Dmitri preguntó:
– ¿Sabe que nos están siguiendo, señor Stanford?
– Sí.
Hacía veinticuatro horas que lo había notado.
Los dos hombres y la mujer vestían informalmente para confundirse con los veraneantes que recorrían las calles empedradas a aquella hora temprana de la mañana, pero resultaba difícil pasar desapercibido en un lugar tan pequeño como la aldea fortificada de Sto. Paul de Vence.
Harry Stanford se había fijado en ellos precisamente por su aspecto demasiado informal y por el esfuerzo que hacían para no mirarlo. Cada vez que giraba la cabeza, veía a uno a lo lejos. Harry Stanford era un blanco fácil de seguir: medía más de un metro ochenta; tenía una cabellera blanca que le cubría el cuello y un rostro aristocrático, casi arrogante. Estaba acompañado por una joven trigueña de notable belleza, un pastor alemán blanco y por Dmitri Karninsky, un guardaespaldas de casi dos metros de estatura, cuello abultado y frente inclinada. «Es difícil perdemos de vista», pensó Stanford. Sabía quién los había enviado y por qué, y sintió que un peligro inminente lo acechaba. Hacía tiempo que había aprendido a confiar en su instinto. Precisamente el instinto y la intuición lo habían ayudado a convertirse en uno de los hombres más ricos del mundo. La revista Forbes estimaba el valor de las Empresas Stanford en seis mil millones de dólares, y Fortune 500 lo calculaba en siete mil. Tanto The Wall Street Journal, como Barrons y Financial Times habían publicado semblanzas de Harry Stanford.
Trataban de explicar su mística, su sorprendente sentido de la oportunidad y la infalible agudeza y perspicacia del hombre que había creado las gigantescas Empresas Stanford, pero ninguna de las publicaciones había tenido éxito en su intento.
En lo que todos estaban de acuerdo era en que Stanford poseía una energía increíble, casi palpable. Era un hombre infatigable y con una filosofía muy sencilla: un día sin cerrar un trato era un día perdido. Agotaba a sus competidores, a sus empleados y a todas las personas que estaban en contacto con él: era un verdadero fenómeno, un fuera de serie. Se consideraba un hombre religioso; creía en Dios, y el Dios en el que creía deseaba que él triunfara y que sus enemigos estuvieran muertos.
– ¿Te gustan los museos?
– Sí, caro. -Estaba ansiosa por complacerlo. Nunca había conocido a nadie como Harry Stanford. «¡Cuando se lo cuente a mis amigas! Pensaba que no me quedaba nada por descubrir en materia de sexo, pero, por Dios, ¡él es tan creativo! ¡Me tiene agotada!»
Harry Stanford era una figura pública y la prensa lo sabía todo acerca de él. Harry Stanford era una figura privada y la prensa no sabía nada sobre él. Habían escrito sobre su carisma, su fastuoso estilo de vida, su avión privado, su yate y sus mansiones legendarias en Hobe Sound, Marruecos, Long Island, Londres, el sur de Francia y, desde luego, sobre su magnífica propiedad, Rose Hill, en el mejor barrio de Boston. Pero el verdadero Harry Stanford seguía siendo un enigma para todos.
– ¿Dónde vamos? -preguntó la mujer.
Estaba demasiado preocupado para contestarle. Las dos personas que estaban en la acera de enfrente empleaban la técnica de cruzar de acera y acababan de cambiar de pareja. Stanford no sólo sintió el peligro, sino la furia porque invadieran su intimidad, porque se hubieran atrevido a seguirlo hasta aquel lugar, su refugio privado en relación al resto del mundo.
Subieron a la colina, se dirigieron al Fondation Maeght Art Museum y curiosearon la famosa colección de lienzos de Bonnard, Chagall y una decena de otros pintores. Harry Stanford paseó la vista por el lugar y observó a la mujer que se encontraba en el otro extremo de la galería estudiando atentamente un Miró.
Stanford se dirigió a Sophia:
– ¿Tienes apetito?
– Sí. Si tú tienes. -«No debo mostrarme insistente.»
– Bien. Almorzaremos en la Colombe D'Or.
La Colombe D'Or era uno de los restaurantes favoritos de Stanford: se trataba de una casa del siglo XVI situada a la entrada de la vieja aldea y convertida en hotel y restaurante. Stanford y Sophia se sentaron en el jardín, junto a la piscina, desde donde Stanford podía admirar el Braque y el Caldero
Prince, el pastor alemán blanco, yacía a sus pies, siempre alerta. El perro era la marca registrada de Stanford: adonde él iba, iba también el animal. Se rumoreaba que, a una orden de Harry Stanford, Prince era capaz de desgarrar el cuello de una persona a dentelladas. Pero nadie quería confirmar el rumor.
Dmitri se instaló solo cerca de la entrada del hotel, desde donde le era posible observar las idas y venidas de los demás clientes.
– ¿Quieres que pida por ti, querida? -preguntó Stanford.
– Sí, por favor.
Harry Stanford se jactaba de ser un entendido. Pidió ensalada verde y Fricassée de Lotte para los dos.
Saint Paul de Vence es una pintoresca aldea medieval que teje su antigua magia en las alturas de los Alpes. Está situada en lo alto de una colina, entre Cannes y Niza, y rodeada por un paisaje espectacular de colinas y valles cubiertos de flores, huertos y bosques de pinos. La aldea, una amalgama de estudios de pintores, galerías de arte y maravillosas tiendas de antigüedades, es un imán para los turistas procedentes de todo el mundo.
Cuando les servían el plato principal, Joanna Zedde, que dirigía el hotel con su marido Yann, se acercó a la mesa y sonrió.
– Bonjour. ¿Todo en orden, monsieur Stanford?
– Sí, maravilloso, madame Zedde.
Y lo seguiría siendo. «Son pigmeos tratando de derribar a un gigante. Les espera una gran decepción.»
– Nunca había estado aquí -dijo Sophia-. Es una aldea preciosa.
Stanford centró su atención en ella. Dmitri la había elegido en Niza el día anterior.
– Señor Stanford, he traído a alguien.
– ¿Algún problema? -había preguntado él.
Dmitri sonrió.
– Ninguno. -La había visto en el vestíbulo del hotel Negresco y se le había acercado.
– Perdón, ¿habla usted inglés?
– Sí. -Tenía un leve acento italiano.
– El hombre para el que trabajo desearía que usted cenara con él.
La mujer se indignó.
– ¡No soy una puttana! Soy actriz -dijo, con tono altanero. En realidad, había tenido un papel breve, sin diálogo, en la última película de Pupo Avati, y otro con dos frases en una de Giuseppi Ternatore-. ¿Por qué habría de cenar con un desconocido?
Dmitri sacó un fajo de billetes de cien dólares y le puso cinco en la mano.
– Mi amigo es muy generoso. Tiene un yate y se siente solo. -Vio que en la cara de la mujer se operaban una serie de cambios: de la indignación pasó a la curiosidad, y luego al interés.
– Da la casualidad de que estoy entre dos rodajes -dijo con una sonrisa-. Y creo que podría cenar con su amigo.
– Muy bien. Se sentirá muy complacido.
– ¿Dónde está?
– En Sto. Paul de Vence.
Dmitri había elegido bien. La mujer era italiana, rondaba los treinta años y tenía un rostro sensual y gatuno, buena figura y pechos imponentes. Mirándola por encima de la mesa, Harry Stanford tomó una decisión.
– ¿Te gusta viajar, Sophia?
– Me fascina.
– Espléndido. Entonces haremos un pequeño viaje. Discúlpame un momento.
Sophia lo vio entrar en el restaurante. Junto a la puerta del lavabo para caballeros había un teléfono público.
Stanford colocó una tarjeta en la ranura y marcó un número. -Con el operador de la marina, por favor.
Segundos después, una voz dijo:
– C'est l'opératrice maritime.
– Quiero comunicarme con el yate Blue Skies. Whisky bravo lima nueve ocho cero…
La conversación duró cinco minutos; cuando terminó de hablar, marcó e121- 30- 30, el número del aeropuerto de Niza. Esta vez, la conversación fue más breve.
Cuando concluyó, se dirigió a Dmitri, quien enseguida abandonó el restaurante. Stanford volvió junto a Sophia.
– ¿Estás lista?
– Sí.
– Salgamos a pasear un rato. -Necesitaba tiempo para trazar un plan.
Era un día perfecto. El sol había salpicado nubes rosadas en el horizonte y ríos de luz plateada inundaban las calles.
Caminaron por la Rue Grande, pasaron por la Église, la hermosa iglesia del siglo XII, y se detuvieron en la boulangerie que había frente al Arco, para comprar pan recién horneado. Cuando salieron, una de las tres personas que lo seguían se encontraba fuera, enfrascada en la contemplación de la iglesia. Dmitri también lo aguardaba.
Harry Stanford le entregó el pan a Sophia.
– ¿Por qué no lo llevas a casa? Yo iré dentro de algunos minutos.
– De acuerdo. -Sonrió y dijo en voz baja-: Apresúrate, caro.
Stanford la observó alejarse y le hizo señas a Dmitri. -¿Qué has averiguado?
– La mujer y uno de los hombres se hospedan en Le Hameau, en el camino de La Colle.
Stanford conocía el lugar: era una granja encalada, con un huerto, a un kilómetro y medio al oeste de Sto. Paul de Vence.
– ¿Y el otro?
– En Mas D' Artigny.
Una mansión provenzal situada en una colina, a tres kilómetros al oeste de S1. Paul de Vence.
– ¿Qué quiere que haga con ellos, señor?
– Nada. Yo me ocuparé.
La villa de Harry Stanford estaba en la Rue de Casette, junto a la Mairie , en un sector de callejuelas empedradas y estrechas y casas muy viejas. La villa era una mansión de cinco plantas, construida con piedra y argamasa. Dos niveles por debajo del edificio principal había un garaje y una vieja cueva usada como bodega. Una escalera de piedra conducía a los dormitorios de arriba, a una despensa y a una terraza con techo de tejas. Toda la casa estaba repleta de antigüedades francesas y de flores.
Cuando Stanford regresó a la villa, Sophia lo aguardaba en el dormitorio. Estaba desnuda.
– ¿Por qué has tardado tanto? -susurró.
Para poder sobrevivir entre sus breves papeles en el cine, Sophia Matteo solía ganar algo de dinero trabajando como «acompañante», y estaba acostumbrada a simular orgasmos para complacer a sus clientes. Pero con aquel hombre no tenía necesidad de fingir: Stanford era insaciable y le provocaba un orgasmo tras otro.
Cuando finalmente quedaron agotados, Sophia lo rodeó con los brazos y murmuró, feliz:
– Podría quedarme aquí para siempre, caro.
«Ojalá yo también pudiera», pensó Stanford con pesar.
Cenaron en Le Cate de la Place, en la plaza del general De Gaulle, cerca de la entrada de la aldea. La cena estaba deliciosa; para Stanford, la sensación de peligro confería más sabor a la comida.
Cuando terminaron se dirigieron a la villa. Stanford caminaba con lentitud para asegurarse de que sus perseguidores lo siguieran.
A la una de la mañana, un hombre situado enfrente vio que las luces de la villa se apagaban, una tras otra, hasta que el edificio quedó completamente a oscuras.
A las cuatro y media de la madrugada, Harry Stanford se dirigió al cuarto de huéspedes donde dormía Sophia. La sacudió con suavidad.
– ¿Sophia…?
Ella abrió los ojos y lo miró. En su rostro se dibujó una sonrisa de anticipación, pero luego frunció el entrecejo: él estaba completamente vestido. Se incorporó en la cama.
– ¿Ocurre algo?
– No, querida. Todo está muy bien. Dijiste que te gustaba viajar. Pues bien, haremos un pequeño viaje.
Sophia se despertó por completo.
– ¿A estas horas?
– Sí. No debemos hacer ruido.
– Pero…
– Date prisa.
Quince minutos después, Harry Stanford, Sophia, Dmitri y Prince bajaban por la escalera de piedra al garaje del sótano donde se encontraba estacionado un Renault marrón. Dmitri abrió sigilosamente la puerta del garaje y miró hacia la calle. Salvo el Corniche blanco de Stanford, estacionado enfrente, parecía desierta.
– Todo despejado.
Stanford miró a Sophia.
– Vamos a participar en un pequeño juego. Tú y yo subiremos a la parte de atrás del Renault y nos echaremos en el suelo.
Ella abrió los ojos de par en par.
– ¿Porqué?
– Algunos competidores me han estado siguiendo -dijo él con tono sincero-. Estoy a punto de cerrar un negocio muy importante y tratan de averiguar de qué se trata. Si lo consiguen, podría costarme mucho dinero.
– Ya veo -dijo Sophia. No entendía nada de lo que estaba diciendo.
Cinco minutos más tarde, el coche atravesaba las puertas de la aldea camino de Niza. Un hombre sentado en un banco vio salir el Renault a toda velocidad. Al volante iba Dmitri Kaminsky y junto a él estaba Prince. El espía se apresuró a sacar un teléfono móvil y a marcar un número.
– Tal vez tengamos problemas.
– ¿Qué clase de problemas?
– Un Renault marrón acaba de pasar por las puertas de la aldea. Dmitri Kaminsky conducía y el perro iba dentro.
– ¿No estaba también Stanford?
– No.
– No lo creo. Su guardaespaldas jamás lo abandona por la noche, y el perro nunca se aparta de su lado.
– ¿El Corniche sigue estacionado frente a la villa?
– Sí, pero es posible que haya cambiado de automóvil. -¡O podría tratarse de un ardid! Llama al aeropuerto. Cinco minutos después hablaban con la torre de control. -¿El avión de monsieur Stanford? Oui. Llegó hace una hora y ya ha repostado el combustible.
Cinco minutos más tarde, dos personas se encontraban camino del aeropuerto, mientras la tercera seguía vigilando la villa.
Cuando el Renault marrón pasó por la calle sur Loup, Stanford se pasó al asiento.
– Ya podemos sentamos -le dijo a Sophia. Se dirigió a Dmitri-. Al aeropuerto de Niza. Deprisa.
– ¡Vaya! El viejo Stanford tenía prisa por levantar el vuelo, ¿no?
El piloto se encogió de hombros.
– No es asunto nuestro preguntamos los motivos sino sólo obedecer y cerrar la boca. ¿Cómo van las cosas ahí atrás?
El copiloto se levantó, se acercó a la puerta y espió la cabina.
– Está descansando.
Media hora después, en el aeropuerto de Niza, un Boeing 727 remodelado avanzaba con lentitud por la pista hacia el punto de despegue. En la torre, el controlador de vuelo dijo:
– Parece que tienen mucha prisa por levantar vuelo. El piloto ha pedido tres veces autorización para despegar.
– ¿A quién pertenece el avión?
– A Harry Stanford. El mismísimo rey Midas.
– Seguro que va camino de ganar otros mil o dos mil millones de dólares.
El controlador giró la cabeza para dirigir un jet Lear que despegaba en aquel momento y cogió el micrófono.
– Boeing ocho nueve cinco Papa, habla el Control de salidas de Niza. Se le autoriza a despegar. Cinco a la izquierda. Después del despegue, vire a la derecha, rumbo uno cuatro cero.
El piloto y el copiloto de Harry Stanford intercambiaron una mirada de alivio. El piloto oprimió el botón del micrófono.
– Entendido. Boeing ocho nueve cinco Papa está autorizado a despegar. Giraré a la derecha, rumbo uno cuatro cero.
Pocos minutos más tarde, el enorme avión avanzaba a toda velocidad por la pista y surcaba el cielo gris del amanecer. El copiloto volvió a hablar por el micrófono.
– Control de salidas, el Boeing ocho nueve cinco Papa saliendo de los tres mil pies para alcanzar el nivel de vuelo siete cero.
El copiloto se dirigió al piloto.
Llamaron a la torre de control del aeropuerto desde el coche.
– ¿El avión del señor Stanford sigue en tierra?
– Non, monsieur. Acaba de despegar.
– ¿El piloto registró su plan de vuelo?
– Por supuesto, monsieur.
– ¿Hacia dónde va?
– El avión se dirige a JFK.
– Gracias. -Miró a su compañero-. Van al aeropuerto Kennedy. Haremos que algunos de los nuestros lo esperen.
Cuando el Renault atravesó Montecarlo camino de la frontera italiana, Harry Stanford dijo:
– ¿No existe ninguna posibilidad de que nos estén siguiendo, Dmitri?
– No, señor. Los hemos despistado.
– Bien. -Harry Stanford se apoyó en el asiento y se relajó. No había nada de qué preocuparse: le seguirían la pista al avión. Repasó mentalmente la situación. Realmente era una cuestión de qué sabían y desde cuándo. Eran chacales que seguían el rastro de un león, con la esperanza de abatirlo. Harry Stanford rió para sí. Habían subestimado al hombre al que se enfrentaban. Otras personas que habían cometido el mismo error lo habían pagado caro. También en este caso alguien lo pagaría. Él era Harry Stanford, confidente de presidentes y reyes, un hombre tan rico y poderoso que podía hacer quebrar las economías de una docena de países.
El 727 sobrevolaba Marsella. El piloto habló por el micrófono.
– Marsella, el Boeing ocho nueve cinco Papa está saliendo del nivel de vuelo uno nueve cero para entrar en el nivel de vuelo dos tres cero.
– Entendido.
El Renault llegó a San Remo poco después del amanecer. Harry Stanford tenía buenos recuerdos de la ciudad, pero descubrió que había cambiado drásticamente. Recordaba la época en que era una ciudad elegante, con hoteles y restaurantes de primera clase y un casino donde era imprescindible vestir de etiqueta y donde se podían perder o ganar fortunas en una sola noche. Ahora había sucumbido al turismo, y sus visitantes eran personas chillonas que jugaban en mangas de camisa.
El Renault se aproximaba al muelle, a veinte kilómetros de la frontera franco-italiana. Había dos embarcaderos en el muelle: Marina Porto Sole al este y Porto Communale al oeste. En Porto Sole, un marinero dirigía los amarres. En Porto Communale no había ningún marinero.
– ¿Cuál de los dos? -preguntó Dmitri.
– Porto Communale -le respondió Stanford. «Cuantas menos personas haya cerca, mejor.»
Algunos minutos más tarde, el Renault se detuvo junto al Blue Skies, un elegante yate de cincuenta y cinco metros de eslora, con motor. El capitán Vacarro y una tripulación de doce personas estaban formados en cubierta. El capitán bajó a toda prisa por la pasarela para recibir a los recién llegados.
– Buenos días, signar Stanford -dijo el capitán Vacarro-. Le subiremos el equipaje y…
– No traigo equipaje. Salgamos de una vez.
– Sí, señor.
– Espere un minuto. -Stanford estudiaba a la tripulación. Frunció el entrecejo-. El hombre del extremo es nuevo, ¿verdad?
– Sí, señor. Nuestro grumete cayó enfermo en Capri y contratamos a éste. Está muy reco…
– Deshágase de él-ordenó Stanford.
El capitán lo miró, sorprendido.
– ¿Que lo eche?
– Páguele y despídalo. Y salgamos de aquí. El capitán Vacarro asintió.
– Entendido, señor.
Harry Stanford paseó la vista por el lugar y de pronto se llenó de presentimientos nefastos. El peligro que flotaba en el aire era tan tangible que casi podía tocarlo. No quería tener cerca a desconocidos. El capitán Vacarro y su tripulación trabajaban para él desde hacía años. Podía confiar en ellos. Se volvió para mirar a la muchacha. Puesto que Dmitri la había elegido al azar, no había peligro en ella. Y en cuanto a Dmitri, su fiel guardaespaldas, le había salvado la vida más de una vez. Stanford se dirigió a Dmitri.
_Quédate cerca de mí.
– Sí, señor.
Stanford cogió el brazo de Sophia. -Subamos a bordo, querida.
Dmitri Kaminsky estaba en cubierta, viendo cómo la tripulación se preparaba para soltar amarras. Examinó el puerto con la mirada, pero no vio nada para alarmarse. A esa hora de la mañana había muy poca actividad. Los enormes generadores del yate surgieron a la vida y el barco se puso en marcha.
El capitán se acercó a Harry Stanford.
– No me ha dicho hacia dónde nos dirigimos, signar Stanford.
– No, no lo hice, ¿verdad, capitán? -Pensó un momento-. A Porto fino.
– Sí, señor.
– A propósito, quiero que mantenga la radio en un estricto silencio.
El capitán Vacarro frunció el entrecejo.
– ¿En silencio? Sí, señor, pero ¿qué haremos si…?
– No se preocupe por eso -respondió Harry Stanford-. Limítese a hacerlo. Y no quiero que nadie use teléfonos móviles.
– Correcto, señor. ¿Pernoctaremos en Portofino? -Ya le avisaré, capitán.
Harry Stanford llevó a Sophia a recorrer el yate. Era una de sus posesiones más preciadas y enseñarlo le causaba un gran placer. Era un barco enorme. Tenía una lujosa suite principal con salón y estudio. El estudio era espacioso y estaba amueblado con un sofá, varios sillones y un escritorio, tras el que había un equipo suficiente para dirigir una pequeña ciudad. Sobre la pared había un enorme mapa electrónico en el cual un pequeño barco móvil indicaba la posición actual del yate. Unas puertas corredizas de vidrio daban a una terraza privada situada en cubierta, con una chaise longue, una mesa y cuatro sillas; estaba circundada por una barandilla de madera de teca. En los días agradables, Stanford tenía la costumbre de desayunar en cubierta.
Había seis camarotes de huéspedes, todos con cortinas de seda, ventanas panorámicas y cuarto de baño con jacuzzi. La gran biblioteca era de madera de caoba. El comedor podía alojar a dieciséis invitados. En la cubierta inferior había un gimnasio completamente equipado. El yate también poseía una bodega y un minicine. Harry Stanford tenía una importante colección de películas pornográficas. El mobiliario de todo el barco era exquisito y los cuadros habrían engalanado cualquier museo.
– Bueno, ya lo has visto casi todo -dijo Stanford a Sophia al final del recorrido-. Mañana te enseñaré el resto. Sophia estaba impresionada.
– ¡Nunca había visto nada igual! Es… ¡es como una ciudad! Harry Stanford sonrió ante su entusiasmo.
– El camarero te acompañará a tu camarote. Ponte cómoda. Yo tengo trabajo que hacer.
Harry Stanford volvió a su oficina y observó el mapa electrónico para comprobar la situación del yate. Blue Skies estaba en el mar Mediterráneo y enfilaba hacia el nordeste. «Ellos no sabrán adónde he ido -pensó Stanford-. Me esperarán en JFK. Cuando llegue a Portofino lo arreglaré todo.»
Volando a una altura de treinta y cinco mil pies, el piloto del 727 recibía nuevas instrucciones.
– Vuelo Boeing ocho nueve cinco Papa, se les autoriza la ruta Delta India Noviembre superior cuarenta, según el plan de vuelo.
– Entendido. Boeing ocho nueve cinco Papa autorizado a la ruta superior cuarenta, según plan de vuelo. -Miró al copiloto-. Todo en orden.
El piloto se desperezó, se puso en pie, se acercó a la puerta y miró hacia la cabina.
– ¿Cómo está nuestro pasajero? -preguntó el copiloto.
– Creo que tiene hambre.
El Blue Skies se aproximaba a Portofino; incluso desde lejos, la vista era imponente, con sus colinas cubiertas de olivos, pinos, cipreses y palmeras. Harry Stanford, Sophia y Dmitri se encontraban en cubierta, observando la línea costera a la que se aproximaban.
