Me despido de los Tetrarcas, los guerreros de pórfido, egipcios o siríacos, embutidos en la esquina de la Basílica, junto a la entrada de la Porta della Carta. Vinieron de lejos estos hombres de armas que se abrazan fraternalmente como los hippys, pero se quedaron aquí, mirando de hito en hito a las multitudes, agarrando el puño de la espada, mientras la mano libre se afirma, pacífica en el hombro del compañero. Amo a estos Tetrarcas. Paso los dedos por la piedra roja en señal de despedida, y sigo adelante. ¿Hasta cuándo?
El día 11 de marzo de 1944 (va a hacer treinta años) cayeron bombas sobre Padua. La iglesia delli Eremitani quedó destruida casi por completo; así desaparecieron o fueron damnificados los frescos de Mantegna sobre la historia de Santo Iago (el pintor tenía diecisiete años cuando se encontró, con sus colores y sus pinceles, ante la superficie desnuda de la pared). Miro lo que queda del mundo pictórico de Mantegna, las arquitecturas monumentales, las figuras amplias y robustas como paisajes rocosos. Estoy solo en la iglesia. Oigo los rumores de la ciudad que ha olvidado la guerra, el zumbido de los aviones, el estruendo de las bombas. Cuando me decido a salir, entra un matrimonio de viejos ingleses, altos, secos, arrugados, iguales. Como quien está en casa conocida, se dirigen a la Capella Ovetari, la de Mantegna, y se quedan allí mirando.
Pero Padua (la ciudad de San Antonio y de Gattamelata, la estatua ecuestre de Donatello que parece no haber sido vista por ninguno de los que hoy en Portugal hacen estatuas ecuestres) es, sobre todo, la Capella delli Scrovegni, donde Giotto pintó los frescos de la Vida de la Virgen, de la Vida de Jesús, de la Pasión, Ascensión y Pentecostés y un Juicio Final.
Tal vez estas pinturas no tengan el frescor narrativo del ciclo de la Vida de San Francisco, también de Giotto, en Asís, pero no sé qué mejor estilo podría convenir al nido tibio, a la perfecta dimensión que es la Capella degli Scrovegni. Las figuras se muestran reservadas, a veces hieráticas, pertenecen a un mundo ideal, premonitorio para Giotto. En un mundo así descrito, lo divino se cierne serenamente sobre las cosas y las vicisitudes terrestres como una predestinación o una fatalidad. Nadie sabe allí sonreír con los labios, quizá por incapacidad expresiva del pintor. Pero los ojos, hendidos, de párpados anchos y pesados, parecen muchas veces resplandecientes de espíritu y hay en ellos una cordura mansa y benigna que hace que las figuras se yergan encima y más allá de los dramas que los frescos relatan.
Mientras recorría una vez, y otra, y una más, la capilla, siguiendo por su orden los tres ciclos, me sorprendí con un pensamiento que todavía ahora no consigo desdoblar y examinar. Más que un pensamiento, fue un anhelo: poder dormir una noche allí dentro, en medio de la capilla, despertar antes del amanecer, y ver surgir de la oscuridad, poco a poco, como fantasmas, los grupos procesionales, los gestos, los rostros, aquel color azul de miniatura que es sin duda un secreto de Giotto, porque no existe en otro pintor. O no existe mientras lo miro a él.
Nadie crea que hay en mí una vocación religiosa que se denunciara de este modo. Se trata más bien, y muy terrenalmente, de querer saber cómo puede nacer un mundo.
Si soy capaz de ser, al mismo tiempo, o sucesivamente, autor y juez de mis autos (actos), creo que la oferta de Carmo tuvo alguna influencia en este segundo ejercicio. Hay en él (o al menos me lo parece) otro y mejor aliento narrativo, más cuidado en el estilo, y aquel aire compuesto de quien ya se sabe observado. Ambos ejercicios están vinculados, tanto en el tiempo que describen como en el tiempo en que los escribo, pero el primero resulta desprevenido, libre, inocente, y este de ahora se ha vuelto literario, no sé si para bien o para mal. Diré que mal es quizá la preocupación de ennoblecer el gesto y la frase, ahora expresiones vigiladas, no naturales, no fluyentes, y que bien habrá sido la misma vigilancia que permitió decir cosas un poco más inteligentes, un poco más atentas, un poco más próximas -y por eso, probablemente, personales. Si así es, gran desconfianza merece la espontaneidad, y trabajados loores merecería el artificio, ese, por tanto, arte, artefacto y, como se dice en el Alentejo (o se decía en los tiempos en que también esto se decía), artemages, que en seguida se ve que es manera popular de designar las artes mágicas. ¿O sería mejor arte de imágenes? Como aún no he olvidado del todo que soy pintor, me place esta hipótesis final: la de llamar artemages a la pintura. Cuánto más hermoso es el nombre de artemagista que el de pintor, cuánto más riguroso para el caso, si pintor para tanto y tan diverso da y tan lejos de la pintura.
No dudo de que sea grande mi ingenuidad. Ni estas prosas lo merecen ni Carmo pensó verdaderamente en publicar unos pocos textos que no vio y que rehuirá ver, pasado el alcohol y la perturbación. Al lado de Sandra, sintiéndole el seno pesado y tal vez tocándole la pierna, Carmo se habría declarado voluntario para el espacio, primero en la historia, si Gagarin hubiera caído enfermo en el último momento y la Unión Soviética no dispusiera de otro astronauta. Hay muchas maneras de hacer héroes y gente buena: la dificultad está en encontrarlos en el momento mínimo en que tres o cuatro vectores, antes desconexos, se encuentran en el espacio óptimo. Es mínimo ese momento, y es sabido que el punto de encuentro es igualmente punto de cruce, y también que los factores, apenas se encuentran, se dispersan para nunca jamás, salvo si, como me enseñaron en la escuela, el espacio es infinito y circular o esférico, y en consecuencia repetible el encuentro. Simplemente, ninguno de nosotros estará ya en ese precario punto: el tiempo no podría esperar tanto tiempo. Para el caso, hay aún una esperanza: mientras Sandra, por no sé qué capricho o desconsuelo íntimo esté o parezca estar interesada en Carmo, la promesa, la garantía, el casi juramento no podrá ser olvidado. Carmo no querrá quedarse por debajo del escalón que aquella noche subió. Sólo hay una manera de hacer Quijotes: hacer los ideales mayores. Sólo hay una manera de retardar el tiempo: vivir el tiempo de antaño. De una cosa y otra se aprovechan los hábiles, ése no es mi caso, que de los escritos de Italia no volveré a hablar con Carmo.
Daría probablemente todo mi arte de pintor (verdad es que no daría mucho, pero daría cuanto tengo) por conocer las profundas razones que llevan a las personas a escribir. Lo mismo se diría de pintar, pero vuelvo a decir que escribir me parece arte de otra mayor sutileza, tal vez más reveladora de quien es el que escribe. Puedo jurar que en Venecia (y quien lo dude puede buscar los catálogos) estaban realmente aquellos pájaros de que hablo, las aves de Trubbiani, hechas de cinc, aluminio y cobre, atadas a mesas de tortura, con las alas medio arrancadas, el dispositivo mecánico que funciona ajustadamente y que va a accionar una hoja de guillotina o a disparar un revólver o sólo prolongar una lenta agonía. Pero ¿por qué me fijé en eso, por qué eso fue lo que (se) me fijó, hasta el punto de ser lo que primero mencioné y de esta manera me denuncia? No lo sabía cuando lo escribí, lo sé ahora al volver a escribir (lección importante: nada se debe escribir una vez sola). En verdad, me denuncié, pero nadie lo iría a adivinar, porque la primera vez se usa siempre una lengua secreta que todo dice y nada permite entender. Sólo la segunda lengua explica, pero todo volvería a quedar oculto si el código de la primera lengua, en ese preciso momento, fuese olvidado o perdido. La segunda lengua, sin la primera, sirve para contar historias, las dos juntas forman la verdad. ¿Qué fue entonces lo que denuncié? Denuncié una tortura practicada largos años ha, mucho antes del episodio de la policía y de los papeles del Frente Popular Portugués. Cómo el tiempo puede ser tanto. Se dice que hay una crueldad infantil específica, hay también quien lo niega. Por mi parte, si a la discusión me llaman, digo que sí hay esa crueldad, si el propio individuo sentencia da en lo que a juzgar la supuesta crueldad en otro tiempo y en otras circunstancias se refiere. En tiempo y circunstancias diferentes, pero en el lugar exacto, creí y así concluí.
En lo alto de un árbol (olivo, para decirlo todo) hay un pájaro. Un pardillo. Abajo, con un tirador en las manos, moviéndose lentamente, un chiquillo. El cuadro es clásico, y el objetivo simple. Ninguna crueldad: los pardillos nacieron para ser apedreados, y los niños para apedrear a los pardillos. Así es desde el principio del mundo, y, del mismo modo que los pardillos no han emigrado a Marte, tampoco los chiquillos se han recogido a conventos, aplastados por los remordimientos. (Cierto es que eso le aconteció al piloto que lanzó la bomba atómica sobre Hiroshima [¿o sería quizá la de Nagasaki?] pero la excepción, esta vez, no confirma la regla.) Dicho esto, tensas las gomas, hecha la puntería, allá va la piedra. Pero el pardillo no cayó. No cayó y tampoco alzó el vuelo. Se quedó en la misma rama, en el mismo sitio, piando de una manera que parecía indefinida, pero que, como se supo más tarde, era de abandono. La piedra le había pasado al lado, arrancando dos hojas de olivo que fueron cayendo, oscilantes, como péndulos de un hilo que ampliamente se fuera distendiendo hasta el suelo. El chiquillo se quedó sucesivamente molesto, asombrado, contento. Molesto porque había fallado, asombrado porque el pardillo no había alzado el vuelo, contento por esta misma razón. Otra piedra al tirador (también llamado tirachinas), nueva y más primorosa puntería, y el rápido ruido de la fricción del aire, el zumbido. Disparada en vertical, la piedra rebasó el árbol y se convirtió en un punto negro que se fue reduciendo contra el fondo azul del cielo, casi en la frontera blanca de una pequeña nube redonda, y, llegando a lo alto, se detuvo un instante, como quien aprovecha para ver el paisaje. Luego, como un desmayo, se dejó caer, decidido ya el punto en que otra vez iba a acomodarse en la tierra. El pardillo seguía en la rama. No se había movido, ni se había enterado, el pobre, piaba sólo y sólo sacudía las plumas. De molesto-asombrado-contento, pasé a sentirme sólo avergonzado. Dos piedras, un pájaro quieto y vivo. Miré a mi alrededor, para ver si alguien era testigo de mi pobre puntería. El olivar estaba desierto. Se oían sólo cantos rápidos de otras aves, y quizá, allí a pocos metros, un lagarto verde, a la entrada del agujero, en el escondrijo de un árbol, me mirara con sus ojos fijos y pétreos, tratando de percibir lo que veía. Voló la tercera piedra, y otra, y otra. Siete u ocho piedras fueron disparadas, cada vez menos firmes, cada vez con más trémula mano, hasta que, sin que el pardillo se hubiera movido, sin que hubiese dejado de piar, una piedra al azar, sin fuerza casi, le dio en pleno pecho. Cayó el ave de rama en rama batiendo las alas, con ese rumor afligido de quien se despide de la elástica firmeza del aire, y acabó cayendo a mis pies, sacudiendo en espasmos las patas y abriendo como dedos las apenas formadas rémiges (rémiges, artemages, esta lengua no es la nuestra). Era un pardillo joven, que aquel mismo día debía de haber abandonado el nido por primera vez, tan joven que aún tenía la boquera amarilla en el pico. Había conseguido reunir fuerzas para volar hasta aquella rama y allí se quedó, para recobrar energías en las alas y en su pequeña alma. Qué hermosas, vistas desde encima, las copas redondeadas de los olivos, y a lo lejos, si vista de pardillo no engaña, aquellos otros árboles que eran fresnos y chopos, plantados en fila, cubiertos de hojas que parecían manitas llamando a alguien o abanicos que hacían nacer el viento. Levanté al pardillo del suelo. Lo vi morir en mis manos en cuenco, velarse primero la pupila negra, luego el párpado casi translúcido moverse de abajo arriba y quedar así, dejando sólo una rendijita por donde la mirada pasó aún, en la última película del tiempo que restaba. Murió en mi mano. Primero estuvo en ella vivo, y luego murió. Volvió a morir en Venecia, preso con grilletes y candados a un banco de tortura. La cabeza, un poco de lado, volvía hacia mí un ojo dilatado de horror. ¿Qué muerte es la verdadera? Viajando hacia atrás en el tiempo y desplazándose entre tanto en el espacio, sobre Italia y Francia, y España, o planeando, muerto, sobre las aguas rejuvenecidas del Mediterrá-neo, el pájaro de Trubbiani, de cobre y aluminio, fue a posarse en la palma de mi mano, a ocupar el lugar del cuerpo aún tibio, pero ya enfriándose, del otro pájaro asesinado. En el olivar caliente y callado, el niño empieza a distinguir que los crímenes son y tienen dimensiones. Se lleva a casa el pardillo muerto y lo entierra en el huerto, junto a la valla adonde no llega el azadón: un túmulo para la eternidad.
Lo que aún no está, lo que vino y transita, lo que ya no está. El lugar, sólo espacio y no lugar, el lugar ocupado y, por lo tanto, nombrado, el lugar otra vez espacio y depósito de lo que queda. Ésta es la más simple biografía de un hombre, de un mundo y tal vez de un cuadro. O de un libro. Insisto en que todo es biografía. Todo es vida vivida, pintada, escrita: el estar viviendo, el estar pintando, el estar escribiendo: el haber vivido, haber escrito, haber pintado. Y lo que hubo antes de todo esto, el mundo aún desierto, esperando o preparando la venida del hombre y de otros animales, todos los animales, las aves de carne blanda, y plumas, y cantos. Un enorme silencio sobre las montañas y las llanuras. Y luego, mucho más tarde, el mismo silencio, sobre montañas y llanuras ya diferentes, y también sobre las ciudades vacías, durante algún tiempo todavía con papeles sueltos empujados por las calles por un viento interrogativo que sale al campo sin respuesta. Entre las dos imaginaciones, la que antes lo requiere y la que luego amenaza, está la biografía, el hombre, el libro, el cuadro.
Retirada el agua del Mediterráneo, Venecia equilibrada sobre las estacas altas que son sus huesos, tan alta que sólo los pájaros la visitan -circulando tal vez por las calles y plazas aquellas figuras de hombres y mujeres, desnudos, envueltos o vestidos de papel de periódico, cubriéndoles de información toda la piel, la boca, el cuerpo todo, el sexo, los ojos. Es esto un después imposible. Pongo imágenes como éstas habitando mi obsesión, pero no lo desearía. Hay que imaginar el desierto, mirar el desierto como lo hizo en aquella película Lawrence de Arabia, despoblado todo, crear el silencio perfecto, aquel que sólo los rumores de nuestro cuerpo habitan, oír la sangre deslizándose entre la blandura ondulante de las venas, el latido de la sangre, la arteria del cuello latiendo, la bomba del corazón, la vibración de las costillas, el gorgoteo de los intestinos, el aire silbando entre los pelos de las narices. Y ahora sí. Ahora puede el día empezar a nacer, despacio, más despacio aún, sin ninguna prisa por favor. Tumbado en el suelo, boca arriba, mirando a lo alto por donde primero va a aclarar, volviendo luego la cabeza hacia un lado y el otro, porque no hay certeza en este mundo de que el sol nazca por oriente, y es preciso atrapar el primer resplandor, la primera franja de luz, quizá otra vez un pájaro, el lugar de la montaña donde el cielo se asienta, un rostro, una mirada, una sonrisa, dos manos preparadas para construir. Tanto puede ser en fin la capilla de los Scrovegni como la hermandad de los Tetrarcas, hombro con hombro, el puño común por ser común la voluntad. Ahora el día es claro. Giotto, sentado en el andamio, pinta a Lázaro resucitado. Y muy lejos, en Egipto (o tal vez en Siria), aún hoy hay una enorme piedra de pórfido que muestra la cicatriz dejada por el bloque en el que fueron esculpidos los Tetrarcas.
Entre muerte y vida, entre grafía de muerte y grafía de vida, voy escribiendo estas cosas, equilibrado en el estrechísimo puente, con los brazos abiertos agarrando el aire, deseándolo más denso -para que no fuese o no sea demasiado rápida la caída. No fuese, no sea. En pintura, serían dos tonos próximos de un mismo color, el color «ser», para mayor exactitud. Un verbo es un color, un sustantivo un trazo. En el desierto, sólo la nada es todo. Aquí, separamos, distinguimos, ordenamos en cajones, en depósitos, en almacenes. Lo biografiamos todo. A veces, acertamos, pero el acierto es mucho mayor cuando inventamos. La invención no puede ser confrontada con la realidad, tiene más probabilidades de ser exacta. La realidad es lo intraducible, porque es plástica, dinámica. Y dialéctica también. Sé de esto un poco, porque lo aprendí hace tiempo, porque he pintado, porque estoy escribiendo. Ahora mismo el mundo se transforma afuera. No se puede fijar ninguna imagen: el instante no existe, la onda que venía avanzando se quebró ya, la hoja dejó de ser ala y no tardará en estallar, reseca, bajo los pies. Y está el vientre hinchado que rápidamente desciende, la piel tensa que reabsorbe, mientras un niño jadea y grita. No es tiempo del desierto. No es ya tiempo. No es aún tiempo.
He tenido otro encargo, pero no voy a empezar a pintar inmediatamente. En este negocio mío es provechoso, de vez en cuando, sin abusar de la táctica, mostrar que uno no está disponible. Si alguien pretende ser retratado y el pintor dice inmediatamente «a sus órdenes», es casi seguro que el cliente queda decepcionado. Nosotros, los pintores de retratos, tenemos que ser expertos. La regla básica es considerar a quien desea un retrato como si fuera un enfermo. ¿Qué hace el enfermo? El enfermo llama al médico, a la enfermera y le dan una fecha, tres semanas, por ejemplo: ¿hay algo más satisfactorio? Mientras está a la espera, el enfermo se siente tan importante como el médico que lo hace esperar: se siente orgulloso de tener un médico tan solicitado, se preocupa de los quehaceres de una entidad inaccesible durante tres semanas, antes en fin de que lo pueda recibir, ver, oír, palpar y mandar analizar e investigar. Y curar, si es posible. Pero la espera, en tales casos, es ya media cura. Como es sabido, sólo los pobres mueren por falta de asistencia médica.
No es diferente lo que ocurre en este trabajo mío de hacer retratos, aunque, en este caso, se le añade la ventaja adicional de que el futuro retratado dispone así de unos días más para prepararse. Cuidará su apariencia, se esforzará por no aparentar menos de lo que es, y psicológicamente también, porque ese retrato va a ser un examen, pasado ya el tiempo de los exámenes. Y a la primera sesión, el futuro retratado mirará al pintor como yo creo que el confesado se siente tentado a mirar a su confesor y el enfermo al médico: ¿qué secretos y misterios van a encontrar los secretos y misterios?, ¿a qué palabras van a unirse mis palabras?, ¿qué rostro estuvo antes de estar el mío?, ¿quién habitó esto antes que yo? Buenas razones, todas ellas, para hacer esperar al cliente. Y, pese a todo, necesito dinero. Incluso esta vida tranquila que llevo, este salir poco, este estarme en casa pintando (escribiendo desde hace meses), este simple respirar, este comer, este ponerse uno ropa sobre el cuerpo, esta tinta de pintar y ahora de escribir, este automóvil que apenas uso -hasta todo esto requiere dinero, exige dinero constantemente. No son mis lujos, es la vida, cada día más cara. Todo el mundo se queja. Verdad es que no preciso de mucho para vivir. Si fuera necesario llegar a este punto, sé que me bastarían cuatro cuartillas (quería escribir paredes), una cama, una mesa y una silla. O dos, para no dejar en pie a un visitante. Y el caballete -pues así tiene que ser. He dicho ya que mi infancia y mi adolescencia no fueron fáciles. Sé bastante de privaciones. En casa de mis padres (ambos murieron ya), no abundó nunca el dinero, y la comida no sobraba. Y esa casa fue durante algunos años (muchos para el niño que yo era) una habitación sola, con lo que se llamaba, en la lengua alquiladora de entonces, derecho a cocina, que durante mucho tiempo fue sólo eso: después se fue haciendo común otra servidumbre de uso, el cuarto de baño, cuando construir las casas con cuarto de baño se convirtió en algo normal. En esta ciudad de Lisboa, cuando aún eran pocos y pequeños los barrios de chabolas, cuando la marginalidad habitacional era la corrala y la casita de suburbio, no eran raras las grandes casas en las que sólo una pila en la cocina servía para todos los despojos y defecciones, tanto líquidas como sólidas. Se usaba el orinal en los cuartos de cada cual, y la mujer lo llevaba a la cocina, después de avisar, para que se apartaran las otras mujeres y los niños. Por el pasillo la mujer llevaba el orinal tapado con un paño, no tanto por el olor, que un simple paño no lograría retener (toda la gente se conocía por el olor), sino por simple e ingenua decencia, cierto recato, un pudor que hoy, al cabo de tantos años, me hace mover la cabeza y sonreír.
Probablemente estoy haciéndome viejo. Como la vida está cara, me da por recordar cosas de un pasado difícil. Querré tal vez mostrarme acreedor durante el tiempo de mi vida, ante mis ojos sólo, y esto no es bueno para el equilibrio psicológico. Que nadie sienta pena de sí mismo, éste es el primer mandamiento del respeto humano (contradicción: nadie se apiadará de los otros si no se hubiera apiadado antes de sí mismo). Pero es sin duda señal de envejecimiento (si es que los libros no mienten) esta facilidad con que aconte-cimientos remotos, tan insignificantes, surgen de una memoria de la que creería haber perdido el recuerdo de casos semejantes. Ahora mismo reme-moro a aquella vieja realquilada, alcohólica, a quien un día, por entre las faldas de las mujeres de la casa, a un tiempo escandalizadas y divertidas (las mujeres, no las faldas), vi tumbada en el suelo limpísimo del cuarto (hoy me doy cuenta de la incongruencia: alcohólica, aseada), cantando y masturbán-dose. Entonces yo sabía sólo lo que era cantar. No pude ver más que un instante rapidísimo, si es que llegó a tanto. Las mujeres cerraron la muralla que formaban a la entrada del cuarto, y una de ellas (no mi madre) me sacó de allí a la terraza, donde me quedé, mucho más indiferente que hoy al recordarlo. En otra terraza de otra casa me encerraron como castigo (¿o sería quizá antes?), con dos sonoras bofetadas (¿o tres?, ¿o cuatro?), cuando me pillaron metido en la cama con una niña de la casa, poco mayor que yo (y hoy, si la viera, irremisiblemente vieja). ¿Qué era lo que estábamos haciendo? Evidentemente, nada. Intentábamos sólo aprender, imitar lo que los dos habíamos visto ya en las habitaciones de nuestros padres cuando nos creían dormidos y nuestro corazón latía de ansiedad ante aquel misterio que se revelaba y se ocultaba a un tiempo. Sentados en la amplia terraza de detrás de la casa, que daba a un gran espacio de patios, cada uno en su extremo (sobre estos patios volé en sueños muchas veces), llorábamos, ella y yo, no la lección interrum-pida, sino el ardor de las bofetadas y la vergüenza que las voces agudas de las mujeres intentaban atornillar en nuestras almas. Ellas, que en el silencio de los cuartos suspiraban y gemían, tras haber decidido, con sus hombres y nuestros padres, que dormíamos profundamente y que no había el menor peligro. Cuántos casos, cuántas cosas llenan las infancias.
