Rage, rage against

the dying of the light…

DYLAN THOMAS


– ¿Qué hay más allá del honor?

– Nada.

– ¿Y qué es la nada, soldado?

– La nada es…

– ¡Nada! Eso mismo, ¡nada! Y se equivoca, porque más allá del honor está la muerte.

– Pero…

– La muerte es más que la nada, porque en la muerte se lava el honor.

– Yo he perdido el mío, señor.

– Entonces, ya sabe lo que debe hacer.

El soldado mira a su general con desconcierto. Le tiembla el aliento que necesita para no flaquear. También le tiembla la mano derecha con la que toma el arma que el otro le entrega como un mandato divino. Hay un silencio en el que la duda quisiera instalarse para dar tiempo, pero el soldado no quiere ese instante de reflexión que puede salvarlo y perderlo a la vez. El soldado no elige; sólo ve esa arma en la que se condensan todas las verdades del universo. Ni siquiera piensa que su falta no ha sido tan grave, ni que su muerte no terminará con la vergüenza. No puede ver que el que se termina es él y empieza para otros un calvario eterno.

El general da unos pasos hacia atrás y espera. El soldado levanta el arma hasta la sien, mira al otro que mueve levemente las cejas. Con la mano izquierda sostiene el codo; el corazón se le desacata. Busca el hueso y afirma el metal contra la piel, abre la boca como si fuera a escapársele el alma, pero no es más que un grito para infundirse valor.

– ¡Vooooyyyy!

Y aprieta el gatillo.

El silencio duele. Tendido sobre la alfombra, el soldado muerto cree que su honor se ha salvado. En los segundos que siguen al disparo, la nada crece, los va tragando, y hay una conciencia imperceptible de la futilidad, del absurdo. El general sigue perdido en su peculiar campo de batalla donde blanco y negro dirimen con torpeza lo bueno y lo malo. Camina hacia el soldado y se detiene junto al cuerpo; patea con suavidad sus piernas y el otro no puede reprimir una sonrisa. El general se le echa encima y le hace cosquillas bajo las axilas. Los dos ruedan sobre la alfombra; la risa se vuelve incontenible hasta que el soldado pide clemencia, que lo deje respirar. El general es seis años mayor y ya tiene una sombra gris que pronto será bigote. También por esto lo admira el soldado.

– ¿Qué tal?-pregunta.

– Cada vez te sale mejor.

El soldado se siente como un perro al que palmean la cabeza porque ha hecho las fiestas de costumbre al amo, pero hay algo que lo inquieta: esa facilidad para acabar con todo sin un segundo pensamiento, como en un trance. Mira a su hermano que está tendido en el suelo, boca arriba, con los ojos fijos en algún lugar del cielo, más allá, mucho más allá de lo que él puede imaginar. Se acuesta a su lado y busca afuera lo que el otro está mirando, pero no logra ver otra cosa que la noche a través de la ventana.

– ¿Jano?

– ¿Hmmm…?

– ¿De verdad es así?

– ¿Así cómo?

– La muerte y el honor…

El hermano vuelve a ser el general. Hasta la voz parece engrosarse para responder al soldado.

– Un hombre debe saber vivir y morir.

– Pero, Jano, ¿de qué te sirve morir?

– ¿Y de qué te sirve vivir deshonrado?

El soldado no sabe qué contestar. Casi nunca sabe. Adora a su hermano que siempre tiene una respuesta inteligente a flor de labios. A veces, sin embargo, le da miedo.

– Tengo sueño -dice por decir algo.

– ¿Te lavaste los dientes? ¿Uniforme pronto? ¿Merienda en la cartera? Deberes, ¿hiciste los deberes?

El soldado se pone de pie con un salto. Luego estira su mano y ayuda al general a levantarse. Los hermanos se hacen la venia antes de dormir. Al poco rato, el soldado baja de su cama, se pone de rodillas sobre la alfombra y busca en la oscuridad. El general vuelve de un sueño incipiente y se molesta.

– ¿Qué estás haciendo, Tadeo? ¿No ves que no puedo dormir?

– El arma, ¿dónde quedó el arma?

– Dejá eso ahora y acostate.

Tadeo encuentra, por fin, el revólver de juguete y lo devuelve al baúl.

– Es por mamá -dice.

– Mamá también piensa que el honor es importante. ¡A dormir!


La felicidad se mide al abrir los ojos por la mañana. Si acomete como un aguijonazo bestial la conciencia y se monta con su peso insoportable la vida, eso que se llama vida y que nunca es más que una sucesión de rutinas cada tanto interrumpidas por algún hecho excepcional, si eso sucede, quizá sea porque la felicidad anda lejana y esquiva. Pero, ¿qué significa ser feliz?, se preguntaba Tadeo con la sospecha de que sería ponerse más allá de ese tinglado de convenciones en el que transcurrían sus días. Su andar se había transformado en eso: una serie de rutinas en las que apenas reconocía al niño ilusionado que alguna vez fue.

Esa mañana se levantó con el propósito de que fuera la última. Mucha gente se suicida; ni siquiera pasaría a la historia por eso. Quizá todas las personas, en algún momento, fantaseen con el impulso de tirarse por la ventana, aunque algunos lo nieguen mientras encienden un cigarrillo detrás de otro. A él no lo avergonzaba admitirlo. Al suicidio, a la decisión de hacerlo había llegado después de mucho pensar, aunque en el momento final quizá no existiera ningún pensamiento. Era posible que la idea fuera un germen congénito que permaneció latente hasta que una frustración la hizo despertar. Frustración de acuerdo con expectativas ajenas, medidas de otros vasos que rara vez se colman, pie sobre huellas demasiado grandes, marcas inalcanzables, ser bello, rico, exitoso, la perfección como meta.

El mundo está lleno de potenciales suicidas, una especie de vivero en el que algunas semillas germinarán tarde o temprano. De hecho, la casa donde vivía había sido la de un suicida, un médico joven que no aguantó la presión de un mal amanecer. Tadeo lo llamaba Doc y le gustaba imaginar que su espíritu merodeaba por los rincones. Más de una vez se descubrió hablando solo como si se dirigiera a un interlocutor que no podía ver, pero al que lo ligaba esa afinidad nacida del agobio por una existencia con la que ya no quería cargar.

Era martes, las ocho y veinte de la mañana del día de su muerte. Tadeo se debatía entre un ánimo ambiguo que lo llevaba de una nostalgia prematura a un entusiasmo juvenil. No era alegría, más bien se sentía triste, pero al menos lo alentaba saber que sería un día distinto, con un propósito que lo conduciría a algo, y le daría un estatus definitivo por el cual ya no tendría que pelear más, ni probarse, ni medirse, ni temer otras codicias. Sería un muerto a partir de las diez de la noche y lo sería para siempre. Pensar en eso le producía una cierta paz, como la vecindad de unas vacaciones largamente añoradas. Tadeo sólo quería descansar.

Venía de una noche de parranda, casi sin dormir; y una pesadilla infernal de la que había despertado a pura voluntad le amargaba el aliento. Se arrepentía de haber ido a aquella fiesta que no le había dejado más que una resaca turbia, una pastosidad que le trancaba el flujo natural de las ideas. Se había levantado hacía un par de horas con la decisión tomada, y no había hecho otra cosa que entreverarse en un montón de libros y ropa que seguían desparramados sin orden ni destino. Sólo podía pensar en que si ésa era su vida, ya no la quería. Apenas había empezado a preparar el desayuno cuando sonó el teléfono. Estuvo tentado de no atender pero enseguida supo que ese día más que nunca atendería todas las llamadas, acudiría a todas las citas. Dijo “hola” en un temblor que debió de haberse traducido en la voz porque su hermano Jano, del otro lado, le preguntó si estaba bien.

– Como siempre, ¿qué pasa?

– Murió Ignacio.

– ¿Qué Ignacio?

– El único que conocemos.

– ¿El tío?

– El mismo.

– ¿Y a mí qué?

– No seas bestia, Tadeo. También es tu tío.

– ¿En qué quedamos? ¿Era o es?

– Era, y ella está muy mal. Tenés que ir.

– No quiero.

– Hacé lo que te parezca; yo cumplo con avisarte. A las once en el panteón de la familia.

– ¿De qué familia me hablás?

Jano cortó sin despedirse, enojado, quizás, o confirmando que Tadeo era un imbécil al que sólo valía la pena llamar cuando moría alguien. Pero de qué familia hablaba, si cuando el padre murió fue como si se hubiera cortado el lazo invisible que los unía, y pasaron de ser el centro en torno al cual danzaba una tribu de tíos y primos a poco menos que nada. Como si cada cual tuviera un rol preestablecido con una claridad ancestral, pero bastaba que faltara uno de los otros para que se viniera abajo aquel precario orden y fuera imperioso hacer una rápida reorganización según la cual cada uno asumía un lugar nuevo. Así pasó con lo de su padre, el macho alpha, según entendió después mientras miraba un documental sobre los gorilas. Muerto él, su cría dejó de tener interés para el resto que se arremolinó en torno al alpha de turno, el tío Ignacio, por cierto.

Jano sabía dónde apretar. Había dicho “ella”, “ella está muy mal”, y sólo con mencionarla, aunque fuera de esta manera elíptica, bastaba para movilizarlo por entero y dejarlo de un tirón como un bolsillo dado vuelta. Maldijo su negra suerte. Ni en el día de su suicidio iba a estar en paz. El tío Ignacio podría haber esperado unas horas para morirse. Pensó con cierto deleite que sólo él sabía que muy poco después los vería de vuelta parados en el mismo lugar poniendo flores sobre flores, preguntándose por qué a ellos, si acaso la muerte del tío había sido un golpe tan fuerte; en fin, una sarta de conjeturas que, por un momento, lo hicieron sentir el centro de la familia, como si los tuviera en su poder y pudiera burlarse de ellos, incluso mientras palmeaba espaldas y daba el pésame a la tía. Y a ella, claro. A ella la abrazaría un rato largo, con ternura, y sería más para él y por él ese abrazo, como una despedida, o una forma sutil de decirle cuánto le hubiera gustado, y qué distintas podrían haber sido las cosas.


Es Navidad. Bajo el árbol hay una gran caja envuelta en papel de seda y coronada por un lazo azul. Un único regalo para los dos hermanos que se precipitan a buscar lo suyo apenas intercambiados los saludos de las doce. Jano y Tadeo han hecho su pedido con anticipación. El mayor, displicente, se negó a escribir la carta de rigor y sólo anunció que quería una chumbera para reemplazar su vieja honda y un avión de combate. Tadeo, en cambio, orgulloso de su recién estrenada caligrafía, se deleitó en preparar una carta con mayúsculas chuecas y faltas ortográficas.

Muchos paquetitos baratos hubieran encendido sus ojos con una sorpresa pura, pero en su lugar encuentran ese paquetón, para colmo de desilusiones, compartido. Frenan en seco junto al árbol deseando que aquello sea una equivocación y que alguien venga a enmendarla antes de que el daño esté hecho.

Los padres se miran.

– Te dije -susurra ella.

Un gesto desolado se instala en él y le estropea la felicidad que venía paladeando desde hacía días cuando concibió la gloriosa idea de hacer aquella compra. Entonces Jano, que tiene edad para entender cuánto pesan las buenas intenciones malogradas, se apiada de su padre y tira del lazo azul con su dignidad de general. Rasga el papel, levanta la tapa y apenas reprime el gesto de fastidio transformado en una mueca de falso asombro. Aquello no puede compararse con su avión y su chumbera. Retrocede y besa a los padres como signo de un tibio agradecimiento. Luego vuelve al comedor y se sienta a terminar el postre.

Tadeo va hasta la caja abierta y se asoma. Libros. Veinte tomos encuadernados en verde con letras doradas en el lomo. Tadeo piensa que aquello es el castigo por alguna travesura que no logra recordar. No puede saber que cuarenta años más tarde va a estar sentado en el piso de una casa que ya no compartirá con nadie, rumiando su muerte en medio de los veinte tomos de El Tesoro de la Juventud y pensando que ningún otro regalo le ha marcado tanto los días.


¿Cómo estaría ella frente a su cajón? ¿Se permitiría el descaro de llorarlo como una Julieta o fingiría una pena correcta mientras se rompía por dentro? ¿Y los demás? Tantas veces se había preguntado quiénes, cuántos irían a su entierro. Quería gozar de esa satisfacción de observarlos y descubrir quién lloraba en serio, quién ocultaba aburrimiento tras los lentes oscuros, quién no podía evitar un chiste de mal gusto, quién lo recordaba mejor de lo que había sido; y, ya casi sintiéndose un ser superior, tener el don de penetrarles el pensamiento para medirles el exacto nivel de la tristeza.

En todo esto pensaba mientras exprimía dos naranjas y hervía agua para el café. La había querido tanto que, el día en que le dio aquel no tan brutal y rotundo supo que lo estaba atando a la eternidad de una pena sin esperanza. Alguien dijo la estupidez de que los hombres no deben llorar, que son menos sensibles, que no sufren por estas cosas. O que sufren menos. Tadeo sintió que se derretía aquella tarde, que una parte de él se volvía una baba de miserias y que esa baba lo iba tragando de adentro hacia fuera, hasta convertirlo en un ser transparente, amorfo. Así había vuelto a sentirse otras veces, y ese martes, el último de su vida, volvía a experimentar esa sensación tan cercana a la nada.

Tenían diecisiete años y se habían gustado desde el principio. Crecieron en esa ambigüedad deliciosa de los primos que pueden permitirse cierta intimidad rodeada por el halo de lo prohibido. Se vieron florecer los cuerpos y se acompañaron primero con curiosidad, después con delectación, mirándose desde lejos sin animarse a tocar aquella piel que los perturbaba hasta en sueños. Y jugaban cada vez más cercanos unos juegos bruscos en los que, por momentos, parecían querer lastimarse. Hasta que una tarde se vieron enredados en un mar de piel, piernas y pelo, un único sudor, y una fuerza devastadora que los levantaba como un tentáculo hasta el mismo cielo, los revolvía por el aire cargado de olores, que eran los suyos, y luego los aplastaba uno contra el otro, apretados, felices y muertos de miedo.

Lo hicieron tantas veces… tantas veces entró en su cuerpo con un deseo tan puro, tan absoluto. Y podía sentir lo mismo en su forma de tocarlo, de olerlo, de pedirle que se hundiera en ella, de mirarlo a los ojos cuando explotaba feliz, pleno. Entonces, él se retorcía de placer y angustia, como si estuviera muriendo entre sus brazos, y le alcanzaba una mínima lucidez para ver cómo ella lo miraba, cómo fijaba sus ojos en los suyos y sabía que era feliz viéndose a sí misma en el reflejo de felicidad que le devolvían. Luego la abrazaba, y temblaban los dos empapados en una culpa dichosa.

Fueron varios meses de mentir a los padres que siempre eran los tíos de uno o del otro, de leer cuanta enciclopedia había para ilustrarse acerca de los monstruos que su amor podía engendrar. Nada importaba. Nada más que aquel vacío hacia el que se lanzaban cada vez para resucitar luego de las bellas muertes y quedar abrazados en silencio, por temor de que alguien los descubriera; con mayor temor de que cualquier palabra los devolviera a una realidad que deseaban poner bien lejos. Aunque sabían, los dos sabían que aquello estaba condenado a terminar más temprano que tarde.

Ella le dijo no, un no rotundo y brutal, y a él le tomó unos segundos recomponerse para verla tan cruel, tan serena, impávida, con un brillo imperceptible titilándole en la mirada, una lágrima contenida a fuerza de responsabilidad, de anteponer el deber al querer que habían forjado juntos. Tardó años en comprender que ella también estaba rota por dentro y que sólo se mantenía firme para sostenerlos a los dos.

El tío Ignacio la mandó lejos, a estudiar cualquier cosa en cualquier parte, un lugar hasta donde su amor no pudiera alcanzarla. Y volvió, siete años después, convertida en señora de un gringo insulso que nunca mostró interés por hablar ni una palabra de español y que la llenó de hijos pecosos. Trató de verla lo menos posible, pero, cada tanto, las circunstancias familiares los cruzaban, y entonces Tadeo se vengaba clavándole una mirada de acero desde donde le decía que se había puesto gorda y fea, y le desplegaba la imagen de la mujer plena que hubiera sido a su lado. Intentaba, con la sola fuerza de esa mirada, hacerle pagar por cada noche que había pasado mordiendo la almohada, pero la pobrecita ya tenía su castigo y, en lugar de defenderse, lo miraba suplicante, como pidiendo: “Ya basta, querido, ¿no ves que con esto alcanza?”. En ese martes tan particular, la vería de nuevo, le daría el pésame por la muerte de su padre y, ante la vista de todos, volvería a abrazarla con aquella ternura, aunque ya no fueran los mismos.

No debía perder de vista lo más importante de ese día, su último día, un día que venía a torcerse con esa muerte fuera de tiempo. Si su ego hubiera estado más enérgico, le habría resultado insoportable que el tío Ignacio le hubiera robado el protagonismo familiar de una muerte inesperada. Pero el ego de Tadeo era polvo machacado, con paciencia destruido en los últimos veinte o treinta años, o quizás en los cuarenta y siete completos que llevaba de vida.

Abrió el cajón de las servilletas y ahí estaba, una puntita apenas que asomaba debajo de los repasadores. Hacía tanto que no se permitía pensar en eso, pero ese día todas sus frustraciones parecían confabular para ir a amontonarse sobre sus espaldas. Era la única copia que quedaba de las tantas que había hecho y que alguna vez anduvieron desperdigadas por la casa como un tesoro en un arenal. Aquel manuscrito había sido su mayor ilusión. Una colección de cuentos breves con la que Tadeo había recorrido editorial tras editorial y de la que no guardaba más que la sensación de un inmenso agujero, un pozo al que habían ido a parar sus pobres veleidades de escritor. De tantas alas desplegadas sólo quedaba aquel manuscrito amarilleando en el oscuro olvido del cajón de las servilletas.

Tadeo suspiró para aliviar el peso de los recuerdos, cerró el cajón y se sentó a desayunar como hacía tiempo no se permitía. Numeral 1: jugo de naranjas, café, dos galletas y un complejo vitamínico que tomaba cada día. Le hizo gracia este detalle, pero era parte de la rutina y no le pareció que le hiciera daño tomársela, pobre vitamina, tan inútil, vitamina sin futuro. Luego, se vistió sin prisa, eligiendo la ropa que más le gustaba y pensando todo el tiempo en ella, en que ella debía verlo bien esta última vez que iban a encontrarse. Los demás le importaban menos que nada; incluido el tío Ignacio, que el Diablo se lo llevara bien abajo desde donde no pudiera hacer más daño a nadie ni separar amores como quien arranca un azahar del limonero.

Jano le había dicho a las once en el panteón familiar. Tenía un par de horas por delante. Había confeccionado una lista para no dejar nada librado a la suerte que, en su caso, pocas veces había sido buena. Lo primero era el desayuno, y lo había cumplido con la única alteración de aquella llamada telefónica que lo había sacado de foco por un instante, pero que no lo perturbaría más de lo necesario. De hecho, tampoco se engañaba. Si iba a aquel entierro era solamente por verla a ella. La había incluido en el numeral 3, pero ahora ya no sería necesaria la patética despedida por teléfono. Un día le dijo: “Vos y yo vamos a estar juntos cuando seamos viejos”. Un abrazo sería lo bastante elocuente para que ella entendiera que ahora sí se les cerraba la posibilidad de ese encuentro.

Repasó el numeral 3: carta y llamadas.

a) César y Alma (un beso para el bebé)

b) Laura

c) Marga

d) Víctor

e) Familia (la puta que los parió)

Cómo le divertía esto último. Finalmente, gozaría de la impunidad de insultarlos. A lo sumo, pensaba, no irían a su entierro. ¿Y qué? A quién le importaba una parva de caras falsas sin sentimiento de pena, sin el menor remordimiento. Eso lo molestaba. Su muerte tampoco iba a darles culpa. Los buenos tiempos en familia habían pasado hacía mucho. Como en aquella foto, la única foto suya que Tadeo conservaba a la vista, en su escritorio, un poco descolorida, ajada en las puntas, pero lo interesante se veía igual. Él a los tres, corriendo hacia la cámara, como si fuera a llevársela por delante, con la mirada limpia, de una transparencia conmovedora y una sonrisa sin sombra. En una chacra. Al fondo se veían macetas con malvones rojos, y al mirarlos volvía a él ese olor tan particular que se queda en las manos apenas se los toca, como si fuera polvo de alas de mariposa; así se pega el olor a malvones, un olor tan cercano a los recuerdos de su infancia. Se miraba correr y pensaba dónde habían quedado aquellas ilusiones; dónde quedaste, Tadeo, dónde te dejaron, dónde te perdiste, cuándo. Esa foto vieja era su recordatorio de un tiempo en el que todo estaba por hacerse, y era la prueba más dolorosa de su fracaso.


Es sábado por la noche y Tadeo no puede dormir. Jano ha tenido pesadillas; como de costumbre, habló su lengua de sonámbulo y se hundió en un sueño tumbal. Pero esos segundos han bastado para que Tadeo se despierte y prevea una larga noche de insomnio. Ya sabe lo que le espera y sabe también que no debe intentar dormir porque es una obstinación del sueño negarse a venir cuando se lo llama. Así que revuelve en su memoria y trata de recordar un poema que leyó con su padre. Lástima que los pensamientos sean tan rebeldes y se nieguen a seguir un orden lógico; salta de aquí para allá, con asociaciones a veces disparatadas que lo llevan muy lejos desde donde tiene que traerse para no perder el hilo. No hay caso, esta noche no podrá recordar tres versos seguidos sin que se interponga la vida.

Esa tarde hubo gritos como nunca. Los padres encerrados en el cuarto y los hijos en el suyo haciendo como si nada pasara del otro lado del pasillo. Tadeo recuerda a su padre salir apurado y bajar las escaleras ahogado en hipos. La madre, en cambio, sólo visible a través de una ranura de la puerta entreabierta, parecía serena sentada en el borde de la cama con los codos sobre las rodillas y las manos tapando el rostro.

En plena madrugada, mientras Tadeo está recordando la rara sensación de ver a su padre llorar, oye un ruido en el piso de abajo donde nadie debería estar a esa hora. Siente la parálisis del miedo adueñarse de sus miembros y trata de hacer como que no ha oído. Pero el ruido se repite, esta vez con la nitidez de unas bisagras mal engrasadas, y Tadeo reconoce la puerta que comunica el garaje con la cocina. Empuja las mantas y apoya los pies en el piso. Así se queda, inmóvil, hasta que el ruido vuelve y ya no duda de que alguien camina por la planta baja. Va en puntillas hasta el cuarto de sus padres y se detiene sorprendido al ver que ella falta del lado derecho de la cama. Suspira. Es su madre que ha bajado a tomar agua.

Tadeo va por las escaleras con el alma otra vez en el cuerpo, casi contento. Y cuando abre la puerta hacia el garaje, no entiende, no puede, no quiere entender qué está haciendo su madre trepada a una silla estirando su brazo por encima de la alacena hasta alcanzar un bulto envuelto en un paño verde.

– ¡Tadeo! ¡Me asustaste!

La madre devuelve el bulto a su lugar y baja de la silla como una niña descubierta robando golosinas. Tadeo no ha traspasado el umbral. A cada segundo lo va ganando una conciencia terrible de algo en lo que no quiere pensar, algo que es una intuición tan leve como el sonido de las gotas de lluvia deslizándose por los cristales. Es apenas un instante en el que madre e hijo han quedado detenidos, midiéndose. Un instante en el que, sin embargo, caben todas las preguntas, las justificaciones. Por fin, es ella la que recupera el dominio.

– Vamos a la cama.

– ¿Qué hacías?

– Ordenaba.

– ¿Puedo dormir contigo?

– No.

– Tengo miedo, mami.

– ¿Miedo? ¿A qué?

– Miedo a…

– Al miedo; lo que tenés es miedo al miedo. Si está todo cerrado.

– Sí, pero tengo miedo igual. ¿Puedo dormir en tu cama?

Ella lo abraza y repite que no, que a los seis años un niño duerme en su cama y que él se va a la suya.