– ¿Has estado con frecuencia en Portofino? -preguntó Sophia.
– Sí, algunas veces.
– ¿Dónde está tu casa principal?
«Demasiado personal.»
– Te gustará Portofino, Sophia, es un lugar muy hermoso. El capitán Vacarro se les acercó.
– ¿Almorzarán a bordo, signar Stanford?
– No. Almorzaremos en el Splendido.
– Muy bien. ¿Deberé prepararlo todo para levar anclas después del almuerzo?
– Creo que no. Disfrutemos de la belleza del lugar.
El capitán Vacarro lo miró sorprendido. Harry Stanford tenía mucha prisa de repente y, al cabo de un momento, parecía tener todo el tiempo del mundo. Y, ¿con la radio desconectada? ¡Increíble! Pazzo.
Cuando el Blue Skies ancló, Stanford, Sophia y Dmitri bajaron a tierra en la lancha del yate. El pequeño puerto de mar era encantador, con una variedad de coloridas tiendas y trattorias que tapizaban el único camino que conducía a las colinas. Una docena de pequeños barcos de pesca se encontraban varados en la playa de guijarros.
Stanford se dirigió a Sophia.
– Almorzaremos en el hotel que está en la cima de la colina. Desde allí hay una vista preciosa. -Indicó con la cabeza un taxi detenido más allá del muelle-. Toma un taxi hasta allí; yo me reuniré contigo dentro de algunos minutos. -Le entregó algunas liras.
– Muy bien, caro.
La siguió con la mirada mientras se alejaba y después le dijo a Dmitri:
– Tengo que hacer una llamada.
«Pero no desde el barco», pensó Dmitri.
Los hombres se dirigieron a las dos cabinas telefónicas que había al final del muelle. Dmitri vio que Stanford entraba en una e insertaba una moneda.
– Operadora, quiero hacer una llamada al Union Bank of Switzerland, en Ginebra.
Una mujer se acercó a la segunda cabina telefónica. Dmitri se plantó delante de la puerta y le bloqueó el paso.
– Disculpe -dijo ella-. Yo…
– Espero una llamada.
La mujer lo miró, sorprendida.
– Oh -dijo, y miró esperanzada la cabina en la que estaba Stanford.
– Yo de usted no esperaría -gruñó Dmitri-. Estará al teléfono un buen rato.
La mujer se encogió de hombros y se alejó.
– Hola.
Dmitri observaba a Stanford hablar por teléfono.
– ¿Peter? Tenemos un pequeño problema.
Stanford cerró la puerta de la cabina.
Hablaba muy rápido y Dmitri no podía oír lo que decía. Al concluir la conversación, Stanford colgó y abrió la puerta de la cabina telefónica.
– ¿Todo bien, señor Stanford? -preguntó Dmitri.
– Vamos a comer algo.
El Splendido es la joya de la corona de Portofino: un hotel con una magnífica vista panorámica de la bahía de aguas color esmeralda. El hotel hospeda a los muy ricos y cuida celosamente su reputación. Harry Stanford y Sophia almorzaron en la terraza.
– ¿Quieres que pida por ti? -preguntó Stanford-. Tienen algunas especialidades que creo que te gustarán mucho.
– Por favor, hazlo -respondió Sophia.
Stanford ordenó trenette, la pasta local, ternera y focaccia, el pan salado de la región.
– Y tráiganos una botella de Schramsberg del 88. -Se dirigió a Sophia-: Figura el primero en la lista del lnternational Wine Challenge de Londres. Yo soy el dueño del viñedo.
Ella sonrió.
– Eres afortunado.
La suerte no tenía nada que ver.
– Estoy convencido de que el hombre tiene que disfrutar de las delicias comestibles que Dios ha puesto sobre la Tierra. -Le cogió la mano-. Y también de otras delicias.
– Eres un hombre sorprendente.
– Gracias.
A Stanford le excitaba que las mujeres hermosas lo admiraran. Sophia era lo bastante joven como para ser su hija yeso lo excitaba todavía más.
Cuando terminaron de almorzar, Stanford miró a Sophia y sonrió.
– Volvamos al yate.
– ¡Oh, sí!
Harry Stanford era un amante versátil, apasionado y experto. Su inmenso amor propio lo hacía preocuparse más por satisfacer a una mujer que por lograr satisfacción él mismo. Sabía cómo excitar las zonas eróticas de una mujer y orquestar el acto amoroso en una sinfonía sensual que llevaba a sus amantes a cumbres que jamás habían alcanzado antes.
Pasaron la tarde en la suite de Stanford; cuando terminaron, Sophia estaba extenuada. Harry Stanford se vistió y subió al puente a ver al capitán Vacarro.
– ¿Le gustaría seguir hacia Cerdeña, signor Stanford? -preguntó el capitán.
– Pasemos primero por Elba.
– Muy bien, señor. ¿Está todo a su gusto?
– Sí -dijo Stanford-. Todo está muy bien. -Comenzaba a excitarse de nuevo, así que volvió al camarote.
Llegaron a la isla de Elba a la mañana siguiente y anclaron en Portoferraio.
Cuando el Boeing 727 entró en el espacio aéreo de los Estados Unidos, el piloto habló con el Centro de control.
– Centro de Nueva York, el vuelo Boeing ocho nueve cinco Papa está pasando del nivel de vuelo dos seis cero al nivel de vuelo dos cuatro cero.
Por la radio se oyó una voz procedente del Centro de control de Nueva York.
– Entendido, se les permite entrar en uno dos mil, directo al JFK. Realicen aproximación en uno dos siete punto cuatro.
Desde la parte posterior del avión brotó un suave gruñido.
– Tranquilo, Prince. Pórtate bien. Te pondré el cinturón de seguridad.
Cuatro hombres aguardaban cuando el 727 tocó tierra. Se encontraban en distintos puntos estratégicos para poder ver a los pasajeros descender del avión. Esperaron durante media hora. El único pasajero que salió fue un pastor alemán blanco.
Portoferraio es el principal centro comercial de la isla de Elba. Sus calles están flanqueadas por tiendas elegantes y sofisticadas; tras el muelle, los edificios del siglo XVIII se encuentran apretujados debajo de la escarpada ciudadela del siglo XVI edificada por el duque de Florencia.
Harry Stanford había visitado muchas veces la isla y, curiosamente, se sentía muy cómodo allí. Allí había sido exiliado Napoleón Bonaparte.
– Iremos a ver la casa de Napoleón -le dijo a Sophia-. Nos encontraremos allí. -Se dirigió a Dmitri-: Llévala a la Villa del Mulini.
– Sí, señor.
Stanford vio cómo se alejaban Dmitri y Sophia. Consultó su reloj. El tiempo se estaba acabando. Su avión ya habría aterrizado en el aeropuerto Kennedy. Cuando ellos se enteraran de que él no estaba a bordo, la cacería humana se reanudaría. «Les llevará un tiempo encontrar el rastro -pensó Stanford-. Entonces, ya estará arreglado todo.»
Entró en la cabina telefónica que había en un extremo del muelle.
– Quiero una conferencia con Londres -dijo a la operadora-. Al Barclay's Bank. Uno siete uno…
Media hora después, recogió a Sophia y la llevó de vuelta al puerto.
– Sube a bordo -le dijo-. Tengo que hacer una llamada.
Sophia lo vio dirigirse a la cabina telefónica que estaba en el puerto. «¿Por qué no usará los teléfonos del yate?», se preguntó. En el interior de la cabina, Harry Stanford decía:
– Con el Sumitomo Bank de Tokio…
Cuando regresó al barco, quince minutos más tarde, estaba furioso.
– ¿Permaneceremos aquí esta noche? -preguntó el capitán Vacarro.
– Sí -saltó Stanford-. ¡No! Dirijámonos hacia Cerdeña. ¡Ahora!
La Costa Esmeralda de Cerdeña es uno de los lugares más exquisitos de la costa mediterránea. El pequeño pueblo de Porto Cervo es un refugio de ricos y un gran sector de la zona está salpicado por villas construidas por Alí Khan.
Lo primero que hizo Harry Stanford cuando llegaron a puerto fue dirigirse a una cabina telefónica.
Dmitri lo siguió y montó guardia en el exterior de la cabina.
– Quiero hacer una llamada a la Banca d'Italia, en Roma…
– La puerta de la cabina se cerró.
La conversación duró casi media hora. Cuando Stanford salió de la cabina, su expresión era sombría; Dmitri se preguntó qué pasaría.
Stanford y Sophia almorzaron en la playa de Liscia DiVacca. Stanford pidió la comida para los dos.
– Comenzaremos con malloreddus que son copos de pasta de trigo y seguiremos con porceddu, pequeños lechones cocinados con mirto y hojas de laurel. En cuanto a vino, beberemos Vemaccia, y de postre comeremos sebadas, unos buñuelos fritos rellenos de queso fresco y ralladura de limón, y espolvoreados con miel amarga y azúcar.
– Bene, signor. -El camarero se alejó, impresionado.
Stanford giró la cabeza para hablar con Sophia y, de repente, le dio un vuelco el corazón. Cerca de la entrada del restaurante, dos hombres sentados a una mesa lo observaban. Vestían trajes oscuros y ni siquiera se molestaban en tratar de parecer turistas. «¿Me siguen o son extranjeros inofensivos? No debo permitir que mi imaginación me gane la partida», pensó Stanford.
Sophia le hablaba.
– No te lo he preguntado antes. ¿A qué negocio te dedicas? Stanford la observó. Resultaba estimulante estar con alguien que no sabía nada sobre él.
– Estoy jubilado -contestó-. Sólo me dedico a viajar y a conocer mundo.
– ¿Y no tienes compañía? -Su voz estaba llena de compasión-. Debes de sentirte muy solo.
El apenas consiguió no reír a carcajadas.
– Así es. Me alegro de que estés aquí conmigo.
Ella puso una mano sobre la suya.
– También yo, caro.
Por el rabillo del ojo, Stanford vio que los dos hombres se iban.
Cuando terminaron de almorzar, Stanford, Sophia y Dmitri volvieron a la ciudad.
Stanford se dirigió a una cabina telefónica.
– Quiero hablar con el Credit Lyonnais de París… Mientras lo observaba, Sophia comentó:
– Es un hombre maravilloso, ¿verdad?
– No hay nadie igual.
– ¿Hace mucho que trabaja para él?
– Dos años -respondió Dmitri.
– Tiene suerte.
– Ya lo sé.
Dmitri avanzó unos pasos y montó guardia en el exterior de la cabina telefónica. Oyó que Stanford decía:
– ¿René? Supongo que sabes por qué te llamo… Sí… Sí… ¿Lo harás?… ¡Espléndido! -Su voz expresaba alivio-. No… allí no. Encontrémonos en Córcega… Sí, perfecto… Después de nuestra reunión volveré directamente a casa… Gracias, René.
Stanford colgó y se quedó un momento sonriendo. Luego marcó un número de Boston.
Contestó una secretaria:
– Despacho del señor Fitzgerald.
– Habla Harry Stanford. Páseme con él.
– ¡Ah, señor Stanford! Lo siento, el señor Fitzgerald está de vacaciones. ¿Quiere hablar con otra persona?
– No. Estoy de regreso a los Estados Unidos. Dígale que lo quiero en Boston, en Rose Hill, a las nueve de la mañana del lunes. Dígale que lleve una copia de mi testamento y un notario.
– Trataré de…
– No trate, hágalo, querida.-Colgó y pensó a toda velocidad. Cuando salió de la cabina, su voz era serena-. Debo ocuparme de un pequeño asunto, Sophia. Ve al Hotel Pitrizza y espérame.
– Está bien -dijo ella con tono seductor-. No tardes.
– No lo haré.
Los dos hombres vieron cómo se alejaba
– Volvamos al yate -dijo-. Nos vamos.
Dmitri lo miró, sorprendido.
– ¿Y qué me dice de…?
– Que se gane el viaje de vuelta haciendo la calle.
Cuando regresaron al Blue Skies, Harry Stanford fue a ver al capitán Vacarro.
– Nos vamos a Córcega -dijo-. Zarpemos de una vez.
– Acabo de recibir el último informe meteorológico, signar Stanford. Me temo que tenemos por delante una tormenta muy fuerte. Sería mejor que esperáramos y…
– Quiero partir ahora mismo, capitán.
El capitán Vacarro vaciló.
– Será un viaje muy difícil, señor. Sopla ellibecchio, el viento del suroeste que provoca grandes olas y viene acompañado por vientos huracanados.
– Eso no me importa. -La reunión que se iba a celebrar en Córcega le solucionaría todos los problemas. Miró a Dmitri-. Quiero que hagas los arreglos necesarios para que un helicóptero nos recoja en Córcega. Utiliza el teléfono público que está en el puerto.
– Sí, señor.
Dmitri Kaminski bajó al puerto y entró en la cabina telefónica.
Veinte minutos más tarde, el Blue Skies había zarpado.
Su ídolo era Dan Quayle y con frecuencia usaba ese nombre como piedra de toque.
– No me importa lo que digan sobre Quayle, es el único político con auténticos valores. La familia… eso es lo importante. Sin valores familiares, este país estaría más perdido aún de lo que está ahora. Los chicos jóvenes viven juntos sin estar casados… y tienen hijos. Es un escándalo. Con razón hay tanta delincuencia. Si Dan Quayle se presentara para presidente, con toda seguridad tendría mi voto. -Era una pena, pensó, que él no pudiera votar por culpa de una estúpida ley, pero, al margen de eso, respaldaba a Quayle en todo.
Tenía cuatro hijos: Billy, de ocho años, y las chicas, Amy, Clarissa y Susan, de diez, doce y catorce. Eran unos hijos maravillosos y su mayor alegría era pasar con ellos lo que le gustaba denominar «horas de calidad». Les dedicaba por completo los fines de semana: les hacía barbacoas en el jardín, jugaba con ellos, los llevaba al cine y a partidos de béisbol y los ayudaba con sus tareas escolares. Todos los chicos del vecindario lo adoraban. Él les reparaba las bicicletas y los juguetes, y los invitaba a merendar con su familia. Le habían puesto el apodo de Papá.
Cierta soleada mañana de domingo, se encontraba sentado en las gradas, junto a su esposa e hijas, viendo un partido de béisbol. Era un día cálido, con esponjosas nubes moteando el cielo.
A su hijo Billy, de ocho años, le tocaba batear; el uniforme de los Alevines le daba un aspecto muy profesional y adulto. Con sus tres hijas y su esposa al lado, Papá pensaba que no se podía ser más feliz. «¿Por qué no pueden todas las familias ser como la nuestra?», pensó con alegría.
Era el final de la octava entrada, iban empatados y tenían las bases llenas. Billy estaba bateando y había fallado dos veces.
Papá le gritó, para alentarlo:
– ¡Gánales, Billy! ¡Envíala al otro lado de la valla!
Billy aguardó el lanzamiento de la pelota. Era un tiro veloz y bajo; Billy movió el bate y falló.
El árbitro gritó:
– ¡Strike tres!
La entrada había terminado.
Hubo gruñidos y vítores entre los padres y amigos de los chicos que contemplaban el partido. Billy se quedó quieto, deprimido, viendo cómo los equipos cambiaban de lado.
Papá le gritó:
– Está bien, hijo. ¡Lo harás mejor la próxima vez!
Billy trató de sonreír.
John Cotton, el director del equipo, estaba esperando a Billy.
– ¡Estás fuera del partido! -le dijo.
– Pero, señor Cotton…
– Vamos, sal del campo de juego.
El padre de Billy vio alarmado cómo su hijo abandonaba el campo.
«No puede hacer eso -pensó-. Tiene que darle otra oportunidad. Tendré que hablar con el señor Cotton y explicarle…»En aquel momento sonó el teléfono móvil que siempre llevaba consigo. Lo dejó sonar cuatro veces antes de contestar. Sólo una persona tenía el número. «Sabe que detesto que me molesten los fines de semana», pensó con furia.
De mala gana, levantó la antena, oprimió un botón y dijo:
– Hola.
La voz del otro lado de la línea habló muy despacio durante varios minutos. Papá escuchó asintiendo de vez en cuando. Por último dijo:
– Sí. Entiendo. Me ocuparé de eso. -Guardó el teléfono.
– ¿Va todo bien, querido? -le preguntó su mujer.
– No, me temo que no. Quieren que trabaje el fin de semana. Y yo que planeaba asar chuletas mañana.
Su esposa le cogió la mano y le dijo, con afecto:
– No te preocupes. Tu trabajo es más importante.
«No tan importante como mi familia -pensó él con obstinación-. Dan Quayle lo entendería.»
De pronto, la mano comenzó a picarle y se la rascó. «¿Por qué me pasa esto? -se preguntó-. Uno de estos días tendré que consultar a un dermatólogo.»
John Cotton era el encargado del supermercado local, un hombre corpulento de poco más de cincuenta años que había aceptado dirigir el equipo de Alevines porque su hijo era jugador de béisbol. Su equipo acababa de perder por culpa del pequeño Billy.
El supermercado estaba cerrado y John Cotton se encontraba en el aparcamiento, dirigiéndose hacia su automóvil, cuando se le acercó un desconocido con un paquete en la mano.
– Disculpe, señor Cotton.
– ¿Sí?
– Quisiera hablar un momento con usted.
– El supermercado está cerrado.
– No es eso. Quería hablarle de mi hijo. Billy está muy triste porque lo ha sacado del equipo y le dijo que no podía volver a jugar.
– ¿Billy es su hijo? Pues lamento que haya participado en el partido. Nunca será un jugador de béisbol.
El padre de Billy dijo, enseguida:
– No está siendo usted justo, señor Cotton. Conozco a Billy y es muy buen jugador de béisbol. Ya lo verá. Cuando juegue el próximo sábado…
– No jugará el próximo sábado. Está fuera del equipo. -Pero…
– Nada de peros. Está decidido. Y si no tiene nada más que…
– Sí que tengo. -El padre de Billy desenvolvió el paquete que tenía en la mano y que contenía un bate de béisbol y dijo con tono de súplica:
– Éste es el bate que Billy ha utilizado. Como notará, está desportillado, así que no es justo castigarlo porque…
– Mire, señor, me importa un cuerno el bate. ¡Su hijo no jugará!
El padre de Billy suspiró con pesar.
– ¿Seguro que no cambiará de idea?
– Seguro que no.
Cuando Cotton extendía el brazo hacia la manecilla de la puerta del coche, el padre de Billy balanceó el bate contra la ventanilla de atrás y la hizo trizas.
Cotton lo miró, sobresaltado.
– ¿Qué… qué demonios hace?
– Un poco de calentamiento -explicó Papá. Levantó el bate, lo balanceó y lo estrelló en la rodilla de Cotton.
John Cotton gritó y se desplomó, retorciéndose de dolor. -¡Está loco de remate! -gritó-. ¡Socorro!
El padre de Billy se arrodilló junto a él y le dijo en voz baja: -Si vuelve a gritar, le romperé la otra rodilla.
Cotton lo miraba, aterrado.
– Si mi hijo no juega el sábado que viene, le mataré y también mataré a su hijo. ¿Me ha entendido?
Cotton lo miró a los ojos y asintió, mientras luchaba para no gritar de dolor.
– Muy bien. Ah, y no quisiera que esto se supiera. Tengo amigos. -Miró su reloj. Tenía el tiempo justo para coger el próximo vuelo a Boston. De nuevo sintió escozor en la mano.
A las siete de la mañana del domingo, enfundado en un traje con chaleco y llevando un costoso maletín de cuero, pasó por Vendome, atravesó Copley Square y entró en la calle Stuart. Media manzana después del Castle Plaza Convention Center, entró en el edificio Boston Trust y se aproximó a recepción. Era imposible que el recepcionista pudiera identificarlo con la cantidad de inquilinos que había.
– Buenos días -dijo el hombre.
– Buenos días, señor. ¿Puedo ayudado?
Él suspiró.
– Ni Dios puede ayudarme. Creen que no tengo otra cosa que hacer que pasarme los domingos haciendo el trabajo que otros deberían haber hecho.
El guardia asintió, comprensivo:
– Sé bien lo que es eso. -Empujó el libro de registro-. ¿Podría firmar, por favor?
El hombre firmó y se dirigió a los ascensores. La oficina que buscaba se encontraba en el quinto piso. Cogió el ascensor hasta el sexto, bajó un piso por la escalera y caminó por el corredor. El cartel de la puerta rezaba Renquist, Renquist & Fitzgerald, Abogados. Miró en todas direcciones para asegurarse de que el corredor estuviera desierto, abrió el maletín y extrajo una pequeña ganzúa y una barra. Le llevó cinco segundos abrir la cerradura. Entró y cerró la puerta.
El recibidor era de estilo antiguo y conservador, como correspondía a uno de los bufetes de abogados más importantes de Boston. El hombre permaneció allí un momento, tratando de orientarse, y luego se dirigió al archivo donde se guardaban los registros. Dentro había varios archivadores de acero, con etiquetas alfabéticas delante. Intentó abrir el que llevaba la marca R-S. Estaba cerrado con llave.
Sacó una llave maestra, una lima y un par de pinzas del maletín. Introdujo la llave en la cerradura y la giró con suavidad hacia uno y otro lado. Al cabo de un momento la sacó y examinó las marcas negras que exhibía. Sosteniendo la llave con un par de pinzas, le limó los sectores negros cuidadosamente. Volvió a meterla en la cerradura y repitió el procedimiento. Se puso a canturrear en voz baja mientras estaba enfrascado en la tarea y de pronto se dio cuenta de lo que entonaba: Lugares lejanos.
«Llevaré a mi familia de vacaciones -pensó, muy contento-. Serán unas verdaderas vacaciones. Apuesto a que a los chicos les encantará Hawai.»
El cajón del archivador se abrió y tiró hacia afuera. Sólo tardó un momento en encontrar la carpeta que buscaba. Sacó una pequeña cámara Pentax del maletín y puso manos a la obra. Diez minutos después había terminado. Sacó varios pañuelos de papel del maletín, buscó el agua y los mojó. Volvió al archivo y recogió las limaduras de acero del suelo. Cerró con llave el archivador, salió al corredor, cerró con llave la puerta que daba a las oficinas y abandonó el edificio.
Mar adentro, a primera hora de la tarde, el capitán Vacarro se dirigió al camarote de Harry Stanford.
– Signar Stanford…
– ¿Sí?
El capitán le señaló el mapa electrónico que había sobre la pared.
– Me temo que el viento ha empeorado. El ojo dellibecchio está en el estrecho de Bonifacio, precisamente adonde nos dirigimos. Sugiero que busquemos refugio en un puerto hasta que…
Stanford lo interrumpió sin contemplaciones.
– Éste es un buen barco y usted es un buen capitán. Estoy seguro de que podrá capear el temporal.
El capitán Vacarro vaciló.
– Como usted diga, signar. Haré todo lo que esté a mi alcance.
– Estoy seguro de que así será, capitán.
Harry Stanford estaba sentado en el despacho planeando su estrategia. Se reuniría con René en Córcega y lo arreglaría todo. Después, el helicóptero lo llevaría a Nápoles y, desde allí, alquilaría un avión para ir a Boston. «Todo saldrá bien -decidió-. Lo único que necesito son cuarenta y ocho horas. Nada más que cuarenta y ocho horas.»
A las dos de la madrugada lo despertaron el fuerte cabeceo del barco y el rugido del viento. Stanford había soportado tormentas antes, pero ésta era una de las peores. El capitán Vacarro tenía razón. Harry Stanford se levantó, se apoyó en la mesilla para no perder el equilibrio y se acercó al mapa de la pared. El barco estaba en el estrecho de Bonifacio. «Pronto llegaremos a Ajaccio -pensó-. Una vez allí, estaremos a salvo.»
