NOCHE

Capítulo 15

Lo había planeado con la habilidad de un maestro de ajedrez. Con la diferencia de que ésta había sido la partida de ajedrez más lucrativa de la historia, con apuestas de miles de millones de dólares… ¡y había ganado! Tenía la sensación de poseer un poder invencible.

«¿Así te sentías, papá, cuando cerrabas un negocio importante? Pues bien, esto es algo mucho más importante que lo que tú has podido hacer jamás. He planeado el delito del siglo y lo he ejecutado.»

En cierto sentido, todo había empezado con Lee. El hermoso y maravilloso Lee. La persona que él más quería en el mundo. Se habían conocido en The Berlín, el bar de homosexuales de la avenida Belmont. Lee era alto, rubio y musculoso, y el hombre más hermoso que Tyler había visto en su vida.

Su encuentro había empezado con un: -¿Puedo invitarte a una copa?

Lee lo había mirado de arriba abajo y asentido. -Me parece bien.

Después de la segunda copa, Tyler dijo:

– ¿Por qué no nos vamos a casa a beber un trago? Lee sonrió.

– Soy muy caro.

– ¿Cuánto?

– Quinientos dólares la noche.

Tyler no vaciló.

– Vamos -dijo.


* * *

Tyler sabía que era homosexual desde los doce años. Un día, su padre lo había pillado acariciando y besándose con un chico del colegio, y Tyler tuvo que soportar la furia de su padre. «¡No puedo creer que tenga un hijo marica! Ahora que conozco tu sucio secreto, te vigilaré bien de cerca, preciosa.»

Pasaron la noche en casa de Tyler.

Lee estuvo tierno, sensible y cariñoso, y Tyler se sintió con él como no se había sentido con ningún ser humano. Descubrió emociones que no sabía que existían. Al día siguiente, Tyler estaba locamente enamorado de Lee.

Anteriormente se había acostado con muchachos de The Cairo y The Bijou y varios garitos de ambiente de Chicago, pero sabía que todo aquello iba a cambiar. De ahora en adelante, sólo querría a Lee.

Por la mañana, mientras preparaba el desayuno, Tyler preguntó:

– ¿Qué te gustaría hacer esta noche?

Lee lo miró, sorprendido.

– Lo siento. Esta noche tengo un compromiso.

Tyler sintió que lo golpeaban en la boca del estómago. -Pero, Lee, pensaba que tú y yo…

– Tyler querido, yo soy una mercancía muy valiosa que se entrega al mejor postor. Me gustas, pero temo que soy demasiado caro para ti.

– Yo puedo darte todo lo que desees -dijo Tyler.

Lee sonrió.

– ¿En serio? Bueno, lo que quiero es un viaje a Saint Tropez en un hermoso yate blanco. ¿Puedes pagármelo?

– Lee, yo soy más rico que todos tus amigos juntos.

– ¿Ah, sí? Me pareció oírte decir que eras juez.

– Bueno, sí lo soy, pero seré muy rico. Muy rico.

Lee le pasó el brazo por los hombros.

– No te preocupes, Tyler. A partir del jueves estaré libre una semana. Esos huevos parecen deliciosos.

Aquel fue el principio. El dinero siempre había sido importante para Tyler, pero ahora se convirtió en una obsesión. Lo necesitaba para Lee. No podía sacárselo de la cabeza. La mera idea de que él pudiera hacer el amor con otros hombres le resultaba intolerable. «Tengo que tenerlo sólo para mí.»

El matrimonio de Tyler fue una broma cósmica, perpetrada por un dios con un macabro sentido del humor.

– Hay alguien que quiero que conozcas -dijo Harry Stanford.

Era Navidad y Tyler había ido a Rose Hill a pasar las fiestas. Kendall y Woody ya se habían ido y Tyler planeaba imitarlos cuando explotó la bomba…

– Te vas a casar.

– ¿Casarme? ¡Es imposible! Yo no…

– Escúchame, preciosa. La gente comienza a murmurar y a decir cosas de ti, y no puedo permitido. Es malo para mi reputación. Si te casas les cerrarás la boca.

Tyler se mostró desafiante.

– No me importa lo que diga la gente. Es mi vida.

– Y yo quiero que tu vida sea la de un rico, Tyler. Me estoy haciendo viejo. Muy pronto… -y se encogió de hombros.

El palo con la zanahoria.


* * *

Naomi Schuyler era una mujer simple y poco atractiva, procedente de una familia de clase media, cuyo mayor deseo en la vida era «mejorar». El nombre de Harry Stanford la impresionaba tanto que probablemente se habría casado con su hijo aunque hubiera sido gasolinero en lugar de juez.

Harry Stanford se había acostado una vez con Naomi. Cuando alguien le preguntó por qué, Stanford le contestó: «Porque estaba allí».

Pero enseguida se aburrió de ella y decidió que sería perfecta para Tyler. y lo que Harry Stanford quería, Harry Stanford lo conseguía.


* * *

La boda se celebró dos meses más tarde. Fue una ceremonia sencilla -con sólo ciento cincuenta invitados- y el novio y la novia fueron a Jamaica para la luna de miel. Fue un fiasco.

La noche de bodas, Naomi dijo:

– ¿Con qué clase de hombre me he casado, por el amor de Dios? ¿Para qué tienes un pito?

Tyler trató de hacerla entrar en razón.

– No necesitamos tener relaciones sexuales. Podemos vivir existencias separadas. Seguiremos juntos, pero cada uno tendrá sus propias… amistades.

– ¡Ya lo creo que las tendremos!

Naomi se vengó de él convirtiéndose en una compradora insaciable. Lo compraba todo en las tiendas más caras de la ciudad y realizaba viajes de compras a Nueva York.

– Con mis ingresos no puedo pagar tus extravagancias

– se quejó Tyler.

– Entonces consigue un aumento. Soy tu esposa y tengo derecho a que me mantengas.

Tyler acudió a su padre y le explicó la situación.

Harry Stanford sonrió.

– Las mujeres pueden resultar caras, ¿verdad? Bueno, tendrás que arreglártelas solo.

– Pero, papá, necesito…

– Algún día tendrás todo el dinero del mundo.

Tyler trató de explicárselo a Naomi, pero ella no tenía intención de esperar a «algún día». Intuyó que tal vez ese día no llegaría jamás. Cuando finalmente logró sacarle a Tyler todo el dinero posible, inició el divorcio, se contentó con lo que a él le quedaba en su cuenta bancaria y desapareció.

Cuando Harry Stanford se enteró, dijo: -El que nace marica, siempre es marica. Y ése fue el fin de la historia.

Harry Stanford había hecho todo lo posible para denigrar a su hijo.


Cierto día, cuando Tyler se encontraba en el estrado, celebrando un juicio, el ujier se le acercó y le susurró: -Disculpe, señoría…

Tyler lo miró, impaciente.

– ¿Sí?

– Lo llaman por teléfono.

– ¿Qué? ¿Se ha vuelto loco? Estoy en pleno juicio… -Es su padre, señoría. Dice que es muy urgente y que debe hablar inmediatamente con usted.

Tyler se puso furioso. Su padre no tenía derecho a interrumpirlo. Estuvo tentado de no hacer caso de la llamada.

Pero, por otro lado, si era tan urgente…

Se puso en pie.

– Hay un descanso de quince minutos.

Tyler fue a su despacho y cogió el teléfono.

– ¿Papá?

– Espero no molestarte, Tyler. -En su voz había un dejo de malicia.

– En realidad sí lo haces. Estoy en mitad de un juicio y… -Bueno, ponle una multa de tráfico y olvídalo. -Papá…

– Necesito tu ayuda en un problema muy serio.

– ¿Qué clase de problema?

– Mi cocinero me está robando.

Tyler no podía creer lo que oía. Estaba tan furioso que casi no podía hablar.

– ¿Me hiciste bajar del estrado sólo porque…?

– Tú representas a la ley, ¿no es verdad? Pues bien, él la está violando. Quiero que vengas enseguida a Boston y que investigues a toda mi servidumbre. ¡Me están sacando los ojos!

– Papá… -fue todo lo que Tyler pudo decir para no explotar.

– Ya no se puede confiar en esas malditas agencias de personal doméstico.

– Estoy en mitad de un juicio. No puedo ir ahora.

Se hizo un silencio ominoso.

– ¿Qué has dicho?

– Dije…

– No me vas a decepcionar de nuevo, ¿verdad, Tyler? Creo que tal vez debería hablar con Fitzgerald sobre mi testamento.

De nuevo aparecía la zanahoria: el dinero. Su parte de los miles de millones de dólares que lo esperaban cuando su padre muriera.

Tyler carraspeó.

– Si pudieras enviar tu avión a buscarme…

– ¡Diablos, no! Si juegas bien tus cartas, juez, algún día ese avión será tuyo. Piénsalo. Mientras tanto, coge un vuelo regular como todo el mundo. ¡Pero quiero que vengas aquí enseguida! -y la comunicación se cortó.

Tyler se quedó allí sentado, sintiéndose humillado. «Mi padre me ha hecho esto toda la vida. ¡Al diablo con él! No iré. No pienso hacerlo.»

Aquella tarde, Tyler cogió un vuelo a Boston.

La servidumbre de Harry Stanford constaba de veintidós personas. Había un regimiento de secretarias, mayordomos, amas de llaves, criadas, cocineros, conductores, jardineros, y un guardaespaldas.

– Todos son unos malditos ladrones -se quejó Harry

Stanford a Tyler.

– Si eso te preocupa tanto, ¿por qué no contratas a un investigador privado o vas a la policía?

– Porque te tengo a ti -dijo Harry Stanford-. Tú eres juez, ¿no? Pues bien, júzgalos en mi nombre.

Era pura maldad.

Tyler contempló la enorme mansión con sus muebles y pinturas exquisitas, y pensó en la casa deprimente en que vivía. «Esto es lo que merezco tener -pensó-. Y algún día lo tendré.»


Tyler habló con Clark, el mayordomo, y con algunos de los integrantes más antiguos del personal. Interrogó personalmente a cada uno de los criados y comprobó sus antecedentes. La mayoría eran nuevos porque era casi imposible trabajar para Harry Stanford. La rotación de personal era extraordinaria. Algunos empleados sólo duraban allí uno o dos días. Un número reducido de los nuevos eran culpables de raterías sin importancia, y otro era alcohólico, pero aparte de eso, Tyler no encontró ningún problema.

Salvo en lo referente a Dmitri Karninsky.

Dmitri Karninsky había sido contratado por su padre como guardaespaldas y masajista. El hecho de tener que intervenir en tantos procesos criminales había hecho que Tyler fuera un buen conocedor del carácter de las personas y había algo en Dmitri que hizo que Tyler desconfiara enseguida de él. Era el empleado más reciente. El anterior guardaespaldas de Harry Stanford había abandonado el empleo – Tyler se imaginaba por qué-, y una agencia local de personal de seguridad había enviado a Kaminsky.

Era un hombre corpulento, de pecho amplio y brazos grandes y musculosos. Hablaba inglés con fuerte acento ruso.

– ¿Deseaba verme?

– Sí – Tyler le indicó una silla-. Siéntese. -Había revisado sus antecedentes laborales y le dijeron muy poco, salvo que hacía poco que había salido de Rusia-. ¿Usted nació en Rusia?

– Sí -contestó el individuo mirando a Tyler con cautela. -¿En qué parte?

– En Georgia.

– ¿Por qué abandonó Rusia para venir a los Estados

Unidos?

Karninsky se encogió de hombros.

– Aquí hay más oportunidades.

«¿Oportunidades para qué?», se preguntó Tyler. Había algo evasivo en la actitud de aquel hombre. Hablaron durante veinte minutos y al cabo de ese tiempo Tyler estaba convencido de que Dmitri Kaminsky ocultaba algo.


* * *

Tyler llamó por teléfono a Fred Masterson, un conocido suyo que trabajaba en el FBI.

– Fred, quiero que me hagas un favor.

– Por supuesto. Si alguna vez voy a Chicago, ¿te ocuparás de mis multas de tráfico?

– Hablo en serio.

– Dime lo que necesitas.

– Quiero que investigues a un ruso que entró en el país hace seis meses.

– Espera un momento. Eso corresponde a la CIA.

– Tal vez, pero no conozco a nadie que trabaje allí. -Tampoco yo.

– Fred, te agradecería muchísimo que hicieras esto por mí. Tyler oyó que el otro hombre suspiraba.

– De acuerdo. ¿Cómo se llama?

– Dmitri Kaminsky.

– Te diré lo que haré. Conozco a alguien que trabaja en la

Embajada Rusa en Washington. Veré si tiene información sobre Kaminsky. Si no es así, me temo que no podré ayudarte.

– Hazlo, entonces.

– ¿Cómo vas con el problema de la servidumbre? -Sigo investigándolos, papá.

– Bueno, no tardes una eternidad -gruñó su padre y abandonó la habitación.

Aquella noche, Tyler cenó con su padre. Inconscientemente, había esperado que su padre estuviera más viejo, más frágil y más vulnerable con el paso del tiempo. Harry Stanford tenía, en cambio, un aspecto sano y vigoroso, como si estuviera en la flor de la vida. «Vivirá siempre -pensó Tyler con desesperación-. Nos sobrevivirá a todos.»

Durante la cena, la conversación fue absolutamente unilateral.

– Acabo de cerrar un trato para comprar la compañía de electricidad de Hawai…

»La semana que viene volaré a Amsterdam para solucionar algunas complicaciones del GATT…

»El Secretario de Estado me ha invitado a acompañarlo a China…

Tyler casi no pudo intervenir ni una sola vez. Al terminar la comida, su padre se puso en pie.

A la mañana siguiente, Tyler recibió una llamada de Fred Masterson, del FBI.

– ¿Tyler?

– Sí.

– Has pescado una joya.

– ¿Ah, sí?

– Dmitri Kaminsky era un asesino a sueldo de la polgoprudnenskaya.

¿Qué demonios es eso?

– Te lo explicaré. Hay ocho poderosas bandas de criminales en Moscú. Todos luchan entre ellos, pero los dos más importantes son los chechens y la polgoprudnenskaya. Tu amigo Kaminsky trabajaba para el segundo de esos grupos. Hace tres meses, le encargaron que matara a uno de los líderes de los chechen. En lugar de matarlo, Kaminsky se le acercó y le propuso un trato mejor. La polgoprudnenskaya lo descubrió y ordenó matar a Kaminsky. Las pandillas rusas tienen una costumbre muy rara; primero le cortan los dedos al individuo, después lo dejan desangrarse un rato y, finalmente, lo matan de un disparo. -¡Dios mío!

– Kaminsky logró escapar de Rusia, pero todavía lo buscan. -Es increíble -dijo Tyler.

– Y eso no es todo. También lo busca la policía por algunos homicidios. Si sabes dónde está, a ellos les encantaría tener esa información.

Tyler se quedó pensativo un momento.

No podía permitirse el lujo de involucrarse en ese asunto.

«Podría significar prestar testimonio y perder mucho tiempo.»

– No tengo ni idea. Sólo quería comprobarlo para un amigo ruso. Gracias, Fred.


* * *

Tyler encontró a Dmitri Kaminsky en su habitación, leyendo una revista pornográfica. Dmitri se puso en pie al ver entrar a Tyler.

– Quiero que empaquete sus cosas y salga enseguida de aquí.

Dmitri se quedó mirándolo.

– ¿Qué ocurre?

– Le estoy dando a elegir. O se va de aquí antes de esta tarde, o le diré a la policía rusa dónde está.

Dmitri palideció.

– ¿Me ha entendido?

Da. Entendí.

Tyler fue a ver a su padre. «Quedará complacido -pensó-. Le he hecho un auténtico favor.» Lo encontró en el estudio. -He investigado a todo el personal-dijo Tyler-. Y… -Me impresionas. ¿Encontraste algún muchachito con el cual acostarte?

Tyler enrojeció.

– Papá…

– Eres marica, Tyler, y siempre lo serás. No sé cómo alguien como tú puede ser hijo mío. Vuelve a Chicago con tus amiguitos.

Tyler se quedó allí, tratando de controlarse.

– Muy bien -dijo y se dirigió a la puerta. -¿Averiguaste algo sobre el personal que yo debería saber? Tyler giró la cabeza y miró un momento a su padre.

– No -dijo en voz baja-. Nada.

– Lo olvidaremos.

Dmitri lo observaba con desconfianza.

– ¿Por qué? ¿Qué quiere que haga?

– Quiero que sea mis ojos y mis oídos aquí. Necesito que alguien vigile a mi padre y me cuente lo que ocurre.

– ¿Por qué tengo que hacerlo?

– Porque si hace lo que le digo, no lo entregaré a los rusos.

Y porque lo convertiré en un hombre rico.

Dmitri Kaminsky lo observó un momento. Luego, una sonrisa le iluminó el rostro.

– Me quedaré.

Fue el gambito de apertura. Tyler acababa de mover el primer peón.

Cuando Tyler entró en el cuarto de Kaminsky, estaba recogiendo sus cosas.

– Me voy -dijo con tono sombrío.

– No lo haga. He cambiado de idea.

Dmitri levantó la vista y lo miró, intrigado.

– ¿Qué?

– No quiero que se vaya. Quiero que se quede como guardaespaldas de mi padre.

– ¿Y qué pasa con… ya sabe… lo otro?

Eso había sucedido dos años antes. De vez en cuando, Dmitri pasaba información a Tyler. En su mayor parte eran chismes sin importancia sobre el último romance de Harry Stanford o trozos de conversaciones acerca de negocios oídas por Dmitri. Tyler comenzaba a pensar que se había equivocado, que debería haber entregado a Dmitri a la policía. Hasta que recibió la llamada telefónica de Cerdeña, y la jugada dio sus frutos.

«Estoy con su padre en el yate. Él acaba de llamar por teléfono a su abogado. Se reunirá con él el lunes en Boston para modificar su testamento.»

Tyler pensó en todas las humillaciones que su padre le había infligido a lo largo de los años, y sintió una furia terrible. «Si él cambia su testamento, habré padecido en vano todos esos años de vejaciones. ¡No pienso permitirle que se salga con la suya!» Había una sola manera de impedirlo.

– Dmitri, quiero que me llames de nuevo el domingo. -De acuerdo.

Tyler cortó la comunicación y se quedó sentado, pensando. Había llegado el momento de mover el caballo.

Capítulo 16

En el Condado de Cook había un constante ir y venir de individuos acusados de incendios intencionados, violencia destructiva, violaciones, tráfico de drogas, homicidios y gran variedad de actividades ilegales y desagradables. En el curso de un mes, el juez Tyler Stanford se había ocupado al menos de media docena de causas de homicidio. La mayoría nunca llegaban a juicio, puesto que los abogados del acusado decidían negociar con el fiscal y como las agendas de los juzgados estaban tan llenas y las prisiones tan repletas, por lo general el Estado accedía. Entonces las dos partes hacían un trato y se presentaban ante el juez Stanford para que lo aprobara.

La causa de Hal Baker fue una excepción.

Hal Baker era un hombre con buenas intenciones y muy mala suerte. Cuando tenía quince años, su hermano mayor lo convenció de que lo ayudara a robar un almacén. Hal trató de disuadirlo y, al fracasar en su intento, aceptó acompañarlo. A Hallo pescaron y su hermano logró escapar. Dos años más tarde, cuando Hal Baker salió del reformatorio, decidió no volver a meterse en líos con la autoridad. Un mes después, acompañó a un amigo a una joyería.

– Quiero elegir un anillo para mi novia.

Una vez en el interior del local, su amigo sacó un arma y gritó:

– ¡Esto es un asalto!

En el alboroto que siguió, su amigo mató a un empleado de un tiro y a Hal Baker lo detuvieron por robo a mano armada. Su amigo, en cambio, escapó.

Mientras Baker estaba en la cárcel, Helen Gowan, una asistente social que había leído todo lo referente a su causa y había sentido lástima por él, fue a visitarlo. Fue amor a primera vista y, cuando Baker salió de la prisión, Helen y él se casaron. Durante los siguientes cinco años tuvieron cuatro hijos preciosos. Hal Baker adoraba a su familia. Debido a sus antecedentes le resultaba difícil conseguir empleo y, para poder mantener a su familia, de mala gana aceptó trabajar para su hermano y participó en varios actos de violencia destructiva, incendio intencionado y robos. Por desgracia para Baker, lo pescaron in fraganti durante la comisión de un robo. Lo arrestaron, lo metieron en la cárcel y lo juzgaron en la sala del juez Tyler Stanford.

Llegó la hora de la sentencia. Baker era un delincuente reincidente y tenía malos antecedentes juveniles. Era un caso tan claro y definido que los asistentes del fiscal de distrito hacían apuestas sobre cuántos años pondría el juez Stanford a Baker. «¡Lo tratará con el máximo rigor!», decía uno de los asistentes. «Apuesto a que le mete veinte años. No por nada a Stanford lo llaman el juez de la horca.»

Hal Baker, que en el fondo de su corazón se sabía inocente, no había solicitado abogado y se ocupaba de su propia defensa. Estaba en pie delante del estrado del magistrado, con su mejor traje, y dijo:

– Señoría, sé que he cometido un error, pero todos somos humanos, ¿verdad? Tengo una esposa maravillosa y cuatro hijos; ojalá pudiera conocerlos, Señoría. Son fantásticos. Lo que hice, lo hice por ellos.

Tyler Stanford lo escuchaba con rostro impasible. Esperaba que Hal Baker terminara para poder dictar sentencia. «¿Este imbécil de veras creerá que saldrá adelante con esa estúpida historia lacrimógena?»

Hal Baker terminaba su perorata.

…y como verá, Señoría, aunque actué mal, lo hice por una buena razón: mi familia. No necesito decide lo importante que es para mí. Si voy a la cárcel, mi esposa y mis hijos morirán de hambre. Sé que cometí una equivocación, pero estoy dispuesto a hacer las reparaciones necesarias. Haré cualquier cosa que usted me pida, Señoría…

Esta última frase fue la que atrajo la atención de Tyler Stanford. Miró con renovado interés al acusado que tenía delante. Haré cualquier cosa que usted me pida. De pronto Tyler sintió lo mismo que cuando estaba frente a Dmitri Kaminsky. Este hombre podría resultarle muy útil algún día.

Para sorpresa del fiscal, Tyler dijo:

– Señor Baker, en su caso hay circunstancias atenuantes.

Tomando en cuenta esas circunstancias y por su familia, lo pondré en libertad condicional durante cinco años. Deberá cumplir seiscientas horas de servicios públicos. Venga a mi despacho y lo hablaremos.

– ¡Por supuesto que lo estoy, Señoría! -dijo Hal Baker con fervor-. No puedo decide lo agradecido que me siento.

– Entonces quizá me lo podrá demostrar en el futuro. Es posible que le pida que me haga algunas diligencias.

¡Lo que sea!

Espléndido. Estará, como le dije, en libertad vigilada, y si llego a descubrir en su conducta algo que no me gusta…

– Sólo dígame lo que desea de mí -le suplicó Baker.

– Se lo diré cuando llegue el momento. Mientras tanto, esto será estrictamente confidencial y quedará entre usted y yo, ¿comprende?

Hal Baker se puso la mano sobre el corazón.

– Moriría antes de contárselo a nadie.

– Está en lo cierto -le aseguró Tyler.

En la intimidad de su despacho, Tyler le dijo:

– Sabe bien que podría mandarlo a la cárcel por un período muy, muy largo.

Hal Baker palideció.

– ¡Pero, Señoría! Usted dijo…

Tyler se inclinó hacia adelante.

– ¿Sabe lo que más me impresionó de usted?

Hal Baker permaneció allí sentado, tratando de imaginarlo. -No, Señoría.

– Lo que siente usted por su familia -dijo Tyler con tono piadoso-. Es algo que realmente admiro.

El rostro de Hal Baker se iluminó.

– Gracias, señor. Son lo más importante en el mundo para mí. Yo…

– Entonces no querrá perderlos, ¿verdad? Si yo lo enviara a prisión, sus hijos crecerían sin usted, y su esposa probablemente encontraría otro hombre. ¿Entiende adónde quiero llegar?

Hal Baker estaba desconcertado.

– Bueno… no, Señoría. No exactamente.

– Estoy salvando su familia, Baker. Y quiero creer que se siente agradecido.

Poco tiempo después, Tyler recibió la llamada de Dmitri Kaminsky.

– Su padre acaba de hablar por teléfono con su abogado. Se reunirá con él el lunes, en Boston, para modificar su testamento.

Tyler sabía que tenía que ver ese testamento. Había llegado el momento de hablar con Hal Baker. el nombre de la firma es Renquist, Renquist y Fitzgerald. Haga una copia del testamento y tráigamelo.

– Ningún problema. Yo me ocuparé de todo, Señoría.

Doce horas más tarde, Tyler tenía en sus manos una copia del testamento de su padre. Lo leyó y se llenó de júbilo: Woody, Kendall y él eran los únicos herederos. «y el miércoles papá planea cambiar su testamento. ¡El muy hijo de puta nos despojará del dinero que nos corresponde! -pensó Tyler con amargura-. Después de todo lo que hemos tenido que soportar… esos millones nos pertenecen. ¡Él nos obligó a ganárnoslos!» Sólo había una manera de detenerlo.


* * *

Cuando llegó la segunda llamada de Dmitri, Tyler le dijo: -Quiero que lo mates. Esta noche.

Se hizo un silencio prolongado.

– Pero si me cogen…

– No dejes que te cojan. Estarás en el mar. Y allí pueden pasar muchas cosas.

– Está bien. Cuando termine…

– El dinero y un billete de avión a Australia te estarán esperando.

Y, después, la última y maravillosa llamada.

– Lo hice. Fue fácil.

– ¡No, no! Quiero oír los detalles. Cuéntamelo todo. No omitas nada…

Y, mientras escuchaba, Tyler iba visualizando la escena. -Estábamos camino de Córcega en medio de un temporal. Él me llamó y me pidió que fuera a su cabina a darle un masaje.

Tyler descubrió que aferraba con fuerza el auricular del teléfono.

– Sí. Prosigue…

Dmitri luchaba por no perder el equilibrio debido al fuerte movimiento del barco cuando se dirigía al camarote de Harry Stanford. Llamó a la puerta y, al cabo de un momento, oyó la voz de Stanford.

– ¡Adelante! -gritó Stanford. Estaba acostado sobre la mesa para masajes-. Es la zona lumbar.

– Yo me ocuparé de eso. Relájese, señor Stanford.

Dmitri se acercó a la mesa y untó con aceite la espalda de Stanford. Sus fuertes dedos comenzaron a trabajar y a aflojar aquellos músculos apretados. Notó cómo Stanford comenzaba a relajarse.

– Sí, eso me hace sentir bien.

– Gracias.

El masaje duró una hora y, cuando Dmitri terminó, Stanford estaba casi dormido.

– Le prepararé un baño bien caliente -dijo Dmitri. Entró en el cuarto de baño, tambaleándose por el movimiento del barco. Abrió el grifo de agua de mar caliente para llenar la bañera de ónice negro y volvió al dormitorio. Stanford seguía acostado sobre la mesa y tenía los ojos cerrados.

– Señor Stanford…

Stanford abrió los ojos.

– Su baño está listo.

– No creo necesitar…

– Le asegurará una buena noche de descanso. -Ayudó a Stanford a bajar de la mesa y lo condujo al cuarto de baño. Dmitri observó a Harry Stanford meterse en la bañera. Stanford miró los ojos helados de Dmitri; en aquel momento su instinto le dijo lo que estaba a punto de suceder.

– ¡No! -gritó y comenzó a incorporarse.

Dmitri apoyó sus enormes manos sobre la cabeza de Stanford y la empujó hasta que quedó hundida en el agua. Stanford luchó con violencia y trató de salir a la superficie para poder respirar, pero no era rival para aquel gigante. Dmitri lo sostuvo hundido hasta que el agua de mar le llenó los pulmones y todo movimiento cesó. Dmitri se quedó allí, respirando fuerte, y después se dirigió a la habitación.

Luchando para no perder el equilibrio, se acercó al escritorio, cogió algunos papeles y abrió la puerta vidriera que daba a la terraza, dejando entrar el fuerte viento. Arrojó algunos papeles sobre la terraza y otros por encima de la borda.

Satisfecho, volvió al baño y sacó el cuerpo de Stanford de la bañera. Le puso pijama, bata y pantuflas y lo llevó a la terraza. Dmitri permaneció un momento en pie junto a la barandilla y arrojó el cuerpo al agua. Contó hasta cinco y entonces cogió el teléfono y gritó: «¡Hombre al agua!».

Al escuchar el relato de Dmitri, Tyler sintió cierta excitación sexual. Le parecía sentir el gusto del agua salada que llenaba los pulmones de su padre y oír sus jadeos para respirar, el terror… y finalmente, la nada.

«Terminó -pensó Tyler. Después se corrigió-. No, la partida acaba de empezar. Ha llegado el momento de mover la reina.»

Capítulo 17

La última pieza de ajedrez cayó en su lugar por accidente.

Tyler había estado pensando en el testamento de su padre; le enfurecía la idea de que Woody y Kendall recibieran una parte de la fortuna igual a la suya. «Ellos no se lo merecen. Si no hubiera sido por mí, habrían quedado eliminados por completo del testamento. No habrían recibido nada. No es justo, pero ¿qué puedo hacer yo para impedirlo?»

Él tenía una acción de la compañía que su madre le había dado mucho tiempo antes, y recordó las palabras de su padre: «¿Qué crees que vas a poder hacer con una acción? ¿Apoderarte de la compañía?»

«En conjunto -pensó Tyler-, Woody y Kendall tienen dos tercios del total de las acciones de las Empresas Stanford. ¿Cómo podría obtener el control con apenas una acción?» Y de pronto se le ocurrió la respuesta, y era tan ingeniosa que se quedó asombrado.

