En el camino de vuelta a casa de Marina, advertí que ella me observaba de reojo.
– ¿No te vas a pasar las Navidades con tu familia?
Negué, con la vista perdida en el tráfico.
– ¿Por qué no?
– Mis padres viajan constantemente. Hace ya algunos años que no pasamos las Navidades juntos.
Mi voz sonó acerada y hostil, sin pretenderlo. Hicimos el resto del camino en silencio. Acompañé a Marina hasta la verja del caserón y me despedí de ella.
Caminaba de vuelta al internado cuando empezó a llover. Contemplé a lo lejos la hilera de ventanas en el cuarto piso del colegio. Había luz tan sólo en un par de ellas. La mayoría de los internos había partido por las vacaciones de Navidad y no volvería hasta dentro de tres semanas. Cada año sucedía lo mismo. El internado quedaba desierto y únicamente un par de infelices permanecía allí al cuidado de los tutores. Los dos cursos anteriores habían sido los peores, pero este año ya no me importaba. De hecho, lo prefería. La idea de alejarme de Marina y Germán se me hacía impensable. Mientras estuviese cerca de ellos no me sentiría solo.
Ascendí una vez más las escaleras hacia mi cuarto. El corredor estaba silencioso, abandonado. Aquel ala del internado estaba desierta. Supuse que sólo quedaría doña Paula, una viuda que se encargaba de la limpieza y que vivía sola en un pequeño apartamento en el tercer piso. El murmullo perenne de su televisor se adivinaba en el piso inferior. Recorrí la hilera de habitaciones vacías hasta llegar a mi dormitorio. Abrí la puerta. Un trueno rugió sobre el cielo de la ciudad y todo el edificio retumbó. La luz del relámpago se filtró entre los postigos cerrados de la ventana. Me tendí en la cama sin quitarme la ropa. Escuché la tormenta desgranar en la oscuridad. Abrí el cajón de mi mesita de noche y saqué el apunte a lápiz que Germán había hecho de Marina aquel día en la playa. Lo contemplé en la penumbra hasta que el sueño y la fatiga pudieron más. Me dormí sujetándolo como si se tratase de un amuleto. Cuando me desperté, el retrato había desaparecido de mis manos.
Abrí los ojos de repente. Sentí frío y el aliento del viento en la cara. La ventana estaba abierta y la lluvia profanaba mi habitación. Aturdido, me incorporé. Tanteé la lamparilla de noche en la penumbra. Pulsé el interruptor en vano. No había luz. Fue entonces cuando me di cuenta de que el retrato con el que me había dormido no estaba en mis manos, ni sobre la cama o el suelo. Me froté los ojos, sin comprender. De pronto lo noté. Intenso y penetrante. Aquel hedor a podredumbre. En el aire. En la habitación. En mi propia ropa, como si alguien hubiese frotado el cadáver de un animal en descomposición sobre mi piel mientras dormía. Aguanté una arcada y, un instante después, me entró un profundo pánico.
No estaba solo. Alguien o algo había entrado por aquella ventana mientras dormía.
Lentamente, palpando los muebles, me aproximé a la puerta. Traté de encender la luz general de la habitación. Nada. Me asomé al corredor, que se perdía en las tinieblas. Sentí el hedor de nuevo, más intenso. El rastro de un animal salvaje. Súbitamente, me pareció entrever una silueta penetrando en la última habitación.
– ¿Doña Paula? -llamé, casi susurrando.
La puerta se cerró con suavidad. Inspiré con fuerza y me adentré en el corredor, desconcertado. Me detuve al escuchar un siseo reptil, susurrando una palabra. Mi nombre. La voz provenía del interior del dormitorio cerrado.
– ¿Doña Paula, es usted? -tartamudeé, intentando controlar el temblor que invadía mis manos.
Di un paso hacia la oscuridad.
La voz repitió mi nombre. Era una voz como jamás la había escuchado. Una voz quebrada, cruel y sangrante de maldad. Una voz de pesadilla. Estaba varado en aquel pasillo de sombras, incapaz de mover un músculo. De pronto, la puerta del dormitorio se abrió con una fuerza brutal. En el espacio de un segundo interminable me pareció que el pasillo se estrechaba y se encogía bajo mis pies, atrayéndome hacia aquella puerta.
