Annie y Dermid se casaron un día cálido y soleado de marzo. Fue un evento auspicioso para la humilde pareja, un cuento de hadas que alguna vez les contarían a sus hijos. Presidido por el anciano obispo, el oficio religioso se celebró frente al altar de la Virgen, en una imponente catedral de piedra con grandes vitrales. Después de la ceremonia, el conde de Glenkirk y Rosamund los llevaron a una pequeña posada donde brindaron por la buenaventura de los recién casados y bebieron vino dulce. Glenkirk le había pedido al posadero que los alojara en el mejor cuarto y les sirviera una opulenta cena en un salón privado. Los novios pasarían allí su noche de bodas y Patrick, por supuesto, pagaría todos los gastos.
Cuando el conde y Rosamund regresaron a la villa, los estaba esperando lord MacDuff.
– Tengo un mensaje de Su Majestad. Llegó hace apenas una hora. Debes partir de San Lorenzo el 1 de abril y regresar por tierra a París, donde tendrás una audiencia con el rey Luis. Le ratificarás de manera contundente que Escocia no romperá su vieja alianza con Francia.
Le entregó una carta sellada.
– Esto es para ti.
– Gracias -dijo Patrick abriendo el mensaje.
– Así que sus sirvientes ya se han convertido en marido y mujer -le comentó MacDuff a Rosamund
– Sí, los casó el propio obispo. ¡Y sospecho que en el momento justo! Los dos son muy jóvenes y están llenos de pasión.
Es usted muy generosa, milady. Otras mujeres en su situación le hubieran dado una tunda a su sirvienta y la hubieran despedido.
Annie y Dermid son excelentes criados, milord. Solo necesitaban que alguien los guiara por la buena senda. ¿Regresará a la corte?
Se lo prometí a la reina, y siempre cumplo mis promesas. Extraño Friarsgate y a mis hijas, pero le debo ese pequeño favor a Margarita Tudor. Éramos muy amigas cuando fui pupila de su padre y gracias a ella tuve un matrimonio feliz. Desea con desesperación darle un varón sano y fuerte a su marido. Si bien supongo que a mi regreso ya habrá nacido el niño, me quedaré un tiempo para animarla y ayudarla a cuidarlo. El ojo clarividente del rey previo que tendría un hijo saludable, pero Margarita no se tranquilizará hasta que vea a la criatura en sus brazos y confirme que su salud es perfecta. Las reinas tienen muy pocos amigos, milord, y yo me considero una verdadera amiga de la reina Margarita.
– Es muy cierto. La amistad es una mercancía que no abunda entre los gobernantes. Me asombra su sentido moral y su inteligencia, jovencita, cualidades que un hombre no suele admirar en una mujer. Aunque también admiro su belleza y, luego de conocerla en estas pocas semanas, comienzo a sentir envidia por mi viejo amigo Patrick Leslie.
– ¿Me está cortejando, milord? -bromeó Rosamund.
– Me temo que sí, pequeña -admitió MacDuff.
– Cállate, perro viejo y baboso -dijo el conde asiendo a su amada de la cintura-. La dama es mía y no se la cederé a nadie.
– ¿Puedo saber qué dice el rey? -preguntó el embajador.
– No mucho más de lo que me has dicho. Me pide que informe al rey Luis de mis gestiones en San Lorenzo. ¿El mensajero sigue aún aquí? Quiero enviar un comunicado a través de él. ¿Es escocés?
– Sí, y finge ser una suerte de factótum del gremio de comerciantes de Edimburgo, lo que no es cierto, naturalmente. Es un papel que representa para que sus viajes no llamen la atención. Ya ha venido en otras oportunidades. Se quedará a pernoctar aquí. Mañana le daremos un nuevo caballo y lo mandaremos de regreso.
– Envíalo a mis aposentos para que le dé las instrucciones.
Patrick escribió una carta a Jacobo Estuardo contándole en detalle sus entrevistas con Paolo Loredano, el representante del dux de Venecia, y con la baronesa von Kreutzenkampe, la emisaria del emperador Maximiliano. Por fortuna, el conde tenía una memoria prodigiosa. Recordaba a la perfección las conversaciones con el artista y la noble alemana, y las reprodujo casi textualmente para que su rey tuviera la impresión de haber asistido en persona a esas reuniones. En la carta lamentaba no haber podido convencer a los delegados de cambiar su posición, pero reconocía que al menos había logrado que Venecia y el Sacro Imperio Romano comenzaran a sospechar de Enrique Tudor. A partir de ese momento, desconfiarían de Inglaterra y actuarían en consecuencia.
– Tan pronto como arribe a Escocia, vaya directamente a ver al rey dondequiera que se encuentre y entréguele esta carta en sus manos. No se la dé a ningún secretario o paje. Sólo al mismísimo rey. ¿Ha comprendido?
– Sí, milord.
– Dígale a Su Majestad que seguiremos sus instrucciones en lo referente a nuestro regreso y que nos reuniremos con él a principios de junio, aproximadamente.
– Sí, milord.
Patrick tendió al mensajero una segunda carta y una pequeña bolsa con tintineantes monedas.
– Luego de ver al rey, quiero que viaje a Glenkirk y le entregue esto a mi hijo, Adam Leslie. Dígale que estoy muy bien.
– Sí, milord. Gracias. Glenkirk está en el noreste, ¿verdad?
– Sí, lo encontrará con facilidad. Muchas gracias por sus servicios.
– ¿Qué le escribiste a Adam? -preguntó Rosamund cuando se retiró el mensajero.
– Que tendrá que seguir ocupándose de Glenkirk por un tiempo más, pues antes de regresar a casa visitaré a un amigo en Inglaterra.
– San Lorenzo ha sido un sueño maravilloso… ¡Y ahora conoceré París! Antes no me gustaba viajar o alejarme de Friarsgate, pero desde que estoy contigo, me encanta. Él le sonrió y la besó en los labios.
El artista me está esperando, corazón. Tu retrato está casi listo, Pero el mío no. Quiero que lo termine antes de nuestra partida para Poder enviar por barco los cuadros a Escocia.
El maestro no te dará mi retrato. Sólo trabaja para sí mismo. Te lo he advertido antes, Patrick.
