo observaba con aquella extraña sonrisa, pero la lanza lo tenía completamente absorto.

—Vi tu rostro en un sueño —musitó ella de improviso.

Jeordam oyó sus palabras, pero realmente no la escuchó. Con una lanza así sería más rápido que un hombre con una espada. Mentalmente estaba viendo a los Aiel derrotar a cualquier guerrero con espada. Nadie podría presentarles resistencia. Nadie.


Las luces centellearon entre las columnas de cristal, cegando casi a Rand. Muradin se encontraba ahora a sólo un par de metros de distancia; tenía la mirada fija al frente, y una mueca contraía sus labios, de manera que enseñaba los dientes, como en un silencioso gruñido. Las columnas los estaban llevando hacia atrás, a la historia de los Aiel perdida en un remoto pasado. Los pies de Rand se movieron por voluntad propia, hacia adelante. Y hacia atrás en el tiempo.


Lewin se ajustó sobre el rostro el velo del polvo y escudriñó el pequeño campamento situado más abajo, donde los rescoldos de un moribundo fuego todavía brillaban debajo de una olla de hierro. El viento le llevó el olor de guiso medio quemado. Unos bultos cubiertos con mantas yacían alrededor de las brasas, bajo la luz de la luna. No se veían caballos. Deseó haber llevado consigo un poco de agua, pero sólo a los niños les estaba permitido beber fuera de las comidas. Recordaba vagamente un tiempo en el que había habido más agua, cuando los días no eran tan calurosos y polvorientos, y el viento no soplaba a todas horas. La noche sólo traía un ligero alivio, cambiando un turbio y abrasador sol por el frío. Se arrebujó más en la capa que estaba hecha de pieles de cabras salvajes, y que también utilizaba como manta.

Sus compañeros se acercaron agazapados, tan abrigados como él mismo, y rezongando y pateando piedras hasta que los instó a guardar silencio para no despertar a los hombres de allá abajo. No protestó; en realidad no era más diestro que los demás en esto. Los velos del polvo les ocultaban el rostro, pero sabía quién era quién. Luca, con los hombros el doble de anchos que cualquiera de ellos, a quien le gustaba gastar bromas. Gearan, larguirucho como una cigüeña y el mejor corredor de todas las carretas. Charlin y Alijha, iguales como dos gotas de agua excepto porque el primero tenía la costumbre de ladear la cabeza cuando estaba preocupado, como en aquel momento; su hermana Colline estaba allá abajo, en aquel campamento. Y también estaba Maigran, hermana de Lewin.

Cuando se encontraron las bolsas de recolección de las muchachas tiradas en el suelo, rotas en el forcejeo, todos los demás se dispusieron a llorar su pérdida y seguir adelante como se había hecho tantas veces anteriormente. Incluso el abuelo de Lewin. Si Adan se hubiera enterado de lo que planeaban los cinco, se lo habría impedido. Lo único que sabía hacer Adan era mascullar sobre mantener la fe en unas Aes Sedai a las que Lewin jamás había visto, e intentar mantener vivos a los Aiel. A los Aiel como pueblo, pero no a uno de sus miembros en particular. Ni siquiera a Maigran.

—Son cuatro —musitó Lewin—. Las chicas se encuentran a este lado del fuego. Las despertaré sin hacer ruido, y las sacaremos a hurtadillas mientras los hombres duermen.

Sus amigos se miraron entre sí y asintieron. Lewin supuso que deberían haber preparado un plan antes, pero en lo único que habían pensado fue en ir a rescatar a las chicas y en cómo salir de las carretas sin que los vieran. No había tenido la seguridad de ser capaz de rastrear y encontrar a estos hombres antes de que llegaran al pueblo de donde procedían, un agrupamiento de toscas chozas del que los Aiel habían sido ahuyentados con piedras y palos. No habría nada que hacer si los raptores llegaban allí.

—¿Y si se despiertan? —preguntó Gearan.

—No abandonaré a Colline —espetó Charlin, adelantándose por poco a la respuesta más sosegada de su hermano:

—Vamos a llevarlas de vuelta, Gearan.

—Por supuesto —corroboró Lewin.

Luca le dio un codazo a Gearan en las costillas, y éste asintió.

