53 El precio de una despedida

Sólo tres velas y dos lamparillas alumbraban la sala principal de la Posada del Manantial, ya que tanto las primeras como el aceite escaseaban. Las lanzas y otras armas se habían retirado de las paredes; el barril que contenía viejas espadas se hallaba vacío. Las lámparas estaban encima de dos mesas que se habían juntado frente a la alta chimenea de piedra, donde Marin al’Vere, Daise Congar y otras componentes del Círculo de Mujeres estaban repasando las listas de las escasas reservas de víveres que quedaban en Campo de Emond. Perrin intentaba no escuchar.

En otra mesa, Faile se entretenía afilando uno de sus cuchillos haciendo un monótono siseo al pasar la piedra de amolar por la hoja. Sobre el tablero, delante de la joven, había un arco, y de su cintura colgaba una aljaba repleta de flechas. Al final había resultado que era una arquera bastante aceptable, pero Perrin confiaba en que la joven no descubriera nunca que ese arco era de un chiquillo; Faile no podría tensar un arco largo de Dos Ríos hecho para un hombre, aunque no quisiera admitirlo.

Desplazando un poco el hacha a fin de que no se le hincara en el costado, trató de centrarse de nuevo en lo que estaba discutiendo con los hombres que había con él alrededor de la mesa. No todos ellos tenían puesta la atención donde deberían.

—Ellas tienen lámparas —rezongaba Cenn—, y nosotros tenemos que conformarnos con velas de sebo. —El sarmentoso viejo dirigió una mirada resentida al par de bujías metidas en candelabros de bronce.

—Déjalo ya, Cenn —pidió, cansado, Tam mientras sacaba la pipa y la bolsa de tabaco que llevaba metidas debajo del talabarte—. Por una vez, deja de chinchar.

—Si necesitamos leer o escribir —intervino Abell en un tono menos paciente que sus palabras—, tendremos lámparas. —Llevaba un vendaje sobre la frente.

Como para recordar al techador que él era el alcalde, Bran se colocó bien el medallón plateado con una balanza que colgaba sobre su amplio tórax.

—Ocúpate del asunto que tenemos entre manos, Cenn. No pienso consentir en que hagas perder el tiempo a Perrin con tus historias.

—Sólo dije que deberíamos tener lámparas —protestó Cenn—. Perrin puede decirme si le hago perder el tiempo.

El joven suspiró; la noche intentaba cerrarle los párpados. Deseó que fuera otro quien representara al Consejo del Pueblo, como Haral Luhhan o Jon Thane o Samel Crawe o cualquiera menos Cenn, con sus quejas. Claro que, en ocasiones, querría que uno de estos hombres se volviera hacia él y le dijera: «Éstos son asuntos del alcalde y el Consejo, jovencito. Vuélvete a la forja y ya te diremos lo que tienes que hacer». En lugar de eso, se preocupaban por no hacerle perder tiempo, respetuosos con él. Tiempo. ¿Cuántos ataques habían tenido en los siete días transcurridos desde el primero? Ya había perdido la cuenta.

El vendaje en la frente de Abell lo irritaba. Ahora las Aes Sedai sólo Curaban las heridas más graves; si un hombre podía ir tirando, que aguantara. Tampoco es que hubiera habido muchas heridas graves hasta ahora; pero, como Verin comentaba irónicamente, hasta las fuerzas de una Aes Sedai tenían un límite. Por lo visto, el truco de las piedras de las catapultas desgastaba tanta energía como la Curación. Por una vez, Perrin no quería que le recordaran los límites de la fuerza de una Aes Sedai. Pocos malheridos. Todavía.

—¿Cómo andamos de flechas? —preguntó. Eso era sobre lo que se suponía tenía que estar pensando.

—Bastante bien —respondió Tam, que prendió la pipa con una de las velas—. Todavía podemos recuperar la mayoría de las que disparamos, por lo menos cuando hay luz del día. Los trollocs se llevan a la rastra montones de cadáveres de los suyos durante la noche (carne para llenar las ollas, imagino) y ésas las perdemos.

Los otros hombres también estaban sacando sus pipas de bolsitas o bolsillos de las chaquetas; Cenn masculló algo sobre que había olvidado la bolsa de tabaco. Rezongando, Bran le pasó la suya y, al inclinarse, la calva coronilla le brilló con la luz de la vela.

Perrin se frotó los ojos. ¿Qué se suponía que tenía que preguntar a continuación? Ah, sí, las estacadas. Ahora se combatía en las estacadas en casi todos los ataques, sobre todo de noche. ¿Cuántas veces habían estado los trollocs a punto de saltar las defensas? ¿Tres? ¿Cuatro?

—¿Tiene todo el mundo una lanza o algún tipo de pica ahora? ¿Qué nos queda para hacer más? —El silencio le respondió y el joven bajó la mano. Todos tenían los ojos fijos en él.

—Ya preguntaste lo mismo ayer —dijo suavemente Abell—. Y Haral te contestó que no quedaba una sola horca o guadaña en todo el pueblo que no se hubiera utilizado para hacer un arma. En realidad, tenemos más armas que manos para empuñarlas.

—Sí, por supuesto. Se me había olvidado. —Un fragmento de la conversación sostenida por el Círculo de Mujeres captó su atención:

—… no hay que dejar que se enteren los hombres —decía en voz queda Marin, como si repitiera una advertencia hecha otras veces.

—Por supuesto que no —resopló Daise, aunque en un tono igualmente bajo—. Si los muy necios se enteran de que las mujeres estamos a media ración, insistirán en comer la misma cantidad, y no podemos…

Perrin cerró los párpados e intentó cerrar los oídos. Por supuesto. Los hombres combatían. Los hombres tenían que conservar las fuerzas. Simple. Al menos, ninguna mujer tenía que luchar todavía. Excepto las dos Aiel, claro está, y Faile, pero la joven era lo bastante lista para quedarse en segundo plano cuando llegaba el momento de arremeter con las lanzas entre las estacas de las barricadas. Tal era el motivo de que él hubiera buscado ese arco para ella. Tenía el corazón de una tigresa y más coraje que dos hombres juntos.

—Creo que es hora de que te vayas a la cama, Perrin —sugirió Bran—. No puedes seguir así, durmiendo a ratos, una hora aquí y otra allí.

El joven se rascó la barba enérgicamente e intentó dar la impresión de estar alerta y despejado.

—Dormiré después. —Cuando hubiera terminado todo—. ¿Los hombres están durmiendo suficiente? He visto a algunos sentados cuando tendrían que…

La puerta principal se abrió violentamente y entró el delgaducho Dannil Lewin, con el arco en la mano y muy agitado. Llevaba una de las espadas del barril colgada a la cadera; Tam había estado impartiendo clases cuando tenía tiempo, y a veces uno de los Guardianes también dedicaba un rato a ello.

Antes de que Dannil tuviera oportunidad de abrir la boca, Daise espetó:

—¿Qué modales son ésos, Dannil Lewin? ¿Es que te has criado en una cuadra?

