4 — UNA SEGUNDA RACION

Era más una costumbre que una afición y, desde luego, no se trataba de algo adquirido deliberadamente o por pura malicia. Sin embargo, lo indudable era que Haviland Tuf no podía librarse ya de ese rasgo de su carácter. Coleccionaba naves espaciales.

Quizás hubiera resultado más preciso decir que acumulaba naves espaciales. Lo innegable era que el sitio para ello no le faltaba. Cuando Tuf puso por primera vez el pie en el Arca encontró en su interior cinco lanzaderas negras con alas triangulares; el casco medio destrozado de un mercante de Rhiannon, con su típico vientre protuberante, y tres naves alienígenas: un caza Hruun, fuertemente armado y otras dos naves mucho más extrañas, cuyas historias y constructores seguían siendo un enigma para él. A esa abigarrada flota se había añadido el estropeado navío mercante del propio Tuf, la Cornucopia de Mercancías Excelentes a Bajos Precios.

Eso fue solamente el principio. En sus viajes, Tuf no tardó en descubrir que las naves se iban acumulando en su cubierta de aterrizaje, al igual que el polvo se acumula bajo la consola de un ordenador y los papeles parecen reproducirse sobre el escritorio de un burócrata.

En Puerto Libre el monoplaza del negociador había resultado tan estropeado por el fuego del enemigo, al forzar el bloqueo impuesto, que Tuf no tuvo otro remedio que transportarlo, durante el regreso, en su lanzadera Mantícora. Naturalmente, lo hizo una vez hubo concluido el contrato. De ese modo adquirió otra nave.

En Gonesh los sacerdotes del dios elefante jamás habían visto un elefante. Tuf se encargó de clonar para ellos unos cuantos rebaños y, para luchar contra la monotonía, incluyó en su entrega unos cuantos mastodontes, un mamut lanudo y un colmillos de trompeta de Trigya. Los goneshi, que deseaban no tener ningún contacto comercial con el resto de la humanidad, habían pagado su factura con la flota de viejas espacionaves, en las que sus antepasados habían llegado para colonizar el planeta. Tuf había logrado vender dos de las naves a los museos y el resto de la flota había ido a parar al desguace pero, siguiendo un capricho momentáneo, se quedó con una.

En Karaleo había logrado vencer al Señor del Orgullo Dorado Calcinado por la Llama en una apuesta consistente en beber más que el contrario y había ganado una lujosa nave-león como premio a sus esfuerzos, aunque el perdedor había tenido el poco generoso detalle de quitar casi todos los adornos de oro sólido que había en el casco antes de entregársela.

Los Artífices de Mhure, que se enorgullecían desusadamente de sus obras, habían quedado complacidos con las astutas dragoneras, que Tuf les había entregado para poner freno a su plaga de ratas aladas, y le entregaron una lanzadera de hierro y plata en forma de dragón con enormes alas de murciélago.

Los Caballeros de San Cristóbal, cuyo mundo sede había perdido gran parte de sus encantos, debido a las depredaciones infligidas en él por enormes saurios volantes a los que llamaba dragones (en parte por lo solemne de tal nombre y en parte debido a una auténtica falta de imaginación), habían acabado igualmente complacidos cuando Tuf les proporcionó a los jorges, unos diminutos simios sin vello a quienes nada les gustaba más que atracarse con huevos de dragón. Por lo tanto, los caballeros le habían entregado una nave que se parecía a un huevo hecho de piedra y madera. Dentro de la yema había unos cómodos asientos recubiertos con cuero de dragón pulido al aceite, cien fantásticas palancas de latón y un mosaico de cristales esmerilados allí donde habría debido encontrarse la telepantalla. Los muros de madera estaban adornados con ricos tapices hechos a mano, representando grandes hazañas de los caballeros. Naturalmente, la nave jamás podría funcionar. En la pantalla no podía verse nada, las palancas no producían el menor efecto si se las movía y los sistemas de apoyo vital eran incapaces de cumplir dicha misión. Sin embargo, Tuf la aceptó.

Y, de este modo, había ido recogiendo una nave aquí y otra allá hasta que su cubierta de aterrizaje empezó a parecer un basurero estelar. Por ello, cuando Haviland Tuf decidió volver a S’uthlam, pudo escoger entre una amplia gama de naves.

Hacía mucho tiempo que había llegado a la conclusión de que volver en el Arca no resultaría muy inteligente. Después de todo, cuando había salido del sistema S’uthlamés lo había hecho con la Flota Defensiva Planetaria detrás de él, francamente decidida a confiscar su sembradora. Los s’uthlameses eran un pueblo altamente avanzado y provisto de una tecnología muy sofisticada que, sin duda alguna, habrían conseguido hacer sus naves de guerra mucho más veloces y peligrosas en los cinco años que Tuf llevaba sin visitarles. Por lo tanto, parecía imponerse una discreta exploración inicial y, afortunadamente, Haviland Tuf se tenía por un verdadero maestro del disfraz.

Desconectó el hiperimpulso del Arca en la fría oscuridad del espacio interestelar, a un año luz de S’ulstar, y bajó a la cubierta de aterrizaje para inspeccionar su flota. Acabó decidiéndose por la nave-león. Era grande y rápida, tanto su sistema de impulso estelar como los de apoyo vital estaban en buenas condiciones y Karaleo se encontraba lo bastante lejos de S’uthlam como para hacer improbable el comercio entre dos mundos, con lo cual los posibles fallos que cometiera en el curso de su impostura pasarían seguramente inadvertidos. Antes de partir, Haviland Tuf tiñó su lechosa piel barba rojo dorada y una desordenada melena del mismo color, pegó sobre sus ojos unas cejas de aire más bien feroz y envolvió su ventrudo e imponente corpachón con todo tipo de pieles multicolores {sintéticas) y cadenas de oro {que en realidad eran meras imitaciones de latón) hasta llegar a parecerse, como una gota de agua a otra, a un noble de Karaleo. La mayor parte de sus gatos permanecieron sanos y salvos en el Arca, pero se llevó a Dax, el gatito telépata de color negro e inmensos ojos dorados, metiéndolo en uno de sus profundos bolsillos. Le dio a su nave un nombre verosímil y adecuado, la llenó hasta los topes con hongos estofados, que antes había liofilizado, escogió dos barriles de la espesa Malta de San Cristóbal, programó el ordenador con algunos de sus juegos favoritos y emprendió el viaje.

Cuando apareció en el espacio normal cerca del globo de S’uthlam y sus enormes muelles orbitales, Tuf fue interpelado de inmediato. En la enorme pantalla de la sala de control (a la cual se le había dado la forma de un gran ojo, otra interesante afectación típica de Karaleo) aparecieron los rasgos de un hombrecillo con aire de cansancio.

—Aquí Control de la Casa de la Araña, Puerto de S’uthlam —dijo a modo de identificación—. Le tenemos en pantalla, mosca. Identificación, por favor.

Haviland Tuf extendió la mano activando su comunicador.

—Aquí el Feroz Rugidor del Veldt —dijo con voz impasible y carente de toda inflexión—. Deseo que se me asegure permiso para atracar.

—Menuda sorpresa —dijo el encargado de control con aburrido sarcasmo—. Muelle cuatro-treinta-siete. Corto. —Su rostro fue reemplazado por un diagrama en el cual se indicaba la posición del muelle en relación al resto de la estación orbital. Luego la transmisión se interrumpió.

Una vez hubo atracado, un equipo de aduanas subió a bordo. Una mujer inspeccionó sus bodegas vacías, efectuó luego una tan rápida como rutinaria comprobación de que su rara nave no iba a explotar, a fundirse o a causar cualquier otro tipo de daño a la estación y recorrió rápidamente los pasillos en busca de alimañas. Mientras tanto Tuf fue largamente interrogado sobre su punto de origen, su destino, el negocio que le traía a S’uthlam y otros dos detalles particulares de su viaje. Sus respuestas, todas ellas falsas, fueron introducidas en un ordenador de bolsillo. Ya casi habían terminado, cuando Dax emergió con aire adormilado del bolsillo de Tuf y clavó sus ojos en la inspectora de aduanas.

—¿Qué? —dijo ella, sobresaltada, poniéndose en pie tan abruptamente que casi dejó caer el ordenador.

El gatito (que en realidad era ya casi un gato pero seguía siendo el más joven de todos los que Tuf poseía) tenía un largo y sedoso pelaje, tan negro como los abismos del espacio, unos brillantes ojos dorados y una curiosa indolencia en todos sus movimientos. Tuf lo sacó del bolsillo, lo puso sobre su brazo y le acarició.

—Es Dax —le dijo a la inspectora. Los s’uthlameses tenían la desconcertante costumbre de considerar a todos los animales como alimañas y Tuf no deseaba que la inspectora actuara de modo precipitado al respecto—. Es totalmente inofensivo, señora.

—Ya sé lo que es —le respondió ella secamente—. Manténgalo bien lejos de mí. Si decide lanzarse a mi cuello se meterá en un buen apuro, mosca.

—Ciertamente —dijo Haviland Tuf—. Haré cuanto esté en mi mano para controlar su ferocidad.

La inspectora pareció algo aliviada. —¿No es más que un gato pequeño, verdad? ¿Cómo se les llama… gatines?

—Posee usted un astuto conocimiento de la zoología —replicó Tuf.

—No tengo ni idea de zoología —dijo la inspectora de aduanas, apoyando la espalda en su asiento y aparentemente más tranquila—, pero de vez en cuando miro los programas de vídeo.

—Entonces, no me cabe duda de que habrá visto algún programa educativo —dijo Tuf.

—Qué va —replicó la mujer—, nada de eso, mosca. Me gustan más los de aventuras y romances.

—Ya veo —dijo Haviland Tuf—. y supongo que en uno de tales dramas debía figurar un felino, ¿verdad?

Ella asintió y en ese mismo instante su colega emergió por la escotilla.

—Todo limpio —dijo la otra inspectora. Entonces vio a Dax, instalado cómodamente en los brazos de Tuf, y sonrió—. Vaya, una alimaña gato —dijo con voz despreocupada—. Es bastante gracioso, ¿verdad?

—No dejes que te engañe —dijo la primera inspectora de aduanas, advirtiéndola—. Se muestran amables y suaves y en un abrir y cerrar de ojos te pueden arrancar los pulmones a zarpazos.

—Parece bastante pequeño para eso —dijo su compañera.

—¡Ja! Recuerda el que salía en Tuf y Mune.

—Tuf y Mune —repitió Haviland Tufsin el menor asomo de expresión en su voz.

La segunda inspectora tomó asiento junto a la primera. —El Pirata y la Maestre del Puerto —añadió.

—Él era el implacable señor de la vida y de la muerte y viajaba en una nave tan grande como el sol. Ella era la reina araña, desgarrada entre el amor y la lealtad. juntos cambiaron el mundo —dijo la primera inspectora.

—Si le gustan ese tipo de cosas puede alquilarlo en la Casa de la Araña —le explicó la segunda inspectora—. Además, sale un gato.

—Ciertamente —dijo Haviland Tuf, pestañeando. Dax empezó a ronronear.


Su dique se encontraba a cinco kilómetros del eje del muelle, por lo que Haviland Tuf se vio obligado a utilizar un tubotrén neumático para dirigirse al centro de! Puerto.

Fue implacablemente oprimido por todos lados. En el tren no había asientos de ninguna clase y tuvo que soportar que un extraño le clavara rudamente el codo en las costillas, la fría máscara de plastiacero de un cibertec, a unos pocos milímetros de su cara y el resbaladizo caparazón de algún alienígena, rozándole la espalda cada vez que el tren reducía la velocidad. Cuando desembarcó fue como si el vagón hubiera decidido vomitar la sobrecarga de seres humanos que había ingerido. La plataforma era un caos de ruido y confusión, en tanto que a su alrededor se apelotonaba un tropel de gente que iba y venía en todas direcciones. Una joven, de baja estatura y rasgos afilados como la hoja de un estilete, agarró sus pieles sin ningún tipo de invitación previa y le sugirió que se dirigieran a un salón sexual. Apenas había logrado Tuf deshacerse de ella cuando se encontró prácticamente encima a un reportero de los noticiarios, equipado con un tercer ojo en forma de cámara, y fue informado de que éste se hallaba realizando un artículo sobre moscas más extrañas de lo habitual y deseaba entrevistarle.

Tuf le apartó de un empujón y se dirigió con ciertas dificultades hacia un puesto que vendía escudos de intimidad. Adquirió uno y lo colgó de su cinturón, consiguiendo con ello un cierto respiro. Cuando le veían los s’uthlameses desviaban cortésmente la mirada al darse cuenta de que tal era su deseo y con ello tuvo libertad para abrirse paso a través del gentío sin ser apenas molestado.

Su primera parada fue en un establecimiento de vídeos. Pidió una habitación con diván, ordenó que le trajeran una ampolla de, la más bien acuosa, cerveza de S’uthlam y alquiló una copia de Tuf y Mune.

Su segunda parada fue en la oficina principal del Puerto. —Caballero —le dijo al hombre sentado tras la consola de recepción—, espero que tenga la amabilidad de contestar a una pregunta. ¿Sigue ocupando Tolly Mune el cargo de Maestre del Puerto en S’uthlam?