Debo informarles que existe la posibilidad de que haya otro heredero… El testamento de su padre especifica que los bienes deben dividirse en partes iguales entre sus descendientes… y su padre tuvo una hija con la institutriz que trabajaba aquí…

«Si Julia apareciera, seríamos cuatro -pensó Tyler-. Y si yo pudiera controlar su parte, tendría entonces el cincuenta por ciento de la totalidad de acciones de papá, más el uno por ciento que ya me pertenece. Podría apoderarme de las Empresas Stanford y ocupar el sillón de mi padre.» Su siguiente pensamiento fue: «Rosemary está muerta, y lo más probable es que nunca le haya dicho a su hija quién fue su padre. ¿Por qué tiene que ser la auténtica Julia Stanford?»

La respuesta fue Margo Posner.

La había conocido dos meses antes, en una sesión de la sala de su juzgado. El ujier se había dirigido al público de la sala.

– Atención. El Tribunal del Condado de Cook inicia la sesión, presidido por el honorable juez Tyler Stanford. Pónganse en pie.

Tyler salió de su despacho, entró en la sala y ocupó el estrado. Miró el orden del día. La primera causa era El Estado de Illinois contra Margo Posner. Los cargos eran agresión e intento de homicidio.

El fiscal se puso en pie.

– Señoría, la acusada es una persona peligrosa a la que debe impedírsele circular por las calles de Chicago. El Estado probará que la acusada tiene un largo historial delictivo. Ha sido procesada por robos en comercios, hurto y es una conocida prostituta. Era una de las jóvenes que trabajaban para un famoso proxeneta llamado Rafael. El pasado mes de enero tuvieron un altercado y la acusada, premeditadamente y a sangre fría les disparó a él y a su compañera.

– ¿Alguna de las dos víctimas murió? -preguntó Tyler.

– No, Señoría. Pero fueron hospitalizadas con lesiones muy graves. El revólver que estaba en posesión de Margo Posner era un arma ilegal.

Tyler giró la cabeza para mirar a la acusada y se sorprendió; no se ajustaba en absoluto a la imagen de lo que acababa de escuchar. Era una treintañera, atractiva y bien vestida, y su serena elegancia contradecía por completo los cargos que pesaban en su contra. «Eso no hace más que demostrar -pensó Tyler con ironía-, que nunca se sabe.»

Escuchó con atención los argumentos del fiscal y del abogado defensor, pero no podía apartar la vista de ella. Tenía algo que le recordaba a su hermana.

Cuando concluyeron los alegatos, la causa pasó al jurado, que en menos de cuatro horas regresó a la sala con un veredicto de culpable de todos los cargos.

Tyler miró a la acusada y le dijo:

– Este tribunal no puede encontrar ninguna circunstancia atenuante en esta causa. Por lo tanto, la sentencio a cinco años en el Centro Correccional Dwight. El próximo caso.

Cuando ya se llevaban de la sala a Margo Posner, Tyler se dio cuenta de lo que había en ella que le recordaba tanto a Kendall: el mismo color de ojos gris oscuro. Los ojos Stanford.

Tyler no volvió a pensar en Margo Posner hasta que recibió la llamada de Dmitri.

La apertura de la partida de ajedrez iba saliendo bien. Ahora había que pasar al juego propiamente dicho.

Tyler planeó mentalmente cada jugada. Ahora le tocaba mover la reina.

Tyler fue a visitar a Margo Posner en la cárcel de mujeres.

– ¿Me recuerda? -le preguntó.

Ella se quedó mirándolo.

– ¿Cómo iba a olvidarlo? Usted fue el que me mandó aquí. -¿Cómo van las cosas en este lugar? -preguntó Tyler. Ella hizo una mueca.

– ¿Bromea usted? Es un agujero de mierda.

– ¿Le gustaría salir?

– ¿Cómo podría hacerlo? ¿Me lo pregunta en serio?

– Sí, muy en serio. Puedo arreglarlo.

– Bueno, ¡es fantástico! Gracias. ¡No sé qué decirle! Realmente se lo agradecería muchísimo.

– Hay algo que quiero que haga para mí.

Ella lo miró con expresión seductora.

– Sí, claro. No es problema.

– No es precisamente eso lo que tenía en mente.

Ella preguntó con cautela:

– ¿Qué es, entonces, lo que tiene en mente, juez?

– Quiero que me ayude a gastar una pequeña broma.

– ¿Qué clase de broma?

– Quiero que finja ser otra persona.

– ¿Que finja ser otra persona? Yo no sabría cómo…

– Le pagaré veinticinco mil dólares.

La expresión de la mujer cambió.

– Acepto -se apresuró a decir-. Puedo interpretar a cualquiera. ¿En quién pensaba usted?

Tyler se inclinó hacia adelante y comenzó a hablar.

Tyler hizo que pusieran a Margo Posner bajo su custodia.

– He sabido que es una gran artista y está impaciente por vivir una vida normal y decente -explicó a Keith, el juez principal-. Creo que es importante que rehabilitemos a esa clase de personas siempre que resulte posible, ¿no estás de acuerdo? Keith quedó impresionado y sorprendido.

– Absolutamente, Tyler. Lo que haces es maravilloso.

Tyler llevó a Margo a su casa y pasó cinco días enteros hablándole de la familia Stanford y examinándola.

– ¿Cómo se llaman tus hermanos?

– Tyler y Woodruff.

– Woodrow.

– Es verdad… Woodrow.

– ¿Cómo lo llaman?

– Woody.

– ¿Tienes una hermana?

– Sí, Kendall. Es diseñadora de modas.

– ¿Está casada?

– Sí, está casada con un francés que se llama… Marc Renoir.

– Renaud.

– Renaud.

– ¿Cómo se llamaba tu madre?

– Rosemary Nelson. Era la institutriz de los hijos de Stanford.

– ¿Por qué se fue?

– Porque la violó…

– ¡Margo! -la reprendió Tyler.

– Quiero decir, quedó embarazada de Harry Stanford.

– ¿Y qué fue de la señora Stanford?

– Se suicidó.

– ¿Qué te dijo tu madre sobre los hijos de Stanford?

Margo calló un momento para pensar.

– ¿Y bien?

– Me habló de la vez que te caíste del bote con forma de cisne.

– ¡No me caí! -saltó Tyler-. Estuve a punto de caerme.

– Correcto. Y a Woody casi lo arrestaron por coger flores en el Jardín Botánico.

– Ésa fue Kendall.

Tyler era implacable. Repasaban las situaciones una y otra vez hasta muy entrada la noche, hasta que Margo quedaba agotada.

– A Kendall la mordió un perro.

– Me mordió a mí.

Margo se frotó los ojos.

– Ya ni siquiera puedo pensar correctamente. Estoy muy cansada. Necesito dormir.

– ¡Puedes dormir después!

– ¿Cuánto tiempo va a durar esto? -preguntó con tono desafiante.

– Hasta que creas estar lista. Repasémoslo de nuevo.

Y así siguieron, y siguieron, hasta que Margo lo aprendió a la perfección. Tyler sólo quedó satisfecho cuando Margo supo la respuesta a todas las preguntas.

– Estás lista -dijo y le entregó algunos documentos legales.

– ¿Qué es esto?

– Sólo tecnicismos -dijo Tyler sin darle importancia.

Lo que hizo que ella firmara era un papel en el que cedía su parte de los bienes Stanford a una compañía controlada por una segunda compañía, la cual, a su vez, estaba controlada por una subsidiaria de la que Tyler era el único propietario. No había forma de que pudieran rastrear aquella transacción hasta él. Tyler entregó a Margo cinco mil dólares en efectivo.

– Te daré el resto cuando hayas terminado el trabajo -le dijo-. Siempre y cuando los convenzas de que eres Julia Stanford.

Desde el momento en que Margo se presentó en Rose Hill, Tyler desempeñó el papel de abogado del diablo.

Estoy seguro de que entenderá nuestra posición, señorita… Sin una prueba concreta, no tenemos cómo…

…Creo que esa mujer es una impostora… ¿Cuántas criadas trabajaron en esta casa cuando éramos pequeños…? Decenas, ¿verdad? Y algunas de ellas podrían saber todo lo que esta joven nos contó… Cualquiera pudo haberle dado esa fotografía… No olvidemos que está en juego una cantidad enorme de dinero.

El toque final fue exigir que se realizara la prueba del ADN. Llamó a Hal Baker y le dio instrucciones. Éste desenterró el cuerpo de Harry Stanford y lo hizo desaparecer.

Y entonces fue cuando sugirió contratar a un detective privado. En presencia de la familia, había llamado por teléfono a la oficina del fiscal de distrito, en Chicago.

Hola. Soy el juez Tyler Stanford. Tengo entendido que ustedes suelen contratar a un detective privado cuyo trabajo es excelente. Se llama Simmons, o algo así…

Se debe referir a Frank Timmons.

¡Timmons! eso es. ¿Podría darme su número de teléfono para que pueda comunicarme directamente con él?

En su lugar, había llamado a Hal Baker y lo había presentado como Frank Tirnmons.

Al principio, el plan de Tyler era que Hal Baker sólo simulara investigar a Julia Stanford, pero después decidió que su informe impresionaría más si Baker realmente lo hacía. Y la familia aceptó los hallazgos de Baker sin vacilar.

El plan de Tyler se había cumplido sin ningún tropiezo. Margo Posner había desempeñado su papel a la perfección, y las huellas dactilares fueron el toque final y definitivo. Todos estaban convencidos de que ella era la auténtica Julia Stanford.

«Me alegro de que esto haya terminado por fin. Subiré a ver cómo está.»

Subió, caminó por el pasillo hacia el cuarto de Julia, llamó a la puerta y preguntó, en voz alta:

– ¿Julia?

– Está abierto. Pasa.

Él pasó y los dos se miraron en silencio un momento, sonriendo. Luego Tyler cerró muy despacio la puerta, extendió los brazos y rió.

Cuando habló, dijo con aire triunfal:

– ¡Lo conseguimos, Margo! ¡Lo hemos conseguido!

Capítulo 18

En las oficinas de Renquist, Renquist & Fitzgerald, Steve Sloane y Simon Fitzgerald estaban tomando café.

– Como dijo el gran bardo, «Algo huele a podrido en Dinamarca».

– ¿Qué te molesta? -preguntó Fitzgerald.

Steve suspiró.

– No estoy seguro. Es la familia Stanford. Me desconciertan. Simon Fitzgerald soltó una risotada.

– Nos pasa a muchos.

– Siempre termino haciéndome la misma pregunta, Simon, pero no encuentro la respuesta.

– ¿Cuál es esa pregunta?

– La familia estaba impaciente por exhumar el cuerpo de

Harry Stanford para poder verificar su ADN y compararlo con el de esa mujer. Así que tenemos que suponer que el único motivo posible para librarse del cuerpo sería asegurarse de que el ADN de la mujer no fuera comparado con el de Harry Stanford. La única persona que podría tener algo que ganar sería esa mujer, si fuera una impostora.

– Así es.

– Y, sin embargo, el investigador privado, ese tal Frank

Tirnmons -he hablado con la oficina del fiscal de distrito de Chicago y tiene una reputación excelente- aparece con unas huellas dactilares que demuestran que ella es la auténtica Julia Stanford. Mi pregunta es: ¿quién demonios ha robado el cadáver de Harry Stanford y por qué lo hizo?

– Ésa es la pregunta del millón. Si…

En aquel momento sonó el interfono y se oyó la voz de la secretaria:

– Señor Sloane, tiene una llamada por la línea dos. Steve levantó el teléfono del escritorio.

– Diga…

La voz del otro extremo de la línea dijo:

– Señor Sloane, habla el juez Stanford. Le agradecería que pasara por Rose Hill esta mañana.

Steve Sloane miró a Fitzgerald.

– De acuerdo. ¿Qué le parece dentro de una hora? -Perfecto. Gracias.

Steve colgó.

– Se requiere mi presencia en casa de los Stanford. -Me pregunto qué querrán.

– Apuesto diez contra uno que quieren apresurar la legitimación del testamento para poder poner las manos encima de esa hermosa cantidad de dinero.

Steve miró a Kendall. Parecía muy tensa. Su marido había viajado desde Nueva York para la reunión. Luego miró a Marc: el francés era muy bien parecido y tenía algunos años menos que su esposa… Y también estaba Julia, quien parecía tomarse con mucha calma el hecho de ser aceptada por la familia. «Esperaba que alguien que acaba de heredar varios miles de millones de dólares estuviera más nervioso», pensó Steve.

Volvió a observar los rostros de todos y se preguntó si alguno de ellos sería responsable de la desaparición del cuerpo de Harry Stanford y, en caso afirmativo, cuál y por qué.

– Señor Sloane -dijo Tyler-, conozco bien las leyes sucesorias de Illinois, pero ignoro en qué medida difieren de las de Massachusetts. Nos preguntábamos si no habría forma de apresurar el trámite.

Steve sonrió para sí. «Debería haber obligado a Simon a aceptar la apuesta.» Miró a Tyler.

– Ya lo estamos intentando, juez Stanford.

Tyler comentó, significativamente:

– Es posible que el apellido Stanford resulte útil para acelerar el procedimiento.

«En eso tiene razón», pensó Steve. Asintió.

– Haré todo lo que esté a mi alcance. Si es posible…

Se oyeron voces procedentes de la escalera.

– ¡Cállate, perra estúpida! No quiero oír una palabra más,

¿me has entendido?

Woody y Peggy bajaron por la escalera y entraron en la habitación. Peggy tenía la cara hinchada y un ojo morado.

Woody sonreía y tenía los ojos brillantes.

– Hola a todos. Espero que la fiesta no haya acabado.

El grupo miraba a Peggy con espanto.

Kendall se puso en pie.

– ¿Qué te ha pasado?

– Nada. Yo… tropecé con una puerta.

Woody se sentó y Peggy tomó asiento junto a él. Woody le acarició la mano y le preguntó en tono solícito:

– ¿Estás bien, querida?

Peggy asintió, sin atreverse a hablar.

– ¿Lee? Soy Tyler ¿Cómo estás?

– Muy bien, gracias.

– Te echo de menos.

Breve silencio.

– Yo también te hecho de menos, Tyler.

Aquellas palabras lo fascinaron.

– Lee, tengo una noticia buenísima. No puedo dártela por teléfono, pero es algo que te hará muy feliz. Cuando tú y yo… – Tyler, tengo que irme. Alguien me espera.

– Pero…

La comunicación se cortó.

Tyler se quedó paralizado. Luego pensó: «Si de verdad no me echara de menos no me lo habría dicho.»

Con excepción de Woody y Peggy, toda la familia estaba reunida en la sala de Rose Hill. Steve los observó con detenimiento. El juez Stanford parecía muy relajado.

– Bien. -Woody se dirigió a los otros-. ¿Me he perdido algo?

Tyler lo miró con disgusto.

– Acabo de preguntar al señor Sloane si podría acelerar la legitimación del testamento.

Woody sonrió.

– Eso estaría bien -miró a Peggy-. Supongo que te gustaría comprarte ropa nueva, ¿no es así, querida?

– No necesito ropa nueva -dijo ella tímidamente.

– Tienes razón. Nunca vas a ninguna parte, ¿verdad? -Woody miró a los otros-. Peggy es muy tímida. No tiene nada de que hablar, ¿no es cierto, querida?

Peggy se puso en pie y salió corriendo de la habitación. -Iré a buscarla -dijo Kendall. Se levantó y fue tras ella. «¡Por Dios! -pensó Steve-. Si Woody se porta así delante de los otros, ¿cómo será cuando él y su esposa estén a solas?» Woody se dirigió a Steve.

– ¿Cuánto hace que pertenece al bufete jurídico de Fitzgerald?

– Cinco años.'

– Nunca entenderé cómo aguantaron trabajar para mi padre. Steve dijo con cautela:

– Tengo entendido que su padre era… podía mostrarse algo difícil.

Woody soltó una carcajada.

– ¿Difícil? Era un monstruo de dos patas. ¿Sabía que tenía apodos para cada uno de nosotros? El mío era Charlie. Me lo puso por Charlie McCarthy, el muñeco de un ventrílocuo llamado Edgar Bergen. Solía llamar Pony a mi hermana, porque decía que tenía cara de caballo. Ya Tyler lo llamaba…

Steve dijo, muy incómodo:

– En realidad, no creo que debiera…

Woody sonrió.

– Está bien. Varios miles de millones de dólares cicatrizan muchas heridas.

Steve se puso en pie.

– Bueno, si eso es todo, será mejor que me vaya.

Estaba impaciente por salir de allí y respirar aire fresco.


* * *

Kendall encontró a Peggy en el cuarto de baño: se estaba poniendo hielo en la mejilla hinchada.

– ¿Peggy? ¿Estás bien?

Peggy la miró.

– Sí, muy bien. Gracias. Yo… bueno, lamento lo que pasó abajo.

– ¿Te estás disculpando? Deberías sentirte furiosa. ¿Cuánto hace que Woody te pega?

– Él no me pega -dijo Peggy con obstinación-. Tropecé con una puerta.

Kendall se le acercó.

– Peggy, ¿por qué lo aguantas? Sabes que no es preciso que lo hagas.

Pausa.

– Sí, debo hacerlo.

Kendall la miró, sorprendida.

– ¿Porqué?

Ella la miró.

– Porque le amo -y prosiguió-: Él también me ama.

Créeme, no siempre se porta así. Lo que pasa es que a veces no es él mismo.

– Te refieres a cuando consume drogas.

– ¡No!

– Peggy…

– ¡No!

– Peggy…

Peggy vaciló.

– Supongo que sí.

– ¿Cuándo empezó?

– Inmediatamente después de nuestra boda. Empezó por culpa de un partido de polo. Woody se cayó del pony y quedó gravemente herido. Mientras estaba en el hospital, le dieron drogas para calmarle el dolor. Ellos lo iniciaron. -Miró a Kendall con expresión suplicante-. Así que, como ves, no fue culpa suya. Cuando Woody salió del hospital siguió consumiendo drogas. Cada vez que yo trataba de que las abandonara, me pegaba.

– ¡Peggy, por el amor de Dios! ¡Woody necesita ayuda! ¿No lo entiendes? TU no puedes hacerlo sola. Es un drogadicto. ¿Qué droga consume? ¿Cocaína?

– No. -Breve silencio-. Heroína.

– ¡Dios santo! ¿No puedes hacer que alguien lo ayude?

– Lo he intentado -dijo con un hilo de voz-. ¡No sabes cómo lo he intentado! Woody ha estado ingresado en tres clínicas de rehabilitación. -Sacudió la cabeza-. Durante un tiempo está bien, pero luego… vuelve a empezar. No puede evitarlo.

Kendall abrazó a Peggy. -Lo siento mucho -dijo. Peggy se obligó a sonreír.

– Estoy segura de que Woody se pondrá bien. Se esfuerza mucho. De verdad -su rostro se iluminó-. Cuando acabábamos de casamos era un hombre muy divertido. Nos reíamos continuamente. Me traía pequeños regalos y… -se le llenaron los ojos de lágrimas-. ¡Lo quiero tanto!

– Si hay algo que yo pueda hacer…

– Gracias -susurró Peggy-. Aprecio tu gesto. Kendall le apretó la mano.

– Volveremos a hablar de esto.

Kendall comenzó a bajar las escaleras para reunirse con los otros. Pensaba: «Cuando éramos niños, antes de que mamá muriera, planeábamos tantas cosas bonitas. "TU serás una diseñadora famosa, hermanita, y yo seré el mejor atleta del mundo." Y lo más triste -pensó Kendall-, es que podría haberlo sido. Y ahora, esto.»

Kendall no sabía si sentir más lástima por Woody o por

Peggy.

Al llegar abajo, Clark se le acercó, portando una bandeja con una carta.

– Disculpe, señorita Kendal1. Un mensajero acaba de traer esto para usted -dijo Clark y le entregó el sobre.

Kendall lo miró, sorprendida.

– ¿Quién…? -Asintió-. Gracias, Clark.

Kendall abrió el sobre; cuando empezó a leer la carta, palideció.

– ¡No! -dijo en voz muy baja. El corazón le latía con fuerza y sintió un leve mareo. Se quedó allí, de pie, apoyada en una mesa y tratando de normalizar su respiración.

Al cabo de un momento, se dio media vuelta y entró en la sala. La reunión comenzaba a dispersarse.

– Marc… -Kendall se obligó a parecer tranquila-. ¿Puedo hablarte un momento?

Él la miró, preocupado.

– Sí, desde luego.

Tyler preguntó a Kendall:

– ¿Te encuentras bien?

Ella forzó una sonrisa:

– Sí, estoy bien, gracias.

Kendall cogió la mano de Marc y lo condujo al piso superior. Cuando entraron en el dormitorio, Kendall cerró la puerta. -¿Qué ocurre? -le preguntó Marc.

Kendall le entregó el sobre. La carta decía:

Estimada señora Renaud:

¡Felicidades! A nuestra Asociación para la protección de la Fauna Silvestre le alegró muchísimo enterarse de su buena fortuna. Sabemos lo mucho que le interesa el trabajo que estamos realizando, y contamos con su apoyo. Por lo tanto, mucho apreciaríamos que depositara un millón de dólares norteamericanos en nuestra cuenta numerada de Zurich dentro de los próximos diez días. Esperamos tener noticias suyas muy pronto.

Igual que en las cartas anteriores, todas las letras E estaban incompletas.

– ¡Hijos de puta! -explotó Marc.

– ¿Cómo han sabido que estoy aquí? -preguntó Kendal1. -Lo único que necesitaban era leer cualquier periódico -dijo Marc con amargura. Volvió a leer la carta y sacudió la cabeza-. No abandonarán. Tenemos que ir a la policía. -¡No! -exclamó Kendall-. ¡No podemos! ¡Es demasiado tarde! ¿No lo entiendes? Sería el fin de todo. ¡De todo! Marc la abrazó y la estrechó con fuerza.

– Está bien. Ya encontraremos la manera.

Pero Kendall sabía que no la había.


* * *

Había ocurrido seis meses antes, un día que había empezado gloriosamente primaveral. Kendall había asistido a la fiesta de cumpleaños de una amiga en Ridgefield, Connecticut. Fue una reunión maravillosa y Kendall se había encontrado con varias amigas. Bebió una copa de champán. En mitad de una conversación, de pronto miró su reloj y exclamó:

– ¡Oh, no! No tenía idea de que fuera tan tarde. Marc me está esperando.

Las despedidas fueron rápidas y Kendall subió a su automóvil y partió. En el trayecto de regreso a Nueva York decidió tomar un sinuoso camino secundario hasta la autopista 1-684. Avanzaba a casi ochenta kilómetros por hora al acercarse a una curva cerrada. A la derecha del camino había un coche aparcado y Kendall automáticamente giró el volante hacia la izquierda. En aquel momento, una mujer que tenía en las manos un puñado de flores recién cortadas comenzó a cruzar el estrecho camino. Kendall trató de evitarla, pero era demasiado tarde. Después, todo pareció hundirse en la nebulosa. Oyó un golpe seco cuando golpeó a la mujer con el guardabarros delantero izquierdo. Kendall frenó, bajó del coche y, temblando como una hoja, corrió hacia donde la mujer yacía en el camino, bañada en sangre.

Kendall se quedó paralizada. Por último se inclinó, giró el cuerpo de la mujer y miró sus ojos sin vida.

– ¡Dios mío! -murmuró. Sintió que la bilis ascendía por su garganta. Levantó la vista, desesperada, sin saber qué hacer. Llena de pánico, giró la cabeza. No había automóviles a la vista. «Está muerta -pensó-. Yo no puedo ayudarla. No fue culpa mía, pero me acusarán de conducir en estado de ebriedad. El análisis de mi sangre revelará la existencia de alcohol. ¡Me enviarán a la cárcel!»

Miró por última vez el cuerpo de la mujer y corrió hacia a su coche. El guardabarros delantero izquierdo estaba abollado y en él había manchas de sangre. «Debo esconder el coche en un garaje -pensó Kendall-. La policía lo buscará.» Subió al vehículo y aceleró.

Durante el resto del trayecto hasta Nueva York, estuvo todo el rato mirando por el espejo retrovisor, esperando ver luces rojas que destellaban y el sonido de una sirena. Metió el coche en el garaje de la calle Noventa y seis, donde siempre lo guardaba. Sam, el dueño del garaje, hablaba en aquel momento con Red, su mecánico. Kendall se apeó.

– Buenas tardes, señora Renaud -dijo Sam.

– Buenas tardes -Kendall luchaba para que no le castañetearan los dientes.

– ¿No volverá a sacarlo esta noche?

– No.

Red miraba el guardabarros.

– Tiene una fea abolladura aquí, señora Renaud. Y parece que hay manchas de sangre.

Los dos hombres la miraban.

Kendall respiró hondo.

– Sí. Yo… he atropellado un ciervo en la carretera. -Tuvo suerte de que no le abollara más el coche -dijo Sam-. A un amigo mío le pasó lo mismo y quedó hecho una ruina -sonrió-. Y no creo que al ciervo le haya ido mejor.

– Por favor, apárquelo -dijo Kendall.

– Por supuesto.

Kendall se dirigió a la puerta del garaje y miró hacia atrás. Los dos hombres contemplaban el guardabarros.

Cuando Kendall estuvo en casa y le contó a Marc lo ocurrido, él la abrazó y le dijo:

– ¡Dios mío! Querida, ¿cómo pudiste…?

Kendall sollozaba.

– Yo… no pude evitarlo. Ella cruzó el camino corriendo, justo delante de mí. Había estado recogiendo flores y…

– ¡Shh! Estoy seguro de que no tuviste la culpa. Fue un accidente. Debemos informar a la policía.

– Ya lo sé. Tienes razón. Debería haberme quedado allí a esperar que llegara la policía. Pero tuve un ataque de pánico, Marc. Y ahora me he convertido en una conductora que atropelló a una persona y se dio a la fuga. Pero no había nada que yo pudiera hacer por ella. Estaba muerta. Deberías haberle visto la cara. Ha sido espantoso.

Marc la abrazó un buen rato, hasta que se calmó.

Cuando Kendall habló, dijo:

– Marc… ¿de verdad tenemos que ir a la policía?

Él frunció el entrecejo.

– ¿Qué quieres decir?

Ella luchaba contra la histeria.

– Bueno, ya ha terminado todo, ¿verdad? Nada podrá resucitarla. ¿Qué sentido tiene que me castiguen? Yo no lo hice a propósito. ¿Por qué no podemos simular que nunca ocurrió? -Kendall, si alguna vez te siguen el rastro…

– ¿Cómo podrían hacerlo? No había nadie cerca. Nadie vio el accidente. ¿Sabes lo que me ocurriría si me detuvieran y me enviaran a la cárcel? Perdería mi negocio, lo que me costó tantos años construir, y ¿todo para qué? ¡Por algo que ya no tiene remedio! ¡Se terminó! -De nuevo comenzó a sollozar.

Él la estrechó con fuerza. -¡Calla! Ya veremos. Ya veremos.

Según los periódicos, la policía pedía información a cual quiera que tuviera una pista sobre el accidente.

«No tienen forma de encontrarme. Lo que tengo que hacer es actuar como si nada hubiera sucedido.»

Los periódicos de la mañana se ocuparon ampliamente del suceso. Lo que le confirió todavía más dramatismo fue el hecho de que la mujer muerta iba a Manhattan para casarse. El New York Times lo trató como una noticia más, pero el Daily News y el Newsday lo presentaron como un drama desgarrador.

Kendall compró un ejemplar de cada periódico y se sintió cada vez más horrorizada por lo que había hecho. Su mente estaba llena de «si…»:

«Si no hubiera ido a Connecticut para el cumpleaños de mi amiga…»

«Si ese día me hubiera quedado en casa…»

«Si la mujer hubiera recogido las flores algunos segundos antes o algunos segundos después…»

«¡Soy responsable de al muerte de otro ser humano!»

Al pensar en la congoja terrible que había causado a la familia de la mujer y a la de su novio, Kendall sintió que se descomponía.

Cuando Kendall fue al garaje a buscar su automóvil, Red estaba allí.

– Limpié la sangre que había en el guardabarros -dijo-. ¿Quiere que le arregle la abolladura?

«¡Por supuesto! Debería haberlo pensado antes.»

– Sí, por favor.

Red la miraba de manera extraña. ¿O era su imaginación? -Sam y yo estuvimos hablando anoche sobre esto -dijo-. Es muy extraño, ¿sabe? No es temporada de ciervos.

El corazón de Kendall comenzó a galoparle en el pecho. De pronto, sintió la boca tan seca que casi no podía hablar. -Era… era un ciervo muy pequeño.

Red asintió.

– Debió de serlo.

Kendall sintió que la miraba fijamente cuando salió del garaje conduciendo el coche.

Cuando Kendall entró en su oficina, Nadine, su secretaria, la miró y le preguntó:

– ¿Qué le ha ocurrido?

Kendall se quedó helada.

– ¿Qué quieres decir?

– La noto temblorosa. Le traeré un café.

– Gracias.

Kendall se acercó al espejo. Estaba muy pálida y desmejorada. «Lo sabrán con sólo mirarme.»

Nadine entró en la oficina con una taza de café humeante. -Tome. Esto la hará sentirse mejor -miró a Kendall con curiosidad-. ¿Va todo bien?

– Bueno, yo… tuve un pequeño accidente ayer -dijo

Kendall.

– ¿Ah, sí? ¿Alguien resultó herido?

Mentalmente, Kendall vio el rostro de la mujer muerta. -No. Atropellé un ciervo.

– ¿Y el coche? ¿Cómo quedó?

– Lo mandé arreglar.

– Llamaré a la compañía de seguros.

– Oh, no, Nadine, por favor no lo hagas.

Kendall vio la expresión de sorpresa en los ojos de su secretaria.