—Desde luego, podrías tratar mi puerta con más cuidado. —Marin repartió su intencionada mirada entre el delgaducho joven y Daise, como recordándole a la otra mujer que, al fin y a la postre, la puerta era suya.

Dannil agachó la cabeza y carraspeó.

—Os pido disculpas, señora al’Vere —se apresuró a decir—. Perdonad, Zahorí. Lamento haber irrumpido así, pero traigo un mensaje para Perrin. —Se dirigió, presuroso, hacia la mesa ocupada por los hombres, como si temiera que las mujeres volvieran a detenerlo con más reproches—. Los Capas Blancas han traído a un hombre que quiere hablar contigo, Perrin. Dice que no hablará con nadie más. Está malherido, y lo han dejado a la entrada del pueblo. No creo que pudiera llegar hasta la posada.

Perrin se obligó a levantarse.

—Ya voy. —Por lo menos, no se trataba de otro ataque. Por la noche eran peores.

Faile cogió su arco y se reunió con él antes de que llegara a la puerta. Y Aram se puso de pie, vacilante, de un rincón en sombras al pie de la escalera. Estaba siempre tan callado que a veces Perrin olvidaba que el joven estaba allí. Tenía una pinta rara con esa espada colgada a la espalda sobre la sucia chaqueta de rayas amarillas, tan propia de un gitano, con los ojos brillantes, sin parpadear, y el semblante carente de expresión. Ni Raen ni Ila habían dirigido la palabra a su nieto desde el día en que cogió aquella espada. Y tampoco a Perrin.

—Si vas a venir, adelante —instó, y Aram se plantó detrás de él. Lo seguía como un sabueso siempre que no estuviera incordiando a Tam, Ihvon o Tomás para que le enseñaran a manejar la espada. Era como si hubiera reemplazado a su familia y a su pueblo con Perrin. Éste habría preferido no cargar con esa responsabilidad, pero las cosas eran como eran.

La luna derramaba su luz sobre los tejados de bálago. En pocas casas se veía más de una luz encendida. El silencio reinaba en el pueblo. Alrededor de unos treinta Compañeros montaban guardia fuera de la posada con sus arcos, y todos los que habían podido encontrar una, también llevaban espada; todo el mundo había adoptado ese nombre, y Perrin se encontró utilizándolo también con gran disgusto por su parte. La razón de los guardias apostados en la posada o allí donde estuviera Perrin se encontraba en el Prado, que ya no estaba lleno de ovejas y vacas. Las fogatas brillaban por encima del manantial, más allá de donde se alzaba ese estúpido estandarte con la cabeza de lobo que ahora coleaba fláccido; las lumbres, con su resplandor, parecían charcos de luz en medio de la oscuridad, rodeados de pálidas capas en las que se reflejaba la luz de la luna.

Nadie había querido acoger en casa a los Capas Blancas; todas las viviendas estaban ya bastante abarrotadas, y, de todos modos, Bornhald no deseaba separar a sus hombres. El oficial parecía pensar que el pueblo se volvería contra él y sus soldados en cualquier momento; si seguían a Perrin, entonces tenían que ser Amigos Siniestros. Ni siquiera los ojos del joven alcanzaban a distinguir los rostros alrededor de las fogatas, pero le pareció sentir la mirada fija de Bornhald, resentida, al acecho.

Dannil ordenó a diez Compañeros que escoltaran a Perrin, todos ellos hombres jóvenes que tendrían que haber estado divirtiéndose y pasándolo bien, pero que ahora estaban listos para velar por su seguridad, con los arcos prestos. Aram no se unió a los jóvenes a los que Dannil dirigía por la oscura calle de tierra; él estaba con Perrin y con nadie más. Faile caminaba al lado del joven, los oscuros ojos relucientes a la luz de la luna, escudriñando los alrededores como si ella fuera su única protección.

Allí donde el Antiguo Camino entraba en Campo de Emond, las carretas que cerraban el acceso habían sido retiradas para dejar pasar a la patrulla de Capas Blancas, veinte hombres equipados con lanzas y armaduras, montados en corceles tan inquietos como sus jinetes. En la noche destacaban claramente a los ojos de cualquiera, y la mayoría de los trollocs veía en la oscuridad tan bien como el propio Perrin, pero los Capas Blancas insistían en sus patrullas. A veces sus reconocimientos por los alrededores habían servido para advertir a tiempo de los ataques y quizá su hostigamiento tenía a los trollocs algo desconcertados. Empero, no habría estado mal que él supiera qué se traían entre manos antes de que estuviera hecho.

Un puñado de aldeanos y granjeros, equipados con piezas de armaduras y unos cuantos yelmos herrumbrosos, se apiñaba alrededor de un hombre vestido como un campesino que yacía en el camino. Se apartaron para dejarles paso a Faile y a él, y Perrin se agachó sobre una rodilla junto al hombre.

El olor a sangre era muy fuerte y el sudor brillaba en el rostro del herido, iluminado por la luna. Una flecha trolloc, con el astil tan grueso como un pulgar y apariencia de una pequeña lanza, estaba alojada en el pecho del hombre.

—Perrin… Ojos Dorados —balbució con voz ronca y respirando trabajosamente—. He… de… llegar… hasta… Perrin… Ojos Dorados.

—¿Alguien ha ido a llamar a una de las Aes Sedai? —demandó el joven mientras incorporaba al herido con el mayor de los cuidados, sosteniéndole la cabeza sobre su brazo. No prestó atención a la respuesta; dudaba que el herido aguantara hasta que llegara una Aes Sedai—. Soy Perrin.

—¿Ojos Dorados? No… te veo… bien. —Sus ojos desorbitados miraban con expresión extraviada el rostro del joven; si hubiera visto algo, por poco que fuera, el hombre tendría que haber advertido sus ojos, que brillaban amarillos en la oscuridad.

—Soy Perrin Ojos Dorados —respondió de mala gana.

El hombre lo agarró por el cuello de la camisa y tiró hacía sí con sorprendente fuerza.

—Ya… venimos. Me enviaron… para decírtelo. Estamos… en cami… —Su cabeza cayó hacia atrás, ahora con la mirada fija en la nada.

—Que la Luz acoja su alma —musitó Faile mientras se colgaba el arco al hombro.

Al cabo de un momento Perrin soltó los dedos crispados del hombre que permanecían aferrados a su camisa.

—¿Alguien lo conoce? —Los vecinos de Dos Ríos se miraron entre sí y sacudieron la cabeza. Perrin alzó la vista hacia los Capas Blancas montados—. ¿Dijo algo más mientras lo traíais hacia aquí? ¿Dónde lo encontrasteis?

Jaret Byar lo contempló fijamente desde lo alto del caballo; con su rostro descarnado y los ojos hundidos era la viva imagen de la muerte. Los otros Capas Blancas miraron hacia otra parte, pero Byar se empeñaba en buscar los ojos amarillos de Perrin en todo momento, especialmente de noche, cuando brillaban. El oficial masculló algo entre dientes —Perrin oyó «Engendro de la Sombra»— y taconeó los costillares de su montura. La patrulla entró en el pueblo a medio galope, tan ansiosa de alejarse de Perrin como de los trollocs. Aram los siguió con la mirada, los ojos inexpresivos, con una mano sobre el hombro para rozar con las puntas de los dedos la empuñadura de la espada.

