Hubo luego un silencio. Mi diagrama relacional recuperaba la esta-bilidad, pero con algunas líneas dispuestas de otra manera. En medio de ellas se desplazaba una espiral, rodando sobre sí misma, oscilando hacia un lado y otro, diría que a ciegas, como un rotífero en una gota de agua. Veía esto en un cuadro, y apenas verlo me sobresalté: era un cuadro abstracto que se definía dentro de mí. Pensé: «Un rotífero no es abstracto, aunque prefiera tomarlo como tal cuando lo engullo en un trago de agua». Me desdoblaba entre esa insignificancia y la expresión atenta centrada en M. Es un método que uso mucho, pero en este caso me pareció que suponía cierta deslealtad. Me parecía que el silencio se prolongaba demasiado y quise interrumpirlo, pero ella se anticipó: «Antonio me dijo que es pintor». (Ah, esa lengua tantas veces incapaz de acertar, si no tuviéramos un constante cuidado. Antonio es arquitecto, el pintor soy yo.) Respondí: «Nada de exageraciones, para ser pintor no basta pintar. Para ser escritor, no es suficiente escribir. Antonio sabe bien qué especie de pintor soy yo. Qué especie de pintor he sido. Pinto retratos de gente que los puede pagar bien. Eso no es pintura». «¿Por ser de retratos, o por estar bien pagada?» La miré con firmeza: ahora me tocaba a mí: «Por ser mala pintura». M. miró a su alrededor: excepto algunos estudios antiguos, unas primeras naturalezas muertas, unas cuantas reproducciones de buena calidad que vale la pena mirar, sólo tengo en las paredes a los señores de la Lapa y el cuadro imitado de Vitale da Bologna. «No puedo juzgar ni soy entendida. Pero aquel cuadro [los señores de la Lapa] ¿no es suyo?» «Lo es.» «Pues me parece un buen cuadro.» «También a mí me lo parece. No está acabado. Los clientes no lo quisieron.» De repente recordé la escena de expulsión del palacete de Lapa, con la tela colgada, preocupado con que no se borrara -y solté una carcajada. M. se rió también, por simpatía. «¿Qué es lo que le hizo reír? ¿Puedo saberlo?» Claro que podía, y estaba deseando contárselo. Hice un relato minucioso del episodio, recordando, no tanto la situación real como la descripción que de ella hice en estas páginas. «Lo que los perdió fue la avaricia. La solución sería dejarme acabar el retrato, pagado (pero era eso lo que querían evitar) y luego destruirlo. Así, fui yo quien salió ganando: no perdí un cuadro que me gusta.» Nos divertimos ambos con la ridiculez del caso. Hubo otro silencio, pero diferente: por primera vez me pareció (por mi parte tengo la seguridad) que nos encontrábamos hombre y mujer, conscientes cada uno de su sexo y del sexo del otro. Ella levantó y posó el vaso medio vacío, para lo que se aplomó en el diván (se había recostado en medio de la conversación) y se quedó mirando hacia el pedazo de hielo que se deshacía en el fondo. «¿Quiere otro?», pregunté. Movió la cabeza. Alzó los ojos hacia mí, muy despacio: «Si no entendí mal, ese cuadro es diferente de los que pintaba». «Muy diferente.» «¿Por qué?» «Es complicado decirlo. Estos últimos meses han sido para mí de profunda reflexión. Pensé, tomé unas notas, y cuando apareció este encargo, me ocurrió lo que ya sabe. Me llevé un buen chasco.» «¿Y ahora? ¿Qué va a hacer? ¿Volver a su antigua pintura?» Respondí de golpe, con brutalidad inadecuada pero que no pude evitar: «No». La nube blanca sobre fondo azul había entrado y salido. Estábamos otra vez serenos. M. dijo: «Creo que hace bien. Pero tiene que vivir». «He encontrado un empleo en una agencia de publicidad. Lo de siempre. Es donde está Chico, no sé si Antonio le habrá hablado alguna vez de él.» «Nunca me dijo nada. No lo conozco.» (Pero le habló de mí: desconcertante Antonio.) «En este momento no sé qué pintar. Voy a dejar pasar un tiempo, y veré luego. Por lo menos eso espero.» «Y ese cuadro de ahí, ¿qué es?» «Fue una broma mía, sugerida por un cuadro de un pintor italiano del siglo XIV. Aquel de la postal.» Nos quedamos callados otra vez. Entonces M. se levantó. Se levantó como un pequeño bicho de pelo, un gato, una ardilla, o un perro de aguas, como saliendo de sí misma: fue ésa la extraña impresión que me dio. Atrasado un segundo, me quedé sentado mirándola inquieto. ¿Se iría ahora? «Bueno ya lo he conocido. Tengo que irme.» Me levanté entonces, descubriendo que no sabía nada de ella, que quería saber más y que no podía dejarla partir. «¿Se va a Santarem? ¿Sin saber nada más de Antonio?» «A Santarem iré mañana. Esta noche me quedo en casa de mi hermano. Tenemos una llave de casa.» «¿Entonces para qué precisa irse ya? Ya me ha conocido, dice. No me parece lógico que las personas se separen después de conocerse y todavía menos lógico que se separen porque se han conocido. No es frecuente que yo tenga razón, pero esta vez tiene que reconocer que no hay vuelta de hoja. ¿No quiere cenar conmigo?» Me salió así, de improviso. Ni yo mismo sabía cuándo había empezado a hablar. Espontaneidad, en mí, cosa rara. M. vaciló un momento, o fue sólo el momento de respirar, y respondió: «Sí».
Convinimos ambos en que era exactamente la hora de cenar. En dos minutos estábamos en la escalera. Ella bajó delante, curvando un poco la cabeza para no perder de vista los peldaños que no conocía, y yo le veía la nuca delicada, muy fina, blanda hasta oprimir el corazón. Me conmoví como un niño, no como hombre. Bajaba sin prisa, con una densidad elástica sorprendente. Los tacones de los zapatos (vieja obsesión mía) sonaban de manera regular, firme, no excesiva. En su correcta proporción, he ahí como lo describo ahora. En el fondo de la escalera, en un recodo que la luz quebraba, tendí dos dedos, el pulgar y el índice hacia la nuca. Sabía que no la iba a tocar, y no la toqué, pero mis dedos quedaron sabiendo la distancia: tan poca, tanta.