El secretario le miró de arriba abajo y lanzó un suspiro. —Moscas… —dijo con voz algo cansada—. Naturalmente, ¿quién iba a estar si no?

—Ciertamente, quién si no —replicó Haviland Tuf—. Es de la mayor importancia que le vea de inmediato.

—¿Ah, sí? Lo será para usted, pero también lo es para mil personas más. ¿Su nombre?

—Me llaman Weemowet. Vengo de Karaleo y soy propietario de Feroz Rugido del Veldt.

El secretario torció levemente el gesto e introdujo los datos en la consola. Luego se volvió a reclinar en su silla flotante, esperando, y unos instantes después meneó la cabeza.

—Lo siento, Weemowet —dijo—. Mamá está muy ocupada y el ordenador nunca ha oído hablar de usted, su nave o su planeta. Puedo conseguirle una cita para dentro de una semana más o menos, siempre que me diga el motivo de la misma.

—No me parece demasiado satisfactorio. Mi asunto es de naturaleza muy personal y preferiría ver a la Maestre de Puerto inmediatamente.

El secretario se encogió de hombros.

—Canta o lárgate, mosca. No se puede hacer otra cosa. Haviland Tuf reflexionó durante unos instantes y luego se llevó la mano hasta su peluca y dio un tirón. La peluca abandonó su cráneo con un leve ruido de succión y fue seguida prontamente por la barba.

—¡Observe bien! —dijo—. No soy realmente Weemowet. Soy Haviland Tuf disfrazado. —y arrojó peluca y barba sobre la consola.

—¿Haviland Tuf? —dijo el secretario. —Correcto.

El secretario se rió.

—Ya he visto ese dramón, mosca. Si usted es Tuf, yo soy Stephan Cobalt Northstar.

—Él lleva muerto más de un milenio. Sin embargo, soy Haviland Tuf.

—Pues no se le parece en nada —dijo el secretario. —Viajo de incógnito, disfrazado bajo la identidad de un noble de Karaleo.

—Oh, claro, lo había olvidado.

—Parece usted tener una memoria muy flaca. ¿Le dirá a la Maestre de Puerto Mune que Haviland Tuf ha vuelto a S’uthlam y desea hablar con ella inmediatamente?

—No —le replicó con cierta sequedad al secretario—, pero tenga por seguro que esta noche se lo contaré a todos mis amigos durante la orgía.

—Deseo entregarle la cantidad de dieciséis millones quinientas mil unidades base —dijo Tuf.

—¿Dieciséis millones quinientas mil unidades base? —dijo el secretario, impresionado—. Eso es un montón de dinero.

—Posee usted una aguda percepción de lo obvio —dijo Tuf con voz impasible—. He descubierto que la ingeniería eco lógica es una profesión altamente lucrativa.

—Me alegro por usted —dijo el secretario y se inclinó hacia adelante—. Bueno, Tuf, Weemowet o como quiera que se llame, todo esto me ha divertido mucho, pero tengo cosas que hacer. Si no recoge su peluca y desaparece de mi vista dentro de unos segundos, tendré que llamar a los de seguridad. —Estaba a punto de extenderse algo más sobre dicho tema pero, de pronto, su consola emitió un zumbido—. ¿Sí? —dijo por el comunicador que llevaba en la cabeza, frunciendo el ceño—. ¡Ah, sí, claro, Mamá. Bueno, es alto, muy alto, como unos dos metros y medio y tiene tanta barriga que resulta casi obsceno verle. Hmmmm… No, un montón de pelo… bueno, al menos tenía un montón hasta que se lo arrancó y lo tiró sobre mi consola. No. Dice que está disfrazado. Sí. Dice que tiene dieciséis millones que darle.

—Dieciséis millones y quinientas mil unidades base —le corrigió Tuf, siempre amante de la precisión.

—Claro. Ahora mismo, Mamá. —Cerró la conexión y miró a Tuf con franco asombro—. Quiere verle. —Extendió la mano y añadió—. Por esa puerta. Con cuidado, en su oficina no hay gravedad.

—Conozco la aversión que siente la Maestre de Puerto hacia la gravedad —dijo Haviland Tuf. Recogió su peluca, ahora inútil, se la metió bajo el brazo, avanzó con tiesa dignidad hacia la puerta que le habían indicado y ésta se abrió para recibirle.


Estaba esperándole en su oficina, flotando en el centro de un revuelto montón de objetos, con las piernas cruzadas y su larga cabellera, color plata y hierro, ondulando perezosamente alrededor de su delgado y franco rostro como una guirnalda de humo.

—Así que ha vuelto —le dijo al aparecer Tuf en su campo visual como un globo a la deriva.

Haviland Tuf no se encontraba nada cómodo con la ausencia de gravedad. Con cierta dificultad logró aproximarse a la silla para los visitantes, la cual estaba firmemente anclada a lo que habría debido ser el suelo de la oficina, y se ató a ella, cruzando luego sus manos sobre la amplia curva de su estómago. Su peluca, ahora abandonada, empezó a flotar siguiendo las corrientes de aire.

—Su secretario se negó a transmitir mi mensaje —le dijo—. ¿Cómo llegó a sospechar que podía tratarse de mí?

Tolly Mune sonrió. —¿Qué otra persona era capaz de llamar a su nave Feroz Rugido del Veldt? —dijo—. Además, hoy está a punto de cumplirse el plazo de los cinco años y tenía la sensación de que pertenecía usted a ese tipo de personas que siempre son puntuales, Tuf.

—Ya veo —dijo Haviland Tuf. Con deliberada dignidad metió la mano en el interior de sus pieles sintéticas, abrió el cierre de su bolsillo interior y sacó de él una cartera de vinilo en la que se veían encajadas, las hileras de cristales de datos—. Señora, es para mí un sumo placer entregarle la suma de dieciséis millones quinientas mil unidades base, como pago de la primera mitad de la deuda que tengo con el Puerto de S’uthlam en concepto de restauración y aprovisionamiento del Arca. Descubrirá que los fondos se hallan sanos y salvos en los más adecuados depósitos financieros de Osiris, ShanDellor, Viejo Poseidón, Ptolan, Lyss y Nuevo Budapest. Los cristales le permitirán acceder a ellos.

—Gracias —dijo ella. Cogió la cartera, la abrió, examinando durante unos segundos su interior y luego la soltó. La cartera ascendió por el aire hasta reunirse con la peluca abandonada—. No sabía muy bien cómo, pero estaba segura de que encontraría usted ese dinero, Tuf.

—Su fe en mi agudeza como negociante me resulta de los más tranquilizadora —dijo Haviland Tuf—. y ahora, pasando a ese vídeo…

—¿Tuf y Mune? ¿Así que lo ha visto? —Ciertamente —dijo Tuf.

—¡Maldición! —dijo Tolly Mune con una sonrisa algo torcida—. y bien, Tuf… ¿qué le ha parecido?

—Me siento obligado a confesar que, por razones bastante obvias evocó en mí cierta fascinación enfermiza. La idea de un drama como ése posee un innegable atractivo para mi vanidad, pero su ejecución material dejaba mucho que desear.

Tolly Mune se rió. —¿Qué le molestó más? Tuf alzó uno de sus largos dedos. —Para resumirlo en una sola palabra, la falta de precisión.

Ella asintió. —Bueno, el Tuf del vídeo pesa más o menos la mitad que usted, diría yo. Además, su rostro posee una movilidad mucho mayor, su modo de hablar no era, ni de lejos, tan envarado y poseía la musculatura de un hilador joven, así como la coordinación de un acróbata, pero al menos le afeitaron la cabeza para aumentar la autenticidad del espectáculo.

—Llevaba bigote —dijo Haviland Tuf—, en tanto que yo no.

—Pensaron que eso le daba un aire más gallardo y aventurero. Si tanto le preocupa, piense en lo que hicieron conmigo. No me importa que le quitaran cincuenta años a mi edad y tampoco que realzaran mi aspecto hasta hacerme parecer una princesa de Vandeen. Pero, ¡esos condenados pechos!

—Sin duda deseaban resaltar al máximo la certeza de que pertenecía usted al reino de los mamíferos —dijo Tuf—. Todo ello podría considerarse como alteraciones menores dirigidas a presentar un espectáculo de mayor interés estético, pero me molestan mucho las salvajes libertades que fueron tomadas en cuanto a mis opiniones ya mi filosofía de la vida, lo cual considero asunto mucho más serio. En particular me molesta y debo discrepar en cuanto a mi discurso final, en el cual opino que el genio de la humanidad, en continua evolución, será capaz de resolver todos los problemas y que eso será efectivamente lo que pase en el futuro, de la misma forma en que la ingeniería ecológica ha liberado a los s’uthlameses, para que, al fin, puedan multiplicarse sin temor ni límite alguno evolucionando hasta lograr la grandeza final de la divinidad. Ello se encuentra en absoluta contradicción, con las opiniones de las cuales le hice partícipe por aquel entonces, Maestre de Puerto Mune. Si es capaz de recordar nuestras conversaciones le dije muy claramente que cualquier solución a su problema alimenticio, ya fuera de naturaleza ecológica o tecnológica, debía acabar ineludiblemente no siendo más que un parche momentáneo, caso de que su pueblo siguiera sin practicar algún control de la reproducción.

—Usted era el héroe —dijo Tolly Mune—. No podían consentir que pareciera hablar en contra de la vida, ¿verdad?

—También he encontrado otros defectos en el argumento. Quienes hayan tenido el infortunio de asistir a la emisión de dicho vídeo, habrán recibido una imagen salvajemente distorsionada de lo que sucedió hace cinco años.

Desorden es una gata inofensiva, aunque algo juguetona, cuyos antepasados llevan siendo animales domésticos desde el amanecer de la historia humana y creo recordar que cuando usted se apoderó traidoramente de ella utilizando un tecnicismo legal y forjando con él un artero plan para obligarme a entregar el Arca, tanto ella como yo nos rendimos pacíficamente. No hubo nunca hombre alguno de los servicios de seguridad que fuera hecho pedazos por sus garras y, por descontado, mucho menos seis de ellos.

—Me arañó una vez en la mano —dijo Tolly Mune—. ¿Alguna cosa más?

—Sólo puedo sentir aprobación hacia la política y conducta de Josen Rael y el Alto Consejo de S’uthlam —dijo Tuf—. Es cierto que dicho Consejo y en particular el Primer Consejero Real actuaron de modo poco ético y falto de escrúpulos pero debo proclamar que en ningún momento ordenó Josen Rael que se me sometiera a tortura y que tampoco mató a ninguno de mis felinos para doblegar mi voluntad.

—Tampoco sudaba tanto —dijo Tolly Mune—, jamás llegó a babear. La verdad es que era un hombre bastante decente. —Suspiró—. Pobre Josen…

—Y, finalmente, llegamos al meollo de la cuestión. Sí, ciertamente, el meollo, el punto crucial. Una palabra extraña si uno se toma el tiempo necesario para paladearla, pero totalmente adecuada a la discusión actual. El meollo, Maestre de Puerto Mune, era y es la naturaleza de nuestra apuesta. Cuando traje aquí a mi nave para que fuera reparada y aprovisionada, su Consejo decidió apoderarse de ella. Me negué a venderla y dado que no tenían ningún pretexto legal para confiscar el Arca, confiscó a Desorden en tanto que alimaña y luego amenazó con destruirla a menos que yo sellara con mi pulgar el documento de transferencia. ¿Le parece esencialmente correcto todo lo anterior?

—Me lo parece —dijo Tolly Mune con una sonrisa amistosa. —Logramos resolver este callejón sin salida mediante una apuesta. Yo intentaría solventar la crisis alimenticia sufrida por S’uthlam mediante la ingeniería ecológica, impidiendo con ello la hambruna inminente que les amenazaba. Si fracasaba, el Arca era suya. Si tenía éxito se me devolvería a Desorden y además se llevarían a cabo todas mis peticiones anteriores concernientes a la nave y se me concederían diez años para pagar la factura.

—Cierto —dijo ella. —Por lo que yo recuerdo, en ningún momento se incluyó el conocimiento carnal de su cuerpo en los términos de dicho pacto, Maestre de Puerto Mune. Yo sería desde luego el último en negar la bravura que demostró en los momentos de adversidad, cuando el Consejo cerró los tubos neumáticos y clausuró los muelles. Puso en peligro tanto su carrera como su persona; hizo pedazos una ventana de plastiacero; voló a través de kilómetros de inhóspito vacío, llevando sólo un dermotraje y contando como único medio de locomoción con unos propulsores de aire; logró esquivar a las patrullas de seguridad durante todo el trayecto y, finalmente, escapó por un escaso margen a la destrucción cuando su Flota Defensiva Planetaria me atacó. Incluso un hombre tan sencillo y desprovisto de fantasía como yo, debo admitir que dichos actos poseen cierta cualidad heroica. E, incluso, romántica, y en los tiempos de la antigüedad podrían haber acabado originando una leyenda. Sin embargo, el propósito de ese tan melodramático como osado viaje era devolver a Desorden sana y salva a mi custodia, tal y como había sido estipulado en nuestro acuerdo, y no el entregar su cuerpo, Maestre Mune, a mis… —Tuf pestañeó —a mis afanes concupiscentes. Lo que es más, usted dejó perfectamente claro entonces que sus actos fueron motivados por el sentido del honor y el miedo a que la influencia corruptora del Arca contaminara a sus líderes. Tal y como yo lo recuerdo, ni la pasión física ni el amor romántico jugaron parte alguna en sus cálculos.

