54 Dentro del palacio

Sentada en la parte trasera de un carro de ruedas altas, que traqueteaba cuesta arriba por una sinuosa calle tanchicense tirado por cuatro hombres sudorosos, Elayne frunció el entrecejo por encima del mugriento velo que la cubría desde los ojos hasta la barbilla y balanceó los pies descalzos con irritación. Cada brinco sobre los adoquines la sacudía hasta la coronilla y cuanto más se agarraba a los burdos tablones del costado del carro, tanto peor. Aparentemente para Nynaeve no resultaba tan molesto; brincaba igual que ella, pero, por su gesto pensativo, absorto, no parecía darse cuenta. Y Egeanin, apretada contra Nynaeve al otro lado, el rostro cubierto con un velo y el cabello peinado en finas trenzas que le llegaban a los hombros, aguantaba fácilmente todas las sacudidas, sin descruzar los brazos. Finalmente, Elayne imitó a la seanchan; así no podía evitar chocar contra Nynaeve, pero a partir de entonces ya no tuvo la sensación de que los dientes se le iban a partir al chocar entre sí.

Habría ido caminando de buen grado a pesar de estar descalza, pero Bayle Domon había dicho que sería chocante hacerlo; la gente se preguntaría por qué una mujer no iba montada en el carro cuando había sitio de sobra, y lo que menos les interesaba era llamar la atención. Claro que a él no lo estaban zarandeando como si fuera un saco de patatas; el capitán iba a pie, delante del carro, con diez de los veinte marineros que había traído consigo como escolta. Un mayor número habría resultado sospechoso, según él, aunque Elayne imaginaba que Domon no habría llevado tantos si las otras dos mujeres y ella no hubieran venido.

El cielo despejado seguía siendo gris, aunque las primeras luces empezaban a apuntar antes de que partieran; las calles aún estaban casi vacías y el silencio sólo era roto por el traqueteo del carro y los chirridos de los ejes. Cuando el sol saliera por el horizonte la gente empezaría a aventurarse por las calles, pero ahora las pocas personas que veía eran grupos de hombres vestidos con pantalones de pliegues y oscuros gorros cilíndricos, que se escabullían con el aire furtivo de quien no está tramando nada bueno al abrigo de la oscuridad. El trozo de lona vieja echado sobre la carga del carro iba bien colocado para que cualquiera viera que sólo cubría tres grandes cestos; sin embargo, a pesar de estas precauciones, alguno que otro de esos grupos hacía una pausa como una jauría de perros, los rostros velados alzándose a la par, los ojos girando para seguir el paso del carro. Por lo visto, veinte hombres armados con sables y garrotes eran demasiados para hacerles frente, porque todos acababan reanudando la marcha a buen paso.

Las ruedas brincaron en un gran agujero donde los adoquines habían sido arrancados en uno de los tumultos, y Elayne notó cómo bajaba la caja del carro; estuvo a punto de morderse la lengua cuando su trasero y el carro volvieron a reunirse con un golpe seco. ¡Vaya con Egeanin y su cruzarse de brazos! La heredera del trono se agarró al borde inferior y miró, ceñuda, a la seanchan. Entonces vio que la mujer tenía los labios apretados y que también estaba agarrada al borde con las dos manos.

—No se parece en nada a estar sobre la cubierta de un barco —comentó Egeanin a la par que se encogía de hombros.

Nynaeve hizo una ligera mueca e intentó retirarse de la seanchan, aunque la heredera del trono no veía la forma de que lo consiguiera a menos que se sentara en su regazo.

—Voy a tener unas palabras con maese Bayle Domon —refunfuñó la antigua Zahorí con intención, como si lo del carro no hubiera sido idea suya. Otra sacudida la obligó a callarse cuando sus dientes chocaron entre sí.

Las tres llevaban ropas de lana burda de tonos parduscos y no muy limpias, unos vestidos de campesinas pobres, como sacos sin forma comparados con las sedas ajustadas que tanto gustaban a Rendra. Se suponía que eran refugiadas del campo que se ganaban el pan como podían. El gesto de alivio de Egeanin al ver los vestidos fue patente y casi tan chocante como su presencia en el carro. Esto último jamás se le habría pasado a Elayne por la cabeza.

Había habido bastantes discrepancias —así lo llamaron los hombres— en la sala de La Caída de las Flores, pero Nynaeve y ella habían desestimado con argumentos de peso la mayoría de sus necias objeciones y del resto habían hecho caso omiso, simplemente. Las dos tenían que entrar en el Palacio de la Panarch lo antes posible, y ahí fue donde Domon planteó una nueva objeción, ésta no tan absurda como las demás:

—No podéis entrar solas en palacio —murmuró el barbudo contrabandista, sin levantar la vista de sus puños plantados sobre la mesa—. Decís que no encauzaréis a menos que os veáis forzadas a hacerlo para así no poner sobre aviso a esas Aes Sedai Negras. —Ninguna de ellas había considerado necesario mencionar a la Renegada—. Por lo tanto, os harán falta brazos fuertes que blandan garrotes si llega el caso. Y unos ojos vigilando para guardaros las espaldas tampoco estarían de más. Allí me conocen los sirvientes, ya que también hice regalos a la antigua Panarch. Os acompañaré. —Sacudió la cabeza al tiempo que rezongaba—: Me habríais hecho poner el cuello en el tajo del verdugo por haberos dejado plantadas en Falme. ¡Que la Fortuna me clave su aguijón si no es así! Bien, pues ahora tengo la oportunidad de enmendar mi falta, así que no me lo podéis negar. Os acompañaré.

—Sois un necio, illiano —había dicho despectivamente Juilin antes de que Nynaeve o ella tuvieran tiempo de abrir la boca para contestar—. ¿Creéis que los taraboneses van a permitiros deambular por el palacio a vuestro antojo? ¿A un desaliñado contrabandista de Illian? Yo conozco bien las mafias de la servidumbre, sé cómo agachar la cabeza y hacer que cualquier noble vano y caprichoso crea… —Carraspeó y continuó precipitadamente, sin mirar a Nynaeve ¡ni a ella!—. Soy yo quien debe acompañarlas.

—¡Todos sabéis lo que tenéis que hacer! —replicó, cortante, Nynaeve—. ¡Y no podréis hacerlo si intentáis tenernos vigiladas como si fuéramos un par de gansos que se llevan a vender al mercado! —Respiró hondo y continuó con un tono más apacible—: Si hubiera una forma de que pudieseis venir con nosotras admitiría de buen grado vuestra ayuda, aunque sólo fuera por contar con más ojos para buscar, pero no es posible. Hemos de ir solas y no hay nada más que decir.

—Yo puedo acompañaros —propuso inesperadamente Egeanin desde el rincón de la sala donde Nynaeve y ella la habían obligado a quedarse. Todos se volvieron hacia ella; la seanchan les sostuvo la mirada con firmeza aunque con el entrecejo fruncido, como si no estuviera muy segura de sí misma—. Esas mujeres son Amigas Siniestras y deben ser llevadas ante la justicia.

Elayne se había quedado estupefacta ante tal propuesta, pero Nynaeve, con los labios blancos de tanto apretarlos, pareció dispuesta a emprenderla a golpes con ella.

—¿Pensáis que vamos a fiarnos de vos, seanchan? —dijo fríamente—. Antes de que nos marchemos os habremos dejado encerrada a buen recaudo en el sótano por mucho que dé que hablar a…

—Juro por mi esperanza de un nombre de más alto linaje —la interrumpió Egeanin, cruzando las manos sobre el corazón— que no os traicionaré en modo alguno, que os obedeceré y os guardaré la espalda hasta que hayáis salido del Palacio de la Panarch sanas y salvas. —Entonces hizo tres reverencias seguidas, solemnemente. Elayne no tenía la más ligera idea de qué significaba «esperanza de un nombre de más alto linaje», pero la seanchan lo había dicho de un modo que sonaba a voto vinculante.

