11. DERROTA

Dudagu no quería que su esposo se marchara.

—Detesto que te vayas tantos días.

—Lo lamento, pero aunque estés muy enferma, todavía soy el rey —dijo Motiak.

—Pues bien, entonces haz que la gente averigüe las cosas y te presente informes, así no tendrás que verlas personalmente.

—Soy tanto el rey de la gente del suelo de Darakemba como el rey de la gente del cielo y la gente media. Necesitan saber con certeza que no quiero que se vayan.

—Has promulgado el decreto prohibiendo a la gente que organice boicots contra los cavadores, ¿verdad?

—Claro que sí. Y después de promulgado, Akma y mis hijos declararon que, en acatamiento de la ley, ya no defendían el boicot, y que alentaban a la gente a no dejar de contratar cavadores o de comprar mercancías hechas por cavadores. Así que no puedo arrestarlos, pero su mensaje sigue difundiéndose so pretexto de que ha cambiado.

—Todavía creo que deberías ordenarles que regresen a casa e impedirles hablar.

—La gente aún sabría lo que ellos piensan y lo que ellos quieren. Lo creas o no, Dudagu, a pesar de tu elevada opinión acerca de mis poderes, no puedo hacer nada.

—¡Castígalos si boicotean a los cavadores! ¡Confisca sus propiedades! ¡Córtales un dedo!

—¿Cómo puedo demostrar que los están boicoteando? Sólo tienen que decir: «No estoy satisfecho con su trabajo, así que ahora contrato a otra persona. No tiene nada que ver con la especie a la cual pertenece… ¿Acaso no soy libre de decidir a quién contrato?» A veces incluso podría ser cierto. ¿Debo castigarlos entonces?

Dudagu se lo pensó un instante.

—Pues bien, si los cavadores se marchan, ¡que se marchen! Si se van todos, el problema está resuelto.

Motiak la miró en silencio, hasta que ella comprendió que algo andaba mal y vio su expresión glacial.

—¿He dicho algo malo? —jadeó.

—Cuando en mi reino alguien decide que algunos de mis ciudadanos no son bienvenidos, y los expulsa contra mi voluntad, no te atrevas a decirme que el problema se resuelve cuando todos se largan. Cada persona del suelo que se marcha de Darakemba hace de ésta una nación más perversa, y empiezo a detestar ser su rey.

—No me gusta que hables así. No cometerás la tontería de abdicar, ¿verdad?

—¿Y cederle el poder a Aronha años antes de lo previsto? ¿Tener que presenciar cómo convierte ese aberrante Antiguo Orden en la religión oficial del imperio? No le daría ese gusto. No, seré rey hasta exhalar el último aliento. Sólo espero tener fuerzas suficientes para no desear que mis hijos mueran antes que yo.

Dudagu saltó de la cama y se irguió ante él con mayestática furia.

—¡Nunca más digas semejante monstruosidad! Tres de ellos no son hijos míos, lo sé, y sé que me odian y creen que soy una inútil, pero aun así son tus hijos, y eso es lo más sagrado del mundo. Ningún hombre cabal desea que sus hijos mueran antes que él, aunque sea el rey y ellos sean pérfidos traidores, como ha resultado ser mi Khimin. —Rompió a llorar.

Él la devolvió a la cama.

—Vamos, no lo he dicho en serio. Ha sido sólo un arrebato de furia.

—También el mío, pero yo tengo derecho a estar furiosa.

—Claro que sí, y me disculpo. No lo he dicho en serio.

—Por favor, no vayas.

—Iré, porque es lo correcto. Y deja de insistir; no tengo por qué sentirme culpable de cumplir con mis obligaciones como rey.

—No dormiré mientras no estés. Tendrás suerte si no muero de debilidad y agotamiento.

—¿En tres días? Trata de permanecer viva tres días más.

—No te tomas mi enfermedad en serio, Tidaka.

—Me la tomo en serio —dijo Motiak—, pero nunca permitiré que me impida cumplir con mi deber. Es una de las tragedias de ser rey, Dudagu. Si mueres mientras yo estoy ausente, en cumplimiento de mi deber, lo lamentaré. Pero si dejo de cumplir con mi deber porque tú estás agonizando, me avergonzaría. En el bien de mi reino, prefiero que mi pueblo llore conmigo a que se avergüence de mí.

—No tienes corazón.

—Claro que tengo corazón, pero no siempre puedo hacer lo que me pide.

—Te odiaré siempre. Nunca te perdonaré.

—Pero yo te amaré —respondió Motiak. Y luego, cuando cerró la puerta y ella no podía oírle, murmuró—: Hasta podría perdonarte por hacer mi vida doméstica tan… agitada.