Paso a resumir. Cenamos y la llevé hasta la puerta de casa de su hermano. Pero la cena fue lenta y conversada, y luego dimos largas vueltas por la ciudad, hablando casi sin interrupción. No le hablé de estas páginas, pero sí de algo de lo que en ellas se dice. Por su parte, supe que se casó joven y que se separó menos de cuatro años después. No tiene hijos. Vive en Santarem con sus padres desde los doce años, cuando, por obligaciones de orden profesional del padre, la familia tuvo que dejar Lisboa. Antonio tiene dos años más que ella. No tiene ningún título universitario (hablo de M.) y trabaja con un abogado. Viene poco por Lisboa. «Mi trabajo es todo allí», dijo en tono vago y al mismo tiempo particular. Fuera de algunas palabras sobre la situación del hermano, no volvimos a hablar de política. Pagó su parte de la cena con tanta naturalidad que no me atreví siquiera a discutir. Cuando se dio cuenta de que yo me disponía a pagar el total de la cuenta, me miró durante dos segundos (dos segundos de su mirada son poco tiempo y tiempo de más) y preguntó sin alterar la voz: «¿Por qué?». Mientras yo buscaba una respuesta (que no encontré) abrió el bolso y puso el dinero sobre la mesa. Nos despedimos en la puerta de casa de Antonio. Le pregunté: «¿Cuándo podré volver a verla?». Ella respondió: «El miércoles. Cuando pueda le telefonearé». Olvidando los formulismos del apretón de manos habitual, nos dimos las manos. No fue por mucho tiempo, apenas un rozar la piel. «Buenas noches», dije. «Que vaya bien todo», respondió ella sonriendo.
M. no me llamó desde Lisboa, sino desde Santarem. Y no fue el miércoles, sino el martes por la noche. Atendí el teléfono creyendo que se trataría de instrucciones de Chico para el día siguiente o de una recaída de Carmo, o de una furia de Sandra. O de un encargo de alguien que no viviera en este mundo. Cuando oí su voz sentí una fuerte contracción (¿o expansión?, ¿o simple descarga nerviosa?) en el plexo solar, y el corazón saltó hasta las ciento diez pulsaciones, o cerca. Que vendría el miércoles, como habíamos acordado, pero no sola. Que la acompañarían sus padres, por si ya Antonio pudiera recibir visitas. Que todos me pedían un favor (me di cuenta por esto que M. le habló de mí a sus padres: el amigo de confianza de Antonio), si no me importaba, y si no me causaba trastorno excesivo en mi trabajo, que los llevara a Caxias. Que sería bueno para los padres, inquietos por el hijo. «Ya no son jóvenes. Estas cosas las aguantan menos bien.» Le dije a todo que sí, sonriendo, cuando el caso no era evidentemente para eso. Decidimos el lugar y la hora del encuentro. Venían en tren. «¿Y el almuerzo?», pregunté. Que no tenía importancia, comerían temprano en Santarem. Hablamos aún un poco, y la charla llegó a su fin. «Se lo agradezco mucho», dijo con su voz clara y directa. Me quedé con el auricular en la mano, sonriendo de nuevo, con una expresión vaga, quizá feliz.
Durante estos últimos días no he escrito nada, porque no quiero transformar estas páginas en un diario. Si lo fueran, habría registrado que todas las horas en vela las pasé recordando el encuentro con M., y leyendo lo que sobre ese encuentro escribí. Hay aquí una exageración evidente, pero, mirando hacia atrás, no veo otra actividad del espíritu que me hubiera ocupado más. Pensé en desarrollar lo que del encuentro es sólo resumen, pero sería la primera vez que haría eso desde que empecé a escribir. Preferí no cambiar ni una línea. Digo hoy, en fin, que M. me interesa. Ahora bien, ¿qué quiere decir un hombre cuando dice esto de una mujer? En general, que está interesado en ir con ella a la cama. ¿Qué digo yo? Digo que sí. Digo que realmente quiero acostarme con M. ¿Forzosamente por ser yo hombre y ella mujer? No, mujer es Sandra, y no poca, y nunca movió la mínima fibra de mi cuerpo. M. me interesa porque estuve seis horas hablando con ella y no me cansé ni me apetecía el silencio. M. me interesa porque tiene un hablar en línea recta, un hablar que no contornea esquinas, que atraviesa paredes y resistencias de piel o prudentes reservas mentales. M. me interesa porque es una hermosa mujer y porque es inteligente, o viceversa. En suma: M. me interesa. Hace veinte años hubiera escrito amor donde ahora pongo interés. Con la edad, aprendemos a tener cuidado con las palabras. Las usamos mal, las vestimos del derecho y del revés, sin mirar, y un día las encontramos desgastadas como un traje viejo y nos avergonzamos de ellas, como recuerdo yo haberme avergonzado de unos pantalones que usé y tuve que usar, deshilachados por los bajos, y que todas las semanas afeitaba con una tijera cautelosa, atento a no cortar de más ni de menos. Creo que durante estas páginas algún cuidado mostré tener con las palabras, cualesquiera que fuesen. Entonces, apenas precisé escribir amor, y cuando lo hice, no era de mí de quien trataba, o sólo en parte. Ahora que estoy yo (todo) en causa ¿cómo no usaría el mismo cuidado? Llegaría incluso a disfrazar la palabra, si preciso fuera. Haría de ella, como en los juegos de la escuela primaria, otras palabras: ramo, roma, amar, mora, o mar, como quien pone amparos alrededor para que la palabra verdadera crezca y dé frutos. Sin embargo, habiendo visto todo, vengo a decir claramente amor y espero que acontezca.
