On revient de loin. La formation bourgeoise, l’orgueil intellectuel.

La nécessité de se réviser à tout moment. Les liens qui subsistent.

La sentimentalité.

L’empoisonnement de la culture orientée.

PAUL VAILLANT-COUTURIER


Seguiré pintando el segundo cuadro, pero sé que no voy a acabarlo nunca. La tentativa ha fracasado, y no hay mejor prueba de esta derrota, o fallo, o imposibilidad, que la hoja de papel en la que empiezo a escribir: hasta un día, tarde o temprano, en que iré del primer cuadro al segundo y vendré luego a este texto, o saltaré la etapa intermedia, o interrumpiré una palabra para acercarme a poner una pincelada en la tela del retrato que S. me encargó, o en aquel otro, paralelo, que S. no verá. No sabré más en ese día de lo que hoy sé (que ambos retratos son inútiles), pero podré decidir si ha valido la pena dejarme tentar por una forma de expresión que no es la mía, aunque esa misma tentación signifique, en definitiva, que tampoco era mía la forma de expresión que he venido usando tan aplicadamente como si siguiese las reglas fijas de cualquier manual. No quiero pensar, por ahora, en lo que voy a hacer si hasta esta escritura me falla, si, en adelante, las telas blancas y las hojas blancas fuesen para mí un mundo que gira a millones de años luz y donde no podré trazar el menor signo. Si, en suma, fuese un acto carente de honestidad el simple gesto de coger un pincel o una pluma, si, una vez más en suma (la primera vez no llegó a serlo), tengo que negarme a mí mismo el derecho de comunicar o comunicarme, porque habiéndolo intentado fracasé y no habrá más oportunidades.

Me aprecian como pintor mis clientes. Pero nadie más. Decían los críticos (cuando hablaban de mí, poco y hace muchos años) que llevo al menos medio siglo de retraso, cosa que, en rigor, significa que me encuentro en aquel estado larval que va de la concepción al nacimiento: frágil, precaria hipótesis humana, ácida, irónica interrogante sobre lo que haré cuando sea. «Aún por nacer.» Algunas veces me he entretenido reflexionando sobre esta situación, que, transitoria para el común de las gentes, se ha hecho en mí definitiva, y noto en ella, contra lo que se podría esperar, cierta arista estimulante, dolorosa sí, pero agradable, filo de cuchillo que uno tantea con prudencia mientras el vértigo de un reto nos hace apretar la pulpa viva de los dedos contra la certidumbre del corte. Es esto lo que siento (o de manera confusa, sin filos ni pulpas vivas) cuando empiezo un nuevo cuadro: la tela blanca, lisa, todavía sin preparar, es un certificado de nacimiento por rellenar, donde yo creo (amanuense de registro civil sin archivos) que podré escribir fechas nuevas y filiaciones diferentes que me saquen, de una vez, o al menos por una hora, de esta incongruencia de no nacer. Mojo el pincel y lo aproximo a la tela, dividido entre la seguridad de las reglas aprendidas en el manual y la vacilación de lo que vaya elegir para ser. Después, sin duda confundido, firmemente atado a la condición de ser quien soy (no siendo) desde hace tantos años, hago correr la primera pincelada y en el mismo instante me denuncio ante mis propios ojos. Como en aquel dibujo célebre de Bruegel (Pieter), aparece tras de mí un perfil tallado a gubia, y oigo que me dice la voz, una vez más, que no he nacido aún. Pensándolo bien, tengo honradez bastante para prescindir de voces de crítico, de perito, de conocedor. Mientras trans-porto minuciosamente las proporciones del modelo a la tela, oigo cierto murmullo en mi interior insistiendo en que nada de lo que estoy haciendo es pintura. Cuando cambio el pincel y doy los dos pasos hacia atrás que me permiten encuadrar mejor y clarificar el embrollo que siempre es un rostro «para retrato», respondo callado: «Lo sé» y sigo reconstruyendo un azul necesario, una tierra cualquiera, un blanco que hará las veces de la luz que nunca podré captar. Hago todo esto sin alegría, porque está en los preceptos, protegido por la indiferencia de que al fin la crítica me ha rodeado como si fuera un cordón sanitario, protegido también por el olvido en que poco a poco fui cayendo, y porque sé que el cuadro no irá a exposiciones ni a galerías. Pasará directamente del caballete a las manos del comprador, porque éste es mi negocio, jugar seguro, con dinero a la vista. Me sobra trabajo. Hago retratos para gente que se estima lo suficiente para encargarlos y colgarlos en vestíbulos, despachos, salas de estar o salas del consejo. Garantizo la duración, no garantizo el arte, ni me pedirían que lo hiciera aunque pudiese darles esta garantía. Un parecido mejorado es lo que desean. Y como en eso podemos coincidir, no hay decepción para nadie. Pero esto que hago no es pintura.

Pese a las insuficiencias que me ha dado por confesar aquí, siempre supe que el retrato justo no fue nunca el retrato hecho. Y más aún: siempre creí saber (señal secundaria de esquizofrenia) cómo debía pintar el retrato justo, y siempre me obligué a callar (o supuse que a callar me obligaba, engañándome así y convirtiéndome en cómplice) ante el modelo desarmado que se me entre-gaba, tímido o, al contrario, falsamente desenvuelto, seguro sólo del dinero con que me iba a pagar, pero ridículamente asustado ante las fuerzas invisibles que vagarosas se agitaban ante mis ojos y la superficie de la tela. Sólo yo sabía que el cuadro estaba ya hecho antes de la primera sesión de pose, y que todo mi trabajo iba a ser disfrazar lo que no podría ser mostrado. En cuanto a los ojos, ésos estaban ciegos. Asustados y ridículos están siempre el pintor y su modelo ante la tela blanca, uno porque teme verse denunciado, el otro porque sabe que nunca será capaz de hacer esa denuncia, o, peor aún, diciéndose a sí mismo, con la suficiencia del demiurgo castrado que se afirma viril, que si no la nace es sólo por indiferencia o piedad del modelo.

Hay ocasiones en las que pienso y me convenzo de que soy el único pintor de retratos que queda, y que después de mí ya no se perderá más el tiempo en poses fatigosas, buscando semejanzas que en todo momento huyen, cuando la fotografía, convertida ahora en arte por obra de filtros y emulsiones, parece, en definitiva, mucho más capaz de romper las epidermis y mostrar la primera capa íntima de las personas. Me divierto pensando que cultivo un aire muerto, gracias al que, por intermedio de mi falibilidad, la gente cree fijar cierta agradable imagen de sí, organizada en relaciones de certeza, de una eternidad que no empieza sólo cuando el retrato se concluye, pero que viene de antes, de siempre, como algo que ha existido siempre sólo porque existe ahora, una eternidad contada desde cero. Realmente si cualquier retratado pudiese, o supiese, o quisiese, analizar la espesura pastosa, informe, de los pensamientos y emociones que lo habitan, y habiendo analizado todo esto encontrase las palabras corrientes que harían líquidos y claros esos pensamientos y acciones, sabríamos que, para él, ese retrato suyo es como si hubiera existido siempre, otro él más fiel que el propio él de ayer, porque éste no es visible y el del retrato sí. Por eso no es raro que el modelo se preocupe por parecerse al retrato, si éste logró fijarlo en el instante en que el ser humano se celebra y acepta. Vive el pintor para sorprender ese instante, vive el modelo para el instante que será luego pilar personal y único de las dos ramas de una eternidad que viene avanzando infinitamente y que, algunas veces, la locura humana (Erasmo) cree poder señalar con un pequeñísimo nudo, una excrescencia capaz de arañar ese dedo gigantesco con que el tiempo borra todos los vestigios. Repito que los mejores retratos nos dan la sensación de haber existido siempre aunque el buen sentido me diga, como me dice ahora, que El hombre de los ojos cenicientos (Tiziano) es inseparable de aquel Tiziano que lo pintó en un momento de su personal vida. Porque si en este instante en que estamos algo participa de la eternidad, no es el pintor sino el cuadro.

Pero mal le irá al pintor, o, para decirlo con más rigor, peor le irá al pintor, si, teniendo que pintar un retrato, descubre que todo cuanto puso en la tela es color anárquico y dibujo loco, y que el conjunto de manchas reproduce sólo del modelo una que a éste satisface, pero al pintor no. Creo que esto ocurre en la mayoría de los casos, pero, como la semejanza lisonjera justifica el pago, el modelo se lleva a casa aquella imagen suya supuestamente ideal y el pintor suspira aliviado, liberado del espectro irónico que quemaba sus noches y sus días. Cuando el cuadro ya dispuesto se retrasa, es como si girase sobre su eje vertical y volviese hacia el pintor sus ojos acusadores: podría llamársele fantasma si no hubiera quedado dicho ya que es espectro. En general, el pintor, si sabe lo bastante de su oficio, reconoce desde el primer esbozo que va por un camino errado. Pero como costaría mucho trabajo explicarle al modelo ese error, y como el modelo casi siempre se gusta desde el principio, temeroso de que otro curso y otra percepción de sí lo acaben mostrando bajo luz menos favorable, o, al contrario, lo vuelvan con lo de dentro para fuera como un dedo de guante (movimiento que es, de todos, el que más teme), el retrato sigue dejándose pintar, cada vez menos necesario. Es como si (lo he dicho ya antes con otras palabras) se estableciera entre el pintor y el modelo una complicidad para la destrucción del retrato: se han puesto las botas al revés, con la puntera hacia el calcañar, y el recorrido que se ve luego, y que parece un avance por las huellas dejadas en el suelo que es la tela, es sólo un retroceso, la desbandada de una derrota buscada y aceptada por ambos campos contendientes. La muerte, cuando saque de este mundo al modelo y al pintor; el incendio, si por feliz azar reduce el cuadro a cenizas, apagarán alguna mentira y dejarán el lugar vacío para otras tentativas y un nuevo baile, para el nuevo pas-de-deux que inevitablemente reiniciarán otros.

También yo supe, al empezar el retrato de S., que mi división (un cuadro, según mi manera académica de ver, es también una operación aritmética de división, la cuarta y más acrobática operación) estaba equivocada. Lo supe incluso antes de hacer el primer trazo de la tela. Y, pese a todo, no hice ninguna enmienda ni volví atrás, acepté que las puntas se orientaran al norte cuando yo me dejaba arrastrar hacia el sur, hacia el mar de los Sargazos, perdición de los navíos, hacia el encuentro con el holandés errante. Pero también vi inmediatamente que el modelo, esta vez, no se había dejado engañar, o estaría dispuesto a dejarse engañar sólo si yo me diera cuenta clara de su disposición y en consecuencia aceptara la humillación. Un retrato que debería contener cierta solemnidad circunstancial, esa que no espera de los ojos más que una mirada, y luego la ceguera, acabó siendo marcado (está siendo marcado ahora mismo) por una arruga irónica que no dibujé en ningún lugar del rostro, que quizá no esté siquiera en el rostro de S., pero que impone en la tela una deformación, como si alguien la estuviese retorciendo, simultáneamente, en dos sentidos diferentes, como hacen a las imágenes los espejos irregulares o defectuosos. Cuando estoy solo y miro el cuadro, me veo de niño tras los vidrios de las muchas casas en las que viví, y veo aquellas burbujas elípticas de los cristales de mala calidad que eran los de esas casas, o aquel aspecto de pezón impúber que el vidrio a veces adopta, y, más allá, un mundo contrahecho que huía de la vertical cuando yo desplazaba la mirada en un sentido u otro del cristal. El retrato, la tela, tensos sobre su armazón, oscilan ante mis ojos y van ondulando, huyendo, y soy yo quien desvía la mirada vencida y no la pintura que se abre comprendida.

No me digo que el trabajo no está perdido, como hice otras veces para continuar pintando anestesiado y ajeno. El retrato está tan lejos del fin como yo quiera, o tan cerca como yo decida. Dos pinceladas lo concluirían, dos mil no serán suficientes para el tiempo que necesito. Hasta ayer aún pensaba que me bastarían los días necesarios para concluir el segundo retrato, que pondría fin a uno y otro en el mismo día: S. se llevaría el primero, dejando el segundo sólo para mí, certificado de victoria personal, que será mi venganza contra la arruga irónica que S. colgará en sus paredes. Pero hoy, precisamente porque estoy sentado ante este papel, sé que mis trabajos sólo ahora empiezan. Tengo dos retratos en dos caballetes diferentes, cada uno en su cuarto, abierto el primero a la naturalidad de quien entra, cerrado el segundo en el secreto de mi tentativa también frustrada, y estas cuartillas son otra tentativa hacia la que voy con las manos desnudas, sin colores ni pinceles, sólo con esta caligrafía, este hilo negro que se enrolla y desenrolla, que se detiene en puntos, en comas, que respira en los pequeños claros blancos y avanza luego sinuoso, como si recorriera el laberinto de Creta o los intestinos de S. (Interesante: esta última comparación se me ocurrió sin que la esperara o provocase. Mientras la primera no pasaba de una trivial reminiscencia clásica, la segunda, por lo insólita, me da algunas esperanzas: poco significaría que dijese que intento sondear el espíritu, el alma, el corazón y el cerebro de S.: las tripas son otro tipo de secreto.) Y tal como dije ya en la primera página, iré de sala en sala, de caballete en caballete, pero siempre vendré a dar a esta pequeña mesa, a esta luz, a esta caligrafía, a este hilo que constantemente se rompe y ato bajo la pluma porque es mi única posibilidad de salvación y de conocimiento.

¿Qué hace aquí la palabra «salvación»? Nada más retórico en este lugar y en esta circunstancia, y yo detesto la retórica, aunque de ella haga profesión, pues todo retrato es retórico: «Retórica (uno de sus significados): Todo aquello de lo que nos servimos en el discurso para causar buen efecto en el público, para persuadir a los oyentes». Mejor está lo de «conocimiento», pues desearlo, luchar por él, siempre infunde cierto respeto, incluso sabiendo cuán fácilmente se resbala desde esa sinceridad hasta una pedantería insoportable: son incontables las veces en que el conocimiento se atrinchera en los más sólidos bastiones de la ignorancia y del desprecio del conocimiento: todo consiste en usar la palabra sin reparar en ella o reparando demasiado, para que el simple entrelazo de los sonidos que la repiten ocupe el lugar, o el espacio (en un simple hueco explosivo de la atmósfera donde la palabra se aloja y se confunde), de lo que debería ser, si fuera realmente comprendido y explicado, un trabajo que excluiría todo lo demás. ¿Me habré hecho entender ahora? ¿Me habré entendido yo mismo? Conocimiento es el acto de conocer: he ahí la definición más sencilla, y que me debe bastar, pues es necesario que pueda simplificarlo todo para seguir adelante. De conocer, precisamente, no se ha tratado nunca en retratos que yo pintara. Ya queda dicho lo suficiente sobre la moneda falsa de mi cambio, y no voy a añadir más. Pero esta vez no he podido limitarme a embadurnar la tela según la voluntad y el dinero del modelo, si por primera vez comencé a pintar a escondidas un segundo retrato del mismo modelo y si, por primera vez también, intento repetir, escribiendo, un retrato que por los medios de que dispone la pintura se me escapó -la razón es el conocimiento. Cuando tracé el primer rasgo en la tela, debí haber dejado el pincel, y con todas las disculpas de que fuera capaz para justificar la extravagancia del gesto, acompañaría a S. hasta la puerta de la escalera, me quedaría viéndolo bajar, tranquilo, o respirando hondo para recuperar la tranquilidad, con la satisfacción maravillada de quien ha escapado de un gran peligro. No habría habido segundo retrato, no habría comprado estas cuartillas, no estaría ahora manejando tan mal las palabras, más duras que los pinceles, más iguales en el color que las pinturas que se niegan a secarse allá dentro. No sería este hombre triple que por tercera vez va a intentar decir lo que por dos veces no pudo decir antes.

Así fue: fallé el primer retrato y no me resigné. Si S. se me escapaba, o yo no lo alcanzaba y él lo sabía, la solución estaría en el segundo retrato, pintado en su ausencia. Fue lo que intenté. El modelo es ahora el primer retrato y lo invisible que yo perseguía. No podría bastarme la semejanza, ni siquiera el sondeo psicológico al alcance de cualquier aprendiz, que se asienta en preceptos tan triviales como los que dan forma al más naturalista y exterior de los retratos. Cuando S. entró en el taller, me di cuenta de que tenía que aprenderlo todo si quería dividir en sus minúsculas piezas aquella seguridad, aquella sangre fría, aquella manera irónica de ser hermoso y tener salud, aquella insolencia estudiada día tras día para herir donde más doliera. Le pedí mucho más de lo que suelo cobrar, y él se mostró conforme y dio un anticipo inmediatamente. Pero debí dejar el pincel a la primera sesión de pose, cuando me vi humillado, sin saber por qué concretamente, sin que se hubiera dicho una sola palabra; bastó la primera mirada, y dije: «¿Quién es este hombre?». Ésta es precisamente la pregunta que ningún pintor debe hacerse a sí mismo, y yo la hice. Tan arriesgado es hacerla como decirle al psicoanalista que lleve un poco más allá, sólo un poco, su interés por el enfermo: pueden darse todos los pasos hasta el borde del precipicio, pero a partir de ahí la caída será inevitable, desamparada, mortal. Toda la pintura se debe hacer desde el lado de acá, y creo que también el psicoanálisis. Precisamente por mantenerme del lado de acá empecé el segundo retrato: me salvaba en mi doble juego, tenía así conmigo un triunfo que me permitiría detenerme ante el abismo, mientras aparentemente me hundía en la derrota, en la humillación de quien lo intentó y falló, a la vista de todo el mundo y dentro de sus propios ojos. Pero el juego se complicó, y ahora soy un pintor que falló dos veces, que persevera en el error porque no puede salir de él e intenta el camino desviado de una escritura cuyos secretos ignora: mal o bien comparado, voy a intentar descifrar un enigma con un código que desconozco.

Hasta hoy no me decidí a intentar el retrato definitivo de S. de esta manera. No creo que en ningún momento de los últimos dos meses (hizo anteayer exactamente dos meses que empecé el primer retrato) se me hubiera ocurrido la idea. Pero, caso singular, ésta vino con naturalidad, sin sorpren-derme, sin que yo la hubiese discutido en nombre de mi incapacidad literaria, y el primer gesto que desencadenó fue la compra de este papel, tan cómodo como si estuviera comprando tubos de colores o un juego de pinceles nuevos. Pasé el resto del día fuera (no había concertado sesión de pose), salí de la ciudad en el coche, llevando al lado el paquete de cuartillas como quien lleva una nueva conquista de esas para las cuales el coche es ya la sábana de encima. Cené solo. Y cuando regresé a casa, fui directo al taller, descubrí el retrato, puse en él una pincelada al azar, volví a tapar la tela. Después fui al cuarto del fondo, donde guardo las maletas y las pinturas viejas, repetí los gestos en el segundo retrato, con la intensidad automática de quien practica el milésimo exorcismo, y vine a sentarme aquí, en este pequeño reducto que es mi dormitorio, medio biblioteca medio foso, donde a las mujeres nunca les gustó demorarse.

¿Qué es lo que quiero? Primero, no ser derrotado. Después, si es posible, vencer. Y vencer será, cualesquiera que sean los caminos por donde aún me lleven los dos retratos, intentar descubrir la verdad de S. sin que él lo sospeche, ya que su presencia y sus imágenes son testigos de mi incapacidad probada de satisfacer satisfaciéndome. No sé qué pasos voy a dar, no sé qué especie de verdad busco: sólo sé que se me ha hecho insoportable no saberlo. Tengo casi cincuenta años, he llegado a la edad en la que las arrugas dejan de acentuar la expresión para ser expresión de otra edad que es la vejez que se aproxima, y de repente, otra vez lo digo, se me ha hecho insoportable perder, no saber, continuar haciendo gestos en la oscuridad, ser un autómata que todas las noches soñara con evacuar la cinta perforada de su programa: una larga tenia que fuera la única vida existente entre circuitos y transistores. Si me preguntan si tomaría igual decisión aunque S. no apareciera no sabría qué responder. Creo que sí, que tomaría la misma decisión, pero no puedo jurarlo. No obstante, ahora que he empezado a escribir, me siento como si nunca hubiera hecho otra cosa o como si hubiera nacido para esto.

Me veo escribiendo como nunca me vi pintando, y descubro lo que hay de fascinante en este acto: en la pintura hay siempre un momento en que el cuadro no soporta una pincelada más (mala o buena, lo empeoraría), mientras que estas líneas pueden prolongarse indefinidamente, alineando fragmentos de una suma que nunca será iniciada, pero que es, en ese alineamiento, ya trabajo perfecto, ya obra definitiva, porque es conocida. Es, sobre todo, la idea de la prolongación infinita lo que me fascina. Podré estar escribiendo siempre, hasta el fin de mi vida, mientras que los cuadros, cerrados en sí, repelen, aislados ellos mismos en su piel, autoritarios, y, ellos también, insolentes.


Me pregunto a mí mismo por qué escribí que S. es hermoso. Ninguno de los dos cuadros lo muestra así, y el primero debería mostrarlo favorecido o, al menos, dar de él una imagen real, recognoscible, con todos los ingredientes lisonjeros de un retrato que será bien pagado. Realmente, S. no es hermoso. Pero tiene la desenvoltura que yo siempre deseé tener, un rostro de facciones marcadas en la exacta proporción y relación que confiere ese estilo sólido que los hombres físicamente fluidos como yo tienen forzosamente que envidiar. Se mueve con comodidad, se sienta en una silla sin mirarla y se sienta bien, sin aquel segundo o tercer acomodo que denuncia el malestar o la timidez. Se diría que ha nacido ya con todas las batallas ganadas o que dispone, para luchar en su lugar, de invisibles combatientes que van muriendo cuidadosamente, sin ruido, sin elocuencia, alisándole el camino como si fueran simples ramajes de escoba. No creo que S. sea un rico, millonario en el sentido que hoy exige esta palabra, pero tiene bastante dinero. Eso es algo que se nota ya en la manera de encender el pitillo, en la manera de mirar: el rico nunca ve, nunca repara en nada, sólo mira, y enciende los pitillos con el aire de quien esperaría que ya vinieran encendidos: el rico enciende el pitillo ofendido, es decir el rico enciende ofendido el pitillo porque casualmente no hay allí nadie que se lo encienda. Creo que S. encontraría natural que yo me precipitara a encendérselo o que hiciera al menos el gesto, pero yo no fumo y siempre tuve ojos lo bastante agudos como para desmontar, para desarticular ese (S.) pretencioso movimiento que va de empuñar el encendedor a disparar la llama y recogerla, primer y último movimiento de una voluta que puede ser, según los casos, dibujo de adulación, de servidumbre, de complicidad, de invitación sutil o brutal a la cama. A S. le habría gustado que yo le reconociese el dinero que tiene y el poder que le adivino. Pese a todo, los artistas practican por tradición algunos privilegios que hasta cuando no los usan o los usan al revés mantienen un aura romántica de irreverencia que confirma al cliente en su (provisional) condición subalterna y en su particular superioridad. En esa relación, algo teatral, cada uno representa su papel. En el fondo, S. me habría despreciado si le encendiese el pitillo, pero mucho peor que eso hubiera sido que yo lo hubiera hecho. No hubo sorpresas por ninguna parte, y todo ocurrió de la manera conveniente.