– Pero, tú vas a dormir, ¿verdad?

– Yo también voy.

La madre apaga las luces y los dos suben las escaleras. Tadeo entra a su cuarto y, antes de meterse en la cama, va hasta el baúl para cerciorarse de que el revólver de juguete esté en su sitio.


Numeral 4 de su lista: gas, luz, agua y teléfono pagos. También el servicio fúnebre. No quería cargar a César; bastante tenía con haber perdido el trabajo justo tres meses antes de que naciera su hijo. ¡Un nieto! Ni siquiera eso lo salvaba. Ni la perspectiva del hijo de su hijo, ni saber que le pondrían Alejandro, como correspondía al primer varón de la familia. ¿Con qué derecho cargarían al niño con la fuerza de un nombre ajeno? Él mismo había elegido César y fue a último momento, cuando el parto se complicó y hubo que abrir a Laura. Entonces, recordó lo que su padre le había enseñado junto con sinfonías, constelaciones y surrealismo, recordó el significado de este nombre y le pareció que ningún otro le caería tan bien. Pero su nieto llevaría el nombre de un recontratatarabuelo, de quien sólo se sabía que había sido un mujeriego enfermizo y un lince para los negocios, un nombre que pasó de hombre a hombre, siempre primogénitos, claro, como su hermano Jano, que no tuvo hijos y debía aguantar que fuera un nieto de Tadeo el que se llevara los honores.

Jano insistía en que su hermano siempre había tenido más suerte, que por ser el menor se había ganado la mejor parte. ¿De qué?, se preguntaba Tadeo. Jano fue el primero, el más inteligente, el que prometía, mientras él no era más que el chico, el payasito al que buscaban para alegrarse con alguna monada. Pero nadie depositó sus esperanzas en él. Quizás el padre, en algún momento, le descubrió esa sensibilidad que lo estaba matando, y entre los dos nació una afinidad tan honda que sólo pudieron encarnar en la poesía. Jano siempre se burló de eso. Él era como la madre, pragmático y demandante. Mientras Tadeo y su padre leían poemas, ellos miraban las noticias en la tele y discutían la probable variación de la moneda. Tenían un mundo de códigos férreos en el que los otros no entraban, no querían entrar; aunque era tan fuerte la presencia de la madre en la casa que era imposible vivir de otra forma que no fuera bajo sus reglas.

El padre la adoraba, pero era difícil entender qué los unía. Ella era poderosa, veía en el sacrificio la redención de los pecados y hacía de esto un culto hacia el que los arrastraba. También creía en la fuerza de voluntad mucho más que en el poder de los afectos. Alguna vez Tadeo la encontró cocinando en plena madrugada, aguantando el sueño con café y cigarrillos que escondía torpemente cuando lo presentía. Gastaba poco y nada en ropa y cosméticos. No iba a la peluquería porque se acomodaba el pelo con sus propias manos, unas manos potentes, de uñas cortas y dedos gruesos, unas manos suaves que pocas veces acariciaron, y que el padre besaba con devoción cada vez que llegaba a la casa.

Él, en cambio, tenía la dulzura a flor de piel. Era un tipo delgado, de ojos tristes, como si estuviera siempre a punto de reventar en llanto por algo, quizá por una vida que le hubiera gustado tener. Trabajaba como cobrador de una institución deportiva y, en sus ratos libres, era poeta. O, quizá, decir que el padre era poeta y en sus ratos libres trabajaba como cobrador de una institución deportiva honrara más la utopía perenne en la que flotaba y hacia la cual llevaba a su hijo menor, con aquella ternura de soñador condenado.

La madre se pegó un tiro cuando Jano tenía trece y Tadeo siete. No hubo cartas, ni señales, nada. Desde ese día, Jano no volvió a hablarle al padre. No podía evitar echarle las culpas. Decía con alguna de sus indirectas que la pobre no aguantó tanta blandura sin futuro, y a Tadeo le venían ganas de romperle la cara, como se la había roto hacía ya tanto… Le quebró la nariz, y le dejó los ojos tan hinchados que parecían salidos del cráneo. Alguien se lo sacó de entre los puños. Tadeo nunca había peleado de esa forma y descargó su furia, incluso el dolor por la madre, todo, en aquellos golpes que Jano se buscó sin intentar siquiera una tibia defensa. Y eso que él sí pegaba, ¡y cómo! Tadeo lo sabía porque una vez lo había defendido a la salida de la escuela donde lo esperaban los matoncitos de siempre para arreglar una cuestión de hombrías mal entendidas. Jano solo pudo con tres, a puño y patada limpia, mordiendo si era necesario, sin la menor elegancia, sin estilo, con ese instinto salvaje de proteger a la cría. Y la cría era Tadeo, el hermano que no servía ni para cuidarse la cara, que se quedó arrollado en el piso, tiritando, con una mancha gris que bajaba sin dignidad por los pantalones mientras el otro se debatía como un tigre consciente de su soledad.

Jano hubiera podido defenderse aquella tarde en que Tadeo le rompió la nariz, pero se hizo pegar. Apenas una excusa para dejar escapar el dolor que llevaba como una vena tensa, que le atascaba la vida. Vivía enojado con todos, peleando con cuanto obstáculo se le interponía, provocando riñas cuando no venían solas. “Es un niño agresivo”, habían diagnosticado con un simplismo aplastante, pero Jano era, en realidad, un niño triste, un animalito asustado que a cada zarpazo suplicaba que le devolvieran a la madre.

Claro que hubiera podido defenderse. Era más alto que Tadeo y tenía músculos de gladiador. Hubiera podido derribarlo sin dificultad ni remordimiento; pero en lugar de eso permitió que esa vez fuera el otro quien agotara la ira contra su pobre cara. Esa tarde, Jano provocó la pelea. Se vieron muy pocas veces después de aquello. Acababa de cumplir veinte años y llevaba una eternidad sin hablarle al padre. Eligió irse de la casa, con el tío Ignacio que todavía no era el macho alpha, sino Ignacio, a secas.


Tadeo no anda descalzo porque teme pisar un alacrán. Al principio, era fácil encontrarlos en el jardín, escondidos entre la pinocha o bajo alguna piedra. Pero ayer llovió y los alacranes están por todas partes, hasta en el cesto de las cebollas y en el vaso de lavarse los dientes. Tadeo revisa entre las sábanas, sacude la ropa, da vuelta las medias. Jano se divierte y lo roza con una pluma detrás del cuello en el momento en que va a encender la luz. Tadeo quisiera llorar, pero ya ha aprendido la lección y sabe que no debe.

Va a buscar consuelo con la madre que no teme a los alacranes y le dice que se deje de mariconadas. El padre lo llama y vuelven a la noche fresca, de cara al cielo, uno sobre el otro, la espalda de Tadeo apoyada contra el pecho grande, las cabezas muy juntas, y el jardín titilando de alacranes que a Tadeo ya no le importan porque no hay lugar más seguro que aquellos brazos que lo aprietan.

– … y entonces mandan al escorpión para matar al gigante.

– ¿Cuál?

– Orión.

– ¿El de las Tres Marías?

– Ése.

– ¿Y?

– Y que no me acuerdo si lo mata o lo hiere.

– Qué raro que no te acuerdes.

Tadeo cierra los ojos y se deja ir en el sopor delicioso de la felicidad completa.


***

– ¡Ahí hay uno! Dejame a mí.

– ¿Y si te pica?

– Nada.

– ¿No tenés miedo de morirte?

– No seas bobo, Tadeo, los alacranes no matan.

– Pero los escorpiones, sí.

– Pasame el alcohol.

– ¿Puedo mirar?

– De lejos.

– ¿El alacrán es un escorpión chiquito?

Jano hace un círculo de alcohol en torno al animal que está inmóvil, pero presiente que algo malo se avecina y levanta el aguijón como un gato erizado.

– Y después crece, ¿no?

Jano no responde; está ocupado en cerrar el círculo.

– ¿Después crece?

– Pasame los fósforos.

– ¿Crece?

– ¡Yo qué sé! Crece, sí, crece.

Jano enciende un fósforo y lo tira sobre el alcohol que se enciende en una corona azulada. El alacrán ya no está inmóvil; siente el calor muy cerca y empieza a girar hacia una salida que no encuentra. Jano aplaude. Dentro del círculo infernal, el alacrán sabe que está perdido. Avanza los pocos centímetros que lo separan de las llamas y retrocede. Así varias veces hasta que vuelve al centro y se detiene.

– ¡Ahora! -dice Jano excitado-. ¡No te pierdas esto!

El alacrán está acorralado. Intenta un último embate estéril, gira, levanta su aguijón, lo mantiene en suspenso durante unos instantes en que los hermanos contienen el aliento y, por fin, lo clava con violencia sobre el lomo. Jano se ha puesto de pie y lanza un grito de euforia salvaje que aumenta a medida que el alacrán se retuerce. Ya no hay llamas, pero el alacrán ha muerto.

Tadeo no conoce el nombre de ese sentimiento que le está naciendo, un vacío que va del pecho al estómago y anida allí, en un nudo, las entrañas vueltas un montón de alacranes que se le retuercen dentro.


En algún momento, Tadeo abrió un plazo fijo en un banco que prometía intereses altísimos. Debió haber sospechado de tanta limosna, pero fue como un corderito al matadero junto con otros, impulsado por ese mito que les habían inculcado: “Aquí no pasa nada; tenemos un sistema bancario estable”. Además, Tadeo era un tipo de letras y veía pasar los números como bandadas, con una vaga percepción de que hay algo que sustenta su vuelo, pero sin identificar los mecanismos ni las razones profundas, sin adivinar cuántas aves lo componen ni, mucho menos, como El hombre que calculaba, intentar siquiera una torpe estimación de la cantidad de alas batientes. Es decir, veía los números, pero sin entenderlos. Así que de poco le habría valido una intuición económica, que nunca tuvo; o una visión comercial, menos aún; o la advertencia sabelotódica de una charla de bar. De eso sí sabía bastante porque era parte de una, cómo llamarla, ¿tertulia?, ¿reunión? Martes a martes, así se cayera el mundo y ellos con él, se juntaban a discutir sobre poesía, aunque en el fondo se juntaban para que la mediocridad no los encontrara tan solos, es decir, para compartirla.

Volvió a leer la lista y pensó que más tarde llamaría a Víctor. Se conocían desde hacía años y habían empezado a reunirse luego de la crisis. Algunos se arrimaron porque no tenían otra cosa que hacer después de haber perdido el trabajo, y con el trabajo la hombría, y con la hombría la dignidad, y con la dignidad la mujer, y con la mujer los hijos. Víctor era otra víctima del machismo. Así lo había escrito en un texto olvidado por todos, pero que él conservaba en un papelito ajado en su billetera, y que, de tanto leerlo, había acabado por memorizar y repetía como si estuviera citando a un clásico: “El hombre será el proveedor de su familia, no importa si la mujer es analfabeta o ingeniera nuclear. El hombre será el que la sustente a ella y a sus hijos, y si esto no es posible, es decir, si por razón del destino algo se tuerce y ella empieza a ganar más o es la única que gana algo para llenar las tripas, el hombre se sentirá una ameba, poco más que eso. Con el tiempo, tras violencias varias que serán su forma de canalizar la frustración, terminará comportándose como si lo fuera, un inútil que no supo mantener su trabajo. Y se quedará, irremediablemente, solo”.

Víctor era un buen tipo, pero también un infeliz. Tenía ínfulas de poeta y alguna vez había logrado producir un verso decente montado en un poema pobre de principio a fin. Pero ellos, los muchachos de la barra de los martes, siempre le rescataban uno de esos versos en los que Víctor había tenido la buena idea de incluir palabras poderosas en sonido y evocación, como “tembladeral”, por ejemplo, o incluso algún neologismo del tipo de “ladriaullido” o “almidérmico”, que aplaudían como si fuera una creación magistral digna de García Lorca. Lo hacían, está claro, por lástima y porque Víctor, condenado a una mediocridad eterna, no representaba un peligro para ninguno de ellos. Si, en lugar del poeta de medio pelo que siempre sería, Víctor hubiera sido una promesa de Baudelaire criollo, es casi seguro que no habrían sido tan condescendientes con sus palabrejas y que no habrían soportado la envidia enfermiza de saber que estaba destinado a un paraíso que para todos los demás siempre sería ajeno.

¿Por qué prefería llamarlo a él y no a los otros? Porque Víctor, como todos ellos, era un terrible egocéntrico pero, a diferencia de los demás, no tenía pasta de héroe y no se descolgaría con la pesadez insufrible de salvarle la vida. En aquellas tertulias de café, casi ninguno escuchaba. Más bien estaban midiendo el momento exacto en que otro dejaba un espacio, un mínimo espacio en su prolija oratoria para insertar algo conexo o no con lo que venía diciendo, pero siempre referido a un hecho personal, siempre a un hecho propio, sin importar un rábano que el otro viniera a contar que su padre estaba agonizando en un hospital o que, como era el caso, iba a suicidarse pocas horas después. Por lo tanto, no había que preocuparse por Víctor. Podía ser sincero con él, incluso marearlo sugiriendo que lo tomara como inspiración para un poema. Y, entonces, se descolgaría con su teoría poética basada en sus magros estudios aristotélicos y a los dos segundos ya habría olvidado la razón de la llamada. Pero con los otros había riesgos que no deseaba correr. O, mejor dicho, le aburría tener que andar explicando las razones de su decisión. Estaba la posibilidad de que el anuncio del suicidio les despertara su vena épica y armaran una cruzada deprimente, medio romántica, muy cursi, para venir a disuadirlo.

Pero, además, una parte de Tadeo sabía que Víctor mostraba su lado humano cuando los complejos le daban tregua, y lo prefería a los otros. Víctor hubiera sido mejor tipo de haber tenido más suerte en la vida. Daba la impresión de que las penurias y los fracasos habían estropeado una materia prima de calidad que, en otras circunstancias, habría producido un hombre valioso. Era como un trozo de buena madera sin tratar. En algún punto de su existencia, debió de tomar la decisión que lo condenaría al desánimo de los tibios: se entregó a la molicie del “no puedo” y terminó convenciéndose de que era un bueno para nada. El hábito hizo lo demás.

Ya eran las nueve y cuarto de aquel martes y apenas se había puesto en marcha. Llenó la bañera con agua caliente y agregó un puñado de sales que Laura le había regalado para un cumpleaños, y que desde entonces andaban estorbando entre su ropa. Mientras planificaba ése, su último baño, le pareció un detalle agradable echar aquellos granitos al agua y ver el efecto balsámico que Laura le había anunciado. Baño con sales: el numeral 2 en su lista. Como era de esperar, aquello había perdido sus propiedades, ya no tenía color ni olía a nada. Fue igual que echar sal gruesa porque se disolvió al instante y lo dejó nadando en una especie de caldo. El agua se enfrió en pocos minutos y Tadeo terminó bajo una ducha tibia. Se secó con mal humor y olvidó los espacios entre cada dedo del pie. Si alguna humedad quedaba, si aparecía uno de esos tajitos hirientes, ya no sería su problema. Que el hongo se alimentara de su cuerpo muerto, como otros organismos lo harían. Él estaría a salvo, más allá de cualquier sufrimiento.

Envuelto en la toalla, se paró frente al espejo. Como otras veces, sintió la presencia de Doc en la pieza, esa compañía sutil que le aligeraba la dolorosa autocompasión de sentirse solo:

– ¿Y? ¿Qué hacemos, Doc? Nos vamos, ¿eh? Mucho cansancio. Cuarenta y siete años, viejo, cuarenta y siete. Y este país que no ayuda. Ni siquiera pensaba votar la próxima vez. ¿Cómo iba a votar? ¿A quién? Si ya tenés la seguridad de que los tipos te roban; si te lo están anunciando, ¿cómo vas a ser tan imbécil de volver a caer, eh? La última vez le di un beso a la papeleta, “no me falles”, le dije a la foto del tipo que hasta en esa instancia tenía cara de estarse burlando de todos. Y la metí, Doc, te juro que la metí con ganas, hubiera entrado el brazo con codo incluido para que cayera bien al fondo. La metí con ilusión, ¡pobrecito! Para que, al final, apenas llegados, ya nos ensartaran y encima lo hicieran con nuestro soberano voto. En ésa sí que no me agarran más. No me agarran en nada, para ser sinceros, porque ya nos vamos y que otros carguen con el peso de decidir de qué lado van a dejarse robar. Al fin de cuentas, tampoco ellos deciden. Las cosas se cocinan más arriba, o más abajo, según se mire, pero en cualquier caso será un lugar parecido al infierno, sin moral ni valores, sin más dios que el dinero. Y desde ahí mueven los hilos de los que elegimos. Así que no me engaño; tampoco importa tanto mi voto. Lindo discursete, ¿verdad, Doc?, podría haber sido político. Lástima que me vaya en palabras.


Es de mañana y la madre está en la cama. Sola. Tadeo va a despertarla. Ella lo oye atravesar el pasillo que separa los dormitorios y se finge dormida. Tadeo se acerca y le toca el cuello.

– ¿Mamá?

Ella no se mueve. Tadeo se trepa a la cama y se pone en cuclillas a su lado. -Mami-susurra.

Nada. Tadeo la empuja con suavidad y nota que la cabeza está pesada y los ojos entreabiertos. Se angustia.

– ¿Mamá? ¡Mamá!

Ahora la sacude y el cuerpo se agita como una gelatina. Tadeo está desesperado. Ella decide prolongar el juego un poco más, ver hasta dónde llega su hijo.

– ¡Mamá! ¡Mamita!

Llora y ella siente un poco de remordimiento, pero es más fuerte lo otro, tensar al máximo la situación, casi como un experimento.

– Mamita… -Tadeo la abraza y llora. Se separa de su cuerpo y la zarandea con algo de violencia-. ¡Mamá! ¡Despertate, mamá! -grita.

El llanto se ha vuelto histeria.

– Mamá, mamá, por favor, mamita…

Llora durante un rato en el que ella parece estar disfrutando con su macabro juego. Tadeo la golpea con los puñitos en los brazos, en el vientre, en el pecho. Ella abre los ojos y él retrocede asustado. En el instante que sigue a estos ojos desmesuradamente abiertos, no tiene claro si es su madre que despierta o la resurrección de un muerto.

– Tadeo, me pegaste. Vení, dame un abrazo.

Él se acurruca contra su cuerpo, pero no puede detener el llanto.

– ¿Qué pasa? A ver, ¿qué le pasa a este niñito?

Tadeo no habla, nada más llora y se aprieta contra el calor de su madre que lo consuela como si acabara de rescatarlo de la boca de un dragón.

– No es nada, m'hijito. ¿Pensaste que estaba muerta?

Ella lo besa y se moja con la sal del llanto; lo besa y lo toca, se avergüenza un poco y se siente extrañamente feliz.


Antes odiaba los cementerios, los velatorios y toda esa fanfarria fúnebre que le resultaba impía. No entendía la razón para tener un cuerpo expuesto de esa manera tan poco digna, groseramente maquillado en algunos casos o descomponiéndose en ese verdor grisáceo de las pieles inertes. Un cuerpo que hasta ayer, nomás, era una vida, ahora convertido en ese muñeco patético, tapado hasta el cuello, con las órbitas marcadas bajo los párpados cerrados a presión, y esa falta de pudor que supone mostrarse en la más pura intimidad, que es la de no ser. Un cuerpo que ya no era de nadie y era de todos, al que cualquiera podía tocar o besar, quizá con el secreto morbo de probar la temperatura de la muerte; o al que alguien se sentiría con derecho a cortar un mechón de pelo para guardar en un relicario, con la devoción de un cruzado. Y la penosa procesión de frases hechas, la peor burla al dolor ajeno, frases que deberían quedar atascadas, y con ellas la lengua del que no puede evitarlas cuando un abrazo callado sería suficiente.

Pero un día Tadeo entendió cuánto bien le hubiera hecho ver a su madre muerta. Jano la encontró en la cama, tapada hasta la cintura, como si hubiera tenido frío en el momento final, o hubiera necesitado un poco de tibieza, una tibieza que no alcanzó. Estaban merendando y nada excepcional pasó en los minutos previos. Muchas veces Tadeo repasaba cada detalle, pero no lograba recordar más que la mesa de la cocina con el mantelito de colores, un pan casero todavía humeante y los tazones de café con leche. Hablaban de cualquier cosa, sin mayor emoción, nada importante, cuando ella pidió disculpas y se levantó como quien va al baño. Tampoco le pareció que demorara más de lo normal; sólo podía recordar el ruido seco y al padre que bajó la cabeza con resignación.

No lo dejaron verla. Estuvo años jugando con la posibilidad de que volviera. La buscaba en otras caras, en otros cuerpos, llegó a orinarse por las noches pensando en ella. Pero no hubo conjuro que se la hiciera carne de vuelta. Extrañó su presencia fría en la casa, aquel rigor militar con el que los criaba, y criaba al padre, también. La fuerza de voluntad, el carácter firme, la poca paciencia para tolerar flaquezas y la amorosa disposición que ponía para hacer de ellos hombres de provecho. En aquel maniqueísmo sin misericordia del cual ella era su principal víctima, no permitía el menor desvío de conducta; no aceptaba el error más que como una muestra de debilidad. Su vida estaba signada por el deber ser; a ese mandato se consagraba como una religiosa y los arrastraba con aquella fuerza infernal. Era una tirana con su propia vida y no encontró la horma del zapato que la pusiera en su lugar, que los salvara a todos de su despotismo.

Tadeo intuía que algo fallaba en aquel mecanismo perfecto. Años después, ya hombre, descubrió su enorme fragilidad, los miedos que la agobiaban, lo insegura que era. Estaba aterrada, se sabía débil y era demasiado orgullosa para pedir ayuda. Alguien debió de malenseñarle alguna vez el concepto del honor y lo llevaba como un estandarte, una equivocación existencial que regía su vida. Y la de los demás.

La madre fue a parar al limbo de los innombrables; el padre se hundió en una melancolía de la que jamás volvió, y Jano se enojó para siempre con el mundo. A Tadeo le costó entender que no la vería más, pero recordaba la calma pasmosa con que asumió su muerte, como si hubiera estado esperándola en esa fina conciencia de lo inefable donde van a parar aquellas cosas que el miedo no permite nombrar. Allí tenía él bien atrincheradas sus certezas de que la madre se mataría tarde o temprano. Ella lo estuvo avisando durante mucho tiempo con conductas que eran síntomas claros de lo que se gestaba en su interior. Pero nadie entendió que tenía miedo y, según Tadeo supo después, estaba llena de una culpa honda, enganchada como una garrapata a su pobre sentido del deber.

No era especialmente bella. Tenía la nariz larga y unas ojeras de trasnochada perpetua. Apenas usaba una pintura roja para los labios que les marcaba la cara cuando los besaba, las pocas veces que los besaba. Tadeo corría a limpiarse, pero Jano se hacía el distraído y andaba por horas con el beso de su madre estampado en la mejilla como una cucarda. No era especialmente bella, ni amable, ni tierna, ni brillaba demasiado, pero era una mujer ordenada, limpia, que tenía la casa impecable y a ellos de punta en blanco, que nunca faltó a sus deberes de madre y que, una mala tarde, no aguantó tanta presión.

Cuarenta años después, Tadeo podía imaginarla aterrada sin saber qué hacer con el maravilloso desorden de la vida. Una vida que alguien le había enseñado como la otra cara de la muerte, y entre esas orillas se movía con comodidad, como si fuera tan natural estar de un lado o del otro, despertar una mañana pensando qué cocinar para el almuerzo, y pegarse un tiro antes de la cena. Le faltó esa desprolijidad imprescindible, un poco de caos en la perfección. Le faltó misericordia para perdonarse. Así era el arrastre de sus días, sin más estímulo que la satisfacción de cumplir. Al fin y al cabo, la madre había muerto, como todos, de su propia enfermedad.

Y a él le faltó verla muerta. Tampoco se lo reprochó al padre. No hubiera podido, pobre hombre quebrado, añadirle otro peso más a la carga bajo la cual apenas lograba transcurrir. Cuando fue un poco mayor, Tadeo comenzó a enhebrar las cuentas de un largo rosario, todavía inconcluso, y percibió que no era sólo la muerte de su mujer lo que atormentaba al padre. No se equivocó.