He salido poco. Adelina se fue a pasar, como se dice, unas vacaciones en su tierra, con la madre. Cultiva ese hábito sosegado y burgués de volver por quince días (la otra semana la reserva para nosotros, es algo acordado, pero no toda, no seguida, a días sueltos) a una aldea donde no sé bien si nació o fue criada (de criar, no de servir). Va a la tierra, como diría y haría, o dirá y hará, el hombre que, puesto en la Luna o en Marte para vivir o trabajar allí, viniera aquí de vacaciones, o sólo para reaprender (si es que vale la pena) las costumbres, y ponerse al día de las modas y convicciones transitorias del tercer planeta del sistema, contando desde el más cercano al sol al más alejado. La Tierra, para decirlo brevemente. Se acaba ya el verano, y estoy solo. Todavía es fácil aparcar los coches, se ven otra vez las veletas, las calles parecen haber recuperado viejas fisonomías, se circula sin dificultad. Pero estoy solo. Prácticamente, todos mis amigos están fuera. Algunos se despidieron. Otros, ni eso. ¿Acaso estaban obligados a hacerlo? Parece que Carmo y Sandra están en el Algarve o se iban a España, no estoy seguro. Chico anda ahora coladísimo por una bailarina inglesa del Casino de Estoril, y no hay quien lo vea. Me telefonea a veces para presumir y qué bien que sabe presumir. En cuanto a Ana y Francisco (es práctico para mí utilizar el otro Francisco diminutivo), creo que están menos enamorados. No hay que tomárselo a mal. Dieron todo lo que tenían, convencidos de que iban a satisfacer así unas confusas reglas eternas del amor, y quizá para demostrar a los amigas y a los que sólo eran conocidos, que en su caso las cosas iban en serio. Y fueron en serio. Siguen yendo en serio, pero ahora son diferentes. Van aún cogidos de la mano, pero es un papel aprendido que tuvo ya sus ovaciones del público entendido y ahora sólo espera algunas palmas. Los veo tristes, preocupados por aguantar todo lo posible, por sonreír, por enfrentarse con la fatiga, y los quiero por eso. Pienso en ellos amistosamente y lo escribo. En cuanto a Antonio, no ha vuelto a dar noticias tras la escena desastrosa (o episodio) de la tela pintada de negro, que sólo yo sabía que tenía por debajo un retrato que no conseguí acabar. Me gustaría verlo, y hablarle. Probablemente hay en mí un elemento de masoquismo: en este momento (en este momento sólo, no ya en el siguiente, en el que ya no lo desearía) me gustaría entregarle estas páginas escritas. Quizá como desquite, quizá por lanzarle un nuevo desafío. Que podría perder yo, pero que por el hecho de habérselo lanzado, me daría una forma particular de victoria incontrovertible. Creo yo.
En este momento, es de noche. No muy avanzada, las once, quizá un poco más. Me quito siempre el reloj para pintar; también me lo quito para escribir, y en general lo cuelgo del dedo del San Antonio, o, respetuosamente, se lo pongo en la muñeca, para que este santo se distinga de los otros santos, y sepa, al menos cuando escribo y pinto, en qué horas anda, mientras yo ando a la búsqueda de mí. Este San Antonio es de madera, digamos de palo carco-mido. Un tronco para el cuerpo rígido, un bloque para la cabeza, dos vástagos (de árbol) para los brazos, mucho trabajo de gubia, color según las convenciones, un agujero en la nuca para sujetar el resplandor -eso es lo que se precisa para hacer a Antonio santo. He procurado que tras él haya una pared blanca, el lado recuperado de la celda cuando ya los milagros se negaban a propalar la fe al aire libre. Con esa madera (¿del mismo árbol?, ¿o tal vez de árboles que crecieron juntos?, ¿o de otros que sólo aquí se encontraron?) se podían haber hecho otros santos, toda la Leyenda Dorada, una de las once mil vírgenes, eva, magdalena, la madre eterna y el padre mortal, el ángel de las anunciaciones, la primera de la vida, la segunda de la muerte, ninguna resurrección. Miro al santo y escribo y es como si estuviera pintando. Me muevo un poco en la silla, la oigo rechinar, y todas las cosas de este mundo me parecen tan simples como esto de ser de madera la silla en que me siento y madera el santo que contemplo. La suprema irreverencia y la suma veneración.
Estoy escribiendo otra vez, pero antes me interrumpí para ir a colocar al lado de la estatua la silla en la que estuve sentado. Ahora, sí, estoy en el suelo, cruzadas las piernas como el escriba egipcio del Louvre, levanto la cabeza y miro al santo, la bajo y miro la silla, dos obras de hombre, dos justificaciones para vivir, y discuto conmigo mismo sobre cuál es más perfecta, más adecuada a su función, más profundamente útil. Hecho esto, habiendo discutido, no le doy el premio al santo ni se lo doy a la silla. Es un honroso empate, como se dice en la jerga de los periodistas deportivos, los hombres más relajantes y adormecedores de cuantos escriben, sacerdotes de una religión tranquili-zadora, la más de cuantas se inventaron hasta hoy. Añadiré que faltó poco para que me decidiera por la silla, influido deslealmente por la que Van Gogh pintó. Habría sido un caso de parcialidad manifiesta -que evité. Y, para equilibrar el mundo y las influencias, decidí pintar al santo. Atención, ¿qué es lo que he escrito? Pintar al santo. Sé exactamente lo que voy a hacer, pero ¿lo sabrán los que lean estas tres palabras? ¿Pintar al santo, qué es? ¿Y qué es pintar al santo? Haga lo que haga, tendré siempre razón, habré cumplido siempre mi palabra, las tres que di, pero nadie sabrá nunca si habré hecho lo que real-mente anuncié: pintar al santo.
Fui hasta la ventana para ver el río y las luces. Está oculto y hay una levísima niebla que vuelve claro el cielo. Bien, mañana llamaré al cliente. Voy a pintar deprisa, siento que voy a pintar deprisa. El retrato es doble, de marido y mujer. Se les casa la hija, me dijo el hombre, y quieren que ella se lleve a su casa el retrato de los padres amantísimos, pintado al óleo. Excelente idea. ¿Qué es pintar al santo?
Tercer ejercicio de autobiografía en forma de capítulo de libro. Título: El comprador de postales.
Son gente tímida, asustadiza, aplastada de antemano por las naves de las catedrales, que son como cielos cargados de sombras, o por las grandes salas donde se disponen los enigmas. Acaban de llegar, van a someterse a la gran prueba, a la interrogación de la esfinge, al desafío del laberinto, y, como vienen de un mundo ordenado, que coloca por todas partes señales de tráfico, señales de prohibición, limitaciones de velocidad, se sienten perdidos en este nuevo reino donde hay una libertad por conquistar: la conocida por el nombre vulgar de obra de arte.
Y corren entonces a los tenderetes donde las postales, a docenas, disciplinan el torrente, por el momento aplazado. La postal ilustrada, en manos del viajero perplejo, es una superficie que se recorre fácilmente, que se ofrece sólo en una mirada, que lo reduce todo a la pequeña medida de la mano inerte. Porque la obra verdadera que dentro espera, aunque no mucho mayor, está protegida de las miradas ineptas por la red invisible que las manos vivas del pintor o del escultor trazaron, mientras trabajosamente inventaban los gestos de su nacimiento.
Después, no le queda más al viajero que aventurarse, bajo pena de cobardía, y avanzar por la petrificada y allanada selva de las estatuas y de las tablas, entre multitudes ruidosas, si la pinacoteca es célebre y buscada por hábitos turísticos, o en un silencio que permite oír el rechinar discreto de una vieja tabla del suelo (otro destino de tabla), si está en un pequeño museo provinciano, de esos donde los guardas nos miran sorprendidos y con gratitud. Mucho más tarde, ya de vuelta a casa, la postal tendrá su valor de confirmación: por aquellos caminos anduvo realmente el viajero, no fue durmiendo el sueño.
Pero esta vista de Castello Estense, en Ferrara, que sostengo entre mis dedos, no la conozco. Fui sólo un animal terrícola en torno de él y dentro de sus murallas, y esta tarjeta postal lo muestra fotografiado desde lo alto, desde las alas de un pájaro. Le faltó esta imagen al sueño, pero rápidamente la entretejo en la vista aérea de Venecia, minúscula en medio de la Laguna, cercada de lados casi a flor de agua, con vagorosas corrientes, que son vistas desde el cielo, hojas de acanto en transformación perpetua.
(RECIBÍ CARTA DE ADELINA. HA DECIDIDO ACABAR NUESTRA RELACIÓN.)
Ferrara es un lugar manso, de largas calles que hasta en el centro de la ciudad tienen un recato de suburbio, con muros altos que dan a jardines donde irrumpen, con el movimiento de la brisa, inundándome, nubes invisibles y perfumadas de nardo que me cortan el paso. En una de esas calles, el Corso Ercole I d’Este, está el Palazzo dei Diamanti, que viene a ser como la Casa dos Bicos que a los lisboetas les gustaría tener en el Campo das Cebolas. Son 8.500 puntas de diamante sobre las que el sol y la sombra juegan como en el interior de un cristal. Y es en la misma calle donde súbitamente se abre el portalón modesto de la Pinacoteca Nazionale, tirándome a la cara de inmediato una exposición de Man Ray, casi doscientas obras entre pinturas, dibujos, esculturas, fotografías y todo lo demás que, en Man Ray, es todo esto no siendo esto.
El museo es tranquilo como sólo lo puede ser un jardín. Guarda dos tondi de Cosme Tura con episodios de la vida de San Maurelio (¿quién será?) y un San Jerónimo atribuido a Ercolede Roberti, que justifican abundantemente la visita. Firmé en el libro de visitantes. Y guardo aún en la memoria la mirada afectuosa del guarda, por el hecho de haber elegido yo, llegado de tan lejos (de Portugal), «su» museo.
Voy desde allí al Palazzo Schifanoia, a ver los frescos de Francisco del Cossa, de Tura y de Ercole de Roberti, si no de otros más. El Salón de los Meses, en los siete compartimentos aún casi intactos, es de una exuberancia cromática que causa estupor. Me pierdo en los pormenores que me retienen, y sonrío ante la pintura de Ercole que muestra los amores de Venus y Marte: púdicamente cubiertos por una sábana cuyos pliegues son como una propuesta de dibujo abstracto, Marte y Venus, tumbados lado a lado, parecen reposar después del amor. De ella apenas se verá el perfil fugitivo, mientras que Marte, en segundo plano, más vuelto hacia nosotros, me mira por encima del rostro de la amada, con su único ojo simultáneamente atrevido y embarazado. En el suelo, y sobre un arca, las armas del guerrero y los atavíos de la dama.
Ciudad de los cuatro apellidos -dotta (sabia), turrita (torreada), città dei portici (ciudad de las arcadas), grassa (gorda)-, Bolonia es seductora, femenina, suave. Se aceptan los lugares comunes, que dicen mejor que mil palabras raras. Y es también una ciudad muy vieja que cometió el milagro de dar fijeza a sus antigüedades, defendiéndolas del rasero del turista, que todo lo uniformiza: véase la Casa Isolani, una vivienda particular de la Strada Maggiore, que data del siglo XII, donde vive gente y donde el turista, afortunadamente, no es admitido. Me quedo también pensando, imaginando lo que sería la Bolonia que Dante vio, hacia 1287, con sus ciento ochenta torres nobiliarias rivalizando en altura y primacía.
Bella es la basílica de San Petronio, luminosa, con sus ojivas equilibradas entre el rapto religioso y la medida humana que no quiere abandonar, ni siquiera por el cielo, el suelo donde nació: fuera, la vida bolonesa teje las mallas amables de las seducciones terrestres. Pero, no lejos de allí, en la iglesia de Santa Maria della Vita, está uno de los más dramáticos grupos escultóricos de barro cocido que haya podido ver. Es la Lamentación sobre Cristo muerto, de Níccolo dell’Arca, modelado después de 1485. Estas mujeres que se precipitan hacia el cuerpo tendido aúllan de un dolor muy humano sobre un cadáver que no es Dios: allí nadie espera que la carne resucite.
Pero la ciudad turrita, en este viaje, fue, sobre todo, el descubrimiento de un gran pintor que vivió en el siglo XIV: Vitale da Bologna. Su San Jorge matando al dragón tiene, al mismo tiempo, la simplicidad de la mejor pintura naïf y un movimiento convulsivo, fotográfico, que envuelve las figuras en un torbellino incesante. El pie derecho del caballero, sin estribo en el que se apoye, se asienta en la grupa, en una posición que parece inestable, pero que lo atornilla a la carne del caballo. Y éste, que alza el hocico al cielo, horrorizado, y resiste el empuje de la rienda con que el santo quiere obligarlo a enfrentarse a la fiera, me recuerda al caballo que Picasso pintó en el Guernica: es el mismo horror, el mismo relincho loco.
En otro cuadro, sobre un cojín tojo, Cristo corona a la Virgen. Vitale da Bologna imaginó a dos adolescentes que podrían ser novios o hermanos. La religión está ausente de la gracia de las manos cruzadas de la Virgen, del gesto danzarín de la mano izquierda de Cristo, donde una llaga casi invisible recuerda historias de sangre y agonía.
Fantásticas como un sueño vivido dentro de otro sueño son las Escenas de la vida de San Antonio Abad. Casi indescifrables para quien como yo no sea lector de la Leyenda Dorada o de las Vitae Patrum, estos episodios cuentan, antes que nada, historias de pintura, y en ese terreno están construidos con un saber que no es sólo precioso en los fondos de oro: lo es también en la disposición de los planos, ordenados según una perspectiva múltiple que, en el mismo instante, coloca al observador en todos los puntos de vista posibles. Y la incongruencia es tal que se ve asentar sobre un enladrillado que, al alargarse hacia el interior del cuadro, ignora completamente las leyes de la perspectiva renacentista, el edificio de una cárcel que a esas leyes obedece hasta el absurdo. El efecto (lo digo, evidentemente, sin ningún rigor científico, pero para hacerme entender mejor en estas páginas que sólo la escritura aceptan) es el que en nosotros provocaría, quizá, la representación de una cuarta dimensión y donde ya se imaginase otra dimensión más.
Vuelvo a encontrar a Francesco del Cossa, y también a un tal Marco Zoppo de quien poco más conozco que este San Jerónimo truculento, arrodillado en un paisaje rocoso, pero teniendo al fondo los meandros de un río y, más lejos, colinas que se diluyen en una niebla que en ese tiempo no sería convencional. Algunos hermosos Carracci no apagan un políptico de Giotto o la Virgen en Gloria, de Perugino. Al fondo de una sala, como una señal de que allí ha cesado toda agitación y de que todos los movimientos del cuerpo han de ser graves y meditados, está la Santa Cecilia en éxtasis, de Rafael. Singulares esta actitud mía ante Rafael: estoy, al mismo tiempo, rendido e irritado, a la espera de que empiece a pasar algo que venga a perturbar aquella fría perfección, a la espera de un acuerdo entre el cuadro y yo. Y vuelvo rápidamente al San Jorge convulsivo y dramático de Vitale da Bologna.
Voy dejando las ciudades y diciéndome a mí mismo mientras de ellas me despido: «Aquí debía vivir». Y esto son homenajes. Pero ahora dos tierras se aproximan en las que no me importaría morir: Florencia y Siena. Y este homenaje es mucho mayor.
Carta de Adelina.
Sé que hago mal diciéndote por carta lo que voy a decirte. Pensé hablarte antes de venir aquí, y no tuve valor. Y desde hace ocho días vengo diciéndome a mí misma que hablaré contigo cuando vuelva a Lisboa, pero tampoco tendré valor. No es que yo piense que vas a sufrir. No es que sienta que me costaría más de lo que siempre cuestan estas cosas. Hemos vivido ya mucho los dos, o lo suficiente para que no haya grandes novedades, pero la verdad es que resulta difícil mirar a una persona a la que hemos querido, y decir: «Ahora ya no te quiero». Es esto lo que tenía que decirte. Ya no te quiero. Podía limitarme a estas palabras. Están escritas y me siento muy aliviada. Aún no he echado la carta al correo pero es como si ya la hubieses recibido. No voy a volverme atrás, y por eso, quizá, he resuelto arreglar esto por escrito, por carta, de lejos. Si estuviera junto a ti, tal vez no tuviera valor. Así, tú aún no lo sabes, pero yo sí lo sé ya: ha acabado lo nuestro. ¿Te sorprende esta decisión? No lo creo. Desde hace un tiempo, o quizá desde siempre, te veo huidizo, reservado, encerrado en ti mismo, como si estuvieras en medio de un desierto y quisieras estar en ese desierto. No me quejo. Nunca me empujaste fuera de tu vida, pero aunque yo no sea muy inteligente, las mujeres presentimos y adivinamos. Abrazarte es notar que no estás ahí, y es algo que he soportado durante un tiempo. No soy capaz de soportarlo más. Te ruego que no quedemos como enemigos. No tenemos tampoco por qué quedar como amigos. Tal vez yo aún te quiera, pero no vale la pena. Tal vez aún me quieras, pero no vale la pena. El que no valga la pena es, creo yo, lo peor de todo. Las personas pueden amar y sufrir mucho por eso, pero vale la pena. Ésas deben conservar el amor que tienen, incluso sufriendo más. Nuestro caso es diferente. Tuvimos una relación como muchas, que acaba como merece. Soy yo quien decido, pero sé que también tú deseabas acabar. Pese a todo, estoy triste. Todas las cosas podían ser diferentes de lo que son si no les faltara la diferencia, esa diferencia de las cosas, lo que las distingue. Me doy cuenta de que estoy escribiendo demasiado. Adiós. Adelina. P.S.- Creo que debes seguir escribiendo. Perdona. No tengo derecho a decir esto, dado que tu vida ya no me afecta. Pero ¿me afectó alguna vez?
No siento nada. En ese momento, una pequeña conmoción, un movimiento de despecho, una irritación de macho despedido, y luego un gran alivio y sentimiento confuso que creo que es gratitud o que se le parece. Comprendo que ese sentimiento tiene algo de monstruoso: en verdad, si me pongo a pensar, es como si sólo para gestos así debieran haber nacido las mujeres, para ser ejemplares y descargar a los hombres de los gestos desagradables y de las tareas enfadosas o poco limpias, cuando no puercas. Se ha dicho que las mujeres deben barrer la casa, sonar a los niños, lavar la ropa y los platos, arrancar con un pulgar afectuoso la mierda que queda por descuido en la costura intermedia de los calzoncillos del hombre. Parece que ha sido más o menos así desde el inicio del mundo. Entonces, viene a ser igualmente justo (o por lo menos necesario, que es otra forma de justicia) que sean ellas las que lean los termómetros, o barómetros, o altímetros que miden los afectos y las pasiones, y habiéndolo visto y valorado, hagan sus informes sobre el combustible consumido y la energía producida, para que luego el hombre se acerque a enterarse y poner la rúbrica de capataz en la línea de puntos destinada al efecto, porque a él nada más se le pediría, ni de él más se espera. Es monstruoso, repito, tener sentido de la gratitud, porque esa gratitud es otra vez alivio, prueba del nueve de las continuadas actitudes egoístas del hombre, de una intrínseca cobardía, y también de aquella desfachatez que le permite gloriarse, al menos para sí mismo, y a sí mismo mentirse al hacerla, de que todos los gestos y palabras anteriores habían estado, premeditadamente, encaminadas a forzar al otro (la mujer) a tomar la decisión final. Así, el hombre puede quedarse románticamente melancólico o dramáticamente conmovido (de acuerdo con su personal conveniencia, y el provecho, también a veces sentimental pero orientado en otra dirección, que de ahí puede sacar), declararse víctima de la incomprensión femenina, o bien regresar al punto inicial y decir, como quien no quiere la cosa, que Adelina hizo lo que yo esperaba que hiciese porque a eso la habría encaminado yo sin darse cuenta de las puertas que le abrí y cerré, de la presión en la espalda, leve y afable presión, con que la fui empujando hacia el lugar estratégico de la ruptura.
No me había dado cuenta antes: Adelina escribe bastante bien. Tiene unas frases cortas, unos períodos cortados, que yo no soy capaz, o sólo muy raramente, de componer. Es una carta para guardar y releer. ¿Cómo la habrá escrito? ¿De una sola vez, de golpe, en un impulso, o, al contrario, tanteando, hasta encontrar el tono justo, ni seco ni blando, ni altivo ni lacrimoso? Me gustaría saberlo. Me pongo a pensar en lo que podría ser una carta escrita por mí y la veo confusa, unas frases interminables y embrolladas, queriendo explicar lo inexplicable, o, en vez de eso, y peor, un desastre de sequedad, de insolencia. Sabiendo bien, y sabiéndolo ahora mismo, que una inmensa aflicción (pero inútil, pero agravante) se podría respirar sobre las palabras escritas, duras, e incluso malévolas.
He escrito antes que no es aún tiempo de desierto. Releo y no entiendo por qué lo escribí. Tampoco entiendo porqué escribí que ya no es tiempo de desierto. Acerquémonos. Hay premoniciones, dicen. Aunque creer en premo-niciones es cómodo y, sobre todo, nos vuelve interesantes. Una fuerza exterior a nosotros, pero a algunos no extraña, planearía por ahí, tal vez en el espacio común y habitable para todos, pero en otro (para pasar al cual tuviéramos que desplazarnos a aquella no terrestre medida que yo llamo centisegundo, un desplazamiento simultáneo en el tiempo: segundo, y en el espacio: centímetro) y de ahí, por indescifrables métodos de transmisión y captación, nos prevendría de lo que diremos, pensaremos y (o) haremos más tarde, o nos dirán o harán. Sólo no estaremos advertidos de lo que pensarán, como advertidos no fuimos, a tiempo, si lo fuimos, de lo que pensaban.
¿Será ahora el tiempo de desierto? ¿Y por qué de desierto? ¿Por haber salido también Adelina de mi vida, como reza la consabida y estúpida frase que presume poder estar alguien en la vida de alguien? ¿Y qué es, en definitiva, el desierto? ¿Aquel que Lawrence de Arabia contempló, en la película, durante una larguísima noche? Es una escena de efecto seguro, bien pensada, pero, realmente, muy poco original. Querer volver al ilustre y evangélico ejemplo de Getsemaní, puede ser eficaz, no lo niego, pero demuestra poca imaginación. Fue escrito: «Y, saliendo, fue, como solía, hacia el Monte de los Olivos; y también sus discípulos lo siguieron. / Y, cuando llegó a aquel lugar, les dijo: Orad para no entrar en tentación. / Y se alejó de ellos cerca de un tiro de piedra; y, poniéndose de rodillas, oraba, / diciendo: Padre, si quieres aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya. / Y apareció ante él un ángel del cielo que lo confortaba. Y, puesto en agonía, oraba más intensamente. Y su sudor se convirtió en grandes gotas de sangre, que corrían hasta el suelo. / Y, levantándose de la oración, se acercó a sus discípulos, y los encontró durmiendo de tristeza. / Y les dijo: ¿Por qué estáis durmiendo? Levantaos y orad, para que no entréis en tentación» (Lucas, 22, 39-46). Transpuesta y sin discípulos (que en el caso citado de Cristo eran doce), es ésta la escena de Lawrence, vuelto, en agonía, hacia el desierto, durante una noche entera. De noche, no de día, que el sol no consentiría el lance dramático, o lo haría dramático de modo diferente, con Lawrence muerto de insolación e imposible la prosecución de la política británica en las Arabias u obligada a esperar por otro Lawrence menos contemplativo. Lo mismo en cuanto a Cristo: si en el Monte de los Olivos hubiese muerto Jesús de aquella hemorragia que benignamente y no fatalmente lo acometió, ¿habría luego cristianismo? No habiéndolo, la historia habría sido otra, la historia de los hombres y de sus obras: tanta gente que se habría emparedado en celdas, tanta gente que habría muerto de diferente muerte, no en santas guerras ni en hogueras con las que la Inquisición se respondía a sí misma, relapsa ella, ella herética, ella cismática. En cuanto a estas tentativas de autobiografía en forma de narración de viajes o de capítulo, tengo por seguro que serían diferentes también. Por ejemplo: ¿qué habría pintado Giotto en la capilla de los Scrovegni?, ¿las orgías pánicas de una mitología prolongada hasta esos días, si no a éstos?, ¿o habría sido Giotto sólo el encalador de las paredes de aquella casa, no capilla, aunque sí de los mismos señores Scrovegni?
Desierto, desertizar, desertar. Dice el diccionario del primero: «Adj. Deshabitado, yermo, despoblado, solitario. Abandonado, poco frecuentado. Falto de competidores. Jur. Designativo de apelación u otro recurso que el recurrente no prepara para seguir sin trámites en el plazo legal. S. m. Vasta extensión de terreno, árido, estéril y deshabitado. Lugar solitario; yermo; soledad». Dice el diccionario del segundo: «V. t. Convertir en yermo; despoblar. Abandonar, dejar». Dice el diccionario del tercero: «V. int. Desamparar, abandonar el soldado sus banderas. Huir. Abandonar las obligaciones y los ideales».
Me pregunto a mí mismo cómo se atreven los escritores, los poetas a escribir cada uno centenares o millares de páginas, y todos juntos millones y millones, cuando una simple definición diccionarística, o dos, darían, si se piensa bien, para llenar esos centenares o millares o millones y millones de páginas. Pienso hoy que los escritores anduvieron con excesiva prisa: problematizan micrométricamente sentimientos sin antes haber dado un simple vistazo a las palabras del diccionario. Tomo estos sencillos ejemplos míos, resultado sólo de aprovechar una supuesta verdadera premonición que del desierto me llevó al desierto, tras haber pasado por T. E. Lawrence (Thomas Edward) (1883-1935), nacido en Tremadoc, agente de los servicios secretos británicos en Arabia y en Asia Menor durante la guerra de 1914-1918. Los siete pilares de la sabiduría (1928); y por Cristo, que significa ungido del Señor y designa a Jesús, que, según venerables infolios que todo son capaces de decir menos confesar ignorancia, nació en Belén (entre Pedrouços y A. Junqueira), el 25 de diciembre del 4004 del mundo (4963 según el Arte de verificar las fechas), en el 753 de Roma, 31 del reinado de Augusto. De Jesús dice esa autoridad que el año de su nacimiento fue fijado por Dionisio el Exiguo con gran certeza. Pero, según otros cálculos igualmente merecedores de crédito y respeto, la fecha de dicho nacimiento (sin pecado ni dolor, sin cópula carnal ni desgarro de vulva) deberá ser referida al 25 de diciembre del año 747 de Roma, seis años antes de la era vulgar. Jesús habría así vivido realmente 39 años, y no 33. Un hombre con suerte.