S. es de estatura media, sólido, en perfecta forma (según creo ver) para los cuarenta años que aparenta. Tiene el pelo lo bastante canoso para favorecer el encuadre de su rostro, y daría un excelente modelo publicitario para produc-tos simultáneamente refinados y campestres, como pipas, escopetas, trajes de tweed (palabra inglesa que designa un tejido de lana, bastante grueso y muy maleable, fabricado en Escocia), coches lujosamente utilitarios, vacaciones en la nieve o en la Camarga (Francia, Sur). Tiene, en suma, la orografía facial que los hombres ambicionan porque el cine americano la ha divulgado y porque a ella se une cierto tipo de mujeres de pelo largo, pero que tal vez no valga la pena conservar (el rostro, no las mujeres) por más tiempo del que dure el flash fotográfico: porque la vida está mucho más hecha de trivialidad, de palidez, de barba mal rapada o mal crecida, de aliento sin frescor, de olor a cuerpo no siempre limpio. Tal vez este modo de ser cara que S. tiene, ojos, boca, mentón, nariz, raíz del pelo y pelo, cejas, tono de la piel, arrugas, expresión, tal vez todo eso debiera responder culpadamente por el único borrón confuso que pude trasladar a la tela y que ni en el segundo retrato ha ganado claridad. No es que no esté allí el parecido, no es que el primero no sea el fiel retrato deseado y benévolo, no es, en fin, que el segundo no pudiera pasar por un análisis psicológico en forma de pintura -en ambos casos sólo yo sé que ambas telas continúan blancas, vírgenes si gusta el estilo, estropeadas, a decir verdad. Me vuelvo a preguntar no obstante por qué razón siendo S. este hombre detestable que he descrito, se apoderó de mí la obsesión de comprenderlo, de descubrirlo, cuando otra gente más interesante, entre las mujeres y hombres que he retratado, pasó por mis ojos y mis manos a lo largo de todos estos años de mediocre pintura: no encuentro más explicaciones que el cambio de edad en que estoy, que la humillación súbitamente descubierta de quedarme de este lado de la necesidad, de esa otra y más ardiente humillación de ser mirado desde arriba, de no ser capaz de responder a la ironía con desprecio o con sarcasmo. Intenté destruir a este hombre cuando lo pintaba, y descubrí que no sé destruir. Escribir no es otra tentativa de destrucción sino más bien la tentativa de reconstruirlo todo por el lado de dentro, midiendo y pesando todos los engranajes, las ruedas dentadas, contrastando los ejes milimétricamente, examinando el oscilar silencioso de los muelles y la vibración rítmica de las moléculas en el interior de los aceros. Aparte de esto, no puedo evitar detestar a S. por aquella mirada fría que paseó por mi taller la primera vez que entró, por aquel mascullar desdeñoso, por la manera displicente de tenderme la mano. Sé muy bien quién soy, un artista de poca categoría que sabe su oficio pero a quien le falta genio, talento incluso, que sólo tiene una habilidad cultivada y que recorre siempre los mismos surcos, o se detiene junto a las mismas puertas como una mula que tira del carro en una red de distribución acostumbrada, pero, antes, cuando me acercaba a la ventana, me gustaba ver el cielo y el río, tal como le gustaría a Giotto, o a Rembrandt, o a Cézanne. No tenían gran sentido para mí las diferencias: cuando una nube pasaba lenta-mente, no había ninguna diferencia, y cuando yo después tendía el pincel hacia la tela inacabada, todo podía ocurrir, hasta el descubrimiento de un genio sólo mío. Me estaba garantizada la paz, lo demás que viniera sólo podría ser más paz o, quién sabe, el estremecimiento de la gran obra. No esta especie de rencor manso pero determinado, no esta excavación por el interior de la estatua, no este diente agudo y obstinado como el del perro que muerde la traílla mientras mira ansioso alrededor por miedo a que regrese quien lo ató.

Es inútil hablar de más detalles del rostro de S. Ahí están los dos retratos que dicen cuanto basta de lo que menos cuenta. Con otro rigor: que dicen lo que no me basta, pero que satisfacen a quien sólo se preocupe por la fisonomía. Mi trabajo va a ser otro ahora: descubrirlo todo en la vida de S. y relatarlo todo por escrito, distinguir entre lo que es verdad interior y piel lustrosa, entre la esencia y la fosa, entre la uña cortada y el recorte caído de la misma uña, entre la pupila de un azul deslucido y la secreción seca que el espejo matinal denuncia en el canto del ojo. Separar, dividir, confrontar, comprender. Entender. Exactamente lo que nunca he podido alcanzar mientras pintaba.


Si decir la profesión de alguien es decirlo todo o alguna cosa de lo que estaba por saber, y si administrar es oficio, aparte del beneficio que es, digamos que S. es administrador de la Senatus Populusque Romanus. ¿Qué es el (la) Senatus Populusque Romanus? Un disfraz, tal como lo (la) escribo, y también un gusto mío por el anacronismo (la mejor historia de los hombres sería la que uniera, con aquel gesto envolvente de la mano colectora, las espigas al ras del suelo, todas las espigas, preparando el corte rápido y único y a continuación el movimiento que yergue al cielo, o a los ojos, las diferentes edades del tiempo, todas maduras, pero todas aún lejos del pan). No obstante, no lo disfrazo todo, porque SPQR son las verdaderas iniciales del nombre de la empresa de la que S. es señor. Mezclo el Senado y el Pueblo Romano con este capitalismo, y compruebo que, en el fondo, todo es el mismo senado y en el pueblo son pocas las diferencias. Tengo todavía otra razón, una confusa razón, quizá un tortuoso artificio, para no escribir por extenso los nombres: en mi oficio (que es el de pintar) empezamos por aplicar los colores tal como vienen en los tubos, que tienen nombres fijados para siempre jamás. Pero al unirlos, en la paleta o en la tela, la mínima superposición los modifica, o la luz, y un color es aún el que era, más el color vecino, más la conjunción de los dos y el (los) nuevo(s) color(es) que de ahí resulta(n), entra(n) en la gama permanentemente inestable para repetir el proceso, al mismo tiempo multiplicador y multi-plicando.

Cualquier hombre es también esto, mientras no muere (muerto ya no es posible saber quién fue): darle nombre es fijarlo en un instante de su transcurso, inmovilizarlo, quizá en desequilibrio, darlo desfigurado. Dejarlo indeterminado a la inicial simple, pero determinándose en el movimiento. Puede que haya aquí mucha fantasía mía, no sé si la fascinación de quien ha aprendido a jugar al ajedrez y cree poder agotar de inmediato todas las combinaciones posibles (la escritura, o la caligrafía, que viene antes que ella, es mi nuevo ajedrez): o será en definitiva un vicio de miope que para ver bien tiene que mirar de cerca, gracias a lo cual, sin merecerlo por otras razones, puede descubrir lo que sólo de cerca se puede ver. S. es una inicial vacía que sólo yo puedo llenar con lo que sabré y con lo que inventaré, como inventé el Senado y el Pueblo Romano, pero con relación a S. no se trazará la raya que separa lo sabido de lo inventado. Cualquier nombre que empiece por esa inicial puede ser el nombre de S. Todos son sabidos y todos inventados pero ningún nombre le será dado a S.: es la posibilidad de todos ellos la que hace imposible la elección de uno. Conozco mi razón y la confirmo ya. Basta recorrer los sonidos que son los nombres que a continuación aparecen escritos, para reconocer lo que es el vacío de un nombre acabado. ¿Puedo elegir cual-quiera de éstos para S. (ese)?: Sá Saavedra Sabina Sacadura Salazar Saldanha Salema Salomón Salustio Sampaio Sancho Santo Saraiba Saramago Saúl Seabra Sebastián Secundino Seleuco Sempronio Sena Séneca Sepúlveda Serafín Sergio Serzedelo Sidonio Segismundo Silverio Silvino Silva Silvio Sisenando Sísifo Soares Sobral Sócrates Soeiro Sófocles Solimán Soropita Sousa Souto Suetonio Suleimán Sulpicio. Elegir, sí, podría, pero estaría ya clasificando, poniendo en fila. Si dijese Salomón, sería un hombre; si dijese Saúl, sería otro; lo mato al nacer si prefiero Seleuco o Séneca. Ningún Séneca puede administrar hoy la SPQR. (Séneca, Lucius Annaeus Séneca [4-65], nació en Córdoba, filósofo latino; fue preceptor de Nerón, luego cayó en desgracia y recibió de él orden de suicidarse abriéndose las venas. Tratados: De la tranquilidad del alma, De la brevedad de la vida, Cuestiones naturales, Cartas a Lucilius.) El nombre es importante, pero no tiene la menor impor-tancia cuando releo, de seguido y sin pausa, todos los que he escrito: ya en la segunda línea me impaciento, y en la tercera concuerdo en que la inicial me satisface enteramente. También por eso voy a ser yo mismo un simple H., no más. Un espacio en blanco, si fuera posible distinguirlo de los espacios laterales, bastaría para decir de mí lo posible. Seré, entre todos, el más secreto, y, por ello, el que más dirá de sí (dará de sí). (Dar de sí: sacar de sí, estirar.) Otras personas tendrán nombre aquí: no son importantes. De Adelina, por ejemplo, diré el nombre: sólo duermo con ella: no la conozco ni deseo (conocerla). Pero la despojaría de su nombre, tal como la desnudo o le pido que se desnude, el día en que ese nombre empezara a ser para mí el color de la pintura dentro del tubo o una burbuja en el vidrio. Diría A.

Si S. no fuese administrador de la Senatus Populusque Romanus no me habría buscado para que le pintara el retrato. Tuvo el irónico cuidado de decír-melo, con el aire negligente de quien se excusa de una pequeña debilidad, poniéndola en la cuenta de motivos ajenos que sólo por benevolencia desde-ñosa se respetan o toleran. Pero decirlo fue también confesar su primera grieta en el caparazón, cuando yo ni siquiera pensaba aún en el segundo retrato. Hay en la sala del consejo de la SPQR tres retratos de administradores fallecidos, y el consejo decidió (para evitar el ridículo de volver a encargar un retrato a partir de una fotografía: eso fue lo que ocurrió tras la muerte del padre de S., y fue su pintor el pintor Medina) que de su ahora principal administrador se recogiese en vida la imagen para enmarcarla en el cuarto marco, ya colocado, a mano derecha de quien mira. S. aceptó la construcción de su pirámide funeraria y yo fui elegido (jubilado Medina) para abrir las cámaras secretas y sellarlas. Me dijo S. con palabras diferentes estas cosas (aparte de las que yo descubrí luego) para que no las supiera de otro modo, y yo fui mezclando las pinturas en la paleta mientras oía; reconocía el ridículo, pero el ridículo no soporta que lo miren: ni precisa de tanto para odiar o detestar más: S. se mostró detestable otra vuelta de tuerca. En cuanto a mí, coloqué al día siguiente una tela nueva en el caballete del desván y empecé el segundo retrato.

Si no fuera por este escrúpulo mío de artífice que pone minucia en lugar de talento y observación demorada en vez de intuición relampagueante, no podría describir esta especie de exterior de la SPQR que se prolonga hacia dentro como una ampolla aislante, dejando oculta la mecánica o la química o no sé qué que es el verdadero interior de una gran empresa. Tengo que explicarme mejor. Cuando fui a la SPQR a estudiar la sala, la luz, el encuadre en que iba a instalarse mi pintura (y bien podía haber prescindido de tal pérdida de tiempo si no fuera por mi ya dicho escrúpulo de artífice), miré primero la fachada del edificio, en la que apenas había reparado antes, y, habiendo entrado, fui y vine por una fachada interior que parecía prolongarse en una externidad de paredes, muebles, rostros de empleados, alfombras, teléfonos negros, pintura clara, temperatura agradable, olor limpio de maderas pulidas, superficie tan opaca como la fachada de azulejos levantada en tres plantas en una plaza casi provinciana. Fue también como entrar por la boca de un gigante dormido, deslizarse por las paredes del esófago, recorrer el estómago y volver a salir, no por el hueco de un cuerpo sino por la piel continuada en mucosa sucesivamente modificada, tan lejos de la circulación de los vasos y de la alquimia de las glándulas como si estuviese aún siendo repelido por la elasticidad de la epidermis. Por eso añadiré que pudiendo hablar de lo que vi, no sé qué vi, no lo transformé en saber. Todavía.

Detesto decir azulejo, y más ahora escribir la palabra. Por lo que he visto (no hablo de lo que conseguí, soy sólo un pintor académico) no hay colores por inventar. Juntando dos hago mil, juntando tres un millón, juntando siete el infinito, y si mezclo el infinito, reconquisto el color primordial, para empezar de nuevo. No importa que esos colores no tengan nombre, que no pueda darles nombre: existen y se multiplican. Pero detesto esta palabra (¿aprenderé a detestar otras?), pegada a cosas que no le corresponden: azulejo parece algo azul, hecho de azul, azulado, azuleado, nada parecido a lo que son estos ladrillos que precisamente no tienen azul, estos cuadrados de barro pintado que cubren de oro, naranja, rojo, ocre, con una imponderable polvareda de plata que quizá esté en el vidriado, la fachada de la SPQR. A ciertas horas del día, esta fachada es visible e invisible: el sol, cayendo en cierto ángulo, transforma la flor multiplicada en un espejo único; una hora más tarde vuelve el rigor al dibujo, la nitidez a los colores, como si el vidriado hubiera captado y retenido de la luz sólo aquello que bastaba para el punto óptimo de los ojos humanos, que no quieren ver menos pero no pueden ver más, bajo pena de no ver ya lo que querrían sino lo que no desearían. Hay una relación pacífica entre el ojo y la piel que el ojo ve: ¿quién sabe si no sería preferible la ceguera a la visión agudísima del halcón instalada en órbitas humanas? Para los ojos del águila ¿cómo es la piel de Julieta? ¿Qué fue lo que vio Edipo cuando con sus propias uñas se cegó?

SPQR tiene aún una de esas puertas giratorias que son para mí la versión burguesa del lienzo de rocas que era la entrada en la cueva de los cuarenta ladrones. No hay que decir sésamo (planta, ajonjolí) y representa la suprema contradicción en puerta: está, simultáneamente, siempre abierta y siempre cerrada. Es la glotis del gigante, engullendo y expulsando, ingiriendo y vomi-tando. Hay temor cuando se entra, alivio cuando se sale. Y hay una repentina angustia cuando en medio del movimiento ya no estamos fuera y aún no estamos dentro: viajamos en el interior de un cilindro como si atravesáramos una pared de aire y ese aire fuese pastoso como el cieno de un pozo o rígido y comprimido como la base de un obelisco. Hubo sin duda terroríficos ahogos en mi infancia, figuras monstruosas o sólo negras (blancas, diría un negro) sentadas en mi corazón, para que este tambor resplandeciente evoque terrores tan primitivos. Salir, en este caso, es realmente surgir, emerger, o irrumpir del elemento denso al aire transparente y respirable.

Pero ahora estoy dentro y recorro el vestíbulo extenso, paralelo a un mostrador pesado que se prolonga y tras el cual los empleados alzan la cabeza y van rodando, lentamente, como si también el rostro fuese una puerta gira-toria, con larvas y telas en su interior. Nadie me conoce. Al fondo, justo ante la puerta, hay una escalera ancha («Suba directamente al primer piso y pregunte por mí»), con pasamanos de madera de sección jónica (explicación: un corte transversal mostraría las dos volutas laterales del capitel jónico) y una alfombra funcional, de fibra áspera, sujeta con ganchos amarillos. Me sorpren-de aquella atmósfera anticuada. La caja de la escalera corta el pavimento arriba, convirtiéndolo en una galería rectangular, limitada en tres lados por una barandilla que es la prolongación de los brazos del pasamanos. Un ordenanza uniformado de azul se levanta cuando me aproximo. «Querría hablar (empleo el discreto condicional en vez del intimidativo presente de indicativo: quiero), hablar con el ingeniero S.» «¿A quién anuncio?» Digo el nombre. Para este hombre no soy más que este nombre cuando me pasa a la sala de espera, y, pese a todo, me abrió la puerta y me dejó solo con las sillas mullidas, la alfombra, los grabados ingleses de caza y el pesado cenicero de cristal. Para llegar a este lugar, basta cualquier nombre. En adelante, sólo otro nombre podrá conducirme: ¿el nombre, o la persona?, ¿o ni el nombre ni la persona, sino la secretaria de S., por ejemplo, una entidad privilegiada, como el guante de S. o su nudo de corbata? No me siento. Detesto el sentarme en las salas de espera donde tenga que esperar poco. Apenas está el cuerpo acomodado al sofá, o ni siquiera está acomodado, buscando aún la manera de encajar el omoplato o de afirmar la pierna para que la otra se cruce con naturalidad, con ese aire de falsa seguridad que se desmiente de inmediato cuando la pierna cruzada se descruza y ocupa el lugar de la otra y ésta ensaya el mismo movimiento condenado si la espera se prolonga, y apenas hecho todo esto, o sólo el principio, cuando la puerta se abre secamente y es él mismo quien viene, o bien, con discreción si viene un subalterno, y tenemos que saltar del sofá, embarazados por la pierna cruzada, presos casi en el interior de los muelles que maliciosamente nos retienen. Y si es él mismo quien viene con la mano tendida, no tenemos manos que tender, ocupados como estamos en lograr un equilibrio cualquiera, un equilibrio que lo haga natural todo y nada deje en el aire, en sonido o imagen, ridículo o desconcertado, en esa primera escena de un primer acto. No me ocurren a mí cosas de éstas. Me acerqué a la única ventana de la sala, que daba a un zaguán estrecho pintado de gris desde donde se veía, en el piso inferior, otra ventana que, por lo que podía adivinar desde la planta, daba al gran atrio que atravesara antes. Sólo distinguía a un hombre sentado ante una mesa de despacho, con un montón de papeles verdes delante (digo montón de papeles, pero rectifico: era una pila perfectamente ordenada) y un cajón de fichero al lado izquierdo, formando ángulo de 45 grados con el borde de la mesa, que el hombre consultaba rápidamente (no el borde) con la izquierda, mientras con la derecha empuñaba un sello, un fechador o numerador o sello de visto bueno o cualquier otro sello que dijera sabe Dios qué. Y mientras el hombre estaba así con los dos brazos medio abiertos, parecía que los abría al vacío que se encontraba frente a él, que lo era sólo porque yo nada veía. Sin embargo, la mano izquierda extraía en seguida una ficha amarilla, mientras la mano derecha, armada de aquel instrumento enigmático, se asentaba sobre el papel verde bruscamente dejando una mancha negra que, desde la distancia, era sólo un borrón. La misma mano cogía entonces un lápiz y con él escribía algo en la ficha, tras lo que la mano izquierda volvía al fichero para poner y de nuevo quitar, al tiempo que la mano derecha posaba el lápiz y sostenía la pega [1] negra del sello (no la otra, porque no era ése lugar donde hubiese aquellas aves que tienen el mismo nombre), para volver al principio, al mismo gesto abierto de quien abraza el vacío. Diecisiete veces conté el movimiento, y sólo cuando sentí abrirse la puerta tras de mí enfoqué con mis ojos la imagen entera del hombre que así trabajaba: parecía alto, era cargado de espaldas, y por un instante me recordó un retrato que me hicieron y que guardé, en el que estoy de espaldas, rígidamente de espaldas, tan lejos de mí como está del otro lado de la luna el selenita que anda con el haz de leña a cuestas, como mi abuela me indicó y yo piadosamente, durante un tiempo, creí. Es un retrato al que de vez en cuando echo una mirada (lo tengo colgado en el estudio) lleno de curiosidad, como si mirara a un extraño: no me reco-nozco nunca en aquel momento, en aquel dorso un poco curvado, en aquellas orejas un poco despegadas o que así aparecen en la foto. ¿Quién soy yo-aquél?

Al volverme descubro a la secretaria Olga (así se llamará cuando diga su nombre) a medio camino. Estoy sentado porque tropiezo en un cenicero de pie alto y tengo que hacer algunos gestos inútiles pero indispensables para acer-carme a la secretaria Olga con el aplomo de la mano a la altura de la mano y la voz con respuesta inmediata. Oigo lo que ella me dice, mientras danzo en la cuerda oscilante de lo inesperado, que el señor S. no está, que tuvo que salir por un asunto urgente e inaplazable, que pide, naturalmente, perdón, y, claro, ella, su secretaria Olga, está allí a mi disposición para acompañarme a la sala de juntas y darme todas las explicaciones necesarias que estén a su alcance. Estrecho su mano evidentemente blanda y perfumada y digo «muy bien no tiene importancia sólo es un minuto». La secretaria Olga, aunque me mire de frente, no oculta su curiosidad. Tampoco esconde o procura esconder la decep-ción. Imagino que imaginaba de otra manera a los pintores: pero ella no sabe que sólo soy un pintor académico (¿sabrá siquiera lo que es un pintor acadé-mico?) que viste a la moda común y que podía estar, él-yo, con los brazos abiertos hacia el vacío buscando una ficha con la mano izquierda y sostenien-do en la mano derecha, para ser al fin en algo diferente, una verdadera pega (ave corvídea que, como el loro, tiene facilidad para imitar la voz humana). Vamos imitando los dos la voz humana mientras salimos de la sala de espera y recorremos, hacia el otro lado, un ancho pasillo donde, a la izquierda, tres amplias puertas barnizadas dan a la sala del consejo de administración, como en la segunda veo, cuando la secretaria Olga, con un gracioso movimiento de la muñeca que el ondular de los hombros acompaña, gira el pomo y entra. Me detengo una décima de segundo en el umbral, como hacemos todos para demostrar que no somos unos maleducados (la buena educación es, en muchos casos, simple cuestión de una décima de segundo y a veces aún menos), y entro discretamente mientras la secretaria Olga enciende luces generosas, como si me estuviera haciendo los honores de su propia casa. Le doy la razón: realmente, nada es nuestra propiedad, pero conviene que mostremos confianza y displicencia cuando usamos cualquier cosa que en mayor grado pertenece a otros que a nosotros, porque siempre hay quien tenga menos. Si voy al cine, al teatro, a un concierto, sé que la silla en que me siento no me pertenece, pero me comporto como si fuera aquél mi verdadero lugar en el mundo, el lugar por el que tanto he luchado y trabajado.

Lo primero que me fascina es la mesa (nada más me fascinará, pero habiéndome fascinado ella, supuse que otras fascinaciones vendrían después): es enorme, brillante, oscura como basalto, parece una ancha piscina de agua negra o de mercurio. No hay nada encima: ni una carpeta, ni un tintero, ni un bloc de papel, ni un secante simbólico. Las sillas, once, son todas iguales, excepto la de la cabecera de la mesa, a la izquierda, que tiene el respaldo un palmo más alto. Están tapizadas de rojo (tejido rico) y tienen clavos abun-dantes de color dorado. La secretaria Olga, como si encontrara insuficiente la luz y alarmante mi silencio, corrió ostensiblemente los cortinones. Dejé de mirar la mesa y la observé (verbo que significa casi lo mismo, pero que soslaya la aborrecida repetición, daño mayor para el estilo según dicen): no está mal esta secretaria Olga: aunque demasiado alta para mi gusto (¿pero qué tiene que ver aquí mi gusto?), y también angulosa, pero con planta. Pisa bien el suelo que la sustenta, y tiene en pierna y cadera aquella curva intraducible que los franceses llaman galbe. La veo avanzar ahora hacia mí, súbitamente consciente de que la examino, haciendo oscilar el pecho y moviendo la cabeza, una vez sólo, para que los cabellos sueltos se coloquen en el lugar de los hombros que el espejo indicó como único exacto. Tengo que sonreír por lo que estoy viendo, la sonrisa un poco nerviosa, la sonrisa de quien, como yo, amando mucho a las mujeres siempre empieza por temerlas, pero modifico la sonrisa con las palabras y las digo delimitadas por aquel rectángulo de la sala y no sueltas como sueltos venían los senos y libres los muslos.

Ella me indica el extremo de la sala opuesto a la silla del presidente. La sigo, divirtiéndome conmigo mismo, escudriñándola, pero odiándola por el movimiento de las caderas que no disiparán nunca, apaciguándola, esta nube negra que se me forma en el centro del cuerpo y que es, en mis sensaciones, la figuración del deseo sexual. Me detengo a su lado. «El marco es éste», me dice, y se queda mirando el vacío como si me invitara a acompañarla en la contemplación. Me doy cuenta de que el retrato de al lado es el del padre de S. y que más allá están el tío y el fundador de la empresa. Me acerco a una de las ventanas: da a un jardín inesperado, bruscamente verde y luminoso. Miro otra vez alrededor, le pido a la secretaria Olga que apague las luces y que abra todas las ventanas, que cierre todas las ventanas y encienda las luces, que apague unas y abra otras, que encienda otras y apague unas. Me divierto un poco, ejerzo mi pequeño oficio de brujo, e inquieto a la secretaria Olga, le hago perder los nervios, respira ahora más agitadamente, soy una especie de hipnotizador capaz de tumbarla sobre la mesa con un simple gesto para poseerla lentamente, pensando en otras cosas, tal vez en el color verde del jardín, tal vez en aquella estrecha franja de luz posada en el reborde del marco. Y tendré el poco cuidado suficiente para dejar en el brillo de la mesa, al retirarme, un hilillo indicador, como una cicatriz blanca, en relieve, en cuyo interior se agitan mis hijos frustrados.