– Veremos qué pasa -dijo sonriendo y se marchó. Cuando le contó al artista lo que le había dicho Rosamund, Paolo Loredano se echó a reír.
– Tiene y no tiene razón. Sea paciente, milord. No se sentirá defraudado y me pagará muy bien, se lo garantizo. Usted es un excelente modelo. ¿Dónde colgará la pintura cuando sea suya? -preguntó asomando la cabeza por un costado de la tela.
– Encima de la chimenea del gran salón del castillo de Glenkirk, frente a un retrato de mi hija. Rosamund le encargó este cuadro para regalármelo a mí.
– Sí, la dama me explicó que ese era su deseo. Pero también me pidió que hiciera para ella un retrato de usted en miniatura.
El conde se quedó atónito y conmovido. Rosamund no le había dicho nada.
– No esté tan serio, milord. Ha perdido la expresión de felicidad. Piense en su amada y póngase contento.
Patrick se echó a reír y el aire taciturno que ensombrecía su semblante se disipó.
– ¡Ah, así me gusta! -gritó Paolo Loredano.
La primavera reinaba en San Lorenzo. Las vides florecidas trepaban por los muros y los campos que flanqueaban los caminos enceguecían los ojos con sus deslumbrantes colores. El aire era cada día más cálido y el mar tan tibio como el agua de la tina. La dama y el conde salían a cabalgar entre los verdes viñedos, nadaban y hacían el amor cuando y donde les viniera en gana. Marzo llegaba a su fin y se acercaba la triste hora de la partida. Eufóricos por la dicha matrimonial, Annie y Dermid se pasaban el día amartelados y había que azuzarlos para que realizaran sus tareas. Rosamund llegó incluso a amenazarlos con separarlos durante la noche si no cumplían con sus deberes.
Esta vez no viajarían de incógnito, pues no era necesario. Contarían con briosos caballos y un carruaje. El itinerario estaba prefijado, y un jinete que partiría antes que ellos se encargaría de conseguir alojamiento en las mejores posadas a lo largo de la ruta. Viajarían hasta París bajo la protección del duque, y en Calais subirían a bordo de un barco que estaría aguardándolos y que los llevaría de regreso a Escocia.
Los sirvientes ya habían empacado todos los baúles. Antes de marcharse de San Lorenzo, el conde y Rosamund fueron al palacio del duque, que los agasajó con una cena de despedida.
Cuando terminaron de comer, Paolo Loredano y su sirviente llevaron tres telas al salón.
– Ahora, Madonna… ¡he aquí su retrato! -dijo quitando el envoltorio del primer cuadro.
Se escuchó un grito de júbilo en el público. Allí estaba Rosamund, erguida como la diosa del amor, con sus túnicas color lavanda, la cabellera pelirroja ondeando al viento y uno de sus pechos desnudos. Estaba rodeada de colinas y en el fondo se veía el mar.
– ¡Es maravilloso! -Gritó la modelo de la pintura-. Debo reconocer, maestro, que me ha embellecido bastante. Sé que lo ha pintado para usted, pero lamento tanto no poder comprárselo. Recuerdo que una vez le dije a la reina Margarita que era injusto que la gente del campo no pudiera tener sus retratos como los nobles de la corte. Jamás pensé que me vería pintada en un cuadro.
– Entonces -dijo Paolo alborozado-le encantará este otro retrato que he hecho y que el conde, sin duda, pagará muy bien.
Acto seguido, arrancó la funda de la segunda tela.
Rosamund se quedó deslumbrada. De pie, altiva y ataviada con su vestido favorito de terciopelo verde, sostenía una espada con la punta hacia abajo. Detrás de ella, se veía una construcción de piedra y un rojo atardecer. Era un retrato magnífico y Rosamund no salía de su asombro.
– Esa es la imagen que siempre tendré de usted. La dama de Friarsgate defendiendo su amado hogar. Dicen que Inglaterra es muy verde y usted me ha contado que sus tierras se hallan rodeadas de colinas, por eso representé así el paisaje. Espero que le agrade.
Rosamund se levantó de la silla, se acercó a Paolo Loredano y le estampó un beso en los labios.
– No tengo palabras para agradecerle, maestro. Es el retrato soñado. ¡Grazie, mille grazie!-dijo y volvió a su asiento.
El veneciano tocó sus labios con los dedos. Me ha pagado mucho más de lo que vale mi obra.
A continuación, descubrió el tercer cuadro, que mostraba la imagen de un hombre alto, apuesto y gallardo.
– ¡Por último, el primer embajador de Escocia en San Lorenzo! Espero que le complazca, milord -dijo haciendo una reverencia al conde.
– Estoy más que complacido, maestro. Le pagaré gustoso la suma que me pida. ¿Podría ocuparse de despachar las pinturas por barco?
– Sí, milord. La suya será enviada a Escocia y la de la señora, a Inglaterra.
El veneciano regresó a su silla y le susurró a Rosamund:
– Su doncella empacó la miniatura junto con el equipaje.
Cuando concluyó la velada y la mayoría de los invitados se habían retirado, el duque le recordó al artista:
– ¿No habrá olvidado que prometió venderme el retrato de la diosa; del amor?
– De ningún modo, signore. ¿Y usted no habrá olvidado el precio convenido?
El duque metió la mano en su jubón de satén bordado, sacó una bolsa repleta de monedas y se la entregó a Loredano.
– Cuéntelas si lo desea, pero es la cantidad exacta.
– No es necesario. Confío plenamente en su palabra. Dejaré aquí el cuadro, pero le aconsejo colgarlo cuando el conde de Glenkirk se encuentre bien lejos.
– ¿Consiguió seducir a Rosamund, maestro?
– Lamento confesarle que no. Es una mujer muy extraña. -Luego saludó al duque con una reverencia.-Buenas noches, milord.
Se retiró del palacio y regresó a la villa que había alquilado.
Una amplia sonrisa se dibujó en la cara del artista al contemplar el tercer retrato de Rosamund. Era similar al que le había vendido al duque, pero no idéntico. Aquí, la bella diosa del amor aparecía completamente desnuda.