Aquí estoy, pues, desierto y en el desierto. Adelina, tal como ahora la veo, fue sólo aquella última silueta que aún hace poco, aunque ya lejana, era visible en la cuesta rápida de la duna resbaladiza, doble sombra confusa, o doble hoja de unas tijeras abiertas que se van cortando a sí mismas, haciéndose cada vez más pequeña, y luego sólo un punto en la cresta de la arena, donde el viento arrastra mínimos pedacitos (sustancia suelta, pulverulenta, vitrescible, que procede de la disgregación de las rocas silíceas, graníticas o arcillosas) y de repente, en el tiempo de abrir una carta y leerla, desaparecida en el otro lado. ¿Seremos nosotros el desierto, o nos dejan desiertos? ¿Abandonados, dejados, desasistidos, o despobladores nosotros y fabricantes del yermo? Por mi parte, que no fui ni siquiera recluta y en consecuencia podría ausentarme sin licencia, puedo aquí confesar que siempre me fascinaron las filas, el ser plural, tener mi propia fuerza y al mismo tiempo toda la fuerza de los Tetrarcas multiplicados, mil veces cuatro, cuatro veces mil, y la inteligencia multiplicada también, y la sensibilidad, y el sudor, y el trabajo, sí el trabajo, cuatro mil veces uno. Pero, si toda tropa tiene filas, no todas las filas son tropa. Y como el desierto puede tener habitantes y ser desierto, no bastan los habitantes para que el desierto deje de serlo. Con todos mis amigos festivos en esta casa, o allá fuera pensándolos yo como amigos míos, ningún desierto mío (o yo desierto) se pobló. Abordé la consciencia de esto cuando empecé a escribir: todo mi esfuerzo consistió, al fin, en recuperar el desierto, para (intentar) comprender después aquello que quedará, aquello que quedó, aquello que quede. La soledad, desde luego, pero quizá no la esterilidad. Deshabitado, desde luego, pero no inhabitable. Seco, pero con agua dentro, terrible agua de lágrimas, frescor posible sobre las manos, H2O. El agua primordial y lo que en ella se suspende.
El retrato del matrimonio que va a casar a la hija no será pintado aquí, en el taller, donde tanta gente ha estado, desde A. a S. Donde, en el diván, la secretaria Olga. Donde Adelina. Son cuatro pisos difíciles, altura que sólo un gran amor por lo pintoresco (equivocado, por otra parte) puede soportar, o bien la estricta necesidad. Gente que casa a una hija puede no ser vieja, pero ésta lo es, por nacimiento tardío de la ahora novia, o maduración forzada de la respetabilidad. (Juguemos al cazador: gente que casa, hija, puede no ser vieja; gente que casa, hija no puede ser vieja; gente que casa, hija no puede ser, vieja; etc.) He ido, pues, a la opulenta, grave y silenciosa casa en la Lapa, y allí pinté. Empecé por situar a marido y mujer en el espacio real que sus cuerpos aún no ocupan por ahora, y, luego, en el espacio inestable de la tela. En la segunda sesión, despedí al señor de la casa y me quedé con la señora. Finísima. Amable, pero distante, helada tras el barniz de educación, o por ese mismo barniz, que es como este de mi oficio, brillante, liso, helado. Al cabo de tres días me presentaron a la hija, en el cuarto (día), al futuro yerno. Ella cruzó magníficamente la pierna, él vino a vigilar el efecto. Ambos, mani-fiestamente (desde mi punto de vista, que no los caso ni descaso), poca importancia dan al retrato, que es sólo debilidad de gentes de edad provecta o convencionalismo recreado en una casa de la Lapa, barrio donde ya poquísima gente cederá a tentaciones así. La señora no se mueve, yerta, casi no habla, por más que intento que se ponga cómoda: parece en estado de choc. La hija acercó el perfume a mis linderos, sobre ellos pasó la nube de humo del cigarro del novio y el puro del padre. «Fumaba habanos, pero ahora», dijo con reticencia el dueño de la casa, y me ofreció un puro holandés, fabricado probablemente con el mejor tabaco de Cuba. Entre tanto, voy pintando.
Es tan fácil. La mano coge de lejos lo que hay en el rostro, mientras el pensamiento se ausenta, ve, usando de un modo u otro los ojos que en este momento pasan del rostro a la tela, ve las corrientes de la Laguna, lentas, pastosas en el lodo subyacente, divididas en verdes y azules, con nervios más claros que separan las grandes fajas cromáticas, y unos barcos blancos como pulgones minúsculos en aquel reino más vegetal que acuático. Paseo el pincel sobre la tela con la misma lentitud con que las corrientes de la Laguna se mueven, no es el rostro lo que pinto, sino la Laguna que pienso. ¿Qué va a salir de aquí?
En casa, pinto el santo. Reproduzco (tengo la postal) la arquitectura de la prisión y el suelo de ladrillos de la pintura de Vitale de Bologna, y voy a poner en aquel suelo y en la sombra de aquellas rejas el San Antonio de mi casa, sin niño, sin aureola, sin libro. Descubro que el pintor boloñés usó antes que yo la medida que de paso indiqué: el centisegundo. De no ser así ¿cómo iba a conseguir este efecto de perspectiva irreal y este tiempo que sucesivamente retrocede en el espacio o este avance del espacio sobre el tiempo? Pero, como no utilizaré a ninguno de los personajes del cuadro original, tendré que encontrar la manera de introducir aquí el santo con el mismo desajuste espaciotemporal, la misma dimensión fluida, convirtiéndolo luego todo en algo sólido como la contextura del ladrillo y la densidad molecular del hierro. Éstos son los devaneos del pintor desertado, formas desviadas de aproxi-mación y descubierta, gimnasia sin peso, movimiento en cámara lenta, descomponible y repetible, providencia de ansiosos que de esta manera última pueden duplicar la vida. Hacer que todo vuelva atrás, no para repetirlo todo, sino para elegir y algunas veces parar llevar por la rienda al caballo de San Jorge que Vitale de Bologna pintó, llevado, de Lisboa yendo o de Bolonia viniendo, por España y Francia, por Francia y España, a París, al Barrio Latino, a la rue des Grands-Augustins, y decirle a Picasso: «Hombre, he ahí tu modelo». En ese tiempo, en Lisboa, un niño, sin saber nada de Guernica, y de España casi nada, a no ser Aljubarrota, sostenía en las manos unos húmedos pedazos de papel, transmitía sin saberlo la llamada política de un Frente Popular Portugués que ése fue el nombre que tuvo, más lo que hizo e intentó, como tanto más hecho e intentado, hasta un día.
Muerte y destrucción. Tiempo después, un tiempo contado por años, sabré del grito del franquista Millán Astray. Y más tarde aún aprenderé, y sabré casi de coro, las palabras de Unamuno: «Hay ocasiones en las que callarse es mentir. Acabo de oír un grito morboso y sin sentido: ¡Viva la muerte! Esta bárbara paradoja me repugna. El general Millán Astray es un inválido. No hay descortesía en esto. Cervantes también lo era. Desgraciadamente, hay hoy en España demasiados inválidos. Sufro al pensar que el general Millán Astray podría sentar las bases de una psicología de masas. Un inválido que no tenga la grandeza espiritual de Cervantes, procura generalmente hallar consuelo en las mutilaciones que puede hacer sufrir a los demás». Y más tarde, avanzada ya mi vida, enrojeceré de vergüenza cuando por primera vez oiga la oración nacionalista española de aquel tiempo: «Creo en Franco, hombre todopoderoso; creador de una España grande y de la disciplina de un Ejército bien organizado; coronado por los más gloriosos laureles; liberador de la España que agonizaba, y cincelador de la España que nace a la sombra de la más rigurosa justicia social. Creo en la Propiedad y en la grandeza de España, que continuará la ruta tradicional, que todos nosotros, españoles, seguiremos; en el perdón para los arrepentidos de corazón; en la resurrección de los antiguos gremios organizados en Corporaciones; y en la tranquilidad duradera. Amén».
Repetir hoy todo esto, para que todo tuviera el testigo que faltó: yo. Yo, portugués, pintor, vivo en 1973, en este verano que termina, en este ya otoño. Yo, vivo, muriendo en África, hacia donde mandé a morir o consentí que fueran portugueses, mucho más jóvenes que yo, mucho más sencillos, mucho más útiles en la mañana que yo, sólo pintor. Pintor de este santo, de esta Lapa, de este mártir, de este crimen y de esta complicidad. En 1845, ya Niccolò dell’Arca había comprendido muchas cosas: de su Lamentación, sólo aparentemente llorada sobre la muerte de un dios, se puede quitar el Cristo y sustituirlo por otros cuerpos: el cuerpo blanco destrozado por la mina, con todo el bajo vientre arrancado (adiós, mi hijo imposible); el cuerpo negro, quemado con napalm, con las orejas cortadas, guardadas en alguna parte en un frasco de alcohol (adiós Angola, adiós Guinea, adiós Mozambique, adiós África). No vale la pena quitar a las mujeres: no hay ninguna diferencia en el llanto.
Pensándolo bien, no he hecho gran cosa.
Cuarto ejercicio de autobiografía en forma de capítulo de libro. Título: Los dos corazones del mundo.
De Bolonia a Florencia hay cien kilómetros. Dejando los campos rasos de la parte oriental de la provincia de Emilia, la autopista sube hasta el Passo del Monte Citerna, para luego, a través de túneles iluminados como árboles de Navidad y viaductos asentados en piernas de gigante, saltando valles y desfiladeros profundísimos, bajar interminablemente, siempre y sin fin, hasta Florencia. Y no por simple efecto retórico escribo «siempre y sin fin». La entrada en Florencia, como decía aquel francés a quien encontré en una tavola calda, es una experiencia traumatizante: la señalización deficiente, la abun-dancia y el aparente desconcierto de los sentidos prohibidos, hacen del descubrimiento del centro de la ciudad, de la Piazza della Signoria, por ejemplo, una especie de busca de una aguja en un pajar. Mucha confianza ha de tener Florencia en sí misma para atreverse así a desesperar a los viajeros que por ella se aventuran sin la custodia de las agencias de turismo.
Y ahora llegué. Vivo en la Via Osteria del Guanto, a dos pasos de la Via del Corno, donde no sé si nació Vasco Pratolini, pero donde transcurre la mayor parte de la acción de su Crónica de los pobres amantes, y también a dos pasos de los Uffizi y del Palazzo Vecchio, y de la Loggia dell’Orcagna, e igualmente cerca del Museo Nacional de Escultura (el Bargello), que tiene obras de Miguel Ángel, de Donatello, de los Della Robbia, de ese admirable Luca que «reinventó» la cerámica para que fuera, al mismo tiempo, escultura y pintura.
Mientras duermo, este pueblo silencioso de estatuas y pinturas, esta humanidad remanescente, paralela, continúa con los ojos abiertos velando por el mundo al que, durmiendo, renuncié. Para que lo pueda encontrar de nuevo al bajar a la calle, más viejo yo y precario, porque más duran al fin las obras de la piedra y del color que esta fragilidad de carne.
¿Florencia por dos días, dos semanas, dos meses? ¿Florencia por el tiempo de un suspiro? Esta ciudad es amplia como un continente, inagotable como el universo. Hay en ella cierta actitud de inaccesibilidad que no viene sólo del talante seco y altivo de los florentinos, cansados tal vez de turistas, tal vez mucho más porque saben que no volverán a tener nunca exclusivamente para ellos su ciudad. Al salir de Florencia, el viajero va frustrado si no es un turista común: por más que haya visto y oído, sabe que se le escapó el nudo ceñido e íntimo de la ciudad, aquel lugar donde latirá una sangre común y cuyo conocimiento la haría suya también. Florencia es un corazón del mundo, pero cerrado y duro.
Recorro una vez más los Uffizi, para mí el museo que ha sabido permanecer en la dimensión exactamente humana, Y que es, por eso precisamente, uno de los que más amo. ¿Qué podría escribir acerca de estos centenares de pinturas, todas prestigiosas? ¿Alinear nombres y títulos? ¿Copiar escrupulosamente el catálogo? No acabaría nunca. Mejor es decir sólo que aquí están los retratos maravillosos de Federico da Montefeltro y de su mujer Battista Sforza, pintados por Piero della Francesca, y que ante ellos me olvido del tiempo; que en definitiva no debo de estar aún maduro para gustar de Sandro Botticelli, pues me dejan casi enemigo su Venus y su Primavera; que construí casi una historia de ciencia ficción mientras contemplaba la Adoración de los pastores de Hugo van der Goes (aquel niño Jesús tumbado en el suelo fue manifiestamente puesto allí por gente del espacio, marciana o venusina); que vuelvo a mirar, reverente, al Mantegna de esta otra Adoración, religiosamente agresiva; que Rubens me fatiga y me aburre; que no me echo a llorar ante Rembrandt, sólo porque nunca pude estar a solas con él.
Desisto de volver al Palazzo Pitti, fenómeno de teratología museológica que me irrita siempre (el desperdicio es siempre irritante) porque en él las pinturas y las esculturas son supuestos meros objetos decorativos, acumulados en un escenario suntuoso que si no repele al visitante es porque éste se ve constantemente sumergido en una multitud a la que nada detiene. Prefiero circular sólo por esta orilla, y no atravesaré el Ponte Vecchio hasta la noche, para ver correr el Arno entre las murallas y recordar que aquella mansedumbre se transformó en furor hace media docena de años: se desbordó y saltó como un maremoto, invadió las calles, las casas, las iglesias, destruyó, ensució, arrancó, puso a Florencia de rodillas, como si allí empezara a acabarse el mundo.
Tendré mejor noción del desastre cuando vaya a visitar la exposición Firenze restaura: ahí estará el «diagrama» de la catástrofe, ahí veré las fotografías que muestran los cuadros desencolados, las esculturas de madera empapadas en agua y lodo grasiento, el interior de la iglesia de Santa Croce como una caverna por donde hubieran roto todos los vientos y los mares. Veré, afligido, lo que queda del Crucifijo de Cimabue, pero tendré al fin ante los ojos, tras tantas tentativas que hice y que fallé, liberada ahora de la capa de yeso y suciedad que la había cubierto, la María Magdalena de Donatello.
Contemplaré otra vez los frescos de Fra Angelico en San Marco, la iglesia de Santa Maria Novella y el Capellone degli Spagnoli, con los bellísimos frescos de Andrea di Bonaiuto; vagaré por el interior del Duomo, alimentando ya recuerdos para después de partir, buscaré los Donatello del Museo Bargello como quien tiende la boca hacia un vaso de agua fresca; descubriré (nunca antes había estado allí) el Museo Arqueológico, y, vuelta a ver la capilla de los Medici, exultará mi admiración por Miguel Ángel en la Biblioteca Lorenziana, el lugar donde la arquitectura alcanzó su perfección extrema, nunca superada.
Voy a marcharme. La tarde cae. Miro el paisaje de la Toscana, ese campo que no puede ser puesto en palabras, porque de nada serviría escribir «colinas, color azul y verde, setos, cipreses, paz, horizontes difusos». Pero vale la pena mirar aquella franja del paisaje que aparece en el fondo de Botticelli La Madonna del Magníficat: eso es Toscana.
Y ahora Siena, la bienamada, la ciudad donde mi corazón realmente se complace. Tierra de gente amable, lugar donde todos beberán de la leche de la bondad humana, te pongo por delante de Florencia para todo y para siempre. Las tres colinas en que está construida hacen de ella una ciudad en la que no hay dos calles iguales, todas ellas opuestas a las sujeciones de cualquier geometrismo. Y este maravilloso color de Siena, que es el del cuerpo bruñido por el sol, que es también el de la corteza de pan de trigo -ese maravilloso color, que va de las piedras de la calle a los tejados, modera la luz del sol y apaga en nuestro rostro ansiedades y temores. Nada puede haber más hermoso que esta ciudad.
Y, dado que este itinerario mío es también (o sobre todo) el de los museos y piedras ilustres (nunca distinguiré entre los hombres y las obras de los hombres), miro el Duomo, edificado donde hubo en tiempos un templo consagrado a Minerva. ¿Quién habrá inventado primero esta armonía de piedra rosada y de piedra verde oscura que recubre toda la catedral con franjas horizontales, obligando a los ojos a leer lentamente la arquitectura? ¿Quién se atrevió a elegir así las piedras coloreadas, a manejarlas como una paleta de pintor?
Dentro, el pavimento es como un gigantesco libro ilustrado. Son cuarenta y nueve cuadros hechos de piedras embutidas o grabadas, esgrafiados o marquetados, rigurosamente dibujados, que hacen que los visitantes olviden un poco lo que está por encima de sus cabezas. Se viaja por dentro de un arte al mismo tiempo robusto y delicado, que podría ser la definición precisa del espíritu de Siena.
Vuelvo a ver, en el Museo dell’Opera del Duomo, la Maestá de Duccio di Buoninsegna, y las Escenas de la Pasión de Jesús, dispuestas, iluminadas y vigiladas con un amor que conmueve; no se puede entrar en esta sala del museo sin bajar la voz hasta la sordina, como si allí estuviera, viva y profética, la sibila de Delfos.
Voy desde aquí a la Pinacoteca. Me espera la pintura sienesa desde el siglo XII al siglo XVI, lo mejor que esta escuela produjo en quinientos años. Numerosas tablas de Guido de Siena, una sala dedicada a Duccio di Buoninsegna y sus discípulos, y cuadros de los hermanos Lorenzetti (Pietro y Ambrogio), Sassetta, e infinitos más. Que está en aquellos dos cuadros de Ambrogio Lorenzetti, para mí «los más hermosos del mundo», dos paisajes milagrosos, pintados en un tiempo en el que se estaba aún muy lejos de cultivar el paisaje como motivo exclusivo de pintura, y que son la figuración de algo que sólo podría contenerse en el interior de un sueño: un castillo, una ciudad, un barco anclado que es como una hoja de olivo, unos pocos árboles dispersos, colores de ceniza, azules y verdes fríos, y sobre todo esto una luminosidad que es la de los ojos del artista, maravillados ante su obra.
Entro en un bar a tomar café. El camarero me atiende con la voz y la sonrisa de Siena. Me siento fuera del mundo. Bajo al Campo, una plaza inclinada y curva como una concha que los constructores no quisieron alisar y que así quedó, para que fuese una obra maestra. Me coloco en medio de ella como en un regazo y contemplo los viejos edificios de Siena, casas anti-quísimas donde me gustaría poder vivir un día, donde tuviera una ventana que me perteneciera, abierta a los tejados color barro, a las contras verdes de las ventanas, intentando descifrar de dónde viene ese secreto que Siena murmura y que yo voy a seguir oyendo, aunque no lo entienda, hasta el fin de mi vida.
Todo es biografía, digo yo. Todo es autobiografía, digo con más razón aún, yo que la busco (¿la autobiografía?, ¿la razón?). Ella se introduce en todo (¿cuál?) como una lámina delgadísima metida en la hendidura de la puerta y que hace saltar el pestillo, dejando la casa abierta de par en par. Sólo la complejidad de los multiplicados lenguajes en que esa autobiografía se escribe y se muestra, permite, y así así, que en relativo recato, en secreto suficiente, podamos circular entre nuestros diferentes semejantes. Pese a todo, me parece evidente que este mi último capítulo no biografía nada. Entre Florencia y Siena no hubo espacio para la lámina reveladora. Todo quedó al ras de la sombra que las obras de arte proyectan, a veces en las simples asperezas de la pincelada o en la rugosidad milimétrica de la piedra pulida y seguro que me preocupe demasiado de captar las vibraciones que en todo momento se me escapan, y por eso, por esa preocupación, no por esta fuga, nada quedó de mí, o casi. A no ser, y esta hipótesis me tranquiliza, que me sea al fin revelado por los medios tradicionales de la autobiografía, ocultando en ella menos de lo que es costumbre, aunque de alguna manera me vea perdedor en la apuesta inicial, que era la de decir de mí pareciendo que no.
He dormido mal. Y estoy solo. Hace más de ocho días que no oigo sonar el teléfono. He despedido a la asistenta. Durante un tiempo, le dije. Ahora tengo poco trabajo, y yo mismo arreglo la casa como puedo. Adelaida oyó lo que le dije. No se le movió ni un músculo de la cara, pero el pie derecho se le torció levemente, quedó como embotado, dolorido, lleno de aflicción. Salió sin una palabra, o diciendo sólo «cuando quiera». ¿Cuando yo quiera? ¿Cuando quiera ella? No lo sé, pero la diferencia sería ciertamente (lo digo por segunda vez) la de dos tonos diferentes del color. No tiene la pintura ambigüedades de éstas (menos ambiguo sería decir «estas ambigüedades»), pero otras tiene que me llevaron a escribir, e imposibilidades también: falta, para que quede definitivamente probada la justicia de este mundo, que las ambigüedades de la escritura, y a la vez sus imposibilidades, me obliguen a pintar. O algo intermedio. He inventado ya el centisegundo, que no sé cómo aplicar. Me faltaría ahora descubrir el escripintar, ese nuevo y universal esperanto que nos transformaría a todos en escripintores, entonces tal vez dignos prácticos de benditas artimagias. Busco en el sueño: artimagias, bartimagias, barthes magia, cartimagias, karl marx, dartimagias, darte más, eartemagias, ¿y arte? más.
Estoy tan seguro de esto, que no tendría que escribirlo. Pero como he decidido elegir aquel casi todo que permite, en el lenguaje corriente, eliminar el casi, hago aquí mención y juramento de que no es la falta de Adelina lo que me quita el sueño, porque, en rigor, ella ni siquiera me falta. Mi problema no es de falta, sino de una especie de presencia. Tumbado boca arriba, en este mi cuarto trastero que hizo las delicias (me refiero al cuarto, materialmente hablando, no a aquellas cosas del sexo que en los cuartos se suelen hacer) de algunas mujeres de buen gusto (lo que no quiere decir que todas allí se hayan acostado), busco en mí, con una paciencia de insecto que usa las pinzas y las antenas para apartar el embrechado que lo separa del alimento: pan limpio, bosta, larva paralizada, sangre latiente bajo la piel -procuro y quiero definir esta tensión que en mí, o en alguna parte de mi cuarto, o circulando alrededor cuando me desplazo-, esta tensión que es como un dorso móvil y arqueado, ondulante, tal vez de serpiente, comparación que primero se me ocurre, o franja atmosférica vecina del tifón, y por eso, digo, tensa.
Hablaría de premoniciones otra vez si quisiera. Pero siendo yo aquel que escribe y al mismo tiempo siente, decido que no quiero, con el doble poder que me da la doble calidad de contemplador y contemplado. Pero, sin duda, algo está ocurriendo. ¿Un temblor de tierra? ¿Un incendio? ¿Otra mujer que ya viene? O será sólo, y a eso me inclino, esto que escribo, estas tantas páginas que sobrepuestas pesan, que de línea en línea proyectan trazos, y lazos, y corrientes -y todo esto está tirando entre su extremo y un lugar cualquiera de mi cuerpo, padre / madre de este largo discurso. Repito: ¿otra mujer? No lo creo. A esta edad mía puede haber aún otras mujeres, pero en este momento no las busco. Y no por disgusto de amor. Ni por amor, ni por disgusto. Si quisiera, y no quiero, representar una pequeña comedia senti-mental -¿dónde tendría los espectadores?, ¿dónde quien aplaudiera? Amigos, ciento diez, o quizá más, lejos. Y aquí en este cuarto mío, ninguno. Y si es cierto, por aquello que llevo leído, que suelen los héroes de las novelas desahogar sus penas llorando sobre el retrato de la ingrata, no va a ser así en este caso, aunque haya por ahí un retrato de ella. Soy yo, por otra parte, el grato, como he explicado ya en estas páginas, de las que diré, llegado el caso y la ocasión, que no son una novela.
