Capítulo 8

Esa noche, junto al fuego, Marina me explicó la historia de Germán y del palacete de Sarriá. Germán Blau había nacido en el seno de una familia adinerada perteneciente a la floreciente burguesía catalana de la época. A la dinastía Blau no le faltaban el palco en el Liceo, la colonia industrial a orillas del río Segre ni algún que otro escándalo de sociedad. Se rumoreaba que el pequeño Germán no era hijo del gran patriarca Blau, sino fruto de los amores ilícitos entre su madre, Diana, y un pintoresco individuo llamado Quim Salvat. Salvat era, por este orden, libertino, retratista y sátiro profesional. Escandalizaba a las gentes de buen nombre al tiempo que inmortalizaba sus palmitos al óleo a precios astronómicos. Sea cual fuese la verdad, lo cierto es que Germán no guardaba parecido ni físico ni de carácter con miembro alguno de la familia. Su único interés era la pintura, el dibujo, lo cual a todo el mundo le resultó sospechoso. Especialmente a su padre titular.

Llegado su dieciséis cumpleaños, su padre le anunció que no había lugar para vagos ni holgazanes en la familia. De persistir en sus intenciones de "ser artista", le iba a meter a trabajar en la fábrica como mozo o picapedrero, en la legión o en cualquier otra institución que contribuyese a fortalecer su carácter y a hacer de él un hombre de provecho. Germán optó por huir de casa, adonde regresó de la mano de la benemérita veinticuatro horas después.

Su progenitor, desesperado y decepcionado con aquel primogénito, optó por pasar sus esperanzas a su segundo hijo, Gaspar, que se desvivía por aprender el negocio textil y mostraba más disposición a continuar la tradición familiar. Temiendo por su futuro económico, el viejo Blau puso a nombre de Germán el palacete de Sarriá, que llevaba años semiabandonado.

"Aunque nos avergüences a todos, no he trabajado yo como un esclavo para que un hijo mío se quede en la calle", -le dijo.

La mansión había sido en su día una de las más celebradas por las gentes de copete y carruaje, pero nadie se ocupaba ya de ella. Estaba maldita. De hecho, se decía que los encuentros secretos entre Diana y el libertino Salvat habían tenido por escenario dicho lugar.

De ese modo, por ironías del destino, la casa pasó a manos de Germán.


Poco después, con el apoyo clandestino de su madre, Germán se convirtió en aprendiz del mismísimo Quim Salvat. El primer día, Salvat lo miró fijamente a los ojos y pronunció estas palabras:

– Uno, yo no soy tu padre y no conozco a tu madre más que de vista. Dos, la vida del artista es una vida de riesgo, incertidumbre y, casi siempre, de pobreza. No se escoge; ella lo escoge a uno. Si tienes dudas respecto a cualquiera de estos dos puntos, más vale que salgas por esa puerta ahora mismo.

Germán se quedó.


Los años de aprendizaje con Quim Salvat fueron para Germán un salto a otro mundo. Por primera vez descubrió que alguien creía en él, en su talento y en sus posibilidades de llegar a ser algo más que una pálida copia de su padre. Se sintió otra persona. En seis meses aprendió y mejoró más que en los años anteriores de su vida.

Salvat era un hombre extravagante y generoso, amante de las exquisiteces del mundo. Sólo pintaba de noche y, aunque no era bien parecido (el único parecido que tenía era con un oso), se le podía considerar un auténtico rompecorazones, dotado de un extraño poder de seducción que manejaba casi mejor que el pincel. Modelos que quitaban la respiración y señoras de la alta sociedad desfilaban por el estudio deseando posar para él y, según sospechaba Germán, algo más. Salvat sabía de vinos, de poetas, de ciudades legendarias y de técnicas de acrobacia amorosa importadas de Bombay. Había vivido intensamente sus cuarenta y siete años. Siempre decía que los seres humanos dejaban pasar la existencia como si fueran a vivir para siempre y que ésa era su perdición. Se reía de la vida y de la muerte, de lo divino y lo humano. Cocinaba mejor que los grandes "chefs" de la guía Michelin y comía por todos ellos.

Durante el tiempo que pasó a su lado, Salvat se convirtió en su maestro y su mejor amigo. Germán siempre supo que lo que había llegado a ser en su vida, como hombre y como pintor, se lo debía a Quim Salvat.


Salvat era uno de los pocos privilegiados que conocía el secreto de la luz. Decía que la luz era una bailarina caprichosa y sabedora de sus encantos. En sus manos, la luz se transformaba en líneas maravillosas que iluminaban el lienzo y abrían puertas en el alma. Al menos, eso explicaba el texto promocional de sus catálogos de exposición.