Cuando la joven posó para el primer cuadro, el pícaro Paolo eligió adrede una túnica que, bajo la luz apropiada, se tornaba traslúcida y revelaba el delicioso cuerpo de Rosamund. Primero, hizo un dibujo carbonilla y al regresar a su estudio lo copió en una tela. Por las noches trabajaba infatigablemente, durmiendo en ocasiones apenas dos horas, pero el sacrificio valía la pena. Contra el fondo de un cielo azul pálido y rodeada por cupidos de alas pequeñas, esta diosa del amor se erguía sobre unas suaves nubes de contornos dorados que pendían por encima de un mar color índigo. La espesa cabellera se enroscaba en su cuerpo exuberante y una guirnalda de flores primaverales coronaba su cabeza. Paolo había capturado con maestría sus pechos redondos y la curvatura del monte de Venus.
Lanzó un suspiro de impotencia. Lamentaba no haber podido poseerla. Enceguecida por su amor hacia Patrick Leslie, no había demostrado el menor interés por el artista, lo que acrecentaba aún más el sentimiento de frustración, ya que ninguna mujer a quien él deseara se había resistido jamás a sus encantos. Por fortuna, su reputación se mantendría intacta, pues se hallaba muy lejos de Venecia. Además, cuando regresara con el magnífico cuadro de la diosa del amor, la gente seguramente supondría que esa belleza había sido su amante durante su estancia en San Lorenzo. Una suposición que él no se molestaría en confirmar ni refutar. Por un momento sintió deseos de mostrar su secreta declaración de amor a Rosamund, para ver la expresión de estupor e indignación en su rostro. Pero era inútil. La joven había desaparecido de su vida para siempre.
Suspiró una vez más, antes de apagar las velas del estudio, subir las escaleras y acostarse en su lecho vacío. Durmió como un lirón hasta después del amanecer, y cuando despertó, Patrick Leslie y su deliciosa amante se hallaban a varias leguas de Arcobaleno, rumbo a París.
Lord Howard, el embajador inglés, no había sido invitado a la cena de despedida. A la mañana siguiente, se dirigió al palacio del duque para comunicarle que su rey, Enrique Tudor, estaba disconforme con el acuerdo comercial entre Inglaterra y San Lorenzo. Tras ser conducido Por un lacayo al gran salón donde el duque supervisaba la colocación del retrato de Rosamund, lord Howard clavó los ojos en las otras dos pinturas, que debían ser despachadas por el artista. Cuando vio a la joven de vestido verde portando una espada en actitud desafiante, reconoció de inmediato. La había visto varios años antes en la corte Su rey. Era una amiga de la reina Catalina. ¿Qué estaba haciendo una amiga de la reina con un noble escocés? No sabía si la respuesta tenía importancia, pero mencionaría el hecho en el siguiente informe a Su Majestad. Volvió a mirar el cuadro. La mujer le pareció muy hermosa y le extrañó que el rey no hubiera sucumbido a sus encantos, pero luego recordó el bochornoso episodio que habían protagonizado por aquella época el rey y dos de sus primas. El duque saludó al visitante.
– ¿Qué opinas de mi pintura? ¿No es la perfecta diosa del amor? -preguntó con una sonrisa picara-. Por supuesto, lord Leslie no sabe que tengo el cuadro, pues cree que el artista se lo guardó para él. Pero yo hice un arreglo con Loredano y me lo vendió. ¡Me fascina esa mujer! Es una lástima que esté tan enamorada del conde. Me habría encantado tenerla en mi cama. También al artista le habría encantado, te lo aseguro.
– ¿Es por eso que hay dos retratos de la dama? ¿El conde no sabía que habían pintado a su amante con un pecho desnudo?
– Sí que lo sabía, y le pareció muy divertido, por cierto. Ella le encargó al maestro el retrato del conde y se lo regaló. ¿Son magníficos, verdad? -Dijo el duque con admiración-. Es un gran artista, tan grande como Tiziano.
– ¿Tiziano?
– Es otro pintor veneciano. Ahora, ocupémonos de los negocios, milord. Hoy hace calor y a la tarde quiero visitar a una linda florista de la plaza -se rió con malicia, guiñándole el ojo al embajador-. En sus años mozos, Patrick Leslie habría competido conmigo por un premio tan apetitoso.
– Entonces es mejor que se haya marchado -replicó lord Howard lacónico, y al instante se preguntó dónde habrían ido el conde de Glenkirk y su amante. ¿A Francia? ¿A Venecia o Roma? ¿De regreso a Escocia? No quería mostrarse interesado ante el duque, de modo que decidió no preguntarle nada. Además, ¿valía la pena preocuparse por ese caballero? Patrick Leslie no era una figura importante, pues no tenía poder ni influencia. Era un hombre en el ocaso de su vida que andaba en amoríos con una damisela. Seguramente había venido a San Lorenzo para escapar del invierno escocés e impresionar a su amante con las pequeñas hazañas de su juventud. Sin embargo, más valía pecar por precavido y contarle todo eso al rey Enrique en el siguiente informe. Todo era importante para Su Majestad, aun los detalles más nimios.
Mientras tanto, los dos personajes que intrigaban a lord Howard cabalgaban por la ruta costera que conducía a Toulouse. La primera noche descansaron en una ciudad llamada Villerose, situada en el ducado de Beaumont de Jaspre. Llegaron a Lyon por un camino que bordeaba el Ródano, y de allí se dirigieron al oeste, cabalgando a campo traviesa hasta Roanne, en el valle del Loire. Los viñedos habían reverdecido recientemente, varias semanas más tarde que en San Lorenzo. Durante toda la travesía gozaron de un clima cálido y agradable. El camino los condujo a Nevers y luego a Cháteauneuf, donde tomaron la carretera principal a París. A medida que se acercaban a la ciudad iba aumentando el movimiento del tránsito. Notaron que había muchos más soldados que en el viaje de ida. Era evidente que Francia estaba en pie de guerra y dispuesta a luchar contra la liga del Papa.
