2 — LOS PANES Y LOS PECES

Se llamaba Tolly Mune, pero le habían llamado montones de cosas.

Quienes entraban por primera vez en su dominio utilizaban su título con cierta deferencia. Había sido Maestre de Puerto durante más de cuarenta años y antes de eso había sido Ayudante del Maestre de Puerto, un puesto exótico y pintoresco, en la gran comunidad orbita! conocida oficialmente como el Puerto de S’uthlam. En el planeta, ese cargo era sólo otra casilla más, dentro de los organigramas burocráticos, pero en su órbita el Maestre de Puerto era a la vez el juez, el jefe ejecutivo, el alcalde, el legislador, el jefe de mecánicos, el árbitro y el jefe de policía, todo en uno. Por lo tanto, se referían a ella como la M. P.

El Puerto había empezado siendo pequeño y había ido creciendo a lo largo de los siglos, a medida que la población en aumento de S’uthlam convertía el planeta en un mercado de importancia cada vez mayor y una encrucijada clave en la red del comercio interestelar dentro del sector. En el centro del puerto se hallaba la estación, un asteroide hueco de unos dieciséis kilómetros de diámetro, con sus zonas de estacionamiento, talleres, dormitorios, laboratorios y comercios. Seis estaciones la habían precedido, cada una mayor que la anterior y cada una envejecida y finalmente superada por el paso del tiempo. La más antigua había sido construida hacía tres siglos, no era más grande que una nave espacial de tamaño medio y estaba unida a la Casa de la Araña como un grueso brote metálico emergiendo de una patata de piedra.

El nombre que recibía ahora era el de Casa de la Araña ya que se encontraba en el centro de una intrincada telaraña de metal plateado que resplandecía en la oscuridad del espacio. Irradiando de la estación en todas direcciones había dieciséis grandes ejes: el más nuevo tenía cuatro kilómetros de largo y aún estaba en construcción. Siete de los originales (el octavo había sido destruido en una explosión) extendían sus doce muelles como afiladas cuchillas en el espacio. Dentro de los grandes tubos estaba la industria del Puerto: almacenes, factorías, astilleros, aduanas y centros de embarque, además de todas las instalaciones de carga, descarga y reparaciones concebibles para todos los tipos de naves espaciales conocidas en el sector. Largos trenes neumáticos corrían por el centro de los tubos, transportando carga y pasajeros de una puerta a otra así como a la ruidosa y abarrotada conexión de la Casa de la Araña ya los ascensores que había bajo ella.

De esos tubos brotaban otros de menos tamaño; y de ellos, otros aún menores que se entre cruzaban a través del vacío, uniéndolo todo en una retícula cuya complejidad iba aumentando, de año en año, a medida que se le iban haciendo más y más adiciones.

Y entre las hebras de esa telaraña se encontraban las moscas: lanzaderas que aterrizaban y despegaban de la superficie de S’uthlam, con cargas demasiado grandes o volátiles para los ascensores; naves mineras que traían mineral o hielo de los Abismos; cargueros con alimentos de los asteroides granjeros terraformados, situados más al interior del sistema, a los que se conocía colectivamente como la Despensa. Y todo tipo de tráfico interestelar, desde los lujosos cruceros de placer de las Transcorp hasta los mercantes que procedían de mundos tan cercanos como Vandeen o tan lejanos como Caissa y Newholme, pasando por las flotas mercantes de Kimdiss, las naves de combate de Bastión y Ciudadela e incluso las naves alienígenas de los Hruun Libres, los Raheemai, los Getsoides y otras especies todavía más extrañas. Todos acudían al Puerto de S’uthlam y todos eran bienvenidos a él.


Quienes vivían en la Casa de la Araña, los que trabajaban en los bares y restaurantes, los encargados de transportar las cargas, de venderlas y comprarlas así como de reparar y proveer de combustible a las naves, se llamaban a sí mismos, honoríficamente, hiladores. Para ellos y para las moscas que iban allí, con la frecuencia suficiente como para ser consideradas habituales, Tolly Mune era Mamá Araña: irascible, mal hablada y normalmente malhumorada, aterradoramente competente, ubicua e indestructible, tan grande como una fuerza de la naturaleza y dos veces peor que ella. Algunos de ellos, los que se habían atravesado en su camino cuando no debían hacerlo o los que se habían ganado su odio, no la apreciaban ni pizca y, para ellos, la Maestre de Puerto era la Viuda de Acero.

Era una mujer de huesos grandes y buena musculatura, no demasiado atractiva y tan delgada como cualquier s’uthlamés auténtico, pero al mismo tiempo tan alta {casi dos metros) y tan corpulenta {esas espaldas…) que en la superficie habían llegado a considerarla casi como un fenómeno de circo. Su rostro estaba tan surcado de arrugas como un viejo y confortable asiento de cuero desgastado por el tiempo. Tenía cuarenta y tres años locales, lo que se aproximaba a los noventa años estándar, pero no parecía haber cumplido ni una hora más de los sesenta, lo cual atribuía a una vida entera en órbita. «La gravedad es lo que te envejece», decía siempre. Con la excepción de algunos balnearios de lujo, los hospitales y los hoteles para turistas situados en la Casa de la Araña, así como los grandes cruceros que poseían rejillas gravitatorias, el Puerto giraba en una eterna carencia de peso y la caída libre era el ámbito natural de Tolly Mune.

Tenía el cabello de un color gris acerado y cuando trabajaba se lo recogía en un apretado moño. Pero cuando estaba libre lo dejaba fluir tras ella como la cola de un cometa, agitándose a cada uno de sus movimientos. y se movía mucho. Su cuerpo, grande, enjuto, desgarbado y huesudo era tan firme como grácil. Podía nadar a través de los radios de la telaraña y los corredores, estancias y parques de la Casa de la Araña con la fluidez de un tiburón en el agua, agitando sus largos brazos y sus piernas, delgadas pero musculosas, en un continuo tocar y empujar que la llevaban siempre adonde quería. Nunca llevaba calzado y sus pies eran casi tan hábiles como sus manos.

Incluso en el espacio, allí donde los más veteranos hiladores llevaban trajes incómodos y se movían torpemente a lo largo de sus cables de seguridad, Tolly Mune escogía siempre la movilidad y los dermotrajes ajustados al cuerpo. La protección que éstos ofrecían contra las radiaciones duras de S’ulstar era mínima, pero Tolly parecía encontrar un orgullo enfermizo en el azul oscuro de su piel y cada mañana tragaba píldoras anticancerígenas a puñados para no tener que someterse a la lenta y poco ágil seguridad. Una vez se hallaba bajo la brillante negrura enmarcada por la telaraña era la señora de todo. Llevaba propulsores de aire en la muñeca y en el tobillo y no había nadie más experto que ella en su manejo. Volaba libremente de una mosca a otra, haciendo una comprobación aquí y una visita allá, asistiendo a todas las reuniones, supervisando el trabajo, dando la bienvenida a las moscas más importantes, contratando, despidiendo y, en general, resolviendo cualquier tipo de problema que pudiera presentarse.

Una vez en el centro de su telaraña, la Maestre de Puerto, Tolly Mune, Mamá Araña, la Viuda de Acero, era todo aquello que siempre había deseado ser.

No había tarea alguna que pudiera resistírsele y estaba orgullosa de cómo había utilizado las cartas que se le repartieron en el juego de la vida.

Durante uno de los ciclos nocturnos, la despertó de su profundo sueño el zumbido de llamada del comunicador. Era su Ayudante.

—Será mejor que se trate de algo condenadamente importante —dijo, clavando su dura mirada en la imagen de la videopantalla.

—Será mejor que vayas al Control —le respondió él. —¿Por qué?

—Se acerca una mosca —dijo—. Una mosca grande. Tolly Mune frunció el ceño.

—No te habrías atrevido a despertarme por una tontería. Suéltalo.

—Una mosca realmente muy grande —recalcó él—. Tienes que verlo. Es la mosca más condenadamente enorme que he visto jamás. Mamá, no estoy bromeando, esta cosa debe tener unos treinta k as de largo.

—Infierno, infierno —dijo ella en el último momento carente de complicaciones de toda su vida: aún no había conocido a Haviland Tuf.

Se tragó un puñado de píldoras anticancerígenas, de un vivo color azulado, haciéndolas pasar con un buen sorbo de cerveza, y estudió la holoimagen que se alzaba ante ella.

—Una nave realmente grande —dijo en tono despreocupado—. ¿Qué diablos es?

—El Arca es una sembradora de bioguerra del Cuerpo de Ingeniería Ecológica —replicó Haviland Tuf.

—¿El CIE? —dijo ella—. ¿En serio? —¿Debo repetir mis palabras, Maestre de Puerto Mune? —¿El Cuerpo de Ingeniería Ecológica del viejo Imperio Federal… ahora? —le preguntó ella—. ¿El que tenía su base en Prometeo? ¿Los especialistas en clonación y bioguerra, los que podían fabricar todo tipo de catástrofes ecológicas a medida? —Mientras pronunciaba esas palabras estudiaba atentamente el rostro de Tuf. Su figura dominaba el centro de su pequeña, atestada, revuelta y normalmente demasiado concurrida oficina en la Casa de la Araña. Su proyección holográfica se alzaba entre el amasijo de objetos en ingravidez, como una especie de inmenso fantasma blanco. De vez en cuando una bola de papel arrugado flotaba a través de él.

Tuf era grande. Tolly Mune se había encontrado moscas a las cuales les encantaba aumentar sus holos para dar la impresión de que eran más altos de lo que eran en realidad. Quizá Haviland Tuf estuviera haciendo exactamente eso pero, sin saber muy bien porqué, le parecía que no era tal el caso. No le daba la impresión de ser esa clase de hombre. y ello quería decir que en realidad medía como unos dos metros y medio de talla, con lo cual superaba en más de medio metro al hilador más alto que había visto en su vida y la estatura de éste ya era tan fenomenal como la de la propia Tolly. Los s’uthlameses eran un pueblo de baja estatura debido a sus genes ya su alimentación.

El rostro de Tuf era absolutamente indescifrable. Lenta y tranquilamente cruzó sus largos dedos sobre el bulto de su estómago.

—Exactamente —le dijo—. Una erudición histórica digna de envidia.

—Vaya, gracias —replicó ella amistosamente—. Si me equivoco corríjame pero, aun contando con mi erudición histórica, me parece recordar que el Imperio Federal se derrumbó hace… bueno, unos mil años. y el CIE se esfumó también. Lo dispersaron, lo hicieron volver a Prometeo o a la Vieja Tierra, fue destruido en combate, abandonó el espacio humano… lo que sea. Por supuesto, y según se dice, los naturales de Prometeo siguen poseyendo una buena parte de la vieja técnica biológica, pero no suelen venir mucho por aquí y no estoy segura de ello. Pero sí he oído decir que son muy celosos en cuanto a compartir sus conocimientos. Por lo tanto veamos si he entendido bien: ahí está una sembradora del viejo CIE, que sigue en funcionamiento y que usted ha encontrado por pura casualidad, siendo también la única persona que se encuentra a bordo.

—Correcto —dijo Haviland Tuf. Tolly sonrió.

—Y yo soy la Emperatriz de la Nebulosa del Cangrejo. El rostro de Tuf no se movió ni un milímetro.

—Me temo que en tal caso se me ha puesto en comunicación con la persona equivocada. Yo deseaba hablar con la Maestre de Puerto de S’uthlam.

Tolly tomó otro sorbo de cerveza. —Yo soy la condenada Maestre de Puerto —le replicó secamente—. Tuf, ya basta de tonterías. Está usted sentado ahí, dentro de una nave que se parece muy sospechosamente a una nave de guerra y que, casualmente, es treinta veces más grande que nuestro mayor acorazado de la flotilla defensiva planetaria, y está poniendo extremadamente nervioso a un montón muy grande de gente. La mitad de los gusanos de tierra de los grandes hoteles creen que se trata de una nave alienígena venida para robarnos el aire y comerse a nuestros niños, y la otra mitad está segura de que se trata sólo de un efecto especial amablemente previsto por nosotros para su diversión. En estos mismos instantes centenares de ellos están alquilando trajes y trineos de vacío y dentro de un par de horas estarán reptando por encima de su casco. y mi gente tampoco tiene ni la menor idea de qué hacer. Por lo tanto, Tuf, vayamos al condenado meollo del asunto. ¿Qué quiere?

—Me siento decepcionado —dijo Tuf—. He llegado hasta aquí a costa de grandes dificultades para consultar con los cibertecs e hiladores de Puerto S’uthlam, cuyas capacidades son famosas muy lejos de aquí y cuya reputación por su conducta ética y honesta no es superada en ningún otro lugar. No pensaba encontrarme con esta inesperada agresividad y con tales sospechas infundadas. No pido nada más que ciertas alteraciones y algunos arreglos. Tolly Mune le escuchaba sólo a medias. Estaba contemplando los pies de la proyección holográfica, junto a los cuales acababa de aparecer una criatura pequeña y cubierta de pelo blanco y negro.

—Tuf —dijo, sintiendo la garganta algo reseca—, discúlpeme, pero hay alguna condenada especie de alimaña, frotándose contra su pierna. —Dio otro sorbo a su cerveza. Haviland Tuf se agachó y cogió al animal.

—Maestre de Puerto Mune —dijo—, los gatos no pueden ser calificados de alimañas sin cometer un grave error. A decir verdad, el felino es un enemigo implacable de casi todos los parásitos y plagas, pero éste no es sino uno de los muchos atributos fascinantes y benéficos de esta admirable especie. ¿Sabe que en tiempos lejanos la humanidad les adoró como dioses? Ésta es Desorden. La gata empezó a emitir una especie de ronquido ahogado, al acunarla Tuf en el hueco de uno de sus enormes brazos y empezar a pasarle lenta y sosegadamente la mano por su pelaje.

—Oh —dijo ella—. Un… un animal doméstico, ¿se dice así? Los únicos animales existentes en S’uthlam son los que nos comemos, pero de vez en cuando recibimos visitantes que poseen animales domésticos. No deje que su… ¿felino?

—Ciertamente —dijo Tuf. —Bueno, no le deje salir de la nave. Recuerdo que cuando era ayudante de M.P. en una ocasión tuve un ¡aleo absolutamente espantoso. Una mosca que debía tener el cerebro estropeado perdió a su maldito animal, justo cuando teníamos de visita a ese enviado alienígena y nuestras patrullas de seguridad les confundieron. Le resultaría casi imposible creer lo nervioso que se puso todo el mundo. —La gente suele excitarse en demasía muchas veces —dijo Haviland Tuf.

—¿De qué clase de reparaciones y cambios me hablaba? Tuf respondió con un encogimiento de hombros.

—Pequeñas cosas que sin duda serán fácilmente realizables para expertos tan eficientes como los suyos. Tal y como he señalado, el Arca es ciertamente una nave muy antigua y las vicisitudes de la guerra y la falta de cuidados han dejado sus marcas en ella. Hay cubiertas enteras y sectores a oscuras y sin funcionar que han sido dañados incluso más allá de las admirables capacidades de autorreparación que posee el navío. Deseo que tales partes sean reparadas y puestas de nuevo en pleno funcionamiento.

»Por otra parte, como quizá ya sepa por sus estudios históricos, el Arca tenía una tripulación de doscientos hombres. Se encuentra lo suficientemente automatizada como para que me haya resultado posible hacerla funcionar yo solo, pero no sin ciertos inconvenientes, debo admitirlo. El centro de mando, localizado en la torre del puente, representa un agotador viaje diario desde mis aposentos y, además, he descubierto que el puente no ha sido adecuadamente diseñado para satisfacer mis necesidades. Tengo que ir constantemente de una estación de control a otra para ejecutar la multitud de complejas tareas requeridas para el manejo de la nave. Existen también otras funciones para las cuales debo abandonar el puente y viajar de un lado a otro de esta inmensa nave. y hay tareas que me ha resultado imposible llevar a cabo pues, al parecer, requerirían mi presencia simultánea en dos o más lugares separados por kilómetros de distancia y situados en cubiertas distintas. Cerca de mis aposentos se encuentra una pequeña pero cómoda sala de comunicaciones auxiliares, que parece estar en perfecto funcionamiento. Me gustaría que sus cibertecs reprogramaran y diseñaran otra vez los sistemas de mando para que en el futuro me resulte posible llevar a cabo todo lo que necesite desde aquí, sin necesidad de realizar el agotador viaje diario hasta el puente. A decir verdad, sin que ni tan siquiera deba levantarme de mi asiento.

»Aparte de esas tareas de mayor importancia tengo en mente unas pocas alteraciones más. Puede que alguna modernización, incluso. Me gustaría añadir un cocina con todas las especias y condimentos posibles, así como una biblioteca de recetas para que pueda tomar unas colaciones más variadas e interesantes al paladar que los nada atractivos aunque nutritivos menús militares que el Arca está ahora programada para servir. Una amplia provisión de vinos y cervezas, los mecanismos necesarios para que, en el futuro, pueda fermentar mis propios licores durante los prolongados viajes espaciales y también aumentar mis posibilidades recreativas adquiriendo algunos libros, hologramas y cristales musicales de este último milenio. Ah, también algunos nuevos programas de seguridad y unos cuantos cambios de poca importancia y complejidad. Ya le daré una lista completa.

Tolly Mune le había estado escuchando con asombro creciente.

—Maldición —dijo al terminar Tuf—. Entonces, ¿realmente tiene una nave sembradora del CIE?

—Ciertamente —dijo Haviland Tuf, con un tono de voz que a ella le pareció algo envarado.

Tolly sonrió. —Mis disculpas. Voy a reunir una cuadrilla de cibertecs especializados y les mandaré allí, a gritos si hace falta, para que echen un vistazo, con lo cual podrán darle una valoración. De todos modos, no se haga ilusiones. Con una nave tan grande, hará falta bastante tiempo antes de que empiecen a solucionarlo todo. Será mejor que disponga también algún tipo de patrulla de seguridad o tendrá a todo tipo de mirones y curiosos andando por la nave y robándole recuerdos de ella. —Sus ojos recorrieron pensativos de arriba a abajo su holograma. Le necesitaré para que hable con mi cuadrilla y les indique dónde están las cosas, pero después será mejor que no se meta en su camino y les deje a su aire. No puede meter esa condenada monstruosidad en la telaraña, es infernalmente grande. ¿Tiene algún modo de salir de ahí?

—El Arca se encuentra equipada con todas las lanzaderas necesarias y todas ellas funcionan —dijo Haviland Tuf—, pero no tengo grandes deseos de abandonar la comodidad de mis aposentos. Mi nave es realmente lo bastante grande como para que mi presencia no resulte un serio inconveniente durante los trabajos.

—Demonios, usted y yo lo sabemos, pero ellos trabajan mejor si no creen tener a alguien mirando por encima de sus espaldas —dijo Tolly Mune—. Por otra parte, había pensado que le gustaría airearse un poco fuera de esa lata. ¿Cuánto tiempo ha estado encerrado en ella?

—Varios meses —admitió Tuf—, aunque no me encuentro lo que se dice estrictamente solo. He gozado de la compañía de mis gatos y me he ocupado muy placenteramente aprendiendo lo que el Arca es capaz de hacer y aumentando mis conocimientos de ingeniería ecológica. Con todo, admitiré que quizá se imponga ahora un poco de diversión. La oportunidad de catar una nueva cocina es siempre apreciable.

—¡Espere a probar la cerveza de S’uthlam! Y el Puerto posee también otras diversiones, como gimnasios y deportes, hoteles, salones de droga, sensorias, casas de sexo y apuestas, teatro en vivo.

—Poseo cierta pequeña habilidad en algunos juegos —dijo Tuf.

—Y también está el turismo —dijo Tolly Mune—. Puede coger el tubotrén por el ascensor hasta la superficie y todos los distritos de S’uthlam serán suyos para que los explore.

—Ciertamente —dijo Haviland Tuf—. Ha conseguido intrigarme Maestre de Puerto Mune. Me temo que soy curioso por naturaleza. Es mi gran debilidad. Por desgracia, mis fondos excluyen la posibilidad de una estancia prolongada.

—No se preocupe por ello —le replicó ella sonriendo—. Lo pondremos todo en la factura de reparaciones y luego ya nos arreglaremos. Ahora, métase en su condenada lanzadera y venga hasta… veamos… ahora tenemos vacía la cubierta nueve-once. Vea primero la Casa de la Araña y luego coja el tren hacia abajo. Debería resultarle condenadamente interesante: ya está en las noticias, por si quiere saberlo. Los gusanos de tierra y las moscas van a caer sobre usted como una plaga.

—Quizás esa perspectiva le resultara atrayente a un pedazo de carne en descomposición —dijo Haviland Tuf—, pero a mí no.

—Bueno —dijo la Maestre de Puerto—, entonces vaya de incógnito.