– Pintar es escribir con luz -afirmaba Salvat. Primero debes aprender su alfabeto; luego, su gramática. Sólo entonces podrás tener el estilo y la magia.

Fue Quim Salvat quien amplió su visión del mundo llevándole consigo en sus viajes. Así recorrieron París, Viena, Berlín, Roma…

Germán no tardó en comprender que Salvat era tan buen vendedor de su arte como pintor, quizá mejor. Aquélla era la clave de su éxito.

– De cada mil personas que adquieren un cuadro o una obra de arte, sólo una de ellas tiene una remota idea de lo que compra -le explicaba Salvat, sonriente. Los demás no compran la obra, compran al artista, lo que han oído y, casi siempre, lo que se imaginan acerca de él. Este negocio no es diferente a vender remedios de curandero o filtros de amor, Germán. La diferencia estriba en el precio.


El gran corazón de Quim Salvat se paró el diecisiete de julio de 1938. Algunos afirmaron que por culpa de los excesos. Germán siempre creyó que fueron los horrores de la guerra los que mataron la fe y las ganas de vivir de su mentor.

– Podría pintar mil años -murmuró Salvat en su lecho de muerte- y no cambiaría un ápice la barbarie, la ignorancia y la bestialidad de los hombres. La belleza es un soplo contra el viento de la realidad, Germán. Mi arte no tiene sentido. No sirve para nada…

La interminable lista de sus amantes, sus acreedores, amigos y colegas, las docenas de gentes a las que había ayudado sin pedir nada a cambio le lloraron en su entierro. Sabían que aquel día una luz se apagaba en el mundo y que, en adelante, todos estarían más solos, más vacíos.

Salvat le dejó una modestísima suma de dinero y su estudio. Le encargó que repartiese el resto (que no era mucho, porque Salvat gastaba más de lo que ganaba y antes de ganarlo) entre sus amadas y amigos. El notario que se hacía cargo del testamento entregó a Germán una carta que Salvat le había confiado al presentir que su final estaba próximo. Debía abrirla a su muerte.

Con lágrimas en los ojos y el alma hecha trizas, el joven vagó sin rumbo toda una noche por la ciudad. El alba le sorprendió en el rompeolas del puerto y fue allí, a las primeras luces del día, donde leyó las últimas palabras que Quim Salvat le había reservado.


Querido Germán:

No te dije esto en vida, porque creí que debía esperar el momento oportuno. Pero temo no poder estar aquí cuando llegue. Esto es lo que tengo que decirte. Nunca he conocido a ningún pintor con mayor talento que tú, Germán. Tú no lo sabes todavía ni lo puedes entender, pero está en ti y mi único mérito ha sido reconocerlo. He aprendido más de ti de lo que tú has aprendido de mí, sin tú saberlo. Me gustaría que hubieras tenido el maestro que mereces, alguien que hubiese guiado tu talento mejor que este pobre aprendiz. La luz habla en ti, Germán. Los demás sólo escuchamos. No lo olvides jamás. De ahora en adelante, tu maestro pasará a ser tu alumno y tu mejor amigo, siempre.

Salvat


Una semana más tarde, huyendo de recuerdos intolerables, Germán partió para París. Le habían ofrecido un puesto como profesor en una escuela de pintura. No volvería a poner los pies en Barcelona en diez años. En París, Germán se labró una reputación como retratista de cierto prestigio y descubrió una pasión que no le abandonaría jamás: la ópera. Sus cuadros empezaban a venderse bien y un marchante que le conocía de sus tiempos con Salvat decidió representarle. Además de su sueldo como profesor, sus obras se vendían lo suficiente para permitirle una vida sencilla pero digna. Haciendo algunos ajustes, y con ayuda del rector de su escuela, que era primo de medio París, consiguió reservarse una butaca en el Teatro de la Opera para toda la temporada. Nada ostentoso: anfiteatro en sexta fila y un tanto tirado a la izquierda. Un veinte por ciento del escenario no era visible, pero la música llegaba gloriosa, ignorando el precio de butacas y palcos.

Allí la vio por primera vez. Parecía una criatura salida de uno de los cuadros de Salvat, pero ni su belleza podía hacerle justicia a su voz. Se llamaba Kirsten Auermann, tenía diecinueve años y, según el programa, era una de las jóvenes promesas de la lírica mundial. Aquella misma noche se la presentaron en la recepción que la compañía organizaba tras la función. Germán se coló alegando que era el crítico musical de "Le Monde". Al estrechar su mano, Germán se quedó mudo.