Estimada señora Renaud:

Soy el presidente de una organización que está en una situación desesperada. Estoy seguro de que usted querrá ayudamos. La organización necesita dinero para la preservación de la fauna silvestre. Nos interesan sobre todo los ciervos. Puede giramos cincuenta mil dólares a la cuenta número 804072-A del Credit Suisse de Zurich. Le sugiero que el dinero esté depositado dentro de los próximos cinco días.

Kendall, alguien sí lo sabe.

– No había nadie cerca, Marc. Yo…

– Un momento. Tratemos de pensar un poco. ¿Exactamente qué pasó cuando volviste a la ciudad?

– Nada. Llevé el coche al garaje y… -se detuvo. Tiene una fea abolladura en el guardabarros, señora Renaud. Y parece que hay manchas de sangre.

Marc vio la expresión de su cara.

– ¿Qué?

– El dueño del garaje y su mecánico estaban allí -dijo ella en voz baja-. Vieron la sangre en el guardabarros. Les dije que había atropellado un ciervo, y ellos comentaron que el coche debería haber quedado más abollado -recordó otra cosa-. Marc…

– ¿Sí?

– Nadine, mi secretaria. Le dije lo mismo y vi que tampoco me creía. Así que debe de ser alguno de los tres.

– No -dijo Marc.

Ella lo miró, sin entender.

– ¿Qué quieres decir?

– Siéntate, Kendall, y escúchame. Si alguno de ellos no te creyó, pudo habérselo contado a una docena de personas. La noticia del accidente salió en todos los diarios. Alguien sumó dos y dos. Creo que la carta sólo fue una fanfarronada, algo para ponerte a prueba, y que fue un tremendo error enviarles el dinero.

– Pero, ¿por qué?

– Porque ahora saben que eres culpable, ¿no lo entiendes?

Les has dado la prueba que necesitaban.

– ¡Dios mío! ¿Qué debo hacer? -preguntó Kendall. Marc Renaud pensó un momento.

– Tengo una idea para averiguar quiénes son esos hijos de puta.

Dos días después llegó la primera carta.

No llevaba firma. Todas las «E» de la carta estaban incompletas. En el sobre había también un recorte de periódico del accidente..

Kendall volvió a leer la carta. La amenaza era inequívoca.

No supo qué hacer. «Marc tenía razón -pensó-. Debería haber ido a la policía.» Ahora las cosas habían empeorado: era una fugitiva. Si la descubrían, significaría la cárcel y el deshonor, así como el fin de su negocio.

A la hora del almuerzo fue a su Banco. -Quiero girar cincuenta mil dólares a Suiza…

Cuando aquella tarde Kendall volvió a su casa, enseñó la carta a

Marc.

Él se quedó helado.

– ¡Dios mío! -dijo-. ¿Quién pudo enviarte esto? -Nadie… nadie lo sabe. -Temblaba.

A las diez de la mañana siguiente, Kendall y Marc se encontraban sentados en la oficina de Russell Gibbons, vicepresidente del Boston First Security Bank.

– ¿Qué puedo hacer por ustedes? -preguntó el señor Gibbons.

Marc le contestó:

– Nos gustaría averiguar algo sobre una cuenta bancaria numerada de Zurich.

– ¿Sí?

– Queremos saber a quién pertenece esa cuenta. Gibbons se frotó la barbilla con las manos.

– ¿Hay algún delito por medio?

Marc se apresuró a responder:

– ¡No! ¿Por qué lo pregunta?

– Porque, a menos que exista alguna actividad delictiva, como el blanqueo de dinero o una violación de las leyes de Suiza o de los Estados Unidos, Suiza se negará a violar el secreto de sus cuentas bancarias numeradas. La reputación que poseen se basa en la confidencialidad.

– Pero sin duda debe de haber una manera de…

– Lo siento. Me temo que no.

Kendall y Marc se miraron. Había desesperación en la cara de ella.

Marc se puso en pie.

– Gracias por dedicamos su tiempo.

– Lamento no haber podido ayudarles -dijo el vicepresidente y los acompañó a la puerta de su oficina.

– No. Acabo de dejar mi automóvil. Buenas noches. -y se dirigió a toda prisa hacia la puerta.

– Buenas noches, señora Renaud.

Por la mañana, cuando Kendall pasó por la oficina del garaje, la máquina de escribir había desaparecido y en su lugar había un ordenador.

Sam vio que lo observaba.

– Bonito, ¿no? Decidí que nos trasladáramos al siglo XX. «¿Ahora que tenía dinero para hacerlo?»

Cuando Kendall le relató a Marc lo sucedido esa tarde, él dijo:

– Es una posibilidad, pero necesitamos tener pruebas.

El lunes por la mañana, cuando Kendall fue a su oficina, Nadine la esperaba.

– ¿Se siente mejor, señora Renaud?

– Sí, gracias.

– Ayer fue mi cumpleaños. ¡Mire lo que me regaló mi marido! -Se acercó al armario y sacó una lujosa estela de visón-. ¿No es preciosa?

Cuando Kendall entró aquella tarde al garaje, no vio a Sam ni a Red.

Aparcó y, al pasar por la pequeña oficina, a través de la ventana vio una máquina de escribir sobre una mesa. Se detuvo, se quedó mirándola y se preguntó si tendría una letra E incompleta. «Tengo que averiguarlo», pensó.

Se acercó a la oficina, dudó un momento, luego abrió la puerta y entró. Cuando se acercaba a la máquina de escribir, Sam apareció de pronto de la nada.

– Buenas tardes, señora Renaud -dijo-. ¿Puedo hacer algo por usted?

Ella giró sobre sus talones, sorprendida.

Capítulo 19

Julia Stanford disfrutaba de tener a Sally como compañera de piso. Siempre se mostraba optimista, divertida y alegre. Había tenido un mal matrimonio y jurado no volver nunca a tener una relación estrecha con un hombre. Julia no estaba segura de cuál era el significado de «nunca» para Sally, porque parecía salir todas las semanas con un hombre diferente.

– Los hombres casados son los mejores -filosofaba Sally-. Se sienten culpables, así que siempre te compran regalos. Con los solteros tienes que preguntarte: ¿por qué no se habrá casado?

Cierto día le dijo a Julia:

– No estás saliendo con ningún hombre, ¿verdad?

– No. -Julia pensó en los hombres que habían querido salir con ella-. No quiero salir sólo por el hecho de salir, Sally. Tengo que estar con alguien que realmente me importe.

– Pues bien, ¡yo tengo un hombre para ti! -dijo Sally-. ¡Te encantará! Se llama Tony Vinetti. Le hablé de ti y se muere de ganas por conocerte.

– Realmente, no creo que…

– Te pasará a buscar mañana a las ocho.

Tony Vinetti era alto, muy alto, y de aspecto algo desgarbado pero atractivo. Tenía el pelo oscuro y grueso, y una sonrisa cautivadora cuando miraba a Julia.

– Sally no exageraba. ¡Eres deslumbrante!

– Gracias -dijo Julia y sintió una oleada de placer. -¿Has ido alguna vez al Houston's?

Era uno de los restaurantes más elegantes de la ciudad de Kansas.

– No. -Lo cierto era que no podía permitirse el lujo de comer en semejante lugar. Ni siquiera con el reciente aumento de sueldo.

– Bueno, allí es donde tenemos reservada una mesa.

En la cena, Tony habló en su mayor parte sobre sí mismo, pero a Julia no le importó. Era un hombre entretenido y encantador. «Es una maravilla», le había dicho Sally. y lo era.

La cena estuvo deliciosa. De postre, Julia pidió soufflé de chocolate y Tony, helado. Mientras tomaban el café, Julia pensó: «¿Me invitará a ir a su casa? Y, si lo hace, ¿iré? No. No puedo aceptar. No en nuestra primera cita. Pensará que soy una mujer fácil. Cuando salgamos la próxima vez…»

Llegó la cuenta. Tony la revisó y dijo:

– Parece estar bien. -Fue señalando los distintos platos-. Tú has comido paté y langosta…

– Sí.

– Y, además, patatas fritas y ensalada, y luego el soufflé,

¿no es así?

Ella lo miró, desconcertada.

– Sí, es verdad…

– Muy bien. -Hizo una suma rápida-. Tu parte de la cuenta son cincuenta dólares con cuarenta centavos.

Julia se quedó petrificada.

– ¿Cómo dices?

Tony sonrió.

– Sé lo independientes que sois en la actualidad las mujeres. No dejáis que los hombres os inviten a nada. Pero yo dijo con tono magnánimo- me haré cargo de tu parte de la propina.

– Lamento que no haya funcionado -se disculpó Sally-. Realmente es un dulce. ¿Volverás a verlo?

– No puedo permitirme ese lujo -dijo Julia con amargura.

– Bueno, tengo a alguien más para ti. Te encantará… -No. Sally, de verdad que no quiero…

– Confía en mí.


* * *

Ted Riddle tenía cerca de cuarenta años, y Julia tuvo que admitir que era bastante atractivo. La llevó al restaurante Jennie's, en Strawberry Hill, famoso por su auténtica comida croata.

– Sally me hizo un gran favor -dijo Riddle-. Eres preciosa.

– Gracias.

– ¿Te ha dicho Sally que tengo una agencia de publicidad? -No, no me lo ha dicho.

– Pues sí, tengo una de las firmas más importantes de la ciudad. Todo el mundo me conoce.

– Qué bien. Yo no…

– Pues sí. Nos ocupamos de celebridades, bancos, negocios grandes, cadenas de tiendas…

– Bueno, yo… supermercados, lo que se te ocurra.

– Me parece…

– Te contaré cómo empecé…

En ningún momento dejó de hablar durante la cena, y el único tema fue Ted Riddle.

A la noche siguiente, Jerry McKinley se presentó. Era bien parecido y tenía una personalidad dulce y agradable. Cuando cruzó la puerta y miró a Julia, dijo:

– Sé que las citas a ciegas son siempre difíciles. Yo soy bastante tímido, así que sé cómo debes de sentirte, Julia.

A ella le cayó bien enseguida.

Fueron a cenar al restaurante chino Evergreen, en la calle State. -Sé que trabajas para una firma de arquitectos. Debe de ser emocionante. Creo que la gente no se da cuenta de lo importantes que son los arquitectos.

«Es un hombre muy sensible», pensó Julia, feliz. Le sonrió. -No puedo estar más de acuerdo contigo.

La velada fue deliciosa y, cuanto más hablaban, más admiración sentía Julia por él. Decidió mostrarse audaz.

– ¿Quieres subir a mi piso para tomar una última copa? -le preguntó.

– No. Vayamos al mío.

– ¿A tu piso?

Él se inclinó hacia adelante y le apretó la mano.

– Sí. Allí es donde guardo los látigos y las cadenas.

– Lo más probable es que se sintiera nervioso -se disculpó Sally.

– Bueno, te aseguro que me puso nerviosa a mí. Si quieres saber algún dato sobre la vida de Ted Riddle desde el día en que nació, no tienes más que preguntármelo.

Henry Wesson tenía un estudio de contabilidad en el mismo edificio que Peters, Eastman & ToIkin. Dos o tres mañanas por semana, Julia se encontraba con él en el ascensor. Parecía un hombre bastante agradable. Tendría poco más de treinta años, parecía inteligente, era rubio y usaba gafas con armazón negro.

La relación de ambos comenzó con saludos corteses de cabeza, luego «buenos días», después «está muy guapa hoy», y, al cabo de varios meses, «me pregunto si no querrá cenar conmigo una de estas noches». La miró con ansiedad, esperando una respuesta.

Julia sonrió. -Está bien.

– Jerry McKinley.

– ¿Qué?

– Jerry McKinley. Acabo de recordarlo. Solía salir con una amiga mía. Y ella estaba absolutamente loca por él. -Gracias, Sally, pero no.

– Lo llamaré.


* * *

Por parte de Henry, fue amor a primera vista. En la primera salida, llevó a Julia al EBT, uno de los restaurantes más importantes de Kansas. Era obvio que estaba encantado de salir con ella.

Le habló un poco sobre sí mismo:

– Nací aquí, en la ciudad de Kansas. También mi padre nació aquí. La bellota no cae muy lejos del roble. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Julia lo sabía.

– Siempre supe que quería ser contable. Cuando terminé mis estudios, empecé a trabajar para la Compañía Financiera Bigelow y Benson. Ahora tengo mi propio negocio.

– Qué bien -dijo Julia.

– Es prácticamente todo lo que tengo que decirte sobre mí. Ahora háblame de ti.

Julia permaneció un momento en silencio. «Soy la hija ilegítima de uno de los hombres más ricos del mundo. Probablemente has oído hablar de él. Acaba de morir ahogado. Soy heredera de una fortuna.» Paseó la vista por aquel elegante salón. Yo podría comprar este restaurante si lo deseara. En realidad, creo que si quisiera podría comprar toda esta ciudad.

Henry la miraba fijamente. -¿Julia?

– Oh… lo siento. Nací en Milwaukee. Mi padre murió cuando yo era niña. Mi madre y yo viajamos mucho por el país. Cuando ella falleció, decidí quedarme aquí y conseguir trabajo. -«Espero que la nariz no me haya crecido demasiado por mentir.»

Henry Wesson puso una mano sobre la de Julia.

– De modo que nunca tuviste un hombre que te cuidara

– se inclinó hacia adelante y le dijo, con sinceridad-: A mí me gustaría cuidar de ti el resto de tu vida.

Julia lo miró, sorprendida.

– No quisiera parecer Doris Day, pero casi no nos conocemos.

– Quiero modificar eso.

Cuando Julia volvió a casa, Sally la esperaba despierta. -¿Y bien? -le preguntó-. ¿Cómo te ha ido?

Julia le respondió, pensativa.

– Henry es muy dulce, y…

– ¡Está loco por ti!

Julia sonrió.

– Creo que se me declaró.

Sally abrió los ojos de par en par.

– ¿Crees que se te declaró? ¡Por Dios! ¿No sabes si lo hizo o no?

– Bueno, dijo que quería cuidar de mí durante el resto de mi vida.

– ¡Eso es una declaración! -exclamó Sally-. ¡Es una declaración! ¡Cásate con él! ¡Enseguida! ¡Cásate con él antes de que cambie de idea!

Julia se echó a reír.

– ¿Por qué tanta prisa?

– Escúchame bien. Invítalo aquí a cenar. Yo prepararé la comida y tú le dirás que fuiste tú.

Julia rió.

– Gracias, no. Cuando encuentre al hombre con el que quiero casarme, tal vez tengamos que comer comida china en envases de cartón, pero, créeme, la mesa estará maravillosamente puesta, con flores y velas.

Cuando volvieron a salir, Henry dijo:

– ¿Sabes?, Kansas es una ciudad maravillosa para criar niños.

– Sí, lo es. -El único problema de Julia era que no estaba segura de querer que fueran los hijos de Henry. Era un hombre fiable, sensato, decente, pero…

Lo comentó con Sally.

– N o hace más que pedirme que me case con él -dijo

Julia.

– ¿Cómo es?

Julia trató de pensar en cuáles eran las cosas más románticas que podía decir de Henry Wesson.

– Es un hombre fiable, sensato, decente…

Sally la miró un momento.

– En otras palabras, aburrido.

– No es exactamente aburrido -dijo Julia, tratando de defenderlo.

Sally asintió con aire de sabihonda.

– Es aburrido. Cásate con él.

– ¿Qué?

– Cásate con él. Los maridos buenos y aburridos son difíciles de encontrar.

Llegar a final de mes era un milagro financiero. Había deducciones del sueldo, y alquiler, y gastos del automóvil, y era preciso comprar comida y ropa. Julia tenía un Toyota Tercel, y le parecía que gastaba más en el coche que en sí misma. Constantemente tenía que pedir dinero prestado a Sally.

Cierta tarde, cuando Julia se vestía para salir, Sally dijo:

– Otra noche importante para Henry, ¿verdad? ¿Adónde te lleva hoy?

– Iremos al Symphony Hall. Toca Cleo Laine.

– ¿El querido Henry se te ha vuelto a declarar?

Julia vaciló. En realidad, Henry le proponía matrimonio cada vez que estaban juntos. Ella se sentía presionada, pero no podía convencerse de decir «sí».

– No lo pierdas -le advirtió Sally.

«Sally probablemente tiene razón -pensó Julia-. Henry

Wesson podría ser un buen marido. Es… vaciló. Es sensato, fiable, decente… ¿Es eso suficiente?»

Cuando Julia estaba a punto de salir, Sally le preguntó: -¿Puedes prestarme los zapatos negros?

– Por supuesto -contestó Julia y se fue.

Sally entró en el dormitorio de Julia y abrió la puerta del armario.

El par de zapatos que quería estaba en el estante superior. Al tratar de bajarlos, cayó al suelo una caja de cartón y su contenido se desparramó por el suelo.

– ¡Maldición! -Sally se agachó para juntar los papeles. Eran decenas de recortes de periódico, fotografías y artículos, y todos se referían a la familia de Harry Stanford. Parecía haber cientos.

Julia entró corriendo en la habitación.

– Olvidé mi… -se detuvo al ver los papeles en el suelo-. ¿Qué estás haciendo?

– Lo siento -se disculpó Sally-. La caja se cayó. Julia, con las mejillas encendidas, se agachó y comenzó a meter los papeles en la caja.

– No tenía idea de que te interesaran tanto los ricos y famosos -dijo Sally.

Con los labios apretados, Julia siguió metiendo los papeles en la caja. Al coger un puñado de fotografías, encontró un pequeño relicario de oro con forma de corazón, que su madre le había regalado antes de morir. Julia lo apartó.

Sally la observaba, intrigada.

– ¿Julia?

– Sí. -¿Por qué te interesa tanto Harry Stanford? -A mí no. Esto… era de mi madre.

Sally se encogió de hombros.

– Está bien. -Extendió la mano para coger un papel. Pertenecía a una revista sensacionalista y le llamaron la atención los titulares: «Magnate deja embarazada a institutriz… Hija ilegítima… ¡La madre y la niña desaparecen!»

Sally miraba a Julia, boquiabierta.

– ¡Por Dios! ¡Eres la hija de Harry Stanford!

Julia apretó los labios. Sacudió la cabeza y siguió guardando papeles.

– ¿No lo eres?

Julia interrumpió lo que estaba haciendo.

– Por favor, si no te importa, prefiero no hablar del asunto. Sally se puso en pie de un salto.

– ¿Prefieres no hablar del asunto? ¿Eres la hija de uno de los hombres más ricos del mundo y prefieres no hablar del asunto? ¿Estás loca?

– Sally…

– ¿Sabes cuánto dinero tenía? Miles de millones.

– Eso no tiene nada que ver conmigo.

– Si tú eres su hija, tiene que ver contigo. ¡Eres su heredera! Lo único que tienes que hacer es decirle a su familia quién eres y…

– No.

– No… ¿qué?

– No lo entiendes. -Julia se levantó y se dejó caer en la cama-. Harry Stanford era un hombre terrible. Abandonó a mi madre. Ella lo odiaba y yo lo odio.

– No se odia a alguien con tanto dinero. Se le entiende. Julia sacudió la cabeza.

– Yo no quiero ninguna parte de ese dinero.

– Julia… las herederas no viven en pisos de mala muerte, ni compran su ropa en mercadillos, ni piden prestado dinero para pagar el alquiler. Tu familia detestaría saber que vives de esta manera. Se sentirían humillados.

– Ni siquiera saben que estoy viva.

– Entonces tienes que decírselo.

– Sally…

– ¿Sí?

– Cambia de tema.

Sally la miró un buen rato.

– Sí, claro. A propósito, ¿no podrías prestarme uno o dos millones hasta el día de cobro?

Capítulo 20

Tyler empezaba a ponerse histérico. Durante las últimas veinticuatro horas había estado marcando el número particular de Lee sin obtener respuesta. «¿Con quién estará -se torturaba Tyler-. ¿Qué estará haciendo?»

Cogió el teléfono y volvió a marcar.

El teléfono sonó un buen rato y, justo cuando Tyler iba a colgar, oyó la voz de Lee.

– ¿Diga?

– ¡Lee! ¿Cómo estás?

– ¿Quién demonios habla?

– Soy Tyler.

– ¿Tyler? -Pausa-. Ah, sí.

Tyler sintió una punzada de desilusión.

– ¿Cómo estás?

– Muy bien -contestó Lee.

– Te dije que tendría una sorpresa maravillosa para ti. -¿Ah, sí? -Lee parecía aburrido.

– ¿Recuerdas lo que me dijiste sobre ir a Saint Tropez en un hermoso yate blanco?

– ¿Y…?

– ¿Te gustaría ir el mes próximo?

– ¿Hablas en serio?

– Ya lo creo que sí.

– Bueno, no sé. ¿Tienes un amigo con un yate?

– Estoy a punto de comprar uno.

– No estarás metido en algún lío, ¿verdad, juez?

– En absoluto. Es sólo que acabo de recibir dinero. Mucho dinero.

– Saint Tropez, ¿eh? Sí, suena estupendo. Por supuesto que me encantaría ir contigo.

Tyler sintió un profundo alivio.

– ¡Maravilloso! Mientras tanto, no… -ni siquiera se atrevía a pensarlo-. Me mantendré en contacto contigo, Lee colgó y se sentó en el borde de la cama. Me encantaría ir contigo. Se imaginaba a los dos en un yate precioso, viajando juntos por el mundo. Juntos.

Tyler abrió la guía telefónica y se puso a buscar en las páginas amarillas.

Las oficinas John Alden Yachts, Inc. se encontraban en la Dársena Comercial de Boston. El gerente de ventas se acercó a Tyler cuando entró.

– ¿En qué puedo servirle, señor?

Tyler lo miró y dijo, con tono indiferente:

– Quiero comprar un yate.

Lo más probable era que el yate de su padre formara parte de los bienes, pero Tyler no tenía intención de compartir un barco con sus hermanos.

– ¿De motor o de vela?

– Bueno, no estoy seguro. Quiero poder viajar en él por todo el mundo.

– Entonces probablemente se trate de uno a motor. -Tiene que ser blanco.

El gerente de ventas lo miró, extrañado.

– Sí, por supuesto. ¿De qué tamaño le gustaría?

El Blue Skies tenía cincuenta y cinco metros de eslora. -De sesenta metros.

El gerente de ventas parpadeó.

– Entiendo. Desde luego, un barco de ese tamaño sería muy caro, señor…

– Juez Stanford. Mi padre era Harry Stanford.

La cara del hombre se iluminó.

– El dinero no es problema -dijo Tyler.

– ¡Desde luego que no! Pues bien, juez Stanford, le conseguiremos un yate que todo el mundo envidiará. Blanco, por su puesto. Mientras tanto, aquí tiene una carpeta con algunos barcos disponibles. Llámeme cuando decida cuáles le interesan.

Woody Stanford pensaba en ponis de polo. Toda su vida había tenido que montar animales pertenecientes a caballerizas de amigos, pero ahora podría permitirse el lujo de comprar ponis en las cuadras más importantes del mundo.

En aquel momento hablaba por teléfono con Mimi Carson.

– Quiero comprarte la caballeriza -dijo Woody, con voz excitada. Escuchó un momento-. Sí, toda la caballeriza. Hablo en serio. De acuerdo…

La conversación duró media hora y, cuando finalmente Woody cortó la comunicación, sonreía. Fue en busca de Peggy.

Ella estaba sentada, sola, en la terraza. Woody alcanzó a vede los moretones en la cara, donde le había pegado.

– Peggy…

Ella levantó la vista, temerosa.

– ¿Sí?

– Tengo que hablar contigo. Yo… no sé por dónde empezar. Ella esperó.

Woody respiró hondo.

– Sé que he sido un marido espantoso. Algunas de las cosas que he hecho son imperdonables. Pero, querida, ahora todo cambiará. ¿No lo entiendes? Somos ricos. Realmente ricos. Quiero compensarte -le cogió la mano-. Esta vez dejaré las drogas. De veras. Tendremos una vida completamente diferente.

Ella lo miró a los ojos y dijo, con voz apagada: -¿En serio, Woody?

– Lo prometo. Sé que lo he dicho otras veces, pero esta vez va en serio. Lo he decidido. Iré a una clínica para que me curen. Quiero salir de este infierno. Peggy… -En su voz había desesperación-. No puedo hacerlo sin ti. Sabes que no…

Ella lo miró un buen rato y después lo acunó en sus brazos. -Pobrecito. Ya lo sé -susurró-. Ya lo sé. Yo te ayudaré…

Había llegado el momento en que Margo Posner debía irse. Tyler la encontró en el estudio. Cerró la puerta.

– Quería darte las gracias de nuevo, Margo.

Ella sonrió.

– Ha sido divertido. Lo he pasado muy bien -lo miró con expresión taimada-. Tal vez debería convertirme en actriz. Él sonrió.

– Y serías una actriz excelente. Desde luego, a este público lo has engañado.

– Sí lo hice, ¿verdad?

– Aquí tienes el resto de tu dinero. – Tyler sacó un sobre del bolsillo-. Y el billete de avión a Chicago.

– Gracias.

Tyler consultó su reloj.

– Será mejor que te vayas si no quieres perder el avión. -Sí. Sólo quiero que sepas cuánto aprecio lo que has hecho por mí. Me refiero a sacarme de la cárcel y todo eso.

El sonrió.

– No es nada. Que tengas buen viaje.

– Gracias.

Tyler la observó subir a preparar su equipaje. La partida había terminado.

«Jaque mate.»

Margo Posner estaba en su dormitorio terminando de preparar el equipaje cuando Kendall entró.

– Hola, Julia. Sólo quería… -se detuvo en seco-. ¿Qué estás haciendo?

– Regreso a casa.

Kendall la miró, sorprendida.

– ¿Tan pronto? ¿Por qué? Esperaba que pudiéramos pasar un tiempo juntas y conocemos más. Tenemos que ponemos al día… han sido muchos años.

– Sí, claro. Tendrá que ser en otra ocasión.

Kendall se sentó en el borde de la cama.

– Es como un milagro, ¿verdad? Encontramos después de todos estos años.

Margo siguió preparando sus cosas.

– Sí. Ya lo creo que es un milagro.

– Debes de sentirte un poco como Cenicienta. Quiero decir, eso de vivir una vida común y corriente, y de pronto que alguien te entregue mil millones de dólares.

Margo interrumpió su tarea.

– ¿Qué?

– Dije…

– ¿Mil millones de dólares?

– Sí. Según el testamento de papá, eso es lo que heredará cada uno de nosotros.

Margo miraba a Kendall, estupefacta.

– ¿Cada uno recibirá mil millones de dólares?

– ¿No te lo han dicho?

– No -respondió Margo muy despacio-. No me lo han dicho -en su rostro apareció una expresión pensativa-. ¿Sabes, Kendall?, tienes razón. Tal vez deberíamos conocemos más.

Tyler estaba en el solarium, viendo fotografías de yates, cuando Clark se le acercó.

– Disculpe, juez Stanford. Tiene una llamada. -Pásamela aquí.

Era Keith Percy, de Chicago.

– ¿Tyler?

– Sí.

– ¡Tengo muy buenas noticias para ti!

– ¿Ah, sí?

– ¿Qué te parecería ser nombrado juez principal? -Sería maravilloso, Keith -contestó Tyler, tratando de reprimir la risa.

– ¡Pues entonces el cargo es tuyo!

– Bueno… no sé qué decir -«¿Qué tendría que decir? ¿Que los multimillonario s no ocupan el estrado de una mugrienta sala de Chicago, ni dictan sentencias a los marginados de este mundo? ¿Que estaré demasiado ocupado navegando por el mundo en mi yate?»

– ¿Cuándo podrás estar de regreso a Chicago?

– Lo cierto es que tardaré un tiempo -respondió Tyler-. Tengo mucho que hacer aquí.

– Bueno, todos te estaremos esperando.

– Adiós. -Colgó y consultó su reloj. Era la hora en que Margo debía salir para el aeropuerto. Tyler subió a despedirse de ella.

Cuando entró en el dormitorio, Margo estaba deshaciendo el equipaje. Él la miró, sorprendido.

– ¿No estás lista?

Ella lo miró y sonrió.

– No. Estoy deshaciendo la maleta. He estado pensando.

Me gusta estar aquí. Creo que debería quedarme un tiempo.

El frunció el entrecejo.

– ¿Qué dices? Tienes que tomar el vuelo a Chicago. -Ya habrá otro vuelo, juez -dijo ella y sonrió-. Hasta es posible que me compre el avión.

– ¿De qué hablas?

– Me dijiste que querías mi ayuda para gastarle una broma a otra persona.

– ¿Sí?

– Pues bien, creo que la broma iba dirigida a mí. Y yo valgo mil millones de dólares.

La expresión de Tyler se endureció.

– Quiero que salgas de aquí. Ahora mismo.

– ¿Ah, sí? Creo que me iré cuando esté lista -dijo Margo-. Y todavía no lo estoy.

Tyler se quedó inmóvil, observándola.

– ¿Qué es lo que quieres?

Ella asintió.

– Así me gusta más. Los mil millones de dólares que se supone que recibiré yo… pensabas quedártelos tú, ¿verdad? Supuse que planeabas una pequeña treta para conseguir dinero extra… pero ¡mil millones de dólares es otra cosa! Y creo que me merezco una parte.

Llamaron a la puerta.

– El almuerzo está servido -dijo Clark.

Margo miró a Tyler.

– Ve tú. Yo no me reuniré con vosotros. Tengo que hacer algunas cosas importantes.

Aquella misma tarde empezaron a llegar paquetes a Rose Hill. Eran cajas de vestidos de Armani, ropa deportiva de la Boutique Scassi, ropa interior de Jordan Marsh, un abrigo de marta cibelina de Neiman-Marcus, y una pulsera de diamantes de Cartier's. Todos los paquetes estaban dirigidos a la señorita Julia Stanford.

Cuando Margo traspasó la puerta a las cinco de la tarde, Tyler la esperaba, furioso.