Pasó de odiar el ceremonial de la muerte a buscarlo con pasión para completar los duelos que el tiempo le fue abriendo a cuchilladas, como zanjas de desconcierto. Por eso había aceptado ir al cementerio. Incluso cuando significaba un cambio de planes, un giro inesperado en ese día, aun así, necesitaba ver cómo bajaban el cuerpo de su tío, quiénes lloraban y cuántos se regocijaban en silencio. Iban a mover los huesos de sus padres, a hacer lugar en los estantes para acomodar al nuevo inquilino y, algún día, no habría más espacio en la casa y los hijos de los hijos de los hijos, que ya no irían a poner flores, los reducirían a polvo sin miramientos. También, claro está, iba para fantasear con su propio funeral, que sería bajo lluvia. Lo sabía porque había estado pendiente del pronóstico del tiempo.


Una casa sin cuchillas. La casa de Tadeo y de Jano es una casa donde no entra una cuchilla porque la madre no lo permite. Una única vez lo hablaron. Ella puso el grito en el cielo; pero no dio explicaciones y el asunto quedó zanjado. Y el padre, con esa docilidad que es casi una sumisión, no pregunta, no se opone, no protesta ni siquiera cuando está preparando un asado y tiene que usar un simple cuchillito de cocina. Ella lo mira afanarse en la difícil operación, pero no se mueve, hace como si nada para evitar cualquier referencia al tema. Por fin, el padre ha logrado desprender un trozo de carne del costillar y lo pone en una tabla. Se lo ofrece a ella, le dice que empiece, que no espere que sirva a los demás, que se le va a enfriar la comida.

Ella come y los niños esperan su turno pellizcando el pan, mientras el padre vuelve a la odisea de aquel serruchito insignificante que pierde su filo apenas roza el hueso. Ella mastica y recuerda una tarde de invierno en que cortaba aceitunas para una salsa y los niños jugaban frente al televisor, en la cocina. Él no había vuelto aún del trabajo; el viento se colaba por debajo de las puertas y se metía entre las fibras de la ropa hasta llegar a la piel, y más adentro, hasta convertirse en un frío metálico, como una puñalada. Afuera, la tarde se extendía hacia una noche de tormenta y lo iba agrisando todo a su paso; un presagio de invierno eterno. Ella machacaba las aceitunas sin la menor atención, conmovida por la tristeza de aquel paisaje que le devolvía la ventana y que era como el reflejo demasiado idéntico al páramo que llevaba dentro.

Miró a los hijos, tan ajenos, tan de ella. De pronto, el peso de la cuchilla se hizo evidente. Quiso soltarla, pero era más fuerte el encantamiento, la rara sensación de tener la muerte en las manos. Volvió a mirarlos. Pasó un dedo por el filo y sólo fue cuando el tajito abierto comenzó a arder que sintió que regresaba de muy lejos, y un miedo aterrador la envolvió. El miedo de saber que podía, de cuan cerca había estado, y, lo peor, esa sensación indescriptible de haber perdido por unos instantes el control y la conciencia.


Si al despertar aquel martes le hubieran preguntado por el último sitio en el que pensaba encontrarse, Tadeo habría respondido: el cementerio. Pero no le extrañaba estar allí, a las once de la mañana de una primavera empecinada en recordar el eterno resurgir de las cosas. Llegó antes que el cortejo y anduvo entre las tumbas inquietando al guardia de la puerta que no entendía qué hacía solo y sin muerto que despedir. El cementerio le parecía un laberinto aciago para perpetuar el sufrimiento y hacerse la ilusión de que todo está bajo control solamente por saber dónde están los huesos queridos. Pero no es más que un ritual que ayuda a continuar con la vida. Las flores sobre los huesos devuelven un poco de paz, pero no devuelven a los muertos, ni hacen justicia con las penas de su vida, ni ponen en orden la insolencia de la muerte. Y, sin embargo, cada cual tiene derecho a saber dónde dejar esas flores, como una marca de identidad desde el pasado, hijo de tal o cual, muerto de tal manera, polvo sobre el cual descansan unos claveles tristes y se encarna el dolor, y desde el dolor, el recuerdo.

Le costó encontrar el panteón de la familia. Hacía años que no pisaba el lugar y la memoria tiene sus estrategias que sólo ella entiende. Creyó reconocer un ciprés gigante con una enredadera abrazada a su tronco, y más allá la tumba blanca de un niño aniquilado por un rayo durante una tormenta. Poco a poco, el camino se fue haciendo claro, como si algún personaje de un cuento infantil estuviera tirando guijarros y él los siguiera casi sin darse cuenta de que iba adentrándose en el mundo de los muertos y que estaba solo, tan solo como ellos. Bóreas, Céfiro… Algunas callecitas del cementerio tenían nombres que recordaban a los vientos, y a él le recordaban que debía haber llevado abrigo. El sol apenas penetraba entre las ramas tupidas y creaba un microclima de humedad amazónica, el escenario perfecto.

Su paso se volvía firme a medida que los recuerdos iban apareciendo, como si ayer mismo hubiera estado allí: el panteón del ángel vencido, la Magdalena sufriente, el del hibisco en flor, el de la grieta abierta desde siempre, el que nadie visitaba. Y un poco más allá, en la callecita con nombre de río, la casa que pronto habitaría, la casa de la familia, ese agujero en la tierra sobre el cual se construyó un pequeño monumento, sobrio, sin imágenes, con sus letras en bronce y un lugar en su interior guardado para él. Lo asustaba pensar en su morbosa fascinación.

Se sentó al borde del camino, en un murito donde una canilla goteaba. Hasta hacía un rato, nada más, se sentía bien, pero ahora una presión baja en el ambiente, como una mano asfixiante, iba poniéndolo triste. Conocía bien el poder de su tristeza y sabía que no tendría energías para matarse si se dejaba llegar al fondo, como otras veces en que fueron días en la cama, esperando solamente que algo, cualquier cosa, lo salvara o lo liquidara de una buena vez. Había poca luz y un olor helado que no era de este mundo. Quería irse de allí, pero su cuerpo estaba pegado al hormigón y no podía moverse, condenado a esperar. Al rato vio avanzar un coche negro cubierto por flores y un cortejo largo que se deslizaba a pie por las callecitas con el sigilo de una serpiente.

Marga caminaba detrás del ataúd. Apenas pudo reconocer a la mujer que amó en ese vestido negro, demasiado holgado, como una bolsa. El marido iba detrás con una mano puesta con displicencia sobre su hombro, pero ella apuró el paso y se sacudió la carga inútil de esa mano que no servía de consuelo. Esa mínima señal fue suficiente para que Tadeo pensara que Marga hubiera sido feliz junto a él.

Estaban a unos metros, pero ella no lo había visto aún. Llevaba lentes oscuros y los ojos clavados en el piso, caminando de memoria. “Marga querida”, pensó Tadeo. Y entonces, seguramente inspirado por alguna vieja película, decidió que si ella se sacaba los lentes al verlo, sería señal de que todavía lo amaba. Como un niño se concentró en ese gesto rogando en silencio con la misma emoción con que alguna vez había pedido deseos a una pestaña apretada entre los dedos, o a una estrella fugaz. “Que se los saque”, se repetía, “que se los saque”.

Marga ya estaba junto al panteón rodeada por gente que Tadeo no veía. Su marido se había puesto al lado, pero tenía la decencia de no tocarla. Había unos muchachos cerca, unas moles llenas de pecas. “Serán sus hijos”, pensó Tadeo, pero pronto volvió a ella como si nada más existiera en ese momento, y olvidó a los muchachos, al marido gringo, a Jano, que, sin duda, estaría entre la gente penando como un hijo más.

Los hombres hacían su trabajo con precisión quirúrgica. Nada más sus voces se oían en el silencio amargo de la mañana, sus voces y algunos sollozos entrecortados. Tadeo rodeó el panteón y se detuvo a unos metros frente a la boca que los hombres acababan de abrir. Vio la prolija estantería, dos lugares por nivel, los abuelos juntos, en el de más abajo. Reconoció el cajón de su padre, un caoba espléndido, tallado, con las manijas de bronce. Quedó así un buen rato, como si estuviera desentrañando los misterios del Guernica, el simbolismo elemental de las cosas. Y entonces, para su sorpresa, vio cómo descendían el cajón del tío Ignacio y lo colocaban junto al de su madre, de manera tal que ambos cuerpos se emparejaban en el pozo oscuro de la eternidad.

Era Marga quien dirigía la operación desde arriba. Cuando la tapa se cerró, se miraron por primera vez, y ella, que ya no lloraba, se adelantó hacia él, lo tomó del brazo y se quitó los lentes.

– Viniste.

– ¡Cómo no iba a venir! ¿Estás bien? -se arrepintió de la estupidez de su pregunta.

– Estoy cansada.

– Esto agota, Marga. Andá a tu casa a dormir.

– A mi casa no vuelvo. Llevame con vos, Tadeo, no quiero volver.

La gente ya había empezado a arremolinarse sin la menor prudencia, pero Marga estaba muy lejos de allí, ni siquiera se permitía unos minutos para rezar o consolarse. Estaba inquieta, como si temiera que de alguna parte surgiera una legión blanca para encerrarla en una ambulancia y llevarla al manicomio. Pero sólo había gente que se aproximaba para decir las obviedades que ella no respondía. Tadeo se quedó a unos pasos y vio que Jano la abrazaba como un hermano. Ella lo apartó con dulzura y le dijo que se fuera a descansar. Ya no era el muerto el centro de la ceremonia, sino la hija y la viuda, una pasita arrugada en un rincón, la tía Margarita, qué vieja estaba. Por fin, se despejó la bandada de dolientes, cada cual a su auto, a seguir con la vida; muchos quizás habían olvidado por qué estaban ahí y ya pensaban en las tareas postergadas esa mañana y cómo las acomodarían en los días siguientes. Otros se irían plenamente satisfechos por el deber cumplido, con la secreta tranquilidad de saber que estos detalles se devuelven algún día.

Entonces, el marido de Marga repitió el gesto torpe de la mano en el hombro, pero esta vez ya no hubo disimulo en la respuesta. Ella dio un paso atrás con brusquedad y le pidió que la dejara en paz, que quería estar a solas con su padre, que se fuera y se llevara a los hijos y a la madre, que se fuera. El hombre discutió lo imprescindible y obedeció. Ni siquiera reparó en que Tadeo estaba todavía ahí. A lo lejos se oía el motor de un auto que no podía arrancar; parecía el grito ahogado de un dinosaurio que se desperezaba y venía por ellos. Cuando quedaron solos, Marga le suplicó con los ojos que la llevara lejos, que la salvara.


La casita de la playa es el lugar donde han quedado los mejores recuerdos. Había sido de los abuelos, a quienes Tadeo nunca conoció, pero Jano sí, y eso le da superioridad, una suerte de prestigio frente al hermano que ha nacido medio huérfano de familia. Pasan ahí los meses de verano y algunos fines de semana durante al año, si el tiempo lo permite. El padre rezonga cada vez que tiene que hacer una pequeña mudanza, pero en el fondo disfruta de este lugar donde se siente más jefe que en la otra casa, la de la ciudad, el reino de ella.

La madre llega y se descalza. Anda así hasta la hora de volver; dos días si son dos días, tres meses si es el verano entero. Las plantas de los pies se le endurecen y se abren en grietas resecas como un papel acartonado, pero a ella no le importa. Cuando mucho, las raspa contra las piedras de los canteros, tumbada en el pasto en un silencio que, a veces, puede durar demasiado, pero que nadie se atreve a interrumpir. Así está hasta que descubre algo que le ilumina la mirada. Pone un índice sobre los labios y susurra al hijo que está jugando bajo la sombra del alero:

– Shhh, no hagas ruido, Tadeo, vení.

Tadeo se acerca en cuatro patas y mira hacia las matas verdes, pero no logra distinguir nada excepcional. Ella apunta con su dedo extendido y hace gestos con las cejas.

– ¿No ves? Entre las ramitas. Mirá bien.

Tadeo quiere complacerla y fuerza la vista para saber qué la maravilla tanto. Más que nada quisiera acompañarla en esta pequeña conmoción que ella se ha permitido, pero sólo ve ramas, hojas, y una telaraña a medio deshacer, vestigio de la noche, quizás. Ella se incorpora, lo toma de la nuca y lo obliga a acercarse más, como si fuera un perro a una madriguera. Entonces, con la misma emoción con que un astrólogo descubre una estrella nueva, Tadeo ve un par de ojitos y unas antenas delgadísimas que surgen de una ramita verde, tan verde como todas las demás. Mira a su madre.

– Es como una langostita -dice ella, por ponerle un nombre al bicho que está inmóvil, pero que ya ha sentido su presencia.

– Parece una rama.

Ella sonríe satisfecha.

– Es para que los pájaros no se la coman. Muchos animales hacen eso.

– ¡Ah!

– Algunos peces, los conejos blancos en la nieve, unos raros que se llaman camaleones…

– Pero, siguen siendo animales, ¿verdad?

– Claro. Se quedan quietitos y cuando no hay peligro, se van.

– Qué lindo…

– ¿Qué cosa?

– Cambiar de color cuando tengo miedo.

Ella le dice que no diga tonterías, que se vaya a jugar. Y se pierde en un laberinto de confusiones, la cara vuelta hacia el cielo.


No hablaron durante el viaje. El taxi arrancó sin saber hacia dónde y ella pidió ir a casa de Tadeo. En medio de una situación tan emotiva, el único pensamiento que a él le vino a la mente fue que no había hecho la cama ni lavado los platos del desayuno. Estupideces para no revolver otras cosas.

– Marga… -le dijo, pero ella giró hacia la ventanilla y él supo que no debía hablar.

Abrió la puerta como un adolescente que trae a la novia en ausencia de los padres. Ella entró y se quitó los zapatos. Tenía los pies hinchados, muy rojos. Y aquel vestido negro que no invitaba bajo el cual se presentían los estragos que el tiempo había hecho.

– Cogeme -le dijo, como hubiera podido pedir un vaso con agua.

– Marga, qué decís, estás agotada.

– ¡No ves que no puedo más!

Se levantó el vestido y él pudo ver sus piernas enormes, dos mazas blancas llenas de pozuelos, tan distintas a las piernas firmes que le enlazaban la cintura hacía tanto. La abrazó. Quiso ser un abrazo de ternura, pero ella necesitaba otra cosa. Le clavó las uñas en los hombros y el dolor llegó a la piel por encima de la camisa. Se pegó a su cuerpo y empezó a refregarse contra él. Entonces le tomó la mano y la llevó por debajo de su falda. Tadeo estaba paralizado, con su hombría inerme, sin saber qué hacer, lleno de pena por los dos. La empujó con suavidad hasta la cama. La mirada de Marga era de pavor, como si estuviera viendo a través de él, lejos, mucho más lejos, un ejército de monstruos de los que quería prevenirlo. Tadeo se acercó a su boca y la besó. Tenía el aliento agrio de una noche en vela, pero su piel seguía oliendo a jabón, como la recordaba. Se recostó a su lado y comenzó a acariciarle el cuello.

– ¿Viste qué gorda estoy?

Tadeo dijo que estaba bien así, pero mentía. Por pura turbación no atinó más que a abrirle el vestido y comenzó a besar aquellos pechos lechosos, blanduzcos, con unas venitas azules que bajaban por todo su cuerpo y se ensanchaban en las piernas, gusanos del tiempo. Ella se dejó hacer y él fue sintiendo que en aquella entrega patética, en medio de una cama revuelta, eran dos criaturas cansadas que suplicaban por una tregua. La tocó con cautela, primero, redescubriendo cada centímetro de su cuerpo con un asombro que le despertaba la memoria, y entonces recordaba que ya había estado ahí, transitando esos mismos caminos. Ella pidió que bajara las persianas y él hizo como que no la había oído, pero ella insistió. En la penumbra infeliz del cuarto, la ayudó a arrancarse el vestido y se sorprendió ante su propia torpeza para sacarse el cinturón y el resto de la ropa. Marga se quedó tendida boca arriba, con las piernas ligeramente abiertas, ofreciéndose. Volvió a hundirse en i

ella como hacía treinta años, la sintió retorcerse bajo su peso y quizá sollozar. Pero, para ese entonces Tadeo estaba muy excitado, quería penetrarla con furia, que murieran los dos ahí mismo. Eso quería.

Marga se aferró a su espalda con las manos vueltas garras mientras Tadeo se movía fuera de sí, encabritado por una mezcla extraña de amor y resentimiento. No podía dejar de sentir aquel cuerpo abandonado a los embates de la dejadez, y sabía que ella estaría extrañando en él su vientre plano, los músculos tensos de sus brazos y piernas. Dio un grito que fue un desgarro del alma. Se elevó sobre su cuerpo y quedó clavado en ella como el indicio torpe de un apuñalamiento. Marga lo miraba mientras él se iba a esa otra dimensión pictórica y volvía unos segundos después, perdido, sin saber qué realidad lo esperaba. Se quedó acostado encima de ella hasta recuperar el aliento, levantó los ojos y vio que todavía lo estaba mirando.

– ¿Y vos? -le dijo.

– Está bien -contestó y le pidió que la abrazara.

Tadeo se puso a su lado y la apretó contra él. Estuvieron sin hablar por un buen rato, luchando para no quedarse dormidos, quizá porque ambos sabían que no había lugar para tal plenitud. Marga y Tadeo no se sentían plenos; apenas habían descargado la ira contenida durante tantos años sin verse y sabían que estaban demasiado lejos de cualquier sentimiento parecido a la felicidad. Ella tendría que vestirse y volver a su casa más temprano que tarde; y él no dejaba de pensar que esa noche era su noche elegida para terminar con una vida que lo tenía hastiado.

– Perdoname -dijo ella bajito.

Tadeo le acarició la cabeza y olió su pelo.

– Perdoname -repitió.

– Perdoname vos. ¿Te lastimé?

Sonrió por primera vez y volvió a tener diecisiete años. Entonces, por un momento, él temió que aquella sonrisa lo disuadiera de sus planes y se puso serio.

– ¿Qué te pasa?

– Esto es de locos, Marga. ¿Qué estamos haciendo?

Ella le lamió los ojos.

– No he sido feliz -dijo como si fuera necesario. Ni siquiera cuando nacieron mis hijos.

– Quién sabe qué es la felicidad.

– ¿Y vos?

– ¿Yo? No me cuestiono mucho -mintió Tadeo-. Voy pasando.

– Pero, ¿estás bien?

– ¿No me ves? Hago lo que puedo.

Le hubiera gustado contarle que estaba deshecho, un despojo humano, sin trabajo y con sus ahorros perdidos en alguna isla caribeña a raíz de la maldita crisis bancaria; que sólo tenía deudas, puras frustraciones, un divorcio a cuestas, una familia desintegrada y ninguna fuerza para vivir. Pero sólo se le ocurrió contarle que iba a ser abuelo. Marga se incorporó en la cama y volvió a sonreír, esta vez con auténtica alegría.

– ¡Abuelo!

– Abuelo -repitió él sin entusiasmo.

– ¿Y yo qué vengo a ser?

La pregunta los devolvió a la realidad de su parentesco. Fue un segundo en el que se unieron los juegos de la adolescencia, el amor, un amor tan puro, el escándalo, la tía Margarita persignándose y el tío Ignacio llevándosela lejos, mutilándolos para siempre.

– No me contestaste -insistió.

– ¿Una especie de tía?

– ¡Qué locura, Tadeo! Vas a ser abuelo. Hoy enterramos a papá y pronto vamos a tener un niño en la familia.

– ¿Cuál familia?

– Lo que sea, pero es una familia.

– Siempre fue una farsa y después de que mamá se mató empezó a liquidarse -giró hacia la pared como un niño malhumorado.

Una sombra le creció a Marga en la voz y se le anudó como un zarcillo a otra sombra del pasado.

– Nunca hablamos de lo de tu madre -le dijo.

– ¿Para qué?

– Porque se necesita hablar. No se puede hacer como si no hubiera pasado nada.

Tadeo encendió un cigarrillo. Dio una pitada y se lo pasó.

– ¿Viste a Jano hoy? -preguntó ella como buscando una excusa para decir algo importante.

– Apenas. Está viejo.

– Viejo y solo. No hubo mujer que aguantara; en realidad, siempre era él que las dejaba primero. Probó con varias. Algunas parecían enamoradas, incluso dispuestas a soportarle las locuras, pero a los meses él decidía que la cosa no caminaba y les decía adiós como si fuera un trámite. Al poco tiempo aparecía con una nueva. Nosotros la recibíamos en casa, claro, le hacíamos la fiesta completa a ver si de una vez enganchaba, pero no había caso. Y siempre era él.

– ¿Sabés qué pienso? Que él las dejaba antes de que ellas lo hicieran.

– Pero, ¿por qué habrían de dejarlo? No te digo que algunas estaban enamoradas. ¡Si habré tenido que consolar llantos!

– No superó nunca lo de mamá. Ella fue la mujer de su vida, la única, la más importante. Y lo abandonó. ¿Te das cuenta? ¿Qué podía esperar de las demás?

– Puede ser. Es difícil saber qué está sintiendo. Es un tipo raro. Pero yo lo quiero; con papá fue un hijo. No sabés cuánto lo cuidó. Incluso más que yo.

– Nunca entendí por qué tanto odio hacia mi viejo.

– Porque lo culpa. Dice que en los últimos tiempos la trataba mal, que se peleaban mucho, que le gritaba.

– Si te digo que me acuerdo poco y nada, lo tengo como en una nube -volvió a mentir él.

– ¡Ah! Pero Jano lo recuerda bien, se pasa hablando de eso -se le cortó la voz.

Tadeo dejó el cigarrillo en la mesa de luz y la abrazó.

– ¿Qué hay, Marga?

Lo miró con rabia, una rabia que, sin embargo no era para él, sino para ella.

– Ni siquiera pude contárselo a Jano. Eso hubiera ayudado. Pero ¿cómo causarle tanto dolor?

Tadeo la interrogó con los ojos. Presintió que se venía una hecatombe, una declaración de ésas que lo parten a uno al medio y le cambian la perspectiva de las cosas.

– Tu madre y papá… estuvieron juntos por largo tiempo -dijo ella como pidiendo un perdón ajeno. Y mamá sabía, siempre lo supo, pero se aguantó. Era parte de su acuerdo. Nunca ha servido para mucho más que para tener la casa limpia. ¿Adónde hubiera ido?

– Por eso… -intentó decir él, pero las palabras quedaron reducidas al pensamiento. De golpe, con una velocidad de vértigo, empezaba a unir las piezas; todo concordaba. Ahora era él quien necesitaba que Marga lo apretara contra su pecho de matrona. Dos vidas desvencijadas, eso eran.


A la hora de la cena la televisión se apaga. No importa si el programa favorito está por la mitad o si es el último capítulo de una serie. A la hora de la cena la televisión se apaga. Porque la mesa no se hizo sólo para comer. La madre de Tadeo dice que la mesa es un lugar de reunión, el centro de la familia donde cada uno viene después del día, el lugar perfecto para que una familia rece, si es que reza, o ponga un proyecto a consideración y que cada cual opine. O para reírse de un recuerdo gracioso que sólo tiene sentido en la familia, como cuando echaron azúcar en la sopa y nadie se animaba a hablar por no desairarla. O para enseñar modales. La mesa es ideal para sacar una bella foto de familia: mantel de tela y servilletas, platos, cuchillos a la derecha, tenedores a la izquierda, vasos, agua y refrescos al centro, quizá vino, una ensaladera repleta, una fuente con carne horneada, el pan en su canasta, alguna tarta que sobró del almuerzo. Y, alrededor, la familia unida. Por eso, a la hora de la cena la televisión se apaga. Y punto. Es que no hay derecho a romper el encanto de tanta felicidad.

– ¡La boca cerrada cuando se come, Tadeo! ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? ¡Jano! ¿Hiciste los deberes?

Jano asiente y estira el brazo para alcanzar el refresco, pero la madre le corta el paso con un ademán brusco.

– ¡Primero se come!

– No quiero más.

– ¡El plato vacío! En esta casa no se tira ni una miga.