– Para ser un crítico, habla usted muy poco y con bastante acento -bromeó Kirsten. Germán decidió en aquel momento que se iba a casar con aquella mujer aunque fuese la última cosa que hiciera en su vida. Quiso conjurar todas las artes de seducción que había visto emplear a Salvat durante años. Pero Salvat sólo había uno y habían roto el molde. Así empezó un largo juego del ratón y el gato que se prolongaría durante seis años y que acabó en una pequeña capilla de Normandía, una tarde de verano de 1946.

El día de su boda el espectro de la guerra todavía se olfateaba en el aire como el hedor de la carroña escondida. Kirsten y Germán regresaron a Barcelona al cabo de poco tiempo y se instalaron en Sarriá. La residencia se había convertido en un fantasmal museo en su ausencia. La luminosidad de Kirsten y tres semanas de limpieza hicieron el resto.


La casa vivió una época de esplendor como jamás la había conocido. Germán pintaba sin cesar, poseído por una energía que ni él mismo se explicaba. Sus obras empezaron a cotizarse en las altas esferas y pronto poseer "un Blau" pasó a ser requisito "sine qua non" de la buena sociedad. De pronto, su padre se enorgullecía en público del éxito de Germán. "Siempre creí en su talento y en que iba a triunfar", "lo lleva en la sangre, como todos los Blau" y "no hay padre más orgulloso que yo" pasaron a ser sus frases favoritas y, a fuerza de tanto repetirlas, llegó a creérselas. Marchantes y salas de exposiciones que años atrás no se molestaban en darle los buenos días se desvivían por congraciarse con él. Y en medio de todo este vendaval de vanidades e hipocresías, Germán nunca olvidó lo que Salvat le había enseñado.

La carrera lírica de Kirsten también iba viento en popa. En la época en que empezaron a comercializarse los discos de setenta y ocho revoluciones, ella fue una de las primeras voces en inmortalizar el repertorio. Fueron años de felicidad y de luz en la villa de Sarriá, años en los que todo parecía posible y donde no se podían adivinar sombras en la línea del horizonte. Nadie dio importancia a los mareos y a los desvanecimientos de Kirsten hasta que fue demasiado tarde. El éxito, los viajes, la tensión de los estrenos lo explicaban todo.


El día en que Kirsten fue reconocida por el doctor Cabrils, dos noticias cambiaron su mundo para siempre. La primera: Kirsten estaba embarazada. La segunda: una enfermedad irreversible de la sangre le estaba robando la vida lentamente. Le quedaba un año. Dos, a lo sumo. El mismo día, al salir del consultorio del médico, Kirsten encargó un reloj de oro con una inscripción dedicada a Germán en la General Relojera Suiza de la Vía Augusta.


Para Germán, en quien habla la luz.


K.A.


Aquel reloj contaría las horas que les quedaban juntos.

Kirsten abandonó los escenarios y su carrera. La gala de despedida se celebró en el Liceo de Barcelona, con "Lakmé", de Delibes, su compositor predilecto. Nadie volvería a escuchar una voz como aquélla.

Durante los meses de embarazo, Germán pintó una serie de retratos de su esposa que superaban cualquier obra anterior. Nunca quiso venderlos.


Un veintiséis de septiembre de 1964, una niña de cabello claro y ojos color ceniza, idénticos a los de su madre, nació en la casa de Sarriá. Se llamaría Marina y llevaría siempre en su rostro la imagen y la luminosidad de su madre.

Kirsten Auermann murió seis meses más tarde, en la misma habitación en que había dado a luz a su hija y donde había pasado las horas más felices de su vida con Germán. Su esposo le sostenía la mano, pálida y temblorosa, entre las suyas. Estaba fría ya cuando el alba se la llevó como un suspiro.

Un mes después de su muerte, Germán volvió a entrar en su estudio, que se encontraba en el desván de la vivienda familiar. La pequeña Marina jugaba a sus pies. Germán tomó el pincel y trató de deslizar un trazo sobre el lienzo. Los ojos se le llenaron de lágrimas y el pincel se le cayó de las manos. Germán Blau nunca volvió a pintar. La luz en su interior se había callado para siempre.


Capítulo 9


Durante el resto del otoño mis visitas a casa de Germán y Marina se transformaron en un ritual diario. Pasaba los días soñando despierto en clase, esperando el momento de escapar rumbo a aquel callejón secreto. Allí me esperaban mis nuevos amigos, a excepción de los lunes, en que Marina acompañaba a Germán al hospital para su tratamiento. Tomábamos café y charlábamos en las salas en penumbra.