A la hora acordada estaba frente a la estación de Santa Apolonia. Esperé casi veinte minutos (el retraso) y al fin vi aparecer a M. con sus padres. Dudo que las personas sean capaces de manejar los sentidos tan certeramente como se dice: de la visión puedo hablar yo, que habiendo querido ver a los padres de M., sólo di con ellos cuando ya los tres estaban ante mí, o yo ante ellos, si fui yo quien se desplazó. M. me presentó como Fulano-el-amigo-de-Antonio, estreché dos manos arrugadas, miré al fin dos rostros fatigados (graves, no tristes) y dejé que mis ojos cedieran a su voluntad natural. M. estaba muy próxima, transparentes los ojos con la luz cruda de la tarde, palpitante la boca. Mi plexo solar volvió a registrar el impacto. Naturalmente, hablamos. Hablamos todos, de Antonio, de la cárcel, del régimen, de la situación del país (es curioso: la madre y el padre hablaban con seguridad y razón), hablamos mientras yo conducía el coche por la Baixa, por la avenida da Liberdade. M. iba a mi lado, sosegadamente recostada en el asiento y de vez en cuando volviéndose un poco para hablar con los padres. Una pareja delante, otra pareja detrás. Respiré hondo, sintiendo un aumento súbito de vigor en los brazos y en los hombros y una tensión en el bajo vientre. No me lo reproché, no acepté la hipocresía de censurármelo porque atrás fueran dos viejos inquietos ante la situación del hijo. Ellos estaban serenos, como serena estaba la hija. Ante un semáforo en rojo, miré hacia atrás para prestar más atención a lo que la madre estaba diciendo, y vi a dos señores de Santarem, junto a los cuales mis señores de la Lapa eran caricaturas (me refiero a los verdaderos señores de la Lapa, a los de carne y hueso, porque los del retrato ya son la caricatura de la caricatura que ellos son). Entramos en la autopista y aceleré: no queríamos llegar con retraso, no queríamos dar pretextos a los señores de Caxias para negarnos la entrada. Dimos la vuelta por el desvío de la cárcel, bajo los eucaliptos. Por la ventanilla abierta del coche entraba el olor cálido de los árboles, ese olor a canela y pimienta que abre los pulmones y da vértigos. Empecé a subir la rampa y oí que el padre de M. decía atrás: «Está todo igual». Le pregunté: «¿También usted estuvo preso aquí?». «No. Pero vinimos a ver a nuestra hija.» Miré de lado a M. Se había ruborizado un poco. Sólo me faltaba ese rubor de niña. En ese momento la amé.
Entramos en la explanada frontera al portón. Aparqué, abrí las puertas. La madre dijo: «¿No le incomoda esperarnos? Porque…». «Esperaré el tiempo que sea preciso. Lo único que siento es no poder hacer más.» Se alejaron en dirección al portón, lado a lado, la madre en medio. El guardia de la garita les hizo unas preguntas y M. respondió. Yo no podía oír lo que decían. Esperaron. Hubo un momento en que M. se volvió hacia mí y sonrió. Levanté la mano, no como quien se despide, sino como quien se aproxima. Al cabo de un rato se abrió la puerta y desaparecieron. Mientras esperaba (cuarenta minutos de reloj), llegó más gente. Se repetía el amago de conversación por la ventanilla de la garita, la espera y luego la entrada por un portón que parecía abrirse de mala gana, sólo una rendija, por donde se introducía la gente apretándose casi. Paseé alrededor del coche, me senté en el murete de ladrillo de un cantero con jardineras secas. Pasados unos minutos me levanté y me fui acercando a la garita: el guardia hablaba por teléfono, escuchaba y respondía. Me miró, desde la penumbra, luego se acercó a la ventanilla: «¿Desea algo?». «No. Estoy esperando a unas personas que han entrado hace un rato.» «No puede estar aquí junto al portón. Aléjese.» Le di la espalda, sin responder. Hijo de puta.
Cuando M. y sus padres salieron, estaba dentro del coche, oyendo la radio. Fui a su encuentro. La madre tenía los ojos enrojecidos y húmedos, pero eran lágrimas recientes, del momento de la salida, quizá después de cruzar el portón. El mentón del padre parecía de piedra. M. estaba pálida. «¿Cómo está?», pregunté. La pregunta no era necesaria, pero ¿qué otra cosa podía decir? Entramos. «¿Vamos?», dijo M. en voz baja. Arranqué lentamente, contorneé el muro y empecé a bajar el camino lleno de baches (adrede en mal estado, creo yo, para dificultar cualquier fuga en automóvil, retardar, dar tiempo a hacer fuego) que ya se me iba haciendo familiar. «Le han pegado», dijo M. «Nos hizo señal de que le habían pegado, pero que no había hablado.» «Hijo mío», murmuró la madre. «Cuénteme más. ¿Cómo lo han encontrado? ¿Dio algún recado para los amigos?» Descubrí la rápida sonrisa de M. de soslayo: «Recados para los amigos, no. Pero me dijo que no olvidara llamar al pintor para encalar el gallinero. Le dije que lo había llamado ya, que no se preocupara. A quien no le gustó nada aquello fue al policía. Debió de pensar que estábamos hablando en código». Todos se rieron un poco. «Antonio», murmuré. No te olvides de llamar al pintor para encalar el gallinero. ¿Cómo pensaría en mí cuando hizo la recomendación? ¿El pintor, yo, el tipo del cuadro cubierto de negro, aquel que mucho tiempo antes había sido elegido para esta circunstancia, si se daba?
M. me dijo que al día siguiente, al caer la tarde, alguien iría a verme a casa, un ferroviario, con un paquete de ropa y cosas de uso personal, aparte de libros, que Antonio estaba autorizado a recibir. Me pedía que al día siguiente lo llevase a Caxias y lo entregara en el portón. Esta vez no me preguntó si me incomodaba el desplazamiento. Fue una recomendación más que una petición. Lo preferí así. En la Baixa, lancé una pregunta: «¿Quieren descansar un poco en mi casa?». M. miró el reloj: «No creo que nos dé tiempo». Sonrió: «Sólo subir aquellos cuatro pisos». Estaba claro que los padres sabían que me había ido a ver. Me dejaba algo confuso esta relación transparente: habitualmente la gente se guarda hasta aquello que no había por qué guardar, y entre padres e hijos, si no recuerdo mal, la reserva es una especie de regla, disimulada de mayor o menor efusión afectiva, exterior, destinada a ejercer una función diría que teatral. En este poco tiempo, dos o tres veces, por lo dicho y por lo sobreentendido, me di cuenta de la especial naturaleza de la vinculación entre M. y sus padres: una libertad que tal vez sea el estadio último de la más íntima de las relaciones, una forma de libertad en el extremo de la dependencia, un árbol nacido en el perímetro de la selva.