– Es que me siento mal.

– Entonces, no hay espacio para refresco. ¡A comer!

Jano se ha puesto gris, un gris amarillento. El padre, que come con la cabeza hundida en el plato, lo mira de reojo y alcanza a ver una arcada. En silencio pide que trague y siente un alivio compartido cuando ve que su hijo se sobrepone y logra hacer pasar la comida. Jano tiene los ojos llenos de lágrimas por el esfuerzo.

– Mamá, ¿puedo tomar agua?

– Terminá lo que te falta.

Jano se lleva un trozo de carne a la boca y mastica con dificultad, casi con asco. El padre no levanta la cabeza, pero está pendiente del hijo y empieza a sentir una cierta repugnancia por la comida; toma agua y sigue. Padre e hijo se unen en silenciosa batalla a cada lado de la mesa. De pronto, la arcada se repite y es incontenible, como un ruido seco de algo que se parte en la garganta. Jano escupe la carne y apenas tiene tiempo de girar la cabeza antes de largar un vómito en catarata a la alfombra, justo a los pies de Tadeo que siente una ambigua mezcla de diversión y pena. Pero dura poco, porque no tarda en sobrevenir el miedo. El padre cierra los ojos por un instante y aprovecha para cruzar los cubiertos sobre su plato que todavía tiene restos de comida.

– Te ayudo -dice y hace un gesto como para levantarse, pero ella lo detiene con la fuerza de la mirada. Antes de que Jano recupere el aire, le cruza la cara de un sopapo y lo manda a dormir. Luego, ajena a su marido y a Tadeo, sólo puede ver los despojos inmundos sobre la alfombra y vuela a la cocina a buscar un balde con agua y unos trapos que la liberen rápidamente de ese caos en el que, de pronto, se ha transformado su vida. El padre se levanta en silencio y le hace un gesto a Tadeo para que lo siga. Encienden el televisor con el volumen muy bajo, tan bajo que los sollozos de Jano llenan el aire y se mezclan con las puteadas de ella, un rencor que va destilando desde una amargura mucho más honda que cualquier rabia por una cena estropeada.


Marga se dejó ir en un sueño abisal. Su cuerpo extendido en la cama era un obstáculo más para Tadeo, pero decidió que terminaría con algunos detalles pendientes dentro de la casa antes de despertarla y mandarla a la suya. La observó. Con la sábana cubriéndole apenas los tobillos, era un mar de carne cruda surcado por aquellas várices terribles que ahora descubría de varios colores, como si un Pollock desquiciado hubiera experimentado en la tela de su piel. Una hora antes él había estado metido en ella y ahora se preguntaba qué demonio de pasión habría conspirado para excitarlo con un cuerpo que, mirado a la fría luz de la saciedad, era todo menos agradable. Y, sin embargo, no era asco lo que sentía, sino una pena íntima, una pena que los incluía a los dos. Él se sabía parte de ese otro cuerpo, como si en todos esos años de andar alejados no hubiesen hecho otra cosa que castigarse por aquella separación. Cada venita roja, cada várice azulada o verde, las paspaduras entre las piernas, los codos ásperos de Marga eran el reflejo de su poco pelo, de sus arrugas, de su vientre abultado y de las muelas que faltaban cuando abría la boca para bostezar. Así estaban, eso eran treinta años después, el despojo de un amor que no supieron defender.

Encendió la radio con el volumen bajo: el abogado defensor de los estafadores, sometido al metrallazo de la gente que llamaba para insultarlo, y el periodista que abría la cancha con un placer evidente. Tuvo un impulso de unirse al linchamiento telefónico. ¿Cómo era posible que alguien pudiera dar la cara por aquella caterva de mañosos almidonados? Recordó lo que un abogado amigo le había explicado una vez que defendió al violador de una bebita y Tadeo lo increpó con dureza porque no se le ocurría otra reacción que estrangular al degenerado, torcerle el cuello de a poquito para mirarlo sufrir. Esa tarde hubiera estrangulado a su amigo también. Pero él dijo lo que, sin duda, tantas veces había tenido que repetir, no como excusa, sino como explicación: que alguien debía encargarse de que el tipo recibiera una pena justa. “Puede ser”, le había contestado Tadeo, “pero es difícil entender que puedas levantarte cada día, poner el piloto automático, afeitarte frente al espejo -la hora de la verdad para cualquier hombre- y creer con honestidad que vas a trabajar en lo que te gusta cuando tenés que defender a semejantes hijos de puta”.

No quiso escuchar más. Ya bastante se castigaba repitiéndose que por avaro se había dejado tentar con aquellos intereses disneylándicos, y de un plumazo se había quedado sin una moneda más que lo poco que tenía escondido en el cajón de la cortina, un escondite ridículo, como los libros, como el colchón, como la heladera. Cualquier raterito aprende eso en el preescolar.

La radio debió de sacar a Marga del sueño. Se sentó en la cama y subió la sábana hasta el cuello con una cara de terror que recordaba a los niños cuando se pierden en el supermercado y el pánico no los deja ver que tienen a los padres a un metro de distancia. Le tomó un rato entender dónde estaba, cómo había llegado hasta ahí, que acababa de enterrar al padre, que había suplicado un sexo del que quizás ahora se arrepentía. Tadeo iba a abrir las cortinas, pero ella lo detuvo con un gesto que fue casi una orden. Se enroscó la sábana a modo de toga y pidió permiso para ducharse. Tadeo le alcanzó unas toallas; ella no las vio, o no quiso verlas, y terminó secándose con las de él. La dejó sola en el cuarto para que se vistiera tranquila. Marga fue al comedor unos minutos después y ya no era la mujer de hacía unas horas. Pasado el mareo de la pena y el cansancio, parecía incómoda con su cuerpo vuelto a caer dentro de aquel vestido inmenso, incómoda con lo que había hecho; lo miraba como a un extraño al que tuviera que pagar por sus servicios.

– ¿Qué hora es? -preguntó sin la menor ternura.

– Una y veinte. ¿Querés comer algo?

Dijo que no, y él le ofreció café, pero tampoco quiso.

– Me voy a casa.

La miró desconcertado. Hubiera podido recordarle que hacía muy poco había dicho que no volvería más allí, pero de golpe entendió que acababan de matar lo que quedaba de su juventud y que cualquier esfuerzo por retenerla terminaría siendo un lamentable intento.

– Como quieras. ¿Te acompaño?

– Pido un taxi.

Fue hasta el teléfono, se detuvo y lo miró.

– Vas a pensar que estoy loca.

Él sonrió con tristeza, casi asintiendo.

– Yo también hago cosas raras muchas veces. No pasa nada.

– Es que me porté como una loca.

– Te dije que no pasa nada, Marga. Ya está.

A esa altura le molestaba tenerla en la casa y quería sacársela de encima sin más preámbulo, pero ella seguía escribiendo el guión de aquel encuentro. Supo que nada iba a impedir que hablara y se preparó para escuchar sin emoción ni deseo.

– No debería quejarme; soy muy injusta. Billy me quiere y es un hombre bueno. Tenemos cinco hijos. Hoy había tres; los otros están estudiando en Houston. ¡Cinco varones! Ninguno se parece a mí. Tengo una casa de dos plantas, con jardín, una piscina -se detuvo para sonarse la nariz-, dos perros. Billy acaba de cambiar su auto y yo me quedé con el de él…

Tadeo escuchaba y todo iba resultando asquerosamente previsible. Las palabras comenzaron a atravesarlo y ya no oía más que el sonido que rebotaba en su desprecio. Con gusto le hubiera preguntado por qué lucía tan mal si era así de feliz con el tal Billy, los cinco hijos, la casa de dos plantas, el jardín, la piscina, el auto y los perros; pero ya ni siquiera le importaba herirla. Quería que se fuera y devolverla al pozo de los recuerdos de donde nunca debió dejarla salir.

… que ahora nos veamos más seguido. Jano va mucho por casa. Los chicos lo adoran. Sería genial si se amigaran, ¿no?

La mirada de Tadeo debió de haber sido elocuente, porque Marga no insistió. Dejó una tarjetita sobre la mesa, pidió un taxi y se fue acarreando su humanidad rumbo a la vida que por segunda vez elegía. No volteó para saludarlo y él cerró la puerta apenas salió, sin esperar que desapareciera escaleras abajo. Sólo entonces cayó en la cuenta de que, mientras estaban en la cama fumando cara al techo, como un rayo había atravesado su mente la idea romántica de que Marga hubiera aparecido justo ese día porque estaban predestinados a morir juntos. Frente al espejo se sorprendió de lo viejo que estaba, como si fuera un conocido que hacía años no veía y, de pronto, se topaba con él al doblar cualquier esquina.

– No me digas nada, Doc, soy un imbécil -dijo-. Ella pudo adaptarse.


El padre está abatido desde que la madre se mató. Cualquiera podría pensar que es la muerte de su esposa que lo mortifica, pero hay un dolor más intenso, una brasa ardiéndole en el pecho cada vez que recuerda. Lo que más le duele es sentirse sustituido, cambiado como una media sucia. No podía ser peor la circunstancia, y el padre, lleno de humillación, lleno de amor, también, debe concentrar toda su humanidad despechada en los hijos que lo necesitan. A veces, quisiera buscar a Ignacio y partirle los huesos; otras, la sacaría a ella de la misma tumba; muchas más son las veces que se confunde en ese entrevero de amores y odios y ya no tiene claro ni su nombre, nada. Pero en ningún momento piensa en morir.

No ha querido tocar la ropa de ella. Cada tanto, cuando necesita traerla, se abraza a un vestido y se tiende en la cama a esperar el milagro. Y el milagro es un olor que se vuelve sepia en el recuerdo; y a ese olor se aferra para no dejarla partir, para que se quede un poco más, sólo un poco. Si la noche invita, no es un vestido, sino su ropa interior, más íntima que nunca, la espuma de las puntillas vuelta una piel ausente, piel de seda, piel rosa, lila, piel blanca, piel que es y no es la de ella. Él se deja seducir por este hechizo, se envuelve en la tersura, se entrega a un placer mínimo y falaz que lo aturde por un rato y le anestesia la pena atroz de no tenerla.

Por suerte, existe el refugio de la poesía. Lee para no torturarse en vano, para encontrar respuestas en los poetas que siempre tienen la palabra justa; eso que presiente, pero no sabe nombrar y, de pronto, descubre con claridad en un par de versos ajenos. “No quiero que te vayas, dolor, última forma de amar…”, le recita Pedro Salinas al oído y es como si hubiera escrito pensando en él. El dolor, ese mausoleo de la memoria, quema, pincha, pica, duele, pero que no falte, adorado tormento.


Tadeo pensaba en su muerte. Y no es que fuera hacia ella, sino que se iba de la vida. Sentía que iba a consumar la ruptura más total con el universo y, a la vez, unirse a él. Como antes de nacer, volvería a la misma nada. Trataba de imaginar cómo sería eso y no lograba más que fantasías baratas que se mezclaban sin respeto ni pudor en un carnaval de dogmas religiosos y formas varias de paliar el miedo. O la angustia. Más bien la angustia, aunque a esa altura ya ni siquiera eso, sino un cansancio profundo. Quería dormir un largo sueño y que, al despertar, su vida ya no fuera esa vida, sus problemas no estuvieran y pudiera empezar una existencia más liviana. Su cabeza era un enjambre de dudas; la única certeza era que no quería seguir así.

Había planificado distinto su último día. Pudo haber seguido con escrupulosa meticulosidad cada detalle previsto y, sin embargo, se fue aferrando a las llamadas, a los pedidos, manotazos de náufrago que bracea por llegar a cualquier isla. Apenas se fue Marga, se descubrió olvidándola con sorprendente rapidez. Marga había muerto para él hacía treinta años y el tímido resplandor de aquellos amores asomado en la mañana no era más que el producto de un exceso de sensiblería en un día en el que tenía derecho a estar sensible. Al final, iba a terminar siendo bueno que se hubieran encontrado para decirse cuerpo a cuerpo que nunca se habían perdonado tanta debilidad. Luego del sexo, se hizo demasiado evidente que eran dos extraños sucumbiendo al llamado de una vida anterior nada más que para saldarla y darse el adiós definitivo. Borró su nombre de la lista de llamadas.

Se sentó a escribir la famosa carta. No se sentía obligado; de hecho, le parecía un detalle bastante cursi, pero prefería salvar ciertos asuntos de la habitual tergiversación del recuerdo. Por ejemplo, necesitaba que César supiera que lo quería, no porque lo intuyera, sino porque lo leería así, sin una letra de más ni una de menos, sin un adjetivo que atenuara la fuerza de las palabras, así, nada más le diría: “César, te quiero”. Y no habría nada que interpretar; tampoco dudas, solamente la seguridad de que se había matado incluso queriéndolo. Hacía tanto que no lo veía y ni siquiera recordaba si algún día se lo había dicho.

Hubiera sido más heroico que eligiera un papel limpio y estrenara una lapicera azul, pero estaba lejos de sentirse un héroe y, además, se había propuesto alejarse de lo previsible. Si lo normal era una nota a mano, él iba a escribirla en su computadora, como había escrito cada palabra importante en los últimos años. Ya ni recordaba su caligrafía más que cuando tenía que firmar algún vale, y también por eso prefería olvidar. Ésa iba a ser una nota impresa, sin más aclaraciones que las indispensables y privando de antemano a cualquier morboso que fuera a solazarse con el temblor de su mano o a descubrir una vacilación final en la curva sinuosa de una mayúscula.

Encendió la máquina y dio una mirada a la página en la que había entrado compulsivamente durante los últimos dos meses. Se sorprendió de que más de trescientas personas la hubieran visitado desde el día anterior. Como siempre, había mensajes disuasivos y algún insulto, también. Muy pocos se animaban a dejar su aplauso por escrito, quizá para no tener que llevar otra carga cuando todo estuviera hecho. Por momentos, se decía que era otra farsa colgada en la red, pero el chico parecía tan sincero que daba vergüenza dudar de sus intenciones, y Tadeo se dejaba hechizar, como tantos otros, por su canto.

La página se llamaba Perdón por la letra y era probable que la identidad de su creador se ocultara tras un nombre falso: Horacio. Al principio, Tadeo creyó que era una página sin mayor interés en la que explicaba las razones por las cuales se suicidaría antes de terminar la primavera. Le pareció una niñería, una forma tonta de llamar la atención, incluso una falta de respeto hacia el sufrimiento de los que estaban en ese límite impreciso de la vida. Pero, sobre todo, intuía que esas páginas eran una demostración de sensacionalismo irresponsable, un golpe de efecto que escudaba otras cobardías. Ya iba a suprimirla, cuando vio una ventana que vinculaba la página principal con textos de escritores suicidas, varios de ellos poetas. Quiroga encabezaba la lista y era probable que de él tomara el alias. Ingresó a un mundo desquiciado en el que Horacio había seleccionado textos donde cada creador gritaba que se estaba despidiendo. “Solté el cabo y se me fue la vida”, decía Lugones. Tadeo pensó que Lugones se equivocaba: morir no era así de sencillo; nada indicaba que fuera fácil cortar la hebra de seda de la que hablaba en su poema. Quizás el impulso final, ¿quién podía saberlo?; pero el camino previo, la cocción íntima de aquel estofado se hacía a fuego lento hasta que un día la cabeza empezaba a hervir o estallaba.

Horacio había incluido poemas bellísimos de Sylvia Plath, de Alejandra Pizarnik y de Emelino J. Vargas. También textos de Osamu Dasai, de Virginia Woolf, de Hemingway, y párrafos enteros de Sándor Márai elegidos con sutileza de sus libros inundados de sabiduría. En fin, se notaba que no sólo hacía gala de ser lector fino, sino que buscaba una cierta legitimación en la literatura. Destacaba una cita que atribuía a Goethe. Tadeo dudaba de su autoría, pero la había copiado como una premonición. Decía así: “Como no lo lograba jamás, terminé por reírme de mí mismo, rechacé lejos de mí todas esas locuras de hipocondríaco y resolví vivir. Pero para poder hacerlo con serenidad, debía realizar una tarea poética donde sería expresado todo lo que yo había sentido, pensado y fantaseado”. Si esto era cierto, la idea había surcado la mente de Goethe como una posibilidad; o más que eso: lo había intentado infructuosamente y había decidido volcar en la escritura aquellas experiencias de las que parecía haber desistido.

Lo terrible de aquella página eran las declaraciones de Horacio, un muchacho de diecisiete años, de clase media, hijo de un contador procesado sin prisión por algún malabar turbio durante la crisis bancaria. Horacio no defendía la inocencia de su padre, sino todo lo contrario, se avergonzaba de él como una pieza más de aquella locura que casi quiebra al país. Había visto a algunos padres de compañeros perder el trabajo o cerrar las pequeñas empresas y se sentía cómplice de tanto dolor repetido hasta el hartazgo en informativos, diarios y reuniones de toda índole donde no había otro tema que la situación crítica y el fondo que estaba a punto de tocarse. Una tarde abrió la ventana de su dormitorio y tiró desde el séptimo piso a la calle su calzado deportivo de marca, los jeans, los relojes, los perfumes, los discos, todo aquello que el dinero de su padre había comprado para él. Se quedó con lo indispensable y creó su propia página en la red, lo único que le pertenecía, un lugar en el que iba a explicar su muerte el 3 de noviembre, San Martín de Forres, el santo de su padre, como se complacía en contar con cierto sadismo.

“¿Nunca te pasó estar junto a una ventana abierta en un piso alto, mirar hacia la calle, tan chiquita allá abajo, y pensar: '¿Y si me tiro?'. Yo, sí -decía al comienzo-. Al principio, creí que era sólo vértigo y la necesidad de acabar de un golpe con la angustia de la altura, pero es más que eso. Hay un deseo de morir en mí, algo que recién ahora estoy descubriendo. Soy una basura. Estoy hecho de la misma mierda que mi padre y él está hecho de la misma mierda que ellos. Me han dejado solo y estoy acorralado”.

Tadeo no pudo evitar que los alacranes de la infancia vinieran a su recuerdo.


– Papá, ¿cómo se llaman aquellas estrellas?

– Las Tres Marías, el cinturón del gigante.

– ¿?

– Había una vez un gigante muy, muy hermoso que se enamoró de una diosa: Artemisa. Artemisa es la hermana de Apolo, ¿te acordás de Apolo, Tadeo? ¿No? ¿Y cómo voy a seguir si no te acordás, eh? Vení que ya está haciendo frío. Ahora, prestá atención: Apolo es un dios importante porque es el dios de la música y de la poesía…

– Ahhh…

– Te gusta eso, ¿verdad, sinvergüenza? Te gusta la poesía, ¿eh? ¿Querés que leamos un poco? A ver, movete así me levanto, ¿no tenés frío? Dejame ver qué puede gustarte. ¿Te traigo una manta?

– Papá…

– ¿Hijo?

– Vení prontito.

– Pero si estoy acá nomás, si me ves por la ventana. Recostate y mirá las estrellas mientras busco. Esta biblioteca es un lío…

– ¿Papá?

– ¿Hmmm?

– ¿Vos creés que ella está mirándonos?

– Claro.

– ¿Y por qué yo no puedo verla?

– ¿Cómo que no? A ver, dejame un espacio así me acomodo. Tomá, tapate con esto. Ella está justo donde vos quieras, en Sirio, por ejemplo, la más brillante de todas. ¿Por qué me mirás así?

– Porque me estás mintiendo.

– ¿Yo? ¿ Y cuándo te he mentido?

– Ahora.

– Cuando seas más grande, vas a entender que lo que te digo es cierto. Hay amores que no mueren, Tadeo, es imposible. Se quedan escondiditos en el dolor, y uno llora mucho. Después, se transforman en dolor y rabia, y uno se enoja. Al final, con el tiempo, hay dolor otra vez, pero es un dolor distinto, una presencia dulce; aprendemos a vivir con él y es una forma de tener a esa persona con nosotros. ¿Me entendés?

– Yo la extraño.

– De eso, hijo, espero que no te cures nunca -le acarició el pelo-. ¿Leo?

– Bueno.

– De Kavafis…

– ¡Konstantino!

– ¡Eso, muy bien! Ahí voy: “Trata de asirlas, poeta, aunque no consigas retenerlas, esas visiones eróticas…”.

– ¿Qué quiere decir eróticas?

– Tiene que ver con el amor, con un tipo de amor. Viene de Eros. ¿Sabés de quién era hijo Eros? ¡De Afrodita! La diosa del amor. Pero también de Ares, el dios de la guerra. ¿Te imaginás, Tadeo, pobre Eros, ser hijo del amor y de la guerra?

– Por lo menos, tenía mamá.


Horacio había dividido su página en tres secciones: Diario, Los Padres y Mensajes. En vano se recorrían de atrás hacia delante procurando encontrar alguna contradicción que delatara su impostura. Parecía ser que Horacio hablaba en serio y que había montado esa pequeña escena porque necesitaba explicar su suicidio o, quizá, como le dijo uno de los visitantes, para dejar pistas que, finalmente, pudieran rescatarlo. Escribía sin faltas y con excelente sintaxis, como el alumno aplicado que decía ser, alguien que no había desperdiciado los años de educación y que se destacaba de los mensajes mal escritos que otros le dejaban. Claro que también estaba su gusto por la poesía, esa pasión que lo declaraba lector de horas y que, sin duda, había contribuido para que se expresara con tanta fluidez.

Sea como fuere, impostor o sincero candidato a terminar con su vida, Horacio fascinaba. Había una lucidez en sus palabras que abría surcos en el entendimiento y, más tarde, luego de rumiar lo que de pronto se volvía tan claro, otras cajas se destapaban y otras, y otras, como si Horacio hubiera trillado miles de veces aquel camino y supiera de memoria sus secretos.

Nada era más espeluznante que abrir la ventana Los Padres. Cualquiera podía pensar que allí encontraría una diatriba cerrada contra sus progenitores. Pero no era así. Los padres eran los escritores suicidas a los que Horacio veneraba y que, a través de sus textos, le proporcionaban la legitimidad más pura para llevar adelante su decisión. Ellos, que habían nacido con el don de la palabra, que iluminaron tantas vidas con la belleza justa de las cosas bien dichas, esos mismos escritores elevados a la categoría de genios o dioses, habían optado por el suicidio. Era, por lo tanto, un camino abierto y Horacio lo entendía así.

“De Alejandra Pizarnik, una belleza”, decía, y transcribía:

Mañana me vestirán con cenizas al alba,

me llenarán la boca de flores.

Luego, invitaba a pasar a la sección Mensajes, donde cada provocación tenía su respuesta.

Perdón por la letra: Mensajes

De Matías a Horacio:

“Loco, de verdad no entiendo que buscás. El poema de Pizarnik no me parece ninguna belleza. No trates de hacernos creer que suicidarse está bien. ¡No! La vida es linda, tiene un montón de momentos buenos, no está tan mal. Seguro que tenés cosas buenas alrededor y no las ves. Tengo veintiocho años y perdí el laburo, pero ni ahí se me da por pensar en eso. Estuve como cinco días tirado en la cama, sin bañarme ni afeitarme. Bueno, estuve así durante esos días, pero ahora estoy buscando y está bravo. Medio país anda en la misma. Hay que luchar por los ideales, ¿no? No me entrego, loco, ya te dije, la vida es linda”.

De Horacio a Matías:

“En primer lugar, no sabés leer poesía. Vos decís que la vida es linda y me parece una falta de respeto. Será linda para vos, pero no todo el mundo se conforma; enterate. Yo, por ejemplo, respiro, como, leo, estoy biológicamente vivo, pero para adelante, muerto, morto, dead. O sea, no hay nada en el futuro, ¿me entendés? Y no me hables de ideales, ¡por favor! ¿De qué ideales me hablás? ¿De morir por mi bandera? ¿De la patria o la tumba? Eso ya no existe. Cada uno está en la suya. Si hay que sacar la guita rápido para no fundirse, o afanarla, te puedo asegurar que la patria no cuenta. A nadie le importa nada de vos, tenés que vivir a los codazos porque, donde te descuides, un día llegás a tu casa y tu familia te vendió los calzoncillos. O peor, te compró unos nuevos con la guita que le afanó al vecino. ¿No ves que esto es una gran bola de mierda? Yo me bajo”.