—Dijeron que lo encontraron a cinco o seis kilómetros al sur. —Dannil vaciló antes de añadir—: También dijeron que los trollocs están desperdigados en pequeños grupos, Perrin. Quizá se han dado por vencidos finalmente.

Perrin soltó al forastero en el suelo. «Ya venimos».

—Mantened la vigilancia. Tal vez alguna familia que todavía siguiera en su granja por fin haya decidido venir al pueblo. —Dudaba mucho que nadie hubiera podido sobrevivir en el campo durante tanto tiempo, pero cabía la posibilidad—. Tened cuidado no vayáis a disparar contra nadie por error. —Se tambaleó ligeramente al incorporarse y Faile le puso una mano en el brazo.

—Deberías estar en la cama, Perrin. Tienes que dormir algo.

El joven sólo la miró. Tendría que haberla hecho quedarse en Tear. De un modo u otro. Si lo hubiera pensado bien, habría encontrado la manera.

Uno de los corredores, un chiquillo de pelo rizoso que apenas le llegaba al pecho, se abrió paso entre los hombres de Dos Ríos y tiró a Perrin de la manga. El joven no lo conocía; había muchas familias granjeras.

—Algo se mueve en el Bosque del Oeste, lord Perrin. Me enviaron para advertiros.

—No me llames así —dijo Perrin secamente. Si no paraba a los chicos, los Compañeros empezarían a usarlo también—. Ve y diles que voy hacia allí.

El chico se alejó corriendo.

—A donde tienes que ir es a la cama —insistió firmemente Faile—. Tomás está capacitado para ocuparse de cualquier ataque.

—No es ningún ataque o en caso contrario el muchacho lo habría dicho y alguien estaría soplando la corneta de Cenn.

La joven se colgó de su brazo y trató de conducirlo hacia la posada, de modo que Perrin la llevó a rastras cuando echó a andar en dirección contraria. Tras unos minutos de fútiles intentos, Faile se dio por vencida y simuló que únicamente iba agarrada de su brazo. Sin embargo, rezongó entre dientes. Todavía pensaba que hablaba en voz tan baja que él no podía escucharla. Empezó con «majadero», «cabezota» y «músculos sin cerebro», pero los improperios fueron subiendo de tono. Formaban una curiosa procesión: Faile dirigiéndole invectivas, Aram pegado a sus talones y los diez Compañeros rodeándolo como una guardia de honor. Si no hubiera estado tan cansado, se habría sentido como un completo idiota.

Había centinelas apostados en pequeños grupos a lo largo de la estacada, vigilando en la noche, cada uno con un chico mensajero. En el extremo occidental del pueblo todos los hombres que montaban guardia se habían reunido en la parte interior de la barricada, toqueteando con nerviosismo las lanzas y los arcos mientras escudriñaban en dirección al Bosque del Oeste. A pesar de la luz de la luna, la fronda tenía que ser un manto de negrura para sus ojos.

La capa de Tomás hacía que partes de su cuerpo dieran la sensación de desvanecerse en la noche. Bain y Chiad estaban con él; por alguna razón, las dos Doncellas se habían apostado todas las noches a este extremo de Campo de Emond desde que Loial y Gaul se habían marchado.

—No te habría molestado —dijo el Guardián a Perrin—, pero parece que sólo hay uno ahí fuera, y pensé que a lo mejor tú podías…

Perrin asintió. Todos estaban enterados de su agudeza visual, sobre todo en la oscuridad. Las gentes de Dos Ríos parecían considerarlo algo especial, algo que lo señalaba como un estúpido héroe. No tenía la menor idea de lo que pensaban de ello los Guardianes o las Aes Sedai, y esta noche estaba demasiado cansado para que le importara. Siete días ¿y cuántos ataques?

El lindero del Bosque del Oeste se encontraba a unos quinientos pasos. Incluso para sus agudos ojos, los árboles sólo eran una línea en medio de sombras. Algo se movió; algo lo bastante grande para ser un trolloc, una corpulenta figura que iba cargada con… El bulto levantó un brazo. Un humano. Una alta sombra transportando a un humano.

—¡No dispararemos! —gritó. Quería reír; de hecho, se dio cuenta de que se estaba riendo—. ¡Adelante! ¡Ven aquí, Loial!

La borrosa figura empezó a acercarse a una velocidad superior a la carrera de cualquier humano y enseguida se concretó en el Ogier que trotaba rápidamente con Gaul cargado a cuestas.

Los hombres de Dos Ríos lanzaron gritos de ánimo, como si se tratara de una carrera de competición.

—¡Corre, Ogier! ¡Rápido, rápido!

A lo mejor sí que era una carrera; más de un ataque había venido de esa fronda.

A corta distancia de la estacada, Loial se frenó en seco; apenas había espacio para sus gruesas piernas para cruzarla de costado. Cuando llegó al otro lado de la estacada, soltó al Aiel en el suelo y él se dejó caer. Jadeando, recostó la espalda contra el seto, con las copetudas orejas hundidas en un gesto de agotamiento. Gaul brincó a pata coja hasta que también se sentó, y Bain y Chiad se ocuparon, afanosas, en examinar su muslo izquierdo, donde los calzones estaban desgarrados y oscurecidos con sangre seca. Sólo le quedaban dos lanzas y la aljaba estaba completamente vacía. También el hacha de Loial había desaparecido.

—Necio Ogier —rió, afectuoso, Perrin—. Mira que marcharte así. Debería dejar que Daise Congar te azotara por desertor. Al menos estás vivo. Y has regresado. —Su voz perdió fuerza al decir esto último. Estaba vivo y de vuelta en Campo de Emond.

—Lo hicimos, Perrin —jadeó Loial en un retumbo agotado—. Hace cuatro días cerramos la puerta a los Atajos. Harán falta los Mayores o las Aes Sedai para volver a abrirla.

—Me llevó cargado casi todo el trecho desde las montañas —dijo Gaul—. Un Jinete de la Noche y unos cincuenta trollocs nos persiguieron durante los tres primeros días, pero Loial los dejó atrás. —Mientras hablaba trataba de apartar a las Doncellas pero sin mucho éxito.

—Estáte quieto, Shaarad —espetó Chiad—, o alegaré haberte tocado estando armado y tendrás que escoger el modo de restaurar tu honor. —Faile soltó una risa complacida. Perrin no lo comprendió, pero el comentario acabó con la resistencia del imperturbable Aiel, que se deshizo en disculpas y balbuceos y dejó que las Doncellas se ocuparan de su pierna herida.

—¿Te encuentras bien, Loial? —preguntó Perrin—. ¿Estás herido?