Se marchó en compañía de dos capitanes. Como dictaba la tradición, uno era un ángel, el otro un humano. Fuera aguardaban los espías y soldados. Sólo una docena de espías y una treintena de soldados, pero era mejor estar prevenido. En esa época tumultuosa, nadie sabía si una partida de elemaki podía penetrar en el corazón de Darakemba. Y el último tramo del viaje los llevaría río arriba, mucho más cerca de la frontera.

Mientras salían de la ciudad, se les unieron Akmaro, Chebeya, Edhadeya y Shedemei. Motiak saludó a su hija con un abrazo, y a Shedemei con lacónica cortesía. Le resultó fácil tratarla con cierta confianza, como si la conociera desde mucho tiempo atrás.

—Un día debes contarme de dónde vienes —dijo—. Muéstramelo sobre un mapa. Tengo los mapas originales que Nafai trazó de todo el Gornaya. Tal vez no conozca tu ciudad, pero puedo añadirla al mapa.

—No serviría de nada —dijo Shedemei—. Ahora ya no existe.

—Un dolor inimaginable —dijo Motiak.

—Lo fue por un tiempo. Pero estoy viva, y mi trabajo exige toda mi concentración.

—Aun así, me gustaría saber dónde estaba tu ciudad. Con frecuencia la gente reconstruye en el mismo lugar. Si hubo un motivo para construir una ciudad allí, otros volverán a tener en cuenta el mismo motivo.

Conversación intrascendente. Todos sabían en qué pensaba Motiak. Pero no tenía sentido hablar de ello continuamente, pues no podían hacer demasiado. Y el deber de Motiak era procurar que se sintieran tan cómodos como fuera posible. Era uno de los grandes inconvenientes de ser rey. Sin importar dónde estuviera, sin importar con quién estuviera, él siempre era el anfitrión, siempre el responsable del bienestar de los demás.

Cuando estuvieron en la carretera, el motivo de aquel viaje quedó inmediatamente a la vista. El campamento para cavadores emigrantes no era grande, pero tampoco era ésa la intención. Humanos y ángeles silenciosos atendían el puesto donde se distribuía comida y agua en recipientes con correas que permitirían a los cavadores alimentarse en el camino. También los identificarían como emigrantes, y quienes los vieran en la carretera sabrían que abandonaban Darakemba. Habían aceptado la invitación de los Antiguos; habían decidido vivir donde no los odiaran. Pero eso no les causaba alegría. Motiak no tenía demasiada experiencia con la gente del suelo, y no le resultaba fácil interpretar la expresión de aquellos rostros extraños. Pero no se necesitaba mucha experiencia para ver abatimiento en sus espaldas encorvadas, en el modo en que tendían a apoyar los brazos en el suelo, como si al haber sido tildados de animales descubrieran que era cierto y que necesitaban todas sus fuerzas simplemente para mantenerse erguidos, como esos antiguos antepasados que correteaban por los callejones de las ciudades humanas, buscando cosas comestibles u objetos húmedos o brillantes.

Motiak condujo a su gente camino arriba. Los cavadores se apartaron.

—No —dijo Motiak—. La carretera tiene suficiente anchura. Podemos compartirla.

Se quedaron inmóviles en la cuneta, mirándolo.

—Soy Motiak —dijo el rey—. ¿No comprendéis que sois ciudadanos? No tenéis que marcharos. He abierto las despensas públicas de todas las ciudades. Podéis esperar hasta que se calmen los ánimos.

Al fin uno de ellos habló:

—Cuando vamos allí, vemos el odio en sus ojos. Sabemos que tus intenciones eran buenas al liberarnos. No te odiamos a ti.

—No es por el hambre —dijo otro—. Sabes que no es por eso.

—Sí, es por el hambre —dijo una mujer, abrazando a tres chiquillos—. Y por las palizas. Tú no vivirás para siempre, señor.

—Aunque mis hijos hayan cometido muchos errores —dijo Motiak—, nunca consentirán la persecución.

—Vaya, conque nos matarán de hambre, pero no dejarán que nos golpeen —rezongó la mujer—. Levantaos —ordenó a los niños—. Éste es el rey, ¡esto es majestad!

El capitán ángel de Motiak se dispuso a castigarla por su impertinencia, pero Motiak lo contuvo con un gesto. La ironía de aquella mujer no podía superar la amargura que él sentía en el corazón. La mujer tenía razón al mofarse de su majestad. Un rey no tiene más poder que la obediencia voluntaria que le presta la gran masa del pueblo. Un rey que es peor que su pueblo es una serpiente venenosa; un rey que es mejor es la piel de serpiente del año pasado, desechada en la hierba.

Pabul estaba en la cabina de los Antiguos. Había solicitado ir porque en cierto modo se sentía responsable de los problemas que su decisión en el juicio de Shedemei había causado el año anterior.

—Estos Antiguos son detestables —dijo—, pero no están infringiendo ninguna ley. No ensucian el agua ni envenenan la comida. Es bastante fresca, y las raciones que entregan a la gente del suelo son las adecuadas para un día de viaje. —Titubeó, pero al fin se decidió a añadir—: Podrías prohibir que los cavadores se marchen. Motiak cabeceó.