—Puede hacerlo —admitió Domon lentamente, con renuencia. Miró a Egeanin y sacudió la cabeza—. Que la Fortuna me clave su aguijón si hay más de dos o tres de mis hombres por los que apostaría contra ella.

Nynaeve contempló, ceñuda, la mano que aferraba un puñado de trenzas y luego, deliberadamente, dio un fuerte tirón.

—Nynaeve —adujo Elayne con firmeza—, tú misma dijiste que te gustaría contar con otro par de ojos y, en lo que a mí respecta, no puedo estar más de acuerdo con ello. Además, dado que hemos de hacer esto sin encauzar, no me importaría la compañía de alguien que puede encargarse de un guardia fisgón si llega el caso. No soy muy ducha en tumbar hombres a puñetazos, y tú tampoco. Por el contrario, recuerda cómo lucha ella.

La antigua Zahorí asestó una mirada malhumorada a Egeanin, otra igual a Elayne y una tercera, furibunda, a los hombres, como si hubiesen sido ellos quienes hubieran maquinado todo el asunto a sus espaldas. Pero acabó por asentir.

—De acuerdo. Maese Domon, eso significa que necesitaremos tres atuendos, no dos —había zanjado la cuestión Elayne—. Y ahora, será mejor que los tres os marchéis. Queremos ponernos en marcha al despuntar el alba.

El tirón del carro al frenar sacó a la heredera del trono de sus reflexiones.

Unos Capas Blancas a pie hacían preguntas a Domon; en este punto, la calle desembocaba en una plaza que daba a la fachada posterior del Palacio de la Panarch y que era mucho más pequeña que la que había delante de la fachada principal. Más allá, la gran estructura de blanco mármol se elevaba en esbeltas torres orladas con adornos de cantería tan delicados como encaje y albas bóvedas rematadas con agujas doradas o veletas. A ambos lados arrancaban avenidas mucho más amplias que la mayoría de las restantes calles de la ciudad, y también más rectas.

El acompasado y lento golpeteo de unos cascos sobre los adoquines anunció la llegada de otro jinete, un hombre alto tocado con un bruñido yelmo y una reluciente armadura debajo de la blanca capa, que lucía el emblema de un sol radiante y un cayado carmesí. Elayne agachó la cabeza; los cuatro nudos de rango que aparecían debajo de la insignia le advirtieron que aquél era Jaichim Carridin. El hombre no la había visto nunca, pero si advertía que lo estaba observando podría preguntarse el porqué. El lento trapaleo continuó plaza adelante sin hacer una pausa.

También Egeanin había inclinado la cabeza, pero Nynaeve siguió con la mirada al Inquisidor, fruncida la frente.

—Ese hombre está muy preocupado por algo —murmuró—. Espero que no haya oído…

—¡La Panarch está muerta! —gritó una voz varonil desde algún lugar al otro lado de la plaza—. ¡La han matado!

Imposible saber quién había gritado o desde dónde. Las calles que Elayne divisaba desde su posición se encontraban cortadas por Capas Blancas montados a caballo.

Miró hacia atrás, a la calle por la que habían subido, y deseó que los guardias se dieran más prisa y acabaran de interrogar a Domon. La gente empezaba a arremolinarse un poco más abajo, en la primera esquina, y observaba atentamente la plaza. Al parecer, Thom y Juilin habían hecho un buen trabajo la noche anterior propagando los rumores. Ahora sólo cabía esperar y confiar en que la situación no estallara sorprendiéndolas en la calle. Si se desataba un disturbio en este momento… Lo único que impedía que las manos le temblaran era que las tenía aferradas al borde del carro. «Luz, el populacho aquí fuera y el Ajah Negro, y tal vez Moghedien, dentro… Estoy tan asustada que tengo la boca seca». Nynaeve y Egeanin contemplaban cómo iba creciendo la muchedumbre apiñada un poco más abajo, sin pestañear y, mucho menos, temblar. «No seré cobarde. ¡No lo seré!»

El carro echó a andar de nuevo y la heredera del trono soltó un suspiro de alivio. Pasaron unos segundos antes de que cayera en la cuenta de que había escuchado hacer lo mismo a las otras dos mujeres.

Al llegar a unas puertas no mucho más anchas que el carro, volvieron a interrogar a Domon unos hombres de yelmos puntiagudos y petos repujados con un árbol dorado. Eran soldados de la Legión de la Panarch. Esta vez las preguntas no se alargaron tanto; a Elayne le pareció ver que una bolsita de dinero cambiaba de manos y, al cabo de un momento, ya habían entrado y el carro traqueteaba a través del patio burdamente pavimentado que daba a las cocinas. Excepto Domon, los marineros se quedaron fuera, con los guardias.

Tan pronto como el carro se detuvo, Elayne bajó de un salto y plantó en el suelo los pies descalzos; los toscos adoquines eran realmente duros. Costaba trabajo creer que la fina suela de una chinela supusiera tanta diferencia. Egeanin se encaramó de pie en el carro para pasarles los cestos; Nynaeve se cargó el primero a la espalda, con una mano sujetando el borde por encima del hombro y la otra puesta hacia atrás, soportando el peso. Unas largas cerecillas blancas, algo mustias tras el viaje desde Saldaea, llenaban los cestos casi hasta el borde.

Mientras Elayne se cargaba el suyo, Domon llegó a la parte posterior del carro y simuló examinar las cerecillas.

—Por lo visto los Capas Blancas y la Legión de la Panarch están a punto de enzarzarse a golpes —murmuró mientras toqueteaba los pimientos—. Ese teniente dijo que la Legión se habría encargado personalmente de proteger a la Panarch si no fuera porque la mayor parte de la tropa ha sido trasladada a las fortificaciones del Anillo. Jaichim Carridin tiene acceso a la Panarch, pero no el capitán de la Legión. Y no están muy conformes con que haya tantos guardias de la Fuerza Civil dentro de palacio. Un hombre desconfiado pensaría que alguien quiere que los cuerpos militares de la Panarch estén más preocupados de vigilarse entre ellos que de cualquier otra cosa.

—Es bueno saberlo —musitó Nynaeve sin mirar al capitán—. Siempre he pensado que uno puede enterarse de cosas muy útiles escuchando los cotilleos de los hombres.

Domon gruñó malhumorado.

—Os llevaré adentro; después tengo que regresar con mis hombres para asegurarme de que no queden atrapados entre el populacho. —Todos los marineros de todos los barcos que Domon tenía en puerto se encontraban repartidos por las calles alrededor del palacio.

Cargándose uno de los cestos a la espalda, Elayne siguió a las otras dos mujeres, que caminaban detrás de Domon; llevaba la cabeza agachada y hacía muecas de dolor a cada paso que daba hasta que llegaron a las baldosas pardo rojizas de la cocina. Los olores a condimentos, carnes y salsas llenaban la estancia.

—Cerecillas para la Panarch —anunció el capitán—. Regalo de Bayle Domon, un buen patrón de barco de esta ciudad.

—¿Más cerecillas? —dijo una mujer fornida, con el oscuro cabello peinado con trencillas, un delantal blanco y el sempiterno velo, sin apenas levantar la vista de una bandeja de plata en la que estaba colocando una servilleta blanca entre platos de fina porcelana de los Marinos. Había al menos una docena o más de mujeres con delantales en la cocina, así como un par de muchachos que hacían girar los espetones en los que se asaban jugosas piezas de carne sobre seis lumbres, pero saltaba a la vista que la jefa de cocina era ella—. Ahora no tengo tiempo para ocuparme de vos.