El camarero del tubotrén apareció con una bandeja de bebidas, un poco después de que Haviland Tuf se hubiera abrochado el cinturón, disponiéndose para el descanso. Tuf había probado la cerveza de S’uthlam en los restaurantes de la Casa de la Araña, y la había encontrado aguada, con poco cuerpo y notablemente desprovista de sabor.

—Quizás entre sus ofertas se incluyan algunos productos destilados fuera del planeta, destilados de malta —dijo—. De ser ése el caso, me alegraría adquirir uno.

—Por supuesto —dijo el camarero y extrajo de su bandeja una ampolla llena de un líquido marrón oscuro en la cual había una etiqueta en letras cursivas que Tuf reconoció como la escritura de ShanDellor. Le ofreció una pequeña tarjeta placa y Tuf marcó en ella su número de código. La moneda de S’uthlam era la caloría y el precio del recipiente era unas cuatro veces y media el contenido calórico de la cerveza.


—La importación —le explicó el camarero. Tuf sorbió su bebida con rígida dignidad, mientras el tubotrén iba cayendo por el ascensor hacia la superficie del planeta. El viaje no era demasiado cómodo. Haviland Tuf había descubierto que el precio de los pasajes en la clase estelar resultaba prohibitivo y, por lo tanto, se había instalado en clase especial, que venía en segundo lugar después de la clase estrella, sólo para descubrirse, encajado casi a presión, en un asiento aparentemente diseñado para un niño de S’uthlam (un niño, además, no demasiado crecido), situado en una hilera de ocho asientos similares divididos por un angosto pasillo central.

Por fortuna, la casualidad le había deparado el asiento del pasillo pues, de no ser por ello, el trayecto le hubiera resultado difícilmente soportable. Incluso en ese asiento resultaba imposible moverse sin rozar el delgado y desnudo brazo de la mujer que tenía a su izquierda, un contacto que Tuf encontraba extremadamente repulsivo. Cuando se irguió en su asiento, tal y como solía hacer, su coronilla golpeó el techo, con lo cual se vio obligado a inclinarse y, como resultado de ello, a aguantar una rigidez creciente y muy molesta en su cuello. Tuf pensó que en la parte trasera del tubotrén debían encontrarse las plazas de primera, segunda y tercera clase y se decidió a evitar, al precio que fuera, sus dudosas comodidades.

Una vez empezó el descenso, la mayor parte de los pasajeros cubrieron sus cabezas con capuchones para asegurar la intimidad y escogieron la diversión que más les apetecía. Haviland Tuf vio que las ofertas incluían tres programas musicales distintos, un drama histórico, dos bobinas de fantasía erótica, una conexión de negocios, algo que se definía en la lista como «pavana geométrica» y estimulación sensorial directa del centro del placer. Tuf estuvo pensando en investigar la pavana geométrica, pero descubrió que la capucha de intimidad resultaba demasiado pequeña para su cabeza, dado que la longitud y anchura de su cráneo excedían en mucho las dimensiones normales en S’uthlam.

—¿Es usted la gran mosca? —preguntó una voz desde el otro lado del pasillo.

Tuf alzó la mirada. Los demás pasajeros estaban sumidos en silencioso aislamiento con las cabezas envueltas por sus oscuros cascos desprovistos de toda abertura. Aparte de los camareros, que se encontraban en la parte trasera del vagón, el único pasajero que seguía en el mundo real era el hombre sentado junto al pasillo, una fila más atrás que Tuf. Tenía el cabello largo y recogido en trencillas, la piel de color cobrizo y unas mejillas más bien fofas que le etiquetaban como no perteneciente a este mundo, de un modo tan claro como el mismo Tuf.

—La gran mosca, ¿no? —Soy Haviland Tuf, ingeniero ecológico. —Sabía que era usted una mosca —dijo el hombre—. Yo también lo soy. Me llamo Ratch Norren y soy de Vandeen. —Extendió su mano hacia Tuf.

Haviland Tuf le miró. —Estoy familiarizado con el viejo ritual del estrechamiento de manos, señor. Me he dado cuenta de que no lleva usted armas. Tengo entendido que esta costumbre fue establecida, en sus inicios, para dejar bien claro tal hecho. Yo también me encuentro desarmado. Ya puede usted retirar la mano, si es tan amable.

Ratch Norren la retiró con una sonrisa. —Como una cabra, ¿eh? —dijo.

—Señor —dijo Haviland Tuf—, no soy una cabra ni soy una mosca grande. Había pensado que tal hecho le resultaría evidente a cualquier persona de una inteligencia normal. Quizás en Vandeen los promedios intelectuales varían.

Ratch Norren alzó la mano y se dio un pellizco en la mejilla. La mejilla era muy carnosa y rosada y estaba cubierta por un polvo rojizo. El pellizco que le propinó parecía bastante fuerte. Tuf decidió que o se trataba de un tic particularmente psicopático o era un gesto típico de Vandeen, cuyo significado se le escapaba por completo.

—Todo eso de las moscas —dijo el hombre—, es el modo de hablar en este sitio. Es un idioma. A los que no son de aquí les llaman moscas.

—Ciertamente —dijo Tuf.

—Usted ha llegado en la gran nave de guerra, ¿no? ¿La que salía en todas las noticias? —Norren no esperó a que le respondiera—. ¿Por qué lleva esa peluca?

—Estoy viajando de incógnito —dijo Haviland Tuf—, aunque al parecer usted ha logrado descubrir mi disfraz.

Norren se pellizcó nuevamente la mejilla.

—Llámame Ratch —dijo, examinando atentamente a Tuf—, El disfraz no me parece especialmente bueno. Con peluca o sin ella, sigue siendo un enorme gigantón grueso y con cara de hongo.

—En el futuro emplearé el maquillaje —dijo Tuf—. Por fortuna, ninguno de los nativos de aquí ha sido capaz de tanta perspicacia como usted.

—Son demasiado corteses para mencionarlo. La gente de S’uthlam es así. Hay tantos… La mayor parte de ellos no pueden permitirse ningún tipo de auténtica intimidad y por eso respetan mucho a los demás. En público, harán como si no le vieran y no le dirán nada, a no ser que usted deje claro que así lo desea.

—Los habitantes de Puerto S’uthlam con los que me he encontrado hasta ahora no me parecieron excesivamente reticentes, ni tampoco sobrecargados por el peso de una elaborada etiqueta —dijo Haviland Tuf.

—Oh, los hilado res son diferentes —replicó con un gesto despreocupado Ratch Norren—. Ahí arriba todo es más relajado. Oiga, ¿Puedo darle un pequeño consejo? No venda aquí esa nave suya, Tuf. Llévela a Vandeen. Le daremos un precio mucho mejor por ella.

—No entra en mis intenciones vender el Arca —replicó Tuf.

—Venga, no hace falta que se ande con tapujos conmigo —dijo Norren—. De todos modos, no tengo la autoridad necesaria para comprarla, ni tampoco los medios. Ojalá los tuviera. —Rió en voz alta. Lo único que debe hacer es ir a Vandeen y ponerse en contacto con nuestra junta de Coordinadores. No lo lamentará. —Miró a su alrededor, como si estuviera asegurándose de que los camareros seguían bien lejos y que los demás pasajeros aún soñaban bajo sus cascos. Luego bajó aún más la voz hasta convertirla en un murmullo de conspirador—. Además, incluso si el precio no fuera un factor a considerar, he oído decir que esa nave suya tiene un poder francamente terrorífico, ¿no? No querrá entregarle a S’uthlam un poder tal. No miento, créame, les aprecio, realmente les aprecio. Vengo aquí regularmente por negocios y son buena gente, si se les toma en pequeños grupos pero… Tuffer, hay tantos y lo único que hacen es reproducirse y reproducirse como si fueran unos malditos roedores. Ya verá, ya. Hace un par de siglos hubo una gran guerra local justo por eso. Los sutis estaban metiendo colonias por todas partes y comprando todas las propiedades que se les ponían a tiro y si resultaba que ya había alguien viviendo ahí lo único que debían hacer era reproducirse hasta superarles en número. Al final tuvimos que acabar con ello.

—¿Tuvimos? —dijo Haviland Tuf. —Vandeen, Skrymir, el Mundo de Henry y Jazbo, oficialmente, pero nos ayudaron un montón de neutrales, ¿comprende? El tratado de paz dejó a los nativos de S’uthlam dentro de su propio sistema solar. Pero si les da esa nave infernal suya, Tuf, puede que logren escapar de él.

—Tenía entendido que se trataba de un pueblo singularmente honorable y dotado de un gran sentido ético. Ratch Norren se pellizcó nuevamente la mejilla. —Honorables, éticos… claro, claro. Son estupendos para hacer negocios con ellos y las chavalas conocen unos cuantos trucos eróticos de esos que te hacen quedar sin aliento. Ya se lo digo yo, tengo cien amigos sutis y les aprecio mucho a todos, pero entre mis cien amigos deben tener como unos mil críos. Esta gente no para de reproducirse, Tuf, ése es el problema, si quiere hacer caso de Ratch. Son unos vitaleros, ¿me entiende?

—Ciertamente —dijo Haviland Tuf—. Y, si se me permite preguntarlo, ¿qué es un vitalero?

—Los vitaleros —replicó Norren con impaciencia—, son antientrópicos, adoradores de los niños, devotos de la doble hélice y gente a quien le encanta chapotear en el gran estanque gen ético. Son fanáticos religiosos, Tuffer, están locos por la religión. —Habría seguido hablando, pero el camarero estaba volviendo por el pasillo con las bebidas y Norren se reclinó nuevamente en su asiento.

Haviland Tuf alzó un largo y cálido dedo para detener el avance del camarero.

—Otra ampolla, por favor —dijo. Durante el resto del viaje permaneció encogido en silencio, sorbiendo pensativamente su cerveza.


Tolly Mune flotaba en su abarrotada habitación, bebiendo y pensando. Una de las paredes era una enorme pantalla de vídeo, de seis metros de largo y tres de alto. Normalmente, Tolly la preparaba para que mostrara grandes panoramas. Le gustaba el efecto producido por una ventana sobre las grandes montañas heladas de Skrymir o los cañones resecos de Vandeen, con sus veloces torrentes de aguas blancas, así como también el de las interminables ciudades iluminadas de la propia S’uthlam, extendiéndose a través de la noche, con la brillante torre plateada que era la base del ascensor subiendo hasta perderse en el oscuro cielo sin luna, rozando y superando a las casastorre de clase estelar que tenían cuatro kas de alto.

Pero esta noche, en su pared se veían las estrellas y, enmarcada por ellas, la austera majestad metálica de la inmensa nave estelar llamada el Arca. Incluso en una pantalla tan grande como la suya, una de las prebendas de su poder como Maestre de Puerto, el verdadero tamaño de la nave resultaba imposible de apreciar.

y lo que representaba, tanto en sus esperanzas como en sus amenazas, bien lo sabía Tolly Mune, era aún mayor que la misma Arca.

Oyó el zumbido del comunicador en un lado de la habitación. Sabiendo que el ordenador no la habría molestado de no ser ésa la llamada que estaba esperando, dijo:

—La recibiré —las estrellas se volvieron borrosas y el Arca se disolvió. La pantalla mostró por unos instantes un torbellino de colores líquidos antes de que éstos se convirtieran en el rostro del Primer Consejero Josen Rael, el líder de la mayoría en el Gran Consejo Planetario.

—Maestre de Puerto Mune —dijo él. Con los implacables poderes de aumento de la pantalla, Tolly pudo percibir claramente la tensión que había en su largo cuello, lo apretados que estaban sus flacos labios y el duro brillo de sus ojos marrón oscuro. Se había empolvado la coronilla, de la que empezaba a caerle el pelo, pero a pesar de ello ya se le veían algunas gotitas de sudor.

—Consejero Rael —replicó ella—. Es muy amable al llamarme. ¿Ha examinado los informes?

—Sí. ¿Esta llamada cuenta con escudos protectores? —Desde luego —dijo ella—. Hable con toda libertad. Josen Rael lanzó un suspiro. Llevaba ya diez años siendo una parte imprescindible de la política planetaria. Primero había accedido a los noticiarios como consejero de guerra, luego había ascendido al cargo de consejero de agricultura y, durante cuatro años estándar había sido el líder de la facción que tenía la mayoría en el consejo de los tecnócratas, lo cual lo convertía en el hombre más poderoso de S’uthlam. El poder había acabado por darle un aspecto cansado y viejo y Tolly Mune jamás le había visto tan mal como ahora.

—Entonces, ¿está segura de los datos? —dijo—. ¿Sus cuadrillas no han cometido ningún error? No necesito decirle que este asunto es demasiado crucial y no quiero errores. ¿Es realmente una sembradora del CIE?

—Es una maldita sembradora —dijo Tolly Mune—. Tiene averías y le hace falta un buen montón de reparaciones, pero ese condenado trasto sigue más o menos en condiciones de funcionar y la biblioteca celular está intacta. Lo hemos verificado.

Rael se pasó sus largos dedos de puntas achatadas por su rala cabellera blanca.

—Supongo que debería sentirme jubiloso. Cuando todo esto haya terminado tendré que fingirlo para las noticias, pero, en estos momentos, no puedo pensar en otra cosa que no sea el peligro. Hemos tenido una reunión del consejo a puerta cerrada. No podemos correr el riesgo de que haya filtraciones hasta que todo se haya solventado. El consejo estuvo ampliamente de acuerdo: tecnócratas, expansionistas, ceros, el partido eclesiástico, las facciones extremistas… —Se rió. Jamás había visto tal unanimidad en toda mi carrera. Maestre de Puerto Mune, necesitamos esa nave.

Tolly Mune había previsto que diría eso. No llevaba tantos años siendo Maestre de Puerto para no haber comprendido el funcionamiento político de la sociedad que se agitaba en la superficie del planeta. S’uthlam llevaba ya toda la vida de Tolly sumida en una crisis interminable.

—Intentaré comprarla —dijo—. En sus comienzos, antes de encontrar el Arca, ese tal Haviland Tuf era un mercader independiente. Mis cuadrillas descubrieron su vieja nave en la cubierta de aterrizaje, en pésimo estado. Los mercaderes son todos unos abortos codiciosos yeso debería trabajar en favor nuestro.

—Ofrézcale lo que sea —dijo Josen Rael—. ¿Me ha entendido, Maestre de Puerto? Tiene usted una disponibilidad presupuestaria ilimitada.

—Comprendido —dijo Tolly Mune. Pero aún le quedaba otra pregunta por hacer—. Y… ¿y si no quiere venderla?

Josen Rael vaciló. —Sería muy difícil —murmuró—. Debe venderla. Una negativa resultaría trágica. No para él. Quizá para nosotros.

—Si no quiere venderla —repitió Tolly Mune—, necesito saber qué alternativas de acción hay.

—Debemos tener la nave —le dijo Rael—. Si ese Tuf no piensa atender a razones entonces no tendremos elección. El Gran Consejo ejercerá su derecho de dominio eminente y la confiscará. A él se le compensará adecuadamente, claro.

—¡Maldición! Está hablando de apoderarnos por la fuerza de la nave.!

—No —dijo Josen Rael—. Todo se haría del modo más correcto, ya lo he comprobado. En una emergencia, el bien de la mayoría está por encima de los derechos de la propiedad privada.

—Oh, infiernos y maldiciones, Josen, eso no es más que condenada retórica —dijo Mune—. Tenía más sentido común cuando estaba aquí arriba. ¿Qué le han hecho ahí abajo?

Josen torció el gesto y, por unos instantes, se pareció un poco al joven que había trabajado con ella, durante un año, cuando era ayudante del Maestre y él tercer administrador ayudante para el comercio interestelar. Luego sacudió la cabeza y el político viejo y cansado apareció de nuevo.

—No me gusta nada todo esto, Mamá —dijo—, pero, ¿qué otra opción nos queda? He visto los cálculos. Tendremos muchedumbres hambrientas dentro de veintisiete años a menos que se haga algún avance científico decisivo, y no hay ninguno a la vista. Antes de eso los expansionistas conseguirán de nuevo el poder y puede que tengamos otra guerra. Pase lo que pase, morirán millones, quizá miles de millones. Contra todo eso, ¿qué son los derechos de un solo hombre?

—No pienso discutir, Josen, aunque ya sabes que hay quienes estarían dispuestos a ello. Pero no importa. Quieres ser práctico, ¿no? Pues te daré algunas malditas cosas prácticas en las que ir pensando. Incluso si compramos legalmente la nave de Tuf, habrá un ¡aleo de mil infiernos con Vandeen y Skrymir y el resto de los aliados, pero dudo de que vayan a intentar algo. Si nos apoderamos de ella por la fuerza, las coordenadas son muy distintas y nos llevan a un lugar también muy distinto, un lugar bastante feo. Puede que hablen de piratería. Pueden definir el Arca como una nave militar, cosa que era, dicho sea de paso, y condenadamente capaz de liquidar mundos enteros. Entonces dirán que estamos violando el tratado y vendrán nuevamente a por nosotros.

—Yo hablaré con sus enviados personalmente —dijo Josen Rael con voz cansada—. Les aseguraré que mientras los tecnócratas ocupen el poder, el programa de colonización no volverá a ponerse en marcha.

—¿y aceptarán tu condenada palabra de honor? y un maldito infierno cornudo lo harán. ¿Piensas asegurarles que los tecnócratas no perderán nunca el poder y que nunca deberán entendérselas con los expansionistas? ¿Cómo lograrás eso? ¿Estás planeando utilizar el Arca para establecer una dictadura benévola?

El consejero apretó los labios y en su morena nuca apareció un leve rubor.

—Me conoces lo suficiente como para decir eso. De acuerdo, hay riesgos. Pero la nave es un recurso militar formidable, eso no debemos olvidarlo. Si los aliados se movilizan contra nosotros, tendremos la carta ganadora.

—Tonterías —dijo Tolly Mune—. Le hacen falta reparaciones y tenemos que aprender a dominarla. La tecnología que supone esa nave lleva mil años perdida. Nos pasaremos meses estudiándola, puede que años, antes de que podamos realmente utilizar ese maldito aparato. Pero no tendremos esa oportunidad. La flota vandeeni llegará en cuestión de semanas para quitárnosla de entre las manos y las demás flotas no tardarán mucho en seguirla.

—Nada de todo esto es asunto suyo, Maestre de Puerto —dijo Josen Rael fríamente—. El Gran Consejo lo ha discutido todo largamente.

—No intentes asustarme con el rango, Josen. A mí, no. ¿Recuerdas cuando se te fue la mano con los narcos y decidiste salir al espacio para ver lo de prisa que cristalizaba la orina fuera? Yo te convencí para que no se te congelara el aparato, querido Primer Consejero. Ahora, límpiate tus condenadas orejas y escúchame. Puede que la guerra no sea asunto mío, pero el comercio sí lo es. El Puerto es nuestro cordón umbilical. En estos mismos instantes tenemos que importar ya el treinta por ciento de nuestras calorías brutas…

—El treinta y cuatro por ciento —le corrigió Rael. —El treinta y cuatro por ciento —concedió Tolly Mune—. y los dos sabemos que esa cifra no hará sino ir subiendo. Pagamos por esa comida con nuestra tecnología, tanto en bienes manufacturados como en los servicios que prestamos en el Puerto. Damos servicio y reparaciones a más naves espaciales que cualquiera de los otros cuatro mundos del sector, por no hablar de las que construimos. ¿y sabes por qué? Porque me han salido callos en mi condenado culo para dejar bien claro que somos los mejores. El mismo Tuf lo dijo. Vino aquí para las reparaciones, porque tenemos una reputación. Una reputación de ser honestos, de jugar limpio y de tener ética, al mismo tiempo que una gran competencia técnica. ¿Qué va a ser de esa reputación si confiscamos su maldita nave? ¿Cuántos comerciantes más van a venir aquí trayéndonos sus naves, para que las reparemos, si nos sentimos con la libertad de tomar lo que nos venga en gana? ¿Qué va a ser de mi condenado Puerto?

—Es cierto que eso tendría un efecto adverso —admitió Josen Rael.

Tolly Mune le miró fijamente y emitió un sonido tan potente como grosero.

—Nuestra economía quedaría en ruinas —dijo en voz átona.

Ahora Rael estaba sudando profusamente y pequeños ríos de líquido corrían por su ancha frente. Sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió el sudor.

—Entonces, Maestre de Puerto Mune, es fácil ver que eso no debe ocurrir. Debe impedir que se llegue a tal extremo.

—¿Cómo?

—Compre el Arca —dijo—. Delego en usted plena autoridad, dado que parece entender tan bien la situación. Haga que este Tuf vea la luz. La responsabilidad es suya. —Movió la cabeza y la pantalla quedó en blanco.


Haviland Tuf estaba en S’uthlam jugando al turista. Resultaba imposible negar que, a su modo, el planeta era impresionante. Durante sus años de mercader, saltando de una estrella a otra en la Cornucopia de Mercancías Excelentes a Bajos Precios, Haviland Tuf había visitado más mundos de los que podía recordar en un momento dado, pero le parecía muy improbable que S’uthlam fuera a borrarse demasiado pronto de su memoria.

