Tadeo pasó tres meses en el aire, paladeando un triunfo anticipado. Su trabajo en la agencia se convirtió en un pasatiempo hasta que llegara el sí del editor, y entonces entraría a un mundo de seres privilegiados, una elite admirada desde el llano por los otros. Pura arrogancia. Él mismo se elevó tan alto hasta la cima de un olimpo reservado para genios que la caída fue descomunal, estrepitosa, y lo reventó sin misericordia contra la grisura de los hechos.
Fue por su cosecha tres meses después, en otro día pedido libre y robado a la licencia. Empezó a primera hora y volvió a la casa al atardecer, derrotado, un perrito con la cola entre las patas. Traía en su maletín de cuero falso un par de sobres sin abrir, una copia de los cuentos a la que habían agregado una lista de supermercado al dorso de la primera página, seis o siete sobres rasgados con el material más o menos intacto, es decir, con pocos signos de lectura. Y como una bola de plomo atada a los tobillos, traía un no inmenso, que era la suma de todas las negativas, y también de las humillaciones cuando ni siquiera recordaban su cara ni mucho menos un sobre amarillo con un cisne rojo aleteando adentro. Cuando la pesadumbre dio paso al desaliento, se preguntó casi vencido cuántos Kafkas, cuántos Cervantes andarían durmiendo en los cajones de las editoriales; algunos un sueño eterno del que nadie, ni siquiera ellos, serían conscientes.
Poco después escuchó a un escritor venezolano entrevistado en la radio y que cantaba loas a una pequeña editorial de su país que publicaba libros por encargo. Al principio le pareció absurdo bajar de su pedestal, pero no tuvo más que aguzar el criterio, el bueno, para darse cuenta de que estaba parado en una nube de falsas ilusiones, expectativas apenas alentadas por el tibio estímulo de un premio que ya nadie recordaba y que él había engordado en su imaginación para convencerse de que significaba el primer paso hacia la gloria. Apenas el periodista dio las gracias, Tadeo ya estaba llamando a la radio para hablar con el venezolano.
– A algunos les da vergüenza -le dijo con amabilidad-, pero yo creo que cuando un escritor quiere ser leído tiene que hacer todo lo que esté a su alcance. Que nunca le digan -bajó el tono y se volvió solemne- nunca, ¿me oye?, que nunca puedan decirle que no lo intentó hasta el final.
Tadeo agradeció con evidente desilusión. La editorial de la que hablaba quedaba en Caracas y era impensable publicar tan lejos para luego hacer una importación que jamás descontaría con una tirada de quinientos ejemplares, que era el número que el venezolano consideraba adecuado.
– Tómelo como una inversión -le dijo antes de despedirse, casi aconsejando.
Entendía bien lo que eso significaba, pero es fácil invertir cuando uno tiene la panza llena y paga todas las cuentas a fin de mes. Tadeo apenas cubría los gastos, y el sueldo de Laura era la mitad más uno de las entradas en la casa; no podía desviar ni una moneda. La idea, sin embargo, no lo abandonó y poco a poco fue transformándose en una obsesión oculta, la más perseverante de las obsesiones. Un domingo se encontró buscando cualquier cosa en los avisos clasificados del diario. Hurgaba sin saber tras de qué iban sus ojos, pero no eran sus ojos sino su corazón el que leía con una fruición de adicto hasta que dio con el anuncio de una editorial, una manzana tentándolo desde el blanco y negro de la página desplegada.
Lo que vino después fue el único acto de una obra inconclusa, un drama, para ser exactos. El editor le pidió un adelanto por un presupuesto que incluía corrección en tres etapas, diagramación y campaña en los medios. Tadeo no podía pensar en otra cosa que en su foto en algún diario. Los flashes lo encandilaron por anticipado. Lubak le prestó el dinero y Laura no supo de su proyecto hasta que se desplomó en un fracaso y lo vio llorando como un jovencito lleno de culpa por haber chocado el auto de su padre. Fue durante la crisis maldita que casi se lleva a todos en su aluvión de mala leche y podredumbre. También para Tadeo se hizo la noche sobre sus grandes esperanzas y lo convirtió en una frustración más dentro de un mar de frustraciones, una cortina metálica baja, un cartel de “en venta”, un seguro de paro, un escupitajo del sistema.
