Capítulo IV

Cuando entró en su despacho en las dependencias de Producciones Swan cuatro horas más tarde, Ryan seguía echando humo. Era un descarado, decidió. Era el hombre más descarado de cuantos conocía. Se creía que la tenía acorralada en una esquina. ¿De veras pensaba que era él único artista con talento que podía fichar para Producciones Swan? ¡Menudo presumido! Ryan golpeó la mesa de su despacho con el maletín y se desplomó sobre la silla que había detrás. Pierce Atkins iba listo: ya podía ir preparándose para una sorpresa.

Tras recostarse sobre el respaldo, entrelazó las manos y esperó a calmarse lo suficiente para pensar con un mínimo de claridad. Pierce no conocía a Bennett Swan. A su padre le gustaba hacer las cosas a su manera. Podía atender consejos, dialogar, pero jamás se dejaba forzar cuando había que tomar decisiones de importancia. De hecho, pensó Ryan, solía hacer todo lo contrario de lo que le decían si notaba que intentaban presionarlo. No le haría gracia enterarse de que estaban intentando imponerle a quién poner al mando de la producción de un espectáculo. Sobre todo, se dijo con cierta melancolía, si esa persona en concreto era justamente su hija.

Seguro que asistiría a uno de sus estallidos coléricos cuando le explicara a su padre las condiciones que Pierce exigía. Lo único que lamentaba era que el mago no estuviese presente para recibir el impacto de su furia. Swan encontraría a algún otro talento con el que firmar y dejaría que Pierce siguiese haciendo desaparecer las botellas de vino que le diera la gana.

Ryan dejó la mirada perdida en el espacio. Lo último que quería era tener que preocuparse de las llamadas, la organización del horario y los mil y un detalles más que formaban parte de la producción de cualquier espectáculo; por no hablar de la locura de tener que cubrir una actuación en vivo y, retransmitida al mismo tiempo por televisión. ¿Qué sabía ella de solucionar errores técnicos, decorar escenarios o seleccionar cámaras para alternar planos? El trabajo de producción tenía sus secretos y era complejo. No podía aprenderlo toda de la noche a la mañana y, sobre todo, ella nunca había querido meterse en ese terreno. Estaba más que contenta con su parcela, captando clientes y ocupándose de las gestiones de preproducción.

Ryan se echó hacia adelante, apoyó los codos sobre la mesa y dejó caer la barbilla sobre el cuenco que formaban las palmas de sus manos. Tratar de engañarse era una tontería, se dijo. Por otra parte, debía de ser muy satisfactorio dirigir un proyecto de principio a fin. Ideas no le faltaban…

Pero siempre que había intentado convencer a su padre para que le diese una oportunidad en el departamento creativo, se había dado de bruces contra el mismo muro inexpugnable. No tenía experiencia, era demasiado joven. Su padre se las arreglaba para olvidarse de lo que le convenía; en concreto, de que llevaba toda la vida en aquel negocio, había crecido en aquel entorno y el mes siguiente cumpliría veintisiete años.

Uno de los directores más talentosos del negocio había hecho una película para Swan y se había llevado cinco Oscars. Y ese director tenía veintiséis años, recordó indignada Ryan. ¿Cómo iba a saber Producciones Swan si sus ideas eran una mina de oro o simple basura si se negaban a escucharla? Lo único que necesitaba era una oportunidad.

Sí, a decir verdad, debía sentirse agradecida. Lo mejor que podía ocurrirle era poder seguir un proyecto desde la firma del contrato hasta la fiesta de celebración. Pero no ese proyecto. En esa ocasión reconocería alegremente que no estaba capacitada para tanta responsabilidad, rechazaría la condición que había añadido Pierce Atkins y se lo mandaría directo a su padre. Al parecer, tampoco a ella le agradaba que le pusieran ultimátums.

Que cambiara las condiciones. Ryan resopló por la nariz y abrió el maletín. Pierce se había excedido en sus peticiones. Era un prepotente. Primero pedía eso y luego acabaría… Dejó el pensamiento a medias y se quedó mirando los papeles, pulcramente apilados en el maletín. Encima de ellos había otra rosa roja de tallo largo.