—Sí, podría exigir a mis ciudadanos más indefensos y obedientes que se queden a sufrir más humillaciones y afrentas de las cuales no puedo protegerlos. Podría hacer eso.

Pabul decidió no insistir en el asunto.

Caminaron todo el día, a buen paso, porque todos tenían buena salud. Todos procuraban mantenerse en forma: Motiak y Pabul porque sus funciones eran primordialmente militares y podrían encontrarse en cualquier momento en el campo de batalla; Akmaro y Chebeya, Edhadeya y Shedemei porque pertenecían a los Guardados y trabajaban con las manos, sin permitirse excesos de comida ni ocios improductivos. Así alcanzaron a un grupo tras otro de cavadores, y Motiak siempre repetía lo mismo.

—Quedaos, por favor. Confiad en que el Guardián sane las heridas de esta tierra.

Y la respuesta era siempre la misma. Por ti nos quedaríamos, Motiak, sabemos que tienes buenas intenciones, pero aquí no hay futuro para mí ni para mis hijos.

—Esto no refleja toda la realidad —dijo Akmaro aquella tarde—. Aquí vemos a los que han decidido marcharse, pero la mayoría se ha quedado.

—Hasta ahora —dijo Motiak.

—Nuestros recursos se están agotando, pero todos los cavadores que los Guardados pueden contratar ganan un salario. Sus hijos todavía asisten a la escuela, e incluso en algunas localidades Akma y tus hijos no tienen ninguna influencia y las personas se tratan bien unas a otras, sin boicots ni señal alguna de odio.

—¿Cuántas son esas localidades, Akmaro? —preguntó Motiak—. ¿Una de cada cien?

—Una de cada cincuenta —respondió Akmaro—. O de cada cuarenta.

Motiak no tuvo necesidad de contestar.

Se acordó de la conversación de aquella misma mañana con su mujer, de la frialdad con que ella había dicho que al irse los cavadores se solucionaría el problema. ¿Es eso más monstruoso que mi cruel reflexión de que tal vez llegue a desear que mis hijos mueran antes que yo? Sin embargo, no me habría opuesto a que empuñaran las armas y fueran a la batalla, si el enemigo nos atacara. Podrían haber perecido en la violencia de la guerra, y al verme llorar ningún hombre ni mujer del reino habría dicho: Si realmente los amaba, no los hubiera enviado por el camino de la muerte.

Expresó lo que pensaba en voz alta, y Akmaro, que caminaba junto a él, pudo oírle decir:

—Hay cosas que los padres deben valorar aún más que la vida de sus hijos.

Akmaro no necesitó explicaciones para comprender a qué se refería Motiak.

—Es difícil —dijo—. La naturaleza nos ha inculcado la idea de que los hijos importan más que nada.

—Pero la civilización significa elevarnos por encima de eso. Sentirnos parte de la aldea, la tribu, la ciudad, la nación…

—Los hijos del Guardián…

—Sí, vemos todo eso como el yo que se debe preservar a toda costa, así que las cosas más próximas son menos valiosas. ¿Eso significa que somos monstruos, que odiamos a nuestros hijos adultos si los enviamos a la guerra a matar y morir para proteger a los pequeños de nuestros vecinos?

—«La supervivencia de la familia está más garantizada cuando dicha familia se integra en una sociedad más amplia —recitó Akmaro—. Una familia se rompe y sangra, pero el organismo mayor sana. La herida no es fatal.» Edhadeya me ha enseñado las cosas que se enseñan en la Casa de Rasaro.

—Pasa más tiempo en tu casa que en la mía —dijo Motiak.

—Siente que Chebeya la comprende más que su madrastra. No me sorprende. Además, pasa la mayor parte del tiempo con Shedemei.

—Extraña mujer —dijo Motiak.

—Cuando la conozcas mejor —le comentó Akmaro—, verás que es aún más extraña de lo que creías. —De repente el semblante de Akmaro cambió. Murmuró—: No me había dado cuenta de que tuviéramos tan cerca al capitán de tus soldados.

—¿Y? —preguntó Motiak.

—¿Crees que te habrá oído cuando has dicho que hay cosas que los padres deben valorar más que la vida de sus hijos?

Motiak miró a Akmaro con alarma. Ambos comprendían que Motiak, involuntariamente, había puesto a sus hijos en un grave peligro.

—Es hora de detenerse para comer.

Mientras los soldados repartían la comida que llevaban, y todos los espías salvo dos se posaban para comer, Motiak llevó aparte a Edhadeya.

—Lamento separarte del grupo, pero tengo una misión urgente que encomendarte.

—¿Y no puedes enviar a un espía?