Descender la inclinada pendiente en medio de la oscuridad no fue tarea fácil. Las pequeñas ramas resecas chascaban bajo sus pies; las piedras y la grava rodaban por la árida ladera, precediéndolos. Lewin tenía la impresión de que cuanto más se esforzaba por moverse en silencio, más ruido metía. Luca se cayó sobre un espino, que chascó de manera escandalosa, pero se las compuso para levantarse y soltarse de las espinas con sólo un ligero respingo. Charlin resbaló y bajó deslizándose hasta medio camino del fondo, pero abajo no se produjo ningún movimiento.

Cerca ya del campamento Lewin hizo un alto e intercambió miradas ansiosas con sus amigos antes de aproximarse de puntillas. Su propia respiración le sonaba estruendosa, tan alta como los ronquidos que llegaban de una de las formas más corpulentas. Se quedó quieto como una estatua cuando los ronquidos cesaron y uno de los durmientes rebulló; se acomodó enseguida y reanudó los ronquidos. Lewin, que había contenido la respiración, soltó el aire.

Con gran precaución se puso en cuclillas junto a una de las figuras más pequeñas y retiró la burda manta de lana, tiesa por la suciedad y el barro. Maigran lo miraba fijamente; tenía el rostro magullado e hinchado, y su vestido era poco más que unos harapos. Le puso la mano sobre la boca para que no gritara, pero ella no hizo otra cosa que seguir mirándolo fija, inexpresivamente, sin parpadear siquiera.

—Voy a abrirte en canal como a un gorrino, chico. —Una de las figuras grandes se movió, y un hombre barbudo, vestido con ropas muy sucias, se puso de pie; empuñaba un cuchillo largo que brilló débilmente con la luz de la luna y reflejó el resplandor rojizo de las brasas. El individuo propinó patadas a las otras dos figuras que tenía a uno y otro lado; de ellas salieron gruñidos y ruidos de alguien desperezándose—. Como a un gorrino. ¿Sabes soltar chillidos, chico, o lo único que tu gente sabe hacer es correr?

—Corre —instó Lewin, pero su hermana continuó mirándolo fijamente, sin reaccionar. Frenético, la cogió por los hombros y tiró de ella en un intento de hacerla moverse hacia donde los otros esperaban—. ¡Corre!

La chica salió de entre la manta rígida, casi como un peso muerto. Colline se había despertado —oía su llanto estremecido— pero se arrebujaba más en la sucia manta en lugar de incorporarse, como si quisiera esconderse bajo ella. Maigran se había quedado de pie, mirando al vacío, los ojos desenfocados.

—Por lo visto ni siquiera sabéis hacer eso. —Con una desagradable mueca, el hombre se acercó rodeando el fuego; sostenía el cuchillo bajo. Los otros empezaban a sentarse en sus mantas y a soltar risotadas, divertidos con el espectáculo.

Lewin no sabía qué hacer, pero no podía abandonar a su hermana. Sólo le quedaba morir. Quizás así le diera a Maigran una oportunidad de huir.

—¡Corre, Maigran! ¡Corre, por favor!

Ella no se movió; ni siquiera pareció oírlo. ¿Qué le habían hecho?

El hombre barbudo se acercaba, sin apresurarse, riendo entre dientes, disfrutando con ello.

—¡Nooooo! —Charlin salió corriendo de la noche y ciñó los brazos alrededor del tipo del cuchillo, que cayó al suelo con el empellón.

Los otros dos tipos se incorporaron de un salto. Uno de ellos, cuyo cráneo afeitado brillaba con la tenue luz, enarboló una espada para acuchillar a Charlin.