Algo, no obstante, se aproxima. Creo que los tiempos señalados se anuncian con trompetas que nosotros, los humanos, no oímos, porque la altísima vibración del sonido no se puede captar con nuestros rudimentarios órganos de audición. Creo también que los perros oyen esas trompetas, y que nosotros, los humanos, debemos estar muy atentos a ellos, porque cuando esos animales aúllan, y no sólo a la luna lo hacen, es el sonido de las trompetas lo que los pone en trance. Aúllan entonces los perros, y principalmente lo hacen por desesperación de no podernos decir a nosotros qué cosas son esas que se anuncian. De ahí que pasen casi siempre inadvertidas por nosotros, porque no estábamos donde era preciso estar o porque dormíamos cuando había que estar en vela. Lo más que nos llega (hablo de mí, sin procuración, por ejemplo, de lo que le llega a mi asistenta, Adelaida) es esta tensión, este dorso estirado de culebra, este elástico impulso del viento, a ráfagas.
La distancia es ya muy grande. La vida de la gente es mucho más de lo que estos mis casi cincuenta años son, o los que vengan luego, siempre de menos, por mucho que lleguemos a contar. No me contradigo. Sea lo que fuere, en cantidad de años, lo que el futuro tenga guardado para cada uno de nosotros, nada es mayor que la infinita prehistoria que es la nuestra. No hablo de la colectiva, sino de esa otra, simple e individual. Basta decir que tiene el día ochenta y seis mil cuatrocientos segundos, y el mes casi dos millones seiscientos mil, y que no son arrojados sobre nosotros de repente, sino uno a uno, para que nada se pierda y todo se aproveche (Lavoisier, que vivió cincuenta y un años, y más no porque lo guillotinaron).
Me quedaré dormido, no tardará, el sueño no puede tardar mucho. Por la puerta entreabierta del cuarto veo que la ventana que da a la calle, en el taller, no está ya negra: empiezan las horas cenicientas y la sutil degradación que lo sacará todo de la sombra total hacia la claridad del día abierto. Pero para eso es temprano aún. Parte de mí ya duerme, mientras la otra escribe. Por eso tengo enfrente, desplegada como el mapa del mundo, toda mi prehistoria, tan cerca que me bastaría copiar los nombres, los accidentes -gráficos, los hidro-, los oro-. Así se puede ver qué fue el dormido casado, o casado dormido, es igual, hoy sólo durmiendo, mientras sobre la sábana arrugada (no olvidar que ha despedido a la asistenta) los dedos inconscientes cuentan los años, tantos, que sobre el mapa del mundo tardó aquel viaje. Y el otro de antes, cuando la vida de los padres fue a mejor y ya no se habló más de cuartos realquilados. Murieron las viejas alcohólicas y las defecaciones pasaron a ser hechas en el recogimiento de los cuartos de baño, sin belleza alguna, aquella evocada belleza procesional de antes, que era ese acto de reconducir a la tierra lo que el vivo de la tierra sacaba, mientras a sí mismo no se entregaba a ella. Hosanna. Diferentes son los caminos y tan variables las relaciones de producción como las relaciones de excreción. En el sueño, pasa una gigantesca mujer, alta, profunda y ancha, transportando un orinal bajo una toalla bordada, mientras sobre su cabeza aletean ángeles. Aleluya.
Los padres, a veces, son locos. No saben nada, nadie puede ser más ignorante que ellos, y hacen gestos que nadie entiende y dicen palabras que ningún diccionario registra. Y como ya no transportan, mejor dicho ya no transporta la madre por los corredores del mundo la ofrenda fecal, deciden ambos, en una hora de crisis mental, mansa, invisible, hasta risueña, sin médico ni camisas de fuerza, que el hijo estudie Bellas Artes porque (dos excelentes razones) tiene facilidad para el dibujo y los vecinos van a quedar verdes de envidia. «Verdes de envidia», fue lo que dijo la madre. Y el padre, aunque pareciendo despreciar estas cosas de mujeres, concordó, moviendo paternalmente la cabeza. Cómo pesa el sueño. Tanto pesa que es legítimo no añadir el signo de exclamación: como mucho, decirlo. Mientras estamos durmiendo, he escrito, vela en las salas y en las plazas el mundo silencioso de las estatuas y de las pinturas. Y está bien que sea así. Si no ¿qué sería de nosotros? Es ese pueblo el que sostiene el mundo, cambiado en el sueño por la posibilidad de recuperar la prehistoria, esas misteriosas hojas de papel, por ejemplo, no el mapa del mundo, sino esas hojas que veo soñando, escritas ya, y que soñando leo, esforzándome por despertar leyendo, porque sé que aquello nunca fue escrito por nadie, y tampoco por mí. ¿En qué otro país de otro mundo se escribe portugués? ¿Qué selvas dieron estas hojas de papel, o qué trapos, o qué paños bordados? Parte de mí duerme, la otra escribe, pero sólo la que duerme podría leer lo que está escrito en las hojas de papel, sólo en el sueño existe ese viento levísimo que las hace pasar, una a una, a la medida del tiempo que la lectura exige. No tardará en llegar la mañana.
Subir la cuesta es también bajarla, o caer rodando cuando ya el pie se asentaba en la última piedra y la mirada recibía de soslayo el paisaje escondido. Vuelve a decirse que fue el dormido casado, para que, dicho esto una vez, no se diga que en seguida se olvidó, no porque tenga importancia. Es cuestión de subir otra vez la cuesta, contar una vez más con los dedos inconscientes en la sábana arrugada los años del viaje, poner, al llegar allá arriba, el pie en la última piedra y empezar a bajar por el otro lado. ¿Serán los paisajes vidas para pintar? Quien sólo pintó rostros, y tan mal, y tan de nada, ¿podrá aprender algo de Lorenzetti (Ambrogio)? En el sueño, sí, pero sólo en él, como sólo en él se pueden leer las prodigiosas hojas, ¿quién sabe si el sexto y verdadero evangelio, quién sabe si los escritos perdidos de Platón o todo cuanto falta de la Ilíada, quién sabe si lo que escribieron los que antes de su tiempo murieron? Este paisaje, sin embargo, está fuera y dentro del sueño, él mismo es sueño y soñador, sueño y cosa soñada, pintura de dos faces que rechaza el espesor de la tabla.
Estoy murmurando en sueños y registro el murmullo. No lo descifro, lo registro. Busco y encuentro signos fonéticos que pongo en el papel. Está así escrito un lenguaje, que nadie sabe leer y mucho menos entiende. La prehistoria es larga, larga, andan por aquí hombres y mujeres entrando y saliendo de cavernas y es preciso hacer la historia que los ha de contar (enumerarlos, narrarlos). Ya los dedos inconscientes cuentan en el sueño. Los números son letras. Es la historia.
Vino Carmo a verme. No obstante, antes de escribir sobre la visita y la conversación, que poco de mí dirá, pero mucho de él, me parece conveniente volver a estas últimas páginas, demasiado artificiosas para mi gusto y en las que me dejé arrastrar por no sé qué tentación de virtuosismo loco, contrariando la severa regla que me había impuesto de contar lo acontecido, y nada más. Puede que ahí atrás, en las páginas ya escritas, haya otras infracciones a este precepto, pero son mínimas, y consecuencia, más de la poca habilidad del autor que de elaboración adrede. Que sean estas últimas también adrede no es cosa que me atreviera a jurar, pero es evidente que a partir de un momento dado del relato me he dejado fascinar por cierto ludismo verbal, tocando mi violín de una sola cuerda y compensando con la gesticulación la ausencia de otros sones y la eliminación de su posibilidad. Reconozco, sin embargo, pese a esta crítica que me hago, que no es mal hallazgo eso de «una parte de mí ya duerme, mientras la otra escribe»: es sólo un pequeño y nada arriesgado salto mortal de estilo, pero me complace haberlo dado bien.
El artificio tiene sus méritos: fue un artificio lo que me permitió simular el sueño, soñarlo, vivir la situación y asistir a todo esto, rememorando al mismo tiempo cosas pasadas, con un aire de durmiente fingido, que habla para que lo oigan y calculando el efecto de lo que está diciendo. Hoy diría yo que fue un recurso para liberarme de dos explicaciones que de otra manera tendrían que ser largas: de cómo mis padres salieron de los cuartos realquilados, y en cierto modo prosperaron y me hicieron entrar en la Escuela de Bellas Artes, y de cómo se realizó mi boda, por qué y para qué, y también de cómo se deshizo. Serían, evidentemente, historias mías. ¿Pero, necesarias? Ni las bellas artes me convirtieron en pintor, ni el casamiento y la paternidad (faltaba esto) me hicieron diferente. Los actos más importantes no son los vistos de fuera, sino los de dentro, el pájaro muerto, la bofetada, y otros, también de fuera, pero todos pasados al lado de dentro. Si fue artificio, soy capaz de justificarlo, y, persistiendo en él, legitimarlo, si no por la verdad, por la veracidad. Debo decir, sin embargo, para que quede aquí alguna claridad, que las últimas páginas fueron escritas estando yo muy bien despierto, que lo que en ellas de sueño se describe no es un sueño solo ni en una sola noche, sino pedazos sueltos de sueños repetidos, algunos invariablemente repetidos, y para el efecto y la conveniencia de ahora, organizados en una incoherencia coherente. Sé de pintura lo suficiente, y ahora también lo suficiente de caligrafía, para entender e intentar practicar que pocas cosas exigen tanta organización como la expresión de la incoherencia. Hablo de expresión, no del simple manifestarse.
Vino Carmo a verme, apareció después de la cena, y me sobresaltó al advertirme de que venía, tan poco habituado estaba ya al timbre del teléfono. Por el tono de voz me di cuenta de que había historia. Tuve la confirmación después. Es difícil ser amigo de alguien. Quiero decir: es, sobre todo, difícil saber hasta qué punto se es amigo de alguien. De está manera normal y sin problemas que suele ser la nuestra en materia de amistades, yo creía que era amigo de Carmo. En fin, las personas se encuentran a veces, hablan, caen o no caen en confidencias, en intimidades aunque sean escasas, y luego encuentran que son amigas, se asombran de que no lo fueran antes o desde siempre, no se asombran de que vayan a ser amigas hasta el fin de los días. De esta manera común era yo amigo de Carmo: véase cuán poco. Que lo sea más ahora, no lo afirmo, pero seguro que hay una diferencia cualitativa (queda bien la palabra) en este ser igual, aunque no dure mucho, aunque haya sido sólo para dejar de ser.
Carmo llegó deshecho a mi casa. Se sentó deshecho. Habló deshecho. Era inevitable: Sandra lo había dejado. En el primer momento, con la idea de que eso lo consolaría, abrí la boca para decirle que también aquí las cosas se habían desatado. Pero me callé, dándome cuenta de que Carmo no iba a aguantar el contraste entre mi serenidad y el desastre que era su com-portamiento. O, y para mí aún peor, tendría que fingir para acertar con su diapasón: sería una admirable noche de machos maduros, uno de ellos ya un poco pasado (paciencia, Carmo, es verdad), lloriqueando sobre un fondo musical de Lalande (De Profundis) maldiciendo a todas las hijas de Eva y jurando que nunca más. Sólo le di a entender que mis relaciones con Adelina estaban en punto bajo, lo que, al menos, sirvió a Carmo para saborear por anticipado, y con eso consolarse, la proximidad de mi ruptura. No vamos a querer mal a las personas por estas debilidades: uno no se siente nunca tan saludable como cuando está junto a un enfermo, nadie se siente más fuerte que cuando está con un canijo, nadie tan inteligente como cuando habla con un débil mental. (Como cuando. Cuando como. Ya comí.) A partir de este momento, Carmo se serenó mucho.
Pero al principio la cosa fue mal. Apenas le abrí la puerta cayó en mis brazos, dramático, a punto de echarse a llorar. Lo arrastré hasta el diván, le di una copa, dije: «Bueno, vamos a ver. ¿Qué pasa?». Tostado por el sol, Carmo parecía enmascarado. Nunca fue hombre de estivales festivales, nunca para ese «tiéndete pierna» que es la vida en las playas. Pensé que Sandra debía de haberlo arrastrado, ella en la playa tostándose, ella en la boîte, ella en la cama, y Carmo agotado, pidiendo mercedes al corazón y al sexo. Lo pensé, y acerté. «Aquí me tienes, destrozado, amigo.» Así era Carmo. «Yo y Sandra hemos acabado.» Oh, amigo, de qué sirve ese orgullo, ese tú delante de ella, ese hemos acabado, cuando la verdad es que te acabaron, quizá por poco tiempo, quizá por más, quizá para siempre. Pensé esto mientras Carmo me iba diciendo, con sus palabras, cómo había conseguido conquistar a Sandra, el interés de ella (¿interés? anda, anda, pasión, andapasión). Qué bien se sentía Carmo reviviendo glorias, proezas eróticas que no pormenorizaba pero sugería, implorándome con los ojos que le creyera, que no pusiera en duda lo que decía, que no sonriera con ironía o, peor aún, con escarnio. Jamás lo haría. Cualquiera que tenga algo de experiencia de la vida sabe que la media edad (y con mayor razón la vejez, claro) compensa con abundancias de arte las quiebras de vigor. ¿Por qué Carmo iba a ser una excepción? Basta ver el frenesí que las muchachas en flor (tanto a la sombra como al sol) manifiestan, hasta de manera indecorosa, hacia los hombres maduros, que podían ser sus tíos, sus padres. «No me sorprende», dije gravemente yo. «Ya ves el caso de Chaplin. Oona O’Neil, un montón de años más joven, y fue una historia de amor. Tuvieron nueve hijos.» Carmo se mosqueó, o pareció mosquearse, pero aquello le hizo bien. Y lanzó la gran declaración: «Es imposible ser más feliz de lo que éramos nosotros». Se bebió medio whisky como si el vaso fuera de agua, y se quedó pensativo, con el codo en la rodilla y el puño en la sien, los labios húmedos de la bebida y con una flojedad que en él es natural. «Pero, entonces, ¿por qué os habéis enfadado?» Carmo levantó la cabeza, desastrado: «No fue un enfado, fue una ruptura. No lo entiendes. Todo se acabó. Todo, todo, todo». Era inevitable: Carmo se echó a llorar. Discretamente, lo dejé solo, me fui a la cocina, me lavé las manos para hacer tiempo, y volví. Mi viejo amigo estaba más sereno, detenía con el índice en el párpado la última secreción (dolorosa, de acuerdo) lacrimal. Tenía el vaso vacío. Volví a servirle un whisky y me senté en el suelo, de espaldas al diván. Desde allí veía bien a mi casto San Antonio, con el aire torpe de quien no tiene nada que hacer, privado de aureola, de libro y de niño. «A ver, cuéntame.» «Las cosas iban como no puedes ni imaginarte. Me encontraba bien en la playa, no me costaba bailar, me sentía en plena forma. Como hace mucho tiempo que no me sentía.» Carmo ya no se sentía, de repente se sintió, oh, renuevo de juventud donde ya nada se esperaba. Te comprendo, amigo. «Comprendo. ¿Y luego?» «Luego ¿qué quieres que te diga? Claro que empecé a sentirme cansado, pero eso no tenía importancia. Lo peor fue que en los últimos días a ella le dio por estar como enfadada, mirándome con un aire seco. Una noche decidió, para provocarme, o eso es lo que creo ahora, no ir a la boîte. Nos quedamos en el hotel. Fue muy desagradable. Ella callada, yo sin saber qué decir. Llegó un momento en que se levantó de golpe y sin darme casi tiempo a responderle, dijo que iba a comprar tabaco y salió. Fui tras ella hasta el pasillo, pero yo estaba en zapatillas, en fin, no quise ponerme allí a llamarla. Me pareció de mal gusto armar un escándalo. Cuando volvió eran las tres de la madrugada, venía toda excitada. Yo, claro, estaba despierto, no era capaz de dormir. Me dijo que había estado paseando por la playa, sola. La creí. ¿Qué querías que hiciera? Al día siguiente, apenas nos levantamos empezó a hacer las maletas y me dijo que se volvía a Lisboa. Que yo podía quedarme si quería. No me quedé, desde luego, ¿qué iba a hacer yo allí? Durante todo el camino de vuelta, en el coche, quise hablar de algo, charlar, para que me diera una explicación, y nada. Cuando me dejó a la puerta de casa, le pedí que entrara para hablar un rato, pero no aceptó.» Carmo se calló para beber y respirar, y después siguió callado. «¿Y qué pasó después?», insistí. «Bueno. Estaba yo mirándola, ya en la acera, esperando que decidiera qué iba a hacer, cuando de repente sacó la cabeza por la ventanilla y dijo que era mejor acabarlo todo, que para ella estaba ya acabado, y que no insistiera. Me quedé cortado. Luego se fue, y yo allí, como un tonto, sin saber qué pasaba. No puedes imaginar cómo entré en casa. Llamé a su casa varias veces, pero nadie cogió el teléfono. O había salido, o no quería hablar conmigo. Esto fue hace tres días. Ayer logré encontrarla en casa y hablar con ella, pero empezó a decir que no pensara más en eso, que habían sido unos días agradables, pero que las cosas son así, que seguíamos tan amigos y tal. Ya sabes cómo es. Lo de costumbre.» El caso era claro y ya lo era cuando empezó: un simple capricho de Sandra, un sueño realizado de Carmo. Cosa para durar poco: el sueño realizado duraría el tiempo del capricho. ¿De qué se quejaba Carmo? «¿Y ahora? ¿Qué piensas hacer?» «No sé, chico. No aguanto más. Voy a hacer una locura.» «No vas a hacer nada, no seas idiota. Tú sabes bien cómo es Sandra.» Carmo me interrumpió furioso: «No te permito que digas nada contra ella. Seguro que también tú estuviste tras ella y no sacaste nada». «Te he dicho ya que no seas idiota. Nunca anduve detrás de ella, nunca me interesó. Sólo quería ayudarte.» Carmo se avergonzó: «Perdona. Uno pierde la cabeza, y luego…». Agitó el hielo del vaso, dio dos traguitos rápidos y, desviando los ojos: «Podías ayudarme. Podías telefonearle, como si fuera idea tuya, y decir que me has encontrado, así, un poco abatido, que yo te había dado a entender algo. En fin, ya sabes. Podías llamarla ahora, y yo sabría a qué atenerme». «Mira, Carmo, eso no va a servir de nada. Conozco a Sandra y tú la conoces también. Si lo ha decidido así, ya está, no hay nada que hacer.» «Es un favor que te pido.»
Carmo dijo esto así, con una simplicidad terrible, los ojos húmedos clavados en los míos, con el aire de quien se está ahogando y lo sabe. Fue en ese instante cuando me sentí muy amigo de él, e hice voto de que así siguiera, sólo porque valía la pena. Me levanté, fui al teléfono, que está en el dormitorio, busqué el número en el listín y llamé. Noté que Carmo me había seguido y estaba ahora apoyado en la puerta, con las manos agarrando el vaso, tan nervioso, pobre Carmo. Sentí el corazón oprimido por un instante, el tiempo de un pensamiento, y me pregunté por qué sentiría tanto aquel disgusto de Carmo y nada el que debería sentir. «¿Eres tú, Sandra?» Carmo no se atrevía a acercarse. «Hombre. ¿Cómo estás? Nunca me llamas, pero te he conocido en seguida por la voz.» «¿Cómo estás tú?» «Perfectamente. ¿Y tú? ¿Sigue Adelina en el norte?» «Sigue. ¿Y tus vacaciones?» «Ya acabaron, como ves.» «Ayer vi a Carmo.» «¡Ah!» «Me habló de que algo ha pasado entre vosotros. Estaba muy abatido.» «Estos hombres lo complican todo. Lo pasado, pasado. Muy bien, nos fuimos a la cama. Pero ahora se acabó. Qué pesadez.» «No quisiera molestarte. Si te he llamado es porque estoy preocu-pado por Carmo.» «No es sólo él quien está en causa. También podrías interesarte por mí.» «Claro que me intereso, pero quien está deshecho es él, no tú.» «Mira, chico, se le pasará. Eso pasa siempre.» «Es lo normal.» «¿Fue él quien te pidió que me llamaras.» «No, exactamente.» «Entiendo. Sí, exactamente.» «Bueno, hasta cualquier día.» «¿Ya vas a colgar? Ahora tenía ganas de charlar.» «Ya lo haremos otra vez. Ahora tengo que hacer.» «No te asustes, que no voy a raptarte. Pero un día me dejaré tentar, eres un amor.» «Buenas noches, Sandra.» «Bien, hombre, bien, sigue pintando.»
Carmo se había acercado sin que yo lo oyera. Tenía el rostro ceñudo. «Me pareció oír qué pesadez.» De pronto, me sentí harto de todo aquello. Un hombre con un desierto tan bien hecho, tan bien despoblado, tan bien desierto, y ahora esto. Hice un gesto afirmativo y pasé al taller. Carmo vino detrás de mí, como un toro (con perdón), me volví hacia él: «Vamos a ver si lo entiendes. Yo ya te lo había dicho. No hay nada que hacer». Carmo se bebió el vaso de un trago, dejando caer el líquido por los cantos de la boca, y refunfuñó mientras se limpiaba con la mano: «La muy puta. La tortillera». Me aparté de él y le dije: «Ahora es cuando te estás comportando de una manera indecente. Ojalá lloraras, como hace un rato. ¿Sandra era ya tortillera y puta cuando te metiste en la cama con ella? ¿O se hizo después de haberse acostado contigo.».
El ataque fue brutal, pero dio resultado. Carmo se sentó lentamente, encendió un pitillo (habitualmente fuma puros: los cigarrillos son sólo para las ocasiones de crisis aguda, personal o editorial) y no habló más de Sandra. Fui y vine un rato por allí, ordené o hice que ordenaba unas cajas de medicamentos, pensando si debería poner estas cosas por escrito o darlas por no ocurridas. Carmo se levantó, dijo que iba adentro. Volvió más sereno, aplomado. Me di cuenta de que se había lavado la cara y ordenado los pocos pelos que le quedan. Lo peor había pasado.
«¿Quieres otro whisky? Sírvete.» Las manos de Carmo temblaban un poco, pero, en conjunto, aguantaba bien. Disimuló el temblor agitando ininterrumpidamente el hielo. Y, de repente, muy profesional: «Sobre aquello que hablamos el otro día, en el restaurante, aquella descripción tuya de un viaje a Italia, te dije que te la iba a editar». «Lo tomé como una broma. No creerás que.» «Realmente. La ocasión no es buena para libros de ese tipo.» «No tienes que decírmelo. La idea fue de Adelina.» «Bien. ¿Ella cómo está? Perdona, no te lo pregunté antes.» «Creo que está bien. Debe de haber vuelto ya del pueblo. Nuestras relaciones van mal.» Carmo: «¿De veras? ¿Pero es grave?». «Quizá.» Carmo, lleno de experiencia, un poco hinchado, un poco importante: «¿Qué quieres? Ya sabes cómo son las mujeres». «Claro que lo sé. Creo que sí.» De negocios del corazón no se habló más. Y tampoco del viaje a Italia. Dijimos unas cosas vagas de política, pusimos mal a Marcelo, Carmo contó el último chiste de Tomás y, después, se fue, mucho más sereno, catalogada debidamente Sandra y destinado yo a la ruptura siguiente.
No me veré en la piel de autor de un libro. Ahora ya no servirá Sandra como involuntario medio de presión; más que involuntario, inconsciente. Es idea mía muy meditada que la gente es lo que hace: por eso me estimo tan poco. Pero hay circunstancias en las que las personas son también lo que dicen y lo que dijeron. No por serlo ya antes, sino porque, al decir, se comprometen, más de lo que desearían, ante sí mismos y ante los otros. Decir es también hacer, o, al menos, proyecto público de eso. Sin Sandra como testigo y juez, y también sin Adelina, como sólo yo sé aún, el libro no se hará. Lo que, evidentemente, no es motivo para que no acabe mi trabajo. Voy a escribir el quinto y último capítulo.
Quinto y último ejercicio de autobiografía en forma de relato de viaje. Título: Las luces y las sombras.
Que alguien pueda ir a Roma sólo para ver al Papa, es algo que he llegado a respetar: a Arezzo fui sólo para ver a Piero della Francesca. Y hoy me reprendo severamente por haber cedido a las impertinencias del reloj que me desaconsejó el desvío por Borgo San Sepolcro, tierra natal del pintor, donde otras obras suyas estaban llamando a mis ojos. Busco y encuentro conformidad en los frescos de la Historia de la Verdadera Cruz, que en la iglesia de San Francisco, en Arezzo, proclaman una de las horas más felices de toda la historia de la pintura. Quien de Piero della Francesca conozca sólo el San Agustín de nuestro Museo de Arte Antiga, difícilmente será capaz de concebir la monumentalidad de las figuras de la Verdadera Cruz: aunque en gran parte dañados, lo que queda de los frescos se superpone a las superficies ciegas donde el color y el dibujo han desaparecido y se conserva en el recuerdo como una nota musical que de sí misma va extrayendo ecos e infinitas modulaciones.