– ¿Qué crees que estás haciendo? -le preguntó.

Ella sonrió.

– Necesitaba algunas cosas. Después de todo, tu hermana tiene que ir bien vestida, ¿no crees? Es sorprendente la facilidad con que dan crédito las tiendas cuando se es una Stanford. Tú te ocuparás de las cuentas, ¿verdad?

– Julia…

– Margo -le recordó ella-. A propósito, he visto las fotografías de los yates sobre la mesa. ¿Piensas comprar uno? -No es asunto tuyo.

– No estés tan seguro. Quizá tú y yo emprendamos un crucero. Llamaremos al barco «Margo». ¿O deberíamos bautizarlo «Julia»? Podemos recorrer el mundo juntos. No me gusta estar sola.

Tyler hizo una inspiración profunda.

– Creo que te he subestimado. Eres una jovencita muy astuta.

– Viniendo de ti, es un gran cumplido.

– Espero que seas, también, una jovencita muy razonable. -Eso depende. ¿A qué llamas razonable?

– A un millón de dólares. En efectivo.

El corazón de Margo comenzó a latir más de prisa.

– ¿Y puedo quedarme con las cosas que he comprado hoy? -Sí, con todas.

Ella respiró hondo. -Trato hecho.

– Espléndido. Te haré llegar el dinero lo antes posible. Dentro de unos días volveré a Chicago. -Sacó una llave del bolsillo y se la dio-. Ésta es la llave de mi casa. Quiero que te quedes allí y me esperes. Y que no hables con nadie.

– Está bien. -Margo trató de ocultar su entusiasmo. «Tal vez debería haberle pedido más dinero», pensó.

– Te reservaré pasaje en el próximo vuelo.

– ¿Y las cosas que he comprado…?

– Te las haré enviar.

– Muy bien. Los dos salimos muy bien parados de esto, ¿no crees?

Él asintió.

– Sí, es verdad.

– Todos te estamos esperando, Tyler. ¿Cuándo piensas venir? Hemos organizado una pequeña fiesta en tu honor.

– Muy pronto, Keith -dijo Tyler-. Mientras tanto, quiero que me ayudes con un problema que se me ha presentado.

– Por supuesto. ¿Qué puedo hacer por ti?

– Es sobre una delincuente que yo traté de ayudar. Margo Posner. Creo que te hablé de ella.

– Lo recuerdo. ¿Cuál es el problema?

– La pobre mujer sufre de alucinaciones y se cree mi hermana. Me siguió a Boston y trató de asesinarme.

– ¡Dios mío! ¡Es espantoso!

– En este momento viaja de vuelta a Chicago, Keith. Me robó la llave de mi casa, y no sé qué planea hacer a continuación. Esa mujer es una lunática peligrosa. Amenazó con matar a toda mi familia. Quiero que la internen en el Centro Reed de Salud Mental. Si me envías por fax los papeles de la reclusión, yo los firmaré. Y también me encargaré personalmente de que le realicen exámenes psiquiátricos.

– Desde luego. Me ocuparé de ello enseguida, Tyler.

– Te lo agradeceré mucho. Viaja en el vuelo 307 de United Airlines. La hora de llegada a Chicago es esta noche, sobre las ocho. Te sugiero que pongas gente en el aeropuerto para detenerla. Diles que tengan mucho cuidado. Debe ser confinada en una celda de máxima seguridad de Reed, y no permitir ninguna visita.

– Yo me ocuparé de todo. Lamento que hayas tenido que pasar por esto, Tyler.

– Ya sabes cómo es el dicho, Keith: «Ningún acto, por pequeño que sea, queda impune.»

Tyler llevó a Margo al Aeropuerto Internacional Logan para despedida.

Una vez allí, ella dijo:

– ¿Qué les dirás a los otros? Sobre mi partida, quiero decir. -Les diré que tuviste que ir a visitar a una amiga tuya muy querida que ha caído enferma, una amiga de América del Sur. Ella lo miró, con nostalgia.

– ¿Quieres saber algo, juez? Ese viaje en yate habría sido divertido.

Por el altavoz anunciaron la salida de su vuelo. -Supongo que es el mío.

– Que tengas buen viaje.

– Gracias. Te veré en Chicago.

Tyler la vio entrar en el autobús de embarque y se quedó allí, esperando que el avión despegara. Después, volvió a la limusina y le dijo al conductor:

– A Rose Hill.

Aquella noche, durante la cena, Kendall preguntó:

– ¿Julia no come con nosotros?

Tyler dijo, con pesar:

– Por desgracia, no. Me pidió que la despidiera de vosotros. Se fue a cuidar de una amiga que tiene en América del Sur y que sufrió un ataque cerebral. Fue algo muy repentino. -Pero el testamento todavía no ha sido…

Cuando Tyler regresó casa, fue directamente a su cuarto y llamó por teléfono al juez principal Keith Percy.

– Julia me ha dado poderes; quiere que deposite su parte en un fondo fiduciario.

Un criado colocó una bandeja con un guiso de almejas delante de Tyler.

– Ah -dijo él-. ¡Parece delicioso! Esta noche tengo un apetito bárbaro.


El vuelo 307 de la United Airlines se aproximaba al Aeropuerto Internacional O'Hare. Una voz metálica brotó del altavoz.

– Damas y caballeros, abróchense los cinturones de seguridad.

Margo Posner disfrutó muchísimo del vuelo. Se pasó casi todo el rato soñando con lo que haría con el millón de dólares y con toda la ropa y las joyas que había comprado. «¡Y todo porque me detuvieron! ¿No es increíble?»

Cuando el avión aterrizó, Margo cogió la bolsa que llevaba a bordo y comenzó a bajar por la rampa. Una azafata caminaba detrás de ella. Junto al avión había una ambulancia, flanqueada por dos enfermeros con chaquetas blancas y un médico. La azafata vio que señalaban a Margo.

Cuando Margo bajó de la rampa, uno de los hombres se le acercó.

– Disculpe -dijo.

Margo lo miró…

– ¿Sí?

– ¿Es usted Margo Posner?

– Sí. ¿Qué…

– Soy el doctor Zimmerman -dijo el hombre cogiéndola del brazo-. Nos gustaría que nos acompañara, por favor -comenzó a llevarla hacia la ambulancia.

Margo trató de liberarse.

– ¡Espere un minuto! ¿Qué hace? -gritó.

Los otros dos hombres se colocaron a ambos lados de Margo para cogerla de los brazos.

– Sólo acompáñenos en silencio, señorita Posner -dijo el médico.

– ¡Auxilio! -gritó Margo-. ¡Ayúdenme!

Los otros pasajeros contemplaban la escena, boquiabiertos.

– ¿Qué les ocurre a todos? -aulló Margo-. ¿Están ciegos? ¡Me están secuestrando! ¡Yo soy en realidad Julia Stanford! ¡Soy la hija de Harry Stanford!

– Por supuesto que lo es -dijo el doctor Zimmerman con tono tranquilizador-. Ahora cálmese.

Los otros pasajeros vieron, con azoramiento, que llevaban a Margo a la parte posterior de la ambulancia mientras ella pataleaba y gritaba.

Una vez dentro de la ambulancia, el médico sacó una jeringuilla y le clavó la aguja en el brazo.

– Relájese -le dijo-. Todo va bien.

– ¡Usted debe de estar loco! -dijo Margo-. Debe de… -sus ojos comenzaron a cerrarse.

Las puertas de la ambulancia se cerraron y el vehículo se alejó a toda velocidad.


Cuando Tyler recibió el informe, estalló en carcajadas. Le parecía ver a aquella perra codiciosa cuando se la llevaban. Dispondría que la mantuvieran encerrada durante el resto de su vida.

«Ahora la partida realmente ha terminado. ¡Lo conseguí! El viejo se retorcería en su tumba -si todavía tuviera una- si supiera que yo controlo las Empresas Stanford. Le daré a Lee todo lo que siempre ha soñado.»

Perfecto. Todo estaba perfecto.

Los acontecimientos del día despertaron en Tyler una gran excitación sexual. «Necesito aliviarme.» Abrió su maletín y, de la parte de atrás extrajo un ejemplar de la Guía Damron. En Boston figuraban varios bares para homosexuales.

Eligió The Quest, ubicado en la calle Boylston. «Me saltaré la cena e iré directamente al club.»


* * *

Julia y Sally se vestían para salir a trabajar.

Sally preguntó:

– ¿Cómo fue tu salida de anoche con Henry?

– Igual que siempre.

– ¿Igual de mal, eh? ¿Todavía no habéis fijado fecha para la boda?

– ¡Dios no lo quiera! -exclamó Julia-. Henry es muy dulce, pero… -Suspiró-. No es para mí.

– Es posible que él no lo sea -dijo Sally-, pero éstos sí son para ti -le entregó cinco sobres.

Todos contenían facturas. Julia los abrió. Tres decían «Vencida» y otra llevaba la leyenda «Tercer aviso». Julia las observó un momento.

– Sally, ¿podrías prestarme…?

Sally la miró, sorprendida.

– No te entiendo, Julia.

– ¿Qué quieres decir?

– Trabajas como una esclava, no puedes pagar tus cuentas, y lo único que tendrías que hacer es levantar el dedo meñique para conseguir algunos millones de dólares.

– No es mi dinero.

– ¡Por supuesto que lo es! -saltó Sally-. Harry Stanford era tu padre, ¿no? Ergo, tienes derecho a parte de sus bienes. Y te prevengo que no uso con frecuencia la palabra ergo.

Olvídalo. Ya te conté cómo trató a mi madre. Seguro que no me ha dejado ni un centavo.

Sally suspiró.

– ¡Maldición! ¡Y yo que tenía la ilusión de estar viviendo con una millonaria!

Caminaron hacia el aparcamiento donde tenían sus coches. El lugar de Julia estaba vacío. Ella lo miró, sobresaltada. -¡Ha desaparecido!

– ¿Estás segura de que lo dejaste aquí anoche? -preguntó

Sally.

– Sí.

– ¡Entonces alguien te lo ha robado!

Julia sacudió la cabeza.

– No -dijo en voz baja.

– ¿Qué quieres decir?

Giró la cabeza para mirar a Sally.

– Deben haberlo embargado. Debo tres pagos. -Maravilloso -dijo Sally-. Realmente maravilloso.

Sally no podía dejar de pensar en la situación de su compañera de piso. «Es como un cuento de hadas -pensó-. Una princesa que no sabe que es una princesa. Sólo que en este caso ella lo sabe, pero es demasiado orgullosa para hacer algo al respecto.

¡No es justo! La familia tiene todo ese dinero, y ella no tiene nada.

Bueno, si Julia no quiere hacer nada, yo lo haré. Y ella me lo agradecerá.»

Aquella noche, cuando Julia salió, Sally volvió a examinar la caja con los recortes. Sacó un artículo periodístico reciente que mencionaba que los herederos de Stanford habían regresado a Rose Hill para los servicios fúnebres.

«Si la princesa no va a ellos -pensó Sally-, ellos vendrán a la princesa.»

Se sentó y comenzó a escribir una carta. Estaba dirigida al juez Tyler Stanford.

Capítulo 21

Es una pena que Julia se haya tenido que ir tan pronto -dijo Kendall-. Me habría gustado conocerla mejor.

– Estoy seguro de que piensa volver tan pronto como le sea posible -dijo Marc.

«Vaya si es cierto», pensó Tyler. Él se aseguraría de que Margo no saliera nunca de la institución para enfermos mentales.

La conversación giró hacia el futuro.

Peggy dijo, tímidamente:

– Woody piensa comprarse un grupo de ponis de polo.

– ¡No es un «grupo»! -saltó Woody-. Es una caballeriza. Una caballeriza de ponis de polo.

– Lo siento, querido. Yo sólo…

– ¡Olvídalo!

– ¿Qué planes tienes tú? -preguntó Tyler a Kendall.

contamos con su apoyo… apreciaríamos que depositaran un millón de dólares norteamericanos… dentro de los próximos diez días.

¿Kendall?

– Ah, sí. Pienso… bueno, ampliar mi negocio. Abriré tiendas en Londres y en París.

– Parece maravilloso -dijo Peggy.

– Dentro de dos semanas tengo un desfile en Nueva York.

Debo viajar allí y prepararlo.

Kendall miró a Tyler.

– ¿Qué harás tú con tu parte de la herencia?

Tyler contestó, con tono piadoso:

– En su mayor parte, obras de caridad. Son tantas las organizaciones que necesitan ayuda…

Sólo escuchaba a medias la conversación que se desarrollaba en la mesa.

Miró a sus hermanos. «Si no fuera por mí, no recibiríais nada. ¡Nada!»

Giró la cabeza para observar a Woody. Su hermano se había convertido en un drogadicto, había destrozado su vida. «El dinero no le ayudará -pensó Tyler-. Sólo le permitirá

Tyler Stanford firmó los papeles de la reclusión de Margo Posner en el Centro Reed de Salud Mental. Tres psiquiatras debían refrendar el internamiento, pero Tyler sabía que le resultaría fácil conseguirlos.

Repasó mentalmente todo lo que había hecho desde el principio y decidió que no había errores. Dmitri había desaparecido en Australia, y se había librado de Margo Posner. Quedaba sólo Hal Baker, pero él no sería problema. Todo hombre tiene su talón de Aquiles, y el suyo era su estúpida familia. «No, Baker jamás hablará porque no podría soportar la idea de pasar el resto de su vida en la cárcel, lejos de sus seres queridos.»

Todo estaba perfectamente.

«Tan pronto se legitime el testamento, volveré a Chicago y recogeré a Lee. Hasta es probable que compremos una casa en Saint Tropez.» La sola idea lo excitó sexualmente. «Navegaremos alrededor del mundo en mi yate. Siempre he querido conocer Venecia… y Positano… y Capri… Haremos un safari por Kenia, y veremos juntos el Taj Mahal a la luz de la luna. Y, ¿a quién le debo todo esto? A papaíto, a mi querido papaíto. "Eres un marica, Tyler, y siempre lo serás. No sé cómo diablos pude engendrar a alguien como tú…"»

«¿Quién ríe último ahora, papá?»

Tyler bajó la escalera para almorzar con sus hermanos. De nuevo tenía hambre.

comprar más drogas.» Se preguntó dónde las conseguiría Woody.

Tyler miró a su hermana. Kendall era una mujer brillante y famosa, y había sacado partido de su talento. Marc estaba sentado junto a ella y, en aquel momento, relataba una anécdota divertida a Peggy. «Es atractivo y encantador. Una lástima que esté casado.»

Y, después, estaba Peggy. La pobre Peggy. Jamás entendería cómo soportaba a Woody. «Debe de quererlo mucho. Seguro que no ha obtenido nada de su matrimonio.»

Se preguntó cuál sería la expresión de sus caras si él se pusiera en pie y les dijera: «Yo controlo las Empresas Stanford. Mandé asesinar a nuestro padre y, después, hice desenterrar su cuerpo y contraté a una mujer para que se hiciera pasar por nuestra hermanastra.» La sola idea lo hizo sonreír. Resultaba difícil mantener un secreto tan delicioso como aquel

Después del almuerzo, Tyler fue a su cuarto para volver a llamar por teléfono a Lee. No hubo respuesta. «Ha salido con alguien, pensó Tyler, desesperado. No se cree lo del yate. Pues bien, ¡se lo demostraré! ¿Cuándo legitimarán ese maldito testamento? Tendré que llamar a Fitzgerald, o a ese joven abogado Steve Sloane.»

Alguien llamó a la puerta. Era Clark.

– Disculpe, juez Stanford. Ha llegado una carta para usted. Seguro que es de Keith Percy, felicitándome.

– Gracias, Clark. -Cogió el sobre. Tenía un remitente de la ciudad de Kansas. Se quedó mirándolo un momento y luego lo abrió y comenzó a leer la carta.

Estimado juez Stanford:

Creo que debería saber que tiene una hermanastra llamada Julia. Es la hija de su padre y de Rosemary Nelson. Vive aquí en la ciudad de Kansas. Su dirección es 1425, avenida Metcalf, departamento 3B, Ciudad de Kansas, Kansas.

Estoy segura de que Julia se alegrará mucho de tener noticias suyas. Atentamente,

Una amiga


* * *

Tyler se quedó mirando la carta con incredulidad y sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo.

– ¡No! -gritó en voz alta-. ¡No! -«¡No lo permitiré! ¡No ahora! Quizá sea una impostora.» Pero tuvo la espantosa premonición de que aquella Julia era la auténtica. «Y, ahora, la hija de puta se presentará para reclamar su parte de la herencia! Mi parte -se corrigió Tyler-. No le pertenece. No puedo permitir que venga aquí. Lo estropearía todo. Tendría que explicar lo de la otra Julia, y…» Se estremeció-. ¡No! -«Tengo que conseguir que la eliminen. Y rápido.»

Cogió el teléfono y marcó el número de Hal Baker.

Capítulo 22

El dermatólogo sacudió la cabeza.

– He visto casos similares al suyo, pero nunca tan graves. Hal Baker se rascó la mano y asintió.

– Verá, señor Baker, nos enfrentamos a tres posibilidades. La picazón puede estar causada por un hongo, una alergia o una neurodermatitis. La muestra de piel que tomé de su mano y puse bajo el microscopio me demostró que no era un hongo. Y usted dijo que no usa sustancias químicas en su trabajo…

– Así es.

– De modo que las posibilidades se han reducido. Lo que usted tiene es lichen simplex chronicus, o una neurodermatitis localizada.

– Suena espantoso. ¿Hay algo que se pueda hacer?

– Por fortuna, sí -el médico sacó un tubo del armario que había en un rincón del consultorio y lo abrió-. ¿En este momento le pica la mano?

Hal Baker volvió a rascársela.

– Sí. Es como si tuviera fuego.

– Quiero que se unte esta crema.

Hal Baker apretó el tubo y comenzó a frotarse la crema en la mano. Fue una especie de milagro.

– ¡La picazón ha desaparecido! -exclamó Baker.

– Bien. Use esa crema y no tendrá más problemas.

– Gracias, doctor. No sé cómo decide el alivio que siento.

– Le daré una receta. Puede llevarse ese tubo.

– Gracias.

Mientras conducía de regreso a casa, Hal Baker cantaba en voz alta. Era la primera vez que la mano no le picaba desde que había conocido al juez Tyler Stanford. Experimentaba una sensación maravillosa de libertad. Sin dejar de silbar, metió el coche en el garaje y entró en la cocina. Helen lo aguardaba.

– Te han llamado por teléfono -dijo ella-. Era un tal señor Jones y dijo que era urgente.

La mano comenzó a picarle de nuevo.


Había hecho daño a algunas personas, pero lo había hecho por amor a sus hijos. Había perpetrado algún delito, pero por el bien de su familia. Hal Baker no se consideraba culpable. Pero esto era diferente. Era un asesinato a sangre fría.

Cuando llamó por teléfono, dijo:

– No puedo hacer eso, juez. Tiene que buscar a otra persona.

Se hizo un silencio. Luego:

– ¿Cómo está su familia?


El vuelo a la ciudad de Kansas se desarrolló sin incidentes. El juez Stanford le había dado instrucciones detalladas. Se llama Julia Stanford. Usted tiene su dirección. Ella no lo estará esperando. Lo único que tiene que hacer es ir y terminar con el asunto.

Cogió un taxi desde el Aeropuerto Municipal de la Ciudad de Kansas a la ciudad.

– Hermoso día -dijo el conductor.

– Sí.

– ¿De dónde viene?

– De Nueva York. Vivo allí.

– Bonito sitio para vivir.

– Ya lo creo que sí. Tengo que hacer unas reparaciones en casa. Por favor, ¿me lleva a una ferretería?

– De acuerdo.

Cinco minutos después, Hal Baker le decía a un empleado del negocio:

– Necesito un cuchillo de caza.

– Tenemos justo lo que necesita, señor. ¿Quiere acompañarme, por favor?

El cuchillo era precioso: tenía unos quince centímetros de largo, punta bien afilada y filo en forma de sierra.

– ¿Éste le va bien?

– Por supuesto que sí -contestó Hal Baker.

– ¿Lo pagará en efectivo o con tarjeta?

– En efectivo.

Su siguiente parada fue una papelería.


Hal Baker observó el bloque de pisos de la avenida Metcalf 1425 durante cinco minutos, y examinó las entradas y salidas. Se fue y volvió a las siete de la tarde, cuando comenzaba a oscurecer. Quería estar seguro de que, si Julia Stanford tenía un empleo, habría vuelto del trabajo. Había notado que el edificio no tenía portero. Había ascensor, pero él subió por la escalera. No le parecían seguros los espacios pequeños y cerrados. Eran trampas. Llegó al tercer piso. El apartamento 3B estaba al final de pasillo, a la izquierda. Llevaba el cuchillo sujeto con cinta adhesiva al bolsillo interior de la chaqueta. Tocó el timbre. Un momento después, la puerta se abrió y se encontró frente a una atractiva mujer.

– Hola -dijo ella con una sonrisa agradable-. ¿En qué puedo servirlo?

Era más joven de lo que esperaba, y se preguntó fugazmente por qué querría el juez Stanford que la matara. «Bueno, no es asunto mío.» Sacó una tarjeta y se la entregó.. -Pertenezco a la Compañía A. C. Nielsen -dijo-. No tenemos a nadie en esta zona, y buscamos a cualquier persona que esté interesada.

Ella sacudió la cabeza.

– No, gracias. -Comenzó a cerrar la puerta.

– Pagamos cien dólares por semana.

La puerta permaneció entreabierta.

– ¿Cien dólares por semana?

– Sí, señora.

La puerta se abrió de par en par.

– Lo único que tiene que hacer es escribir los nombres de los programas que ve en la televisión. Le haremos un contrato de un año.

¡Cinco mil dólares!

Pase -dijo ella.

Baker entró.

– Siéntese, señor…

– Allen. Jim Allen.

– …señor Allen. ¿Cómo es que me seleccionó a mí?

– Nuestra compañía hace elecciones al azar. Debemos aseguramos de que ninguna de las personas está relacionada de alguna manera con la televisión, para que nuestras mediciones de audiencia sean exactas. Usted no tiene relación con la producción de programas ni con cadenas de televisión, ¿verdad?

Ella se echó a reír.

– Diablos, no. ¿Qué tendría que hacer exactamente?

– En realidad es muy sencillo. Le daremos un gráfico con todos los programas de televisión que existen, y todo lo que usted deberá hacer es poner una marca cada vez que ve un programa. Así, nuestro ordenador podrá calcular cuántos espectadores tiene cada programa. La compañía Nielsen está diseminada por los Estados Unidos, yeso nos permite tener una idea bien clara de qué programas son los más vistos y en qué zonas. ¿Le interesa a usted el trabajo?

– Sí, por supuesto.

Sacó algunos formularios y una pluma.

– ¿Cuántas horas al día ve la televisión?

– No muchas. Trabajo todo el día.

– Pero ¿ve algo de televisión?

– Sí, claro. Miro los informativos por la noche y, a veces, alguna película antigua. Me gusta Larry King.

El hizo una anotación.

– ¿Ve programas educativos?

– Bueno, veo el documental de la National Geographic los domingos.

– A propósito, ¿vive con alguien?

– Tengo una compañera, pero no está aquí.

De modo que los dos estaban solos.

La mano empezó a picarle. La introdujo en el bolsillo interior para soltar la cinta adhesiva que sujetaba el cuchillo. Oyó pasos en el descansillo de la escalera. Se detuvo.

– ¿Dijo que me pagarían cinco mil dólares al año sólo por hacer esto?

– Así es. Ah, y olvidaba mencionarle que también le daremos un nuevo televisor en color.

– ¡Fantástico!

Las pisadas se alejaron. Baker volvió a meter la mano en el bolsillo y tocó el mango del cuchillo.

– ¿Podría darme un vaso de agua, por favor? Ha sido un día muy largo.

– Por supuesto que sí.

Él la vio ponerse en pie y acercarse al pequeño bar que había en un rincón. Sacó el cuchillo de la funda y se acercó a la mujer.

En aquel momento, ella decía:

– Mi compañera sí ve mucho los programas educativos.

Él levantó el cuchillo, listo para dar el golpe.

– Julia es más intelectual que yo.

La mano de Baker se paralizó en el aire.

– ¿Julia?

– Mi compañera de piso. Bueno, en realidad ya no lo es. Se ha ido. Cuando volví a casa encontré una nota en la que me decía que se iba y que no sabía dónde podría localizarla… -se volvió, con el vaso de agua en la mano, y vio que Baker tenía el cuchillo en alto-. ¿Qué…?

Gritó. Hal Baker se dio media vuelta y huyó.


Hal Baker llamó por teléfono a Tyler Stanford.

– Estoy en la ciudad de Kansas, pero la chica ha desaparecido.

– ¿Qué quiere decir?

– Su compañera de piso dice que se ha ido.

Tyler permaneció un momento en silencio.

– Tengo la sensación de que se dirigirá a Boston. Quiero que venga aquí enseguida.

– Sí, señor.

Tyler Stanford colgó de un golpe y comenzó a pasearse por la habitación. «¡Con lo bien que estaba saliendo todo!» Era preciso encontrar a la muchacha y eliminarla. Era una amenaza permanente. Aun después de recibir la fortuna de su padre, Tyler sabía que no estaría tranquilo mientras ella siguiera con vida. «Tengo que encontrarla-pensó-. ¡Debo hacerlo! Pero, ¿dónde?»

En aquel momento, Clark entró en el cuarto.

– Disculpe, juez Stanford. Acaba de llegar una tal Julia Stanford y quiere verlo.

Capítulo 23

La culpa de que Julia decidiera ir a Boston fue de Kendall. Cierto día, al volver de almorzar, pasó por una tienda de ropa de alta costura y en el escaparate había un diseño original de Kendall. Julia se quedó mirándolo un buen rato. «Ésa es mi hermana -pensó-. No puedo culparla por lo que le pasó a mi madre. y tampoco puedo culpar a mis hermanos.» Y, de pronto, sintió un deseo apremiante de verlos, de conocerlos, de hablar con ellos, de tener por fin una familia.

Cuando Julia volvió a la oficina, le dijo a Max Tolkin que estaría ausente unos días.

Con bastante vergüenza, le preguntó:

– ¿Podría darme un adelanto de mi sueldo?

Tolkin sonrió.

– Sí, por supuesto. Falta poco para las vacaciones. Toma. Y pásalo bien.

«¿Realmente lo pasaré bien? -se preguntó Julia-. ¿O estaré cometiendo un terrible error?»

Cuando regresó a su casa, Sally todavía no había vuelto. «No puedo esperarla -decidió-. Si no lo hago ahora, no iré nunca.» Preparó su maleta y dejó una nota.

Cuando se dirigía a la terminal de autobuses, Julia lo pensó mejor. «¿Qué estoy haciendo? ¿Por qué he tomado una decisión tan repentina?» Entonces pensó, con ironía: «¿Repentina? ¡He tardado veinte años!» De pronto sintió un enorme entusiasmo. ¿Cómo sería su familia? Sabía que uno de sus hermanos era juez y el otro un famoso jugador de polo, y que su hermana era una conocida diseñadora de modas. «Es una familia de triunfadores y yo, ¿quién soy? Espero que no me desprecien.» El sólo hecho de pensar en lo que la esperaba hizo que su corazón latiera con más fuerza. Subió al autobús de la compañía Greyhound y emprendió el viaje.

Cuando el autobús llegó a la South Station de Boston, Julia cogió un taxi.

– ¿Adónde la llevo, señora? -preguntó el conductor.

Y, en aquel momento, Julia perdió todo su valor. Había tenido la intención de contestar: «A Rose Hill». En cambio, dijo: -No lo sé.

El conductor giró la cabeza para mirarla.

– Caramba -dijo-, yo tampoco lo sé.

– ¿No podría dar una vuelta? Es la primera vez que vengo a Boston.

Él asintió.

– Sí, por supuesto.

Avanzaron hacia el oeste por la calle Surnmer, hasta llegar al Boston Cornmon. El conductor dijo:

– Éste es el parque público más antiguo de los Estados Unidos. Solían usarlo para las ejecuciones en la horca.

A Julia le pareció oír la voz de su madre: «Solía llevar a los niños al Cornmon en invierno, para que patinaran sobre hielo. Woody era un atleta natural. Ojalá hubieras podido conocerlo, Julia. Era un chico tan apuesto… Siempre pensé que sería el triunfador de la familia.» Fue como si su madre estuviera allí con ella, compartiendo aquel momento.

Habían llegado a la calle Charles, la entrada al Jardín Botánico. El conductor dijo:

– ¿Ve esos patitos de bronce? Aunque no lo crea, todos tienen nombre.

«Solíamos ir de merienda al Jardín Botánico. En la entrada hay unos preciosos patitos de bronce. Se llaman Jack, Kack, Lack, Mack, Nack, Ouack, Pack y Quack.» A Julia le había parecido tan divertido, que hacía que su madre le repitiera los nombres una y otra vez.

Julia miró el taxímetro. La cifra empezaba a ser muy alta. -¿Podría recomendarme un hotel no demasiado caro? -Sí, claro. ¿Qué le parecería el hotel Copley Square? -¿Me llevaría allí, por favor?

– De acuerdo.

Cinco minutos después, el taxi se detenía frente al hotel. -Disfrute de Boston, señora.

– Gracias.

«¿Lo disfrutaré, o será un desastre?» Julia pagó al conductor y entró en el hotel.

Se acercó al empleado joven que estaba detrás del mostrador de recepción.

– Hola-dijo él-. ¿En qué puedo servida?

– Quiero una habitación, por favor.

– ¿Individual?

– Sí.

– ¿Cuánto tiempo piensa quedarse?

Ella vaciló. «¿Una hora? ¿Diez años?»

– No lo sé.

– Muy bien -dijo él y observó el tablero con las llaves-. Tengo una bonita habitación para usted en el cuarto piso.