La secretaria Olga está erguida a mi lado, muy compuesta, un poco yerta, como si realmente hubiera intentado violarla y ella, por respeto a sus jefes, no hubiera querido escándalos. Vuelvo a sonreír y le pregunto qué dimensiones tiene el marco. Se ruboriza y dice que no lo sabe. Le pido que me llame a casa al día siguiente dándome esa indicación indispensable: le explico que tendré que comprar la tela del tamaño adecuado. Ella lo entiende, pero vuelve a ruborizarse y, mientras yo me acerco otra vez a la ventana para ver el jardín, se dirige a la puerta, adrede, para darme a entender que la razón de mi visita se ha agotado. Y mientras nos alejamos por el pasillo hasta el principio de las escaleras, me va hablando del ingeniero señor S. y dice que estará en la empresa al día siguiente por la mañana y que ella nos pondrá en contacto para concertar la primera sesión de pose. Respondo como corresponde y nos despe-dimos secamente: no consigo entender por qué, aunque reconozca esa misma sequedad en mí mientras bajo las escaleras y veo el relampaguear de la puerta giratoria enfrente. Busco en el enorme vestíbulo al hombre de los papeles. Ahí está: abre y cierra los brazos como si estuviera ahogándose metódicamente, entre fichas amarillas y papeles verdes, al tiempo que una pega grazna ante él e intenta aprender a hablar.

Salí del Senatus Populusque Romanus y me fui a casa. Me senté ante el caballete vacío, a leer. Buscaba adrede los escritos de Leonardo da Vinci. Y, de regla en regla, leí lo que ya tantas veces había leído: «Ve bien, pintor, cuál es la parte más fea de tu cuerpo y concentra en ella tus estudios para corregirte. Porque, si eres brutal, tus figuras lo parecerán también y no tendrán espíritu; y, de este modo, todo cuanto hay en ti de bueno o de malo se trans-parentará de algún modo en tus figuras». Era ya hora de cenar. Posé el libro en la mano tendida de un San Antonio que había perdido al Niño Jesús, y salí. Cultivo la firme convicción de que este santo no pierde la ocasión, que así le proporciono, de mejorar sus conocimientos con las lecturas de su después: lo descubrí cuando me pareció verle ruborizado y desconcertado un día en que dejé en su palma un libro demasiado atrevido para su pureza. Mejor lectura le dejaba hoy. Muerto, según la historia dice, en 1231, no imaginaría quizá San Antonio que se pudiera ser tan pecador como sería Leonardo. Ni tan absurda-mente humano.


Tres días después tuvo lugar la primera sesión. Todo se concertó a través de la secretaria Olga (es impropio decir a través, lo correcto sería decir por medio de), porque, en contra de lo que ella me afirmara, S. no fue a la SPQR al día siguiente, o habiendo ido no quiso perder el tiempo conmigo. Como no tengo criada ni secretaria ni botones, abrí yo la puerta cuando él llamó: mis clientes suelen encontrar «interesante» que vaya a abrir yo mismo, sin ceremonia, embutido en una especie de guardapolvo que es el compromiso entre una camisa amplia y suelta y el viejo blusón de los «artistas». La verdad es que son unos pobres tontos que nada saben del arte y creen que van a encontrarlo aquí, sólo porque hay telas por el suelo, cuadros y dibujos clavados al azar en las paredes y alguna suciedad, mantenida en los rigurosos límites que la convierten en un atractivo más a los ojos pasmados de quien nunca ha visto más arte ni otro modo de vivirlo. Mi vida es una impostura organizada discre-tamente: como no me dejo tentar por exageraciones, me queda siempre un margen seguro de retroceso, una zona de indeterminación donde fácilmente puedo parecer distraído, desatento, y, sobre todo, nada calculador. Todas las cartas del juego están en mi mano, hasta cuando no conozco el triunfo: es cierto que poco gano cuando gano, pero también son mínimas las pérdidas. No hay grandes y dramáticos lances en mi vida.

Hice entrar a S. al taller. Parecía encontrarse a gusto, como si conociera todos los rincones de la casa (sólo estuvo una vez, para hacer el encargo) y me preguntó en seguida, quizá con excesiva precipitación, dónde quería que se sentase. Lo noté nervioso entonces. ¿Le habría contado la secretaria Olga to-das aquellas maniobras de abrir y cerrar ventanas y luces en la sala del consejo? ¿Sería tan imbécil que se intimidaba ante todo aquel aparato, descrito además por tercera persona? ¿O querría sólo marcar distancias, mostrar las diferencias de sustancia existentes entre su tiempo y mi tiempo? ¿Desearía acentuar que entre el gerente de empresa y el artista-pintor nada hay en común, salvo el rostro que se deja prestar a X por hora (con la singularidad, claro, de que, en este caso, quien presta paga lo que presta)?

Le indiqué la silla grande usada para estas circunstancias, de respaldo vertical, que tengo cuidado de cambiar de retrato en retrato, para que al menos no se repitan las sillas, pues sé a ciencia cierta que mis retratados no iban a tolerar esa repetición: más fácilmente aceptarían verse parecidos unos a otros que verse sentados en un mueble compartido. Inseguro, sospechando tal vez que se sentaba demasiado pronto, S. se instaló y quedó a la espera. Cruzó la pierna, señal que conozco muy bien, y la descruzó en seguida. Le dije que se pusiera a gusto, sin preocupaciones de pose: de momento deseaba hacer unos esbozos al carbón, rápidos, sólo para conocerle el rostro, los movimientos de los ojos, la palpitación de las aletas de la nariz, el gesto de la boca, el peso del mentón. No me gusta hablar mientras trabajo, pero tengo que ajustarme al cliente que paga, ser un poco, mientras dura el retrato, la horma de su pie. Por eso me obligo a hablar, pero no he aprendido aún a hacerlo con naturalidad: me niego a charlas sobre el tiempo, no puedo hacer preguntas indiscretas o cuyo grado de indiscreción sólo sepa demasiado tarde, y, con los años, aprendí a iniciar estas conversaciones siempre de la misma manera, melindrosa, por otra parte: si es éste su primer retrato. No insisto, y mucho menos si me responden que no, que no es el primer retrato: resbalaría con facilidad, o podría si quisiera, resbalar hacia apreciaciones despreciativas en las que, naturalmente, pasado el momento del acuerdo mutuo (si a él se llega), acabaría yo por hacer figura pública de mal colega en el oficio. En el caso de S., sabía que no arriesgaba nada. Si hubiese habido antes otro retrato, la secretaria Olga me lo habría dicho, sin duda, bien para vejarme, bien para lisonjearme. Hasta sin esta garantía el riesgo era nulo: S. no era el tipo de hombre que busca las satisfacciones banales de un retrato al óleo. Excelentemente bronceado, todo por igual, sin nada que recordase la triste cara de la gente vulgar cuando la piel empieza a caerse después del resplandor del primer golpe de sol, S. había enmendado lo que me pareció nerviosismo a la entrada, ahora que yo ocupaba el lugar del trabajador y trazaba en el papel las órdenes que de su rostro venían. No creo que pensara en esto entonces. Es ahora, reflexionando (tengo que reflexionar ahora sobre todo, antes de abandonar la mano en esta escritura ininterrumpida), cuando descubro las razones de la súbita serenidad de S.: nuestras relaciones se habían definido tras la perturbación inicial, y el mundo estaba evidentemente ordenado en su lugar propio. No respondió a mi pre-gunta, e hizo otra cosa con la que suponía mostrar interés suficiente en los precisos términos de un paternalismo otras veces empleado: si hacía mucho tiempo que yo pintaba. Desde que tengo memoria, respondí. No creo haber hecho nada más antes, añadí. Claro que era mentira, pero es una frase intere-sante, que halaga a quien la dice y agrada a quien la oye. Puede ser pretexto para un buen diálogo sobre la controvertida cuestión de las vocaciones (¿nace uno artista, o se hace artista?, ¿es el arte un misterio inefable o un minucioso aprendizaje?, ¿serán realmente locos los revolucionarios del arte?, ¿realmente se cortó Van Gogh la oreja?, ¿tienen los primitivos verdadero horror al vacío? Y el Greco, ¿tenía el Greco algún defecto visual? Picasso, al contrario, tenía una constante lucidez «implacable», ¿no opinaba yo lo mismo?, ¿qué me parecía Columbano?), pero S. hizo como que no había oído y me preguntó si podía echarles un vistazo a los esbozos. Naturalmente, el patrón quería cono-cer el rendimiento del empleado. Le pasé las hojas, que él miró rápidamente, asintiendo con la cabeza con más vigor de lo que la situación justificaba, y me las devolvió en seguida. Lo castigué un tiempo por su impertinencia, conser-vando los dibujos en la mano, sin mirarlos, sin mirarlo a él, mostrándole así que había cometido un error, que habían sido infringidas las reglas de la buena relación entre el pintor y su modelo. El dibujo es sagrado, ¿no lo sabía? No puede ser mirado sin licencia, y no siempre la licencia es suficiente para mirarlo, ¿no lo sabía? Dejé al lado las hojas y dije que por ese día no necesitaba más. Que me gustaría que nos pusiéramos de acuerdo para la próxi-ma sesión, para no tener (ambos) que perder el tiempo con intermediarios. Dije estas palabras con una seguridad algo hostil, acentué la palabra «interme-diarios» porque en aquel mismo instante tuve la certeza (asentada en millares de chistes ilustrados de todo el mundo) de que S. mantenía o había mantenido relaciones sexuales con la secretaria Olga, entendiéndose por relaciones sexuales todo aquello que pasa en una cama, o en lo que ocasionalmente la sustituye y que puede ser su propia ausencia, entre dos o más personas de sexo diferente, o del mismo sexo, que deciden investigar con cualquier parte de su cuerpo el sexo del otro. También con brusquedad propuso S. el día de la sesión siguiente, y yo moderé el tono, seguro y cierto (por la misma brus-quedad) de que no había ya relaciones (sexuales) con la secretaria Olga. Lo acompañé a la puerta. Tácitamente acordamos no darnos la mano al despe-dirnos. Lo oí bajar con rapidez mi empinada escalera, y al cabo de unos momentos oí también el arranque del coche poderoso calle arriba: no necesité acercarme a la ventana para saber que era de él el aviso que me llegaba por los aires. ¿Irritado aún? ¿O irónico ya? ¿Tan pronto había tenido fin mi reino? ¿Tan deprisa se había deshecho el prestigio, el aura, el mira-qué-distinto soy? ¿Qué cosas diría él, qué ácidos comentarios entre risas, durante el dictado de las cartas a la secretaria Olga? Al hablar de mí ¿dirían H., o el tipo ese del cuadro? ¿Cómo hablan de nosotros realmente los demás? ¿Qué, somos para los otros? ¿Qué somos para nosotros?

Tomé de nuevo los esbozos, los estudié en frío, los dejé al lado. Era un rostro que no me planteaba dificultades: regular y común, como un anuncio bien concebido. Una boca donde excelentemente se implantaría una pipa, unos ojos para entornarlos bajo el viento de la plaza, el pelo para que el mismo viento lo despeine o unos dedos femeninos, de uñas largas y pintadas, se enreden con la sabida voluptuosidad de tanto por línea. Miré por la ventana el cielo blanco del atardecer y pensé que estaba solo. Con un gin-tonic helado y aromático en la mano, me recosté en el diván castigado del taller y fui bebiendo sin prisa. Dejé encendida la luz de la cocina, pero no me levanté a apagarla. ¿Habría cerrado la puerta del frigorífico? El reloj dio las horas (en el trabajo no uso reloj de pulsera): pensé que Adelina ya estaría en casa. Me levanté del diván, fui al cuarto donde tengo el teléfono, y, cuando ella se puso, la invité rápidamente a cenar y al cine. Aceptó en seguida. Acepta siempre.

Hacía apenas seis meses que conocía a Adelina. Es decir: la conocía al menos desde hacía dos años, pero me acuesto con ella (para relaciones sexuales, claro) desde hace seis meses. Todo había empezado de la manera habitual: unos amigos que vinieron después de cenar a pasar un rato. Adelina con ellos, amiga no reciente, las horas transcurren, al fin se fueron todos menos Adelina, por idea suya o silenciosa insistencia mía, y cuando nos quedamos solos encontramos los dos que ya había pasado suficiente tiempo, hay que ver lo que son las cosas, y ella se quedó y durmió el resto de la noche que sobró de nuestras relaciones (sexuales). Fue la única vez que pasó la noche en mi cama. Vive su madre y vive con ella, y la madre no le hace muchas preguntas si vuelve a casa antes de que los faroles se apaguen, pero la noche entera le parece mal. Y Adelina me dice que no quiere darle ese disgusto. En cuanto a mí, hago callados votos para que la buena señora no cambie de opinión, pero lanzo de vez en cuando, para alimentar el fuego, una escena de exigencia a la pobre Adelina, dividida entre el amante impostor y una madre que ha desistido de todo menos de su pequeña autoridad de portero de noche. Hasta hoy, el triángulo ha funcionado a la perfección.

Si quiero hablar de S., visto que el objetivo de esta investigación es encontrar lo que se perdió entre el primero y el segundo retrato, o lo que ya estaba perdido desde siempre (lo que en mí ha estado desde siempre perdido) tengo que interrogarme sobre el significado de esta forma de complacencia que es hablar de Adelina cuando no se trata de Adelina. Tal vez, sin embargo, no deba ser conveniente hacer el inventario de las fuerzas y de las debilidades de alguien, para luchar contra ése o como simple registro estadístico, sin hacer balance previo de las nuestras propias, y en esa ponderación será imposible ignorar aquellas que, a fin de cuentas, pesan en nosotros como bolas de plomo arrastradas en el rodar de un cilindro, en realidad movido por otra fuerza, pero en cuyo movimiento las mismas bolas actúan sin que el cilindro lo note y sin que la fuerza efectiva lo sospeche. La pobre Adelina, como me divierto llamándola para mí mismo, es mucho menos «pobre» de lo que digo: se acuesta conmigo, consiente y exige que yo entre en ella (esa virtuosa trans-posición resulta de una obscenidad total, pues, literalmente, entrar en ella significa que me he reducido todo yo a una dimensión milimétrica, que me permitiría digresar [preferiría que se pudiera decir digredir] en su interior, o, por el contrario, que ese mismo interior ha alcanzado un tamaño de catedral, basílica de San Pedro, iglesia de Notre-Dame, gruta dorada y verde de Aracena, por donde paseo [penetro] en mi natural tamaño, resbalando en los humores, en las secreciones, reposando en las mucosas túrgidas, y avanzando siempre hasta el secreto del universo, al laboratorio de los ovarios, al estentor de las trompas [mudas] de Falopio, respirando los aromas primordiales de la tierra allí resguardos y en todos los sexos de mujer, ahora ya sin obscenidad, porque el sexo no es obsceno, esto es algo que sé hoy), y por causa de ese entrar en ella, y ella estar, sin verdaderamente quererlo mi voluntad, en la vida general en la que yo tengo parte y ella parte, y ambos en un realce común, en una cornisa estrechísima de Chartres, no puedo decir «pobre Adelina» ni olvidarla. En el interior de ella derramo cada vez millones de espermatozoides de antemano condenados a muerte, envueltos en un fluido pastoso que sale de mí a sacudidas, y hasta sin amarla yo a ella ni ella a mí, ninguno de los dos escapa al brevísimo momento en que los cuerpos lasos y satisfechos reposan, el mío casi siempre sobre el de ella, el de ella a veces sobre el mío, y también sobre el otro o uno de nosotros que soporta el peso del otro. Al fin del acto sexual (también llamado acto del amor), el cuerpo de abajo pesa sobre el de encima, y quien no haya descubierto esto nunca es que no tiene cuerpo ni sexo ni consciencia de sí. Dos veces ejerce entonces la fuerza de gravedad, no para anularse sino para ser total la opresión. Porque la levitación de los cuerpos no es posible cuando el sexo del hombre aún está profundamente anclado en el sexo de la mujer, derramando o habiendo derramado la blanca secreción de los testículos y bañándose entre las paredes rubras o rosadas, y ardientes, al tiem-po que la remotísima tristeza del coito cubre de velos el cerebro y disgrega uno a uno los miembros abandonados.

Sabemos ambos, Adelina y yo, que un día cualquiera acabaremos esta relación: sólo la inercia la hace durar todavía. No soy, evidentemente, el primer hombre de su vida: tuvo varios, a algunos los conozco y le hablan como amigos, porque no la amaron ni ella los amó, tal como le hablaré yo cuando suframos ambos el pequeño disgusto de separarnos. Y tal vez ella venga a mi casa cuando otra Adelina esté aquí para acostarse conmigo más tarde, y tal vez ella salga con otro hombre con el que va a acostarse, y estaremos después lejos el uno del otro, haciendo los gestos que ambos conocemos sobre el cuerpo de otros, sin recordarlo siquiera, pero tan absortos en el nuevo sexo o entonces distraídos de él que ninguna memoria común nos llega, y si llegara sería puro pensamiento, hecho de otra vida o incluso de persona diferente. Por eso estoy tan seguro de esta mi sencilla verdad: el yo de este instante preciso es fundamentalmente diferente del que era un segundo antes, algunas veces lo contrario, pero, sin duda, siempre, otro. Por eso es tan verdad para mí que el pasado es algo muerto (es insuficiente decir sólo: está muerto). Las mujeres que tuve hasta hoy están muertas, y tanto más muertas cuanto más las amé. A ninguna de ellas amé lo suficiente para que yo mismo muriera de algún modo en la muerte de ellas.

Relaciones como ésta tienen la excelencia de su serenidad. Valen mien-tras el deber de fidelidad mutua no resulta pesado, y estaban ya acabadas cuando ese tácito deber fue infringido. Nada se pierde ni nada se complica si el juego es franco: sólo los matrimonios burgueses se traicionan, sólo los certificados de matrimonio son jaulas de locos furiosos y selva primitiva poblada de dinosaurios sin cerebro. Cuando Adelina se vaya, o yo le diga que se vaya, o ambos nos miremos súbitamente indiferentes, una hora de tiempo se asentará sin un rumor sobre otra hora de tiempo, y el mundo estará preparado para nacer de nuevo. Y si la separación fuera aquí, en mi casa, me quedaré oyendo sus pasos al bajar la escalera sonora, cada vez menos nítidos, cada vez más lejos, y tal vez una vecina de las que la conocen y dan la situación por definitiva le diga «Buenas tardes, hasta mañana», y sólo yo sepa, y también Adelina, que no habrá mañana: en cuanto a la tarde, si lo pensamos bien, es tan buena como cualquier otra. Sabiendo también uno y otro que diremos a nuestra vez «Buenas tardes, hasta mañana», cuando volvamos a encontrarnos, sin deseo del cuerpo o sólo vagamente resucitándolo al azar de una mirada inadvertida, de un contacto fortuito, de un poco más de alcohol en la cabeza. Muerto estará todo entonces, pero, mortificados nosotros, no. No hay otra diferencia.

Adelina es dieciocho años más joven que yo. Tiene un buen cuerpo, vien-tre hermosísimo por fuera y por dentro, una excelente máquina de fornicar, y una manera de ser inteligente que me gusta. No es ningún águila, dicen los amigos, pero nunca cayó por no saber volar. Dirige o es la dueña (nunca me interesó saberlo) de una boutique, y se gana bien la vida. No vive a mi costa, más vale así. Parece satisfecha con la vida que lleva conmigo, un poco libre, un poco ajena, aunque esté siempre disponible para acompañarme, y yo sospeche que no le desagradaría una intimidad más constante. Doy como justificación mi trabajo, que ella tiene el buen gusto de considerar tarea como cualquier otra, pues sabe de artes lo bastante para hacer la distinción. Gracias a ese buen gusto y buen sentido y a la estima que evidentemente me tiene, podemos hablar de pintura sin que yo parezca estar en causa, con la misma naturalidad con que hablaríamos de astronáutica, sin ser yo Laika ni ella Van Braun, o viceversa. Pese a todo, ese mismo silencio me ofende remotamente: nada de lo que yo hago le importa, ni los cuadros, que no le gustan, ni el dinero, que no necesita. La verdad es que, entre nosotros, el único lugar de encuentro honesto es la cama: ni yo soy pintor ni ella es la dueña de la boutique: en cuanto a la inteligencia, bastaría la de los dos sexos y ésos saben lo que hacen.


Hasta unos quince días más tarde no me explicó S. la razón de este retrato, tan en contradicción con sus gustos y actitudes de hombre de su tiempo. Nunca les pregunto a mis clientes el motivo por el que han decidido retratarse de esta primitiva manera: si lo hiciera, daría la impresión de que yo mismo estimo en poco el trabajo que me permite vivir. Tengo que actuar (y así lo he hecho siempre) como si el retrato al óleo fuese la confirmación de una vida, su coronación, su triunfo, y por eso mismo aceptara la fatalidad de una rareza que resultaba del hecho propio y comprobado de que el triunfo elige a muy pocos. Preguntar sería poner en duda el derecho de esos pocos a un retrato tan parti-cular, cuando tal derecho les es conferido, en pura lógica, por el abundante dinero con que lo pagan y por los lugares preciosos que eligen para colgar el resultado de un trabajo sólo por ellos apreciado en la medida en que a sí mismos se aprecian. Algunas veces he reflexionado sobre el cuidado con que se instalan proyectores para valorar los retratos, como pequeños soles exclu-sivamente creados para iluminar un solo planeta desde un cierto ángulo: hay una luz difusa que baña toda la superficie, mansa luz crepuscular que nada apaga pero nada hace sobresalir, y hay la luz preferente que nimba los rostros, los hace resplandecer enteros, en busca de un espíritu inexistente o cubierto de capas imposibles de traducir en la pintura. Ante los cuadros iluminados así, es de rigor detenerse, tan vacíos nosotros de ideas como de significado la pintura, participando todo de la misma complicidad, de la misma connivencia, de una hipocresía igual. En esas ocasiones me avergüenzo realmente de mi profesión: vivir de la mentira, usada como verdad y justificada con el indiscutible nom-bre de arte puede, en ciertos momentos, resultar insoportable. Quien menos desprecio merece es el retratado, que la ingenuidad fundamental de la inten-ción, en último análisis, disculpa. Hablo del retrato que hago, de los retratos que veo hechos y que podrían haber sido firmados por mí: no hablo, por ejemplo, del retrato de Federico de Montefeltro que Piero della Francesca pintó y que está en Florencia. En este mismo instante me puedo levantar de la silla, buscar entre mis libros y ver una vez más aquel perfil de hombre maduro, convictamente feo e indiferente a ello, con su nariz en forma de caballete, y al fondo un paisaje imponderable que sé que es la verdadera Toscana. Y, habiendo visto (o no queriendo ver ahora), se me entorpecen los dedos con este gran frío llamado desánimo, arrepentimiento o derrota, donde queda aún todo el espacio de un infinito campo de hielo sin nombre. Transfiero la refle-xión a los nombres del modelo y del pintor, y me pongo a saborearlos, a dividirlos entre los dientes, en pequeños mordiscos, a traducirlos para cono-cerlos mejor o para perderlos definitivamente: Federico de Montefeltro casi sin mudanza, y Pedro de la Francisca o de los Franciscos, pobre diablo hijo de un zapatero, tal vez de madre Francisca, que, viejo y ciego ya, se dejaba llevar de la mano de un chiquillo llamado Marco di Longaro, que diríamos que nació sólo para esto, pues no quedaron de él ni los faroles que de adulto fabricó para ganarse la vida. Y yo, que no dejo faroles ni aprendí a llevarme de mi propia mano, pregunto para qué sirven los ojos.