El editor lo llamó una mala mañana para decirle que la publicación iba a demorar por problemas con el dueño de la imprenta que pretendía cobrarle tres veces más. En aquellos días, todo costaba cualquier cosa, y la gente andaba aturdida por los sucesivos golpes que iba recibiendo desde los organismos de préstamo, desde los países vecinos, desde el gobierno. El círculo se apretaba y era un “sálvese quién pueda”, un triste espectáculo de ratas que abandonaban la nave en algunos casos; una solidaridad a prueba de cataclismos, en otros, como aquellas ollas populares que le llenaron la barriga a tanta gente harta de oír el sonido de sus tripas mientras algunos corruptos evadían graciosamente a la justicia y sus mujeres seguían apareciendo con obscena impunidad en las fotos de sociales.
Para entonces, debía dos mil dólares a Lubak más otras deudas; su libro era un perfecto aborto; los pocos ahorros, ovejas rehenes en un corralito bancario; y su trabajo en la agencia estaba a punto de desaparecer a pedradas junto con los cristales que los clientes estafados hicieron añicos mientras él se ajustaba el nudo de la corbata como si nada peor pudiera pasarle. Faltaba el portazo de Laura, claro, y no demoró en llegar.
Cuando salió del bar, pasadas las ocho, ya estaba oscuro. La caminata le despejó la mente y llegó a su casa con una cierta frescura; se sentía mejor, menos aturdido, quizás algo optimista. Corrió hasta la computadora y esperó mientras se encendía. Se descubrió deseando con suma concentración, deseando con fuerza que el mensaje de Horacio estuviera ahí. Era lo más parecido a rezar que recordaba haber hecho. No estaba seguro de qué ofrecía a cambio, ni a quién se encomendaba. Sólo sabía que cada partícula de su cuerpo estaba comprometida con la intensidad de aquel deseo.
Pero Horacio no había respondido.
Se desplomó en un sillón junto al teléfono y quedó petrificado en una desolación inexplicable, una mezcla de impotencia y dolor. Estaba abatido como si un ejército de elefantes le hubiera caminado por encima. Ya no pensaba en su suicidio, sino en la futilidad de una muerte como la de Horacio, una muerte estéril cuyo sinsentido lo enfrentaba al valor profundo de la vida, incluso del sufrimiento. Por primera vez en mucho tiempo rompía la cáscara de su pequeño mundo y pensaba en otro, en otra vida que lo ayudaba a salir de ese ombligo en el que se había regodeado durante los últimos años y que lo había dejado tan solo.
“No te mueras, Horacio, no te mueras, por favor”, pensó con todas sus fuerzas. “Tus padres, Horacio, tus amigos; vas a arruinarles cada día, cada segundo, no van a tener paz. No sabés lo que duele, no tenés una idea de la carga insoportable que les dejás a los que quedan”.
El recuerdo de su madre se instaló en su mente con una nitidez que lo asustó, al principio, hasta que reconoció ese adorado tormento del que su padre le hablaba, el dolor imprescindible para no olvidar; y se dejó ir en él, bien hasta el fondo, como nunca en los últimos cuarenta años. Cayó en la cuenta de que durante todo ese tiempo se había negado la posibilidad de recordarla desde la herida abierta que su muerte le había hecho, pero que ese día, tan luego ese martes, su último día, se había permitido dejarla aflorar entreverada entre imágenes borrosas de alacranes y ascensores rotos.
