HERÁCLITO enseñó que el elemento primordial era el fuego, pero ello no equivale a imaginar seres hechos de fuego, seres labrados en la momentánea y cambiante substancia de las llamas. Esta casi imposible concepción la intentó William Morris, en el relato El anillo dado a Venus del ciclo El Paraíso terrenal (1868-70). Dicen así los versos:
El Señor de aquellos demonios era un gran rey, coronado y cetrado. Como una llama blanca resplandecía su rostro, perfilado como un rostro de piedra; pero era un fuego que se transformaba y no carne, y lo surcaban el deseo, el odio y el terror. Su cabalgadura era prodigiosa; no era caballo ni dragón ni hipogrifo; se parecía y no se parecía a esas bestias, y cambiaba como las figuras de un sueno.
Tal vez en lo anterior hay algún influjo de la deliberadamente ambigua personificación de la Muerte en el Paraíio perdi4o (II, 666-73). Lo que pa-rece la cabeza lleva corona y el cuerpo se confunde con la sombra que proyecta a su alrededor.