Cuando S. me dijo, riendo, que el retrato se pintaba por decisión del con-sejo de administración, voluntad de la madre y condescendencia suya, me quedé inmóvil ante el caballete, con el brazo erguido y suspenso, viendo en la punta del pincel moverse lentamente el pigmento, víscera líquida cortada de repente de su raíz, pero palpitante aún, como una cola de lagartija o la mitad sobrante de una lombriz. Detesté a S. por hacerme sentir tan desgraciado, tan irremediablemente inútil, tan pintor sin pintura, y la pincelada que al fin apliqué en la tela fue, en verdad, la primera pincelada del segundo retrato. Todos soñamos alguna vez con salvar a alguien de morir ahogado, y yo, tras bracear lo mejor que sabía, tenía en los brazos un muñeco de plástico con una carátula burlesca y el mecanismo inferior de un zurriagazo. No fue entonces cuando supe la historia del retrato del padre de S.: la noción del ridículo del caso le impediría relatarlo. Y no es verdad que, como antes he descrito, me hubiera quedado yo mezclando caritativamente las pinturas en la paleta mientras oía: eso fue después, y no caritativamente, o apenas con la caridad no consciente de quien adivinaba que iba a intentar un desquite, cualquiera que fuese. Pintor, sólo los medios de la pintura estaban a mi alcance, y así nació el segundo retrato. Tal vez mi silencio irritara a S. y se hubiera vuelto contra él como un arma que yo no manejaba: su desprecio indulgente se transformó en animosidad que pasó a transparentarse en todo momento. Por eso, sin duda, las sesiones se fueron espaciando. El primer retrato apenas avanzaba, a la espera, se diría, del segundo, pintado con otros colores, otros gestos, y sin respeto, porque lo determinaba la rabia, porque el dinero no lo paralizaba. Suponía aún yo entonces que el oficio de pintar me bastaría para la pequeña victoria de una reconciliación conmigo mismo.

En el fondo, ¿qué importancia tiene la historia del retrato del padre de S.? Que tire la primera piedra el pintor de retratos que nunca lo hizo, y yo no seré lapidado sólo porque nadie se acordó de mí para semejante caso. ¿Cuál es la diferencia entre una fotografía instantánea y un rostro vacío que hace movi-mientos y muecas en busca de su imposible expresión sublime? Bien hizo Medina, que pudo ganarse el dinero sin tener que hablar con su modelo. Y éste, si hablase, ¿qué le diría? ¿Qué me dice S. mientras pinto? ¿Qué lazos existen, aparte del miedo común y de la deshonestidad compartida? Al menos, la secretaria Olga, tan reservada en la gran sala del consejo, tan secreta guiándome por los corredores, habló cuando le dejé, nerviosa, absurdamente exaltada, tan burguesa al fin, casi enternecedora en su súbito deseo de ser apreciada por el pintor maduro que oía el recado, un poco distraído, pero convirtiendo aquella misma distracción en capa invisible de una atención minuciosa. S. faltaba a la sesión acordada y me advertía así porque mi teléfono estaba averiado, situación de la que ni yo mismo me había dado cuenta aún. Mandé entrar a la secretaria Olga, jadeante a causa de mis cuatro plantas sin ascensor: me di cuenta de que venía dispuesta a demorarse, curiosa por penetrar en un mundo del que lo desconocía todo, un mundo adornado sin duda por su imaginación con algo de ese pintoresquismo artístico que el cine vende barato. También me di cuenta (pero no ese día, sin embargo) de que S. le había hablado de mí en términos correctos, no por el respeto que me tuviera (lo adivino), sino porque tratarme desconsideradamente sería desconsiderarse a sí mismo, una vez que se resignaba a estar inmóvil mientras yo lo examinaba como un cirujano, fabricando un doble sin carne ni sangre, pero con las amenazas de una ilusión de lo real. La secretaria Olga venía segura, creía ella, pero curiosa y alborozada, y por eso en peligro. Tal vez ni eso: como no iba a caer en manos de ningún sádico asesino, el riesgo no existía y el provecho podía ser bastante. Como de hecho fue, mutuamente y por dos veces.

Le pregunté si bebía, y aceptó un whisky. Quiso saber si podía ayudarme, y le respondí que no, gracias, la casa era de hombre solo, un poco desordenada, quizá sucia, pero mi ciencia doméstica era suficiente para sacar el hielo del frigorífico. Le hizo gracia, aunque no fuera ésa mi intención. Ahora sí, estaba distraído, sin saber qué rumbo darle a la conversación. Mientras bebíamos, le recordé la sequedad con que me había acogido en la SPQR. No se acordaba, no se acordaba de nada, me aseguró. Tal vez estuviera preocu-pada con el trabajo, tenía cartas por pasar a máquina, el archivo atrasado. Sería eso. Sería, concordé yo. Fue entonces cuando me preguntó si podría ver el retrato del patrón: desde donde estaba sentada se veía la parte de atrás del caballete. La tomé por el codo para ayudarla a levantarse y apreté algo más de lo preciso. No reaccionó y se dejó conducir así. Miramos ambos el retrato, ella un poco delante de mí, temblando de pura curiosidad nerviosa. Lo encontró parecidísimo y quiso saber si aún me faltaba mucho tiempo para acabado. «Depende», respondí. «Si su patrón sigue faltando a las sesiones, se va a retrasar.» Como una buena empleada se lanzó a una explicación aturdida de los muchos quehaceres de S. sin omitir el golf y la fábrica, el bridge y la construcción de una nueva fábrica. La hice sentarse en la silla de los modelos, y yo me senté en un taburete alto. Me daba cuenta de que estaba dispuesta a una rápida aventura, lo presentía en cada uno de sus movimientos, como si en ella hubiese una especie de excitación incestuosa que el retrato inacabado de S. atizaba. O quizá también ella tuviera un pequeño desquite que tomarse, para después vivir en paz. El comportamiento de la gente vive en un mundo de posibilidades. Si el padre Amaro vistió a Amélia [2] con el manto de la Virgen, ¿por qué haría la secretaria Olga el amor conmigo ante el retrato del patrón (patrono, padre) que le había hecho algún amor y acabó cansándose?

Quedo siempre asombrado ante la libertad de las mujeres. Las miramos como a seres subalternos, nos divertimos con sus futilidades, nos burlamos cuando las vemos desastradas, y cada una de ellas es capaz de sorprendernos súbitamente poniendo ante nosotros extensísimas campiñas de libertad, como si por debajo de su servidumbre, de una obediencia que parece buscarse a sí misma, alzasen las murallas de una independencia agreste y sin límites. Ante esos muros, nosotros, que creíamos saberlo todo de ese ser inferior que hemos venido domesticando o que encontramos domesticado, nos quedamos con los brazos caídos, torpes y asustados: el perrito faldero que con tan buena voluntad se contoneaba en el suelo, de espaldas, mostrando el vientre, se pone en pie de un salto, con los miembros estremecidos por la ira, y sus ojos son de repente ajenos a nosotros, y profundos, vagos, irónicamente indiferentes. Cuando los poetas románticos decían (o dicen aún) que la mujer es una esfinge, aciertan de pleno, benditos sean. La mujer es la esfinge que tuvo que ser porque el hombre se arrogó el señorío de la ciencia, del poder total, del saber todo. Pero es tanta la fatuidad del hombre, que a la mujer le bastó levantar en silencio los muros de su negativa final, para que él, tumbado a la sombra, como si estuviera acostado bajo una penumbra de párpados obedien-tes, pudiera decir, convicto: «No hay nada más detrás de esta pared».

Tremendo engaño del que no acabamos de despertar. La secretaria Olga hizo el amor conmigo, pero no por obediencia al macho, ni por hábito de sumisión, y mucho menos por efecto de mi fascinación. Me aceptó porque lo había decidido ya, o porque se había preparado para decidirlo llegada la ocasión. Y si es cierto que la media hora que pasó entre su entrada y el gesto de los brazos cruzados con el que se quitó la blusa por la cabeza, fue ocupada por los trucos de una seducción fatigada, la razón es sólo que había que seguir ese pequeño ceremonial mutuo que no deben olvidar los participes y sin el que saldría perjudicada la secuencia. Por esa misma razón nos obstinamos en querer conocer las peripecias de la vida de una prostituta, hasta este momento desconocida, con quien acabamos de entrar en un cuarto de alquiler: tal vez ella se ofendiera si no lo hiciésemos, y quizá sintiéramos nosotros que la habíamos ofendido si no lo hubiésemos hecho.

En esa media hora acabó ella de beber el primer whisky y empezó el segundo. En esa media hora le hice un retrato rápido, pero de buen parecido, y, para mostrárselo, para verlo con ella, me senté a su lado en el diván, un poco más atrás para poder inclinar con naturalidad mi cabeza sobre su hombro y rozar con mi cara sus cabellos. Todo lo que es uso hacer, con aires que parecen distraídos y en el mismo instante niegan que lo sean, para que el equívoco alcance el superlativo del juego tácito en que ambos lados juegan con cartas propias y ajenas, y al mismo tiempo que simulan ser meros espectadores. Fue en un minuto de esa media hora cuando ella me preguntó si podía quedarse con el retrato y en ese mismo minuto comencé a responderle que para eso lo había hecho. Y ya al minuto siguiente estaba yo cogiéndola por los hombros y la volvía hacia mí y empezaba a acercar mis labios a los suyos. Y puedo decir que si ella apartó la cara fue sólo para que no todo quedara contenido en aquel mismo minuto, que, lo reconozco, tenía ya su cuenta suficiente de placer dado y consentido, y por eso podía admitirse incompleto, aunque indispensable para el placer del minuto siguiente. Juego con las palabras como si usase colores y los mezclara en la paleta. Juego con esas cosas acontecidas, al buscar palabras que las relaten aunque sólo sea aproximadamente. Pero en verdad diré que ningún dibujo o pintura habría dicho, por obra de mis manos, lo que hasta ese preciso instante fui capaz de escribir, y arriesgar. Por sí misma volvió la boca de la secretaria Olga al alcance de la mía, cuando ya la nube negra del centro de mi cuerpo, que es el sexo y mucho más que el simple sexo, se cargaba de corrientes veloces de un fluido sin nombre que me va arrastrando la sangre hacia las cavernas secretas. Supe entonces definitivamente que la secretaria Olga había decidido aquello mismo en el momento en que S. le dio orden de avisarme personalmente, o inmediatamente después, en un lugar cualquiera de su cuerpo, y que lo debía desempeñar sólo una especie de función lustral, agente primordialmente involuntario de su desquite, agente ya de ella cuando la secretaria Olga venía hacia mi casa, todavía lejos, en paz mi sexo, un pago estremecido el de ella. Nos besamos como dos adultos que saben muy bien lo que es el beso. Nos besamos sabiendo cada uno cómo disponer los labios confortablemente, cómo preparar el primer encuentro de las lenguas, cómo dominar la respiración. Y ambos supimos en qué preciso momento del beso debería yo inclinarme sobre ella y ella dejarse doblar por mí, hasta que nos encontramos semitendidos en el diván, en posesión de una nueva intimidad que era la de los cuerpos ciñén-dose el uno al otro, mientras las bocas proseguían su trabajo de provocación remota de los sexos ya estimulados. El momento más difícil es aquel en que las bocas se separan: la mínima palabra puede en este momento resultar excesiva. Ambos lo sabíamos porque inmediatamente yo hice el gesto de agarrarle los senos, y ella, haciendo como que se hurtaba, cruzó los brazos y en un solo movimiento hizo volar la blusa por encima de la cabeza. Hicimos el amor medio desnudos, y lo hicimos bien. Excitada por una actividad mental que yo adivinaba, me alcanzó rápidamente y me rebasó, y pude asistir a su orgasmo en el centro inmóvil de mi nube negra, hasta el momento, a mi vez, de perder el dominio propio y entrar en el remolino. Para un primer acto, fue excelente. No habíamos dicho ni una sola palabra, y yo la temía porque de ella iba a depender la serenidad del después o la común y mal disimulada irritación que de situaciones así nace fácilmente. Noté que en la posición en que estábamos, forzosamente tenía que hacerle daño en una pierna, y se lo pregunté. Ella dijo «un poco», y ésas fueron las primeras palabras, y el movimiento siguiente fue facilitado por la misma incomodidad física, de modo que nos encontramos componiendo nuestras ropas, ayudándola yo a ponerse la blusa, serenamente, como un viejo y habituado matrimonio para el que no hay sorpresas. Pero cuando la vi mirar el retrato de S., cuando reparé en su sonrisa burlona, le pregunté bruscamente si había sido amante del patrón. Yo no esperaba mi propia pregunta, pero ella sí, la esperaba, o al menos la tenía prevista para cualquier ocasión, aquella misma o más tarde, porque volvió los ojos y pronunció la palabra «fui», comenzándola cuando miraba aún el rostro pintado de S. y terminándola mirándome a mí, o quizá no, no a este rostro marcado por las arrugas, no a esta mancha indistinta que vista así hace las veces de cara, no mirándome a mí, digo, sino a cualquier profundo desierto que detrás de mí o en mí se prolongara. Y esta secretaria Olga, cuya importancia es sólo ser secretaria y tener un orgasmo excepcionalmente solícito, dejó que se abriera una grieta en sus murallas en aquel rápido instante para que yo sintiera otra vez este mi antiguo vértigo ante eso que llamé la libertad fundamental de la mujer. Por ese consentimiento se desquitaba ella sobre mí.

Cuando al cabo de unos minutos recobró su papel de subalterna y vino, con gesto galante, a enlazarme el cuello con los brazos y darme una boca fría ya, el juego era otro, con cartas evidentemente viciadas. Pero ésa era nuestra única hipótesis de naturalidad. Por eso pudimos preguntarnos el uno al otro, jugando, «cómo ha podido ocurrir esto», y yo pude preguntar, como debía ser, «cuándo volveremos a estar juntos», y ella pudo responder, como debía ser, «ay, no lo sé, no lo sé, esto ha sido un disparate». Tuvimos con las manos juegos que querían no parecer distraídos y nos besamos deliberadamente pero sin insistir demasiado: en ella y en mí refluía la marea como una vida que se despide. Me dio otro beso cuando nos despedimos en el descansillo, un beso en el que reunió lo poco que de ardor le quedaba. Ni una sola vez había vuelto a mirar el retrato de S.

Cerré la puerta lentamente, volví al taller notando el cuerpo laso, el espíritu distraído, dividido entre la pequeña vanidad de una conquista fácil y la ironía vuelta contra mí al decirme que no había conquistado nada. De los dos, sólo ella hizo realmente lo que quiso, sólo ella fue libre. En cuanto a mí, había sido pasivamente el actor activo (contradicción y pleonasmo) del entremés, el criado mudo que lleva la carta que va a desencadenar el enredo: estreché la mano de mi San Antonio (la posición del brazo derecho invita a eso) y le acaricié la coronilla frailuna: nadie me quitará de la cabeza que los cántaros que este santo partió fueron la máscara prudente de los hímenes que perforaba. Pero tan conciliador del mundo y tan amigo de las mujeres era San Antonio, que los cántaros volvían por milagro a ser lo que habían sido, pero no las virginidades, y menos mal. Repitiendo estas gracias de hereje poco imagi-nativo, fui a darme un baño. Mientras se llenaba la bañera estuve mirando el chorro caliente, oyendo el zumbido del calentador al lado de la cocina. Me pesaba un poco la soledad, quizá. Empezaba a caer la noche. Cuando al fin cerré el grifo, el primer momento me pareció de silencio total, pero, al empezar a desnudarme, oí la radio de un vecino que lanzaba a los aires (discretamente) una canción: casi no entendía las palabras, tampoco la voz, un Ferré, o un Reggiani, probablemente. Maduros, a un paso de lo que no quieren, a un paso de lo poco que aún les sobra y que temen ya que sea casi nada: el tiempo de entrar en un baño caliente y quedarse allí, mientras la casa se recoge virtuosa, mientras el cuerpo se va enfriando, y con él el agua, persistiendo sólo el gotear del grifo mal cerrado, quedando sólo por saber si alguien se enterará de lo sucedido antes de que el agua se desborde y caiga hasta el piso de abajo. En un impulso que ni siquiera intenté contener, tiré del tapón de la bañera: el agua bajó rápidamente hasta el gorgoteo final del desagüe anticuado. Entonces, salvado de la muerte, enchufé la ducha y me lavé. Deprisa. Y al cabo de unos minutos, mal secado, metido en un batín, miraba por una de las ventanas del taller el cielo ya todo oscuro, las luces del río, la noche. «¿Qué pasa?», pregunté.


Han pasado veintitrés días tras la fecha en que escribí: «Seguiré pintando el segundo cuadro», y hoy pregunto: «¿Seguiré?». Entre yo y ella (separándonos) está todo el camino andado en estas páginas, que no imaginé que pudiera escribir tan fácilmente. Sin duda, en el punto en que me hallo, muchas cosas que me parecían importantes perdieron peso y significado, y la primera es, precisamente, el segundo cuadro: empiezo a comprender que siendo yo el pintor que queda dicho en las primeras páginas, ese cuadro es un equívoco: nadie no es, siendo. No puedo ser el pintor capaz de realizar en el segundo cuadro el proyecto de aquél, si continué, obediente y asalariado, pintando el primero. Como pintor de retratos, sólo soy y seré sólo el de los primeros retratos: ningún segundo retrato me es permitido. Cuando entonces admitía que había fallado el intento, admitía también que, pese a todo, lo podría proseguir, como si en el fondo de mí me sintiera incapaz de renunciar a la probabilidad, ya mínima, de ser el pintor que es, por oculto, el verdadero. Gozaría mi triunfo solo, liberado al fin de la banalidad vendida, puesto en diálogo con la obra reservada, aquella que ningún precio pagaría. Hoy sé que no será así: con un spray cubrí de tinta negra el segundo retrato. Hice entrar en una noche superficial, pero ya eterna, los colores del error y los gestos equivo-cados que allí los habían puesto. La tela está aún en el caballete, metida ahora, negra, en la oscuridad del desván, como un ciego que en un cuarto a oscuras buscara un sombrero negro que alguien hubiera guardado unas horas antes. La imagino desde aquí, invisible, negro sobre negro, prendida al esqueleto del caballete como el ahorcado a la horca. Y la imagen que intenté verdadera de S. tiene entre sí y el mundo de la luz (o la tiniebla pasajera de estas horas nocturnas) una película formada por millones de gotículas, dura y cargada de rechazo como un espejo negro. Hice todo esto como si cuidadosamente cortase un miembro, avanzando suave por dentro de las fibrillas de los tejidos musculares, laqueando venas y arterias con el gesto seco y preciso de quien aplica garrotes, o como el verdugo minucioso que conoce la fuerza exacta que dislocará irremediablemente la vértebra y cortará la médula espinal. Hay sólo un retrato de S., el único que sé hacer, igual no al que soy, sino al que quieren de mí, si es que no es verdad que yo soy precisamente sólo el que de mí quieren. Si estas palabras son verdaderas, si no me equivoco, entonces existo en la medida de lo que me compran. Yo soy el objeto comprado y el observador fiel de la búsqueda. Retirados del mundo los compradores natu-rales (suponiendo natural que se compren cosas así), ¿quién más quiere estos cuadros? ¿Quién más los encarga? Perdido el público de este arte ¿qué hago del arte y de mí? En el desván, el segundo cuadro me da la mitad de la res-puesta: la tentativa de vender otra cosa ha empezado por fallar, y ahora es, literalmente, una tentativa no acontecida. Cierto es que no la borré de mí, pero la retiré del tiempo de los otros. Es una señal de interdicción que sólo yo veo: pero cierra un camino que yo creía que daba al mundo.

Quedan estos papeles. Queda este dibujo nuevo, que nace sin que yo lo hubiera aprendido: en todo momento, hasta cuando lo interrumpo, me ofrece la voluta iniciada, y demuestra, a cada suspensión, la probabilidad de no tener fin. Cuando asiento la pluma en la curva interrumpida de una letra, de una palabra, de una frase, cuando prosigo dos milímetros más adelante de un punto final o de una coma, me limito a proseguir un movimiento que viene de atrás: este dibujo es al mismo tiempo el código y la cifra. ¿Pero código y cifra de qué? ¿De los hechos y de la personalidad de S., o de mí mismo? Cuando decidí iniciar este trabajo, creo que lo hice (a esta distancia me es ya difícil tener la seguridad, incluso pudiendo consultar en el texto la formulación de este propósito: además la consulta sólo me daría la capa exterior, inmediata, de un propósito formulado en palabras, no las de este escribir de hoy sino las del escribir de entonces) para descubrir la verdad de S. Ahora bien ¿qué sé yo de eso de la llamada verdad de S.? ¿Quién es S. (ese)? ¿Qué es la verdad?, se preguntó Pilatos. ¿Qué es, repito, la verdad de S.? ¿Y qué verdad o cosa así decible, o designable, o clasificable? ¿La verdad biológica?, ¿la mental?, ¿la afectiva?, ¿la económica?, ¿la cultural?, ¿la social?, ¿la administrativa?, ¿la del amante temporal y protector de Olga, su quinta secretaria?, ¿o la verdad conyugal?, ¿la del marido que traiciona?, ¿la del marido traicionado a su vez?, ¿la del jugador de bridge y de golf?, ¿la del elector de gobiernos fascistas?, ¿la del agua de colonia que usa?, ¿la de la marca de sus tres automóviles?, ¿la del agua de su piscina?, ¿la de sus obsesiones sexuales?, ¿la de su gusto diré que tímido de rascarse lentamente el mentón?, ¿la de las arrugas verticales entre las cejas?, ¿la verdad de la sombra que hace?, ¿la de la orina que vierte?, ¿la de la voz que despidió hace tiempo a treinta y cuatro obreros de la primera fábrica para construir la segunda?, ¿la verdad de las nuevas máquinas que le permiten prescindir hoy de treinta y cuatro obreros y mañana de otros treinta y cuatro? ¿Qué verdad, secretaria Olga? No le hice ninguna de estas preguntas, pero todas ellas, y una infinidad de otras preguntas más, pesaban en mi cuerpo cuando mi cuerpo pesaba sobre el cuerpo de la secretaria Olga, tres días después de nuestra primera relación (sexual). ¿Qué la habría hecho volver? No creo que hubiera sido suficiente el gusto de repetir su afortunado orgasmo: esas cosas (eventos, sensaciones, gozos) cuentan menos de lo que se supone: la memoria no fija el placer, lo fija como una cualidad, no como un valor. Pero la secretaria Olga volvió, y tuvo, no su orgasmo, sino dos, y gritó durante el segundo, mientras yo, tumbado sobre ella, me liberaba en silencio. Quizá viniera por culpa de S., para continuar su pequeño desquite, para practicar su pequeño sacrilegio, el incesto sin consecuencias, el modesto libertinaje con el que desafiaba al sistema que la (in)dignificaba entre las nueve de la mañana y las seis de la tarde y en todas las demás horas del día y de la noche, fuera y dentro del Senatus Populusque Romanus.

La secretaria Olga vino a mi casa en cuanto salió de la SPQR, y se acostó en seguida. No fue a ver el retrato de S.: se acostó enseguida, no en el cómodo diván sino en la cama, casi desnuda, con el sostén y las braguitas que yo le quitaría luego. Así se deben hacer estas cosas. Estábamos muy a gusto, porque Adelina (hay un retrato suyo en un estante del cuarto, entre otras baratijas) tiene el escrúpulo de no venir nunca cuando tiene la regla: obedece, creo yo, a una oscura, no consciente convicción de hallarse en estado de impureza. En esos días es la hija más puntual del mundo: apenas cierra la boutique sube a su mini, se va a casa y allá se quedan las dos mujeres, madre e hija, la seca y la húmeda, ambas secretas e igualadas. Son días de reposo para mí, atropellado ahora por la secretaria Olga que se levanta de la cama y va al teléfono para decirle a alguien de su casa que tiene que hacer horas en la empresa, un tra-bajo urgente que el patrón precisa justo y sin falta para el día siguiente, y que no la esperen a cenar, y que no se preocupen si llega tarde. Me pregunto con quién estará hablando, y luego se lo pregunto a ella. Habló con la madre, siempre andan las madres metidas en estas historias, sabiendo o no sabiendo, pero son las que explican la demora, la ausencia, con modos dignos de fe, para que queden tranquilas las familias e intacta la honra burguesa. Al menos la secretaria Olga no tiene marido ni debe de tener novio. Espera la suerte en cualquiera de sus formas pero sabe que aquí no la encontrará. Vino porque le apeteció y porque tiene una cuestión que dirimir con el retrato del taller. Sentada en la cama, ahora completamente desnuda y con la piel brillante de sudor (estamos en verano, creo que no lo he dicho, y siempre he visto en libros la minucia con que se explica la sucesión de las estaciones), me pre-gunta si podemos cenar en casa. Que dispone de tiempo, como acabo de oír, y lo aprovechamos. Que le gusta estar en la cama conmigo, que sé hacer gozar a una mujer y que incluso no siendo para continuar es bueno. Me lo dice así, de una manera que parece cruda y es sólo natural. Respondo conforme a los preceptos de la modestia masculina a la última parte del discurso, y la llevo a la cocina: huevos, jamón, pan y vino hacen una cena. Y hay melocotón en almíbar para postre y un café razonable. La vida es extremadamente sencilla.