Elayne mantuvo la vista fija en el suelo mientras seguía a Nynaeve y a Egeanin; estaba sudando y no era por el calor de las lumbres y los hornos. Una mujer delgada, que llevaba un vestido de seda verde que no era de corte tarabonés, estaba de pie junto a una de las anchas mesas y rascaba las orejas a un escuálido gato gris mientras el animal lamía la crema de un plato de porcelana. Lo del gato, así como su afilado rostro y ancha nariz, delataban quién era la mujer: Marillin Gemalphin, antaño del Ajah Marrón y ahora del Negro. Si levantaba la vista del gato, si reparaba en ellas, no sería necesario que encauzaran para que supiera que dos de ellas podían hacerlo; a tan corta distancia, la mujer podía percibir la habilidad.

El sudor le goteaba a Elayne por la nariz para cuando cerró la puerta de la despensa a sus espaldas, con un golpe de la cadera.

—¿La viste? —demandó en voz baja, a punto de dejar caer el cesto al suelo. El calado ornamental practicado en la parte alta de las paredes enjalbegadas permitía que entrara un poco de luz de la cocina. Hileras de altas estanterías cubrían el suelo de la amplia habitación, cargadas con sacos y bolsas de verduras y grandes jarros con especias. Había barriles y cubas por doquier, y una docena de corderos aliñados y el doble de gansos colgaban de unos ganchos. Según el bosquejo del plano que habían hecho entre Domon y Thom, éste era el almacén de víveres más pequeño del palacio—. Es indignante —dijo—. Sé que Rendra tiene la despensa llena, pero al menos compra lo que necesita. Esta gente se está dando banquetes mientras que…

—Arrincona tu preocupación hasta que puedas hacer algo al respecto —instó Nynaeve en un cortante susurro. Había soltado su cesto en el suelo y se estaba quitando el tosco vestido de campesina. Egeanin ya estaba en ropa interior—. Claro que la vi. Si quieres que entre aquí para ver a qué viene tanto jaleo, sigue hablando.

Elayne bufó indignada ya que apenas había hecho ruido, pero lo dejó estar. Se quitó el vestido y sacó los pimientos del cesto y lo que iba escondido debajo. Entre otras cosas, había un vestido de fina lana blanca y un ceñidor verde; en la parte izquierda del corpiño, cerca del hombro, tenía bordado un árbol de ramas extendidas sobre la silueta de una hoja trifoliada. El mugriento velo fue sustituido por otro limpio, hecho de lino tan fino que casi semejaba seda. Unas chinelas blancas de suelas acolchadas fueron recibidas con agrado por sus pies, doloridos a causa del paseo desde el carro hasta la cocina.

La seanchan había sido la primera en desnudarse, pero fue la última en ponerse el vestido blanco, sin dejar de rezongar todo el rato cosas como «indecente» y «chica de servicio» que no tenían sentido. En realidad, eran vestidos de criadas, y la idea era que la servidumbre podía ir a cualquier sitio y que en el palacio había tantas criadas y doncellas que nadie repararía en tres más. En cuanto a lo de indecente… Elayne recordó sentirse un tanto intimidada al tener que llevar las ropas de estilo tarabonés en público, pero se había acostumbrado enseguida; además, esta fina lana no se ajustaba tanto como la seda. Al parecer, Egeanin tenía unas ideas muy rígidas respecto a la modestia.

Finalmente, sin embargo, la mujer acabó de atarse el último lazo y los vestidos campesinos quedaron guardados en los cestos y cubiertos con los pimientos.

Cuando salieron, Marillin Gemalphin se había ido de la cocina, aunque el escuálido gato seguía lamiendo crema encima de la mesa. Elayne y sus dos compañeras echaron a andar hacia la puerta que llevaba al interior del palacio.

Una de las ayudantes de cocina miraba al gato con el ceño fruncido y los puños plantados en las orondas caderas.

—Cómo me gustaría estrangular a este animal —rezongó, y las pálidas trenzas se agitaron al sacudir la cabeza con rabia—. ¡Él se hincha de crema, y porque yo me pongo una gotita en el desayuno, ahora estoy a pan y agua!

—Considérate afortunada de que no te hayan puesto en la calle o estés meciéndote en la cuerda de una horca. —La voz de la cocinera no denotaba compasión—. Si la dama dice que has robado, entonces has robado, aunque sea la crema de sus gatos, ¿no? ¡Eh, vosotras!

Elayne y sus compañeras se quedaron paralizadas al oír el grito.

La mujer de trenzas oscuras agitó un cucharón de madera en su dirección.

—¿Creéis que podéis entrar en mi cocina y poneros a pasear como si estuvieseis en un jardín, puercas perezosas? Habéis venido por el desayuno de lady Ispan, ¿no? Si no lo tenéis allí cuando despierte, vais a aprender a dar brincos. ¿Y bien? —Señaló la bandeja de plata en la que había estado trabajando antes y que ahora se hallaba cubierta con un paño blanco como la nieve.

No podían decir nada; si alguna de ellas abría la boca, las primeras palabras que pronunciaran las delatarían como forasteras. Reaccionando con rapidez, Elayne hizo una reverencia propia de una sirvienta y cogió la bandeja; una criada cargada con algo se suponía que estaba haciendo alguna tarea y no era probable que nadie la parara para preguntarle o para mandarle hacer otra cosa. ¿Lady Ispan? No era un nombre infrecuente en Tarabon, pero había una Ispan en la lista de las hermanas Negras.

—Ah, conque tienes ganas de tomarme el pelo, ¿no, pequeña arpía? —bramó la corpulenta mujer, y empezó a rodear la mesa blandiendo el cucharón de madera con gesto amenazador.

No había nada que Elayne pudiera hacer sin descubrirse, salvo quedarse quieta y dejar que la golpeara o echar a correr. La heredera del trono salió de la cocina cargada con la bandeja como alma que lleva el diablo, con Nynaeve y Egeanin pisándole los talones. Los gritos de la cocinera las siguieron, aunque, afortunadamente, no así la mujer. A Elayne le entraron ganas de reír histéricamente al imaginarse a las tres corriendo por el palacio y perseguidas por la mujerona. ¿Tomándole el pelo? Estaba segura de haberle hecho la reverencia que las sirvientas le habían hecho a ella miles de veces.

Más despensas se alineaban a lo largo del estrecho pasillo que se alejaba de la cocina, así como altos armarios empotrados para escobas y bayetas, baldes y jabones, manteles y servilletas y un sinfín de cosas más. Nynaeve encontró en uno de ellos un sacudidor de alfombras de aspecto sólido, y Egeanin cogió un montón de toallas dobladas de otro, y en un tercero, un contundente majador de piedra de un mortero. Ocultó el majador entre las toallas.

—Un garrote viene bien en ocasiones —dijo cuando Elayne enarcó una ceja—. Sobre todo cuando nadie espera que uno lo lleve.

Nynaeve resopló pero no dijo nada. Desde que había accedido a que la seanchan las acompañara, no le había hecho el menor caso a la mujer.

Ya más dentro de palacio, los pasillos se ensancharon y se hicieron más altos, con las blancas paredes adornadas con frisos y los techos con relucientes arabescos dorados. Sobre los suelos de baldosas blancas se extendían largas alfombras de vivos colores. Unas lámparas doradas sobre soportes también dorados irradiaban luz y emitían el olor de aceite perfumado. A veces, los corredores se abrían a patios rodeados de columnatas a los que se asomaban balcones resguardados tras el delicado trabajo de filigranas de piedra. El agua cantaba y burbujeaba en grandes fuentes, en las que nadaban peces rojos, blancos y dorados bajo unas plantas acuáticas de enormes flores blancas. Nada que ver con la ciudad al otro lado de los muros.