El Ogier se incorporó con evidente esfuerzo y durante un instante se tambaleó como si fuera un árbol a punto de caer. Sus orejas seguían colgando fláccidas.

—No, no estoy herido, Perrin, sólo cansado. No te preocupes por mí. Llevo mucho tiempo fuera del stedding y las visitas no son suficientes. —Sacudió la cabeza como si estuviera desvariando y su ancha mano cubrió por completo el hombro de Perrin—. Me sentiré mucho mejor después de dormir un rato. —Bajó la voz, hasta donde un Ogier podía hacerlo, lo que significaba una especie de sonoro zumbido de abejorro—. Las cosas están muy mal ahí fuera, Perrin. Fuimos detrás de las últimas bandas montaña abajo la mayor parte del camino. Cerramos la puerta, pero me temo que debe de haber miles de trollocs en Dos Ríos y quizás unos cincuenta Myrddraal.

—Ni mucho menos —anunció Luc en voz alta. Había llegado a galope procedente del Camino del Norte. Sofrenó su negro corcel en seco y el semental se levantó sobre los cuartos traseros y piafó—. Sin duda eres experto en cantar a los árboles, Ogier, pero luchar contra trollocs es completamente distinto. Calculo que ahora quedan menos de un millar, una fuerza considerable, desde luego, pero nada que estas sólidas defensas y estos valerosos hombres no puedan mantener a raya. Ahí tienes otro trofeo, lord Perrin Ojos Dorados. —Riendo, lanzó un abultado saco de tela hacia el joven. La parte inferior brillaba con una oscura humedad a la luz de la luna.

Perrin lo cogió en el aire y lo arrojó a una considerable distancia por encima de la estacada a pesar de su peso. Cuatro o cinco cabezas de trollocs, sin duda, y quizás alguna de Myrddraal. El noble traía sus trofeos todas las noches, al parecer sin perder la esperanza de que los exhibieran para que todo el mundo pudiera verlos. Un puñado de Coplin y Congar le habían dado una fiesta la noche que llegó con un par de cabezas de Fados.

—¿Tampoco yo sé nada sobre combatir? —demandó Gaul mientras se incorporaba con esfuerzo—. Yo afirmo que hay varios miles.

Los dientes de Luc relucieron blancos al sonreír.

—¿Cuántos días has pasado en la Llaga, Aiel? Yo he estado muchos. —Tal vez era más una mueca agresiva que una sonrisa—. Muchos. Puedes creer lo que quieras, Ojos Dorados. El interminable discurrir de los días traerá lo que traiga, como siempre lo ha hecho. —Tiró de las riendas haciendo que el semental se levantara sobre las patas traseras para dar media vuelta y se alejó galopando entre las casas y los árboles que antaño habían sido la linde del Bosque del Oeste. Los hombres de Dos Ríos rebulleron con inquietud y lo siguieron con la mirada mientras se perdía en la noche.

—Está equivocado —dijo Loial—. Gaul y yo vimos lo que vimos. —Las comisuras de la boca caídas, las cejas colgando sobre las mejillas, todo su semblante era fiel reflejo del agotamiento que sentía. No era de extrañar si había cargado con Gaul durante tres o cuatro días.

—Has hecho mucho, Loial —manifestó Perrin—. Tú y Gaul, los dos. Algo muy importante. Me temo que tu dormitorio está abarrotado con media docena de gitanos ahora, pero la señora al’Vere te preparará un jergón. Es hora de que disfrutes de ese descanso que tanto necesitas.

—Y lo mismo reza para ti, Perrin Aybara. —Algunas nubes que se desplazaban rápidamente en el cielo proyectaron sombras sobre la prominente nariz y los marcados pómulos de Faile. Era tan hermosa… Pero su voz era tan firme como la de un oficial—. Si no te acuestas ahora mismo, haré que Loial te lleve a rastras. Casi no te tienes en pie.

Gaul estaba teniendo problemas para caminar con su pierna herida, y Bain lo sujetaba por un lado; el Aiel intentó impedir que Chiad lo agarrara por el otro, pero la Doncella masculló algo como «gai’shain» en tono amenazador que provocó la risa de Bain, y el Aiel dejó que las dos lo ayudaran aunque empezó a farfullar furiosamente para sí. Fuera cual fuera la baza que jugaba a favor de las Doncellas, lo cierto es que tenía a Gaul en un brete. Tomás palmeó a Perrin en el hombro.

—Vete, hombre —dijo—. Todo el mundo necesita dormir. —Él parecía estar en bastante buena forma como para aguantar otros tres días sin ello.

Perrin asintió y dejó que Faile lo condujera hacia la Posada del Manantial seguidos por Loial, los Aiel, Aram, y Dannil y los diez Compañeros rodeándolos. No supo cuándo se quedaron atrás los demás, pero en cierto momento Faile y él se encontraron solos en su cuarto del segundo piso de la posada.

—Hay familias enteras que tienen que arreglarse con una habitación como ésta —rezongó. Una vela ardía sobre la repisa de piedra del pequeño hogar. Otros se arreglaban sin bujías, pero Marin encendía ésta tan pronto como oscurecía para que así nadie lo molestara—. Puedo dormir fuera con Dannil, Ban y los otros.

—No seas tonto —dijo Faile de manera que sonó afectuosa—. Si Alanna y Verin tienen una habitación para cada una, lo lógico es que tú la tengas también.

El joven advirtió entonces que le había quitado la chaqueta y que empezaba a desatar las cintas de la camisa.

—No estoy tan cansado como para no poder desnudarme yo mismo. —La empujó suavemente hacia el pasillo.

—Quítate toda la ropa —ordenó ella—. Toda. ¿Me has oído? No se puede dormir como es debido estando vestido como tú pareces creer.

—Lo haré —prometió. Cuando por fin consiguió cerrar la puerta, se quitó las botas antes de apagar la vela de un soplido y tenderse en la cama. A Marin no le gustaría que manchara la colcha con el calzado sucio.

Miles, según Gaul y Loial. Empero, ¿cuánto podían haber visto ocultándose en su camino a las montañas y huyendo a todo correr en el de vuelta? Tal vez un millar como mucho, de acuerdo con el cálculo de Luc, pero Perrin era incapaz de confiar en el noble por muchos trofeos que trajera. Desperdigados, según los Capas Blancas. ¿A qué distancia podían aproximarse con aquellas armaduras brillantes y albas capas que destacaban en la oscuridad como linternas?

Tal vez había un modo de descubrirlo por sí mismo. Había evitado el sueño de lobos desde su última visita; el deseo de dar caza al tal Verdugo surgía impetuoso dentro de él cada vez que pensaba en regresar allí, y su deber y responsabilidad se encontraban aquí, en Campo de Emond. Ahora, sin embargo… El sueño se apoderó de él cuando aún seguía planteándoselo.