Detuve el coche cerca de la estación y los acompañé a la puerta. Siempre he sido sensible al absurdo de las despedidas de los andenes, con todo ya dicho y sin tiempo para volver a empezar, con un tren que no se decide a partir y un reloj que deletrea los últimos segundos -y luego, el alivio, al fin, de la partida, aunque, desaparecido a lo lejos el último vagón, rompan los sollozos y aparezca el pesar que parecía no haber. El padre agradeció mi ayuda y luego dijo: «Nos vamos para dentro. No tardes». Nos quedamos M. y yo en el vestíbulo, un poco de lado uno junto al otro para evitar la multitud. «Me ha gustado mucho estar con usted», dije mirándola de frente. «Me ha gustado mucho estar contigo», respondió ella. Y, con una expresión clara y al mismo tiempo grave, levantó la cabeza, se alzó sobre las puntas de los pies y me dio un beso en la mejilla. Y, sin más palabras, viajero que se despidió y va a su viaje, atravesó el vestíbulo y pasó al andén, sin mirar hacia atrás. Volví lentamente al coche, me senté. Hay momentos así en la vida: se descubre inesperadamente que la perfección existe, que es también ella una pequeña esfera que viaja en el tiempo, vacía, transparente, luminosa y que a veces (raras veces) viene en nuestra dirección, nos rodea durante breves instantes y continúa hacia otros parajes y otras gentes. A mí me parecía, sin embargo, que esta esfera no se había desprendido y que yo viajaba dentro de ella. Ha llegado el momento de asustarse: murmuré estas palabras. Por el horizonte de mi desierto están entrando nuevas personas. Estos dos viejos ¿quiénes son, qué serenidad es la que tienen? ¿Y Antonio, preso, qué libertad se llevó consigo a la cárcel? ¿Y M. que me sonríe de lejos, pisando la arena con pies de viento, que usa las palabras como si fuesen filos de cristal y que de repente se aproxima y me da un beso? Ha llegado el momento de asustarse, repito. La perfección existe de paso. No para permanecer. Mucho menos para quedarse. «Me ha gustado mucho estar contigo», dijo. Aplicadamente, cuidando del dibujo de la letra, escribo y vuelvo escribir estas palabras. Viajo lentamente. El tiempo es este papel en el que escribo.
Hubo una tentativa de alzamiento militar. Tropas del Regimiento de Infantería 5, de Caldas da Rainha, avanzaron sobre Lisboa, pero acabaron por volver al cuartel. Todo el mundo anda agitado. M. me dio una copia del manifiesto del Movimiento de los Oficiales. Transcribo la parte final: «Afirmamos, desde ahora, nuestra solidaridad activa con los camaradas presos, a quienes no nos cansaremos de defender en cualesquiera circunstancias. Su causa es la nuestra, aunque podamos criticar su impaciencia. Sin embargo, la acción que desencadenaron no ha sido inútil. Esta acción ha servido para despertar la conciencia de algunos que quizá aún vacilaban. Sirvió también para definir con claridad los campos enfrentados, y de ella se han extraído lecciones preciosas para un futuro próximo. Sirvió para revelar, de forma brutal, las contradicciones en las que se debate el Ejército y -como éste es el “Espejo de la Nación”- la crisis general del País. Sirvió, en fin, para evidenciar los métodos a que recurren nuestros “jefes”, su total ausencia de escrúpulos y las alianzas a las que recurren para intentar aplastar y paralizar lo que ya es irreversible. En particular, bajo este último aspecto, nos corresponde denunciar la intromisión de la PIDE/DGS (que ha sido directamente dirigida por el ministro y el subsecretario de Estado del Ejército), deteniendo a camaradas y, al menos en un caso, forzando la entrada a puntapiés, cuando aún no eran las cinco de la mañana, en la casa de un camarada, maltratando, física, moral y psíquicamente a su mujer y a sus hijos y efectuando un registro domiciliario sin mandato legal. Esta interferencia de la policía política es intolerable, y representa un repugnante atentado a nuestros ya más que violados derechos, y no podemos permitir que tales hechos se repitan, bajo pena de que se generalicen y de que perdamos por completo nuestra ya más que zarandeada dignidad y el frágil prestigio que nos queda. Pero no se detuvieron aquí nuestros “jefes”. Llamaron a la Guardia Nacional Republicana y la enviaron contra nuestros camaradas del RI 5, confiando a aquella corporación la tarea inadmisible y ultrajante de cercar la Academia Militar. A su vez, la Legión Portuguesa, revelando la existencia de un aparato militar y policíaco operante, colaboró con la DGS y la GNR, llegando a participar en la persecución de las fuerzas del RI 5 que regresaban a Caldas da Rainha. ¿Habrá llegado quizá la ocasión de esperar que el Gobierno y los “jefes militares” hayan encontrado en la Legión Portuguesa, en la GNR y en la DGS los valerosos combatientes de que carecen para proseguir en África su política ultramarina? Camaradas de los tres ejércitos de las Fuerzas Armadas: el episodio de la marcha del RI 5 sobre Lisboa, articulado con los acontecimientos que inmediatamente lo prece-dieron, nos permite proseguir nuestro Movimiento con más seguridad y realismo. Confiamos en vuestro espíritu de camaradería y en vuestra solida-ridad para con los camaradas detenidos (cerca de 200, entre oficiales del QP y del QC, sargentos, cabos milicianos y soldados), que dieron una primera prueba real, al País y a las Fuerzas Armadas, de que no estamos dispuestos a tolerar tal estado de cosas. Apelamos finalmente a todos para que se man-tengan firmes con relación a los ya anunciados objetivos del Movimiento. Es necesario que nos mantengamos en cohesión y que reforcemos nuestras estructuras, conscientes de que, si sabemos ser coherentes y lúcidos, alcan-zaremos en breve cuanto nos propongamos».