Lewin no supo bien cómo ocurrió. A saber cómo, se encontró con el pesado puchero de hervir agua en las manos, sujeto por el asa de hierro y balanceándolo; alcanzó aquella afeitada cabeza con un sonoro golpe. El tipo se derrumbó como si sus huesos se hubieran derretido. Desequilibrado, Lewin dio un traspié en un intento de evitar el fuego, y cayó junto a las brasas; el impacto le hizo soltar el puchero. El otro hombre, un individuo de piel cetrina y con el cabello peinado en trenzas, levantó también una espada, listo para ensartarlo. Lewin reculó de espalda, arrastrándose sobre el suelo como una araña, sin quitar los ojos de la afilada punta del arma mientras sus manos buscaban frenéticamente algo con lo que parar el golpe del hombre, un palo, cualquier cosa. Sus dedos tocaron una madera redonda; tiró de ella hacia adelante, impulsándola contra el fiero hombre. Los ojos del individuo se abrieron desmesuradamente y la espada cayó de sus dedos flojos; de su boca salió un borbotón de sangre. Lo que empuñaba Lewin no era un palo, sino una lanza.

El joven apartó las manos del astil tan pronto como se dio cuenta de lo que era. Demasiado tarde. Volvió a recular sobre los codos para evitar al hombre que se desplomaba, y se quedó mirándolo, estupefacto, tembloroso. Estaba muerto. Lo había matado él. El soplo del viento era gélido.

Al cabo de un tiempo se preguntó por qué ninguno de los otros hombres había acabado con él. Lo sorprendió ver al resto de sus amigos alrededor de los rescoldos del fuego. Gearan, Luca y Alijha, todos jadeando; y, por encima de los velos del polvo, la mirada desquiciada de sus ojos. Colline seguía emitiendo quedos sollozos debajo de la manta, y Maigran continuaba de pie, inmóvil, mirando sin ver. Charlin estaba de rodillas, doblado hacia adelante, con las manos apretadas contra el estómago. Y los cuatro hombres, los habitantes del pueblo… La mirada de Lewin pasó de un cuerpo inmóvil a otro.

—Los… hemos matado. —A Luca le temblaba la voz—. Hemos… Que la Luz se apiade de nosotros.

Lewin fue gateando hasta donde se encontraba Charlin y lo tocó en el hombro.

—¿Estás herido?

Charlin cayó de bruces al suelo. Una roja humedad resbalaba entre sus manos, crispadas alrededor de la empuñadura del cuchillo que tenía clavado en el vientre.

—Me duele, Lewin —musitó. Sufrió un estremecimiento, y sus ojos se apagaron.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Gearan—. Charlin está muerto, y nosotros… Luz, ¿qué hemos hecho? ¿Y qué haremos ahora?

—Llevaremos a las chicas a las carretas. —Lewin era incapaz de apartar los ojos de la mirada vidriosa de Charlin—. Eso haremos.

Cogieron todo lo que podría serles útil, principalmente los cuchillos y el puchero. Cosas metálicas, que eran tan difíciles de conseguir.

—No hacemos nada reprochable —dijo duramente Alijha—. Ellos lo robaron a alguien como nosotros.

Sin embargo, cuando Alijha hizo intención de coger una de las espadas, Lewin se lo impidió.

—No, Alijha. Es un arma, creada para matar personas. No tiene ningún otro uso. —Su amigo no dijo nada, y se limitó a pasar la vista sobre los cuatro cadáveres, y luego la detuvo en las lanzas que Luca estaba enrollando en mantas para hacer unas angarillas en las que transportar el cuerpo de Charlin. Lewin evitó mirar a los hombres del pueblo—. Una lanza puede traer comida a la olla, Alijha, pero no una espada. La Filosofía lo prohíbe.

Alijha continuó callado, pero Lewin tuvo la sensación de que esbozaba una mueca sarcástica tras el velo. Aun así, cuando finalmente emprendieron el regreso en medio de la noche, las espadas continuaban tiradas junto a los rescoldos casi apagados y los hombres muertos.

Fue un largo camino de vuelta a través de la oscuridad, transportando las improvisadas angarillas con el cadáver de Charlin; de vez en cuando una fuerte ráfaga de viento levantaba nubes de polvo. Maigran caminaba a trompicones, mirando fijamente al frente; no sabía dónde estaba ni quiénes eran ellos. A Colline parecía aterrorizarla incluso su propio hermano y daba un brinco, sobresaltada, cuando alguien la tocaba. No era así como Lewin había imaginado el regreso. En mente había visto a las chicas riendo, felices de regresar a las carretas; todos reían alegres. Nada de llevar el cadáver de Charlin a cuestas; nada de este profundo silencio provocado por el recuerdo de lo que habían hecho.