Los sucesos que tuvieron lugar aquella noche aún son objeto de conjeturas. Los papeles diseminados por la cubierta sugerían que el fuerte viento había hecho que otros volaran y que Harry Stanford tratase de recuperarlos y, por el cabeceo del yate, perdiese el equilibrio y cayese por la borda. Dmitri Kaminsky lo vio caer al agua y rápidamente cogió el teléfono.
– ¡Hombre al agua!
Los dos hombres se sentaron.
– Por favor, díganme exactamente qué ocurrió.
El capitán Vacarro respondió:
– No estoy seguro, yo no vi lo que pasaba… -Miró a Dmitri Kaminsky-. Dmitri fue testigo presencial, así que creo que debería explicárselo él.
Dmitri respiró hondo.
– Fue terrible. Yo trabajo… trabajaba para ese hombre. -¿Haciendo qué, monsieur?
– Era su guardaespaldas, su masajista y su chófer. Anoche la tempestad se abatió sobre nuestro barco. Fue tremendo. Me pidió que le diera un masaje para relajarse un poco. Después, me pidió que le llevara una pastilla para dormir. Estaba en el cuarto de baño. Cuando regresé, estaba de pie en cubierta, junto a la barandilla. La tormenta hacía que el barco se balanceara. Él tenía unos papeles en la mano; uno voló y se estiró para cogerlo, perdió el equilibrio y cayó al agua. Yo corrí a salvarlo, pero no pude hacer nada por él. Pedí ayuda. El capitán Vacarro inmediatamente detuvo el barco y, gracias a sus esfuerzos heroicos, lo encontramos. Pero era demasiado tarde. Se había ahogado.
– Lo lamento mucho -dijo el capitán Durer, aunque en realidad no podría haberle importado menos.
– El viento y las olas arrastraron en cuerpo hacia el yate -dijo el capitán Vacarro-. Fue un golpe de suerte, pero nos gustaría que nos permitieran llevar el cuerpo a los Estados Unidos.
– No creo que tenga problema. -Todavía tendría tiempo de beber una copa con su amante antes de regresar a su casa, junto a su esposa-. Haré que preparen un certificado de defunción y un visado de salida inmediatamente. -Cogió un cuaderno-. ¿Cuál es el nombre de la víctima?
– Harry Stanford.
El capitán Durer se quedó paralizado. Levantó la vista. -¿Harry Stanford?
– Sí.
– ¿El famoso Harry Stanford?
– Sí.
El capitán François Durer, jefe de la policía de Córcega, estaba de muy mal humor. La isla estaba repleta de estúpidos veraneantes que ni siquiera eran capaces de cuidar de sus pasaportes, sus carteras o sus hijos. Las quejas llovían todo el día en la Prefectura, situada en el Cours Napoleón, 2, cerca de la Rue Sergent Casalonga.
– Un hombre me ha quitado la cartera…
– Se me ha escapado el barco y mi esposa está a bordo…
– Le compré este reloj a un vendedor callejero. Y no tiene nada dentro…
– Las farmacias no tienen las pastillas que necesito… Los problemas eran interminables, interminables, interminables. y ahora parecía que el capitán tenía un cadáver en sus manos.
– En este momento no tengo tiempo para esto -saltó.
– Pero están esperando fuera -dijo su secretario-. ¿Qué les digo?
El capitán Durer estaba impaciente por reunirse con su amante. Su impulso era contestar: «Llévense el cadáver a cualquier otra isla». Pero, después de todo, era el jefe de policía de Córcega.
– Está bien -dijo con un suspiro-. Los veré.
Un momento después, el capitán Vacarro y Dmitri Kaminsky eran conducidos a la oficina.
– Tomen asiento -dijo el capitán Durer con displicencia.
De pronto, el futuro del capitán Durer pareció mucho más prometedor. Los dioses le habían arrojado maná. ¡Harry Stanford era una leyenda internacional! La noticia de su muerte repercutiría en todo el mundo y él, el capitán Durer, controlaba la situación. Lo primero que se preguntó era cómo manejar la noticia para lograr el máximo beneficio personal posible. Durer permaneció sentado con la mirada perdida en el espacio, pensando.
– ¿Cuánto tardará en entregamos el cuerpo? -preguntó el capitán Vacarro.
Durer levantó la vista.
– Bueno, ésa es una buena pregunta. -«¿Cuánto tiempo tardará la prensa en llegar aquí? ¿Debo pedirle al capitán del yate que participe en la conferencia de prensa? No. ¿Por qué compartir la gloria con él? Manejaré esto solo.»- Bueno, es mucho lo que hay que hacer -dijo con tono de pesar-. Hay que rellenar papeles y formularios… -suspiró-. Podría llevar una semana o más.
El capitán Vacarro quedó consternado.
– ¿Una semana o más? Pero usted dijo que…
– Hay que cumplir ciertas formalidades -dijo Durer con severidad-. Estas cosas no pueden hacerse con prisas. – Volvió a coger el cuaderno-. ¿Cuál es su familiar más próximo?
El capitán Vacarro miró a Dmitri en busca de ayuda. -Supongo que tendrá que preguntárselo a sus abogados de Boston.
– ¿El nombre?
– Renquist, Renquist y Fitzgerald.
Aunque el cartel de la puerta rezaba Renquist, Renquist & Fitzgerald, los dos Renquist habían fallecido hacía tiempo. Simon Fitzgerald todavía estaba bien vivo y, a los setenta y seis años, era el motor del bufete, con sesenta abogados a sus órdenes. Era un hombre extremadamente delgado, con una mata de pelo blanco, y caminaba con el porte erguido y severo de un militar. En aquel momento paseaba por la habitación con la mente hecha un caos.
Se detuvo un momento frente a su secretaria.
– Cuando el señor Stanford llamó por teléfono, ¿no le sugirió siquiera para qué quería verme con tanta urgencia?
– No, señor. Sólo dijo que quería que usted estuviera en su casa el lunes a las nueve de la mañana, y que llevara su testamento y un notario.
– Gracias. Dígale al señor Sloane que pase.
Steve Sloane, uno de los jóvenes abogados del estudio, era brillante y creativo. Se había graduado en la facultad de derecho de Harvard y era alto, delgado, con el pelo rubio, ojos azules curiosos y muy atractivo. Era el que solucionaba los problemas difíciles de la firma y el elegido por Simon Fitzgerald para ocupar su lugar algún día.
«Si yo hubiera tenido un hijo -pensó Fitzgerald-, habría querido que fuera como Steve.» Lo miró fijamente cuando entró en la oficina.
– ¿No tenías que estar pescando salmones en Newfoundland? -dijo Steve.
– Ha surgido algo. Siéntate, Steve. Tenemos un problema.
Steve suspiró.
– ¿Qué ocurre?
– Se trata de Harry Stanford.
Harry Stanford era uno de sus clientes más prestigiosos. Había media docena de otros bufetes que llevaban lo referente a varias compañías subsidiarias de las Empresas Stanford, pero Renquist, Renquist y Fitzgerald se ocupaba de sus asuntos personales. Fitzgerald era el único integrante de la firma que lo conocía personalmente; en el bufete de abogados ya era una leyenda.
– ¿Qué ha hecho ahora Stanford? -preguntó Steve.
– Se ha muerto.
Steve lo miró, espantado.
– ¿Qué?
– Acabo de recibir un fax de la policía de Córcega. Al parecer, ayer Stanford se cayó de su yate y se ahogó.
– ¡Dios mío!
– Sé que no lo conociste personalmente, pero yo lo representaba desde hacía más de treinta años. Era un hombre difícil. -Fitzgerald se echó hacia atrás en su silla y se puso a recordar el pasado-. En realidad, había dos Harry Stanford… el hombre público, capaz de ganar cualquier cantidad de dinero, y el hijo de puta al que le causaba placer destruir a las personas. Era un individuo encantador, pero podía saltar sobre uno como una cobra. Tenía una personalidad dividida: era, al mismo tiempo, el encantador de serpientes y la serpiente.
– Suena fascinante.
– Sucedió hace alrededor de treinta años… treinta y uno, para ser exactos… cuando ingresé en este bufete. En aquel entonces, el viejo Renquist se ocupaba de los asuntos de Stanford. Harry Stanford era un «fuera de serie»; si no hubiera existido, habría sido imposible inventarIo. Era un coloso; tenía una energía sorprendente y una ambición desmedida. Era, también, un gran atleta: solía boxear en la universidad y era un gran jugador de polo. Pero, incluso de joven, Harry
Stanford era imposible. Era el único hombre que he conocido que carecía por completo de compasión. Era sádico y vengativo y tenía los instintos de un buitre. Le encantaba llevar a sus competidores a la bancarrota. Se rumoreaba que era responsable de más de un suicidio.
– Parece un monstruo.
– Por un lado, sí. Por el otro, fundó un orfanato en Nueva
Guinea y un hospital en Bombay, y donó varios millones a instituciones de caridad… de forma anónima. Nadie sabía nunca cómo actuaría.
– ¿Cómo hizo para amasar semejante fortuna? -¿Cómo andas en mitología griega?
– La tengo un poco olvidada.
– ¿Conoces la historia de Edipo?
Steve asintió.
– Mató a su padre para conseguir a su madre. -Correcto. Bueno, ése era Harry Stanford. Sólo que él mató a su padre para conseguir el voto de su madre,
Steve lo miró, atónito.
– ¿Qué?
Fitzgerald se inclinó hacia adelante.
– A comienzos de los años treinta, el padre de Harry tenía una tienda de ultramarinos aquí en Boston. Le iba tan bien que abrió una segunda tienda, y pronto tuvo una cadena. Cuando Harry terminó la universidad, su padre lo hizo socio y lo puso en la junta de directores. Como dije, Harry era ambicioso. Tenía grandes sueños. En lugar de comprar carne, quería que la cadena tuviera su propia ganadería. Quería comprar tierras y cultivar sus propios vegetales, y envasar sus propios productos. Su padre no estuvo de acuerdo y sostuvieron continuas peleas. Hasta que Harry tuvo su idea más genial: le dijo a su padre que quería que la compañía construyera una cadena de supermercados que vendieran de todo, desde automóviles a muebles y seguros de vida, y hacer a los clientes miembros honorarios. Al padre de Harry le pareció un disparate y rechazó la idea. Pero Harry no pensaba darse por vencido y decidió que tenía que librarse del viejo. Convenció a su padre de que se tomara unas vacaciones prolongadas y, mientras estaba ausente,
Harry se embarcó en la tarea de ganarse a la junta de directores. Era un vendedor brillante y les vendió su idea. Convenció a sus tíos, que estaban en la junta, para que votaran por él, y engatusó a los demás integrantes del directorio. Los invitó a almorzar, intervino en una cacería del zorro con uno y jugó a golf con otro. También se acostó con la esposa de un tercero, sabiendo que ella tenía gran influencia sobre su marido. Pero su madre era la que tenía la mayor cantidad de acciones y el voto definitivo. Harry la convenció de que se las diera a él y votara en contra de su marido.
– ¡Es increíble!
– Cuando el padre de Harry volvió, se enteró de que el voto de su familia le había echado de la compañía.
– ¡Dios mío!
– Aún hay más. A Harry no le bastó con esto. Cuando su padre trató de entrar en su propia oficina, descubrió que tenía la entrada prohibida en el edificio. Y recuerda que, por aquel entonces, Harry tenía poco más de treinta años. En la compañía lo apodaban «El hombre de hielo». Pero en algo sí hay que darle crédito, Steve: él solo convirtió a las Empresas Stanford en una de las multinacionales más importantes del mundo. Expandió su compañía hasta incluir madera, productos químicos, comunicaciones, electrónica y una cantidad impresionante de propiedades. Y terminó con todas las acciones en su poder.
– Debía de ser un hombre increíble -dijo Steve.
– Lo era. Para los hombres… y para las mujeres. -¿Estaba casado?
Simon Fitzgerald se quedó pensativo largo rato, recordando. Cuando finalmente habló, dijo:
– Harry Stanford estaba casado con una de las mujeres más hermosas que he conocido: Emily Temple. Tuvieron tres hijos: dos chicos y una niña. Emily pertenecía a una familia de clase alta de Hobe Sound, Florida. Adoraba a Harry y trató de cerrar los ojos a su infidelidad, hasta que un día le resultó imposible seguir tolerándola. Había contratado a una institutriz para los chicos, una mujer llamada Rosemary Nelson. Era joven y atractiva. Lo que la hacía más atractiva para Harry Stanford era que se negaba a acostarse con él. Eso lo enloqueció. No estaba acostumbrado a que lo rechazaran. Cuando Harry Stanford decidía mostrar todo su encanto, era irresistible de modo que finalmente consiguió llevarse a Rosemary a la cama. La dejó embarazada y ella fue a ver a un médico. Por desgracia, el yerno de aquel médico era reportero de un periódico, se enteró de la historia y la publicó. Hubo un escándalo infernal. Ya sabes cómo es Boston. Apareció en todos los periódicos. Todavía tengo recortes en alguna parte.
– ¿Abortó?
Fitzgerald sacudió la cabeza.
– No. Harry quería que abortara, pero ella se negó. Tuvieron una pelea terrible. Él le dijo que la amaba y que quería casarse con ella. Claro que había dicho lo mismo a decenas de mujeres. Pero Emily oyó la conversación y aquella misma noche se suicidó.
– Qué horror. ¿Y qué pasó con la institutriz?
– Rosemary Nelson desapareció. Sabemos que tuvo una hija, a la que llamó Julia, en el hospital Sto. Joseph de Milwaukee. Le envió una nota a Stanford, pero creo que él ni siquiera se molestó en contestarle. Por aquel entonces se había liado con otra mujer y ya no le interesaba Rosemary.
– Un encanto…
– La verdadera tragedia se desató después. Los chicos culparon a su padre del suicidio de su madre. En aquel momento tenían diez, doce y catorce años. Eran lo bastante mayores para sentir pena, pero demasiado jóvenes para luchar contra su padre. Lo odiaban. Y el mayor temor de Harry era que, algún día, le hicieran a él lo que él le había hecho a su propio padre. Así que hizo lo posible para que eso no ocurriera jamás. Los envió a distintos internados y campamentos de verano, y dispuso lo necesario para que ninguno pudiera ver demasiado a los otros. No recibieron ningún dinero de él; tuvieron que vivir con el pequeño fondo fiduciario que les dejó su madre. Stanford siempre utilizó con ellos el sistema de la vara con la zanahoria colgando delante. Les enseñaba su fortuna como la zanahoria y se la alejaba cuando hacían algo que lo disgustaba.
– ¿Qué fue de los hijos?
– Tyler es juez en Chicago. Woodrow no hace nada: es un vividor. Vive en Hobe Sound y apuesta mucho dinero al golf y al polo. Hace algunos años, se tiró a una camarera de una casa de comidas, la dejó embarazada y, para sorpresa de todos, se casó con ella. Kendall es una diseñadora famosa y está casada con un francés. Viven en Nueva York. -Se puso en pie-. Steve, ¿has estado alguna vez en Córcega?
– No.
– Me gustaría que volaras allí. Están reteniendo el cuerpo de Harry Stanford; la policía no quiere soltarlo. Quiero que vayas a solucionarlo todo.
– Está bien.
– Si fuera posible que salieras hoy…
– De acuerdo. Lo intentaré.
– Gracias. Te lo agradecería mucho.
– ¿Quién está al mando aquí?
– El capitaine Durer.
– Quisiera verlo, por favor.
– ¿De qué se trata?
Steve sacó una de sus tarjetas comerciales.
– Soy el abogado de Harry Stanford y he venido a llevarme su cuerpo a los Estados Unidos.
El sargento frunció el entrecejo.
– Espere un momento, por favor. -Entró en la oficina del capitán Durer y cerró la puerta. La oficina estaba repleta de periodistas de televisión de todo el mundo. Todos parecían hablar al mismo tiempo.
– Capitán, ¿por qué estaba Stanford en cubierta, en medio de la tormenta, cuando…?
– ¿Cómo pudo caer del yate, en mitad de un…?
– ¿Existe algún indicio de que haya habido algo irregular…?
– ¿Le han hecho la autopsia…?
– ¿Quién más estaba en el barco con…?
– Por favor, caballeros -dijo el capitán Durer y levantó una mano-. Por favor, caballeros. Por favor. -Paseó la vista por la habitación; al advertir que todos los periodistas estaban pendientes de cada palabra suya, sintió una felicidad sin límites. Siempre había soñado con un momento como éste. Si lo manejaba correctamente, significaría un importante ascenso y…
El sargento interrumpió sus pensamientos.
– Capitán… -Le susurró algo al oído y le entregó la tarjeta de Steve Sloane.
El capitán Durer la estudió y frunció el entrecejo.
– No puedo verlo ahora -saltó-. Dile que vuelva mañana, a las diez de la mañana.
– Sí, señor.
El capitán Durer permaneció pensativo mientras el sargento abandonaba la habitación. No pensaba permitir que nadie lo despojara de aquel momento de gloria. Miró a los periodistas y sonrió.
– Bien, ¿qué me estaban preguntando…?
En el vuelo de Air France de París a Córcega, Steve Sloane se dedicó a leer una guía de la isla. Se enteró así de que era montañosa, que el puerto estaba en Ajaccio, y que ésta era también la ciudad natal de Napoleón Bonaparte. El libro estaba lleno de estadísticas interesantes, pero Steve no estaba preparado para la belleza sorprendente de la isla. Cuando el avión se aproximaba a Córcega, vio una pared muy alta de roca blanca que se parecía mucho a los blancos acantilados de Dover. Era un espectáculo impresionante.
El avión aterrizó en el aeropuerto de Ajaccio y un taxi transportó a Steve por el Cours Napoleón, la calle principal que se extendía desde la plaza general De Gaulle hacia el norte, en dirección a la estación de ferrocarril. Steve había hecho los arreglos necesarios para que hubiera un avión preparado para llevar el cuerpo de Harry Stanford a París, donde el féretro sería transferido a un avión con destino a Boston. Lo único que necesitaba era conseguir que le entregaran el cuerpo.
El taxi lo dejó frente al edificio de la Prefectura, en el Cours Napoleón. Subió un tramo de escaleras y entró en la oficina de recepción. Un sargento uniformado se encontraba sentado frente al escritorio.
– Bonjour. Puis-je vous aider?
En la oficina exterior, el sargento decía a Sloane:
– Lo lamento, pero el capitán Durer está muy ocupado. Le pide que vuelva mañana, a las diez de la mañana.
Steve lo miró, desconcertado.
– ¿Mañana por la mañana? Eso es ridículo… no quiero esperar tanto.
El sargento se encogió de hombros.
– Eso es asunto suyo, monsieur.
Steve frunció el entrecejo.
– Está bien. No tengo habitación reservada en ningún hotel. ¿Me puede recomendar uno?
– Mais oui. Le recomiendo el hotel Colomba, en Avenue de Paris, 8.
Steve dudó un momento.
– ¿No habría ninguna manera de…?
– Mañana, a las diez.
Steve dio media vuelta y abandonó la oficina.
En el despacho de Durer, el capitaine se sentía feliz respondiendo a la andanada de preguntas de los periodistas.
Un reportero de televisión le preguntó:
– ¿Cómo puede estar seguro de que fue un accidente? Durer miró hacia la lente de la cámara.
– Por fortuna, hubo un testigo ocular de este terrible suceso. La cabina de monsieur Stanford tenía una terraza privada en cubierta. Al parecer, algunos papeles importantes volaron de sus manos y él corrió a recuperarlos. Cuando extendió los brazos perdió el equilibrio y cayó al agua. Su guardaespaldas lo vio y enseguida pidió ayuda. El barco se detuvo y pudieron recuperar el cuerpo.
– ¿Qué reveló la autopsia?
– Córcega es una isla pequeña, caballeros. No estamos adecuadamente equipados para hacer una autopsia completa. Sin embargo, nuestro médico forense informa que se trató de asfixia por inmersión. Encontró agua de mar en sus pulmones. No había hematomas ni ninguna señal de algo irregular.
– ¿Dónde está ahora su cuerpo?
– Lo tenemos en la cámara frigorífica hasta conceder la autorización para que se lo lleven.
Uno de los fotógrafos dijo:
– ¿Tiene inconveniente en que le hagamos una fotografía a usted, capitán?
El capitán Durer vaciló un momento para conferirle dramatismo al momento.
– No. Por favor, caballeros, hagan lo que deban hacer. y los flashes de las cámaras comenzaron a destellar.
Steve Sloane almorzó en La Fontana, en la Rue Notre Dame; como no tenía nada que hacer durante el resto del día, se dedicó a explorar la ciudad.
Ajaccio era una pintoresca ciudad mediterránea que disfrutaba de la gloria de ser el lugar de nacimiento de Napoleón Bonaparte.
«Creo que Stanford se habría sentido identificado con este lugar», pensó Steve.
En Córcega era la temporada de turismo, y las calles estaban repletas de visitantes que conversaban en francés, italiano, alemán y japonés.
Esa noche, Steve cenó comida italiana en La Boccaccio y regresó a su hotel.
– ¿No hay ningún mensaje para mí? -preguntó con optimismo al conserje.
– No, monsieur.
Una vez en la cama, empezó a recordar lo que Simon Fitzgerald le había contado sobre Harry Stanford.
«Abortó?»
«No. Harry quería que abortara, pero ella se negó. Tuvieron una pelea terrible. El le dijo que la amaba y que quería casarse con ella. Claro que había dicho lo mismo a decenas de mujeres. Pero Emily oyó la conversación y aquella misma noche se suicidó». Steve se preguntó de qué manera se habría suicidado. Finalmente se quedó dormido.
A mañana siguiente, a las diez, Steve Sloane se presentó de nuevo en la Prefectura. El mismo sargento se encontraba sentado al otro lado del escritorio.
– Buenos días -le dijo Steve.
– Bonjour, monsieur. ¿En qué puedo servirle?
Steve le entregó otra tarjeta comercial.
– Estoy aquí para ver al capitán Durer.
– Un momento. -El sargento se puso en pie, se dirigió a la oficina interior y cerró la puerta.
El capitán Durer, ataviado con un imponente uniforme nuevo, estaba siendo entrevistado por un equipo de la RAI, la televisión italiana. En aquel momento, miraba hacia la cámara.
– Cuando me hice cargo de este caso, mi primera medida fue asegurarme de que no hubiera nada sospechoso en la muerte de monsieur Stanford.
El que lo entrevistaba preguntó:
– ¿Y quedó satisfecho, en el sentido de que no lo había, capitán?
– Completamente satisfecho. No cabe duda de que sólo se trató de un desgraciado accidente.
El director dijo:
– Bene. Cortemos y tomemos desde otro ángulo, con un plano más cercano.
El sargento aprovechó la oportunidad para entregarle al capitán Durer la tarjeta de Steve Sloane.
– Está fuera -dijo.
– ¿Qué te pasa? -gruñó Durer-. ¿No ves que estoy ocupado? Dile que vuelva mañana. -Acababa de enterarse de que había casi una docena de periodistas a punto de llegar, algunos procedentes de lugares tan lejanos como Rusia y Sudáfrica-. Demain.
– Oui.
– ¿Está listo, capitán? -preguntó el director.
El capitán Durer sonrió.
– Estoy listo.
El sargento volvió a recepción.
– Lo lamento, monsieur. El capitán Durer no trabaja hoy.