Después de cenar hicimos el amor por segunda vez. Si fuese dado a estas cosas, pondría una grabadora en el cuarto para registrar las diversas reacciones, las palabras del antes, del durante y del después, los gemidos, los gritos, cuando los hay, las palabras de una ternura que busca a quien darse y se denuncia allí, las obscenidades que queman la sangre y el cerebro, el acuerdo verbal de gestos y posiciones. Así, tendría el relato entero de la vida en el Senatus Populusque Romanus, los datos acerca de S., la explicación del caso (¿sentimental, sensual, amoroso, erótico, o social?) entre patrón y empleada, la confirmación de las circunstancias en que fue pintado el retrato del padre de S., algo sobre la autoridad insoportable y provocadora de la madre de S., algo también de lo que se decía del comportamiento de la mujer de S., y la manera como nació y se ejecutó el plan para liquidar una firma competidora, sin más testigo que la secretaria Olga, empleada de confianza y secretaria particular del gerente. Oí todo esto sin prestarle demasiada atención (no había empezado aún este escrito), tomando aquel largo discurso, casi confesión, como mani-festación de la creencia en la bondad universal que a veces nos viene (la creencia, no la bondad) después de generosamente haber hecho el amor, sobre todo si los orgasmos fueron simultáneos y los cuerpos después se abandonan a un difuso sentimiento parecido a la gratitud. Y todo esto lo comparé a aquellas también demoradas charlas en las camas de las prostitutas, si la mujer no tiene prisa y la patrona está de buenas (porque somos cliente nuevo o al contrario cliente habitual), aunque allí, en mi cama, mi cerebro relajado no consiguiera ajustar perfectamente las competencias, es decir, aunque se me escapara cuál de los dos, yo o ella, ocupaba el lugar de la prostituta. Cerca de medianoche me llamó Adelina, ya acostada, ya preparada para su noche dolorosa, y yo sostuve una charla suelta y normal, mientras procuraba no sentir los dedos insistentes que investigaban mi cuerpo. Se despidió Adelina «hasta mañana», y yo «hasta mañana», mientras la secretaria Olga, un poco fría súbitamente, se levantaba y empezaba a buscar su ropa.

Me sentía demasiado cansado para intentar comprender. Me quedé acostado, sobre las sábanas, porque me gusta estar desnudo y por saber que mi cuerpo no es de esos que irremediablemente ponen cierto desorden en el espacio. La edad aún no lo ha destruido todo. La secretaria Olga (¿por qué me cuesta tanto separarle el nombre de la profesión?, ¿el nombre de la profesión?) acabó de vestirse, y en ese instante el cuadro que formábamos resultó incongruente, como lo es el Concierto campestre (Giorgione) o su reflejo ochocentista Déjeuner sur l’herbe (Manet), o los cuadros lunares de Delvaux, con la diferencia de que en este caso el signor (o monsieur) era quien estaba desnudo. La incongruencia del cuadro (mi cuadro) y de los cuadros (Giorgione, Manet, Delvaux) era, en mi espíritu, la misma que reunió al paraguas y la máquina de escribir sobre la mesa de disección (Lautréamont). Le pregunté a la secretaria Olga si conocía a Lautréamont, y ella me respondió simplemente que no, sin preocuparse por saber quién era el objeto de la pregunta. A su vez me preguntó la hora, se le había parado el reloj y le respondí que dentro de aquel cuarto faltaban diez minutos para la una, pero que fuera no lo sabía, seguro que era más tarde, visto que mi reloj se retrasaba (muchas veces). Quiso saber dónde estaba la diferencia y yo le respondí, sonriendo: «Si estuviese fuera, probablemente habría salido ya, pero allí, aún: estaba». Corrigiendo en el último instante la impertinencia, añadí que menos mal, pues así la tenía más tiempo conmigo. Hizo un gesto vago, como un reflejo condicionado, no (totalmente) consciente, un gesto que era el primer movimiento de quien va a desnudarse de nuevo, con resignación fatigada. Enmendó (quizá también inconsciente de la enmienda) y levantó del suelo la bandeja de la cena, que llevó a la cocina. Desde allí preguntó si había que lavar los platos, y yo le respondí «no»: no tenía que lavar los platos, como tampoco tenía que lavar la sábana sucia. Guardé para mí estas últimas palabras y empecé a notar sueño, a querer huir del mundo. Oía a la secretaria Olga en el cuarto de baño, probablemente maquillándose, y deseé que se fuera, que bajase la profunda espiral de mi escalera, arrastrada por el peso de la máquina de coser, que iba trabajando rápidamente y cosiendo los escalones, mientras el paraguas cerrado, duro, perforaba los ojos de los personajes pintados en cuadros colgados de la pared de la escalera en otra espiral, mientras yo, aún tendido y desnudo, esperaba, en la mesa de disección, lo inevitable. Desperté del sueño y vi a la secretaria Olga a la puerta de la habitación, dispuesta a irse. Y me dijo: «Me voy. Puedes ya poner en hora tu reloj». Hice un gesto como para levantarme y retenerla, pero ella me dijo adiós con un ademán, sin acercarse a mí y siguió pasillo adelante, abrió la puerta, que cerró cuidadosamente, según las lecciones sin duda aprendidas de la madre, y después oí los tacones golpeando en los peldaños como la aguja de la máquina de coser. ¿Creerían los vecinos que era Adelina la que bajaba? Descolgué entonces el teléfono, marqué el 15 (la hora) y luego el número de Adelina, para decirle cómo me gustaba (estaba durmiendo ya). Al día siguiente, la asistenta cam-biaría las sábanas. Me levanté a buscar un libro, y cogí, para honrar a la patria antes de dormir (no la patria, que ésa ya duerme), los Diálogos de Roma, del ingenuo buen hombre que fue Francisco de Holanda. Abrí al azar y fui leyendo hasta llegar al párrafo aquel del segundo diálogo, cuando Messer Lactancio Tollomei responde a Miguel Ángel: «Satisfecho estoy, respondió Lactancio, y conozco mejor la gran fuerza de la pintura, que, como dijiste, en todas las cosas de los antiguos se conoce y hasta en el escribir y componer. Y por ventura con vuestras grandes imaginaciones no habréis intentado tanto, como yo he hecho, intentando en la gran conformidad que tienen las letras con la pintura (que la pintura con las letras sí intentáis); ni cómo son tan legítimas hermanas estas dos ciencias que, apartada la una de la otra, ninguna de ellas queda perfecta, aunque el presente tiempo parece que las tiene de algún modo separadas. Pero aun todo hombre docto y consumado en cualquier doctrina hallará que en todas sus obras va siempre ejercitando en muchas maneras el oficio de discreto pintor, pintando y matizando alguna intención suya con mucho cuidado y advertencia. Ahora bien, en abriendo los antiguos libros, pocos son los famosos de ellos que dejen de parecer pintura y retablos; y cierto es que los que son más pesados y confusos, no les nace esto de otra cosa que del escritor no ser muy buen dibujador y muy avisado en el dibujar y compartir de su obra; y los más fáciles y tersos son los del mejor dibujante. Y hasta Quintiliano en la perfección de su Retórica manda no sólo en el compartir de las palabras que su orador dibuje, sino que con su propia mano sepa trazar y disponer el diseño. Y de aquí viene, señor Miguel Ángel, que llaméis vos a veces a un gran letrado o predicador discreto pintor, y al gran dibujante llaméis letrado. Y quien fuere a ajuntarse más con la propia antigüedad, encontrará que la pintura y la escultura todo fue llamado ya pintura, y que en tiempos de Demóstenes llamaban antigrafía, que quiere decir dibujar o escribir, y era verbo común a ambas estas ciencias, y que la escritura de Agatarco se puede llamar pintura de Agatarco. Y pienso también que los egipcios solían saber todos pintar los que habían de escribir o significar alguna cosa, y las mismas letras suyas glíficas eran animales y aves pintadas, como se muestra aún en algunos obeliscos de esta ciudad que vinieron de Egipto». De haber seguido leyendo no recordaba al día siguiente, y no sé si repentinamente me quedé dormido al final del párrafo o si estuve mirando mucho tiempo esta parte del largo discurso de Lactancio. Me quedé dormido y no soñé, aunque tal vez lo fuesen aquellas ondulaciones que parecían líquidas y que en remo-linos vagarosos, escritas o dibujadas, me pasaban ante los ojos durante no sé cuántas horas de sueño.

Pasé la mañana trabajando en el segundo retrato. Desperté decidido (¿qué razón me decidió mientras dormía?) o me había decidido en un momento cualquiera del estar despierto (¿pero cuándo y por qué razón?) a hacer avanzar el cuadro. No es que llevara camino de verse concluido, aunque, al contrario del primero, obediente a un programa previo de esquemas y procesos (sujetos, naturalmente, a la introducción de los factores y variantes inmediatamente fijativos, particulares de cada modelo), éste admitía y exigía una libertad diferente, una adicción de inestabilidades, conforme a los elementos nuevos de que yo dispusiera o creyera disponer en aquello que, para mí, era entonces la búsqueda de la verdad de S. Por primera vez pasé el cuadro del desván al taller, sin sacarlo del caballete y lo coloqué al lado del primer retrato. La semejanza era casi nula, sólo la que hay entre un hombre y otro hombre, ambos pertenecientes a una especie caracterizada por ciertas formas y distinta de las otras. Yo mismo no sabía que los hubiera pintado tan distintos: no obstante, profundamente sabía que eran la misma persona. Tenía, no obstante, que exa-minar la siguiente duda: ¿la misma persona en virtud de una idéntica ausencia de sentido «esto que hago no es pintura»), o la misma persona porque al fin la había captado en el segundo retrato, aunque necesariamente diferente en su imagen? En lo relativo a la semejanza, el primer retrato es un retrato de S.: la propia madre (las madres nunca se engañan) lo confirmó la única vez que vino con su hijo para asistir a una sesión de pose. Pero el segundo retrato, que la madre no reconocería, es igualmente semejante, en mí, aunque sea distinto del primero, como una gota de agua es diferente de otra gota de agua. ¿Para quién sería imagen verdadera este segundo retrato? O mejor dicho: ¿qué momento de la vida de S. fue o será este segundo retrato? Mientras miraba alternadamente ambos cuadros, pensé qué interesante habría sido mostrar el cuadro del desván a la secretaria Olga sin decirle a quién pretendía representar en él (¡ah, esta ambigüedad de la escritura!). Habiéndolo conocido en el conoci-miento de la cama, ¿sería la secretaria Olga capaz de reconocer a S. en su desfiguración? ¿Querré decir acaso que ese conocimiento es desfigurador? ¿Que esa desfiguración es paralela de esta otra que realicé en el cuadro, ambas conocimiento o tentativa? ¿Y por qué no tentativa ella misma desfigurada? ¿Qué era yo para Adelina cuando, conociéndola, aún no me había acostado con ella? ¿Qué soy hoy, a mis propios ojos para ella, si me acosté con la secretaria Olga sin que ella lo sepa, pero sabiéndolo yo?

Tomé sólo una taza grande de café, sin más alimento. Mediada la mañana entró la asistenta. Viene aquí hace tres años y poco sé de su vida. Parece mayor que yo, pero probablemente no lo es. Dura, aguda y callada, trabaja con la sobriedad de una máquina-herramienta. Lavó los platos, cambió las sábanas (seguro que le duele hacerla, si tuvo su placer antes de enviudar), limpió el resto de la casa, sin tocar nada en el taller, y se fue. No hizo preguntas, sabe que yo almuerzo siempre fuera, y le pago por semanas. Pero realmente ¿qué pensará de mí la asistenta Adelaida? ¿Qué primero y segundo retratos haría de mí si fuera pintor (malo) como yo? Oigo el batir sordo de sus zapatillas bajando la escalera y descubro (a decir verdad: repito el descubrimiento) que me interesan los sonidos producidos por quien baja la escalera, los registro en un archivo sin utilidad, pero, al parecer, indispensable, como una manía insignificante y, pese a todo, absorbente. Estoy de nuevo en el silencio del taller, con la calle olvidada bajo las ventanas y los otros cuartos de la casa recuperando la soledad interrumpida mientras los objetos cambiados de lugar, bruscamente trasplantados o sólo apartados un milímetro, se habitúan a la nueva posición, desperezándose aliviados, como las sábanas limpias en la cama, o al contrario buscando acomodarse a la violencia, como las sábanas sucias, enrolladas en el saco, de la lavandería, oliendo a cuerpo frío.

Visto a distancia (vestir la distancia), tengo los gestos de un Rembrandt. Como él, mezclo los colores en la paleta, como él, alargo el brazo firme que no vacila en la pincelada. Pero el color no queda puesto de la misma manera, hay una torsión de más o menos en la muñeca, una presión mayor o menor de los pelos de marta (no de Marta) del pincel: ¿o no usaba Rembrandt pinceles de pelo de marta y ahí está precisamente toda la diferencia? Si mandara hacer una macrofotografía de detalle de un cuadro de Rembrandt ¿vería quizá con-firmada esa diferencia? Y la diferencia ¿no será precisamente la que separa al genio (Rembrandt) de la nulidad (yo)? (Entre paréntesis: puse entre paréntesis a Rembrandt y me puse a mí también para que no quedara escrito «el genio de la nulidad», absurdo que ni siquiera un aprendiz de primeras letras, como yo soy, dejaría escapar.) Pero como los pintores contemporáneos míos usan todos pinceles iguales o parecidos a éstos, habrá otras diferencias para que la crítica los alabe a ellos y a mí no, para que ellos, aunque distintos entre sí, sean todos mejores que yo, y yo peor que todos ellos. ¿Cuestión de muñeca? ¿Cuestión de qué? Recuerdo una frase de Klee: «Un cuadro que tenga por tema un hombre desnudo debe componerse de manera que sea respetada no la anatomía del hombre sino la del cuadro». Si es así, ¿qué errores cometo yo en la anatomía de estos rostros, si no me bastan para respetar la anatomía del cuadro? Y, pese a todo, sé muy bien que la macrofotografía de Rembrandt no se parecería en nada a la de Klee.

Trabajo lentamente el fondo del segundo retrato de S. con volutas acastañadas, tal vez recuperadas del sueño. Van cubriendo los signos naturalistas con que antes había pretendido expresar el poder industrial y financiero: chimeneas de fábrica, tejados en diente de sierra, nube en forma de $ caído. A medida que el nuevo fondo se va dilatando, reparo en que el rostro de S. (o de esta imagen a la que sólo yo llamo S.) se va cubriendo como de ceniza, y es un rostro muerto que empieza a ponerse azul en el primer estadio de la corrupción. No le toco la cabeza con el pincel. Todo el trabajo lo voy haciendo en el fondo, poniendo color sobre color, ahora con unas manchas más oscuras que dibujan señales intraducibles a cualquier lenguaje, y la espesura de la pintura crea una especie de anteplano que transforma el plano de la cabeza y del tronco en un collage que se diría hecho posteriormente, apretando bien con la palma de la mano y presionando con las puntas de los dedos el contorno sobre el que pende la pintura húmeda. Tengo, en este momento, pero no me interrumpo para pensar en eso, la primera intuición del destino final del cuadro. Encerraré a S. en una prisión de excremento.


Fue dos días después cuando empecé a escribir, y, durante este tiempo, ambos cuadros avanzaron hacia su final irremediable: el segundo hacia la nube negra que lo aisló del mundo; el primero hacia la sala del consejo de administración del Senatus Populusque Romanus. Hoy, es hoy, simplemente. No hay que buscar ninguna verdad, nada será construido dentro de su apariencia. El único retrato de S. que queda, vendrán a buscarlo mañana. Está seco, técnicamente bien realizado, garantizada su duración: en lo tocante a estas cosas, soy el mejor pintor de la ciudad. Pero en esta ciudad soy también la mayor equivo-cación viva: nada hice de cuanto proyecté, ni estas hojas de papel añadirán el valor del espesor de una de ellas al cero inicial. Se acabó. Lo intenté, fallé, y no habrá más oportunidades.


Nada de cuanto escriba me sirve ya, pero he decidido ir registrando al menos el rescoldo de estos cuatro meses. Vino a buscar el retrato la secretaria Olga, acompañada de un ordenanza de la empresa (por primera vez vi en la solapa de su chaqueta las iniciales SPQR, cuando suponía que había sido yo el in-ventor del anacronismo) y se mostró, en todo, la funcionaria eficiente, deci-dida, con un no sé qué de autoridad (por contaminación y contraste) que me acompañó a ver los retratos en la sala del consejo. Me entregó el cheque, guardó en una cartera el recibo que yo ya había escrito, firmado y sellado, y se despidió naturalmente, sin sequedad, sin frialdad, sólo neutra. Me quedé oyendo los pasos agudos que bajaban la escalera, y otros pasos, los del hombre, pesados y cautelosos, en un contrapunto de sonidos altos y bajos que disminuían en paralelo, conservando la diferencia de altura, cada vez más lejos, cada vez más hondo en la espiral, hasta desaparecer en mi silencio que era el rumor de la calle, y resurgir, transformados en un golpear de puertas de automóvil, en el arranque de un motor dilatándose en el aire y luego estrechándose por la perspectiva de la calle hasta cesar del todo.

Nadie diría que en este mismo diván hizo el amor la secretaria Olga conmigo, aunque incómoda, y que en aquella cama, tumbada y mostrándose desnuda, volvió a hacer el amor, dos veces lo hizo, y en la segunda gritó. Nadie diría que en ambas ocasiones se llevó dentro de sí una parte de mi cuerpo, secreción de él, el líquido increíble en el que flotan o nadan a millones esos aspirantes a un parasitismo peculiar. Nadie diría, viéndonos en el simple acto de pagar y recibir, que otras cuentas había entre nosotros, no abiertas sino saldadas en fecha tan reciente que ni siquiera se había secado aún la mancha húmeda que ambos dejamos en la sábana. Creo haber escrito ya que la vida es extraordinariamente sencilla. He reunido más de una razón para pensarlo. Y si como filosofía no vale mucho, tiene, en contrapartida, la ventaja de colocar inmediatamente sus límites en el punto donde se define, algo así como morir antes de nacer, como aquella mariposa que no vive más que un día, y de ese mismo día ni llega a conocer la noche. Me siento, yo, en una especie de noche, sin haber conocido realmente el día, aferrado sólo a la simplicidad de afirmar que la vida es simple. Hoy, como hago siempre cuando vendo un cuadro (y éste ha sido bien vendido), doy una pequeña fiesta (reunión, para ser más exacto) en el taller; lo de costumbre: bebidas, la trinidad nueces-piñones-pasas, aperitivos salados, esas cosas que se compran hechas, fabricadas, supongo, con los mismos ingredientes y materiales básicos, combinados en forma distinta en dosis y conjunción. Estará Adelina, naturalmente, y vendrán unos amigos. Pero me pregunto a mí mismo qué interés tendrá registrar esto.

¿Qué obstáculo me detuvo al fin en el camino que apunté en la primera página de este manuscrito y ahí permanece interrogándome? Hice allí la confesión de que había fallado la tentativa del segundo cuadro, allí mismo, o muy pronto, quedó dicho con toda claridad lo que yo, pintor, opino de mi pintura, la que el primer cuadro representa realmente. Por los medios de la pintura, no llegaría a saber mucho (ya no la llamo verdad) de un modelo, por más que éste creyese saber de sí mismo al reconocerse en el cuadro. Recurriendo a la escritura sabía que simplemente me volvía de espaldas a una dificultad: no la ignoraba, la sabía igualmente amenazadora, pero era como si la novedad del instrumento, todo lo que para mí tenía que ser real invención y no mero calco de experiencias anteriores, bastase, por sí solo, para aproximarme al objetivo. Era como si (confiado S. en la evidencia de mi trabajo de pintor) yo lo cogiera por sorpresa: si de algo pensaba S. tener que defenderse sería de mis pinceles, de la tela, de los colores, de mis movimientos de bendición o de excomunión sobre el retrato que poco a poco se iba definiendo: nunca de unas cuartillas que no podía ver, nunca de un trabajo que no sólo para él era secreto. No obstante ¿por qué caminos andaría yo para llegar a ese lugar sin defensa, invadido, inocente por así decir, donde al fin sabría, donde al fin conocería a S.? Lo que llegué a saber de él lo supe por medio de la secretaria Olga, e incluso de manera involuntaria: se me dio, no la gané. Perdí el tiempo en digresiones que (bien lo veo hoy) me llevaron hacia otras partes en las que descubrí más de mí de lo que habría podido descubrir del otro. ¿Qué decepción sentiría Vasco de Gama si, puesto en el camino de la India, acabara más tarde a la entrada de la barra del Tajo? En diferente situación estaba Fernando de Magallanes, que tendría por cuestión de honor si llegase vivo al final de su viaje, atracar en el punto exacto de donde había partido, no sé cuánto tiempo antes. Pero yo no quise dar la vuelta al mundo, ni esta caligrafía sería capaz de llevarme tan lejos: sólo proyecté (hombre de un trabajo) dar a mi trabajo una razón para continuar siendo, aunque con la trampa de utilizar herramientas de otro oficio y otras manos. Ante el resultado de la experiencia, querría saber en qué punto fallé, dónde me metí por desvíos que me fueron apartando cada vez más de la intención y dónde ni siquiera aproveché la ayuda de quien tal vez me la prestara mejor, como sería el caso de la secretaria Olga. Quiero creer que oscuramente sabía que iba a ser inútil: la secretaria Olga me daría (algo me dio) su imagen de S., como me daría igualmente otra imagen el hombre que sigue anotando fichas y sellando papeles. Como me la daría el ordenanza que vino a buscar el retrato y bajó por la escalera, tal vez estremecido ante el honor de llevar en sus brazos la pre-ciosa imagen, tal vez trémulo de rabia por tener que hacerla, tal vez servil, tal vez reticente a las órdenes, tal vez orgulloso y capaz de un odio profundo. Como yo, en definitiva, la daría si me hubiera procurado el trabajo de captarla, sabiendo primero dónde hallarla. Pero sería siempre una imagen, nunca la verdad. Y ése fue probablemente el gran error: creer que la verdad se puede captar desde fuera, con los ojos sólo, suponer que existe una verdad aprehensible en un instante, y a partir de ahí tranquilamente inmóvil, como ni siquiera una estatua lo es, pues se contrae y dilata a merced de la temperatura, se corroe con el tiempo, y modifica no sólo el espacio que la rodea sino también, sutilmente, la composición del suelo en el que se asienta, por las ínfimas partículas de mármol que va soltando de sí, como nosotros cabellos, limaduras de uña, la saliva y las palabras que decimos. Aunque yo hubiera aprendido en la escuela de Sherlock Holmes o de uno de esos detectives modernos que tanto usan el cerebro como los músculos y las armas, acabaría siendo un pobre frustrado a quien el intacto S. diría sonriendo: «La vida, querido Watson, es extremadamente sencilla». Realmente ¿qué preguntas iría a hacer yo, y a quién, para descubrir la verdad? ¿Acostarme (ya que por ahí quiso el azar que comenzara) con todas las mujeres con las que S. se acostó, incluyendo a la legítima? ¿Meter espías en la SPQR para instalar micrófonos y filmadoras, para que microfotografiaran los documentos comprometedores? ¿Disfrazarme de caddy en el golf?, ¿de camarero en el bar? ¿Apuntarle con un arma al volver una esquina, intimándole «la vida o la verdad», y por eso mismo reconociendo que la vida no es la verdad? Con mucho trabajo cono-cería la historia del Senatus Populusque Romanus y de la familia, sabría la fecha de nacimiento de S. y las otras fechas para él importantes hasta hoy, investigaría a sus amigos y enemigos, tendría de él tantas imágenes como hechos, fechas, amigos y enemigos, pero hasta sabiendo todo cuanto fuese posible saber, la última cuestión seguiría en pie: ¿cómo poner todo eso en un retrato, cómo poner todo eso, también, en un manuscrito? Mi arte, en definitiva, no sirve para nada; y esta caligrafía, ¿para qué sirve?

Quien retrata, a sí mismo se retrata. Por eso, lo importante no es el modelo, sino el pintor, y el retrato sólo vale lo que el pintor valga, ni un átomo más. El Dr. Gachet que Van Gogh pintó es Van Gogh, no es Gachet, y los mil trajes (terciopelos, plumas, collares de oro) con que Rembrandt se retrató, son meros expedientes para parecer que pintaba a otra gente al pintar una diferente apariencia. He dicho que no me gusta mi pintura: porque yo no me gusto y estoy obligado a verme en cada retrato que pinto, inútil, cansado, desalentado, perdido, porque no soy ni Rembrandt ni Van Gogh. Obviamente.