Se encontraba en el Prado bañado por el sol crepuscular; algunas nubes se deslizaban veloces por el cielo. No había ovejas ni reses alrededor del alto astil donde el estandarte con la cabeza de lobo flameaba impulsado por una suave brisa, si bien un moscardón pasó zumbando delante de su cara. Tampoco había gente entre las casas techadas con bálago. Unas pequeñas pilas de leña seca colocadas sobre cenizas señalaban las fogatas de los Capas Blancas; en el sueño de lobos rara vez había visto algo quemándose, sólo lo que estaba preparado para ser prendido o lo que ya había ardido. Ni un solo cuervo en el cielo.

Mientras escudriñaba en derredor buscando a las aves, un trozo del cielo se oscureció y se convirtió en una ventana a otro lugar. Egwene estaba en medio de una multitud de mujeres, con una expresión de miedo en los ojos; lentamente, las mujeres se arrodillaron a su alrededor. Una de ellas era Nynaeve, y también le pareció ver el cabello rubio rojizo de Elayne. Aquella ventana desapareció y fue reemplazada por otra. Mat estaba desnudo y atado, mostrando los dientes en un gruñido; tenía los brazos hacia atrás, doblados por los codos alrededor del astil negro de una extraña lanza que tenía cruzada contra la espalda, y un medallón plateado, con la cabeza de un zorro, colgaba sobre su pecho. Mat desapareció y fue reemplazado por Rand. O, al menos, a Perrin le pareció que era él. Iba vestido con harapos y una burda capa, y un vendaje le cubría los ojos. También desapareció esta tercera ventana y el cielo volvió a ser sólo cielo, excepto por las nubes.

Perrin se estremeció. Estas visiones del sueño de lobos nunca parecían tener relación con nada conocido. Tal vez aquí, donde las cosas podían cambiar con tanta facilidad, la preocupación por sus amigos se concretaba en imágenes. Fuera lo que fuera, estaba perdiendo el tiempo angustiándose por ellas.

No lo sorprendió descubrir que llevaba un largo chaleco de cuero propio de los herreros, sin camisa; pero, cuando se llevó la mano al cinturón, se encontró con el martillo, no con el hacha. Se concentró en la larga hoja en forma de media luna y en el grueso pincho que la equilibraba. Era lo que necesitaba; el martillo cambió lentamente, como resistiéndose, pero cuando el hacha apareció colgada finalmente de la fuerte presilla de cuero, el metal continuó centelleando amenazadoramente. ¿Por qué se le resistía con tanto empeño? Sabía lo que quería. En la otra cadera apareció una aljaba repleta, y un arco largo en su mano; en el antebrazo izquierdo se materializó un brazal de cuero.

Tres zancadas que convirtieron el paisaje en una borrosa mancha lo llevaron donde supuestamente se alzaban los campamentos más próximos de los trollocs, a unos cinco kilómetros del pueblo. La última trancada lo situó en medio de una docena, más o menos, de altos montones de leña apilada sobre viejas cenizas, en un campo de cebada pisoteada, los troncos mezclándose con sillas rotas, patas de mesa e incluso una puerta. Grandes calderos de hierro negro se hallaban preparados para ser colgados encima de las lumbres. Calderos vacíos, naturalmente, aunque Perrin sabía qué se trocearía para llenarlos y qué se ensartaría en los gruesos espetones tendidos sobre algunas fogatas. ¿A cuántos trollocs alimentarían estos calderos? No había tiendas y las mantas que aparecían desperdigadas por doquier, sucias y apestando al sudor rancio de las bestias, no facilitaban ninguna pista, ya que muchos trollocs dormían como animales, tumbados en el suelo sin taparse o incluso excavando un hoyo en el que meterse.

En zancadas más pequeñas que únicamente cubrían setenta u ochenta metros cada una y en las que el entorno sólo quedaba algo borroso, rodeó Campo de Emond, de granja en granja, de pastizal a campo de cebada y de tabaco, a través de dispersos sotos, a lo largo de caminos de carretas y veredas, encontrando siempre más y más agrupamientos de fogatas listas para ser encendidas a medida que ampliaba los círculos en una espiral creciente. Demasiadas. Centenares de hogueras. Eso sólo podía significar varios millares de trollocs. Cinco mil o diez mil o veinte mil, tanto daba, ya que para Campo de Emond no suponía gran diferencia si todos atacaban a la vez.

Más al sur las señales de trollocs desaparecían; al menos, señales de su inmediata presencia. Pocas granjas y establos se habían salvado del fuego. Donde antes crecía cebada o tabaco ahora sólo quedaban rastrojos calcinados; en otros, los cultivos aplastados, pisoteados, se marchitaban. Sin más razón que el gusto por destruir; hacía mucho tiempo que la gente había huido cuando se destruyó la mayor parte. En cierto momento, se plantó en medio de grandes montones de ceniza; en algunas ruedas de carromato todavía quedaban atisbos de vivos colores aquí y allí. La contemplación del lugar donde se había llevado a cabo la destrucción de la caravana de los Tuatha’an lo afectó incluso más que lo de las granjas. La Filosofía de la Hoja debería tener una oportunidad de ser. En alguna parte. Pero no aquí. Obligándose a no mirar, saltó hacia el sur un par de kilómetros.

Finalmente llegó a Deven Ride: hileras de casas techadas con bálago alrededor de un prado y un estanque alimentado por un manantial rodeado con piedras, el agua rebosando por los canales de desagüe que el tiempo había hecho más profundos de lo que eran originalmente. La posada que se alzaba junto al prado, El Ganso y la Flauta, también tenía el techo de bálago si bien era un poco más grande que la Posada del Manantial, a pesar de que Deven Ride debía de tener aun menos visitantes que Campo de Emond. Desde luego, el pueblo no era mayor. Carros y carretas colocados junto a las casas hablaban de granjeros que habían huido aquí con sus familias. Más carros cerraban las calles y los huecos entre las casas todo en derredor del perímetro de la aldea. Esas precauciones habrían sido insuficientes para contener un solo ataque de los sufridos por Campo de Emond en los últimos siete días.

En una espiral de tres vueltas alrededor de la aldea, Perrin encontró únicamente media docena de campamentos trollocs. Los suficientes para mantener a la gente dentro del pueblo, inmovilizarla hasta que se hubieran encargado de Campo de Emond. Después los trollocs caerían sobre Deven Ride a capricho de los Fados. A lo mejor discurría algún modo de avisar a estos campesinos; si huían hacia el sur, cabía la posibilidad de que hallaran un paso por el que cruzar el Río Blanco. Incluso intentar cruzar el salvaje Bosque de las Sombras, más abajo del río, era mejor que quedarse esperando la muerte.

El dorado sol no se había movido ni un centímetro. Aquí, el tiempo transcurría de un modo diferente.

Corrió hacia el norte lo más deprisa que pudo y pasó Campo de Emond convertido en un manchón de colores. Encaramada en el redondo promontorio, Colina del Vigía, al igual que Deven Ride, tenía cegados los huecos entre las casas con carros y carretas. Un estandarte ondeaba perezosamente con la brisa en lo alto del astil que había frente al Jabalí Blanco, en la cima del otero: una roja águila volando, sobre campo azul. El Águila Roja había sido el emblema de Manetheren; tal vez Alanna o Verin habían narrado viejos relatos durante su estancia en Colina del Vigía.