De vez en cuando se cruzaban con otros sirvientes, hombres y mujeres vestidos de blanco, con el árbol y la hoja bordados en la pechera, ocupándose afanosos de sus quehaceres; u hombres con las chaquetas grises y los yelmos de acero de la Fuerza Civil, armados con bastones o garrotes. Nadie les habló ni les prestó atención; eran tres criadas ocupadas en sus tareas.

Finalmente llegaron a la estrecha escalera de servicio que estaba dibujada en el plano.

—Recordad —susurró Nynaeve—, si hay guardias a su puerta, marchaos. Si no está sola, marchaos. Ella no es la razón más importante por la que estamos aquí. —Inhaló hondo y se obligó a mirar a Egeanin—. Si dejáis que le ocurra algo malo…

Se oyó el lejano toque de una trompeta en el exterior y un momento después sonó un gong dentro de palacio y voces dando órdenes llegaron por el pasillo. Durante un instante, hombres con cascos de acero pasaron corriendo por el otro extremo del corredor.

—Quizá no tengamos que preocuparnos por que haya guardias a su puerta —comentó Elayne. La revuelta había comenzado en las calles, inducida por los rumores propagados por Thom y Juilin e incitada por los marineros de Domon. La heredera del trono lamentaba que hubiera sido necesario recurrir a ello, pero los disturbios atraerían al exterior a la mayoría de los guardias de palacio; a todos ellos, con un poco de suerte. Las gentes que estaban allí fuera no lo sabían, pero estaban luchando para salvar a su ciudad del Ajah Negro y al mundo, de la Sombra.

—Egeanin debería ir contigo, Nynaeve. Tienes el cometido más importante del plan y si una de nosotras necesita que le cubran la espalda, eres tú.

—¡No necesito a ninguna seanchan! —Se puso al hombro el sacudidor como si fuera un garrote y echó a andar pasillo adelante. Realmente, con aquel paso marcial no daba la imagen de una criada.

—¿No deberíamos continuar con nuestro cometido? —dijo Egeanin—. La revuelta no los tendrá ocupados a todos durante mucho tiempo.

Elayne asintió con la cabeza. Nynaeve había desaparecido ya por el recodo del pasillo.

La escalera era estrecha y estaba oculta en la pared a fin de que se viera lo menos posible a la servidumbre. Los corredores del segundo piso eran muy semejantes a los del primero, excepto porque los umbrales de doble arco igual podían dar a una balconada que a una habitación. A medida que avanzaban hacia el ala oeste de palacio disminuía el número de sirvientes y los pocos con los que se cruzaron apenas les dirigieron una mirada. Cosa sorprendente, el pasillo que conducía a los aposentos de la Panarch se hallaba desierto; no había ningún guardia delante de las anchas puertas de doble arco, adornadas con un árbol tallado. En cualquier caso, y a pesar de lo que le dijera a Nynaeve, Elayne no tenía pensado retroceder aunque los hubiera habido, pero ello facilitaba las cosas.

Un instante después no estuvo tan segura de que fuera así; podía percibir a alguien encauzando en aquellos aposentos. No eran flujos poderosos, pero no cabía la menor duda de que se estaba tejiendo el Poder o se mantenía lo ya tejido. Pocas mujeres sabían cómo atar los flujos tejidos.

—¿Qué ocurre? —preguntó Egeanin.

Elayne se dio cuenta entonces de que se había detenido.

—Una de las hermanas Negras está ahí dentro —¿Una o más? La única certeza era que se estaba encauzando. Se aproximó más a las puertas. ¡Una mujer estaba cantando! La heredera del trono pegó la oreja a la hoja de madera y escuchó unas palabras roncas, amortiguadas, pero claramente comprensibles:

Mis senos son redondos y también mis caderas.

Puedo dejar tumbada a toda una tripulación.

Sobresaltada, retrocedió con un respingo y los platos de porcelana se deslizaron en la bandeja, debajo del blanco mantel. ¿Se habría equivocado de habitación? No. Se sabía de memoria el plano. Además, en todo el palacio las únicas puertas talladas con el árbol conducían a los aposentos de la Panarch.

—Entonces tendremos que dejarla —dijo Egeanin—. No podéis hacer nada sin alertar a las otras de vuestra presencia.

—Tal vez sí pueda. Si perciben que encauzo, creerán que es la que quiera que está ahí dentro.

Con la frente fruncida y mordiéndose el labio inferior, la heredera del trono se preguntó cuántas habría en la habitación. Ella era capaz de realizar al menos tres o cuatro cosas a la par con el Poder, algo que sólo Egwene y Nynaeve podían igualar. Evocó una lista de reinas andorianas que habían demostrado valor al afrontar un gran peligro, hasta que cayó en la cuenta de que en esa lista entraban todas las soberanas de Andor. «Algún día seré reina; puedo ser tan valiente como ellas». Preparándose para actuar, pidió:

—Abrid las puertas de un empujón, Egeanin.

La seanchan vaciló.

—Dad un empellón a las puertas. —Su propia voz la sorprendió. Sin proponérselo, sonaba queda, sosegada, imperativa. Y Egeanin asintió con la cabeza, casi haciendo una reverencia, y al punto propinó un fuerte empujón a las puertas, que se abrieron de par en par.

Mis muslos son fuertes como la cadena de un ancla.

Mi beso es cual ardiente llamarada…

La cantante, una mujer de cabello oscuro peinado en trenzas y vestida con un vestido tarabonés de seda roja, sucio y arrugado, inmovilizada hasta el cuello con flujos de Aire, enmudeció bruscamente al abrirse las hojas de madera con un violento portazo. Otra mujer de apariencia frágil, ataviada con un vestido cairhienino de cuello alto y en color azul pálido, que estaba arrellanada en un mullido diván, dejó de mover la cabeza, con la que seguía el ritmo de la canción, y se incorporó velozmente; la mueca complacida de su semblante zorruno dio paso a una expresión iracunda.

El brillo del saidar envolvía ya a Temaile, pero no tuvo la menor oportunidad. Horrorizada por lo que veía, Elayne abrazó la Fuente Verdadera y descargó violentamente los flujos de Aire, tejiéndolos alrededor de la mujer desde los hombros a los tobillos, a la par que creaba un escudo de Energía que interpuso entre la mujer y la Fuente Verdadera. El halo que rodeaba a Temaile desapareció y la mujer salió lanzada hacia atrás como si hubiera sido pateada por un caballo desbocado; los ojos se le pusieron en blanco y se desplomó, inconsciente, sobre la alfombra verde y dorada, a tres pasos del diván. La mujer de cabello oscuro dio un respingo cuando los flujos que la inmovilizaban se desvanecieron; se palpó el cuerpo con incredulidad a la par que su mirada iba de Temaile a Elayne y de ésta a Egeanin.

Atando el tejido que inmovilizaba a Temaile, Elayne entró apresuradamente en los aposentos, y sus ojos buscaron a otras hermanas Negras. A su espalda, Egeanin cerró las puertas. No parecía que hubiera nadie más.

—¿Estaba sola? —demandó a la mujer de rojo, la Panarch, por la descripción de Nynaeve, que también había hecho cierta referencia a una canción.

—¿No estáis… con ellas? —preguntó Amathera, vacilante, reparando en las ropas que llevaban—. ¿Sois también Aes Sedai? —Parecía deseosa de no creerlo a pesar de la evidencia de lo ocurrido con Temaile—. ¿Pero no estáis con ellas?