Había presenciado buena cantidad de espectáculos capaces de quitar el aliento: las torres cristalinas de Avalón, las telarañas celestes de Aracne, los mares eternamente en movimiento de Viejo Poseidón y las montañas de basalto negro de Clegg. Pero la ciudad de S’uthlam (ya que los viejos nombres se habían convertido en simples distritos y barrios y las viejas ciudades se habían unido en una monstruosa megalópolis hacía ya siglos) podía rivalizar con cualquiera de esos lugares.

A Tuf siempre le habían gustado de modo especial los edificios altos y ahora, tanto de día como de noche, no se cansaba de observar el paisaje ciudadano desde las plataformas situadas a grandes alturas, de un kilómetro y hasta nueve. No importaba lo alto que subiera: las luces parecían infinitas, extendiéndose en todas direcciones hasta perderse en la distancia, sin un solo lugar oscuro que rompiera su interminable sucesión. Edificios de cuarenta y de cincuenta pisos, que parecían cajas sin ningún rasgo distintivo, se alzaban casi pegados unos a otros en hileras interminables, viviendo en la perpetua semioscuridad de las torres cristalinas que las superaban en altura para beber el sol. Los nuevos niveles se construían sobre niveles que a su vez se alzaban sobre niveles aún más antiguos. Las aceras móviles se unían y se alejaban unas de otras formando dibujos tan intrincados como laberintos y bajo la superficie fluía una red de gigantescas carreteras subterráneas donde los turbotrenes y las cápsulas de entrega se lanzaban como proyectiles a través de las tinieblas, a cientos de k as por hora. y bajo esas carreteras había sótanos y subsótanos y túneles y pasadizos. Toda una ciudad duplicada que alcanzaba bajo el suelo las mismas profundidades que su gemela de cristal arañaba en las alturas.

Tuf había visto las luces de la metrópolis a bordo del Arca y desde su órbita la ciudad ya le había parecido engullir medio continente. Vista desde la superficie parecía lo bastante grande como para tragarse galaxias enteras. Había otros continentes y ellos también ardían por la noche con las luces de la civilización. En el mar luminoso no había zonas de tinieblas. Los habitantes de S’uthlam no tenían espacio para malgastar en lujos, como parques o jardines. Tuf no lo desaprobaba. Siempre había pensado que los parques eran una institución malsana, diseñada básicamente para recordarle a la humanidad civilizada cuán tosca, incómoda y feroz había sido la vida, cuando no había más remedio que vivirla en plena naturaleza.

Haviland Tuf había estado en muchas culturas durante sus viajes y, a su juicio, la cultura de S’uthlam no era inferior a ninguna de las que había visto. El planeta estaba lleno de variedad y asombrosas posibilidades, y su riqueza era tal que hacía pensar al mismo tiempo en la vitalidad y en la decadencia. S’uthlam era un mundo cosmopolita, perfectamente insertado en la red que unía una estrella con otra, y saqueaba a su capricho la música, el drama y los sensoria importados de otros planetas. Utilizaba esos constantes estímulos para transformar incesantemente su propia matriz cultural. La ciudad ofrecía más variedades de diversión y entretenimiento de lo que Tuf había encontrado antes en un solo lugar. Si un turista deseara experimentarlos todos, tendría que estar ocupado durante varios años.

A lo largo de sus años como viajero, Tuf había visto la avanzada ciencia y la magia tecnológica de Avalon y Newholme, Tober-en-el-Velo, Viejo Poseidón, Baldur, Aracne y una docena de planetas más que marcaban la primera línea del progreso humano. La tecnología que veía ahora en S’uthlam rivalizaba con cualquiera de ellas. Para empezar, el ascensor orbital ya era una hazaña impresionante. Se suponía que la Vieja Tierra había construido obras semejantes en los lejanos días anteriores al Derrumbe y Newholme había erigido uno en el pasado, solamente para verlo caer durante la guerra. Pero, en ningún otro lugar había presenciado Tuf una obra de ingeniería tan colosal, ni siquiera en la mismísima,Avalon, donde se había estudiado la posibilidad de ascensores como ése y habían terminado por rechazarse debido a razones económicas. y tanto las aceras móviles como los tubotrenes o las factorías eran modernos y eficientes. Hasta el gobierno parecía funcionar.

S’uthlam era un mundo de maravillas. Haviland Tuf lo observó y viajó por él y examinó sus maravillas durante tres días antes de volver a su habitación pequeña e incómoda, aunque de primera clase, en el piso número setenta y nueve de una torre hotelera. Cuando estuvo allí, hizo venir al encargado.

—Deseo hacer los arreglos precisos para volver de inmediato a mi nave —dijo, sentado en la estrecha cama que había hecho brotar de la pared, ya que las sillas le resultaban incómodas y demasiado pequeñas. Luego cruzó plácidamente sus grandes y pálidas manos sobre su vientre.

El encargado, un hombrecillo que apenas si tendría la mitad de la talla de Tuf, pareció algo preocupado.

—Tenía entendido que su estancia iba a prolongarse durante diez días más —dijo.

—Correcto —replicó Tuf—. Sin embargo, en la misma naturaleza de todo plan ya entra su mutabilidad. Deseo volver a mi nave en órbita tan pronto como sea posible. Le guardaría una extremada gratitud si se encargara de todos los trámites, señor.

—¡Hay tanto que aún no ha visto! —Ciertamente. Con todo, pienso que lo visto hasta ahora, aunque tomado como muestra representativa de todo un planeta puede resultar pequeña, ya es suficiente.

—¿No le gusta S’uthlam? —Padece de un exceso de s’uthlameses —replicó Haviland Tuf—. Podría mencionar también algunos otros defectos. —Alzó un dedo tan largo como lechoso. La comida es nauseabunda y en su mayor parte ha sido reciclada químicamente a partir de una materia prima básicamente desagradable y repleta de colores tan lejos de lo normal como de lo agradable. Lo que es más, las raciones no son en lo más mínimo convincentes. Quizá pudiera arriesgarme a mencionar también la constante y molesta presencia de los reporteros. He aprendido a identificarles por las cámaras multifoco que llevan en el centro de la frente, igual que un tercer ojo. Puede que usted mismo los haya visto acechando en sus pasillos, en el sensorio o en el restaurante. Por lo que he podido calcular, me parece que su número asciende a la veintena.

—Usted es una celebridad —dijo el encargado—, una figura pública. Toda S’uthlam desea saber más sobre usted. Pero estoy seguro de que si su deseo era no conceder entrevistas, los fisgones no habrán osado entrometerse en su intimidad, ya que la ética de su profesión…

—No dudo de que la han observado al pie de la letra —concluyó Haviland Tuf—, tal y como debo admitir que han mantenido su distancia. Sin embargo, al volver cada noche a esta habitación francamente insuficiente, he visto los noticiarios y he sido acogido con escenas en las que figuraba yo mismo, contemplando la ciudad, comiendo alimentos que parecían de goma y visitando algunas atracciones típicas, por no hablar de ciertas entradas en instalaciones sanitarias. Debo confesar que la vanidad es uno de mis grandes defectos. Pero aún así, los atractivos de la fama no han tardado en marchitarse para mí. Lo que es más, casi todos los ángulos con que han sido grabadas dichas escenas me han parecido muy poco halagadores y el humor de los comentaristas de esos noticiarios me ha parecido rayano en lo ofensivo.

—Eso es fácil de resolver —dijo el encargado—. Tendría que haber acudido a mí antes de hoy. Podemos alquilarle un escudo de intimidad. Se abrocha el cinturón y si cualquier mirón se le acerca a menos de veinte metros el aparato se encargará de paralizar su tercer ojo y además le proporcionará una terrible jaqueca.

—Pero hay algo que no resulta tan fácil de solucionar —observó Tuf con el rostro impasible—. La absoluta falta de vida animal que he observado durante estos días.

—¿Alimañas? —dijo el anfitrión, aterrado—. ¿Está preocupado porque no tenemos alimañas?

—No todos los animales entran en esa categoría —dijo Haviland Tuf—. Hay muchos planetas en los cuales los pájaros, los perros y otras especies son animales domésticos, queridos y mimados. Por ejemplo, yo adoro a los gatos. Un mundo realmente civilizado siempre mantiene un lugar para los felinos. Pero, en S’uthlam, al parecer, el populacho no sabría distinguirlos de los piojos y de las sanguijuelas. Cuando hice los arreglos para mi visita a este mundo, la Maestre de Puerto Tolly Mune me aseguró que sus hombres se encargarían de mis gatos y acepté sus palabras al respecto. Sin embargo, dado que ningún nativo de este mundo se ha encontrado jamás ante ningún animal de una especie que no sea la humana, me parece que tengo razones para interrogarme sobre el tipo de cuidados que están recibiendo actualmente.

—Tenemos animales —protestó el encargado—. Están en las agrofactorías. Hay muchos animales, los he visto en las cintas.

—No lo pongo en duda —dijo Tuf—. Pese a todo, una cinta de un gato y un gato son dos cosas muy distintas y requieren un trato también distinto. Las cintas pueden guardarse en una estantería, pero los gatos no —levantó un dedo y apuntó con él al encargado—. Sin embargo, todo ello no es realmente asunto grave y entra en la categoría de las pequeñas quejas. El meollo del asunto, tal y como he mencionado antes, se encuentra más en el número de los s’uthlameses y no en sus maneras. Caballero, aquí hay demasiada gente. He recibido empujones desde que he llegado hasta hoy mismo.

En los establecimientos dedicados a la restauración, las mesas se encuentran demasiado cerca unas de otras, las sillas no bastan para contenerme y más de una vez algún desconocido se ha sentado junto a mí clavándome rudamente el codo en el estómago. Los asientos de los teatros y los sensorios resultan angostos e incómodos. Las aceras están repletas de gente, los pasillos se encuentran siempre atestados, los tubos rebosan. En todas partes hay gente que me toca sin mi permiso y sin mi consentimiento.

El encargado esgrimió una sonrisa profesional. —¡Ah, la humanidad! —dijo con súbita elocuencia—. ¡La gloria de S’uthlam! ¡Las masas que se agitan, el mar de rostros, el interminable desfile, el drama de la vida! ¿Hay acaso algo tan tonificante como el contacto con nuestro prójimo?

—Puede que no —dijo Haviland Tuf secamente—. Con todo, creo que ya me he tonificado lo suficiente. Aún más, permítame decir que el s’uthlamés medio es demasiado bajo para llegarme al hombro y por lo tanto se ha visto obligado u obligada a contactar con mis brazos, mis piernas o mi estómago.

La sonrisa del encargado se desvaneció. —Caballero, su actitud no me parece la más adecuada. Para apreciar bien nuestro mundo, debe aprender a verlo con los ojos de un s’uthlamés.

—No siento grandes deseos de ir caminando sobre mis rodillas —dijo Haviland Tuf.

—No se opondrá usted a la vida, ¿cierto? —No, ciertamente —replicó Haviland Tuf—. La vida me parece infinitamente preferible a su alternativa. Sin embargo, y dadas mis experiencias, creo que todas las buenas cosas pueden ser llevadas hasta extremos desagradables y tal me parece ser el caso de S’uthlam —alzó una mano pidiendo silencio antes de que el encargado pudiera contestarle—. Siendo más preciso —prosiguió Tuf—, he llegado a sentir algo parecido a la fobia, aunque sin duda sea algo excesivo y precipitado, respecto a ciertos especímenes vivos con los que el azar me ha deparado encuentros durante mis viajes. Algunos de ellos han expresado una abierta hostilidad hacia mi persona, dirigiéndome epítetos claramente insultantes en cuanto a mi masa y mi talla.

—Bueno —dijo el encargado, ruborizándose—, lo siento pero usted… bueno, usted es bastante… quiero decir, bastante grande, y en S’uthlam no entra dentro de lo socialmente aceptable el… bueno, el exceso de peso.

—Caballero, el peso no es sino una función de la gravedad y, por lo tanto, resulta extremadamente dúctil. Lo que es más, no me siento dispuesto a concederle la más mínima autoridad para que emita juicios sobre mi peso, tanto si es para calificarlo de excesivo como de adecuado a la media o inferior a ella, dado que siempre estamos tratando con criterios subjetivos. La estética varía de un mundo a otro, al igual que los genotipos y la predisposición hereditaria. Caballero, me encuentro perfectamente satisfecho con mi masa actual y para volver al asunto que nos ocupa, deseo terminar mi estancia aquí mismo.

—Muy bien —dijo el encargado—. Le reservaré un pasaje en el primer tubotrén de mañana por la mañana.

—No me parece satisfactorio. Desearía marcharme de inmediato. He examinado los horarios y he descubierto que dentro de tres horas sale un tren.

—Está completo —le replicó con cierta sequedad el encargado—. En ése sólo quedan plazas de segunda y tercera clase.

—Lo soportaré tan bien como pueda —dijo Haviland Tuf—. No tengo la menor duda de que un contacto tan apretado, con tales cantidades de prójimo, me dejará altamente tonificado y revigorizado cuando abandone mi tren.


Tolly Mune flotaba, en el centro de su oficina, en la posición del loto, contemplando desde lo alto a Haviland Tuf.

Tenía una silla especial para las moscas y los gusanos de tierra que no estaban acostumbrados a la carencia de gravedad. No resultaba una silla demasiado cómoda, a decir verdad, pero estaba clavada en el suelo y poseía un arnés de red que mantenía a su ocupante en el sitio. Tuf había logrado instalarse en ella con una algo torpe dignidad y se había colocado el arnés, abrochándolo con el máximo cuidado, en tanto que ella se había puesto cómoda, aproximadamente a la altura de su cabeza. Un hombre del tamaño y estatura de Tuf no debía estar nada acostumbrado a tener que mirar hacia arriba en una conversación y Tolly Mune pensaba que con eso podía obtener cierta ventaja psicológica.

—Maestre de Puerto Mune —dijo Tuf, que no parecía en lo más mínimo incomodado por su posición respecto a ella—, debo protestar. Comprendo que las repetidas referencias que se han hecho de mi persona, calificándome de mosca, son meramente un efecto del pintoresco argot local y que no contienen ningún tipo de oprobio. Sin embargo, no puedo sino sentirme un tanto molesto ante lo que es un intento muy claro de… digamos de arrancarme las alas.

Tolly Mune sonrió. —Lo siento, Tuf —dijo—. Nuestro precio no sufrirá ninguna variación.

—Ciertamente —dijo Haviland Tuf—. Variación, una palabra de lo más interesante. Si no me encontrara algo impresionado ante la presencia de un personaje de su categoría y no me inquietara la posibilidad de resultar ofensivo, podría llegar incluso al extremo de sugerir que esa falta de variación se aproxima a la rigidez. La cortesía me prohíbe hablar de codicia, avaricia o piratería espacial, para definir la opinión que me están mereciendo estas negociaciones un tanto espinosas. Sin embargo, me permito señalar que la suma de cincuenta millones de unidades básicas es varias veces mayor que el producto planetario bruto de una buena cantidad de mundos.

—Son mundos pequeños —dijo Tolly Mune—, y éste ha de ser un trabajo muy grande. Ahí fuera hay una nave absolutamente enorme.

Tuf permaneció impasible. —Concedo que el Arca es realmente una gran nave, pero me temo que ello no tiene relación con el asunto que nos ocupa. A no ser que sea costumbre suya el utilizar tarifas por metro cuadrado y no por hora de trabajo.

Tolly Mune se rió. —Oh, no estamos hablando de equipar a un viejo carguero con unos cuantos anillos de pulsación nuevos o de reprogramar su navegador de vuelo. Estamos hablando de miles de horas de trabajo, incluso contando con tres cuadrillas completas trabajando un turno triple; estamos hablando de un enorme trabajo de sistemas, realizado por los mejores cibertecs que poseemos, y de fabricar repuestos y piezas de maquinaria que no se han utilizado desde hace cientos de años. Yeso sólo para empezar. Tendremos que examinar esa condenada pieza de museo suya, antes de empezar a ponerla patas arriba o puede que de lo contrario nunca seamos capaces de volver a montarla… Tendremos que traer a unos cuantos especialistas del planeta para que vengan por el ascensor. Puede que incluso tengamos que acudir a gente de fuera del sistema. Piense en la energía, el tiempo y las calorías necesarias. Para empezar, calcule solamente las tasas de puerto, Tuf. Esa cosa tiene treinta kilómetros de largo. No puede entrar en la telaraña. Tendremos que construir un muelle especial a su alrededor e incluso entonces ocupará, por sí sola, los diques que habríamos podido utilizar para trescientas naves normales. Tuf, no tenga ningún deseo de saber lo que puede costar eso… —Hizo algunos rápidos cálculos en su ordenador de pulsera y meneó la cabeza. Si está aquí durante un mes local, lo que es una hipótesis realmente optimista, sólo las tasas de puerto son ya un millón de calorías, aproximadamente; más de trescientas mil unidades básicas en su moneda.

—Ciertamente —dijo Haviland Tuf. Tolly Mune extendió las manos en un gesto de impotencia.

—Si no le gusta nuestro precio, naturalmente siempre puede acudir a algún otro sitio.

—La sugerencia me parece poco práctica —dijo Haviland Tuf—. Por desgracia, y por sencillas que sean mis demandas, al parecer tan sólo un puñado de mundos poseen la capacidad necesaria para darles satisfacción, lo cual no me parece un comentario muy halagüeño sobre el estado actual de las proezas tecnológicas de la raza humana.

—¿Sólo un puñado? —Tolly Mune alzó levemente una de las comisuras de su boca—. Quizá hemos puesto un precio demasiado bajo a nuestros servicios.

—Señora —dijo Haviland Tuf—, tengo la seguridad de que no será usted capaz de aprovecharse groseramente de mi ingenua franqueza.

—No —replicó ella—. Tal y como ya dije, nuestro precio no va a sufrir variación alguna.

—Al parecer hemos llegado a un callejón sin salida, tan incómodo como espinoso. Usted tiene su precio pero yo, desgraciadamente, no tengo la suma de dinero precisa para satisfacerlo.

—Jamás lo habría imaginado. Con una nave como la suya, pensaba que tendría calorías para quemar, si así lo deseaba.

—Sin duda pronto emprenderé una lucrativa carrera en el campo de la ingeniería ecológica —dijo Haviland Tuf—. Por desgracia, aún no he empezado a practicarla y, en mis anteriores actividades comerciales, sufrí recientemente ciertos inexplicables reveses financieros. Quizá le interesen algunas excelentes reproducciones plásticas de las máscaras para orgía de Cooglish. Colgadas en una pared representan una decoración tan estimulante como inhabitual y se dice también que poseen ciertas propiedades místicas y afrodisíacas.

—Me temo que no me interesan —dijo Tolly Mune—, pero, Tuf, ¿sabe una cosa? Hoy es su día de suerte.

—Temo que se me esté haciendo objeto de una broma —dijo Haviland Tuf—. Aún en el caso de que me vaya a decir que existe un precio especial reducido a la mitad o una oferta del tipo dos por uno en cuanto a los servicios ofrecidos, no me encuentro en la posición más óptima para aprovecharla. Voy a ser brutal y amargamente sincero, Maestre de Puerto Mune, y admitiré que en estos momentos sufro una disfunción temporal de fondos.

—Tengo una solución —dijo Tolly Mune. —¿De veras? —dijo Tuf.

—Tuf, usted es un comerciante. No le hace falta realmente una nave tan grande como el Arca, ¿verdad que no? y no sabe nada sobre ingeniería ecológica. Ese pecio que ha encontrado no puede servirle de nada, pero posee un considerable valor tasado como salvamento —sonrió con cálida amabilidad—. He hablado con la gente de ahí abajo y el Gran Consejo tiene la impresión de que su mejor opción consiste en vendernos la nave.

—Su preocupación por mí es conmovedora —dijo Haviland Tuf.

—Le pagaremos una tarifa de salvamento muy generosa —dijo ella—. El treinta por ciento del valor estimado de la nave.

—Dicha estimación será hecha por ustedes —dijo Tuf con voz átona.

—Sí, pero eso no es todo. Además, pensamos añadir a la tarifa un millón de unidades base en efectivo y le daremos una nueva nave. Una Salto Largo Nueve totalmente por estrenar. Es nuestro carguero más grande y posee una cocina totalmente automatizada. Puede llevar seis pasajeros perfectamente acomodados, tiene rejilla gravitatoria, dos lanzaderas, sus bodegas son lo bastante grandes como para soportar perfectamente la comparación con las grandes naves mercantes de Avalon y Kimdissi, posee triple redundancia, y un ordenador último modelo de la serie Chico Listo activado por voz, e incluso la posibilidad de ir armado si ello es lo que usted desea. Será el mercader independiente mejor equipado de todo el sector.