Las luces de las lumbres aparecieron al frente, y poco después vieron las carretas, con los arreos ya extendidos para que los hombres ocuparan su puesto al rayar el alba. Nadie abandonaba el refugio de las carretas al caer la noche, así que a Lewin le sorprendió ver tres figuras que se acercaban presurosas a ellos. El blanco cabello de Adan resaltaba en la oscuridad. Las otras dos eran Nerrine, la madre de Colline, y Saralin, madre de Maigran y suya. Lewin se bajó el velo del polvo asaltado por un presentimiento.

Las mujeres corrieron hacia sus hijas y las rodearon con los brazos mientras musitaban palabras reconfortantes. Colline se dejó envolver por el abrazo de su madre con un suspiro agradecido; Maigran no pareció advertir la presencia de Saralin, que miraba las contusiones del rostro de su hija al borde de las lágrimas.

Adan observaba a los jóvenes con el ceño fruncido, y las arrugas que la constante preocupación había dejado en su rostro se marcaron más profundamente.

—En nombre de la Luz, ¿qué ha pasado? Cuando descubrimos que os habíais marchado… —Dejó la frase en el aire al fijarse en las angarillas en las que yacía Charlin—. ¿Qué ocurrió? —volvió a preguntar haciéndose patente su miedo a la respuesta.

Lewin abrió la boca lentamente, pero Maigran se le adelantó.

—Los mataron. —Sus ojos miraban fijamente algo en la distancia, y su voz sonaba como la de una criatura—. Los hombres malos nos hicieron daño. Ellos… Entonces Lewin vino y los mató.

—No debes decir cosas así, pequeña —susurró Saralin—. Tú… —Calló y observó los ojos de su hija; después se volvió y miró con incertidumbre a Lewin—. ¿Es…? ¿Es cierto?

—Tuvimos que hacerlo —respondió Alijha, afligido—. Intentaron matarnos. Mataron a Charlin.

Adan retrocedió un paso.

—¿Habéis… matado? ¿A hombres? ¿Y el Pacto? Nosotros no hacemos daño a nadie. ¡A nadie! No hay razón alguna que justifique segar la vida de otro ser humano. ¡Ninguna!

—Raptaron a Maigran, abuelo —dijo Lewin—. Se las llevaron a ella y a Colline y les hicieron daño. Les…

—¡Ninguna razón! —bramó Adan, que temblaba de ira—. Tenemos que aceptar lo que venga. Todo el sufrimiento que nos aqueja es una prueba de nuestra fe. ¡Lo aceptamos y lo soportamos! ¡Nosotros no matamos! ¡No os habéis desviado de la Filosofía, la habéis quebrantado! Ya no sois Da´shain. Estáis corrompidos, y no permitiré que por vuestra causa se corrompan los Aiel. —Se dio media vuelta y se alejó como si los jóvenes hubieran dejado de existir. Saralin y Nerrine echaron a andar tras él conduciendo a las muchachas.

—¿Madre? —llamó Lewin, que se encogió cuando la mujer volvió la cabeza y lo miró fríamente—. Madre, por favor…

—¿Quién eres para hablarme así? Oculta tu cara para que no la vea, desconocido. Hubo un tiempo en que tuve un hijo con ese rostro, pero no quiero verlo en un asesino. —Sin añadir más condujo a Maigran en pos de los otros.

—Sigo siendo un Aiel —gritó Lewin, pero no volvieron la vista. Le pareció oír llorar a Luca. El viento sopló y levantó el polvo; el joven se cubrió el rostro—. ¡Soy un Aiel!


Unos hirientes destellos se clavaron en los ojos de Rand. El dolor de Lewin todavía le oprimía el corazón, y la pena y la rabia se debatían en el caótico tumulto de su mente. Lewin no empuñaba armas. No sabía cómo se utilizaban. Matar lo aterraba. Aquello no tenía sentido.

Ahora había llegado casi a la altura de Muradin, pero el hombre no era consciente de su presencia. La mueca del Aiel se había convertido en un terrible rictus, el sudor perlaba su rostro, y su cuerpo se estremecía como si quisiera echar a correr.

Los pies de Rand lo llevaron hacia adelante; y hacia el pasado.

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