—¿Había alguien más? —inquirió Elayne, y Amathera dio un respingo.

—No. Estaba sola. Ella… —La Panarch hizo una mueca—. Las otras hacen que me siente en el trono y pronuncie las palabras que ellas me dictan. Les divierte que imparta justicia a veces, y otras que dicte sentencias terriblemente injustas, que promulgue leyes que generarán conflictos durante generaciones si no tengo posibilidad de revocarlas. ¡Pero ella…! —La boca llena se crispó en un gruñido silencioso—. Es a la que han puesto para que me vigile, y me hace padecer sin otra razón que verme llorar. Me hace comer una bandeja entera de cerecillas blancas y no me deja beber una sola gota de agua hasta que le suplico de rodillas mientras ella se ríe de mí. En mis sueños, me sube por los tobillos a lo alto de la Torre del Alba y me deja caer. Será un sueño, pero parece real, y cada vez deja que llegue más cerca del suelo. ¡Y cómo se ríe! Me obliga a aprender bailes lascivos y canciones obscenas, y se ríe cuando me dice que antes de que se marchen me hará cantar y danzar para entretener a los… —Gritando como un felino lanzado al ataque, saltó sobre la mujer inmovilizada y empezó a golpearla violentamente con los puños.

Egeanin, cruzada de brazos delante de las puertas, parecía dispuesta a dejarla continuar, pero Elayne tejió flujos de Aire alrededor de la cintura de Amathera y, para su sorpresa, fue capaz de levantarla en vilo y apartarla de la mujer ya inconsciente. Tal vez las enseñanzas de Jorin sobre cómo manejar los gruesos flujos de Poder habían aumentado su fuerza.

Amathera asestó una patada a Temaile y volvió su feroz mirada hacia Elayne y Egeanin cuando su pie no dio en el blanco.

—¡Soy la Panarch de Tarabon y me propongo aplicar la justicia a esta mujer! —Su boca llena tenía una fea mueca. ¿Es que había perdido el sentido de sí misma, de su posición? ¡Era una dirigente, una igual al rey!

—Soy la Aes Sedai encargada de vuestro rescate —manifestó fríamente Elayne. Entonces reparó en que todavía sostenía la bandeja y se apresuró a soltarla en el suelo. Amathera ya parecía tener dificultad en ver más allá de estos trajes de sirvientas sin que también ayudara la dichosa bandeja. El rostro de Temaile estaba enrojecido; cuando volviera en sí tendría muchos moretones aunque, sin duda, menos de los que merecía. La heredera del trono habría querido que hubiera un modo de llevarse a Temaile, de someter al menos a una de ellas a la justicia de la Torre—. Hemos venido, corriendo un riesgo considerable, a sacaros de aquí. Entonces podréis recurrir al capitán de la Legión de la Panarch, a Andric y a su ejército para expulsar a estas mujeres. Tal vez tengamos la suerte de poder llevar a algunas ante la justicia, pero primero debemos poneros fuera de su alcance.

—No necesito a Andric —murmuró Amathera, y Elayne habría jurado que estuvo a punto de añadir «ahora»—. Hay soldados de mi Legión rodeando el palacio, lo sé. No me han dejado hablar con ninguno de ellos, pero, cuando me vean y oigan mi voz, harán lo que haya que hacer, ¿no? Las Aes Sedai no podéis utilizar el Poder Único para hacer daño… —No acabó la frase y miró, ceñuda, a la inconsciente Temaile—. Al menos no podéis utilizarlo como un arma, ¿cierto? Sé que es así.

Elayne se sorprendió a sí misma tejiendo finos flujos de Aire alrededor de cada una de las trenzas de Amathera, que se levantaron tiesas como cuerdecillas, y la necia mujer no tuvo más remedio que ponerse de puntillas y seguir hacia donde tiraban de ella. Elayne la hizo caminar así hasta que la tuvo justo delante de ella, los oscuros ojos desorbitados e indignados.

—Vais a escucharme, Panarch Amathera de Tarabon —empezó con un timbre gélido—. Si tratáis de salir caminando para llegar hasta vuestros soldados como si no ocurriera nada, lo más probable es que las compinches de Temaile os apresen y os pongan en sus manos de nuevo atada como un paquete. Lo que es peor, descubrirán que mis compañeras y yo estamos aquí, y eso es algo que no puedo permitir. Vamos a salir con todo sigilo y, si no accedéis a ello, os pondré una mordaza y os dejaré al lado de Temaile para que os encuentren sus amigas. —Tenía que haber un modo de llevarse también a la hermana Negra—. ¿Me habéis entendido?

Amathera asintió levemente, hasta donde se lo permitían las trenzas tirantes. Egeanin hizo un ruido aprobador.

Elayne soltó los flujos, y los talones de la mujer bajaron de nuevo sobre la alfombra.

—Veamos si encontramos algo que podáis poneros que nos sirva para escabullirnos sin llamar la atención.

Amathera volvió a asentir, pero su boca tenía ahora un gesto resentido. Elayne confió en que a Nynaeve las cosas no le estuvieran resultando tan complicadas.


Nynaeve entró en la gran sala de exposición, con su multitud de finas columnas, moviendo el plumero; sin duda a esta colección había que limpiarle el polvo continuamente y nadie repararía en una mujer ocupada en una tarea rutinaria. Miró en derredor, y sus ojos se sintieron atraídos hacia el esqueleto de un animal que parecía un caballo de largas patas con un cuello que situaba el cráneo a seis metros del suelo. La vasta cámara parecía desierta.

De todos modos, alguien podía entrar en ella en cualquier momento, como por ejemplo las criadas que se ocuparan de su limpieza o Liandrin y todas sus compinches dedicadas a la búsqueda. Sosteniendo el plumero de manera manifiesta por si acaso, se dirigió presurosa hacia el pedestal de piedra blanca en que se exhibía el collar y los brazaletes negros. No se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración hasta que soltó el aire al ver que el objeto seguía allí. El mostrador con los costados de cristal en el que estaba el cuendillar se encontraba bastantes metros más adelante, pero lo primero era lo primero.

Pasó por encima del cordón de seda blanco y tocó el ancho y articulado collar. Sufrimiento. Angustia. Aflicción. Las sensaciones la atenazaron; el deseo de llorar resultaba abrumador. ¿Qué clase de objeto podía absorber todo aquel dolor? Retiró la mano y contempló con ira el negro metal. Creado para controlar a un hombre capaz de encauzar. Liandrin y sus hermanas Negras dispuestas a utilizarlo para dominar a Rand, convertirlo a la Sombra, obligarlo a servir al Oscuro. Alguien de su pueblo controlado y utilizado por unas Aes Sedai. Del Ajah Negro, pero tan Aes Sedai como Moraine, con sus maquinaciones. «¡Estoy pensando como un asqueroso seanchan y es culpa de Egeanin!»

La incongruencia de esta última idea se abrió paso en su mente y entonces comprendió que se estaba encolerizando deliberadamente, lo bastante para encauzar. Abrazó la Fuente Verdadera y el Poder la llenó. En ese momento, una criada con el emblema del árbol y la hoja trifoliada en el hombro entró en la sala de columnas.

