Para Mateu Androver,
cuyo nombre, tarde o temprano,
tenía que acabar en un libro.
Y para Antonio Verdazca,
Cuya sabiduría llenaría unos cuantos
Nací en Barcelona en 1964 y, durante varios años, trabajé como compositor y creativo en el mundo de la publicidad, del que me fugué para siempre el primero de enero de 1992. Un año más tarde gané el Premio "Edebé" de Literatura Juvenil con mi primera novela, "El príncipe de la niebla", que lleva más de 150.000 copias vendidas en cinco idiomas hasta la fecha. Soy autor también de las novelas "El palacio de la medianoche" y "Las luces de septiembre", ambas publicadas en Edebé. Desde 1994 resido en Los Ángeles (California) en compañía de mi bruja favorita y docenas de dragones.
Carlos Ruiz Zafón
Marina me dijo una vez que sólo recordamos lo que nunca sucedió.
Pasaría una eternidad antes de que comprendiese aquellas palabras.
Pero más vale que empiece por el principio, que en este caso es el final.
En mayo de 1980 desaparecí del mundo durante una semana. Por espacio de siete días y siete noches, nadie supo de mi paradero. Amigos, compañeros, maestros y hasta la policía se lanzaron a la búsqueda de aquel fugitivo al que algunos ya creían muerto o perdido por calles de mala reputación en un rapto de amnesia.
Una semana más tarde, un policía de paisano creyó reconocer a aquel muchacho; la descripción encajaba. El sospechoso vagaba por la estación de Francia como un alma perdida en una catedral forjada de hierro y niebla. El agente se me aproximó con aire de novela negra. Me preguntó si mi nombre era Oscar Drai y si era yo el muchacho que había desaparecido sin dejar rastro del internado donde estudiaba. Asentí sin despegar los labios. Recuerdo el reflejo de la bóveda de la estación sobre el cristal de sus gafas.
Nos sentamos en un banco del andén. El policía encendió un cigarrillo con parsimonia. Lo dejó quemar sin llevárselo a los labios.
Me dijo que había un montón de gente esperando hacerme muchas preguntas para las que me convenía tener buenas respuestas. Asentí de nuevo. Me miró a los ojos, estudiándome. "A veces, contar la verdad no es una buena idea, Oscar", dijo. Me tendió unas monedas y me pidió que llamase a mi tutor en el internado. Así lo hice. El policía aguardó a que hubiese hecho la llamada. Luego me dio dinero para un taxi y me deseó suerte. Le pregunté cómo sabía que no iba a volver a desaparecer. Me observó largamente. "Sólo desaparece la gente que tiene algún sitio adonde ir", contestó sin más.
Me acompañó hasta la calle y allí se despidió, sin preguntarme dónde había estado. Le vi alejarse por el Paseo Colón. El humo de su cigarrillo intacto le seguía como un perro fiel.
Aquel día el fantasma de Gaudí esculpía en el cielo de Barcelona nubes imposibles sobre un azul que fundía la mirada. Tomé un taxi hasta el internado, donde supuse que me esperaría el pelotón de fusilamiento.
Durante cuatro semanas, maestros y psicólogos escolares me martillearon para que revelase mi secreto. Mentí y ofrecí a cada cual lo que quería oír o lo que podía aceptar. Con el tiempo, todos se esforzaron en fingir que habían olvidado aquel episodio. Yo seguí su ejemplo. Nunca le expliqué a nadie la verdad de lo que había sucedido. No sabía entonces que el océano del tiempo tarde o temprano nos devuelve los recuerdos que enterramos en él.
Quince años más tarde, la memoria de aquel día ha vuelto a mí. He visto a aquel muchacho vagando entre las brumas de la estación de Francia y el nombre de Marina se ha encendido de nuevo como una herida fresca.
Todos tenemos un secreto encerrado bajo llave en el ático del alma. Éste es el mío.