Llegaron a París a fines de abril. Rosamund estaba exhausta y contenta de poder tomarse un respiro luego de tanto ajetreo. Annie, quien, como era de esperar, ya estaba encinta, también sentía deseos de descansar. El conde había hecho los arreglos para que se alojaran en una casita de su propiedad en las afueras de la ciudad. El conserje estaba al tanto de su llegada, y se había ocupado de que todas las habitaciones estuvieran bien limpias y ventiladas. Dos criados, una sirvienta y un mozo de cuadra habían sido contratados para asistir a los huéspedes. La semana siguiente a su arribo, el conde partió a París para tener una audiencia con el monarca.
Tras esperar casi todo el día, fue conducido ante la augusta presencia de Luis XII. Hizo una amplia reverencia y luego dijo en voz muy baja Para que sólo lo oyera el rey:
– Vengo de parte del rey Jacobo Estuardo, pero es menester que hablemos en privado, monseigneur.
Los ojos del rey parpadearon, ávidos de curiosidad. Era un hombre alto, apuesto y tenía una cálida sonrisa.
– ¡Déjennos solos! -Ordenó a sus secretarios, quienes partieron del recinto de inmediato-. Tome asiento, milord, y cuénteme por qué ha venido a verme.
– Merci -replicó el conde sentándose frente al rey-. Varios meses atrás, a pedido del rey Jacobo, partí de mis tierras en el norte de Escocia al castillo de Stirling. Fui embajador de Escocia en el ducado de San Lorenzo hace dieciocho años y, desde entonces, no había vuelto a encontrarme con el rey. Me pidió que viajara a San Lorenzo en secreto, aunque apenas llegué, fui la comidilla de la ciudad. Si bien el rey tenía pocas esperanzas de que el plan resultara exitoso, consideró necesario intentarlo. Yo debía reunirme con los representantes del emperador Maximiliano y del dux de Venecia con el fin de debilitar su alianza con el papa Julio, España y Enrique de Inglaterra. Como bien sabe, Enrique Tudor ha presionado a mi rey para que integre la coalición, pero Jacobo Estuardo jamás traicionaría a Francia, milord. Estoy aquí para garantizarle que mantendrá su palabra.
– No dudo de que lo hará. De modo que su misión fracasó…
– Así es, Su Majestad. Sin embargo, logré que los emisarios desconfiaran del rey Enrique.
– ¿Cómo lo hizo? -preguntó el rey con una sonrisa.
– Les conté la verdad sobre su personalidad y sus ambiciones. Supongo que conocerá la historia de las joyas de la Venerable Margarita.
– Sí. Fue un hecho escandaloso y deleznable. No creo que me agrade el rey de Inglaterra si alguna vez llego a conocerlo, cosa que dudo. Pero mi yerno Francisco tendrá que tratar con él algún día. Tal vez se lleven bien, pues son bastante parecidos. Francisco es un hombre arrogante, codicioso y con infinitas ansias de poder. Sin embargo, debo reconocer que ha sido un buen marido para mi hija. -Luego, el rey Luis se levantó de su silla, dando por terminada la entrevista. -Exprésele mi gratitud a Jacobo Estuardo por sus intentos de ayudar a Francia y, sobre todo, por su honorable actitud. Sé que la situación no será fácil para él. El poder de su cuñado Enrique Tudor aumenta cada día.
– Transmitiré a mi rey sus buenos deseos, y le agradezco que haya tenido la gentileza de atenderme -se despidió el conde de Glenkirk con una reverencia.
Patrick se retiró del despacho de Luis XII y regresó a la pequeña casa junto al Sena.
Rosamund lo estaba esperando ansiosa.
– Comencé a asustarme cuando se hizo de noche. Debes de estar muerto de hambre. Ven, Dermid trajo una deliciosa cena de una posada de las inmediaciones.
Patrick se veía muy cansado. Tomándolo del brazo lo llevó a la mesa y lo ayudó a sentarse.
– Annie no se encuentra bien y la mandé a la cama. No es nada grave, son los malestares propios del primer embarazo.
Levantó la tapa de una sopera y le sirvió en un plato una buena porción de un apetitoso guiso.
– Estos franceses cocinan de maravilla -comentó alcanzándole el plato y cortando un trozo de pan-. Come, Patrick, y luego cuéntame qué ha ocurrido hoy.
Llenó su copa con un vino tinto muy oscuro y lo observó mientras comía. En pocos minutos, el conde devoró el guiso y, tras mojar el pan en la salsa, dejó el plato limpio.
– ¿Hay más? -preguntó.
Rosamund asintió.
– No comiste en todo el día, milord. Eso es muy malo para la salud de un hombre de tu edad.
Patrick bebió un trago de vino.
– Tuve que esperar que el rey me diera audiencia. O que uno de sus pomposos secretarios se dignara solicitarle una entrevista conmigo. Pero fui muy persistente y al final del día me hicieron pasar a su despacho.
Comía con voracidad, metiéndose en la boca una cucharada de guiso tras otra. Cuando se sintió satisfecho, bebió otra copa de vino y se reclinó en la silla.
Gracias por cuidarme con tanto cariño, mi amor -le dijo besando sus manos.
No solo de pasión vive el hombre, querido. Vamos, cuéntame qué te dijo el rey Luis.
Dijo que estaba seguro de que Jacobo Estuardo se mantendría fiel a nuestra antigua alianza con Francia y le envió sus mejores deseos. Es la respuesta que esperaba mi rey, así que ya no tenemos motivos para permanecer aquí.
– ¡Pero, Patrick, nunca he estado en París! ¿Crees que esta joven campesina tendrá otra oportunidad de visitar esta maravillosa ciudad? ¿No podemos quedarnos unos días más? Quisiera conocer la catedral y, además, a Annie le haría muy bien descansar antes de emprender el regreso. Un viaje en barco le revolvería el estómago.
– De acuerdo, partiremos dentro de tres días. ¿Estás satisfecha, señora?
– Eres muy generoso, milord.
– Enviaré a uno de los hombres del duque a Calais para verificar si nuestro barco nos está aguardando. Como no podrá regresar a tiempo a París, le propondré encontrarnos en algún punto del camino. Los ingleses vigilarán muy de cerca todo navío que despliegue las banderas francesa y escocesa.