Temblando por el ansia de encauzar, Nynaeve esperó e incluso levantó el plumero con el que limpió el collar y los brazaletes. La sirvienta echó a andar por las pálidas baldosas; se marcharía dentro de un momento y entonces ella podría… ¿Qué? Coger el objeto y guardárselo en un bolsillo, pero…

¿Acaso se marcharía la criada? «¿Por qué he pensado que se iría en lugar de quedarse para limpiar?» Miró de reojo a la mujer que se dirigía hacia ella. Claro. No lo había pensado porque no llevaba escoba ni bayeta ni plumero ni siquiera un trapo. «Sea lo que sea a lo que ha venido, no puedo entretenerme mu…»

De repente vio el rostro de la mujer con claridad. Enérgicamente atractivo, enmarcado por oscuras trenzas, sonriendo casi amistosamente, pero sin prestarle realmente atención. Y, desde luego, sin denotar el menor atisbo de amenaza. No era el mismo semblante, pero sabía quién era.

Antes de pensarlo, atacó tejiendo un flujo de Aire duro como un martillo para aplastar aquella cara. En un instante el brillo del saidar envolvió a la mujer, sus rasgos cambiaron —ahora los más regios en cierto modo y más orgullosos que recordaba de Moghedien; y también una expresión de sobresalto, sorprendida de no haber podido acercarse sin levantar sospechas—, y el flujo lanzado por Nynaeve fue hendido como con una afilada cuchilla. La joven se tambaleó con la sacudida del flujo, semejante a un látigo, y tan sólida como un golpe físico. La Renegada contraatacó con un complejo tejido de Energía entremezclada con Agua y Aire. Nynaeve ignoraba qué efecto tenía, pero trató de cortarlo como había visto hacer a la otra mujer, con un afilado tejido de Energía. Durante una fracción de segundo sintió amor, devoción, dedicación plena por la magnífica mujer que se dignaba permitirle…

El complejo tejido se dividió, y Moghedien sufrió una leve vacilación. Un leve resquicio de aquellas sensaciones permanecía en la mente de Nynaeve, como el recuerdo reciente de un deseo de obedecer, de complacer y arrastrarse ante ella, una repetición de lo ocurrido en su primer encuentro; la certeza avivó su cólera. El escudo, afilado como una cuchilla, que Egwene había utilizado para neutralizar a Amico Nagoyin cobró vida, más un arma que un escudo, y se descargó sobre Moghedien. Quedó detenido, un tejido de Energía forcejeando contra otro tejido de Energía, muy cerca de cortar el contacto de Moghedien con la Fuente de manera definitiva. De nuevo se produjo el contragolpe de la Renegada, golpeando como un hacha con el propósito de cortar el contacto de Nynaeve del mismo modo. Para siempre. Desesperadamente, la antigua Zahorí consiguió pararlo.

De pronto fue consciente de que bajo su ardiente ira estaba aterrorizada. Frenar el intento de la otra mujer para neutralizarla a la par que trataba de hacer lo mismo con ella requería de todo lo que tenía. El Poder ardió en su interior hasta tal punto que pensó que se consumiría en una llamarada; las rodillas le temblaban por el esfuerzo de mantenerse en pie. Y todo ello dirigido a esas dos cosas; ni siquiera podía retirar lo suficiente para encender una vela. El hacha de Energía de Moghedien cobraba y perdía consistencia alternativamente, pero tal cosa importaba poco si la mujer conseguía descargar el golpe; Nynaeve no veía diferencia en el resultado tanto si la neutralizaba o simplemente —¡simplemente!— le cortaba el contacto con la Fuente, dejándola así a su merced. El hacha de Energía rozó el canal por el que fluía el Poder desde la Fuente hacia su interior como un cuchillo suspendido sobre el cuello extendido de un pollo. La comparación no podía ser más acertada, y deseó no haberla imaginado. En lo más recóndito de su mente una vocecilla farfulló: «Oh, Luz, no se lo permitas. ¡No se lo permitas! ¡Por favor, Luz, eso no!»

Durante un instante consideró la posibilidad de renunciar a su intento de cortar el contacto de Moghedien —para empezar, tenía que esforzarse al máximo para mantenerlo afilado, como si los flujos se resistieran a conservar la agudeza—, interrumpirlo y emplear toda su fuerza en repeler el ataque de Moghedien, incluso cortarlo. Pero, si lo intentaba, la otra mujer ya no tendría que defenderse y estaría en condiciones de sumar esa fuerza a su propio ataque. Y era una de las Renegadas, no una simple hermana Negra; una mujer que había sido Aes Sedai en la Era de Leyenda, cuando los Aes Sedai estaban capacitados para llevar a cabo cosas que resultaban inimaginables en la actualidad. Si Moghedien descargaba toda su fuerza contra ella…

Si entonces hubiera entrado un hombre —o una mujer sin capacidad de encauzar— sólo habría visto a dos mujeres contemplándose fijamente por encima del cordón de seda blanco desde una distancia inferior a los tres metros. Dos mujeres observándose en medio de la vasta sala repleta de objetos extraños. No habrían visto nada que indicara que se sostenía un duelo; ni saltos ni estocadas como harían los hombres, nada roto ni aplastado, sólo dos mujeres plantadas de pie. Empero, era un duelo, y quizás a muerte. Contra una Renegada.

—Todo mi plan cuidadosamente maquinado echado a perder —dijo de manera repentina Moghedien, con un timbre colérico, los dedos crispados sobre la falda con tanta fuerza que los nudillos estaban blancos—. Como mínimo tendré que realizar un esfuerzo incalculable para lograr que todo vuelva a estar como antes, y quizá no sea posible. Oh, ten por seguro que te lo haré pagar muy caro, Nynaeve al’Meara. Éste había sido un escondite tan cómodo y acogedor, y esas ciegas mujeres que tienen a su alcance varios objetos muy útiles aunque no lo sepan… —Sacudió la cabeza y sus labios se tensaron dejando a la vista los dientes, como en un gruñido silencioso—. Creo que esta vez te llevaré conmigo. Ya sé en qué te usaré: como un escabel. Tendrás que ponerte a cuatro patas para que así monte a caballo apoyándome en tu espalda. O puede que te regale a Rahvin. Ése siempre devuelve los favores. Ahora tiene una bonita reina para divertirse, pero las mujeres hermosas fueron siempre la debilidad de Rahvin. Le gusta tener dos o tres o cuatro a la vez, haciendo antesala. ¿Te gustaría eso? ¿Pasar el resto de tu vida compitiendo por los favores de Rahvin? Oh, no dudes que querrías obtenerlos una vez que te haya puesto las manos encima; tiene sus pequeños trucos. Sí, creo que te entregaré a Rahvin.

La ira hinchió a Nynaeve. El sudor le resbalaba por la cara, y sus piernas temblaban como si fueran a fallarle en cualquier momento, pero la ira le dio fuerzas. Enfurecida, consiguió aproximar más su arma de Energía para cortar el canal que conectaba a Moghedien con la Fuente Verdadera antes de que la mujer volviera a frenarla.