– Gracias -dijo ella y firmó el registro con mano firme.

Julia Stanford.

El empleado le entregó una llave.

– Aquí tiene. Disfrute de su estancia.

El cuarto era pequeño, pero limpio y ordenado.

En cuanto terminó de deshacer el equipaje, Julia llamó por teléfono a Sally.

– ¿Julia? ¡Dios mío! ¿Dónde estás?

– En Boston.

– ¿Estás bien? -Sally parecía histérica.

– Sí. ¿Porqué?

– Un hombre ha venido a casa a buscarte, y creo que pensaba matarte.

– ¿Qué dices?

– Tenía un cuchillo y… deberías haber visto la expresión de su cara… -Sally casi no podía hablar-. Cuando descubrió que yo no era tú, ¡salió corriendo!

– ¡No puedo creerlo!

– Dijo que trabajaba para A. C. Nielsen, pero llamé a la oficina de esa compañía y nunca habían oído hablar de él. ¿Conoces a alguien que quiera hacerte daño?

– ¡Por supuesto que no, Sally! ¡No seas ridícula! ¿Has llamado a la policía?

– Sí, lo hice. Pero no había mucho que pudieran hacer, salvo decirme que fuera más cuidadosa.

– Bueno, yo estoy muy bien, así que no te preocupes. Oyó que Sally respiraba hondo.

– Está bien. Si dices que no te pasa nada. ¿Julia?

– Sí.

– Ten cuidado, ¿eh?

– Desde luego.

«¡Sally y su imaginación trasnochada! ¿Quién podría querer matarme?»

– ¿Sabes cuándo volverás?

Lo mismo que le había preguntado el empleado del hotel. -No.

– Estás ahí para ver a tu familia, ¿no?

– Sí.

– Buena suerte.

– Gracias, Sally.

– Mantente en contacto conmigo.

– Lo haré.

Julia colgó el teléfono. Se quedó allí, de pie, sin saber qué hacer.

«Si tuviera sentido común, subiría a un autobús y volvería a casa. No he hecho otra cosa que andarme con rodeos, ganar tiempo. ¿Vine a Boston a recorrer la ciudad? No. Vine para conocer a mi familia. ¿Lo haré? No… Sí…»

Se sentó en el borde de la cama, con la cabeza hecha un caos. «¿y si me odian? No, no debo pensarlo. Me querrán, y yo los querré. -Miró el teléfono y pensó-: Tal vez sería mejor que los llamara por teléfono. No. Entonces quizá no querrán verme.» Se acercó al armario y eligió su mejor vestido. «Si no lo hago ahora, no lo haré jamás», decidió.

Treinta minutos más tarde había cogido un taxi y se dirigía a Rose Hill, para conocer a su familia.

Capítulo 24

Tyler miraba a Clark con incredulidad.

– ¿Julia Stanford… está aquí?

– Sí, señor -había un tono de desconcierto en la voz del mayordomo-. Pero no es la misma señorita Stanford que estuvo aquí antes.

Tyler forzó una sonrisa.

– Desde luego que no. Me temo que es una impostora. -¿Una impostora, señor?

– Sí. Empezarán a aparecer de todas partes, Clark, para reclamar su derecho a la fortuna de la familia.

– Es terrible, señor. ¿Quiere que llame a la policía? -No -se apresuró a decir Tyler. Era lo último que quería-.Yo me ocuparé de todo. Hazla pasar a la biblioteca. -Sí, señor.

Tyler pensaba a toda velocidad. De modo que finalmente se había presentado la verdadera Julia Stanford. Era una suerte que ninguno de los demás miembros de la familia estuvieran en casa en aquel momento. Tendría que librarse de ella enseguida.

Tyler se dirigió a la biblioteca. Julia estaba de pie en medio de la habitación y contemplaba un retrato de Harry Stanford.

Tyler permaneció allí un momento observando a la mujer. Era hermosa. Una pena que…

Julia se volvió y lo vio.

– Hola.

– Hola.

– Usted es Tyler.

– Así es. ¿Quién es usted?

La sonrisa de Julia desapareció.

– ¿No le dijo…? Soy Julia Stanford.

– ¿De verdad? Me perdonará que se lo pregunte, pero ¿tiene usted alguna prueba de lo que dice?

– ¿Prueba? Bueno, sí… yo… es decir… no, ninguna prueba.

Sólo pensé que…

Tyler se le acercó.

– ¿Cómo ha llegado aquí?

– Decidí que había llegado el momento de conocer a mi familia.

– ¿Después de veintiséis años?

– Sí.

Al mirarla, al oírla hablar, Tyler no dudó ni un momento: era auténtica, peligrosa, y era preciso eliminarla enseguida. Se obligó a sonreír.

– Bueno, se imagina la sorpresa que esto significa para mí. Quiero decir, que haya aparecido aquí inesperadamente y…

– Ya lo sé. Lo siento. Tal vez debería haber llamado antes por teléfono.

Tyler preguntó, como sin darle importancia:

– ¿Ha venido a Boston sola?

– Sí.

Pensaba a mil por hora.

– ¿Alguna otra persona sabe que está aquí?

– No. Bueno, sí. Sally, la chica que vive conmigo en Kansas…

– ¿Dónde se aloja?

– En el hotel Copley Square.

– Es un buen hotel. ¿En qué habitación? -Cuatrocientos diecinueve.

– Está bien. ¿Por qué no vuelve al hotel y nos espera allí? Quiero preparar primero a Woody y a Kendall. Se sorprenderán tanto como yo.

– Lo siento. Debería haber…

– Ningún problema. Ahora que nos hemos conocido, sé que todo saldrá muy bien.

– Gracias, Tyler.

– De nada… -le costó pronunciar la siguiente palabra… Julia. Te pediré un taxi.

Cinco minutos después, ella se había ido.

Hal Baker acababa de regresar a la habitación de su hotel, situado en el centro de Boston, cuando sonó el teléfono.

– ¿Hal?

– Lo siento. Todavía no tengo noticias, juez. He peinado toda la ciudad. Fui al aeropuerto y…

– ¡Ella está aquí, imbécil!

– ¿Qué?

– Está aquí, en Boston. Se hospeda en el hotel Copley Square, habitación cuatrocientos diecinueve. Quiero que se ocupe de ella esta noche. Y nada de chapuzas, ¿está claro?

– Lo que ocurrió no fue mi…

– ¿Está claro?

– Sí, señor.

– Entonces, ¡hágalo! -dijo Tyler; cortó la comunicación y fue a buscar a Clark.

– Clark, con respecto a esa joven que estuvo aquí simulando ser mi hermana…

– ¿Sí, señor?

– Yo de ti no les diría nada a los otros integrantes de la familia. Se sentirían muy mal.

– Lo entiendo, señor. Usted piensa en todo…

Julia fue a cenar al Ritz Carlton Hotel. Era hermoso, tal como su madre se lo había descrito. «Los domingos, solía llevar a los niños allí a comer algo.» Julia, sentada en el comedor, se imaginó a su madre delante de una mesa, con los pequeños Tyler, Woody y Kendall. «Cómo desearía haber crecido con ellos -pensó-. Pero, al menos, ahora los conoceré.» Se preguntó si su madre aprobaría lo que estaba haciendo. En realidad, Julia se había sentido desconcertada por el recibimiento de Tyler. Le pareció… frío. «Pero es natural -pensó-. De pronto una desconocida se presenta y dice: "Soy su hermana". Por supuesto que debió de sentir desconfianza. Pero estoy segura de que podré convencerlos.»

Cuando llegó la cuenta, Julia la miró, horrorizada. «Tengo que tener más cuidado-pensó-. Me tiene que quedar suficiente dinero para el autobús de regreso a Kansas.»

Al salir, vio que un autobús de turistas que hacía el recorrido por la ciudad estaba a punto de partir. Movida por un impulso, se subió. Quería conocer lo más posible la ciudad de su madre.

Capítulo 25

Hal Baker entró en el vestíbulo del hotel Copley Square como si viviera allí y subió por la escalera hasta el cuarto piso. Esta vez no habría equivocaciones. La habitación cuatrocientos diecinueve estaba en medio del corredor. Hal Baker hizo un examen visual del pasillo para estar seguro de que no hubiera nadie cerca, y llamó a la puerta. No hubo respuesta. Volvió a golpear.

– ¿Señorita Stanford? -Nada.

Sacó un pequeño estuche del bolsillo y seleccionó una ganzúa. Sólo tardó unos segundos en abrir. Entró y cerró la puerta. La habitación estaba vacía.

– ¿Señorita Stanford?

Entró en el cuarto de baño. Estaba vacío. Sacó el cuchillo del bolsillo, corrió una silla hasta ponerla detrás de la puerta y se sentó a esperar en la oscuridad. Una hora después oyó que alguien se acercaba.

Hal Baker se levantó enseguida y permaneció en pie detrás de la puerta, con el cuchillo en la mano. Oyó que la llave giraba en la cerradura y vio que la puerta comenzaba a abrirse. Oculto detrás de la puerta, levantó el cuchillo por encima de la cabeza, listo para dar el golpe. Julia entró y encendió las luces. Hal oyó que decía:

– Muy bien, pasen. y un batallón de periodistas inundó el cuarto.

Fue Gordon Wellman, el gerente nocturno del hotel Copley Square, quien sin saberlo salvó la vida a Julia. Había entrado de servicio aquella tarde a las seis, y automáticamente revisó el registro del hotel. Cuando se topó con el nombre de Julia Stanford, se quedó mirándolo, sorprendido. Desde la muerte de Harry Stanford, los periódicos habían estado llenos de relatos sobre la familia Stanford. Habían sacado a la luz el viejo escándalo de la aventura de Stanford con la institutriz de sus hijos, y el suicidio de la esposa de Stanford. Harry Stanford tenía una hija ilegítima llamada Julia. Corrían rumores de que había viajado a Boston en secreto y que, poco después de una serie de compras costosas, supuestamente había partido a América del Sur. Ahora, todo parecía indicar que había vuelto. «¡Y se aloja en mi hotel!», pensó Gordon Wellman, entusiasmado.

Le dijo al empleado de recepción:

– ¿Sabes la publicidad que esto podría significar para el hotel? Un minuto después, hablaba por teléfono con la prensa…

Cuando Julia regresó al hotel después de su recorrido por la ciudad, el vestíbulo estaba lleno de periodistas que la aguardaban con impaciencia. En cuanto entró, se abalanzaron sobre ella.

– ¡Señorita Stanford! Soy del Bostan Globe. La hemos estado tratando de localizar, pero nos dijeron que se había ido de la ciudad. ¿Podría decimos…?

Una cámara de televisión la enfocaba.

– Señorita Stanford, soy del canal de televisión WCVB.

Nos gustaría tener unas declaraciones suyas…

– Señorita Stanford, soy del The Phoenix. Queremos saber cuál fue su reacción al…

– ¡Mire hacia aquí, señorita Stanford! ¡Sonría! Gracias. y los flashes destellaban sin cesar.

Julia permaneció en pie, llena de confusión. «Dios mío -pensó-. La familia pensará que yo he organizado todo esto.»

Miró a los periodistas.

– Lo siento, no tengo nada que decir.

Corrió hacia un ascensor, pero ellos la siguieron.

– La revista People quiere publicar la historia de su vida, y lo que se siente al haber estado separada de su familia des de hace más de veinticinco años…

– Oímos decir que se había ido a América del Sur… -¿Piensa vivir en Boston…?

– ¿Por qué no se hospeda en Rose Hill…?

Julia salió del ascensor en el cuarto piso, y corrió por el pasillo. Pero ellos le pisaban los talones. No había forma de escapar.

Julia sacó la llave y abrió la puerta de su habitación. Entró y encendió la luz.

– Muy bien, pasen.

Oculto detrás de la puerta, Hal Baker se quedó paralizado por la sorpresa, con el cuchillo en su mano levantada. Cuando los periodistas pasaron junto a él, se apresuró a meter el cuchillo en el bolsillo y a mezclarse con el grupo.

Julia se dirigió a los periodistas.

– De acuerdo, de uno en uno, por favor.

Frustrado, Baker retrocedió hacia la puerta y se deslizó fuera. El juez Stanford no estaría nada complacido.

Durante treinta minutos, Julia respondió preguntas lo mejor que pudo. Hasta que finalmente todos se fueron y ella cerró la puerta con llave y se acostó.

Tyler leyó los diarios y se puso furioso. Woody y Kendall se reunieron con él para el desayuno.

– ¿Qué es todo este disparate sobre una mujer que se hace llamar Julia Stanford? -preguntó Woody.

– Es una impostora -dijo Tyler con desenvoltura-. Ayer vino a casa a reclamar dinero y la eché. No esperaba que recurriera a este juego sucio de la publicidad. Pero no os preocupéis, yo me ocuparé de ella.

Llamó por teléfono a Simon Fitzgerald.

– ¿Ha visto los periódicos de la mañana? -le preguntó. -Sí.

– Esa estafadora se ha puesto a recorrer la ciudad alegando ser nuestra hermana.

– ¿Quiere que la haga detener? -preguntó Fitzgerald. -¡No! Eso sólo significaría más publicidad. Quiero que la obligue a salir de la ciudad.

– Está bien. Yo me ocuparé, juez Stanford.

– Gracias.

Por la mañana, los canales de televisión y los periódicos ofrecían historias de Julia Stanford.

Simon Fitzgerald mandó llamar a Steve Sloane.

– Tenemos un problema -dijo.

Steve asintió.

– Ya lo sé. He oído las noticias de la mañana y he leído los periódicos. ¿Quién es ella?

– Por lo visto, alguien que cree que puede sacar partido de la fortuna de la familia. El juez Stanford me sugirió que la hiciéramos abandonar la ciudad. ¿Puedes encargarte de todo?

– Con mucho gusto -dijo Steve.

Una hora más tarde, Steve llamaba a la puerta de la habitación de Julia.

Cuando ella abrió la puerta y lo vio, dijo:

– Lo siento. No recibo a más periodistas. Yo…

– No soy periodista. ¿Puedo pasar?

– ¿Quién es usted?

– Me llamo Steve Sloane. Trabajo en el bufete jurídico que se ocupa de los bienes de Harry Stanford.

– Ah, bueno. Sí. Pase.

Steve entró en la habitación.

– ¿Le dijo usted a la prensa que era Julia Stanford? -Me temo que me cogieron desprevenida. Verá, yo no los esperaba y…

– ¿Pero les dijo que era la hija de Harry Stanford?

– Sí. Soy su hija.

Él la miró y le dijo, cínicamente.

– Por supuesto, tiene pruebas de lo que dice.

– Bueno, no -dijo Julia en voz baja-. No las tengo. -Oh, vamos -insistió Steve-. Debe de tener alguna prueba -su propósito era hacer que cayera en sus propias trampas.

– No tengo nada -dijo ella.

Steve la observó, sorprendido. No era como había esperado. Había en ella una franqueza que desarmaba. «Parece inteligente. ¿Cómo pudo ser tan estúpida como para venir y alegar ser hija de Harry Stanford sin tener pruebas?»

– Qué pena -dijo Steve-. El juez Stanford quiere que abandone la ciudad.

Julia abrió los ojos de par en par.

– ¿Qué?

– Lo que oye.

– Pero… no lo entiendo. Todavía no he conocido a mis otros hermanos.

«De modo que está decidida a seguir con la comedia», pensó Steve.

– Mire, no sé quién es usted, o cuál es su juego, pero podría terminar en la cárcel por esto. Le estamos dando una oportunidad. Lo que usted hace va contra la ley. De usted depende. Puede irse de la ciudad y dejar de molestar a la familia, o podemos hacerla detener.

Julia parecía paralizada por la impresión.

– ¿Detener? Yo… no sé qué decir.

– Es decisión suya.

– ¿Ellos ni siquiera quieren verme? -preguntó Julia, atontada.

– Eso es quedarse corto.

Julia hizo una inspiración profunda.

– Está bien. Si eso es lo que quieren, regresaré a Kansas. Y le prometo que jamás volverán a tener noticias mías.

Kansas. Parece que hiciste un viaje muy largo para cometer tu pequeña estafa.

– Me parece muy sensato -se quedó un momento observándola, desconcertado-. Bien, adiós.

Ella no contestó.


Steve estaba en la oficina de Simon Fitzgerald.

– ¿Has visto a la mujer, Steve?

– Sí. Regresa a su casa.

– Bien. Se lo diré al juez Stanford. Estará muy complacido. -¿Sabes qué me molesta, Simon?

– ¿Qué?

– El perro no ladró.

– ¿Cómo dices?

– Es una historia de Sherlock Holmes. La clave estaba en lo que no sucedió.

– Steve, ¿qué tiene eso que ver con…?

– Ella ha venido sin ninguna prueba.

Fitzgerald lo miró, intrigado.

– No entiendo. Eso debería haberte convencido.

– Al contrario. ¿Por qué habría de venir aquí desde Kansas, alegar ser la hija de Harry Stanford, y no tener nada con que respaldar esa afirmación?

– Hay mucha gente chiflada, Steve.

– Pero ella no tiene nada de chiflada. Debería haberla visto. Y también hay otro par de cosas que me molestan, Simon. -¿Sí?

– El cuerpo de Harry Stanford desapareció. Cuando fui a hablar con Dmitri Kaminsky, el único testigo del accidente, también había desaparecido. Y, de pronto, nadie parece saber dónde está la primera Julia Stanford.

Simon Fitzgerald frunció el entrecejo.

– ¿Qué me quieres decir?

– Que está ocurriendo algo que necesita ser explicado -respondió Steve-. Creo que iré a hablar otra vez con esa señora.


* * *

Steve Sloane entró en el vestíbulo del hotel Copley Square y se acercó al recepcionista.

– ¿Podría llamar, por favor, a la señorita Julia Stanford? El empleado levantó la vista.

– Lo siento, señor. La señorita Stanford ha abandonado el hotel.

– ¿Dejó alguna dirección?

– No, señor. Me temo que no.

Steve se sintió muy frustrado. No podía hacer nada más.

«Bueno, tal vez estaba equivocado -pensó con filosofía-. Quizá realmente es una impostora. Ahora no lo sabré jamás.» Dio media vuelta y salió a la calle. En aquel momento, el portero conducía a una pareja a un taxi.

– Disculpe -le dijo Steve.

El portero lo miró.

– ¿Desea un taxi, señor?

– No. Quiero preguntarle algo. ¿Ha visto salir del hotel a la señorita Stanford esta mañana?

– Desde luego que sí. Todo el mundo la miraba. Es toda una celebridad. Yo le conseguí un taxi.

– Y supongo que no sabe adónde se dirigió. -Steve descubrió que contenía la respiración.

– Claro que sí. Yo mismo le dije al conductor adónde llevarla.

– ¿Y adónde fue? -preguntó Steve con impaciencia.

– A la terminal de los Autobuses Greyhound, en la South Station. Me pareció raro que una persona tan rica como ella fuera…

– Sí quiero un taxi -dijo Steve.

Steve entró en la terminal de autobuses y recorrió el lugar con la mirada. No la vio. «Se ha ido», pensó con desesperación. Por el altavoz anunciaban la salida de los coches. Oyó que la voz decía… «y ciudad de Kansas». Steve corrió hacia la plataforma anunciada.

Julia estaba subiendo al autobús.

– ¡Un momento! -gritó él.

Ella se volvió, asombrada.

Steve corrió hacia ella.

– Tengo que hablar con usted.

Julia lo miró, furiosa.

– Yo no tengo nada más que decide -dijo y giró para irse. Él la cogió del brazo.

– ¡Espere un minuto! De verdad, tenemos que hablar. -Mi autobús se va.

– Habrá otro.

– Es que mi maleta está en él.

Steve se dirigió a un mozo de estación.

– Esta mujer está a punto de tener un niño. Saque enseguida su maleta del autobús. ¡Dése prisa!

El mozo miró a Julia desconcertado.

– Muy bien -y abrió el compartimento de equipajes-. ¿Cuál es la suya, señora?

Julia miró a Steve, sin entender nada.

– ¿Sabe lo que está haciendo?

– No -contestó Steve.

Ella lo observó un momento y tomó una decisión. Señaló su maleta.

– Es ésa.

El mozo la sacó.

– ¿Quiere que le consiga una ambulancia o un taxi? -Gracias. Estoy bien.

Steve cogió la maleta y los dos se dirigieron a la salida. -¿Ya ha desayunado?

– No tengo apetito -dijo ella con frialdad.

– Será mejor que desayune. No olvide que ahora tendrá que comer por dos.


Desayunaron en Biba's.

Julia se encontraba sentada frente a Steve, tensa por la furia.

Después de pedir, Steve dijo:

– Tengo curiosidad por saber una cosa. ¿Qué le hizo pensar que podía reclamar parte de la fortuna de los Stanford sin tener pruebas de su identidad?

Ella lo miró, indignada.

– No he venido a reclamar parte de la fortuna Stanford. Seguro que mi padre no me dejó nada. Lo que quería era conocer a mi familia. Pero es obvio que ellos no querían conocerme a mí.

– ¿No tiene ningún documento… ninguna prueba en absoluto de quien es usted?

Ella pensó en todos los recortes acumulados en su piso y sacudió la cabeza.

– No, nada.

– Hay alguien con quien quiero que hable.


– Éste es Simon Fitzgerald -vaciló-. Ésta es…

– Julia Stanford.

Fitzgerald dijo, con escepticismo:

– Siéntese, señorita.

Julia se sentó en el borde de una silla, lista para ponerse en pie e irse.

Fitzgerald la observaba con atención. La muchacha tenía los ojos color gris profundo de los Stanford, pero también los tenían millones de otras personas.

– Usted alega ser la hija de Rosemary Nelson.

– Yo no alego nada. Soy la hija de Rosemary Nelson. -¿Y dónde está su madre?

– Murió hace algunos años.

– Oh, lamento saberlo. ¿Podría hablamos de ella?

– No -dijo Julia-. Preferiría no hacerlo. -Se puso en pie-. Quiero salir de aquí.

– Mire… estamos tratando de ayudarla-dijo Steve. Ella lo miró.

– ¿Ah, sí? Mi familia no quiere verme y usted quiere entregarme a la policía. No necesito esa clase de ayuda -dijo y se dirigió hacia la puerta.

Steve dijo:

– ¡Espere! Si usted es quien dice ser, debe de tener algo que pruebe que es la hija de Harry Stanford.

– Ya le dije que no -dijo Julia-. Mi madre y yo apartamos por completo de nuestras vidas a Harry Stanford.

– ¿Cómo era su madre? -preguntó Simon Fitzgerald.

– Era muy guapa -respondió Julia. Su voz se suavizó-. Era la más hermosa de… -recordó algo-. Tengo una foto suya. -Se quitó un pequeño relicario de oro, con forma de corazón, que llevaba sujeto al cuello, y se lo entregó a Fitzgerald.

Él la miró un momento y después abrió el relicario. A un lado había una fotografía de Harry Stanford y al otro, una de Rosemary Nelson. La inscripción rezaba: A R.N., con amor, de N.S. La fecha era 1969.

Simon Fitzgerald se quedó mirando el relicario un buen rato. Cuando levantó la vista, dijo con voz ronca:

– Le debemos una disculpa, querida -miró a Steve-. Ésta es Julia Stanford.

Capítulo 26

¡Hola, hermanita! -Volvió a girar la cabeza ya inhalar profundamente.

– ¡Por el amor de Dios, deja de hacer eso!

– Va, tranquilízate. ¿Sabes cómo llaman a esto? Perseguir al dragón. ¿Ves el pequeño dragón que se forma en el humo?

– Parecía encantado.

– Woody, quiero hablar contigo.

– Por supuesto, hermanita. ¿Qué puedo hacer por ti? Sé que no es un problema de dinero. ¡Somos millonarios! ¿Por qué estás tan deprimida? ¡El sol resplandece en el cielo y es un día hermoso! -Le brillaban los ojos.

Kendall lo miró llena de compasión.

– Woody, he hablado con Peggy y me ha contado cómo empezaste a consumir drogas en el hospital.

Él asintió.

– Sí. Es lo mejor que me ha pasado en la vida.

– No, es lo peor. ¿Tienes idea de lo que estás haciendo con tu vida?

– Por supuesto que sí. ¡La estoy viviendo a fondo, hermanita!

Ella le cogió la mano y le dijo, de corazón:

– Necesitas ayuda.

– ¿Yo? Yo no necesito ayuda. ¡Estoy muy bien!

– No es verdad. Escúchame, Woody. Se trata de tu vida y no solamente de tu vida. Piensa en Peggy. Durante años la has hecho vivir un infierno, y ella lo ha soportado por lo mucho que te ama. No sólo estás destruyendo tu vida sino también la suya. Tienes que hacer algo al respecto, Woody, y ahora mismo, antes de que sea demasiado tarde. Lo importante no es cómo comenzaste a consumir drogas sino que logres dejarlas.

La sonrisa desapareció del rostro de Woody. Miró a Kendall a los ojos y empezó a decir algo, pero se detuvo. -Kendall…

– ¿Sí?

Woody se pasó la lengua por los labios.

– Sé que tienes razón. Quiero dejar esto. Lo he intentado. Dios, cómo lo he intentado, pero no puedo.

Kendall no podía sacarse de la cabeza la conversación con Peggy. La pobre Peggy no parecía capaz de afrontar la situación por sí misma… Woody lo intenta. De verdad. No sabes lo maravilloso que es… ¡Cuánto lo amo!

«Woody necesita ayuda -pensó Kendall-. Tengo que hacer algo. Es mi hermano. Hablaré con él.»

Kendall fue en busca de Clark.

– ¿El señor Woodrow está en casa?

– Sí, señora. Creo que se encuentra en su habitación.

– Gracias.

Pensó en la escena ocurrida en la mesa y en los moretones que Peggy tenía en la cara. «¿Qué ocurrió? Tropecé con una puerta… ¿Cómo podía haberlo soportado todo aquel tiempo?» Kendall subió y llamó a la puerta del cuarto de Woody. No hubo respuesta.

– ¿Woody?

Abrió la puerta y entró. En el cuarto había un fuerte olor a almendras amargas.

Kendall permaneció allí un momento y luego se dirigió al baño. Alcanzaba a ver a Woody por la puerta entreabierta: calentaba heroína sobre un trozo de papel de aluminio. Cuando el polvo comenzó a licuarse, Woody inhaló el humo a través de una pajita que tenía en la boca.

Kendall entró en el baño. -¿Woody…?

Él giró la cabeza y sonrió.

– Por supuesto que puedes -dijo ella con vehemencia-. Puedes hacerlo. Ganaremos esta batalla juntos. Peggy y yo te ayudaremos. ¿Quién te proporciona la heroína, Woody?

Él se quedó mirándola, perplejo. -¡Por Dios! ¿No lo sabes?

Kendall sacudió la cabeza.

– No.

– Peggy.

Capítulo 27

Simon Fitzgerald observó el relicario de oro durante un buen rato.

– Yo conocí a su madre, Julia, y la apreciaba. Fue maravillosa con los hijos de Stanford, y ellos la adoraban.

– También ella los adoraba -dijo Julia-. Solía hablarme de ellos continuamente.

– Lo que le sucedió a su madre fue terrible. No puede imaginar el escándalo que provocó. Boston puede ser una ciudad muy pequeña. Harry Stanford se portó muy mal, y a su madre no le quedó otra salida que irse -sacudió la cabeza-. La vida debe de haber sido muy difícil para ustedes dos.

– Mamá lo pasó mal. Lo peor fue que creo que siguió amando a Harry Stanford, a pesar de todo. -Miró a Steve-. No entiendo qué está ocurriendo. ¿Por qué mi familia no quiere verme?

Los dos hombres se miraron.

– Yo se lo explicaré -dijo Steve y vaciló un instante para tratar de encontrar las palabras adecuadas-. Hace poco, una mujer se presentó aquí alegando ser Julia Stanford.

– ¡Pero eso es imposible! -saltó Julia-. Yo soy… Steve levantó una mano.

– Ya lo sé. La familia contrató a un investigador privado para asegurarse de que fuera la auténtica Julia Stanford.

– Y descubrieron que no lo era.

– No. Descubrieron que sí lo era.

Julia lo miró, confundida.

– ¿Qué?

– Ese detective dijo que tenía las huellas digitales de Julia

Stanford, de cuando ella se sacó el permiso de conducir en Indiana cuando tenía diecisiete años; esas huellas dactilares eran idénticas a las que tomó a la mujer que decía llamarse Julia Stanford.

Julia entendía todavía menos que antes.

– Pero yo… yo nunca he estado en Indiana.

– Julia -dijo Fitzgerald-, por lo visto existe una complicada conspiración para obtener parte de los bienes de Stanford.

Me temo que usted se encuentra en medio de ella.

– ¡No puedo creerlo!

– Quienquiera que esté detrás de esto no puede permitir que haya cerca dos Julias Stanford.

Steve añadió:

– La única forma de que el plan tenga éxito es quitarla de en medio.

– Cuando dice «quitarla de en medio»… -Se detuvo, al recordar algo_. ¡Oh, no!

– ¿Qué sucede? -preguntó Fitzgerald.

– Hace dos noches hablé por teléfono con la chica que comparte el piso conmigo y la encontré histérica. Dijo que un hombre había ido a nuestro piso con un cuchillo y había tratado de atacarla. ¡Creyó que ella era yo! -Julia casi no podía hablar-. ¿Quién… quién está haciendo esto?

– Probablemente, un miembro de la familia -le dijo Steve. -Pero… ¿por qué?

– Está en juego una gran fortuna, y el testamento será legitimado dentro de pocos días.

– ¿Qué tiene que ver eso conmigo? Mi padre ni siquiera me reconoció. No pudo haberme dejado nada.

– En realidad -dijo Fitzgerald-, si logramos probar su identidad, su parte de la herencia será de aproximadamente mil millones de dólares.