Al día siguiente, Patrick y Rosamund visitaron la catedral de Notre Dame en la íle de la Cité. París era alegre, bulliciosa y, para asombro de la joven, muy diferente de Londres pese a que ambas ciudades se hallaban atravesadas por un río. Los franceses eran pintorescos y divertidos. Vieron gitanos actuando en las calles, tabernas llenas de juerguistas. A pesar de la guerra, París seguía siendo una ciudad vibrante y vivaz.
– ¡Qué agotador! -Exclamó Rosamund alborozada al regresar a la casa la noche antes de partir-. Creo que jamás podría vivir aquí. ¿Viste las telas de las tiendas? Son maravillosas. En cambio, la lana no es tan fina como la que hilamos en mis tierras. Es tosca y gruesa. La importan de Escocia, Irlanda e incluso de Inglaterra, pero su calidad es muy inferior a la de Friarsgate. Hablaré con mi agente en Carlisle para hacer negocios aquí. Los franceses aprecian la excelencia y yo puedo ofrecérsela.
– Te comportas como una verdadera mujer de negocios. Nunca te había visto así -se maravilló el conde.
– No nací con los mismos privilegios que tú, milord. La gente de Friarsgate es muy sencilla pero industriosa. Veo una oportunidad aquí v sería una tonta si la desaprovechara.
– Te has acostumbrado a llevar una vida bastante agitada, ¿verdad, amor mío?
Sí. Tú estabas atareado con tu misión diplomática y yo no era sino una figura de adorno que te brindaba placer. Como tú me lo procurabas a mí… -se corrigió Rosamund-. Pero no estoy habituada a holgazanear.
– A mediados del verano estarás de vuelta en tu casa -prometió el conde, enternecido por la sinceridad de su amada.
Partieron a la mañana siguiente, justo antes del amanecer. Ese día Rosamund cumplía veintitrés años, pero nadie se acordó, ni siquiera ella. En un tramo del camino se encontraron con el emisario del duque y les confirmó que un navío estaba esperándolos. El barco era escocés, pero izaría la bandera de un príncipe mercader de Flandes. Finalmente llegaron a Calais y abordaron la nave bajo una lluvia torrencial. Por fortuna, el mar estaba relativamente calmo. Dos días después, mientras avanzaban por el mar del Norte en dirección a Leith, el tiempo mejoró y empezó a soplar un fuerte e inesperado viento del sudeste. Vieron otros barcos en el mar, pero no parecían hostiles. Comenzaron a acercarse a la costa y el capitán le dijo al conde, señalando la desembocadura del río Tyne:
– Estamos llegando, milord. En breve entraremos en el fiordo de Forth y atracaremos en Leith a la mañana temprano.
Desembarcaron en medio de una densa bruma y se dirigieron a la misma posada de la que habían partido seis meses antes. Se alojaron en un cómodo apartamento con varias chimeneas encendidas que los cobijaron del frío de la mañana.
– Tendré que conseguir algún medio de transporte para ir a Edimburgo o dondequiera que se encuentre el rey.
Por favor, averigua cómo fue el parto de la reina.
Margarita Tudor había dado a luz a una bella y saludable criatura el 10 de abril, le contó el posadero a Patrick Leslie.
– Dicen que el rey envuelve al niño en una manta y cabalga con él por toda la ciudad de Edimburgo para que la gente vea al próximo Jacobo Estuardo -agregó.
– ¿Y la reina se encuentra bien de salud?
– ¡Oh, sí, milord! Ella está bien. Solo necesitó unos días de reposo.
– ¿El rey está en Edimburgo?
– Sí, milord.
– Iré allí hoy mismo.
– Yo te acompañaré. Prometí a Meg que regresaría, y tan pronto como la vea le confesaré la verdad. Espero que me permita volver a casa. Extraño a mis niñas, Patrick -dijo Rosamund afligida.
– Enviaré un mensaje a Glenkirk. A Adam no le disgustará seguir ocupándose de las tierras por un tiempo más. Estoy ansioso por conocer tu Friarsgate, mi corazón.
– Annie y Dermid partirán mañana -decidió Rosamund-. Podemos pasar una noche sin los sirvientes y, además, dudo que haya suficiente espacio para albergarnos a todos, incluso a nosotros dos. La vida de la corte no es muy cómoda para la gente común.
Recorrieron a caballo la corta distancia que separaba el puerto de Leith de la capital de Escocia. Una vez que entraron en el castillo, el conde de Glenkirk fue en busca del rey para darle el informe final y Rosamund corrió a los aposentos de la reina.
Margarita Tudor se alborozó al ver a su amiga.
– ¡Oh, mi querida Rosamund! ¡Acércate y mira a mi precioso hijito! Estoy tan feliz de que hayas regresado. ¿Cómo están tus niñas? ¡Ven, ven!
La joven se echo a reír y cruzó la habitación para espiar la fastuosa cuna colocada junto a la reina. El bebé de apenas un mes la miraba fijamente. Era regordete y vivaz. Extendía sus pequeños puños hacia ella y emitía unos suaves gorjeos. Rosamund no paraba de reír.
– ¡Oh, Meg, es un niño adorable! Me imagino cuan dichoso ha de estar el rey.
Hizo una reverencia y se ruborizó, pues recordó que no debía tratar a la reina con tanta familiaridad.
– ¡Vamos, siéntate conmigo y cuéntame de Friarsgate! -exclamó la reina sacudiendo la mano y haciendo caso omiso de las formalidades.
– Deberíamos hablar a solas de ese tema -susurró.
La curiosidad picó a la reina.
– ¡Lárguense! ¡Todas ustedes! Deseo conversar en privado con la dama de Friarsgate. ¡Tú también, vete! -Increpó a la criada que mecía la cuna-. ¡Ya deja de zarandear a mi niño!
Cuando por fin quedaron solas, Margarita Tudor miró a su amiga de la infancia y le exigió:
– Cuéntame de una buena vez.
– No he estado en Friarsgate, Meg. Fui al ducado de San Lorenzo con el conde de Glenkirk.
Luego procedió a explicarle que el rey había encomendado una importante misión a Patrick, que el conde le había pedido que lo acompañara y que ella lo amaba con tal desesperación que había partido con él, mintiéndole a su querida reina.