—Imposible. Sin darme cuenta he dicho una frase desafortunada, y me han oído. Pero aunque no hubiera sido así, la idea se le ocurrirá tarde o temprano a alguno de mis hombres, viendo lo desgraciado que soy. Debes ir en busca de tus hermanos y advertirles de que es probable que algún soldado, creyendo prestarme un servicio, intente aliviarme de mis cargas familiares.

—¡Padre, no pensarás que alzarían una mano contra gente de sangre real!

—No sería la primera vez que muere el hijo de un rey. Mis soldados saben que los actos de mis hijos me están matando. Temo la lealtad de mis hombres más fieles tanto como temo la deslealtad de mis hijos. Ve a buscarlos, llévales mi advertencia.

—¿Sabes qué dirán, Padre? Que los están amenazando, que tratas de amedrentarlos para que dejen de hablar en público.

—Trato de salvarles la vida. Al menos que viajen en secreto. Que no digan a nadie adonde van ni cuál será su próximo destino… Marcharse de repente, llegar inesperadamente. Deben hacerlo, o alguien puede acecharlos en la carretera. Y no me refiero a cavadores… estoy hablando de humanos y ángeles. ¿Lo harás?

Edhadeya asintió.

—Enviaré dos ángeles contigo para que te protejan, pero al llegar debes ordenarles que se marchen para que puedas hablar a solas con tus hermanos.

Edhadeya asintió y se dispuso a marcharse.

—Edhadeya —dijo Motiak—, sé que te pido algo difícil al enviarte a verlos. ¿Pero a quién más puedo mandar? ¿Akma-ro? ¿Pabul? A ti Akma te permitirá acercarte para que hables en privado con tus hermanos.

—Lo soportaré. Será más soportable que ver a esta gente exhausta abandonando su terruño.

Mientras ella se alejaba, Motiak la vio aproximarse a Shedemei. Al llamarla, regresó.

—No creo que debas hablar de esto con extraños —dijo.

—No pensaba hacerlo —respondió Edhadeya un tanto molesta. De nuevo partió, de nuevo caminó hacia Shedemei, y esta vez le habló. Shedemei cabeceó, negó con la cabeza. Sólo entonces Edhadeya se despidió del grupo, escoltada por dos ángeles que volaban sobre ella.

Motiak se enfureció, aun sabiendo que su furia era absurda. Chebeya notó de inmediato que estaba de mal talante y se le acercó.

—¿Qué ha pasado con Edhadeya? —preguntó.

—Le he pedido que no hablara con extraños sobre su misión, y ha ido a hablar con Shedemei. Chebeya se echó a reír.

—Oh, Motiak, tendrías que haber sido más concreto. Shedemei no es una extraña para nadie, salvo para ti.

—Edhadeya sabía a qué me refería.

—No, no lo sabía, Motiak. De haberlo sabido, te habría obedecido. No todos tus hijos se han rebelado. Además, Shedemei no es Bego ni Akma. Ella sólo contribuye a que Edhadeya se acerque más al Guardián y a ti.

—Quiero hablar con Shedemei. Es hora de empezar a conocerla.

Poco después Shedemei se sentó junto a él a la sombra, con Akmaro, Pabul y Chebeya. Los soldados estaban a cierta distancia y no podían oírles.

—Basta de evasivas —dijo Motiak—. Podía tolerar tus evasivas y que fueras misteriosa hasta que mi hija ha empezado a confiarte mis misiones secretas.

—¿Qué misiones secretas? —preguntó Shedemei.

—La razón por la cual la he enviado de regreso a Darakemba.

—No me ha dicho nada sobre eso.

—¿Piensas fingir que no sabes qué está haciendo?

—De ningún modo —dijo Shedemei—. Sé exactamente lo que está haciendo. Pero no me lo ha contado ella.

—¡Basta de acertijos! ¿Quién eres?

—Cuando lo considere de tu incumbencia, Motiak, te lo diré. Hasta entonces, te basta con saber que sirvo al Guardián del mejor modo que puedo, como tú; eso nos convierte en amigos, te guste o no.

Nadie le había hablado nunca con tanta desvergüenza. Sólo una suave caricia de Chebeya le impidió pronunciar palabras de las que pronto se habría arrepentido.

—¡Trato de ser un hombre decente y de no abusar de mis privilegios como rey, pero todo tiene un límite!

—Al contrario —dijo Shedemei—. No hay límite para tu decencia, es total. Akma y tus hijos no habrían logrado ni la mitad de lo que han logrado si así fuera.

El airado y desconcertado Motiak le estudió el rostro.

—Se supone que soy el rey, pero nadie me dice nada.

—Si de algo te vale —dijo Shedemei—, no sé nada que pueda ayudarte, porque tampoco me ayuda a mí. Ansío tanto como tú terminar con este embrollo. Veo tan claramente como tú que si todos los planes de Akma tienen éxito, tu reino quedará convertido en ruinas, con tu pueblo disperso y esclavizado, y este gran experimento de libertad y armonía será apenas un recuerdo, una leyenda, más tarde un mito, luego una fantasía.