– Pero… ¿cómo ha podido…? -Ryan no pudo evitar soltar una risotada. Se relajó contra el respaldo de la silla, se acercó la flor a la nariz y aspiró. Era un hombre con recursos, se dijo mientras disfrutaba de la fragancia de la rosa. Con muchos recursos. ¿Pero quién demonios era?, ¿qué cosas lo apasionaban?, ¿qué le tocaba la fibra? De pronto, sentada en su impecable despacho, Ryan decidió que tenía algo más que simple curiosidad por descubrirlo. Quizá mereciese la pena aguantar su arrogancia con tal de averiguarlo; con tal de conocerlo mejor.

Pierce Atkins tenía que ser un hombre muy interesante cuando era capaz de hablar sin abrir la boca y dar órdenes con una simple mirada. Seguro que era un hombre profundo, complejo, con muchas máscaras. La cuestión era: ¿cuántas capas tendría que pelar hasta llegar a su corazón y conocerlo sin disfraces? Sería arriesgado, decidió, pero… Ryan negó con la cabeza. Al fin y al cabo, se recordó, no le daría la oportunidad de descubrirlo. Swan lo convencería de que firmase el contrato de acuerdo con las condiciones previstas desde el principio por la productora o se olvidaría de él. Ryan sacó el contrato y cerró el maletín. Pierce Atkins había pasado a ser problema de su padre. Ya no era asunto de ella. Y, sin embargo, no quería soltar la rosa que le había introducido en el maletín.

El sonido del teléfono le recordó que no tenía tiempo para andar distraída con ensoñaciones.

– Dígame, Bárbara.

– El jefe quiere verla.

Ryan miró el interfono con aprensión. Swan debía de haberse enterado de que estaba de vuelta desde nada más pasar al guardia que custodiaba la entrada al edificio.

– Enseguida -respondió al cabo de unos segundos. Tras dejar la rosa sobre la mesa, Ryan salió del despacho con el contrato debajo del brazo.

Bennett Swan estaba fumando un puro cubano de lujo. Le gustaban las cosas caras. Pero lo que más le gustaba de todo era saber que el dinero que poseía podía permitirle comprar todos sus caprichos. Si en una tienda veía dos trajes con el mismo corte y de igual calidad, Swan elegía siempre el que tuviera el precio más elevado en la etiqueta. Era una cuestión de orgullo.

Los galardones que exhibía en su despacho también eran cuestión de orgullo. Hablar de Producciones Swan era tanto como hablar de Bennett Swan. Por tanto, los Oscars y los Emmy que la productora conseguía no hacían sino demostrar que él era un hombre de éxito. De la misma manera, los cuadros y las esculturas que su diseñador le había recomendado adquirir estaban ahí para enseñarle al mundo entero que, como buen triunfador, distinguía el valor de las cosas bien hechas.

Quería a su hija. Se habría quedado desconcertado si alguien dijera lo contrario. Para él, no cabía la menor duda de que era un padre excelente. Siempre le había proporcionado a su hija todo cuanto podía comprarse con dinero: las mejores ropas, una niñera irlandesa cuando su madre había muerto, una educación en centros carísimos y un hueco en la empresa cuando se había empeñado en trabajar.

No le había quedado más remedio que reconocer que la chica tenía más cabeza de lo que había esperado de ella. Ryan tenía una mente despierta y sabía cómo dejar a un lado las tonterías sin importancia para ir directa al fondo de las cuestiones. Lo cual no hacía sino demostrar que el dinero que había invertido en educarla en Suiza estaba bien empleado. No, no lamentaba haberle ofrecido a su hija la formación más exquisita. Lo único que le había exigido era que Ryan estuviese a la altura y obtuviese buenos resultados.

Miró el círculo de humo que se elevó desde la punta del puro. Su hija había cumplido con creces y por ello le tenía un gran aprecio.

Ryan llamó a la puerta. Después de esperar a que le dieran permiso para pasar, entró. Bennett la observó mientras cruzaba la tupida moqueta que cubría la distancia hasta la mesa de su despacho. Era una chica bien guapa, pensó. Se parecía a su madre.

– ¿Querías verme? -Ryan esperó a que la invitara a sentarse.

Swan no era un hombre muy grande, pero siempre había compensando esa falta de estatura con su facilidad para comunicarse. Le bastó un gesto para pedirle que tomara asiento. Seguía conservando ese rostro de rasgos duros que las mujeres solían encontrar tan atractivo. Y aunque en los últimos cinco años había ganado algunos kilos y se le había caído algo de pelo, en esencia seguía exactamente igual que en el primer recuerdo que Ryan pudiera tener de él. Al mirarlo, sintió una mezcla familiar de amor y frustración. Ryan sabía demasiado bien los límites del afecto que su padre podía llegar a profesarle.