– ¿Me perdonas? -preguntó cuando concluyó el relato.
– Por supuesto. Así que estás enamorada de lord Leslie. ¿Y él también? ¿Por qué no te pide matrimonio?
– Él me ama, pero no quiero volver a casarme, Meg. No todavía. Tenemos que cumplir con nuestros respectivos deberes en Friarsgate y en Glenkirk. Con tu permiso, partiré de regreso a casa y el duque me acompañará por un tiempo.
– Al menos quédate un rato más conmigo.
– De acuerdo, aunque no creo que me necesites, rodeada como estás por todas esas mujeres.
– Pero no son mis amigas. Sabes que las reinas tenemos muy pocas amigas, Rosamund -esbozó una sonrisa e inquirió-: ¿Es un buen amante? Mi Jacobo sí que lo es, pese a la diferencia de edad. Pero el conde de Glenkirk es un anciano. ¿Todavía puede hacer el amor? ¿O lo amas como a tu segundo esposo, Hugh Cabot?
Es un amante extraordinario e insaciable y a menudo me deja agotada. Lo adoro, Meg, y mi pasión por él no puede compararse con mis sentimientos hacia Hugo, que no era sino un padre para mí. Es extraño que se hayan enamorado en este momento y en este lugar. Yo amo al rey, lo sabes, y él es muy bueno conmigo, aunque no me considera la más brillante de las mujeres. A veces me trata como si fuera su mascota preferida. Jacobo sabía que fracasaría la misión de debilitar la Santa Liga.
Distraídamente, la reina mecía la cuna con el pie y el niño se había quedado dormido.
– El rey es un hombre honorable. No traicionará la alianza entre Escocia y Francia si no hay razones de peso. Ambas sabemos que tu hermano Enrique está buscando una excusa para declararle la guerra a Escocia. No debe estar contento de que le hayas dado un hijo varón a tu esposo cuando la pobre Catalina no le ha dado ninguno. Se siente frustrado porque Escocia mantiene el equilibrio de poder en la región y sabe que es imposible invadir a Francia con su viejo aliado acechando en la frontera del norte. Por eso pretende aislar a Escocia del resto de Europa. Tu esposo es un hombre pacífico y valora las ventajas que la paz ha traído a su reino. Escocia es un país próspero y feliz y ahora, además, tiene un heredero. Hay muchas cosas en juego, amiga mía.
– Jacobo está construyendo una flota.
– Para proteger las fronteras marítimas, Meg. Ese es su bastión contra la amenaza extranjera -explicó Rosamund a la reina, a quien parecía costarle comprender la gravedad de la situación.
– Enrique está celoso de los barcos de Jacobo y ahora está construyendo una flota. Me lo contó Catalina en una carta.
– ¿Catalina se encuentra bien?
Era la primera vez en mucho tiempo que alguien le preguntaba por Catalina de Aragón, reina de Inglaterra.
– Está muy preocupada porque no puede darle un heredero a mi hermano. No sé cuánto tiempo más esperará Enrique. Me temo que la culpa es de Catalina porque mi hermano ha rebasado la cuota de bastardos y la ha fecundado varias veces. Pero los niños mueren al nacer. Me pregunto si no será la voluntad de Dios. Tal vez mi padre debió haberla devuelto a España o ella no debió haberse casado con mi difunto hermano Arturo. Pero lo hecho, hecho está. ¿Han encontrado un sitio donde descansar?
– Arribamos a la mañana temprano y después de alojarnos en una posada de Leith vinimos directamente al castillo. Annie y Dermid llegarán mañana. Son marido y mujer y Annie está esperando un bebé.
– Siempre es un inconveniente que tu doncella se embarace. Al menos está casada.
– ¡Gracias a Paolo Loredano!
A continuación Rosamund le contó que el artista había dibujado a Annie y Dermid en posiciones comprometedoras.
– Imagino cómo se habrá sorprendido la traviesa niña cuando la retaste -rió la reina.
– No le dije nada. Simplemente dejé que vieran el dibujo. Luego me pidieron permiso para contraer matrimonio.
– Oye, Rosamund, tengo un chisme sobre tu antiguo pretendiente, Logan Hepburn. Su pequeña esposa está preñada y dará a luz en octubre. Dicen que la montó una y otra vez hasta fecundarla y que después no la tocó más, aunque la trata con suma amabilidad. Parece que tiene una amante en algún lugar de la frontera. Hiciste bien en librarte de ese hombre.
– Logan no es una mala persona, Meg, pero yo no quería casarme y él necesitaba con urgencia un heredero legítimo. Me parece muy bien que haya dado prioridad a la familia. Friarsgate es mi único hogar y jamás podría vivir en otra parte.
– De modo que el conde irá contigo a Inglaterra.
– Sí, por un tiempo.
– El castillo está repleto. Puedes dormir en mis aposentos y lord Leslie en el gran salón. Lo ha hecho otras veces.
– No es necesario, pues estamos cerca de Leith. Nos quedaremos en la posada.
Le afligía la idea de estar separada del conde aunque fuera unas Pocas noches.
– De ninguna manera. Te quedarás conmigo. Y le pediremos a tu primo lord Cambridge que vuelva a Escocia. Debe de estar muerto de aburrimiento en Friarsgate.
– No aceptará a menos que disponga de un lugar donde poder dormir solo y tranquilo.
Tengo entendido que ha alquilado una casa cerca del castillo anticipando tu retorno. Cuando llegue, te daré permiso para vivir allí. ¡Te lo agradezco tanto, Meg!
– Ya encontrarás la manera de retozar con el conde. A veces el rey y yo hacemos el amor en los sitios más extraños, solo por el placer y la excitación de la aventura. Debiste suponer que yo te castigaría luego de mentirme y desaparecer durante varios meses, aun cuando tuvieras el noble motivo de ayudar al conde Glenkirk a cumplir la misión ordenada por el rey. Pues bien, ese será tu castigo.
Cuando Patrick se enteró de la sentencia de la reina, dijo:
– Hablaré con Jacobo.