La Maestre de Puerto Tolly Mune sonrió. —Mírenos, Tuf. Somos una pareja más bien improbable de amantes que se encontraron entre las estrellas. Pero debo admitir que de ese modo la historia gana mucho.

El largo y pálido rostro de Tuf seguía inmóvil e inexpresivo.

—Estoy seguro de que no pensará usted defender ese vídeo, tan grosero como falto de exactitud —le dijo con voz átona.

La Maestre de Puerto volvió a reír.

—¿Defenderla? ¡Infiernos y maldición! Yo lo escribí. Haviland Tuf pestañeó seis veces seguidas.

Antes de que hubiera logrado articular una contestación la puerta de deslizó a un lado y los mirones de los noticiarios entraron en la oficina como un enjambre enloquecido. Habría como mínimo dos docenas de ellos y todos hablaban a la vez haciendo preguntas, más bien impertinentes, que se confundían entre sí. En el centro de cada frente se veía el rápido guiñar del tercer ojo y se oía su leve zumbido.

—Oiga, Tuf, póngase de perfil y sonría.

—¿Tiene algún gato aquí?

—Maestre de Puerto, ¿piensa aceptar un contrato de matrimonio?

—¿Dónde está el Arca?

—¡Eh! ¡Que se abracen bien fuerte!

—Oiga, mercader, ¿dónde se ha puesto tan moreno? —¿y el bigote?

—¿Tiene usted alguna opinión sobre Tuf y Mune, Ciudadano Tuf?.—¿Qué tal anda Desorden estos días?

Inmóvil en su silla provista de arneses, Haviland Tuf, miró primero hacia arriba y luego hacia abajo. Luego, moviendo la cabeza en una larga serie de gestos tan rápidos como precisos, examinó el enjambre de mirones que le rodeaba. Pestañeó y siguió callado. El torrente de preguntas no se interrumpió hasta que la Maestre de Puerto Tolly Mune se abrió paso nadando sin el menor esfuerzo a través de la jauría, apartando a los mirones con ambas manos, y se instaló junto a Tuf. Luego pasó un brazo por debajo del suyo y le besó levemente en la mejilla.

—¡Infiernos y maldición! —dijo—. Mantengan quietas sus dichosas cremalleras, acaba de llegar —levantó la mano—. Lo siento, nada de preguntas. Invocamos al derecho de intimidad. Después de todo, han pasado cinco años. Deben concedernos un poco de tiempo para que volvamos a conocernos mutuamente.

—¿Irán juntos al Arca? —preguntó uno de los reporteros más agresivos, flotando a medio metro de la cara de Tuf, mientras su tercer ojo zumbaba incesantemente.

—Por supuesto —dijo Tolly Mune—.¿Dónde si no?

Cuando el Feroz Rugido del Veldt se encontraba ya bien lejos de la telaraña y dirigiéndose hacia el Arca, Haviland Tuf se dignó hacer una visita al camarote que le había asignado a Tolly Mune. Había tomado una ducha y se había frotado hasta liminar todos los restos de su disfraz. Su rostro parecía una hoja de papel blanco y resultaba tan indescifrable como ésta. Vestía un mono de color gris, sin ningún adorno, que poco hacía para ocultar su formidable tripa y una gorra de color verde, con la insignia dorada de los Ingenieros Ecológicos, cubría su calva.

Tolly Mune estaba tomando una ampolla de Malta de San Cristóbal pero, al verle entrar, se levantó con una sonrisa.

—Una cerveza condenadamente buena —dijo—. Vaya, ¿quién es? Veo que no es Desorden.

—Desorden se halla sana y salva en el Arca junto con su compañero y sus gatitos, aunque, a decir verdad, ya no se les puede calificar con mucha precisión de tales. La población felina de mi nave ha crecido tanto desde mi última visita a S’uthlam, aunque no de forma tan precipitada como parece inclinada a hacerlo la población humana de S’uthlam —con gestos algo envarados, Haviland Tuf ocupó un asiento—. Le presento a Dax. Aunque naturalmente, cada felino es especial, bien podría decirse, sin faltar a la verdad, que Dax entra en lo extraordinario. Es bien sabido que todos los gatos poseen ciertos poderes psíquicos pero, debido a unas circunstancias más bien fuera de lo corriente, con las que me topé en el planeta conocido como Namor, inicié un programa para expandir y hacer más potente esa habilidad innata en los felinos. Dax es el resultado final de dicho programa, señora mía. Compartimos un cierto lazo muy peculiar y Dax posee una habilidad psíquica que se encuentra muy lejos de lo rudimentario.

—Siendo breves —dijo Tolly Mune—, acabó clonando un gato capaz de leer mentes.

—Su perspicacia sigue siendo tan aguda como siempre, Maestre de Puerto —replicó Tuf, cruzando luego las manos—. Tenemos mucho por discutir. Quizá tenga la amabilidad de explicamos por qué me ha pedido que traiga nuevamente el Arca a S’uthlam, la razón de que haya insistido en acompañarme y, lo más crucial de todo, por qué se me ha enredado en este engaño tan extraño como pintoresco, llegando al extremo de tomarse ciertas libertades físicas con mi persona.

Tolly Mune suspiró. —Tuf, ¿recuerda cómo estaban las cosas cuando nos despedimos hace cinco años?

—Mi memoria no ha sufrido ninguna merma —dijo Haviland Tuf.

—Estupendo. Entonces, recordará que me dejó metida en un lío de mil diablos.

—Preveía usted la inmediata deposición de su cargo como Maestre de Puerto, el juicio, acusada de alta traición, y la condena de reclusión en una granja penal en la Despensa —dijo Tuf—. Pese a ello, rechazó mi oferta de llevarla gratuitamente a cualquier otro sistema estelar de su elección, prefiriendo, en vez de ello, volver para enfrentarse a la prisión ya la caída en desgracia.

—No sé qué diablos soy, pero soy s’uthlamesa —dijo ella—. Tuf, son mi gente. Puede que a veces se porten como unos condenados idiotas, pero, ¡maldición!, siguen siendo mi gente.

—Su lealtad me parece sin duda encomiable. Dado que sigue siendo Maestre de Puerto, asumo que las circunstancias han cambiado.

—Yo las cambié —dijo Tolly Mune.

—Ya veo.

—Tuve que hacerlo. De lo contrario hubiera pasado el resto de mi vida conduciendo una cosechadora a través de la neohierba mientras la gravedad me iba haciendo pedacitos —torció el gesto—. Apenas volví al Puerto, los de seguridad me hicieron prisionera. Había desafiado al Consejo, roto las leyes, causado daños en abundantes propiedades, y le había ayudado a huir con una nave que deseaban confiscar. Condenadamente dramático, ¿no le parece?

—Mi opinión carece de toda relevancia en este asunto. —Tan dramático, de hecho, que debía considerarse un crimen de enorme magnitud o un acto de enorme heroicidad. Josen no sabía qué hacer. Nos habíamos llevado siempre muy bien y ya le he dicho que, en el fondo, no era un mal hombre. Pero era Primer Consejero y sabía cuál era su obligación. Debía juzgarme por traición. y yo tampoco soy estúpida, Tuf. Sabía lo que debía hacer. —Se inclinó hacia adelante, acercándose a él—. No estaba muy contenta con las cartas que me habían correspondido, pero debía jugarlas o retirarme. Para salvar mi algo huesudo trasero, debía destruir a Josen, debía desacreditarle a él ya la mayor parte del Consejo. Tenía que convertirme en una heroína ya él en un villano, en términos que estuvieran perfectamente claros para el peor retrasado mental de las ciudades subterráneas.

—Ya entiendo —dijo Tuf. Dax estaba ronroneando. La Maestre de Puerto decía la más pura verdad—. De ahí el hinchado melodrama que fue llamado Tuf y Mune.

—Necesitaba calorías para los gastos legales —dijo ella—. Eso era muy cierto, ¡maldición!, pero además lo utilicé como excusa para venderle mi historia de los hechos a una de las grandes redes. Digamos que… bueno, que sazoné un poco la historia. Estaban tan entusiasmados que decidieron emitir una versión dramatizada después de haber conseguido la exclusividad de las noticias. Para mí fue un auténtico placer proporcionarles el argumento. Tuve un colaborador, claro está, pero yo fui dictando lo que debía escribir. Josen nunca llegó a entender lo que estaba pasando. No era un político tan astuto como creía y, además, el oficio nunca le gustó lo suficiente. y tuve ayuda.

—¿De qué fuente? —inquirió Tuf. —Básicamente de un joven llamado Cregor Blaxon. —Su nombre me resulta desconocido.

—Estaba en el Consejo, ocupando el cargo de consejero para agricultura. Un puesto de lo más crucial, Tuf, y Blaxon era su ocupante más joven en toda la historia de S’uthlam. Además, era el miembro más joven del Consejo. Usted pensará que él estaba satisfecho con eso, ¿no?

—Por favor, no cometa la presunción de intentar adivinarme el pensamiento a menos que durante mi ausencia haya logrado desarrollar habilidades psiónicas. No se me ocurriría pensar tal cosa, señora. He descubierto que se comete un gran error creyendo que los seres humanos son capaces de alcanzar tarde o temprano los límites de su satisfacción.

—Cregor Blaxon era, y es, un hombre muy ambicioso —dijo Tolly Mune—. Formaba parte de la administración de Josen: los dos eran tecnócratas, pero Blaxon aspiraba a ocupar el asiento de Primer Consejero y allí era donde Josen Rael había plantado sus posaderas.

—Creo que entiendo sus motivos. —Blaxon se convirtió en mi aliado. Para empezar, ya estaba realmente impresionado con todo lo que usted nos había entregado. El omnigrano, los peces y el plancton, las levaduras, todos esos malditos hongos… y se dio cuenta de lo que estaba pasando. Usó todo su poder para abreviar las pruebas biológicas y plantar directamente sus productos en las cosechas, pasando por alto todas las prioridades y aplastando a los imbéciles que intentaron frenar las cosas. Josen Rael estaba demasiado preocupado para enterarse de ello.

—El político inteligente y eficaz es una especie virtualmente desconocida en la galaxia —dijo Haviland Tuf—. Quizá debería conseguir una muestra celular de Cregor Blaxon para la biblioteca del Arca.

—Se está adelantando un poco. —El final de la historia me resulta obvio. Aunque pueda parecer que hablo impulsado por la vanidad, me aventuré a suponer que mi pequeño esfuerzo en el dominio de la ingeniería eco lógica fue considerado todo un éxito y que los enérgicos pasos dados por Cregor Blaxon para poner en práctica mis soluciones hicieron aumentar grandemente su fama y buen crédito.

—Lo llamó el Florecimiento de Tuf —dijo Tolly Mune con una leve sonrisa sarcástica—. Los noticiarios aceptaron en seguida el término: el Florecimiento de Tuf, una nueva edad de oro para S’uthlam. Muy pronto tuvimos hongos comestibles creciendo en las paredes de nuestras cloacas y pusimos en funcionamiento colosales granjas de setas en cada ciudad subterránea. Inmensas alfombras de chales de Neptuno cubrieron la superficie de nuestros mares y en sus profundidades los peces que nos había proporcionado empezaron a multiplicarse a un ritmo asombroso. Plantamos su omnigrano en vez de la neo hierba y el nanotrigo y la primera cosecha nos dio casi el triple de calorías. Su trabajo de ingeniería ecológica puede clasificarse como de clase nova, Tuf.

—Tomo nota de dicho cumplido con la debida satisfacción —dijo Tuf.

—Afortunadamente para mí, el Florecimiento se hallaba ya en plena eclosión cuando Tul y Mune empezó a ser exhibido y aún faltaba bastante para que fuera sometida a juicio. Creg no paraba de alabar cada día su brillantez ante los noticiarios y le decía a un público de miles de millones que nuestra crisis alimenticia estaba resuelta, solucionada, que todo había terminado bien —la Maestre de Puerto se encogió de hombros—. De ese modo y por razones particulares le convirtió en un héroe. Era necesario si deseaba ocupar el sitio de Josen. Yeso ayudó a convertirme en una heroína. Todo fue encajando perfectamente hasta formar un maldito y enorme nudo. Fue el ¡aleo más endemoniadamente grande que pueda llegar a imaginarse, pero le ahorraré el resto de los detalles. Al final del ¡aleo, Tolly Mune fue absuelta y se le devolvió nuevamente el cargo con todos los honores posibles. Josen Rael cayó en desgracia, fue abandonado por sus seguidores y se vio obligado a dimitir. La mitad del Consejo dimitió con él. Cregor Blaxon se convirtió en el nuevo líder tecnocrático y ganó las siguientes elecciones. Ahora es el Primer Consejero. El pobre Josen murió hace dos años. y usted y yo nos hemos convertido en seres legendarios, Tuf, los amantes más famosos y celebrados desde… ¡Oh! ¡infiernos!, desde todas esas parejas románticas de los viejos tiempos. Ya sabe, Romeo y Julieta, Sansón y Dalia, Sodoma y Gomorra o Marx y Lenin.

