Capítulo VIII

Ryan reía abiertamente cuando entró en el casino junto a Bess. El alcohol la había animado, pero, sobre todo, la compañía de Bess la alegraba. Desde que había regresado de sus estudios en Suiza, Ryan se había dejado muy poco tiempo para cultivar amistades Haber encontrado una tan rápidamente la embriagaba más de lo que, pudiera hacerlo el champán.

– ¿De fiesta?

Ambas alzaron la vista y reconocieron a Pierce. Sus rostros compusieron esa expresión de culpabilidad del niño al que sorprenden con la mano dentro del bote de las galletas de chocolate. Pierce enarcó una ceja. Bess soltó una risotada, se acercó a él y le dio un beso pletorita de entusiasmo.

– Sólo estábamos hablando. Ryan y yo hemos descubierto que tenemos muchas cosas en común.

– ¿De veras? -Pierce miró a Ryan, la cual se había llevado los dedos a la boca para sofocar una risilla. Resultaba evidente que habían hecho algo más que hablar.

– ¿Verdad que es increíble cuando se pone tan serio e irónico? -le preguntó Bess a Ryan. Luego le dio otro beso a Pierce-. No he emborrachado a tu chica, sólo la he ayudado a que se relaje un poco más que de costumbre. Además, ya es mayorcita… ¿Dónde está Link? preguntó, apoyando una mano sobre el hombro de Pierce, después de echar un vistazo alrededor.

– Mirando a los jugadores de dados.

– Hasta luego -Bess le guiñó un ojo a Ryan y desapareció.

– Está loca por él -le dijo Ryan a Pierce en voz baja, como si le estuviese confiando un secreto.

– Lo sé.

– ¿Hay algo que usted no sepa, señor Atkins? preguntó ella dando un paso al frente, y le satisfizo observar que los labios de Pierce se curvaban hacia arriba-. Me preguntaba si volverías a hacer eso por mí.

– ¿Hacer qué?

– Sonreír. Hace días que no me sonríes.

– ¿No? -Pierce no pudo evitar sentir una oleada de ternura, aunque tuvo que conformarse con retirarle el pelo de la cara con delicadeza.

– No. Ni una vez. ¿Te arrepientes?

– Sí -Pierce la estudió con una mano puesta encima de su hombro y deseó que Ryan no lo mirara de aquella manera. Había conseguido contener sus necesidades a pesar de compartir la misma suite; pero, de pronto, en medio de tantas personas, luces y ruidos, el volcán del deseo parecía a punto de estallar. Apartó la mano-. ¿Quieres que te lleve arriba?

– Voy a jugar al blackjack -lo informó con decisión-. Hace días que quiero hacerlo, pero me recordaba que jugarse el dinero en un casino era una tontería. Por suerte, se me acaba de olvidar -añadió risueña.

Pierce la sujetó de un brazo mientras ella avanzaba hacia la mesa.

– ¿Cuánto dinero llevas encima?

– Eh… no sé -Ryan miró dentro del bolso-. Unos setenta y cinco dólares.

– De acuerdo -accedió Pierce. Aunque perdiese, pensó, setenta y cinco dólares no supondrían un agujero grande en su cuenta corriente. La acompañó.

– Llevo días mirando cómo se juega -susurró mientras se sentaba a una mesa de apuestas de diez dólares-. Lo tengo todo controlado.

– Entonces como todo el mundo, ¿no? -ironizó Pierce, de pie junto a ella-. Veinte dólares en fichas para la dama -le dijo al repartidor.

– Cincuenta -corrigió Ryan tras contar de nuevo los billetes.

Pierce asintió con la cabeza y el repartidor le cambió los billetes por fichas de colores.

– ¿Vas a apostar? -le preguntó ella.

– Yo no juego.

– ¿Ah, no? -Ryan enarcó las cejas-. ¿Y no te juegas el tipo cada vez que te encierras en un baúl?

– No me juego nada -Pierce esbozó una sonrisa suave-. Es mi profesión.