– Tampoco yo -saltó Steve-. Dígale que lo único que tiene que hacer es firmar un papel autorizando que nos entreguen el cuerpo de Stanford, y entonces me iré. No creo que sea mucho pedir, ¿verdad?
– Me temo que sí. El capitán tiene muchas responsabilidades, y…
– ¿No hay otra persona que pueda darme esa autorización? -Oh, no, monsieur. Sólo el capitán puede hacerlo.
Steve Sloane se sintió inundado por la rabia.
– ¿Cuándo puedo verlo?
– Le sugiero que lo intente de nuevo mañana por la mañana.
La frase «que lo intente de nuevo» rechinó en sus oídos. -Eso haré -dijo-. A propósito, tengo entendido que hubo un testigo ocular del accidente… el guardaespaldas del señor Stanford, un tal Dmitri Kaminsky.
– Sí.
– Me gustaría hablar con él. ¿Podría decirme dónde se hospeda?
– En Australia.
– ¿Es un hotel?
– No, monsieur. -Había pesar en su voz-. Es un país. La voz de Steve se elevó una octava.
– ¿Me está diciendo que la policía ha permitido que el único testigo de la muerte de Stanford se fuera antes de que nadie pudiera interrogarlo?
– El capitán Durer lo interrogó.
Steve respiró hondo.
– Gracias.
– Ningún problema, monsieur.
Cuando Steve volvió a su hotel, llamó a Simon Fitzgerald. -Parece que tendré que quedarme aquí otra noche. -¿Qué pasa, Steve?
– El capitán al mando parece estar muy ocupado. Es la temporada turística. Lo más probable es que esté tratando de encontrar algunas carteras perdidas. Calculo que mañana saldré para allá.
– Mantente en contacto conmigo.
– Jones. John Jones.
– ¿Puedo ofrecerle algo? ¿Café? ¿Coñac? -Nada, gracias -dijo Steve.
– Por favor, por favor, tome asiento. -La voz de Durer adquirió un matiz sombrío-. Supongo que está aquí, desde luego, por la terrible tragedia que se ha abatido sobre nuestra pequeña y tranquila isla. Pobre monsieur Stanford.
– ¿Cuándo piensa entregar el cuerpo? -preguntó Steve.
El capitán Durer suspiró.
– Bueno, me temo que dentro de muchos, muchos días.
Cuando se trata de un hombre de la importancia de monsieur
Stanford, hay infinidad de formularios que llenar. Como comprenderá, hay un protocolo a seguir.
– Sí, creo que lo entiendo -dijo Steve.
– Quizá unos diez días. O, tal vez, dos semanas. -«Entonces, el interés de la prensa se habrá enfriado.»
– Aquí tiene mi tarjeta -dijo Steve.
El capitán le echó un vistazo y luego la miró con más atención.
– Usted es abogado. ¿Quiere decir que no es periodista?
– No. Soy el abogado de Harry Stanford -dijo Steve
Sloane poniéndose en pie-. Quiero su autorización para llevarme el cuerpo.
– Ojalá pudiera entregárselo -dijo el capitán Durer con tono pesaroso-. Lamentablemente, tengo las manos atadas.
No veo cómo…
– Mañana.
– ¡Eso es imposible! No hay manera de que…
– Le sugiero que se comunique con sus superiores en París. Empresas Stanford tiene fábricas muy importantes en Francia. Sería una pena que nuestra junta de directores decidiera cerrarlas todas y construir en otros países.
El capitán Durer lo miró fijamente.
– Yo… yo no tengo control sobre esos asuntos, monsieur.
– Pero yo sí -le aseguró Steve-. Hará lo necesario para que me entreguen el cuerpo del señor Stanford mañana, o se encontrará con más problemas de los que puede imaginar. -Steve dio media vuelta para irse.
Pese a su irritación, a Steve la isla de Córcega le pareció encantadora. Tenía alrededor de un kilómetro y medio de costa, con imponentes montañas que permanecían cubiertas por la nieve hasta el mes de julio. La isla había sido gobernada por los italianos hasta que pasó a poder de Francia, y la combinación de las dos culturas resultaba fascinante.
Durante la cena en la Creperie U San Carlu, recordó la forma en que Simon Fitzgerald había descrito a Harry Stanford. «Es el único hombre que conozco que carece por completo de compasión… es un individuo sádico y vengativo.»
«Pues bien, Harry Stanford está causando muchos problemas incluso muerto», pensó Steve.
De regreso al hotel, Steve se detuvo en un kiosco para comprar un ejemplar de The Wall Street Journal. El titular de primera plana decía: ¿QUÉ OCURRIRÁ CON EL IMPERIO STANFORD? Pagó el periódico y, cuando estaba a punto de irse, por casualidad vio los titulares de algunas de las publicaciones extranjeras que se exhibían en el puesto. Cogió algunas y las hojeó, sorprendido. Todos los periódicos tenían notas en primera página sobre la muerte de Harry Stanford y en todos, la fotografía del capitán Durer ocupaba un lugar prominente. «¡De modo que eso es lo que lo tiene tan ocupado! Ya lo veremos.»
A las nueve y cuarenta y cinco minutos de la mañana siguiente, Steve volvió a la oficina de recepción del capitán Durer. El sargento no estaba al otro lado del escritorio y la puerta que daba a la oficina interior se encontraba entreabierta. Steve la abrió y entró. El capitán se estaba poniendo el uniforme nuevo para las entrevistas de la mañana. Levantó la vista cuando Steve entró.
– Qu'est-ce que vous faites id? C'est un bureau privé!
Allez - vous-en!
– Represento al New York Times -dijo Steve Sloane. Inmediatamente, la cara de Durer se iluminó.
– Ah, pase, adelante. ¿Dijo que se llamaba…?
– ¡Espere! ¡Monsieur! Tal vez dentro de algunos días yo podré…
– Mañana. -y Steve se fue.
Tres horas después, Steve Sloane recibió una llamada telefónica en el hotel.
– ¿Monsieur Sloane? Ah, ¡tengo muy buenas noticias para usted! He conseguido que le entreguen el cuerpo del señor Stanford inmediatamente. Espero que sepa apreciar el traba
JO que…
– Gracias. Un avión privado estará aquí mañana, a las ocho de la mañana, para llevárnoslo. Doy por sentado que para entonces estarán listos los papeles necesarios.
– Sí, por supuesto. No se preocupe. Yo me ocuparé de… -Bien. -Steve colgó.
El capitán Durer se quedó largo rato sentado frente a su escritorio. «Merde! ¡Qué mala suerte! Podría haber sido una celebridad durante por lo menos otra semana.»
Cuando el avión que transportaba el cuerpo de Harry Stanford aterrizó en el Aeropuerto Internacional Logan de Boston, había un coche fúnebre esperándolo. Los servicios fúnebres tendrían lugar tres días más tarde.
Steve Sloane fue a ver a Simon Fitzgerald.
– De modo que el viejo finalmente ha vuelto a casa -dijo
Fitzgerald-. Habrá una buena reunión.
– ¿Una reunión?
– Sí. Será muy interesante -respondió-. Los hijos de
Harry Stanford vienen a celebrar la muerte de su padre. Tyler, Woody y Kendall.
El juez Tyler Stanford se enteró del hecho por la cadena WBBM, de Chicago. Permaneció frente a la pantalla del televisor, hipnotizado, con el corazón golpeándole en el pecho. Había una fotografía del yate Blue Skies, y el locutor decía: «… en una tormenta, camino a Córcega, ocurrió la tragedia. Dmitri Kaminsky, el guardaespaldas de Harry Stanford, fue testigo ocular del accidente pero no pudo salvar a su jefe. A Harry Stanford se le conocía en los círculos financieros como uno de los más astutos…».
Tyler se quedó sentado, observando las imágenes cambiantes y recordando, recordando…
Los gritos lo despertaron en mitad de la noche. Tenía catorce años. Escuchó las voces airadas durante algunos minutos y después se deslizó hacia la escalera. Sus padres estaban discutiendo en el vestíbulo. Su madre gritaba y su padre le cruzó la cara con una bofetada.
La imagen de la pantalla del televisor cambió. Ahora era una escena en la que Harry Stanford se encontraba en el Despacho Oval de la Casa Blanca estrechando la mano del presidente Reagan. «… Uno de los puntales de la nueva fuerza financiera del Presidente, Harry Stanford fue un importante asesor de…»
Jugaban al fútbol en el jardín de atrás y su hermano Woody arrojó la pelota hacia la casa. Tyler corrió a buscarla y, mientras la cogía, oyó decir a su padre, al otro lado de la cerca: «Estoy enamorado de ti, y lo sabes».
Se detuvo, sorprendido de que su madre y su padre no estuvieran peleando, pero en aquel momento oyó la voz de Rosemary, la institutriz. «Estás casado. Quiero que me dejes en paz.» Y de pronto tuvo ganas de vomitar. Quería mucho a su madre y también a Rosemary. Su padre, en cambio, era un desconocido que lo aterraba.
En la pantalla aparecieron una serie de tomas de Harry Stanford posando con Margaret Thatcher… el presidente Mitterrand… Mijail Gorbachov… El presentador decía: «El legendario magnate se sentía tan cómodo con los obreros como con los líderes mundiales».
Traspasaba la puerta de la oficina de su padre cuando oyó la voz de Rosemary: «Me voy». Y, después, la voz de su padre: «No dejaré que te vayas. ¡Tienes que ser razonable, Rosemary! Ésta es la única manera en que tú y yo podemos…»
«No pienso escucharte. ¡Me quedaré con el niño!» Entonces, Rosemary desapareció.
En la pantalla del televisor, la escena volvió a cambiar.
Ahora eran trozos de viejos informativos de cine que mostraban a la familia Stanford frente a una iglesia, mirando cómo metían un féretro en un coche fúnebre. El comentarista decía: «… Harry Stanford y sus hijos junto al ataúd… El suicidio de la señora Stanford se atribuyó a problemas de salud. Según la policía, Harry Stanford…»
Su padre lo había despertado en mitad de la noche. «Levántate, hijo. Tengo malas noticias.»
El muchachito de catorce años comenzó a temblar.
«Tu madre ha tenido un accidente, Tyler.»
Era mentira. Su padre la había matado. Ella se suicidó por culpa de su padre y de su aventura con Rosemary.
La historia llenó los periódicos. Fue un escándalo que conmovió a Boston, y la prensa sensacionalista no dudó en sacar partido de lo sucedido. No fue posible ocultar la noticia a los hijos de Stanford. Sus compañeros les hicieron la vida imposible. En apenas veinticuatro horas, los tres chicos habían perdido a dos de las personas que más amaban. Y la culpa la tenía su padre.
«No me importa que sea mi padre -gimoteó Kendall-. Lo odio.»
«¡Yo también!»
«¡Yo también!»
Pensaron en escapar, pero no tenían adónde ir. Decidieron rebelarse.
Tyler fue el elegido para hablar con él.
«Queremos un padre diferente. No te queremos a ti.» Harry Stanford lo miró y le dijo, con frialdad:
«Creo que podremos arreglarlo.»
Tres semanas después, los enviaba a tres internados diferentes.
Durante los años siguientes, los tres vieron muy poco a su padre. Leían acerca de él en los periódicos, o lo veían por televisión escoltando a mujeres hermosas o conversando con celebridades, pero las únicas veces que estaban con él era en lo que él denominaba «ocasiones»… oportunidades para sacarse fotografías con ellos como en Navidad o vacaciones, y demostrar así que era un padre devoto. Después de eso, sus hijos eran enviados a diferentes colegios y campamentos hasta la próxima «ocasión».
Tyler estaba hipnotizado por lo que veía. En el televisor apareció un montaje de fábricas en diferentes partes del mundo, con fotografías de su padre. «… una de las compañías más importantes del mundo. Harry Stanford, su creador, era una leyenda… Lo que en este momento se preguntan todos los expertos de Wall Street es ¿qué pasará con la empresa familiar ahora que su fundador ha desaparecido? Harry Stanford dejó tres hijos, pero aún no se sabe quién heredará la fortuna multimillonaria de Stanford, ni quién controlará la corporación…»
Tenía seis años. Le encantaba deambular por aquella gran casa y explorar todos los cuartos misteriosos. El único lugar en el que le estaba prohibido entrar era la oficina de su padre. Tyler sabía que allí se realizaban reuniones importantes. Hombres con trajes oscuros y aspecto imponente entraban y salían continuamente y se reunían con su padre. El hecho de que aquella oficina le estuviera prohibida la convertía en irresistible para Tyler.
Cierto día en que su padre estaba ausente, Tyler decidió entrar. Era un recinto enorme y opresivo. Tyler observó el inmenso escritorio y el gran sillón de cuero en el que se sentaba su padre. «Algún día yo me sentaré en ese sillón y seré tan importante como papá.» Se acercó al escritorio y lo examinó. Sobre él había decenas de papeles de aspecto atemorizador. Rodeó el escritorio y se sentó en el sillón de su padre. La sensación fue maravillosa. «¡Ahora yo también soy importante!»
«¿Qué demonios haces ahí?»
Tyler levantó la vista, sorprendido. Su padre se encontraba junto a la puerta, furioso.
«¿Quién te dijo que podías sentarte detrás del escritorio?» El jovencito temblaba.
«Yo… yo sólo quería saber qué se sentía…»
Su padre arremetió contra él.
«¡Eso nunca lo sabrás! ¡Nunca! ¡Sal inmediatamente de aquí y no se te ocurra volver! »
Tyler subió corriendo la escalera, sollozando, y su madre entró en su habitación y lo rodeó con los brazos.
«No llores, querido. No pasa nada.»
«Sí… sí que pasa -gimoteó-. ¡Él me odia!»
«No, no te odia.»
«Lo único que hice fue sentarme en su sillón.»
«Bueno, es su sillón, y no quiere que nadie se siente en él.» Tyler no podía dejar de llorar. Su madre lo estrechó con fuerza y le dijo:
«Tyler, cuando tu padre y yo nos casamos, él me dijo que quería que yo fuera también parte de la compañía y me dio una acción. Era una especie de broma familiar. Yo te daré esa acción. La pondré en un fondo fiduciario a tu nombre. De modo que ahora tú también eres parte de la compañía. ¿De acuerdo?»
El capital de las Empresas Stanford estaba constituido por cien acciones, y ahora Tyler era el dueño orgulloso de una de ellas.
Cuando Harry Stanford se enteró de lo que su esposa había hecho, se mofó de ella:
«¿Qué demonios crees que hará él con una sola acción? ¿Apoderarse de la compañía?»
Tyler apagó el televisor y se quedó quieto, tratando de digerir la noticia. Experimentó una profunda satisfacción. Tradicionalmente, los hijos siempre quieren tener éxito para complacer a sus padres. Tyler Stanford siempre había anhelado triunfar para poder destruir a su padre.
De pequeño siempre soñaba que su padre asesinaba a su madre y él, Tyler, era el que debía dictar sentencia. «¡Te sentencio a morir en la silla eléctrica!» En ocasiones el sueño variaba un poco, y entonces Tyler sentenciaba a su padre a la horca, a ser fusilado o a que se le inyectara veneno. Los sueños casi se habían convertido en realidad.
La academia militar a la que lo enviaron estaba en Mississippi; fueron cuatro años de puro infierno. Tyler detestaba la disciplina y la rigidez de la vida militar. En su primer año allí, pensó seriamente en suicidarse; lo único que se lo impidió fue la firme decisión de no darle esa satisfacción a su padre. «Él mató a mi madre. No me matará también a mí.»
Tyler tuvo la impresión de que sus instructores eran particularmente severos con él, y estaba seguro de que el responsable era su padre. Tyler no quiso permitir que la academia militar lo destruyera. Le obligaban a ir a casa durante las vacaciones, pero aquellas visitas a su padre se volvieron cada vez más desagradables.
Sus hermanos también estaban en casa para las vacaciones, pero no parecía haber parentesco entre ellos. Su padre lo había destruido. Eran desconocidos entre sí y sólo esperaban que las vacaciones terminaran para poder escapar.
Tyler sabía que su padre era multimillonario, pero la modesta mensualidad que ellos recibían provenía de los bienes de su madre. Tyler se preguntaba si no tendría derecho a recibir la fortuna familiar. Estaba seguro de que a él y a sus hermanos los estaban estafando. «Necesito un abogado -pensó, pero eso era imposible, así que el siguiente pensamiento fue-: Yo seré abogado.»
Cuando su padre se enteró de sus planes, le dijo:
– ¿De modo que serás abogado? Supongo que crees que te daré trabajo en las Empresas Stanford. Pues bien, olvídalo. ¡No permitiré que te acerques ni a un kilómetro!
Tyler Stanford era un jurista brillante, muy bien conceptuado por sus colegas, quienes con frecuencia recurrían a él en busca de consejo. Muy pocas personas sabían que era uno de esos Stanford. Jamás mencionó el nombre de su padre.
El despacho del juez estaba en el edificio de la Corte Criminal de Chicago, entre las calles veintiséis y California; un edificio de piedra de catorce plantas, con una serie de escalones que conducían a la entrada principal. Era un barrio peligroso y un cartel en el exterior rezaba: «Todas las personas que entran en este edificio deben someterse a un registro por orden judicial».
Allí pasaba Tyler sus días: oyendo causas que tenían que ver con robos, allanamientos de morada, violaciones, tiroteos, drogas y homicidios. Implacable en sus decisiones, lo apodaban «el juez de la horca». Durante todo el día escuchaba a acusados que alegaban pobreza, haber sufrido ataques sexuales en su infancia, hogares destruidos y cientos de otras excusas, pero él no aceptaba ninguna. Un delito era un delito y debía ser castigado. Yen el fondo de su mente estaba siempre, siempre, su padre.
Cuando Tyler se graduó en la facultad de derecho, podría haber iniciado su trabajo como abogado en Boston y, por su apellido, entrar en la junta directiva de decenas de compañías, pero prefirió estar lejos de su padre.
Decidió instalarse en Chicago. Al principio fue difícil. No quería beneficiarse del apellido de su familia y los clientes eran escasos. Los políticos de Chicago estaban manejados por The Machine, y Tyler aprendió muy pronto que, como abogado joven, le sería muy ventajoso relacionarse con la poderosa Asociación de Abogados del Condado de Cook. Le dieron un trabajo en la oficina del fiscal de distrito. Era inteligente y estudioso, así que no pasó mucho tiempo antes de que se convirtiera en un valioso colaborador. Llevó a juicio a criminales y acusados de todos los delitos imaginables, y el porcentaje de condenas que consiguió fue fenomenal. Rápidamente fue escalando posiciones, hasta que llegó el día en que obtuvo su recompensa: lo nombraron juez del Condado de Cook. Pensó que finalmente su padre se sentiría orgulloso de él. Pero se equivocaba.
– ¿Tú, juez de un condado? ¡Por el amor de Dios, yo ni siquiera te permitiría ser juez de un concurso de cocina!
Los colegas de Tyler Stanford sabían poco de su vida personal. Sólo sabían que su matrimonio había fracasado, y que estaba divorciado y vivía solo en una pequeña casa estilo georgiano de tres habitaciones en la avenida Kimbark, en Hyde Park. Aquel sector estaba rodeado por hermosas casas antiguas, porque el gran incendio de 1871 que había arrasado Chicago, curiosamente había dejado intacto el distrito de Hyde Park. Tyler no hizo amistades en el vecindario y sus vecinos no sabían nada de él. Una mujer limpiaba su casa tres veces por semana, pero el mismo Tyler se encargaba de las compras. Era un hombre metódico, con una rutina fija. Los sábados iba a Harper Court, un pequeño centro comercial cercano a su casa, o a Mr.G's Fine Foods, o a Medici's, en la calle Cincuenta y Siete.
El juez Tyler Stanford era un hombre bajo y algo rechoncho, con ojos intensos y calculadores y boca rígida. No poseía ni rastro del carisma de su padre. Su rasgo más sobresaliente era su voz grave y sonora, perfecta para pronunciar una sentencia.
Tyler Stanford era un individuo reservado, que no compartía con nadie sus pensamientos. Tenía cuarenta años, pero parecía mucho mayor. Se jactaba de no poseer sentido del humor y decía que la vida era demasiado tétrica para la frivolidad. Su único pasatiempo era el ajedrez; una vez a la semana jugaba en el club local e invariablemente ganaba.
De vez en cuando, en reuniones oficiales, Tyler conversaba con las esposas de sus compañeros juristas; ellas intuían que él se sentía solo y se ofrecían a presentarle amigas o le invitaban a cenar. Pero él siempre declinaba.
– Esa noche estoy ocupado.
Sus noches parecían estar comprometidas, pero ellas no tenían idea de qué hacía en esas ocasiones.
– A Tyler sólo le importan las cuestiones legales -explicó a su esposa uno de los jueces-. Y todavía no tiene interés en conocer a ninguna mujer. Oí decir que su matrimonio fue un desastre. y tenía razón.
Después de su divorcio, Tyler se juró no volver a comprometerse emocionalmente. Pero cuando conoció a Lee, todo cambió. Lee era una persona hermosa, sensible y afectuosa, justo la persona con que Tyler deseaba pasar el resto de su vida. Tyler amaba a Lee pero, ¿por qué iba a ser correspondido? Lee era modelo y tenía muchísimos admiradores, la mayoría ricos. Ya Lee le gustaban las cosas caras.
Tyler no tenía esperanzas: de ninguna manera podía competir con los otros por el afecto de Lee. Pero de la noche a la mañana, con la muerte de su padre, todo había cambiado: iba a ser mucho más rico de lo que nunca había soñado.
Ahora podía prometerle el mundo a Lee.
Tyler entró en el despacho del juez principal.
– Keith, tengo que ir a Boston unos días y quería saber si tienes a alguien que se pueda ocupar de mis causas.
– Por supuesto, puedo arreglarlo -respondió el juez principal-. Me enteré de lo de tu padre, Tyler, y lo lamento. Sin duda estabas muy apegado a él.
Tyler no dijo nada.
Llovía en París; la cálida lluvia de julio hacía que los peatones corrieran por las calles en busca de refugio o trataran de conseguir inexistentes taxis. En el interior del auditorio de un enorme edificio gris situado en una esquina de la Rue Faubourg Saint Honoré cundía el pánico. Una docena de modelos semidesnudas corrían de aquí para allá en una especie de histerismo colectivo, mientras los empleados terminaban de instalar las sillas y los carpinteros pegaban los últimos martillazos. Todos gritaban y gesticulaban como locos, y el nivel de ruido era infernal.
En el ojo de la tormenta y tratando de poner orden en semejante caos estaba la mismísima maftresse, Kendall Stanford Renaud. Cuatro horas antes del momento en que debía comenzar el desfile, todo parecía derrumbarse.
Catástrofe: John Fairchild, de W, inesperadamente estaría en París, y no había asiento para él.
Tragedia: La megafonía no funcionaba.
Desastre: Lili, una de las modelos más importantes estaba enferma.
Emergencia: Dos de los maquilladores se peleaban entre bambalinas y estaban muy retrasados.
Calamidad: Todos los dobladillos de las faldas cigarette se descosían.
«En otras palabras -pensó Kendall con ironía-, todo es normal.»
Aquella misma tarde, el juez Tyler Stanford iba camino a Boston. En el avión, pensó de nuevo en las palabras pronunciadas por su padre aquel día fatídico: «Yo conozco tu sucio secreto».
A Kendall Stanford Renaud podrían haberla confundido con cualquiera de las modelos; en un tiempo lo había sido. Desde su chignon dorado hasta sus zapatos Chanel de tacón muy alto, de ella emanaba una elegancia cuidadosamente calculada. Todo en Kendall, la curva de su brazo, el tono de su esmalte de uñas, el timbre de su risa, revelaba estilo y finos modales. Cuando no llevaba maquillaje su rostro podía ser normal, pero Kendall procuraba que nadie se diera cuenta; y lo conseguía.