– ¿Te encuentras mejor? -le preguntó. No daba la impresión de que el ataque de gripe que había sufrido le hubiese dejado secuela alguna. El color de su cara era lozano y saludable, sus ojos brillaban con lucidez. Swan dio por zanjada la conversación sobre su salud con otro simple gesto de la mano. No tenía paciencia con las enfermedades; menos todavía cuando el enfermo era él. No podía perder el tiempo con ellas.

– ¿Qué te ha parecido Atkins? -quiso saber en cuanto Ryan se hubo sentado. Era una de las pocas cosas para las que le pedía opinión; valoraba la intuición que su hija tenía para formarse una idea de los demás. Como siempre, Ryan se lo pensó con detenimiento antes de responder.

– Es especial. No hay dos hombres como él en el mundo -arrancó con un tono que habría hecho sonreír a Pierce-. Tiene un talento extraordinario y mucha personalidad. No estoy segura de si lo uno es debido a lo otro.

– ¿Es muy excéntrico?

– No, al menos no en el sentido de que se dedique a hacer cosas para fomentar una imagen excéntrica -Ryan frunció el ceño al recordar su casa, su estilo de vida. Como el propio Pierce había dicho, las apariencias podían engañar-. Creo que es un hombre muy profundo y que vive la vida de acuerdo con sus propias reglas. La magia es algo más que un trabajo para él. Está entregado a ella como los pintores lo están a sus cuadros.

Swan asintió con la cabeza y exhaló una nube densa de humo caro.

– Y es una garantía de éxito. Siempre revienta las taquillas con sus espectáculos.

– Sí -dijo Ryan sonriente mientras apretaba el contrato-. Lo que es normal, porque no creo que haya nadie mejor que él en lo suyo; además, es muy dinámico sobre el escenario y lo envuelve cierto misterio fuera de él. Es como si hubiese encerrado en un armario los primeros años de su vida y hubiese escondido la llave. A los espectadores les encantan los misterios y él es un misterio en persona.

– ¿Y el contrato?

Había llegado el momento de la verdad, se dijo Ryan armándose de valor.

– Está dispuesto a firmar, pero con ciertas condiciones. Es decir, quiere…

– Ya me ha contado sus condiciones -interrumpió Swan.

La disertación que con tanto cuidado había preparado Ryan se fue al traste de golpe.

– ¿Te lo ha contado?

– Me llamó hace un par de horas -Swan se sacó el puro de la boca. El diamante que llevaba en el dedo destelló mientras miraba a su hija-. Dice que eres escéptica y que eres meticulosa con los detalles. Parece ser que es justo lo que quiere.

– Simplemente, lo que pasa es que creo que, sus trucos no son más que el resultado de una buena puesta en escena -replicó Ryan, enfadada porque Pierce hubiese hablado con Swan antes que ella. Era una sensación incomoda, como si estuviese echándole otra partida de ajedrez. Y Pierce ya le había ganado la primera-. Tiene tendencia a incorporar su magia en el día a día. Tiene su encanto, pero distrae mucho para celebrar una entrevista de trabajo.

– Parece ser que insultarlo te ha funcionado -contestó Swan.

– ¡No lo he insultado! -exclamó Ryan-. Me he pasado veinticuatro horas metida en una casa con papagayos parlantes y gatas negras, y no lo he insultado. He hecho todo lo que he podido por conseguir que firme, salvo dejar que me corte en dos con la sierra. Estoy dispuesta a llegar muy lejos para conseguir un cliente, pero hay ciertos limites a los que no llego, por mucha taquilla que dejen sus espectáculos -añadió al tiempo que ponía el contrato sobre la mesa de su padre.

Swan tamborileó con los dedos y la miró a la cara:

– También me ha comentado que no le molestan tus arranques de genio. Dice que no le gusta aburrirse.

Ryan se tragó las siguientes palabras que acudieron a su cabeza. Con calma, volvió a recostarse sobre el respaldo de la silla.

– Vale, ya me has dicho lo que él te ha contado. ¿Y tú qué le has dicho a él?

Swan se tomó un tiempo en responder. Era la primera vez que alguien relacionado con el trabajo había hecho referencia al temperamento de Ryan. Swan sabía que su hija tenía carácter, y un carácter fuerte, como también sabía que siempre lo había mantenido bajo control en sus relaciones con los clientes. Decidió dejarlo pasar.