Hubiera querido tanto tenerla a su lado, joven como la recordaba; joven, incluso más joven que él; los muertos no envejecen. Tenerla a su lado para decirle cuánto la seguía queriendo, cómo la había necesitado en cada etapa de esos años vividos con muletas; decirle cuánto dolía sentirse distinto a los otros niños, un lisiado, el pobrecito, el raro que no tenía madre en las reuniones ni en las fiestas de fin de año, ni madre con tortas caseras para rifar en las kermeses, ni madre para hablar con otras madres a la hora de la salida, ni madre para espantar novias, ni madre para convertir en abuela; contarle que lo había dejado medio huérfano, que le había arrancado una pierna, un brazo, una porción de vida, ¡con qué derecho! Y qué importaba lo que lo que hubiera sufrido ella, su amor enrevesado con el tío Ignacio, aquella inflexibilidad a la que los sometía, se sometía, la realidad vista desde las anteojeras de su rigidez, su moralina, su excesiva pulcritud. ¡Tan perfecta!
– ¡Tan perfecta, mamá! ¡Cómo pudiste hacernos eso! ¡Cómo pudiste dejarnos tan solos! ¡Cómo pudiste, cómo! -se arrodilló en el piso, junto al sillón, con las manos tomándose la cabeza y los ojos hacia el techo, como queriendo atravesarlo y llegar más arriba hasta algún cielo en el que ella debería estar preservada del paso del tiempo, igual que hacía cuarenta años, con sus uñas cortas y su pelo apenas acomodado con un movimiento rápido de las manos.
Se sintió un niño, un niñito de siete años que no lograba entender el vértigo del horror, la sentencia de soledad a la que aquella muerte lo condenaba, el desarraigo de una vida que cambia en el tiempo mínimo que toma un disparo. Y después, aquella sensación de abandono, de traición, y la aridez de un camino seco que se abría ante sí. El peso abrumador de haberse quedado irremediablemente solo de madre, un niño sin madre, un hombre para siempre solo.
– ¡Cómo pudiste! -se repetía-. ¡Cómo pudiste! ¿Por qué me hiciste eso? No pensaste en mí. ¡Cómo, cómo fuiste tan mala! ¡Mala, malísima, mala, mala, mala! -se detuvo con un odio súbito hecho un puño en la garganta; abrió los ojos y gritó con todas sus fuerzas hasta que la voz se le quebró, lastimada como las cuerdas rotas de una guitarra-. ¡La-pu-ta-que-te-pa-rió! ¿Me estás escuchando? ¡La puta que te parió! ¡Mala, mala, maaaaaaaaaaaaala, mala, mala, mala…!
Ahora el llanto era abundante y las palabras se atropellaban en un reproche torpe atascado en el alma durante cuarenta años y dejado fluir sin belleza ni método, un niño que decía incoherencias entre hipos, comiéndose las lágrimas y limpiándose la nariz con la manga de la camisa.
– Mamá -repetía-. Mamá, mamá, mamita…
Tendido en la alfombra, agotó todo el llanto hasta quedar exhausto, con un mareo leve que lo atontaba y sumía en una ensoñación, que era como el alivio a tanta pena. En medio de la pura tristeza, sintió que sólo Jano podría entenderlo. Nadie tiene tanta vida en común como un hermano. Extendió el brazo y tomó el teléfono. Ya no recordaba el número, ni siquiera si lo tenía en su agenda. Esos segundos que le tomó buscarlo fueron suficientes para recuperarse y la idea ya no le pareció tan buena.
“¿Para qué?” se dijo. “No va a querer atenderme”.
En otra casa, no tan lejos, Jano lloraba la muerte del tío Ignacio. También lloraba por la madre perdida, por el desperdicio de su vida y por el hermano que tanto hubiera necesitado abrazar en ese momento.