Estaba en todas partes al mismo tiempo.
– ¿Quién encendió esa pasarela…? ¿Ray Charles? -Quiero un fondo azul.
– Se ve el forro. ¡Arréglelo!
– No quiero que las modelos se peinen y se maquillen en cualquier parte. ¡Que Lulú les busque un camerino!
El encargado del salón corrió hacia Kendall.
– Kendall, ¡treinta minutos es demasiado tiempo! ¡Demasiado tiempo! El desfile no debería durar más de veinticin… co minutos…
Ella interrumpió lo que estaba haciendo.
– ¿Qué me sugieres, Scott?
– Podríamos eliminar algunos de los diseños y…
– No. Haré que las modelos se muevan más deprisa. Volvió a oír que alguien la llamaba y se dio la vuelta. -Kendall, lo siento pero no podemos localizar a Pía. ¿Quieres que Tami se cambie y se ponga la chaqueta gris carbón con los pantalones?
– No. Que ese conjunto lo use Dana. A Tami dale la túnica.
– ¿Y qué me dices del jersey gris oscuro?
– Monique. Y asegúrate de que use medias a juego.
Kendall miró el tablero en el que había un juego de fotografías polaroid de modelos con distintos atuendos. Cuando estuvieran listas, las fotos se colocarían en un orden preciso. Recorrió el tablero con la vista.
– Cambiemos esto. Quiero la chaqueta beige primero, después los conjuntos, seguidos por el jersey de seda, después el vestido de noche de tafetán, luego los vestidos de tarde con chaquetas haciendo juego…
Dos de sus ayudantes se acercaron corriendo.
– Kendall, no nos ponemos de acuerdo sobre cómo colocar a la gente. ¿Quieres a los minoristas sentados todos juntos, o prefieres que los mezclemos con las celebridades?
La otra ayudante dijo:
– O podríamos mezclar a las celebridades con los representantes de la prensa.
Kendall casi no las escuchaba. Había pasado dos noches en vela comprobándolo todo para estar segura de que nada saldría mal.
– Decididlo vosotras -dijo.
Observó la actividad reinante y pensó en el desfile que estaba a punto de comenzar y en los nombres famosos en todo el mundo que estarían allí para aplaudir lo que ella había creado. «Debería agradecerle a mi padre todo esto. Él me dijo que jamás tendría éxito…»
Siempre supo que quería ser diseñadora. Desde que era pequeña, había tenido un sentido natural del estilo. Sus muñecas llevaban los vestidos más de moda en la ciudad. Siempre le enseñaba a su madre sus últimas creaciones, y ella la abrazaba y le decía:
– Eres muy hábil, querida. Algún día serás una diseñadora muy importante. y Kendall lo sabía con certeza.
Estudió diseño gráfico, dibujo estructural, concepciones espaciales y coordinación cromática.
– La mejor manera de empezar -le aconsejó una de sus maestras- es convertirse en modelo. De esa forma, conocerás a todos los diseñadores famosos y, si mantienes los ojos bien abiertos, aprenderás mucho de ellos.
Cuando Kendall le mencionó ese sueño a su padre, él la miró y dijo:
– ¿Tú? ¡Modelo! ¡Debes estar bromeando!
Cuando Kendall terminó sus estudios, regresó a Rose Hill. «Papá necesita que me ocupe de la casa», pensó. Había una docena de criados, pero en realidad nadie estaba al mando. Puesto que Harry Stanford estaba ausente la mayor parte del tiempo, la servidumbre no recibía órdenes concretas. Kendall trató de organizarlo todo. Programó las actividades de la casa, fue anfitriona de las reuniones ofrecidas por su padre e hizo todo lo posible para que se sintiera cómodo. Anhelaba obtener su aprobación, pero sólo obtuvo una andanada de críticas.
– ¿Quién ha contratado a ese maldito cocinero? Despídelo… -No me gusta la vajilla que has comprado. ¿Dónde demonios dejaste tu buen gusto…?
– ¿Quién te dijo que podías redecorar mi dormitorio? Mantente bien alejada de él…
Hiciera lo que hiciera Kendall, nunca estaba suficientemente bien.
La crueldad de su padre terminó por hacerla abandonar la casa. Siempre había sido un hogar sin amor; Harry Stanford sólo prestaba atención a sus hijos para controlarlos y castigarlos. Cierta noche, Kendall oyó que su padre le decía a un visitante: «Mi hija tiene cara de caballo. Necesitará mucho dinero para atrapar a algún pobre imbécil».
Fue la gota que colmó el vaso. Al día siguiente, Kendall abandonó Boston y se dirigió a Nueva York.
Sola, en su habitación del hotel, Kendall pensó: «Muy bien. Aquí estoy, en Nueva York. ¿Cómo haré para convertirme en diseñadora? ¿Cómo lograré meterme en la industria de la moda? ¿Cómo conseguiré que la gente me preste atención?» Recordó entonces el consejo de su maestra. «Comenzaré como modelo. Ésa será la manera de entrar en ese mundo.»
A la mañana siguiente, Kendall revisó las páginas amarillas de la guía telefónica, hizo una lista de las agencias de modelos y se propuso recorrerlas. «Tengo que ser franca con ellos -pensó Kendall-. Les diré que sólo podré trabajar un tiempo, hasta que comience a diseñar.»
Entró en la oficina de la agencia que figuraba primera en su lista. Una mujer de mediana edad, detrás del escritorio, le preguntó:
– ¿Puedo ayudarte?
– Sí. Quiero ser modelo.
– Yo también, querida. Olvídalo.
– ¿Qué?
– Eres demasiado alta.
Kendall apretó los dientes.
– Me gustaría ver a la persona que dirige esto.
– La estás viendo. Esta agencia es mía.
La siguiente media docena de intentos corrieron igual suerte.
– Eres demasiado baja.
– Demasiado delgada.
– Demasiado gorda.
– Demasiado vieja.
– No tienes el tipo adecuado.
Cuando estaba a punto de terminar la semana, Kendall comenzaba a desesperarse. Sólo quedaba un nombre en su lista.
Modelos Paramount era la agencia de modelos más importante de Manhattan. No había nadie en el escritorio de recepción. Una voz procedente de una de las oficinas dijo:
– Ella estará disponible el lunes próximo. Pero sólo puede tenerla un día: está comprometida las próximas tres semanas.
Kendall se acercó a la puerta y miró hacia la oficina. Una mujer con traje sastre hablaba por teléfono.
– De acuerdo. Veré lo que puedo hacer. -Roxanne Marinack colgó y levantó la vista-. Lo siento, no buscamos a una de tu tipo.
Kendall dijo, con desesperación:
– Yo puedo ser del tipo que quiera que sea. Puedo ser más alta o más baja. Puedo ser más joven o más vieja, más flaca…
Roxanne levantó una mano.
– Un momento.
– Lo único que quiero es una oportunidad. Realmente necesito…
Roxanne vaciló. Había en ella una ansiedad atractiva, y además tenía una figura exquisita. No era hermosa, pero, quizá con el maquillaje adecuado…
– ¿Has tenido alguna experiencia?
– Sí. Toda mi vida he usado ropa.
Roxanne se echó a reír.
– Está bien. Enséñame tu book. Kendall la miró, demudada. -¿Mi book?
Roxanne suspiró.
– Querida, ninguna modelo que se precie anda por la vida sin book. Es como la biblia para ella. Es lo que miran los clientes potenciales. -Roxanne volvió a suspirar-. Quiero que te hagas dos fotografías, una sonriendo y la otra, seria. Gira un poco.
– De acuerdo. -Kendall comenzó a girar.
– Más despacio. -Roxanne la observó con atención-. No está mal. Quiero una foto tuya en traje de baño, o en ropa interior, lo que destaque más tu figura.
– Me haré una en cada cosa -dijo Kendall con entusiasmo. Roxanne no tuvo más remedio que reír frente a su actitud. -Está bien. Eres… bueno, diferente, pero podrías tener una oportunidad.
– Gracias.
– No me las des demasiado pronto. Ser modelo no es tan sencillo como parece. Es una profesión muy difícil.
– Estoy preparada para hacerlo.
– Ya veremos. Te daré una oportunidad. Te enviaré a una de esas reuniones donde los clientes conocen a las nuevas modelos. Allí también habrá modelos de otras agencias. Es algo así como una feria de ganado.
– Puedo hacerlo.
Roxanne tenía razón: ser modelo era una profesión difícil. Kendall tuvo que aprender a aceptar rechazos constantes, intentos que no conducían a ninguna parte y semanas sin trabajo. Cuando trabajaba, debía estar en maquillaje a las seis de la mañana, terminar una sesión de fotografía, ir a la siguiente y, con frecuencia, no terminaba hasta pasada la medianoche.
Cierta noche, después de un largo día de trabajo, se miró al espejo y gimió:
– Mañana no podré ir a trabajar. ¡Mirad que hinchados tengo los ojos!
Otra de las modelos dijo:
– Ponte unas rodajas de pepino sobre los ojos. O, si no, prepara una infusión de manzanilla, espera a que se enfríe y luego coloca las bolsas sobre los ojos durante quince minutos.
Por la mañana, la hinchazón había desaparecido.
Aquel fue el principio. Kendall asistió a varias reuniones de aquellas antes de que a un diseñador le interesara que ella usara su ropa. Pero estaba tan tensa, que casi arruinó sus posibilidades por hablar demasiado.
– De veras me encanta su ropa, y creo que me quedaría muy bien. Quiero decir, le quedaría muy bien a cualquier mujer, por supuesto. ¡Es maravillosa! Pero creo que a mí me que dará especialmente bien. -Estaba tan nerviosa que tartamudeaba.
El diseñador asintió.
– Es su primer trabajo, ¿verdad?
– Sí, señor.
Él había sonreído.
– Muy bien, la probaré. ¿Cómo dijo que se llamaba?
– Kendall Stanford. -Se preguntó si aquel hombre la relacionaría con Harry Stanford, pero, por supuesto, no tenía ningún motivo para hacerlo.
Kendall envidiaba a las modelos que tenían ofertas constantemente. Oía a Roxanne arreglando sus compromisos: «Ya le dije a Scaasi que Michelle sería sólo suplente. Llámalos y diles que ahora está disponible, así que la pondré un lugar más arriba…»
Kendall aprendió rápidamente a no criticar jamás la ropa que tenía que llevar. Se hizo amiga de algunos de los fotógrafos más importantes del medio y consiguió que le hicieran una serie de fotos para su book. Llevaba siempre un bolso lleno con lo que podría necesitar: ropa, maquillaje, artículos de manicura y joyas. Aprendió a usar el secador de modo que su pelo tuviera más volumen, y a usar rolos calientes para marcárselo.
Todavía le quedaba mucho por aprender. Era la favorita de los fotógrafos; en una oportunidad, uno de ellos la cogió a parte para darle consejos.
– Kendall, reserva siempre tu sonrisa para el final de la sesión. De esa manera, en tu boca habrá menos arrugas.
Kendall se estaba haciendo cada vez más popular. No poseía la alucinante belleza convencional que era la característica de la mayoría de las modelos, sino que tenía algo más, una elegancia llena de gracia.
– Tiene clase -comentó uno de los agentes de publicidad. Y eso lo resumía todo.
Se sentía sola. De vez en cuando salía con hombres, pero aquellas salidas no tenían importancia para ella. Trabajaba de forma regular, pero no estaba más cerca de su meta que cuando llegó a Nueva York.
«Tengo que encontrar la manera de ponerme en contacto con los diseñadores más importantes», pensó Kendall.
– Te tengo comprometida para las siguientes cuatro semanas -le dijo Roxanne-. Pareces gustarle a todo el mundo. -Roxanne…
– ¿Sí, Kendall?
– No quiero seguir haciendo esto.
Roxanne la miró con incredulidad.
– ¿Cómo dices?
– Quiero ser modelo de pasarela.
Desfilar era algo a lo que aspiraban todas las modelos. Era la forma más interesante y lucrativa de ejercer la profesión. Roxanne vaciló.
– Es casi imposible entrar en ese mundo, y…
– Yo lo haré.
Roxanne la observó.
– Lo dices en serio, ¿verdad?
– Sí.
Roxanne asintió.
– De acuerdo. Si de veras lo quieres, lo primero que tienes que hacer es aprender a caminar por la barra.
– ¿Qué?
Y Roxanne se lo explicó.
Aquella tarde, Kendall se compró una barra estrecha de madera, de un metro ochenta de largo, la limó para quitarle las astillas y la puso sobre el suelo. Al principio, se caía constantemente. «Esto no será fácil-decidió Kendall-. Pero lo haré.»
Todas las mañanas, se levantaba temprano y caminaba por la barra. «Adelántate con la pelvis, siente con los dedos y baja el talón.» Día tras día, su equilibrio mejoraba.
Caminaba sobre la barra frente a un espejo de cuerpo entero, al son de la música. Aprendió a caminar con un libro sobre la cabeza. Solía practicar cambiarse de ropa con rapidez: pantalón corto y zapatillas por traje de noche y tacones altos.
Cuando decidió que estaba lista, volvió a ver a Roxanne.
– Me la estoy jugando por ti -le dijo Roxanne-. Ungaro busca una modelo para su desfile. Te recomendé a ti. Él te dará una oportunidad.
Kendall estaba nerviosísima: Ungaro era uno de los diseñadores más brillantes del mundo de la moda.
A la semana siguiente, Kendall fue al desfile. Trató de parecer tan indiferente como las demás modelos.
Ungaro entregó a Kendall el primer atuendo que debía usar y le sonrió:
– Buena suerte.
– Gracias.
Cuando Kendall salió a la pasarela, fue como si lo hubiera estado haciendo toda la vida. Hasta las otras modelos quedaron impresionadas. El desfile fue un gran éxito y, a partir de aquel momento, Kendall formó parte de la elite. Comenzó a trabajar con los gigantes de la industria de la moda: Yves Saint Laurent, Halston, Christian Dior, Donna Karan, Calvin Klein, Ralph Lauren, Saint Jon… Sus ofertas eran constantes y la obligaba a viajar por todo el mundo. En París, los desfiles de alta costura se realizaban en enero y julio; en Milán, en cambio, los meses más importantes eran marzo, abril, mayo y junio y en Tokio los meses preferidos eran abril y octubre. Era una vida agitada y muy atareada, y a Kendall le fascinaba.
Kendall siguió trabajando y, al mismo tiempo, estudiando. Exhibía la ropa de los famosos diseñadores y pensaba en los cambios que haría si fueran creaciones suyas. Aprendió cómo debía quedar un vestido y cómo se suponía que las telas debían moverse y balancearse alrededor del cuerpo. Aprendió sobre cortes y drapeados y confección, y qué partes de su cuerpo querían ocultar las mujeres y cuáles deseaban resaltar. En su casa, hacía bocetos, y las ideas parecían fluir. Cierto día, llevó una carpeta con sus bocetos a la gerente de compras de Magnin, quien quedó impresionada.
– ¿Quién ha diseñado esto? -preguntó.
– Yo.
– Son muy buenos, excelentes.
Dos semanas después, Kendall empezó a trabajar como asistente de Donna Karan, y aprendió el aspecto comercial de la industria de la indumentaria. Cuando regresaba a casa, seguía diseñando ropa. Uno año después realizaba su primer desfile. Fue un desastre.
Los diseños eran ordinarios y no gustaron a nadie. Kendall hizo un segundo desfile, y no asistió nadie.
«Esta profesión no es para mí», pensó.
«Algún día serás una diseñadora famosa.»
«¿Qué estoy haciendo mal?», se preguntó.
La revelación le llegó en mitad de la noche.
Kendall despertó y se quedó acostada en la cama, pensando. «Estoy diseñando ropa para que la usen las modelos. Lo que debería hacer es crear ropa para mujeres corrientes que tienen empleos y familia. Ropa bonita pero cómoda. Elegante, pero práctica.»
Tardó casi un año preparar su siguiente desfile, que fue un éxito rotundo.
Kendall rara vez volvía a Rose Hill y, cuando lo hacía, las visitas eran horrorosas. Su padre no había cambiado. En todo caso, era todavía peor.
– Aún no has pescado a nadie, ¿no? Nunca conseguirás marido.
Kendall conoció a Marc Renaud en un baile de caridad. Él trabajaba en la división internacional de una compañía de agentes de bolsa de Nueva York y se ocupaba de divisas extranjeras. Era un francés alto, delgado y atractivo, cinco años más joven que Kendall. Era encantador y atento, y Kendall sintió una fuerte atracción hacia él. Marc la invitó a cenar la noche siguiente y Kendall se acostó con él. Después de aquello, pasaron juntos todas las noches.
En cierta ocasión, Marc dijo:
– Kendall, estoy locamente enamorado de ti, y lo sabes.
Y ella le respondió, con ternura:
– Te he estado buscando toda mi vida, Marc.
– Hay un problema serio: tú tienes un éxito increíble y yo no gano, ni por asomo, tanto dinero como tú. Tal vez algún día… Kendall le apoyó un dedo en los labios.
– Calla. Me has dado más de lo que pude esperar jamás.
El día de Navidad, Kendall llevó a Marc a Rose Hill para presentárselo a su padre.
– ¿Te vas a casar con ese tipo? -saltó Harry Stanford-. ¡Es un don nadie! Se casa contigo por el dinero que cree que heredarás.
Si Kendall hubiera necesitado una razón adicional para casarse con Marc, habría sido ésa. Se casaron al día siguiente en Connecticut, y el matrimonio le dio a Kendall la felicidad que nunca antes había conocido.
– No debes permitir que tu padre te intimide -le había dicho Marc-. Toda su vida ha usado su dinero como arma. Nosotros no necesitamos su dinero.
Y Kendall lo quiso todavía más.
Marc era un marido maravilloso: bueno, considerado y cariñoso. «Lo tengo todo -pensó Kendall, feliz-. El pasado ha muerto.» Había tenido éxito a pesar de su padre. Dentro de pocas horas, el mundo de la moda estaría centrado en su talento.
La lluvia había cesado. Era un buen presagio.
El desfile fue un gran éxito. Al final, con la música a todo volumen y los fotógrafos disparando sus cámaras, Kendall salió a la pasarela, saludó y recibió una ovación. Kendall deseaba que Marc hubiera podido estar en París con ella para compartir su triunfo, pero la empresa donde trabajaba no le había dado permiso para viajar.
Cuando todo el mundo se fue, Kendall volvió a su oficina sintiéndose eufórica. Su secretaria le dijo:
– Ha llegado una carta para usted. La entregaron en mano.
Kendall miró el sobre marrón y de pronto sintió un escalofrío. Sabía de qué se trataba antes de abrirlo. La carta decía:
Estimada señora Renaud:
Lamento informarle que, una vez más, la Asociación de Protección a la Fauna Silvestre está escasa de fondos. Necesitamos inmediatamente la suma de 100.000 dólares para cubrir nuestros gastos. El dinero debe ser girado a la cuenta N° 804072-A, del Banco Credit Suisse, de Zurich.
No había firma.
Kendall miró fijamente la carta. «No acabará nunca. El chantaje no terminará nunca.»
Otra secretaria entró corriendo en la oficina.
– ¡Kendall! Lo siento muchísimo. Acabo de oír una noticia terrible.
«No puedo soportar más noticias terribles», pensó Kendall. -¿Qué ocurre?
– Lo he oído en Radio Luxemburgo. Su padre ha muerto ahogado.
Kendall tardó un momento en entender estas palabras. Lo primero que pensó fue: «¿De qué habría estado más orgulloso, de mi éxito o del hecho de que soy una asesina?»
Peggy Malkovich hacía dos años que estaba casada con Woodrow Stanford, alias «Woody», pero los residentes de Hobe Sound seguían refiriéndose a ella como «la camarera».
Peggy servía las mesas del Rain Forest Grille cuando Woody la conoció. Woody Stanford era el niño mimado de Hobe Sound: vivía en la villa de la familia, su apostura era estilo clásico, era encantador y sociable y el candidato perfecto para las ansiosas debutantes de Hobe Sound, Filadelfia y Long Island. Así que se produjo una conmoción terrible cuando de pronto se fugó con una camarera de veinticinco años bastante fea, con fracaso escolar e hija de un obrero y un ama de casa.
La conmoción fue aun mayor porque todos esperaban que Woody se casara con Mimi Carson, una joven hermosa e inteligente, heredera de una fortuna hecha en la industria maderera, que estaba locamente enamorada de él.
Por lo general, los residentes de Hobe Sound preferían murmurar de las aventuras de sus sirvientes más que de las de sus iguales, pero en el caso de Woody, su matrimonio fue una afrenta tan grande que constituyó una excepción. Enseguida corrió la voz de que Woody había dejado embarazada a Peggy Malkovich y luego se había casado con ella. Y todos estaban seguros de cuál había sido el mayor pecado.
– Por el amor de Dios, puedo entender que el muchacho la haya dejado embarazada… ¡pero casarse con una camarera!
El asunto fue un clásico caso de déja-vu. Veintiocho años antes, Hobe Sound se había estremecido con un escándalo similar protagonizado por los Stanford. Emily Temple, la hija de una de las familias patricias, se había suicidado porque su marido había dejado embarazada a la institutriz de sus hijos.
Woody Stanford nunca había ocultado que odiaba a su padre, y todos compartían la idea de que se había casado con la camarera para fastidiarlo y demostrar que él era más honorable que su padre.
La única persona invitada a la boda fue Roop, el hermano de Peggy, quien cogió un vuelo desde Nueva York. Roop tenía dos años más que Peggy; era alto y delgado, con marcas de viruela en la cara y un fuerte acento de Brooklyn.
– Te casas con una gran muchacha -dijo a Woody después de la ceremonia.
– Ya lo sé -respondió Woody con voz apagada. -Cuidarás mucho a mi hermana, ¿verdad?
– Haré lo posible.
– Sí, hazlo.
Una conversación nada memorable entre un panadero y el hijo de uno de los hombres más ricos del mundo.
Cuatro semanas después de la boda, Peggy perdió el niño.
Robe Sound es una comunidad muy exclusiva, y la isla Júpiter es la parte más exclusiva de Robe Sound. La isla limita al oeste con el canal intercostero y al este con el océano Atlántico. Es un refugio privado… opulento, autosuficiente, con más policías por cabeza que cualquier otro lugar del mundo. Sus residentes procuran no hacer alarde de su riqueza; conducen automóviles Taurus o furgonetas y poseen veleros pequeños: un Tartan de 18 pies o un Quickstep de 24.
Si uno no pertenecía a Robe Sound por nacimiento, debía ganarse el derecho a ser miembro de la comunidad. Después del matrimonio entre Woodrow Stanford y «la camarera», el interrogante que preocupaba a todos era: ¿cuál sería la actitud de los residentes con respecto a aceptar a la novia en su sociedad?
La señora de Anthony Pelletier, el decano de Robe Sound, era el árbitro de todas las disputas sociales, y su piadosa misión en la vida era proteger a su comunidad de los advenedizos y '1" los nuevos ricos. Cuando llegaban personas nuevas a Robe Sound y tenían la desgracia de no gustar a la señora Pelletier, ella tenía por costumbre enviarles una maleta de cuero por intermedio de su chófer. Era su manera de informarles que no eran bien recibidos en la comunidad.