Tadeo está con su padre en la planta baja de una oficina pública. No quiere subir al ascensor. Mira las luces que indican que la caja se acerca, desciende hasta ellos desde un noveno piso; las rodillas se le aflojan. Con gusto apretaría la mano del padre, pero ya tiene diez años y sabe que no está bien; hasta puede imaginar a Jano burlarse sin la menor piedad.

El tres se enciende y Tadeo siente una leve náusea que lo lleva hasta lo profundo de un recuerdo lejano en el que está con su madre en el interior de un ascensor cualquiera, esta vez, sí, bien tomado de su mano. Puede oler el perfume a limpio de su piel. La madre no habla; va inmersa en algún pensamiento cuando, de pronto, el ascensor se detiene con brusquedad y la luz se apaga. Tadeo se aferra a la mano como a la punta de un despeñadero. El miedo crece en pavor, el pavor empieza a ser pánico, pero la voz de ella suena serena:

– Apagón. No te muevas, pronto nos van a sacar.

Tadeo ya no siente tanto miedo, sino una entrega mansa. No importan la oscuridad, ni la sensación de estar colgado en la nada dentro de una caja de metal, ni el silencio, ni el aire que empieza a escasear. La madre se arrodilla y lo atrae contra su cuerpo, y él siente que también el corazón de ella late de prisa. Los latidos se acompasan, madre e hijo abrazados en un ascensor a oscuras.

Alguien grita desde abajo o desde arriba que no se desanimen, que están trabajando para solucionar el problema. La luz vuelve y el ascensor se pone en movimiento. Cuando llegan a destino, la madre lo suelta, se alisa la falda y atraviesa las puertas como una reina contrariada. Tadeo todavía está asustado y busca la mano, pero ella se lo sacude con algo de indiferencia y lo deja unos pasos atrás.

Se enciende el uno. El ascensor está por llegar. Tadeo mira al padre que no imagina las explosiones que están sucediendo en su corazón. Planta baja. Es un ascensor viejo, de rejas, como una jaula. El padre abre y entra, pero Tadeo se queda afuera, otra vez paralizado.

– Vamos, subí.

Tadeo avanza y está triste, sencilla y puramente triste, como sólo un niño sin madre puede.


La crisis había estallado hacía un año y medio. Los teléfonos celulares eran sapos a los saltos en los bolsillos. Y la gente, una hilera de hormigas paralizadas a la espera de que las puertas del banco se abrieran y alguien explicara por qué los cajeros automáticos no funcionaban. Tadeo había llegado cerca de las once y se encontró con una veintena de clientes que descargaban los nervios propios en los ajenos; así, en un va y viene hasta que los aleteos agazapados de los primeros rumores se convirtieron en un ruidoso batir de alas y ánimos recalentados. Las noticias de los informativos de la mañana se mezclaban con lo que alguien había oído en el ómnibus o incluso en el banco días atrás, pero todo quedaba reducido a la palabra santa de un empleado de sanitaria que, sentado sobre su caja de herramientas, promulgaba a los gritos lo que iba escuchando en su walkman, y disfrutaba como loco de su cuarto de hora como improvisado formador de opinión.

La verdad era que a esa altura de la mañana muy pocas personas sabían lo que estaba pasando y ésas se encontraban deliberando sobre la suerte de todos, a resguardo de cualquier teléfono desde donde un periodista impertinente pudiera hacerles la pregunta para la que no tenían respuesta. El vacío de información se llenó de especulaciones y fantasmas que venían de muy atrás, cuando otra crisis bestial había roto una mentada “tablita” y con ella tantas vidas y tantos sueños. Ahora, veinte años después, muchos habían vuelto a creer en la estabilidad del sistema y habían prestado oído a más de un consejo que estimulaba a endeudarse tranquilamente en dólares. Otros, Tadeo incluido, se habían creído los reyes de la astucia financiera por depositar su dinero en bancos isleños que ofrecían plazos fijos con intereses de telenovela. Y algunos que habían optado por la seguridad del país ni siquiera sospechaban que también sus ahorros se habían evaporado hacia aquellos paraísos para hacer las veces de torniquete de sangrías ajenas. Pero la mayoría era una masa silenciosa que no tenía ni una moneda en el banco, que transcurría revolviendo la basura y comiendo de ella, pariendo hijos al por mayor y extendiendo su horizonte apenas al anochecer de cada día. Sobre todos se cernía la oscuridad de la incertidumbre que en pocos días sería impotencia para unos y hambre para otros.

A la una en punto salió el subgerente. Tenía la camisa empapada y unos pelos locos pegados al cráneo. Estaba nervioso, pero se esforzaba por aparentar calma e incluso un cierto aire de superioridad. Aplastó un cigarrillo con el pie y pidió que la gente se acercara, pero nadie quería perder su lugar en la cola que ya doblaba la esquina y se esfumaba hacia la otra cuadra para mezclarse con otra cola idéntica que desembocaba en la puerta de un banco del Estado. El hombre no tuvo más remedio que salir del refugio del umbral y avanzó unos metros con dos guardias custodiándole las espaldas. Cada paso que daba era un golpe de corriente que se desplazaba a toda velocidad uno a uno a través de la cola hasta el final y se cruzaba con la información que venía desde el otro banco en una sorprendente simultaneidad que fue el indicio más claro de que aquello era un problema de todos.

Anunció el feriado bancario casi con vergüenza y explicó que se prolongaría hasta el lunes siguiente, cuando los bancos abrirían sin problemas y cada cual podría seguir operando como hasta el día anterior. Pero la conciencia general, que en aquellas horas se había desarrollado como la mente de un único cuerpo compacto, hizo que estallara una silbatina feroz, acompañada de insultos y alguna amenaza. El hombre entendió que aquella era la señal para volver al precario bunker de su banco y los guardias también se atrincheraron detrás de las puertas a la espera de que aquella criatura encolerizada se dispersara sin más incidentes.

Tadeo se maldijo por no haber consultado, por no haber hecho más cuentas, por no haber calculado los riesgos antes de hacer aquel depósito. Evocó los estragos de hacía veinte años y los cuentos que iban más atrás todavía y recordaban otros bancos quebrados, buques transatlánticos a pique con los depositantes dentro, naufragios en los que muchos se ahogaron junto con sus esperanzas. Pensó en lo que desde hacía unos meses estaba sucediendo en países de la región, lo que miraba por la tele como si fuera una película, una ficción que le quedaba demasiado lejos: la gente golpeando a puño limpio contra las puertas de los bancos, los saqueos masivos a comercios, las manifestaciones dispersadas con gas lacrimógeno -como si alguien necesitara de un gas para llorar-, pero también los tiros, los heridos y muertos y hasta la caída de algún presidente que huyó en helicóptero. Y en medio de semejante caos, él se había creído el cuento de un gerente conocido que le sugirió transferir sus depósitos, es decir, los ahorros suyos y de Laura, a aquel plazo fijo que se los devolvería en tres meses, sanos, salvos y engordados. Para reforzar su actuación magistral, aquel gerente tenía el detalle de mostrar el depósito que su madre había hecho unos días atrás, algo que, según supo más tarde, repetía con cada uno de los clientes. Con Tadeo había dado resultado.

También sabía que en los últimos meses el país soportaba una corrida bancaria sostenida, la muerte por goteo, como alguien la había definido, y que una delegación del gobierno estaba en Washington gestionando un nuevo préstamo que permitiría salir de la crisis, una terapia de shock para salvar el apuro, aunque nadie creyera que seguir endeudándose fuera la solución definitiva. La solución definitiva estaba en activar el país, pero era más fácil conseguir dinero dulce a modo de préstamo que bajas en los aranceles o apertura de mercados para los productos. En ese sistema perverso, el país pequeño se volvía más y más un apéndice dependiente y la soberanía, que cada tantos años se despertaba con orgullo en las urnas, empezaba a parecerse a un teatro montado desde el exterior para permitir la elección de los gobernantes que luego irían a recibir instrucciones de los verdaderos dueños del poder, lejanos y extranjeros.

Tadeo no fue de los que aporrearon puertas ni tampoco tuvo arrebatos de histeria, pero vio cómo gente muy parecida a él se agolpaba frente a los bancos y perdía la cordura ante la injusticia. Vio mujeres; sobre todo mujeres convertidas en gorgonas desmelenadas, ajenas a cualquier mandato de la coquetería, gritando insultos a los banqueros, mentando a la madre que los había parido; insultos que, puestos en boca de una mujer, volvían como un bumerán sobre su propia condición femenina. Estaban defendiendo sus ahorros y, en muchos casos, los de sus hombres, quizás incluso con más apasionamiento, como hembras celosas, custodias de un hogar que veían derrumbarse sin remedio. También hubo amenazas públicas y privadas, éstas muy probablemente más eficaces que las primeras; varios comunicados en los medios y los propios medios que entrevistaban a diestra y siniestra, aunque por aquellos días andaban todos a ciegas y las declaraciones no eran más que cálculos, expresiones de deseo en algunos casos, sentencias apocalípticas en otros. Puro desconcierto.

En el preciso instante del anuncio del feriado bancario, Tadeo vislumbró el primer rayo del temporal que se venía y se acercó al empleado de la sanitaria, a quien ya nadie prestaba atención, para preguntarle si había novedades. “Una conferencia de prensa a las siete”, le dijo y se dio media vuelta con su caja de herramientas convertida en mil kilos de plomo que apenas podía levantar. Tampoco Tadeo tenía fuerzas; volvió caminando a su casa como un héroe vencido, y atravesó una ciudad que empezaba a erizarse a medida que las noticias iban extendiéndose, y con ellas el miedo de no saber, que es el peor de los miedos.


Jano estrena la chumbera que el tío Ignacio le regaló por sus diecisiete años. Ha estado limpiándola, limpio sobre limpio, toda la mañana mientras Tadeo juega a las bolitas y lo mira de reojo. Cada tanto, Jano lo apunta y Tadeo no se mueve, pero el párpado izquierdo parece enloquecer y tiembla fuera de control. Jano también juega a calzarse el caño en la boca y a hacer que dispara el gatillo con un pie, mientras mantiene los brazos a los costados del cuerpo.

– Si papá te ve… -le dice Tadeo con timidez, casi con respeto.

Esta tarde van a ir por primera vez de cacería al monte de pinos que queda a un par de cuadras de la casita de la playa. Jano practica su puntería con latas que coloca sobre un tronco frente al muro de atrás, un muro tan blanco que al mediodía es difícil aguantar el dolor que el reflejo causa en los ojos.

– Así es la nieve -dice el padre-. Les puede quemar la vista. Algún día, vamos a conocer la nieve. Los tres, ¿qué les parece?

Tadeo se regocija por adelantado, pero Jano nunca contesta, como si un rencor sordo viniera encrespándose al ritmo de una gran ola y sintiera que pronto reventará en alguna de sus orillas para luego arrastrarlo lejos, muy lejos de allí.

Los hermanos salen hacia el monte. Jano va con su chumbera a la espalda y una latita con municiones. Tadeo da dos pasos donde el otro uno, y apenas puede con la vianda y el morral para las presas.

– Ahora hay que hacer silencio, soldado -le dice Jano al llegar-. El enemigo puede estar en cualquier parte.

Tadeo arquea la espalda y camina tratando de evitar las pinochas crujientes. Por encima de su cabeza, el cielo es una piedra azul engarzada en la filigrana de las ramas altas. Jano le señala una parcelita de pasto bajo un pino.

– ¡Arme la tienda, soldado! Cocina y despensa. También polvorín y santabárbara.

– Eso es de los barcos -protesta Tadeo.

– ¡Silencio, soldado! No me contradiga. Cumpla con lo suyo mientras voy a inspeccionar.

– Eso es de los barcos -susurra Tadeo y se arrodilla junto al pino. Extiende la mantita que lleva en el morral y sobre ella pone la vianda y las municiones-. Ya está tu santabárbara, ¡bruto!

Jano se aleja unos metros siempre con la mirada en lo alto de las copas. Una torcaza inmensa aletea desde un eucalipto y se posa en una de las ramas bajas de un pino. Jano apunta. Tadeo lo sigue a la distancia. Puede oler el miedo en el aire. Jano traga saliva y respira hondo, pero la torcaza no le da tiempo. Como si hubiera presentido la muerte, vuela hasta una rama más alta y queda quietecita, entreverada con las piñas y las pinochas verdes, una sombra gris entre tantas sombras.

Jano putea a la nada y vuelve a apuntar casi perpendicular al cielo. Tiene las venas del cuello tensas y transpira. El sudor le resbala el arma entre las manos. Se seca en el pantalón y vuelve a poner la mira hacia el pájaro que se siente equivocadamente seguro en las alturas. Se afirma, traga, respira y dispara. Es un segundo incierto hasta que la mancha gris de la torcaza va abriéndose paso entre las ramas, cayendo, cayendo y se estrella contra el piso como una bomba de agua sucia.

Jano tarda en darse cuenta de que le ha dado, pero Tadeo ya siente la dicha fiel del perro de caza y corre entre los arbustos a buscar la presa que encuentra junto a unas tunas silvestres en flor. Tiene el cuerpo tibio y no ha muerto. Jano se apresura a sacársela de las manos y en un movimiento rápido le quiebra el cuello.

– Para que no sufra -dice, y luego, mirando a su hermano se oye pronunciar unas palabras que no acaba de entender-: Siempre chiquito, Tadeo, quedate así siempre.


Los días que siguieron al decreto del feriado bancario fueron una sucesión de manifestaciones callejeras, declaraciones de autoridades y un sinfín de palabras cruzadas con mayor o menor conocimiento de causa en cada reunión familiar, en el trabajo, en la cancha de fútbol, a la salida de las escuelas, en el supermercado. La incertidumbre paralizaba el país a la espera de una señal que arrojara un poco de luz o fuera el tiro de gracia definitivo. Los que habían sacado a tiempo el dinero de los bancos tramitaban giros hacia el exterior o improvisaban escondites en la casa, sucuchos domésticos viciados de puerilidad. Los otros, los que no sólo habían confiado hasta último momento, sino que habían hecho operaciones que prometían la multiplicación de las ganancias, se veían despojados de sus bienes sin mayor explicación que un sistema que no había resistido la coyuntura interna y regional y, por supuesto, las estafas bancarias más la corrupción generalizada de la que nadie parecía hacerse cargo. Para colmo de males, algunos depositantes eran golpeados en la lona y recibían el calificativo de antipatriotas porque sus retiros prematuros y las transferencias hacia el exterior eran señalados como una de las patas quebradas que, finalmente, terminaron por voltear la mesa entera.

En todas partes se puso a prueba la capacidad de adaptación. Era común ver las cortinas bajas de los comercios, los carteles de venta; enterarse de reducción de sueldos, seguros de paro, despidos. No sólo la economía se contrajo por aquellos días; la vida entera del país se transformó en un coágulo, un monotema, aquello de lo que todos tenían opinión formada, una distribución de culpas, el anquilosamiento de las esperanzas; mientras, afuera, los dueños del mundo se pertrechaban para combatir el terrorismo y erigirse en salvadores de la humanidad. Una lucha sin valores, sin estrategias militares ni económicas, carente de moral y ética, otros fundamentalismos amparados en los ideales de libertad y democracia, pero fundamentalismos al fin; la marca de una nueva era.

En el bar se hablaba de estas cosas, por supuesto. Cada cual tenía su visión de los hechos y no se apeaba de ella por razonables que fueran las explicaciones ajenas. También desde esta necedad defendían sus pequeñas parcelas y se reafirmaban en convicciones cada vez más precarias. Tadeo leyó mucho durante esos meses, se encerró en la poesía y encontró allí un mundo hacia el cual evadirse para no pensar que lo habían estafado, que no tenía ni un peso en el que respaldarse si la situación empeoraba.

Y empeoró. Era empleado de una agencia de viajes y cuando se presentó a trabajar un lunes, ya no había tal trabajo; ni siquiera había empresa. Esa mañana, mientras acomodaba las piezas de su pequeño mundo, con la soberbia imbécil de creer que ya nada más podía pasar, mientras desayunaba y elegía su corbata, unas personas que habían abierto cuentas en las que iban depositando una cuota mensual para un futuro viaje rompían a pedradas la vidriera de la agencia y entraban como una turba enloquecida; mientras otros, últimamente entrenados en estos menesteres, aprovechaban para saquear computadoras, lámparas, sillas, todo lo que pudiera ser vendido sobre una manta en cualquier calle de la ciudad.

Cuando Tadeo llegó, encontró a sus compañeros aturdidos que daban la cara a la gente mientras respondían a la policía, a los micrófonos, e intentaban que no se robaran lo que, en definitiva, era el único capital que les quedaba. Unos monigotes, eso eran los pobres y alguno, desbordado, se sentó en el cordón de la vereda y rompió a llorar. A Tadeo le llevó unos minutos entender que otra vez lo habían engañado, que de un soplido, un domingo por la tarde mientras la ciudad era un desierto, los dueños de la agencia habían vaciado las cajas fuertes, destruido los documentos y se habían subido a un avión paradójicamente mezclados con tantos que se iban a buscar esperanzas en el exterior; las primeras manifestaciones de un éxodo que desangró al país.

No veía más que los vidrios rotos y la única idea que rondaba su cabeza era la deuda que tenía con la automotora: unos siete mil dólares que había logrado refinanciar hacía unos días y que pensaba ir pagando con el sueldo más algunas privaciones a las que todos empezaban a acostumbrarse. También debía dinero a un conocido por una edición frustrada de sus cuentos, la compra de un par de electrodomésticos y la tarjeta de crédito. Pensó que si no se tomaba vacaciones ese año y apretaba algún gasto superfluo, no sólo capearía la tormenta, sino que podría saldar sus deudas en pocos meses. Y, además, estaba el sueldo de Laura, que era un sueldo docente, es decir, no gran cosa, pero que iba a ser el salvavidas mientras él encontraba otro trabajo.

Siempre había sido muy malo para los cálculos, pero esa vez se ganó la medalla de oro al error. En los meses siguientes, el desempleo treparía al veinte por ciento, Tadeo no soportaría el oprobio de ser mantenido por su mujer y Laura iba a dar aquel portazo con el que lapidaba una convivencia de veinticinco años.


– ¡Química y física! ¡Eso somos!

– Hay algo más, Jano.

– ¿Me vas a venir con Dios, ahora?

– No sé, puede ser. Pero hay algo más.

– Explicámelo, entonces.

– Es que no lo sé.

– Si no lo podés explicar, no existe.

– Vos siempre tan limitado.

– Y vos haciéndote el intelectual, el raro…

– Dejate de joder, querés, ¿qué quiere decir “intelectual”?

– Vos sabrás. Preguntale a esos con los que andás, todos iguales a vos, todos pálidos, muertos de hambre, siempre con un librito bajo el brazo, manga de pajeros.

– Porque tus amigos son una maravilla, ¿no?

– Por lo menos son normales, se juntan para hablar de mujeres, de fútbol.

– ¿Quién te dijo que no hablamos de esas cosas?

– ¿Cogiste alguna vez?

– ¿Qué decís?

– Eso, ¿cogiste?

– ¿Y a vos qué te importa?

– Sos un marica, quince años y sos un marica.

– Repetilo.

– Que sos un marica, Tadeo, Tadeíto. Que no se vaya a caer, que el primer diente, que fotos hasta para cuando inauguraste la escupidera, que las primeras letras, que la moñita azul, que enfermito de esto y de aquello, ¡apestado! Cómo no ibas a enfermarte, si te hervían todo, si la casa vivía llena de vapor para que se le abrieran los bronquios a Tadeíto, para que Tadeíto esto y aquello.

– ¡Andá a la puta que te parió!

– Que es la tuya.

– Con mamá no te metas.

– Vos la nombraste antes, ¿querés que hable del viejo?

– No te atrevas.

– Ella estaría acá si no hubiera sido por él.

– Te voy a romper la cara.

– Dale, animate.

– Te voy a romper la cara, Jano, te la voy a romper en pedacitos.

– Dale, dale, vení.

Y se la rompió.


Su relación con Laura había comenzado a desgastarse hacía tanto que muchas veces pensaba que el proceso se había iniciado el primer día, como una erosión invisible que les fue carcomiendo las ilusiones. Se conocieron en alguna reunión universitaria donde Tadeo pataleaba por sus ideales y Laura trabajaba por sus derechos, los dos con precaución, simulando una clase de estudios, porque eran los tiempos del terror. Le gustó que fuera mayor que él, que tuviera tan claros los conceptos con los cuales se embanderaba y por cuya defensa la vio discutir hasta extenuar a su contrincante de ocasión, muchas veces de puro terca, por no bajarse del caballo y ver quién aguantaba más, arriesgando demasiado en aquellas pulseadas demoledoras. Le gustaban sus piernas imperfectas que abría como un compás al caminar, su cabello sin tinturas y sus ojos castaños, dos almendras relucientes que ardían como llamitas cuando se enojaba. Era una mujer de principios cuando la conoció, y él apenas un aspirante a poeta que escondía su origen de clase media tras el disfraz de unos jeans zaparrastrosos y una barba que le duró muy poco y que casi le cuesta la vida de no haber mediado un coronel conocido de sus padres.

Se unieron en una resistencia cautelosa y esperaron juntos que todo aquello pasara, como finalmente pasó. Para entonces, ya no eran los compañeros que se entendían con el fulgor de una mirada o la frescura de un guiño cómplice, sino un matrimonio comprometido con aquel proyecto de familia que incluía a un niño de cinco años. Laura se había recibido de profesora de Literatura y Tadeo trabajaba como secretario de un diputado, que de poético no tenía nada, pero que le permitía traer un sueldo a casa.

Ella supo de sus infidelidades desde la primera vez. Jamás fueron aventuras, sino historias en las cuales entraba por atracción, es cierto, pero que derivaban hacia los afectos al poco tiempo. Nunca lo suficiente como para hacer temblar las estructuras de su hogar, una estabilidad que protegía de cualquier influencia exterior y que concebía como algo destinado a durar para siempre. Aquellas historias tenían la calidad emocional indispensable para no tener ganas de salir corriendo después de cada encuentro sexual. Sus amantes completaban la felicidad de la que Laura y César eran los pilares fundamentales, y no veía la razón para renunciar ni a las unas ni a los otros, siempre y cuando pudiera mantenerlos a una distancia suficiente.

Disfrutaba de esta vida, que para él no era doble sino una vida completa, y lo hacía con cuidado, es decir, corría los mínimos riesgos para evitarse problemas. Con las otras era claro desde el principio, brutalmente sincero, incluso con aquellas que parecían suplicar que les mintiera para alentar alguna mínima esperanza. Pero ésas eran las reglas de su juego: cama y cariño, quizás un poco de afinidad y mucha risa; nada más que eso. Luego volvía a la seguridad de su casa, con su mujer y su hijo, el lugar donde quería dormir cada noche, aunque a la mañana siguiente despertara pensando en llamar a la historia de turno. Creía que tenía el juego bajo control, pero era lógico que Laura notara los cambios: el exceso de cuidado en su persona, las llegadas tarde, las excusas absurdas, algún perfume imprudente pegado a la ropa.

Ella jamás dijo una palabra, ni siquiera cuando encontró aquel envoltorio de condón olvidado en el bolsillo de una camisa. Tadeo sabía que ella lo había visto porque allí lo puso después de una escaramuza en lo de una mujer que odiaba que dejara esas cosas tiradas. Él las guardaba y las arrojaba en cualquier tacho de basura camino a casa. Pero esa vez olvidó el envoltorio y lo recordó de improviso durante la cena cuando notó a Laura más callada que una tumba. Cenaron en silencio y él esperó que se durmiera para meterse en la cama. La camisa apareció en su estante perfectamente planchada y oliendo a jabón en polvo, y todo quedó en la nebulosa de los reproches futuros a donde van a parar las cosas que no se dicen en su momento y que una a una alimentan ese rencor continuo que tarde o temprano explota.