Tadeo estuvo un buen rato acostado en el suelo, sobre la alfombra llena de polvo que nadie aspiraba desde hacía tiempo. Horacio, su madre, Jano, César… Sólo podía pensar en César y en el tiempo que había perdido sin estar a su lado. Un padre vivo, pero lejano, como muerto. Y ahora iba a dejarlo definitivamente solo, iba a repetir la historia para que, un día, César acabara tendido en otra alfombra puteando al cielo. Sintió una necesidad quemante de decirle cuánto lo quería, no de escribirlo en una triste nota de despedida, sino de aguantarle la mirada mientras se lo decía, incluso soportar el desprecio o la falsa indiferencia del hijo que cree que puede sacar a un padre de su vida con un simple manotazo, como si fuera una pelusa de la solapa. No importaba lo que César fuera a creer de sus palabras. Necesitaba decirle que lo quería, que lo quería, así nomás, sin adverbios. El amor que no se dice también puede ser un adorado tormento.
Fue hasta el teléfono. Tampoco recordaba el número de César y se avergonzó por eso. Buscó en la agenda. Cada botón que apretaba era una tentación a dar marcha atrás. Si César lo rechazaba, si le daba la espalda y lo dejaba otra vez solo, no iba a tener la fuerza de ánimo suficiente. En esas inseguridades estaba, cuando la voz de Alma se oyó del otro lado.
– Disculpá la hora. Necesitaba hablar con César.
Hacía un año que no la veía y sospechaba que en todo ese tiempo también Alma había construido un escudo de desprecio para proteger a su marido de ese padre ausente que, de un modo indirecto, le afectaba su vida. Por eso fue parco, ni siquiera se animó a la calidez de un saludo. Sin embargo, la voz de Alma sonó con dulzura, tal y como Tadeo la recordaba.
– ¿Tadeo? ¿Es usted? ¿Es usted? Pero, qué lindo. No sabe la alegría que me da. Qué pena que César todavía no llegó. Cuénteme cómo está.
Aquella bienvenida era más de lo que su sensibilidad agotada podía soportar y se le cortó la voz.
– Tadeo… ¿está ahí?
– Disculpá la hora -repitió con torpeza.
– No hay problema, ni siquiera cenamos. Pero, ¿cómo le va?
– Bien, aquí, con mis cosas, como siempre. ¿Y vos? ¿Y esa pancita?
– Faltan días, poquitos días. Estoy enorme y con una ansiedad que ni le cuento. Pero estamos muy felices. César está feliz.
Tadeo esperaba una bofetada, y aquella caricia lo desconcertó. El desconcierto produce, a veces, reacciones secas, antipáticas, que no son más que puro miedo. Cortó la comunicación. Del otro lado, Alma seguía hablándole al vacío. Tadeo bajó la cabeza. La casa estaba en penumbras, salvo por la luz que venía de la calle a través de la persiana. Qué bella era esa luz, como cuando Laura se desnudaba y el cuerpo le quedaba vestido apenas por aquellas rayitas doradas horizontales bajo las que refulgía la tersura de la piel. Cuánto la extrañaba. Volvió a digitar el número.
– Hola, hola, se cortó. ¿Me decías?
– Que por qué no viene a visitarnos.
Otra vez aquel silencio torpe del que Alma lo rescató con sabiduría.
– Escúcheme, Tadeo, si César sabe que le digo esto, me mata, pero se lo digo igual, privilegios de embarazada. Déjese de tanta vuelta y anímese. A mí me daría un alegrón.
– Pero, ¿y César?
– Le va a poner cara de malo, al principio, usted lo conoce mejor que yo. ¿Y qué? Va a hablar poco, se va a ir al baño a fumar. ¿Y qué? ¿Nos vamos a asustar por eso?
– No sé. Alma. En realidad ni sé por qué llamé. No tengo nada para decirle.
– No le diga nada, entonces, dele un abrazo. Esto que tengo en la panza es un nieto suyo, por si no se enteró.
– Pero si ni siquiera…
– ¿Sabe qué? Venga y vemos.
– No creo que quiera verme.