A sus amigas les encantaba contar la anécdota del mecánico de coches y su esposa que compraron una casa en Robe Sound. La señora Pelletier les mandó la maleta y, cuando la esposa del mecánico se enteró de lo que eso significaba, se echó a reír y dijo:
– Si esa vieja bruja cree que puede echarme de aquí, está loca.
Pero comenzaron a ocurrir cosas extrañas. De pronto no conseguían obreros ni mecánicos para reparar las cosas que dejaban de funcionar, al tendero le faltaban siempre los artículos que ella pedía, y no podían convertirse en miembros del club ni reservar mesa en ninguno de los buenos restaurantes locales. Y nadie les hablaba. Tres meses después de recibir la maleta, la pareja vendió la casa y se fue.
De modo que, cuando se supo la boda de Woody, la comunidad contuvo colectivamente el aliento. Excomulgar a Peggy Malkovich significaba excomulgar también a su popular marido. Se hicieron apuestas en voz baja.
Durante las primeras semanas, no hubo invitaciones a cenar ni a ninguna de las funciones habituales de la comunidad. Pero los residentes le tenían afecto a Woody y, después de todo, su abuela materna había sido una de las fundadoras de Robe Sound. Gradualmente, la gente empezó a invitar a su casa a Woody y a Peggy. Todos tenían ganas de ver cómo era su esposa.
– Esa mujer debe de tener algo especial; de lo contrario, Woody nunca se habría casado con ella.
Pero les esperaba una gran decepción. Peggy era insípida y carente de gracia, no tenía personalidad y vestía mal. Desaliñada era la palabra que se les ocurría a todos.
Los amigos de Woody no podían entenderlo.
– ¿Qué demonios ve en ella? Podría haberse casado con cualquiera..
Una de las primeras invitaciones provino de Mimi Carson. Se había sentido desolada al enterarse de la boda de Woody, pero era demasiado orgullosa para revelarlo.
Cuando su mejor amiga trató de consolarla diciéndole: -¡Olvídalo, Mimi! Ya se te pasará.
Mimi le respondió:
– Viviré con esta pena, pero jamás lo olvidaré.
Woody se esforzó para que su matrimonio fuera un éxito. Sabía que había cometido un error y no quería castigar a Peggy por ello. Trató desesperadamente de ser un buen marido. El problema era que Peggy no tenía nada en común con él ni con ninguno de sus amigos.
La única persona con la que Peggy parecía sentirse cómoda era con su hermano; Hoop y ella hablaban todos los días por teléfono.
– Lo echo de menos -se quejaba Peggy.
– ¿Quieres que venga y se quede algunos días con nosotros? -No puede -dijo mirando a su marido con rencor-. Tiene un empleo.
En las fiestas, Woody trataba de incluir a Peggy en las conversaciones, pero pronto se hizo evidente que ella no tenía nada interesante que aportar. Se quedaba sentada en un rincón, muda, pasándose la lengua por los labios, y sintiéndose a todas luces muy incómoda.
Como Mimi Carson sabía que Woody no tenía dinero para comprarse sus propios ponis de polo, compró varios y se los dio para que los montara. Cuando sus amistades le preguntaron por qué, ella respondió:
– Quiero hacerlo feliz en lo que esté a mi alcance.
Cuando los recién llegados preguntaban cómo se ganaba Woody la vida, la respuesta era encogerse de hombros. En realidad, la suya era una vida de segunda mano, porque ganaba dinero en torneos de golf, apostando en los partidos de polo, tomando prestados ponis de polo y yates de competición y, a veces, también las esposas de otras personas.
Su matrimonio con Peggy se deterioraba con rapidez, pero Woody se negaba a reconocerlo.
– Peggy -solía decirle-, cuando vayamos a reuniones, por favor trata de participar en la conversación.
– ¿Por qué tengo que hacerlo? Todos tus amigos se sienten muy superiores a mí.
– Pues bien, no lo son -le aseguró Woody.
Las amistades de Woody tenían plena conciencia de que, aunque él se hospedara en la villa de los Stanford, estaba enemistado con su padre, y de que vivía con la escasa pensión que su madre le había dejado. Su pasión era el polo y montaba los ponis de sus amigos. En el mundo del polo, a los jugadores se les clasifica por goles, siendo diez goles la clasificación más alta. Woody había llegado a los nueve goles y había jugado con Mariano Aguerre de Buenos Aires, Wicky el Effendi de Tejas, Andrés Diniz de Brasil y decenas de jugadores importantes. En el mundo sólo existían doce jugadores de polo con diez goles, y lo que más ambicionaba Woody era convertirse en el número trece.
– ¿Sabéis por qué, verdad? -comentó uno de sus amigos-. Porque su padre tenía diez goles.
Una vez por semana, el Círculo Literario de Hobe Sound se reunía en el club de campo para analizar los últimos libros editados, después se ofrecía una comida.
Aquel día, mientras las damas comían, el mayordomo se acercó a la señora Pelletier.
– La esposa del señor Woodrow Stanford está fuera y desea reunirse con ustedes.
Un murmullo recorrió la mesa.
– Hágala pasar -dijo la señora Pelletier.
Un momento después, Peggy entraba en el comedor. Se había lavado la cabeza y planchado su mejor vestido. Se quedó allí de pie, mirando con nerviosismo a las asistentes.
La señora Pelletier inclinó la cabeza y luego dijo, con tono agradable:
– Señora Stanford.
Peggy sonrió con ansiedad.
– Sí, señora.
– No la necesitaremos. Ya tenemos una camarera. -Dicho lo cual volvió a centrar su atención en la comida.
Cuando Woody se enteró de lo sucedido, se enfureció. -¡Cómo se atreve a hacerte eso! -Abrazó a Peggy-. La próxima vez, pregúntame antes de tomar una iniciativa así. Para asistir a esa clase de reuniones, hay que estar invitado.
– No lo sabía -dijo ella, enfurruñada.
– Está bien. Esta noche cenaremos en casa de los Blake y quiero que…
– ¡No iré!
– Pero hemos aceptado su invitación.
– Ve tú.
– No quiero ir sin…
– No pienso ir.
Woody fue solo y, después de aquello, comenzó a asistir a las fiestas sin Peggy. Volvía a casa muy tarde; Peggy estaba segura de que había estado con otras mujeres.
El accidente lo cambió todo.
Sucedió durante un partido de polo. Woody jugaba de número uno y un integrante del equipo contrario, al tratar de darle a la pelota desde muy cerca, accidentalmente golpeó las patas del pony que Woody montaba. El animal tropezó y cayó sobre Woody. En el amontonamiento que siguió, otro pony golpeó a Woody. En la sala de urgencias del hospital, los médicos diagnosticaron una pierna fracturada, tres costillas rotas y un pulmón perforado.
A lo largo de las dos semanas siguientes le practicaron tres operaciones distintas y Woody estaba terriblemente dolorido. Los médicos le dieron morfina para aliviarlo. Peggy fue todos los días a visitarlo.
Hoop voló desde Nueva York para consolar a su hermana.
El dolor era intolerable y lo único que le aliviaba eran las drogas que los médicos le recetaban constantemente. Poco después de regresar a su casa, Woody cambió radicalmente. Comenzó a tener violentos cambios de humor. De pronto parecía estar tan animado como siempre, y a continuación tenía un acceso de furia o caía en una profunda depresión. Durante la cena, después de reír y de contar chistes, Woody de pronto se enfadaba, maltrataba a Peggy y se iba hecho una furia. Sus estados de ánimo pasaban de la ira a la euforia en cuestión de segundos. En mitad de una frase se sumía en un estado de ensoñación. Comenzó a olvidar cosas. Acordaba citas y no se presentaba; invitaba personas a su casa y no estaba allí cuando llegaban. Todo el mundo se sentía preocupado por Woody.
Empezó a tratar mal a Peggy en público. Cierta mañana, cuando le alcanzaba una taza de café a una amiga, Peggy derramó un poco, y Woody saltó, con desprecio:
– Una vez camarera, siempre camarera.
Peggy comenzó a mostrar signos de malos tratos; cuando la gente le preguntaba qué le había pasado, ella daba una excusa.
«Tropecé con una puerta», o «Me caí», y le restaba importancia. La comunidad estaba indignada. Ahora sentían lástima por Peggy. Pero cuando la conducta errática de Woody ofendía a alguna persona, Peggy defendía a su marido.
– Woody está pasando un mal momento -insistía ella-. No es él mismo. -No permitía que nadie lo criticara.
El doctor Tichner fue quien finalmente puso al descubierto lo que sucedía. Un día le pidió a Peggy que fuera a verlo a su consulta.
Ella estaba nerviosa.
– ¿Pasa algo, doctor?
Él la observó un momento. Tenía un moratón en la mejilla y un ojo hinchado.
– Peggy, ¿sabes que Woody consume drogas?
Los ojos de ella brillaron con indignación.
– ¡No! ¡No lo creo! -Se puso en pie-. ¡No me quedaré aquí a escuchar e:las cosas!
– Siéntate, Peggy. Creo que ha llegado el momento de que te enfrentes a la verdad. Ya es evidente para todos. Sin duda tú has notado su conducta. De pronto está en la cima del mundo y habla de lo maravilloso que es todo, y al cabo de un minuto quiere suicidarse _
Peggy se quedó mirándolo muy pálida.
– Es un adicto.
Los labios de Peggy se tensaron.
– No -dijo con obstinación-. No lo es.
– Sí lo es. Tienes que ser realista. ¿No quieres ayudarlo? -¡Por supuesto que sí! -Se apretaba las manos-. Haría cualquier cosa por ayudarlo. Cualquier cosa.
– Está bien.:entonces puedes empezar por enfrentarte a la verdad. Quiero que me ayudes a internar a Woody en un centro de rehabilitación. Le he pedido que venga a verme.
Peggy lo miró durante un buen rato y luego asintió. -Está bien -_dijo en voz baja-. Hablaré con él. Aquella tarde, cuando Woody entró en el consultorio del doctor Tichner, estaba eufórico.
– ¿Quería Veme, doctor? Es sobre Peggy, ¿verdad?
– No. Es sobre ti, Woody.
Woody lo miró, sorprendido.
– ¿Sobre mí? ¿Y qué problema tengo?
– Creo que sabes cuál es tu problema.
– ¿A qué se refiere?
– Si sigues así, destruirás tu vida y la de Peggy. ¿Qué droga estás consumiendo, Woody?
– ¿Cómo?
– Ya me has oído.
Se hizo un silencio prolongado.
– Quiero ayudarte.
Woody se quedó sentado, mirando hacia el suelo. Cuando finalmente habló, lo hizo con voz ronca.
– Tiene razón. Yo he… he tratado de engañarme, pero ya no puedo seguir haciéndolo.
– ¿Qué consumes?
– Heroína.
– ¡Dios mío!
– Créame, he tratado de dejarla, pero… pero no puedo. -Necesitas ayuda, y/hay lugares donde puedes obtenerla. Woody dijo, con tono cansado:
– Espero que tenga razón.
– Quiero que vayas a la clínica del Grupo Harbor, en Júpiter. ¿Lo intentarás?
Hubo una breve vacilación.
– Sí.
– ¿Quién te suministra la heroína? -preguntó el doctor Tichner.
Woody negó con la cabeza.
– No puedo decírselo.
– Está bien. Haré lo necesario para que ingreses en la clínica.
A la mañana siguiente, el doctor Tichner se encontraba en la oficina del jefe de policía.
– Alguien le suministra heroína -dijo el doctor Tichner-, pero no quiere decirme quién.
El jefe de policía Murphy miró al doctor Tichner y asintió. -Creo que yo sé de quién se trata.
Había varios sospechosos posibles. Hobe Sound era un pequeño enclave y todos conocían el negocio de los demás.
En Bridge Road se había abierto hacía poco una tienda de licores que hacía entregas a domicilio a cualquier hora del día o de la noche.
Un médico de una clínica local había sido multado por recetar drogas en exceso.
Un año antes se había abierto un gimnasio al otro lado del canal, y se rumoreaba que el entrenador consumía esteroides y que tenía otras drogas a disposición de sus buenos clientes.
Pero el jefe de policía Murphy pensaba en otro sospechoso.
Tony Benedotti había trabajado muchos años como jardinero de varias casas de Hobe Sound. Había estudiado horticultura y le encantaba pasar sus días creando hermosos jardines. Los jardines y parques que atendía eran los más bonitos de Hobe Sound. Era un hombre callado y reservado, y los que trabajaban para él sabían muy poco sobre su persona. Parecía un hombre demasiado educado para ser jardinero y todos sentían curiosidad por su pasado.
Murphy lo mandó traer a su oficina.
– Si es sobre mi permiso de conducir, ya lo renové… -dijo Benedotti.
– Siéntese -le ordenó Murphy.
– ¿Hay algún problema?
– Sí. Usted es un hombre con estudios, ¿verdad?
– Sí.
El jefe de policía se reclinó en su asiento.
– Entonces, ¿cómo terminó siendo jardinero?
– Porque amo la naturaleza.
– ¿Qué otra cosa le gusta?
– No entiendo.
– ¿Cuánto hace que trabaja de jardinero?
Benedotti lo miró, desconcertado.
– ¿Algunos de mis clientes se han quejado?
– Responda a mi pregunta.
– Alrededor de quince años.
– ¿Tiene una hermosa casa y un barco?
– Sí.
– ¿Cómo puede costearse todo eso con lo que gana como jardinero?
– Bueno, no es una casa muy grande -respondió Benedotti-, ni un barco muy grande.
– Quizá obtiene dinero de otra fuente.
– ¿Qué quiere decir?
– Usted trabaja para muchas personas en Miami, ¿verdad?
– Sí.
– Allí hay muchos italianos. ¿Alguna vez les hace favores?
– ¿Qué clase de favores?
– Traficar con drogas, por ejemplo.
Benedotti lo miró, horrorizado.
– ¡Por Dios! Desde luego que no.
Murphy se inclinó hacia adelante.
– Déjeme que le diga algo, Benedotti. Lo he estado vigilando y he conversado con algunas de las personas para las que trabaja. Ya no lo quieren aquí ni a usted ni a sus amigos de la mafia. ¿Está claro?
Benedotti cerró los ojos un segundo y luego los abrió. -Muy claro.
– Bien. Espero que mañana ya no esté aquí. No quiero volver a vede la cara.
Woody Stanford estuvo internado tres semanas en la clínica del Grupo Harbor y cuando salió era el antiguo Woody: encantador, gracioso y una compañía deliciosa. Volvió a jugar al polo, siempre montando los ponis de Mimi Carson.
El domingo se cumplían 18 años de la creación del Palm Beach Polo & Country Club y Porest Hill Boulevard estaba congestionado por el tráfico: tres mil simpatizantes convergían hacia el campo de polo. Todos corrieron a ocupar los palcos del lado oeste del campo y las graderías del lado sur. Algunos de los mejores jugadores del mundo intervendrían en el partido de aquel día.
Peggy estaba en un palco junto a Mimi Carson, como invitada suya.
– Woody me ha dicho que ésta es la primera vez que asistes a un partido de polo, Peggy. ¿Por qué no has venido antes?
Peggy se pasó la lengua por los labios.
– Yo… supongo que ver jugar a Woody me pondrá muy nerviosa. No quiero que vuelvan a hacerle daño. Es un deporte muy peligroso, ¿no es así?
Mimi dijo:
– Bueno, si se piensa que son ocho jugadores, cada uno de los cuales pesa alrededor de ochenta kilos, y ocho ponis de polo que pesan unos trescientos cincuenta kilos y que se persiguen a lo largo de trescientos metros a una velocidad de cerca de setenta kilómetros por hora… sí, pueden ocurrir accidentes.
Peggy se estremeció.
– Si algo volviera a pasarle a Woody, no podría soportarlo. De verdad que no. Enloquecería de angustia.
Mimi Carson le dijo:
– No te preocupes. Woody es uno de los mejores. Ya sabes que estudió con Héctor Barrantes.
Peggy la miraba sin entender.
– ¿Quién?
– Es un jugador de diez goles. Una de las leyendas del polo.
– Ah.
Se oyó el murmullo del gentío cuando los ponis se desplazaron por el campo de juego.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Peggy.
– Acaban de terminar el entrenamiento anterior al partido.
Ya están listos para empezar.
En el campo de juego, los dos equipos comenzaban a alinearse bajo el agobiante sol de Florida, preparándose para el momento en que el árbitro arrojaría la bola.
El aspecto de Woody era espléndido: bronceado, delgado y en perfecto estado físico… listo para la lucha. Peggy lo saludó con la mano y le sopló un beso.
Ahora los dos equipos estaban alineados, uno al lado del otro. Los jugadores tenían los tacos hacia abajo, preparados para golpear la bola.
– Hay seis períodos de juego, llamados chukkers -explicó Mimi Carson a Peggy-. Cada chukker dura siete minutos y treinta segundos. El chukker finaliza cuando suena la campana. Entonces hay diez minutos de descanso. Los jugadores cambian de caballo cada siete minutos. Gana el equipo que marca la mayor cantidad de goles.
– De acuerdo.
Mimi se preguntó cuánto habría entendido Peggy.
En el campo de juego, los ojos de los jugadores estaban fijos en el árbitro, preparados para el momento en que arrojaría la bola. El árbitro paseó la vista por los espectadores y de pronto tiró la bola blanca de plástico entre las dos filas de jugadores. El partido había empezado.
La acción fue veloz. Woody hizo la primera jugada: cogió la bola y la golpeó por la derecha. La bola salió volando en dirección a un jugador del equipo rival, quien galopó a toda velocidad hacia ella. Woody se le puso al lado y le trabó el taco con el suyo.
– ¿Por qué ha hecho eso Woody? -preguntó Peggy. Mimi Carson se lo explicó:
– Cuando un rival se acerca a la bola, es legal trabarle el taco para que no pueda golpearla y marcar un gol. Ahora Woody golpeará con el taco para tener bien controlada la bola.
El juego se desarrollaba a tanta velocidad que resultaba casi imposible seguir la acción.
Se oyeron gritos de «Al centro…», «Tablones…», «Gira…»
Y los jugadores se desplazaban por el campo a toda velocidad. Los caballos, generalmente de pura sangre, eran los responsables del ochenta por ciento de los éxitos de sus jinetes. Debían ser veloces y tener lo que los jugadores denominan «sentido del polo» y ser capaces de prever cada movimiento de su jinete.
Woody jugó brillantemente los primeros tres chukkers, marcando dos goles en cada uno y siendo vitoreado por el público. Hizo tiros de revés y ganchos, y su taco parecía estar en todas partes. Era el antiguo y temerario Woody Stanford, que montaba como el viento.
Al final del quinto chukker, el equipo de Woody iba muy por delante en el marcador y los jugadores salieron del campo para un descanso de diez minutos.
Cuando Woody pasó junto a Peggy y Mimi, sentadas en la primera fila, les sonrió.
Peggy miró a Mimi Carson y le dijo, muy entusiasmada: -¿No es maravilloso?
Ella miró a Peggy.
– Sí. En todo.
En el vestuario, los compañeros de Woody lo felicitaban.
– ¡Estuviste fabuloso!
– ¡Grandes jugadas!
– Gracias.
– Ahora saldremos y volveremos a hacerles morder el polvo. ¡No tienen ninguna posibilidad de ganar!
Woody sonrió.
– Ningún problema.
Observó a sus compañeros salir al campo de juego y, de pronto, se sintió agotado. «Me exijo demasiado -pensó-. En realidad todavía no estoy listo para volver a jugar. Si salgo haré un papelón.» Sintió pánico y el corazón comenzó a golpearle con fuerza en el pecho. «Lo que necesito es algo que me levante un poco. ¡No! No lo haré. No puedo. Lo he prometido. Pero mi equipo me espera. Lo haré sólo por esta vez, y nunca más. Juro por Dios que será la última vez.» Fue a su coche y metió la mano en la guantera.
Cuando Woody regresó al campo de juego, tarareaba en voz baja y en sus ojos había un brillo anormal. Saludó con la mano al público y se unió a su equipo.
«Ni siquiera necesito un equipo -pensó-. Yo solo soy capaz de ganar a esos hijos de puta. Soy el mejor jugador del mundo.» Y comenzó a reír entre dientes.
El accidente ocurrió hacia el final del sexto chukker, aunque algunos espectadores jurarían que no fue ningún accidente. Los ponis corrían arracimados en dirección a la portería y Woody controlaba la bola. Por el rabillo del ojo vio que uno de los jugadores del equipo rival se cerraba sobre él; cambió de posición el taco y golpeó la bola hacia la parte de atrás del pomo La cogió Rick Hamilton, el jugador número uno del equipo rival, quien comenzó a avanzar velozmente hacia el arco. Woody lo persiguió a galope tendido. Balanceó el taco para trabar el de Hamilton y falló. Los ponis se acercaban a la portería. Woody seguía tratando con desesperación de trabar el taco de Hamilton, pero fallaba cada vez.
Cuando Hamilton se acercaba a la portería, Woody deliberadamente le tiró el pony encima para desviarlo de la trayectoria de la bola. Hamilton y su pony cayeron. El público se puso en pie y comenzó a gritar. El árbitro tocó el silbato y levantó una mano.
La primera regla del polo es que, cuando un jugador está en posesión de la bola, está prohibido cruzársele. Cualquier jugador que lo hace crea una situación de peligro y comete una falta.
El juego se detuvo.
El árbitro se acercó a Woody y le dijo con voz llena de ira: -¡Ha sido una falta deliberada, señor Stanford!
Woody sonrió.
– ¡No ha sido culpa mía! Ese maldito pony…
– El castigo será adjudicarle un gol al equipo rival.
El chukker se convirtió en un desastre. Woody cometió dos flagrantes infracciones más en tres minutos, que tuvieron como resultado dos tantos más para el otro equipo. En cada caso a los rivales se les otorgó un tiro libre contra una portería desprotegida. En los últimos treinta segundos del partido, el equipo rival marcó el tanto ganador. Lo que había sido una victoria segura, se había convertido en una derrota.
En el palco, Mimi Carson estaba asombrada por el repentino giro de los acontecimientos.
Peggy dijo tímidamente:
– No salió bien, ¿verdad?
– No, Peggy -le respondió Mimi-. Me temo que no. Un asistente se acercó al palco.
– Señorita Carson, ¿puedo hablar un momento con usted?
Mimi Carson miró a Peggy.
– Discúlpame un momento.
Peggy los vio alejarse.
En el vestuario, reinaba el silencio en el equipo de Woody, quien tenía la vista fija en la pared, demasiado avergonzado para mirar a sus compañeros. Mimi Carson entró en el recinto. Se acercó de prisa a Woody.
– Woody, me temo que tengo una noticia espantosa. -Le puso una mano en el hombro-. Tu padre ha muerto.
Woody la miró, sacudió la cabeza y comenzó a sollozar. -Yo… yo soy el responsable. Es culpa mía.
– No. No debes culparte. No es culpa tuya.
– Sí lo es -dijo Woody gimiendo-. ¿No lo entiendes? Si no hubiera sido por mis infracciones, habríamos ganado el partido.
Julia Stanford jamás había conocido a su padre, y ahora estaba muerto, reducido a un titular negro en el Kansas City Star: ¡EL MAGNATE HARRY STANFORD AHOGADO EN EL MAR!
Julia se quedó allí sentada, mirando fijamente la fotografía de la primera plana del periódico, llena de sentimientos contradictorios.
«¿Lo odio por la forma en que trató a mi madre, o lo amo porque es mi padre? ¿Debería sentirme culpable porque nunca traté de comunicarme con él, o estar enfadada porque él nunca trató de encontrarme? Ya no importa, -pensó-. Se ha ido.»