Laura adoraba a César y adoraba aquel mundo que tenían. Tadeo era parte de ese mundo; sin él, no funcionaba. Pero, además, era una mujer con un orgullo de acero, un orgullo que era mucho más que simple dignidad y que no le permitía aceptar que estaba siendo engañada, aunque por dentro se le quebrara el alma en mil pedazos. Ella, que había sido combatiente de tantas batallas y que había de hecho de la honestidad una actitud, se doblegaba ante el peso de una realidad que la desbordaba. De haber aceptado los hechos, se habría mandado mudar con su hijo, pero aguantó y fue tapando su humillación con trabajo, con planes para las vacaciones, con una casa impecable, con una maternidad ejemplar, con una respuesta solícita en la cama, donde se deshacía por ser la mejor de las amantes. Y Tadeo se sentía el tipo más afortunado de la creación por tener a semejante mujer como esposa y a las que quisiera como repuesto.

Tuvieron varias crisis, pero las sortearon a fuerza de diálogo, de poner voluntad y ceder alternativamente; fueron negociando su relación, reinventándola cada día, convencidos de que lo máximo a lo que podían aspirar era a una convivencia razonable que les permitiera el espejismo de una familia unida en la que César podría ir creciendo y ellos inmolando su felicidad a costa de ponerse a salvo de la culpa.

Laura soportó con estoicismo las depresiones en las que Tadeo caía y sus estallidos de euforia; también sus veleidades de escritor y las sucesivas frustraciones cada vez que regresaba a casa con los textos rechazados. Soportó las reuniones de amigos y las escapadas sin día fijo; soportó los sueldos bajos, las promesas que nunca le cumplió, la inestabilidad laboral que lo llevó de un trabajo a otro. Pero hacía un tiempo, justo en medio de la crisis, cuando el país era una olla a presión a punto de reventar, Tadeo tuvo que contarle que había perdido el trabajo y que los ahorros se habían ido por el resumidero de su ineptitud. Laura aguantó todavía un poco más, lo suficiente como para que una noche, cuando llegaba agotada del liceo después de tomar exámenes, él tuviera la poca sabiduría de increparle que no había nada en la heladera.

– ¿Y por qué no te ocupás vos?

– Porque siempre lo hiciste vos, ¿no? O resulta que porque ahora estoy sin trabajo… Vos lo hacés para que me sienta mal, Laura, pero esto va a pasar, ¿entendés? Y te voy a devolver hasta el último peso.

– Estás loco -le dijo y enfiló hacia el baño, pero él la tomó del brazo y la obligó a mirarlo.

– ¡Hasta el último peso, hasta el último peso! -le gritaba y sentía la ambigüedad de querer lastimarla y protegerla a la vez.

Así de simple, con esas pocas palabras se colmó el vaso lleno desde hacía tanto tiempo. Laura se soltó con los ojos empañados, gritó que no aguantaba más y cerró aquella vida con un portazo. Hacía de eso un año y él todavía la extrañaba.


Tadeo nunca era tan él como cuando ponía sus pensamientos en palabras. Todo lo importante dicho en su vida había sido por escrito. Desde niño, cuando dejaba pequeñas notas bajo las almohadas o en el estuche de afeitar de su padre, supo que la lengua se le paralizaba mucho antes que los dedos y que las ideas se le organizaban mejor ante la calma piadosa de la escritura. Hablando podía ser de una torpeza inigualable. Se ponía colorado; las muelas faltantes se le volvían demasiado obvias y sospechaba que su interlocutor no hacía otra cosa que reparar en ellas, como si desde el fondo oscuro se trasladaran hasta el frente de su boca y dejaran un ojo de huracán que se chupaba las palabras en lugar de escupirlas. Se sentía un mimo absurdo, un pez que boqueaba en la arena, el séptimo enano tonto, y apenas lograba una voz quebrada que no era el hilo enhebrador de ideas, sino la articulación frágil de unos soniditos tartamudeados que pedían permiso para dejarse oír y nunca encontraban la palabra justa.

Ese martes pensó que su carta fluiría con facilidad, incluso con belleza, y que no habría forma más justa de asentar lo que estaba sintiendo y cómo quería que se entendiera su muerte. Quizá, si no se hubiera demorado en la página de Horacio, si hubiera ido directamente a lo suyo sin bajar la intensidad de sus emociones pasándolas por el filtro de las emociones ajenas, habría podido escribir lo que estaba rumiando desde el alba. Pero Horacio se descolgó con aquel anuncio fuera de tiempo, un cambio de planes que no sólo lo sorprendió sino que se parecía mucho a una estafa: iba a adelantar su muerte. Hasta ese día, las reglas del juego habían sido claras y Tadeo le agradecía la honestidad, incluso cuando respondía con insultos a los mensajes que otros le dejaban, ofendiéndolo con buenas intenciones pero malos argumentos que herían su inteligencia y terminaban siendo una bofetada al dolor. Justo ese día, cuando Tadeo buscaba por última vez su lejana compañía, Horacio viraba de improviso y lo dejaba desconcertado y al garete. Después de todo, era un malcriado, como tantos le endilgaban en sus mensajes; que había montado un berrinche de nenedepapá, y que había estado todo ese tiempo riéndose de quienes lo seguían desde el morbo o la admiración. Tadeo empezaba a creer que lo único que los había unido era el amor por la poesía y que, mientras él daba las últimas puntadas para cerrar la cicatriz de su vida, Horacio había estado burlándose desde el anonimato de la virtualidad.

Eso pensaba Tadeo mientras abría Word y dejaba abajo la ventanita de Perdón por la letra; cada tanto volvía a ella, la elevaba por encima de la pantalla en blanco, releía para buscar dónde estaba la burla, dónde la mentira. Y la reducía otra vez al margen gris, una paginita desvalorizada de la que, sin embargo, no podía desprenderse.


Desplegaba las velas blancas de su documento y sentía por primera vez aquella angustia de la que tantos escritores hablan y que él siempre había combatido escribiendo algo, cualquier cosa, no importaba qué.

Tadeo necesitaba escribir su carta de despedida, pero la ventanita de Horacio era una serpiente que lo encantaba desde el fondo de la pantalla para perderlo en otros devaneos de la mente, mezcla de indignación y pena por aquel muchacho que también era él. Los dos, uno; cada cual a su manera, muriendo. Escribía “Queridos todos”, y no era eso lo que decía su corazón. “Laura, César, Alma”, tampoco. Verdad era que le importaba dejar una carta digna, que justificara sus pretensiones de escritor; una carta breve, elocuente y bella, elegante en su sencillez. No sería esta vez; las palabras no llegarían nunca. Ése era su miedo y su desafío perdido, el peor castigo, el de todo escritor que sabe lo que quiere, pero no puede encontrarlo. En el cuaderno que dejaba a mano junto a la computadora, donde ponía aquello que necesitaba ver en tinta, dibujado sobre el papel como un plano de sus ideas, algo más carnal que la virtualidad de la pantalla, garabateó: “Hasta aquí”. Y se desplomó vencido porque esta nueva imposibilidad suya no hacía más que recordarle como un mazazo sobre el yunque que también como escritor era un fracasado. Tadeo iba apagando sus conexiones con el mundo y se convertía en un ser que sólo tenía ante sí una posibilidad, un pintor de algún cuadro a medio terminar, con su pincel alzado y un único color, el único color en la paleta.

Abrió la heladera, pero sólo encontró un resto de queso viejo, una botella con agua mineral y tres naranjas. La cerró con la misma indiferencia autómata con que la había abierto y acomodó los imanes que sostenían tareas condenadas a la eternidad de las cosas no cumplidas. Eran casi las tres de la tarde y Tadeo un marinero perdido en un océano de libros desparramados, ropa sin sus perchas y aquella nota, “Hasta aquí”, pobre notita de dos palabras donde se resumía el drama de sus horas, la asfixia de sentir que había venido al mundo para poco más que nada.

Fue al baño, un poco por moverse hacia cualquier parte. Se detuvo frente al botiquín donde cada mañana debía hacer esfuerzos para reconocerse en el hombre acabado que le devolvía el espejo. Frente a ese mismo espejo, quizás, hacía ya años, Doc se había mirado por última vez antes de terminar con su vida. Estiró la boca en una mueca que pudo haber sido una sonrisa triste y dejó a la vista el agujero en las encías. “Una sonrisa de muerto”, pensó, pero se sorprendió calculando cuánto saldría un tratamiento con implantes y hasta gracia le causó su incoherencia: “Para que sonría tu calavera, Tadeo. Estás para enchalecar”.


Perdón por la letra: Diario

“Me siento mal, muy solo. Mi cuarto es el único lugar que me va quedando y no quisiera tener que salir de aquí más que para ir al baño. Y para comer. A veces tengo tanta hambre que vaciaría la heladera de un saque; otras veces, puedo pasarme el día entero sin pensar en eso. Mi madre dio la orden de que no me trajeran la comida al cuarto. Quiere obligarme a salir y a comer con ellos, que es muy aburrido porque nadie habla. Cada pedazo que te llevás a la boca es veneno. No sé para qué siguen comiendo juntos. Sería mejor que cada uno lo hiciera por su lado, incluso afuera. Como no voy a la mesa, se turnan para venir a putearme. Empieza como un pedido, pero a los dos segundos ya están gritando, diciéndome egoísta, que voy a terminar mal. Casi siempre es ella que viene primero y se descontrola. Enseguida aparece él gritándole que no insista, que lo deje comer en paz. Ella le contesta, él grita más fuerte, yo subo la música y me importa un pito que él patee la puerta y amenace. ¿Qué más vas a hacerme, Martín? Podés pegarme, matarme a golpes. Me harías un favor.

“Me intriga saber quién me va a encontrar, cómo saldrá gritando a llamar por teléfono, el médico, ¿me harán autopsia?, hasta la policía va a venir, eso es seguro, se va a armar un buen despelote en el edificio. Luego el velorio y el entierro. Va a ser fuerte. Mi vieja se va a mandar una tortilla de pichicata. Y después va a volver a ser la planta que siempre ha sido, pero llorona. Mi viejo va a dar el show, y se va a preocupar de que tenga un buen cajón, lindo servicio. Ni se le va a notar la tristeza. Al principio, pero dejá nomás que pasen unos días y le caiga la ficha; le va a venir una culpa tan grande que no va a poder con su vida. En una de ésas se da cuenta de las macanas que se mandó. Y bueno, si sirve para eso…

“Ayer tuve una fiesta. Detesto las fiestas, pero esta vez la pasé bien porque conocí a Shirley. El nombre es horrible pero ella está buena. No entendió cuando le dije que Sabina es un poeta. Me hubiera gustado contarle en qué ando, pero seguro que se iba a asustar o a decírselo a alguien. Bueno, pero estuvo bien hablar con ella y hasta le pedí el teléfono, aunque no pienso llamarla. Mi padre sigue en la de él. Se queja de que tiene que ir a declarar al juzgado y le oí decir que si cae, va a llevarse a unos cuantos. Mi madre lo único que hace es llorar y hablar por teléfono. Parece que escondió el revólver porque tiene miedo de que mi viejo mate a alguien. Ni se imagina. Me da lo mismo porque lo mío va por otro lado. Se pasan peleando y se echan la culpa. No los aguanto. A veces quisiera pegarles. Siguen dándome la plata para el psicólogo, pero hace tiempazo que no voy. Creo que el tipo les dejó un mensaje o algo así. Ni cuenta se dieron. Estoy durmiendo mal. Pienso todo el tiempo en mí. Trato de pensar en otras cosas, pero enseguida estoy pensando en mí, como que me veo desde arriba. Una cosa muy rara. Y quiero olvidarme, pero no puedo. Es espantoso. De día no se me nota tanto. En el colegio nadie me molesta por lo de mi padre, pero a mí me da vergüenza porque ellos saben. Mejor si no se me nota. Por eso fui a esa fiesta anoche. Me ofrecieron un porro, pero no quise. Ahora me gustaría haber probado.

“Algunos me insultan por esta página; que me mate, si quiero, pero que no tengo derecho de andar contándolo como si fuera una hazaña. No entienden lo que siento. Siento la Nada. Yo soy la Nada. Después de mí, la Nada. Pero no soy el único, no vayan a creer. Hay cientos de páginas de suicidas, adictos de toda clase que a primera vista pueden parecer un escándalo; yo creo que es el último grito que cada uno da. Algunos querrán que los salven; otros, que la humanidad entera se hunda con ellos. Los más, me parece, se toman en serio lo que hacen y quieren explicarlo para que por una vez los respeten, aunque sea muertos. Dicen que estamos locos. ¿Y quién no?

“Hace unos días encontré una página de surfistas de trenes. Los tipos saltan entre vagón y vagón, o se cuelgan de una puerta justo en el momento en que el tren parte o llega, esquivan cables de alta tensión y paredes de túneles estrechos. Muchos mueren, son afortunados. Otros quedan sin algún brazo o idiotas para siempre. Cuentan que es mejor que drogarse, que el miedo es tan grande que ya no lo sienten y, cuando alguno queda escrachado contra las vías o deja una pierna tirada en el andén y se desangra colgado de un vagón, los demás van a su entierro y lo despiden con una cierta alegría, que no es tal, claro, esa gente ya no siente. Hace tiempo que no sienten, que la vida les da igual, que no recuerdan si alguna vez la tuvieron, ni siquiera si están vivos. Algún imbécil llama a esto “deporte de alto riesgo”. ¡Deporte! No entienden nada, nadie entiende.

“'¡Inmoral!' me escribió una vieja hace unos días. ¡Como si alguien pudiera tirar la primera piedra! Son las tres de la mañana y no puedo dormir”.


Sólo un escritor sabe que hay un llamado ineludible del alma, una dignidad que se consigue escribiendo. Escribir era para Tadeo su dignidad, la balsa que lo alejaba de los márgenes de la cordura y lo perdía por un tiempo demasiado breve en los pantanales de los locos; una locura provisoria donde necesitaba hundirse, con la serena certeza de que la orilla estaba a la vista y que a ella volvía. Unos tres años hará, Tadeo sintió que su momento había llegado. Lo envalentonó un premio recibido por un cuento. Cisne rojo sobre la cinta gris, un cuento que, a la distancia, reconocía como premonitorio. La anécdota era sencilla: un hombre volvía con su familia de pasar un día en el campo. En sentido contrario, un camionero se desplazaba con su mole roja, un cisne sobre la cinta gris del pavimento. Ambas historias se entrelazaban. Como si hubiera podido predecir lo que iba a suceder poco tiempo después, había creado un contexto de crisis económica que era el espejo de otra crisis más profunda, causa o consecuencia de aquélla, quién sabe; una crisis de valores que, finalmente, conducía al desenlace de la historia. Había escrito ese cuento en pocas horas, pero la corrección tomó meses hasta que el plazo del concurso apremió, lo puso en un sobre y lo deslizó en un buzón de correos como un jirón de esperanza.

Meses después, alguien llamó a la casa para darle la noticia del primer premio y Tadeo, sin acabar de creerlo, insistió en que confirmaran su nombre, si no había posibilidad de que hubiera salido en segundo lugar, de que estuvieran manejando una lista de perdedores. Pero no había equivocación. El primer premio era para él. No encontraba a Laura por ninguna parte y necesitaba contárselo a alguien. Llamó a Víctor.

– ¿Con quién hablo? -dijo atolondrado.

– ¿Con quién quiere hablar?

– ¿Víctor?

– El hermano. Víctor no está.

– Habla Tadeo, ¿cómo andás?

– Ah, bien, bien.

– Escuchame, necesito que le digas a tu hermano que gané el concurso.

– Le digo -contestó el otro sin emoción.

– El de cuentos, primer premio, ¿qué me contás?

– Mirá vos, te felicito.

Era evidente que no podía medir la magnitud de aquello. El hermano de Víctor no se había acercado a un libro en los últimos diez años más que para esconder algún billete de lotería que su mujer le tenía prohibido comprar.

– Entonces, ¿le decís? Que me llame, voy a estar en casa. En una de ésas salgo a festejar, pero que me llame, de todos modos.

Llegó Laura; se abrazaron, la alzó en sus brazos hasta que la cabeza de ella quedó encima de la suya y le dio un beso que era toda una promesa de felicidad. Ella le revolvía el pelo, le decía que se alegraba por él. Y era cierto. Por él, pero quizá ya no por ella que empezaría a sentir que su proyecto común se estaba acabando. Fueron a cenar y volvieron caminando de la mano. Esa noche no hizo más que hablar de él mientras Laura lo observaba con una media sonrisa de felicidad incompleta. Tadeo pensó que Víctor habría llamado durante su ausencia y que lo intentaría al día siguiente. Pero no lo hizo, ni ese día, ni al otro, ni al otro. No llamó y Tadeo se aguantó con excusas hasta el domingo, cuando se encontraron en el estadio.

– ¿Todo bien? -preguntó.

– ¿Qué contás?

– No me llamaste.

Víctor puso cara de no entender; Tadeo creyó por un instante que el hermano nunca le había dado la noticia y una tenue alegría le alentó las palabras.

– ¡Por el premio! ¡Primer premio!

Pero Víctor no se sorprendió, que hubiera sido la única redención posible a su falta de entusiasmo. Sonrió como si le pesara tener que hacerlo y apoyó una mano en el hombro de Tadeo. Era una sonrisa obligada por la cortesía, una sonrisa que lejos estaba de ser alegría espontánea, una sonrisa a la fuerza, es cierto, pero de ningún modo falsa. Víctor sentía como nunca el aguijonazo de la autocompasión, y se culpaba por no poder alegrarse con sinceridad por el logro de su amigo. Mientras chapoteaban en el charco de la medianía, era más sencillo olvidar la propia miseria, pero bastaba con que uno asomara apenas la cabeza para que ese precario equilibrio se derrumbara y la conciencia implacable los tomara por asalto.

– Ah, sí, me contaron. Te felicito, te felicito -dijo, y pareció aliviarse cuando un hombre de amarillo se acercó a venderles café.


Tadeo vivía en una casa de altos pintada de blanco con un balconcito al frente decorado con rejas negras. Laura y él la habían alquilado a bajo precio porque el rumor de la muerte del médico joven se había expandido por el barrio y nadie quería vivir en la casa de un suicida donde, se decía, el fantasma del hombre aparecía con la luna nueva de marzo y deambulaba con los brazos extendidos y las palmas abiertas, como pidiendo. Tadeo jamás había creído en aparecidos, mucho menos Laura, así que se alegraron de la ignorancia ajena que les permitía acceder a una casita preciosa a poca distancia del liceo. Casi nunca hablaban del asunto, pero cada mes, cuando venía por su dinero, la dueña les preguntaba si todo estaba bien y se iba tranquila apenas le aseguraban que sí. Jamás se refería en forma directa al fantasma y ellos fingían que su inquietud estaba dirigida a cualquier vicio de la construcción, humedades o caños rotos, por lo que se comprendían con un mínimo diálogo pleno de sobreentendidos.

Ese martes, tan distinto a todos cuantos recordaba, la sombra de Doc lo acompañó desde el amanecer y hasta sintió una pena densa por él. No estaba claro con quién había vivido, si lo acosaban las deudas o era un perseguido político; si padecía mal de amores, si estaba enfermo o había perdido algún paciente en una maniobra equivocada. Nadie sabía si la culpa le anudaba el cuello, o si era pura melancolía. Pero Tadeo estaba seguro de que Doc, como él, sentía la más absoluta soledad.

¿Qué verdades encerrarían esas paredes? ¿Cuánto dolor habría quedado pegado a sus poros? ¿Estaría aún ahí la energía descomunal que ese hombre tuvo que desplegar para matarse? Tadeo fantaseaba con un despertar cualquiera de un hombre acorralado por sus circunstancias que, de pronto, sentía que los dados estaban echados. Ese hombre se levantaba de su cama, una cama que estaba en el mismo cuarto, iba al baño, el mismo baño. Se miraba en el espejo, pero no se reconocía. Ni siquiera intentaba bucear en el recuerdo de sus seres queridos. Podrían haberle puesto delante lo más amado, sus hijos si los tenía, y él no se hubiera detenido. Estaba vacío por dentro, como apagado. Abría el botiquín, el mismo botiquín, y extraía un frasco con pastillas. Las miraba con lánguida avidez, como un niño que va a elegir un caramelo; llenaba un vaso con agua y las tomaba todas, diez, veinte, cuarenta, el frasco completo. Ya estaba hecho. Pronto acabaría el sufrimiento. Volvía a la cama y se recostaba. Un bello durmiente que espera el sueño del que ningún beso lo despertará. Y así iba perdiendo el sentido, hundiéndose en los cenagales de la muerte, quizá con ese súbito renacer de un instinto de supervivencia; pero ya no podría moverse, los músculos entumecidos, la mente dispersa y apenas una luz de entendimiento para que fuera sintiendo que se iba de la vida.


***

Las tres de la tarde y su último día estaba resultando tan frustrante como todos los anteriores. Ni siquiera era capaz de ordenar los libros en cajas, ponerles una etiqueta, “para Fulano”; mucho menos de redactar la maldita carta, a estas alturas, una obsesión. Sin darse cuenta, la rabia por no poder escribir le estaba sacudiendo la molicie espiritual, esa muerte anticipada a la que Tadeo se había entregado sin dar batalla. Se mordió los labios hasta que el dolor fue suficiente. Intentó con su fórmula de escribir lo que estaba sintiendo, sin puntuación ni correcciones, al vuelo sus dedos como pájaros asustados sobre las teclas. Al cabo de unos minutos se dio cuenta de que aquello no iba a funcionar y golpeó la frente contra la pantalla, con la voluntad derrotada.

Abrió la página de Horacio, casi por costumbre, sin demasiada fe. Entrar, leer y salir. Hasta ese entonces su conducta había sido cobarde, un voyerista sin compromiso, un niño espiando por el ojo de la cerradura. Quería decirle a Horacio que lo entendía, pero se sentía lejos de su dolor, que, paradójicamente, los unía con lazos tan poderosos como la muerte. Otra vez la angustia por las palabras faltantes que, sin embargo, existían en él como una gelatina sin cuajar. Era su torpeza la culpable por no encontrarlas, su falta de talento. Era él, Tadeo, que no servía para nada.

Se sentó en el medio de la pila de libros. Los veinte tomos de El Tesoro de la Juventud lo llevaron hasta una Navidad cuarenta años atrás. Volvió a ver la decepción de Jano, la suficiencia de la madre y la expresión desolada del padre. Se preguntó si por aquel entonces ya sabría que lo estaban engañando y trató de recuperar con exactitud cada línea de su rostro para detectar la marca del sufrimiento que produce todo odio nacido del amor. Pero no logró más que una imagen borrosa de un hombre que empezaba a darse cuenta. Apoyó la cabeza sobre las piernas flexionadas. Así estuvo un rato sin tiempo, con la sensación de ser el desagüe de una gran bañera, ese pozo, ese torbellino de agua que nunca termina de irse. Pensó que los libros estaban más vivos que él; mucho más. Y se le ocurrió que ellos podrían decir lo que él no podía. Tomó al azar un Gil de Biedma de tapas grises y lo abrió en cualquier página. Cualquiera, no. La poesía sabe amoldarse al alma con una exactitud sorprendente. No fue un poema sin sentido, sino aquél que hubiera querido escribir para Horacio.


Perdón por la letra: Mensajes

De Tadeo para Horacio:

No es el mío, este tiempo.

Y aunque tan mío sea ese latir de pájaros

afuera en el jardín,

su profusión de hojas pequeñas, removiéndome

igual que intimaciones,

no dice ya lo mismo.

Me despierto

como quien oye una respiración obscena.

Es que amanece.

Amanece otro día en que no estaré invitado

ni a un momento feliz. Ni a un arrepentimiento

que, por no ser antiguo

– ah, Seigneur, donnez moi la force et le courage!-

invite de verdad a arrepentirme

con algún resto de sinceridad.

Ya nada temo más que a mis cuidados.


De la vida me acuerdo, pero dónde está.


Apretó “enviar” con la secreta esperanza de llegar a tiempo, aunque no podía entender por qué lo había hecho. Ni por qué la ansiedad.