– Está enojado, Tadeo. Pero ahora va a ser padre y eso cambia todo, ¿no? Y, además -puso un tono burlón-, a ver si me lo mueve un poco, lo invita al estadio, no sé, lo que sea, porque se me está poniendo gordo.
Cortaron. Tadeo sentía el corazón latir rapidísimo y una emoción que apenas lo dejaba respirar. Aquella Alma era un ángel. Pensó en todas las veces que hubiera querido verlos y por un miedo estúpido no se había acercado. Pensó, con vergüenza, en que no había ido al casamiento, que no les conocía la casa, y que lo poco que sabía era a través de las breves charlas telefónicas que, cada tanto, mantenía con Laura.
Cric. Esta vez no eran sus circuitos apagándose, sino un poderoso mecanismo que se encendía. Las yemas laceradas del defenestrado que quiere asirse con desesperación, aferrarse a cualquier cosa en el momento del salto; el tiro desviado; la cuerda demasiado fina. Ese último instinto de conservación muchas veces volvía cuando era tarde para arrepentimientos; pero Tadeo lo sentía nacer como un impulso, un torrente formidable, un alud, una avalancha de energía que para él, por esa vez, quizás iba a llegar a tiempo.
Las nueve y veinte de ese martes, su último día. Se preguntaba si también él sentía el vacío interior del médico joven, pero se sorprendió descubriendo que todavía existían ciertas amarras que lo ataban al mundo. Seguía siendo el mismo Tadeo de la mañana, una mitad de hombre en todos los sentidos; no podía recordar un logro del que estar orgulloso ni mucho menos planificar metas para el futuro. Se sentía deprimido, solo, insignificante; estaba tapado de deudas, no tenía trabajo y sus intentos por publicar habían fracasado. Su mujer lo había abandonado y su hijo no quería saber de él; mucho menos ofrecerle a su propio hijo, un nieto del que no merecía ser abuelo. Quizás esa misma tarde había reincidido en la cobardía y dejado pasar a su verdadero amor por segunda vez. Pero la paleta empezaba a adquirir otros colores.
Miró alrededor y vio el desorden de la casa. Parecía el día previo a una mudanza, sobre todo por la ropa en sus perchas tirada encima de la cama y los libros desparramados en el suelo. No se sentía con fuerzas para ordenar ni aquel caos ni el que llevaba adentro. Pero no estaba vacío. Algo se movía en su interior, algo que había empezado a percibir hacía unas horas como las primeras burbujas que revientan en el agua que está por hervir, y que ahora era un borboteo sostenido que lo incomodaba, pero lo hacía sentir vivo.
No se detuvo, sin embargo, cuando se vio caminando hacia el baño. Encendió la luz y se paró frente al espejo. Sabía por qué estaba ahí, por qué se observaba con curiosidad, como si desembarcara por primera vez en una tierra nueva. Sus ojos no tenían brillo y la piel reseca se abría en surcos que eran como una vejez anticipada marcada en el rostro. Y el agujero negro de las muelas, y la lengua blanca, y la barba que empezaba a oscurecerle las mejillas, y las ojeras, depósito de sus desconsuelos.
La imagen de un muchacho que podía ser Horacio se hizo presencia en la soledad del baño. Tadeo le dio la bienvenida con una sonrisa triste. Abrió el botiquín y su mirada fue sin dudar al primer estante. Tomó el frasco con el pulso firme, como quizás el médico joven lo había hecho años atrás; o tal vez el tiempo se condensaba en ese punto, el pasado y el presente se fundían y estaban los tres parados frente al espejo en absoluta comunión, sin necesidad de explicarse, de pedirse perdón.
– Aquí estamos, Doc. Mirá qué trío.