—Así que has descubierto esta pequeña joya que hay a tu espalda. —Comentó Moghedien en un instante de precario equilibrio de fuerzas. Sorprendentemente, su voz sonaba casi coloquial—. Me pregunto cómo lo hiciste. No importa. ¿Viniste para llevártelo o tal vez para destruirlo? Esto es imposible, porque no es metal sino una variante de cuendillar. Ni siquiera el fuego compacto puede destruirlo. Y, si tu intención era utilizarlo, tiene… desventajas, digámoslo así. Si se pone el collar a un hombre que encauza, la mujer que lleve los brazaletes podrá obligarlo a hacer todo cuanto desee, cierto, pero eso no impedirá que pierda la razón, además de que es un canal con flujos dobles, en ambas direcciones, una especie de intercambio. Al final, el hombre empezará a ser capaz de controlarte a ti también, de modo que se acaba sosteniendo un pulso a todas horas. Aparte de que resulta muy desagradable cuando se ha vuelto loco. Naturalmente, se pueden pasar los brazaletes a otras, de modo que ninguna esté sometida a una exposición excesiva, pero ello significa confiar lo bastante en alguien para ponerlo en sus manos. Los hombres tienen una naturaleza tan violenta que resultan unas armas excelentes. También cabe la posibilidad de que cada brazalete lo lleve una mujer si hay alguna en la que confíes lo bastante; eso aminora de manera considerable la filtración contaminante, según tengo entendido, pero también merma el control aun en el caso de que las dos trabajéis perfectamente de acuerdo. Al final, os encontraréis peleando por controlarlo, cada una de vosotras necesitará que él os quite el brazalete tanto como él necesita que le quitéis el collar. —Ladeó la cabeza y enarcó una ceja con gesto interrogante—. Espero que comprendas adónde lleva esta línea de razonamiento: controlar a Lews Therin, o Rand al’Thor como ahora se llama, sería muy útil, pero ¿merece la pena el precio que hay que pagar? Ahora comprenderás por qué he dejado el collar y los brazaletes donde están.

Temblando para contener el Poder, para mantener tejidos los flujos, Nynaeve frunció el entrecejo. ¿Por qué le estaba contando todo esto la Renegada? ¿Pensaría que daba lo mismo que lo supiera puesto que iba a alzarse con la victoria? ¿Por qué de repente había cambiado la ira por la conversación? También había sudor en el rostro de Moghedien. Mucho, de hecho, empapando su ancha frente y deslizándose por sus mejillas.

De pronto, la verdad se abrió paso en la mente de Nynaeve: la voz de Moghedien no sonaba tensa por la ira, sino por el esfuerzo. No iba a descargar sobre ella toda su fuerza: ya lo había hecho. Estaba realizando un esfuerzo tan arduo como ella. Fue consciente de que estaba enfrentándose a una Renegada y no sólo no había acabado desplumada como un pollo para ir a la cazuela, sino que no había perdido una sola pluma. ¡Estaba combatiendo contra una Renegada, de tú a tú! ¡Lo que ahora intentaba Moghedien era distraerla, ganar tiempo mientras buscaba un resquicio en su resistencia antes de que su propia fuerza flaqueara! Ojalá supiera cómo hacer lo mismo, antes de que desapareciera la suya propia.

—¿Te preguntas cómo lo he descubierto? —continuó la mujer—. El collar y los brazaletes fueron construidos después de que me… En fin, no hablaremos de eso ahora. Una vez que estuve libre, lo primero que hice fue indagar sobre aquellos últimos días. Mejor dicho, últimos años. Existía mucha información fragmentada aquí y allí que no tenía sentido para quien no supiera por dónde empezar. La Era de Leyenda. Un nombre singular el que le disteis a mi época, pero ni en vuestros relatos más fantásticos se apunta la mitad siquiera de la realidad. Había vivido más de doscientos años cuando se produjo la Perforación y aún era joven según los cómputos de los Aes Sedai. Vuestras «leyendas» no son más que pálidas imitaciones de lo que podíamos llevar a cabo, ¿Por qué…?

Nynaeve había dejado de prestar oídos a la mujer. Un modo de distraerla. Aunque se le ocurriera algo que decirle, Moghedien estaría en guardia contra el método que ella misma estaba utilizando. No podía malgastar esfuerzo ni para tejer el más fino flujo, como le ocurría a… ¡Como le ocurría a Moghedien! Una mujer de la Era de Leyenda; una mujer muy acostumbrada a utilizar el Poder Único, habituada a hacer casi todo con el Poder antes de ser encerrada. Escondida desde que había quedado libre. ¿Hasta qué punto se había acostumbrado a hacer cosas sin el Poder?

Nynaeve dejó que sus rodillas se doblaran ligeramente, como si le fallaran las piernas, soltó el plumero y se agarró al pedestal blanco para sostenerse. No necesitaba disimular demasiado, para ser sincera.

Moghedien sonrió y adelantó otro paso.

—… viajar a otros mundos, incluso mundos en el firmamento. ¿Sabes que las estrellas son…? —Tan segura de sí misma, con esa sonrisa. Tan triunfal.

Nynaeve cogió el collar haciendo caso omiso de las abrumadoras sensaciones dolorosas que la atenazaron y lo lanzó con todas sus fuerzas en un solo movimiento.

La Renegada sólo tuvo tiempo de dar un respingo antes de que el ancho collarín negro la golpeara entre los ojos. No fue un impacto fuerte y, desde luego, no lo bastante para dejarla sin sentido, pero no lo esperaba. El control de Moghedien sobre el tejido de los fluidos vaciló, levemente, sólo un instante. Empero, el equilibrio entre ambas cambió. El escudo de Energía se deslizó entre Moghedien y la Fuente Verdadera, y el dorado halo que la envolvía desapareció.

Los ojos de la mujer se desorbitaron. Nynaeve esperaba que se abalanzara a su cuello; es lo que habría hecho ella. En cambio, Moghedien se remangó las faldas hasta las rodillas y echó a correr.

Sin necesidad de seguir defendiéndose, a Nynaeve apenas le costó un pequeño esfuerzo tejer Aire alrededor de la mujer que huía, y la Renegada se quedó paralizada instantáneamente, mientras daba un paso.

Nynaeve se apresuró a atar los flujos. Lo había conseguido. «Me he enfrentado a una Renegada y la he vencido», pensó con incredulidad. Contemplando a la mujer atada desde el cuello hasta los tobillos, petrificada como si fuera de piedra, incluso viéndola inclinada hacia adelante, apoyada sólo sobre un pie, no acababa de dar crédito a sus ojos. Al examinar lo que había hecho, comprobó que no había sido una victoria tan completa como habría deseado. El escudo había perdido su borde afilado antes de llegar a su destino, de manera que Moghedien estaba capturada y aislada, pero no neutralizada.

Procurando no correr, avanzó hasta ponerse frente a la otra mujer. Moghedien aún tenía un aspecto regio, pero de una reina muy asustada; se lamía los labios, y sus ojos miraban a uno y otro lado velozmente, con desesperación.

—Si… si me liberas, po… podríamos llegar a un a… acuerdo. Es mucho lo que p… puedo enseñarte… —balbució.

—Así que un escabel para subir al caballo, ¿no? —la interrumpió bruscamente Nynaeve a la par que tejía una mordaza de Aire que se ciñó a la boca de la mujer, obligándola a mantener muy abiertas las mandíbulas—. ¿No es eso lo que dijiste? Creo que es una idea excelente. Me gusta montar a caballo. —Le sonrió; la Renegada tenía los ojos tan desorbitados que parecían a punto de salirse de las órbitas.

¡Un escabel, desde luego! Una vez que Moghedien hubiera sido sometida a juicio en la Torre y neutralizada —no había otro castigo posible para una Renegada— seguramente se la pondría a trabajar en las cocinas, los jardines o los establos, excepto en las ocasiones en que sería exhibida para demostrar que ni siquiera una Renegada podía escapar a la justicia, y se le daría el mismo trato que a cualquier sirvienta aparte de tenerla vigilada. Pero no estaba de más dejar que pensara que era tan cruel como ella. Que lo pensara hasta que se la…

La boca de Nynaeve se crispó. Moghedien no iba a ser juzgada. No ahora, en cualquier caso. No a menos que encontrara el modo de sacarla del Palacio de la Panarch. La otra mujer creyó que el gesto crispado presagiaba algo malo para ella y las lágrimas manaron de sus ojos; movió la boca, intentando articular las palabras a pesar de la mordaza.