En el hombro de Tuf, Dax se agitó levemente y empezó a emitir un ronco gruñido de temor. Pequeñas garras atravesaron la tela del mono que vestía Tuf y se clavaron en su carne. Haviland Tuf pestañeó, alzó la mano y acarició al gatito en un ademán tranquilizador.

—Maestre de Puerto Mune, veo que sonríe ampliamente y sus noticias no parecen indicar nada, aparte del sobado y sin embargo eternamente popular final feliz, pero Dax se ha asustado, como si bajo tan plácida superficie hirviera un torbellino de emociones. Puede que esté pasando por alto una parte crucial de la historia.

—Sólo una nota a pie de página, Tuf —dijo la Maestre de Puerto.

—Ciertamente. ¿En qué podría consistir dicha nota? —Veintisiete años, Tuf. ¿Hace sonar eso alguna sirena de alarma en su cabeza?

—Ciertamente. Antes de que se embarcara en mi programa de ingeniería ecológica sus cálculos indicaban que S’uthlam se hallaba a veintisiete años de la hambruna, dado el alarmante crecimiento de la población y los cada vez menores recursos alimenticios.

—Eso era hace cinco años —dijo Tolly Mune. —Ciertamente.

—Veintisiete menos cinco. —Veintidós —replicó Tuf—. Supongo que debe haber alguna finalidad oculta en este ejercicio de aritmética elemental.

—Faltan veintidós años —dijo la Maestre de Puerto Tolly Mune—. Pero, claro, eso fue antes del Arca, antes de que el genial ecólogo Tuf y la osada hilandera Mune lo arreglaran todo, antes de que tuviera lugar el milagro de los panes y los peces, antes de que el valeroso joven llamado Cregor Blaxon recogiera los frutos del Florecimiento de Tuf.

Haviland Tuf volvió la cabeza hacia el gatito que tenía en el hombro.

—Detecto cierta nota de sarcasmo en su voz —le dijo a Dax.

Tolly Mune suspiró, metió la mano en el bolsillo y sacó de él un estuche de cristales de datos.

—Ahí tienes, querido mío —dijo, lanzándolos al aire. Tuf alargó la mano y pilló al vuelo el estuche con su pálida manaza sin decir palabra.

—Todo lo necesario está ahí. Sacado directamente de los bancos de datos del Consejo. Naturalmente, forma parte de los archivos clasificados como supersecreto. Todos los informes, proyecciones y análisis, exclusivamente para ser vistos por personas de la mayor confianza. ¿Lo entiende? Ésa es la razón de que me mostrara tan condenadamente misteriosa y de que nos dirigiéramos al Arca. Creg y el Consejo estimaron que nuestro romance iba a ser una pantalla magnífica. Que los incontables espectadores de noticiarios pensaran que estábamos haciendo el amor apasionadamente, sin enterarnos de nada más. Mientras tengan la cabeza llena de románticas imágenes del pirata y la Maestre de Puerto abriéndose paso entre las llamas de nuevas fronteras sexuales, no se detendrán a pensar en qué estamos haciendo realmente y todo podrá hacerse con la cautela necesaria. Queremos panes y peces, Tuf, pero esta vez los queremos servidos en una fuente bien tapada, ¿lo entiende? Ésas son mis instrucciones.

—¿Cuál es la previsión más reciente? —dijo Haviland Tuf con voz átona.

Dax se irguió repentinamente en su hombro, lanzando un bufido de alarma.

Tolly Mune tomó un poco de cerveza y se dejó caer cansinamente en su sillón. Cerró los ojos y dijo:

—Dieciocho años. —Ahora parecía realmente la mujer de cien años de edad que era y no una joven de sesenta años. En su voz había un agotamiento infinito—. Dieciocho años —repitió—, y sigue bajando.


Tolly Mune podía ser muchas cosas, pero no era una provinciana. Habiendo pasado la vida en S’uthlam, con sus ciudades tan vastas como continentes y sus miles de millones de habitantes, sus torres que se alzaban diez kas hasta el cielo, sus enormes carreteras subterráneas a gran distancia de la superficie y su gran ascensor orbital, no se dejaba impresionar fácilmente por el tamaño de algo. Pero en el Arca la invadía una sensación indefinible.

Lo había notado desde que llegó, cuando la enorme cúpula de la cubierta de aterrizaje se abrió bajo ellos y Tuf hizo descender el Feroz Rugido del Veldt en las tinieblas, posándolo finalmente entre sus lanzaderas y sus naves espaciales en ruinas, justo en el centro del tenue anillo azulado que ardía con una luz apagada en una especie de bienvenida. La cúpula se cerró nuevamente sobre ellos y la atmósfera fue bombeada en la cubierta. Para llenar un espacio tan grande, en el corto espacio de tiempo empleado, el aire tuvo que fluir a su alrededor con la fuerza de una galerna, aullando y gimiendo. Finalmente, Tuf abrió la escotilla y la precedió por una barroca escalinata que brotaba de la boca de la nave-león como una lengua dorada. En la cubierta les esperaba un pequeño vehículo de tres ruedas. Tuf pasó de largo junto a las naves muertas y abandonadas, algunas mucho más extrañas e incomprensibles de lo que nunca había visto Tolly Mune anteriormente. Tuf conducía en silencio, sin mirar ni a derecha ni a izquierda. Dax parecía una flácida bola de piel sin huesos que alguien hubiera dejado sobre sus rodillas, ronroneando sin cesar.

Tuf le asignó toda una cubierta para ella. Centenares de literas, terminales de ordenador, laboratorios, pasillos, baños y sanitarios, salas de recreo, cocinas y ningún ocupante salvo ella. En S’uthlam un espacio tan grande habría albergado a mil personas en apartamentos más diminutos que los armarios utilizados en el Arca para guardar el equipo. Tuf desconectó la rejilla gravitatoria en ese nivel, sabiendo que ella prefería moverse sin gravedad.

—Si me necesita, me encontrará en mis aposentos de la cubierta superior. Allí hay gravedad normal —le dijo—. Tengo la intención de consagrar todas mis energías a los problemas de S’uthlam. No le pido ni su consejo ni su asistencia. Maestre de Puerto, le aseguro que no pretendo ofenderla con mis palabras, pero he tenido la amarga experiencia de que tales relaciones dan mucho más problemas que soluciones y sólo servirán para distraerme. Si hay una respuesta a su tremendo apuro, llegaré a ella más pronto mediante mis propios medios y sin que se me moleste continuamente. Programaré un rumbo sin demasiadas prisas hacia S’uthlam y su telaraña y tengo la esperanza de que cuando lleguemos me encontrará en condiciones de resolver sus dificultades.

—Si no puede hacerlo —le recordó ella con cierta sequedad—, nos quedaremos con la nave, ésos eran los términos del acuerdo.

—Soy plenamente consciente de ellos —dijo Haviland Tuf—. Por si se diera el caso de que acabara cansándose del encierro, el Arca puede ofrecerle una gama muy completa de ocupaciones, entretenimientos y diversiones. Deseo igualmente que utilice con toda libertad los equipos automáticos de cocina. Sus capacidades no igualan a mis menús personales, pero estoy seguro de que saldrán muy bien librados de toda posible comparación con lo que se come habitualmente en S’uthlam. Puede usted hacer todas las colaciones que desee durante el día, pero me complacería que cenara conmigo cada noche a las dieciocho horas, tiempo de la nave. Tenga la bondad de ser puntual —y, con estas últimas palabras, se marchó.

El sistema de ordenadores que gobernaba la nave, observaba rigurosamente los ciclos del día y de la noche para simular de tal modo las condiciones de un planeta normal. Tolly Mune se pasó noches enteras ante un monitor holográfico, contemplando dramas que tenían varios milenios de antigüedad y que habían sido grabados en mundos convertidos ya en leyenda. Los días transcurrían dedicados a la exploración: primero la cubierta que Tuf le había cedido y luego el resto de la nave. Cuanto más veía y aprendía, más atónita e inquieta se iba sintiendo Tolly Mune.

Pasó días enteros sentada en el puesto del capitán, situado en la torre de control, que Tuf había abandonado por no ser demasiado conveniente para sus necesidades, contemplando secciones en el cuaderno de bitácora escogidas al azar y proyectadas luego en la gran pantalla.

Caminó por un laberinto de pasillos y cubiertas, descubrió tres esqueletos en zonas apartadas del Arca {sólo dos de ellos eran humanos) y le sorprendió encontrar un cruce de pasillos donde los resistentes mamparos de acero especial estaban ennegrecidos y algo resquebrajados, como si hubieran soportado los efectos de un intenso calor.

Pasó horas en una librería que había hallado, tocando los viejos libros y sosteniendo en sus manos los tomos compuestos por delgadas hojas de metal o plástico y maravillándose al descubrir algunos fabricados con papel auténtico.

Volvió a la cubierta de aterrizaje y estuvo inspeccionando alguna de las naves en ruinas que Tuf había ido amontonando en ella. Fue a la armería y contempló una aterradora colección de armas, algunas de ellas tan viejas que ya no funcionaban, otras imposibles de reconocer, varias absolutamente prohibidas en todos los mundos civilizados.

Recorrió la inmensa penumbra del eje central, que perforaba la nave de un extremo al otro, y el eco de sus pisadas resonó en el techo a lo largo de sus treinta kas de extensión, respirando algo agitadamente al final del trayecto. A su alrededor había cubas de clonación, tanques de crecimiento, aparatos de microcirugía y una asombrosa profusión de terminales de ordenador. El noventa por ciento de los tanques estaban vacíos pero, de vez en cuando, la Maestre de Puerto encontró vida en su interior. Pegó la nariz al cristal polvoriento y mucho más grueso de lo normal, distinguiendo en el fluido traslúcido tenues siluetas de criaturas que estaban vivas, algunas tan pequeñas como su mano y otras tan grandes como un tubotrén. Todo aquello la hizo estremecer.

A decir verdad, toda la nave parecía algo más fría de lo normal y, sin saber exactamente por qué, Tolly Mune empezó a tenerle cierto miedo.

El único sitio verdaderamente cálido era la pequeña parte de cubierta superior en la cual Haviland Tuf pasaba sus días y sus noches. La angosta sala de comunicaciones que había hecho convertir en su centro de control era cómoda y acogedora. Sus aposentos estaban sobrecargados de muebles barrocos y más bien viejos, así como el asombroso surtido de objetos abigarrados que había ido acumulando a lo largo de sus viajes. La atmósfera olía a cerveza ya alimentos, el eco de sus pisadas resultaba casi inaudible y allí había luz, ruido y vida. También había gatos.

Los gatos de Tuf eran libres para moverse a su antojo por casi toda la nave, pero aparentemente, la mayoría preferían no alejarse mucho de él. Ahora tenía siete. Caos, un gato de imponente talla y largo pelaje gris con ojos imperiosos y un indolente aire de mando, era el señor de aquellos lugares. La mayor parte del tiempo se le podía encontrar sobre la con. sola principal de Tuf, en la sala de control, agitando de un lado a otro su grueso rabo como si fuera un metrónomo. Desorden había perdido algo de energía y ganado bastante peso en cinco años. Al principio no pareció reconocer a la Maestre de Puerto, pero después de unos cuantos días se impuso de nuevo la vieja familiaridad, Desorden pareció reanudar su relación en el mismo punto anterior a su interrupción, acompañaba algunas veces a Tolly en sus vagabundeos.

Y después estaban Ingratitud, Duda, Hostilidad y Sospecha.

—Los gatitos —decía Tuf siempre que se refería a ellos, aunque en realidad ahora ya eran gatos adultos—, nacieron de Caos y Desorden, señora. En principio la camada contaba con cinco crías, pero dejé a Estupidez en Namor.

—Siempre es mejor dejar atrás a la estupidez —dijo ella—. Aunque jamás habría imaginado que fuera posible para Haviland Tuf separarse de un gato.

—Estupidez acabó sintiendo un inexplicable cariño por una joven, tan molesta como impredecible en sus reacciones, que era natural de dicho planeta —replicó él—. Dado que yo tenía muchos gatos y ella ninguno, me pareció un gesto adecuado. Aunque el felino es una criatura tan espléndida como admirable, por desgracia sigue siendo relativamente escasa en nuestra tristemente moderna galaxia. Por ello, mi innata generosidad y mi sentido del deber para con mi prójimo, me impulsó a ofrecer el regalo de la especie felina a un mundo como Namor. Una cultura con gatos es más rica y humana que otra privada de esa compañía absolutamente incomparable a cualquier otra.

—Cierto —dijo Tolly Mune con una sonrisa. Hostilidad estaba cerca de ella y la Maestre de Puerto la cogió cuidadosamente, se la puso en el regazo y empezó a pasarle la mano por el lomo. Tenía un pelaje increíblemente suave—. Les ha dado nombres más bien raros.

—Quizá resulten más adecuados a la naturaleza humana que a la felina —dijo Tuf, mostrándose de acuerdo—. Se los di movido por un capricho momentáneo.