– ¿Es que está en contra de las apuestas y otro tipo de vicios, señor Atkins? -preguntó ella tras soltar una risotada.

– No -Pierce sintió otra punzada de deseo y la sometió-. Pero me gusta poner mis propias reglas. Nunca es fácil vencer a la casa en su propio juego -añadió mientras repartían cartas.

– Esta noche me siento con suerte -comentó Ryan.

El hombre que estaba sentado a su lado alzó una copa de coñac y puso su firma en una hoja. Acababa de perder más de dos mil dólares, pero se lo había tomado con filosofía y estaba comprando otros cinco mil dólares en fichas. Ryan vio el destello del diamante que brillaba en su dedo mientras repartían las cartas. Luego levantó el borde de sus naipes con cuidado. Vio que le habían salido un ocho y un cinco. Una rubia joven pidió una tercera carta y se pasó de veintiuno. El hombre del diamante se plantó en dieciocho. Ryan se arriesgó, pidió otra carta y se alegró al ver que era otro cinco. Se plantó y esperó con paciencia mientras otros dos jugadores pedían cartas.

La casa tenía catorce, dio la vuelta a un tercer naipe y se quedó en veinte. El hombre del diamante maldijo en voz baja y perdió quinientos dólares más.

Ryan sumó sus siguientes cartas, pidió una tercera y perdió de nuevo. Imperturbable, esperó a tener más fortuna a la tercera. Sacó diecisiete entre las dos cartas. Antes de hacer la señal de que se plantaba, Pierce se adelantó y pidió una tercera.

– Un momento protestó Ryan.

– Dale la vuelta -dijo él sin más.

Ryan resopló por la nariz, se encogió de hombros y terminó obedeciendo. Le salió un tres: Con los ojos como platos, se giró en la silla para mirar a Pierce, pero éste estaba mirando las cartas. La casa se plantó en diecinueve y pagó.

– ¡He ganado! -exclamó encantada con el montón de fichas que empujaron hacia ella-. ¿Cómo lo has hecho? Pierce se limitó a sonreír y siguió mirando las cartas. En la siguiente mano, le dieron un diez y un seis. Aunque ella se habría arriesgado, Pierce le tocó un hombro y negó con la cabeza. Ryan se tragó sus protestas y se plantó. La casa pidió una tercera carta, sacó veintidós y quebró.

Ryan rió, entusiasmada, y volvió a girarse hacia Pierce.

– ¿Cómo lo haces? -repitió-. No puedes recordar todas las cartas que salen y calcular las que quedan… ¿o sí? -añadió frunciendo el ceño.

Pierce volvió a sonreír y negó con la cabeza por toda respuesta. Luego condujo a Ryan a otra victoria.

– ¿Qué tal si me ayudas a mí? -el hombre del diamante soltó sus cartas disgustado.

– Es un brujo -le dijo Ryan-. Lo llevo conmigo a todas partes.

– Pues a mí no me vendrían mal un par de hechizos -comentó la rubia al tiempo que se recogía el pelo tras la oreja.

Ryan vio cómo la joven le lanzaba una mirada coqueta a Pierce mientras se volvían a repartir cartas.

– Es mío -dijo con frialdad y no vio a Pierce enarcar ambas cejas. La rubia volvió a centrarse en sus cartas.

Durante la siguiente hora, la suerte siguió acompañando a Ryan… o a Pierce. Cuando la montaña de fichas que había frente a ella era suficientemente grande, Pierce le abrió el bolso y las metió dentro.

– No, espera. ¡Si estoy calentando motores!

– El secreto de ganar es saber cuándo parar -contestó Pierce mientras la ayudaba a ponerse de pie-. Cámbialas en caja, Ryan, antes de que se te ocurra gastártelas en la ruleta.

– Pero yo quería seguir jugando -protestó ella, mirando hacia atrás, hacia la mesa que acababan de dejar.

– No por esta noche.

Ryan soltó un suspiro de resignación y volcó el contenido del bolso frente a la caja. Junto a las monedas aparecieron un peine, una barra de labios y un penique aplanado por la rueda de un tren.