Pero ¿también se escribirá a sí mismo quien escribe? ¿Qué es Tolstói en Guerra y paz? ¿Qué es Stendhal en La cartuja? ¿Es Guerra y paz todo Tolstói? ¿Es La cartuja todo Stendhal? Cuando uno y otro acabaron de escribir estos libros, ¿se encontraron en ellos? ¿O creyeron haber escrito sólo y rigurosamente obras de ficción? ¿Y cómo de ficción, si parte de los hilos de la trama son historia? ¿Qué era Stendhal antes de escribir La cartuja? ¿Qué siguió siendo después de escribirla? ¿Y por cuánto tiempo? No ha pasado más de un mes desde el día que inicié este manuscrito, y no me parece que sea hoy quien era entonces. ¿Por haber sumado treinta días más a la cuenta de mi vida? No. Por haber escrito. Pero estas diferencias, ¿qué son? Independientemente de saber en qué consisten, ¿me reconciliaron conmigo? No gustando de verme retratado en los retratos que de otros pinto, ¿me gustará verme escrito en esta otra alternativa de retrato que es el manuscrito, y en el que acabé más por retratarme que por retratar? ¿Significará esto que me acerco más a mí por este medio que por el camino de la pintura? Y otra pregunta, consecuente: ¿con-tinuará este manuscrito cuando yo lo suponga terminado? Si la barra del Tajo está donde yo creía que iba a encontrar la India, ¿tendré que dejar el nombre de Vasco y tomar el de Fernão? Ojalá no muera en el camino, como siempre acontece a quien, vivo, no encuentra lo que busca. A quien erradamente tomó el camino -y el nombre.


Equivocadamente se toma también, muchas veces, el nombre de amigo, o en este nombre está ya contenido el error y por eso y no de otra manera se creó la palabra, sino así. No es a los amigos a quien juzgo, más a la función que tácitamente nos atribuimos y consentimos en ellos de vigilarnos, de emplear una solicitud que al otro quizá no convenga, pero cuya falta nos censurará si no la exhibimos, de usar de la presencia y de la ausencia, y de que nos quejemos de una u otra, o no, según la conveniencia más exigente de la parte de nuestra vida en la que el amigo no tiene lugar. A causa de esta mala conciencia (remordimiento, desasosiego moral o acusación benigna de dicha conciencia), una reunión de amigos se parece a lo que sería un encuentro de almas gemelas: han abandonado todo lo que no se puede compartir entre los presentes, todos se empobrecen o disminuyen de lo que son (en lo malo y en lo bueno) para ser lo que de ellos se espera. Por esa razón, quien mucho quiere conservar las amistades, vive sobresaltado con el temor de perderlas y en todo momento se ajusta a ellas como la pupila obedece a la luz que recibe. Pero el esfuerzo que hacen los grupos de amigos para ese ajuste (¿cómo se ajustaría la pupila a luces simultáneas de diferente intensidad, si pudiera separarlas y reaccionar ante ellas una a una?) no puede durar más que la capacidad de cada uno para mantener (hacia arriba o hacia abajo) su propia personalidad en el diapasón común adoptado. Buen acuerdo es, pues, no prolongar demasiado las reuniones, para que no se alcance el punto de ruptura en que cada uno de aquellos pequeños astros sienta el deseo irreprimible de formar en otro lugar otra constelación, o de simplemente dejarse caer, cansado, en el espacio negro y vacío.

Aparte de Adelina, que hizo su papel de anfitriona, estuvieron en mi casa ocho amigos, entre hombres y mujeres. Había parejas estables, aunque una de ellas no contaba yo con que lo fuera (porque aún no lo era la última vez) y tenía el mismo aire provisional que al empezar teníamos Adelina y yo. Pero, mientras ellos todavía arden (la palabra, incluso banal, expresa con exactitud esa especie de aura flameante que invisiblemente rodea a las parejas re-cientes), nosotros ardemos ya en llamas blandas y lo sabemos. ¿Qué hacen estos amigos míos en la vida? Los hay publicistas, un arquitecto, un médico con su mujer, una decoradora que es sobre todo amiga de Adelina, un editor Viudo, mayor que yo (así, por suerte, no soy yo el más viejo de todos), que suspira por la decoradora y se limita a asistir a los galanteos con que ella se divierte con unos y otros. Se distingue este grupo, aparte de su capacidad para fumar, hablar y beber al mismo tiempo (en lo que se parece a todos los grupos), por tenerme cierta amistad, retribuida por mi parte como mejor puedo y sé (o quiero). Si empezásemos a buscar las razones de esta relación, estoy seguro de que no las encontraríamos: no obstante, continuamos siendo amigos por efecto de una inercia que se alimenta sólo del temor a la pequeña soledad que por egoísmo no deseamos soportar. A fin de cuentas, lo que nos une al grupo es el hecho de saber que el grupo proseguiría más allá de nuestra separación. Mientras seguimos unidos, podemos seguir teniéndonos por indispensables. Cuestión de orgullo.

Un orgullo del mismo tipo, que es de todos temor de quedar mal en comparación con otros grupos, hace que en el interior de cada uno las querellas y discusiones se desenvuelvan bajo la suprema justificación de la amistad, lo que permite, al mismo tiempo, la existencia impune de una agresividad de tipo particular, por la que las víctimas ocasionales o habituales tienen que mostrarse agradecidas. Tan cierta es esta agresividad que incluso en un grupo como el nuestro, practicante de la delicadeza de no introducir en la con-versación cuestiones relativas a la profesión de cada uno de sus miembros, delicadeza de la que soy principal beneficiario, porque todos me reconocen mal pintor, ni pintor siquiera, pues mis cuadros nadie los ve en ninguna parte, incluso en este grupo, estaba diciendo, no es raro que estallen conflictos agudos, crisis, cuando de repente uno de nosotros se ve juzgado por todos los demás y se desarrolla un proceso de acción recíproca sadomasoquista, resuelto las más de las veces en lágrimas o palabras violentas. Y esto ocurre porque alguien metió en el telar de la conversación, intencionadamente o por fatiga de fingir, cualquier detalle podrido del oficio de la víctima ocasional, y ahí, por culpa de las profesiones que tenemos, todos nos definimos como explotadores o parásitos de la sociedad. El arquitecto, porque sí; el editor, por lo de la cultura; los publicitarios, porque es obvio; el médico, por lo que bien sabemos; la decoradora, porque bueno bueno; Adelina, porque bueno bueno bueno; y yo, pintor de retratos, bueno. En todo caso, suelo salir bastante bien librado repito, porque todos ellos son gente competente en la profesión que eligieron, o ejercen, mientras que mi competencia técnica sólo sirve para acentuar la mala calidad de la pintura que hago.

¿Estaría borracho Antonio, el arquitecto? No voy a decir que lo estuviera. Ese modo nuestro de beber raramente llega a tanto. Pero si es cierto que el vino dice la verdad, ocurre en este tipo de reuniones que el lindero de la verdad se deja trasponer por quien de ella está más cerca. Debió de ser eso. Pese a las ventanas abiertas, el calor resultaba casi insoportable en el taller. Habíamos hablado de mil cosas sueltas, incoherentes, absurdas, y ahora, ya la noche avanzada, descansábamos un poco de la fiebre discurseante. Adelina, sentada en el suelo, posaba la cabeza en mis muslos (es costumbre decir en las rodillas, quizá por respeto a la decencia, pero es siempre en los muslos donde en estas ocasiones está posada la cabeza, porque las rodillas siempre son duras, y más las mías) y yo, por simpatía y gusto táctil, paseaba lentamente los dedos por su cabello mientras bebía mi ginotónico, como me da por llamarle cuando la cosa empieza a animarse. Sandra, la decoradora, que no se llama así, pero en fin, reanudaba su flirt con el médico, sólo un flirt, no más, pero lo bastante para que Carmo, el editor (mayor que yo, vuelvo a decirlo) sufriera más de lo que Shakespeare hizo sufrir a Otelo, y que era también suficiente para que la mujer del médico se dejara cortejar (¡qué hermoso verbo antiguo!) por Chico, publicista, conquistador en las últimas, que toma a pecho su fama y sigue flirteando, pero ya sin destrozos. En el fondo, todos saben que nada de esto tiene significado alguno: cualquier cosa llevada más lejos, o más seria, supondría la ruptura del grupo, y eso es, de todo, lo que menos podrían soportar. Publicistas son también (y con ellos se completa el ramo) Ana y Francisco, que acaban de pasar el lindero de los treinta, ferozmente enamo-rados y sinceramente asustados por la propia pasión, y allí sentados en el diván, esperando que atribuyéramos su manifiesta excitación al alcohol bebido. Sé que Carmo no aprueba estas exhibiciones, ni yo las alabo, pero las comprendo por el pavor que sé haberse implantado en aquellos pobres corazones, o cerebros, o venas, o sexos, aquella oscilación metronómica entre la muerte y la vida, aquel furor de proclamar eterna la propia definición de lo precario. Carmo no acepta estas cosas, ¿pero qué cosas no haría él si un día Sandra lo aceptase o le cediera la mitad de la cama aunque sólo fuese por una hora?

¿Y Antonio, el arquitecto del grupo, que dice que un día proyectará casas para todos nosotros? ¿Dónde estaría Antonio? Antonio fue al cuarto de baño y aparecía ahora en la puerta del taller con una sonrisa fija, decidida, que podría ser de maldad, pero no en Antonio, callado Antonio y secreto. Tenía en la mano, colgado del índice, el segundo retrato de S., invisible bajo su pintura negra, y yo creí que lo había encontrado por casualidad, porque dejé encendida la luz del desván y curioseó, con el derecho que le reconozco, porque la noche iba adelantada y estábamos ya todos a punto de aburrirnos (menos Ana y Francisco), o de caer en una absurda discusión sobre asuntos de cultura (cómo nos gusta a nosotros, burgueses, discutir de cultura) y también porque siendo amigo mío, probado y declarado, todo cuanto él hiciese yo se lo aguantaría. Por esto todo y otras razones o indefinibles o inconfesables, Antonio me preguntaba: «¿Te has pasado ahora al abstracto?, ¿pintas ya con un solo color?, ¿qué vas a hacer ahora con los retratitos?». Lo que pensé de Antonio entre el momento en que lo vi en la puerta con el cuadro y el momento en que se puso a hablar, sólo en esta ocasión lo digo, porque quiero no ir con prisas, porque no hay que apresurarse, porque hay que dar tiempo a que las cosas se entiendan, o si no tienen por qué ser entendidas, que no sea por falta de tiempo, porque tiempo es precisamente lo que más tengo por ahora, salvo si la muerte dispone otra cosa. Y, explicado esto, puedo, al fin, decir que salté de mi sitio en un amén (haciendo caer a Adelina) y en el camino hasta llegar a Antonio pude dominarme para sólo arrancarle (sí, con violencia) el cuadro que él sostenía ya con ambas manos, y más me dominé para no darle un tortazo, por culpa de aquel cuadro negro que yo no podría explicar nunca (ni la misma Adelina sabía nada de él, a lo que ayudaba su escasa curiosidad por el cuidado que yo solía tener de ocultar el cuadro tras los otros, en un hueco que le defendía los colores frescos mientras lo estuvieran), y también porque Antonio infringiera deliberadamente las reglas del grupo, al clasificar de «retratitos» unas pinturas a las que sólo yo tenía derecho, a puerta cerrada y con la cabeza bajo las sábanas, a dar ese nombre brutal y sin respuesta. Y mientras yo llevaba otra vez el cuadro al desván, oía nítidamente, como si me acompañaran al borde mismo de la oreja, las voces de Antonio, machaconas, «¿Cuándo se decidirá este hombre a pintar?», y las de los otros que le mandaban callar con el aire afligido, implorante, con el que se manda callar a quien a la cabecera del canceroso ha hablado de cáncer. Antonio olvidó (o decidió olvidar) que no hay que mentar la soga en casa del ahorcado, que no se habla de «retratitos» a quien no hace otra cosa. Cuando volví Antonio daba marcha atrás a su empeño y mostraba un aire obstinado, pero pacífico, entre los rostros y gestos de consternación de todos los demás, ocupadísimos en sus situaciones personales (pero no en exceso, para que yo no me ofendiera también por eso), como se veía en Sandra, que sólo hablaba con el Ricardo médico, en Chico que sólo hablaba con la Concha mujer del médico, en Francisco que sólo conversaba con Ana, en Carmo que intentaba conversar con Adelina, pero no, ella no, ella sólo me miraba, con el rostro no cerrado pero sin expresión, sólo a la espera. No se habló más del asunto y allí acabó la noche. Ana y Francisco, por esto y por aquello, pobrecillos, sólo por no pedirme prestada la cama por un cuarto de hora, fueron los primeros en despedirse. Luego Ricardo, porque tenía que ir al banco al día siguiente, y la mujer, porque es Concha. Y, de pronto, desapareció Antonio, tras haberme dicho crispado: «Perdona, no era eso lo que quería». Después, vista la desbandada, salió Sandra, que le dio muchos besos a Adelina, llevando como pajes a la mayor parte de hombres que quedaban, descontado yo, que me quedaba: Carmo y Chico. Imaginé a Carmo alborozado, deseando que Sandra le dijera que lo llevaría a casa (Carmo no tiene coche, no lo tuvo nunca), y Chico, burlón, insistiendo en que no, señor, «Carmo, te llevo yo», y así acabaría siendo, salvo si Sandra, para divertirse un poco se empeñaba en llevar a Carmo, trémulo e incapaz de hacer otra cosa que hablar del tiempo e invitarla a dibujar una portada. A Chico no le importaba nada, pasa de todo y sospecha que Sandra es lesbiana o va camino de serlo (me lo ha dicho ya), y él, de lesbianas nada. Seguramente va a dejar magnánimo que Sandra lleve a Carmo en el coche, que huele a cigarrillo y a Chanel, para que Carmo pueda acostarse feliz en su desolada cama de viudo.

Nos quedamos Adelina y yo de repente solos en aquel gran silencio de las dos de la madrugada. Se acercó a mí y me dio un beso en la mejilla, en el lugar donde la carne se hunde un poco. Y luego empezó a recoger las copas y los platillos sucios, los ceniceros cargados de ceniza y de colillas, yo la ayudaba, más por hacerle compañía y gentileza que por necesidad. Ambos lo sabíamos y fuimos gentiles. Y ella, pese a que no se podía quedar, se entretuvo aún un poco más, cuando yo le pasé un brazo por el hombro, como convenía. Hablamos de cosas vagas y adormecidas, y fue en un arranque, pero introduciendo en ese arranque la quiebra que significa (o desearía que significara) el poco caso hecho de lo que no obstante se dice, cuando yo expliqué: «Estoy haciendo experiencias con un tipo de spray. Ese Antonio. Pero tiene razón». Y Adelina no se movió siquiera para decir: «Ah, sí». Se agitó no obstante mucho para dar su señal de retirada, y por simple formu-lismo preguntó: «¿Me llevas a casa?». Tiene el coche en la tienda, y ya habíamos acordado que yo la llevaría después de la reunión (o fiesta). Pero respondí: «Claro», que era la baza forzada en un obligado juego de cartas.

La dejé en la esquina de la calle donde vive (a la madre no le gusta que la deje justo en la puerta) y me quedé mirándola, por la acera adelante, alternativamente visible bajo la luz de los faroles y ocultándose en sombra en el espacio entre ellos, hasta verla luchando un poco con la cerradura y luego desaparecer. Arranqué despacio y, sin prisa, me puse a atravesar la ciudad. Es un placer que tengo y que a veces satisfago: conducir por las calles desiertas, lentamente, como si anduviera a la caza de mujeres, hasta el punto de que algunas me miran intrigadas cuando paso sin mirarlas siquiera, o mirándolas sabiendo lo que ellas esperan pero sabiendo que yo no, y continuando siempre, no hasta el fin de la noche, sino en una noche que no supiera cómo acabar. Esta vez, ni eso: estaban las calles y las mujeres en sus lugares ciertos, y también hombres que pasaban en las sombras, y gatos que derramaban las bolsas de basura, y el brillo terrible del asfalto, y los faroles, y agua corriendo aquí y allá, pero yo en el coche era más conducido que conductor, vacío, sin pensamientos, atontado. Por ir tan lentamente (ya me había ocurrido en otras ocasiones) un policía me mandó parar y me preguntó algo. Respondí (como había respondido otras veces, es lo que hace la costumbre) que el motor no tiraba, que conducía así a ver si conseguía llegar a casa. Por el retrovisor vi que, por si acaso, el guardia tomaba nota de mi matrícula, torciendo el cuello para que le diera la luz del farol. Tenía mucha razón el digno agente de la autoridad: si yo sufriera aquella noche un accidente de heridas o muerte, él sería una importante contribución al proceso con su preciosa desconfianza y su cívica previsión. Y si en esas noches estallaran bombas por allí, obra del ARA o de las BBRR, seguro que yo iba a tener problemas. Pero no tuve ningún accidente, ni estallaron bombas.

Eran las tres y media cuando aparqué el coche en Camões. Estaba lejos de casa, pero me apetecía ir a pie. Fui subiendo hacia Santa Caterina, y, llegado al mirador, descendí hasta la barandilla y me quedé mirando el río, consiguiendo no pensar en nada, expulsando el mínimo pensamiento, vaciándome de todo, para que ni las luces de los barcos tuvieran significación alguna, a no ser la de brillar sin motivo. No les permitiría más. Al fin me senté en uno de los bancos, y, sin saber cómo y cuándo había empezado, me di cuenta de que estaba llorando. Si aquello era llorar. Probablemente tiene la fisiología razones que el disgusto o la conmoción desconocen, y por eso pueden las mujeres llorar de esa manera fluyente, continua, ininterrumpida, y por ello angustiosa, mientras de los hombres se dice que no lloran o que es una vergüenza que lloren, tal vez porque ya no fueran antes capaces de llorar y se pensó que había que encontrar otra razón cuando aquélla fue descubierta. Verdad es que no he sido espectador privilegiado de lágrimas de hombre, y mi error será juzgar a los otros por mí, pero realmente no soy capaz de más que estas dos lágrimas lentamente exprimidas del interior ardiente de los ojos, tan escasas y opresivamente concentradas que no ruedan, se quedan ahí entre los párpados, quemándose despacio, tan lentamente que descubro de pronto que tengo los ojos secos. Juraría que no hubo lágrimas, si durante un tiempo no reconstituible, no recordable como tiempo, ni recontable, no hubiera habido entre el mundo exterior y yo una cortina trémula y brillante, como si yo estuviese en el interior de una gruta y enfrente cayera una cascada, gruesas y resplandecientes cuerdas de agua, pero sin ruido, a no ser en el interior de los ojos ese zumbido, que es el de la lágrima ardiendo. Sin duda lloré. Durante un minuto o una hora las luces de los barcos y las de la otra orilla del río, blancas y amarillas, fueron en mis ojos un sol: me beneficié de esa fortuna de los miopes que, como lo son, no ven la luz, sino la multiplicación de ella. Después, y todavía sentado supe que durante un tiempo no mensurable por ya pasado (y lo fui sabiendo más, conforme los ruidos de la ciudad empezaban a penetrar de nuevo en mi consciencia), supe (o encuentro de buen efecto prósico [¿existe la palabra?] decir ahora que lo supe) que en ese tiempo pasado y no mensurable estuve solo en el mundo, primer hombre, primera lágrima, primera luz y últimos instantes de inconsciencia. Me puse entonces a estudiar mi vida, a verla despacio, a remover en ella como quien levanta las piedras en busca de diamantes, cochinillas o gruesas larvas, de esas blancas y gordas que nunca vieron el sol y de repente lo sienten en su piel, blanda, como un fantasma que de otro modo no se revelará. Me quedé allí sentado el resto de la noche, mirando unas veces el río y otras el cielo negro y las estrellas (¿qué debe el escritor decir de las estrellas cuando dice que las miró? Afortunado yo que apenas escribo, y así, y por eso, no estoy obligado a más), hasta que con el alba llovió un poco, sin justificación, y el día empezó a clarear a mano izquierda y las aguas se pusieron cenicientas como el cielo. Entonces las luces se apagaron por sectores en la ciudad, que se fue despidiendo poco a poco de la sombra que hacia occidente aún se demoraba un poco más, y yo me sentí remotamente humillado porque la noche así pasada acababa en este frío de huesos y en la mirada indiferente del primer transeúnte con quien me crucé en la calle.

Escribo esto en casa, ya se ve, después de haber dormido sólo cuatro horas, y como me parece necesario, o útil, o por lo menos no perjudicial, ni siquiera para mí, decido continuar escribiendo, tal vez mi vida, la pasada y esta de ahora, tal vez la vida, porque de ella de repente me parece más fácil hablar que de la mía propia. En verdad, cómo voy a recuperar del pasado tantos años, y no sólo míos, porque están mezclados con los de otra gente, y mover estos míos es desordenar los que no me pertenecen hoy ni me pertenecerán nunca, por más que, mansamente o brutalmente, los invadiera en cada momento que puede ser común o por tal tomado. Probablemente, ninguna vida puede ser contada, porque la vida son páginas de libro sobrepuestas o capas de pintura que abiertas o descascarilladas para lectura y visión se deshacen en polvo, se pudren en seguida: les falta la invisible fuerza que las unía, su propio peso, su aglutinante, su continuidad. La vida es también minutos que no pueden desligarse unos de otros, y el tiempo será una masa pastosa, densa y oscura, en cuyo interior nadamos difícilmente, teniendo encima de nosotros una claridad indescifrada que lentamente se va apagando, como un día que, habiendo amanecido, a la noche de que salió regresase. Estas cosas que escribo, si alguna vez las leí antes, estaré ahora imitándolas, pero no lo hago a propósito. Si nunca las leí, las estoy inventando, y si por el contrario las leí entonces es que las aprendí y tengo el derecho de servirme de ellas como si mías fueran e inventadas ahora mismo.


Nací en el año 1632, en la ciudad de York, de buena familia, aunque no oriunda del país, pues mi padre era extranjero, de Bremen, y se instaló primero en Hull. Prosperó como comerciante y después de abandonar su negocio pasó a residir en York, donde se casó con mi madre, cuyo apellido era Robinson, una familia muy conocida en la región, por eso mis apellidos eran Robinson Kreutznaer; pero, debido a las habituales corruptelas de palabras en Inglaterra, nos llaman ahora, o mejor dicho nos llamamos a nosotros mismos y escri-bimos nuestro nombre Crusoe, y mis compañeros me llamaron así. Tenía dos hermanos mayores que yo; uno de ellos era teniente coronel en un regimiento de infantería inglés en Flandes, que antaño había sido mandado por el famoso coronel Lockhart, que murió en una batalla contra los españoles cerca de Dunquerque. De lo que ocurrió a mi segundo hermano nunca supe nada, del mismo modo que nada supieron mis padres de lo que a mí me ocurrió.

Otras veces he copiado textos como éste desde que empecé a escribir, y por diferentes razones, para apoyar un dicho mío, para oponerlo a él o porque no sería capaz de decirlo mejor. Ahora lo he hecho para adiestrar la mano, como si estuviese copiando un cuadro. Transcribiendo, copiando, aprendo a contar una vida, en primera persona, además, y de este modo intento comprender el arte de romper el velo que son las palabras y de disponer las luces que las palabras son. Habiendo copiado, me atrevo a afirmar que todo cuanto ha quedado escrito es mentira. Mentira del copista, que no nació en 1632 en la ciudad de York. Mentira del autor copiado, de Daniel Defoe, que nació en 1661 en la ciudad de Londres. La verdad, si allí está, sólo podría ser la de Robinson Crusoe o Kreutznaer, y para reconocerla habría sido preciso empezar por probar que existió, que su padre era originario de Bremen y que residió en Hull, que la madre era realmente inglesa y aquél su primer nombre, el apellido real de la familia, que del matrimonio nacieron dos hermanos más y que les ocurrió cuanto dicho queda. La misma verdad exigiría la comprobación de la existencia real del coronel Lockhart y de su regimiento, y, necesariamente, de las batallas que trabó, en especial la de Dunquerque contra los españoles. (Sobre la existencia de éstos no hay dudas.) No creo que nadie pudiera entenderse en este cruzarse de hilos, desenredarlos, distinguir los verdaderos de los falsos y (trabajo aún más sutil) definir y marcar el grado de falsedad en la verdad y de verdad en la falsedad. De cuanto Daniel DefoeRobinson Crusoe (el menor de los tres hermanos) escribió y ahí quedó registrado, sólo unas pocas y sobrias palabras me conviene y debo usar: «Del mismo modo que nada supieron mis padres de lo que a mí me ocurrió». ¿Porque yo los hubiera abandonado? ¿Porque, al contrario, me hayan abando-nado ellos? ¿Por voluntad de su vida o voluntad de la muerte? Nada de eso. Sólo porque cualquiera de nosotros podría así hablar de sus padres, o podrán nuestros hijos hablar de nosotros. Que yo, pintor de retratos y calígrafo de esta escritura, no tengo descendencia, o, si la tengo, no la conozco, como no la conozco tampoco si la tengo en un futuro por escribir. Robinson Crusoe (se dice en la penúltima página de la historia que Defoe cuenta en su nombre) tuvo tres hijos, dos muchachos y una chica: información inútil para la inteligencia del texto, pero que me tranquiliza sobre la importancia de lo superfluo.