—Muy lejos de mí el despreciar semejante generosidad —dijo Tuf—. Sólo el pensar en la oferta hace que me dé vueltas la cabeza, pero aunque no me cabe ni la menor duda de que me encontraría mucho más cómodo a bordo de la nueva espacionave que me ofrece, he llegado a sentir cierto estúpido y sentimental afecto por el Arca. Por muy arruinada e inútil que se encuentre, lo cierto es que sigue siendo la última sembradora del Cuerpo de Ingeniería Ecológica que existe. Y, habiendo desaparecido ya dicho cuerpo, es un pedazo vivo de la historia, un monumento a su valor ya su genio que, después de todo, no carece tampoco de ciertos usos insignificantes. Hace algún tiempo, cuando viajaba en solitario por el espacio, sentí de pronto el fantástico capricho de abandonar la incierta vida del comerciante, para abrazar, en vez de ella, la profesión de ingeniero ecológico. Por muy falta de racionalidad y muy ignorante que fuera esta decisión, sigue pareciéndome provista de atractivo y temo que poseo el gran vicio de la tozudez. Por lo tanto, Maestre de Puerto Mune, debo rechazar su oferta con gran sentimiento. Me quedaré con el Arca.

Tolly Mune efectuó una pequeña contorsión que la hizo girar en redondo y luego se impulsó levemente en el techo, quedando de tal modo justo ante la cara de Tuf y en la posición adecuada para amenazarle con un dedo.

—¡Maldición! —dijo—, no tengo la paciencia suficiente como para ir regateando cada una de estas condenadas calorías, Tuf. Soy una mujer muy ocupada y no tengo ni el tiempo ni la energía precisos para sus juegos de mercader. Venderá la nave. Usted lo sabe y yo también, así que terminemos de una vez. Diga el precio. —Le golpeó suavemente la nariz con el dedo. Diga —golpecito— el —golpecito— precio.

Haviland Tuf se desabrochó bruscamente del arnés y con una patada salió despedido de la silla. Era tan enorme que la hizo sentir pequeña, a ella, que había sido considerada gigantesca durante la mitad de su vida.

—Tenga la amabilidad de no agredir más mi pobre persona —dijo—, ya que ello no puede tener ni el menor efecto positivo sobre mi decisión. Me temo que se ha formado usted una opinión tremendamente errónea de mí, Maestre de Puerto Mune. Es cierto que he sido comerciante, sí, pero siempre fui pobre. Quizá porque nunca llegué a dominar esas artes del cambalache y regateo del que tan injustamente me acaba de atribuir. He puesto perfectamente en claro cuál es mi posición. El Arca no está en venta.


—Siento cierto afecto hacia usted a causa de los años que pasé ahí arriba —dijo con voz más bien fría Josen Rael en el comunicador—, y no puedo negar que su historia como Maestre de Puerto ha sido ejemplar. De no ser así, ahora mismo le quitaría ese cargo. ¿Le ha dejado volver a su nave? ¿Cómo ha podido hacerlo? La consideraba dotada de más sentido común…

—Y yo te consideraba un político —dijo Tolly Mune con voz algo despectiva—. Josen, piensa en las condenadas ramificaciones que habría tenido el asunto si hubiera hecho que los de seguridad se lanzaran sobre él en mitad de la Casa de la Araña! Tuf no es exactamente lo que se dice fácil de esconder, ni tan siquiera cuando se pone esa ridícula peluca y pretende ir de incógnito. Este lugar está atestado de nativos de Vandeen, Jazbo, el Mundo de Henry… Di cualquier planeta que se te ocurra y habrá alguien procedente de allí y todos están vigilando a Tuf y vigilando el Arca, esperando a ver qué haremos. Ya ha sido contactado por un maldito agente de Vandeen. Se les vio conversar en el tubotrén.

—Ya lo sé —dijo el Consejero con expresión de disgusto—. De todos modos, se tendría que… ¿no habría algún modo de cogerle sin que nadie se diera cuenta?

—¿y luego qué hago con él? —dijo Tolly Mune—. ¿Le mato y le echo por una escotilla al exterior? No soy capaz de hacer eso, Josen, y ni tan siquiera se me ocurriría la idea de encargárselo a otra persona. y si lo intentas te denunciaré a los noticiarios y haré que toda la condenada casa te caiga encima.

Josen Rael se limpió el sudor de la frente. —También otras personas tienen principios. No eres la única —dijo como a la defensiva—. Ni se me ocurriría tal idea. Pero debemos conseguir esa nave y, ahora que Tuf está otra vez dentro de ella, nuestra tarea se ha vuelto todavía más difícil. El Arca posee unas defensas formidables. He estado haciendo preparar algunos planes de estimación y dicen que quizá pudiera resistir un ataque de toda nuestra Flota Defensiva Planetaria.

—Oh, ¡Por todos los infiernos!, Josen, ahora se encuentra a unos cinco k as del final del tubo nueve. jun maldito ataque a toda escala de cualquiera, probablemente destruiría el Puerto y haría que el ascensor se derrumbara encima de tu condenada cabeza! No te pongas nervioso, mantén la cremallera bien cerrada y deja que yo me encargue de esto. Lograré que venda y lo haré legalmente.

—Muy bien —replicó el Consejero—. Te daré un poco más de tiempo pero te advierto que el Gran Consejo está siguiendo todo este asunto muy de cerca y se están empezando a impacientar. Tienes tres días. Si para entonces Tuf no ha puesto la huella de su pulgar en el documento de transferencia, tendré que enviar ahí arriba a las tropas de asalto.

—No te preocupes —dijo Tolly Mune—, tengo un plan.


La sala de comunicaciones del Arca era larga y más bien estrecha, Sus paredes estaban cubiertas con largas hileras de pantallas, a oscuras en esos momentos, Desorden, la revoltosa gata de pelaje blanquinegro, estaba durmiendo enroscada sobre las piernas de Haviland Tuf, en tanto que Caos, el gato de color gris, apenas salido de su infancia, iba y venia sobre los anchos hombros de Tuf, frotándose en su cuello y ronroneando estruendosamente. Tuf había cruzado las manos pacientemente sobre su estómago, mientras varios ordenadores examinaban y revisaban su programa, transmitiéndolo, comprobándolo, transfiriéndolo y sometiéndolo a todas las pruebas imaginables.

Ya llevaba cierto tiempo esperando. Una vez que la pavana geométrica de la pantalla hubo llegado a su conclusión, aparecieron ante él los rasgos de una mujer s’uthlamesa de edad ya avanzada.

—Encargada —anunció ella—. Bancos de Datos del Consejo.

—Soy Haviland Tuf, de la nave espacial Arca —anunció él a su vez.

Ella sonrió. —Le he reconocido gracias a los noticiarios. ¿En qué puedo ayudarle? —Pestañeó, sorprendida—. ¡Aj!, hay algo en su cuello…

—Es un gatito, señora —dijo él—, y es muy amistoso. —Alzó la mano y rascó a Caos debajo de la mandíbula. Pido su ayuda en cierto asunto de escasa importancia. Dado que soy un desesperado esclavo de mi propia curiosidad y siempre ardo en deseos de aumentar mis magros conocimientos, me he estado entreteniendo últimamente en estudiar la historia de su planeta, así como sus costumbres, folklore, política, hábitos sociales, etcétera. Por supuesto, ya me he procurado los textos básicos al respecto, así como los servicios de datos populares, pero existe una información en particular que hasta ahora no he conseguido obtener. No dudo de que es una nadería presumiblemente fácil de encontrar, si hubiera tenido la sabiduría suficiente para saber dónde debía buscarla, pero sin embargo se encuentra inexplicablemente ausente de todas las referencias de datos que he comprobado hasta el momento. Persiguiendo este pequeño dato me he puesto en contacto con el Centro de Procesado Educacional S’uthlamés y la mayor biblioteca de su planeta y ambos me han indicado que acudiera a usted. Por lo tanto, aquí estoy.

El rostro de la Encargada había adoptado un aire reservado e indescifrable.

—Ya entiendo. Los bancos de datos de! consejo no se encuentran generalmente abiertos al público, pero quizá me sea posible hacer una excepción. ¿Qué anda buscando?

Tuf levantó el dedo. —Tal y como ya he dicho, se trata de una insignificante brizna de información, pero le quedaría enormemente agradecido si tuviera la bondad de responder a mi pregunta, apaciguando con ello el fuego de mi curiosidad. ¿Cuál es, con toda precisión, la población actual de S’uthlam?

El rostro de la mujer se hizo más frío y grave. —Esa información no es de libre acceso —dijo con voz inexpresiva y la pantalla quedó en blanco.

Haviland Tuf permaneció inmóvil durante unos segundos antes de llamar de nuevo al servicio de datos que había estado utilizando.

—Me interesa una descripción general de la religión en S’uthlam —le dijo al programa de búsqueda—, y en particular sobre las creencias y sistemas éticos de la Iglesia de la Vida en Evolución.

Unas cuantas horas después, Tuf estaba totalmente absorto en su texto, jugueteando distraídamente con Desorden, la cual se había despertado con hambre y ganas de pelea, cuando recibió una llamada de Tolly Mune. Guardó la información que había estado examinando e hizo aparecer su rostro en otra de las pantallas de la sala.

—Maestre de Puerto… —dijo. —He oído decir que intenta meter la nariz en los altos secretos planetarios, Tuf —dijo ella, sonriéndole.

—Le aseguro que no era ésa mi intención —replicó Tuf—, pero en cualquier caso soy un espía de muy poca efectividad, dado que mi intentona acabó en un absoluto fracaso.

—Cenemos juntos —dijo Tolly Mune—, y quizá pueda responderle a esa pregunta sin importancia.

—Ciertamente —dijo Haviland Tuf—. En tal caso, Maestre de Puerto, permítame que la invite a cenar en el Arca. Mi cocina, aunque no resulte excepcional, sí es mucho más sabrosa y abundante que el término medio disponible en su Puerto, puedo asegurarlo.

—Me temo que no puede ser —dijo Tolly Mune—. Tengo demasiadas malditas cosas que atender, Tuf, y no puedo abandonar mi sitio. De todos modos, no deje que le empiecen a rugir las tripas. Acaba de llegar un gran carguero de la Despensa, nuestros asteroides granja, que se encuentran a poca distancia de aquí, formados de tierra y condenadamente fértiles. La M.P. siempre tiene derecho de pernada sobre las calorías recién llegadas: ensalada de neohierba fresca, ¡amones de cerdo de túnel con salsa de azúcar cande, vainas picantes, pan de hongos, fruta con auténtica crema de cala. mar y cerveza —sonrió—. Cerveza importada.

—¿Pan de hongos? —dijo Haviland Tuf—. No consumo carne animal, pero el resto de su menú me ha parecido altamente atractivo. Me alegrará sumamente aceptar su amable invitación. Si tiene la bondad de disponer de un muelle para mi llegada, me desplazaré hasta ahí en la Mantícora.

—Use el cuatro —dijo ella—. Está muy cerca de la Casa de la Araña. ¿Ése es Caos o Desorden?

—Desorden —replicó Tuf—. Caos ha partido para entregarse a sus misteriosas ocupaciones, tal y como suelen hacer los gatos.

—Nunca he visto un animal vivo —dijo Tolly Mune con cierta animación.

—Entonces, traeré a Desorden conmigo para contribuir de esta manera a su ilustración.

—Hasta pronto —y Tolly Mune cerró la comunicación.


Cenaron con un cuarto de gravedad. La Sala de Cristal estaba pegada a la Casa de la Araña y su parte exterior era una cúpula de plastiacero transparente como un cristal. Más allá de las invisibles paredes de la cúpula, les rodeaba la negra claridad del espacio con sus fríos y limpios campos de estrellas y el intrincado dibujo de la telaraña. Debajo estaba el exterior rocoso de la estación con los tubos de transporte que se entrelazaban de un lado a otro de la superficie, las redondas hinchazones de los habitáculos que se aferraban al punto de conexión, los minaretes tallados y las brillantes flechas de las torres de los hoteles clase estelar que se alzaban hacia la fría oscuridad. justo por encima de ellos se cernía el inmenso globo del planeta S’uthlam, de un azul pálido con zonas marrones en las que giraban las nubes. El ascensor se lanzaba hacia él como un proyectil, cada vez más arriba, hasta que el gigantesco tubo se convertía en una delgada hebra reluciente que terminaba por perderse de vista. Las perspectivas del paisaje eran asombrosas y en algunos momentos podían resultar incluso inquietantes.

La estancia solía utilizarse sólo para ocasiones de importancia y la última había sido hacía tres años, cuando Josen Rael había subido al Puerto para atender a un dignatario en visita oficial. Pero Tolly Mune estaba decidida a todo. La comida había sido preparada por un chef de un crucero de lujo de la Transcorp, que había tomado prestado durante una noche; la cerveza se la había proporcionado un comerciante que iba al Mundo de Henry; la vajilla era una valiosa antigüedad procedente del Museo de Historia Planetaria; la gran mesa de ébano de fuego, una reluciente madera negra cruzada por vetas escarlatas, bastaba para acoger a doce comensales, y del servicio se encargaba una tan silenciosa como discreta falange de camareros vestidos con librea oro y negro.

Tuf entró con su gato en brazos, examinó el esplendor de la mesa y luego alzó la mirada hacia las estrellas y la telaraña.

—Se puede ver el Arca —le dijo a Tolly Mune—. Está ahí, ese punto brillante de la telaraña, arriba a la izquierda.

Tuf miró donde le indicaba. —¿Se trata de un efecto conseguido mediante proyección tridimensional? —preguntó acariciando al gato.

—No, diablos. Esto es totalmente real, Tuf. —Sonrió. No se preocupe, está a salvo. Ese plastiacero tiene tres capas de grosor y no es probable que se nos caigan encima ni el planeta ni el ascensor y la posibilidades de que nos acierte un meteoro son astronómicamente bajas.

—Percibo una gran cantidad de tráfico —dijo Haviland Tuf—. ¿Cuáles son las posibilidades de que la cúpula sea golpeada por un turista pilotando un trineo de vacío alquilado, algún trazador de circuitos perdido o un anillo de pulsación quemado?

—Más elevadas —admitió Tolly Mune—. Pero si ocurriera eso, todas las compuertas quedarían selladas automáticamente, sonarían alarmas y se abriría un refugio de emergencia. Es obligatorio en toda construcción cercana al vacío. Son reglas del Puerto. Por lo tanto y en el improbable caso de que eso suceda, tendremos dermotrajes, aparatos respiratorios e incluso una antorcha láser por si queremos intentar arreglar el daño antes de que las cuadrillas lleguen aquí. Pero sólo ha ocurrido dos o tres veces en todos los años de existencia del Puerto, así que disfrute del paisaje y no se ponga demasiado nervioso.

—Señora —dijo Haviland Tuf con gran dignidad—, no estaba nervioso, sólo sentía curiosidad.

—Claro —dijo ella y le indicó su asiento con un gesto. Tuf se instaló rígidamente en él y permaneció absolutamente inmóvil, acariciando lentamente el pelaje blanquinegro de su gata, en tanto que los camareros empezaban a traer las bandejas del aperitivo y las cestillas con el pan de hongos aún caliente. Había dos tipos básicos de aperitivo: pastelillos rellenos de queso picante y paté de hongos y lo que parecían ser pequeñas serpientes o quizá gusanos grandes, hervidos en una aromática salsa de color anaranjado. Tuf le dio dos de estos últimos a Desorden y fueron devorados con entusiasmo. Luego tomó un pastelillo, lo olió y le dio un delicado mordisco. Después de tragarlo movió la cabeza.

—Excelente —proclamó. —Así que eso es un felino —dijo Tolly Mune. —Ciertamente —replicó Tuf cogiendo un poco de pan de hongos. Al romper en dos la barra, de su interior se alzó una nubecilla de vapor. Luego se dedicó a untarlo metódicamente con una gruesa capa de mantequilla.

Tolly Mune cogió también un poco de pan y se quemó los dedos con la corteza. Pero no lo dejó ver, no pensaba mostrar la más mínima debilidad teniendo a Tuf delante.

—Muy bueno —dijo después del primer bocado—. Sabe, Tuf, la comida de la cual vamos a disfrutar… bueno, la mayoría de los s’uthlameses no comen nunca tan bien.

—Ese hecho no se me había escapado, en efecto —dijo Tuf, alzando otra serpiente entre el índice y el pulgar y sosteniéndola ante Desorden, que trepó por su brazo para cogerla.

—De hecho —dijo Tolly Mune—, el contenido en calorías de esta comida se aproxima al que un ciudadano medio consume en toda una semana.

—Por lo concentrado de los sabores y por el pan, me aventuraría a sugerir que nuestros placeres gustativos han superado ya a los de un s’uthlamés medio durante toda su vida —dijo Tuf con el rostro impasible.

La ensalada fue colocada sobre la mesa. Tuf la probó y declaró que era buena. Tolly Mune se dedicó a ir removiendo la comida que tenía en el plato y esperó a que los camareros se hubieran retirado a sus lugares, junto a las paredes.

—Tuf —dijo—, creo que tenía una pregunta para hacerme. Haviland Tuf alzó la mirada del plato y la contempló fijamente. Su largo y pálido rostro seguía tan inmóvil e inexpresivo como antes.

—Correcto —dijo. También Desorden la estaba mirando y sus pupilas rasgadas eran tan verdes como la neohierba de sus ensaladas.

—Treinta y nueve mil millones —dijo Tolly Mune con voz seca y tranquila.

Tuf pestañeó. —Vaya —dijo. —¿Sólo ese comentario? —dijo Tolly sonriendo. Tuf contempló el gran globo de S’uthlam que flotaba sobre sus cabezas.

—Dado que solicita mi opinión, Maestre de Puerto, me arriesgaré a decir que pese al formidable tamaño del planeta que tenemos sobre nosotros, no puedo sino interrogarme sobre su capacidad máxima. Sin pretender con ello hacer la más mínima censura a sus costumbres, cultura y civilización, se me ocurre la idea de que una población de treinta y nueve mil millones de personas podría ser considerada como un tanto excesiva.

Tolly Mune sonrió. —¿De veras? —se apoyó en el respaldo, llamó a un camarero y pidió que trajeran bebidas. La cerveza era de un color amarronado, espumosa y fuerte. Se sirvió en grandes jarras de cristal tallado, para manejar las cuales hacían falta las dos manos. Tolly levantó la suya con cierta dificultad viendo cómo el líquido se removía dentro de la jarra—. Es lo único de la gravedad a lo que nunca podré acostumbrarme —dijo—. Los líquidos deberían estar siempre dentro de ampollas para apretar, maldita sea. Estos trastos me parecen condenadamente incómodos, como un accidente esperando siempre a desencadenarse. —Tomó un sorbo y, al levantar de nuevo la cabeza, lucía un bigote de espuma. Pese a todo, es buena —añadió, limpiándose la boca con el dorso de la mano—. Bueno, Tuf, ya es hora de que dejemos este maldito juego de esgrima —siguió diciendo, mientras depositaba la jarra en la mesa, con el excesivo lujo de precauciones de quien no estaba acostumbrada ni tan siquiera a la escasa gravedad actual—. Es obvio que ya sospecha que padecemos un problema de población o jamás se le habría ocurrido hacer preguntas al respecto. Y, además, ha estado buscando montones de datos e informaciones de todo tipo. ¿Con qué fin?

—Señora, la curiosidad es mi más triste aflicción —dijo Tuf—, y sólo intentaba resolver el enigma de S’uthlam, teniendo quizás además una levísima esperanza de que, en el curso de mi estudio, topara con algún medio para resolver el callejón sin salida en el que nos encontramos actualmente.

—¿Y? —dijo Tolly Mune. —Acaba usted de confirmar la teoría que yo había construido sobre su exceso de población. Con ese dato en su sitio todo se vuelve muy claro. Esas ciudades inmensas trepan hacia lo alto, porque deben proporcionar sitio donde vivir a una población siempre creciente, al mismo tiempo que luchan futílmente para preservar sus áreas agrícolas de ser engullidas por las ciudades. Su orgulloso Puerto está impresionantemente atareado y su gran ascensor no para de moverse, porque no poseen la capacidad suficiente para dar de comer a su propia población y por lo tanto deben importar alimentos de otros planetas. Se les teme y puede que incluso se les odie, pues hace siglos intentaron exportar su problema de población mediante la emigración y la anexión de sus vecinos, hasta que se les detuvo violentamente mediante la guerra. Su pueblo no tiene animales domésticos, porque S’uthlam carece de espacio para cualquier especie que no sea la humana o no constituya un eslabón directo, eficiente y necesario de la cadena alimenticia. Como promedio, los individuos de su pueblo son claramente más pequeños de lo que es corriente en el ser humano, debido a los rigores sufridos durante siglos de privaciones alimenticias y un racionamiento, disimulado pero real, puesto en vigor mediante el uso de la fuerza. De ese modo una generación sucede a otra, cada vez de menor talla y más delgada que la anterior, luchando por subsistir con unos recursos en constante disminución. Todas esas calamidades se deben directamente a su exceso de población.