M. no podía quedarse en Lisboa. La llevé a Caxias (Antonio volvió a ser interrogado, hizo cuatro días de «sueño». «Dosis pequeña», comentó M.; lo ha recibido todo, menos los libros, que quedaron retenidos) y después dimos una vuelta por Sintra, que ella casi no conocía. No hablamos mucho. Noté que sus silencios (y, en consecuencia, nuestros silencios) no son embarazosos: son sólo un tiempo diferente entre el tiempo de las palabras. Creo que es posible (e incluso deseable) estar largo tiempo callado al lado de ella y que ese silencio sea otra forma de continuar el diálogo. Escribo la misma cosa de dos maneras diferentes, para ver si con una de ellas acierto mejor: está dicho, y, pese a todo, no basta. No es exacto, no obstante, que no hayamos hablado mucho. Pero escribir (ahí está lo que ya he aprendido) es una elección, como pintar. Se escogen las palabras, frases, partes de diálogos, como se escogen colores o se determina la extensión y la dirección de las líneas. El contorno dibujado de un rostro puede ser interrumpido sin que el rostro deje de serlo: no hay peligro de que la materia contenida en ese límite arbitrario se desvanezca por la abertura. Por la misma razón, al escribir, se abandona lo que a la escritura no sirve, aunque las palabras hayan cumplido, en la ocasión de ser dichas, su primer deber de utilidad: lo esencial queda preservado en esa otra línea interrumpida que es escribir.
Cenamos en Sintra. Estaba ya acordado que yo la llevaría a Santarem. Paseamos un poco por la plaza del Palacio. El tiempo estaba fresco y yo hice el inmemorial gesto masculino: le pasé el brazo por los hombros. Frater-nalmente lo quise poner, y así fue, pero aquello que fraternal no era, tuve consciencia de que pasaba y venía en la película de calor que nos separaba y unía. M. sostuvo con la mano izquierda mi mano derecha que le resguardaba el hombro y así nos encaminamos al coche. Era ya de noche. Cuando salimos de la ciudad, bajo el túnel de los árboles que los faros dibujaban, hoja por hoja, repitió: «Me gusta estar contigo». No creo que se puedan decir mejores palabras a alguien, ni sé de otras que más apetezca oír. ¿Qué debía hacer yo? ¿Meter el coche en un desvío cualquiera, apagar todas las luces, atraerla hacia mí, excitarla, desarreglarle la falda, abrirle la blusa? Pobre aventura. Como si me estuviera leyendo el pensamiento, hojeando designios, M. dijo: «No hay que tener prisa». Y yo le respondí: «No tengo prisa». La carretera ahora era recta y podía acelerar, pero no era ése el viaje al que nos referíamos.
Volvimos a hablar del hermano y de los padres. «El otro día me dijiste que tu trabajo era todo en Santarem. Esa frase no es natural. ¿Qué quiere decir todo?» Ella sonrió: «Tienes buena memoria». «No es mala, pero, en este caso, es aún mejor, porque escribí tu frase palabra por palabra.» M. se quedó callada. Cruzamos un pueblo. Las luces públicas nos daban en el rostro y pasaban. Y cuando nos hundimos de nuevo en la oscuridad del campo, M. empezó a hablar: «Trabajo en el despacho de un abogado. Fuimos a vivir a Santarem por las razones que te he contado ya. Fue allí donde conocí a mi marido. Nos casamos, no nos entendimos, nos separamos. Lo sabes todo. A mis padres les gusta vivir en Santarem. A mí me da lo mismo, aunque Santarem sea una ciudad encogida, estrecha. La hicieron en aquella loma, pero bien podía ser una ciudad grande. Casa por casa, calle por calle, las piedras, es más hermosa de lo que se cree. Pero, la gente, no. En todas partes hay excepciones, y allí también, afortunadamente, pero los horizontes de la gente que vive en Santarem no son los que se ven desde las Portas do Sol. Raramente se habrá visto ciudad más abierta hacia fuera pero que se encierre más en sí». «¿Tus horizontes son los de las Portas do Sol?» «Exactamente: son los de las Portas do Sol.» «¿No quieres explicarte mejor?» Ella se quedó callada otra vez. Luego me miró con atención: le vi los ojos tensos, muy abiertos, iluminados por la luz del tablero del coche. Yo conducía a una velocidad constante, ni lenta ni rápida. M. volvió a mirar la carretera. Y entonces volvió a hablar: «Oye. Te conozco desde hace pocas semanas. De ti sabía sólo la dirección, el nombre y el teléfono. Unas palabras de mi hermano, que me dijo que confiaba en ti. Te conocí, fui a tu casa, hablé de mi vida, nos tuteamos porque es normal, has sido honesto. No me refiero a historias de sexo cuando digo que has sido honesto: es otra cosa, más complicada, que no vale la pena de explicar. Ese tipo de honestidad no abunda por aquí. Me gusta estar contigo, ya te lo he dicho. Lo diré otras veces porque es verdad. Si no estoy equivocada, este conocimiento nuestro puede llegar lejos. Y ahora creo que tiene que ir más lejos de lo que fue. No hablo de sexo». «Lo sé.» Con un gesto rápido me tocó la pierna. Y dijo: «Tengo una actividad política en la región de Santarem. Por eso te dije que todo mi trabajo es en Santarem. Santarem y su término, como se decía antiguamente». «¿Eres del Partido?» «Lo soy.» «¿Y Antonio?» Noté que ella se retraía un poco: «Antonio está en la cárcel. No hay nada más que decir sobre él».
Pasamos unos minutos sin hablar. «Gracias por haberme dicho todo eso. Nada te obligaba a hacerlo.» «Nada me obligaría, a no ser mi voluntad. Por eso no debes agradecérmelo.» «¿Qué trabajo es el tuyo?» Adiviné que se distendía en el asiento, que incluso sonreía: «Nada importante. Yo no soy importante. Contactos con camaradas de algunas aldeas, con organizaciones diversas, un trabajo que no se ve pero que es necesario. Ya he pasado buenos calores, y aguantado chaparrones, pero, sabes, ahora miro esos campos y sé que tengo razón. No te puedo explicar por qué». «Ni lo precisas. También yo he leído mi Marx.» Ella se rió: «No me digas que eres de esos que juran, con la mano alzada, que se han leído El capital de cabo a rabo». «No lo he leído todo, ni juro.» Nos reímos los dos, ella puso el brazo en el respaldo de mi asiento, y yo repetí el gesto que ella hizo en Sintra. Sosteniendo el volante con la mano izquierda, le apreté la mano. Pero surgió una curva cerrada y el volante me exigió la mano libre. «¿Y esa actividad fue el motivo de que te encerraran?» «No. Se trataba de causas visibles, no de éstas. No lograron comprometerme.» «Cuando haga preguntas que no debo, avísame.» «Cuando hagas preguntas que no debas, no te respondo. O llamo a la policía.» Nos reímos otra vez, como dos niños. Esfera milagrosa que viajas llevándome dentro.