Nací en Ginebra en 1712, del ciudadano Isaac Rousseau y de la ciuda-dana Susanne Bernard. Un modestísimo patrimonio, dividido entre quince hijos, había reducido a casi nada la parte de mi padre, que, para vivir, sólo dis-ponía de su oficio de relojero, en el que, en verdad, era grandemente eximio. Mi madre, hija del pastor Bernard, era más rica, y era discreta y hermosa. (…) Nací casi muerto: pocas esperanzas había de que lo superase.

Desde el principio, estos padres presentan la gran ventaja de ser verda-deros y de prometer por ello más veracidad que toda la ficción de Defoe. Verdadero es también Jean-Jacques Rousseau, nacido en la ciudad de Ginebra en 1712. Pero, al copiar fielmente estas líneas, con la honesta intención de aprender, no noto ninguna diferencia, salvo en la escritura, entre esta realidad y aquella ficción. Creo que para mi vida contada en este lugar (¿cómo iba a contarla en otro?) sólo aprovechará lo que a Rousseau alguien dijo más tarde (porque él mismo, sin consciencia, o sin consciencia bastante, no lo podía saber entonces): «Nací casi muerto». Tampoco yo, por las mismas razones, lo podía saber cuando nací, pero a diferencia de Jean-Jacques, no necesité que vinieran a decírmelo. Habiendo nacido, nací al principio de mi muerte, casi muerto pues. Planteo como hipótesis que la comadrona que ayudó a salir del vientre de mi madre habrá dicho: «Este niño viene lleno de vida». Se engañaba.

Quiere la ficción oficial que un emperador romano nazca en Roma, pero fue en Itálica donde nací yo, y a este país seco y sin embargo fértil sobrepuse más tarde muchas regiones del mundo. La ficción tiene cosas buenas: prueba que las decisiones del espíritu y de la voluntad transcienden las circunstancias. El verdadero lugar de nacimiento es aquel en el que, por primera vez, se lanza una mirada inteligente sobre uno mismo (…).

Alguien cuenta la vida de alguien que no existió o que no existió así: Defoe inventa. Alguien cuenta una vida diciéndola suya y confiando en nuestra credulidad: Rousseau se confiesa. Alguien cuenta la vida de un ser que vivió antes: Marguerite Yourcenar escribe las memorias de Adriano, es Adriano en las memorias que le inventa. Ante estos ejemplos estoy yo, H., incógnito en esta inicial, mientras escolarmente copio e intento aprender, inclinado a afirmar que toda verdad es ficción, abandonándome, para decirlo, en seis testigos de verdad sospechosa y de mentira idónea que se llaman Robinson y Defoe, Adriano y Yourcenar y Rousseau dos veces. Particular-mente me fascina el juego geográfico que salta de Itálica (España, cerca de Sevilla) a Roma, de Roma a Londres, de Londres a York, de York a Ginebra y de Ginebra hasta el lugar donde nació Marguerite Yourcenar, que no lo sé ni voy a saberlo. Porque ella misma, lanzando palabras por encima de los siglos y de distancias menores que siglos, puso a Adriano a escribir: «El verdadero lugar de nacimiento es aquel en el que, por primera vez, se lanza una mirada inteligente sobre uno mismo». ¿Dónde, así, nació Defoe? ¿Dónde, así, nació Rousseau? ¿Dónde, así, nació Yourcenar? ¿Dónde nací yo, pintor, calígrafo, nacido muerto mientras no haya decidido dónde, cuándo y si una mirada inteligente fue lanzada sobre mí mismo? Falta saber si, de este modo descubierto el lugar de nacimiento, podremos recuperar y continuar la mirada de entendimiento o, al contrario, nos perderemos en nuevas geografías. Todo, probablemente, son ficciones: la vida auténtica de Adriano es lentamente aplastada, triturada, deshecha y recompuesta con otra figura, en la ficción de Marguerite Yourcenar. Podemos apostar, ganando, que de Adriano alguna cosa falta, quién sabe si sólo porque nunca se le ocurrió a Defoe ni a Rousseau escribir la biografía de aquel emperador romano que en Itálica nació, aunque la ficción oficial quiere que haya nacido en Roma. Si la ficción oficial suele hacer cosas semejantes, ¿qué cosas más extraordinarias aún no habrá hecho la ficción particular?

Reparando bien en estas sutilezas (¿existen realmente, o sólo en mi cabeza?), vengo a descubrir que las diferencias no son muchas entre palabras que a veces son colores, y los colores que no consiguen resistir al deseo de querer ser palabras. Así pasa mi tiempo, con el tiempo de los otros y el tiempo que a los otros inventó. Escribo, y pienso: ¿qué es hoy el tiempo para Defoe, para Rousseau, para Adriano? ¿Qué es el tiempo para quien en este exacto momento muere, sin haber sabido, por el saber del entendimiento, dónde nació?


Primer ejercicio de autobiografía, en forma de relato de viaje. Título: Las imposibles crónicas.

El título queda ya ahí como marca de prudencia, aviso de que no se deben esperar mundos y maravillas de un relato que con tanta cautela empieza. No es pequeña pretensión la de considerar que un rápido viaje por tierras de Italia confiere el derecho de hablar de ellas a alguien más que a unos amigos interesados y a veces reticentes por haberse quedado. Creo que de Italia no está dicho todo, pero desde luego sobra poquísimo para el viajero común, armado sólo de su sensibilidad y sospechoso de una parcialidad confesada, que sin duda le tapará los ojos ante sombras inevitables. Por mi parte declaro que siempre entraré en Italia en estado de sumisión total, de rodillas, digámoslo así, situación en que la mayoría de las personas no reparan porque es toda ella psicológica.

Delimitado así mi pequeño espacio, puestas a la vista las banderolas que marcan los puntos de partida y de llegada, ya nadie podrá objetar que donde escribió Pedro no puede escribir Pablo, y que donde mejores ojos vieron han de cerrarse todos los demás. Italia debía ser (perdóneseme la exageración si no tengo en ella compañeros) el premio por haber venido nosotros a este mundo. Una divinidad cualquiera, encargada realmente de distribuir justicias y no penas, y sabedora de artes, debería murmurarnos al oído al menos una vez en la vida: «¿Naciste? Pues vete a Italia». Tal como quien se dirige a la Meca o a lugares menos contestados para garantizar la salvación del alma.

Dejemos estos prefacios y entremos en Milán. Por una razón u otra, Milán estaba aún fuera de mi mapa de Italia, como si dos millones de habitantes y una superficie de casi doscientos kilómetros cuadrados fueran cosa insignificante. Pero también es verdad que las grandes ciudades no me atraen mucho: nunca hay tiempo bastante para saber lo que verdaderamente son, de modo que acabamos no sabiendo de ellas más que si fueran pequeños burgos limitados a una plaza, un duomo, un museo, y algunas estrechas calles que el tiempo apenas ha cambiado, o creemos que apenas las cambió, porque son viejas y calladas y nosotros no vivimos allí. A no ser que el viajero busque en las ciudades aquello que ya conoce de otras (la tienda, el restaurante, la boîte) con lo que las cosas aún se le reducen más, porque entonces es él quien se transporta dentro de una atmósfera protectora, a salvo de aventuras.

También yo, sin embargo, aunque no por las mismas razones, me limité a tomar posesión fugaz de un pequeño espacio de Milán, un polígono cuyo vértice más inmediato fue la plaza del Duomo, una catedral cuyo gótico flamígero, pese a su esplendor (o a causa de él) me deja frío. Los otros vértices de esta figura geométrica en cuyo interior decidí concentrar a Milán entera, fueron Brera, el castillo Sforzesco, la iglesia de Santa Maria delle Grazie y la Pinacoteca Ambrosiana. Supongo que no esperarán de mí un guía o rutero de obras de arte, y mucho menos una contribución provechosa para confirmar o contestar ideas ya formadas, directas o de segunda mano. Pero un hombre avanza por espacios que la arquitectura organizó, por salas pobladas de rostros y figuras -y ciertamente no sale siendo el que era al entrar, o más le valiera haber pasado de largo. Por eso me arriesgaré a decir de una manera sin brillo lo que los privilegiados han explicado sin duda en estilo grandilocuente o, con más provecho, en el discreto secretear de los catálogos.

De castillos sabemos bastante, nosotros, que tenemos el culto oficial de ellos. Pero nuestros castillos son, generalmente, edificaciones desnudas, de las que cuidadosamente han eliminado cualquier señal de vida, obedeciendo a una singular preocupación de mantenerlos exentos de las máculas del uso y del olor de la humanidad. El castillo Sforzesco es, por dentro, más un palacio que una fortificación, aunque raras son las construcciones que den, como ésta, tamaña impresión de fuerza, y pocas son tan manifiestamente guerreras. Las macizas murallas de ladrillo parecen más invulnerables que si fueran de piedra bruta. En el patio interior, inmenso, podrían evolucionar cabalgatas y cuerpos de ejército, y todo el edificio, rodeado por una ciudad tan gigantesca y tumultuosa, surge de repente, en el silencio de sus otros pequeños patios o de las salas transformadas en museos, como un paradójico lugar de paz. Pero, en una de esas salas, una exposición de Folon es un tentáculo insidioso del pulpo exterior: hombres-edificios, hombres-calles, hombres-números, hombres-herramientas avanzan sobre colinas rapadas a navaja, mientras los cielos se cubren de saetas curvas, entrecruzadas, que apuntan al mismo tiempo direcciones diferentes.

Pero hay también una felicidad, luminosa y vagamente aterradora, presente allí en el Museo de Arte Antiguo, instalado en el castillo, en la Sala delle Asse. Se entra por una puerta baja y estrecha, en arco, y los ojos clavados en línea recta poco ven, a no ser algo que parecen columnas pintadas en las paredes, todo alrededor. Es sólo una sala más, hasta que los ojos se alzan hacia el techo. Compadezcamos a aquellos a quienes no recorra un súbito y lancinante estremecimiento: están perdidos para la belleza. Toda la bóveda surge cubierta de un entrelazo vegetal, formando una inextricable red de troncos, ramas y hojas, donde, desde luego, no cantan aves, pero de donde baja, como un murmullo, tal vez el fantasma de la respiración de Leonardo da Vinci cuando, sobre el alto andamio, pintaba aquel árbol-selva. Ni la Pietà Rondanini de Miguel Ángel, unas salas más allá, pese a toda la reverencia con que la miré (cuatro días antes de morir, todavía trabajó en ella Miguel Ángel, estatua inacabada que pide y rechaza nuestras manos), me apartó de los ojos el paraíso creado por Leonardo da Vinci.

Y ahora hablaré de la Pinacoteca de Brera, porque allí están Los desposorios de la Virgen de Rafael y el escorzo terrible y riguroso del Cristo muerto de Mantegna, pero sobre todo a causa de lo que es mi mayor fascinación en la pintura italiana, Ambrogio Lorenzetti, que tiene aquí una suavísima Virgen y Niño envuelta en un manto adornado de flores inesperadamente estilizadas. Son de este mismo Ambrogio Lorenzetti aquellos dos maravillosos paisajes que están en Siena, «los más hermosos cuadros del mundo». De ellos volveré a hablar, cuando llegue el momento de abrirme Siena, como a todos los viajeros promete y con todos cumple, «las puertas de su corazón».

Y está la iglesia de Santa Maria delle Grazie. Allí mismo al lado, en el lugar que fue refectorio del convento de dominicos, está la Cena de Leonardo, ya condenada a muerte cuando el pintor le puso la última pincelada: la humedad del terreno comenzó inmediatamente su trabajo de corrosión. Hoy, transformó en pálidas sombras las figuras de Cristo y de los apóstoles, dispersó nubes sobre ellas, las desportilló en múltiples puntos como una constelación de estrellas muertas en un espacio luminoso. Es una cuestión de tiempo. Pese a los cuidados minuciosos que la rodean, la Cena agoniza, y, más allá del prestigio del arte incomparable de Leonardo, tal vez sea esa muerte próxima lo que nos hace aún más preciosa esta magnífica pintura. Cuando la dejamos, llevamos dobles razones para temer no volver a verla. Aunque no venga otra guerra a derribar una vez más el edificio, transformándolo en un montón de ruinas, de vigas erizadas, de cascotes, de ladrillos triturados. La Cena parece definitivamente prometida a otro fin.

Y ahora, antes de partir, le toca el turno a la Pinacoteca Ambrosiana. No es un gran museo, medio escondido como está en la Piazza Pio IX, a la que, a su vez, sólo una imaginación meridional se atrevería a llamar plaza, pero es allí donde está el perfil un poco labriego de Beatrice d’Este (¿o de Bianca-Maria Sforza?), con sus perlas adornando la red que le sostiene el pelo y la cinta que ayuda a prenderlo y que un hippy de hoy no desdeñaría. Pintó este retrato Giovanni Ambrogio de Predis, milanés que vivió en los siglos XV y XVI. Pero, sobre todo, en la Pinacoteca Ambrosiana, en una sala exclusiva-mente consagrada a este cuadro, está expuesto el enorme cartón de la Escuela de Atenas. Bajo una iluminación perfecta, el dibujo de Rafael prefigura, en la espontaneidad y en la ligereza casi imponderable de un trazo que es más claroscuro que línea, la sabiduría y la dignidad de las figuras que en la stanza del Vaticano soportan las rápidas miradas del turista.

Milán sólo puede ser esto para mí. Y también, por la noche, los grupos en la Galleria Vittorio Emanuele, jóvenes discutiendo con adultos, carabinieri vigilando, inquietud. Y las paredes de los edificios, a lo largo de la Via Brera, cubiertas de pintadas: «Lotta Continua», «Potere Operaio». Días después, cuando andaba yo por la Toscana, la policía milanesa entrará en la Università degli Studi, habrá violencia, heridos, detenciones, gases lacrimógenos. Y toda la prensa de derechas, conservadora, fascista o fascistizante exultará.


A esto que he escrito, lo llamé (primer) ejercicio de autobiografía, y creo no haberme engañado ni engañar (¿no será, en rigor, lo mismo haberme engañado y engañar?). En definitiva, las confesiones de Rousseau y las ficticias memorias o recuerdos de Robinson o de Adriano no pasan de dóciles acatamientos a las reglas de un género: todas comienzan en un punto común, al que se le da el nombre de nacimiento, y son, si nos fijamos bien, otras transpuestas historias que igualmente podían comenzar, aún más obedientes a la tradición, por «Érase una vez». Por mi parte, habiendo reparado, lo mejor de lo que soy capaz, en la inanidad del método clásico de biografiar(me), preferí lanzar sobre la transparencia del vidrio que soy los mil pedazos de la circunstancia, los sedimentos de la polvareda entre el aire y la nariz, la lluvia de las palabras que como la lluvia del agua acaba empantanándolo todo si cae en la cantidad requerida -para, cuando queda todo bien escondido, buscar los leves brillos, los dedos que llamando se agitan, y que son, los primeros, mi respuesta al sol, y éstos la frustración de no ser raíces dobles que, afirmadas en el suelo, prendieron también seguramente el espacio. Resumiendo: esconder para descubrir.

Tengo (o tuve en la adolescencia, y permanece en mí) la obsesión de la muerte, no tanto de la muerte como del morir. No sé si lo diría así, crudamente, considerando que nadie gusta de confesar cobardías, y ésta es la mayor de todas, precisamente porque nos acomete a solas, en silencio y a veces en completa seguridad: antes de quedarse dormido, cuando la habitación pierde sus dimensiones y ni los muebles amenazan, sin ningún enemigo que delante de los ojos nos apunte con un arma o aproxime la punta de un cuchillo. Probablemente no lo diría. Sin embargo, este primer ejercicio de autobiografía simulada me denuncia: cinco veces se habla de muerte y de morir, una vez se agoniza. Heme aquí, caracterizado; heme aquí, por este signo separado de mis semejantes, no sólo yo, naturalmente, porque esta malla negra es común a mucha gente, y así, por apariciones sucesivas, vendré (¿vendré?) a encon-trarme al fin individualizado, singular, definitivamente explicado, con todas las razones para colocar, cuidadoso, metódico, el último punto final de esta caligrafía. Aunque, por total escrúpulo, debiera reiniciarlo todo, para que quedara igualmente explicado el movimiento de ese punto final, encuadrado, enfocado y localizado el espacio mínimo en el que acabarán por converger la mirada y esa otra orden que desde el cerebro mueve los músculos de la mano para la presión necesaria sobre el papel, a fin de que quede sólo un punto y no un borrón o un mar de tinta. De un cerebro supuesto nada se puede decir, de un cerebro blanco como la hoja de papel finalmente no blanca. Porque el blanco no existe, tal como yo, pintor, ya sabía. Ninguna cosa no existente existe.

Por tanto no hay Dios. Son muchos los modos de saberlo, y me basta el mío. Cuando la imagen antropomórfica de la divinidad se perdió, se perdió todo. Ninguna tentativa hecha después para justificar la inmaterialidad puede realimentar o resucitar las creencias. Buenos dioses eran los griegos que se acostaban en las camas sudadas de los mortales y con ellos fornicaban, bueno era Moloch que demostraba su existencia alimentándose sustancialmente, a la vista de todo el mundo, de carne humana, bueno era Jesús hijo de José que andaba en burro y tenía miedo de morir -pero, acabadas estas historias, que eran historias de gente con su gente, Dios pasó a no tener lugar ni tiempo y no puede conseguir más que Defoe escribiendo y volviendo a escribir la vida de Robinson. Un Dios que no esté majestuosamente sentado en las nubes, un Dios a quien no tengamos la esperanza de conocer en persona una y trina, es un Robinson inventado, creador segundo de una religión de miedo que precisaba de un Viernes para ser iglesia.

Digo cosas que todos dicen, pero esta alfombra pisada y repisada que es la cultura, que es la ideología, que es también eso a lo que llamamos civilización, se compone de mil y un pequeños fragmentos, que son herencias, voces, supersticiones que fueron y así permanecerán, convicciones que ese nombre se dan y les basta -en esa alfombra que tiene el color de los diferentes colores que son los minúsculos fragmentos de lana, Pedro y Pablo apóstoles sacan la cabeza de mi ejercicio de autobiografía y sonríen como quien cree ser el último que sonríe. Y no son sólo ellos: ahí entro yo de rodillas en Italia; ahí hablo de la divinidad distribuidora de justicia; ahí marginalmente se levanta la Meca, adonde acuden peregrinaciones que ni siquiera culturalmente me afectan, como me afecta culturalmente según ahora me doy cuenta (ya era mi intención antes), la gente que va a Fátima y se arrastra (de rodillas) por las carreteras y en el recinto, pagando promesas, clamando pecados, alimentando a Moloch de otra manera. La sonrisa está primero, detrás viene la risa, y luego la carcajada. La religión es el cuarto lugar de la escala. Quien pueda entender, que entienda, como decía el hijo del carpintero cuando proponía adivinanzas a los amigos. Pero nada de esto evita que puesto un hombre a escribir de la manera más natural del mundo, sin propósitos apologéticos o contrarios, sin otra idea sino la de contar un viaje para luego llamarle ejercicio de autobiografía, las religiones que no tiene se le aparezcan entre las palabras, pidiendo voz y, no pocas veces, contradiciendo lo que también dicho es. Así las cosas, la duda que se me plantea es saber si somos nosotros quienes poseemos lo sabible del mundo o si somos, al contrario, cosa intérprete de ese sabi-ble/sabido que planea sobre la tierra como otra capa atmosférica y que sobrevive a la muerte de las civilizaciones y también a la de los dioses que ellas son o son ellas. En este tiempo de asombrosas mujeres, la Venus de Willendorf es aún probablemente una obsesión.

Un hombre avanza por espacios, por salas pobladas de rostros y figuras -y desde luego, no sale siendo el que era, o más le valiera haber pasado de largo. Esto dije en alabanza de los museos. Esto digo a la entrada de cada uno, para que no cause extrañeza cada nueva búsqueda del secreto o recado que dentro sé que está y que allí queda, incluso cuando ha aflorado, intacto. Esto digo a quien dice que son los museos instituciones anacrónicas, túmulos, depósitos mohosos, y que el arte debe salir a las calles y a las plazas. Tendrán razón esos que lo afirman. Y yo, pintor de tan mala pintura, carezco de autoridad artística para oponerme a estas razones. Sin embargo, me parece que son dos miradas diferentes aquellas del mismo hombre parado y confrontado en el silencio y en el resguardo del museo, o girando atento a las piedras que los pies pisan alrededor de la estatua de Gattamelata de Donatello. Esa cuestión de lo bueno o lo malo de los museos no pasa, quizá, de entre-tenimiento de eruditos y críticos. Todo se resume, en esta mi simple manera de ver, en saber dónde están las obras de arte, cómo se puede verlas, cómo se aprende a mirarlas, y, sobre todo, las razones por las que todo eso (estar, ver, mirar) debe ser hecho. Creo yo (y estoy seguro de que ningún cuadro mío será distinguido) que nadie va de buena gana a donde no tenga buenas razones para ir.

No ha sido fácil articular estas frases. Me recuerdo a mí mismo que no tengo hábito de escribir, que no domino ciertas habilidades de la escritura (adivinadas en el acto de la escritura, y pese a todo no sabidas, no dominables), pero compruebo que por este camino voy llegando a ciertas conclusiones que hasta ahora me resultaban inaccesibles, y una de ellas, por simple que parezca, se me presenta ahora en este punto de mi escritura, y viene a ser el contento de saber que puedo hablar de pintura, seguro de que la hago mala y eso no me importa, de que hablo de obras de arte, consciente de que mis trabajos no van a perturbar en nada los análisis y las discusiones de los entendidos. Es como si me dijera a mí mismo: «Me resbalan». El hombre sin talento es tan invulnerable como el genio, quizá más que él, pero no se ha demostrado que su vida sea menos útil. Curiosa conclusión ésta. Si no es sólo mía, si no es sólo una fácil autojustificación, si es y era ya antes un dato general que los dotados y hábiles nos han venido escamoteando para preservar sus diversos modos de dominio -todo en los museos merece ser salvado, los colores sobre la tela y la tela bajo los colores, el tejado que todo cubre y el guía que repite lo que le han enseñado, el suelo que pisa y la suela que lo pisa, el letrero que certifica el cuadro y la mano ausente que lo escribió.

Tantas palabras escritas desde el principio, tantos rasgos, tantas señales, tantas pinturas, tanta necesidad de explicar y entender, y al mismo tiempo tanta dificultad porque aún no acabamos de explicar y aún no conseguimos entender. En Milán, algunas paredes hablaban, decían palabras para mí insólitas, prohibidas en mi país de tristeza y miedo: «Lucha continua», «poder obrero». En Milán, la policía entró a la universidad, hirió, detuvo, y la prensa reaccionaria aplaudió y felicitó a las autoridades. Afirmo que los hombres no son hermanos, o mejor: los hombres no pueden ser todos hermanos. Rockefeller, Melo, Krupp, Schneider, Champalimaud, Brito, Vinhas, Agnelli, Dupont de Nemours, no son mis hermanos, ni los policías que los sirven son mis hermanos. Policías y financieros sí son hermanos unos de otros, aunque no hijos del mismo padre y de la misma madre. En Milán, los hermanos de esta hermandad, bastardos pobres y bastardos ricos, fueron felicitados por la bastardía de los periódicos. El mundo está viejo y dolorido.