—Siempre ha sido una fantasía.

—No, no es verdad —dijo Akmaro, tratando de impedir que Motiak se regodeara en su amargura, como a menudo sucedía en los últimos tiempos—. No te valgas de las mentiras de Akma para excusar tu propia falta de entendimiento. Sabes que el Guardián de la Tierra es real. Sabes que los sueños que envía son verdaderos. Sabes que el futuro que le mostró a Binaro era bueno, esperanzado y luminoso, y lo escogiste, no por temor al Guardián, sino por amor a su plan. No pierdas eso de vista.

Motiak suspiró.

—Menos mal que al menos no debo sobrellevar el peso de una conciencia. Akmaro carga con una mucho mayor de lo que yo podría soportar, y la saca a relucir cuando es necesario. —Se echó a reír, y también los demás, hasta que las risas murieron en un reflexivo silencio—. Amigos míos, creo que somos testigos de mi impotencia. Aunque yo fuera como el difunto Nuab de los zenifi, al cual nadie llora, y estuviera dispuesto a matar a quien me irritara, él no tenía que enfrentarse a un enemigo tan tenaz como Akma.

—La espada de Khideo estuvo a punto de alcanzarlo —señaló Akmaro.

—Khideo no hizo lo que ha hecho Akma: decir a la gente aquello que los más despreciables quieren oír. Nuab no tuvo a sus hijos en contra, para que el pueblo los viera como el futuro y a él como el pasado, y lo ignorase como si ya estuviera muerto. ¿No crees que es irónico, Akmaro, que lo mismo que le hiciste al monstruo de Pabulog, robarle los hijos, haya terminado por ocurrirme a mí?

Akmaro soltó una carcajada amarga.

—¿Crees que no he visto el paralelismo? Mi hijo cree odiarme, pero sus actos han sido un perverso eco de los míos. Incluso ha llegado a ser líder de un grupo religioso, y se pasa la vida predicando y enseñando. Debería sentirme orgulloso.

—Sí, somos unos fracasados —ironizó Chebeya—. Quejémonos de nuestra ineptitud. Shedemei, que parece conocer todos los secretos del universo, no sabe qué hacer. El rey deplora la impotencia de los reyes. Mi esposo, el sumo sacerdote, confiesa que es un chasco como padre. Y yo debo resignarme a ver cómo se deshilachan las hebras que unen el reino, cómo la gente forma tribus que sólo están ligadas por el odio y el temor, y saber que quienes han recibido todo el poder que hay en esta tierra no hacen nada más que llorar su suerte.

Su virulencia sorprendió a todos.

—Sí —dijo Motiak—, somos patéticos. ¿Adonde quieres llegar?

—Estás enfadada con nosotros porque no podemos hacer nada —dijo Akmaro—. Pero precisamente por eso estamos afligidos… porque no podemos. Daría lo mismo enfadarse con la ribera porque no puede detener el curso del río.

—¡Necios hombres que poseen el poder! —exclamó Chebeya—. ¡Estáis tan habituados a gobernar con leyes y palabras, soldados y espías! Ahora estáis furiosos u os sentís heridos porque vuestras herramientas habituales resultan inútiles. Siempre lo han sido. Todo ha dependido siempre de la relación entre cada persona de este reino y el Guardián de la Tierra. Muy pocos entienden los planes del Guardián, pero saben reconocer la bondad, y conocen el mal… saben qué construye y qué destruye, qué trae felicidad y qué trae desdicha. ¡Confiad en ellos!

—¿Confiar en quién? —dijo Motiak—. ¿Cuando Akma les enseña a negar la decencia más elemental?

—¿Quiénes son esas personas que conduce Akma? Vosotros veis multitudes que marchan en tropel y tenéis la sensación de que todos os han traicionado. Pero cada uno tiene sus motivos individuales para seguir a Akma. Sí, algunos odian a todos los cavadores con pasión irracional, pero ésos siempre han existido, ¿verdad? No creo que su número haya aumentado, ni siquiera en uno. Más aún, creo que después de las persecuciones había menos de los que realmente odian a los cavadores, porque aprendieron a sentir compasión por ellos. Akma lo sabe. Sabe que no quieren ser como esos energúmenos que atormentaron a los niños. Así que les dice que el problema no es culpa suya, ni siquiera culpa de los cavadores. Sólo es el curso natural de las cosas, no se puede evitar, todos somos víctimas del curso natural de las cosas, todo es voluntad del Guardián, necesitamos ceder y expulsar humanitariamente a los cavadores para librarnos de su fealdad. La mayoría de sus seguidores sólo tratan de deshacerse del problema. Creen que la paz volverá si dejan que las cosas sucedan. ¡Pero se avergüenzan! Yo lo veo. ¿Por qué vosotros no podéis verlo? Saben que está mal. Pero es inevitable, y no vale la pena oponerse. Ni siquiera el rey, ni siquiera el sumo sacerdote de los Guardados pueden hacer nada al respecto.