Ingratitud, Duda y Sospecha eran grises, como su padre, en tanto que Hostilidad era blanco y negro, como Desorden. Duda era estrepitoso y más bien gordo, Hostilidad agresivo y de genio fácil, Sospecha era muy tímido y adoraba esconderse bajo el asiento de Tuf. Pero, a todos les encantaba jugar entre sí y parecían considerar a Tolly Mune como una fuente interminable de sorpresas fascinantes. Cada vez que visitaba a Tuf empezaban a subírsele por encima. A veces aparecían en los sitios más improbables. Un día Hostilidad aterrizó sobre su hombro, mientras subía por una escalera móvil y la sorpresa la dejó sin aliento y un tanto aturdida. Acabó acostumbrándose a la presencia de Duda en su regazo, durante las comidas, mendigando siempre trocitos de comida.

Y también estaba el séptimo gato: Dax. Dax tenía el pelo negro como la noche y ojos que parecían pequeñas lamparillas de oro. Dax era la alimaña más dormilona que había visto en toda su vida y prefería que le llevaran en brazos que caminar. Dax andaba siempre asomando por el bolsillo de Tuf o por debajo de su gorra, cuando no estaba instalado en sus rodillas o apostado en su hombro. Dax nunca jugaba con los otros gatos, casi nunca hacía ruido y su mirada de oro era capaz de hacer mover incluso la señorial masa de Caos del asiento, que en, un momento dado, era codiciado por los dos. El gatito negro estaba siempre con Tuf.

—Es como su sombra —le dijo Tolly Mune durante una sobremesa, cuando ya llevaba a bordo del Arca casi veinte días, señalándole con un cuchillo—. Eso le convierte a usted en… ¿qué palabra era la utilizada?

—Había varias —replicó Tuf—. Brujo, mago, hechicero. Creo que dicha nomenclatura deriva de los mitos de la Vieja Tierra.

—Le va muy bien —dijo Tolly Mune—. A veces tengo la sensación de que estoy en una nave encantada.

—Con ello, Maestre de Puerto, no hace sino sugerirme aún más la conveniencia de confiar en mi intelecto por encima de las sensaciones. Acepte mi más profunda seguridad de que si existieran fantasmas u otro tipo de entidades sobrenaturales, estarían representadas a bordo del Arca bajo la forma de muestras celulares para que fuera posible su clonación. Nunca he encontrado tales muestras. Mi repertorio de mercancías incluye especies tales como los dráculas encapuchados, los espectros del viento, los licántropos, los vampiros, la hierba de la bruja, las gárgolas ogro y otras de nombres análogos, pero no se trata de artículos míticos, siento confesarlo.

Tolly Mune sonrió. —Mejor.

—¿Un poco más de vino? Pertenece a una excelente cosecha de Rhiannon.

—Estupenda idea —dijo ella, sirviéndose un poco más en la copa. Habría preferido una ampolla, ya que los líquidos al descubierto eran objetos traicioneros, siempre aguardando la ocasión de esparcirse, pero empezaba a tolerar su presencia—. Tengo la garganta reseca. No le hacen falta monstruos, Tuf. Su nave puede destruir mundos enteros sin recurrir a ellos.

—Por desgracia los milagros pertenecen al mismo terreno mítico de los fantasmas y los duendes y en mis mangas no guardo otra cosa que mis brazos. Sin embargo, el intelecto humano sigue siendo capaz de tener ideas que desmerecen muy poco de los milagros. —Se puso en pie lentamente hasta el máximo de su imponente talla—. Si ha terminado ya su pastel de cebolla y su vino quizá tenga la bondad de acompañarme a la sala del ordenador. He estado trabajando con suma diligencia en su problema y he logrado alcanzar ciertas conclusiones al respecto.

Tolly Mune se apresuró a levantarse.

—Vaya delante —le dijo.

—Es obvio —dijo Tuf—. y resulta igualmente obvio que es capaz de salvarlos.

—¿Como en nuestro caso? ¿Tiene un segundo milagro guardado en la manga, Tuf?

—Fíjese bien —dijo Haviland Tuf. Oprimió una tecla y en una pantalla apareció un gráfico.

—¿Qué es? —le preguntó Tolly Mune. —Los cálculos de hace cinco años —contestó él. Dax subió de un salto a su regazo. Tuf extendió la mano y acarició al gatito negro—. Los parámetros usados entonces eran las cifras correspondientes a la población s’uthlamesa de aquellos momentos y el crecimiento predecible por aquel entonces. Mi análisis indicaba que los recursos alimenticios adicionales introducidos en su sociedad, mediante lo que Cregor Blaxon tuvo la amabilidad de bautizar como el Florecimiento de Tuf, tendrían que haberles proporcionado como mínimo noventa y cuatro años antes de que el espectro del hambre, a escala planetaria, amenazara nuevamente a S’uthlam.

—Bueno, ese cálculo en concreto ha demostrado no tener más valor que una cazuela de alimañas hervidas —dijo Tolly Mune con cierta sequedad.

Tuf levantó el dedo. —Un hombre menos firme que yo podría sentirse levemente herido ante lo que esas palabras pueden llegar a implicar en cuanto a errores en mis cálculos. Por fortuna soy de naturaleza fría y tolerante y debo decirle que incurre usted en un grave error, Maestre de Puerto Mune. Mis predicciones eran todo lo precisas y correctas que era posible en ese momento.

—Entonces, ¿está diciéndome que no tenemos el desastre y el hambre contemplándonos a dieciocho años de distancia? Que tenemos, ¿cuánto ha dicho?, casi un siglo. —Meneó la cabeza—. Me gustaría creerle, pero…

—No he dicho tal cosa, Maestre de Puerto. Dentro de los márgenes tolerables de error, los últimos cálculos hechos en S’uthlam me han parecido perfectamente correctos, al menos por lo que he sido capaz de comprobar.

—No es posible que las dos predicciones sean correctas —dijo ella—. Es imposible, Tuf.

—Señora mía, se equivoca. Durante los cinco años transcurridos los parámetros han cambiado. Espere un segundo. —Extendió la mano y oprimió otro botón. Una nueva línea de aguda curvatura brotó en la pantalla—. Esta línea representa el incremento actual de la población en S’uthlam. Fíjese en su ascenso, Maestre de Puerto: la constante es asombrosa. Si fuera más inclinado a la poesía incluso me atrevería a decir que se remonta como una flecha hacia los cielos. Por fortuna no soy de temperamento propenso a tales debilidades. Soy un hombre incapaz de andarse con rodeos y siempre hablo en calidad de tal —levantó un dedo—. Antes de que sea posible tener la esperanza de rectificar su situación actual, es necesario entender cómo ha llegado a su estado presente. Estos cálculos resultan perfectamente claros. Hace cinco años empleé los recursos del Arca y, si se me permite la osadía de no hablar por una vez con mi habitual modestia, logré proporcionarles un servicio extraordinariamente eficiente. Los s’uthlameses no perdieron el tiempo y en seguida se dedicaron a deshacer todo lo que yo había conseguido. Permítame expresarlo de un modo sucinto, Maestre de Puerto. Apenas el Florecimiento hubo empezado a echar raíces, por así decirlo, su pueblo volvió corriendo a sus aposentos privados y dio rienda suelta a sus afanes de paternidad ya sus impulsos concupiscentes, empezando a reproducirse más aprisa que nunca. El tamaño medio de las familias es mayor ahora que hace cinco años en 0,0072 personas, y su ciudadano promedio se convierte en padre 0,0102 años antes que en mi primera visita. Quizá sueñe usted con protestar, diciendo que los cambios son muy pequeños, pero cuando ese factor se introduce en la colosal población de su mundo y es modificado además por todo el resto de parámetros relevantes, la diferencia resultante es dramática. La diferencia, para ser exactos, que va de noventa y cuatro años a dieciocho.

Tolly Mune contempló durante unos segundos las líneas que se entrecruzaban en la pantalla.

—¡Infiernos y maldición! —murmuró—. Tendría que haberlo imaginado, maldita sea. Por razones obvias esta información se considera como alto secreto pero, de todos modos, debía haberlo supuesto antes —apretó las manos hasta convertirlas en puños—. ¡Maldición e infierno! —repitió—. Creg convirtió ese condenado Florecimiento en un verdadero carnaval mediante los noticiarios y no me extraña que haya acabado pasando esto. ¿Por qué no tener hijos, ahora que el problema alimenticio ha sido resuelto? El maldito Primer Consejero lo ha dicho. Al fin han llegado los buenos tiempos, ¿no? Todos los malditos ceros han resultado ser, una vez más, unos malditos alarmistas antivida, los tecnócratas han logrado hacer otro milagro. ¿Cómo se puede dudar de que lo conseguirán una vez y otra y otra y otra…? Oh, sí. Por lo tanto, sé un buen miembro de la Iglesia, ten más hijos, ayuda a la humanidad para que evolucione hasta convertirse en un ente divino y culmine así su destino. ¿Eh? ¿Por qué no? —emitió un bufido asqueado—. Tuf, ¿por qué la gente actúa siempre como si fuera estúpida?

—Esa incógnita me resulta aún más indescifrable que el dilema de S’uthlam —dijo Tuf—, y me temo no estar preparado para resolverla. Mientras tanto y ya que se ha dedicado a repartir culpabilidades, Maestre de Puerto, creo que bien podría asignarse una parte. Fueran cuales fueran las engañosas impresiones transmitidas por el Primer Consejero, Cregor Blaxon, lo cierto es que para la mente colectiva de su pueblo fueron confirmadas por esa desgraciada frase final, puesta en boca del actor que me representaba en Tuf y Mune.

—De acuerdo, ¡maldita sea! Soy culpable, yo ayudé para que se llegara al embrollo actual. Pero todo eso queda en el pasado y la pregunta es, ¿qué podemos hacer ahora?

—Me temo que poca cosa —dijo Haviland Tuf con el rostro impasible—. Al menos usted.

—¿Y usted? Logró hacer una vez el milagro de los panes y los peces. ¿No puede servirnos una segunda ración de panes y peces, Tuf?

Haviland Tuf pestañeó.

—Ahora soy un ingeniero ecológico mucho más experimentado de lo que era en mi primer intento de lidiar con el problema de S’uthlam. Me encuentro más familiarizado con la gama de especies contenidas en la biblioteca celular del Arca y el efecto de cada una sobre los ecosistemas individuales. Incluso he sido capaz de aumentar levemente mi gama de muestras durante el curso de mis viajes y, ciertamente, puedo ayudarles —apagó las pantallas y cruzó las manos sobre el estómago—. Pero habrá un precio.

—¿Un precio? Ya le pagamos su maldito precio, ¿recuerda? Mis cuadrillas se encargaron de reparar su condenada nave.

—Lo hicieron, ciertamente, al igual que yo reparé su ecología. No estoy pidiendo nuevas reparaciones ni suministros para el Arca esta vez. Sin embargo parece que su gente ha estropeado nuevamente su ecología de tal modo que necesitan otra vez mis servicios y, por lo tanto, me parece igualmente equitativo que se me compense por los esfuerzos a realizar. Tengo muchos gastos y el principal de ellos sigue siendo mi formidable deuda al Puerto de S’uthlam. Mediante una incansable y agotadora labor, en mundos tan numerosos como dispersos, he logrado reunir la primera mitad de los treinta y tres millones de unidades base que se me impusieron como factura, pero aún me queda por pagar otra mitad y sólo tengo otros cinco años para conseguirla. ¿Puedo afirmar acaso que me resultará posible hacerlo? Quizá la próxima docena de mundos que visite gocen de ecologías sin tacha o quizá se hallen tan empobrecidos que me vea obligado a concederles fuertes descuentos, si es que pretendo ofrecerles mis servicios. Día y noche me atormenta mi inmensa deuda y, a menudo, interfiere en la claridad y precisión de mis pensamientos, haciéndome de ese modo menos efectivo en el ejercicio de mi profesión. A decir verdad, acabo de tener la repentina intuición de que si debo luchar con el vasto desafío representado por el actual problema de S’uthlam, podría actuar mucho mejor si mi mente estuviera despejada y libre de problemas.

Tolly Mune había estado esperando algo parecido. Ya se lo había mencionado a Creg y éste le había dicho que gozaba de libertad presupuestaria, dentro de ciertos límites. Pese a todo, Tolly Mune frunció el ceño.

—¿Cuánto quiere, Tuf? —Me viene a la mente, como un rayo, la suma de diez millones —dijo él—. Dado que se trata de una cifra redonda podría ser fácilmente sustraída de mi factura sin plantear peliagudos problemas aritméticos.

—Es demasiado, ¡maldición! —dijo ella—. Quizá pudiera lograr que el Consejo estuviera de acuerdo en una reducción digamos que de… dos millones. No más.

—Pongámonos de acuerdo mejor en nueve millones —dijo Tuf. Uno de sus largos dedos rascó a Dax tras su diminuta oreja negra y el gato volvió silenciosamente sus ojos dorados hacia Tolly Mune.

—Nueve no me parece un compromiso demasiado equitativo entre diez y dos —dijo ella secamente.

—Soy mejor como ingeniero ecológico que como matemático —dijo Tuf—. ¿Quizás ocho?