«Es duro tu trabajo.» «Sí, a veces. Pero es necesario. Más duro es el de los trabajadores y no se quejan: luchan, siguen luchando. En 1962, cuando la lucha por las ocho horas de trabajo, tenía yo veintisiete años, hacía poco que estaba separada. Entonces no era aún del Partido, pero era como si lo fuese: mi padre es militante antiguo. Sé que tuvo gran actividad en aquella ocasión, principalmente en la zona sur del río: Almeirim, Lamarosa, Coruche, hasta Couço. ¿Has estado en Couço? Quien leyera los diarios de entonces creería que estaba en otro mundo. Aquello fue otro mundo. A ver si me entiendes bien: los trabajadores no anduvieron por ahí mendigando la jornada de ocho horas, no fueron a implorarle al Gobierno la misericordia de no trabajar más de sol a sol. Hay documentos del Partido. En Alcácer do Sal, por ejemplo (es una historia que leí y que nunca olvidaré), fue así: los trabajadores, por su propia decisión, y sin atender las órdenes del capataz, fueron al trabajo a las ocho. A las diez y media, que era la hora antigua para el almuerzo, tocó la campana, pero ellos se hicieron los sordos y siguieron trabajando. Al mediodía lo interrumpieron y se fueron a comer. Volvieron a la una. A las cinco se cumplían las ocho horas de jornada. Pararon el trabajo y se fueron todos a casa. Parece sencillo, ¿verdad? Pero no sabes lo que esto supone, lo que esto exige de consciencia de clase, de organización, de reuniones, de con-versaciones. Sólo se puede valorar estando dentro de las cosas. Y hay otras historias: aquella del propietario de Montemor-o-Novo que cuando le fueron a pedir trabajo dijo: “¿Ya habéis comido lo que ganasteis en las ocho horas? ¡Pues, ahora, a comer paja!”. ¿Y sabes lo que hicieron los trabajadores? Fueron a una propiedad del tipo aquel, le cogieron un borrego, se lo llevaron, y le dejaron un papel: “Mientras haya carne, no se come paja”. Pero hubo detenidos, tiros, palizas. Murió gente. Sólo lo sabe bien quien anduvo entonces por allá. Yo hablo de lo que oí y de lo que he leído.» «¿Y hoy?», le pregunté. «Seguimos. Esto es como un río: lleva más agua o lleva menos, pero corre siempre. No nos secamos.» Estaba muy seria, mirando fijamente la carretera. A la derecha brillaba el río. «Por otra parte», dijo, «tenemos la seguridad de que este régimen no va a durar. La tentativa de Caldas da Reinha no va a quedar aislada. Y no estamos parados. Nunca lo hemos estado. El fascismo va a durar poco».
Nos acercábamos a la ciudad. Yo dije: «Confías en mí. Me has contado todo eso». «Sí. Confío en ti. Y te quiero.» A ciento diez kilómetros de Sintra, paré al fin el coche. Lo aparqué en el arcén, bajo un árbol, oyendo restallar las hojas bajo las ruedas, y luego el silencio. Me volví hacia M. Ella ya me estaba mirando. Repitió: «Sí. Te quiero». La atraje hacia mí. No le abrí la blusa, no le desarreglé la falda. Sólo nos besamos, con un suspiro, y seguimos besándonos hasta que el mundo se llenó de constelaciones. Y yo dije: «Te quiero». Y luego dijimos los dos al mismo tiempo: «Mi amor».
«Mi amor.» Repetir estas dos palabras durante diez páginas, escribirlas ininterrumpidamente, sin descanso, sin ningún claro, primero lentamente, letra a letra, dibujando las tres colinas de la m manuscrita, el lazo flojo de la e como brazos reposando, el profundo lecho de río que en la letra u se excava [6], y luego el asombro o el grito de la a sobre ahora las ondas marinas de otra m, la o que sólo puede ser este único y nuestro sol, y en fin la r hecha casa, o cobertizo, o dosel. Y luego transformar todo este dibujo en un único hilo trémulo, una señal de sismógrafo, porque los miembros se erizan y chocan, mar blanco de la página, toalla luminosa o sábana tendida. «Mi amor», dijiste, y yo lo dije, abriéndote mi puerta toda, y entraste. Abrías mucho los ojos al avanzar hacia mí, para verme mejor o más de mí, y posaste tu bolso en el suelo. Y antes de que yo te besara, dijiste, para que lo pudieses decir serena: «Vengo a quedarme esta noche contigo». No viniste ni pronto ni tarde, viniste a la hora cierta, en el minuto exacto, en el preciso y precioso descansillo del tiempo en el que yo podía esperarte. Entre mis pobres cuadros, rodeados de cosas pintadas y atentas nos desnudamos. Tan fresco tu cuerpo. Ansiosos, y no obstante sin prisa. Y luego, desnudos, nos miramos sin vergüenza, porque el paraíso es estar desnudo y saber. Despacio (sólo despacio podría ser, sólo despacio) nos acercamos, y, ya cerca, de repente unidos, y trémulos. Apretados el uno contra el otro, mi sexo, tu vientre, tus brazos cruzados sobre mi cuello, y nuestras bocas, lenguas, y los dientes, respirándose, alimentándose, hablando sin palabras dichas, en un gemido interminable, como una vibración, letras inarticuladas, pausa. Nos arrodillamos, subimos el primer peldaño, y luego lentamente, como si el aire nos amparase, caíste de espaldas y yo sobre ti, tan desnudos, y luego rodamos desnudos, tú sobre mi cuerpo, tu pecho elástico, y los muslos cubriéndome, y los muslos como alas. Sobre mí nos unimos y rodamos otra vez, yo sobre ti, tu pelo ardiendo, ahora mis manos abiertas sobre el suelo como si sobre los hombros sostuviera el mundo, o el cielo, y en el espacio entre nosotros dos las miradas tensas, luego turbadas, y el rugir de la sangre fluyendo y refluyendo en las venas, en las arterias, latiendo en las sienes, barriendo bajo la piel el cuerpo y el cuerpo. Somos nosotros el sol, las paredes ruedan, los libros, los cuadros, Marte, Júpiter, Saturno, Venus, el minúsculo Plutón, la Tierra. He ahí ahora el mar, no mar largo y océano, sino la ola desde el fondo