Julia se quedó atónita. Cuando recuperó la voz, dijo: -¿Mil millones de dólares?

– Así es. Pero hay otra persona que anda detrás de ese dinero. Por eso usted corre peligro.

– Entiendo -los miró y empezó a sentir pánico-. ¿Qué voy a hacer?

– Le diré lo que no va a hacer -dijo Steve-. No volverá a su hotel. Quiero que permanezca oculta hasta que descubramos qué está pasando.

– Podría volver a Kansas hasta…

– Creo que será mejor que se quede aquí, Julia -dijo Fitzgerald-. Ya encontraremos un lugar para esconderla.

– Podría quedarse en mi casa -sugirió Steve-. A nadie se le ocurriría buscarla allí.

Los dos hombres miraron a Julia.

Ella dudó un momento.

– Bueno… sí. Me parece bien.

– Espléndido.

– Nada de esto ocurriría -dijo Julia, muy despacio- si mi padre no se hubiera caído del yate.

– Bueno, yo no creo que se cayera -dijo Steve-. Creo que lo empujaron.

Cogieron el ascensor deL servicio hasta el garaje, situado en el subsuelo del edificio, y subieron al automóvil de Steve. -No quiero que nadie la vea -dijo Steve-. Tenemos que mantenerla oculta durante los próximos días.

Cuando iban por la calle State, él preguntó:

– ¿Qué tal si almorzamos?

Julia lo miró y sonrió.

– Siempre parece estar alimentándome.

– Conozco un restaurante que está fuera de la zona más transitada. Es una vieja casona en la calle Gloucester. No creo que nadie nos vea allí.

L'Espalier era una casa elegante del siglo XIX, con una de las mejores vistas de Boston. Cuando Steve y Julia entraron, fueron recibidos por el dueño.

– Buenas tardes -dijo-. Acompáñenme, por favor. Tengo una bonita mesa para ustedes junto a la ventana.

– Si no le importa-dijo Steve-, preferiríamos una junto a la pared.

El dueño parpadeó.

– ¿Junto a la pared?

– Sí. Nos gusta la intimidad.

– Desde luego. -Los condujo a una mesa situada en un rincón-. Enseguida les mandaré un camarero. -Miró fijamente a Julia y de pronto su cara se iluminó-. ¡Ah, señorita Stanford! Es un placer tenerla aquí. He visto su fotografía en el periódico.

Julia miró a Steve sin saber qué decir.

Steve exclamó:

– ¡Dios mío! ¡Hemos dejado los niños en el coche! ¡Vayamos a buscarlos! -Y, al dueño-: Quisiéramos dos martinis, muy secos. Sin aceitunas. Enseguida volvemos.

– Sí, señor.

El dueño los vio salir a toda prisa del restaurante. -¿Qué estamos haciendo? -preguntó Julia. -Huyendo de aquí. Lo único que tiene que hacer ese tipo es llamar por teléfono a la prensa, y entonces sí que estaremos metidos en un lío. Iremos a otro lugar.

Encontraron un pequeño restaurante en la calle Dalton, y pidieron el almuerzo.

Steve la contempló un momento.

– ¿Qué se siente al ser una celebridad? -le preguntó. -Por favor, no haga chistes sobre eso. Me siento terriblemente mal.

– Ya lo sé -dijo él con tono contrito-. Lo siento.

Le resultaba muy fácil y cómodo estar con ella. Pensó en lo grosero que había estado cuando la conoció.

– ¿Realmente cree que corro peligro, señor Sloane? -preguntó Julia.

– Llámeme Steve. Sí. Me temo que sí. Pero sólo será durante un tiempo. Cuando el testamento sea legitimado, sabremos quién está detrás de esto. Mientras tanto, me aseguraré de que esté a salvo.

– Gracias. Se lo agradezco mucho.

Se miraban fijamente; cuando un camarero que se acercaba vio la expresión de sus caras, decidió no interrumpirlos.

Una vez en el coche, Steve preguntó:

– ¿Es la primera vez que vienes a Boston?

– Sí.

– Es una ciudad interesante. -En aquel momento pasaron frente al viejo edificio John Hancock. Steve le indicó la torre-.¿Ves aquel faro?

– Sí.

– Transmite el pronóstico del tiempo.

– ¿Cómo es posible que un faro…?

– Me alegra que me lo preguntes. Cuando la luz es de color azul, significa buen tiempo. Si es azul intermitente, se aproximan nubes. El rojo significa probabilidad de lluvias y, si parpadea, lluvia inmediata.

Julia se echó a reír.

Llegaron al puente Harvard y Steve redujo la marcha. -Este puente une Boston y Cambridge. Tiene una longitud de 364,4 Smoots y una oreja exactamente.

Julia giró la cabeza para mirarlo.

– ¿Qué?

Steve sonrió.

– Es verdad.

– ¿Qué es un Smoot?

– Un Smoot es la medida del cuerpo de Oliver Reed Smoot, cuya estatura era de un metro setenta. Todo empezó como una broma, pero cuando la ciudad volvió a construir el puente, conservaron esa medida. El Smoot se convirtió en una medida de longitud en 1958.

Julia rió.

– ¡Es increíble!

Cuando pasaron frente al monumento Bunker Hill, Julia preguntó:

– ¿Allí es donde se libró la batalla de Bunker Hi1l?

– No -respondió Steve.

– ¿Qué quieres decir?

– La batalla de Bunker Hill se libró en Breed's Hill.

Julia le dedicó una sonrisa cálida.

– No se me ocurre nada.

– Entonces será mejor que vuelva al despacho. Tengo un montón de preguntas y ninguna respuesta.

Ella vio como se dirigía hacia la puerta.

– ¿Steve?

Él se volvió.

– ¿Sí?

– ¿Puedo llamar por teléfono a la amiga con quien comparto el piso? Debe de estar preocupada.

Él negó con la cabeza.

– Evidentemente, no. No quiero que hagas ninguna llamada ni que salgas de casa. Tu vida puede depender de ello.

El hogar de Steve estaba en el barrio de Newbury Park de Boston, y era una encantadora casa de dos plantas, con muebles cómodos y grabados de colores colgando de las paredes.

– ¿Vives solo? -preguntó Julia.

– Sí. Una señora viene dos veces por semana a limpiar la casa. Le diré que no venga los próximos días. No quiero que nadie sepa que estás aquí.

Julia miró a Steve y le dijo, con afecto:

– Quiero que sepas cuánto agradezco lo que haces por mí. -No es nada. Ven, te enseñaré tu dormitorio.

Subieron la escalera y fueron al cuarto de huéspedes.

– Aquí está. Espero que estés cómoda.

– Por supuesto. Es precioso -dijo Julia.

– Compraré algunas provisiones. Por lo general, yo como fuera.

– Yo podría… -empezó a decir ella pero se interrumpió-. Pensándolo mejor, será mejor que no. Mi amiga dice que lo que yo cocino es letal.

– Pues yo me doy bastante maña en la cocina -dijo Steve-, y prepararé algo para los dos. -La miró, y dijo en voz baja-: Nunca he tenido que cocinar para nadie. «Tranquilo, Steve -se dijo. No te equivoques. No podrías ofrecerle ningún lujo»-. Quiero que te sientas cómoda. Aquí estarás completamente a salvo.

Ella lo miró un largo rato y luego sonrió.

– Gracias.

Regresaron a la planta baja.

Steve le indicó con qué podría entretenerse:

– Televisión, video, radio, compact discs… Creo que estarás cómoda.

– Es maravilloso -ella habría querido decir: «Así me siento contigo».

– Bueno, si no se te ocurre ninguna otra cosa… -dijo con torpeza.

Capítulo 28

Para que yo pudiera obtener una parte de la herencia de su padre y pasársela a él.

– ¿Y por hacer eso él le prometió un millón de dólares, un abrigo de visón y joyas?

– Usted no me cree, ¿verdad? Pues bien, puedo probarlo. Él me llevó a Rose Hill, que es donde vive la familia Stanford. Puedo describirle la casa con detalle y contarle muchas cosas sobre la familia.

– Supongo que sabe que las acusaciones que hace son muy graves.

– Ya lo creo que lo sé. Pero supongo que usted no hará nada porque él es juez.

– Se equivoca. Le aseguro que sus acusaciones serán investigadas a fondo.

– ¡Fantástico! Quiero que a ese hijo de puta lo encierren como él me hizo encerrar a mí. ¡Quiero salir de aquí!

– Y supongo que entiende que, además de mi examen, dos de mis colegas tendrán que evaluar su estado mental.

– Que lo hagan. Estoy tan cuerda como usted.

– El doctor Gifford vendrá esta tarde, y entonces decidiremos cómo proceder.

– Cuanto antes, mejor. ¡No aguanto este maldito lugar!

– Soy el doctor Westin. ¿Entiende que esta conversación será grabada?

– Sí, doctor.

– ¿Ahora se siente más tranquila?

– Estoy tranquila, pero también estoy enfadada.

– ¿Por qué está enfadada?

– Yo no debería estar aquí. No estoy loca. Soy víctima de una conspiración.

– ¿Ah, sí? ¿Y quién la planeó?

– Tyler Stanford.

– ¿El juez Tyler Stanford?

– Sí.

– ¿Por qué haría él eso?

– Por dinero.

– ¿Usted tiene dinero?

– No. Quiero decir, sÍ… es decir… podría haberlo tenido. Él me prometió un millón de dólares, un abrigo de visón y joyas.

– ¿Y por qué habría de prometerle eso el juez Stanford? -Déjeme empezar por el principio. En realidad no soy Julia Stanford. Me llamo Margo Posner.

– Cuando vino aquí, insistió en que era Julia Stanford.

– Olvídelo. En realidad no lo soy. Mire… esto es lo que ocurrió. El juez Stanford me contrató para que me hiciera pasar por su hermana.

– ¿Por qué hizo eso?

Cuando la enfermera le llevó el almuerzo, le dijo:

– Acabo de hablar con el doctor Gifford. Estará aquí dentro de una hora.

– Gracias. -Ella estaba preparada para enfrentarse a él.

Estaba preparada para enfrentarse a todos ellos. Les diría todo lo que sabía, desde el principio. «y cuando termine -pensó-, lo encerrarán a él y me soltarán a mí.» La sola idea la llenó de satisfacción. «¡Seré libre!» Pero, en aquel momento, Margo pensó: «¿Libre para qué? Tendré que volver a hacer la calle. Y entonces quizá me cancelarán la libertad condicional y me meterán de nuevo en la cárcel.»

Arrojó la bandeja con el almuerzo contra la pared. «¡Malditos! ¡No pueden hacerme esto! Ayer yo valía un millón de dólares, y hoy… ¡Un momento! ¡Un momento!» Una idea se le

cruzó de pronto por la mente, y le pareció tan maravillosa que sintió un escalofrío. «¡Dios mío! ¿Qué estoy haciendo? Ya he probado que soy Julia Stanford. Tengo testigos. Toda la familia oyó que Frank Timmons decía que mis huellas digitales demostraban que yo era Julia Stanford. ¿Para qué demonios quiero volver a ser Margo Posner, cuando puedo ser Julia Stanford? Con razón me tienen encerrada aquí. ¡Debo de haber perdido el juicio!» Tocó el timbre para llamar a la enfermera.

Cuando se presentó, Margo le dijo, muy excitada: -¡Quiero ver al médico enseguida!

– Ya lo sé. Tiene cita con él dentro de…

– Ahora. ¡Ahora mismo!

La mujer observó la expresión de Margo y le dijo: -Serénese. Iré a buscarlo.

Diez minutos después, el doctor Franz Gifford entró en la habitación de Margo.

– ¿Quería verme?

– Sí -respondió ella y sonrió como disculpándose-. Me temo que he estado haciendo un jueguecito, doctor.

– ¿Ah, sí?

– Sí. Es muy embarazoso. Verá, lo cierto es que estaba muy enfadada con mi hermano Tyler y quería castigarlo. Pero ahora me doy cuenta de que me equivocaba. Ya no estoy enfadada y quiero volver a mi casa de Rose Hill.

– Leí la trascripción de su entrevista de esta mañana. Usted dijo que se llamaba Margo Posner y que era víctima de una conspiración…

Margo se echó a reír.

– Me porté muy mal. Sólo lo dije para disgustar a Tyler. No. Yo soy Julia Stanford.

Él la miró.

– ¿Puede probarlo?

Ése era el momento que Margo esperaba.

– ¡Por supuesto que sí! -dijo con tono triunfal-. Tyler lo demostró. Contrató a un detective privado llamado Frank Timmons, quien comparó mis huellas digitales con las que me tomaron cuando, siendo más joven, saqué el permiso de conducir. Son idénticas. Sobre eso no hay ninguna duda.

– ¿El detective Frank Timmons, dice usted?

– Así es. Trabaja para la oficina del fiscal de distrito, aquí en Chicago.

Él la observó un momento.

– ¿Está segura de lo que dice? ¿Que usted no es Margo Posner sino Julia Stanford?

– Absolutamente segura.

– ¿Y que ese detective privado llamado Frank Timmons puede corroborarlo?

Ella sonrió.

– Ya lo ha hecho. Lo único que tiene que hacer es llamar a la oficina del fiscal de distrito y comunicarse con él.

El doctor Gifford asintió.

– Está bien. Lo haré.

A las diez de la mañana siguiente, el doctor Gifford, acompañado por la enfermera, volvió a la habitación de Margo. -Buenos días.

– Buenos días, doctor. -Lo miró con ansiedad-. ¿Ha hablado con Frank Timmons?

– Sí. Quiero estar seguro de entender bien esto. ¿Su historia de que el juez Stanford la metió en una especie de conspiración era falsa?

– Completamente. Lo dije porque quería castigar a mi hermano. Pero ahora todo está aclarado. Estoy lista para volver a casa.

– ¿Y Frank Timmons puede probar que usted es Julia Stanford?

– Claro que sí.

El doctor Gifford miró a la enfermera y asintió. Ella hizo señas a otra persona. Un negro alto y flaco entró en la habitación.

Miró a Margo y le dijo:

– Soy Frank Timmons. ¿Puedo hacer algo por usted?

Era un completo desconocido.


El desfile de modas estaba saliendo bien. Las modelos se movían con gracia por la pasarela y cada nuevo diseño recibía aplausos entusiastas. El salón estaba repleto de gente. Todos los asientos estaban ocupados, y había gente de pie en la parte de atrás.

Algo se movió entre bastidores, y Kendall se volvió para ver qué ocurría. Dos policías uniformados avanzaban hacia ella. El corazón de Kendall comenzó a latir de prisa.

Uno de los policías dijo:

– ¿Es usted Kendall Stanford?

– Sí.

– La arresto por el homicidio de Martha Ryan.

– ¡No! -gritó ella-. ¡No fue intencionado! ¡Fue un accidente! ¡Por favor! ¡Por favor! ¡Por favor…!

Kendall despertó llena de pánico y temblando de pies a cabeza.

Era una pesadilla continua. «No puedo seguir así -pensó-. ¡No es posible! Tengo que hacer algo.»

Necesitaba desesperadamente hablar con Marc. De mala gana, él había tenido que volver a Nueva York.

– Tengo un trabajo, querida -le había dicho-. No me permitirán tomarme más días libres.

– Lo entiendo, Marc. Yo iré dentro de algunos días. Tengo que preparar el desfile.

Kendall iba a viajar a Nueva York por la mañana, pero antes tenía que hacer algo. La conversación con Woody le había resultado muy inquietante. «Lo que hace es echarle la culpa a Peggy de todos sus problemas.»

Capítulo 29

Kendall encontró a Peggy en la terraza.

– Buenos días -le dijo.

– Buenos días.

Kendall se sentó frente a ella.

– Tengo que hablar contigo.

– ¿Ah, sí?

Era una situación incómoda.

– Estuve hablando con Woody y lo encontré muy mal. Él…bueno, cree que tú le has estado suministrando la heroína. -¿Eso te dijo?

– Sí.

Se hizo un silencio prolongado.

– Bueno, es verdad.

Kendall la miró sin poder creerlo.

– ¿Qué? No lo entiendo. Me dijiste que tratabas de que abandonara las drogas. ¿Por qué desearías que siguiera siendo adicto?

– No lo entiendes, ¿verdad? -Su tono era de resentimiento-. Tú vives en tu asqueroso mundillo. ¡Pues déjame que te diga algo, señorita diseñadora famosa! Yo era camarera cuando Woody me dejó embarazada. Jamás esperé que Woodrow Stanford se casara conmigo. Y, ¿sabes por qué lo hizo? Para sentirse mejor que su padre. Y bien, Woody se casó conmigo y todos me trataron como una mierda. Cuando mi hermano Hoop vino para la boda, lo trataron como si fuera una basura.

– Peggy…

– Si quieres que te sea franca, me quedé pasmada cuando me dijo que quería casarse conmigo. Yo ni siquiera sabía si el hijo era suyo. Podría haber sido una buena esposa para Woody, pero nadie me dio esa oportunidad. Para ellos, yo seguía siendo una camarera. Yo no perdí el niño… me hice practicar un aborto. Pensé que entonces Woody se divorciaría de mí, pero no lo hizo. Yo era algo así como el símbolo de lo democrático que él era. Te diré una cosa, Kendall… yo no necesito eso. Valgo tanto como tú o como cualquier otra persona.

Cada palabra era un golpe. -¿Alguna vez has querido a Woody?

Peggy se encogió de hombros.

– Era apuesto y divertido, pero después de aquel accidente durante el partido de polo, todo cambió. En el hospital le dieron drogas y, cuando salió, esperaban que dejara de consumirlas. Una noche él tenía muchos dolores y entonces yo le dije: «Tengo un regalito para ti». Y, después de eso, cada vez que tenía dolores yo le daba su regalito. Muy pronto la necesitaba siempre, tuviera o no dolor. Mi hermano la vende, así que yo podía conseguir toda la heroína que necesitaba. Hice que Woody me la pidiera de rodillas. Y a veces le decía que no me quedaba nada, sólo para verlo sudar y llorar… ¡Cuánto me necesitaba el señor Woodrow Stanford! ¡Entonces él ya no era tan arrogante! Lo incitaba a que me golpeara, para que después se sintiera culpable y se arrastrara hasta mí con regalos. Como ves, cuando Woody no está drogado, yo no soy nadie. Cuando lo está, yo soy la que tiene el poder. Tal vez él sea un Stanford y yo sólo una camarera pero la que controla la situación soy yo.

Kendall la miraba horrorizada.

– Sí, tu hermano ha tratado de dejar las drogas. Cuando las cosas se ponían muy feas, sus amigos lo internaban en un centro de desintoxicación, y entonces yo iba a visitarlo y a observar al gran Stanford sufrir los tormentos del infierno. Y, cada vez que salía, yo lo esperaba con mi regalito. Había llegado el momento de la venganza.

A Kendall le resultaba difícil respirar.

– Eres un monstruo -dijo en voz baja-. Quiero que te vayas de aquí.

– ¡Encantada! ¡No veo la hora de irme de este lugar! -Sonrió-. Claro que no me iré por nada. ¿Cuánto dinero recibiré?

– Lo que sea -dijo Kendall- será demasiado. Ahora vete de aquí.

– Muy bien. -y luego agregó, con voz afectada-: Haré que mi abogado llame al vuestro.


* * *

– ¿Realmente me va a dejar?

– Sí.

– Eso significa…

– Sé lo que significa, Woody. ¿Podrás afrontarlo?

Él miró a su hermana y sonrió.

– Creo que sí. Sí. Me parece que sí.

– Yo estoy segura de que sí.

Woody respiró hondo.

– Gracias, Kendall. Jamás habría tenido el valor de librarme de ella.

Kendall sonrió.

– ¿Para qué están las hermanas?

Aquella tarde, Kendall viajó a Nueva York. El desfile sería una semana después…

El negocio de la moda es el más importante de Nueva York. Una diseñadora de modas famosa podía tener influencia sobre la economía mundial. Los caprichos de una diseñadora pueden afectar a los cosechadores de algodón de la India, a los tejedores escoceses y a los gusanos de seda de la China y del Japón. Tiene efecto sobre la industria de la lana y la de la seda. Los Donna Karans y Calvin Kleins y Ralph Laurens ejercen una importante influencia económica, y Kendall había llegado a esa categoría. Se rumoreaba que estaba a punto de recibir el Premio Coty, el galardón más prestigioso que podía recibir un diseñador.

Kendall Stanford Renaud llevaba una existencia muy atareada. En septiembre revisaba grandes surtidos de telas y en octubre seleccionaba las que quería para sus nuevos diseños. Diciembre y enero estaban dedicados al diseño de nuevas modas y febrero, a pulirlos. En marzo, estaba lista para presentar su colección de otoño.


* * *

Diseños Kendall Stanford estaba situado en el número 550 de la Séptima Avenida, y compartía el edificio con Bill Blass y Oscar de la Renta. El próximo desfile sería en la carpa de Bryant Park, que podía albergar a mil personas sentadas.

Cuando Kendall llegó a su oficina, Nadine le dijo: -Tengo buenas noticias. ¡Ya no quedan entradas para el desfile!

– Gracias -le dijo Kendall con aire ausente. Tenía la cabeza en otra parte.

– A propósito, hay una carta para usted sobre su escritorio. La trajo un mensajero.

Esas palabras fueron como un puñetazo para Kendall. Se acercó al escritorio y miró el sobre. El remitente era Asociación de Protección de la Fauna Silvestre, 3000 Park Avenue, Nueva York, Nueva York. Se quedó mirándolo un buen rato. No existía el número 3000 de la avenida Park.

Kendall abrió el sobre con manos temblorosas.

Estimada señora Renaud:

Mi banco suizo me informa que todavía no ha recibido el millón de dólares que mi asociación le solicitó. En vista de su tardanza. debo informarle que nuestras necesidades se han incrementado a cinco millones de dólares. Si este pago se realiza. prometo que no volveremos a molestar/a. Tiene quince días para depositar el dinero en nuestra cuenta. Si no lo hace, lamento informarle que tendremos que ponemos en contacto con las autoridades pertinentes.

No había firma.

Kendall tuvo un ataque de pánico y leyó y releyó la carta una y otra vez. «¡Cinco millones de dólares! Es imposible -pensó-. Jamás podré juntar todo ese dinero tan rápido. ¡Qué tonta he sido!»

Cuando Marc llegó esa noche a casa, Kendall le enseñó la carta.

– ¡Cinco millones de dólares! -exclamó-. ¡Es absurdo! ¿Quién creen que eres?

– Saben quién soy -dijo Kendall-. Ése es el problema. Tengo que conseguir dinero pronto. Pero, ¿cómo?

– No lo sé. Supongo que un banco podría prestarte dinero sobre tu herencia, pero no me gusta la idea de…

– Marc, es mi vida la que está en juego. Nuestras vidas. Trataré de conseguir ese préstamo.


George Meriwether era el vicepresidente del New York Union Bank. Tenía algo más de sesenta años y había ido escalando posiciones desde su primer empleo como cajero. Era un hombre ambicioso. «Algún día formaré parte de la junta directiva -pensó-, y, después de eso… ¿quién sabe?» Una secretaria interrumpió sus pensamientos.

– La señorita Kendall desea verlo.

Sintió un leve escalofrío de placer. Hacía algunos años que ella era una buena clienta, como diseñadora de éxito, pero ahora era una de las mujeres más ricas del mundo. Durante años él había tratado de conseguir la cuenta de Harry Stanford sin 10grarlo. Y ahora…

– Hágala pasar -le dijo a su secretaria.

Cuando Kendall Stanford entró en su oficina, Meriwether se puso en pie y la saludó con una sonrisa y un cálido apretón de manos.

– No sabe cuánto me alegro de verla -dijo-. Por favor, tome asiento. ¿Desea un café o algo más fuerte?

– No, gracias -respondió Kendall.

– Quiero ofrecerle mis condolencias por la muerte de su padre. -Su voz tenía la solemnidad del caso.

– Gracias.

– ¿Qué puedo hacer por usted? -Sabía lo que iba a decirle. Que pensaba entregarle sus miles de millones para que él se los invirtiera…

– Quiero solicitar un préstamo.

Él parpadeó.

– ¿Cómo ha dicho?

– Necesito cinco millones de dólares.

Él pensó con rapidez. «Según los periódicos, su parte de la herencia sería de más de mil millones de dólares. Incluso tomando en cuenta los impuestos…» Sonrió.

– Bueno, no creo que sea problema. Ya sabe que siempre ha sido una de nuestras clientas favoritas. ¿Qué garantía presentaría?

– Soy heredera de los bienes de mi padre.

Él asintió.

– Sí. Ya lo he leído.

– Me gustaría que me prestaran el dinero contra mi parte de la herencia.

– Entiendo. ¿El testamento de su padre ya ha sido legitimado?

– No, pero lo será muy pronto.

– Muy bien. -Se inclinó hacia adelante-. Desde luego, tendríamos que ver una copia del testamento.

– Sí -dijo Kendall, con ansiedad-. Puedo conseguirla.

– Y tendríamos que conocer la cantidad exacta de su parte de la herencia.

– No conozco la cantidad exacta que eso representa -dijo Kendall.

– Verá, las leyes bancarias son bastante estrictas, y la legitimación puede llevar algún tiempo. ¿Por qué no vuelve aquí cuando el testamento haya sido legitimado, y yo tendré mucho gusto en…?

– Necesito el dinero ahora -dijo Kendall con desesperación. Tuvo ganas de gritar.

– Estimada señora, puede estar segura de que deseamos hacer todo lo posible por complacerla -levantó las manos con gesto de impotencia-, pero, tenemos las manos atadas hasta que…

Kendall se puso en pie.

– Gracias.

– No bien…

Pero ella ya se había ido.

Cuando Kendall regresó a la oficina, Nadine le dijo, muy excitada:

– Tengo que hablar con usted.

Kendall no estaba de humor para escuchar los problemas de su secretaria.

– ¿Qué ocurre? -preguntó.

– Mi marido me ha llamado hace algunos minutos. Su compañía se traslada a París, de modo que me marcho.

– ¿Te vas… a París?

Nadine estaba resplandeciente.

– ¡Sí! ¿No es maravilloso? Lamentaré dejarla. Pero no se preocupe, me mantendré en contacto con usted.

«De modo que era Nadine. Pero no tengo modo de probarlo. Primero, la estola de visón, y ahora, París. Con cinco millones de dólares puede permitirse el lujo de vivir en cualquier parte del mundo. ¿Cómo manejaré esto? Si le digo lo que sé, ella lo negará. Y quizá me pedirá más. Marc sabrá qué hacer.»

– Nadine…

En aquel momento, entró una de las asistentes de Kendall. -¡Kendall! Tengo que hablarte sobre la colección para bridge. No creo que tengamos suficientes diseños para… Kendall no podía soportar más.

– Perdóname, no me siento bien. Creo que me iré a casa. Su asistente la miró, sorprendida.

– ¡Pero estamos en pleno…!

– Lo siento…

Kendall se fue.

Cuando entró en el apartamento, lo encontró vacío. Marc trabajaba hasta tarde.

Kendall observó todos los objetos hermosos que había en la habitación y pensó: «No se detendrán hasta que me lo arrebaten todo. Me desangrarán. Marc tenía razón. Debería haber ido a la policía aquella noche. Ahora soy una asesina. Tengo que confesar. Enseguida, mientras tenga valor para hacerlo.»

Se sentó y se puso a pensar en lo que significaría para ella, para Marc y para su familia. Habría titulares siniestros en los medios de comunicación y un juicio, y probablemente la cárcel. Sería el fin de su carrera. «Pero yo no puedo seguir así -pensó-. Me volveré loca.»

Atontada, se puso en pie y se dirigió al estudio de Marc. Recordó que él guardaba su máquina de escribir en un estante del armario. La bajó y la puso sobre el escritorio. Colocó una hoja de papel y comenzó a escribir.

A quien corresponda:

Me llamo Kendall…

Capítulo 30

Se detuvo. La letra E estaba incompleta.

– ¿Por qué, Marc? Por el amor de Dios, ¿por qué? -La voz de Kendall estaba llena de angustia.

– Fue culpa tuya.

– ¡No! Ya te lo dije… fue un accidente. Yo…

– No hablo del accidente, sino de ti. La esposa triunfadora, que estaba demasiado ocupada para encontrar tiempo para su marido.

Fue como si él la hubiera abofeteado.

– Eso no es verdad. Yo…

– Sólo pensabas en ti, Kendall. Dondequiera que fuéramos, tú siempre eras la estrella. Y yo debía seguirte como un perrillo.

– ¡No es justo! -exclamó ella.

– ¿No lo es? Tú vas a tus desfiles de modas en todo el mundo para estar segura de que tu fotografía aparezca en los periódicos, y yo tengo que quedarme aquí solo, esperando que vuelvas. ¿Crees que me gustaba que me llamaran «señor Kendall»? Yo quería una esposa. Pero no te preocupes, mi querida Kendall. Me consolaba con otras mujeres mientras tú te encontrabas ausente.

El rostro de Kendall era color ceniza.

– Eran mujeres auténticas, de carne y hueso, que tenían tiempo para mí, y no una cáscara vacía y artificial.

– ¡Basta! -gritó Kendall.

– Cuando me contaste lo del accidente, descubrí la manera de librarme de ti. ¿Quieres saber algo, querida mía? Disfrutaba al verte sufrir cuando leías esas cartas. Me recompensaba un poco por toda la humillación que he tenido que soportar.

– ¡Es suficiente! Recoge tus cosas y sal de aquí. ¡No quiero verte nunca más!

Marc sonrió.

– Hay muy pocas posibilidades de que lo hagas. A propósito, ¿todavía piensas ir a la policía?

– ¡Fuera de aquí! -dijo Kendall-. ¡Vete enseguida!

– Ya me voy. Creo que volveré a París. Y, querida, yo no diré nada si tú no lo haces. Estás a salvo.