—Cuatro y ni uno más. Cregor me matará por esto. Tuf clavó en ella sus ojos impasibles y no dijo nada. Su rostro seguía frío, inmóvil e inexpresivo.

—Cuatro y medio —dijo ella vacilando bajo el peso de su mirada. Sentía también los ojos de Dax clavados en ella y de pronto se preguntó si ese maldito gato no estaría leyéndole la mente—. ¡Maldita sea! —dijo, señalándole con el dedo—, ese pequeño bastardo negro, sabe hasta donde estoy autorizada para llegar, ¿no?

—Una idea muy interesante —dijo Tuf—. Siete millones podrían parecerme una suma aceptable. Me encuentro bastante generoso hoy.

—Cinco y medio —escupió ella. ¿De qué servia continuar así?

Dax empezó a ronronear estruendosamente. —Lo cual deja una limpia y manejable cantidad de once millones de unidades base a pagar dentro de cinco años —dijo Tuf—. Aceptado, Maestre de Puerto Mune, con una condición más.

—¿De qué se trata? —le preguntó ella con cierta suspicacia.

—Le presentaré mi solución a usted y al Primer Consejero Cregor Blaxon en una conferencia pública que debe ser presenciada igualmente por cámaras de todas las redes existentes en S’uthlam, y difundida en directo a todo el planeta.

Tolly Mune se rió.

—¡Imposible! —dijo—. Creg nunca estará de acuerdo, ya puede ir olvidando esa idea.

Haviland Tuf permaneció sentado, acariciando a Dax, sin decir palabra.

—Tuf, no comprende las dificultades. La situación es… ¡maldita sea!, la situación es explosiva. Tiene que ceder en eso.

Tuf siguió en silencio. —¡Infiernos y maldición! —exclamó ella—. Le haré una propuesta: escriba lo que pretende decir en la conferencia y deje que le echemos un vistazo. Si no dice nada que pueda causar problemas, supongo que será posible aceptarlo.

—Prefiero que mis palabras en ese momento resulten espontáneas —dijo Tuf.

—Podríamos grabar la conferencia y emitirla luego, después de haberla pulido un poco si hiciera falta —replicó ella.

Haviland Tuf siguió callado. Dax la contemplaba sin pestañear.

Tolly Mune clavó durante unos segundos la mirada en aquellos ojos dorados que parecían saberlo todo y acabó lanzando un suspiro.

—De acuerdo, ha ganado —dijo—. Cregor se pondrá furioso, pero yo soy una maldita heroína y Haviland Tuf un conquistador que ha regresado al escenario de sus victorias. Así que supongo que podré hacerle tragar la idea. Pero, Tuf, ¿por qué?

—Un capricho —dijo Haviland Tuf—, algo que suele ocurrirme con gran frecuencia. Quizá deseo saborear unos instantes bajo los focos de la publicidad y gozar de mi papel como salvador o quizá deseo meramente demostrarle a todos los s’uthlameses que no llevo bigote.

—Creeré antes en ogros y duendes que en ese montón de mentiras —dijo Tolly Mune—. Tuf, ya sabe que hay muchas razones por las cuales debe mantenerse en secreto el tamaño de nuestra población y la gravedad de la crisis alimenticia, ¿no? Razones políticas y… ¿no estará pensando en abrir la caja de esos secretos y dejar suelta alguna alimaña en particular, verdad?

—Una idea de lo más interesante —dijo Tuf, pestañeando, con su rostro desprovisto de toda expresión.

Dax ronroneó.


—Aunque no estoy acostumbrado a dirigirme al público ni al cruel brillo de la publicidad —empezó diciendo Haviland Tuf—, he sentido, pese a todo, la necesidad y la responsabilidad de aparecer ante ustedes y explicarles ciertas cosas.

Se encontraba ante una pantalla de cuatro metros cuadrados situada en el salón de convenciones más grande de toda la Casa de la Araña. La capacidad de la estancia era de mil asientos y se encontraba llena hasta rebosar. Había, para empezar, veinte filas de reporteros que habían aprovechado todo el espacio disponible y en la frente de cada uno de los cuales funcionaba una mini cámara que registraba toda la escena. En la parte trasera se encontraban los curiosos: hiladores e hilanderas de todas las edades y profesiones, desde los cibertecs y los burócratas hasta los especialistas en erotismo y los poetas, así como gusanos de tierra acomodados que habían utilizado el ascensor para no perderse el espectáculo y moscas de los más lejanos sistemas estelares que se encontraban en esos momentos por casualidad presentes en la telaraña. En la plataforma, y además de Tuf, se encontraban la Maestre de Puerto Mune y el Primer Consejero Cregor Blaxon. La sonrisa de Blaxon parecía algo forzada. Quizás estuviera recordando cómo las cámaras de los reporteros habían grabado el largo e incómodo momento durante el cual Tuf estuvo contemplando fijamente, sin hacer ni un solo movimiento, la mano extendida que Blaxon le había ofrecido. También Tolly Mune parecía algo nerviosa.

Haviland Tuf, sin embargo, tenía un aspecto impresionante. Superaba en estatura a cualquier hombre o mujer de la estancia. Vestía su gabán de vinilo gris, que casi rozaba el suelo, y se cubría la cabeza con su gorra verde del CIE en la que brillaba la insignia dorada del cuerpo.

—Primero —dijo—, permítaseme recalcar que no llevo bigote. —La afirmación provocó una carcajada general.

También deseo recalcar que su estimada Maestre de Puerto y yo jamás hemos mantenido relaciones íntimas, pese a todo lo que puedan afirmar sus vídeos, aunque no tengo ni la menor razón para dudar que es una hábil practicante de las artes eróticas, cuyos favores serían tenidos en alto aprecio por cualquiera capaz de entregarse a dicho tipo de diversión —la horda de reporteros, como una bestia de cien cabezas, se volvió para clavar sus ojos cámara en Tolly Mune. La Maestre de Puerto, estaba medio encogida en su asiento y se frotaba las sienes con una mano. El suspiro que lanzó pudo ser oído en la cuarta fila de asientos—. Dichos datos son de naturaleza relativamente poco grave —prosiguió Tuf—, y se los ofrezco únicamente en interés de la veracidad. La razón principal de que haya insistido en esta reunión, sin embargo, es profesional más que personal. No tengo ni la menor duda de que todos los espectadores de esta emisión conocen el fenómeno que su Consejo llamó el Florecimiento de Tuf. Cregor Blaxon sonrió y asintió con la cabeza. —Me veo obligado a pensar, sin embargo, que no son conscientes de la inminencia de lo que, con cierta osadía, llamaré el Marchitamiento de S’uthlam. Al oír dichas palabras la sonrisa del Primer Consejero se marchitó inmediatamente y la Maestre de Puerto Tolly Mune no pudo reprimir una mueca. Los reporteros giraron nuevamente en masa para enfocar a Tuf. —Son ustedes realmente afortunados. Soy un hombre que sabe hacer honor a sus deudas y obligaciones y por ello mi oportuno regreso a S’uthlam me ha permitido intervenir una vez más en su ayuda. Sus líderes no han sido francos al respecto y no les han dicho toda la verdad. De no ser por la ayuda que voy a prestarles, su mundo se enfrentaría al hambre masiva en el breve plazo de dieciocho años. A ello siguió un instante de silencio asombrado y luego, en el interior de la estancia, estalló el desorden. Finalmente, se consiguió restaurar el orden echando por la fuerza a varias personas, pero Tuf pareció no enterarse de ello. —En mi última visita puse en marcha un programa de ingeniería ecológica que produjo espectaculares aumentos en sus provisiones alimenticias, utilizando para ello medios relativamente convencionales, como la introducción de nuevas especies de plantas y animales diseñadas para maximizar su productividad agrícola sin alterar seriamente su ecología. Es indudable que todavía es posible hacer algún esfuerzo en tal dirección, pero me temo que ya se ha rebasado, con mucho, el punto en que los beneficios obtenidos no serían suficientes y en que dicho tipo de planes resultarían de escasa utilidad para S’uthlam. Por lo tanto, esta vez, he aceptado como fundamental la necesidad de hacer alteraciones radicales tanto en su ecosistema como en su cadena alimenticia. Puede que algunos de ustedes encuentren mis sugerencias desagradables, pero les aseguro que las demás opciones a las que se enfrentan (entre las cuales podría citar el hambre, las plagas o la guerra) serían más desagradables. Por supuesto, la elección sigue siendo suya y ni en sueños se me ocurriría la posibilidad de arrogarme tal decisión.

La atmósfera de la estancia se había vuelto tan gélida como la de un almacén criogénico y en ella reinaba un silencio completo, sólo interrumpido por el leve zumbido de las mini cámaras. Haviland Tuf levantó un dedo.

—Número uno —dijo. La pantalla que tenía detrás se iluminó con una imagen emitida directamente por los ordenadores del Arca. La imagen correspondía a una monstruosa e hinchada criatura, grande como una montaña, de piel aceitosa y reluciente. El inmenso corpachón de la criatura parecía brillar como si estuviera hecho de una gelatina rosada—. La bestia de carne —dijo Haviland Tuf—. Una parte bastante significativa de sus zonas agrícolas se encuentra dedicada a criar rebaños de animales que proporcionan carne. Dicha carne es el deleite de una pequeña y acomodada minoría de s’uthlameses que pueden permitirse tal lujo y gozan consumiendo materia animal previamente cocinada. El sistema resulta extremadamente falto de eficiencia. Esos animales consumen muchas más calorías de las que proporcionan una vez sacrificados y, al ser producto de la evolución natural, la mayor parte de su masa corporal no resulta comestible. Por lo tanto, sugiero que eliminen dichas especies de su mundo sin perder más tiempo.

»Las bestias de carne, como la aquí representada, se encuentran entre los triunfos más notables de la ingeniería gen ética. Con excepción de un pequeño núcleo, dichas criaturas son una masa indiferenciada de células en perpetua reproducción y en ellas no hay ningún desperdicio de masa corporal como el representado por rasgos no esenciales. No pueden moverse, carecen de nervios y también de órganos sensoriales. Si se decidiera utilizar una metáfora para referirse a ellas, la más adecuada sería la de cánceres gigantes comestibles. La carne de dichas criaturas contiene todos los elementos esenciales para el ser humano y posee un alto índice de proteínas, vitaminas y minerales. Una bestia de carne adulta, creciendo en el sótano de una torre de apartamentos s’uthlamesa, puede proporcionar en un año tanta carne comestible como dos de sus rebaños actuales y los pastos ahora empleados para criar dichos rebaños se encontrarían así liberados para el cultivo agrícola.

—¿Ya qué saben esas condenadas cosas? —gritó alguien en la parte trasera de la sala.

Haviland Tuf desvió ligeramente la cabeza para mirar a quien le había interpelado.

—Como no consumo carne animal, me es imposible responder a dicha pregunta basándome en mi experiencia personal. Sin embargo, me imagino que la bestia de carne le resultaría francamente sabrosa a cualquiera que estuviera muriéndose de hambre —levantó la mano y dijo—. Continuemos —la imagen que había tras él cambió, mostrando ahora una planicie iluminada por dos soles que no parecía tener fin. La planicie estaba repleta de plantas tan altas como el mismo Tuf. Tenían los tallos y las hojas de un negro aceitoso y la parte superior de los tallos se inclinaba bajo el peso de unas vainas blancas e hinchadas de las cuales goteaba un espeso fluido lechoso. Su aspecto era francamente repulsivo.

—Se las llama, por razones que ignoro, vainas jersi —dijo Tuf—. Hace cinco años les entregué el omnigrano, cuya producción calórica por metro cuadrado es muy superior a la del nanotrigo, la neohierba y todos los demás tipos de vegetales alimenticios que habían estado cultivando hasta dicho momento. He visto durante mi estancia que han plantado el omnigrano de forma extensiva y que han cosechado abundantes beneficios de él. También sé que han continuado plantando nanotrigo, neohierba, vainas picantes y muchos otros tipos de frutas y vegetales, sin duda en pro de la variedad y el placer culinario. Todo eso debe cesar. La variedad culinaria es un lujo que los s’uthlameses ya no pueden permitirse y, a partir de ahora, su norte debe ser la eficiencia calórica. Cada metro cuadrado de tierra agrícola de S’uthlam y de esos asteroides que llaman la Despensa debe ser inmediatamente entregado a las vainas jersi.

—¿Qué es el jugo que gotea de las vainas? —preguntó alguien.

—¿Esa cosa es una fruta o un vegetal? —inquirió uno de los reporteros.

—¿Se puede hacer pan con ellas? —preguntó otro. —La vaina jersi —replicó Tuf—, no es comestible. Al momento se desencadenó un estruendoso griterío. Cien personas distintas agitaban la mano, chillaban, hacían preguntas y pretendían hablar a gritos.

Haviland Tuf esperó tranquilamente hasta que de nuevo se hizo el silencio.