El médico joven hizo un movimiento. Tadeo quiso detenerlo, estirar su brazo y arrebatarlo de la muerte, pero no pudo torcer el flujo de los hechos pasados; vio cómo hacía lo que hacía y luego se evaporaba hacia la nada en la oscuridad del dormitorio. Horacio también se había ido. Tadeo abrió el frasco, respiró profundamente el olor metálico de los barbitúricos, regresó de esa otra dimensión y supo que todavía podía elegir. Tiró las pastillas por el inodoro y apretó la cisterna como si le quemara la urgencia de que aquello desapareciera pronto de allí. Cayó en la cuenta de lo que había estado a punto de hacer y se sintió mareado, cubierto por un sudor frío y lleno de una náusea violenta que crecía como una ola. Tuvo miedo, miedo de sí.
Al abrigo de una bata raída que colgaba del perchero se sentó en el piso del baño y descansó.
Cuando abrió los ojos, sólo quería escribir. Volvió a la computadora y ya no insistió con la carta. No esta vez, al menos. Sobre la mesa, una notita escrita horas antes le recordaba cuan cerca había estado. “Hasta aquí”, decía, pero Tadeo empezaba a sentir que tenía fuerzas para un poco más. Fue a la página de Horacio. Quizá ya estaría muerto; no lo sabía, pero decidió creer que todavía quedaba un espacio para la esperanza y se aferró a esa idea con tenacidad. Estaba algo aturdido, la garganta le ardía y los ojos eran dos globos rojos hinchados. Pero una cierta lucidez ganada palmo a palmo a la confusión enloquecedora en la que había girado desde la madrugada le permitía distinguir ese malestar físico de la calma que llevaba dentro. Ahora podía mirar ese martes desde la perspectiva serena que da el haber llegado a cualquier meta, la meta de un día ganado a la vida, o a la muerte, y entendió que, a partir de ahora, sería así: un día a la vez, no podía prometerse más. Abrió la sección Mensajes y empezó a escribir como nunca lo había hecho, con una soltura de espíritu que era un descubrimiento para él.
Perdón por la letra: Mensajes
De Tadeo para Horacio:
“¿Sabés, Horacio? Siempre quise escribir una novela, e incluso inicié alguna historia con esa intención. Pero a las pocas páginas la anécdota se consumía y me quedaba sin qué decir. Tampoco soy bueno para la poesía, que es la madre de la escritura. De ella me alimento, tomo sus jugos, me enriquezco, pero no sabría cómo empezar un poema. Por eso sólo escribo cuentos. El hecho es que siempre quise escribir una novela para disfrutar de un trayecto más largo, quizá, para detenerme en alguna descripción o extender un diálogo o introducir un personaje menor por puro gusto. Y nada. Todos mis intentos se frustraban a las pocas páginas en un final precipitado que hubiera sido una necedad prolongar a la fuerza. Llegué a pensar que jamás podría hacerlo, que era cuestión de gente más aplicada y que estaba muy lejos del rigor flaubertiano de encerrarme días hasta encontrar la palabra exacta, ésa y ninguna otra. Claro, era muy fácil atribuirme pereza, ineptitud, falta de talento. Y mucho más fácil aún convencerme de que no podía.
“Pero este martes ha sido un día extraño, Horacio. Hoy de mañana sentí un cric y creí que sólo podía hacer una cosa. Estoy seguro de que sabes de qué hablo. Me he pasado el día organizando el rastro que pensaba dejar y, mientras lo hacía, iba ligándome a tu historia con una fuerza sorprendente. No me di cuenta de eso hasta hace unos minutos cuando sentí cric otra vez. Pero fue distinto, como si me despertaran de un mal sueño, o de un extraño sopor. ¿Alguna vez te dieron anestesia? Algo así, como si hubiera vuelto.
“Y de golpe supe por qué nunca había podido escribir una novela. Porque creía que todo se resumía en contar una historia, pero es mucho más que eso. Tiene que haber un fin superior detrás de lo que se cuenta, una abstracción, una idea universal que sea el fundamento, ¿me seguís? Tiene que haber un fin superior detrás de toda vida. Y yo jamás lo había visto de esta forma, entonces reducía todo a 'había una vez' y 'colorín colorado', y la cosa se diluía naturalmente porque no había un sustrato sólido en el que apoyarse, un tema.