– Le he dicho que estaré encantado de complacerlo.

– Que le has dicho… -Ryan se atragantó, carraspeó y probó de nuevo-. ¿Has accedido?, ¿por qué?

– Queremos que trabaje para nosotros. Y él te quiere a ti.

Daba la impresión de que su padre no se había enfurecido con el ultimátum de Pierce, pensó Ryan, no poco confundida. ¿Con qué conjuro habría hechizado a su padre? Fuera el que fuera, se dijo irritada, ella no estaba bajo su influencia.

– ¿Tengo voz en esto?

– No mientras trabajes para mí. Llevas un par de años pidiendo una oportunidad como ésta -le recordó Swan después de echar un vistazo fugaz al contrato-. Pues bien, voy a darte esa oportunidad. Y te voy a estar vigilando de cerca. Espero que no la fastidies -añadió mirándola a los ojos.

– No voy a fastidiarla -repuso ella, apenas controlando un nuevo arrebato de furia-. Será el mejor espectáculo que la empresa produzca en toda su maldita historia.

– Ocúpate de que así sea -advirtió Swan-. Y no te excedas con el presupuesto. Encárgate de los cambios y mándale el contrato nuevo a su agente. Quiero su firma antes de que termine la semana.

– La tendrás -Ryan recogió los papeles del contrato antes de dirigirse a la salida del despacho.

– Atkins me ha dicho que formaréis un buen equipo -añadió Swan mientras ella abría ya la puerta-. Dice que salió en las cartas.

Ryan lanzó una mirada hostil por encima del hombro antes de marcharse, cerrando de un portazo.

Swan esbozó una pequeña sonrisa. Era evidente que la chica había salido a su madre, pensó. Luego pulsó un botón para hablar con su secretaria. Tenía otra cita.

Si algo detestaba Ryan era que la manipulasen. Cuando hubo dejado pasar el tiempo suficiente para serenarse, de vuelta ya en su despacho, comprendió la habilidad con que tanto Pierce como su padre la habían manejado. No la molestaba tanto por lo que a su padre tocaba, pues éste había tenido años para aprender que el hecho de sugerirle que no sería capaz de llevar a cabo una operación era la estrategia perfecta para asegurarse de que la llevase a cabo. Pero con Pierce era distinto. Ella no la conocía o, al menos, se suponía que no debía conocerla. Y, sin embargo, la había manejado a su antojo, con suavidad; con discreción, con esa maestría tipo “la mano es más rápida que el ojo” con la que había manejado los cilindros vacíos. Había conseguido lo que quería. Ryan redactó los nuevos contratos. Después de imprimirlos, se quedó pensativa.

Tampoco tenía por qué enfadarse. En realidad, debería celebrarlo, se dijo. Después de todo, ella también había conseguido lo que quería. Ryan decidió mirar la cuestión desde un ángulo nuevo. Producciones Swan amarraría a Pierce para tres programas especiales en horario de máxima audiencia, y ella tendría su oportunidad de dirigir una producción.

Ryan Swan, productora. Sonrió. Sí, le gustaba cómo sonaba. Lo repitió en voz baja y sintió un primer cosquilleo de emoción. Luego sacó la agenda y empezó a calcular cuánto tiempo podría necesitar en atar un par de cabos sueltos antes de entregarse por completo a la producción de los espectáculos de Pierce.

Llevaba una hora de papeleo cuando el teléfono la interrumpió:

– Ryan Swan -respondió con energía, sujetando el auricular entre la oreja y el hombro mientras continuaba haciendo anotaciones.

– ¿La he interrumpido, señorita Swan?

Nadie más la llamaba “señorita Swan” de ese modo. Ryan interrumpió la redacción, de la frase que estaba escribiendo y se olvidó por completo de ella.

– En efecto, señor Atkins. ¿Qué puedo hacer por usted?

Pierce soltó una risotada que no consiguió sino enojarla.

– ¿Qué le parece tan divertido?

– Tiene una voz preciosa cuando se pone tan profesional, señorita Swan -dijo él de buen humor-. He pensado que, a falta de concretar algún detalle, le gustaría tener las fechas en que tendrá que acompañarme en Las Vegas.

– Todavía no hemos firmado el contrato, señor Atkins -replicó ella con frialdad.