—Cada año —dijo—, tal y como podría explicar el Primer Consejero aquí presente, caso de que sintiera la inclinación de hacerlo, sus tierras agrícolas entregan un porcentaje cada vez menor de las necesidades calóricas requeridas por la creciente población de S’uthlam. La diferencia la compensan la cada vez mayor producción de sus factorías alimenticias, donde las sustancias petroquímicas son procesadas y convertidas en galletas, pastas y todo tipo de productos alimenticios cuidadosamente concebidos. Por desgracia, el petróleo es un recurso de renovación imposible y está empezando a terminarse. Dicho proceso puede ser retrasado, pero su desenlace es inexorable. Sin duda es posible importar una parte de otros mundos, pero dicho oleoducto interestelar no es ilimitado. Hace cinco años introduje en sus océanos una variedad de plancton llamado chal de Neptuno, colonias del cual están ahora mismo empezando a llenar sus playas ya flotar sobre el oleaje de las plataforma continentales. Una vez muerto y en putrefacción, el chal de Neptuno puede servir como sustituto a las sustancias petroquímicas utilizadas por dichas factorías.

»Las vainas de jersi podrían ser consideradas una analogía, no acuática, a dicho plancton. Producen un fluido que posee ciertas semejanzas bioquímicas con el petróleo no refinado. Es lo bastante parecido a éste como para que sus factorías alimenticias, después de un cierto proceso de puesta a punto que será fácil de realizar en un planeta de su indudable capacidad tecnológica, puedan usarlo de modo eficiente y procesarlo hasta su transformación en material alimenticio. Debo recalcar, sin embargo, que no es posible plantar una cierta cantidad de dichas vainas aquí y allá como suplemento a sus cosechas actuales. Para obtener el máximo beneficio, deben ser plantadas por doquier, sustituyendo completamente el omnigrano, la neohierba y el resto de flora en la que hasta ahora se ha confiado para la satisfacción de sus necesidades alimenticias.

En la parte trasera de la estancia una mujer más bien delgada se subió al asiento para que fuera posible distinguirla pese a la multitud.

—Tuf, ¿quién es usted para decirnos ahora que debemos prescindir de todos los alimentos auténticos? —gritó con voz iracunda.

—¿yo, señora? No soy más que un humilde ingeniero ecológico que practica su profesión y no es mía la tarea de tomar decisiones. Mi tarea, que obviamente no va a recibir ninguna gratitud, consiste en presentarles los hechos y sugerirles ciertos remedios posibles que podrían resultar eficaces aunque poco agradables. Después serán el gobierno y el pueblo de S’uthlam quienes deban tomar la decisión final en cuanto a qué rumbo seguir —el público estaba empezando a ponerse nuevamente inquieto. Tuf levantó un dedo—. Silencio, por favor. No tardaré en concluir con mi discurso. La imagen de la pantalla cambió una vez más. —Ciertas especies y tácticas ecológicas que introduje hace cinco años, utilizadas entonces por primera vez en S’uthlam, pueden y deben seguir siendo empleadas. Las granjas de setas y hongos existentes bajo las ciudades subterráneas deberían ser mantenidas y ampliadas. Poseo algunas variedades nuevas de hongos que enseñar. Es ciertamente posible utilizar métodos más eficientes para la cosecha marítima y, entre ellos, se incluye el uso tanto del lecho oceánico, como el de su contenido líquido. El crecimiento del chal de Neptuno puede ser estimulado y aumentado hasta que cubra cada metro cuadrado de la superficie acuática de S’uthlam.


Las habas de nieve y las patatas de túnel, que ya poseen, siguen siendo especies óptimas para las regiones polares. Sus desiertos han sido obligados a florecer en tanto que sus pantanos han sido desecados y convertidos en zonas productivas. Todo lo que resultaba posible hacer en la tierra o en el mar está ya siendo puesto en vías de realización, por lo cual nos resta el aire. Por lo tanto, propongo la introducción de todo un ecosistema viviente en las zonas más altas de su atmósfera.

»Detrás de mí pueden ver en la pantalla el último eslabón de esta nueva cadena alimenticia que me propongo forjar para S’uthlam. Esta enorme criatura oscura con sus alas negras de forma triangular es un jinete del viento, natural de Claremont, llamado también arara, pariente lejano de especies mejor conocidas como el banshee negro de Alto Kavalaan o la manta látigo de Remador. Es un predador de la zona más alta de la atmósfera, un cazador capaz de vuelo planeado que vive siempre en soledad, una criatura de los vientos que nace y muere en ellos sin tocar nunca la tierra o el mar. Los jinetes del viento no tardan en morir si aterrizan, ya que les resulta imposible remontar nuevamente el vuelo. En Claremont la especie es más bien pequeña y su peso leve, siendo los informes, en cuanto a su carne, acordes en calificarla de dura y parecida al cuero. Consume cualquier pájaro que tenga la desgracia de aventurarse en sus zonas de presa y también varias clases de microorganismos que se hallan en el aire, tales como hongos volantes y levaduras que nacen en la atmósfera. También me propongo introducirlos en la atmósfera de S’uthlam. Mediante la ingeniería gen ética he producido un jinete del viento a la medida de S’uthlam, que tiene veinte metros de punta de un ala a la otra. Posee también la capacidad de bajar casi hasta la altura de un árbol medio y su masa corporal es aproximadamente unas seis veces la de su modelo original. Un pequeño saco de hidrógeno situado tras sus órganos sensoriales le permitirá mantenerse en vuelo pese a dicho peso superior. Con todos los vehículos aéreos que S’uthlam tiene a su disposición no les resultará difícil cazarlos, encontrando en ellos una excelente fuente de proteínas.

»Para ser completamente sincero y honesto, debo añadir que esta modificación ecológica tiene cierto precio. Los microorganismos, los hongos y las levaduras se reproducirán muy rápidamente en los cielos de S’uthlam, ya que no tienen enemigos naturales. Las partes más elevadas de sus torres residenciales se verán cubiertas de levadura y hongos, con lo cual se hará necesario aumentar la frecuencia con que sean limpiados. La mayor parte de las especies de aves s’uthlamesas y las que han sido introducidas en este mundo procedentes de Tara y Vieja Tierra morirán, desplazadas por este nuevo ecosistema aéreo. Cuando todo haya sido hecho, los cielos se oscurecerán, con lo cual se recibirá una cantidad de radiación solar apreciablemente menor, sufriéndose también ciertos cambios permanentes de clima. Sin embargo, según mis cálculos, ello no tendrá lugar hasta dentro de unos trescientos años. Dado que en un plazo mucho más breve el desastre se hará ineludible de no tomar medidas inmediatas, sigo recomendando el rumbo de acción que acabo de exponer.

Los reporteros se levantaron de un salto y empezaron a formular preguntas a voz en grito. Tolly Mune seguía derrumbada en su asiento con el ceño fruncido. El Primer Consejero, Cregor Blaxon, estaba muy tieso e inmóvil, con los ojos clavados hacia adelante, contemplando el vacío y con una rígida sonrisa en su flaco rostro.

—Un instante, por favor —dijo Haviland Tuf encarándose al torbellino de voces y gritos—. Estoy a punto de terminar. Ya han oído mis recomendaciones y ya han visto las especies con las cuales pretendo rediseñar su ecología. Ahora, esperen un momento. Suponiendo que su Consejo decida poner en marcha el uso de la bestia de carne, las vainas jersi y el ororo tal y como yo he indicado, los ordenadores del Arca han calculado que se producirá una significativa mejora en su crisis alimenticia. Tengan la bondad de mirar.

Todos los ojos fueron hacia la pantalla. Incluso Tolly Mune giró la cabeza y el Primer Consejero, Cregor Blaxon, con la sonrisa aún en los labios, se levantó de su asiento para enfrentarse valerosamente a ella, con los pulgares metidos como garfios en los bolsillos de su traje. En la pantalla apareció una cuadrícula y luego una línea roja y otra verde, a medida que los datos se alineaban sobre un eje y las cifras de población en el otro.

El tumulto se calmó.

El silencio invadió nuevamente la gran sala.

Incluso en la parte más alejada de la plataforma oyeron.

—Eh, Tuf, esto… —dijo …debe tratarse de un error. —Caballero —dijo Haviland Tuf—, le aseguro que no lo es.

—Es… ah… Bueno, ¿es el antes, no? No puede ser el después… —señaló con el dedo hacia la pantalla—. Quiero decir que… mire, toda esa ingeniería ecológica, el no cultivar nada salvo las vainas, nuestro mares cubiertos con chal de Neptuno, los cielos oscureciéndose a causa de todo ese alimento que vuela, las montañas de carne en cada sótano.

—Bestias de carne —le corrigió Tuf—, aunque debo conceder que el referirse a ellas como «montañas de carne» posee cierta potencia evocadora. Primer Consejero, al parecer posee usted el don de emplear el lenguaje con vigor y de encontrar términos fáciles de recordar.

—Todo eso —dijo Blaxon sin dejarse amilanar—, es francamente radical, Tuf. Yo me atrevería a decir que tenemos derecho a esperar una mejora igualmente radical de las condiciones, ¿no?

Algunos partidarios suyos empezaron a lanzar gritos, vitoreándole.

—Pero esto —terminó de hablar el Primer Consejero—, este cálculo dice que… bueno, quizá lo estoy interpretando mal.

—Primer Consejero —dijo Haviland Tuf—, y pueblo de S’uthlam, lo está interpretando correctamente. Si adoptan todas y cada una de mis sugerencias lo cierto es que conseguirán posponer el día de su catastrófico ajuste de cuentas con el hambre. Lo pospondrán, caballero, no lo eliminarán. Tendrán falta de alimentos en dieciocho años, tal y como indican sus cálculos actuales, o dentro de ciento nueve, como indica este cálculo, pero estoy absolutamente seguro de que acabarán teniéndola —levantó un dedo—. La única solución auténtica y permanente no puede hallarse a bordo de mi Arca sino en las mentes y en las glándulas de cada ciudadano s’uthlamés. Deben imponerse inmediatamente un control de nacimientos. ¡Deben detener de inmediato su incontenible e indiscriminada reproducción!

—Oh, no —gimió Tolly Mune. Pero, habiendo previsto desde hacía rato esas palabras, se puso en pie como un rayo y avanzó hacia Haviland Tuf, pidiendo a gritos que intervinieran los hombres de seguridad antes de que en la sala se desencadenara el infierno.

—El rescatarle se está convirtiendo en una maldita costumbre —dijo Tolly Mune mucho tiempo después, cuando ya estaban de nuevo en el seguro refugio del Fénix, anclado en su dique del muelle seis. Dos pelotones completos de seguridad, armados con pistolas neurónicas y enredaderas, montaban guardia fuera de la nave, manteniendo a distancia suficiente la furia de la multitud—. ¿Tiene algo de cerveza? —le preguntó—. ¡Infiernos y maldición!, no me iría nada mal una —el regreso a la nave había sido más bien agotador incluso con los guardias flanqueándoles. Tuf corría con un extraño galope poco grácil, pero Tolly Mune se había visto obligada a reconocer que era capaz de una sorprendente velocidad—. ¿Qué tal se encuentra? —le preguntó.

—Una concienzuda sesión de limpieza ha podido eliminar de mi persona casi todos los salivazos —dijo Haviland Tuf, instalándose con rígida dignidad en su asiento—. Encontrará cerveza en el compartimiento refrigerado que hay bajo el tablero de juegos. Sírvase cuanta le apetezca, naturalmente —Dax empezó a trepar por la pierna de Tuf clavando sus diminutas garras en la tela del mono azul claro que se había puesto después de llegar a la nave. Tuf extendió una pálida manaza y le ayudó a subir—. En el futuro —le dijo al gato—, me acompañarás en todo momento y con ello tendré aviso suficiente de cuando vayan a desencadenarse semejantes exhibiciones de emotividad.

—Esta vez el aviso ya había sido más que suficiente —le dijo Tolly Mune cogiendo una cerveza—, y aún lo habría sido más si me hubiera dicho que pensaba condenar nuestras creencias, nuestra Iglesia y todo nuestro maldito modo de vida. ¿Esperaba que le dieran una medalla?

—Me habría conformado con una salva de aplausos. —Se lo advertí hace mucho tiempo, Tuf. En S’uthlam no resulta muy popular mostrarse contrario a la vida.

Me niego a que se me imponga tal etiqueta —dijo Tuf, pues me alineo firmemente al lado de ésta. A decir verdad cada día la estoy creando en mis cubas. Siento una decidida repugnancia personal hacia la muerte, me disgusta en grado sumo la entropía y caso de que fuera invitado a la muerte calórica del universo puedo asegurar que cambiaría inmediatamente de planes —alzó un dedo—. Sin embargo, Maestre de Puerto Mune, dije lo que debía ser dicho. La procreación ilimitada tal y como la predica su Iglesia de la Vida en Evolución y tal como la practica la mayor parte de S’uthlam, excluyendo a su misma persona ya! resto de ceros, es tan irresponsable como estúpida ya que produce un incremento geométrico de la población que terminará sin duda alguna haciendo derrumbarse a la orgullosa civilización de S’uthlam.

Haviland Tuf, el profeta del apocalipsis —dijo la Maestre de Puerto con un suspiro. Creo que les gustaba más cuando era un intrépido ecologista y un gallardo amante.