“Acabo de entender esto y es para mí una revelación. Ahora sé sobre qué voy a escribir, Horacio, sobre qué quiero escribirte. Hay valores que tienen un alto precio. La sensibilidad, por ejemplo, se paga con angustia. Y la libertad… la libertad, Horacio, tantas veces nos deja solos o, peor, aislados. Es posible que un día lo descubras y elijas construir una coraza, transformarte en un bruto feliz insensible al entramado sutil de las cosas; que los días se reduzcan a saciar a tu animal y te conformes con la efímera ilusión de los éxitos pasajeros; que no te permitas caer en los abismos de la razón; que huyas del dolor y prefieras la alegría fácil del consumismo, el hueso que te tiran por haber sido un buen perro.
“Pero también es posible que elijas la pasión bien entendida y rechaces cualquier resignación a volverte un mediocre, un engranaje más de la picadora, y te rebeles frente a estos molinos e incluso dudes de tu cordura. Quizá llegues al fondo mismo de la desesperanza donde no hay más opción que impulsarse hacia arriba con fuerza o quedarse para siempre, es decir, morir. Y cuando estás ahí, en la soledad más perfecta, esa última soledad, cara a cara con tu yo, con Dios, como quieras llamarle a esa intimidad absoluta, te das cuenta de que has descubierto la gran angustia y que ya no podrás estar en paz a menos que te pongas en camino, en tu camino, el único posible. Todo esto da pánico, Horacio, es el miedo a la vida.
“No sé si algún día leerás esto, ni siquiera sé si estás vivo todavía, pero voy a usar tu página para escribir mi novela. Voy a verterla poco a poco, a medida que la historia se vaya desgajando, y no será necesario buscar quién la publique esta vez. Trataré que ese miedo no vuelva a ganarme como hoy casi me gana. Si vuelve, que va a volver, sabré reconocer los síntomas y voy a darle batalla. Y pediré ayuda, porque de esto no se sale así nomás. Me sentís muy lúcido, ¿verdad? Un tipo con las ideas claras. No te engañes, Horacio, estuve a punto de mandarme la peor macana. Hoy muchos han venido a salvarme, vos entre otros, pero he sido afortunado; no siempre se llega a tiempo. Si el miedo vuelve, estaré atento; el miedo es humano y no está mal sentirlo, el asunto es qué se hace con él. Yo voy a cruzar su umbral, Horacio, de la mano de las palabras. Finalmente, la soledad no es mala; lo terrible es el aislamiento.
“Ahora, mirame, prestá atención: en este momento, ¿ves? Levanto mi pie con cuidado, paso una pierna por encima del pretil, luego la otra, ¿me ves, Horacio?, ¿podés verme? Lentamente me incorporo y estiro mis brazos al cielo. Miro la cornisa. Lo logré esta vez. Estoy del otro lado”.
Son casi las diez y el aire tibio de la primavera ahora parece delicioso. Tadeo sale al balcón. La noche es un estrépito de estrellas. Se tiende en la hamaca y procura distinguirlas: la Cruz del Sur, Alfa y Beta del Centauro, las Tres Marías; no recuerda más, ha perdido el entrenamiento de mirar el cielo. Pero qué hermoso es, aunque no lo entienda. Cierra los ojos y recuerda a unos niños jugando a la guerra. El mayor es un general y es quien manda. El más pequeño lo obedece con una admiración ciega, incluso cuando el otro le alcanza un arma para que lave su honor. No sabe que el general está temblando de miedo porque en el fondo, muy en el fondo y a pesar de lo que le han enseñado, intuye que no hay honor que valga tal pena. En esa región sutil donde maduran las grandes revelaciones, va germinando, vacilante y ambigua, la conciencia salvadora, el reconocimiento del bien supremo.
Tadeo piensa que es una buena escena para empezar su novela. Mañana.