– No lo hagas, te lo suplico. Pondrás en peligro mi amistad con Margarita. Como no puede regañar a su marido por las mentiras que le dije, me castiga a mí. Respeto su decisión. Estamos extenuados del viaje y no será tan terrible dormir separados unas pocas noches. Además, la reina enviará por mi primo para que nos visite. Tom alquiló una casa en Edimburgo y estoy segura de que vendrá corriendo con el mensajero. No se perderá la oportunidad de volver a la corte. Estoy impaciente por tener noticias de mi familia, Patrick. Luego nos alojaremos en su casa y estaremos juntos de nuevo.
– Deberías ser diplomática, amor mío.
Rosamund estaba en lo cierto. Tras recibir la invitación, lord Cambridge partió raudo de Friarsgate junto con el mensajero y ni bien llegó al castillo buscó a su prima en los aposentos de la reina.
Rosamund lo notó un poco excedido de peso y lo saludó con una chanza:
– Veo que Maybel te alimentó muy bien, primo -dijo, descubriendo la barriga que se ocultaba bajo un fastuoso jubón.
– Mi querida Rosamund -susurró besándole ambas mejillas-Te noto más delgada, y muy feliz, por cierto. -Paseó la mirada por la antecámara de la reina. -¿Me permitirán ver al príncipe heredero?
– Milady, recordarás a mi primo lord Cambridge. Desea con fervor conocer al príncipe -informó Rosamund a la reina.
– Cuando regrese a Inglaterra, milord, le contará a mi hermano Enrique que el rey de Escocia es padre de una preciosa criatura.
– Señora, aun a riesgo de poner en peligro mi vida, porque bien sabe que no soy un hombre valiente, transmitiré el mensaje a su regio hermano. Si lo veo, le diré que usted luce perfecta y que su hijo parece muy fuerte y saludable.
– Según el buen ojo de mi esposo, nuestro niño ocupará el trono de Escocia algún día. Bienvenido a la corte, milord.
– Jamás rehusaría tan halagadora invitación, pero me temo que mi visita será breve. Mi prima debe retornar a Friarsgate y yo debo ir al sur a ocuparme de mis tierras, que he descuidado durante demasiado tiempo.
– Rosamund está impaciente por volver a casa después de sus aventuras en el extranjero -comentó la reina con malicia-. Vaya y cuéntele lo que ha ocurrido durante su ausencia. Sé que está ansiosa por hablar con usted.
Los dos primos hicieron una reverencia a la reina Margarita y se recluyeron para conversar tranquilos.
– ¿Mis hijas están bien?
– Han crecido bastante y Philippa se parece cada día más a ti. Bessie y Banon son dos niñas encantadoras, sobre todo la más pequeñita. Es muy especial y todo el mundo la adora. Maybel dice que te dejes de tonterías y vuelvas inmediatamente a casa.
– Patrick viajará con nosotros.
– ¿Te casarás con él?
Rosamund negó con la cabeza.
– Nada ha cambiado, Tom. Tanto para Patrick como para mí, el deber es lo primero. No precisamos los votos matrimoniales para demostrar nuestro amor. Irá conmigo a Friarsgate y se quedará el tiempo que considere oportuno. Su hijo es un hombre adulto que sabe arreglárselas sin su padre.
Entonces estarás a salvo cuando me vaya. Iré al sur para vender mis Propiedades, Rosamund. Le compraré Otterly a tu tío Henry. En este momento está prácticamente en ruinas. Mavis, su esposa, lo dejó y es probable que no vuelva a verla nunca más. Sus hijos, incluyendo el mayor, se dedican a robar en los caminos y, tarde o temprano, terminarán en la horca. Me han contado que las dos hijas de Mavis ejercen la prostitución en Carlisle. Henry Bolton es un hombre arruinado. Prometí darle una pequeña casa y un sirviente para que lo atienda. Mi intención es restaurar Otterly hasta que quede magnífico. Algún día le pertenecerá a Banon y me ocuparé de que Bessie reciba una cuantiosa fortuna. Philippa heredará Friarsgate, a menos, claro, que le des un hijo al conde.
– Eso es imposible, Tom, pues una enfermedad lo dejó estéril. No volveré a ser madre -afirmó y besó a su primo en la mejilla-. Eres muy bueno con mis niñas. ¿Estás seguro de que quieres hacer lo que dices?
– Sí. Hace varias generaciones que mi familia se fue de Cumbria y sé que amas profundamente esas tierras. Nunca me preocupé demasiado por la casa de Cambridge, pero he decidido conservar las propiedades de Londres y Greenwich para estar cerca del palacio, aunque, a decir verdad, la corte de Catalina es demasiado formal y tediosa. Prefiero mil veces la deliciosa corte del rey Jacobo.
– Al fin te encuentro, mi amor -dijo Patrick acercándose hacia ellos-. Me habían informado de que estabas aquí, milord. -Extendió la mano a Tom. -No te levantes, me sentaré con ustedes. ¿Ya le has preguntado, Rosamund?
– ¿Qué debía preguntarme? -inquirió Tom.
– Todavía no. Me estaba contando las novedades de mi familia -replicó Rosamund.
– ¿Qué debía preguntarme? -repitió lord Cambridge.
– ¿Podríamos quedarnos en la casa que alquilaste en Edimburgo, Tom? La reina me ha obligado a dormir en su antecámara y a Patrick, en el salón. Necesitamos con urgencia descansar en una cama cómoda.
– Los Tudor tienen un perverso sentido del humor, mi querida Rosamund. Cuando renté la casa de Edimburgo le pedí a la reina que te diera la llave ni bien regresaras. Debió de extrañarte mucho o no te hubiera jugado esa mala pasada. Claro que pueden hospedarse en mi casa. No es grande, pero es muy limpia y acogedora, y se puede ir caminando al castillo. Sabes cómo detesto llegar tarde a los eventos sociales. Ayer, cuando no te vi en la casa y el ama de llaves me dijo que no había venido nadie, pensé que aún no habías regresado y que la reina había enviado por mí porque tu retorno era inminente. ¡Qué mujer maligna! -exclamó riendo a carcajadas.
Patrick y Rosamund se quedaron serios. No les causaba ninguna gracia la broma de Margarita.