También aquí encontró pocos campamentos trollocs, los suficientes para tener encerrados a los aldeanos. En esta población era más sencillo encontrar una salida que intentar cruzar el Blanco, con sus interminables trechos de rápidos.

Siguió corriendo hacia el norte, hacia Embarcadero de Taren, a la orilla del Tarendrelle, al que siempre había llamado río Taren. Las casas eran altas y estrechas, construidas sobre elevados cimientos de piedra para evitar los desbordamientos anuales del Taren, cuando se producía el deshielo en las Montañas de la Niebla. Casi la mitad de aquellos altos cimientos sostenían sólo montones de ceniza y vigas carbonizadas bajo la inalterable luz crepuscular. Aquí no había carretas ni señales de defensas. Ni campamentos trollocs. Quizá no quedaba nadie en este pueblo.

Al borde del agua había un sólido muelle de madera, del que partía una gruesa soga que pendía en un arco a través de la caudalosa corriente. La cuerda pasaba a través de unos aros de hierro de una barcaza plana, atracada junto al muelle. El transbordador continuaba allí, todavía utilizable.

Un salto lo transportó a través del río, donde los surcos de ruedas marcaban la orilla y había enseres desperdigados: sillas, espejos de pie, arcones e incluso unas cuantas mesas y un armario con pájaros tallados en las puertas; todas las cosas que los aterrados vecinos habían intentado salvar y que después habían abandonado para huir más deprisa. Estarían propagando la noticia de lo que estaba ocurriendo aquí, en Dos Ríos. A estas alturas algunos habrían llegado a Baerlon, unos ciento sesenta kilómetros más al norte, así como a los pueblos y aldeas existentes entre Baerlon y el río. La noticia propagándose. En otro mes llegaría hasta Caemlyn y a oídos de la reina Morgase y su Guardia Real y su poder para reunir ejércitos. Un mes, con suerte. Y otro tanto para venir hasta aquí, una vez que Morgase se convenciera de que era verdad. Demasiado tarde para Campo de Emond. Puede que para todo Dos Ríos.

Aun así, no tenía sentido que los trollocs hubieran dejado escapar a nadie. O, al menos, los Myrddraal; los trollocs no veían más allá del momento presente. Habría apostado a que la primera tarea de los Fados habría sido destruir el transbordador. No podían tener la certeza de que en Baerlon no hubiera soldados suficientes para venir contra ellos.

Se agachó para recoger una muñeca con la cara de madera pintada, y una flecha pasó zumbando sobre su cabeza, donde un momento antes estaba su torso.

Incorporándose, remontó de un salto el empinado bancal y se desplazó un centenar de metros hacia el interior del bosque, y allí se agazapó debajo de un roble; a su alrededor, el suelo de la fronda estaba cubierto de matorrales y árboles derribados por las crecidas y tapizados por las plantas trepadoras.

Verdugo. Perrin tenía una flecha encajada en el arco, y se preguntó si la habría sacado de la aljaba o simplemente la había hecho aparecer con un pensamiento. Verdugo.

A punto de dar un nuevo salto, se detuvo. Verdugo sabría aproximadamente su ubicación; él había seguido la borrosa forma del hombre con bastante facilidad; aquella especie de relámpago de colores era claramente visible si uno se quedaba parado en un sitio. Ya eran dos las ocasiones en las que había seguido el juego al otro y casi había perdido. Esta vez dejaría que Verdugo jugara solo. Esperó.

Unos cuervos sobrevolaron las copas de los árboles, buscando y comunicándose con graznidos. Ni el menor movimiento que lo delatara; ni un pestañeo. Únicamente se movían sus ojos, escudriñando el bosque a su alrededor. Una bocanada de aire errabunda le trajo un olor frío, humano pero sin serlo, y sonrió. Empero, no se oía ningún ruido salvo los cuervos; el tal Verdugo era bueno acechando. Pero él no estaba acostumbrado a que nadie le diera caza. ¿Qué más habría pasado por alto Verdugo además de los olores? Seguramente no esperaba que él se hubiera quedado en el mismo sitio donde lo había llevado el salto. Los animales huían del cazador; incluso los lobos huían.

Un atisbo de movimiento y, por un fugaz instante, apareció un rostro por encima de un pino caído, a unos cincuenta pasos. La luz oblicua lo iluminó claramente. Cabello oscuro y ojos azules; un rostro anguloso, de rasgos duros, como cincelados, que recordaban poderosamente los de Lan. Salvo porque en ese fugaz instante Verdugo se lamió los labios dos veces; tenía la frente arrugada y sus ojos escudriñaban rápidamente de aquí a allí, con nerviosismo. Lan no habría exteriorizado preocupación aunque se hubiera encontrado solo contra un millar de trollocs. Sólo un momento, y la cara desapareció de nuevo. Los cuervos volaban en círculo sobre los árboles, como si compartieran la inquietud de Verdugo, temerosos de descender por debajo de las copas.

Perrin esperó y vigiló, inmóvil. Silencio. Sólo el frío olor le ratificaba que no se encontraba solo con los cuervos.

El rostro de Verdugo volvió a aparecer, asomándose alrededor del grueso tronco de un roble, a su izquierda. Treinta pasos. Los robles no dejaban crecer nada a su alrededor, excepto unas pocas setas y plantas débiles que brotaban en el humus de la hojarasca acumulada debajo de sus ramas. Lentamente, el hombre salió a descubierto, sin que sus botas hicieran el más leve ruido.

En un solo movimiento, Perrin apuntó y disparó. Los cuervos graznaron con alarma y Verdugo giró velozmente sobre sus talones, de modo que la flecha se clavó en su pecho, pero no a través del corazón. El hombre aulló, aferrando el astil con las dos manos; una lluvia de plumas negras empezó a caer cuando los cuervos batieron frenéticamente las alas. Y Verdugo se desvaneció, él y su grito a la vez, haciéndose tenue, traslúcido, hasta desaparecer del todo. Los graznidos de los cuervos cesaron bruscamente, como cortados por un cuchillo; la flecha que había traspasado al hombre cayó al suelo. También los cuervos desaparecieron.

Con una segunda flecha aprestada y a medio disparar, Perrin soltó lentamente el aire y aflojó la cuerda tensa del arco. ¿Así era como uno moría aquí? ¿Desvaneciéndose, simplemente, para siempre?

—Por lo menos he acabado con él —murmuró. Y se había dejado llevar, desviándose de su propósito. Verdugo no era parte del motivo por el que había venido al sueño de lobos. Al menos los lobos estarían a salvo ahora. Los lobos y puede que otros.

Salió del sueño…


… y despertó contemplando el techo, con la camisa pegada al cuerpo por el sudor. La luz de la luna penetraba a través de las ventanas. Se oía el sonido de violines tocando en alguna parte del pueblo una canción gitana. No luchaban, pero habían encontrado el modo de ayudar levantando el ánimo a la gente.

