Capítulo 4

Creo que nunca había sido tan puntual en toda mi vida. La ciudad

todavía andaba en pijama cuando crucé la Plaza Sarriá. A mi paso, una bandada de palomas alzó el vuelo al toque de campanas de misa de nueve. Un sol de calendario encendía las huellas de una llovizna nocturna. Kafka se había adelantado a recibirme al principio de la calle que conducía al caserón. Un grupo de gorriones se mantenía a distancia prudencial en lo alto de un muro. El gato los observaba con una estudiada indiferencia profesional.

– Buenos días, Kafka. ¿Hemos cometido algún asesinato esta mañana?

El gato me respondió con un simple ronroneo y, como si se tratase de un flemático mayordomo, procedió a guiarme a través del jardín hasta la fuente. Distinguí la silueta de Marina sentada al borde, enfundada en un vestido de color marfil que dejaba sus hombros al descubierto. Sostenía en las manos un libro encuadernado en piel en el que escribía con una estilográfica. Su rostro delataba una gran concentración y no advirtió mi presencia. Su mente parecía estar en otro mundo, lo cual me permitió observarla embobado durante unos instantes. Decidí que Leonardo da Vinci debía de haber diseñado aquellas clavículas; no cabía otra explicación. Kafka, celoso, rompió la magia con un maullido. La estilográfica se detuvo en seco y los ojos de Marina se alzaron hacia los míos. En seguida cerró el libro.

– ¿Listo?


Marina me guió a través de las calles de Sarriá con rumbo desconocido y sin más indicio de sus intenciones que una misteriosa sonrisa.

– ¿Adónde vamos? pregunté tras varios minutos.

– Paciencia. Ya lo verás.

Yo la seguí dócilmente, aunque albergaba la sospecha de ser objeto de alguna broma que por el momento no acertaba a comprender. Descendimos hasta el Paseo de la Bonanova y, desde allí, giramos en dirección a San Gervasio. Cruzamos frente al agujero negro del bar Víctor. Un grupo de "pijos", parapetados tras gafas de sol, sostenía unas cervezas y calentaba el sillín de sus Vespas con indolencia. Al vernos pasar, varios tuvieron a bien bajarse las Ray Ban a media asta para hacerle una radiografía a Marina. "Tragad plomo", pensé.

Una vez llegamos a la calle Dr. Roux, Marina giró a la derecha. Descendimos un par de manzanas hasta un pequeño sendero sin asfaltar que se desviaba a la altura del número 112. La enigmática sonrisa seguía sellando los labios de Marina.

– ¿Es aquí? pregunté, intrigado.

Aquel sendero no parecía conducir a ninguna parte. Marina se limitó a adentrarse en él. Me condujo hasta un camino que ascendía hacia un pórtico flanqueado por cipreses. Más allá, un jardín encantado poblado por lápidas, cruces y mausoleos enmohecidos palidecía bajo sombras azuladas. El viejo cementerio de Sarriá.


El cementerio de Sarriá es uno de los rincones más escondidos de Barcelona. Si uno lo busca en los planos, no aparece. Si uno pregunta cómo llegar a él a vecinos o taxistas, lo más seguro es que no lo sepan, aunque todos hayan oído hablar de él. Y si uno, por ventura, se atreve a buscarlo por su cuenta, lo más probable es que se pierda. Los pocos que están en posesión del secreto de su ubicación sospechan que, en realidad, este viejo cementerio no es más que una isla del pasado que aparece y desaparece a su capricho.

Ése fue el escenario al que Marina me llevó aquel domingo de septiembre para desvelarme un misterio que me tenía casi tan intrigado como su dueña. Siguiendo sus instrucciones, nos acomodamos en un discreto rincón elevado en el ala norte del recinto. Desde allí teníamos una buena visión del solitario cementerio. Nos sentamos en silencio a contemplar tumbas y flores marchitas. Marina no decía ni pío y, transcurridos unos minutos, yo empecé a impacientarme. El único misterio que veía en todo aquello era qué diablos hacíamos allí.

– Esto está un tanto muerto -sugerí, consciente de la ironía.

– La paciencia es la madre de la ciencia -ofreció Marina.

– Y la madrina de la demencia -repliqué. Aquí no hay nada de nada.

Marina me dirigió una mirada que no supe descifrar.

– Te equivocas. Aquí están los recuerdos de cientos de personas, sus vidas, sus sentimientos, sus ilusiones, su ausencia, los sueños que nunca llegaron a realizar, las decepciones, los engaños y los amores no correspondidos que envenenaron sus vidas… Todo eso está aquí, atrapado para siempre.