Pero Arezzo es también la propia ciudad, toda ella luminosa y calma, construida en el contorno de una colina, con el Duomo en lo alto, donde existen dos retablos de cerámica, uno de Andrea, otro de Giovanni della Robbia. Y me quedé con un pintor de quien hasta ahora me pasó inadvertido cuanto había visto. Es él Margaritone di Magnano, hombre arentino del siglo XIII, que allí tiene, entre otras pinturas, un admirable y bizantino San Francisco. Arezzo sigue siendo uno de mis amores italianos más firmes.
¿Qué diré de Perugia, donde siempre entro lleno de esperanzas, pero de donde siempre salgo decepcionado, no porque la ciudad me desilusione objetivamente, sino porque la chispa del entusiasmo deseado todavía no ha saltado entre ella y yo? Y, pese a todo, ahí está esa Fontana Maggiore, en el centro de la antigua Piazza dei Priori, con sus delicadas esculturas del siglo XIII, intactas, y todas las arquitecturas que la rodean: la Catedral, el Palacio Comunal, con el atrio de poderosos pilares y bóvedas, las Logge di Braccio Fortebraccio, que son la primera obra del Renacimiento realizada en Perugia. Llegará sin duda el día (alguien me lo está debiendo) en que esta ciudad será también mi otra casa. De las salas del museo, al menos, hago ya remanso y alimento. En ellas reencuentro al gran Piero, un magnífico retablo que representa a la Virgen con el Niño y santos, y tiene en la parte superior una Anunciación que un artificioso contorno, ejecutado posteriormente, no llega a perjudicar. En la predela, registro una escena casi nocturna: un San Francisco recibiendo los estigmas, mientras otro fraile levanta la cabeza, con una expresión en la que parece haber sorpresa y escepticismo.
Voy a Rocca Paolina a temblar de frío y a compadecerme del guarda que está allí y que a toda costa quiere trabar conversación. La Rocca es una calle subterránea cubierta de bóvedas y bordeada de casas, tiendas que dejaron de serlo, hornos que ya no cuecen pan, sombría, pese a la iluminación, y de donde se sale con un suspiro de alivio. Aquí fuera, a la luz del día, el Corso Vanucci hierve de chicos y chicas de la Universidad de los Extranjeros. Aquí se hablan todas las lenguas del mundo: ¿quién sabe si no será precisamente esta marea internacional y ruidosa lo que hasta hoy no me deja encontrar Perugia?
Bajo hacia el sur, encuentro Todi. Allí, almuerzo ante el más asombroso paisaje de la Umbría, que deja muy lejos el que se goza desde lo alto de Assis -lo que no es decir poco. Fue aquí donde vi un gran cartel electoral coronado por las palabras CORAGGIO FASCISTI. Me sentí como si una rápida sombra me helara el rostro. Miré alrededor, y la pequeña plaza de Todi se transformó en Italia entera: por ella temí, y por mí: recordé los resultados de las recientes elecciones, el número de votos del Movimiento Social Italiano, y esta pere-grinación personal por caminos y miradores, por las naves de los templos y las salas de los museos, me resultó súbitamente inútil, ociosa, con perdón de la injuria que a mí mismo así me hacía, y de la que hacía también a Italia. Pero Todi es una tierra consoladora.
Meto en este punto a Roma, la gigantesca, la ciudad cuyas puertas y ventanas fueron hechas para hombres de tres metros, la ciudad que no consiente ser recorrida a pie, la ciudad que fatiga los músculos, los huesos y (perdónese la herejía) el espíritu. Aquí dejo esta humillada confesión: no entiendo a Roma. Pero no me cansaré de visitar el museo de Villa Giulia donde se disponen, en una rigurosa lección de arte y de historia, los restos arqueológicos de la Etruria meridional; dócilmente vuelvo al Museo de las Termas, aunque la escultura romana casi siempre me deje en estado de melancolía; y reservo todas mis horas disponibles para los museos del Vaticano, batalla en la que estoy derrotado de antemano, pues dos vidas enteras no bastarían para matarme el hambre.
¿Para qué bajar a la Capilla Sixtina? Buscar a Miguel Ángel y encontrar a centenares de personas con la cabeza alzada, torciendo el cuello y los ojos para distinguir en la penumbra de lo alto la creación del mundo y del hombre, el pecado original, el diluvio, la embriaguez de Noé -es tal vez la más amarga decepción que puede alcanzar a quien ame al arte bienintencionado, a quien no pueda entrar en la capilla en horas muertas, que sólo pueden ser aquellas en las que las obras de arte del Vaticano están vetadas al público. Así, guardado el recuerdo aplastante del conjunto titánico (son triviales las palabras, pero no hay otras), no queda más que abrir un libro de buenos grabados y volver a ver tranquilamente el techo y la pared del fondo con el Juicio Final. Por dolorosa que sea la limitación.
No conozco, no sé qué puede ofrecer El Cairo en materia de momias, pero me atrevo a dudar de que alguna sea tan impresionante como ésta: tiene descubierta la cabeza y el rostro, oscuro, reseco, agarrotado, pero lo que más aflige son las manos, negras también, pero asombrosamente bien conservadas, con las uñas blancas e intactas, vivísimas.
No tienen fin los museos del Vaticano. Se avanza por decenas de enormes salas y galerías, de rotondas, de stanze, y siempre con el remordimiento de estar dejando atrás, y quizá para siempre, el cuadro, el fresco, la escultura, el libro iluminado que probablemente nos ayudarían a comprender mejor este mundo y la vida que hacemos en él.
Aquí está, por ejemplo, un Sócrates en copia romana, con su cabeza redonda, el cuello corto, la frente arqueada, la nariz aplastada, los ojos, que ni el vacío del mármol puede apagar -aquí está el más hermoso hombre feo de la historia, el que obligaba a los otros hombres a renacer de sí mismos, el que fue acusado de «honrar a otros dioses y de haber intentado corromper a la juventud», y que por eso murió. Y son éstas las dos eternas acusaciones contra el hombre. Entro rápidamente en San Pedro: he ahí la grandeza, el lujo aplastante de una Iglesia triunfalista, pero he ahí también la victoria de las obras del hombre, la corona de su inteligencia y la osadía de sus manos. Allí, a la derecha, estaba la Pietà de Miguel Ángel, a la que un dudoso loco mutiló. Pero los turistas no muestran gran pena, sólo la pasajera incomodidad de una ausencia en su ruta.
Recorriéndola de paso, Nápoles me dejó la impresión de un gigantesco atasco de automóviles, de una gincana de locos mansos (¿dónde está la exuberancia verbal de los napolitanos?). Me dejó también el recuerdo de la bahía iluminada, vista desde la terraza del hotel, como una procesión parada de luceros a lo largo de la ladera.
Y también la ciudad donde la sigla MSI aparecía en todas partes, en las paredes, en el respaldo de los bancos de los jardines, es igualmente la ciudad donde tenderos añorantes de un Duce tienen a la venta ceniceros con el retrato de Benito Mussolini uniformado y cesáreo, entre frases movilizadoras para la revindicta fascista. Es también la ciudad donde, por dos veces, me advirtieron que no debía dejar ningún objeto dentro del automóvil, «por mi interés».
Pero Nápoles tiene también su Museo Nazionale. En él me refugio para ver lo que en Pompeya no encontré, o sólo fragmentariamente: los mosaicos y las pinturas que sólo conocía por reproducciones de buena voluntad, pero a las que faltaba aquella preciosa dimensión que la irregularidad deliberada del mosaico da, o la aspereza de la pared pintada, que las manos no deben tocar pero que los ojos tantean. Y toda esta riqueza de escultura: algunos originales griegos, pocos, innumerables estatuas romanas o helenísticas, figuras que bastarían para poblar otra civilización, una Pompeya resucitada, una Nápoles pacífica. Me perdí al salir de la ciudad: era inevitable.
Y ahora descanso en Positano, en esta costa de Salerno de la que he dicho que es «bienaventurada» antes de saber que la propaganda turística oficial la llamaba «la divina costiera». Tenemos razón los dos: esta paz es divina y bienaventurada. Pero ahí va, es ella, Melina Mercuri, con sombrero de paja y vestido ancho, pálida y magra, con Jules Dassin. Me arranco de la indolencia del sol e imagino este diálogo entre ella y yo: «Entonces, Melina, ¿sigue usted fuera de Grecia? ¿Aquí tan cerca y no puede entrar en su tierra? ¿Cómo van las cosas por allí?». E, inmediatamente, la respuesta: «¿Y por allí, cómo van las cosas?».
Vuelvo a mi sitio, miro las aguas quietas de este mar interior que sabe tantas y tan antiguas historias, y me repito a mí mismo la pregunta: «¿Y por allí, cómo van las cosas?».
Si Carmo, en su desastre de amor, no me hubiera cortado las esperanzas de publicación (si es que lo fueron, si no fueron más bien conformidad mía con lo que deciden otros), ¿qué haría con estas páginas? ¿Se las daría, para que con ellas hiciera un librito, un opúsculo, un cuaderno, un folleto? Realmente, éstos sólo para mi uso denominados ejercicios de autobiografía, no valen nada sin las lecturas que de ellos intenté hacer después. Y como recuerdos de viaje, como itinerario estético, o sólo turístico, poco más interés tienen que el gesto encogido de un pintor dominguero, que la frase explicativa que, de tan personal e íntima, va a encontrar pronto la súbita y dura hostilidad de oyentes generalizadores. Bendito sea pues Carmo, y bendita Sandra que, al empujar a Carmo fuera de sus sábanas (o, con más rigor, fuera de las sábanas cuyo uso en el hotel pagaba Carmo), me empujó a mí fuera de los catálogos de la editora antes incluso de entrar. Dicen que Dios escribe derecho con líneas torcidas, y yo diría que ésas son precisamente las que prefiere, en primer lugar para mostrar su virtuosismo, la divina habilidad prestidigitadora, y, en segundo lugar, porque no hay otras. Todas las líneas humanas son torcidas, todo es laberinto. Pero la línea recta, más que aspiración, es una posibilidad. El mismo laberinto contiene la línea recta, quebrada, sí, interrumpida, sí, pero permanente y a la espera. El dios geométrico de que vengo hablando habrá encarnado en Sandra, habrá movido la decisión, harto de Carmo el muslo (de Sandra), y así las cosas ocuparon obedientes sus conocidos lugares. Bendita sea Sandra, bendita Sandra sea, bendita sea, bendita Sandra.
Pero estas páginas existen, y aún no ha acabado mi trabajo. Los ejercicios, sí, pero no lo que de antes venía. Hay cosas que empiezan ahora a ponerse en claro, diría incluso que ya me parecen obvias, mientras que antes eran caos y confusión, eran otra forma de laberinto, sin duda reductible a la línea recta, pero que complica esa reductibilidad enmadejándose y apretándose sobre sí o comprimiendo los espacios por donde la circulación se hace. Tomemos el llamado metro de carpintero. Son diez reglas de diez centímetros (¿o cinco de veinte?), unidas punta a punta pero que aparecen dobladas, siendo así proyecto cierto y medida errada. Hay que desdoblarlo, extenderlo, todo lo que dé su tamaño para que su tamaño sea. Creo que también a los hombres hay que hacerles lo mismo, o que eso a sí mismos se hagan. Nacemos ya doblados, siendo ya reglas contrapuestas, y somos comprimidos, apretados. Tenemos tres metros dentro de nosotros y comportamientos de mano travesera.
No sé si estaría esto en mi cabeza cuando recordé la cabeza de Sócrates, vista en Nápoles. Era Sócrates aquel que obligaba a los otros hombres a nacer de su interior, pero no basta saberlo para que el parto se haga por sí mismo. Ni probablemente sus métodos de pregunta-respuesta-pregunta (como Platón, sin estenografía ni grabadora los registró), bastarían a los laberintos que somos, a la posición defectuosa que somos en el útero de nosotros mismos. Como no bastaría, o no basta, la búsqueda por los medios y por las obras de arte, no este mío, sino otro del que he hablado, el de los otros, el que me hace doblar las rodillas. Es subjetivo esto, creo haberlo escrito ya más o menos, y, en consecuencia, hay que desconfiar. Si, uniendo la subjetividad al efecto de estilo, hablo del remordimiento con que dejo atrás el libro iluminado, la escultura, el fresco, el cuadro que probablemente me ayudarían, a la buena paz (repito: a la buena paz), a entender mejor este mundo y la vida que en él hago -¿quiero del arte una paz que Sócrates sistemáticamente retira a los hombres, o la paz que Sócrates les abriría, después de destruida esa otra de la conformidad y del hábito? (Seguro sería ésta, pero hay peligro en decir algunas cosas: muchas veces no decimos más que palabras, y ése es el gran peligro cuando hablamos de arte. Es también el gran peligro cuando hablamos de todo.) Sócrates, el arte, comprender este mundo y la vida que hacemos en él, juntar piedra con piedra, color con color, la palabra recuperada con la recuperación de la palabra, añadir el resto que falte para continuar organizando el sentido de las cosas, no necesariamente para completar este sentido, sino para ajustarlo, unir la biela al excéntrico, la mano al puño, y todo al cerebro. Punto en el que, llegado ya, como desde este principio estaba previsto, me levanto de la silla, busco en la estantería un libro (Contribución a la crítica de la economía política, de Karl Marx) y, como estudiante aplicado, copio una página, seguro que es necesario añadirla a Sócrates y al arte para que continúe el sentido: «El modo de producción de la vida material condiciona el desarrollo de la vida social, política e intelectual en general. No es la consciencia de los hombres lo que determina su ser; es su ser social lo que, al contrario, determina su consciencia. En cierto estadio de desarrollo las fuerzas productivas de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes o, lo que es su expresión jurídica, con las relaciones de propiedad en cuyo seno se han movido hasta entonces. De formas de desarrollo de las fuerzas productivas, estas relaciones pasan a ser su traba. Surge entonces una época de revolución social. La transformación de la base económica altera, más o menos rápidamente, toda la inmensa superestructura. Al considerar tales alteraciones es necesario siempre distinguir entre la alteración material -que se puede comprobar de manera científicamente rigurosa- de las condiciones económicas de producción, y las formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas, en resumen, las formas ideológicas por las que los hombres cobran consciencia de este conflicto llevándolo a sus últimas consecuencias. Del mismo modo que no se juzga al individuo por la idea que él se forma de sí mismo, no se podrá juzgar una época de transformación por su consciencia de sí; es preciso, al contrario, explicar esta consciencia por las contradicciones de la vida material, por el conflicto que existe entre las fuerzas productivas sociales y las relaciones de producción. Una organización social nunca desaparece antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas que es capaz de contener; nunca relaciones de producción nuevas y superiores cambian antes de que las condiciones materiales de existencia de estas relaciones se produzcan en el propio seno de la vieja sociedad. De ahí que la humanidad sólo plantea los problemas que es capaz de resolver, y así, en una observación atenta, se descubrirá que el propio problema sólo surge cuando las condiciones materiales para resolverlo ya existían o estaban, al menos, en vías de manifestarse. A grandes rasgos, los modos de producción asiático, antiguo, feudal y burgués moderno pueden ser calificados como épocas progresivas de la formación económica de la sociedad. Las relaciones de producción burguesas son la última forma contradictoria no en el sentido de una contradicción individual, sino en el sentido de una contradicción que nace de las condiciones de existencia social de los individuos. Sin embargo, las fuerzas productivas que se desarrollan en el seno de la sociedad burguesa crean al mismo tiempo las condiciones materiales para resolver esta contradicción. Con esta organización social termina, así, la prehistoria de la sociedad humana».
Una larguísima prehistoria. También hablé yo de prehistoria, de forma confusa, indecisa, que unas veces ponía pie en lo consciente, otras en lo inconsciente, pero que, sobre todo, quería expresar ese peculiar estado o flujo humano de vida que, en apariencia, es producto constante de una consciencia, y que, profundamente, es una contradicción resuelta o cuya resolución se intenta a través del corte de los puentes entre el consciente y el inconsciente, si tal cosa es posible. Mejor dicho, o tal vez peor: consciencia que transporta su inconsciente como a un parásito, como a una tenia inmensa que sólo diera señal de vida o de existencia por los anillos sueltos surgidos en las heces, no en las heces materiales, sino en esas señales casi siempre maléficas que vamos dejando detrás, anillos que se multiplican después, que sofocan, estrangulan, disminuyen cuando aprietan. Entonces, citado Marx, querría aproximarme más a esta noción mía de prehistoria. Está la prehistoria de la sociedad humana, la prehistoria del individuo como parte de la sociedad humana, y, por tanto, de su prehistoria, y otra vez la prehistoria del individuo que sería el tiempo de su vida personal en la que ese individuo se ve a sí mismo o se averigua como parasitado por su inconsciente.
Verdad es que estas cosas son demasiado complicadas para mí, pero siempre hay alguna cosa que es demasiado complicada para alguien y, no obstante, tenemos que lanzarnos a ella cuando no hay más remedio. (Einstein era lo que sabemos, o creemos saber, y mal le iría en la vida si tuviera que ponerse unas medias suelas a los zapatos o hacer encaje de bolillos.) No seré capaz de ir más lejos, pese a todo, pero el signo de esa incapacidad, el trazo de uña que la marca, es ya el primer paso, aunque no sigan otros: lo que distingue el paso único de un primer paso es sólo la paciencia que hubo o no hubo para esperar el segundo. Con Sócrates, el arte y Marx, cualquiera puede ir lejos: calzarse las botas de un padre, es también una manera de ser hombre, mientras el propio pie no crezca a su tamaño de adulto.
Por otra parte, el arma mejor contra la muerte no es nuestra simple vida, por más única, por muy preciosa que legítimamente nos sea. El arma mejor no es esta vida mía a quien la muerte asusta, es todo cuanto fue vida antes y perduró, de ser en ser, hasta hoy. Tuve la calavera de mi padre en la mano y no sentí miedo ni repugnancia ni disgusto: sólo una extraña impresión de fuerza, como la que siente el nadador transportado en la cresta de una ola que, al moverse, lo mueve. Sucia de tierra, desnuda de carne, tan diferente de lo que con ella fue, tan igual a todas las calaveras, tan piedra de construcción. Cuando Hamlet dijo aquellas cosas a la calavera de Yorick, me pareció entonces, al leer, que no podría decirse más entre un muerto y un vivo. Demuestro yo que se puede, y no es mérito mío personal: pasaron entre tanto trescientos setenta años, nació Marx, se siguió escribiendo y pintando, y Sócrates no fue borrado de la historia. Son cosas todas éstas en las que personalmente no tuve parte, ni por acción ni por omisión (y, en cierta manera, no soy, pues escribir no es esto, ni esto pintar). Pero creo que cumplo mi deber cuando aprovecho e intento percibir. No se puede exigir más a un hombre común.
Veo, por ejemplo (aún mortuorio ejemplo y firmeza de ojos), esta momia del Vaticano. Es, en carne preservada más allá de la putrefacción, una proximidad. Nos separa sólo aquel centisegundo en que me obstino en creer. Si el guía oficial del museo viniera a decirme que entre este cuerpo y mi cuerpo hay dos o tres mil años, no lo dudaría, pues precisamente la obligación de los guías es saber de estas materias. Pero no consigo imaginar qué cosa sean tres mil años, si el cuerpo está ahí, resuelta por el silencio la cuestión de la ignorancia de la lengua y establecido otro diálogo. Las manos, con sus largos y afilados huesos cubiertos de carne que es sólo fibra y de una piel negra, sin sudor, que solicita el tacto de otras manos, poco les falta para que se muevan, ya medio fuera del arca mortuoria, pero aún no fuera de la caja de vidrio que encierra el cuerpo. Las uñas blancas, vivísimas, no tardarán, humildemente, humana-mente, en catar la caspa de los vivos. He ahí la larga historia (no la prehistoria) de la continuidad material de los hombres. Durante millones de años, millones de millones de hombres nacieron de la tierra y a ella volvieron. El humus terrestre ya es mucho más polvo humano que costra originaria, y las casas en que vivimos, hechas de lo que de la tierra salió, son construcciones humanas, en el sentido riguroso de humano, hechas con hombres. Por eso escribí que la calavera de mi padre era como una piedra de construcción.
El mundo está lleno de probabilidades. En la suave ladera de un monte, o en su lomo curvo, imaginemos que un cuerpo fue enterrado. Se perdió la memoria de lo que allí está, pueden haber sido siglos, y tal vez sea así. Cuatrocientas veces el invierno dejó lluvias y nieves, cuatrocientas veces el otoño reverdeció la hierba, cuatrocientas veces el verano la secó, cuatrocientas veces la primavera lo cubrió todo de flores. Éste es un monte donde nada más se plantó que un cuerpo muerto, tal vez asesinado y por eso escondido. Pero en este cuatrocentésimo primer año después de que el hombre fuese sepultado, un hombre vivo sube al monte (como antes lo hicieron otros, pero es éste el que nos importa), sin razón alguna que se sepa, sólo para respirar el aire en su metamorfosis de viento, sólo para ver las distancias, los otros montes, para saber en fin si se mantiene el sino de ser los horizontes siempre azules. Sube al monte, pisa la hierba, los matojos, las piedras, siento todo eso debajo de las suelas, está vivo en esa sensación como en todas las otras que los sentidos le transmiten, y de pura felicidad se tiende en el suelo, cara al cielo, viendo pasar las nubes, oyendo el viento en los tallos de las plantas próximas. Alcanzó aquella plenitud que es flaqueza humana de imaginar que de repente lo sabemos todo y no precisamos explicación. Lo único que él no sabe es que, debajo, acompañando exactamente el contorno de su cuerpo, cuerpo sobre cuerpo, con un metro, si a tanto llega, separándolos, el muerto de hace cuatrocientos años ve ahora por los ojos del vivo, calavera sobre calavera, un cielo que parece igual y unas nubes hechas de la misma agua. Se levanta el vivo sin saber de nada, y el muerto empieza a esperar otros cuatrocientos años.
Me despido de los muertos, pero no para olvidarlos. Olvidarlos, creo, sería la primera señal de mi propia muerte. Aparte de ello, tras este viaje de escribir tantas páginas, he llegado a la convicción de que debemos levantar del suelo a nuestros muertos, apartar de sus rostros, ahora sólo hueso y cavidades vacías, la tierra suelta, y recomenzar a aprender la fraternidad por ahí. Nunca lo que Raul Brandão escribió: «¿Oyes el grito?, ¿lo oyes más alto, cada vez más alto y cada vez más profundo? “Hay que matar por segunda vez a los muertos.”». Precisamente (preciso, exacto; preciso, necesario) lo contrario. Digo yo, si me atrevo a desafiar a las autoridades.
Me despido de los muertos así. Es una buena manera de volverme hacia los vivos. Helos ahí, los míos más cercanos: Carmo, Sandra, Ricardo, Concha, Ana y Francisco, Chico, Antonio (¿por dónde andará?), Adelina (adiós). Son éstos. Sé que andan por ahí agitándose, encontrados y desencontrados unos con otros y yo con ellos, sin mucha razón para que seamos amigos, sin mucha razón para que dejemos de serlo. Vivos, cada uno allá con su vida, y, cuando en eso se piensa, nos damos cuenta de que en definitiva sabemos tan poco, en parte porque ellos se cierran, en parte porque nosotros estamos cerrados, en parte por miedo, en parte por orgullo. También aquí hay un parasitismo peculiar. En el interior de la sociedad rodamos pequeños globos de invisible pero casi intransponible superficie, o si no intransponible, sí rechazante, en el interior de los cuales describimos mutuas órbitas complicadas, yo y estos vivos, estos vivos y yo, y todos los demás unos con otros. Pero está la vida común a todos, aquella que, digámoslo así, congloba a todos los globos. Es esa la que constantemente va recibiendo la ininterrumpida herencia de los muertos, mientras ininterrumpidamente lanza nuevos vivos al mundo, todos transformantes y transformados, agentes de minúsculas mutaciones y sujetos de ellas.