Perrin se sentó lentamente y se calzó las botas en la penumbra. ¿Cómo hacer lo que debía hacer? Sería difícil. Tenía que ser astuto. Lo malo es que no estaba seguro de que hubiera sido astuto alguna vez en su vida. Se puso de pie y pateó para que las botas le entraran del todo.

Unos gritos en el exterior y el trapaleo de unos cascos alejándose lo llevaron rápidamente hacia la ventana más próxima y abrió las hojas. Los Compañeros se arremolinaban abajo, en la calle.

—¿Qué pasa ahí?

Treinta rostros se alzaron hacia él.

—Era lord Luc, lord Perrin —gritó Ban al’Seen—. Estuvo a punto de arrollar a Wil y a Tell. Creo que ni siquiera los vio. Iba doblado sobre la silla, como si estuviera herido, y azuzando a ese semental suyo como si en ello le fuera la vida, lord Perrin.

Perrin se tiró de la barba. Luc no estaba herido cuando lo habían visto antes. Luc… ¿y Verdugo? Imposible. El hombre de cabello oscuro al que llamaba Verdugo podía pasar por hermano de Lan; por el contrario, si Luc, con su rojizo cabello, guardaba algún parecido con alguien era con Rand. Los dos hombres no podían ser más distintos. Y, sin embargo… Ese olor frío. No olían igual, pero ambos tenían un olor helado, apenas humano. A sus oídos llegaron los ruidos de carros apartándose en el arranque del Antiguo Camino, y gritos metiendo prisa. Aunque Ban y los Compañeros corrieran no alcanzarían ya al hombre. El ruido del galope tendido se perdió hacia el sur.

—Ban —llamó—, si Luc vuelve a aparecer, quiero que sea detenido y puesto bajo la vigilancia en ese mismo momento. —Hizo una pausa antes de añadir—: ¡Y no me llames eso! —Tras lo cual cerró la ventana con un golpazo.

Luc y Verdugo; Verdugo y Luc. ¿Cómo podían ser el mismo? Imposible. Aunque, mirándolo bien, menos de dos años atrás él no creía en trollocs y Fados. Ya tendría tiempo de preocuparse de ello si alguna vez le ponía las manos encima a ese tipo. Ahora tenía que ocuparse de Colina del Vigía y Deven Ride y… Todavía se podía salvar a algunos. No tenía que morir todo el mundo en Dos Ríos.

De camino a la sala principal, hizo una pausa en lo alto de la escalera. Aram se levantó del último peldaño, observándolo, esperando para seguirlo dondequiera que fuera. Gaul yacía sobre un jergón cerca de la chimenea, con un ancho vendaje alrededor del muslo izquierdo, aparentemente dormido. Faile y las dos Doncellas estaban sentadas en el suelo con las piernas cruzadas, cerca de él, hablando en voz baja. Había otro jergón mucho más grande tendido al otro extremo de la habitación, pero Loial estaba sentado en un banco, con las piernas estiradas para que le cupieran debajo de la mesa, casi doblado sobre el tablero y garabateando con frenesí a la luz de una vela. Sin duda estaba poniendo por escrito lo que había ocurrido en el viaje para cerrar la puerta a los Atajos. Y, si Perrin conocía al Ogier, éste daría todo el crédito a Gaul, como si el Aiel lo hubiera hecho todo. Por lo visto Loial no creía que nada de lo que hacía él pudiera calificarse de valeroso ni que mereciera la pena escribirlo. Aparte de ellos, no había nadie más en la sala. Todavía se oía la música de violines; le pareció reconocer la canción. Ahora no era una tonada gitana, sino Mi amor es una rosa silvestre.

Faile alzó la vista hacia Perrin cuando el joven bajó el primer escalón y se levantó garbosamente para ir a su encuentro. Aram volvió a sentarse en su sitio cuando Perrin no hizo intención de ir hacia la puerta.

—Tienes la camisa húmeda —apuntó Faile con tono acusador—. Has dormido con ella puesta, ¿verdad? Y no me extrañaría que ni siquiera te hubieras quitado las botas. No hace ni una hora que te dejé en el cuarto, así que ya estás subiendo otra vez y te vuelves a acostar antes de que te desplomes.

—¿Viste marcharse a Luc? —preguntó. La joven apretó la boca, pero a veces no hacerle caso era la única salida, porque se las ingeniaba muy bien para salir victoriosa cuando discutía con ella.

—Hace unos minutos pasó corriendo por aquí y salió disparado por la puerta de la cocina —dijo Faile finalmente, pero su tono dejaba muy claro que todavía no había terminado con él y con el asunto de la cama.

—¿Parecía estar herido?

—Sí —respondió lentamente—. Daba traspiés y se aferraba algo en el pecho, debajo de la chaqueta. Quizás un vendaje. La señora Congar está en la cocina, pero por lo que oí faltó poco para que la arrollara. ¿Cómo lo sabes?

—Lo soñé. —Los rasgados ojos de la muchacha relucieron con un brillo peligroso. ¿En qué estaba pensando? Ella sabía lo del sueño de lobos, y no podía esperar que se lo explicara estando presentes Bain y Chiad, por no mencionar a Aram y a Loial. Bueno, seguramente el Ogier no se enteraría; estaba tan absorto en sus apuntes que ni siquiera se habría dado cuenta si hubiera entrado un rebaño de ovejas en la sala—. ¿Cómo está Gaul?

—La señora Congar le dio algo para que durmiera y le puso un emplasto en la pierna. Cuando las Aes Sedai se despierten por la mañana, alguna de las dos lo Curará, si es que lo consideran grave.

—Ven y siéntate aquí, Faile. Quiero que hagas algo por mí. —La joven lo observó con desconfianza, pero dejó que la condujera hasta una silla. Cuando se hubieron sentado, Perrin se inclinó sobre la mesa y procuró darle a su voz un timbre serio, pero no apremiante; esto último, por ningún concepto—. Quiero que lleves un mensaje a Caemlyn de mi parte. De paso, puedes informar a Colina del Vigía de cómo es la situación aquí. De hecho, lo mejor sería que cruzaran el Taren hasta que todo haya acabado. —Sí, aquello sonaba convenientemente despreocupado, como un comentario añadido sin pensar—. Quiero que le pidas a la reina Morgase que nos envíe algunos soldados de su Guardia Real. Sé que lo que te estoy pidiendo es peligroso, pero Bain y Chiad te ayudarán a llegar a Embarcadero de Taren a salvo, y el trasbordador sigue allí.

Chiad se incorporó y lo miró con ansiedad. ¿Por qué estaba la Aiel nerviosa?

—No tendrás que abandonarlo —le dijo Faile a la Doncella.

Al cabo de un momento, la Aiel asintió y volvió a sentarse junto a Gaul. ¿Chiad y Gaul? ¡Pero si eran enemigos encarnizados! Esta noche nada tenía sentido.