—En efecto —gruñó Motiak—. No podemos.

—Eso es precisamente lo que les dice Akma.

—No lo está diciendo —dijo Motiak—. Lo está demostrando.

—Pero ellos no quieren que sea cierto. No estoy diciendo que todos sean personas decentes, ni siquiera la mayoría. Muchos sólo buscan su propio provecho. Mejor invertir mi tiempo y mi dinero en trabar amistad con los hijos de Motiak. Pero si alguna vez pensaran que Akma iba a fracasar, volverían a vosotros, fingiendo que siempre fueron de los Guardados, diciendo en broma que toda familia tiene problemas con los hijos que están creciendo. No les importa si los cavadores van o vienen. Más aún, echan de menos los bajos salarios que les pagaban. La gente no es mala, Motiak. Muchos de ellos son decentes pero no tienen esperanza. A muchos otros no les importa la decencia pero no les molestaría que los Guardados estuvieran al mando, siempre que ellos puedan prosperar. Y vosotros sabéis que los Guardados todavía constituyen un gran núcleo de creyentes fervorosos que aman el pan del Guardián y están luchando para salvarlo a costa de sí mismos, y con inquebrantable coraje. Estos tres grupos, juntos, constituyen la vasta mayoría de tu pueblo. No es lo ideal, cierto, pero tiene virtudes suficientes para que valga la pena reinar sobre ellos. Sin embargo, parece que la voz de Akma es la única que han oído.

Fue Shedemei quien respondió a este discurso.

—Sí, pero no es porque no lo hayamos intentado. El rey ha suplicado, tú y tu esposo habéis hablado continuamente en público, Pabul ha estudiado la ley buscando modos de ayudar y su tribunal ha defendido con firmeza la causa de la decencia… incluso yo hice todo lo que podía, sin ser coercitiva.

—Así que todo se reduce a Akma y a mis hijos —dijo Motiak.

—No —respuso Chebeya—, todo se reduce a Akma. Esos hijos tuyos no harían esto, Motiak, de no ser por Akma.

—Ese era el sentido del sueño que me envió el Guardián —dijo Akmaro—. Todo se reduce a Akma, y ninguno de nosotros tiene poder para llegar a él. Todos lo hemos intentado-bien, Pabul no pudo, porque Akma no le permitía acercarse. Pero los demás lo hemos intentado, y no podemos disuadirlo, y mientras no podamos detener a Akma, no podemos despertar la decencia en la gente.

—No estarás sugiriendo que ordene el asesinato de tu propio hijo —dijo Motiak.

—¡No! —exclamó ella—. ¿Ves que te planteas el poder como una cuestión de armas, Motiak? Y para ti, Akmaro, son palabras, palabras, enseñar, hablar, eso significa el poder para ti. Pero este problema trasciende lo que podéis resolver con vuestras herramientas habituales.

—¿Y entonces qué? —dijo Shedemei—. ¿Qué herramientas debemos usar?

—¡Ninguna! —exclamó Chebeya—. ¡No sirven! Shedemei extendió las manos abiertas.

—Aquí me tienes —dijo—. Estoy desarmada, y mis manos están vacías. ¡Llénalas! Muéstrame qué hacer y lo haré. ¡Cualquiera de nosotros lo hará!

—No puedo mostrártelo porque no lo sé. No puedo darte herramientas porque no hay herramientas. ¿No lo ves? Lo que Akma está destruyendo… no es nuestro plan.

—Si estás diciendo que debemos dejarlo en manos del Guardián —dijo Akmaro—, ¿de que sirve todo? Binaro lo dijo: somos las manos y bocas del Guardián en este mundo.

—Sí, cuando el Guardián necesita acción o palabras, somos nosotros los encargados de actuar y de hablar. Pero no es lo que se necesita ahora.

Akmaro cogió las manos de su esposa entre las suyas.

—Estás diciendo que no debemos dejar las cosas en manos del Guardián. Estás diciendo que debemos exigir del Guardián que haga algo o que nos muestre qué hacer.

—El Guardián lo sabe —dijo Shedemei—. No necesita que nosotros le digamos lo obvio.

—Tal vez necesita que admitamos que todo está en sus manos —dijo Chebeya—. Tal vez necesita que le digamos que aceptaremos cualquier decisión que tome. Tal vez es hora de que el padre de Akma le diga al Guardián: «Basta. Detén a mi hijo.»

—¿Te crees que no he implorado respuestas? —preguntó Akmaro, ofendido.

—Exacto. Te he oído hablar con el Guardián, diciendo: «Muéstrame qué hacer. ¿Cómo puedo salvar a mi hijo? ¿Cómo puedo desviarlo de este mal camino?» ¿No has pensado que el único motivo por el cual el Guardián no ha detenido a Akma eres tú?