Después de enviar el mensaje Tadeo se sintió aliviado. No estaba seguro de que Horacio fuera a leerlo; ni siquiera de si todavía estaba vivo, pero era agradable la sensación de haber copiado aquel poema como si hubiera sido suyo, casi una falsificación o un plagio, las palabras que él hubiera querido decir. Volvió a la pila de libros y entre las páginas sucias de un viejo ejemplar de Trilce encontró una hoja de periódico cuidadosamente doblada. Ni siquiera recordaba haberla puesto ahí, pero apenas la desplegó, le vino a la memoria el preciso momento en que la había leído por primera vez y hasta algún otro hecho menor de aquel día, un incidente con su padre por causa de una camisa perdida y que, finalmente, apareció arrugada entre los manteles. Pero lo que más recordaba era el año, el año en que se habían llevado a Marga lejos, y por primera vez había surcado su mente la idea de que era mejor estar muerto. No era extraño que aquella carta lo hubiera afectado tanto como para guardarla entre las páginas de uno de sus libros preferidos. Tadeo tenía presente el escándalo que se había armado, y cómo casi linchan al redactor responsable por publicarla. Era la despedida de una mujer que anunciaba su suicidio y que había aparecido en un diario de hacía treinta años; un texto escrito desde las tripas, sin técnica ni pretensiones literarias. Un texto lleno de lugares comunes, una catarsis sin segunda lectura ni correcciones, lanzada al viento apenas parida, parida desde el dolor, con el alma abierta, rajada de arriba abajo.


Carta de Marisa G., publicada en El Diario el 7 de marzo de 1977:

“Cuando una se mata, no piensa, siente. Da lo mismo que haya ropa para lavar o camas sin tender. Que los platos queden sucios en la pileta y que la leche no alcance para el desayuno de mañana. No hay mañana. Tampoco hay ayer. Lo que pasó no cuenta en el pensamiento, aunque pese adentro, ¡y cuánto! Ni siquiera se acuerda de las decepciones. De las veces que nadie dijo que la comida estaba buena, del maquillaje a última hora frente al espejo del auto, del pelo a medio secar.

“No vale pensar en los que intentaron avisarnos. No los escuchamos. Siempre creímos que iba a ser diferente. A pesar de que lo vimos en nuestras madres y en nuestras abuelas. Pero teníamos una ilusión. Los cuentos de hadas, por ejemplo. Mentiras. Las sirvientas son sirvientas, las princesas nacen princesas y las mujeres comunes llevan una vida común, vulgar, ordinaria. No sirve la peluquería cada tanto. Ni comprarse algún trapo de oferta. Ni disfrazarse de señora para un casamiento. Se nota. Por debajo del disfraz se nota que estuvimos fregando hasta último momento. Que mañana, cuando despertemos con los pies deshechos, la casa estará esperando como siempre. Y habrá medias por todas partes, y una corbata colgando del pomo de la puerta y más de uno querrá cobrarse el desparpajo de habernos permitido unas horas de fantasía.

“Cuando una se mata, no piensa, siente que le duelen cosas, pero no puede nombrarlas. Estuvo mucho tiempo hablando de ellas. Pidiendo. Gritando. Sobre todo eso. Aunque nadie escuchara. Convirtiéndose poco a poco en una bruja. La mala, pero que no falte porque, ¿quién va a limpiar la mierda? Entonces, mejor no pensar, aunque el alma sepa.

“Tampoco piensa en los hijos. Siente que ya no tiene nada para darles. Incluso siente que, quizás, estén mejor. Que sobrevivirán en un desorden absoluto, comiendo porquerías, olvidándose para siempre de lavarse los dientes, descalzos en invierno. Quizás hasta sean felices. Siente que todo ha sido en vano. Que no ha hecho más que estropearle la vida a los otros, incluyendo a los hijos, lo que más amaba. Ya no está segura de amar. Ya perdió la sensibilidad, y no recuerda qué era aquel sentimiento. Cree que alguna vez lo tuvo y por eso hizo lo que hizo. Por eso trabajó dentro y fuera de la casa. Por eso insistió en rutinas de higiene. Por eso les buscó escuela y profesora de inglés. Y vigiló los deberes. Y no se perdió ni una práctica de fútbol, ni una fiesta de fin de cursos. Y pintarrajeó caras para la noche de brujas. Los aburrió con tanto amor. Mejor no haberlos querido tanto.

“Nos han criado a pura mentira. Como la mentira de la Cenicienta. Otra infamia que debería prohibirse. Porque el príncipe azul es un tipo cuya mayor ilusión es el fútbol. Fútbol en la tele, fútbol en la cancha, fútbol en la mesa, fútbol en la cama. Quizá una le eche la culpa al fútbol. Porque hay que echarle la culpa a algo para no sentirse culpable, aunque da igual. Cuando una se mata, siente que es una forma de vengarse por cada toalla húmeda sobre el piso del baño, por las veces que limpió, barrió, fregó, planchó, colgó, descolgó, lavó, cocinó, aspiró, zurció, cosió, levantó, guardó, acomodó, ventiló, sacudió, por cada vez que murió un poco y nadie le dijo gracias. Porque a nadie le gusta limpiar. Que quede claro. Y una quisiera que, por lo menos, alguien lo notara. Y que le dijera, alguna vez, que no ha nacido para eso.

“Pero, cuando una se mata, no piensa, siente que está cansada, nada más. Y que el sueño no alcanza; del sueño siempre se vuelve. Y la rutina no perdona. Está a la espera aunque tengamos la suerte de hacer un viaje. Otra ilusión, otro disfraz. Como las vacaciones. Unos días de tregua. Pero, ¿y la vida? Una quiere cambios en la vida, ¿se entiende? Y a veces, prueba. Se sale de las reglas. Y siempre vuelve. La culpa es muy fuerte. La culpa nos hace volver. Por eso una se mata. Porque no puede con la vida, por eso, para no volver. Entonces no piensa, siente. Siente que está cansada. Que dormir no alcanza. Que sólo la nada me salva”.


Era un bar antiguo donde se reunían los intelectuales: algunos, auténticas joyas pensantes; otros, pobres opinólogos de plástico. Los primeros solían ser más sobrios, hablaban solamente cuando tenían algo que decir y si sabían de qué estaban hablando. Los segundos sabían de todo y de nada; de todo tenían criterio formado aunque hiciera medio minuto que se habían enterado del asunto en cuestión; se apoyaban en citas eruditas, las más de las veces a sabiendas de que nadie conocería al filósofo de marras, sólo para ver la expresión de disimulada ignorancia en el rostro de los demás. Hacían gala de su precaria sabiduría con una ostentación de lo más ordinaria, levantando la voz o apenas esperando que el interlocutor pusiera una coma en su discurso para descolgarse con la propia teoría de los hechos. En suma, habían encontrado un gueto de marginados donde se reunían cada semana para suplicar que alguien escuchara lo que nadie más quería escuchar en el mundo de afuera; ese otro gueto en el que otros habían labrado su pequeña chacrita que defendían con los codos, si era necesario, y desde la que miraban recelosos a sus pares, a los que no tenían más remedio que tolerar, pero seguros de que cualquiera se cortaría una mano antes de tendérsela a un emergente que algún día pudiera hacerles la mínima sombra. Un sistema que fallaba en la solidaridad imprescindible para cualquier crecimiento, envuelto en un aura de elitismo que los colocaba por encima de todos, erigidos en cerebros universales; esos mundillos intelectualoides estaban, como todo lo humano, viciados por las bajas pasiones aunque tuvieran la soberbia adicional de creerse a salvo de ellas.

No estaba en sus planes ir al bar ese martes, pero Víctor sabía ser pesado si quería. Se burló cuando Tadeo le dijo que pensaba suicidarse. Se lo dijo con una serenidad tibetana; quizá por eso no lo tomó en serio. Tadeo trató de sonar convincente, incluso le explicó las razones, sobre todo que se sentía solo.

– ¡Solo, las pelotas! -gritó-. Esta tarde nos vemos.

– No voy a ir, Víctor, ¿no oíste lo que te dije?

– Dejate de pavadas. Vos no te vas a suicidar.

– Te digo que sí, ya está todo arreglado. Quería avisarte, para que después no te quedara eso de que no te dije nada. Sos tan rencoroso que en una de ésas te ofendés y no vas a mi entierro -trató de bromear, aunque en el fondo, la cuestión lo preocupaba.

– Mirá, Tadeo, el que avisa mucho que se va a matar, no se mata. Querés llamar la atención, nada más.

Hubiera querido explicarle que estaba cometiendo una equivocación dramática, que hablaba en serio, como seguramente hablan en serio todos los que amenazan y, tantas veces, esas voces se diluyen en un limbo de indiferencia. Hubiera querido contarle cómo se sentía, pero Víctor había caído en el vicio de siempre y ya no lo escuchaba.

– Mi prima no sólo lo dice todo el tiempo, sino que lo intentó varias veces. ¡Varias, Tadeo! ¿Entendés? Si se quiere matar, lo hace y chau. Así, lo único que logra es que nadie le crea.

– ¿Te acordás del pastor mentiroso?

– Te repito: el que quiere se mata. Pero, claro, hay que tener muchos huevos.

– No, Víctor, no entendés, nada. No tiene que ver con ser valiente.

– ¡Entonces serán unos cobardes!

– Tampoco, Víctor, tampoco es eso.

– Lo que sea, vos venís al bar esta tarde, te tomás un vermucito y hablamos. ¿Sabes qué te falta? Una mujer, eso te falta. Desde lo de Laura estás hecho un trapo.

– Ya te dije que estoy solo y vos no me querés entender.

– Pero si es lo que estoy diciendo. Estás solo; te hace falta una mujer.

Claro que extrañaba a Laura, pero su soledad era mucho más que aquella ausencia; era una soledad cósmica, la sensación de ser un punto ocioso colgado en la negrura del universo.

– Te paso a buscar a las seis y media.

– ¡No voy! Ya te dije que no voy.

– Seis y media. Estate pronto, no me hagas esperar -y colgó.

Tadeo pensó que estaba bien plantado en su decisión de no ir, pero con la misma avidez con la que había atendido la llamada de Jano esa mañana, a las seis y media estaba esperando que Víctor pasara a buscarlo.


La puerta de calle estaba siempre cerrada para preservar el clima interior del bar como si fuera a escaparse la frescura del aire acondicionado. Pero allí no había aire, sino humo y los vahos del alcohol y el perfume del café y el aliento lúgubre de la melancolía. No tenía nada de particular, salvo que era el lugar de moda donde la intelectualidad debía reunirse, un poco para decir que lo hacía, otro poco para pertenecer, echar raíces en un suelo, saber que alguien extrañaría la falta si algún día lo arrebataba la muerte.

Víctor entró con Tadeo casi a rastras y enseguida vieron a Moura en la mesita de siempre, contra la pared junto al retrato desvaído del Polaco Goyeneche. Moura era médico, pero había sido destituido durante la dictadura y nunca volvió a ejercer. Había llegado allí de la mano de Lubak, que era su socio en un quiosco de revistas y también poeta con un libro publicado. Por algún motivo que nadie preguntó, se llamaban por el apellido y se habían acostumbrado tanto a eso que sonaba raro cuando un extraño se acercaba y los saludaba por su nombre.

– ¿Qué cuentan?

– ¿Qué hacés? -respondió Víctor, con su estilo de devolver pregunta con pregunta, un hábito que a Moura lo sacaba de quicio.

Tadeo se sentó en la silla que habitualmente ocupaba y no supo qué responder cuando Ramiro, el único mozo, le dijo si le traía su vermucito con limón. Parecía uno de los cuatro idiotas de Quiroga. Víctor asintió por él y añadió una mueca para decirle que el horno no estaba para bollos, o sea, que podía traerle lo que se le diera la reverenda gana porque todo le daba igual. A esa altura, Tadeo empezaba a preguntarse qué hacía allí, por qué no estaba en su casa terminando de ordenar sus cosas, qué necesidad tenía de desperdiciar sus últimas horas con esa manga de fracasados. Y se dio cuenta de que sólo ahí podía estar, que ningún otro sitio le cabía mejor, aunque ni siquiera ellos lo entendieran.

– Che, ¿y Lubak? -cortó Víctor por decir algo.

– Tenía un asunto, no sé… -sonrió Moura.

– Pero, ¿viene?

– Y yo qué sé. Sí, viene, supongo que viene. Viste cómo son estas cosas.

– ¿Qué tal?

– ¿Qué tal, qué?

– La mina, digo, ¿qué tal?

– Bien, bah, más o menos.

– ¿Y la mujer?

– ¿La mujer, qué?

– Si sabe.

– ¡Qué va a saber! Esa no ve más allá de la escoba.

– Yo no me confiaría.

– Y si sabe da igual. ¿Vos te pensás que a esta altura lo va patear por un polvo.

Tadeo pensó en Laura y su recuerdo se le hizo presencia por encima de aquella conversación vulgar de la que, en otras circunstancias, hubiera formado parte para abonarla con su teoría. Por un instante no estuvo en el bar, sino en la casa que habían compartido, en el momento justo de levantar una persiana y descubrir, como tantas veces, una maderita en el alféizar de la ventana. Una maderita en el alféizar de la ventana es también un signo. Y esa maderita estropeada por la lluvia, esa insignificante maderita que Tadeo encontró al levantar una persiana, era el signo de que vivía atado a los recuerdos. Extrañaba a Laura. No estaba seguro de haberla querido, pero sí de extrañarla. Extrañar es más profundo que querer; no implica posesión sino complemento. Es como sentirse “fuera de”, extraño, extraditado, extracto, extravagante, extranjero, “más allá de algo”. Lo opuesto a entrañar, que es un viaje hacia el interior, unirse a alguien en la intimidad. Tadeo extrañaba a Laura, se sentía raro sin ella, lo descolocaba su ausencia; su no estar lo sacaba de sí, lo desterraba a un lugar por el que iba perdido como un mendigo a tientas. Laura había sido su mujer. No podía decir si fue también el amor de su vida; ni siquiera si habían sido felices. Pero su presencia lo reafirmaba, y una parte de él quedó extraviada desde que ella se fue.

Laura detestaba la luz a la hora de meterse en la cama. No al momento del sexo, sino en el instante en que se apaga la luz para dormir juntos. Bajaba la persiana para que la luz de la calle no entrara al dormitorio, pero siempre quedaba una rendija entre los listones que era como una cuchillada en la oscuridad. Entonces se le ocurrió poner esa maderita en el alféizar para que la persiana hiciera presión sobre ella y apelmazara los listones, uno sobre el otro hasta que no entrara ni una gota de luz. Laura se había ido; Tadeo adoraba dormir con la persiana levantada y el foco de la calle era el compañero de sus noches de insomnio, pero la maderita seguía ahí y cada tanto la veía y recordaba.

– ¿Y a vos qué te pasa? -le descerrajó Moura con aquella grosería medida con que se trataban.

Tadeo levantó un hombro mientras se perdía en los círculos que su dedo bailaba con el hielo. La imagen de Horacio se acomodó en su mente; no era un rostro definido, de hecho, jamás lo había visto, pero sí una persona concreta, el muchacho que había inventado para encarnarlo. Quería volver a la casa para comprobar si había respondido a su mensaje. De pronto, tuvo la certeza de que Horacio no estaba jugando, de que su muerte anunciada no era un teatro para llamar la atención, de que quizás en esos momentos estuviera haciéndolo. Y él, sentado como esos viejos que se babean en los corredores de los geriátricos, encorvado sobre su derrota, inútil hasta para impedir una muerte fuera de tiempo.

– Está depre -dijo Víctor y le puso la mano en el hombro.

– ¿Te pasa algo?

Víctor sonrió.

– Dice que va a matarse.

– Dejate de pavadas, Tadeo. Con eso no se juega -protestó Moura más molesto que preocupado, como si un ladrón se hubiera metido en el jardín vecino y no fuera ese jardín lo importante, sino la eventualidad de que saltara la tapia y entrara al suyo.

– Ya le dije -siguió Víctor con su insoportable paternalismo-, ya le dije que no embromara. Por eso me lo traje, a ver si se despeja un poco. ¿Vos no tenés a alguien para presentarle? ¿Alguna clienta? De las de Lubak, por ejemplo.

Tadeo dejó el hielo y empezó a delinear su mano izquierda con una lapicera verde sobre el mantelito de papel. Una y mil veces iba y venía por encima del mismo trazo y la silueta de su mano se transformó en una autopista, un camino por el que se evadía de aquel lugar. Debieron darse cuenta de que la cosa venía en serio y que estaban empezando a molestarlo. Tadeo no era un tipo violento, pero tampoco se dejaba tomar el pelo. Otro día, con más fuerza en el cuerpo, no hubiera aguantado tanta burla a costa de su padecimiento. Los miró con una mezcla de rabia y apatía, que fue lo máximo que logró reunir de su interior maltrecho. Pero ellos seguían en su mundo y ya se habían enfrascado en una discusión acerca del derecho a quitarse la vida y otras cuestiones que a él le sonaban tan ajenas al estado de desesperanza que estaba viviendo. En ese momento, le hubiera gustado que estuviera Horacio para entenderse sin necesidad de hablar.


Lubak irrumpió cerca de las siete. Estaba excitadísimo y no quería que a nadie se le escapara el dato de que venía de una tarde de buen sexo. Tampoco quería caer en la vulgaridad de andar contando detalles, así que su cuerpo hablaba por él, rojo a rabiar, con unas gotitas finas de sudor empozadas en el hueco de las ojeras y una cara de satisfacción que se traslucía detrás de la sonrisa. Víctor le palmeó la espalda y carraspeó con una complicidad adolescente.

– ¿Qué se cuenta, che?

– Lubak se acomodó en su silla y le hizo señas a Ramiro para que le trajera su cerveza con la picada especial de la que todos terminaban comiendo.

– ¿Qué contás vos? Se te ve contento -contestó Víctor.

– ¿Pasaste por el quiosco? -preguntó a Moura.

– Pasé más temprano. Todo en orden. Nada más una cuenta que después quiero que veas, algo de impuestos con una multa o algo así.

– ¡Pero si yo pagué todo en fecha!

Eran los cuatro o cinco minutos de cada martes en los que Lubak y Moura se encerraban en su pequeño mundo de diarios y revistas y los demás quedaban fuera. Pero Lubak estaba demasiado pleno como para permitir que una multita de más o de menos le arruinara el placer que todavía tintineaba en cada gesto, en la languidez de la mirada. Tadeo recordó la deuda que mantenía con él, vestigio del delirio de escritor que alguna vez había tenido. Ramiro trajo unos platitos de colores, con maníes, aceitunas, longaniza y cubitos de queso.

– ¿De qué hablaban? -preguntó Lubak e inauguró la picada, un gesto que los demás observaban por respeto antes de lanzarse a comer como si fueran a pagar aquello entre todos. Ramiro se acercó con la cerveza y Lubak aprovechó para pedirle que trajera pan.

– ¿Vos qué opinás de la gente que se mata?

– Depende… -contestó Lubak con la seriedad de las declaraciones sesudas-… del punto de vista desde donde se mire. Por ejemplo, religioso. Recuerden que el cristianismo impuso la noción del sufrimiento casi como algo deseable, las autoflagelaciones para expiar culpas. De ahí a la muerte había un paso. Sin embargo…

– Catolicismo, querrás decir -precisó Moura.

– Digamos catolicismo, está bien, tenés razón, dejemos al cristianismo de lado porque convengamos en que el mensaje cristiano es pro vida en todo sentido, seas o no creyente. En cambio, con la Iglesia ya aparecen otros mecanismos de control. Pero, volviendo a lo otro, no hay forma de que un católico acepte el suicidio como medio para poner fin al sufrimiento si ese sufrimiento no puede ser sino la consecuencia de la lucha entre el bien y el mal, y eso está bien visto.

– Yo lo veo desde otro punto de vista, y vos sabés que soy agnóstico, pero me parece que es más una cuestión del origen de la vida, del Dios Padre que te la da y es el único que te la puede quitar, bla, bla, bla… -completó Moura, casi con ánimo de corregir en aquella mínima competencia que mantenían.

– Pero, ¿cómo me explicás el martirio de Cristo, entonces? -terció Víctor que siempre era el más pragmático y que compensaba su carencia de conocimientos con intentos de transgresión, bombazos que estallaban en la mesa y de los cuales se derivaba una nueva discusión o se traía la anterior a carriles donde él podía manejarse con algo de solvencia.

– Como una entrega por algo superior, el prójimo en este caso.

– A mí me parece que Cristo predicó la vida ante todo. No me cierra que eligiera la muerte para salvar a otros. Es como si se hubiera suicidado.

– Lo que pasa -dijo Lubak con aires de catequista rebelde- es que tampoco hay que tomar esa historia al pie de la letra. ¡Me extraña, muchachos!

– ¿Qué? ¿No hubo crucifixión?

– Crucifixión, sí. Y también miedo del hombre que sabía que iba a morir, y a morir con dolor físico. “Padre, por qué me has abandonado”. No se olviden de eso. Pero lo más importante no está ahí, sino que luego viene la etapa de la resurrección.

– ¡Ah! ¿Y eso sí hay que tomarlo al pie de la letra? -ironizó Moura.

– Eso tampoco. Es para que la gente entienda el mensaje. Y el mensaje es: para resucitar, morir primero. ¿Me seguís? -y se metió en la boca un puñadito de maníes que se desgranaron mientras hablaba-. Morir, abandonar el útero, la seguridad, la casa de tus padres -Lubak se limpió los dientes con la lengua-. Pero de ahí a comparar la muerte de Cristo con un suicidio, hay un largo trecho.

– Kierkegaard -terció Moura y Víctor empezó a ponerse nervioso- se preguntaba si el hombre tiene derecho a hacerse matar por la verdad, a elegir su muerte por defender la verdad.

– Sería el caso de Cristo -acotó Víctor por decir algo.

– La respuesta que da es que Cristo no puede tomarse como modelo porque fue un ser excepcional y su muerte se vincula con lo sagrado.

– No estoy de acuerdo, Moura, de ninguna manera. Cristo fue un hombre, con unas ideas magníficas, pero un hombre.

– ¡¿Y qué me decís a mí, justo a mí?! ¡Ya sé que fue un hombre! Nada más quería citar a Kierkegaard.

– Bueno, pero citalo con fundamento.

– ¿Leíste a Kierkegaard?

– No, ¿y vos?

– No directamente, pero sé que decía eso.

Víctor se vio venir una horda de Nietzsches, Shopenhauers y Heideggers a caballo y entendió que era el momento de acomodar el nivel de la discusión.

– Pero, al final de cuentas, ¿por qué terminamos en esto?

Moura y Lubak lo miraron; Víctor miró a Tadeo y los tres le clavaron los ojos sin que él pudiera levantar los suyos del hielo que ya se iba derritiendo. Víctor lo abrazó y lo atrajo hacia sí.

– Es que este ñato -le dijo a Lubak- anda diciendo que se va a matar esta noche.

– ¡Ah! Con razón ni hablabas. ¿Y qué te pasa?

Tadeo apuró su bebida y dijo que se iba, que tenía cosas que hacer, pero Víctor lo tomó del brazo y lo sentó sin esfuerzo.

– Quedate acá. Para eso estamos los amigos, ¿no? -después, se dirigió a los otros como si Tadeo no estuviera ahí o fuera un retardado-. Lo que pasa es que anda solo, ¿entienden? Y yo le digo que tiene que buscarse una mujer.

– No sé -dijo Moura-, a veces son para problemas. Yo estoy mejor así.

– Pero a vos no te dejaron, es distinto -aclaró Víctor que seguía con su mano sobre las rodillas de Tadeo.

– A mí me dejaron una vez -Lubak suspendió ante su boca una aceituna ensartada en un palillo, y se perdió en un discurso de varios minutos, mucho más interesante que el suicidio de Tadeo, por cierto.


Lubak ya había contado esa historia en alguna oportunidad, pero seguramente a todos les pasó algo parecido: la poca atención que se prestaban permitía que aquello sonara más a un déjà vu confuso que a una reiteración. Cada tanto, algún detalle pintoresco les recordaba que ya habían escuchado eso antes, pero, además, Lubak era un tipo previsible hasta para contar chistes y, si volvía sobre una historia, la repetía con los mismos tics graciosos, o pretendidamente graciosos, y los festejaba como si fueran ocurrencias del momento nacidas del chisporroteo de su ingenio. La única manera de parar aquella catarata soporífera era mencionarle su libro. Moura había caído en la abulia de la indiferencia, su pequeña forma de despreciarlo; y Tadeo estaba y no estaba a la vez, con la cabeza inclinada sobre el pecho y una mano que, por su cuenta, hacía bolitas con las servilletas de papel. Víctor se sintió en la obligación de buscar un mal menor que les hiciera la tarde más llevadera.