—No parece usted aprobar todo eso, Tuf —dijo Tolly Mune.

—No pretendía hacer ninguna crítica. Su pueblo no carece de virtudes. Son industriosos, saben cooperar entre sí, poseen un alto sentido de la ética, son civilizados e ingeniosos, en tanto que su tecnología, su sociedad y especialmente su ritmo de avance intelectual son dignos de admiración.

—Nuestra tecnología —dijo Tolly Mune secamente—, es la única cosa que por el momento ha salvado nuestros condenados traseros. Importamos el treinta y cuatro por ciento de nuestras calorías brutas. Producimos puede que otro veinte por ciento con el cultivo de la tierra susceptible de uso agrícola que todavía nos queda. El resto de nuestra comida viene de las factorías alimenticias y es procesada a partir de sustancias petroquímicas. Ese porcentaje sube cada año y no puede sino subir. Sólo las factorías de alimentos pueden mantener el ritmo necesario para que la curva de población no las deje atrás. Sin embargo, hay un condenado problema.

—Se les está terminando el petróleo —aventuró Haviland Tuf.

—Sí, se nos está terminando el maldito petróleo —dijo Tolly Mune—. Un recurso no renovable y todas esas cosas, Tuf.

—Indudablemente, sus clases gobernantes deben saber aproximadamente en qué momento llegará el hambre.

—Dentro de veintisiete años normales —dijo ella—, más o menos. La fecha cambia constantemente con las alteraciones que sufren una serie de factores. Puede que tengamos una guerra antes de que llegue el hambre, o eso creen algunos de nuestros expertos. O puede que tengamos una guerra y además hambre. En cualquiera de los dos casos tendremos montones de muertos. Somos un pueblo civilizado, Tuf, tal y como usted mismo ha dicho. Somos tan condenadamente civilizados que le resultaría difícil creerlo. Somos cooperativos, tenemos ética, nos gusta afirmar continuamente la vida y todo ese parloteo, pero incluso eso está empezando a romperse en mil pedazos. Las condiciones en las ciudades subterráneas están empeorando y llevan ya generaciones empeorando y algunos de nuestros líderes han llegado ya al extremo de afirmar que ahí abajo están retrocediendo evolutivamente, que se están convirtiendo en una maldita especie de alimañas. Asesinatos, violaciones, todo tipo de crímenes en los que interviene la violencia y los índices aumentan cada año. En los últimos dieciocho meses hemos tenido dos casos de canibalismo y todo eso se volverá aún peor en los años venideros. Irá aumentando con la condenada curva de población. ¿Estás recibiendo mi transmisión, Tuf?

—Ciertamente —dijo él con voz impasible. Los camareros volvieron con nuevos platos. Esta vez se trataba de una bandeja repleta de carne que aún humeaba a causa del horno y había también disponibles cuatro clases de vegetales distintos. Haviland Tuf permitió que le llenaran el plato hasta rebosar de vainas picantes, raíz dulce y nueces de manteca. Luego, le pidió al camarero que cortara unas pequeñas tajadas de carne para Desorden. Tolly Mune se sirvió un grueso pedazo de carne que sumergió con una salsa marrón, pero, después del primer bocado, descubrió repentinamente que no tenía apetito y se dedicó a ver cómo Tuf iba engullendo el contenido de su plato.

—¿Y bien? —acabó diciéndole. —Quizá pueda prestarles un pequeño servicio en relación con su problema —dijo Tuf, mientras pinchaba expertamente con su tenedor un buen puñado de vainas.

—Puede prestarlo —dijo Tolly Mune—. Véndanos el Arca. Es la única solución existente, Tuf. Lo sé. Diga usted qué precio desea. Estoy apelando a su condenado sentido de la moral. Venda y salvará millones de vidas, puede que miles de millones. No solamente será rico, sino que también será un héroe. Diga esa palabra y bautizaremos nuestro maldito planeta con su nombre.

—Una idea interesante —dijo Tuf—. Sin embargo, ya pesar de mi vanidad, me temo que sobreestima grandemente las proezas del perdido Cuerpo de Ingeniería Ecológica. En todo caso el Arca no se encuentra en venta, tal y como ya le he informado. Pero, ¿Puedo arriesgarme quizás a sugerir una solución bastante obvia a sus dificultades? Si resulta eficaz me encantaría permitir que se bautizara una ciudad o un pequeño asteroide con mi nombre.

Tolly Mune rió y bebió un considerable trago de cerveza. Lo necesitaba.

—Adelante, Tuf. Dígalo. Dígame cuál es la solución obvia y fácil.

—Acuden a mi cerebro toda una plétora de términos —dijo Tuf—. El meollo del concepto es el control de la población, que puede ser conseguido mediante el control de los nacimientos por sistemas bioquímicos o mecánicos, la abstinencia sexual, el condicionamiento cultural o las prohibiciones legales. Los mecanismos pueden variar, pero el resultado final debe ser el mismo. Los s’uthlameses deben procrear menos.

—Imposible —dijo Tolly Mune. —En lo más mínimo —dijo Tuf—. Hay otros mundos mucho más antiguos y menos avanzados que S’uthlam y lo han conseguido.

—Eso no importa, ¡maldición! —dijo Tolly Mune. Hizo un gesto brusco con su jarra y un poco de cerveza cayó sobre la mesa, pero no le hizo caso—. No va a ganar ningún premio por su original idea, Tuf. La idea no resulta nueva ni mucho menos. De hecho tenemos una fracción política que lleva propugnándola desde hace… ¡diablos!, desde hace cientos de años. Les llamamos los ceros. Quieren reducir a cero la tasa de aumento de la curva de población. Yo diría que quizás un siete o un ocho por ciento de los ciudadanos les apoya.

—Es indudable que el hambre masiva aumentará el número de partidarios de su causa —observó Tuf, levantando su tenedor repleto de raíz dulce. Desorden lanzó un maullido aprobatorio.

—Para entonces ya será condenada mente tarde yeso lo sabe usted muy bien, ¡maldición! El problema es que nuestras ingentes masas de población no creen realmente que vaya a pasar todo eso, no importa lo que digan los políticos o las horribles predicciones que puedan oír en las noticias. Ya hemos oído todo eso antes, dicen, y que me cuelguen si no es cierto. La abuela y el abuelo oyeron predicciones similares sobre el hambre que se avecinaba, pero S’uthlam siempre ha podido evitar la catástrofe, hasta ahora. Los tecnócratas se han mantenido en la cima del poder durante siglos gracias a que han estado perpetuamente aplazando el día del derrumbe. Siempre encuentran una solución. La mayoría de los ciudadanos tienen absoluta confianza en que siempre encontrarán una solución.

—Las soluciones a que se refiere son, por naturaleza propia, meros aplazamientos —comentó Haviland Tuf—. Estoy seguro que de ello debe resultar obvio. La única solución verdadera es el control de la población.

—No nos comprende, Tuf. Las restricciones sobre los nacimientos son un anatema para la inmensa mayoría de los s’uthlameses. jamás conseguirá que un número realmente significativo de gente las acepte y, desde luego, no conseguirá que lo hagan sólo para evitar una maldita catástrofe irreal en la que, de todos modos, ninguno de ellos cree. Unos cuantos políticos excepcionalmente estúpidos e idealistas lo han intentado y se les hizo caer de la noche a la mañana, denunciándoles como personas inmorales y opuestas a la vida.

—Ya veo —dijo Haviland Tuf—. Maestre de Puerto Mune, ¿es usted una mujer de fuertes convicciones religiosas?

Ella torció el gesto y bebió un poco más de cerveza. —¡Diablos, no! Supongo que soy agnóstica. No lo sé, no pienso demasiado en ello. Pero también pertenezco a los cero, aunque es algo que no admitiré nunca ahí abajo. Muchos hilado res son de los cero. En un sistema tan pequeño y cerrado como el Puerto, los efectos de una procreación incontrolada se harían muy pronto condenada mente aparentes y serían condenadamente terribles. Ahí abajo, ¡maldición!, la cosa no esta tan clara. y la Iglesia… ¿está familiarizado con la Iglesia de la Vida en Evolución?

—Tengo cierta familiaridad sucinta con sus preceptos —dijo Tuf—, aunque debo admitir que la he adquirido muy recientemente.

—S’uthlam fue colonizada por los ancianos de la Iglesia de la Vida en Evolución —dijo Tolly Mune—. Venían huyendo de la persecución religiosa en Tara y se les perseguía a causa de que procreaban tan condenada mente aprisa que estaban amenazando con apoderarse del planeta por su simple número, cosa que al resto de nativos no les gustaba ni pizca.

—Un sentimiento muy comprensible —dijo Tuf. —Eso fue lo mismo que terminó con el programa de colonización, lanzado por los expansionistas hace unos cuantos siglos. La Iglesia… bueno, su creencia básica es que el destino de la vida consciente es llenar todo el universo, que la vida es el bien definitivo y último. La antivida es el mal definitivo. La Iglesia cree que la vida y la antivida mantienen una especie de carrera entre sí. La Iglesia dice que debemos evolucionar a través de estados cada vez más elevados, en conciencia y genio, hasta llegar a una especie de eventual divinidad y que debemos conseguir tal divinidad a tiempo de evitar la muerte calórica del universo. Dado que la evolución trabaja mediante el mecanismo biológico de la procreación, lo que debemos hacer es procrear, expandiendo y enriqueciendo continuamente el estanque gen ético y llevando nuestra semilla hasta los astros. Restringir los nacimientos… si lo hacemos, quizás estuviéramos interfiriendo con el siguiente paso en la evolución humana, quizás estuviéramos abortando a un genio, a un protodiós, al portador de un cromosoma mutante que sería capaz de hacer ascender a la raza ese peldaño siguiente de la escalera, tan cargado de trascendencia.

—Creo haber comprendido lo esencial de su credo —dijo Tuf.

—Somos un pueblo libre, Tuf —dijo Tolly Mune—. Hay diversidad religiosa, libertad de culto y todo eso. Tenemos además Erikaners, Cristeros Viejos y Niño del Soñador. Tenemos bastiones de los Ángeles de Acero y comunas del Crisol, lo que se le ocurra. Pero más del ochenta por ciento de la población sigue perteneciendo a la Iglesia de la Vida en Evolución y sus creencias son más fuertes ahora que en ningún otro momento. Miran a su alrededor y ven los frutos obvios de las enseñanzas de la Iglesia. Cuando se tiene a miles de millones de personas se tiene a millones de genios y se tiene, además, el estímulo de una virulenta fertilización cruzada, de una competición salvaje en busca del progreso y de unas necesidades increíbles. Por lo tanto, ¡maldición!, es muy lógico que S’uthlam haya conseguido llevar a cabo avances tecnológicos casi milagrosos. Ven nuestras ciudades y el ascensor, ven a los visitantes que acuden de un centenar de mundos para estudiar aquí, ven cómo estamos eclipsando a todos nuestros vecinos. No ven una catástrofe y los líderes de la Iglesia no paran de repetir que todo irá estupendamente, ¡Por qué demonios van a permitir que a la gente se le impida procrear! —Le dio un fuerte golpe a la mesa y se volvió hacia un camarero—. ¡Tú! —le dijo secamente—. Más cerveza y rápido. —Luego se volvió hacia Tuf—. Por lo tanto, no me suelte esas ingenuas sugerencias. Las restricciones de nacimientos son impracticables dada nuestra situación. Es imposible. ¿Lo ha entendido, Tuf?

—No hay ninguna necesidad de impugnar mi inteligencia —dijo Haviland Tuf y acarició a Desorden, que se había instalado de nuevo en su regazo después de haberse atracado de carne—. El apuro en que se encuentra S’uthlam me ha llegado al corazón. Haré todo lo que esté en mi mano para aliviar las calamidades de su planeta.

—Entonces, ¿nos venderá el Arca? —le preguntó ella secamente.

—Ésa es una hipótesis carente de base —replicó Tuf—. Sin embargo, haré ciertamente cuanto se encuentre dentro de mis capacidades como ingeniero ecológico antes de partir rumbo a otros mundos.

Los camareros estaban trayendo ya el postre: grandes frutas jugosas de color verde azulado que nadaban en cuencos de espesa crema. Desorden olió la crema y saltó sobre la mesa para emprender una investigación más concienzuda, en tanto que Haviland Tuf alzaba la fina cuchara de plata que habían puesto ante él.

Tolly Mune meneó la cabeza. —Llévenselo —dijo bruscamente—, es demasiado condenadamente espesa para mí. Sólo quiero una cerveza.

Tuf la miró y levantó un dedo. —jun instante! No serviría de nada permitir que su ración de este delicioso postre se desperdiciara. Estoy seguro de que a Desorden le encantará.

La Maestre de Puerto tomó un sorbo de su nueva jarra y frunció el ceño.

—Se me han terminado las palabras, Tuf. Estamos ante una crisis. Necesitamos esa nave. Ésta es su última oportunidad. ¿Quiere venderla?

Tuf la miró y Desorden avanzó rápidamente hacia el cuenco del postre.

—Mi posición no ha variado.

—Entonces, lo siento —dijo Tolly Mune—. No quería verme obligada a hacer esto. —Chasqueó los dedos. En el silencio que siguió a ese instante, durante el cual sólo se había oído el ruido de la gata lamiendo la crema, el chasquido resonó como un disparo. A lo largo de los muros cristalinos los altos y serviciales camareros metieron la mano bajo sus elegantes libreas negro y oro sacando de ellas pistolas neurales.

Tuf parpadeó y movió la cabeza, primero a la derecha y luego a la izquierda, estudiando por turno a cada uno de los hombres, mientras Desorden empezaba con la fruta.

—¡Traición! —dijo con voz átona—. Me encuentro gravemente decepcionado. Mi confianza y mi buena disposición natural han sido cruelmente utilizadas en mi contra. —Tuf, condenado estúpido, usted me obligó a… —Tal abuso del rango no hace sino exacerbar la traición en lugar de justificarla —dijo Tuf con la cuchara en la mano—. ¿Voy a ser ahora, por ventura, asesinado en secreto y con la peor de las villanías?

—Somos gente civilizada —dijo Tolly Mune con voz irritada, enfadada con Tuf, con Josen Rael, con la condenada Iglesia de la Vida en Evolución y, por encima de todo, con ella misma por haber llegado a tal extremo—. No, nada de eso. Ni tan siquiera vamos a robar esa maldita nave suya por la que tanto se preocupa. Todo esto es legal, Tuf. Se encuentra arrestado.

—Ciertamente —dijo Tuf—. Por favor, acepte mi rendición. Siempre estoy entusiásticamente dispuesto a cumplir con las leyes locales. ¿Cuáles son los cargos por los que voy a ser juzgado?

Tolly Mune sonrió sin ningún entusiasmo, sabiendo muy bien que esta noche en la Casa de la Araña su nombre volvería a ser la Viuda de Acero. Luego señaló hacia el otro extremo de la mesa, en el cual Desorden estaba sentada lamiéndose cuidadosamente los bigotes llenos de crema.

—Importación ilegal de alimañas dentro del Puerto de S’uthlam —dijo.

Tuf depositó cuidadosamente su cuchara en la mesa y plegó las manos sobre el vientre.

—Me parece recordar que traje aquí a Desorden a resultas de una clara invitación por su parte.

Tolly Mune sacudió la cabeza. —No servirá de nada, Tuf. Tengo grabada toda nuestra conversación. Es cierto que dije no haber visto jamás un animal vivo, pero eso es simplemente una afirmación y ningún tribunal podría llegar a considerarla como una incitación para que cometiera una violación criminal de nuestros reglamentos sanitarios. Al menos, ninguno de nuestros tribunales. —En su sonrisa había cierto matiz de disculpa.

—Ya veo —dijo Tuf—. En tal caso, pasemos por alto las siempre engorrosas y lentas maquinaciones legales. Me declaro culpable y estoy dispuesto a pagar la multa que corresponda a esta leve infracción.

—Muy bien —dijo Tolly Mune—. La multa es de cincuenta unidades base. —Hizo un gesto y uno de los camareros avanzó hacia la mesa y se apoderó de la gata—. Naturalmente —concluyó Tolly—, la alimaña debe ser destruida.

—Odio la gravedad —le dijo Tolly Mune a un sonriente Josen Rael una vez hubo terminado su informe sobre la cena—. Me agota y odio pensar en lo que toda esa condenada tensión le hace a mis músculos y órganos internos. ¿Cómo podéis vivir los gusanos de ese modo, día tras día? ¡Y toda esa condenada comida! La engullía de una forma casi obscena y todos esos olores…

—Maestre de Puerto, tenemos asuntos más importantes que discutir —dijo Rael—. ¿Está todo listo? ¿Le hemos cogido?

—Tenemos a su gata —dijo ella con voz lúgubre—. Para ser más exactos, tengo a su gata. —Como si hubiera estado esperando esas palabras Desorden lanzó un maullido y pegó la cabeza a la rejilla de plastiacero de la jaula que los hombres de seguridad habían erigido en uno de los rincones de su habitación. Desorden maullaba muchísimo. Estaba claro que la ingravidez no le resultaba nada cómoda y cada vez que intentaba moverse empezaba a girar sobre sí misma sin lograr controlarse. Cada vez que la gata se golpeaba con la rejilla, Tolly Mune no podía reprimir un leve pinchazo de culpabilidad. Estaba segura de que él habría sellado el documento de transferencia sólo para salvar a ese condenado animal.

Josen Rael no parecía muy alegre. —La verdad es que su plan no me parece demasiado bueno, Maestre de Puerto. En el nombre de la vida, ¿por qué iba alguien a entregar un tesoro de la magnitud del Arca para preservar un espécimen animal? y menos aún cuando, según me ha dicho, posee otras alimañas del mismo tipo a bordo de su nave.

—Porque está emocionalmente muy unido a esta alimaña en particular —dijo Tolly Mune con un suspiro—. Pero Tuf es mucho más tozudo de lo que pensaba. Se dio cuenta de que yo estaba fanfarroneando.

—Entonces, destruya al animal. Demuéstrele que estamos hablando en serio. —¡Oh, Josen, un poco de cordura! —replicó ella con impaciencia—. ¿Y dónde estaríamos entonces? Si llevo adelante el plan y mato a esa maldita bestia, entonces me quedo sin nada. Tuf lo sabe y sabe que yo lo sé y sabe que yo sé que él lo sabe. Al menos ahora tenemos algo que él desea. Estamos en tablas.

—Cambiaremos las leyes —sugirió Josen Rael—. A ver, sí. ¡La pena por introducir alimañas en el Puerto debería incluir la confiscación de la nave usada para dicho acto de contrabando!

—Condenadamente genial —dijo Tolly Mune—. Es una pena que estén prohibidas las leyes con efectos retroactivos. —Todavía no he oído ningún plan mejor por su parte.

—Josen, ello se debe a que todavía no tengo ninguno. Pero ya lo tendré. Discutiré con él, le engañaré, no lo sé. Conocemos SUS debilidades: la comida, sus gatos. Puede que haya algo más y que podamos utilizarlo. Conciencia, libido, una debilidad hacia el juego o la bebida… —se quedó callada y empezó a pensar—. El juego —repitió—, claro… Le gusta jugar. Apuntó con un dedo hacia la pantalla—. No se meta en esto. Me dio tres días y mi tiempo todavía no se ha terminado. Mantenga bien firme la cremallera. —Con un gesto hizo esfumarse sus rasgos de la gran pantalla y en su lugar puso la oscuridad del espacio, con el Arca flotando ante un telón de estrellas inmóviles.

La gata pareció reconocer la imagen de la pantalla y emitió un maullido quejumbroso. Tolly Mune la miró con el ceño fruncido y pidió que la pusieran en comunicación con su encargada de seguridad.

—Tuf —ladró—, ¿dónde está ahora?

—Está en el Hotel Panorama del Mundo, en su sala de juegos clase estelar, Mamá —respondió la encargada de ese turno.

—¿El Panorama del Mundo? —gimió ella—. ¿Así que ha acabado eligiendo un maldito palacio para gusanos, eh? ¿Qué tienen ahí, gravedad completa? Oh, infiernos, no importa. Cuida de que no se mueva de ahí. Ahora bajo.


Le encontró jugando a la canasta a cinco. Tenía delante una pareja de gusanos de tierra ya mayores; un cibertec al que habían suspendido de empleo y sueldo por saquear sistemas, unas cuantas semanas antes, y un negociador comercial, más bien obeso y paliducho, de Jazbo. De guiarse por el montón de fichas que había ante él, Tuf estaba ganando bastante. Tolly hizo chasquear los dedos y la camarera se acercó rápidamente con una silla. Tolly Mune se instaló junto a Tuf y le tocó suavemente el brazo.

—Tuf —dijo. Él volvió la cabeza y se apartó un poco de ella.—Tenga la amabilidad de no ponerme las manos encima, Maestre de Puerto Mune.