Su padre había estado muerto para ella toda su vida, y ahora había muerto de nuevo, robándole algo para lo que no tenía palabras. «¡Qué tonta! -pensó-. ¿Cómo puedo echar en falta a alguien a quien ni siquiera he conocido?» Volvió a mirar la fotografía del periódico. «¿Habrá en mí algo de él? -Julia se miró en el espejo-. Los ojos. Tengo los mismos ojos color gris profundo.»
Julia abrió el armario de su dormitorio, cogió una vieja caja de cartón y sacó un álbum de recortes encuadernado en cuero. Se sentó en el borde de la cama y lo abrió. Durante las siguientes dos horas no hizo más que mirar su familiar contenido. Había incontables fotografías de su madre con el uniforme de institutriz, con Harry Stanford y la señora Stanford y sus tres hijos pequeños. La mayoría de las fotografías habían sido tomadas en el yate, en Rose Hill o en la villa de Hobe Sound.
Julia cogió los recortes amarillentos de los periódicos que informaban del escándalo ocurrido tantos años atrás en Boston. Los titulares eran sensacionalistas:
Nido de amor en Beacon Hill…
El multimillonario Harry Stanford en un escándalo… La esposa del magnate se suicida…
La institutriz Rosemary Nelson desaparece…
– ¿Por qué… por qué me mentiste?
– Eras demasiado joven para entenderlo. Tu padre y yo… bueno, tuvimos una aventura. Él estaba casado y yo tuve que irme para tenerte.
– ¡Lo odio! -exclamó Julia.
– No debes odiarlo.
– ¿Cómo pudo hacerte esto? -preguntó.
– Lo que ocurrió fue tanto culpa suya como mía. -Cada palabra era una tortura-. Tu padre era un hombre muy atractivo y yo era joven y necia. Sabía que nada bueno saldría de nuestra aventura. Decía que me amaba… pero estaba casado y tenía una familia. Y… bueno, después quedé embarazada. -Le resultaba difícil continuar-. Un periodista se enteró de la historia y apareció en todos los periódicos. Yo huí. Mi intención era que tú y yo volviéramos junto a él, pero su esposa se suicidó y yo no pude enfrentarme a él ni a los chicos. Como ves, fue culpa mía. Así que no lo culpes a él.
Pero había una parte de la historia que su madre nunca le reveló. Cuando la niña nació, el empleado del hospital le dijo:
– Estamos haciendo el certificado de nacimiento. ¿El nombre de la criatura es Julia Nelson?
Rosemary estuvo a punto de decir «sí», pero enseguida pensó, con vehemencia: «¡No! Es la hija de Harry Stanford. Tiene derecho a llevar su apellido y a recibir su protección.»
– El nombre de mi hija es Julia Stanford.
Escribió a Harry Stanford informándole del nacimiento de
Julia, pero nunca recibió una respuesta.
Había decenas de columnas de chismes llenas de insinuaciones.
Julia permaneció allí mucho tiempo, sumergida en el pasado.
Ella había nacido en el hospital Saint Joseph de Milwaukee. Sus primeros recuerdos eran de su vida en lóbregos pisos sin ascensor y de tener que mudarse constantemente de una ciudad a otra. Hubo épocas en que no tenían dinero en absoluto, y muy poco para comer. Su madre estaba siempre enferma y le resultaba difícil encontrar un trabajo estable. La pequeña aprendió muy pronto a no pedir nunca juguetes ni vestidos nuevos.
Julia empezó a ir a la escuela cuando tenía seis años, y sus compañeras de clase se burlaban de ella porque todos los días usaba el mismo vestido y los mismos zapatos zarrapastrosos. Cuando los otros chicos la fastidiaban, Julia se peleaba con ellos. Era una rebelde y siempre la llevaban ante el director. No sabían qué hacer con ella; no hacía más que meterse en líos. La habrían expulsado si no hubiera sido por una cosa: era la alumna más brillante de la clase.
Su madre le había dicho que su padre estaba muerto, y ella lo creyó. Pero cuando tenía doce años, Julia encontró un álbum lleno de fotografías de su madre con un grupo de desconocidos. -¿Quiénes son estas personas? -preguntó. y la madre de Julia decidió que había llegado el momento.
– Siéntate, querida. -Le cogió la mano y se la apretó con fuerza. No había manera de darle la noticia con tacto-. Ésos son tu padre, tu hermanastra y tus dos hermanastros.
Julia la miró anonadada.
– No entiendo.
La verdad finalmente había salido a la luz, destrozando la serenidad de Julia. ¡SU padre estaba vivo! Y ella tenía una hermanastra y dos hermanastros. Era demasiado.
A Julia le fascinaba la idea de tener una familia de la que no sabía nada, y también de que era lo bastante famosa como para que escribieran sobre ella en los periódicos. Fue a la biblioteca pública y buscó todo lo que había sobre Harry Stanford. Encontró decenas de artículos sobre él. Era multimillonario y vivía en otro mundo, un mundo del que Julia y su madre estaban totalmente excluidas.
Cierto día en que las compañeras de Julia se burlaban de ella porque era pobre, Julia les contestó, con actitud desafiante:
– ¡No soy pobre! Mi padre es el hombre más rico del mundo. Tenemos un yate, un avión y una docena de mansiones hermosas.
La maestra la oyó.
– Julia, ven aquí.
Julia se acercó al escritorio de la maestra.
– No debes decir esas mentiras.
– No son mentiras -contestó Julia-. ¡Mi padre es millonario! ¡Conoce a presidentes y a reyes!
La maestra miró a la pequeña que estaba frente a ella con su raído vestido de algodón, y le dijo:
– Julia, eso no es verdad.
– ¡Lo es! -insistió Julia con obstinación.
La mandaron a la oficina de la directora y Julia nunca más volvió a mencionar a su padre en la escuela.
Como estaban obligadas a mudarse con tanta frecuencia, Julia había asistido a escuelas de cinco estados diferentes. En los veranos trabajó como empleada en una tienda, detrás del mostrador de una farmacia y como recepcionista. Era rabiosamente independiente.
Cuando Julia terminó la universidad con una beca, vivían en la ciudad de Kansas. Ella no estaba segura de qué hacer con su vida. Sus amigos, impresionados por su belleza, le sugirieron que se convirtiera en actriz de cine.
– ¡De la noche a la mañana serás una estrella!
Julia había descartado de plano la idea con un despreocupado:
– ¿Quién quiere levantarse temprano todas las mañanas? Pero la verdadera razón por la que no le interesaba era que, por encima de todo, amaba su intimidad. Julia sentía que ella y su madre, durante toda su vida, se habían visto acosadas por la prensa por culpa de lo que había ocurrido tantos años antes.
Julia se enteró de que la razón por la que tenían que mudarse continuamente de una ciudad a otra era para huir de los medios de comunicación. Harry Stanford aparecía de forma constante en la prensa, y los periódicos y revistas sensacionalistas no hacían más que escarbar en aquel viejo escándalo. Los periodistas terminarían por averiguar quién era Rosemary Nelson y dónde vivía, y ella tendría que escapar con Julia.
Julia leía todos los artículos sobre Harry Stanford y en cada oportunidad sentía la tentación de llamarlo por teléfono. Quería creer que durante todos esos años él había buscado a su madre con desesperación. «Lo llamaré y le diré: "Hablas con tu hija. Si quieres vemos…"» y él se presentaría corriendo, volvería a enamorarse de su madre y se casaría con ella, y los tres vivirían felices para siempre.
El sueño de Julia en el sentido de que algún día podría unir a su madre y a su padre llegó a su fin el día que su madre murió. Julia experimentó una abrumadora sensación de pérdida. «Mi padre debe saberlo -pensó-. Mi madre era una parte muy importante de su vida.» Buscó el número de teléfono de la casa central de su compañía en Boston. Contestó una recepcionista.
– Buenos días, Empresas Stanford.
Julia vaciló.
– Empresas Stanford. Hola. ¿En qué puedo servirle? Julia colgó lentamente. «Mamá no habría querido que yo hiciera esta llamada.»
Ahora estaba sola. No tenía a nadie.
Julia Stanford se había convertido en una hermosa joven. Tenía el pelo oscuro y brillante, una boca sonriente y generosa, los luminosos ojos grises de su padre y una figura atractiva. Pero cuando sonreía, esa sonrisa hacía olvidar todo lo demás.
Julia enterró a su madre en el cementerio Memorial Park. No había deudos. Julia contempló la tumba y pensó: «No es justo, mamá. Tú cometiste una equivocación y pagaste por ella el resto de tu vida. Ojalá yo pudiera haberte quitado parte de tu pena. Te quiero mucho, mamá. Siempre te amaré.» Lo único que quedaba de los años vividos por su madre en la Tierra era una colección de viejas fotografías y recortes de periódicos.
– Tal vez tenga algo justo para ti. Una pequeña firma de arquitectos busca una secretaria. Me temo que el sueldo no es demasiado bueno…
– Está bien -se apresuró a decir Julia.
– De acuerdo. Te enviaré allí -dijo y le entregó a Julia un trozo de papel con un nombre y dirección impresos-. Te entrevistarán mañana al mediodía.
Julia sonrió, feliz.
– Gracias. -Estaba entusiasmadísima.
Cuando salió de la oficina, llamaban a Sally.
– Espero que consigas algo -le dijo Julia.
– ¡Gracias!
Movida por un impulso, Julia decidió quedarse y esperar. Diez minutos después, Sally salió de la oficina sonriendo.
– ¡Conseguí una entrevista! Ella hizo una llamada telefónica y mañana tengo que ir a la Compañía Mutua de Seguros por un empleo como recepcionista. ¿Cómo te fue a ti?
– Yo también lo sabré mañana.
– Estoy segura de que nos contratarán. ¿Qué te parece si almorzamos juntas para celebrarlo?
– Espléndido.
Desaparecida su madre, Julia volvió a pensar en la familia Stanford. Eran ricos. Bien podría acercarse a ellos en busca de ayuda. «Jamás -decidió-. No, después de la manera en que Harry Stanford trató a mi madre.»
Pero tenía que ganarse la vida. Debía elegir una carrera.
Con ironía, pensó: «Quizá me convierta en neurocirujana.» O en pintora.
O en cantante de ópera.
O en física.
O en astronauta.
Se conformó con un curso de secretariado en una escuela nocturna, en el Kansas Community College de la ciudad de Kansas.
Al día siguiente de terminar el curso, Julia fue a una agencia de empleo. Había como una docena de personas para ver a la asesora laboral. Sentada junto a Julia había una atractiva muchacha de su edad.
– ¡Hola! Soy Sally Connors.
– Julia Stanford.
– Tengo que conseguir un empleo hoy mismo -gimió Sally-. Me han echado de mi oficina.
Julia oyó que la llamaban…
– ¡Buena suerte!-dijo Sally.
– Gracias.
Julia entró en la oficina de la asesora.
– Toma asiento, por favor.
– Gracias.
– Por tu solicitud veo que no tienes experiencia, pero sí una buena recomendación del curso de secretariado. -Miró la carpeta que tenía sobre el escritorio-. ¿Tomas notas en taquigrafía a noventa palabras por minuto, y escribes a máquina sesenta palabras por minuto?
– Sí, señora.
Durante el almuerzo conversaron, y enseguida entablaron amistad.
– He visto un piso en Overland Park -dijo Sally-. Tiene dos dormitorios y baño, cocina y salón. Es muy bonito. Yo no puedo pagarlo sola, pero si las dos…
Julia sonrió.
– Me gustaría -dijo y cruzó los dedos-. Siempre y cuando consiga el empleo.
– ¡Lo conseguirás! -le aseguró Sally.
Mientras se dirigía a las oficinas de Peters, Eastman & Tolkin, Julia pensaba: «Ésta podría ser mi gran oportunidad, podría llevarme a cualquier parte. Quiero decir, no se trata solamente de un empleo: trabajaré para arquitectos, soñadores que construyen y modelan la línea de edificación de la ciudad, que crean belleza y magia a partir de la piedra. Yo también podría estudiar arquitectura para poder ayudarlos y ser así parte de ese sueño. La oficina estaba en un viejo y sucio edificio comercial situado en el Amour Boulevard. Julia cogió el ascensor hasta el segundo piso y se detuvo frente a una destartalada puerta de madera con un letrero que rezaba Peters, Eastman & Tolkin, Arquitectos. Inspiró profundamente para serenarse y entró.
Los tres la esperaban en la sala de recepción y la observaron con atención cuando cruzó la puerta.
– ¿Viene por el puesto de secretaria?
– Sí, señor.
– Yo soy Al Peters -dijo el calvo.
– Bob Eastman -dijo el de la cola de caballo.
– Max Tolkin -dijo el barrigón.
Todos parecían tener alrededor de cuarenta años. -Tenemos entendido que éste es su primer trabajo como secretaria -dijo Al Peters.
– Así es -contestó Julia. Y después se apresuró a añadir-: Pero aprendo rápido y trabajaré duro. -Decidió no mencionar todavía su idea de asistir a la facultad de arquitectura. Esperaría a que ellos la conocieran mejor.
– Muy bien, la probaremos -dijo Bob Eastman-, y veremos qué ocurre.
Julia se sintió alborozada.
– ¡Gracias! No quedarán…
– Con respecto al sueldo -dijo Max Tolkin-, me temo que al principio no podremos pagarle mucho…
– Está bien -dijo Julia-. Yo…
– Trescientos dólares por semana -dijo Al Peters. Tenían razón: no era mucho dinero. Julia tomó una decisión rápida.
– Acepto.
Los tres se miraron e intercambiaron sonrisas.
– ¡Fantástico! -dijo Al Peters-. Le enseñaré las oficinas. El recorrido llevó pocos segundos. Había una pequeña sala de recepción y tres pequeñas oficinas que parecían haber sido amuebladas por el Ejército de Salvación. El cuarto de baño estaba en el otro extremo del pasillo. Al Peters era el vendedor; Bob Eastman, el arquitecto y Max Tolkin se ocupaba de la construcción.
– Trabajará para los tres -le dijo Peters.
– Muy bien. -Julia sabía que iba a hacerse indispensable para todos ellos.
Al Peters consultó su reloj.
– Son las doce y media. ¿Qué tal si almorzamos?
Julia se estremeció. Ya era parte del equipo. «Me están invitando a almorzar.»
Al Peters miró a Julia.
– Hay un establecimiento de comidas preparadas en la esquina. Yo comeré un bocadillo de ternera con pan de centeno, con mostaza, ensalada de patatas y un pastelillo.
– Ah. -«Adiós invitación a almorzar.»
– Yo, un bocadillo de lomo y sopa de pollo -dijo Tolkin. -Sí, señor.
– Y yo, carne fría y un refresco.
– Asegúrese de que la ternera no sea grasienta -le dijo Al Peters.
– Ternera magra.
Max Tolkin le dijo:
– Asegúrese de que la sopa esté bien caliente.
– De acuerdo. Sopa bien caliente.
Bob Eastman dijo:
– Que el refresco sea de cola baja en calorías.
– Cola baja en calorías.
– Aquí tiene el dinero -dijo Al Peters y le entregó un billete de veinte dólares.
Diez minutos después, Julia estaba en la tienda hablando con el hombre que se encontraba al otro lado del mostrador.
– Quiero un bocadillo de ternera magra, con pan de centeno, mostaza, ensalada de patatas y un pastelillo; otro de lomo y sopa de pollo bien caliente; y carne fría y un refresco de cola bajo en calorías.
El hombre asintió.
– Trabaja para Peters, Eastman y Tolkin, ¿verdad?
A la semana siguiente, Julia y Sally se mudaron al piso de Overland Park. Consistía en dos dormitorios pequeños, un salón con muebles que habían conocido demasiados inquilinos, una cocina, un pequeño comedor y un cuarto de baño. «Este lugar jamás podrá confundirse con el Ritz», pensó Julia.
– Nos turnaremos para cocinar -sugirió Sally.
– De acuerdo.
Sally preparó la primera comida, y estuvo deliciosa.
A la noche siguiente, le tocaba a Julia hacerlo. Sally sólo necesitó probar un bocado del plato que Julia había cocinado para decir:
– Julia, mi seguro de vida no es muy elevado. ¿Por qué no me ocupo yo de cocinar y tú de la limpieza?
Las dos se llevaban bien. Los fines de semana iban a ver películas al Glenwood 4 y hacían compras en el Centro Comercial Bannister. Compraban la ropa en el Super Flea Discount House. Una noche a la semana salían a comer a un restaurante barato: Stepehnson's Old Apple Farro o The Café Max, para especialidades mediterráneas. Cuando tenían dinero, iban al Charlie Charlies a escuchar jazz.
A Julia le gustaba trabajar para Peters, Eastman y Tolkin. Decir que a la firma no le iba bien era quedarse corto. Los clientes eran pocos. Julia tuvo la sensación de que no estaba contribuyendo mucho a construir la línea de edificación de la ciudad, pero disfrutaba estando cerca de sus tres jefes. Eran un poco como una familia sustituta: todos confiaban sus problemas a Julia. Ella era capaz y eficiente, y no tardó en reorganizar la oficina.
Julia decidió hacer algo con respecto a la falta de clientes. Pero, ¿qué? La respuesta llegó a la mañana siguiente. En el Kansas City Star leyó que una nueva asociación de secretarias ejecutivas, cuya presidenta era Susan Bandy, ofrecía un almuerzo.
Al mediodía siguiente, Julia dijo a Al Peters:
– Tal vez tarde un poco en regresar.
Él sonrió.
– Ningún problema, Julia. -y pensó en lo afortunados que eran en tenerla.
Julia llegó al Hilton Plaza Inn y se dirigió al salón donde se celebraba el almuerzo. Una mujer que estaba sentada a una mesa, cerca de la puerta, le preguntó:
– ¿Puedo hacer algo por usted?
– Sí. Estoy aquí para el almuerzo de las Mujeres Ejecutivas. -¿Su nombre?
– Julia Stanford.
La mujer repasó la lista que tenía delante.
– Me temo que no encuentro su…
Julia sonrió.
– Típico de Susan. Tendré que hablar con ella. Soy la secretaria ejecutiva de Peters, Eastman y Tolkin.
– Bueno… -vaciló la mujer.
– No se preocupe. Iré en busca de Susan.
En el salón de banquetes había un grupo de mujeres bien vestidas que conversaban entre sí. Julia se acercó a una de ellas. -¿Quién es Susan Bandy?
– Está allí -le contestaron, indicando a una mujer alta y atractiva de unos cuarenta años.
Julia se le acercó.
– Hola. Soy Julia Stanford.
– Hola.
– Estoy con Peters, Eastman y Tolkin. Estoy segura de que habrá oído hablar de ellos.
– Bueno, yo…
– Es la firma de arquitectos con un crecimiento más veloz de la ciudad de Kansas.
– Ajá.
– No tengo demasiado tiempo libre, pero me gustaría contribuir con la organización en todo lo que esté a mi alcance.
– Bueno, es muy amable de su parte, señorita…
– Stanford.
Ése fue el principio.
La organización Mujeres Ejecutivas representaba a la mayoría de las fumas principales de la ciudad de Kansas, y no pasó mucho tiempo antes de que Julia estuviera colaborando activamente en ella. Por lo menos una vez por semana almorzaba con uno o más de sus miembros.
– Nuestra fuma piensa construir un nuevo edificio en Olathe.
Y Julia enseguida les pasaba el dato a sus jefes.
– El señor Hanley quiere construir una casa de verano en Tonganoxie.
Y, antes de que nadie pudiera enterarse, Peters, Eastman y Tolkin tenían el trabajo.
Cierto día, Bob Eastman llamó a Julia y le dijo:
– Te mereces un aumento, Julia. Estás haciendo un trabajo excelente. ¡Eres una secretaria fuera de serie!
– ¿Me haría usted un favor? -preguntó Julia.
– Por supuesto.
– Llámenme secretaria ejecutiva. Eso ayudaría a mi credibilidad.
Era la reunión de un clan de desconocidos: hacía años que no se veían ni se comunicaban entre sí.
El juez Tyler Stanford llegó a Boston en avión.
Kendall Stanford Renaud cogió el avión en París y Marc Renaud llegó en el tren de Nueva York.
Woody Stanford y Peggy se desplazaron en coche desde Hobe Sound.
A veces, Julia leía artículos sobre su padre, o veía entrevistas que le hacían por televisión, pero nunca dijo nada a Sally ni a sus jefes.
Cuando Julia era una niña, uno de sus sueños era que, al igual que Dorothy, algún día sería arrebatada mágicamente de Kansas y transportada a algún lugar hermoso y misterioso. Sería un lugar lleno de yates y aviones privados y palacios. Pero con la noticia de la muerte de su padre, el sueño terminó para siempre. «Bueno, al menos en Kansas nada ha cambiado», pensó con ironía.
«Ya no me queda familia. Pero no, no es verdad -se corrigió Julia-. Tengo dos hermanastro s y una hermanastra. Ellos son mi familia. ¿Debería ir a visitarlos? ¿Será una buena o mala idea? Me pregunto qué deberíamos sentir cada uno de nosotros respecto a los demás.»
Su decisión resultó ser una cuestión de vida o muerte.
A los herederos se les había notificado que los servicios fúnebres tendrían lugar en la King's Chapel. En la calle, frente a la iglesia, se habían colocado barreras, y había policías para detener al gentío que se había reunido para ver la llegada de los dignatarios. El vicepresidente de los Estados Unidos estaba allí, al igual que senadores, embajadores y estadistas de sitios tan lejanos como Turquía y Arabia Saudita. Durante su vida, Harry Stanford había proyectado una larga sombra, y los setecientos asientos de la capilla estarían ocupados.
Tyler, Woody y Kendall, con sus respectivas parejas, se reunieron en el interior de la sacristía. Fue un encuentro incómodo. Eran desconocidos entre sÍ, y lo único que tenían en común era el cuerpo del ataúd, que estaba en el coche fúnebre que aguardaba en el exterior de la iglesia.
– Éste es Marc, mi marido -dijo Kendall.
– Ésta es Peggy, mi mujer. Peggy, éstos son Kendall, mi hermana, y Tyler, mi hermano.
Hubo un intercambio de saludos corteses y los cinco permanecieron allí, incómodos, observándose mutuamente, hasta que una persona se acercó al grupo y dijo:
– El servicio va a comenzar. ¿Quieren acompañarme?
Los condujo a un banco reservado en la parte delantera de la capilla. Ellos se sentaron y aguardaron, cada uno enfrascado en sus pensamientos.
A Tyler le resultaba raro estar de nuevo en Boston. Los únicos recuerdos agradables que tenía de aquella ciudad eran de cuando su madre y Rosemary estaban vivas. Cuando Tyler tenía once años, había visto una ilustración de la tela de Goya Saturno devorando a uno de sus hijos, y siempre la había identificado con su padre. Y, ahora, mientras observaba cómo metían el ataúd en la iglesia, Tyler pensó: «Saturno ha muerto.»
«Yo conozco tu sucio secreto.»
El ministro decía:
Así como un padre tiene piedad de sus hijos, así el Señor se apiada de los que le temen. Pues él sabe de qué estamos hechos; recuerda que somos polvo…
El ministro había subido al histórico púlpito de la capilla en forma de copa de vino.
– Yo soy la resurrección y la vida, dijo el Señor; el que cree en mí, aunque esté muerto vivirá; y el que vive y cree en mí no morirá jamás…
Kendall no lo escuchaba: pensaba en el vestido rojo. Su padre la había llamado cierta tarde por teléfono a Nueva York.