Por eso, aunque sólo imaginado, fue posible mi diálogo de Positano con Melina Mercuri, preguntarle yo cómo iban las cosas por su tierra sujeta al fascismo, preguntarme ella cómo iban las cosas por mi tierra al fascismo sujeta. Ambos callamos la respuesta. (No tengo ningún amigo fascista, salvo que alguien me engañe. Todos somos, al mismo tiempo que somos los defectos que tenemos y las cualidades, antifascistas. Hemos puesto ya nuestras firmas en papeles, gravemente, como quien espera que de ahí venga el mayor bien al mundo y a Portugal. Todos dimos alguna vez dinero para buenas obras y por misteriosas vías, sin saber muy bien cuál de nosotros fue el del recado, o sin querer enterarse de eso. Intercambiamos libros y lecturas, opiniones y profecías. Deseamos la muerte de Salazar. Detestamos ahora las vidas de este Tomás y este Marcelo. Soñamos con su desaparición, sin saber ni pregun-tarnos cómo será después y quién. Pero casi todos nosotros somos superlativamente imaginativos cuando nos desgarramos en la charla política. Aquí hace años, el Ricardo médico, muy en serio, influido por el estilo y la eficacia de las operaciones de comandos, juraba que media docena de hombres, diez como máximo, bien entrenados, podían asaltar San Bento, ráfaga aquí, bomba allá, machetazo más allá, y en un amén raptar a Salazar [eran aún sus tiempos], acabar con el fascismo, salvar al país en suma. Antonio, que sonreía sarcástico, respondió que no eran precisos tantos, que bastaba con dos. Ricardo le siguió el juego y defendió su tesis: que no, que dos era un disparate; diez, sí, o seis, en último caso. Antonio se empeñaba en que bastaba con dos. Y hasta sería capaz de indicar ya la pareja de salvadores. Él, Antonio, y él, Ricardo. Y lo provocaba: «¿Quieres ir? En el fondo, a ver si entiendes, la cuestión es ésta: si vamos los dos, esto se acaba, no aguanta, no dura lo que una cerilla. Pero hay que ir, no quedarse aquí, bien cómodos, diciendo que basta con seis o con diez». Ricardo tuvo la debilidad de enfadarse. Y Concha, que también estaba allí, se puso de su lado, buena mujer, y descompuso a Antonio. Antonio ya no volvió a abrir la boca. Salazar siguió gobernando, luego se cayó de la silla, después se pudrió, después murió. Y ahora tenemos a Marcelo con dos eles, como Tomás es Thomas, el pueblo grey y la patria sagrada. Todo es otra cosa, para que sea mejor lo que no quiere parecer. Así van las cosas por aquí, Melina. Presumo que por allá no serán muy distintas.)
No me ha sorprendido. Desde hace unos días (hice adrede una interrupción de varias semanas), desde que el cuadro empezó a cobrar sentido y forma, empecé a notar que mis retratados de la Lapa andaban inquietos. Había dicho que no era necesaria la presencia de la señora, que iba a trabajar en el retrato del señor, y ahora pedí que vinieran ambos para acabar el trabajo. La cosa ocurrió ayer. Llegué puntual, cosa que en mí, más que costumbre, es manía, y me acompañó la criada (una vieja mustia) hasta la sala que daba al jardín y donde, por haber mejor luz, instalé el caballete. Allí me recibió otra criada (ésta era su costumbre), que salió en seguida para advertir a los señores. Por las maneras de las dos criadas (en especial de la primera, seca), me di cuenta de que se acercaban novedades. Me acerqué al caballete, descubrí la tela y aprecié el trabajo. Me gustaba. Tuve el presentimiento de que la causa de la tensión atmosférica estaba precisamente allí. El fondo era blanco, no precisamente blanco, claro, pero trabajado con esa mezcla de colores que sugiere un blanco indiscutible o el efecto que el blanco produce en la retina, que cada vez tenemos que ajustar (diría que no la retina, pero quizá en definitiva sí, ella) a la idea que del blanco tenemos. La semejanza de los modelos no podía ponerse en duda, pero, en verdad, este cuadro no era un digno sucesor de las escurridas e insustanciales telas a cuya costa venía viviendo. Tanto la mujer como el hombre estaban (¿cómo diría?) doblemente pintados, es decir, con las primeras pinturas necesarias para reproducir sus rasgos y los planos del rostro, de la cabeza, del cuello, y luego, sobre todo eso, pero de un modo que no permitía descubrir fácilmente dónde estaba el exceso, se sobreponía otra pintura, que, por así decirlo, no hacía más que acentuar la que ya estaba. En el caso de la mujer el efecto era más visible porque con ella tuve que interponer la pintura intermedia, que era el maquillaje. El Cuadro causaba una sensación de incomodidad, como la de una risa súbita en el interior de una casa desierta.
Estaba preparando los pinceles cuando se abrió la puerta. El hombre venía solo y nervioso. Me dio las buenas tardes, cortando las palabras con los dientes para sacarles la cordialidad bien educada que haría el resto más difícil. Respondí urbanamente y lo miré con una intencionada expresión interrogativa que podría tener diversas interpretaciones: «¿Qué pasa? ¿No viene la seño-ra?». «¿Han bajado las acciones?» Hice un gesto con la mano, indicando la silla, pero él movió la cabeza con una violencia excesiva para cualquier hipótesis de motivos, y atacó. Lo intentó, al menos: «Quería decirle que. Perdone, pero quería decirle que». Interrumpió, con la garganta estrangulada dos veces. «¿No puede posar hoy?», le ayudé. «No, no es eso. Venía a decirle que ya no queremos el cuadro.» «¿Que no lo quieren? No lo entiendo. ¿Por qué no lo quieren cuando ya está prácticamente listo?» «Es igual. No lo queremos. Díganos cuánto se le debe y se acabó.» «Ya sabe cuál es mi precio. Lo sabe desde que me contrató.» «Sí, realmente, pero como el cuadro no está aún terminado, pensé…» «Pensó mal. ¿Cree que la pincelada número cien vale más que la número treinta? ¿Que un cuadro es como una alfombra, a tanto por metro, es decir X por pincelada?» «No quiero discutir eso. Si ésa es su posición, aquí tiene el cheque.» Sacó el talonario y la pluma, hizo unos trazos rápidos, demorándose no obstante en los ringorrangos de la rúbrica, y me tendió el cheque. No me moví. «¿No quiere el cuadro porque no le gusta?» «No es eso exactamente. Mi mujer y mi hija creen… En fin que el cuadro no se parece en nada a otros que conocemos de usted. Dos amigos nuestros tienen retratos suyos y no son nada así. Haga el favor, tome el cheque.» «Mi querido señor, vamos a ver si nos entendemos. Dice que no quiere el cuadro, que no le gusta, o que no les gusta a su mujer y a su hija, ¿y quiere darme un cheque?» «No es mi costumbre quedar a deber los trabajos que encargo, sean cuadros o lo que sea.» «Eso me parece magnífico para usted y para sus proveedores. No hay nada como una vida limpia.» Se dio un brusco tirón a la chaqueta y me miró intentando adivinar si bromeaba. Puse mi cara más seria, la más formal, la de más dignidad ofendida, la más de pintor de la Lapa. Cuando iba a abrir la boca para responder, apareció el futuro yerno. Hizo una entrada muy con-vencida, algo teatral, mostrando que venía de detrás de la puerta como refuerzo: debían de tener estudiada la escena. «¿Qué pasa?», dijo olvidando las buenas tardes. «Que este señor dice que no quiere el cheque.» «Perdón, yo no digo que no quiero el cheque. Quiero acabar el cuadro y quiero, después, el cheque.» El yerno: «¿Pero no le han dicho ya que no queremos el cuadro? ¿Que no nos gusta?». El suegro: «Para evitar discusiones hasta le hice un cheque por el valor del cuadro acabado». Yo: «Es verdad. Pero si usted no tiene costumbre de quedar a deber lo que encarga, yo tengo el hábito de no recibir nada que no corresponda al trabajo listo». El yerno: «Es interesante esto por su parte. Pero a nosotros eso no nos importa. Ya ve que es fácil». En ese momento entró la hija, o novia, depende del punto de vista. Se quedó a un lado, mirándonos, y no dijo una palabra hasta que acabó la discusión. Me miraba sobre todo a mí, con aire levemente irónico, mucho más inteligente que los dos machos, y por eso callada. Yo retiré el cuadro y lo puse en el suelo, a mis pies, apoyado en las patas del caballete y con la superficie pintada vuelta hacia ellos. Apartaron los ojos. La muchacha se dio cuenta del movimiento de repugnancia y sonrió.
Hablé en tono pacientísimo: «No les gusta el cuadro, no quieren el cuadro. Muy bien. Puede guardarse el cheque, que yo me llevo mi cuadro». Los dos hombres avanzaron hacia mí: «Eso sí que no. El retrato es mío y de mi mujer, es de mis suegros, no sale de esta casa, no sale de aquí». «No comprendo. ¿Si no pagan el cuadro, cómo quieren quedarse con el?» «Nosotros pagamos, ya le dije que pagaba.» «Sí, lo dijo, pero yo también le dije que no cobro lo que no he acabado.» «Pero son nuestros retratos», dijo el viejo angustiado. «Son, pero el cuadro es mío.» En este momento el yerno avanzó dos pasos bajo la mirada divertida de la muchacha, se metió las manos en los bolsillos del pantalón, como si no fuera de la Lapa, o no se casara en la Lapa: «Oiga, ¿está burlándose de mí? Vamos a arreglar el asunto antes de que se me acabe la paciencia». Miré a la chica: «¿Será posible que me amenacen en su propia casa?». Intervino el padre: «Bueno, no es eso. Pero usted tiene que entender que se está poniendo pesado». «No soy pesado, soy lógico. O acabo el cuadro y recibo el dinero, o no lo acabo y me lo llevo a casa, puesto que no lo vendí. Nada hay más sencillo.» Se hizo un silencio de muerte. El padre daba vueltas al cheque. El yerno había retrocedido y miraba a la chica como si le pidiera consejo. Y la chica sonreía. Yo agarré el cuadro, con cuidado para no borrarlo, di las buenas tardes, dije que mandaría luego a buscar el caballete y me fui. Los dos hombres fueron detrás de mí: «Oiga, no puede hacer eso». «Claro que puedo. Hagan el favor de dejarme pasar.» De la sala que daba al jardín llegó una carcajada. La escena había sido realmente ridícula. Y seguía siendo ridícula, en lo alto del descansillo de la escalera alfombrada, donde varias cosas ocurrían al mismo tiempo: el yerno intentando agarrarme del brazo, pero sin saber si lo lograría, el suegro alzando el dedo furioso y callado contra una criada que apareció por allí a fisgonear y que desapareció a toda prisa, y la señora, a quien al fin vi, en el marco de una puerta amplia, con un aire de dignidad humillada. «Hay que llamar a la policía», recordó el yerno. Pero el suegro venció la tentación: era aumentar la vergüenza con el escándalo. Y me lanzó la amenaza: «Hablaré con mi abogado. Lárguese». Al fin estaba libre, bajo la amenaza de la justicia.
Bajé la escalera sin prisas y al llegar al fondo miré atrás: los dos hombres, como generales en un desfile, me fulminaban con la mirada. Salí tranquilamente, defendiendo la tela de cualquier roce, y con los mismos cuidados abrí el maletero del coche y dejé en el fondo el cuadro, cautelosamente, como si acostara a un niño que ya daba cabezadas de sueño. Antes de cerrar miré por segunda vez el retrato, los dos disfrazados que me miraban desde abajo, y los vi allí a mi merced, necios, diría que humillados. Cerré el maletero con un estallido seco. Al entrar en el coche, vi de soslayo que se corría una cortina. ¿Quién sería? ¿Las criadas, curiosas y divertidas? ¿Los señores, furiosos? ¿Las señoras, indignadas, o una sí, y la otra aún divertida? Me cayó simpática la chica. Sería igual a los otros, o acabaría siéndolo, pero había allí una diferencia en la igualdad, una grieta en la porcelana, oculta aún a los ojos, pero el sonido ya no respondía pleno: las familias tienen también estas cosas, se suicidan. Había razones para confiar en la continuación de esta historia.
Por mi parte, sabía muy bien lo que ocurrió. Llevaba en el maletero una bomba explosiva, de deflagración retardada, pero fatalísima. El mecanismo estaba ya en funcionamiento. Hiciera lo que hiciera, estaba acabado como pintor de retratos de la gente que me los solía pagar. Aunque me volviera atrás, destruyera el cuadro ante sus víctimas y pintara otro de acuerdo con sus normas y mi tradición, incluso así mi carrera estaba liquidada. Aunque me disculpase, aunque jurara. Quien hace un cesto hace ciento; nadie diga de esta agua no beberé; tantas veces va el cántaro a la fuente que al fin se quiebra el asa. Yo hice el cesto, podía hacer el ciento, bebí el agua y dejé frustrados a mis modelos, con el asa del cántaro en la mano. Dentro de veinticuatro horas (o cuarenta y ocho, o quince días, para no atribuirme así tanta importancia), la Lisboa que usaba de mis habilidades sabría que no debía volver a llamarme. Era un punto de honor: una llamada telefónica, el encuentro en el golf o en el bridge, o en la pausa de la reunión del consejo, y en media docena de palabras, que no serían el relato siquiera aproximado de lo que pasó, el asunto quedaba sentenciado. Escribí todo esto en condicional pero debo escribirlo en futuro, ahora que me encuentro en casa, cuando ya no puedo evitar esta escritura. Es en el futuro, y también en el presente: estoy liquidado como pintor de estas mierdas que he pintado y que me han permitido vivir, y esa liquidación efectiva tendrá lugar en los próximos días. ¿Qué harán de mis cuadros sus propietarios? ¿Los conservarán por gusto, por obstinación o por amor al dinero gastado? ¿Ocultarán mis telas en los sótanos, cortadas a cuchillo por el ras del marco, o enviadas a la casa de campo, olvidadas, separadas de la moldura, conservada ésta y desgarrada furiosamente la tela? Cualquiera de estas cosas ocurrirá. El espíritu de cuerpo va a imponer este último acto de mi liquidación: nadie se atreverá a oponerse a la voluntad general. Algunos resistirán un poco, porque se han habituado a la imagen colgada del salón, o en el despacho, o en la sala del consejo (¿qué hará la SPQR? y S., ¿qué hará?) por espíritu de contradicción, pero, en verdad, mi única esperanza de super-vivencia va a estar en el grado de amor que a los retratados muertos tengan los vivos que han quedado. Si el difunto era estimado, por razones de senti-mientos u otras menos sentimentales, tal vez la imagen escape al acto (auto) de fe; si no era estimado, la oportunidad tan deseada ocurrió al fin, y con sólo un gesto se librarán los dueños de la casa de la memoria inoportuna y del cuadro aborrecido. Nunca faltarán caminos para llegar a donde la oculta voluntad ambiciona: basta encontrar los pretextos.
Con el cuadro en el maletero del coche, circulé por la ciudad, sin rumbo, pensando en algunas de estas cosas que escribiría luego, dejando huir otras que tal vez importaran tanto como éstas (tanto, tan poco, o tan mucho como ellas. Nota justificada de quien ahora empieza a aprender estas escrituras: ¿por qué será que decimos tan poco, y no decimos tan mucho?). La ciudad ésta, cualquiera, es una cosa extraña. Se forma por tres razones, se puebla con mil personas (o millares, o millones) y se mantiene formada cuando ya las razones no existen (otras que surgieron mientras tanto, formarían una ciudad diferente). Se puebla la ciudad, digo, de unos tantos muchos millares o de unos tantos pocos millones de personas y consigue la proeza de mantener junta, globalmente hablando, a esa población y de por muchos medios diferentes no permitir que ella se una. Es como si la ciudad se defendiera de quien la habita. Las voluntades juntas de los habitantes forman, sin que ellos se den cuenta, una voluntad diferente que pasa a gobernados y cuida-dosamente los vigila. La ciudad sabe, lo sabe esa voluntad, sabe quien esa voluntad encarna, que, aunque se rehiciera la unidad de los habitantes, la suma final, incluso en número igual, vendría a ser de cualidad diferente: la primera e inevitable transformación siguiente sería la de la propia ciudad. Por eso ella se defiende. Parece seguro (pero convendría discutirlo) que el cuerpo está dirigido por un órgano central, que es el cerebro (la discusión incluiría, como punto por analizar, las ventajas y desventajas de la existencia de cerebros autónomos, aunque no independientes, que gobernasen los diversos órganos y miembros del cuerpo, la mano, el sexo, por ejemplo). Pero la ciudad no tiene la misma seguridad, o la tiene al contrario, de los beneficios de la existencia de cerebros completos y funcionales, plenos y exactos, en sus habitantes. ¿Qué sería de una ciudad de un millón de habitantes, si a ese millón de cuerpos correspondiese un millón de cerebros?
He ahí las casas, las personas, las calles animadas, la sombra y el sol, los árboles, esos cuerpos metálicos moviéndose que son los automóviles, los tranvías, los autobuses, he ahí las tiendas con cosas colgadas u ordenadas en un espacio que no se atreve a dilatarse o mostradas tras la protección de las cristaleras, he ahí la piedra, el asfalto, las argamasas bajo los colores, los azulejos, he ahí las voces, los ruidos del tráfico, he ahí el polvo, la basura y el viento que los empuja, he ahí el andamio que levanta una nueva casa y el andamio que derriba una casa vieja, he ahí los monumentos, con hombres casi todos y mujeres pocas y heráldicas, y otros heráldicos animales, o simbólicos, o útiles, leones, caballos, algunos bueyes de carga, he ahí la ciudad vista de cerca, imagen entre una infinidad de otras, y ahora vista de lejos, del otro lado del río, desde este puente que es la ciudad también, he ahí la costra viva sobre la tierra muerta, o viva sólo en las aguas y verduras que por intersticios irreprimibles brotan y se abren, he ahí la ondulación, de lejos suave, de las casas, de los tejidos, de los colores, incluso cuando violentos amortiguados por la distancia y por esta luz que es la de la tarde antes inmediatamente de aquella otra luz que solemos llamar del fin de la tarde, sin que decir una y otra diga nada, porque la luz y su diferente calidad no son traducibles en palabras como tampoco es traducible esta ciudad, hecha de todo lo que quedó escrito y de lo que falta, ni próximo ni distante, probablemente inaccesible, como el cerebro que la comanda y los hombres y mujeres que en ella están no siendo. Veo Lisboa desde la explanada de este aborto católico e imbécil que es el monumento a Cristo Rey, veo la ciudad y sé que es un organismo activo, que actúa al mismo tiempo por inteligencias, instintos y tropismos, pero sobre todo la veo como un proyecto que se dibuja a sí mismo, intentando coordinar las líneas que de todos los lados se curvan o lanzan rectas, y también como el interior de un músculo o de una neurona gigante, como una retina des-lumbrada, una pupila dilatándose y contrayéndose como la luz aún clara de este día. En el interior del maletero del coche, dos cabezas están inmersas en la oscuridad total. Mantienen los ojos abiertos, no podrán cerrarlos nunca, están condenados a una vigilia eterna (¿eterno, un cuadro?), y sus pupilas no se moverán si de repente entra la luz, bruscamente, y me mirarán interrogándose a sí mismas, ahora que suponen haberme juzgado a mí. Sírvame esta ciudad de testigo: soy inocente de lo que me acusan, no probablemente de lo que me alaban.
En este mismo lugar, o en otros puntos altos con vistas a las ciudades, ya otros hombres y otras mujeres aprovecharon la romántica embriaguez o vértigo o aturdimiento de estar físicamente encima de los otros para hacer acto de contrición. En las viejas novelas rusas, el héroe se arrodillaba en la plaza pública y confesaba, a los hombres y a los perros, sus errores, crímenes y faltas. Si las novelas lo contaron es porque algunos vivos lo hicieron antes, a no ser que pasaran a hacerlo después, por seguir la lección. Pero en las novelas de esta parte, o en actos de vivos como este mío, suele la gente aislarse en un punto alto, sacar de ahí alguna majestad o simple necedad y transformar la contrición primera en justificación última. Creo que es eso mismo lo que hice. No obstante me respondo que ya no estoy en los primeros pasos de este camino, que la distancia andada me da algunos derechos, sobre todo el de tenerme a mí mismo consideración y respetarme. Bajamos la cabeza para ver la planta de los pies, sea lisa o callosa, y para tentar la resistencia del suelo que pisamos, pero luego se alza la cabeza: los ojos ya ven delante, juzgan el suelo futuro. Eso es andar.
Mientras escribo, miro el reloj de pulsera que puse sobre la mesa, como ya dije que es costumbre mía. Es de noche, cené, y ahora escribo. Veo el puntero de los segundos saltar a la pata coja, avanzando, avanzando, y encuentro que esto es, en un punto minúsculo, un retrato general de la vida de los hombres. Mejor que un retrato: una noción confortable del tiempo. No se sabe lo que es el tiempo. Probablemente es un fluido continuo, no visible (simple imagen mía para reconocerme en lo que estoy diciendo) pero la invención de los relojes, estos que avanzan en pequeñísimas sacudidas, introdujo en ese fluir minúsculos descansillos, rapidísimas pausas, que, en su sucesión y en la sucesión de los saltos en el vacío siguientes, nos daban la impresión tranquilizadora de que el tiempo es una suma, un adicionamiento de tiempos sucesivos que, por la infinitud de los números, nos prometían la eternidad. Pero los relojes modernos, eléctricos o electrónicos, vinieron a recuperar la angustia de la ampolleta: como en la arena, el tiempo corre en ellos sin pausa, sin descanso, sin ningún espacio llano en el que podamos descansar un instante brevísimo. Estas cosas, que en sí mismas son banales y seguramente dichas ya muchas veces antes, tienen en este momento mucha importancia para mí. Agua que corre, mi vida tropezó con una compuerta alzada en su camino. Mientras tanto, en esta pausa forzada, llena, refluye, se ve recorrida por movimientos que se contradicen y contraponen. Estoy en la infinitésima pausa del reloj. Pero el tiempo, que se acumula, me empuja. Miro el retrato de los señores de la Lapa. Tienen los ojos clavados en mí, no me dejan a medida que me voy desplazando en el taller. Y, sintiendo su presencia, me aproximo a la tela donde ya pinté el enladrillado absurdo copiado de Vitale da Bologna y la prisión que se perspectiva casi hasta el punto de fuga. Estoy pintando el santo. Fuera de las rejas.
Adelina ha estado en mi casa. Antes me telefoneó, reservada, un tanto nerviosa a mi ver. Se consideró obligada a hablar de la carta, pero yo corté: que todo estaba bien, que nada más teníamos que decir sobre el asunto, que no valía la pena empezar una discusión que por mi parte decidí evitar no respon-diendo. Tuve la impresión (o fue efecto de mi vanidad de macho) de que quedó desorientada, tal vez arrepentida, deseosa de hablar. Si fue así, habrá sentido algunas esperanzas (¿de qué?), cuando acepté que viniera a buscar algunos objetos de su uso personal, alguna ropa, tubos y frascos de maquillaje, el retrato, esos pequeños restos femeninos que quedan (y masculinos también, cuando las rupturas se hacen por el otro lado, cuando es la mujer quien permanece y el hombre quien se va) que quedan durante algún tiempo y que aún probablemente se mantendrán cuando se cree que todo se ha recogido: un día se descubre un raspón de uña que no es nuestra o cambiamos de posición un objeto, las cosas vuelven a sus órbitas, no a las primeras, que se han perdido ya, sino a las inmediaciones anteriores, ligeramente modificadas, ciertamente, porque en este espacio chocaron fuerzas que durante algún tiempo se equilibraron juntas, viajando en compañía, y luego se rompió el equilibrio, el viaje y algunas veces se diría que la vida. No será así en este caso. Adelina vino, recogió sus objetos, mientras yo, adrede, ordenaba unos libros en las estanterías. No estuvo mucho tiempo, pero, cuando salió del cuarto con un maletín en la mano, me miró sin hablar, transfiriéndome la responsabilidad de los últimos momentos. Yo la miré también, pero consciente de la situación, seguro de que nos convenía a ambos, no dejé que el silencio se prolongara. No quería echarla, pero no quería que se quedara. Le pregunté: «¿Tienes ya todo?», y seguí ordenando los libros. La oí dar unos pasos: se aproximó al retrato de los señores de la Lapa. Noté que estaba intrigada. Si hubiera hecho cualquier comentario, yo habría sido probablemente desagra-dable. De repente, fue como si estuviera aproximándose a una frontera que le estaba prohibida. Yo, al otro lado, abriría fuego de armas pesadas, de mortero (mortero, que da muerte), de cañón sin retroceso (soldados, retroceder, nunca). Ella pareció entender, no sé cómo lo lograría, pero sus actos comprendieron. Atravesó el taller, salió al pasillo. Se oyó la puerta abriéndose y cerrándose, rumores sobrepuestos a una voz dicha en cualquier momento del recorrido, voz que articuló sonidos entendidos que significaban una despedida, tal vez adiós, tal vez buenas tardes, tal vez hasta otra, y luego el sonido seco y rápido de los tacones de los zapatos en los peldaños de la escalera, hundiéndose y disminuyendo en las cuatro plantas de bajada, prolongándose en la perspec-tiva, cada vez más larga, cada vez más pequeño el sonido, breve, sumido, acabado.