apretada entre dos paredes de coral y subiendo, subiendo hasta estallar en espuma, chorreante. Murmullo o secreto de aguas derramadas sobre los musgos. La oleada retrocede hacia el misterio de las fosas submarinas, y tú dijiste: «Mi amor». Alrededor del sol, los planetas vuelven a su grave, lenta caminata, y nosotros que estamos lejos los vemos ahora parados, otra vez cuadros y libros, y paredes en vez de cielo profundo. Es de noche otra vez. Te levanto del suelo, desnuda. Te apoyas en mi hombro y pisas el mismo suelo que yo. Mira, son nuestros pies, herencia enigmática, plantas que dibujan, ellas, el poco espacio que ocupamos en el mundo. Estamos en el marco de la puerta. ¿Sientes la película invisible que hay que romper, el himen de las casas, desgarrado y renovado? Dentro hay un cuarto. No te prometo el cielo claro y las nubes lentas de Magritte. Estamos los dos húmedos como si hubiéramos salido del mar y entramos como en una caverna donde la oscuridad se siente en el rostro. Una pequeña luz apenas. Cuanto baste para verte y para que me veas. Te acuesto en la cama, y tú abres los brazos y planeas sobre la página blanca. Me inclino sobre ti, es tu cuerpo que respira, falda de montaña y fuente. Tienes los ojos abiertos, tienes los ojos abiertos siempre, pozos de miel luminosa. Y tus cabellos arden, campo de trigo maduro. Digo «mi amor» y tus manos descienden sobre mí desde la nuca a la raíz de la columna. Hay en mi cuerpo una antorcha. Se abren otra vez, alas, tus muslos. Y suspiras. Te conozco, reconozco donde estoy: mi boca se abre sobre tu hombro, mis brazos en cruz acompañan a tus brazos hasta los dedos clavados con una fuerza que no es nuestra. Como dos corazones, nuestros vientres laten. Gritaste, amor mío. Es todo el cielo el que grita sobre nosotros, parece que todo va a morir. Ya soltamos las manos, ya ellas se perdieron y encontraron, en las nucas, el pelo, y ahora abrazados esperamos la muerte que se acerca. Te estremeces. Me estremezco. Nos vemos sacudidos de la cabeza a los pies, y nos agarramos al borde de la caída. No se puede evitar. El mar ha entrado ahora mismo, nos hace rodar sobre esta playa blanca, o esta página, revienta sobre nosotros. Gritamos, sofocados. Y yo dije «mi amor». Duermes, desnuda, bajo la primera luz de la mañana, veo tu seno recortado en el contraluz de la impalpable película de la puerta. Despacio, poso mi mano en tu vientre. Y respiro, sosegado.
Tiene ya destino la tela que he puesto en el caballete. Para el retrato de M. es aún pronto, pero ha llegado mi tiempo. Maduró la tela (bajo el aire y la luz del taller), maduró, si puede, el espejo (deslucido por el tiempo), maduré yo (este rostro marcado, esta tela, este otro espejo). Me miro en la superficie pulida, aún cerrados los tubos, secos los pinceles que desde hace semanas se cubren de polvo. Me miro al espejo, no distraído, no de paso, sino atento, evaluando, midiendo la profundidad del golpe que voy a dar. Un pincel, señores (no me dirijo a nadie en particular, es una manera de decir, un poco retórica, como otras veces me aconteció en esta escritura), un pincel es algo así como un bisturí. No es un bisturí, pero sí algo parecido a un bisturí. Sirve para levantar, delicadamente o desgarrando, la piel de los señores de la Lapa, por ejemplo, y saber quién hay debajo. Me sirvió para injertar piel sobre piel, como ya abundantemente he explicado antes, y esa operación creo haberla hecho, en veinte años de mi vida artística (no hay otra manera de designarla), unas ochenta veces. En esta otra cirugía plástica, creo no haber quedado muy por detrás de los especialistas: en ningún caso quedaron a la vista las costuras, las cicatrices, los contornos, la señal de los injertos. Temo que después de apearme de los clavos o escápulas en que me colgaron, no van a encontrar fácil sustitución: los Maltas se van acabando, si es que no era yo precisamente el último. Y ahora me retiro. Dibujo proyectos de embalajes, introduzco el suplemento de arte en las campañas de publicidad y, cautelosamente, pregunto al copy-writer celoso de su literatura si está de acuerdo en desplazar a la derecha su frase, en beneficio de una línea mía que necesita desahogo. Estoy, pues, en el intervalo. Es el tiempo de colocar en una tela ese rostro entero, de ojos y de lo que ven a su alrededor los ojos en el espejo, todas esas líneas y planos que de una manera u otra convergen siempre hacia los puntos de fuga que son las pupilas. Sobre todo porque hay otra razón. Esta escritura va a terminar. Duró el tiempo preciso para que acabara un hombre y empezara otro. Importaba que quedara registrado el rostro que aún es y se apuntasen las primeras facciones del que nace. Fue un desafío la escritura. Otro desafío hago aún, pero en mi terreno verdadero: que sea capaz de poner en esta tela lo mismo que quedó en estas páginas. La pintura debe servir, al menos, para eso. No pido más: pido mucho. Otros (Piero della Francesca, Mantegna, Miguel Ángel, Leonardo, el Bosco, Pieter Bruegel, Luca Signorelli, Paolo Ucello, Matis Grünewald, Van Eyck, Goya, Velázquez, Rembrandt, Giotto, Picasso, Van Gogh, y tantos) pusieron en la pintura todo. Que yo (H.) ponga este poco. No sé cuánto voy a tardar en acabar este autorretrato. Aprendí, de una vez para siempre, a no tener prisa. La primera lección me la dio la escritura. Luego M. vino a confirmarlo todo y a enseñarme de nuevo. ¿Tendrá también el retrato que mostrar ese rostro de hombre aprendiz? No anticipemos. Es de la tierra de hoy de lo que se trata, y del trigo de mañana. Mañana este espejo estará partido, hoy es su tiempo y el mío.