– Me trae suerte -comentó ella cuando Pierce lo levantó para examinarlo.

– Así que supersticiosa -murmuró él-. Me sorprende usted, señorita Swan.

– No es superstición -replicó Ryan mientras guardaba los billetes en el bolso a medida que el cajero los contaba-. Simplemente, me da buena suerte.

– Ah, eso ya es distinto -dijo él en broma.

– Me caes bien, Pierce -Ryan le rodeó un brazo-. Creo que tenía que decírtelo.

– ¿De veras?

– Sí -respondió ella con firmeza. Eso podía decírselo, pensó mientras se dirigían a los ascensores. No era arriesgado y sí totalmente cierto. Lo que no le diría era lo que Bess había comentado de pasada. ¿Cómo iba a estar enamorada? Decirle algo así sería demasiado peligroso. Y, sobretodo, no tenía por qué ser verdad. Aunque… aunque mucho se temía que sí lo era-. ¿Yo te caigo bien? -le preguntó, girándose sonriente hacia él, cuando las puertas del ascensor se cerraron.

– Sí, Ryan -Pierce le acarició la mejilla con los nudillos-. Me caes bien.

– No estaba segura -dijo ella al tiempo que se le acercaba un pasito. Pierce sintió un cosquilleo por el cuerpo-. Como estabas enfadado conmigo…

– No estaba enfadado contigo -contestó él.

Ryan no dejaba de mirarlo. Pierce tenía la sensación de que el aire se estaba cargando, como cuando se cerraban los cerrojos de un baúl estando él dentro. El corazón se le disparó, pero, gracias a su capacidad y al control que había logrado ejercer sobre su mente, consiguió serenarse. No volvería a tocarla.

Ryan advirtió una chispa en los ojos de Pierce. Deseo. Ella también sintió calor bajo el estómago. Pero, sobre todo, tuvo ganas de acariciarlo, de mimarlo. Aunque él no fuese consciente, después de la conversación con Bess conocía lo mucho que Pierce había sufrido y quería darle algo, consolarlo. Levantó una mano con intención de posarla sobre su mejilla, pero él la detuvo, sujetándole los dedos al tiempo que la puerta del ascensor se abría.

– Debes de estar cansada -acertó a decir él con voz ronca mientras guiaba a Ryan al pasillo que daba a la suite.

– No -Ryan rió. Le gustaba sentir que tenía cierto poder sobre Pierce. Aunque sólo fuera un poco, Pierce le tenía algo de miedo. Lo notaba. Algo la animó a provocarlo; no sabía si el champán, el sabor del éxito o saber que Pierce la deseaba-. ¿Tú estás cansado? -le preguntó cuando él abrió la puerta de la suite.

– Es tarde.

– No, nunca es tarde en Las Vegas. Aquí el tiempo no existe. No hay relojes -Ryan dejó el bolso sobre una mesa y se estiró. Luego se levantó el pelo y lo dejó caer resbalando entre sus dedos-. ¿Cómo puede ser tarde si no sabes qué hora es?

– Será mejor que te acuestes -Pierce miró hacia los papeles que había sobre una mesa-. Además, tengo que trabajar.

– Trabaja demasiado, señor Atkins -respondió Ryan al tiempo que se quitaba los zapatos-. La señorita Swan emitirá un informe favorable de usted -añadió justo antes de echarse a reír.

El cabello le bailaba sobre los hombros y tenía las mejillas encendidas. Los ojos también le brillaban, chispeantes, vivos, seductores. La mirada de Ryan indicaba que los pensamientos de Pierce no eran ningún secreto para ella. El deseo lo azotaba, pero Pierce aguantó en silencio.

– Aunque a ti te gusta la señorita Swan… A mí no siempre -continuó Ryan. Se dejó caer sobre el sofá y agarró uno de los papeles que había en la mesa. Estaba lleno de dibujos, flechas y notas que no tenían el menor sentido para ella-. Explícame qué significa todo esto.