Hechas las cuentas tengo dinero para vivir de cuatro a seis semanas. No hay esperanza de nuevos encargos. He pasado ya por otras crisis temporales, pero ésta va a quedarse a vivir conmigo. No hay más que un camino: la publicidad. En esta tierra nuestra, los plásticos (execrable nombre), valgan lo que valgan, si por su destino o desgracia colectiva ven interrumpida la carrera y desviado el trabajo, si no tienen, como no tengo yo, el recurso de la enseñanza (no acabé Bellas Artes, la mitad de lo que sé lo aprendí luego, y quizá mal), sacan del bolsillo la agenda de direcciones y teléfonos y recorren sus páginas en busca de amigos publicitarios, al tiempo que construyen una historia en la que, naturalmente, representarán el mejor papel, si no, no les valdría la pena inventarla, dudosos de que alguien se la crea, pero a ello obligados por el honor de la firma. Mi puerto de salvación será Chico, o al menos así lo espero. Ya me ayudó otras veces. Mientras tanto, he seguido trabajando. Acabé el retrato del santo. Lo colgué en el taller y puse al lado la postal que me sirvió de modelo. Colgué también el retrato de los señores de la Lapa (hasta ahora no hay señal de abogado), y escribí un papel, para ponerlo debajo, en letra cursiva, buena caligrafía, con la fecha de mi expulsión del palacete. Paro poco en casa durante el día. Salgo con el bloc de dibujo y lleno páginas de esbozos y también de notas escritas. Repito pasos andados en otro tiempo, cuando era deber escolar ir, por ejemplo, a la Ribeira, a dibujar los botes, los hombres descargando cajas de pescado, las mujeres (llamadas allí varinas, ovarinas, varinas, o varinas) llevando altas las canastas, la voz y el lenguaje, captar la luz reflejada en el agua oleosa, y de mil cintilaciones elegir una, encontrar la media aritmética y trabajosamente pasarla al papel en blanco y negro. Nada es ya lo que fue antes, pero el río corre entre las mismas murallas, indignas del nombre de márgenes, que ésas son de tierra natural y otro limo; y también por aquí andan hombres y mujeres, o se sientan, mucho más ellos que ellas, y miran, insistentes, los grandes barcos del río, los petroleros sin maneras de barco, el pórtico de la Lisnave, el humo amarillo espeso y tumultuoso como las nubes hinchadas que ruedan por el cielo y las velas ya raras de las fragatas, y el vuelo agitado de las gaviotas, tan incansable y constante durante el día como el rolar y el batir de la onda contra la rampa de la muralla, abierta el agua en toalla o paño tendido y movido en arco de círculo como si el río se empeñase en lavar las piedras que, sucio por los hombres, va ensuciando. Noto que la gente me mira con curiosidad y creo entender por eso que va siendo rara la aparición por aquí de un dibujante. Los rostros, los gestos, las manos de los hombres apenas interesan. Un ordenador bien programado puede producir cien cuadros por día, todos diferentes. Cualquier Vasarely de dentro o de fuera puede cubrir, con variantes y desmultiplitación hasta el infinito, las paredes de los pequeñoburgueses intelectuales de este tiempo y su horizonte inmediato. Yo he sido pintor de retratos de grandes-burgueses (concierto de grandesburgueses) y hoy no soy nada. No lo soy ya, no lo soy aún, no sé qué seré. Sin embargo, de este modo de vida que fue mi pintar caras, ojos, bocas, cabellos o calvas, narices, mentones, orejas, hombros a veces desnudos, ropas ceremoniales diversas, algunos uniformes, y de vez en cuando las manos, con o sin anillos -de este modo de vivir me quedó, o no llegué a perder, la fascinación obstinada del rostro humano, de la piel y su fragilidad, de la leve o profunda arruga, del brillo del sudor en las sienes, o, en las mismas sienes, del río azul subterráneo de una vena. No sólo la belleza, tan rara, sino la fealdad también, que es lo más común, porque nosotros, los humanos, no somos hermosos, no lo somos en general, pero aceptamos la fealdad con una dignidad particular que quizá viene del interior, del espíritu. Vamos cincelando nuestra cara por dentro, aunque la brevedad de la vida nunca da para acabar la obra: por eso los feos, feos se quedan, a veces más aún de lo que eran, cuando desistieron del trabajo minucioso de esa escultura interna, otras veces de otra manera, cuando fallaron en su intento. Quiero creer que si la especie humana viviera el doble o el triple de estos míseros setenta años que la biología aguanta (y setenta años es la voluntad que tengo de vivir y no la media verdadera), los hombres y las mujeres alcanzarían el fin de sus vidas en estado de pura belleza, diversa por la multiplicación de las facciones, de los colores, de las razas, pero una e insuperable. Hoy, los seres humanos empiezan (cuando empiezan) por la belleza y acumulan fealdad todos los años, todas las estaciones, todos los días y las noches, todos los segundos en lo poco que cada segundo da, pero seguro; una vida larga (imagino) igualaría, en el último día de cada uno, a Helena de Troya y a Sócrates. Helena no sería más bella que Sócrates: se limitaría a esperarlo y juntos saldrían de la vida, bellos.
Cuando vuelvo a casa miro con atención los esbozos, y empiezo a partir de ellos otras tentativas, junto las figuras, organizo el espacio, despreocupado totalmente de los fondos ribereños que los ojos vieron. La hoja de papel sigue siendo, para mí, el lugar del hombre. Me han dado la espalda los hombres y mujeres que me pagaban, salieron por los bordes del papel y me dejaron todas las páginas blancas. Trazo ahora otras figuras, que no vienen por su voluntad, que no pagan, que están (o estaban) habituadas a servir de modelo a alumnos de Bellas Artes o a servir de blanco fotográfico a turistas. Lograron con el hábito una indiferencia falsa, hecha de complacencia, un resto de ingenuidad, paciencia y quizá un poco de desprecio. Y, profundamente, creo que son intocables. Sentado en un cajón, o en un rollo de cuerda (cabo, señor pintor, cabo), o en la curva rebajada de un bote, los miro y los dibujo, pero presiento que no están indefensos. Cada uno de ellos está consigo mismo y en sí mismo, y al mismo tiempo con todos los otros y en todos los otros. Son un todo y parte de otro todo. Circula por ellos una invisible corriente (insensible, no) que los vincula y que, prolongándose, se mantiene (adivino yo) cuando se separan por horas o por días. Más que los rostros, lo que me gustaría captar es, a través de ellos, esa corriente invisible. Creo que una cierta manera de dibujar, una cierta manera de pintar, si las supiese, me permitirían captar con los rostros el flujo, y, fijado, regresar a los rostros y convertir a cada uno de ellos en una demostración. Pintar burgueses no me ha preparado para este trabajo, para este descenso al sol, pero no me ha robado (¿será quizá porque ésa es mi intocabilidad?) ese sexto sentido para captar, aunque sin poder descifrarlo, el lenguaje subterráneo, la onda sísmica, el estremecimiento subepidérmico de rostros y cuerpos que están separados de mí. Separados de mí. ¿Y cómo estaban esos otros rostros y cuerpos que pinté? Respondo: igualmente separados de mí. Separado de mí S. (y fue así como se inició esta escritura o escrituración), separados de mí los señores de la Lapa (y con ellos va a acabar esta escritura o escrituración). ¿Qué hago yo en el espacio que, a su vez, separa a unos y otros? ¿Qué hace un pintor? Cuando levanto un lápiz o un pincel y los acerco al papel o a la tela, me doy cuenta de que hay cierta semejanza en el modo como me miran, de uno y de otro lado. Encuentro y cotejo iguales la complacencia, la paciencia y el desprecio. Y si hay diferencia, creo que reside en la astucia en vez de en la ingenuidad, o ni siquiera en la astucia, sino en un mayor desprecio.
Unos y otros separados de mí. Y yo de mí mismo. Atención, pido atención en este momento de la escritura. He escrito que fue al descubrirme alejado del conocimiento de S. cuando comencé a escribir, y anuncio que voy a interrumpirme o a poner punto final en lo que escribo tanto o más alejado aún de esos otros S. que son los señores de la Lapa, pero son dos separaciones diferentes: la segunda es la lógica consecuencia del conocimiento, no de la ausencia de él. Entre una y otra, para aproximarme a mí mismo seguí escribiendo, cuando el primer motivo había perdido ya importancia. ¿Qué suma hago, qué total, qué prueba real podré sacar? De lo que estaba separado, sigo separado. De este otra vez descubierto alejamiento de los otros hombres, me limito a tomar, de momento, nueva consciencia. Pero ¿y yo de mí? Este proyecto de autobiografía por caminos que querrían ser diferentes, juntando en partes iguales artificio y verdad, ¿qué ha salido de él? ¿Qué edificio? ¿Qué puente? ¿Qué resistencia de qué material? Respondería que me aproximé. Respondería que ajusté el cuerpo a su sombra, que apreté el tornillo suelto.
Aparto los ojos del papel y veo mi mano moverse bajo la luz. Veo la piel ya floja en algunos lugares y movimientos, veo la red de las venas, los pelos, las arrugas de las articulaciones de los de dos, siento en los ojos la curva dureza de las uñas como un escudo, y sé que nunca sentí este poco tan mío. Muevo la mano y sé que es mi voluntad la que la mueve, que yo soy esa voluntad y esta mano. Descanso los antebrazos en la mesa y siento su presión sobre la madera y la fuerza que la madera opone. Este bienestar (estar bien, bien estar) no es físico, o sólo después es físico, no es un punto de partida, es el punto al que he llegado. Releo estas páginas desde el principio y busco el sitio, la situación, la palabra o la entrelínea que sean la certeza posible al doblar la esquina: en cada momento soy igual, en cada momento me voy sintiendo otro. Me falta un descansillo decisivo de tiempo, el lugar que separa el camino ya andado del que me falta por recorrer. Me falta (para recordar viejísimas lecciones de química elemental) el estado intermedio líquido en el paso de lo gaseoso a lo sólido, así como pararme un poco para mejor com-prender el movimiento.
La diferencia entre los retratos de S. y de los señores de la Lapa es mi diferencia: ahí sí que se hace sensible de inmediato. Nadie apostaría que son de la misma mano, o vacilaría mucho antes de afirmarlo. ¿En qué consiste la diferencia de autor? Si este trazo no es igual a aquel trazo ¿qué es lo que los distingue? ¿El movimiento de la muñeca, el apretar de los dedos en el carboncillo o en el pincel? Pero no hay ninguna diferencia en la manera de afeitarme, y es también la mano la que eso hace. No hay ninguna diferencia en la manera de sostener el tenedor, y es la misma mano la que lo sostiene. Ahora mismo he parado para frotarme los ojos con el dorso de la mano (gesto de infancia que conservo) y es igual el movimiento y la razón de él. No obstante, esta misma mano dibujó y pintó cosas iguales de modo diferente: no hay diferencia entre S. y los señores de la Lapa, y fueron pintados diferentes: los señores de la Lapa son, en definitiva, el segundo retrato de S. y mi comprensión. Dibujo y pinto. Sobre el papel y la tela, la mano describe la misma red invisible de movimientos, pero en cuanto se posa sobre la materia, y transforma en materia el movimiento, el signo reproduce una imagen-tiempo diferente, como si los nervios que parten del ojo fueran ahora a unirse en una región nueva del cerebro, inmediatamente contigua, desde luego, pero archivo de otra experiencia y en consecuencia fuente de una nueva información.
Me cuesta acabar. Compruebo que me resultó más fácil ir diciendo quién era que afirmar hoy quién soy. Esta escritura podría continuar hasta el fin de mi vida, con la misma utilidad o sinrazón que hasta ahora ha tenido. Dudo, sin embargo, que el relato de un día-a-día sin proyecto (me refiero al relato, no al día-a-día, que lo podría tener) pudiera interesarme bastante para proseguir esta indagación (si lo he llamado análisis alguna vez, he exagerado). No obstante, solo como me encuentro ahora, sin arte o dispuesto a aprender, crece en mí una tensión que ya intenté explicar con palabras, y que no me deja parar. Esta tensión es la que llena de dibujos el cuadro de esbozos, es ella la que me hace detenerme ante el retrato de los señores de la Lapa y el cuadro copiado de Vitale da Bologna, es ella también la que me empuja hacia el caballete donde he colocado una tela que no soy capaz de empezar. Porque no sé lo que voy a pintar. Hace más de veinte años que pinto, pero sería mentir si jurase que tengo veinte años de experiencia de pintura: mi experiencia es la de un retrato repetido durante veinte años, de un retrato hecho con unos cuantos colores básicos y por medio de unos cuantos gestos básicos. Que el modelo fuera hombre o mujer, joven o viejo, gordo o flaco, rubio o moreno, inteligente o estúpido, sólo exigía de mí un ajuste en cierto modo mimético: el pintor imitaba al modelo. El retrato de los señores de la Lapa es de otra factura técnica, o quizá no lo sea profundamente: no se modifican los hábitos, cualesquiera que sean, ni las maneras de pintar, qué hábitos son, de una hora a otra, y por simple voluntad del pintor. No hay milagros en la pintura. Lo que he llamado otra factura técnica, es más verdad que sólo el resultado de la inesperada imposibilidad de reaccionar, ante los nuevos modelos, con el mimetismo que me era ya naturaleza. Veo ahora que mi primer acto de rebelión (me perdono la exageración de la palabra por el gusto que me da) fue haber decidido pintar el segundo retrato de S. A escondidas lo hice, a escondidas de todo el mundo, pero, sobre todo, lejos de la vista del modelo. Había mucha cobardía en esa rebelión. O timidez. Ante los señores de la Lapa (los hidalgos de la casa morisca, la pequeña mayorazga de val-flor, los teles da alberguería, las damas de tiempos idos, el barón de lavas, los maja, el señor del pazo de ninaes) [3], el camaleón no cambió de color. Si pardo era, pardo se quedó, y fue con ojos de color pardo como registró y transpuso los colores que se le oponían o a los que (con más rigor) se oponía. (No creo, reparando mejor en lo que acabo de escribir, que haya mayor rigor en esta segunda forma verbal que en la anterior inmediata. Dudo de que Goya se opusiera a Carlos IV cuando lo pintó entre la familia real [si de este lado oposición hubo, ésa creo que podría descomponerse en los tres o cuatro elementos que he citado antes: complacencia, paciencia y desprecio, variable éste]: ante aquel grupo de degenerados, Goya miró sus rostros fríamente, y, no habiendo encontrado nada que en pintura mereciera mejorar, lo empeoró todo. Puede esto ser oponerse a, pero sólo hoy lo sabemos de hecho, porque entre tanto avanzó la historia de las instituciones monárquicas en general y de ésta en particular, y porque nosotros sabemos lo que en 1800 [fecha del retrato de Carlos IV y familia] Goya aún no sabía: que en 1810 haría los grabados de Los desastres de la guerra, que en 1814 pintaría El 2 de mayo, y Los fusilamientos del 3 de mayo, que al fin de su vida vendrían las «pinturas negras» y los «disparates».) ¿Me opuse (si este latín fuese posible, el opus-me portugués podría ser opus me, obra mía) a los señores de la Lapa? No lo creo. Lo más exacto (en fin) sería decir: estaba opuesto. Oponerse puede ser sólo un movimiento de humor, cosa que viene y pasa, y refleja, creo yo, la mayoría de las veces, una relación de dependencia, de subalternidad. Y por ahí se empieza, por el descubrimiento de la relación de inferioridad con el superior. El paso siguiente es salir de esa relación en revuelta, pero, si eso se puede hacer, entonces que el oponerse se transforme inmediatamente en estar opuesto, para que el primer impulso se mantenga y sea permanencia, tensión continua, un pie afirmado en el suelo que nos pertenece, el otro pie avanzado. Mil golpes repetidos abren un agujero en el muro, ese mismo muro cederá por completo ante una presión continua ejercida en un frente lo suficientemente amplio: la diferencia entre un pico y un buldózer.
Así me siento hoy dentro de estas mis cuatro paredes o cuando recorro la ciudad: opuesto a. ¿A qué? Primero, a los retratos que pinté y a mí mismo al pintarlos, pero no a lo que era cuando los pintaba: no puedo oponerme a lo que fui, y hoy menos que nunca: quise llamar a mí lo que fui (y creo que definitivamente lo hice) como quien llama a la propia sombra que quedó atrás y nos parece sucia, difusa en sus contornos, sólo recognoscible por un desmayado aire de familia, pero tan nuestra como el sudor o el esperma. Y opuesto también a lo que me rodea. Creo incluso que la mayor parte de esta tensión mía, viene ahora de ahí. Me siento como el soldado excitado que se impacienta con la tardanza del ataque del enemigo y avanza, o como el niño tembloroso de energía acumulada que apenas ha agotado un juego ansía ya otro. Liquidé (contabilicé, averigüé; destruí, aniquilé) un pasado y un comportamiento, y compruebo que no hice más que preparar un terreno: tiré las piedras, arranqué vegetación, arrasé lo que tenía a la vista, y de este modo (como con otras palabras y otras razones escribí) hice un desierto. Estoy ahora de pie en el centro, sabiendo que es éste el lugar de la casa que he de construir (si de una casa se trata), pero sin saber nada más.
Cuando Goya se retiró a su casa de campo (la Quinta del Sordo, le llamaron), ¿qué desierto hizo o se hizo en él, sordo y desierto, pues, pero no sólo por esa enfermedad? No voy a copiar aquí la biografía de Goya ni la historia de la España de su tiempo: Hablo de mí, no de Goya, debería hablar de Portugal (si no fuera tan difícil), no de España. Pero los hombres, que son diferentes, son también muy iguales, y los países son esas diferencias y esas igualdades combinadas (combinándose) infinitamente, a veces coincidentes sobre las fronteras y los tiempos, otras veces buscándose mutuamente o rechazándose. Cuando, en 1814, Goya pintó sus dos cuadros sobre los acontecimientos de mayo de 1808 y Fernando VII restauraba la Inquisición, ¿Qué tuvo que ver eso con Portugal, o qué iba a tener que ver? Aunque seamos un país ocupado diez veces (americanos, alemanes, ingleses, franceses, belgas, más cinco especies de capital portugués: monopolista, latifundista, colonialista, bolsista, estafador), no tenemos un mayo que recordar y revivir por los medios de la pintura y de la escritura; y si aquí está este pintor, Goya no. Pero si miro para los años portugueses que contiene mi vida, y digo nombres como Salazar Cerejeira Santos Costa Carmona Agostinho Lourenço Tontónio Pereira Pais de Sousa Rafael Duque António Ferro Carneiro Pacheco Marcelo Caetano Tomás Moreira Baptista Rebelo de Sousa Adriano Moreira Silva Pais Rui Patrício Veiga Simao Antonio Ribeiro [4] me viene la tentación, y cedo a ella, de pasar aquí, puntualmente el decreto de Fernando VII, a fin de que también alguna parte quede explicada de Portugal, aun sin parecerlo: «El glorioso título de Católicos, con el que los reyes de España se diferencian de los otros príncipes de la Cristiandad por no tolerar en su reino a nadie que profese otra religión sino la Católica, Apostólica y Romana, ha impulsado poderosamente mi corazón a emplear todos los medios que Dios ha puesto en mis manos para merecerlo. Las graves perturbaciones y la guerra que devastó todas las provincias del Reino durante seis años; la presencia en él, durante todo este tiempo, de tropas extranjeras, pertenecientes a varias sectas, casi todas contaminadas de odio y aversión a la religión católica; el desorden que siempre sigue el rastro de tales males, juntamente con la falta de cuidados tomados en esas épocas para proveer a las necesidades de la religión, dieron a los pecadores completa licencia de vivir como quisiesen y la oportunidad de introducir en el Reino e insinuar en el pueblo opiniones perniciosas por los mismos medios utilizados para propagarlos en otros países. Con vista, por un lado, a obtener un remedio para tan grave mal y preservar en mis dominios la santa religión de Jesucristo, que amamos y por quien mi pueblo dio su vida y vive muy feliz, y también con vista a los encargos que las leyes fundamentales del Reino imponen sobre el príncipe reinante, y que yo juré proteger y observar, y porque es el mejor medio de preservar a mis súbditos de disensiones internas y de mantenerlos en estado de tranquilidad y de calma, creo que será un gran beneficio en las presentes circunstancias restaurar, para el ejercicio de su jurisdicción, el Tribunal del Santo Oficio. Sabios y virtuosos prelados y muy importantes corporaciones e individualidades, tanto eclesiásticas como seculares, me recordaron que debemos agradecer a este tribunal el que España no hubiera sido contaminada por los errores que provocaron tales atribuciones en otros países durante el siglo XVI, mientras nuestro país florecía en todas las esferas de las letras, en grandes hombres, en santidad y en virtud; que uno de los principales medios utilizados por el Opresor de Europa para difundir la corrupción y la discordia, tan ventajosa para él, fue la destrucción de este tribunal bajo pretexto de no ser ya compatible con el iluminismo de la época; y que más tarde, las llamadas Cortes Generales Extraordinarias usaron del mismo pretexto y del de la Constitución para abolirlo turbulentamente y con pesar de la nación. Por esas razones me han aconsejado lealmente que restablezca ese tribunal; y yo, accediendo a su petición y a la voluntad del pueblo, que en la ansiedad de su amor por la religión de su país por propia iniciativa ha restaurado ya algunos tribunales más inferiores en sus funciones; decidí que, en adelante, el Consejo de la Inquisición y los otros Tribunales del Santo Oficio sean restaurados y sigan funcionando en el ejercicio de su jurisdicción». Porventura (pordes-gracia) los dueños de los nombres que he citado se inspiraron o inspiran aún en empalagosas e hipócritas palabras como éstas, porventura (pordesgracia) en otras más distantes de nuestro rey Donjuan III (el piadoso) cuando en 1531 imploraba al Papa que en Portugal fuese instituida la Inquisición. Porventura (pordesgracia) en gente más moderna, en Mussolini y Hitler, muertos ya. Pero sin duda Franco (generalísimo) aprendió con Fernando VII, Salazar con sus maestros de Coimbra, discípulos e hijos legítimos o bastardos de Don Juan III y su linaje de ratas de cuatro siglos. En cuanto a Marcelo, toda la vida alumno, mira a su alrededor, y no encuentra en el mundo a quien seguir: se acerca el tiempo de su podredumbre.
Y yo ¿qué hago? Yo, portugués, pintor que fui de gente fina y hoy en paro, yo, retratista de los protectores y los protegidos de Salazar y Marcelo y sus opresiones de censura-y-pide [5], y por eso protegido por aquellos que aquello protegen protegiéndose, y en consecuencia también protegido y protector en la práctica, aunque no en los pensamientos, ¿qué hago? Está el desierto hecho a mi alrededor para llenarlo ¿de qué? Transcribir, como otras cosas, dos páginas de Marx y profundamente creer en ellas, tener ciencia bastante y agudeza para confrontarlas con la historia y reconocerlas exactas, ¿qué es si no fuera más que esta intelectual labor? Sr. Marx: en este pequeño mundo y sociedad es mi trabajo, se han alterado las relaciones de producción: ¿para quién va a trabajar ahora el pintor? ¿Y por qué? ¿Y para qué? ¿Alguien quiere al pintor, alguien precisa de él, alguien viene a este desierto a buscarlo? Anda aquí (y no sólo ahora) la abstracción tentando a los pintores: copian ellos la ilusión que el caleidoscopio muestra, la agitan suavemente de vez en cuando y continúan sabiendo de antemano que nunca aparecerá un rostro humano en el juego de los espejos y de los fragmentos coloreados. Será llenar el desierto, pero no es habitarlo. Aunque (y a esto consigue llegar mi comprensión de pintor portugués de sus burgueses) no baste la topografía de los rostros para poblar desiertos y telas que estaban desiertas: desiertos quedan. No obstante, demos tiempo al tiempo. El tiempo sólo precisa de tiempo. La revuelta del pueblo de Madrid, en 1808, sólo encontró a Goya preparado en 1814. Verdad es que la historia anda más rápida que los hombres que la pintan o escriben. Probablemente no se puede evitar. Me pregunto: si tengo algún papel que representar mañana, ¿qué casos acontecidos hoy van a quedar a mi espera? (A no ser que esta esperanza en una justicia distributiva sea, al fin, una manifestación protectora del espíritu de renuncia. Opóngasele, pues, el espíritu de voluntad. Me gustaría saber qué habría pensado Goya al respecto. Y Marx.)