Ella retiró la mano. —¿Qué está haciendo, Tuf? —Por el momento estoy poniendo a prueba una estratagema, tan nueva como interesante, recién inventada por mí en contra del Negociador Dez. Me temo que quizás acabe resultando que carece de fundamento científico, pero el tiempo lo dirá. Hablando en un sentido más amplio, estoy esforzándome por ganar una magra cantidad de unidades base mediante la aplicación del análisis estadístico y la psicología práctica. Debo decir que S’uthlam no resulta nada barata, Maestre de Puerto Mune.

El jazboíta, con su larga cabellera empapada con aceites irisados y su obeso rostro lleno de cicatrices, rió roncamente, exhibiendo con ello una pulida dentadura negra en la que había incrustadas diminutas joyas carmesí.

—Hago un desafío, Tuf —dijo, tocando un botón que había junto a su puesto y que hizo centellear brevemente sus cartas sobre la superficie iluminada de la mesa.

Tuf se inclinó por un segundo hacia adelante. —Ciertamente —replicó. Un dedo pálido y muy largo se movió en el gesto preciso y su propia jugada se encendió dentro del círculo—. Me temo que ha perdido, señor. Mi experimento ha resultado triunfante, aunque no dudo de que ello se ha debido a un mero capricho de la fortuna.

—¡Maldito sea usted y su condenada fortuna! —dijo el jazboíta, poniéndose en pie con cierta dificultad. Unas cuantas fichas más cambiaron de manos.

—Así que sabe jugar —dijo Tolly Mune—. Pero eso no le servirá de nada, Tuf. En estos lugares los juegos siempre están amañados a favor de la casa. jugando, nunca logrará ganar todo el dinero que le hace falta.

—No soy totalmente consciente de tal realidad —dijo Tuf.

—Hablemos. —Ya lo estamos haciendo. —Hablemos en privado —dijo ella subiendo un poco el tono de voz.

—Durante nuestra última discusión en privado fui atacado por hombres provistos de pistolas neurónicas, se me agredió verbalmente, fui cruelmente engañado, se me privó de una compañía muy querida y, como remate, se me impidió gozar de mi postre. No me encuentro muy favorablemente predispuesto a nuevas invitaciones de dicho tipo.

—Le invito a una copa —dijo Tolly Mune. —Muy bien —replicó Tuf. Se levantó con rígida dignidad, recogió sus fichas y se despidió de los demás jugadores. Tolly y Tuf se dirigieron a un reservado situado al otro extremo de la sala de juegos. Tolly Mune jadeaba un poco a causa del esfuerzo que le imponía la gravedad. Una vez dentro de él se derrumbó sobre los almohadones, pidió dos narcos helados y cerró la cortina a continuación.

—El ingerir bebidas narcóticas tendrá un efecto muy escaso sobre mis capacidades decisorias, Maestre de Puerto Mune —dijo Haviland Tuf—, y aunque me encuentro perfectamente dispuesto a recibir su generosa oferta e invitación, como justa compensación a su anterior falta de hospitalidad civilizada, mi posición sigue sin haber variado.

—¿Qué quiere, Tuf? —le dijo ella con voz agotada después de que llegaron las bebidas. Los grandes vasos estaban cubiertos de escarcha y en su interior el licor azul cobalto ardía con un gélido resplandor.

—Al igual que todos los seres humanos tengo muchos deseos. Por el momento, lo que deseo con mayor urgencia es tener de nuevo junto a mí, sana y salva, a Desorden.

—Ya le propuse que cambiáramos el animal por la nave. —Ya hemos discutido dicha propuesta y la he rechazado por ser muy poco equitativa. ¿Debemos volver otra vez a discutir el asunto?

—Tengo un nuevo argumento —dijo ella. —¿De veras? —Tuf probó su bebida.

—Consideremos el asunto de la propiedad, Tuf. ¿Cuál es su derecho para considerarse dueño del Arca? ¿Acaso la ha construido? ¿Tuvo algún papel en su creación? No, ¡demonios!

—La encontré —dijo Tuf—. Es cierto que tal descubrimiento lo hice acompañado por cinco personas más y no puedo negar que sus títulos sobre dicha propiedad resultaban, en ciertos casos, superiores al mío. Sin embargo, ellos han muerto y yo sigo vivo, lo cual fortalece considerablemente mi posición. Lo que es más, actualmente me encuentro en posesión de dicha nave y en muchos sistemas éticos la posesión es la clave y, en más de una ocasión, el factor determinante en cuanto respecta a la propiedad.

—Hay mundos en los que todos los objetos de valor pertenecen al estado y en ellos su maldita nave habría sido requisada de inmediato.

—Me doy cuenta de ello, créame, y tengo gran cuidado de evitar dichos mundos cuando elijo mi destino —dijo Haviland Tuf.

—Tuf, si quisiéramos, podríamos apoderarnos de su maldita nave por la fuerza. Quizá sea el poder lo que da la propiedad, ¿no?

—Es cierto que a sus órdenes se encuentra la feroz lealtad de ingentes masas de lacayos armados con lásers y pistolas neurónicas, en tanto que yo me encuentro totalmente solo. No soy sino un humilde comerciante y un ingeniero ecológico que no ha superado el rango de neófito y como única compañía tengo la de mis inofensivos felinos. Sin embargo, no carezco de ciertos recursos propios. Entra dentro de mis posibilidades teóricas el haber programado ciertas defensas en el Arca susceptibles de hacer dicho asalto mucho más difícil de lo que pudiera creerse en un principio. Por supuesto que dicha idea es una pura teoría, pero haría bien en prestarle la debida consideración. En cualquier caso, una acción militar brutal sería ilícita según la jurisprudencia de S’uthlam.

Tolly Mune suspiró. —Ciertas culturas opinan que la propiedad viene dada por la capacidad de usar el bien poseído. Otras optan por la necesidad de usarlo.

—Estoy levemente familiarizado con dichas doctrinas. —Bien. S’uthlam necesita el Arca más que usted, Tuf.

—Incorrecto. Necesito el Arca para practicar la profesión que he escogido y para ganarme la vida. Lo que su mundo precisa en estos momentos no es tanto la nave en sí como la ingeniería ecológica. Por dicha razón le ofrecí mis servicios y me encontré con que mi generosa oferta era despreciada y tildada de insuficiente.

—La utilidad —le interrumpió Tolly Mune—. Tenemos todo un maldito mundo lleno de brillantes científicos. Usted mismo admite que es sólo un comerciante. Podemos usar el Arca mejor que usted.

—Sus brillantes científicos son casi todos especialistas en física, química, cibernética y otros campos semejantes. S’uthlam no se encuentra particularmente avanzada en áreas como la biología, la gen ética o la ecología. Esto es algo que me parece doblemente obvio. Si poseyeran expertos, como parece usted afirmar, en primer lugar no les resultaría tan urgente la necesidad de poseer el Arca y, en segundo lugar, sus problemas ecológicos no habrían sido dejados de lado, como lo han sido hasta alcanzar las proporciones actuales, francamente ominosas. Por lo tanto, pongo en duda su afirmación en cuanto a que su pueblo sea capaz de utilizar la nave de modo más eficiente. Desde que he llegado a poseer el Arca, y durante todo mi viaje hasta aquí, no he parado de consagrarme al estudio y, por lo tanto, creo que puedo atreverme a sugerir que ahora soy el único ingeniero ecológico dotado de ciertas cualificaciones existentes en el espacio humano, excluyendo posiblemente a Prometeo.

El largo y pálido rostro de Haviland Tuf no había variado de expresión. Cada una de sus frases era articulada cuidadosamente y luego disparadas en gélidas e interminables salvas. A pesar de ello, Tolly Mune tuvo la sensación de que tras la impenetrable fachada de Tuf había una debilidad: el orgullo, el ego, una vanidad que podía utilizar para sus propios fines. Tolly alzó un dedo y lo blandió ante él.

—Palabras, Tuf, nada más que malditas palabras. Puede hacerse llamar ingeniero ecológico, si le place, pero eso no quiere decir nada en absoluto. Puede hacerse llamar melón de agua, si le parece, ¡Pero tendría un aspecto condenadamente ridículo sentado en un cuenco lleno de crema!

—Ciertamente —dijo Tuf. —Le hago una apuesta —dijo ella, disponiéndose a jugarse el todo por el todo—. Apuesto a que no tiene ni maldita idea sobre qué hacer con esa condenada nave.

Haviland Tuf pestañeó y formó un puente con sus manos sobre la mesa.

—Una proposición interesante —dijo—. Prosiga. Tolly Mune sonrió.

—Su gata contra su nave —dijo—. Ya he explicado cuál es nuestro problema. Resuélvalo y tendrá de vuelta a Desorden sana y salva. Fracase y nos quedaremos con el Arca.

Tuf levantó un dedo. —En el plan hay un defecto básico. Aunque se me impone una tarea formidable no siento repugnancia ante la idea de aceptar tal desafío, pero sugiero que los premios se encuentran muy desequilibrados. El Arca y Desorden me pertenecen, aunque me haya sido robada la posesión de esta última de un modo legal, si bien nada escrupuloso. Por lo tanto, de ello se desprende que, si gano, lo único que consigo es recuperar la posesión de algo que, al empezar, ya era justamente mío, en tanto que el posible premio de la otra parte es mucho mayor. No me parece equitativo y tengo una contraoferta preparada. Vine a S’uthlam para conseguir ciertas reparaciones y cambios en mi nave. En el caso de que triunfe, quiero que dichos trabajos se lleven a cabo sin coste alguno para mí.

Tolly Mune se llevó el vaso a la boca a fin de conseguir un instante para considerar la oferta de Tuf. El hielo había empezado a derretirse, pero el narco aún conservaba su potente sabor.

—¿Cincuenta millones de unidades base regaladas? Eso es condenadamente excesivo.

—Tal era también mi opinión —dijo Tuf. Tolly sonrió.

—Puede que la gata fuera suya en un principio —dijo—, pero ahora es nuestra. En cuanto a las reparaciones, Tuf, haré una cosa: le daré crédito.

—¿En qué términos y con qué índice de interés? —preguntó Tuf.

—Empezaremos inmediatamente los trabajos —dijo ella, aún sonriendo—. Si gana, cosa que no va a suceder, tendrá a la gata de vuelta y le daremos un préstamo libre de intereses por el coste de la factura. Puede pagarnos con el dinero que vaya ganando ahí fuera.—agitó vagamente la mano señalando al resto del universo—, trabajando en su maldita ingeniería ecológica. Pero tendremos una especie de hipoteca sobre el Arca y si no ha pagado la mitad del dinero en cinco años, o su totalidad en diez, entonces la nave será nuestra.

—La cifra original de cincuenta millones era excesiva —dijo Tuf—, y resulta claro que había sido hinchada con el único y exclusivo propósito de obligarme a la venta de mi nave. Sugiero que nos pongamos de acuerdo en una suma de veinte millones como base para el acuerdo.

—Ridículo —respondió ella secamente—. Por ese precio ni tan siquiera podríamos llegar a pintar su condenada nave. Pero haré una rebaja: cuarenta y cinco.

—Veinticinco millones —sugirió Tuf—. Dado que me encuentro solo a bordo del Arca no es necesario que todas las cubiertas y sistemas funcionen a un nivel óptimo. Que algunas de las cubiertas más lejanas no estén en condiciones de operar, no resulta de una importancia decisiva. Afinaré mi lista inicial de peticiones para que incluya tan sólo las reparaciones que deben hacerse para mi seguridad, comodidad y conveniencia.

—Me parece justo —dijo ella—. Bajaré a cuarenta millones.

—Treinta —insistió Tuf—, me parece una cifra ampliamente satisfactoria.

—No regateemos por unos cuantos millones —dijo Tolly Mune—. Va a perder, por lo que todo esto no tiene ninguna importancia.

—Mi punto de vista al respecto difiere un tanto del suyo. Treinta millones.

—Treinta y siete —dijo ella.

—Treinta y dos —replicó Tuf.

—Está claro que vamos a ponernos de acuerdo en los treinta y cinco, ¿no? ¡Hecho! —dijo Tolly extendiendo la mano.

Tuf la miró fríamente.

—Treinta y cuatro —dijo con voz tranquila. Tolly Mune se rió, apartó la mano y dijo: —¿Qué importa? Treinta y cuatro. Haviland Tuf se puso en pie.

—Tómese otra copa —dijo ella abriendo los brazos—. Para festejar nuestra pequeña apuesta.

—Me temo que debo rechazar la invitación —dijo Tuf—. Ya haré ese festejo una vez haya ganado la apuesta. Por el momento, tengo mucho trabajo que hacer.

—No puedo creerlo —dijo Josen Rael en un tono de voz más bien estridente. Tolly Mune había puesto el volumen de su comunicador bastante alto para ahogar de ese modo las constantes e irritantes protestas de su prisionera felina.

—Josen, concédeme al menos un poco de inteligencia —dijo ella con voz quejosa—. Mi idea es condenadamente brillante.

—¡Apostar con el futuro de nuestro mundo! ¡Miles de millones de vidas! ¿Estás esperando seriamente que sancione ese ridículo pacto que habéis concluido?

Tolly Mune dio un sorbo a su ampolla de cerveza y suspiró. Luego, con una voz idéntica a la que habría utilizado para explicarle algo a un niño especialmente duro de mollera, dijo:

—No podemos perder, Josen. Piénsalo un poco, si es que esa cosa que tienes dentro del cráneo no está demasiado atrofiada por la gravedad, como les ocurre a todos los gusanos, y sigue siendo capaz de tener ideas. ¿Para qué demonios queríamos el Arca? Para alimentarnos, naturalmente; para evitar el hambre, para resolver el problema y para llevar a cabo un condenado milagro biológico. Para multiplicar los panes y los peces.

—¿Panes y peces? —dijo el Primer Consejero, aún perplejo.

—Un número infinito de veces. Es una alusión clásica, Josen; creo que cristiana. Tuf va a intentar hacer bocadillos de pescado para treinta mil millones de personas. Yo pienso que sólo conseguirá llenarse la cara de harina y atragantarse con una espina, pero eso no importa. Si fracasa conseguiremos su maldita sembradora de un modo limpio y legal. Si triunfa ya no vamos a necesitar el Arca nunca más. En ambos casos habremos ganado y tal como lo he planteado la apuesta, incluso si Tuf gana nos seguirá debiendo treinta y cuatro millones. Si por algún milagro consigue salir con bien de todo esto, seguimos teniendo bastantes posibilidades de acabar teniendo la nave, porque no podrá cumplir los términos de pago de su condenada factura. —Bebió un poco más de cerveza y le sonrió—. Josen, tienes mucha suerte de que no desee tu puesto. ¿Se te ha ocurrido alguna vez que soy mucho más lista que tú?

—Mamá, también eres mucho menos política —dijo él—, y dudo que fueras a durar ni un solo día en mi puesto. De todos modos me resulta imposible negar que te las apañas muy bien en el tuyo. Supongo que tu plan es viable.

—¿Supones? —replicó ella. —Hay realidades políticas a considerar. Los expansionistas quieren la nave; debes entenderlo… como una especie de seguro para el día en que recobren el poder. Por suerte están en minoría. En la votación conseguiremos superarles.

—Cuida de que ocurra así, Josen —dijo Tolly Mune. Cerró la conexión y se quedó flotando en la penumbra de su habitación. En la pantalla apareció nuevamente la imagen del Arca. Sus cuadrillas estaban trabajando ahora a su alrededor, preparando un muelle temporal. Luego ya vendría algo más permanente. Esperaba que el Arca estuviera por ahí durante unos cuantos siglos, así que les haría falta un sitio para guardar ese condenado artefacto e, incluso en el caso de que algún fantástico capricho de la suerte hiciera que Tuf se saliera con la suya, hacía ya algún tiempo que la telaraña debía haberse ampliado y, con ello, conseguirían alojar a centenares de naves. Con Tuf pagando la factura, le había parecido una estupidez retrasar por más tiempo la construcción. En esos instantes estaban montando un largo tubo de plastiacero traslúcido, pieza a pieza. El tubo uniría la enorme sembradora al extremo del muelle principal de modo que, tanto los cargamentos de piezas como las cuadrillas de trabajo, pudieran llegar hasta ella con mayor facilidad. En el interior de la nave ya había unos cuantos cibertec, conectados al sistema de ordenadores, reprogramándolo para acomodar los programas a las demandas de Tuf y, de paso, desmantelando cualquier tipo de trampa o defensa interna que pudiera haber dejado instalada. Eso eran órdenes secretas emanadas directamente de la Viuda de Acero; algo que Tuf ignoraba por completo. Se trataba de una simple precaución suplementaria. por si resultaba ser un mal perdedor. No quería monstruos o plagas emergiendo de su regalo una vez que abriera la caja. En cuanto a Tuf, sus fuentes le habían dicho que tras abandonar la sala de juegos del hotel apenas sí había salido de su sala de ordenadores. Avalada por su autoridad como Maestre de Puerto, los bancos de datos del consejo habían accedido finalmente a darle toda la información que precisara y, por lo que Tolly sabía, precisaba grandes cantidades de ella. Los ordenadores del Arca se encontraban también atareados trabajando en amplias series de cálculos y simulaciones.

Tolly Mune se veía obligada a reconocer eso en favor de Tuf: lo estaba intentado con todo entusiasmo.

La jaula del rincón se estremeció levemente al estrellarse Desorden contra uno de sus lados. La gata emitió un leve maullido de dolor y Tolly sintió pena por ella. También Tuf le daba pena. Quizá, cuando hubiera fracasado, pudiera encargarse de que le entregaran esa nave que le había ofrecido en un principio.

Pasaron cuarenta y siete días. Durante ese tiempo, las cuadrillas trabajaron en series de tres turnos, de tal modo que la actividad alrededor del Arca era tan constante e incansable como frenética. La telaraña se extendió hacia la sembradora y acabó sumergiéndola. Los cables serpentearon a su alrededor como lianas en la selva y una red de tubos neumáticos entraba y salía de sus escotillas como si fuera un moribundo cuidadosamente atendido en el mejor de los centros médicos. De su casco brotaron las burbujas de plastiacero como si fueran enormes verrugas plateadas; tentáculos de acero y aleaciones especiales se entrecruzaron por ella como venas y los trineos de vacío zumbaban junto a su inmensa silueta como insectos con aguijones de fuego. Por todo el lugar, tanto dentro como fuera de la nave, se veía el incesante ir y venir de las cuadrillas de trabajadores. Pasaron cuarenta y siete días. El Arca fue reparada, modernizada, abastecida y mejorada. Pasaron cuarenta y siete días sin que Haviland Tuf saliera ni un solo minuto de su nave. Al principio estuvo viviendo en su sala de ordenadores, según informaron las cuadrillas, con las simulaciones funcionando día y noche y torrentes de datos rugiendo a su alrededor. Durante las últimas semanas se le había visto con cierta frecuencia en su pequeño vehículo de tres ruedas recorriendo el eje central de la nave, de treinta kilómetros de longitud, con una gorra verde en la cabeza y un pequeño gato de pelaje grisáceo en su regazo. Apenas si parecía fijarse en los s’uthlameses que trabajaban en la nave pero, de vez en cuando, se dedicaba a calibrar los instrumentos de una subestación cualquiera o comprobaba las interminables series de cubas, tanto grandes como pequeñas, que se alineaban junto a esos muros ciclópeos. Los cibertec se dieron cuenta de que había en curso ciertos programas de clonación y de que el cronobucle estaba funcionando y consumía enormes cantidades de energía. Cuarenta y siete días pasaron con Tuf viviendo en una soledad casi total, trabajando incesantemente con la única compañía de Caos. Durante esos cuarenta y siete días Tolly Mune no habló ni con Tuf ni con el Primer Consejero Josen Rael. Sus deberes como Maestre de Puerto, descuidados por completo durante la crisis del Arca, fueron más que suficientes para mantenerla ocupada. Tenía disputas que escuchar y resolver, ascensos que revisar, construcciones por supervisar, diplomáticos llenos de condecoraciones a los que agasajar antes de facturarlos vía ascensor, presupuestos que diseñar y muchas nóminas que sellar con su pulgar. y también tenía que entendérselas con una gata.

Al principio Tolly Mune temió lo peor. Desorden se negaba a comer, parecía incapaz de llegar a un arreglo con la falta de peso, ensuciaba la atmósfera de los aposentos de la Maestre de Puerto con sus deyecciones e insistía en emitir los sonidos más lamentables y penosos que la Maestre de Puerto había tenido jamás la desgracia de oír. Llegó a preocuparse tanto que hizo venir a su jefe de alimañas. Éste le aseguró que la jaula resultaba lo bastante grande y que las porciones de pasta proteínica eran más que adecuadas para la gata. Pero ella no estuvo de acuerdo y siguió poniéndose enferma, maullando y bufando hasta que Tolly Mune estuvo segura de que la locura, ya fuera humana o felina, estaba a la vuelta de la esquina.