En el centro de la estancia, mis ojos distinguieron con absoluta claridad un objeto que brillaba sobre el lecho. Era el retrato de Marina, con el que me había dormido. Dos manos de madera, manos de títere, lo sujetaban. Unos cables ensangrentados asomaban por los bordes de las muñecas. Supe entonces, con certeza, que aquéllas eran las manos que Benjamín Sentís había perdido en las profundidades del alcantarillado. Arrancadas de cuajo. Sentí que el aire se me iba de los pulmones.
El hedor se hizo insoportable, ácido. Y con la lucidez del terror, descubrí la figura en la pared, colgando inmóvil, un ser vestido de negro y con los brazos en cruz. Unos cabellos enmarañados velaban su cara. Al pie de la puerta, contemplé cómo ese rostro se alzaba con infinita lentitud y mostraba una sonrisa de brillantes colmillos en la penumbra. Bajo los guantes, unas garras empezaron a moverse como manojos de serpientes.
Di un paso atrás y escuché de nuevo aquella voz murmurando mi nombre. La figura reptaba hacia mí como una gigantesca araña.
Dejé escapar un aullido y cerré la puerta de golpe. Traté de bloquear la salida del dormitorio, pero sentí un impacto brutal. Diez uñas como cuchillos asomaron entre la madera. Eché a correr hacia el otro extremo del pasillo y escuché cómo la puerta quedaba hecha trizas. El pasillo se había transformado en un túnel interminable.
Vislumbré la escalera a unos metros y me volví a mirar atrás. La silueta de aquella criatura infernal se deslizaba directa hacia mí. El brillo que proyectaban sus ojos horadaba la oscuridad. Estaba atrapado.
Me lancé hacia el corredor que conducía a las cocinas aprovechando que me sabía de memoria los recovecos de mi colegio. Cerré la puerta a mi espalda. Inútil. La criatura se precipitó contra ella y la derribó, lanzándome contra el suelo.
Rodé sobre las baldosas y busqué refugio bajo la mesa. Vi unas piernas. Decenas de platos y vasos estallaron en pedazos a mi alrededor, tendiendo un manto de cristales rotos. Distinguí el filo de un cuchillo serrado entre los escombros y lo agarré desesperadamente. La figura se agachó frente a mí, como un lobo a la boca de una madriguera. Blandí el cuchillo hacia aquel rostro y la hoja se hundió en él como en el barro. Sin embargo, se retiró medio metro y pude escapar al otro extremo de la cocina.
Busqué algo con que defenderme mientras retrocedía paso a paso. Encontré un cajón. Lo abrí. Cubiertos, útiles de cocina, velas, un mechero de gasolina…, chatarra inservible. Instintivamente agarré el mechero y traté de encenderlo.
Noté la sombra de la criatura alzándose frente a mí. Sentí su aliento fétido. Una de las garras se aproximaba a mi garganta. Fue entonces cuando la llama del mechero prendió e iluminó aquella criatura a tan sólo veinte centímetros.
Cerré los ojos y contuve la respiración, convencido de que había visto el rostro de la muerte y que sólo me restaba esperar. La espera se hizo eterna. Cuando abrí de nuevo los ojos, se había retirado. Escuché sus pasos alejándose. La seguí hasta mi dormitorio y me pareció oír un gemido. Creí leer dolor o rabia en aquel sonido. Cuando llegué a mi habitación, me asomé. La criatura hurgaba en mi bolsa. Agarró el álbum de fotografías que me había llevado del invernadero. Se volvió y nos observamos el uno al otro.
La luz fantasmal de la noche perfiló al intruso por una décima de segundo. Quise decir algo, pero la criatura ya se había lanzado por la ventana.
Corrí hasta el alféizar y me asomé, esperando ver el cuerpo precipitándose hacia el vacío. La silueta se deslizaba por las tuberías del desagüe a una velocidad inverosímil. Su capa negra ondeaba al viento. De allí saltó a los tejados del ala este. Sorteó un bosque de gárgolas y torres. Paralizado, observé cómo aquella aparición infernal se alejaba bajo la tormenta con piruetas imposibles igual que una pantera, igual que si los tejados de Barcelona fuesen su jungla. Me di cuenta de que el marco de la ventana estaba impregnado de sangre. Seguí el rastro hasta el pasillo y tardé en comprender que la sangre no era mía. Había herido con el cuchillo a un ser humano.
Me apoyé contra la pared. Las rodillas me flaqueaban y me senté acurrucado, exhausto.
No sé cuánto tiempo estuve así. Cuando conseguí ponerme en pie, decidí acudir al único lugar donde creí que iba a sentirme seguro.