Asqueada consigo misma, Nynaeve regresó con pasos inseguros hacia donde estaba caído el collar y lo metió rápidamente en la bolsa que colgaba de su cinturón para que las oscuras emociones sólo la rozaran. Hizo lo mismo con los brazaletes, que transmitían las mismas sensaciones de dolor y sufrimiento. «Estaba dispuesta a atormentarla permitiendo que creyera que iba a hacerlo. Sin duda lo merece, pero no me corresponde a mí. No es mi modo de ser. ¿O sí? ¿Es que no soy mejor que Egeanin?»

Giró bruscamente sobre sus talones, furiosa por haberse planteado siquiera tal pregunta, y pasó junto a Moghedien en su camino hacia el mostrador de cristal. Tenía que haber algún modo de llevar a esta mujer a juicio.

Había siete figurillas en el mostrador. Siete, en lugar de seis, pero no el sello.

Por un instante sólo fue capaz de mirar fijamente; una de las figurillas, un extraño animal que semejaba un cerdo pero con un hocico largo y redondo y las pezuñas tan anchas como las gruesas patas, ocupaba el lugar del sello, en el centro del mostrador. De repente, estrechó los ojos. No estaba realmente allí; la figurilla estaba tejida de Aire y Fuego, con filamentos tan minúsculos que hacían que los hilos de una telaraña parecieran cables. Incluso concentrándose, le costaba trabajo percibirlos. Dudaba que Liandrin ni cualquiera de las otras hermanas Negras pudieran verlos. Un finísimo flujo de Aire, cortante y fugaz, cobró vida y el gordo animal desapareció, surgiendo a la vista el sello negro y blanco sobre el soporte lacado en rojo. Moghedien, la maestra del encubrimiento, lo había ocultado a plena vista. Un filamento de Fuego practicó un agujero en el cristal, derritiéndolo, y el sello también fue a parar a la bolsa, que ahora abultaba bastante y le tiraba del cinturón a causa del peso.

Dirigió una mirada ceñuda a la mujer inmovilizada sobre la punta de un pie e intentó discurrir algún modo de llevársela también. Pero a Moghedien no podía meterla en su bolsa, y estaba segura de que, aun en el caso de ser capaz de levantar en vilo a la mujer, hacerlo atraería muchas miradas. Con todo, mientras se encaminaba hacia una de las puertas de doble arco, no pudo evitar echar ojeadas hacia atrás a cada paso. Si hubiera alguna forma. Haciendo una última pausa, dirigió una mirada pesarosa desde el umbral y luego se volvió para salir de la sala.

La puerta se abría a un patio con una fuente llena de plantas acuáticas. Al otro lado de la fuente, una mujer esbelta, de piel cobriza, que llevaba un vestido tarabonés de tono cremoso que habría hecho enrojecer a Rendra, estaba levantando una vara negra, ahusada, de tres palmos de largo. Nynaeve reconoció a Jeane Caide y, sobre todo, reconoció la vara.

Desesperadamente se arrojó hacia un lado con tanta fuerza que se deslizó sobre las suaves baldosas blancas hasta que chocó contra una de las finas columnas, donde se frenó violentamente. Una barra de fuego tan gruesa como una pierna surcó el lugar en el que estaba de pie un momento antes; fue como si el aire se hubiera convertido en metal fundido y surcó todo el espacio a través de la inmensa sala de exposición; allí donde tocaba, las piezas se convertían en humo, los objetos de valor inestimable desaparecían como si jamás hubieran existido. Arrojando flujos de Fuego tras ella ciegamente, con la esperanza de alcanzar algo, cualquier cosa, en el patio, Nynaeve se internó en la sala gateando. A una altura de poco más de un metro, la barra incandescente se desplazó hacia los lados, abriendo un surco en ambas paredes; entre todo lo que encontró a su paso, mostradores, pedestales y esqueletos de animales se hicieron añicos y cayeron. Las columnas cortadas se estremecieron; algunas se desplomaron, pero lo que cayó bajo aquella terrible espada se desintegró antes de aplastar mostradores y pedestales. La mesa con los costados de cristal se vino abajo antes de que el incandescente haz desapareciera, dejando la imagen de una barra roja impresa en los ojos de Nynaeve; las figuras de cuendillar fueron las únicas que cayeron en una pieza bajo aquel rayo abrasador y rebotaron en el suelo.

Al parecer, Moghedien tenía razón: ni siquiera el fuego compacto podía destruir el cuendillar. La negra vara era uno de los ter’angreal robados; Nynaeve recordaba la advertencia añadida en la lista con una escritura firme: «Produce fuego compacto. Peligroso y casi imposible de controlar».

Moghedien parecía estar intentando gritar a través de la invisible mordaza, agitando la cabeza a uno y otro lado frenéticamente, debatiéndose contra las ataduras de Aire, pero Nynaeve no le dedicó más que una mirada de pasada. Tan pronto como el fuego compacto desapareció, se incorporó lo suficiente para atisbar hacia la parte posterior de la sala, a través de la brecha abierta a lo largo de la pared. Junto a la fuente, Jeane Caide se tambaleaba con una mano en la cabeza y la vara a punto de resbalar de entre los dedos de la otra. Sin embargo, antes de que Nynaeve tuviera oportunidad de arremeter contra ella, la mujer ya había aferrado de nuevo la vara ahusada con firmeza; el fuego compacto salió disparado de la punta y destruyó cuanto encontraba a su paso a través de la cámara.

Nynaeve se zambulló en el suelo y gateó todo lo deprisa que pudo en medio del estruendo de columnas y tabiques desplomándose. Jadeante, salió a un pasillo cuyas dos paredes habían sido atravesadas. Imposible saber hasta dónde había alcanzado el fuego compacto; tal vez a través de todo el palacio. Girándose sobre una alfombra sembrada de cascajo, se asomó cautelosamente por el borde del marco.

El fuego compacto había desaparecido de nuevo. El silencio reinaba en la destrozada sala de exposición, salvo cuando algún trozo de pared cedía y se desplomaba sobre el suelo lleno de cascotes. No había señal de Jeane Caide, aunque se había derrumbado un tramo de la pared del fondo lo bastante grande para ver el patio con la fuente. No tenía la menor intención de ir a comprobar si el ter’angreal había acabado con la mujer que lo había utilizado. Respiraba trabajosamente y los brazos y las piernas le temblaban de tal modo que se alegró de seguir tumbada en el suelo un momento más. Encauzar consumía energía al igual que realizar cualquier trabajo: cuanto más se utilizaba, más energía se gastaba; y cuanto más cansada se estaba, menos se podía encauzar. En este momento no estaba segura de ser capaz de enfrentarse a Jeane Caide aunque la domani estuviera debilitada.

Qué necia había sido. Combatiendo con Moghedien de aquel modo con el Poder, sin pensar que encauzar con tanta intensidad pondría en alerta a todas las hermanas Negras que estuvieran en palacio. Podía considerarse afortunada de que la domani no hubiera aparecido con el ter’angreal cuando todavía estaba enzarzada con la Renegada. Lo más probable era que las dos hubieran muerto antes de que supieran que Jeane estaba allí.

De repente miró ante sí con incredulidad. ¡Moghedien había desaparecido! El fuego compacto no había llegado a menos de tres metros de donde se encontraba, pero la Renegada ya no estaba allí. Imposible. La tenía rodeada con el escudo.

—¿Y cómo sé yo lo que es posible y lo que no? —rezongó—. También era imposible que derrotara a una Renegada y lo hice.

Seguía sin ver a Jeane Caide. Se incorporó y corrió deprisa hacia el punto de encuentro acordado con sus compañeras. Si Elayne no había topado con problemas, todavía podían salir de allí a salvo.

Загрузка...