Pierce se acercó a Ryan. Se dijo que sólo lo hacía para impedir que revolviera en sus papeles.

– Es demasiado complicado -murmuró mientras le quitaba de la mano el papel y lo volvía a colocar sobre la mesa.

– Soy una chica lista -Ryan le tiró del brazo hasta que lo tuvo sentado a su lado. Lo miró y sonrió-. ¿Sabes? La primera vez que te miré a los ojos creí que el corazón se me paraba. La primera vez que me besaste lo supe -añadió al tiempo que llevaba una mano hacia la mejilla izquierda de Pierce.

Éste le detuvo la mano de nuevo, consciente de lo cerca que estaba de rebasar el limite. Pero Ryan todavía tenía una mano libre y la utilizó para deslizar un dedo por la pechera de su camisa hasta llegar al cuello.

– Ryan, deberías acostarte.

Podía oír el deseo velado en el tono rugoso de su voz. Podía sentir el pulso acelerado de Pierce bajo la yema del dedo. Su propio corazón empezó a desbocarse hasta acompasar el ritmo con el de él.

– Nadie me había besado así nunca -murmuró Ryan justo antes de dirigir los dedos hacia el botón superior de la camisa. Lo desabrochó y lo miró a los ojos-. Nadie me había hecho sentirme así. ¿Hiciste magia, Pierce? -preguntó después de desabrocharle los dos siguientes botones.

– No -Pierce levantó el brazo para frenar la curiosidad de aquellos dedos que lo estaban volviendo loco.

– Yo creo que sí -Ryan se giró y le dio un mordisquito delicado en el lóbulo de la oreja-. Sé que hiciste magia -añadió con un susurro que no hizo sino avivar el deseo que estaba gestándose en las entrañas de Pierce. Echaba chispas y estaba a punto de explotar. La agarró por los hombros y empezó a apartarla, pero Ryan posó las manos sobre su torso desnudo. Luego dejó caer la boca sobre su cuello. Pierce apretó los puños tratando de ganarla batalla intestina que estaba librando contra el deseo.

– Ryan… ¿qué intentas hacer? -preguntó, incapaz de serenar su ritmo cardiaco a pesar de su experiencia en controlar la mente.

– Intento seducirte -respondió con descaro ella mientras llevaba la boca hacia el pecho de Pierce-. ¿Lo estoy haciendo bien?

Ryan bajó las manos hacia las costillas y viró luego hacia el centro. Notar la excitación de Pierce la envalentonó.

– Sí, lo estás haciendo muy bien -admitió él casi sin aliento.

Ryan soltó una risotada. Fue un sonido gutural, casi burlón, que aumentó las palpitaciones de Pierce. Aunque él no la tocaba, ya no se resistía; ya no era capaz de seguir poniéndole freno. Sus manos lo acariciaban con libertad mientras le lamía provocativamente el lóbulo de la oreja.

– ¿Estás seguro? Quizá estoy haciendo algo mal -susurró Ryan al tiempo que le bajaba la camisa de los hombros. Trazó un reguero de besos hasta su barbilla y luego apoyó los labios fugazmente sobre la boca de Pierce-. Quizá no te gusta que te toque así… o así -añadió después de bajar el dedo hasta el cinturón de los vaqueros y, luego, tras darle un mordisquito en el labio inferior sin dejar de mirarlo a los ojos.,

No, se había equivocado. Eran negros: tenía los ojos negros, no grises. El deseo la consumía hasta tal punto que temía acabar devorada por él. ¿Cómo podía sentir un deseo tan intenso?, ¿tan potente como para que el cuerpo entero le doliese y vibrase y amenazase con estallar?

– Te deseé cuando bajaste del escenario esta noche -murmuró ella-. Allí mismo, cuando todavía me medio creía que eras un hechicero más que un hombre. Y ahora… ahora que sé que eres un hombre te deseo todavía más. Claro que quizá tú no me desees. Quizá no te excito -añadió para provocarlo. Lo miró fijamente a los labios y luego alzó la vista para encontrarse de nuevo con los ojos de Pierce.