Finalmente, se decidió a tomar algunas medidas urgentes. Primero descartó la pasta proteínica y empezó a darle de comer a la gata la carne que Tuf había enviado del Arca. La ferocidad con que fueron atacados los pedazos de carne por Desorden, nada más introducirlos entre los barrotes de la jaula, le resultó bastante tranquilizadora. Después de consumir uno de ellos en un tiempo récord, llegó a lamerle los dedos a Tolly Mune. La sensación le resultó muy extraña, pero no del todo desagradable. Además, la gata empezó a frotarse contra los costados de la caja, como si deseara ser tocada. Tolly así lo hizo, no muy decidida, y como recompensa obtuvo un sonido mucho más agradable que todos los emitidos anteriormente por Desorden. El tacto de su pelaje blanquinegro le pareció casi sensual.

Ocho días después la dejó salir de su jaula. Pensó que el recinto de la oficina, mucho más amplio, bastaría como prisión. Apenas Tolly Mune abrió la puerta, Desorden salió de ella dando un salto, pero cuando el salto la hizo cruzar la habitación como un cohete fuera de control, empezó a emitir salvajes bufidos de miedo e incomodidad. Tolly partió en su busca impulsándose de una patada y logró cogerla, pero la gata se debatió ferozmente en sus manos, trazando largos arañazos en su piel. Después de que el meditec hubiera curado sus heridas, Tolly Mune hizo una llamada a seguridad.

—Que requisen una habitación en el Panorama del Mundo —dijo—, una que tenga control gravitatorio. Quiero que pongan la rejilla a un cuarto de gravedad.

—¿Quién es el invitado? —le preguntaron. —Una prisionera del Puerto —respondió ella secamente—, armada y peligrosa.

Después del traslado, visitaba el hotel cada día al terminar su ¡ornada, al principio estrictamente para alimentar a su rehén y comprobar su bienestar. A los quince días, sin embargo, ya se estaba quedando el tiempo suficiente para aumentar su dieta en unas cuantas calorías y darle a la gata el contacto personal que tanto parecía anhelar. La personalidad del animal había cambiado de un modo espectacular. Cuando Tolly abría la puerta para su inspección diaria emitía ruidos de placer (aunque seguía intentando escapar a cada ocasión), se frotaba contra su pierna sin la menor provocación, nunca sacaba las uñas e incluso daba la impresión de estar engordando. Cada vez que Tolly Mune se permitía sentarse, Desorden saltaba instantáneamente a su regazo. La vigésima ¡ornada del nuevo cautiverio, Tolly se quedó a dormir allí y seis días después trasladó temporalmente su residencia al hotel.

Pasaron cuarenta y siete días y, para entonces, Desorden ya se había acostumbrado a dormir junto a ella, enroscada sobre la almohada, rozando con su pelaje blanquinegro la mejilla de Tolly Mune.

El día número cuarenta y ocho Haviland Tuf llamó. Si le sorprendió ver a su gata en el regazo de la Maestre de Puerto, no dio la menor muestra de ello.

—Maestre de Puerto Mune… —dijo. —¿Aún no se ha rendido? —le preguntó ella. —En lo más mínimo —replicó Tuf—. De hecho, estoy preparado para reclamar el precio de mi victoria.


La reunión era demasiado importante para ser celebrada mediante enlaces de vídeo por muy protegidos que estuvieran contra todo tipo de indiscreción. Josen Rael había llegado a la conclusión de que quizá Vandeen tuviera medios para traspasar los escudos. Al mismo tiempo, dado que Tolly Mune había llevado directamente todos los tratos con Tuf y quizá pudiera comprender sus reacciones mucho mejor que el Consejo, resultaba imperativo que estuviera presente y su aversión por la gravedad fue considerada carente de importancia. De ese modo, Tolly Mune cogió el ascensor para dirigirse a la superficie, por primera vez en más años de los que le gustaba recordar, y fue transportada en un taxi aéreo a la cámara más elevada de la torre del consejo.

La enorme estancia poseía cierta dignidad espartana. Se encontraba dominada por una colosal mesa de conferencias cuya brillante superficie era toda ella un inmenso monitor. Josen Rael estaba sentado en el sitio más importante, ocupando un sillón negro en el cual se distinguía el globo de S’uthlam en relieve tridimensional.

—Maestre de Puerto Mune… —la saludó mientras ella avanzaba penosamente hasta un asiento libre situado al otro extremo de la mesa.

La estancia se hallaba repleta de poder: el consejo interno, la élite de la facción tecnocrática, los burócratas situados en los puestos clave. Media vida había pasado para Tolly Mune desde su última visita a la superficie, pero veía los noticiarios y pudo reconocer a muchos de ellos, como el joven canciller de agricultura rodeado por sus secretarios, sus ayudantes para la investigación botánica y el desarrollo oceánico, ya los encargados del procesado alimenticio. También se encontraban presentes el consejero de guerra y su ayudante ciborg; el administrador de transportes; la encargada de los bancos de datos y su jefe de analistas; los consejeros de seguridad interna, ciencia y tecnología, relaciones interestelares e industria; el comandante de la Flotilla Defensiva; el oficial más antiguo de la policía mundial. Todos movieron la cabeza y la contemplaron con rostros desprovistos de expresión.

En favor suyo, debe decirse que Josen Rael prescindió de toda formalidad.

—Han dispuesto de una semana para estudiar las cifras de Tuf, así como las semillas y muestras que nos ha proporcionado —preguntó—. ¿Y bien?

—Es difícil emitir un juicio preciso —dijo el jefe de analistas—. Puede que sus cifras den en el blanco o puede que estén totalmente equivocadas por basarse en unas suposiciones iniciales erróneas. No podré emitir un juicio preciso hasta que… bueno, digamos que harán falta varias cosechas y varios años como mínimo. Todas las cosas que Tuf ha clonado para nosotros, tanto las plantas como los animales, son desconocidas en S’uthlam. Hasta que no las hayamos sometido a duras experiencias para decidir cómo van a comportarse bajo condiciones s’uthlamesas, no podemos estar seguros de la diferencia que van a suponer en el estado actual de las cosas.

—Si es que van a suponer alguna —dijo la consejera de seguridad interna, una mujer tan baja como fornida.

—Cierto —admitió el analista. —Creo que se muestran demasiado conservadores —les interrumpió el consejero de agricultura. Era el miembro más joven del consejo y como tal solía hablar de un modo algo impetuoso. En ese momento sonreía tan ampliamente que su flaco rostro daba la impresión de ir a partirse en dos mitades—. Mis informes son claramente brillantes. —Ante él había un montón de cristales de datos. Los extendió como si fueran fichas de juego y, escogiendo uno, lo introdujo en su terminal. Bajo la cristalina superficie de la mesa empezaron a desplegarse líneas de cifras y letras—. Aquí está nuestro análisis de lo que él llama omnigrano —dijo el consejero—. Increíble, realmente increíble. Un híbrido creado mediante cirugía gen ética y totalmente comestible. Totalmente comestible, señores consejeros, todas y cada una de sus partes. El tallo tiene una altura semejante a la de la neohierba, es muy alto en contenido de carbohidratos y posee una textura algo crujiente que no resulta nada desagradable, si se aliña un poco, pero su utilidad básica es la de forraje para el ganado. Las mazorcas proporcionan un grano excelente con una relación entre materia comestible y partes secas superior a la del nanotrigo o la del arroz. La cosecha es fácil de transportar, puede almacenarse y conservarse casi para siempre sin necesidad de refrigeración, es imposible que sufra daños y posee un alto contenido proteínico. ¡Y las raíces son tubérculos comestibles! No sólo eso: además crece tan condenadamente rápido que nos dará un número de cosechas por temporada doble al actual. Estoy meramente avanzando hipótesis, claro está, pero he calculado que si plantamos omnigrano en nuestras zonas dedicadas actualmente al nanotrigo, neohierba y arroz recogeremos tres o cuatro veces más calorías que ahora.

—Debe tener algunas desventajas —protestó Josen Rael—. Parece demasiado bueno para ser cierto. Si este omnigrano es tan perfecto, ¿por qué no hemos oído hablar de él con anterioridad? Lo cierto es que Tuf no puede haberlo creado en estos últimos días por sí solo.

—Claro que no. Hace siglos que existe. Encontré una referencia a él en nuestros bancos de datos, lo crean o no. Fue creado por el CIE durante la guerra para proveer a las necesidades militares. Crece de prisa, que es lo ideal cuando uno no está demasiado seguro de si podrá recoger las cosechas que siembra o de si va a terminar convertido en… bueno, en abono para ellas. Pero nunca fue adaptado a los usos civiles ya que su sabor se consideraba demasiado inferior a lo normal. No es que resulte horrible o ni tan siquiera desagradable, compréndanme, sólo se le consideraba inferior al de los cereales ya existentes. Además, agota el suelo de cultivo en un plazo muy breve.

—Ajá —dijo la consejera de seguridad interna—. Así que en realidad ese pretendido regalo es una trampa, ¿no?

—Considerado por sí mismo, cierto. Puede que tengan cinco años o más de cosechas soberbias y luego vendría el desastre. Pero Tuf nos ha enviado también unos cuantos animales… unas criaturas increíbles, supergusanos y otro tipo de aireadores del suelo, así como un simbionte, una especie de levadura capaz de crecer allí donde se cultive el omnigrano sin hacerle daño, viviendo de… y escúchenme bien ahora, por favor, viviendo de la polución del aire y de algunos tipos de sustancias petroquímicas obtenidas como subproductos inútiles en nuestras factorías. Puede usar todo esto para restaurar el suelo y fertilizarlo. —Extendió las manos hacia ellos. ¡Es un descubrimiento increíble! Si nuestros investigadores hubieran descubierto algo así ya habríamos declarado el día de fiesta planetario para conmemorarlo.

—¿y lo demás? —preguntó secamente Josen Rael. En el rostro del primer consejero no se reflejaba ni una mínima fracción del entusiasmo que iluminaba el de su joven subordinado.

—Casi igual de increíble —fue su réplica—. Los océanos… nunca hemos podido obtener una cosecha calórica medianamente decente de ellos, teniendo en cuenta su tamaño y nuestra última administración casi acabó con ellos gracias a la pesca masiva practicada por sus barredoras. Tuf nos proporciona casi una docena de peces nuevos y de crecimiento muy rápido, así como abundancia de plancton —rebuscó en el montón de cristales que tenía delante, cogió otro y lo insertó en su terminal—. Vean, por ejemplo, esta variedad de plancton. Está claro que recubrirá casi todo el mar, haciéndolo impracticable, pero el noventa por ciento de nuestro comercio se hace por vía subterránea o aérea, así que no importa. Los peces se alimentarán de él hasta alcanzar cantidades increíbles y, en condiciones adecuadas, el plancton aumentará hasta cubrir el mar con una enorme alfombra verde grisácea que tendrá unos tres metros de promedio.

—Una perspectiva alarmante —dijo el consejero de guerra—. ¿Es comestible? Quiero decir si es comestible para los seres humanos.

—No —dijo el consejero de agricultura con una sonrisa—. Pero cuando se pudra será una admirable materia prima para nuestras factorías alimenticias sustituyendo a ese petróleo que está a punto de agotarse.

En el otro extremo de la mesa Tolly Mune se echó a reír estruendosamente. Todos se volvieron a mirarla.

—¡Que me condenen! —dijo—. Después de todo, nos ha dado los panes y los peces.

—El plancton no es realmente un pez —replicó el consejero.

—Si vive en el maldito océano es un condenado pez, al menos para mí.

—¿Panes y peces? —preguntó el consejero de industria. —Siga con su informe —dijo Josen Rael con cierta impaciencia—. ¿Había algo más?

Lo había. Por ejemplo, un liquen comestible capaz de crecer en las montañas más altas y otro que era capaz de sobrevivir incluso sin aire y sometido a la más dura radiación.

—Más asteroides para la Despensa —proclamó el consejero de agricultura—, sin necesidad de pasar décadas terraformándolos y sin tener que gastar miles de millones de calorías para ello.

Había también lianas parásitas capaces de infestar todos los pantanos ecuatoriales de S’uthlam hasta sumergirlos por completo desplazando de ellos a las aromáticas pero venenosas formas de vida nativas que ahora crecían allí en lujuriante profusión. Había una gramínea llamada habas de nieve que podía crecer en el hielo de la tundra, así como los tubérculos de túnel capaces de perforar incluso la tierra escondida bajo un glaciar con enormes conductos provistos del aire que sería retenido por las nueces marrones, de consistencia carnosa y leve sabor a mantequilla. Había ganado, cerdos, aves y peces mejorados genéticamente (entre ellos un pájaro que, segÚn proclamaba Tuf, era capaz de eliminar la enfermedad que más preocupaba en esos momentos a la agricultura de S’uthlam), así como setenta y nueve variedades de hongos y setas comestibles, totalmente desconocidas, que podían cultivarse en la oscuridad de las ciudades subterráneas y alimentarse con los desperdicios humanos producidos por éstas.

Cuando el consejero hubo terminado su informe, en la gran cámara reinó un profundo silencio.

—Ha ganado —dijo Tolly Mune, sonriendo. El resto de la mesa estaba contemplando a Josen Rael, como esperando su decisión, pero ella no tenía la menor intención de quedarse sentada en silencio y jugar a la alta política—. ¡Que me condenen! Tuf lo ha logrado.

—Eso aún no lo sabemos —dijo la encargada de los bancos de datos.

—Pasarán años antes de que tengamos estadísticas realmente significativas dijo el analista.

—Puede que haya alguna trampa —dijo el consejero de la guerra—. Debemos ser cautelosos.

—¡Oh! ¡AI infierno con todo eso! —exclamó Tolly Mune—. Tuf ha probado que…

—Maestre de Puerto —le interrumpió Josen Rael con voz seca.

Tolly Mune cerró la boca. jamás le había oído utilizar ese tono con anterioridad. El resto de la mesa le estaba mirando también con cierta sorpresa.

Josen Rael sacó un pañuelo y se limpió el sudor de la ente.

—Lo que ha probado con todo esto Haviland Tuf, sin lugar a duda alguna, es que el Arca es demasiado valiosa para nosotros y que no podemos ni soñar en perderla. Ahora discutiremos el mejor modo de apoderarnos de ella y de reducir al mínimo las pérdidas humanas y las repercusiones diplomáticas. —A continuación le hizo una seña a la consejera de seguridad interna.

La Maestre de Puerto Tolly Mune permaneció sentada en silencio oyendo su informe y luego aguantó en idéntico mutismo la hora de discusión que siguió al informe: en ella se habló de tácticas, de la posición diplomática más adecuada a tomar, de cómo se podía utilizar con mayor eficiencia la sembradora, de qué departamento debía encargarse de ella y de cuáles serían las declaraciones efectuadas a los noticiarios. La discusión parecía destinada a durar como mínimo la mitad de la noche, pero Josen Rael dijo con firmeza que no se levantaría la sesión hasta que todo hubiera quedado resuelto a la perfección. Se pidió comida, se enviaron a buscar diferentes informes, se hizo llamar y se despidió luego a subordinados y especialistas. Josen Rael dio órdenes de que no se les interrumpiera bajo ningún pretexto. Tolly Mune escuchó en silencio y, finalmente, se puso en pie con cierta dificultad.

—Lo siento —se disculpó—, es… es la condenada gravedad. No estoy acostumbrada a ella. ¿Dónde está el… el sanitario mas?

—Por supuesto, Maestre de Puerto —dijo Josen Rael—. Está fuera, en el cuarto pasillo, la cuarta puerta al final. —Gracias —respondió ella. Apenas Tolly Mune hubo salido tambaleándose de la estancia se reanudó la discusión. A través de la puerta cerrada parecía el zumbido de una colmena muy atareada. Haciéndole una apresurada seña al policía de guardia se alejó rápidamente y torció a la derecha.

Una vez fuera del campo visual del policía, echó a correr.


Cuando llegó al tejado pidió un taxi aéreo.

—Al ascensor —le ordenó secamente—, y echando chispas.—Luego le enseñó su tarjeta de prioridad.

Un tren estaba a punto de salir, pero iba completo. Tolly Mune exigió un asiento de clase estelar.

—Una emergencia en la telaraña —dijo—. Tengo que volver a casa a toda prisa. —El trayecto de subida se hizo a una velocidad récord, ya que después de todo, ella era Mamá Araña, y cuando llegó a la Casa de la Araña ya tenía esperándola un transporte listo para llevarla a sus habitaciones.

Apenas estuvo dentro de ellas, cerró la puerta y conectó el comunicador, tecleando el código adecuado para que en la transmisión apareciera el rostro de su ayudante. Luego intentó comunicarse con Josen Rael.

—Lo lamento —dijo el computador con su mayor simpatía cibernética—, pero en estos instantes se encuentra reunido y no se le puede molestar. ¿Desea dejar un mensaje?

—No dijo ella. Luego envió su propia imagen, dirigiendo esta vez la llamada al encargado de los trabajos en el Arca—. ¿Qué tal va todo, Frakker?

Parecía cansado pero logro dirigirle una sonrisa. —Lo estamos haciendo a la perfección, Mamá —dijo—. Creo que ya hemos terminado con un noventa por ciento del trabajo, más o menos. Dentro de seis o siete días todo estará listo y no quedará más que la limpieza por hacer.

—El trabajo ya ha terminado —dijo Tolly Mune. —¿Cómo? —replicó él con su expresión de sorpresa. —Tuf nos ha estado mintiendo —dijo ella, intentando parecer lo más sincera y enfadada posible—. Es un tramposo, un condenado aborto y no pienso dejar que las cuadrillas trabajen ni un segundo más para él.

—No comprendo —dijo el cibertec. —Lo siento, Frakker, pero el resto de los detalles son alto secreto. Ya sabes cómo funcionan este tipo de asuntos. Sal del Arca ahora mismo, salid todos, cibertecs, obreros, hombres de seguridad. Todos. Os doy una hora y luego iré allí en persona y si encuentro alguien a bordo de ese condenado pecio que no sea Tuf o su bicho de todos los demonios, pienso mandar sus culos a la Despensa más de prisa de lo que tú podrías pronunciar Viuda de Acero, ¿me has entendido?

—Esto… sí. —¡He dicho ya! —gritó Tolly Mune—. Muévete, Frakker. Apagó la pantalla, conectó el escudo de máxima seguridad e hizo una última llamada. Haviland Tuf, siguiendo sus irritantes costumbres, había dado instrucciones al Arca de que no recibiera ninguna comunicación mientras dormía y le hicieron falta quince preciosos minutos para encontrar la frase adecuada con la cual convencer a la estúpida maquinaria de que se trataba de una auténtica emergencia.

—Maestre de Puerto Mune —respondió Tuf al materializarse finalmente su imagen ante ella, ataviado con un albornoz ridículamente lanudo ceñido por una amplia tira de tela alrededor de su enorme vientre—. ¿A qué debo el singular placer de esta llamada?

—El trabajo está hecho en un noventa por ciento —dijo Tolly Mune—. Todo lo importante está arreglado y tendrá que apañárselas con lo que no hayamos tenido tiempo de arreglar. Estoy sacando a mi gente de ahí a toda prisa. Se habrán ido todos dentro de… unos cuarenta minutos. Cuando haya transcurrido ese plazo, Tuf, quiero verle fuera de mi Puerto.

—Ciertamente —dijo Haviland Tuf. —Puede navegar perfectamente por el espacio —dijo ella—, he visto los cálculos y los informes. Hará pedazos el muelle pero no hay tiempo para desmontarlo y me parece que de todos modos resulta un precio pequeño a cambio de lo que nos ha dado. Conecte el impulso espacial y salga del sistema. No se le ocurra mirar detrás de usted, a menos que quiera convertirse en una maldita estatua de sal.

—Me temo que no he logrado comprenderla —dijo Haviland Tuf.

Tolly Mune suspiró. —Yo tampoco lo entiendo, Tuf, yo tampoco… No discuta conmigo y prepárese para la salida.

—¿Debo suponer acaso que su Gran Consejo encontró mi humilde oferta satisfactoria en cuanto solución a su crisis, por lo cual he resultado vencedor de nuestra pequeña apuesta?

Tolly Mune lanzó un gemido desesperado. —Sí. Ya que le hace tanta ilusión oírlo se lo diré: nos ha entregado unas especies soberbias, el omnigrano les volvió locos, la levadura fue un auténtico golpe de genio… Ha ganado, es usted soberbio, es maravilloso. Ahora, salga pitando de ahí, Tuf, antes de que alguien tenga la idea de hacerle una pregunta sin importancia a la vieja y achacosa Maestre de Puerto y descubran que me he largado de su reunión.

—Debo decir que tal apresuramiento no me gusta demasiado —replicó Haviland Tuf, cruzando las manos con toda la calma sobre su vientre y contemplándola fijamente.