—Pero yo quiero que se detenga.

—Exacto —exclamó Chebeya—. Tú quieres que se detenga. Eso es lo que suplicas, una y otra vez. He visto el vínculo que hay entre ambos. Aunque existe furia de su parte y dolorida frustración de la tuya, los vínculos de amor entre ambos son los más fuertes que jamás he visto entre dos personas. Piensa en lo que eso significa… En todas tus súplicas, en el fondo, le pides al Guardián que perdone a tu hijo.

—También es hijo tuyo —murmuró Akmaro.

—He derramado las mismas lágrimas que tú, Akmaro. He elevado las mismas plegarias al Guardián. Pero es hora de recitar una nueva plegaria. Es hora de que le digamos al Guardián que valoramos a sus hijos más que al nuestro. Es hora de que supliques al Guardián de la Tierra que detenga a nuestro hijo. Que libere al pueblo de Darakemba de su maligna influencia.

Motiak no entendía adonde quería llegar.

—Acabo de enviar a Edhadeya para avisar a mis muchachos de que corren peligro. ¿Quieres decir que debí enviar soldados a matar a Akma?

—No —dijo Akmaro, respondiendo por Chebeya, para que ella no llorase de frustración—. No, ella quiere decir que todo lo que podamos hacer a estas alturas es inútil. Si alguien causara daño a alguno de estos muchachos, serían mártires y nosotros seríamos los culpables. No está en nuestro poder. Eso dice Chebeya.

—Pero creí que ella te decía que…

—Es preciso detener a Akma, pero el único modo efectivo de detenerle es que todos vean que lo detuvo no el poder de ningún hombre o mujer, ángel, humano o cavador sino, simple y llanamente, el poder del Guardián de la Tierra. Está diciendo que yo, sin darme cuenta, exigía al Guardián un modo de salvar a mi hijo. Ahora sólo me resta no formular esa plegaria. Al parecer, el Guardián me ha confiado sus planes para esta nación, así que no hará nada sin mi consentimiento. Y sin darme cuenta, hasta ahora me he negado a permitir que el Guardián hiciera lo único que nos habría ayudado a todos. Lo hemos intentado todo, pero ahora es tiempo de que yo pida al Guardián que haga lo que se hizo ya en una ocasión, cuando Sherem amenazó con oponerse a las enseñanzas de Oykib.

—¿Quieres que el Guardián fulmine a tu hijo? —preguntó Pabul, incrédulo.

—No, no quiero —exclamó Akmaro, y Chebeya rompió a llorar—. No, no quiero —repitió Akmaro en un murmullo—. Quiero que mi hijo viva. Pero ante todo quiero que la gente de este mundo viva unida; todos somos hijos del Guardián. Quiero eso, más que salvar la vida de mi hijo. Es hora de que ruegue al Guardián que haga lo que debe hacer para salvar al pueblo de Darakemba… sin que importe el precio. —También él tenía los ojos llenos de lágrimas—. Está sucediendo de nuevo, tal como sucedió cuando decidí, Pabul, enseñaros a tus hermanos y a ti a amar al Guardián y a rechazar la conducta de vuestro padre. Sabía que tenía que hacerlo, por el bien de mi pueblo, por vuestro bien, aunque veía que con ello desgarraba a mi muchacho, que me ganaba su odio. Sabía que lo estaba perdiendo. Y ahora tengo que consentirlo una vez más.

—¿También yo? —preguntó Motiak con un hilo de voz.

—No —dijo Shedemei—. Tus hijos volverán a sus cabales en cuanto cese la influencia de Akma. Y la paz de este reino depende de una sucesión ordenada. Tus hijos no deben morir.

—Pero un padre pidiendo al Guardián que fulmine a su hijo… —murmuró Motiak.

—No pediré eso —dijo Akmaro—. No soy lo suficientemente sabio para indicar al Guardián cómo hacer su trabajo, sólo lo suficiente para escuchar a mi esposa y no pedir más al Guardián que permita vivir a mi hijo.

—Esto es insoportable —masculló Pabul—. Padre Akmaro, ojalá hubiera muerto en Chelem, antes que ser causa de este día para ti.

—Nadie me ha traído este día —dijo Akmaro—. Akma trajo este día sobre sí mismo. La única esperanza de misericordia para este pueblo es que el Guardián haga justicia con mi hijo. Eso es lo que pediré. —Se incorporó, suspirando—. Eso es lo que pediré con todo mi corazón. Justicia para mi hijo. Espero que él sea capaz de mirar al Guardián cara a cara.

Akmaro se alejó del claro y se dirigió hacia la arboleda que bordeaba las orillas del Tsidorek.

—No sé qué desear —dijo Motiak.

—No importa lo que nosotros deseemos —dijo Shedemei—. Akmaro y Chebeya han tenido el coraje de afrontar lo que debían afrontar. Ahora tengo que regresar a la ciudad y ver si puedo hacer lo mismo, a mi modesta manera.