La observé intrigado y un tanto cohibido, aunque no sabía muy bien de lo que estaba hablando. Fuera lo que fuese, era importante para ella.

– No se puede entender nada de la vida hasta que uno no entiende la muerte -añadió Marina.

De nuevo me quedé sin comprender muy bien sus palabras.

– La verdad es que yo no pienso mucho en eso -dije. En la muerte, quiero decir. En serio no, al menos…

Marina sacudió la cabeza, como un médico que reconoce los síntomas de una enfermedad fatal.

– O sea, que eres uno de los pardillos desprevenidos… -apuntó, con cierto aire de intriga.

– ¿Los desprevenidos? Ahora sí que estaba perdido. Al cien por cien.

Marina dejó ir la mirada y su rostro adquirió un tono de gravedad que la hacía parecer mayor. Estaba hipnotizado por ella.

– Supongo que no has oído la leyenda empezó Marina.

– ¿Leyenda?

– Me lo imaginaba -sentenció. El caso es que, según dicen, la muerte tiene emisarios que vagan por las calles en busca de los ignorantes y los cabezas huecas que no piensan en ella.

Llegado a este punto, clavó sus pupilas en las mías.

– Cuando uno de esos desafortunados se topa con un emisario de la muerte -continuó Marina, éste le guía a una trampa sin que lo sepa. Una puerta del infierno. Estos emisarios se cubren el rostro para ocultar que no tienen ojos, sino dos huecos negros en los que habitan gusanos. Cuando ya no hay escapatoria, el emisario revela su rostro y la víctima comprende el horror que le aguarda…

Sus palabras flotaron con eco mientras mi estómago se encogía.

Sólo entonces Marina dejó escapar aquella sonrisa maliciosa. Sonrisa de gato.

– Me estás tomando el pelo -dije por fin. Evidentemente.


Transcurrieron cinco o diez minutos en silencio, quizá más. Una eternidad. Una brisa leve rozaba los cipreses. Dos palomas blancas revoloteaban entre las tumbas. Una hormiga trepaba por la pernera de mi pantalón. Poco más sucedía. Pronto sentí que una pierna se me empezaba a dormir y temí que mi cerebro siguiese el mismo camino. Estaba a punto de protestar cuando Marina alzó la mano, haciéndome callar antes de que hubiese despegado los labios. Me señaló hacía el pórtico del cementerio.

Alguien acababa de entrar. La figura parecía la de una dama envuelta en una capa de terciopelo negro. Una capucha cubría su rostro. Las manos, cruzadas sobre el pecho, enfundadas en guantes del mismo color que su atuendo. La capa llegaba hasta el suelo y no permitía ver sus pies. Desde allí, se diría que aquella figura sin rostro se deslizaba sin rozar el suelo. Por alguna razón, sentí un escalofrío.

– ¿Quién…? -susurré.

– Sssh -me cortó Marina.


Ocultos tras las columnas de la balconada, espiamos a aquella dama de negro. Avanzaba entre las tumbas como una aparición. Portaba una rosa roja entre los dedos enguantados. La flor parecía una herida fresca esculpida a cuchillo. La mujer se aproximó a una lápida que quedaba justo bajo nuestro punto de observación y se detuvo, dándonos la espalda. Por primera vez advertí que aquella tumba, a diferencia de todas las demás, no tenía nombre. Sólo podía distinguirse una inscripción grabada en el mármol: un símbolo que parecía representar un insecto, una mariposa negra con las alas desplegadas.

La dama de negro permaneció por espacio de casi cinco minutos en silencio al pie de la tumba. Finalmente se inclinó, depositó la rosa roja sobre la lápida y se marchó lentamente, del mismo modo en que había venido. Como una aparición.

Marina me dirigió una mirada nerviosa y se acercó a susurrarme algo al oído. Sentí sus labios rozarme la oreja y un ciempiés con patitas de fuego empezó a bailar la samba en mi nuca.

– La descubrí por casualidad hace tres meses, cuando acompañé a Germán a traerle flores a su tía Reme… Viene aquí el último domingo de cada mes a las diez de la mañana y deja una rosa roja idéntica sobre esa tumba explicó Marina. Siempre lleva la misma capa, los guantes y la capucha. Siempre viene sola. Nunca se le ve la cara. Nunca habla con nadie.

– ¿Quién está enterrado en esa tumba?

El extraño símbolo tallado sobre el mármol despertaba mi curiosidad.

– No lo sé. En el registro del cementerio no figura ningún nombre…

– ¿Y quién es esa mujer?