– ¿Podemos ir ahora mismo? -Preguntó el conde-. Preciso un baño y una cama blanda.
– Le presentaré mis excusas a la reina -dijo la joven-. No se vayan sin mí, caballeros. Tendrás que compartir el baño conmigo, Patrick.
– Como en San Lorenzo.
– Exactamente -le dijo insinuante y clavándole sus ojos color ámbar.
Desconcertado, lord Cambridge movía la cabeza de un lado a otro. Estaban tan enamorados como en Navidad. Sin embargo, Rosamund no desposaría al conde de Glenkirk y le había dicho con absoluta franqueza que algún día, inexorablemente, sus vidas tomarían rumbos distintos. Se preocupó por su prima, a quien adoraba como a la hermana que había perdido. Pero el amor que ella sentía por Patrick era una pasión abrasadora y Tom tenía miedo de lo que pudiera pasar cuando se separasen.
Contenta por su pequeña victoria sobre su amiga, la reina tuvo un gesto magnánimo y liberó a Rosamund de su compañía.
– Ve a casa con tus hijas. El conde ya ha cumplido con sus servicios y deben estar juntos. Algún día te pediré que vuelvas a visitarme. ¡Buen viaje, querida Rosamund!
La joven besó la mano de Margarita, hizo una reverencia y se retiró. Luego ella y Patrick fueron a ver al rey para despedirse.
– Dos veces acudiste en mi ayuda, Patrick. Si te convocara para una nueva misión, ¿la aceptarías?
El conde de Glenkirk asintió.
– Eres mi rey, Jacobo, y aunque perdí a mi hija Janet estando a tu servicio, respondería a tu llamado sin vacilación. Creo que los Estuardo no han traído suerte a los Leslie. Vendré siempre que me necesites.
– Al menos admite que, si no fuera por mí, no habrías conocido a Rosamund.
– Es verdad. Eso te lo debo a ti. ¿Te diriges a Glenkirk?
– No. He mandado avisar a mi hijo que continúe a cargo de las tierras He decidido ir a Friarsgate con Rosamund.
– Claven's Carn les queda de camino -dijo el rey con picardía.
– No pensamos detenernos en ningún lado -replicó Rosamund tajante.
Los dos hombres se echaron a reír. Luego, el conde y el rey se dieron un abrazo. Jacobo besó la mano de Rosamund y ella se inclinó en una reverencia.
– Vayan con Dios -exclamó el rey antes de que se retiraran.
Lord Cambridge estaba aguardándolos. Juntos descendieron la colina del castillo y llegaron a la casa alquilada.
– No es justo. Tanto esfuerzo para venir a Edimburgo y no me dejan ir a la corte -gruñó el primo Tom.
– Puedes quedarte si lo deseas.
– ¿Sin ti? ¿Y después de todos estos meses? Ni lo sueñes, primita -respondió lord Cambridge con firmeza-. Es aquí.
Sacó la llave de un bolsillo, abrió la puerta de la casa de piedra gris y los hizo pasar.
– ¡Señora MacGregor! ¡Ya llegamos!
Una mujer menuda y flaca salió de un rincón oscuro del salón.
– No soy sorda, señor.
Al ver a la dama y el conde, hizo una reverencia.
– Mi prima desea tomar un baño.
– Tendrá que hacerlo en la cocina, milady. La tina está llena con agua caliente, pero no hay nadie que pueda cargarla hasta arriba.
– Me encantará bañarme junto al fuego ardiente de la cocina. Muy pronto llegarán nuestros criados. Dermid es un hombre muy fuerte y la ayudará en las tareas más pesadas, y Annie, aunque está embarazada, no es débil.
– Me vendrá muy bien un poco de ayuda, milady -dijo el ama de llaves con una amplia sonrisa.
– ¿Annie está esperando un bebé? -preguntó Tom.
– Ella y Dermid se casaron en marzo. Luego de que Patrick y yo nos hayamos bañado, puesto ropas limpias y abrigadas y comido bien, te contaré todas mis aventuras en San Lorenzo, Tom. Me habría gustado tanto que estuvieras allí. Te hubiera fascinado el lugar. El clima era cálido, había flores por todas partes. Es un pequeño paraíso en la tierra.
– Me alegra saberlo.
Annie y Dermid llegaron en un carro que transportaba el equipaje, pe la posada de Leith habían ido directamente al castillo y de allí los habían enviado a la casa de lord Cambridge.
Primero Rosamund y luego Patrick, ambos tomaron su baño en una tina, asistidos por sus respectivos sirvientes. La señora MacGregor les sirvió una rica cena que constaba de salmón asado, pato con salsa de ciruelas, habas verdes frescas, pan y queso, todo regado con una deliciosa cerveza negra.
Una vez satisfechos y relajados, le contaron a Tom las aventuras de los últimos meses. Se rió con la historia de los desnudos que había pintado Loredano sin que ellos se dieran cuenta.
– Recuerdo a ese Howard. Es un hombre taimado con gran ambición y poco talento. ¿Te reconoció, Rosamund?
– Sí, pero cuando nos presentaron formalmente afirmé que no lo conocía. Es el tipo de persona que ve conspiraciones en todas partes.
– Ansío ver el retrato que te hizo el artista. ¿Es bonito?
– ¡Es magnífico! -intervino el conde entusiasmado-. La pintó como la defensora de Friarsgate, rodeada de colinas y un rojo atardecer. No hay palabras para describir la belleza del cuadro, Tom. Tendrás que juzgarlo por ti mismo.
Más tarde, cuando Patrick y Rosamund se metieron en la cama por primera vez en varias semanas, él la estrechó en sus brazos, acariciándole la larga cabellera. Ya habían hecho el amor, larga y dulcemente, y ahora se disponían a descansar.
– ¿Estás dormida?
– Casi.
– Marchémonos a Friarsgate lo antes posible, Rosamund, estoy cansado de viajar.
– Sí, partiremos en uno o dos días, cuando recupere el sueño perdido. Mientras tanto, Tom podrá divertirse en la corte -dijo y bostezó-. Estoy extenuada, Patrick.
– De acuerdo. Pasaremos unos días durmiendo -aceptó y luego comenzó a roncar. Rosamund