—Hay un largo trecho hasta Caemlyn —continuó quedamente Faile. Tenía los ojos clavados en los de él, pero su rostro estaba tan impasible que habría pasado por una talla de madera—. Semanas de viaje a caballo, además del tiempo que tarde en llegar hasta Morgase y luego convencerla. Después, varias semanas más para regresar con la Guardia Real.

—Podemos resistir fácilmente durante ese tiempo —respondió. «Así me abrase la Luz si no soy capaz de mentir tan bien como Mat»—. Luc tenía razón. No debe de haber más de un millar de trollocs ahí fuera. El sueño, ¿comprendes? —Ella asintió. Por fin había entendido—. Podemos aguantar aquí durante bastante tiempo, pero entre tanto esas bestias estarán incendiando cosechas y haciendo sólo la Luz sabe qué. Necesitaremos a la Guardia Real para librarnos de ellos definitivamente, y tú eres la persona idónea para hablar con una reina siendo prima de una y todo lo demás. Faile, sé que lo que te pido es peligroso… —No tanto como quedarse—, pero una vez que hayas llegado al trasbordador, tendrás expedito el camino.

No oyó que Loial se acercaba hasta que el Ogier dejó el libro de anotaciones delante de Faile.

—No he podido evitar escucharos, Faile. Si vas a Caemlyn, ¿te importaría llevarte esto? Me gustaría que lo dejaras a buen recaudo hasta que me sea posible ir a recogerlo. —Acomodando las páginas casi con ternura, añadió—: En Caemlyn imprimen muchos buenos libros. Discúlpame por haberos interrumpido, Perrin. —Pero sus enormes ojos estaban fijos en la joven, no en él—. Faile es un nombre que te va como anillo al dedo. Deberías volar libre, como un halcón. —Dio unas palmaditas a Perrin en el hombro y murmuró en un ronco retumbo—: Debe volar libre —y después se dirigió al jergón, donde se tumbó de cara a la pared.

—Está muy cansado —arguyó Perrin procurando que las palabras del Ogier parecieran un simple comentario. ¡Ese tonto podía estropearlo todo!—. Si partes esta noche, estarás en Colina del Vigía al romper el alba. Tendrás que virar hacia el este; allí hay menos trollocs. Esto es muy importante para mí… Para Campo de Emond, quiero decir. ¿Lo harás?

Faile lo miró intensamente, en silencio, durante tanto tiempo que el joven se preguntó si no pensaba contestarle. Sus ojos chispeaban. Entonces se incorporó y se sentó en sus rodillas a la par que le acariciaba la barba.

—Le hace falta un corte. Me gustas con barba, pero no quiero que te llegue hasta el pecho. —Faltó poco para que Perrin abriera la boca de par en par. Faile tenía la costumbre de cambiar de tema, pero casi siempre lo hacía cuando la discusión empezaba a decantarse a favor de él. Los dedos de la joven se crisparon entre su barba; sacudió la cabeza como si estuviera discutiendo para sus adentros consigo misma.

»Iré —dijo finalmente—, pero con una condición. ¿Por qué me lo tienes que poner siempre tan difícil? En Saldaea no habría sido yo quien lo pidiera. Mi precio es… Una boda. Quiero casarme contigo —terminó con apuro.

—Y yo contigo. —Sonrió—. Podemos pronunciar la promesa de matrimonio ante el Círculo de Mujeres esta noche, pero me temo que las nupcias tendrán que esperar un año. Cuando regreses de Caemlyn… —Faltó poco para que le arrancara un puñado de pelos de la barba.

—¡Te convertirás en mi esposo esta noche o no me marcharé hasta que lo seas! —manifestó en un timbre bajo y fiero.

—Si hubiera algún modo, lo haría —protestó él—. Daise Congar me partiría la cabeza si pretendiera ir contra las costumbres. Por el amor de la Luz, Faile, tú ve a llevar el mensaje y me casaré contigo el primer día que sea posible. —Lo haría. Si es que llegaba ese día.

De repente, Faile parecía estar pendiente de su barba, acariciándola, sin mirarlo a los ojos. Empezó a hablar lentamente, pero después fue cogiendo velocidad como un caballo desbocado:

—Yo… Bueno, hice una pequeña mención… De pasada, claro, no sé cómo salió la conversación… Sólo mencioné a la señora al’Vere cómo hemos estado viajando juntos y me dijo, y la señora Congar estuvo de acuerdo con ella… ¡No pienses que he estado hablando con todo el mundo! En fin, dijo que probablemente nosotros… seguramente podíamos considerarnos comprometidos según vuestras costumbres, y que el año es sólo para que la pareja esté segura de que realmente se lleva bien… Cosa que ocurre con nosotros, como todo el mundo puede ver, y… En fin, que aquí estoy, actuando con el atrevimiento de una descarada domani cualquiera o una de esas impúdicas tearianas… Si vuelves a pensar una sola vez en Berelain… Oh, Luz, estoy farfullando como una idiota y tú ni siquiera…

La interrumpió besándola con toda la intensidad que le dictaba el corazón.

—¿Quieres casarte conmigo? —pidió, falto de aliento, cuando retiró los labios de los suyos—. ¿Esta noche?

Debía de haberla besado mejor de lo que pensaba, ya que tuvo que repetir su petición seis veces mientras ella reía como una chiquilla, pegada contra su cuello y requiriéndole que volviera a decirlo, hasta que pareció entenderlo.

Y así fue como, antes de que transcurriera media hora, se encontraba arrodillado junto a ella en la sala principal, delante de Daise Congar y Marin al’Vere, Alsbet Luhhan y Neysa Ayellan, y todas las componentes del Círculo de Mujeres. Habían despertado a Loial para que, junto con Aram, actuaran como sus testigos, en tanto que Bain y Chiad eran las de Faile. No había flores para ponerles en el cabello, pero Bain, guiada por Marin, anudó una larga cinta roja de esponsales alrededor del cuello del joven, y Loial entrelazó otra en el cabello de Faile con sorprendente destreza y suavidad a pesar de sus descomunales dedos. A Perrin le temblaban las manos cuando tomó entre ellas las de Faile.

—Yo, Perrin Aybara, juro amarte, Faile Bashere, mientras aliente en mí un soplo de vida. —«Mientras viva y aun después»—. Todo cuanto poseo en este mundo, te lo entrego. —«Un caballo, un hacha, un arco. Y un martillo. Muy poco como regalo para una novia. Te doy mi vida, mi amor. Es todo lo que tengo»—. Te acompañaré y te guardaré, te confortaré y te cuidaré, te protegeré y te ampararé durante todos los días de mi vida. —«No puedo guardarte junto a mí; lo único que puedo hacer para protegerte es alejarte de mí»—. Soy tuyo, por siempre y para siempre.

Al finalizar, sus manos temblaban visiblemente. Faile cambió la postura de las manos para coger las de él entre las suyas.

—Yo, Zarina Bashere… —Eso fue una sorpresa; ella odiaba ese nombre—, juro amarte, Perrin Aybara…

En ningún momento sus manos acusaron el más leve temblor.

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