Marina iba a responder cuando vislumbró la silueta de la dama desapareciendo por el pórtico del cementerio. Me asió de la mano y se alzó apresurada.

– Rápido. Vamos a perderla.

– ¿Es que vamos a seguirla? -pregunté.

– ¿Tú querías acción, no? -me dijo, a medio camino entre la pena y la irritación, como si fuera bobo.


Para cuando alcanzamos la calle Dr. Roux, la mujer de negro se alejaba hacia la Bonanova. Volvía a llover, aunque el sol se resistía a ocultarse. Seguimos a la dama a través de aquella cortina de lágrimas de oro. Cruzamos el Paseo de la Bonanova y ascendimos hacia la falda de las montañas, poblada por palacetes y mansiones que habían conocido mejores épocas. La dama se adentró en la retícula de calles desiertas. Un manto de hojas secas las cubría, brillantes como las escamas abandonadas por una gran serpiente. Luego se detuvo al llegar a un cruce, una estatua viva.

– Nos ha visto… -susurré, refugiándome con Marina tras un grueso tronco surcado de inscripciones.

Por un instante temí que fuese a volverse y a descubrirnos. Pero no. Al poco rato, torció a la izquierda y desapareció. Marina y yo nos miramos. Reanudamos nuestra persecución. El rastro nos llevó a una callejuela sin salida, cortada por el tramo descubierto de los ferrocarriles de Sarriá, que ascendían hacia Vallvidrera y Sant Cugat. Nos detuvimos allí. No había rastro de la dama de negro, aunque la habíamos visto torcer justo en aquel punto. Por encima de los árboles y los tejados de las casas se distinguían los torreones del internado en la distancia.

– Se habrá metido en su casa -apunté. Debe de vivir por aquí…

– No. Estas casas están deshabitadas. Nadie vive aquí.

Marina me señaló las fachadas ocultas tras verjas y muros. Un par de viejos almacenes abandonados y un caserón devorado por las llamas décadas atrás era cuanto quedaba en pie. La dama se había esfumado ante nuestras narices.


Nos adentramos en el callejón. Un charco reflejaba una lámina de cielo a nuestros pies. Las gotas de lluvia desvanecían nuestra imagen. Al final del callejón, un portón de madera se balanceaba movido por el viento.

Marina me miró en silencio. Nos aproximamos hasta allí con sigilo y me asomé a echar un vistazo. El portón, cortado sobre un muro de ladrillo rojo, daba a un patio. Lo que en otro tiempo fue un jardín ahora estaba completamente poseído por las malas hierbas. Tras la espesura, se adivinaba la fachada de un extraño edificio cubierto de hiedra. Tardé un par de segundos en comprender que se trataba de un invernadero de cristal armado sobre un esqueleto de acero. Las plantas siseaban, igual que un enjambre al acecho.

– Tú primero -me invitó Marina.

Me armé de valor y penetré en la maleza. Marina, sin previo aviso, me tomó la mano y siguió tras de mí.


Sentí mis pasos hundirse en el manto de escombros. La imagen de una maraña de oscuras serpientes con ojos escarlatas me pasó por la cabeza. Sorteamos aquella jungla de ramas hostiles que arañaban la piel hasta llegar a un claro frente al invernadero. Una vez allí, Marina soltó mi mano para contemplar la siniestra edificación. La hiedra tendía una telaraña sobre toda la estructura. El invernadero parecía un palacio sepultado en las profundidades de un pantano.

– Me temo que nos ha dado esquinazo -apunté. Aquí nadie ha puesto los pies en años.

Marina me dio la razón a regañadientes. Echó un último vistazo al invernadero con aire de decepción. "Las derrotas en silencio saben mejor", pensé.

– Anda, vámonos -le sugerí, ofreciéndole mi mano con la esperanza de que la tomase de nuevo para atravesar los matojos.

Marina la ignoró y, frunciendo el ceño, se alejó para rodear el invernadero. Suspiré y la seguí con desgano. Aquella muchacha era más tozuda que una mula.

– Marina -empecé, aquí no…

La encontré en la parte trasera del invernadero, frente a lo que parecía la entrada. Me miró y alzó la manó hacia el vidrio. Limpió la suciedad que cubría una inscripción sobre el cristal. Reconocí la misma mariposa negra que marcaba la tumba anónima del cementerio. Marina apoyó la mano sobre ella. La puerta cedió lentamente. Pude sentir el aliento fétido y dulzón que exhalaba del interior. Era el hedor de los pantanos y los pozos envenenados. Desoyendo el poco sentido común que aún me quedaba en la cabeza, me adentré en las tinieblas.

Загрузка...