Ahora, el retrato, el autorretrato, la autopsia, que significa, en primer lugar, inspección, contemplación, examen de mí mismo. A este lado, el espejo; a este lado, la tela. Yo entre los dos, como el rotífero entre dos láminas de vidrio, deteniéndose en su última gota de agua para ser observado al microscopio. Toda la luz que pueda reunir pero no tanta que apague los rasgos, no tan poca que los esconda. Y un pincel muy firme, híbrido ser, hijo de animal y de vegetal, dura y larga asta con pelos de marta en vez de hojas de sauce. La tela está aún blanca. Es ella misma otro espejo cubierto de polvo. Diría que mi rostro está ya pintado por debajo de una capa compacta que habrá que levantar. Vuelvo a decir que el pincel es como un bisturí. ¿Será también una navaja, un raspador, un pico? Esto es también un trabajo de arqueología.
Tengo ideas definidas sobre el cuadro. Habrá abajo una barra negra, algo parecido a un parapeto o a un muro. Tendré la mano izquierda posada en ese balcón uniforme, liso, y la derecha asentada sobre ella, sosteniendo unas hojas de papel. En la hoja de encima, doblada según un ángulo que permita la lectura, estarán dibujadas las tres primeras palabras de este manuscrito: demuestro así que la espiral puede ser representada por las letras del alfabeto. Me representaré de medio cuerpo. Detrás de mí, como si me asomara al muro para ver quién pasa, habrá un paisaje de llanura, en nivel inferior, con árboles y quizá los meandros de un río (Meandro: río de Turquía, célebre por sus muchas curvas. Nombre actual: Buyuck-Menderez). Por encima de todo, y de mí, como no podía dejar de ser, cielo y nubes. Este cuadro será blasonado. Tendrá en el ángulo superior izquierdo una copia miniatural de los señores de la Lapa, y en el ángulo superior derecho otra copia reducida: la del cuadro que copié y adapté de Vitale da Bologna. Prolongación de este manuscrito, escrito él mismo a mano, el retrato copiará algo. Como el manuscrito, y en contra de lo que suele hacerse, no disimulará las costuras, las soldaduras, los remiendos, la obra de otra mano. Al contrario: lo acentuará todo. Deseará, no obstante, decir más, como copia, de lo que dicho esté en lo copiado. Al desearlo, no creerá poderlo decir mejor: lo peor que por infelicidad dijere, tendrá la misma o todavía mayor necesidad: aún no había sido dicho. El retrato de Paracelso pintado por Rubens es, sin duda, mejor que este que saldrá de mis manos: es él, sin embargo, mi modelo, mi referencia, es él el que está en el retrato que he descrito. Este cuadro mío, en suma (tal como hice, con buenas razones, el manuscrito), no rechazará la copia, sino que la hará explícita. Por eso, es una verificación. Toda obra de arte, aunque sea tan poco merecedora como esta mía, debe ser una verificación. Si queremos buscar una cosa, tendremos que levantar las coberturas (o piedras, o nubes, pero digamos, como hipótesis, que son coberturas) que la ocultan. Ahora bien, yo creo que no valdremos mucho como artista (y, obviamente, como hombre, como gente, como persona) si, hallada por suerte o por trabajo la cosa buscada, no seguimos levantando el resto de las coberturas, apartando piedras, despejando nubes, todas, hasta el fin. Recordemos que la primera cosa puede haber sido puesta allí sólo para distraemos de la segunda. Verificar, simple opinión mía, es la verdadera regla de oro.
Empiezo a formar la primera pintura en la paleta. No es un color intermedio que precise componer y armonizar, como las voces del Magnificat de Monteverdi que en este momento llenan el taller. Me limito a exprimir el tubo generosamente, sin escatimar color. Negro. Ahora para revelar, no para esconder. Trabajaré todo el día.
Ha caído el régimen. Golpe militar, como se esperaba. No sé describir el día de hoy: las tropas, los carros de combate, la felicidad, los abrazos, las palabras de alegría, el nerviosismo, el puro júbilo. Estoy en este momento solo: M. ha ido a ver a alguien del Partido, no sé dónde. Va a acabar la clandestinidad. Mi autorretrato está muy adelantado. Dormíamos en mi casa, M. y yo, cuando Chico, noctívago, telefoneó gritándonos que pusiéramos la radio. Nos levantamos de un salto (¿estás llorando, mi amor?): «Aquí Puesto de Mando de las Fuerzas Armadas. Las Fuerzas Armadas portuguesas hacen un llamamiento a todos los habitantes de la ciudad de Lisboa». Nos abrazamos (mi amor, estás llorando), y envueltos en la misma sábana abrimos la ventana: la ciudad, oh ciudad, aún noche sobre nuestras cabezas, pero se ve ya una claridad difusa a lo lejos. Dije: «Mañana iremos a buscar a Antonio». M. se ciñó a mí. «Y un día de éstos te daré unos papeles que tengo ahí. Para que los leas.» «¿Secretos?», preguntó ella, sonriendo. «No. Papeles. Cosas escritas.»
[1] Pega, en portugués, «mango», «asa». Juego de palabras intraducible al español. (N. del E.).
[2] O crime do padre Amaro, de José Maria Eça de Queirós. (N. del T.)
[3] Títulos de novelas portuguesas del siglo XIX. (N. del T)
[4] Figuras políticas salazaristas y postsalazaristas (N. del T.)
[5] PIDE: policía política de la dictadura de Salazar. (N. del E)
[6] La forma apocopada mi del adjetivo posesivo portugués es meu; de aquí las apreciaciones sobre la e y la u de Meu amor. (N. del T)