Una hora después, Marc se fue.


Kendall trataba de controlarse.

– Sólo quiero terminar de una vez con esta pesadilla. -¿Y qué me dice de su marido?

Ella levantó la vista.

– ¿Por qué?

– El chantaje está penado por la ley. Usted tiene el número de la cuenta del Banco suizo donde transfirió el dinero que él le robó. Lo único que tiene que hacer es presentar cargos y…

– ¡No! -exclamó ella con vehemencia-. No quiero saber nada más de él. Que siga con su vida. Yo necesito seguir con la mía.

Steve asintió.

– Como usted diga. La acompañaré a la policía. Es posible que tenga que pasar la noche en el calabozo, pero muy pronto la sacaré bajo fianza.

– Ahora podré hacer algo que no hice jamás.

– ¿Qué?

– Diseñar un vestido a rayas.

A las nueve de la mañana, Kendall telefoneó a Steve Sloane. -Buenos días, señora Renaud. ¿Qué puedo hacer por usted? -Esta tarde vuelvo a Boston -respondió Kendall-. Tengo que hacer una confesión.

Se sentó frente a Steve; estaba pálida y desencajada. Permaneció allí como paralizada, sin poder empezar.

Steve le dio el pie:

– Me dijo que tenía que confesar algo.

– Sí. Yo… yo maté a una persona -dijo y se echó a llorar-. Fue un accidente, pero huí. -Su rostro era una máscara de angustia-. Huí… y la dejé allí.

– Cálmese -dijo Steve- y empiece por el principio.

Y Kendall comenzó a hablar.

Aquella noche, cuando regresó a su casa, Steve le contó a Julia lo sucedido.

Ella se quedó horrorizada.

– ¿Su propio marido la chantajeaba? Qué espanto. -Lo miró un largo rato-. Me parece maravilloso que te pases la vida ayudando a las personas que tienen problemas.

Steve la miró y pensó: «Yo sí que tengo problemas».

Treinta minutos más tarde, Steve reflexionaba sobre lo que acababa de oír.

– ¿Y usted quiere ir a la policía?

– Sí. Es lo que debería haber hecho desde el principio.

Yo… bueno, ya no me importa lo que puedan hacerme.

– Puesto que usted se entrega voluntariamente y fue un accidente -dijo Steve-, creo que el tribunal se mostrará indulgente.

A Steve Sloane lo despertó el aroma de café recién hecho y de tocino frito. Se incorporó en la cama, sorprendido. «¿La señora que se encarga de las tareas domésticas habrá venido esta mañana?» Le había dicho que no fuera. Steve se puso la bata y las pantuflas y se dirigió a la cocina.

Julia estaba allí, preparando el desayuno. Levantó la vista cuando Steve entró.

– Buenos días -dijo con tono jovial-. ¿Cómo te gustan los huevos?

– Bueno… revueltos.

– Muy bien. Los huevos revueltos y el tocino son mi especialidad. De hecho, mi única especialidad. Ya te dije que soy un desastre como cocinera.

Steve sonrió.

– No tienes por qué cocinar. Si quisieras, podrías contratar cientos de cocineros.

– ¿De veras recibiré tanto dinero, Steve?

– Así es. Tu parte de la herencia será de más de mil millones de dólares.

A Julia de pronto le resultó difícil tragar.

– ¿Mil millones de…? ¡No puedo creerlo!

– Es verdad.

– En el mundo no hay tanto dinero, Steve.

– Lo cierto es que tu padre lo tenía casi todo.

– Yo… no sé qué decir.

– ¿Entonces yo puedo decir algo?

– Desde luego.

– Los huevos se están quemando.

– ¡Lo siento! -Se apresuró a sacarlos del fuego-. Prepararé otros.

– No te molestes. El tocino quemado será suficiente. Ella se echó a reír.

– De verdad, lo lamento.

Steve se acercó a la alacena y sacó una caja de cereales. -¿Qué te parecería un buen desayuno frío?

– Perfecto -contestó Julia.

Steve sirvió cereales para cada uno en un tazón, sacó la leche de la nevera, y los dos se sentaron frente a la mesa de la cocina.

– ¿No tienes a nadie que te haga la comida? -preguntó Julia.

– ¿Lo que quieres saber es si tengo novia o algo así?

Ella se ruborizó.

– Sí, algo así.

– No. Tuve pareja durante dos años, pero no funcionó. -Lo lamento.

– ¿Y tú? -preguntó Steve.

Julia pensó en Henry Wesson.

– Creo que no.

Él la miró, intrigado.

– ¿No estás segura?

– Es difícil de explicar. Uno de los dos quiere casarse -dijo, con mucho tacto-, y el otro no.

– Entiendo. Cuando esto termine, ¿piensas volver a Kansas?

– Honestamente no lo sé. Me parece tan raro estar aquí… Mi madre siempre me hablaba de Boston. Había nacido aquí y le encantaba. En cierta forma, es como volver a casa. Ojalá hubiera conocido a mi padre.

«No, mejor que no», pensó Steve.

– ¿Tú lo conociste?

– No. Él trataba sus asuntos sólo con Simon Fitzgerald.

Estuvieron conversando durante más de una hora y entre ambos se estableció una fácil camaradería. Steve contó a Julia lo que había sucedido poco antes: la aparición de la desconocida que aseguraba ser Julia Stanford, la tumba vacía y la desaparición de Dmitri Kaminsky.

– ¡Es increíble! -dijo Julia-. ¿Quién podría estar detrás de todo esto?

– No lo sé, pero me propongo averiguarlo -le aseguró Steve-. Mientras tanto, aquí estarás segura. Muy segura. Ella sonrió y dijo:

– Sí, me siento segura y protegida. Gracias.

Él empezó a decir algo pero se interrumpió. Miró su reloj. -Será mejor que me vista y vaya al bufete. Tengo mucho que hacer.

Steve se encontraba reunido con Fitzgerald.

– ¿Alguna novedad? -preguntó Fitzgerald.

Steve negó con la cabeza.

– Sólo cortinas de humo. Quienquiera que haya planeado todo esto es un auténtico genio. Estoy tratando de encontrar a Dmitri Kaminsky. Sé que voló de Córcega a París, y de allí a

Australia. Hablé con la policía de Sydney. Se sorprendieron muchísimo al enterarse de que Kaminsky estaba en su país. Interpol envió una circular y lo están buscando. Creo que Harry Stanford firmó su certificado de defunción cuando llamó aquí y dijo que quería cambiar su testamento. Alguien decidió impedírselo. El único testigo de lo que ocurrió aquella noche en el yate es Dmitri Kaminsky. Cuando lo encontremos, sabremos mucho más.

– ¿No tendríamos que hacer participar a nuestra policía en esto? -sugirió Fitzgerald.

Steve sacudió la cabeza.

– Es todo circunstancial, Simon. El único delito que podemos demostrar es que alguien desenterró un cadáver… y ni siquiera sabemos quién lo hizo.

– ¿Y qué me dices del investigador que contrataron y que comprobó las huellas dactilares de la mujer?

– Frank Timmons. Le dejé tres mensajes. Si esta noche a las seis no tengo noticias suyas, cogeré un vuelo a Chicago. Ese hombre está metido hasta las cejas en este asunto.

– ¿Qué crees que iban a hacer con la parte de la herencia que la impostora iba a recibir?

– Algo me dice que el que planeó todo esto le hizo firmar un documento por el cual le pasaba su parte. Esa persona probablemente empleó algunas compañías ficticias para ocultarlo. Estoy convencido de que se trata de uno de los miembros de la familia. Creo que podemos eliminar a Kendall como sospechosa. -Le contó a Fitzgerald la conversación que había mantenido con ella-. Si Kendall estuviera detrás de esto, no se me habría presentado con una confesión, al menos no lo habría hecho en este momento. Habría esperado hasta que lo del testamento se arreglara y tuviera el dinero. En lo que concierne a su marido, creo que también lo podemos eliminar. Es un chantajista de poca monta. No me parece capaz de haber planeado una cosa así.

– ¿Y qué me dices de los otros?

– En lo que respecta al juez Stanford, hablé con un amigo mío que pertenece a la Sociedad de Abogados de Chicago. Mi amigo dice que todo el mundo tiene muy buen concepto de

Stanford. De hecho, acaban de nombrado juez principal. Tiene otra cosa a su favor: fue el primero en decir que la primera Julia era una impostora, y el que insistió en que se realizara una prueba del ADN. Dudo que hiciera una cosa como ésta. Woody, en cambio, me interesa mucho. Estoy bastante seguro de que consume drogas, y ése es un hábito muy caro. He investigado a su esposa Peggy. No es lo bastante inteligente como para haber trazado este plan. Pero se rumorea que tiene un hermano que no es trigo limpio. Pienso investigarlo.

Steve habló con su secretaria por el interfono:

– Por favor, póngame con el teniente Michael Kennedy, de la policía de Boston.

Algunos minutos después, sonó el timbre del teléfono. -El teniente Kennedy está en la línea uno.

Steve levantó el auricular.

– Teniente, gracias por contestar a mi llamada. Soy Steve Sloane, del bufete jurídico Renquist, Renquist y Fitzgerald. Estamos tratando de localizar a una persona por algo que tiene que ver con la herencia de Harry Stanford. Se llama Hoop Malkovich y trabaja en una panadería del Bronx.

– Ningún problema. Volveré a comunicarme con usted. -Gracias.

Después de almorzar, Simon Fitzgerald pasó por la oficina de Steve.

– ¿Cómo va la investigación? -preguntó. -Demasiado lenta para mi gusto. Quienquiera que haya planeado esto ha cubierto muy bien sus huellas.

– ¿Cómo está Julia?

Steve sonrió.

– Maravillosamente bien.

Algo en el tono de su voz hizo que Simon Fitzgerald lo mirara con más atención.

– Es una joven muy atractiva.

– Ya lo sé -dijo Steve con tono nostálgico-. Ya lo sé.


* * *

Una hora después, recibió una llamada de Australia. -¿Señor Sloane?

– Sí.

– Soy el inspector jefe McPhearson, de Sydney.

– Sí, inspector.

– Encontramos a su hombre.

A Steve le dio un brinco el corazón.

– ¡Fantástico! Me gustaría disponer su inmediata extradición…

– No creo que haya prisas. Dmitri Kaminsky está muerto. A Steve se le cayó el alma a los pies.

– ¿Qué?

– Hace poco encontramos su cuerpo. Le habían seccionado los dedos y había recibido varios disparos.

Las pandillas rusas tienen una costumbre muy extraña con los traidores. Primero les cortan los dedos, luego los dejan desangrarse y por último los matan de un tiro.

Entiendo. Gracias, inspector.

«Punto muerto.» Steve se quedó un rato con la vista fija en la pared. Todas sus pistas comenzaban a evaporarse. Se dio cuenta de lo mucho que había contado con el testimonio de Dmitri Kaminsky.

Su secretaria interrumpió sus pensamientos.

– Un tal señor Timmons lo llama por la línea tres.

Steve consultó su reloj: eran casi las seis de la tarde. -¿Señor Timmons?

– Sí. Lamento no haber podido contestar sus llamadas antes. He estado ausente de la ciudad dos días. ¿En qué puedo servido?

«En mucho -pensó Steve-. Puede decirme cómo falsificó esas huellas digitales.» Steve eligió cuidadosamente sus palabras.

– Lo llamo con respecto a Julia Stanford. Cuando usted estuvo hace poco en Boston, verificó sus huella dactilares y…

– Señor Sloane…

– ¿Sí?

– Yo nunca he estado en Boston.

Steve hizo una inspiración profunda.

– Señor Timmons, según el registro del Holiday Inn, usted estuvo aquí el…

– Alguien ha utilizado mi nombre.

Steve escuchó, espantado. Era la última pista, y conducía a un punto muerto.

– Supongo que no tiene idea de quién puede haber sido. -Le confieso que es muy extraño, señor Sloane. Una mujer aseguró que yo estuve en Boston y que podía identificarla como Julia Stanford. y yo jamás la había visto antes.

Steve sintió que sus esperanzas resurgían.

– ¿Sabe quién es?

– Sí. Se llama Posner. Margo Posner.

Steve cogió una pluma.

– ¿Dónde puedo localizarla?

– En el Centro Reed de Salud Mental, en Chicago. -Muchísimas gracias. Realmente me ha sido de gran utilidad.

– Mantengámonos en contacto. Yo también quisiera saber qué está ocurriendo. No me gusta que la gente se haga pasar por mí.

– De acuerdo. -Steve colgó. Margo Posner.

Cuando Steve volvió a su casa, Julia lo esperaba.

– He preparado la cena -le dijo-. Bueno, no es exactamente así. ¿Te gusta la comida china?

Él sonrió.

– ¡Me encanta!

– Espléndido. Tengo ocho envases de comida china. Cuando Steve entró en el comedor, en la mesa había flores y velas.

– ¿Alguna novedad? -preguntó Julia.

Steve le contestó, con cautela:

– Es posible que tengamos la primera pista concreta. Tengo el nombre de una mujer que parece estar envuelta en esto. Mañana por la mañana volaré a Chicago para hablar con ella. Tengo el presentimiento de que mañana tendremos todas las respuestas.

– ¡Sería maravilloso! -exclamó Julia-. Me alegraré tanto cuando todo haya terminado.

– Yo también -dijo Steve. «¿O no? Ella realmente pertenecerá a la familia Stanford… y estará por completo fuera de mi alcance.»

Capítulo 31

La cena duró dos horas y, en realidad, ninguno de los dos tuvo conciencia de lo que comía. Hablaron sobre todo y sobre nada, y fue como si se conocieran desde siempre. Se refirieron al pasado y al presente, y tuvieron la precaución de no hablar del futuro. «No hay ningún futuro para nosotros», pensó Steve con pesar.

Por último, y de mala gana, Steve dijo:

– Bueno, será mejor que nos vayamos a la cama.

Ella lo miró con las cejas levantadas y los dos estallaron en carcajadas.

– Lo que quise decir…

– Sé muy bien lo que quisiste decir. Buenas noches, Steve. -Buenas noches, Julia.


A la mañana siguiente temprano, Steve cogió un vuelo de United a Chicago. Cuando llegó, cogió un taxi en el Aeropuerto O'Hare.

– ¿Adónde lo llevo? -preguntó el conductor. -Al Centro Reed de Salud Mental.

El conductor giró la cabeza y miró a Steve.

– ¿Se encuentra bien?

– Sí. ¿Por qué?

– Sólo preguntaba.

Una vez en Reed, Steve se acercó al guardia de seguridad uniformado que se encontraba en la recepción.

El guardia levantó la vista.

– ¿En qué puedo servido?

– Quisiera ver a Margo Posner.

– ¿Trabaja aquí?

Esa posibilidad no se le había ocurrido a Steve.

– No estoy seguro.

El guardia lo miró con más atención.

– ¿No está seguro?

– Lo único que sé es que está aquí.

El hombre abrió un cajón y sacó un registro con una lista de nombres. Al cabo de un momento, dijo:

– No trabaja aquí. ¿Cree que podría tratarse de una paciente?

– No lo sé. Pero es posible.

El guardia volvió a mirar a Steve, abrió otro cajón y sacó un impreso. Lo repasó y, en la mitad, se detuvo.

– Posner, Margo.

– Eso es. -Steve se mostró sorprendido-. ¿Es una paciente?

– Ajá. ¿Es usted familiar suyo?

– No…

– Entonces me temo que no podrá verla.

– Tengo que verla -dijo Steve-. Es muy importante. -Lo lamento. Tengo mis órdenes. A menos que esté autorizado, no puede visitar a ninguno de los pacientes.

– ¿Quién es el encargado? -preguntó Steve.

– Yo.

– Me refiero al Centro Reed.

– El doctor Kingsley.

– Quiero verlo.

– Muy bien. -El guardia cogió el teléfono y marcó un número-. Doctor Kingsley, le habla loe. Aquí hay un caballero que desea verlo. -Miró a Steve-. ¿Su nombre?

– Steve Sloane. Soy abogado.

– Steve Sloane. Es un abogado… de acuerdo. -Colgó y miró a Steve-. Vendrá alguien para acompañarlo a su oficina.

Cinco minutos después, Steve entraba en la oficina del doctor Gary Kingsley. Kingsley era un hombre de algo más de cincuenta años, pero parecía mayor y se veía agobiado.

– ¿Qué puedo hacer por usted, señor Sloane?

– Necesito ver a una paciente suya, Margo Posner. -Ah, sí. Un caso interesante. ¿Es usted un familiar? -No, pero investigo un posible homicidio, y es muy importante que hable con ella. Creo que puede ser la clave del caso. -Lo lamento, pero no puedo ayudarlo.

– Debe hacerlo -dijo Steve-. Es…

– Señor Sloane, no podría ayudarlo aunque quisiera.

– ¿Por qué no?

– Porque Margo Posner está incomunicada. Ataca a todo el que se le acerca. Esta mañana trató de matar a una enfermera y a dos médicos.

– ¿Qué?

– No hace más que cambiar de identidad y llamar a gritos a su hermano Tyler ya la tripulación de su yate. La única manera de calmarla es administrarle sedantes muy fuertes.

– Dios mío -dijo Steve-. ¿Tiene alguna idea de cuándo saldrá de ese estado?

El doctor Kingsley sacudió la cabeza.

– La mantendremos en observación. Tal vez con el tiempo se calme y podamos revisar su estado. Hasta entonces…

Capítulo 32

Pareces fatigado -dijo Fitzgerald.

– No fatigado sino derrotado. Estamos en un callejón sin salida, Simon. Teníamos tres pistas posibles: Dmitri Kaminsky, Frank Tirnmons y Marga Posner. Pues bien, Kaminsky está muerto, el que creíamos Frank Tirnmons resultó ser alguien que se hacía pasar por él, y Marga Posner está encerrada en un centro para enfermos mentales. No tenemos nada que…

Por el interfono se oyó la voz de la secretaria de Fitzgerald. -Está aquí el señor Kennedy y desea verlo, señor Fitzgerald. -Hágalo pasar.

Michael Kennedy era un hombre corpulento con ojos que parecían haberlo visto todo.

– ¿Señor Fitzgerald?

– Sí. y éste es Steve Sloane, mi socio. Tengo entendido que ustedes dos han hablado por teléfono. Tome asiento. ¿Qué puedo hacer por usted?

– Acabamos de encontrar el cuerpo de Harry Stanford. -¿Qué? ¿Dónde?

– Flotando en el Charles. Usted solicitó la exhumación de su cadáver, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Puedo preguntar por qué?

Fitzgerald se lo dijo.

Cuando hubo terminado, Kennedy le preguntó:

– ¿Y no tiene idea de quién se hizo pasar por el detective privado Tirnmons?

– No. Hablé con Tirnmons, y él tampoco tiene ni idea. Kennedy suspiró.

– Esto se pone cada vez más extraño.

– ¿Dónde está ahora el cuerpo de Harry Stanford? -preguntó Steve.

– Por el momento, en la morgue. Espero que no vuelva a desaparecer.

– También yo -dijo Steve-. Debemos hacer una prueba del ADN.

La prueba se le realizó también a Julia esa misma tarde y, cuando Perry Winger estudió los resultados preliminares, dijo:

– Parecen coincidir…

A las seis de la mañana, una patrulla costera avanzaba por el río Charles cuando uno de los policías que estaban a bordo divisó un objeto que flotaba en el agua un poco más adelante.

– ¡A estribor! -gritó-. Parece un tronco. Recojámoslo antes de que hunda alguna embarcación.

El tronco resultó ser un cuerpo y, todavía más sorprendente, un cuerpo que había sido embalsamado.

Los policías lo miraron y dijeron:

– ¿Cómo pudo un cadáver embalsamado llegar al río Charles?

El teniente Michael Kennedy hablaba con el forense. -¿Está seguro?

El forense contestó:

– Absolutamente. Es Harry Stanford. Yo mismo lo embalsamé. Conseguimos una orden de exhumación y, cuando desenterramos el féretro… bueno, ya sabe lo que ocurrió porque informamos a la policía.

– ¿Quién solicitó la exhumación del cadáver?

– La familia. Lo hicieron por intermedio de su abogado, Simon Fitzgerald.

– Creo que tendré una charla con el señor Fitzgerald.

Cuando Steve volvió a Boston, se dirigió directamente a la oficina de Simon Fitzgerald.


* * *

Cuando Steve lo llamó para decirle que habían encontrado el cuerpo de su padre, Tyler sufrió un gran golpe.

– ¡Es terrible! -exclamó-. ¿Quién pudo hacer una cosa así?

– Eso es lo que tratamos de averiguar -le dijo Steve.

Tyler estaba furioso. «¡Ese idiota incompetente de Baker! Me las pagará. Tengo que solucionar esto antes de que escape de mi control.»

– Señor Sloane, como sin duda usted sabe, he sido nombrado juez principal del Condado de Cook. Tengo la agenda llena y me están presionando para que regrese. No puedo retrasarme mucho más. Le agradecería que hiciera todo lo posible para terminar con la legitimación del testamento a la mayor brevedad posible.

– He estado haciendo averiguaciones esta mañana -le dijo

Steve-, y calculo que todo estará listo dentro de tres días.

– Espléndido. Por favor, manténgame informado.

– Lo haré, juez.

Steve estaba en su oficina repasando lo sucedido en las últimas semanas. Recordó la conversación que había tenido con el inspector jefe McPhearson.

«Encontramos su cuerpo hace un tiempo. Le habían seccionado los dedos y había recibido varios disparos.»

«Pero, un momento -pensó Steve-. Hay algo que él no me dijo.» Cogió el teléfono y pidió otra conferencia con Australia.

La voz en el otro extremo de la línea dijo:

– Soy el inspector McPhearson.

– Sí, inspector. Olvidé preguntarle algo. Cuando encontró el cuerpo de Dmitri Kaminsky, ¿llevaba algunos papeles encima?… Ajá… sí, muy bien… muchísimas gracias.

Cuando Steve cortó la comunicación, la voz de su secretaria brotó del interfono:

– Tengo al teniente Kennedy en la línea dos.

Steve oprimió una tecla del teléfono.

– Teniente. Lamento haberlo hecho esperar. Tenía una conferencia de larga distancia.

– El Departamento de Policía de Nueva York me ha dado una información muy interesante sobre Hoop Malkovich. Parece ser un individuo muy astuto.

Steve cogió una pluma.

– Adelante, lo escucho.

– La policía cree que la panadería donde trabaja es en realidad una tapadera para la venta de drogas. -El teniente hizo una pausa y luego continuó-. Malkovich es probablemente el encargado de venderlas, pero es astuto y todavía no han podido probarle nada.

– ¿Alguna otra cosa? -preguntó Steve.

– La policía cree que la operación está vinculada con la mafia francesa que opera desde Marsella. Si me entero de algo más le llamaré.

– Gracias, teniente. Ha sido de gran ayuda.

Steve cortó la comunicación y se dirigió a la puerta de la oficina.

Cuando llegó a su casa, Steve llamó:

– ¿Julia?

No hubo respuesta. Comenzó a sentir pánico.

– ¡Julia! -«La han secuestrado o la han matado», pensó, y se alarmó muchísimo.

Julia apareció en la parte superior de la escalera. -¿Steve?

Él respiró hondo.

– Pensé que… -Estaba pálido.

– ¿Te encuentras bien?

– Sí.

Julia bajó por la escalera.

– ¿Te ha ido bien en Chicago?

Él sacudió la cabeza.

– Me temo que no. -Le contó lo ocurrido-. El jueves se realizará la lectura del testamento, Julia. Y sólo faltan tres días. Quienquiera que esté detrás de esto tiene que librarse de ti antes o su plan no tendrá éxito.

Julia tragó saliva con fuerza.

– Entiendo. ¿Tienes alguna idea de quién puede ser? -En realidad… -En aquel momento sonó el timbre del teléfono-. Discúlpame. -Steve levantó el auricular-. Diga.

– Soy el doctor Tichner, de Florida. Lamento no haberlo llamado antes, pero estaba ausente de la ciudad.

– Doctor Tichner, gracias por contestar mi llamada. Nuestra firma representa los bienes de Stanford.

– ¿Qué puedo hacer por usted?

– Lo llamo con respecto a Woodrow Stanford. Tengo entendido que es paciente suyo.

– Así es.

– ¿Tiene un problema de drogadicción, doctor?

– Señor Sloane, no me está permitido hablar de mis pacientes.

– Lo entiendo. No se lo pregunto por pura curiosidad. Es muy importante que…

– Me temo que no puedo…

– Pero sí lo internó usted en la clínica del Grupo Harbor en Júpiter, ¿verdad?

Se hizo un largo silencio.

– Sí. Eso se lo puedo decir porque consta en los registros.

– Gracias, doctor. Era todo lo que necesitaba saber. Steve colgó y se quedó un momento en pie.

– ¡Es increíble!

– ¿Qué? -preguntó Julia.

– Siéntate…

Treinta minutos más tarde, Steve estaba en el coche y se dirigía a Rose Hill. Finalmente todas las piezas habían encajado en su sitio.

«Es un hombre brillante. Y casi lo consiguió. Y todavía podría funcionar si algo le sucediera a Julia», pensó Steve.

Una vez en Rose Hill, Clark le abrió la puerta.

– Buenas tardes, señor Sloane.

– Buenas tardes, Clark. ¿Se encuentra en casa el juez Stanford?

– Está en la biblioteca. Le diré que ha venido.

– Gracias -dijo Steve y vio que Clark se alejaba.

Un minuto después, el mayordomo regresó.

– El juez Stanford lo recibirá ahora.

– Gracias.

Steve se dirigió a la biblioteca.

Tyler se encontraba sentado frente a un tablero de ajedrez y estaba muy concentrado. Levantó la vista lentamente cuando

Steve entró.

– ¿Quería verme?

– Sí. He descubierto quién está detrás de todo esto.

Se hizo un breve silencio. Después, Tyler dijo, muy despacio:

– ¿De verdad?

– Sí. Me temo que será un golpe para usted. Es su hermano Woody.

Tyler miraba a Steve azorado.

– ¿Me está diciendo que Woody es responsable de lo que ha estado ocurriendo?

– Así es.

– Yo… no puedo creerlo.

– Tampoco podía yo, pero todo coincide. Hablé con su médico de Hobe Sound. ¿Sabía que su hermano es drogadicto?

– Bueno, lo sospechaba.

– Las drogas son caras. Woody no trabaja. Necesita dinero y es obvio que quería una tajada más grande de la herencia. Él fue quien contrató a la falsa Julia, pero cuando usted solicitó la prueba del ADN, tuvo miedo e hizo desaparecer el cuerpo de su padre; no podía permitir que realizaran la prueba. Eso fue lo que me dio la pista. Y sospecho que envió a alguien a la ciudad de Kansas para matar a la verdadera Julia. ¿Sabía que Peggy tiene un hermano relacionado con el mundo del narcotráfico? Mientras Julia siga con vida y haya dos Julias, su plan no tendrá éxito.

– ¿Está seguro de todo esto? -Absolutamente. Y hay otra cosa, juez.

– ¿Sí?

– Creo que Woody hizo asesinar a su padre. Es probable que el hermano de Peggy se haya ocupado de conseguir que alguien lo hiciera. Dicen que tiene conexiones con la mafia de Marsella. Es muy fácil que ellos pudieran pagar a un miembro de la tripulación para que liquidara a Harry Stanford. Esta noche vuelo a Italia para hablar con el capitán del barco.

Tyler lo escuchaba con atención. Cuando habló, le dijo con tono de aprobación:

– Es una buena idea. -«El capitán Vacarro no sabe nada.»

– Trataré de estar de vuelta el jueves para la lectura del testamento.

– ¿Y qué me dice de Julia? ¿Tiene la certeza de que está a salvo?

– Sí, claro -respondió Steve-. Se hospeda en un lugar donde nadie puede encontrarla. Está en mi casa.

Capítulo 33

«Los dioses están de mi parte.» Tyler no podía creer en su buena fortuna. Era un increíble golpe de suerte. Steve Sloane había puesto a Julia en sus manos.

«Hal Baker es un imbécil incompetente -pensó Tyler-. Esta vez, me ocuparé yo personalmente.»

Levantó la vista cuando Clark entró en la habitación. -Disculpe, juez Stanford. Tiene una llamada.

Era Keith Percy.

– ¿Tyler?

– Sí, Keith.

– Sólo quería ponerte al día en el asunto de Margo Posner.

– ¿Sí?

– El doctor Gifford acaba de llamarme. La mujer está loca. Se porta tan mal que han tenido que encerrarla en el pabellón de los violentos.

Tyler sintió un enorme alivio.

– Lamento que sea así.

– De todas formas, quería tranquilizarte y decirte que ya no ofrece peligro para ti ni para tu familia.

– Te lo agradezco -dijo Tyler. Y así era.

Tyler fue a su dormitorio y llamó por teléfono a Lee. Pasó bastante rato antes de que alguien contestara.

– Hola. – Tyler oyó voces en segundo plano-. ¿Lee? -¿Quién es?

– Soy Tyler.

– Ah, sí. Tyler.

Alcanzó a oír el entrechocar de copas.

– ¿Tienes una fiesta en tu casa, Lee?

– Ajá. ¿Quieres venir?

Tyler se preguntó quién asistiría a esa fiesta.

– Ojalá pudiera. Te llamo para decirte que te prepares para ese viaje del que hablamos.

Lee se echó a reír.

– ¿Te refieres al viaje a Saint Tropez en ese enorme yate blanco?

– Así es.

– Sí, claro. Puedo estar listo en cualquier momento -dijo con tono de burla.

– Lee, hablo en serio.

– Oh, vamos, Tyler. Los jueces no tienen yates. Ahora debo dejarte. Mis invitados me llaman.

– ¡Espera un momento! -dijo Tyler con desesperación-. ¿Sabes quién soy?