– Ryan -dijo éste. Había perdido por completo la capacidad de controlar la cabeza, el pulso o la concentración. Había perdido hasta la voluntad por recuperar el control-. Ten cuidado. Si sigues así, no voy a poder aguantar más. De un momento a otro no habrá vuelta atrás.

Ella rió excitada, embriagada por el deseo. Puso los labios a un solo centímetro de los de Pierce.

– ¿Me lo prometes?

Ryan se deleitó en la fogosidad del beso. La boca de Pierce cayó sobre la de ella con fiereza, posesivamente.

De pronto se vio debajo de él a tal velocidad que no sintió siquiera el movimiento, sólo el peso de su cuerpo encima. Pierce la estaba despojando de la blusa, impaciente por deshacerse de los botones. Dos saltaron por los aires y aterrizaron en algún lugar de la moqueta antes de que Pierce se apoderase de uno de sus pechos con la mano. Ryan gimió y arqueó la espalda, desesperada por sus caricias. La lengua de Pierce no tardó en abrirse paso entre sus labios y enlazarse con la lengua de ella.

El deseo la abrasaba, era un azote sofocante de calor y color. La piel le quemaba allá donde Pierce la tocaba. Se encontró desnuda sin saber cómo había llegado a estarlo. Piel contra piel, notó que le mordisqueaba un pezón con suavidad. Ryan estaba a punto de perder el control cuando sintió su lengua acariciándole la punta, gimió y se apretó contra él.

Pierce notaba el martilleo de su pulso, el frenesí con que latía el corazón de Ryan. Casi podía saborearlo mientras giraba la cabeza para colmar de atenciones el otro pecho. Sus gemidos y los tirones suplicantes de sus manos lo estaban enloqueciendo. Estaba atrapado en un horno y esa vez no habría escapatoria. Sabía que su piel se derretiría con la de Ryan hasta que no hubiese nada separándolos. El calor, su fragancia, su sabor, todo le daba vueltas en la cabeza. ¿Excitación? No, aquello era mucho más que excitación. Era una obsesión.

Introdujo los dedos dentro de ella. La encontró tan suave, tan cálida y húmeda que no pudo contenerse un segundo más.

La penetró con un salvajismo que los asombró a los dos. Pero Ryan reaccionó enseguida y empezó a moverse con él, agitada y violenta. Pierce sintió el dolor de un placer imposible, convencido de que esa vez era él el encantado y no el encantador. Estaba totalmente entregado.

Ryan notó su aliento entrecortado contra el cuello. El corazón de Pierce seguía corriendo. Y era ella quien había conseguido que latiese así de rápido, pensó con una expresión soñadora en la cara mientras flotaba en el limbo posterior al orgasmo. Pierce era de ella, pensó de nuevo, al igual que cuando había marcado el territorio con la rubia en el casino. ¿Cómo había adivinado Bess lo que sentía antes de darse cuenta ella misma? Ryan suspiró, cerró los ojos y siguió fantaseando.

¿Cómo reaccionaría Pierce si le decía que se había enamorado de él? Por otra parte, debía de notársele, como si lo llevase escrito con letras de neón en la frente. ¿Sería muy pronto para decírselo?, ¿estaría precipitándose? Lo mejor sería esperar, decidió mientras le acariciaba el pelo. Se daría un poco de tiempo a acostumbrarse a ese amor tan novedoso antes de proclamarlo. En ese momento, tenía la sensación de disponer de todo el tiempo del mundo.

Emitió un gemido leve de protesta cuando Pierce retiró su cuerpo de encima. Abrió los ojos despacio. Tenía la cabeza agachada y se miraba las manos atormentado. Se insultó en voz baja.

– ¿Te he hecho daño? -le preguntó cuando se dio cuenta de que Ryan estaba mirándolo.

– No -aseguró ella sorprendida. Luego recordó la historia que Bess le había contado-. No me has hecho daño, Pierce. No podrías. Eres un caballero, delicado -le aseguró.