En todos los lugares que he visitado he descubierto que los héroes son una especie en peligro. Puede que resulte más agradable estéticamente cuando profiero tranquilizadoras falsedades a través de un filtro de pelos faciales, en vídeos melodramáticos que apestan a falso optimismo y complacencia postcoito. Ello no me parece sino otro síntoma más de la gran enfermedad s’uthlamesa, el ciego afecto que sienten hacia las cosas tal y como les gustaría que fueran y no hacia las cosas tal y como son. Ha llegado el momento de que su mundo contemple la verdad sin afeites, ya sea la de mi rostro carente de vello o la práctica certeza de que el hambre está muy cerca de su planeta.

Tolly Mune sorbió un poco de cerveza y le miró. Tuf dijo ¿recuerda mis palabras de hace cinco años:

—Me parece recordar que en aquel entonces habló usted bastante.

—Al final —dijo ella con cierta impaciencia—, cuando decidí ayudarle a huir con el Arca, en vez de ayudar a que Josen Rael se la quitara. Me preguntó el porqué lo había hecho y yo le expliqué mis razones.

—Dijo —citó Tuf con voz solemne—, que el poder corrompe y que el poder absoluto corrompe de modo irremisible, que el Arca ya había corrompido al Primer Consejero Josen Rael ya sus hombres y que yo me encontraba mejor equipado para estar en posesión de la sembradora, ya que era incorruptible.

Tolly Mune le sonrió sin mucho entusiasmo. —No del todo, Tuf. Dije que no creía en la existencia de un hombre totalmente incorruptible pero que, si existía, usted se acercaba mucho a él.

—Ciertamente —dijo Tuf acariciando a Dax—. Admito la corrección.

—Ahora está consiguiendo que empiece a tener dudas —dijo ella—. ¿Sabe lo que hizo durante esa conferencia? Para empezar, ha conseguido derribar otro gobierno. Creg no podrá sobrevivir a esto. Le dijo al planeta entero que es un mentiroso. Puede que sea cierto y que resulte justo. Usted le hizo y ahora le ha destruido. Los Primeros Consejeros no parecen durar demasiado en cuanto aparece usted, ¿verdad? Pero eso no importa en realidad. También le dijo a unos… bueno, aproximadamente a treinta mil millones de miembros de la Iglesia de la Vida en Evolución que sus más apreciadas creencias religiosas son tan válidas como un dolor de tripas. Dijo también que toda la base de la filosofía tecnocrática que ha dominado la política del Consejo durante siglos estaba equivocada. Tendremos suerte si las próximas elecciones no nos devuelven a los expansionistas y, si ello ocurre, tendremos guerra. Vandeen, Jazbo y el resto de los aliados no consentirán otro gobierno expansionista. Es probable que me haya arruinado, otra vez. Siempre, claro está, que no aprenda a recuperarme del revolcón, más rápidamente que hace cinco años. En vez de una amante interestelar, ahora soy la típica burócrata vieja y retorcida a la cual le gusta mentir sobre sus escapadas sexuales y además he ayudado a un ciudadano antivida —suspiró—. Parece decidido a causar mi desgracia, Tuf, pero eso no es nada. Sé cuidar de mi persona. Lo principal es que ha decidido cargar con el peso de imponerle la política a seguir a una población superior a los cuarenta mil millones de personas con sólo una muy vaga noción de las posibles consecuencias. ¿Cuál es su autoridad? ¿Quién le dio ese derecho?

—Podría sostener que todo ser humano tiene el derecho a proclamar la verdad.

—¿y también el derecho de exigir que esa verdad sea transmitida a todo el planeta mediante las redes de noticias y vídeo? ¿De dónde vino ese condenado derecho? —replicó ella—. Hay varios millones de personas en S’uthlam que pertenecen a la facción de los cero, incluida yo misma. No dijo nada que no llevemos años repitiendo. Sencillamente, lo dijo mucho más alto.

—Soy consciente de ello. Pero tengo la esperanza de que mis palabras de esta noche, sin importar cuán amargamente hayan sido recibidas, tengan finalmente un efecto beneficioso sobre la política y la sociedad s’uthlamesa. Puede que Cregor Blaxon y sus tecnócratas comprendan finalmente que no puede existir una auténtica salvación en lo que él llama el Florecimiento de Tuf y que usted una vez calificó como el milagro de los panes y los peces. Es posible que, a partir del punto actual, pueda darse en cambio tanto en la política como en la opinión, y quizá pueda darse el caso de que sus ceros triunfen en las próximas elecciones.

Tolly Mune torció el gesto. —Eso es condenadamente improbable y usted debería saberlo muy bien. Incluso si los ceros ganaran sigue planteada la pregunta de qué diablos podríamos hacer —se inclinó hacia adelante—. ¿Tendríamos quizás el derecho a imponer por la fuerza el control de población? Tengo mis dudas, pero eso tampoco importa demasiado. Lo que intento dejar claro es que Haviland Tuf no posee ningún maldito monopolio sobre la verdad y que cualquier cero habría sido capaz de soltar su maldito discurso. ¡Infiernos!, la mitad de esos condenados tecnócratas conoce perfectamente la situación. Creg no es ningún idiota y tampoco lo era el pobre Josen. Lo que le ha permitido actuar de ese modo era el poder, Tuf, el poder del Arca, la ayuda que está en su mano concedernos o negarnos según le venga en gana.

—Ciertamente —dijo Tuf y pestañeó—. No puedo discutirlo ya que la historia ha confirmado ampliamente la triste verdad de que las masas irracionales siempre se han alineado detrás del poderoso y no del sabio.

—¿Cuál de los dos es usted, Tuf?

—No soy más que un humilde… —Sí, sí —le interrumpió ella malhumorada—. Ya lo sé, es un condenadamente humilde ingeniero ecológico, un humilde ingeniero ecológico que ha decidido jugar a profeta. Un humilde ingeniero ecológico que ha visitado S’uthlam exactamente dos veces en toda su vida, durante un total de quizá cien días y que, pese a ello, se considera competente para derribar nuestro gobierno, desacreditar nuestra religión y leerle la cartilla a unos cuarenta mil millones de perfectos desconocidos, sobre el número de niños que deberían tener. Puede que mi gente sea idiota, puede que no sepan ver más allá de sus narices y puede que estén ciegos pero, Tuf, siguen siendo mi gente. No puedo aprobar el modo en que ha llegado aquí y ha intentado remodelarnos siguiendo sus ilustrados valores personales.

—Niego tal acusación, señora. Sean cuales sean mis opiniones personales no estoy buscando imponérselas a S’uthlam. Sencillamente, me he impuesto la tarea de aclarar ciertas verdades y hacer que su población tome conciencia de ciertas frías y duras ecuaciones matemáticas, cuya suma final da como resultado el desastre y que no pueden ser cambiadas por creencias, oraciones o romances melodramáticos emitidos por sus redes de vídeo.

—Se le está pagando por… —empezó a decir Tolly Mune. —Una cantidad insuficiente —le interrumpió Tuf.

Tolly Mune no pudo evitar una leve sonrisa. —Se le está pagando por su trabajo como ingeniero ecológico, Tuf, no para que nos instruya en cuanto a política o religión. No, gracias.

—De nada, Maestre de Puerto Mune, de nada —Tuf cruzó las manos formando un puente—. Ecología —dijo—. Considere lentamente la palabra, si es tan amable. Medite sobre su significado. Un ecosistema puede ser comparado a una gran máquina biológica, creo yo, y caso de que dicha analogía se desarrolle lógicamente, la humanidad debe ser vista como parte de tal máquina. No pongo en duda que es una parte muy importante, quizás un motor o un circuito clave, pero en ningún caso se encuentra separada del mecanismo, tal y como muy a menudo se piensa falazmente. Por lo tanto, cuando una persona como yo cambia la ingeniería de un sistema ecológico debe necesariamente remodelar a los seres humanos que viven dentro de él.

—Tuf, me está empezando a dar miedo. Lleva demasiado tiempo solo en esta nave.

—No comparto dicha opinión —replicó Tuf. —La gente no es como los anillos de pulsación gastados y no se la puede recalibrar como a una vieja tobera, supongo que lo sabe.

—La gente es mucho más compleja y recalcitrante que cualquier componente mecánico, electrónico o bioquímico —dijo Tuf en tono conciliador.

—No me refería a eso. —y los s’uthlameses son particularmente difíciles —añadió Tuf.

Tolly Mune sacudió la cabeza. —Recuerde lo que he dicho, Tuf. El poder corrompe. —Ciertamente —dijo él, pero dado el contexto de su conversación, Tolly Mune no logró entender muy bien a qué estaba asintiendo con tal palabra. Haviland Tuf se puso en pie—. Mi estancia aquí está llegando a su fin —dijo—. En este mismo instante el cronobucle del Arca se encuentra acelerando el crecimiento de los organismos contenidos en mis tanques de clonación. El Basilisco y la Mantícora se están preparando para efectuar la entrega, dando por sentado que Cregor Blaxon o quien le suceda acabarán aceptando mis recomendaciones. Yo diría que dentro de diez días, S’uthlam tendrá sus bestias de carne, sus vainas jersi, sus ororos y todo lo necesario. En ese momento partiré, Maestre de Puerto Mune.

—Y una vez más seré abandonada por mi amante, que se marcha a las estrellas —dijo Tolly Mune con tono burlón—. Puede que consiga sacar algo de eso, quién sabe…

Tuf miró a Dax. —Ligereza de ánimo —dijo—, mezclada con algo de amargura para darle sabor —alzó nuevamente la mirada y pestañeó—. Creo que le he prestado un gran servicio a S’uthlam —dijo—. Lamento cualquier molestia personal que haya podido ser causada por mis métodos, Maestre de Puerto. No era mi intención. Permítame que intente compensarla con una minucia.

Ella ladeó la cabeza y le miró fijamente. —¿Cómo piensa hacerlo, Tufi?

—Una nadería —dijo Tuf—. Estando a bordo del Arca no pude sino percatarme del afecto con el cual trataba a los gatitos, y también me di cuenta de que dicho afecto no carecía de retribución. Me gustaría entregarle mis dos gatos como muestra de estimación y aprecio.

Tolly Mune lanzó un bufido.

—¿Tiene quizá la esperanza de que el pavor causado por ellos impedirá que los hombres de seguridad me arresten apenas vuelva? No, Tuf, aprecio la oferta y me siento tentada a decir que sí pero, realmente, debe recordar que las alimañas son ilegales en la telaraña. No podría tenerlos conmigo.

—Como Maestre de Puerto de S’uthlam posee la autoridad necesaria para cambiar las reglas pertinentes.

—Oh, claro, ¿resultaría muy bonito, no? Antivida y encima corrompida. Sería realmente lo que se dice toda una personalidad popular.

—Sarcasmo —le informó Tuf a Dax.

—¿y qué pasaría cuando me quitaran el cargo de Maestre de Puerto? —dijo ella.

—Tengo una fe absoluta en que será capaz de sobrevivir a esta tempestad política, de igual modo que supo capear la anterior —dijo Tuf.

Tolly Mune lanzó una carcajada algo rencorosa.

—Pues me alegro por usted pero, realmente, no, gracias, no funcionaría.

Haviland Tuf permanecía en silencio con el rostro inmutable. Después de un tiempo alzó la mano.

—He logrado dar con una solución —dijo—. Además de mis dos gatitos le entregaré una nave estelar. Ya sabrá que tengo cierto exceso de ellas. Puede conservar los gatitos en la nave y técnicamente se encontrarán fuera de la jurisdicción del Puerto. Llegaré al extremo de entregarle comida suficiente para cinco años y con ello nadie podrá decir que les está dando a esas supuestas alimañas calorías necesitadas por seres humanos que pasan hambre. Para reforzar un poco más su vapuleada imagen pública puede decirle a los noticiarios que esos dos felinos son rehenes con los cuales garantiza mi prometido regreso a S’uthlam dentro de cinco años.

Tolly Mune dejó un sonrisa algo tortuosa fuera abriéndose paso por sus austeros rasgos.

—Eso podría funcionar, ¡maldita sea! Está haciendo la oferta muy difícil de rechazar. ¿Ha dicho también una nave?

—Ciertamente.

Tolly Mune sonrió, ya sin reservas.

—Es demasiado convincente, Tuf. De acuerdo. ¿Cuáles serán los dos gatos?

—Duda —dijo Haviland Tuf—, e Ingratitud.

—Estoy segura de que ahí hay encerrada alguna alusión —dijo ella—, pero no pienso romperme la cabeza intentando encontrarla. ¿Y comida para cinco años?

—Comida suficiente hasta el día en que hayan transcurrido cinco años y vuelva nuevamente para pagar el resto de mi factura.

Tolly Mune le miró, recorriendo con sus ojos el pálido e inexpresivo rostro de Tuf, sus blancas manos cruzadas sobre su prominente estómago, la gorra que cubría su calva cabeza y el gatito negro que reposaba en su regazo. Le miró durante un largo espacio de tiempo y de pronto, sin que pudiera atribuirlo a ninguna razón en particular, su mano tembló levemente haciéndole derramar un poco de cerveza que le mojó la manga. Sintió el frío del líquido penetrando la tela y el minúsculo riachuelo que iba bajando hacia su cintura.

—¡Oh, que alegría! —dijo—. Tuf, Tuf y siempre Tuf. no sé si podré esperar.

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