—Tuf —dijo Tolly Mune, prácticamente rechinando los dientes—!Ha ganado su condenada apuesta, pero perderá su nave si no despierta de una vez y aprende rápidamente este nuevo baile. ¡En marcha! ¿Quiere que se lo deletree, maldición? Le han traicionado, Tuf. Violencia. Perfidia. En este mismo instante el Gran Consejo de S’uthlam está discutiendo los últimos detalles de cómo apoderarse de su persona y del Arca, así como del tipo de perfume más adecuado para hacer que ese feo asunto no huela tan mal. ¿Me ha entendido ahora? Apenas hayan terminado de hablar y no creo que tarden mucho, empezarán a dar órdenes y entonces la gente de seguridad caerá sobre usted con sus trineos de vacío y sus pistolas neurónicas. La Flota Defensiva Planetaria tiene ahora mismo, dentro de la telaraña, cuatro navíos del tipo protector y dos acorazados y si les dan la alerta puede que ni siquiera tenga usted tiempo de empezar a moverse. No quiero ninguna condenada batalla espacial haciendo pedazos mi Puerto y matando a los míos…

—Una repugnancia de lo más comprensible —dijo Tuf—. Ahora mismo iniciaré los preparativos para la programación de la salida. Sin embargo, aún nos queda por resolver una pequeña dificultad.

—¿Cuál? —dijo ella, con los nervios de punta. —Desorden sigue hallándose bajo su custodia. No puedo abandonar S’uthlam hasta que no me haya sido devuelta sana y salva.

—¡Olvide a ese condenado animal! —Entre mis abundantes dones no se halla el de la memoria selectiva —dijo Tuf—. He cumplido mi parte de nuestro acuerdo. Debe entregarme a Desorden o habrá infringido nuestro contrato. —No puedo —le replicó Tolly Mune irritada—. Todas las moscas, gusanos e hiladores de la estación saben que esa maldita bestia es nuestra rehén. Si tomo un tren con Desorden bajo el brazo, se darán cuenta de ello y alguien empezará a preguntar por ahí. Si espera el tiempo necesario para que le devuelva esa gata lo pondrá en peligro todo.

—Pese a ello —dijo Haviland Tuf—,debo insistir. —¡Maldito sea! —gritó la Maestre de Puerto, desconectando la pantalla con un furioso golpe.


Nada más llegar al gran atrio del hotel el encargado la recibió con una brillante sonrisa.

—¡Maestre de Puerto! —le dijo con expresión de felicidad—. Qué alegría verla… Ya sabrá que la están buscando. Si quiere recibir la llamada en mi oficina particular…

—Lo siento —dijo ella—, tengo asuntos muy urgentes que atender. La recibiré en mi habitación. —Pasó junto a él casi corriendo y fue hacia los ascensores.

En el exterior de la habitación se encontraban los centinelas que ella misma había colocado ahí.

—Maestre de Puerto Mune —dijo el de la izquierda—. Nos dijeron que si aparecía por aquí, debía llamar inmediatamente a la oficina de seguridad.

—Claro, claro —replicó ella—. Bajen ahora mismo al atrio y no pierdan ni un segundo.

—¿Hay algún problema? —Uno bastante gordo. Se están peleando. No creo que el personal del hotel sea capaz de controlar las cosas por sí solo.

—Nos ocuparemos de ellos, Mamá —dijeron, echando a correr.

Tolly Mune entró en la habitación sintiendo el alivio que representaba su gravedad reducida a un cuarto comparada con la gravedad completa de los pasillos y del atrio. Más allá de las tres capas de plastiacero transparente de la ventana, se distinguía el enorme globo de S’uthlam, la superficie rocosa de la Casa de la Araña y el resplandor de la telaraña. Incluso podía ver la brillante línea del Arca, iluminada por la luz amarilla de S’ulstar.

Desorden estaba dormida sobre la almohada flotante que había ante la ventana, pero nada más entrar la gata despertó y, de un salto, estuvo en el suelo, ronroneando estruendosamente y corriendo hacia ella.

—Yo también me alegro de verte —dijo Tolly Mune, cogiendo al animal—, pero debo sacarte de aquí sin perder ni un segundo. —Miró a su alrededor buscando algo que fuera lo bastante grande como para ocultar a su rehén.

La unidad de comunicaciones empezó a zumbar pero no le hizo el menor caso y siguió buscando.

—¡Maldición! —dijo, furiosa. Tenía que esconder a esa condenada gata pero, ¿cómo? Intentó envolverla en una toalla, pero a Desorden la idea no pareció gustarle en lo más mínimo.

La pantalla se iluminó, sin duda obedeciendo a un código de alta seguridad, y Tolly Mune se encontró contemplando la cabeza del jefe de seguridad del Puerto.

—Maestre de Puerto Mune —le dijo, todavía con cierta deferencia. Tolly se preguntó cuánto tiempo iba a durar ese trato una vez hubiera entendido la situación—. Al fin la encuentro. El Primer Consejero parece creer que tiene usted algún tipo de dificultades. ¿Algún problema?

—En absoluto —dijo ella—. ¿Hay alguna otra razón para molestarme, Danja?

El jefe de seguridad pareció encogerse visiblemente. —Mis disculpas, Mamá. Las órdenes… Nos dieron instrucciones de localizarla sin perder ni un instante e informar de su paradero.

—Pues cúmplalas —dijo ella. Danja volvió a disculparse y la pantalla se oscureció. Estaba claro que nadie le había informado todavía sobre lo que ocurría en el Arca. Bueno, al menos eso le daba un poco más de tiempo. Tolly Mune registró metódicamente una vez más la habitación, tardando sus buenos diez minutos para ponerla patas arriba intentando encontrar algo que pudiera servirle para esconder a Desorden y finalmente decidió que era una causa perdida. Tendría que salir con ella de la habitación, dirigirse a los muelles y requisar un trineo de vacío, dermotrajes y un receptáculo para la gata. Fue hacia la puerta, la abrió, salió al pasillo…

…y vió a los guardias corriendo hacia ella. Retrocedió de un salto y volvió a meterse en la habitación. Desorden emitió un maullido de protesta. Tolly Mune le echó todos los cerrojos a la puerta y conectó el escudo de intimidad, aunque ello no pareció intimidar a los guardias, que empezaron a golpear la puerta.

—Maestre de Puerto Mune —dijo uno de ellos al otro lado de la puerta—, no había ninguna pelea. Abra, por favor, tenemos que hablar.

—Largo —replicó ella secamente—. Es una orden. —Lo siento, Mamá —dijo el guardia—, quieren que llevemos a esa bestia abajo. Dicen que son instrucciones directas del consejo.

La unidad de comunicaciones comenzó a zumbar y unos segundos después la pantalla se iluminó. Esta vez era la consejera de seguridad interna en persona.

—Tolly Mune —le dijo—, se la busca para someterla a interrogatorio. Ríndase de inmediato.

—Aquí me tiene —le respondió Tolly Mune con idéntica sequedad a la empleada por ella—. Hágame sus malditas preguntas. —Los guardias seguían golpeando la puerta.

—Explique las razones de que haya vuelto ahí —dijo la consejera.

—Trabajo aquí —le replicó Tolly Mune con voz melosa. —Sus acciones se encuentran en grave desacuerdo con la política decidida por el consejo y no han sido aprobadas por éste.

—Tampoco las decisiones del Gran Consejo han sido aprobadas por mí —dijo la Maestre de Puerto. Desorden miró la pantalla y le bufó.

—Tenga la amabilidad de considerarse bajo arresto. —No pienso hacerlo. —Cogió una gruesa mesita que había junto a la pantalla {algo que resultaba bastante fácil con un cuarto de gravedad) y se la arrojó. Los rechonchos rasgos de la consejera se desintegraron en un diluvio de chispas y pedazos de cristal.

Mientras tanto los guardias habían estado manipulando los circuitos de la puerta usando un código de seguridad. Tolly lo contrarrestó, apelando a su prioridad como Maestre de Puerto, y oyó cómo uno de ellos maldecía.

—Mamá —dijo el otro—, todo esto no servirá de nada. Abra ahora mismo. No podrá salir de aquí y en diez o veinte minutos habremos logrado cancelar su orden de prioridad.

Tolly Mune se dio cuenta de que tenía razón. Estaba encerrada en la habitación y cuando hubieran conseguido abrir la puerta todo habría terminado. Miró a su alrededor, desesperada, buscando un arma, un modo de huir… algo. Pero no había nada.

Muy lejos, en uno de los extremos de la telaraña, el Arca brillaba iluminada por el sol de S’uthlam. Ahora ya debía encontrarse a salvo. Tolly esperaba que Tuf hubiera tenido el suficiente sentido común como para cerrar la nave una vez hubiera salido de ella el último obrero. Pero, ¿sería capaz de irse sin Desorden? Bajó la cabeza y le acarició la espalda.

—Tantos problemas por tu culpa —dijo. Desorden ronroneó. Tolly Mune miró de nuevo al Arca y luego a la puerta.

—Podríamos bombear gas ahí dentro —decía uno de los guardias—. Después de todo, esa habitación no es hermética.

Tolly Mune sonrió. Dejó nuevamente a Desorden sobre la almohada, se subió a una silla y quitó la tapa del sensor de emergencia. Llevaba mucho tiempo sin hacer ningún trabajo así y le costó unos cuantos segundos encontrar los circuitos y unos cuantos más imaginar un modo con el cual convencer al sensor de que había una fuga de aire en la ventana.

Una vez lo hubo conseguido la sirena empezó a gemir estruendosamente casi junto a su oído. Se oyó un repentino siseo y las ¡ambas de la puerta se cubrieron de espuma al activarse los sellos de seguridad. La gravedad se desconectó unos segundos antes de que lo hiciera el flujo de aire y al otro extremo de la habitación se descorrió un panel, revelando el hueco donde se guardaba el equipo de emergencia.

Tolly Mune no perdió ni un segundo. Dentro de! hueco había equipos de respiración, propulsores de aire y media docena de paquetes con dermotrajes. Se vistió con uno de ellos y cerró los sellos.

—Ven aquí —le dijo a Desorden. Al parecer, a la gata no le gustaba el ruido—. Ten cuidado, no rompas la tela con esas uñas. —Metió a Desorden dentro de un casco, conectándolo luego a un dermotraje vacío ya un equipo de respiración que puso a máximo funcionamiento, más allá del límite de presión recomendado. El dermotraje se infló como un globo. La gata arañó inútilmente el interior metalizado del casco y lanzó un maullido lastimero. Lo siento —dijo Tolly Mune, dejando flotar a Desorden en el centro de la habitación mientras quitaba la antorcha láser de los soportes—. ¿Quién dijo que era una maldita falsa alarma? —proclamó, impulsándose de una patada hacia la ventana, antorcha en ristre.

—Quizá desee tomar un poco de vino especiado con hongos —dijo Haviland Tuf. Desorden estaba frotándose en su pierna y Caos se había subido a su hombro, agitando su larga cola gris de un lado a otro y contemplando fijamente a la gata blanquinegra como si estuviera intentando recordar de quién se trataba exactamente—. Parece estar cansada.

—¿Cansada? —dijo Tolly Mune y se rió—. Acabo de quemar la ventana de un hotel clase estelar, he cruzado kilómetros de vacío con sólo propulsores de aire como motor, utilizando las piernas para llevar a remolque una gata metida en un dermotraje inflado. Tuve que dejar atrás a la primera escuadra de seguridad que soltaron de la sala de guardia del muelle y luego tuve que utilizar mi antorcha láser para averiar el trineo del segundo grupo que mandaron en mi busca, esquivando durante todo ese tiempo sus trampas y sin dejar de remolcar a su condenada bestia. Luego tuve que pasar media hora arrastrándome por el casco del Arca, dando golpes en él como si se me hubiera derretido el cerebro y viendo durante todo ese tiempo como mi Puerto se volvía loco. Perdí dos veces a la gata y tuve que ir en su busca antes de que cayera hacia S’uthlam y cada vez que se me iba la mano con uno de los propulsores las dos salíamos despedidas hacia el infinito. Luego se me echó encima un maldito acorazado y pude gozar de unos maravillosos instantes de tensa emoción, preguntándome cuándo diablos pensaba conectar su esfera defensiva y luego pude contemplar el asombroso espectáculo de fuegos artificiales que tuvo lugar cuando la flota decidió poner a prueba sus pantallas. Tuve mucho tiempo durante el cual pensar si iban a localizarme mientras me arrastraba como un insecto sobre la piel de un condenado animal y después Desorden y yo mantuvimos una soberbia e interesante conversación cuyo tema era qué haríamos si se les ocurría mandar una oleada de trineos contra nosotras. Acabamos decidiendo que yo les echaría un solemne sermón y que ella les sacaría los ojos a zarpazos. y entonces, por fin, nos localizó y tuvo la bondad de meternos dentro del Arca justo cuando la maldita flota empezaba a soltar sus andanadas de torpedos. ¿Cómo se le ha ocurrido decir que puedo estar cansada?

—No hace falta emplear el sarcasmo —dijo Haviland Tuf.

Tolly Mune lanzó un resoplido. —¿Tiene algún trineo de vacío? —Sus hombres dejaron abandonados cuatro en su prisa por marcharse.

—Estupendo. Cogeré uno de ellos. Una mirada a los instrumentos le indicó que Tuf había puesto finalmente la sembradora en movimiento.

—¿Qué está pasando ahí fuera? —La flota sigue persiguiéndonos —dijo Tuf—. Los acorazados Doble Hélice y Charles Darwin encabezaban el cortejo con sus escoltas protectoras no muy lejos y hay toda una cacofonía de comandantes que profieren las más rudas amenazas, declamando frases marciales y prometiendo pactos que no me parecen demasiado sinceros. De todos modos sus esfuerzos no darán resultado alguno. Mis pantallas defensivas, soberbiamente restauradas por sus cuadrillas hasta alcanzar su plena potencia, son más que suficientes para detener cualquier arma que pueda hallarse en el arsenal de S’uthlam.

—No las someta a pruebas excesivas —dijo Tolly Mune con cierta amargura—. Limítese a conectar el impulso espacial apenas me haya largado y desaparezca de aquí.

—Me parece un consejo excelente —dijo Haviland Tuf. Tolly Mune se volvió hacia las hileras de videopantallas que colmaban las paredes de la larga y angosta sala de comunicaciones, ahora convertida en centro de control para Tuf. Encogida en su silla y algo aplastada por la gravedad, había adquirido de pronto el aspecto correspondiente a sus años y, además, los notaba.

—¿Qué será de usted? —le preguntó Haviland Tuf. Ella le miró.

—Oh, una pregunta realmente interesante. Caeré en desgracia y seré arrestada. Se me despojará de mi cargo, puede que se me juzgue por alta traición. No se preocupe, no me ejecutarán. Eso sería una actitud antivital. Supongo que terminaré en una granja penal de la Despensa. —Suspiró.

—Ya veo —dijo Haviland Tuf—. Quizá desee ahora considerar de nuevo mi oferta en cuanto a transporte fuera del sistema s’uthlamés. Sería para mí un placer llevarla a Skrymir o al Mundo de Henry. Caso de que deseara apartarse aún más del lugar en que ha cometido sus aparentes delitos, tengo entendido que Vagabundo es un lugar de lo más encantador durante sus Largas Primaveras.

—Me está sentenciando a pasar una vida bajo el peso de la gravedad —dijo ella—. No, Tuf, gracias. Éste es mi mundo. y ésta es mi maldita gente, volveré con ella y aceptaré lo que me caiga encima. Además, tampoco usted va a salir tan bien librado del asunto. —Le apuntó con un dedo. Está en deuda conmigo, Tuf.

—Creo recordar que la deuda asciende a treinta y cuatro millones —dijo Tuf.

Tolly Mune sonrió. —Señora —dijo Tuf—, si puedo atreverme a preguntar… —No lo hice por usted —se apresuró a contestar ella.

Haviland Tuf pestañeó. —Le pido excusas si aparentemente demuestro una curiosidad excesiva en lo tocante a sus motivos, ya que no es tal mi intención. Temo que un día u otro la curiosidad va a ser la causa de mi perdición pero no puedo sino preguntar, ¿por qué lo hizo?

Tolly Mune, Maestre de Puerto, se encogió de hombros. —Créalo o no, lo hice por Josen Rael.

—¿El Primer Consejero? —y Tuf pestañeó de nuevo. —Por él y por los demás. Conocí a Josen cuando estaba comenzando. No es malo, Tuf. No lo es. Ninguno de ellos es malo. Son hombres y mujeres decentes que actúan siguiendo lo que piensan que es su deber. Sólo quieren alimentar a sus hijos.

—No comprendo de! todo su lógica —dijo Haviland Tuf. —Yo asistí a la reunión, Tuf. Estuve ahí sentada, le oí hablar lo que e! Arca les había hecho. Eran gente honesta, dotada de ética y sentido de! honor pero el Arca ya les había convertido en una pandilla de estafadores y embusteros. Creen en la paz y ya estaban hablando de la guerra que quizá se verían obligados a librar para no perder la maldita nave suya. Todo su credo se basa en la sacra santidad de la vida humana y estaban discutiendo como unos estúpidos la cantidad de muertes que podían llegar a ser precisas para ello, empezando por la suya. ¿Ha estudiado alguna vez historia, Tuf?

—No puedo pretender ser un gran experto en ella, pero tampoco puedo alegar una absoluta ignorancia de lo sucedido en tiempos pretéritos.

—Hay un proverbio de la Vieja Tierra, Tuf. Dice que el poder corrompe y que el poder absoluto corrompe de un modo absoluto e irremisible.

Haviland Tuf guardó silencio. Desorden se instaló de un salto en sus rodillas, haciéndose una bola. Tuf empezó a pasar su enorme y pálida mano por el lomo de la gata.

—El sueño del Arca ya había empezado a corromper mi mundo —dijo Tolly Mune—. ¿Qué infiernos habría ocurrido cuando su posesión fuera una realidad para nosotros? No querría encontrar la respuesta a esa pregunta.

—Ciertamente —dijo Tuf—. y de esa pregunta creo que surge inmediatamente otra.

—¿Cuál?

—Yo controlo el Arca —dijo Tuf—, y por lo tanto tengo en mis manos algo que se aproxima al poder absoluto.

—Oh, sí —dijo Tolly Mune. Tuf aguardó en silencio.

Tolly Mune sacudió la cabeza. —No lo sé —dijo—. No he pensado lo suficiente en todo esto. Quizás estaba tomando las decisiones a cada momento, sin meditar sobre ellas. Puede que sea la mayor imbécil en años luz a la redonda…

—No me parece que lo crea seriamente —dijo Tuf. —Quizás haya pensado que era mejor que se corrompiera usted y no los míos. Quizás haya pensado que Haviland Tuf era sólo un ingenuo inofensivo. O quizá me haya guiado por el instinto —lanzó un suspiro—. Ignoro si existe un hombre incorruptible pero caso de existir, bueno, Tuf, caso de existir creo que es usted. El último y maldito inocente. Estaba dispuesto a perderlo todo por ella —señaló a Desorden—. Por una gata, una maldita alimaña de todos los diablos —pero al decir eso estaba sonriendo.

—Ya entiendo —dijo Haviland Tuf.

La Maestre de Puerto se incorporó con un gesto de cansancio.

—Ahora ha llegado el momento de volver y soltarle ese discurso a un público no tan dispuesto al aplauso —dijo—. Indíqueme dónde están los trineos y avíseles de que voy a salir.

—Muy bien —dijo Tuf y alzó un dedo—. Sólo queda un punto más por aclarar. Dado que sus cuadrillas no completaron el total del trabajo preestablecido, no me parece equitativo que se me imponga la factura en su totalidad de treinta y cuatro millones. Sugiero hacer un pequeño ajuste. ¿Le parecerían aceptables treinta y tres millones quinientos mil?

Tolly Mune le contempló durante unos segundos.

—¿Qué importa? —acabó diciendo—. Nunca volverá. —No estoy de acuerdo en esa afirmación —dijo Haviland Tuf.

—Intentamos robar su nave —replicó ella.

—Cierto. Quizá resultara más justa entonces la suma de treinta y tres millones y se pudiera considerar el resto como una especie de multa.

—¿Está planeando realmente volver? —dijo Tolly Mune. —Dentro de cinco años vencerá el primer pago del préstamo —dijo Tuf—. Lo que es más, en ese instante se podrá juzgar el efecto que mis pequeñas contribuciones han tenido sobre su crisis de alimentos, si es que lo han tenido. Puede que para entonces resulte necesario ejercer un poco más la ingeniería ecológica.

—No puedo creerle —dijo ella, atónita.

Haviland Tuf levantó la mano hasta su hombro y rascó a Caos justo detrás de la oreja.

—¡Ah! —dijo en tono de reproche ¿por qué siempre se pone en duda lo que decimos?

Pero el gato no le contestó.

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