Pierce la miró con ojos angustiados. No era verdad, no se había portado como un caballero mientras le hacía el amor. Se había dejado arrastrar por la necesidad y una urgencia desesperada.

– No siempre soy delicado -murmuró atormentado mientras alcanzaba sus vaqueros.

– ¿Qué haces?

– Voy abajo. Pediré otra habitación. Siento que esto haya pasado -contestó sin dejar de vestirse. Entonces vio un río de lágrimas asomando a los ojos de Ryan. Algo se desgarró en su pecho-. Ryan… lo siento… Te juro que no iba a tocarte. No tenía que haberlo hecho. Has bebido demasiado. Yo lo sabía y debía haber…

– ¡Maldito seas! -exclamó ella y le apartó la mano con que Pierce le estaba secando una lágrima-. Me he equivocado. Sí que puedes hacerme daño. Pero no te molestes en buscar otra habitación. Ya me busco yo una. No pienso quedarme aquí después de cómo has convertido algo maravillosa en una equivocación -añadió mientras se agachaba para ponerse la blusa, que estaba vuelta del revés.

– Ryan, yo…

– ¡Haz el favor de callarte!-atajó ella. Al ver que faltaban los dos botones del centro, se volvió a quitar la blusa y se quedó de pie, mirando desnuda a Pierce, con los ojos llameando de cólera. Estaba tan sexy que le entraron ganas de tumbarla al suelo y poseerla de nuevo-. Sabía perfectamente lo que estaba haciendo, ¿te enteras? ¡Lo sabía de sobra! Si crees que bastan unas copas para que me lance en brazos de un hombre, te equivocas mucho. Te deseaba. Y creía que tú también me deseabas. Así que si ha sido un error, el error ha sido tuyo.

– Para mí no ha sido un error, Ryan -dijo él en un tono más suave. Aun así, cuando intentó tocarla, Ryan se apartó con violencia. Pierce dejó caer el brazo y escogió las palabras con cuidado-. Claro que te deseaba. Me parecía que quizá te deseaba demasiado. Y no he sido tan dulce contigo como me habría gustado. Me cuesta aceptar que no he podido contenerme de tanto como te deseaba.

Ryan lo miró en silencio unos segundos. Luego se secó las lágrimas que le corrían por las mejillas con una mano.

– ¿Querías contenerte?, ¿querías frenar?

– La cuestión es que lo he intentado y no he podido. Nunca me he portado tan egoístamente con una mujer. He tenido muy poco cuidado -murmuró Pierce-. Eres muy pequeña, muy frágil.

¿Frágil? Ryan enarcó una ceja. Nadie la había considerado una mujer frágil nunca. En otro momento, quizá se habría echado a reír, pero en aquel instante tenía la sensación de que sólo había una forma de tratar con un hombre como Pierce.

– Muy bien -arrancó tras respirar hondo para serenarse-. Tienes dos opciones.

– ¿Cuáles? -preguntó sorprendido él, enarcando las cejas.

– Puedes buscarte otra habitación o puedes llevarme a la cama y hacerme el amor otra vez -Ryan dio un paso al frente-. Ahora mismo.

– ¿No tengo más opciones? -preguntó sonriente, respondiendo a la mirada desafiante de ella.

– Supongo que podría seducirte de nuevo si te pones cabezota -dijo Ryan encogiéndose de hombros-. Lo que tú prefieras.

Pierce hundió los dedos en su cabello y la acercó hacia su cuerpo.

– ¿Y qué tal si nos quedamos con una combinación de las dos opciones?

– ¿De qué dos opciones? -respondió Ryan con recelo.

Pierce bajó la cabeza y le dio un beso suave en los labios.

– ¿Qué tal si yo te llevo a la cama y tú me seduces?

Ryan dejó que la levantara en brazos.

– Para que no digas que no soy una persona razonable -dijo ella mientras Pierce la llevaba al dormitorio-. Estoy dispuesta a que lleguemos a un acuerdo con tal de que me salga con la mía.

– Señorita Swan -murmuró él mientras la posaba con cuidado sobre la cama-. Me gusta su estilo.

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