Germán se avino a enseñarme los rudimentos del ajedrez. Pese a las lecciones, Marina me llevaba a jaque mate en unos cinco o seis minutos, pero yo no perdía la esperanza.

Poco a poco, casi sin darme cuenta, el mundo de Germán y Marina pasó a ser el mío. Su casa, los recuerdos que parecían flotar en el aire… pasaron a ser los míos. Descubrí así que Marina no acudía al colegio para no dejar solo a su padre y poder cuidar de él. Me explicó que Germán le había enseñado a leer, a escribir y a pensar.

– De nada sirve toda la geografía, trigonometría y aritmética del mundo si no aprendes a pensar por ti mismo -se justificaba Marina. Y en ningún colegio te enseñan eso. No está en el programa.

Germán había abierto su mente al mundo del arte, de la historia, de la ciencia. La biblioteca alejandrina de la casa se había convertido en su universo. Cada uno de sus libros era una puerta a nuevos mundos y a nuevas ideas.


Una tarde a finales de octubre nos sentamos en el alféizar de una ventana del segundo piso a contemplar las luces lejanas del Tibidabo. Marina me confesó que su sueño era llegar a ser escritora. Tenía un baúl repleto de historias y cuentos que llevaba escribiendo desde los nueve años. Cuando le pedí que me mostrase alguno, me miró como si estuviese bebido y me dijo que ni hablar.

"Esto es como el ajedrez", -pensé. Tiempo al tiempo.


A menudo me detenía a observar a Germán y Marina cuando ellos no reparaban en mí. Jugueteando, leyendo o enfrentados en silencio ante el tablero de ajedrez. El lazo invisible que los unía, aquel mundo aparte que se habían construido lejos de todo y de todos, constituía un hechizo maravilloso.

Un espejismo que a veces temía quebrar con mi presencia. Había días en que, caminando de vuelta al internado, me sentía la persona más feliz del mundo sólo por poder compartirlo.

Sin reparar en un porqué, hice de aquella amistad un secreto. No le había explicado nada acerca de ellos a nadie, ni siquiera a mi compañero JF. En apenas unas semanas, Germán y Marina se habían convertido en mi vida secreta y, en honor a la verdad, en la única vida que deseaba vivir.

Recuerdo una ocasión en que Germán se retiró a descansar temprano, disculpándose como siempre con sus exquisitos modales de caballero decimonónico. Yo me quedé a solas con Marina en la sala de los retratos. Me sonrió enigmáticamente y me dijo que estaba escribiendo sobre mí. La idea me dejó aterrado.

– ¿Sobre mí? ¿Qué quieres decir con escribir sobre mí?

– Quiero decir acerca de ti, no encima de ti, usándote como escritorio.

Hasta ahí ya llego. Marina disfrutaba con mi súbito nerviosismo.

– ¿Entonces? -preguntó. ¿O es que tienes tan bajo concepto de ti mismo que no crees que valga la pena escribir sobre ti?

No tenía respuesta para aquella pregunta. Opté por cambiar de estrategia y tomar la ofensiva. Eso me lo había enseñado Germán en sus lecciones de ajedrez. Estrategia básica: cuando te pillen con los calzones bajados, echa a gritar y ataca.

Bueno, si es así, no tendrás más remedio que dejarme leerlo apunté.

Marina enarcó una ceja, indecisa.

– Estoy en mi derecho de saber lo que se escribe sobre mí -añadí.

– lo mejor no te gusta.

– A lo mejor. O a lo mejor sí.

– Lo pensaré.

– Estaré esperando.


El frío llegó a Barcelona al estilo habitual: como un meteorito. En apenas un día los termómetros empezaron a mirarse el ombligo. Ejércitos de abrigos salieron de la reserva sustituyendo a las ligeras gabardinas otoñales. Cielos de acero y vendavales que mordían las orejas se apoderaron de las calles.

Germán y Marina me sorprendieron al regalarme una gorra de lana que debía de haber costado una fortuna.

– Es para proteger las ideas, amigo Oscar explicó Germán. No se le vaya a enfriar el cerebro.


A mediados de noviembre Marina me anunció que Germán y ella debían ir a Madrid por espacio de una semana. Un médico de La Paz, toda una eminencia, había aceptado someter a Germán a un tratamiento que todavía estaba en fase experimental y que sólo se había utilizado un par de veces en toda Europa.