Han detenido a Antonio. Hace tres días. Lo he sabido esta mañana, por Chico, en la agencia donde trabajo desde hace casi un mes. Chico entró en el estudio, sobresaltado, atropellando las palabras, o quizá no, tan pocas fueron. Fui yo quien las oí atropelladamente, sin poder creerlas: «Han detenido a Antonio». Nos mirábamos, Chico y yo, yo aún incrédulo, él seguro de lo que decía, pero pensando ambos lo mismo: «¿Antonio detenido? Pero ¿por qué Antonio detenido? ¿Qué ha hecho? O mejor: ¿qué estaba haciendo para que lo hayan apresado? Por lo que nosotros sabíamos, Antonio, ¿pero qué sabíamos nosotros de Antonio?». Sé que pensamos esto, porque luego, en la conversación, ambos nos dijimos el uno al otro estas cosas: Antonio no era político, nunca habíamos notado nada. Cierto es que hacía muchos meses que yo no lo veía, pero Chico, que estuvo con él la semana pasada, me decía ahora, lo juraba, que no advirtió ninguna mudanza en sus modos y com-portamiento: hablaron de cosas sueltas, vagas, como era habitual en nuestro grupo, él con su aire ausente, y decidieron incluso ir a comer juntos un día de éstos. «¿Comprendes? No pasó nada que me llevara a pensar que. ¿Crees que Antonio estaría metido en algo?» Respondí: «No sé más que tú. Cuando hablábamos de política, Antonio nunca se mostró más interesado que cualquiera de nosotros. Pero pienso que se mostraba reservado, demasiado reservado. «Quizá no tenía confianza». «Qué va, hombre. En nuestro grupo siempre hubo la mayor confianza.» «Pero probablemente no la que él precisaría para abrirse. Aparte de todo ¿qué es este grupo? Para Antonio, sin duda, un grupo como muchos otros, y éste no era, por lo visto, el más interesante.» Chico escuchó, puso una cara como de quien se explica a sí mismo lo que oye, y respondió: «No está mal pensado. Puede que tengas razón». «¿Cómo te has enterado?» Por lo de la comida que teníamos concertada. Llamé a su casa anteayer y ayer, varias veces y a horas diferentes, y nadie atendió al teléfono. Pensé que se habría ido a Santarem, a pasar unos días con la familia, pero él es muy mirado en estas cuestiones, como sabes, no parece arquitecto, y no iba a irse así, sin más ni más, sin avisar para aplazar la comida. Así que decidí esta mañana ir a su casa. Llamé al timbre un montón de veces, y nada. Llamé a la puerta del vecino de piso, y salió una chica muy maja por cierto, que apenas le pregunté me dio con la puerta en las narices. Comprendí que tenía miedo. Debía de estar acechando por la mirilla de la puerta. Insistí, todo sonrisas, y conseguí enterarme de la historia. Hace tres días, serían las siete, la pide sacó a Antonio de la cama. Le hicieron un registro y se lo llevaron. Debe de estar en la cárcel de Caxias.» Hizo una pausa, me miró y murmuró: «Antonio». Antonio, a quien nosotros quizá no valorábamos como debíamos, y ahora hablábamos de él con amistad, respeto, indudable-mente, y creo que incluso con un sentimiento de envidia y celos indefinibles.
(Pequeño burguesa sed de martirio.) Me levanté del taburete, me acerqué a la ventana, miré hacia fuera sin ver o registrar activamente lo que veía, me volví hacia Chico: «¿Cómo estará ahora?». «Creo que aguantará. Antonio es duro.» «Y nosotros ¿qué vamos a hacer? Hay que avisar a la familia.» «Sí, ¿pero quién sabe la dirección o el teléfono de los padres? Yo no lo sé.» «Tampoco yo. Quizá alguno de los otros lo sepa. Tenemos que intentarlo.» Chico, presuroso: «Ya me encargo yo. Me voy a telefonear a toda la gente».
Nadie lo sabía. Por este detalle, y por muchos otros que hizo sin salir de la indiferencia, veo hasta qué punto se mostró Antonio reservado con nosotros. No me veo con derecho a censurarlo. Si hacía política activa, militante, debíamos parecerle, en todas las circunstancias, un simple grupo de agitados, de convulsos psicológicos y sociales. La verdad es que todos nosotros, o casi (que en esto yo mismo soy excepción) nos complacíamos, desde que nos constituimos en grupo, en un juego de grandes exteriorizaciones de senti-miento y sentimentalidad, a la par de una inflexión pensada de cinismo que a esas exteriorizaciones fingía quitar importancia. Como si en todo momento nos dijéramos: cree en lo que te estoy diciendo de manera que parezca que no quiero que creas. Y más: si no crees en lo que te digo, con aire de no creer que creas, sabré que no me aprecias, porque, si me apreciaras, sabrías también que ésta es la manera que tienen las personas inteligentes de abrirse hoy unas a otras. Y más: otra manera, diferente de esta manera, es señal de mala educación, de espíritu retrógrado, de falta de sensibilidad. Antonio pasó por encima de toda la complejidad elaborada y se calló. Miro hacia atrás, vuelvo a verlo, lo traigo de su ausencia, procuro reconstruir palabras sueltas y frases suyas, a lo largo de los años, y siempre encuentro a alguien que oía más que hablaba. Recuerdo que fue precisamente él quien me aconsejó leer la Contribución a la crítica de la economía política, y más tarde me preguntó si lo había leído ya, y que se calló bruscamente cuando le dije que aún no, que tenía el libro, pero me faltó el tiempo. Y recuerdo que después no fui capaz de decirle que lo había leído ya, cuando al fin leí el libro, pero no todo. Debe quedar esto como confesión porque es verdad. Lo recuerdo en la escena del cuadro descubierto en mi desván, aquel cubierto de tinta negra que ocultaba el segundo retrato de S. (qué distante me parece), y lo examino a la luz de esta situación de hoy. A la luz también de la luz que estas páginas (me) hicieron. Todo me parece ahora claro. Antonio estaría desesperado, irritado contra todos los que allí estábamos conmemorando el fin y el resultado material del retrato; irritado particularmente contra mí (aunque yo no sepa decir por qué, soy capaz de comprender su actitud). Al provocarme habría manifestado una inferio-ridad: las cosas ocurrieron luego de manera que esta supuesta inferioridad vino a quedar clara para todos, y tanto más clara cuanto más evidente era la situación humillante en la que me dejó. Pero, si fue inferioridad (la supongo, no la afirmo), tal vez él en aquel momento no tuviera otra salida: la agresividad represada saltó en el punto más débil de la muralla: del grupo era yo entonces el más vulnerable y quizá el blanco más útil. Ambos, cada uno por su razón y con sus razones, quedamos mal. Reflexiono hoy así, y si esta reflexión no sirve para otra cosa, me explica, y eso es bueno ya, por qué nunca me movió, contra él, irritación o mala voluntad. No puedo decir que sienta su falta: descubro que siempre la sentí, inconscientemente. La siento ahora más, y eso es todo.
Chico acaba de telefonearme para decir que nadie del grupo sabe dónde viven los padres de Antonio. Ambos estamos de acuerdo en que es necesario hacer algo, pero no sabemos qué. Le sugiero que vayamos a Caxias al día siguiente para enterarnos de algo, y Chico acepta, pero el caso es que al día siguiente no, que tiene mucho que hacer, imposible anular entrevistas y visitas a clientes, ya sabes lo que son los negocios, la agencia no puede salir perjudicada. Que vaya yo solo, con Ricardo, que es médico, o con Sandra, que es dispuesta y tozuda. «Más que yo», pienso. Sí, iré, pero no voy a buscar a Sandra para un asunto como éste, tengo la obligación de saber arreglármelas solo. «A no ser que quieras ir pasado mañana», añadió Chico, sin entusiasmo. No, no podemos perder tiempo, tiene que ser mañana.
Iré. De Caxias conozco los muros que se ven desde la carretera. De prisiones, nada. O algo, si los ojos bastan: recuerdo las Prigioni, de Piranesi, las imágenes de los campos de concentración hitlerianos, las varias sing-sing del cine. Imágenes. Lo mismo que nada, para esta necesidad. En este mo-mento, Antonio sabe el resto: la celda, el interrogatorio, los guardias, la comida, la cama. Y tal vez ya, la tortura. No sólo la agresión física, directa, sino quizá, ya, la privación del sueño. O la estatua. Nadie me va a dar informaciones: No soy pariente, no puedo invocar ninguna razón que los convenza. En cuanto a hablar (¿dónde?, ¿con quién?) tomarán la matrícula de mi coche y lo unirán al proceso, una nota, un apunte: todas las informaciones pueden servir, ninguna está de más, lo que hoy parece sin importancia, mañana es fundamental. Para la policía, Antonio no era importante, y luego pasó a serlo. ¿Qué fue lo que hizo? ¿Qué fue lo que supo? ¿Dónde fue, cuál fue el momento en que Antonio se comprometió con la acción que lo llevó, tiempo después (¿cuándo?) a la cárcel? ¿Qué tiempo vivió él sabiendo que podría ser detenido, porque por su propia voluntad se había colocado en situación de poder serlo? Cuando Antonio hablaba con nosotros, o iba al cine, o daba una vuelta, o aquí, en esta casa donde estoy, levantaba en el aire mi cuadro pintado de negro, ¿qué pensamientos tenía, qué inquietudes sentía, qué citas rememoraba o sabía que iba a tener, y dónde, y cómo? ¿Y con quién? Todos tenemos lo que a los otros dejamos saber o queremos que sepan, todos escondemos a esos mismos algo, y ésta es la regla de nuestra conducta, tácitamente aceptada, no polémica, porque es común y general, pero Antonio escondía mucho más que nosotros. Escondía lo que para él era lo más importante, su vida realmente secreta, su seguridad, y la seguridad de aquello y aquellos que de él dependían. Y cuando nosotros hablábamos y él nos oía, callado, fumando, mirándonos con atención, ¿qué especie de atención era ésta? Al tiempo de la respuesta audible que nos daba ¿qué otra respuesta no formulada se construía en su espíritu y callaba?
Basta de preguntas. Estoy volviendo, en el terreno del adversario de S., a las preguntas que me hice cuando decidí, por medio del segundo retrato y de estas páginas, saber quién era S. Caminé en círculo y llegué a donde antes estaba -después de haber viajado. No debo volver a empezar a interrogarme, interrogando a un Antonio que, como S., pero por otras razones, no querría responderme. O lo sé por mí, o no lo sabré nunca. Y hoy, en el interior de mi círculo, que recorrí en todas direcciones, sé al menos dónde está el muro y dónde están los límites. Nadie pasa más allá, si no sabe esto. La diferencia entre el círculo y la espiral.
Tal como esperaba. Del portalón del reducto norte me mandaron al del reducto sur. Llené la ficha y esperé cerca de una hora. Cuando les pareció, me llamaron. No pasé del corredor. Un policía joven, casi imberbe, me atendió con una cortesía fría, impersonal, y confirmó que si no era familiar no podía ver al preso. Pregunté si Antonio estaba bien, no me respondió. Le pregunté si habían avisado a la familia, respondió que eso no me importaba. Y añadió: «El hecho de que haya venido usted aquí diciendo que es amigo del preso no demuestra siquiera que lo conozca. Ya ve que no puedo darle ninguna información. ¿Quiere algo más?». Me acompañó hasta la puerta. Salí sin mirarlo y sin pronunciar una palabra. Subí el camino irregular, hasta la plaza frontera del portalón del reducto norte, donde dejé el coche. Abrí la puerta, me senté, agarré con todas mis fuerzas el volante sintiéndome humillado hasta lo más profundo de los huesos. A través del parabrisas veía al guardia republicano en la garita y, encima de ella, a lo largo de un muro bajo, otros dos guardias armados de fusil. Aquello era Caxias. Un edificio pesado y alto a la derecha, ventanas con rejas, celdas que yo no sabía cómo eran, horas y horas de interrogatorios, palizas, días y noches seguidos sin dormir, la estatua hasta que los pies revienten los cordones de los zapatos -cosas que había oído decir y Antonio sabría ahora por experiencia propia. Maniobré con el coche y bajé lentamente todo el camino que llevaba a la autopista. Estaba decidido. Al día siguiente iría a Santarem y no descansaría ni saldría de allí mientras no diera con los padres de Antonio. Era lo mínimo que podía hacer.
No fue necesario ir. Al caer la tarde de aquel mismo día, serían las siete, sonó el teléfono. Pensé que sería Chico, aunque ya le había informado del fracaso de mi viaje a Caxias. Cogí el auricular y dije mi número. Oí una voz de mujer: «Soy la hermana de Antonio. Me gustaría hablar con usted personalmente. ¿Es posible?». En medio segundo me pregunté a mí mismo si alguna vez Antonio nos había hablado de una hermana. Quizá sí, hacía mucho tiempo, de paso, como de paso había hablado de sus padres. Respondí: «Desde luego. Estoy a su disposición. ¿Dónde prefiere que nos encontremos? Puedo salir ya. ¿O está hablando desde Santarem?». No hubo la menor vacilación por su parte. «Estoy en Lisboa. ¿Tiene inconveniente en que hablemos en su casa?» «No hay el menor inconveniente. ¿Cuándo va a venir? ¿Ahora?» «Sí, ahora.» «Quedo a su espera.» Iba a colgar, pero de pronto se me ocurrió la idea: «Oiga, oiga. Anote la calle». Ella respondió simplemente: «No es necesario. Tengo su dirección».
Colgué el teléfono un poco aturdido por lo inesperado de la visita. Me sentía contento por saber noticias de Antonio, pero descubrí que había nerviosismo, aparte de alegría, al darme cuenta de la agitación, la precipitación, con que ordenaba a toda prisa la casa, guardaba las ropas esparcidas por las sillas, daba puñetazos a los cojines del diván para ahuecarlos. Quería que la casa estuviera en orden. Puse toallas limpias en el cuarto de baño, tapé con un plástico (pero no artista) alguna loza sucia que había en la cocina. Y hecho todo esto en un instante, tuve que sentarme con un libro, mirándolo, quizá leyéndolo. Era una obra sobre Braque, es todo cuanto en este momento sé.
Son ahora las dos de la noche (de la mañana o de la madrugada para quienes se levantan temprano) y acabo de llegar de la calle. Fui a llevar a la hermana de Antonio a la casa de él, donde va a pasar la noche. Estuvimos juntos más de seis horas y creo que debo llamarla M.: digamos que es una premonición, en fin, o un deseo indefinido, o un voto, o la simple superstición de los gestos propiciatorios. Escribo despacio, escribo después de seis horas de diálogo, pero no me es posible y probablemente no sabría expresar, como si vividos fueran en el instante, sentimientos y emociones que van a aparecer aquí ordenados, no diré clasificados, sino pasados de mano en mano y dispuestos según el peso, la densidad y (ya que no he dejado de pintar) el color. Esto es lo que he venido haciendo a lo largo de casi doscientas páginas, tal vez doscientas veces lo hice. De otro modo no soy capaz, y si me lancé a este escribir fue precisamente para darme tiempo de pensar, para pensar con tiempo. Nacer, vivir, morir, son verdades universales y secuencia natural. Si quisiéramos transformarlas en verdad personal y en secuencia cultural, tendremos que escribir mucho más que los tres verbos por aquel orden dispuestos, y admitir que, entre los dos extremos de nada y nada, el vivir puede contener algunos nacimientos y muertes, no sólo los ajenos que de algún modo nos toquen o hieran, sino otros nuestros: al igual que la culebra, dejamos la piel cuando ya en ella no cabemos, o vienen a faltarnos las fuerzas y nos atrofiamos dentro, y esto sólo acontece a los humanos. Una piel vieja, reseca, quebradiza, cubre estas páginas de películas blancas y negras que son las palabras y los espacios entre ellas. En este momento diría que estoy desollado como un San Bartolomé, imagen, no dolor. Aún tengo restos de piel antigua, pero sobran las fibras de los músculos y las cuerdas de los tendones, una red frágil se extiende ya, primera metamorfosis de mi gusano-de-seda personal que dentro del capullo supongo que tendrá vida sucesiva y no muerte. No me parece estimable el estado de crisálida: su inviabilidad como tal contradice lo continuo que es, para mí, el flujo vivo. (Y, sin embargo, la crisálida vive.)
Una puerta es, al mismo tiempo, una abertura y aquello que la cierra. En las novelas y en la vida, personas y personajes gastan parte de su tiempo entrando y saliendo de las casas o de otros lugares. Es un acto banal, se cree, un movimiento que no suele merecer reparo o registro particular. Que yo recuerde, sólo el más literario de los pintores (Magritte) observó la puerta y el paso por ella con ojos sorprendidos y quizá inquietos. Las puertas de Magritte, abiertas o entreabiertas, no garantizan que del otro lado esté aún lo que allí habíamos dejado. Antes entramos, y era un dormitorio; entraremos otra vez y será un espacio libre y luminoso con nubes pasando lentamente sobre un azul pálido, serenísimo. Extraño es que la literatura (si mucha pintura vi, también mucho libro he leído) no haya dado gran importancia a las puertas, a esas planchas amplias reunidas o placas móviles, tapaderas que la vertical ahorra a la gravedad. Me sorprende, sobre todo, que se tome por insignificante lo que digo que es espacio inestable entre las jambas. Y, sin embargo, es por ahí por donde los cuerpos pasan y se detienen a mirar.
Fue así como vi a la hermana de Antonio. Me creía atento, pero no la oí subir la escalera. La llamada súbita y breve del timbre me hizo dar un salto, soltar el libro, desear infantilmente, mientras cruzaba el taller, que la capa hubiera quedado para arriba, abrir y cerrar la puerta para atrás. Un movimiento compuesto desarrollado sin pausas. Y ahora la brevísima suspensión, el tiempo de romper la invisible película que cubre el vano de la puerta, el tiempo de la instantánea vacilación de los pies en el umbral, el tiempo para que se busquen y se encuentren los ojos que llegan y los ojos que esperaban. Un hombre y una mujer. Repito: escribo esto horas después. Relato lo que aconteció desde el punto de vista de lo acontecido: no describo, recuerdo y reconstruyo. Junto la última sensación táctil a la primera, y ésta, reconstruida ahora, es reconstituida en el otro plano: me he despedido hace poco de M. con un apretón de manos, no exactamente, fue con un apretón de manos como la recibí: entre los dos gestos hubo, diré, una ecualización. El tiempo trans-currido entre esos gestos es tomado, pues, como un instante sólo y no como una sucesión yuxtapuesta de horas, llenas o no tanto así, fluidas o densas, pausadas o, al contrario, relampagueantes. Por eso este relato parecerá contener de menos y contener de más. Y no se sabrá nunca lo que realmente contuvo el tiempo aquí comprimido.
M. se quedó parada en la puerta, mirándome. Lo primero que vi fueron los ojos: claros, amarillos, dorados, o rubios, anchos, abiertos, clavados en mí como ventanas no sé si más abiertas hacia dentro que hacia fuera. El pelo, corto, del color de los ojos y después más oscuro bajo la luz eléctrica. El rostro triangular, de mentón fino. La boca estremecida en todo su contorno, por obra de una inesperada línea de minúsculos puntos que sucesivamente cambian de tonalidad, conforme va hablando. La nariz estrecha, conven-cidamente dibujada. Un palmo más baja que yo. El cuerpo flexible. Los hombros delicados. La cintura fina, de adolescente, sobre muslos de mujer. Cuarenta años, uno más, uno menos. Será esto ver mucho para quien dice haber visto sólo en el tiempo de atravesar una puerta, de entrar, de quedarse de pie, de sentarse luego, mientras algunas palabras van distrayendo la observación, en aquel momento por todas las razones incapaz de rigor. No obstante, recuerdo que después siguieron seis horas de ojos, de palabras, de pausas: por ejemplo, sólo en el restaurante me di cuenta de aquella insólita palpitación de los labios, ni en mi casa la primera penumbra de la tarde me habría permitido inmediatamente la descubierta.
Repitió las palabras con que había empezado a hablarme por teléfono: «Soy la hermana de Antonio». Y añadió: «Me llamo M.». Abrí más la puerta para dejarla entrar. Me presenté. «Mi hermano me habló de usted.» «¿Palabra?», me sorprendí más de lo que mostraba mientras la conducía a mi desvencijado diván. «¿Quiere tomar algo?» Respondió que no, que apenas bebía. «Supongo que tiene ganas de preguntarme por qué vengo a su casa y que no me hace la pregunta por delicadeza.» Dibujé en el aire un gesto intraducible en palabras, pero que quería decir aquello mismo, o por lo menos la primera parte. «Hace mucho tiempo ya, me dijo Antonio que si le ocurriera algo, si lo detuvieran, como ha ocurrido, que viniese a verle. Y por eso estoy aquí.» ¿Cómo he de expresar lo que sentí? Lo diré de esta manera: las líneas de mi diagrama relacional (¿existe esta palabra?) oscilaron y se quebraron, intentaron restablecer los enlaces en los lugares de fractura, algunas lo consiguieron, otras quedaron vibrando, alejadas, buscando nuevos enlaces. «Pero no creo que le pueda ser yo de gran ayuda. Hoy mismo.» Me interrumpí mientras recordaba la cara imberbe y fría del agente. «Hoy mismo he ido a Caxias y no conseguí nada.» «¿Fue a Caxias? Yo también estuve allí. No me dejaron ver a Antonio. Hasta el miércoles de la semana que viene, me dijeron.» «¿Hasta el miércoles? A mí me dijeron que no tenían ninguna información que darme. Ni obligación de hacerlo.» «Todos nosotros sabemos que no tienen obligaciones. Hacen lo que les apetece. No nos avisaron a Santarem hasta ayer. Y Antonio lleva ya cuatro días preso.» M. no se recostaba en los cojines del diván, pero no había en ella ninguna señal de tensión o nerviosismo. «Antonio y yo somos amigos, pero no nos vimos mucho en los últimos tiempos. Lo que dijo hace poco me ha sorprendido, la verdad.» «¿Que lo buscara si algo le sucedía?» «Sí.» «Sus razones tendría. Pero hay una posibilidad que tengo que abandonar. Me dice que no ha visto a Antonio.» «Es verdad.» «Entonces no había ninguna relación política entre ustedes.» «Ninguna.» M. me miró pausadamente, a la cara, como quien evalúa una ecuación antes de intentar resolverla o un modelo antes de pintar el primer rasgo. «En ese caso mi hermano me pidió que viniera a ver sólo a la persona.» Sonreí: «Por lo visto, sí, sólo a la persona. Perdone si eso es poco». Ella sonrió también. (M. no sonríe como el común de las personas, que despegan lentamente los labios, sacrificadas. La sonrisa de M. se abre de repente y tarda en apagarse: sonríe como una niña para quien las maravillas que la hacen sonreír siguen siendo maravillosas después de la sonrisa y por eso la retiene. Aunque yo, en este tránsito espectador, no me deba incluir en esa categoría.) «Se lo agradezco mucho. Hizo más de lo que era su deber. Fue a Caxias, lo intentó. Creo que mi hermano tenía razón.» «Si le puedo ser útil en lo que sea, cuente conmigo. No quiero dejar mal a Antonio.» Esta vez la cosa fue muy bien: sonreímos los dos a un tiempo. Luego me acordé de la cárcel, imaginé lo que estaría ocurriendo y me sentí mal. «¿Qué impresión le hace que Antonio esté preso?», pregunté. Ella cruzó las manos sobre las rodillas: «Ninguna impresión en particular, pesar, desde luego, preocupación, seguro. Procuro pensar sólo que Antonio está viviendo unos días en otro lugar, que esos días, pocos o muchos, son también su vida y que el lugar donde está es uno de los lugares posibles para la vida de cada uno de nosotros». Dijo esto en un tono muy firme, pero no acentuado, como si el peso de las palabras excluyera, por sí solo, los artificios de la dicción. «Dijo: cada uno de nosotros. Soy un ciudadano vulgar, sin importancia política, no estaré incluido en su gene-ralización.» «Todos lo estamos. Es amigo de Antonio. Ha ido a Caxias, en este momento ya estará la policía pensando en saber más del visitante. Y si no ha empezado aún, no tardará. Yo soy hermana de Antonio, fui a Caxias, estoy aquí en su casa, quizá me han seguido.» M. tenía ahora una media sonrisa: «Como ve, entre la libertad y la sospecha, entre la sospecha y la prisión, las distancias son pequeñas. Pero no hay que preocuparse demasiado. La policía no puede meter en la cárcel a toda la gente de quien desconfía. Por otra parte, el régimen fascista ha encontrado una manera buena y simple de resolver este problema. Caxias es sólo una prisión dentro de una prisión mayor, que es el país. Es práctico, como ve. En general, los sospechosos circulan a su gusto dentro de la prisión mayor; cuando resultan peligrosos, pasan a prisiones más pequeñas: Caxias, Peniche y otros lugares menos conocidos. Y es todo». Lo que me impresionaba era la simplicidad. Me levanté de mi banco, encendí las luces y fui a preparar un whisky para ella y otro para mí, puse el hielo sacado del cubo que preparé, distraído, sin recordar que M. me dijo que apenas bebía. Cuando le tendí el vaso me di cuenta del absurdo (ni siquiera sabía si le gustaba el whisky), pero ella lo recibió con naturalidad y se lo llevó inmediatamente a la boca. Bebí también: «¿Ha estado detenida alguna vez?». «Sí.» «¿Hace mucho?» «Hace unos años. Dos veces. La primera, tres meses; la segunda, ocho.» «¿Y cómo lo pasó?» «Nada bien. Pero hay quien tiene mayores razones de queja.»