– La inauguración es el día quince -prosiguió él como si no la hubiese oído. Ryan frunció el ceño, pero anotó la fecha. Casi podía verlo sentado en la biblioteca, acariciando a la gata en su regazo-. Pero los ensayos empiezan el doce. Me gustaría que también estuviera en ellos. Y cierro el veintiuno -finalizó.

– De acuerdo -Ryan pensó fugazmente que el veintiuno era su cumpleaños-. Podemos empezar a diseñar la producción del especial la semana siguiente.

– Perfecto -Pierce hizo una pausa-. Me pregunto si puedo pedirle una cosa, señorita Swan.

– Pedirlo puede -respondió ella con prudencia.

Pierce sonrió y rascó las orejas de Circe.

– El día once tengo un compromiso en Los Ángeles. ¿Puede venir conmigo?

– ¿El once? -Ryan apretó el auricular con la oreja y pasó las hojas del calendario que tenía encima de la mesa-. ¿A qué hora?

– A las dos de la tarde.

– Sí, de acuerdo -dijo al tiempo que hacía una señal en el día-. ¿Dónde nos encontramos?

– Yo la recojo… a la una y media.

– A la una y media. Señor Atkins… -Ryan dudó. Luego agarró la rosa de encima de la mesa-. Gracias por la flor.

– De nada, Ryan.

Después de colgar, Pierce permaneció sentado unos segundos, sumido en sus pensamientos. Imaginó a Ryan sujetando la flor en aquel preciso instante. ¿Sabría que su piel era tan suave como los mismos pétalos de la rosa? su cara, justo a la altura de la mandíbula… todavía podía sentir vivamente su textura en la yema de los dedos. Los deslizó sobre el lomo de la gata.

– ¿Qué piensas de ella, Link?

El gigantón siguió ordenando los volúmenes de la biblioteca.

– Tiene una risa bonita -contestó sin darse la vuelta.

– Sí, eso mismo pienso yo -Pierce recordaba perfectamente lo melodiosa que era. La risa de Ryan lo había pillado desprevenido. Había sido todo un contraste con la expresión seria que había mostrado instantes antes. En realidad, lo sorprendían tanto su risa como lo apasionada que era. Pierce recordó la fogosidad con que su boca se había derretido bajo la de él. Esa noche no había sido capaz de trabajar ni un solo segundo. Se había pasado horas pensando en ella, sabedor de que estaba en la cama, cubierta por un simple camisón.

No le gustaba que nada lo distrajese o dificultase su concentración, pero la había hecho regresar. El instinto, se recordó. Él siempre se había fiado de su instinto.

– Dijo que le gustaba mi música -comentó Link sin dejar de ordenar la biblioteca.

Pierce levantó la vista, despertando de su ensimismamiento. Sabía lo susceptible que Link era cuando criticaban su música.

– Es verdad. Le gustó. Le gustó mucho. Dijo que la melodía de la partitura que había en el piano era preciosa.

Link asintió con la cabeza. Sabía que Pierce no le diría nada que no fuese más que la pura verdad.

– Te gusta, ¿verdad?

– Sí -respondió Pierce con tono distraído mientras acariciaba a la gata-. Creo que me gusta, sí.

– Y supongo que querrás hacer esa cosa para la tele.

– Es un desafío -contestó Pierce.

Link se giró.

– ¿Pierce?

– ¿Sí?

El mayordomo vaciló, temeroso de saber ya la respuesta.

– ¿Vas a incluir alguna fuga en el espectáculo de Las Vegas?

– No -Pierce frunció el ceño y Link se sintió inmensamente aliviado. Pierce recordó que había estado trabajando en ese número justo la noche que Ryan había pasado en su casa-. No, todavía no he ensayado suficiente. Haré la próxima fuga en alguno de los especiales -añadió.

– No me parece buena idea -comentó Link, cuyo alivio apenas había durado unos segundos-. Pueden salir mal muchas cosas.

– Todo saldrá bien -aseguró Pierce-. Sólo necesito ensayar un poco más para poder incluir el número en el espectáculo.

– Pero no tienes tiempo -insistió Link, a pesar de que no solía discutir por nada-. Podrías introducir algún cambio en el espectáculo o posponerlo. No me gusta, Pierce -repitió, aunque sabía que sería inútil.

– Te preocupas demasiado -dijo Pierce-. No habrá ningún problema. Sólo tengo que ocuparme de un par de detalles.

Pero no estaba pensando en el número de la fuga. Estaba pensando en Ryan.

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