«¿Así que te has convertido en una gran diseñadora? Bueno, veamos si eres buena. El sábado por la noche llevaré a mi nueva novia a un baile de caridad. Es de tu misma talla. Quiero que le diseñes un vestido.»
«¿Para el sábado? No podrá ser, papá. Yo…»
«Lo harás.»
Entonces ella diseñó el vestido más feo que pudo crear. Era rojo, tenía un gran lazo negro delante y metros y metros de cintas y de encaje. Era una monstruosidad. Se lo envió a su padre y él volvió a llamarla por teléfono.
«Recibí el vestido. A propósito, mi amiga no podrá asistir el sábado, de modo que tú me acompañarás y lo lucirás.»¡No!
Y, entonces, la frase terrible:
«No querrás decepcionarme, ¿verdad?»
Y ella fue, no se atrevió a cambiar el vestido y pasó la noche más humillante de su vida.
Woody se sentía eufórico: había consumido un poco de heroína antes de ir a la iglesia, y todavía no se le había pasado el efecto. Miró a su hermano y a su hermana. «Tyler ha aumentado de peso. Tiene aspecto de juez. Kendall se ha convertido en una belleza, pero parece estar muy tensa. Me pregunto si es por la muerte de papá. No. Ella lo odiaba tanto como yo.» Miró a su esposa, sentada junto a él. «Lamento no haber tenido oportunidad de presentársela al viejo; habría muerto de un infarto.»
…No trajimos nada a este mundo y no nos llevaremos nada de él. El Señor nos lo dio, el señor nos lo quitó; bendito sea el nombre del Señor.
Peggy Stanford estaba muy incómoda. El esplendor de la enorme iglesia y la gente elegante que allí había la llenaban de pavor. No había estado nunca en Boston, y para ella significaba el mundo de los Stanford, con toda su pompa y gloria. Aquellas personas eran mucho mejores que ella. Cogió la mano de su marido.
…Toda carne es hierba y todo su atractivo es como el de las flores del campo. La hierba se marchita y la flor se aja, pero la palabra de nuestro Dios permanece para siempre.
Marc pensaba en la carta de chantaje que su esposa había recibido. Estaba redactada con mucho cuidado y astucia. Sería imposible averiguar quién estaba detrás. Miró a Kendall, sentada junto a él, y la vio pálida y tensa. «¿Cuánto más podrá soportar?», se preguntó. Se le acercó.
– Te entregamos a la misericordia y protección de Dios. Que el Señor te bendiga y te proteja. Que el Señor te muestre su rostro y sea bondadoso contigo. Que el Señor te brinde paz, ahora y para siempre, Amén.
Cuando el servicio religioso concluyó, el ministro anunció:
– La sepultura se realizará en privado… sólo asistirán los miembros de la familia.
Tyler miró el féretro y pensó en el cuerpo que contenía. La noche anterior, antes de que sellaran el ataúd, él se había dirigido directamente del Aeropuerto Logan de Boston a la funeraria. Quería ver muerto a su padre.
Woody observó cómo sacaban el féretro de la iglesia y sonrió: «Dale a la gente lo que quiere.»
El entierro en el viejo cementerio Mount Auburn en Cambridge fue breve.
La familia vio cómo bajaban el cuerpo de Harry Stanford a su última morada y, cuando arrojaron tierra sobre el féretro, el ministro dijo:
– No hace falta que se queden más si no lo desean.
Woody asintió.
– De acuerdo. -El efecto de la heroína comenzaba a disiparse y empezaba a ponerse nervioso-. Salgamos de aquí.
Marc preguntó:
– ¿Adónde vamos?
Tyler miró al grupo.
– Nos alojaremos en Rose Hill. Todo está arreglado. Nos quedaremos allí hasta que se solucione lo de la herencia.
Algunos minutos más tarde, viajaban en limusinas camino de la casa.
Boston tiene una estricta jerarquía social: los nuevos ricos vivían en la avenida Cornmonwealth, y los trepadores sociales, en la calle Newbury. Las familias antiguas y menos adineradas vivían en la calle Marlborough. Back Bay era el sector más nuevo y prestigioso, pero Beacon Hill seguía siendo la ciudadela de las familias más antiguas y opulentas de Boston. Era una mezcla de casas victorianas, residencias de tres o cuatro pisos, viejas iglesias y elegantes zonas comerciales.
Rose Hill, la propiedad de los Stanford, era una hermosa mansión victoriana que se erigía en medio de más de una hectárea de terreno en Beacon Hill. La casa en la que crecieron los hijos de Stanford estaba llena de recuerdos desagradables. Cuando las limusinas llegaron a la puerta, sus ocupantes se apearon y observaron la vieja mansión.
– No puedo creer que papá no esté dentro, esperándonos -dijo Kendall.
Woody sonrió.
– Está demasiado ocupado tratando de dirigir el infierno. Tyler respiró hondo:
– Entremos.
Cuando se aproximaban, la puerta principal se abrió y apareció Clark, el mayordomo. Tenía algo más de sesenta años y era un criado capaz y digno, que trabajaba en Rose Hill desde hacía más de treinta años. Había visto crecer a los chicos y había vivido en medio de todos los escándalos.
La cara de Clark se iluminó al ver al grupo: -¡Buenos días!
Kendall lo abrazó con fuerza.
– Clark, me alegro de volver a verte.
– Sí, ha pasado mucho tiempo, señorita Kendall.
– Ahora soy la señora Renaud. Éste es Marc, mi marido. -¿Cómo está, señor?
– Mi esposa me ha hablado mucho de usted.
– Espero que no le haya dicho nada malo, señor.
– Al contrario. Sólo tiene recuerdos buenos de usted. -Gracias, señor. -Clark se dirigió a Tyler-. Buenos días, juez Stanford.
– Hola, Clark.
– Es un placer verlo, señor.
– Gracias. Te veo muy bien.
– Usted también, señor. Lamento lo ocurrido.
– Gracias. ¿Estás dispuesto a ocuparte de todos nosotros? -Por supuesto. Creo que todos estarán cómodos. -¿Estaré en mi antiguo cuarto?
Clark sonrió.
– Así es. -Miró a Woody-. Me alegro de verlo, señor Woodrow. Quiero…
Woody cogió a Peggy del brazo.
– Vamos -le dijo secamente-. Quiero refrescarme un poco.
Los otros vieron a Woody abrirse paso entre ellos y llevar a Peggy al piso superior.
El resto del grupo entró en la inmensa sala, dominada por un par de macizos armarios Luís XIV. Diseminados por el recinto había una mesa de mármol y una variedad de exquisitas sillas y divanes del mismo estilo. Una araña de bronce dorado colgaba del alto techo. En las paredes había telas medievales sombrías.
Clark miró a Tyler.
– Juez Stanford, tengo un mensaje para usted. El señor Simon Fitzgerald desea que lo llame por teléfono para decide cuándo le resulta conveniente concertar una reunión con la familia.
– ¿Quién es Simon Fitzgerald? -preguntó Marc.
– Es el abogado de la familia -respondió Kendall-. Atendía los asuntos de papá desde siempre.
– Supongo que quiere hablar de la división de los bienes -dijo Tyler. Miró a los otros-: Si estáis de acuerdo, concertaré una reunión con él para mañana por la mañana.
– Me parece bien -dijo Kendall.
– El cocinero ha preparado la cena -les dijo Clark-. ¿Las ocho les parece una hora adecuada?
– Sí -contestó Tyler-. Gracias.
– Eva y Millie los conducirán a sus habitaciones.
Tyler miró a su hermana ya su marido.
– Nos encontraremos aquí a las ocho, ¿de acuerdo?
Cuando Woody y Peggy entraban en su dormitorio del piso superior, ella preguntó:
– ¿Estás bien?
– Estoy muy bien -saltó Woody-. Déjame en paz. Peggy lo vio entrar en el baño y pegar un portazo. Ella se quedó allí de pie, esperando.
Diez minutos después, Woody salió. Sonreía.
– Hola, querida.
– Hola.
– Bueno, ¿qué te parece la vieja casa?
– Es… es inmensa.
– Es una monstruosidad. -Él se acercó a la cama y abrazó a Peggy-. Éste es mi antiguo cuarto. Estas paredes estaban cubiertas con posters: de los Bruins, los Celtics, los Red Sox. En mi último año en el internado, fui capitán del equipo de fútbol y recibí ofertas de media docena de entrenadores de universidades.
– ¿Cuál aceptaste? Él sacudió la cabeza.
– Ninguna. Mi padre dijo que lo único que les interesaba era el apellido Stanford y que querían sacarle dinero. Me mandó a la facultad de ingeniería, donde no se jugaba al fútbol. -Se quedó callado un momento. Después, farfulló-: Yo podría haber sido rival del campeón…
Ella lo miró sin entender.
– ¿Qué?
– ¿No viste Nido de ratas?
– No.
– Es algo que decía Marlon Brando. Significa que los dos nos jodimos.
– Tu padre debió de ser un tipo duro.
Woody soltó una risa corta y despreciativa.
– Ése es el cumplido más grande que se ha dicho de él. Recuerdo que, de niño, me caí de un caballo. Quería volver a subir y seguir galopando, pero papá no me dejó. «Nunca serás un buen jinete», me dijo. «Eres demasiado torpe.» -Woody la miró-. Por eso me convertí en un jugador de polo de nueve goles.
– Y tú, Marc, ¿a qué te dedicas?
– Trabajo en una compañía de agentes de bolsa.
– De modo que eres uno de esos jóvenes millonarios de Wall Street.
– Bueno, no exactamente. En realidad, acabo de empezar. Tyler dirigió a Marc una mirada condescendiente. -Supongo que tienes suerte de tener una esposa famosa. Kendall se ruborizó y susurró a Marc en el oído:
– No le prestes atención. Recuerda que te amo.
Woody comenzaba a sentir el efecto de las drogas. Giró la cabeza para mirar a su esposa.
– Peggy podría ponerse ropa decente -dijo-. Pero a ella no le importa su aspecto. ¿No es así, ángel mío?
Peggy no supo qué decir.
– ¿Quizá un traje de camarera? -sugirió Woody: -Perdonadme -dijo Peggy; se levantó y corrió hacia arriba.
Todos miraron fijamente a Woody.
Él sonrió.
– Es una mujer demasiado sensible. Bueno, de modo que mañana hablaremos del testamento, ¿no?
– Así es -dijo Tyler.
– Apuesto a que el viejo no nos dejó ni un centavo. -Pero sus bienes valen tanto dinero… -dijo Marc. Woody rió a carcajadas.
– No conociste a nuestro padre. Lo más probable es que nos haya dejado sus chaquetas viejas y una caja de cigarros. Le gustaba usar su dinero para controlamos. Su frase favorita era: «No querrás decepcionarme, ¿verdad?». Y entonces todos nos portábamos como chicos buenos porque, como has dicho, había mucho dinero. Bueno, apuesto a que el viejo encontró la manera de llevárselo con él.
– Lo sabremos mañana, ¿verdad? -dijo Tyler.
Se reunieron alrededor de la mesa del comedor como desconocidos entre sí, sentados en un silencio incómodo, unidos sólo por los traumas de la infancia.
Kendall paseó la vista por la habitación. Recuerdos terribles se mezclaron con la admiración por su belleza. La mesa era estilo francés clásico, Luís XV, y estaba rodeada de sillas de nogal estilo Directorio. En un rincón había un armario rinconera provenzal francés pintado de azul y crema. En las paredes había dibujos de Watteau y Fragonard.
Kendall se dirigió a Tyler.
– Leí tu decisión en el caso Fiorello. Se merecía la condena que le diste.
– Debe de ser interesante ser juez -dijo Peggy.
– A veces lo es.
– ¿Qué clase de causas llevas? -preguntó Marc. -Causas criminales… violaciones, drogas, homicidios. Kendall se puso pálida y empezó a decir algo, pero Marc le cogió la mano y se la apretó como advertencia.
Tyler dijo cortésmente a Kendall:
– Te has convertido en una diseñadora de éxito.
A Kendall le resultaba difícil respirar.
– Sí.
– Es fantástica -dijo Marc.
A la mañana siguiente, llegaron Simon Fitzgerald y Steve Sloane. Clark los escoltó a la biblioteca.
– Les diré que están aquí -dijo.
– Gracias. -Lo vieron alejarse.
La biblioteca era grande y sus dos enormes puertas-ventana se abrían al jardín. El cuarto tenía revestimiento de roble oscuro, y las paredes estaban cubiertas de estanterías llenas de libros encuadernados en cuero. Había un serie de cómodos sillones y de lámparas italianas de lectura. En un rincón había un gabinete de caoba con puertas de cristal biselado engastado en bronce, en el que se exhibía la envidiable colección de armas de Harry Stanford. Debajo había cajones especiales para guardar las municiones.
– Será una mañana interesante -dijo Steve-. Me pregunto cómo reaccionarán.
– Pronto lo sabremos.
Kendall y Marc entraron en el cuarto.
Simon Fitzgerald les dijo:
– Buenos días. Soy Simon Fitzgerald. Éste es mi socio, Steve Sloane.
– Yo soy Kendall Renaud, y éste es Marc, mi marido. Los hombres se estrecharon las manos.
Woody y Peggy entraron.
Kendall dijo:
– Woody, éstos son el señor Fitzgerald y el señor Sloane. Woody asintió.
– Hola. ¿Han traído la pasta?
– Bueno, en realidad…
– ¡Sólo bromeaba! Ésta es mi esposa Peggy. -Woody miró a Steve-. ¿El viejo me ha dejado algo o…?
Tyler entró en la habitación.
– Buenos días.
– ¿Juez Stanford?
– Sí.
– Soy Simon Fitzgerald y éste es Steve Sloane, mi socio. Steve fue el que consiguió permiso para traer el cuerpo de su padre desde Córcega.
Tyler miró a Steve.
– Se lo agradezco. Todavía no estamos seguros de lo que sucedió en realidad. La prensa ha publicado versiones muy diferentes de los hechos. ¿Hubo algo irregular?
– No. Parece que fue un accidente. El yate de su padre quedó atrapado en una terrible tempestad, cerca de las costas de Córcega. Según el testimonio de Dmitri Kaminsky, su guardaespaldas, Harry Stanford se encontraba de pie en la terraza privada de su cabina que daba a cubierta cuando el viento le arrancó unos papeles de la mano. Él trató de atraparlos, perdió el equilibrio y cayó al agua. Cuando finalmente recuperaron su cuerpo, ya era demasiado tarde.
– Qué manera tan horrible de morir -dijo Kendall y se estremeció.
– ¿Habló usted personalmente con ese tal Kaminsky?
– preguntó Tyler.
– Por desgracia, no. Cuando llegué a Córcega, él ya se había ido.
Fitzgerald dijo:
– El capitán del yate había recomendado a su padre no navegar con esa tormenta pero, por alguna razón, él tenía prisa por volver aquí. Creo que había alguna clase de problema urgente.
– ¿Sabe cuál era ese problema? -preguntó Tyler.
– No. Acorté mis vacaciones para venir aquí y reunirme con él. No sé qué…
Woody lo interrumpió.
– Todo esto es muy interesante, pero es historia antigua, ¿verdad? Hablemos del testamento. ¿Nos dejó algo o no? -Las manos se le movían espasmódicamente.
– ¿Por qué no nos sentamos? -sugirió Tyler.
Todos tomaron asiento. Simon Fitzgerald lo hizo frente al escritorio, enfrente de los demás. Abrió un maletín y comenzó a sacar algunos papeles.
Woody estaba a punto de explotar.
– ¿Y? Por el amor de Dios, ¿sí o no?
Kendall dijo:
– Woody…
– Yo sé la respuesta -dijo Woody, furioso-. No nos ha dejado ni un maldito centavo.
Fitzgerald observó los rostros de los hijos de Harry Stanford.
– De hecho -dijo-, cada uno de ustedes recibe partes iguales de sus bienes.
Steve percibió la repentina euforia que vibró en la habitación.
Woody, boquiabierto, miraba fijamente a Fitzgerald.
– ¿Qué? ¿Lo dice en serio? -Se puso en pie de un salto- ¡Es fantástico! -Miró a los otros-. ¿Lo habéis oído? ¡El hijo de puta finalmente hizo algo bueno! -Miró a Simón Fitzgerald-. ¿De cuánto dinero estamos hablando?
– No tengo la cifra exacta. De acuerdo con el último número de la revista Forbes, las Empresas Stanford valen seis mil millones de dólares. La mayoría de ese dinero está invertido en diversas compañías, pero hay alrededor de cuatrocientos millones de dólares en activo.
Kendall escuchaba, aturdida.
– Eso es más de cien millones de dólares para cada uno de nosotros. ¡No puedo creerlo! -«Estoy libre», pensó. «Puedo pagarles lo que me piden y desembarazarme de ellos para siempre.» Con el rostro iluminado miró a Marc y le apretó la mano.
– Felicidades -dijo Marc. Sabía mejor que los otros lo que ese dinero podía significar.
Simon Fitzgerald tomó la palabra.
– Como saben, su padre poseía el noventa por ciento de las acciones de las Empresas Stanford, de modo que esas acciones se repartirán de forma equitativa entre ustedes. Además, ahora que su padre ha fallecido, el fondo fiduciario en beneficio de Tyler ha quedado disuelto y el juez Stanford posee ese otro uno por ciento. Desde luego, habrá ciertas formalidades. Además, debo informarles que existe la posibilidad de que haya otro heredero.
– ¿Otro heredero? -preguntó Tyler.
– El testamento de su padre especifica que los bienes deben ser divididos por partes iguales entre su descendencia. Peggy parecía confundida.
– ¿Qué quiere decir con su descendencia?
Tyler fue el que contestó.
– Hijos naturales e hijos legalmente adoptados.
Fitzgerald asintió.
– Es correcto. Cualquier hijo nacido fuera del matrimonio se considera descendiente de la madre y del padre, cuya protección se establece bajo la ley de la jurisdicción.
– ¿Qué nos está diciendo? -preguntó Woody con impaciencia.
– Les estoy diciendo que hay otra persona que puede reclamar su herencia.
Kendall lo miró.
– ¿Quién?
Simon Fitzgerald vaciló. No había manera de decirlo con tacto.
– Estoy seguro de que todos ustedes saben que, hace algunos años, su padre tuvo un hijo con la institutriz que trabajaba aquí.
– Rosemary Nelson -dijo Tyler.
– Sí. Su hija nació en el hospital Saint Joseph's de Milwaukee, y ella le puso el nombre de Julia.
En la habitación reinó un denso silencio.
– ¡Epa! -exclamó Woody-. Fue hace veinticinco años. -Veintiséis, para ser exactos.
– ¿Alguien sabe dónde está? -preguntó Kendall.
A Simon Fitzgerald le pareció oír la voz de Harry Stanford. «Ella me escribió para decirme que soy el padre de su hija. Bueno, si cree que podrá sacarme un solo centavo, puede irse al infierno.»
– No -dijo lentamente Fitzgerald-. Nadie sabe dónde está.
– Entonces, ¿de qué demonios estamos hablando? -preguntó Woody.
– Yo sólo quería que ustedes supieran que si ella llegara a presentarse, tendría derecho a una parte equivalente de los bienes.
– No creo que tengamos por qué preocupamos -dijo Woody con tono confiado-. Lo más probable es que ella ni siquiera sepa quién fue su padre.
Tyler se dirigió a Simon Fitzgerald.
– Usted dice que no conoce el valor exacto de los bienes. ¿Puedo preguntarle por qué no?
– Porque nuestra firma sólo lleva los asuntos personales de su padre. Todo lo que tenga que ver con sus empresas lo llevan otros dos bufetes. Me he puesto en contacto con ellos y les he pedido que preparen informes lo antes posible.
– ¿De qué plazo estamos hablando? -preguntó Kendall con ansiedad. «Nosotros necesitaremos cien mil dólares enseguida para cubrir nuestros gastos.»
– Probablemente, de dos a tres meses.
Marc notó la consternación en el rostro de su mujer. Miró a Fitzgerald.
– ¿No hay alguna manera de agilizar los trámites?
– Me temo que no -respondió Steve Sloane-. El testamento tiene que pasar primero por un tribunal sucesorio, y en este momento tienen la agenda al completo.
– ¿No podemos liquidar el asunto ahora mismo? -saltó Woody.
– La ley no actúa de esa manera -dijo Tyler-. Cuando ocurre una muerte, el testamento debe ser homologado por un tribunal sucesorio. Es preciso evaluar todos los bienes: propiedades, empresas, efectivo, joyas… Después hay que preparar un inventario y presentarlo a la corte. Hay que ocuparse de los impuestos y pagar los legados específicos. Luego, se solicita permiso para distribuir el balance de los bienes a los beneficiarios.
Woody sonrió.
– Qué diablos, he esperado casi cuarenta años para ser millonario. Supongo que puedo esperar uno o dos meses más. Simon Fitzgerald se puso en pie.
– Aparte de los legados de su padre a ustedes, hay algunos legados menores que no afectan el total de los bienes. -Fitzgerald paseó la vista por el lugar-. Bueno, si no hay nada más…
Tyler se puso en pie.
– Creo que no. Gracias, señor Fitzgerald, señor Sloane. Si llegara a presentarse algún problema, nos mantendremos en contacto.
Fitzgerald inclinó la cabeza hacia el grupo.
– Señoras y caballeros -dijo; se dio media vuelta y echó a andar hacia la puerta, seguido por Steve Sloane.
Una vez en el jardín, Simon Fitzgerald dijo a Steve:
– Bueno, ya conoces a la familia. ¿Qué te parecieron? -Fue más una celebración que un duelo. Hay algo que me desconcierta Simon. Si el padre los odiaba tanto como ellos parecen odiarlo a él, ¿por qué les dejó todo ese dinero?
Simon Fitzgerald se encogió de hombros.
– Eso es algo que jamás sabremos. Tal vez por eso quería verme, para dejarle el dinero a otra persona.
Ninguno de ellos pudo dormir esa noche; cada uno estaba preocupado con sus propios asuntos.
Tyler pensaba: «Ha ocurrido. ¡Realmente ha ocurrido! Ahora puedo ofrecerle el mundo a Lee. ¡Cualquier cosa! ¡Todo!»
Kendall pensaba: «En cuanto reciba el dinero, buscaré la forma de terminar con ellos de manera definitiva, para asegurarme de que nunca volverán a molestarme.»
Woody pensaba: «Tendré la mejor cuadra de ponis de polo del mundo. Basta de pedidos prestados. ¡Seré un jugador de diez goles!» Miró a Peggy, que dormía junto a él. «Lo primero que haré será librarme de esta perra estúpida.» Pero enseguida pensó: «No, no puedo hacer eso…» Se levantó y fue al baño. Cuando salió, se sentía maravillosamente bien.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, la atmósfera era completamente diferente de la de la cena de la noche de su llegada. Todos estaban de espléndido humor.
– Supongo -dijo Woody, entusiasmado-, que todos habéis estado haciendo planes.
Marc se encogió de hombros.
– ¿Cómo se hace para planear algo como esto? Es una cantidad increíble de dinero.
Tyler levantó la vista.
– Ciertamente, cambiará la vida de todos nosotros. Woody asintió.
– El hijo de puta debería habernos dado el dinero mientras estaba vivo, para que pudiéramos disfrutarlo entonces. Si no es descortés odiar a los muertos, os tengo que decir algo…
– Woody… -dijo Kendall con tono de reproche. -Bueno, no seamos hipócritas. Todos lo despreciábamos, y él se lo merecía. Mirad lo que trató de…
Clark entró en la habitación y se detuvo con expresión de disculpa.
– Excúsenme -dijo-. Hay una tal señorita Julia Stanford en la puerta.