– Dicen que ese médico hace milagros, no sé… -dijo Marina.

La idea de pasar una semana sin ellos me cayó encima como una losa. Mis esfuerzos por ocultarlo fueron en vano. Marina leía en mi interior como si fuera transparente. Me palmeó la mano.

– Es sólo una semana, ¿eh? Luego volveremos a vernos.

Asentí, sin encontrar palabras de consuelo.

– Hablé ayer con Germán acerca de la posibilidad de que cuidases de Kafka y de la casa durante estos días… -aventuró Marina.

– Por supuesto. Lo que haga falta.

Su rostro se iluminó.

– Ojalá ese doctor sea tan bueno como dicen -dije.

Marina me miró durante un largo instante. Tras su sonrisa, aquellos ojos de ceniza desprendían una luz de tristeza que me desarmó.

– Ojalá.


El tren para Madrid partía de la estación de Francia a las nueve de la mañana. Yo me había escabullido al amanecer. Con los ahorros que guardaba reservé un taxi para ir a recoger a Germán y Marina y llevarlos a la estación. Aquella mañana de domingo estaba sumida en brumas azules que se desvanecían bajo el ámbar de un alba tímida.

Hicimos buena parte del trayecto callados. El taxímetro del viejo Seat 1500 repiqueteaba como un metrónomo.

– No debería usted haberse molestado, amigo Oscar -decía Germán.

– No es molestia -repliqué. Que hace un frío que pela y no es cuestión de que se nos enfríe el ánimo, ¿eh?

Al llegar a la estación, Germán se acomodó en un café mientras Marina y yo íbamos a comprar los billetes reservados en la taquilla.

A la hora de partir Germán me abrazó con tal intensidad que estuve a punto de echarme a llorar. Con ayuda de un mozo subió al vagón y me dejó a solas para que me despidiese de Marina. El eco de mil voces y silbatos se perdía en la enorme bóveda de la estación.

Nos miramos en silencio, casi de refilón.

– Bueno… -dije.

– No te olvides de calentar la leche porque…

– Kafka odia la leche fría, especialmente después de un crimen, ya lo sé. El gato señorito.


El jefe de estación se disponía a dar la salida con su banderín rojo. Marina suspiró.

– Germán está orgulloso de ti -dijo.

– No tiene por qué.

– Te vamos a echar de menos.

– Eso es lo que tú te crees. Anda, vete ya.

Súbitamente, Marina se inclinó y dejó que sus labios rozasen los míos. Antes de que pudiese pestañear subió al tren. Me quedé allí, viendo cómo el tren se alejaba hacia la boca de niebla. Cuando el rumor de la máquina se perdió, eché a andar hacia la salida. Mientras lo hacía pensé que nunca había llegado a contarle a Marina la extraña visión que había presenciado aquella noche de tormenta en su casa. Con el tiempo, yo mismo había preferido olvidarlo y había acabado por convencerme de que lo había imaginado todo.

Estaba ya en el gran vestíbulo de la estación cuando un mozo se me acercó algo atropelladamente.

– Esto… Ten, esto me lo han dado para ti.

Me tendió un sobre de color ocre.

– Creo que se equivoca -dije.

– No, no. Esa señora me ha dicho que te lo diese insistió el mozo.

– ¿Qué señora?

El mozo se volvió a señalar el pórtico que daba al Paseo Colón.


Hilos de bruma barrían los peldaños de entrada. No había nadie allí. El mozo se encogió de hombros y se alejó.

Perplejo, me acerqué hasta el pórtico y salí a la calle justo a tiempo de identificarla. La dama de negro que habíamos visto en el cementerio de Sarriá subía a un anacrónico carruaje de caballos. Se volvió para mirarme durante un instante. Su rostro quedaba oculto bajo un velo oscuro, una telaraña de acero. Un segundo después la portezuela del carruaje se cerró y el cochero, envuelto en un abrigo gris que le cubría completamente, azotó los caballos.

El carruaje se alejó a toda velocidad entre el tráfico del Paseo Colón, en dirección a las Ramblas, hasta perderse.


Estaba desconcertado, sin darme cuenta de que sostenía el sobre que el mozo me había entregado. Cuando reparé en él, lo abrí. Contenía una tarjeta envejecida. En ella podía leerse una dirección:


Mijail Kolvenik, Calle Princesa, 33, 4º 2ª


Di la vuelta a la tarjeta. Al dorso, el impresor había reproducido el símbolo que marcaba la tumba sin nombre del cementerio y el invernadero abandonado. Una mariposa negra con las alas desplegadas.

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