– Por supuesto, eres…

– Soy Tyler Stanford. Mi padre era Harry Stanford.

Hubo un momento de silencio.

– ¿Bromeas?

– No. En este momento estoy en Boston, arreglando todo lo referente a la herencia.

– ¡Dios mío! De modo que eres uno de «esos» Stanford. No lo sabía. Lo siento. He oído algo en los informativos, pero no presté demasiada atención. Nunca pensé que fueras tú.

– Está bien.

– Dijiste en serio que me llevarías a Saint Tropez, ¿verdad? -Desde luego que sí. Haremos muchas cosas juntos -dijo Tyler-. Eso, si tú quieres.

– ¡Por supuesto que quiero! -De pronto, la voz de Lee se llenó de entusiasmo-. Caramba, Tyler, es una noticia maravillosa…

Cuando Tyler cortó la comunicación, sonreía. Todo solucionado con Lee. «Ahora -pensó-, ha llegado el momento de ocuparme de mi hermanastra.»


* * *

Fue a la biblioteca, donde estaba la colección de armas de Harry Stanford, abrió la vitrina y sacó un estuche de caoba. Luego sacó algunas municiones de un cajón, se las puso en el bolsillo, fue a su habitación, cerró la puerta con llave y abrió el estuche. Dentro había un juego de dos revólveres Ruger, los favoritos de Harry Stanford. Tyler sacó uno, lo cargó con cuidado y colocó las balas restantes y el estuche con el otro revólver en un cajón de la cómoda. «Un disparo bastará», pensó. Le habían enseñado a tirar bien en la escuela militar a la que su padre lo había mandado. «Gracias, papá.»

Luego, Tyler cogió la guía telefónica y buscó la dirección particular de Steve Sloane.

230 calle Newbury, Newbury Park.

Tyler se dirigió al garaje; había media docena de automóviles. Eligió el Mercedes negro porque le pareció el más discreto. Abrió la puerta del garaje y escuchó para comprobar si alguien había oído el ruido. Pero sólo había silencio.

En el trayecto a la casa de Steve Sloane, Tyler pensó en lo que estaba a punto hacer. Nunca había matado a alguien con sus propias manos. Pero esta vez no tenía otra opción. Julia Stanford era el último obstáculo entre él y sus sueños. Una vez desaparecida, sus problemas cesarían. «Para siempre», pensó.

Condujo el coche con cuidado, procurando no atraer la atención. Cuando llegó a la calle Newbury, pasó delante de la casa de Steve y no se detuvo; primero quería hacer un reconocimiento del terreno. Había algunos coches aparcados, pero ningún peatón.

Tyler aparcó el Mercedes a una manzana de distancia y caminó hacia la casa. Tocó el timbre y aguardó.

Oyó la voz de Julia a través de la puerta.

– ¿Quién es?

– El juez Stanford.

Julia abrió la puerta y lo miró, sorprendida.

– ¿Qué hace aquí? ¿Pasa algo?

– No, nada en absoluto -dijo él con tono indiferente-. Steve Sloane me pidió que hablara con usted y me dijo que estaba aquí. ¿Puedo pasar?

– Sí, por supuesto.

Tyler entró en el vestíbulo; Julia cerró la puerta tras él y lo condujo al salón.

– Steve no está en casa -dijo ella-. Se ha ido a San Remo.

– Ya lo sé-dijo él Y paseó la vista por el lugar-. ¿Está sola? ¿Con usted no se queda una criada o alguna otra persona?

– No. Aquí estoy a salvo. ¿Puedo ofrecerle algo?

– No, gracias.

– ¿De qué quería hablarme?

– Vine a hablar sobre usted, Julia. Me ha decepcionado.

– ¿Decepcionado…?

– Jamás debería haber venido aquí. ¿Realmente creyó que podía presentarse y tratar de cobrar una fortuna que no le pertenece?

Ella lo miró un momento.

– Pero es que tengo derecho a…

– ¡No tiene derecho a nada! -saltó Tyler-. ¿Dónde estuvo usted todos esos años en que nuestro padre nos humillaba y nos castigaba? Él hacía lo posible por herimos en cada oportunidad que se le presentaba. Nos hizo pasar un infierno. Usted no tuvo que aguantarlo. Pues bien, nosotros sí, y por lo tanto merecemos el dinero, no usted.

– Yo… ¿qué quiere que haga?

Tyler soltó una carcajada.

– ¿Qué quiero que haga? Nada. Ya lo ha hecho. Casi lo estropeó todo, ¿lo sabía?

– No entiendo.

– En realidad es muy sencillo. -Sacó el arma-. Usted desaparecerá.

Ella dio un paso atrás.

– Pero yo…

– No diga nada. No perdamos tiempo. Usted y yo vamos a dar un pequeño paseo.

Julia se puso rígida.

– ¿Y si me niego a ir?

En el silencio que siguió, Tyler oyó que su propia voz resonaba en la habitación contigua: «Ya lo creo que vendrá. Viva o muerta, como prefiera». Giró sobre sus talones.

– ¿Que…

Steve Sloane, Simon Fitzgerald, el teniente Kennedy y dos policías uniformados entraron en el salón. Steve tenía un magnetófono en las manos.

El teniente Kennedy dijo: -Déme el revólver, juez. Tyler se quedó paralizado y luego forzó una sonrisa.

– Por supuesto. Sólo trataba de asustar a esta mujer para conseguir que se fuera. Como sabrá, es una impostora. -Puso el arma en la mano que le extendía el detective-. Trató de reclamar una parte de la herencia de nuestro padre. Y, como es natural, yo no estaba dispuesto a permitir que se saliera con la suya. De modo que…

– Todo ha terminado, juez -dijo Steve.

– ¿De qué habla? Usted me dijo que Woody era responsable de…

– Woody no estaba en condiciones de planear algo tan astuto como esto, y Kendall tenía mucho éxito en su profesión. Así que empecé a investigarlo a usted. Dmitri Kaminsky fue asesinado en Australia, pero la policía australiana encontró su número de teléfono en su bolsillo. Usted lo utilizó para asesinar a su padre. Usted fue quien trajo a Margo Posner y después insistió en que era una impostora, para alejar toda sospecha. Usted fue quien insistió en la prueba del ADN y dispuso que alguien robara el cadáver de su padre. Y usted fue quien llamó a la oficina del fiscal de distrito preguntando por Tirnmons, y después contrató a un hombre para que se hiciera pasar por él. Usted pagó a Margo Posner para que simulara ser Julia y después la hizo encerrar en un manicomio.

Tyler recorrió a todos con la mirada y, cuando habló, su voz sonó peligrosamente tranquila.

– ¿Y ésas son todas las pruebas que tiene? ¡No puedo creerlo! ¿Ha planeado esta lamentable trampa basándose en eso? No tiene ninguna prueba en realidad. Mi número de teléfono estaba en el bolsillo de Dmitri porque yo pensé que mi padre podría estar en peligro. Le dije a Dmitri que tuviera cuidado. Es obvio que no fue suficientemente cuidadoso. El que mató a mi padre probablemente mató también a Dmitri. Y la policía debería estar buscando a esa persona. Llamé preguntando por Timmons porque quería que él descubriera la verdad. Pero alguien se hizo pasar por él. N o tengo idea de quién puede haber sido. Y, a menos que pueda encontrar a ese hombre y relacionarlo conmigo, usted no tiene nada. En lo que respecta a Margo Posner, realmente creí que era nuestra hermana. Cuando de pronto enloqueció, se puso a comprar cosas y amenazóc on matamos a todos, la convencí de que fuera a Chicago. Después, hice que la fueran a buscar y la recluyeran. Quise mantener esto lejos de la prensa para proteger a la familia.

– Pero vino aquí a matarme -dijo Julia.

Tyler sacudió la cabeza.

– No tenía intención de matarla. Usted es una impostora. Sólo quería asustarla y ahuyentarla.

– Miente.

Tyler miró a los otros.

– Hay algo más que deben tener en cuenta. Cabe la posibilidad de que ningún miembro de la familia esté involucrado en esto. Podría tratarse de una persona conocida o bien informada, alguien que nos envió una impostora y planeaba convencer a la familia de que era la Julia auténtica, para poder después compartir parte de la herencia con ella. Eso no se les ha ocurrido a ninguno, ¿verdad? -Miró a Simon Fitzgerald-. Pienso llevarles a juicio a los dos por difamación, y les sacaré todo lo que poseen. Éstos son mis testigos. Y antes de que termine con ustedes, desearán no haberme conocido. Tengo miles de millones y los usaré para destruirles. -Miró a Steve-. Le prometo que su último acto como abogado será la lectura del testamento de mi padre. Ahora, a menos que quiera acusarme de posesión de un arma no registrada, me iré.

Todos se miraron sin saber qué hacer. -¿No? Buenas noches, entonces.

Con impotencia, lo vieron salir por la puerta.

El teniente Kennedy fue el primero en poder hablar.

– ¡Por Dios! -dijo-. ¿Pueden creerlo?

– Fanfarronea -dijo Steve-, pero no podemos probarlo. Tyler tiene razón. Necesitamos pruebas. Pensé que se derrumbaría, pero lo subestimé.

El que habló ahora fue Simon Fitzgerald.

– Parece que nuestro pequeño plan tuvo el efecto contrario. Sin Dmitri Kaminsky o el testimonio de Margo Posner, sólo tenemos sospechas y conjeturas.

– ¿Y qué me dicen de la amenaza de matarme? -protestó Julia.

– Ya has oído lo que dijo -señaló Steve-. Que sólo trataba de asustarte porque estaba convencido de que eras una impostora.

– Juro que no sólo trataba de asustarme -dijo Julia-. Pensaba matarme.

– Ya lo sé. Pero no hay nada que podamos hacer. Estamos donde empezamos.

Fitzgerald frunció el entrecejo.

– Es peor que eso, Steve. Tyler hablaba en serio cuando dijo que pensaba llevamos ajuicio. Amenos que podamos probar nuestros cargos, estaremos metidos en un buen lío.

Cuando los otros se fueron, Julia dijo a Steve:

– Lamento tanto todo esto. En cierta forma, me siento responsable. Si yo no hubiera venido…

– No seas tonta -dijo Steve.

– Pero él dijo que iba a arruinarte. ¿Puede hacerlo? Steve se encogió de hombros.

– Eso está por verse.

Julia vaciló.

– Steve, quisiera ayudarte.

Él la miró, desconcertado.

– ¿Qué quieres decir?

– Bueno, yo recibiré muchísimo dinero, y quisiera darte lo suficiente para que puedas…

Él le puso las manos sobre los hombros.

– Gracias. No puedo aceptar tu dinero. Me las arreglaré. -Pero…

– No te preocupes.

Ella se estremeció.

– Tyler es un hombre malvado.

– Y tú has sido muy valiente.

– Dijiste que no había manera de atraparlo, así que pensé que si lo enviabas aquí tal vez lograrías hacerlo.

– Pero parece que hemos sido nosotros los que hemos caído en la trampa, ¿verdad?

Aquella noche en la cama, Julia pensaba en Steve y se preguntaba cómo podía protegerlo. «Yo no debería haber venido. Pero si no hubiera venido, no lo habría conocido.»

En la habitación contigua, Steve pensaba en Julia. Le resultaba frustrante pensar que ella estaba acostada y que sólo una delgada pared los separaba. «¿Qué estoy diciendo? Esa pared tiene un espesor de mil millones de dólares.»


Tyler estaba alborozado. Mientras se dirigía a casa, pensaba en lo que acababa de ocurrir y en cómo había sido más listo que ellos. «Son pigmeos que tratan de derribar a un gigante», pensó, y no tenía idea de que esos mismos pensamientos los había tenido su padre.

Cuando Tyler llegó a Rose Hill, Clark lo recibió.

– Buenas noches, juez Tyler. Espero que se encuentre usted bien.

– Mejor que nunca, Clark. Mejor que nunca.

– ¿Puedo traerle algo?

– Sí. Creo que me gustaría una copa de champán. -Desde luego, señor

Era una celebración, la celebración de su victoria. «Mañana valdré dos mil millones de dólares.» Dijo la frase en voz alta una y otra vez:

– Dos mil millones de dólares… dos mil millones de dólares… -Decidió llamar a Lee.

Esta vez, Lee reconoció enseguida su voz.

– ¡Tyler! ¿Cómo estás? -Su tono era afectuoso.

– Muy bien, Lee.

– He estado esperando recibir noticias tuyas.

Tyler se estremeció.

– ¿Ah, sí? ¿No te gustaría venir a Boston mañana? -Por supuesto… pero, ¿para qué?

– Para la lectura del testamento. Voy a heredar dos mil millones de dólares.

– Dos mil… ¡Es fantástico!

– Quiero tenerte a mi lado. Elegiremos ese yate juntos.

– ¡Oh, Tyler! ¡Me parece maravilloso!

– ¿Vendrás, entonces?

– Desde luego que iré.

Lee colgó y se quedó repitiendo una y otra vez en voz alta: -Dos mil millones de dólares… dos mil millones de dólares…

Capítulo 34

El día anterior a la lectura del testamento, Kendall y Woody estaban sentados en la oficina de Steve.

– No entiendo por qué estamos aquí -dijo Woody-. Se supone que la lectura será mañana.

– Hay alguien que quiero que conozcan -les dijo Steve. -¿Quién?

– Su hermana.

Los dos se quedaron mirándolo.

– Ya la conocemos -dijo Kendal1.

Steve apretó una tecla del interfono.

– ¿Puede hacerla pasar, por favor?

Kendall y Woody se miraron intrigados.

La puerta se abrió y Julia Stanford entró en la oficina. Steve se puso en pie.

– Ésta es Julia, vuestra hermana.

– ¿De qué demonios habla? -saltó Woody-. ¿Qué trata de hacer?

– Permítanme que se lo explique -dijo Steve con mucha calma.

Habló durante quince minutos; cuando terminó, Woody dijo:

– ¡Tyler! ¡No puedo creerlo!

– Pues créalo.

– No lo entiendo. Las huellas digitales de la otra mujer probaron que era Julia -dijo Woody-. Yo todavía tengo la tarjeta con las huellas.

Steve sintió que el corazón le latía con más fuerza.

– ¿De veras?

– Sí. La guardé como una especie de broma.

– Quiero que me haga un favor -dijo Steve.

A las diez de la mañana siguiente, un numeroso grupo se encontraba en la sala de reuniones de Renquist, Renquist y Fitzgerald. Simon Fitzgerald ocupaba la cabecera de la mesa. En la sala estaban Kendall, Tyler, Woody, Steve y Julia y, además, varios desconocidos.

Fitzgerald les presentó a dos de ellos.

– Estos son William Parker y Patrick Evans. Pertenecen a los gabinetes jurídicos que representan las Empresas Stanford y han traído el informe financiero de la compañía. Primero hablaremos del testamento y luego ellos se harán cargo de la reunión.

– Empecemos de una vez -dijo Tyler con impaciencia. Estaba sentado lejos de los otros. «No sólo recibiré el dinero, sino que os pienso destruir, hijos de puta.»

Simon Fitzgerald asintió.

– Muy bien.

Frente a Fitzgerald había una gran carpeta con el rótulo Harry Stanford - Última voluntad y testamento.

Les daré una copia del testamento a cada uno para que no sea necesario detenemos en todos los tecnicismos. Ya les había adelantado que todos los hijos de Harry Stanford heredarían una parte igual de sus bienes.

Julia miró a Steve con expresión pensativa.

«Me alegro por ella -pensó Steve-. Aunque eso la ponga lejos de mi alcance.»

Simon Fitzgerald prosiguió.

– Hay alrededor de una docena de legados, pero todos muy pequeños.

Tyler pensaba: «Lee estará aquí esta tarde. Quiero ir al aeropuerto a recibirlo.»

– Como les había dicho, las Empresas Stanford tienen un activo de aproximadamente cinco mil millones de dólares.

– Fitzgerald hizo una seña con la cabeza a William Parker-. Dejaré que el señor Parker continúe a partir de aquí.

William Parker abrió un maletín y colocó algunos papeles sobre la mesa.

– Como dijo el señor Fitzgerald, el activo es de cinco mil millones de dólares. Sin embargo… -Hubo una pausa significativa. Parker paseó la vista por los presentes-. Las Empresas Stanford tienen deudas que superan los quince mil millones de dólares.

Woody se puso en pie de un salto.

– ¿Qué demonios dice?

Tyler tenía la cara color ceniza.

– ¿Acaso se trata de una broma macabra?

– ¡Tiene que serlo! -exclamó Kendall con voz ronca. El señor Parker miró a otro de los hombres que había en la sala.

– El señor Leonard Redding pertenece a la Comisión de Valores de los Estados Unidos. Dejaré que él se lo explique.

Redding asintió.

– Durante los últimos dos años, Harry Stanford estuvo convencido de que las tasas de interés bajarían. En el pasado, había ganado millones apostando precisamente a eso. Cuando los intereses comenzaron a subir, pensó que volverían a bajar y siguió endeudándose con sus apuestas. Pidió préstamos muy importantes para comprar títulos a largo plazo. Pero los intereses subieron y los costos de sus préstamos pegaron un salto, al tiempo que el valor de los títulos caía. Los bancos aceptaban hacer negocios con él debido a su reputación y a su vasta fortuna, pero cuando Stanford trató de recuperarse de sus pérdidas invirtiendo en valores de alto riesgo, comenzaron a preocuparse. Stanford hizo una serie de inversiones desastrosas. Parte del dinero que tomó prestado estaba endeudado por los valores que había comprado con dinero prestado, como garantía de otros préstamos.

– En otras palabras -acotó Evans-, no hacía más que financiar la compra de valores utilizando como garantía los ya adquiridos, vale decir, operando ilegalmente.

– Efectivamente. Por desgracia para él, las tasas de interés experimentaron una de las subidas más espectaculares de la historia financiera y él tuvo que seguir pidiendo dinero prestado para cubrir el que ya había tomado prestado. Era un círculo vicioso.

Todos estaban inmóviles, pendientes de sus palabras.

– Su padre dio su garantía personal para el plan de jubilación de la compañía y usó ilegalmente ese dinero para comprar más acciones. Cuando los bancos comenzaron a cuestionar lo que él hacía, Stanford creó compañías pantalla y proporcionó falsos registros de solvencia y ventas simuladas sobre sus propiedades para acrecentar el valor de sus activos. Estaba cometiendo un fraude. Por último, contaba con que un consorcio de bancos lo sacara de semejante lío. Pero los bancos se negaron a hacerlo. Cuando informaron a la Comisión de Valores de lo que estaba sucediendo, la Interpol entró en escena.

Redding indicó al hombre que estaba sentado junto a él. -Éste es el inspector Patou, de la Súreté francesa. Inspector, ¿podría explicar el resto, por favor?

El inspector Patou hablaba inglés con un leve acento francés.

– A petición de la Interpol, seguimos a Harry Stanford hasta Saint Paul de Vence; envié a tres inspectores para que lo siguieran, pero él logró eludirlos. Interpol había enviado un código verde a todos los departamentos de policía, informando que Harry Stanford estaba bajo sospecha y debía ser vigilado. Si hubieran sabido la importancia de sus delitos, habrían hecho circular un código rojo, o de prioridad uno, y él habría sido arrestado.

Woody estaba pasmado.

– Por eso nos dejó sus bienes. ¡Porque no existían! Michael Parker dijo:

– En eso tiene razón. Todos ustedes figuraban en el testamento de su padre porque los bancos rehusaron seguir apoyándolo y él sabía que, básicamente, no les estaba dejando nada. Pero habló con René Gautier, del Credit Lyonnais, quien prometió ayudarlo. No bien Harry Stanford pensó que era solvente de nuevo, planeó cambiar el testamento para que ustedes no figuraran en él.

– Pero, ¿y qué me dice del yate, el avión y las propiedades? -preguntó Kendall.

– Lo siento -respondió Michael Parker-. Todo se venderá para pagar parte de las deudas.

Tyler estaba mudo. Era una pesadilla que superaba todo lo imaginable. Ya no sería «Tyler Stanford, multimillonario». Era sólo un juez.

Tyler se puso en pie, estremecido.

– Yo… no sé qué decir. Si no hay nada más… -Tenía que ir al aeropuerto a recibir a Lee y tratar de explicarle lo sucedido.

– Sí hay algo más -dijo Steve.

Tyler lo miró.

– ¿Qué?

Steve hizo señas a un hombre que estaba junto a la puerta. La abrió y Hal Baker entró.

– Hola, juez.


La brecha se había abierto cuando Woody le dijo a Steve que tenía la tarjeta con las huellas digitales.

– Me gustaría verla -le había dicho Steve.

Woody se sorprendió.

– ¿Por qué? Sólo tiene los dos juegos de huellas dactilares de la muchacha, que eran idénticos. Todos lo comprobamos.

– Pero el hombre que se hacía llamar Frank Tirnmons tomó esas huellas digitales, ¿no es así?

– Sí.

– Entonces, si tocó la tarjeta, sus huellas digitales también estarán en ella.

La corazonada de Steve demostró ser acertada. Las huellas digitales de Hal Baker estaban por todas partes y los ordenadores tardaron menos de treinta minutos en revelar su identidad. Steve llamó por teléfono al fiscal de distrito de Chicago. Se cursó una orden de arresto y dos detectives se presentaron en la casa de Hal Baker.

Él estaba en el jardín, jugando al béisbol con su hijo Billy.

– ¿Señor Baker?

– Sí.

Los detectives le enseñaron la placa.

– El fiscal de distrito quiere hablar con usted.

– No. No puedo. -Estaba indignado.

– ¿Puedo preguntar por qué? -dijo uno de los detectives.

– ¿No lo ven? ¡Estoy jugando con mi hijo!

El fiscal de distrito había leído la trascripción del juicio a Hal Baker. Miró al hombre que tenía sentado delante y dijo: -Tengo entendido que es usted un hombre de familia. -Así es -contestó con orgullo Hal Baker-. De eso se trata en este país. Si todas las familias…

– Señor Baker… -Se inclinó hacia adelante-. Usted ha estado trabajando para el juez Stanford.

– No conozco a ningún juez Stanford.

– Permítame que le refresque la memoria. Él le pidió que se hiciera pasar por un investigador privado llamado Frank Timmons, y tenemos motivos para creer que también le pidió que matara a Julia Stanford.

– No sé de qué habla.

– Hablo de una sentencia de entre diez y veinte años. Y yo trataré de que sean veinte.

Hal Baker palideció.

– ¡No puede hacer eso! Mi esposa e hijos quedarían…

– Exactamente. Por otro lado -dijo el fiscal de distrito-, si usted está dispuesto a proporcionar pruebas al Estado, yo podría conseguir que la pena fuera mínima.

Hal Baker comenzó a sudar.

– ¿Qué… qué tengo que hacer?

– Hablar conmigo…


Ahora, en la sala de reuniones de Renquist, Renquist y Fitzgerald, Hal Baker miró a Tyler y dijo:

– ¿Cómo está, juez?

Woody levantó la vista y exclamó:

– ¡Si es Frank Tirnmons!

Steve dijo a Tyler:

– Éste es el hombre al que usted ordenó entrar en nuestras oficinas para conseguir una copia del testamento de su padre; también le ordenó desenterrar el cuerpo de su padre y matar a Julia Stanford.

Tyler tardó un momento en recuperar la voz.

– ¡Está loco! Es un delincuente convicto. ¡Nadie creerá en su palabra contra la mía!

– No es preciso que nadie crea en su palabra -dijo Steve-. ¿Ha visto antes a este hombre?

– Por supuesto. Fue juzgado en mi sala.

– ¿Cómo se llama?

– Se llama… -Tyler se dio cuenta de la trampa-. Quiero decir… lo más probable es que tenga una serie de alias.

– Cuando usted lo juzgó en su sala, se llamaba Hal Baker.

– Bueno, sí.

– Pero cuando vino a Boston, usted lo presentó como Frank Tirnmons.

Tyler hablaba con dificultad:

– Bueno… yo… yo…

– Hizo que lo pusieran bajo su custodia y lo usó para tratar de probar que Margo Posner era la verdadera Julia.

– ¡No! Yo no tuve nada que ver con eso. No había visto a esa mujer hasta que se presentó en casa.

Steve miró al teniente Kennedy.

– ¿Lo ha oído, teniente?

– Sí.

Steve volvió a dirigirse a Tyler.

– Hemos investigado a Margo Posner. También fue procesada en su juzgado y puesta bajo su custodia. El fiscal de distrito de Chicago ha librado esta mañana una orden de registro de su caja fuerte. Hace un rato me llamó para decirme que habían encontrado un documento por el cual Julia Stanford le cedía la parte de la herencia de su padre. El documento estaba fechado cinco días antes de que la supuesta Julia Stanford llegara a Boston.

Tyler respiraba con dificultad y trataba de recuperar la compostura.

– Yo… ¡esto es absurdo!

El teniente Kennedy dijo:

– Debo detenerle, juez Stanford, por conspiración para cometer un homicidio. Prepararemos los papeles para que sea enviado a Chicago.

Tyler permaneció en pie, quieto, viendo cómo su mundo se derrumbaba.

– Tiene derecho a permanecer en silencio. Cualquier cosa que diga puede ser usada en su contra en una corte de justicia. Tiene derecho a hablar con un abogado y hacer que esté presente cuando sea interrogado. Si no puede costearse un abogado, se le asignará uno que lo represente antes de interrogarlo, si así lo desea. ¿Ha entendido? -preguntó el teniente Kennedy.

– Sí. -Y, entonces, una sonrisa triunfal comenzó a iluminarle la cara. «Sé cómo derrotarlos», pensó, muy contento. -¿Está listo, juez?

Él asintió y dijo, muy sereno:

– Sí, estoy listo. Me gustaría regresar a Rose Hill para recoger mis cosas.

– Está bien. Estos dos policías lo acompañarán.

Tyler giró la cabeza para mirar a Julia; en sus ojos había tanto odio que ella se estremeció.

Treinta minutos más tarde, Tyler y los dos policías llegaron a Rose Hill. Entraron en el vestíbulo.

– Sólo tardaré unos minutos en recogerlo todo -dijo Tyler.

Lo vieron subir por la escalera a su dormitorio. Una vez allí, Tyler se acercó a la cómoda donde estaba el revólver y lo cargó.

El sonido del disparo pareció reverberar para siempre.

Capítulo 35

Woody y Kendall estaban sentados en el salón de Rose Hill. Media docena de hombres con bata blanca bajaban los cuadros de las paredes y comenzaban a desmantelar los muebles.

– Es el fin de una era -dijo Kendall con un suspiro.

– Es el comienzo -dijo Woody y sonrió-. ¡Ojalá pudiera ver la cara de Peggy cuando se entere de en qué consiste la mitad de la fortuna que le pertenece! -Acarició la mano de su hermana-. ¿Estás bien? Me refiero, con respecto a Marc.

Ella asintió.

– Ya se me pasará. De todos modos, voy a estar muy ocupada. Tengo una audiencia preliminar dentro de dos semanas. Después de eso, veremos qué ocurre.

– Estoy seguro de que todo saldrá bien, hermanita. -Se puso en pie-. Tengo que hacer una llamada muy importante -le dijo Woody. Quería contarle las novedades a Mimi Carson.

– Mimi -dijo Woody con tono de disculpa-. Me temo que tendré que retractarme del negocio que te propuse. Las cosas no han salido como esperaba.

– ¿Estás bien, Woody?

– Sí. Por aquí han ocurrido muchas cosas. Peggy y yo hemos terminado.

Se hizo una larga pausa.

– ¿Ah, sí? ¿Volverás a Hobe Sound?

– Francamente, no tengo idea de lo que haré.

– ¿Woody?

– ¿Sí?

Su voz era tierna.

– Regresa, por favor

Julia y Steve se encontraban en el patio.

– Lamento el giro que han tomado los acontecimientos -dijo Steve-. Quiero decir, que no vayas a recibir todo ese dinero.

Julia le sonrió.

– En realidad, no necesito cien cocineros.

– ¿No te decepciona que tu viaje hasta aquí haya sido en balde?

Ella lo miró.

– ¿Ha sido en balde, Steve?

Ninguno supo quién tomó la iniciativa, pero lo cierto es que de repente ella estaba en brazos de Steve, él la estrechaba con fuerza contra su pecho y los dos se besaban.

– He querido hacer esto desde la primera vez que te vi.

Julia sacudió la cabeza.

– ¡La primera vez que me viste me dijiste que me fuera de la ciudad!

Julia pensó en las palabras de Sally: «¿No sabes si él se te declaró?»

– ¿Debo tomar esto como una declaración? -preguntó. Él la estrechó con más fuerza.

– Ya lo creo que sí. ¿Te casarás conmigo?

– ¡Sí!

Kendall salió al patio. Tenía un papel en la mano.

– Yo… acabo de recibir esto por correo.

Steve la miró, preocupado.

– No será otro anónimo, ¿verdad?

– No. ¡He ganado el Premio Coty!


* * *

Woody, Kendall, Julia y Steve estaban sentados alrededor de la mesa del comedor. Una serie de obreros cogían sillas y sillones y se los llevaban.

Steve miró a Woody.

– ¿Qué harás ahora?

– Volveré a Hobe Sound. Primero consultaré al doctor Tichner. Después, un amigo me ha ofrecido sus ponis de polo para que los monte.

Kendall miró a Julia.

– ¿Piensas volver a Kansas?

«Cuando era pequeña -pensó Julia-, deseaba que alguien me sacara de Kansas y me llevara a un lugar mágico donde pudiera encontrar a mi príncipe azul.» Cogió la mano de Steve.

– No -respondió-. No volveré a Kansas.

Vieron que dos obreros bajaban el gran retrato de Harry Stanford.

En aquel momento, Clark entró en el comedor con una expresión acongojada en el rostro.

– Disculpen. Acaba de llegar una persona que dice que es Julia Stanford.

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