– ¿Y tu libro, bien?

Lubak cambió de dial con una agilidad que a nadie sorprendió.

– Bien, che, bien. Ahora estoy negociando una distribución en el interior.

– En quioscos del interior -corrigió Moura.

Lubak lo miró como para comérselo y ensartó otra aceituna.

– Por ahora en quioscos, pero bárbaro, anda bárbaro. El otro día una clienta me dijo que se lo había regalado a una prima que andaba mal y que, al final, lo terminó leyendo el esposo, y que le había hecho mucho bien. Muy fuerte, che. Cuando pasan estas cosas uno se da cuenta de la responsabilidad que tiene. Es difícil de explicar, pero cuando escribo pienso que quizás esa palabra sea la más importante para alguien. No te digo que le vayas a cambiar la vida, pero…

– Y, además -cortó Moura con evidente sarcasmo-, ya ha firmado varios autógrafos. Contales, Lubak, contales.

– Bueno, tampoco tantos…

– ¿Cómo que no? Al portero del edificio, a la chica de la panadería, una cosa loca. ¡Y la entrevista! ¿Les dijiste de la entrevista?

– Las entrevistas, querrás decir.

– ¡Ah! Yo vi una, nada más. Pero en la tele, andá llevando -se divertía Moura con una vitalidad renovada. Si yo le digo que tenga cuidado cuando se tire una canita al aire porque ya es un tipo público.

– Dejate de joder, Moura.

– “Ni sentado en su hogar puede el hombre escapar a su destino”. Esquilo.

– “Destiny is not a matter of chance; it is a matter of choice” -contrapunteó Lubak en su pésimo Inglés que, de todos modos, nadie entendió.

– ¡¿El qué?!

– William Jennings Bryan. ¿Lo tenés?

Lo que Moura tenía eran las orejas coloradas. Parecía un toro a punto de embestir. Dijo que iba al baño y, al pasar, le pidió a Ramiro que sirviera otra picada. Que pagaba él.

– Y vos -preguntó Lubak a Víctor-, ¿para cuándo esa publicación? Mirá que el quiosco es todo tuyo, ya sabés, ¿no?

Víctor explicó que se había presentado a varios concursos y que estaba esperando el resultado. Se notaba incómodo porque era evidente que los otros sostenían una peleíta que poco tenía que ver con la literatura, y no le gustaba que su trabajo sirviera de sparring para que se lanzaran los puñetazos sin lastimarse. De pronto, recordó que estaba anocheciendo y que Tadeo había anunciado que se suicidaría.

– No hablaste ni una palabra, Tadeo. Ya me estás preocupando. ¿Te sentís bien?

– ¿Qué hora es? -preguntó el otro, como podía haber preguntado “¿hace frío?” o “¿fueron al estadio el domingo?”.

– Ocho menos cuarto -Moura venía secándose las manos.

– Me voy -insistió Tadeo, y se puso de pie.

Víctor lo imitó.

– Te acompaño.

– Quedate. Vuelvo a casa.

– Vos estás mal, no te vayas solo.

Tadeo los miró a los ojos, uno por uno, y lo que vio en ellos no fue precisamente una celebración.

– Muchachos, ha sido un gusto -dijo con una media sonrisa que intentó opacar cualquier dramatismo.

– ¿Qué vas a hacer?

– Ya te dije, Víctor.

– No sigas con eso. Haceme el favor de sentarte y después te acompaño hasta tu casa.

Tadeo negó con un gesto, pagó lo suyo y salió hacia la nochecita fresca mientras ellos se perdían en alguna elucubración erudita acerca del derecho a quitarse la vida. Así estuvieron algunos minutos antes de que una mosca peregrina les recordara la insoportable levedad del ser y Milan Kundera entrara triunfal al boliche para ocupar la silla vacía y, quizá, medir su mano en la silueta verde de la otra mano que ya nadie recordaba.


La primavera tiene esas veleidades de mujer coqueta. Parece que trae la felicidad servida en bandeja, como si sólo con reverdecer los parques y entibiar el aire uno estuviera obligado a sentir que todo vuelve a empezar, incluso lo que parecía muerto. Los árboles, por ejemplo; a Tadeo siempre le fascinaron los brotecitos tiernos que nacen de la nada aparente, de esas ramas resecas por las que uno no da ni un vintén al promediar el invierno. Pero lo cierto es que el cambio de las estaciones no siempre se da en el alma. Por eso, la tristeza es doble cuando es en primavera.

Laura se había llevado el auto y la deuda, por supuesto. Tadeo viajaba en ómnibus y rara vez en taxi, pero esa vez decidió caminar hasta la casa, algo que jamás hacía porque el bar estaba cerca del puerto y el ambiente se ponía pesado de noche. Pero ese martes estaba con ganas de correr el riesgo y quería refrescarse de la densidad de aquella reunión a la que no debió haber ido. Apenas el airecito fresco le dio de lleno en la cara, fue como si un circuito se activara, un cable cualquiera volviera a conectarse y se sintió, inesperadamente, bien.

“¿Por qué hoy?”, pensó mientras enlentecía el paso como si necesitara de todo el tiempo disponible antes de llegar. Le repugnaba que Horacio tuviera el detalle de la fecha tan seguro y lo manejara con una frialdad casi insultante. La idea había estado martillándole los sesos durante meses, la idea puntual de su suicidio, porque siempre, de un modo u otro, había jugueteado con la muerte. Pero no era más que una idea que espantaba con cualquier actividad, o con pastillas que le demolían la conciencia por unas horas y lo devolvían al mundo de los vivos mareado y distraído en cualquier banalidad. Sin embargo, esa madrugada, en algún momento del insomnio inacabable, mientras se derretía en las horas pastosas de unas agujas que giraban hacia atrás, algo en su interior se había partido. Cric. Así lo sintió. Se partió como un huevo crudo y la muerte empezó a parecerle natural y cercana. Fue como si su vida entera se condensara en ese cric y cada instante viniera a confluir en el presente. No tuvo miedo. Lo que iba a hacer le parecía lo único posible y punto.

La noche anterior había ido a una fiesta. Un despropósito de fiesta de principio a fin, empezando porque era lunes. Pero la verdad era que Tadeo no tenía que madrugar al otro día, ni al otro, ni al otro. Hacía tiempo que no madrugaba. Más allá de las cabalgatas infernales a las que el insomnio lo sometía, no tenía obligaciones que lo hicieran levantar de la cama; y, muchas veces, tampoco ganas. Como tampoco tenía ganas de ir a la fiesta, pero terminó bailando como un chamán poseído, diciendo estupideces a cuanta mujer se le cruzaba y haciendo el ridículo. Fumó cualquier cosa, se desabotonó la camisa, contó los chistes que no sabía contar y terminó en el baño, abrazado a un desconocido que le enjuagaba la cara y se apoyaba en él para que la borrachera no los desplomara a los dos.

Regresaron al salón abrazados y discutieron con el mozo que no quería servirles más alcohol. Habrían llegado a los golpes si la dueña de casa no se hubiese acercado para invitarlos a compartir unos sillones blancos, un poco enanos, donde ella y unas amigas estaban recostadas a la luz de unos velones claros que proyectaban una sombra fantasmal sobre la piel. En el sillón de enfrente, su compañero ocasional se había entregado a dos castañas cuarentonas. Tadeo se dejó tocar, lamer, sintió su mano guiada hacia el abismo de un escote y oyó sus risas y cómo se alentaban unas a otras mientras una excitación creciente lo iba ganando. Unos dedos salidos de la nada completaron el trabajo casi con dulzura; eyaculó en los pantalones como el alivio de una larga náusea.

Volvió a la casa cerca de las tres, sobrio a fuerza de tanto chicotazo de agua fría y de un café repugnante que alguien lo obligó a tomar. Se desnudó, pateó lejos los zapatos y sintió un ligero placer de andar descalzo, pero no tuvo fuerzas para más y se aplastó en la cama con los primeros aguijonazos de la sensatez clavándose en las sienes. No estaba seguro de lo que había hecho en la fiesta, pero tenía la conciencia velada de algún papelón y empezó a repasar las caras, con terror de que hubiera algún conocido de César que pudiera retocar la sostenida vergüenza que su hijo sentía por él. Y desde ese entonces, no hizo más que entreverarse en el revoltijo de sábanas sudadas, girar a un lado y al otro con el desasosiego del tic tac del reloj que latía desde la mesa de luz, y una sed descomunal en la garganta como una tormenta de arena.

Estaba aturdido; el cuarto era un remolino en torno a su cabeza y el piso se movía hacia abajo cada vez que intentaba incorporarse y sacar los pies de la cama. Hubiera dado el alma por un vaso con agua. “Laura”, deliró y cayó en la espantosa cuenta de su soledad. “Laura, Laura, Laura, Laura, Laura”, gemía como un niño. Laura era su mujer, su madre, su hijo, la vida que no había alcanzado y la que no tenía fuerzas para buscar. Sentía cómo iba cayendo hacia ese pozo en el que tantas veces había estado, ese pozo con fondo y sin salida, la oscuridad absoluta, el final del camino. Permaneció boca arriba con la mirada fija en el plafón lleno de moscas muertas y estuvo así un rato hasta que aquello se rompió en él, el cric definitivo, y una luz blanca escapó por la grieta de su pecho y todo se volvió repentinamente oscuro. Una paz súbita se le desparramó por el cuerpo y durmió como hacía tiempo no dormía.


Tadeo soñó intensamente. Despertó a las pocas horas, apurado por la angustia que venía mordiéndole la nuca y se debatía con desesperación en un estado que no era de conciencia, pero que tampoco carecía de ella. Algo así como un limbo en el que había quedado suspendido; podía darse cuenta de que estaba en la cama y que dormía; podía incluso darse cuenta de que era una pesadilla. Aguantó y, cuando fue insoportable, voluntariamente abrió los ojos y se esforzó en reconocer el cuarto y su cuerpo todavía vivo. El alivio fue inmenso, pero la angustia flotaba en el pecho y le dejaba la huella de una leve taquicardia.

La pesadilla se mantenía presente con increíble nitidez: estaban en un lugar que pudo haber sido un teatro. Habían visto un espectáculo y salían: Laura, César chiquito y él. Eran los últimos y, al llegar a unos veinte metros de las puertas, vio que se cerraban y que no había forma de que alcanzaran la salida. A esa altura, empezó a sentir la angustia que, de pronto, se diluyó porque ya no era el teatro, sino una casa que se comunicaba por un túnel con un apartamento. Laura y César ya no estaban. La casa era blanca, todo muy blanco, como el teatro. El apartamento no, más bien oscuro. Él había entrado a esa casa por algún motivo y estaba desnudo. Sus documentos, el dinero, las llaves, todo estaba en un cuarto, pero no sabía cómo llegar a él. Tenía la sensación de haber hecho algo muy malo, un delito por el que se lo castigaría. Y persistía la idea de que le faltaba tiempo, como si también ahí otras puertas fueran a cerrarse y a dejarlo acorralado, desnudo y muerto de miedo. Lo único que quería era volver al apartamento y vestirse. Sentía culpa por no recordar dónde estaba el cuarto y también por aquello que había hecho, algo espantoso de lo que quizá podría escapar si nadie se daba cuenta. Y el tiempo asfixiaba; podía ver su niebla azul que teñía levemente el aire, y las cosas, como un efecto de fotografía.

Se vio en su cama, acostado mirando el techo, envuelto en las sábanas hasta la cintura y con la piel fulgurante de gotitas leves. Es decir, se veía en su cama y en la casa blanca, a la vez, y tenía la sensación de que el que estaba en la cama era él soñándose. Tuvo un destello de conciencia que no lo perdió del todo y tironeó hasta despertarlo cuando los pasillos de la casa se volvieron caños pegajosos de mugre, poblados de unas ratas que no aparecieron, pero cuya eventual presencia lo aterrorizaba. Estaba muy preocupado por las ratas. Caminó por el enorme caño, pero ahora vuelto un niño, un niño de unos seis o siete años, aunque el que dormía en la cama seguía siendo el hombre. Y, de pronto, sintió que el niño ya no era él, que podía mirarlo con cierta distancia, construir una tercera persona que le daba algo de paz mientras el niño avanzaba por el caño y él lo seguía, convertido en una cámara móvil que registraba sus movimientos con la extraña sensación de sentirse él y no.

El niño caminaba sin miedo ni valentía; el caño se lo tragaba metro a metro, y el niño parecía no darse cuenta de lo que estaba pasando porque su paso era firme y la actitud serena, como si estuviera haciendo lo único que podía hacer. Entonces fue cuando la oleada de angustia lo arrasó desde las plantas hasta la punta del pelo. Quería detener al niño, pero no lo hacía, por miedo o pereza; lo dejaba seguir, aunque en el fondo quería tomarlo del brazo y obligarlo a volver atrás antes de que el caño se lo llevara. El hombre que dormía en la cama se movía y tensaba las venas del cuello. Ahora era un mar de sudor, una lucha, el desasosiego de todo su cuerpo crispado, obligándose a reaccionar.

Un ruido de catarata infernal venía desde el final del caño y ya no era sólo el niño el que iba hacia allí, sino que el hombre lo acompañaba, convertidos en dos y en uno, hombre y niño a paso firme hacia una salida que no era tal, sino una cisterna que se abría como la garganta de un gigante sediento y se los tragaba río abajo, se los tragaba, se iban yendo.

Hizo un esfuerzo supremo. Todo su cuerpo se encabritó con furia y lo arrancó del mal sueño. Terminó sentado en la cama, jadeando como si volviera de una maratón descabellada, intentando recuperar el ritmo de la respiración con el corazón al galope, mientras los estragos del mal sueño iban diluyéndose en la piedad de la desmemoria.

Miró el despertador. Las seis y el martes amanecía, aunque pudo ser cualquier hora. Había perdido la noción del tiempo y era como si el alma estuviera poco a poco regresándole al cuerpo después de un viaje agotador. Ya había tenido taquicardias antes; hizo lo que otras veces: se concentró en respirar hondo. Con la mano en el pecho, podía sentir sus latidos como alguna vez había sentido las patadas de César en el vientre de Laura; pero esto, lejos de producirle aquella alegría pura, reforzaba su certeza de soledad. Apenas abrió los ojos, recordó el cric de unas horas antes y supo lo que iba a pasar. De pronto, era un gato en la cornisa que escapaba del fuego.

Cric. El oído que se destapa, el corcho que sale disparado, la burbuja de levadura que estalla. Para él fue un cric, como una ramita que se le rompió adentro, cric y a otra cosa, la cuestión se veía con más nitidez aunque la oscuridad fuera absoluta. Tenía la sensación de que para llegar a ese cric, el recorrido había sido larguísimo, incluso con tiempo para meditar, hasta para hacer planes, ver a quién le dejaba sus cosas. O escribir una carta, si se podía, claro. Llegar al cric podía tomar días, años, o la vida entera, como si hubiera estado preparándolo desde el nacimiento, pero el cric era el final, cuando ya nada peor podía pasar, salvo seguir vivo.

Fue un pensamiento dulce, ni siquiera una decisión. Lo único de lo que se sentía dueño era de ese día que tenía por delante y de lo que debía hacer, cuestiones prácticas todas, para dejar en orden los rastros de su vida. Aunque fuese extraño, una parte de él permanecía encendida con lucidez organizando aquí y allá, diseñando una estrategia obsesiva para alcanzar la prolijidad que redimiera cuarenta y siete años de caos. Es cierto que en la última parte del recorrido había ido perdiendo casi todo, como un camión que viaja a gran velocidad con la puerta de la caja abierta, pero había cuestiones que se le antojaban imprescindibles, pequeñeces que saldar antes de la noche.

Por eso pensó que más tarde escribiría la carta, para decir aquellas cosas que no quería atascadas en la conciencia cuando llegara el momento. Tenía la necesidad de liberarse de algunos pesos, cortar los nudos que lo ataban al hombre que hasta ese momento había sido. Y quería irse liviano, con la menor carga posible. Apenas se levantó, intentó aturdirse con aquellas cuestiones prácticas, un poco para no pensar; por miedo a que ya no resultara tan natural la muerte y retrocediera en una decisión que había estado madurando desde hacía tanto. Así que empezó por la ropa. Buscó aquellas prendas que le gustaban y las separó para César, con el secreto deseo de que las guardara como un recuerdo o, incluso, llegara a ponérselas. Pero la ropa no era un motivo suficiente para distraerlo y pronto se sintió abatido, con una masa de hierro apoyada sobre cada hombro, aplastándole otra vez la voluntad y las ganas.

Siempre se había sentido un extraño en su propia existencia, como si hubiera nacido fuera de época o estuviera usurpando el alma y el cuerpo de otro. Podía evocar chispazos de satisfacción, momentos tan fugaces que su solo recuerdo duraba más que lo que realmente habían sido. Apenas detalles, instantes en los que sentía que alma y cuerpo se ajustaban a la persona que quería ser. ¿Qué cosas? Nimiedades: los ojos azules de un perro siberiano, por ejemplo; una linterna que se enciende sola en el fondo de un cajón; la mano diminuta de César perdida en su mano; el olor de la tierra después de la lluvia; el momento exacto en que el sol es un punto en el horizonte; un verso al final de un poema. Todo eso lo hacía sentir humano, pero no alcanzaba para vivir. Era imprescindible una adaptación al lado prosaico de la vida donde la poesía es una ridiculez, un indicio de flaqueza. Y era entonces cuando se preguntaba qué clase de hombre quería ser. Y hasta podía enumerar las virtudes y los defectos tolerables. Cuando la lista estaba hecha, se sentaba a contemplarla y caía en la cuenta, con horror, de lo poco que tenía en común con ese hombre planificado. Ni siquiera reconocía su sombra, y empezaba a buscarse en otros, pero tampoco en ellos se encontraba. Como una insatisfacción permanente, el suplicio de Tántalo.

A veces, sentía como si lo hubieran fragmentado, pulverizado la esencia en partículas luego distribuidas entre otros hombres. Un juego malsano de los dioses, un rompecabezas existencial en el que él era su ficha y ellos hacían los movimientos. Hoy, encontraba su talento en aquel escritor premiado y a él quería parecerse. Mañana, era el amor en una mujer que sabía imposible. Más tarde, eran la simpatía, la virtud, el genio que descubría en tres o cuatro conocidos, y procuraba mimetizarse, copiarlos, ser un clon parcial de sus talentos. Era triste saberse una mala copia; y lo peor, no tener fuerzas para seguir intentando.

Ya sentía trepar otra vez la angustia. Su instinto actuó esa vez y rápidamente buscó algo que fuera tan importante como para llenarle el pensamiento. ¡Los libros! Saber qué iba a ser de ellos se volvió la razón de su vida durante más de una hora en que clasificó, ordenó, rompió algunas dedicatorias y releyó otras con una pálida emoción. Los olía, buscaba anotaciones hechas hacía veinte o treinta años, boletos viejos, cartas, un jazmín amarillento aplastado entre dos páginas, cada cosa tenía un significado y se desgranaba hacia el pasado en un laberinto de historias. Pero era evidente que sólo para él decían algo y que también sobre ellas se cernía la mano implacable del olvido.

Rodeado por una montaña de libros viejos, decidió darse la tregua de un desayuno, y hasta le vino hambre, incluso un entusiasmo tristón que iluminó las sombras de aquella mañana. Fue hasta la cocina preguntándose cuánto duraría aquello, si estaba condenado a transcurrir sus últimas horas en la intermitencia de la pena y el contento. Es claro que, por más que uno intente distraerse, no es posible cerrar los ojos del alma ni acallar la voz interior.


También en la cocina había libros. Libros en el estante de la loza que ya nadie usaba; libros en lo más alto del armario de las escobas; libros, libros, libros, por todas partes, libros. Tadeo pensó cuánto le hubiera gustado ver su nombre en la tapa de uno de ellos y se preguntó si aquello no le habría bastado para renovar las ganas de vivir, algo que le permitiera sentir que su vida, después de todo, había tenido un propósito. Recordó la amarga peripecia para intentar que alguien los publicara. No podía calcular cuánto había gastado en tanta fotocopia y encuadernación, pero suponía que lo suficiente para comprar la obra completa de Márai y no sufrir leyéndolo en libros prestados que no podía rayar a gusto, una tortura. En aquel momento, no había medido los costos ni las consecuencias; su prioridad era que aquellos textos llegaran a los editores.

Su pecado fue la ignorancia. Un pecado venial. Pero la soberbia ya es asunto serio. Y cuando se conjugan, producen la combinación humana más imperdonable: la soberbia ignorante. Eso se paga caro. Creyó que era sumar uno más uno, que la calidad probada de su cuento bastaría para legitimar los otros, que las puertas se abrirían ante un ganador. Olvidó lo esencial: no conocía las reglas.

Desde su oscuridad creyó que una editorial era un señor que daba el visto bueno o rechazaba desde un escritorio, y un imprentero que hacía lo demás. Pero una editorial es un cuerpo vivo, con órganos y tejidos que deben funcionar sincronizados y en relativa armonía; y un corazón, y un cerebro pensante, claro. Y una materia prima que es todo y es nada, la palabra, lo inefable. Alguien debió explicarle que lo que él llevaba en cada sobre amarillo no era un libro, como pensaba, sino historias, bien o mal escritas, pero nada más que historias. Alguien debió explicarle que un libro es una historia hecha papel, un trozo de pan vuelto alimento luego de una compleja digestión.

Hizo una lista de editoriales con los datos que encontró en las páginas clasificadas. Llamó a tres o cuatro y les ofreció el material. En todas le dijeron casi lo mismo: “Poesía no estamos publicando, pero puede traer el texto, si quiere; mejor si es novela”. Para él era suficiente. Esa mínima oportunidad de mostrar su trabajo le parecía lo único que necesitaba para que algún editor descubriera su talento. De ahí a ver su libro en los estantes de las librerías, había un soplido. Le pareció ocioso insistir con el teléfono, así que buscó un plano de la ciudad y trazó un itinerario que lo llevaba a una veintena de editoriales a lo largo de un día que pidió libre en la agencia.

La escena fue más o menos la misma: una señorita detrás de un escritorio recibía el sobre, le decía que volviera a los tres meses y lo despedía con una sonrisa. Tadeo salía con el corazón al galope, ya sintiéndose escritor. Podía percibir la sangre pulsando en las sienes e imaginaba el premio de los lectores, alguna crítica de la que ya se estaba defendiendo, notas de prensa, entrevistas en radio y televisión. Todo ese carnaval desaforado en un mínimo instante cada vez que traspasaba el umbral de alguna editorial y se iba con aquella promesa de los tres meses, que eran como una gestación con parto anunciado. Un parto feliz.

Al salir de la primera, buscó un teléfono y llamó a Laura al liceo.

– Estoy dando clase -le dijo con dulzura, sin el menor tono de reproche.

– Es un segundo, nada más. Acabo de dejar los cuentos. Tengo que llamar dentro de tres meses -parecía un niño informándole a su madre de una buena nota en la escuela.

Laura prometió festejos para la noche. Lo estimulaba porque quería verlo feliz. También ella habría fantaseado con sus veleidades de escritor; estar casada con un ser más fascinante que el tipo anodino que tenía al lado, un empleado de oficina sin más horizonte que vender vacaciones a otros, siempre a otros, con cara de estúpida felicidad cuando describía los placeres de un crucero o la belleza de tal o cual lugar como si alguna vez hubiera estado ahí.

A Tadeo lo ganaba la ansiedad cuando pensaba que, finalmente, podría pararse ante César como un padre presentable, y levantar esa lápida con la que a veces los hijos sepultan en vida a los padres. Nadie espere misericordia de esos amorosos tiranos. No hay juez más severo ni verdugo más decidido que un hijo que ha declarado a sus padres culpables. César nunca perdonó sus infidelidades, ni las lágrimas a escondidas de Laura con su estoica determinación por mantener la estabilidad aunque para ello tuviera que vivir fingiendo.

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