¿Habré nacido entonces? No lo creo. Ya lo sabría antes, y no estaría hoy, al cabo de tantos años, interrogándome, repitiendo a Adriano, sobre la fecha y el lugar de mi nacimiento. Pero sin duda podría haber sido en aquel de los años de la guerra de España (1936-1939) cuando un policía de Lisboa me cogió con unos papeles en la mano, pobres y mal impresos rectángulos de papel, aún con la tinta húmeda, en los que se protestaba contra el envío de trigo para las tropas franquistas y se atacaba al fascismo, tanto el de fuera como al de dentro. Firmaba estos papeles un Frente Popular Portugués (influencia onomástica de Francia, sin duda, digo yo), que ni soñaba que lo fuese. Era una fiesta popular en las Amoreiras, y fui no sé por qué, tan poco dado soy y era a parrandas y alboroques, y para colmo solo, a un paso ya de la melancolía que después no remedié. Estaban los papeles en un mantoncito, sobre un murete bajo, y hoy puedo imaginar el sobresalto de corazón de quien allá los puso, así, tan acamados, para que se sirviera quien pasase y quisiese saber de crímenes. Yo era demasiado pequeño. Cogí los papeles todos y me acerqué a una luz para leer mejor. Había música, un tararí-tararí de banda de música, un estrado con gente que bailaba, luminarias, unas barracas de tiro al blanco, y algo más que no recuerdo. Pero recuerdo muy bien (odio viejo no se cansa, dijo Rebelo da Silva) la mano que me agarró bruscamente del brazo (con la violencia cayeron todos los papelitos al suelo) y la voz del policía. Apenas consigo recordar su cara. Sé que no era joven, han pasado bastantes años para que justamente muriese, y sólo me pregunto si habrá pensado después en lo que hizo, si a la hora de la muerte no sufriría un poco más por eso (si hay justicia y si crímenes mayores no tenía). Se inclinó para coger un papel, que leyó, me mandó que recogiera todos los otros y se los entregará, mientras seguía agarrándome del brazo con fuerza inútil, pues yo ni libre sería capaz de huir. Conocí entonces una forma de miedo que hasta entonces no sabía que existiera: el miedo de la víctima elegida, condenada sin juicio, el miedo del reo que nació para serlo. Estoy intentando definir hoy ese miedo de entonces, propenso a exagerar para aproximarme a lo inexpresable. «Vamos a la comisaría», dijo el guardia. Le juré que no había hecho nada malo, le supliqué que me dejara marcharme, que encontré los papeles y los leí para ver qué decían y nada más. El hombre quiso saber si alguien me entregó los papeles para que los repartiera «Andabas repartiéndolos ¿eh, desgraciado?») y yo le repetí, llorando, mi verdadera pero no verídica historia. Para el policía, mi verdad era la mentira. La gente que primero se había acercado, se fue alejando al ver que era cosa de política: no se limitaban a mirar de lejos, al contrario, hacían como si la cosa no les importara lo más mínimo, hoy sé que medrosas y felices por el peligro de que habían escapado. Y ahora me pongo a pensar si aún estaría allí quien había dejado los papeles sobre el muro, si me estaría mirando desde lejos con simpatía, y también con la esperanza de que no me hicieran demasiado daño. Me llevó a la comisaría, a muchas manzanas de distancia, metódicamente sacudido y amenazado, por calles en aquel tiempo y a aquella hora silenciosas. Una cosa tan sin importancia, sin crimen alguno -¿por qué este estremecimiento de rabia que apenas puedo dominar?

Fui interrogado por el jefe, yo de pie, él sentado. Luego me tuvieron encerrado en un cuarto más de dos horas. Allí ya no lloré. Estuve todo el tiempo quieto en una silla, casi a oscuras, mientras fuera los guardias hablaban y el jefe telefoneaba ahora sé dónde, dos o tres veces, preguntando siempre si querían que yo fuese «para abajo, o qué». Al fin me soltaron, diciendo que estaba de suerte, que «allá abajo» opinaban que no valía la pena. Pero se quedaron con mi nombre y domicilio. Llegué a casa muy tarde para lo que eran mis sencillos hábitos de entonces, y me riñeron e interrogaron para saber la causa del retraso. Me callé. Lo más seguro es que mis padres pensaran que aquella noche decidí perder la virginidad. Era verdad, pero no como ellos creían, la única que ellos podían creer.


Escribir en primera persona es una facilidad, pero también una amputación. Se dice lo que está ocurriendo en presencia del narrador, se dice lo que él piensa (si es que quiere confesarlo) y lo que dice y lo que hace, y lo que dicen y hacen quienes con él están, pero no lo que ésos piensan, salvo cuando lo dicho coincida con lo pensado, y sobre eso nadie puede tener seguridad. Si mis amigos fuesen figuras de novela, escrita no por mí o por uno de ellos, sino por alguien (el novelista) a nosotros exterior, bastaría a cada uno poder leer esa novela, y seríamos tan omniscientes como al novelista se le supone. Así, siendo ellos reales como yo soy, y como yo cerrados, o si abiertos no tanto que los otros puedan en verdad decir: «Lo sé», y sólo de mis pensamientos pudiendo dar parte en esta escritura que no es novela, me resigno a la ignorancia, a la impenetrabilidad de los rostros y de las palabras que esos rostros dicen (son los rostros los que hablan, son los rostros los que entienden) y de mis amigos continuaré hablando sin saber lo que piensan, sino sólo lo que dicen y sólo lo que hacen. Incluso así, con la condición de que lo digan y lo hagan ante mí, pues no sabré si será verdad lo que digan que hicieron y dijeron lejos de mí. Y si algo de eso me dijeran, no sabré si lo acordaron entre sí cuando uno invoque el testimonio del otro. Si este escrito no fuese en primera persona, yo habría encontrado la más perfecta forma de engañarme: de esa manera imaginaría todos los pensamientos, y con ellos todos los actos y palabras, y sumándolo todo, creería en la verdad de todo, e incluso en la mentira que en ello hubiera, porque también sería verdad esa mentira. La verdadera mentira es lo no sabido, no lo que sólo fue formulado de acuerdo con aquella centésima de las cien maneras de formular a la que es frecuente llamar mentira.

Mostré a Adelina mi relato de viaje, aislado, evidentemente, de las restantes páginas de antes y después. Sentí una satisfacción maliciosa mientras la veía leer, sentada ante mí, tranquila, con las piernas cruzadas, tan segura de sí, cuando yo sabía (única persona sobre la Tierra en saberlo) que páginas antes ella era más que la figura para mí visible y para sí misma sensible, porque era algo que yo solo manejaba, que atraía hacia mí o lo apartaba, sin que ella lo supiese, sin que lo pudiera adivinar. Descubrí que mi sensación (¿diré mejor impresión?) no era sólo maliciosa, sino una expresión de malicia real (maldad, mala índole), algo que probablemente sentiría el señor ante el esclavo, el amo del ingenio y, si dije real, el rey. Era motivo para aver-gonzarme y afortunadamente me avergoncé. Puedo acostar a Adelina desnuda en mi cama, pero no puedo sofaldearla brutalmente.

«No sabía que tuvieras habilidad para escribir.» Fue lo que dijo al posar los papeles en el regazo. Había una expresión de extrañeza en sus ojos (¿tienen los ojos expresión, o ella sólo les es dada por aquello que los rodea, las pestañas, los párpados, las cejas, las arrugas?) y una interrogación planeando que podía haber puesto yo al final de su frase si de ella tuviera seguridad bastante. «Decidí escribir unos recuerdos de viaje mientras no me salga otro encargo.» «Pues está bien contado. No es que yo entienda mucho de eso, pero parece bien contado.» Hizo una pausa, y luego, apartando de mí los ojos, añadió: «No entiendo por qué has llamado al artículo (porque es un artículo ¿no?) primer ejercicio de autobiografía. ¿Cómo puede una narración de viaje ser una autobiografía?». «No sé si se puede, no estoy seguro, pero no encontré nada más interesante que contar.» «O es el relato de un viaje, o es una autobiografía. ¿Y por qué tienes que escribir tu autobiografía?»

La lógica en persona, bien sé que en esto influye mucho mi sensibilidad y mis melindres, pero la pregunta, aunque Adelina no sea habitualmente agresiva, podía estar en el lugar de ésta: «¿Qué puede haber en tu vida que valga la pena de contar?». Ni ésta ni aquélla tenían respuesta que yo pudiera dar, y menos aún si a ella se le ocurría añadir: «¿Y a quién?». Por eso me agarré a la alternativa que Adelina había propuesto antes: «O es el relato de un viaje o es una autobiografía»: «Creo que nuestra biografía está en todo lo que hacemos y decimos, en todos los gestos, en la manera de sentarnos, en cómo andamos y miramos, cómo movemos la cabeza o cogemos un objeto del suelo. Es eso lo que la pintura quiere hacer. No hablo de la mía, claro». Vi que Adelina se ponía colorada: «También podías hablar, digo yo». Me dio pena y corté inmediatamente: «Bueno si es así, un relato de viajes sirve tan bien para el efecto como una autobiografía en buena y debida forma. La cuestión está en saber leerla». «Pero quien lee un relato de viaje es eso lo que lee, y no se le pasa por la cabeza buscar lo que no le digan que allí está.» «Tal vez se debiera hacer una prevención general. Si la gente no necesita que le digan que un cuadro tiene dos dimensiones y no tres, tampoco debería necesitar que la avisaran de que todo es biografía, o mejor, autobiografía.» Adelina juntó cuidadosamente los papeles y me los entregó: «No has numerado las páginas». Claro que no las había numerado. Había copiado sólo algunas para mostrár-selas. No iba a denunciarme. «Lo que dices es interesante, pero no puedo discutir contigo. Realmente no imaginaba que tuvieses esas ideas.» «¿Qué ideas?» «Ésas. Escribir, pensar sobre lo que se escribe. Te veía sólo pintando.» «Y mal.» «Yo nunca dije eso.» «Pero es lo que piensas. Es lo que piensan todos.»

De repente me encontré diciendo lo que no quería, lo que nunca pensaba decir. Adelina se levantó, colorada otra vez, como si yo la hubiera ofendido. Y esa impresión mía fue tan fuerte que le pedí disculpas. Ella avanzó hacia mí y dijo lo que no debía haber dicho: «Tonto», e hizo lo que no debía haber hecho: me dio dos palmaditas en la mano (tengo dos manos, y siendo así, debería decir en qué mano me dio Adelina las palmaditas, pero parece que esto no se suele explicar cuando se escribe, a no ser que resulte indispensable, como sería si uno tuviera esa mano herida o dañada y tuviera que quejarse, cosa que, por otra parte, podría ser importantísima, fundamental para el resto de la historia -si yo estuviera escribiendo una historia). Me limité a preguntar: «¿Qué, vamos?». «Vamos.» Habíamos acordado cenar juntos, y Carmo quedó en aparecer en el restaurante, tal vez con Sandra que, según me informó Adelina, sonriendo sin ironía, andaba haciéndole algún caso: «Para divertirse», dije yo sin prestar la menor atención. Y ella, como quien piensa también en otra cosa: «La gente lo necesita». Ciertas frases de Adelina, dichas así, con esta sencillez, me intrigan. Diré incluso que hay en ellas algo de irritante, o ácido, o corrosivo, o abrasivo, y, pese a todo, trasladadas al papel, tal vez nada de esto muestren o denuncien. Oyéndolas, me siento un poco como traicionado: hay en ellas un proyecto de alejamiento, que, en estos términos, sólo podría ser mío, una vez que siempre he pensado que la ruptura, cuando llegase, le llegaría a ella y no a mí, porque de mí partió la voluntad. Mientras bajábamos la escalera, ella delante y yo atrás, oyendo el golpeteo de los tacones, seco y breve, en los peldaños, a mí mismo me repetía la frase y la interrogaba. «La gente lo necesita.» ¿Qué es lo que precisa la gente cuando se junta? ¿Qué pasaron a precisar o precisaban ya antes y no sabían cuando se separan? Comprendí que estábamos llegando al fin de nuestra pequeña caminata juntos, no tanto porque yo lo quisiera (un poco distraído siempre, un poco ajeno), sino porque ella se había cansado y tendría dificultad en decir de qué, lo que sería una razón más para que la ruptura no se retrasase, antes de que el tiempo, por haber pasado, requiriera otras explicaciones, cada vez más inútiles y cada vez más imperiosas, si un gesto simple y en cierto modo recatado no pusiera punto final donde nada más había que decir.

Ya en el coche, Adelina preguntó: «¿Cuándo hiciste ese viaje?». «Hará unos dos años.» «¿Piensas escribir más?» «Es posible. No he pensado en esto al empezar a escribir, pero quizá siga.» Nos quedamos callados unos minutos. Fue ella quien volvió al asunto: «Deberías publicar en un periódico, o en una revista». Hizo una pausa y añadió: «Pero quitando el título, eso de ejercicio de autobiografía. La gente no iba a entenderlo». Otra vez «la gente». Curiosa manera de hablar. Decidí cortar la charla de raíz: «Nunca se sabe lo que la gente necesita o entiende». De reojo, vi que Adelina volvía la cabeza hacia mí. Oí o noté que respiraba hondo, como quien se ha decidido a hacer una pregunta sólida, pero luego noté u oí que se distendía, y la claridad de su rostro disminuyó al volver a mirar de frente. No hablamos más hasta el restaurante.

Carmo y Sandra estaban ya sentados, poéticamente saboreando queso fresco y vino. Esta clase nuestra aprecia los restaurantes así, populares ma non troppo, con manteles floreados y azulejos en las paredes, con gente popular sirviendo y cocinando. No obstante, y no sé por qué misterio, la clientela tiene siempre ese aire que decimos civilizado, con algunos detalles de inte-lectualidad y de simplicidad pretenciosa, que es la nueva forma de ser cosmopolita en un tiempo en que todos lo son o van camino de serlo. Carmo tenía los ojos brillantes y el befo reluciente. Sandra reía como quien acaba de encontrar algo en gracia, pero yo, que creo conocerla lo bastante para entender esto sin dificultad, la veo también furiosa por nuestro retraso, que la obliga a exhibirse con un viejo. Mientras nos acomodamos, miro fríamente a Carmo. No le deseo mal ninguno, hasta lo aprecio, pero es a mí a quien detesto, viéndome en él, dentro de unos años, viejo también yo, ¿y con quién al lado? ¿Quién se divertirá conmigo entonces? ¿Qué hombre más joven, por poco que lo sea, se sentará frente a mí y me mirará así? Sandra cortó la conversación dejando a Carmo con la frase a medias. Viene el camarero con la carta, elegimos los platos, lo vamos acomodando todo, el vino, alentejano y bueno, la paz sea con nosotros.

Mediada la cena, Sandra, inconsecuentemente, se había vuelto de nuevo un terrón de azúcar para Carmo. Cierto es que me iba dando pataditas, pero no creo que hubiera más intención que hacer notar lo mucho que le divertía jugar así con Carmo. Y mi (más) viejo (que yo) amigo estaba, como tantas veces oía decir de niño, en el séptimo cielo. (Recuerdo que a esto se añadía «y uno oxidado», enigma que era y sigue siendo para mí el significado de este «oxidado», que sólo por amor a la verdad refiero y por ignorancia no explico.) Mandan las reglas de nuestro juego mundano no hacer preguntas cuando se topa con amigos en trance sentimental: ellos lo dirán cuando lo encuentren necesario, si lo encuentran necesario, porque tampoco son pocas las veces que los hechos consumados se encajan en el trote diario de todos nosotros, sin explicaciones ni interrogantes. En este caso, el noviazgo era sólo una repetición agravada de episodios anteriores. Pero Carmo, probablemente, tenía sus propias razones: a primera vista tenía veinte años menos, un fuego que parecía abrasarlo por dentro y que no era sólo del vino. Feliz Carmo. Si consigue a Sandra al menos ocho días, o muere o entra en la inmortalidad.

Dijo Adelina: «¿Sabéis que H. (aquí mi nombre) está escribiendo unas descripciones del viaje que hizo a Italia hace dos años?». Sandra, cortés: «¿Sí?». Carmo, sorprendido, pero risueño e infatigablemente feliz: «¿De veras?». Miré a Adelina lentamente, empujando sus ojos con los míos: «No era para contarlo». «Nunca hablas de tus cosas. Estamos entre amigos, y seguro que no querías que fuera un secreto.» Levanté la copa de vino, lo moví un poco: «Nunca hablo de mis cosas, estoy entre amigos, y no quería que fuera un secreto. O tal vez sí. Era un asunto que tenía que resolver yo, y tú lo resolviste por mí». El ataque era innecesariamente violento. Añadí: «Pero no tiene importancia». Sandra agitó sus brazaletes para apartar la sombra que planeaba sobre la mesa, y preguntó a Adelina: «¿Lo has leído? ¿Te ha gustado?». «Muchísimo.» El juicio, así sencillamente comunicado, me gustó: mis ojos, arrepentidos, acariciaron los ojos de Adelina, pero pronto me encogí, porque algo como una sonrisa pasó por el rostro de ella, y eso, fuese lo que fuese, significaba que había dejado de estar a la defensiva. Fue entonces cuando Carmo, inclinado hacia mí desde el otro lado de la mesa (lo que le permitía apoyar el brazo provechosamente en el seno izquierdo de Sandra), disparó a bocajarro: «Escribe. Yo te lo edito». Sentí una especie de empellón en las entrañas, localizado en la región del plexo solar, y le contesté: «Estás loco. A no ser que seas tonto». Y él: «Lo dicho: escribe y te lo edito. Haz un libro, y yo te lo publico. Y hasta te pagaré derechos de autor». Claro que Carmo no iba a perder la oportunidad de publicar al Hemingway que ante él estaba, no iba a perder a Sandra, no iba a perder el brazo y el seno. Aplacé la conversación: «No estáis bien de la cabeza. Y tú, como edites así, te vas a cargar el negocio. ¿Cómo sabes que tiene interés lo que he escrito? El hecho de que le haya gustado a Adelina no significa nada. Ella no es tu lectora, ni tú, que yo sepa, crees en la opinión de lectores». Carmo aceptó, prudente, la reserva: «Está bien. No lo he leído, no puedo opinar. Pero cuando acabes de escribir me lo pasas para que lo lea, y si tiene interés suficiente, está dicho, te publico el libro». Sandra, como si formara parte de mi juego, se volvió bruscamente hacia Carmo y le dio un beso en la mejilla congestionada. No tiene importancia; entre nosotros los besos no tienen importancia. Sin embargo, creo yo, aquella noche Carmo se acostó por primera vez con Sandra,


Segundo ejercicio de autobiografía en forma de capítulo de libro. Título: Yo, bienal en Venecia.

Durante la proyección de Muerte en Venecia, se me ocurrió preguntarle mentalmente al realizador cuándo se dispondría a mostrar, aunque fuera a contrapelo, uno al menos de los «lugares notorios» de la ciudad: la Piazza San Marco, los Mori de la Torre del Reloj, el Campanile, la Loggetta de Sansovino, el palacio de los Dogos, la fachada o las cúpulas de la Basílica. Pero el filme fue avanzando, llegó a la última bobina, y ni una sola concesión a las tentaciones del pintoresquismo fácil. ¿Por qué? Dejé el interrogante en el aire a la espera de que el azar me diese una respuesta un día. Pero no la esperaba tan pronto.

La primera vez que estuve en Venecia pasé el tiempo descubriendo personalmente la epidermis de la ciudad, poniendo escrupulosamente los pies y los ojos donde millones de otras personas habían puesto ya los suyos. Por esta inocente falta de originalidad tíreme la primera piedra quien nunca haya cometido otras mayores. Esta vez, no obstante, vueltos a visitar todos los lugares conocidos y nuevamente certificado de las excelentes razones turís-ticas de Venecia, decidí volver la espalda a las magnificencias ribereñas del Canal Grande y penetré en el interior de la ciudad. Huí deliberadamente de los espacios abiertos y me dejé perder, sin mapa ni rutero, por las calles más tortuosas y abandonadas (las calli), hasta dar por mí mismo con el corazón oscuro de una ciudad que al fin se me revelaba. Y fue entonces cuando creí (y creo ahora) haber entendido la actitud de Visconti: si por acto de magia quedara desprovista Venecia de todo cuanto de obvio la ilustra a los ojos del mundo, su fascinación particular permanecería intacta. La película Muerte en Venecia transcurre en la única Venecia real: la del silencio y de la sombra, de la negra franja que el agua de los canales dibuja rozando las fachadas, la del olor insidiosamente pútrido de una humedad que ningún sol levanta. De cuantas ciudades conozco, Venecia es la única que manifiestamente muere, que lo sabe, y, fatalista, no le importa mucho.

El último día llovió. El Canal Grande era un río grande y parecía latir, y la corta marea, forzada por el viento, gargarizaba en el piso de la plaza de San Marcos y junto a las puertas de la Basílica. Venecia fluctuaba como una balsa inmensa, se hunde, no se hunde, sostenida, milagrosamente, en último instante, por cualquier puente minúsculo allá en los confines de la ciudad. Pero, como mi desquite contra lo inevitable, me vino al recuerdo aquel cuadro de Fabrizio Clerizi que muestra a Venecia sin agua, con sus edificios erguidos sobre altísimas estacas, mientras el fondo del Adriático se cubre de la misma niebla que antes diluía la ciudad, abierta ahora, en las alturas, al sol.

No entro en la polémica de la Bienal. Entre las protestas frenéticas y las apologías apasionadas, vagabundeo con mis pequeños instrumentos de aprehensión, aceptando y rechazando (cuántas veces aceptando y rechazando sucesivamente, o viceversa), y guardo en mí la memoria de un caos perturbado, que, visto ahora de lejos, me aparece singularmente armónico.

No podré olvidar los pájaros de Trubbiani, construidos de cinc, aluminio y cobre, estas aves de alas largas, sujetas a mesas de tortura, inmovilizadas en el instante anterior al de la muerte, al grito-graznido que nos vemos obligados a construir en nuestro propio cerebro. Y temo mucho que mis noches me reserven pesadillas dentro del Cuarto de niños del austriaco Oberhuber: una sala sofocada, vacía, de paredes tapizadas de tela todo alrededor, con niños gigantescos pintados en tonos vagos, casi evanescentes ellos, pero silenciosa-mente aterradores.

¿Qué más debo registrar aquí? La Cultura bovina, del brasileño Espíndola, formas de arte ambiental que detuvieron singularmente mi visión, tacto y olfato; las fibras de vidrio del canadiense Redinger, cilindros arrugados, dispersos por el suelo, como gusanos gigantescos y ciegos; las maderas pintadas del Ciclo de las cinco estaciones, del yugoslavo Otasevic; las Personas, del polaco Karol Broniatowski, decenas de figuras humanas de cartón o pasta, en tamaño natural, desnudas pero envueltas en papel de periódico, dispuestas en todas las posiciones imaginables, en el suelo, sentadas, acostadas, suspendidas del techo en racimos, invadiendo el espacio por donde los visitantes circulan, como si quisieran agredirlos, abrazarlos, poseerlos; los bronces del húngaro Andras Kiss Nagy, como formaciones prismáticas de basalto; los aguafuertes del uruguayo Luis Solari, casi todos minúsculos, goyescos, donde las figuras humanas son sustituidas o se hacen acompañar por dobles animales; las hediondas fotografías de la americana Diane Arbus, o lo hediondo fotografiado.

Por estas referencias podrá verse cuán sensible fui a obras que, de una manera u otra, radican en el expresionismo exaltado y polémico; apunto el hecho como resultante probable de una inclinación personal, temperamental, y no como una tentativa de juicio de valor, que, decididamente, no me propondría. Al salir de los Giardini di Castello, donde la Bienal dispersa fatigadamente sus pabellones, se acerca ya la partida de Venecia. El vaporetto se abre camino con dificultad en las aguas turbias y agitadas, a lo largo de la Riva del Sette Martiri y de la Riva degli Schiavoni, adonde acabo por salir. Una melancolía desamparada cubre toda la ciudad. La fachada del Palacio Ducal, que a la luz del sol es de un pálido color naranja, pasa, con la lluvia, a ser de un rosa-viejo y se vuelve fragilísima. Bajo la arcada que da a la Piazzetta, sentados en el banco de piedra que corre a lo largo de todo este lado de la fachada, cinco muchachos americanos, de esos a quienes simplificando llamaríamos hippys, reposan dormitando, apoyados unos en otros, en una fraternidad que oprime el corazón.

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