Sabían que era inútil preguntarle qué se proponía.

—Yo te acompaño —dijo Pabul.

—No —replicó Shedemei—. Quédate aquí. Akmaro te necesitará. Chebeya te necesitará. Yo no te necesito. —Su tono no admitía réplica. Echó a andar por la carretera, sin ni siquiera llevarse una cantimplora.

—¿Estará bien? —preguntó Motiak—. ¿Debo enviar espías para protegerla?

—Ella estará bien —dijo Chebeya—. No creo que quiera compañía. Y aún menos observadores.


Era de noche cuando la lanzadera se elevó en silencio sobre las aguas del Tsidorek y se detuvo en el aire, a un paso de la orilla. Shedemei dio ese paso y entró en la pequeña nave. Pequeña en comparación con Basílica; enorme comparada con cualquier otro vehículo de la Tierra. La nave se elevó sin necesidad de órdenes; el Alma Suprema sabía qué era preciso, y la llevó a un jardín que Shedemei mantenía en un oculto valle elevado por encima de las tierras habitadas de Darakemba. Durante el viaje, el Alma Suprema le habló.

(Hace unos años me pediste que idiotizara a Monush. Ahora no quieres que idiotice a Akma.)

—Así es.

(Podría bloquearlo.)

—No pudiste bloquear a Nafai e Issib en Armonía cuando disponías de todos tus poderes. Akma posee una voluntad férrea. Se resistiría, y creo que incluso se divertiría.

(Esta situación está destrozando a Akmaro. El reino está destruido. Tienes todo mi poder a tu disposición y no haces nada.)

—Lo que importa ahora no es mi plan —dijo Shedemei—. Nunca lo ha sido. Fuimos tan arrogantes y estúpidos como Akma al intentar provocar al Guardián inmiscuyéndonos en la campaña de Monush. No comprendíamos que el Guardián nos permite interferir y trata de sortear nuestra interferencia. Nunca influimos en el plan general. El Guardián quiere que esta sociedad, que esta nación, Darakemba, triunfe. Pero si la gente decide ignorarlo y prefiere la fealdad a la belleza, así será. El Guardián buscará a otros.

(¿Y qué hay de Armonía? ¿Qué hay de mi misión?)

—Tal vez el Guardián esté esperando a ver qué deciden estos hijos de Armonía aquí y ahora, antes de darte las instrucciones que viniste a buscar.

(Conque en realidad no le interesa esta gente. Sólo le interesa en la medida en que se atenga a su plan.)

—Se interesa por ella, sí. Pero ve la imagen global en el curso del tiempo. No está dispuesto a salvar diez, mil o un millón de personas ahora a costa de la felicidad de miles de millones de vidas a lo largo de millones de años. Tiene una perspectiva amplia.

(Entonces Akmaro pierde el tiempo.)

—No lo sé. ¿Cómo puedo saberlo? Perdíamos el tiempo cuando intentábamos engañarlo. Pero si Chebeya tiene razón, y no sé cuánta verdad puede vislumbrar una descifradora, entonces es posible influir sobre el Guardián… no por medio de la rebeldía, sino por medio de la lealtad. Es posible que Akmaro haya bloqueado al Guardián, como dijo Chebeya, y es posible que ahora rompa ese bloqueo.

(¿Y entonces me dirá qué hacer?)

—Quizá. ¿Cómo puedo saberlo?

(Crees que algo sucederá, pues de lo contrario no me habrías pedido que enviara la lanzadera.)

—Creo que llegado el momento de dejar este callejón sin salida es posible que el Guardián se sirva de mí. (¿Y cómo lo sabrás?)

—Alguien tendrá un sueño. Así se comporta el Guardián. Verás el sueño, me lo contarás y deduciremos si hay algo que el Guardián desea que yo haga.

(Tal vez ese sueño lo tengas tú.)

—No he tenido un sueño verdadero desde que me vi como jardinera en el cielo. Eso se hizo realidad hace tiempo. No espero tener otro sueño.

(No puedes mentirme, Shedemei. Percibo tus esperanzas, aunque no las expreses verbalmente.)

—De acuerdo. Me gustaría pensar que el Guardián quiere decirme algo, naturalmente. Tengo mi parte de vanidad. (Entonces trata de dormir, así podrás soñar.)

—No funciona así. Todavía no estoy cansada.

Bajó de la lanzadera y se paseó por el jardín en la fría noche, examinando rutinariamente el crecimiento de las plantas, la relativa preponderancia de una especie sobre otra, el número de ramificaciones, el tamaño del follaje. El Alma Suprema anotó las observaciones en el ordenador de la nave. Hacía tiempo que no comentaban lo irónico de que un programa informático diseñado para gobernar todo un mundo estuviera ejerciendo de escriba de una bióloga solitaria.

El Alma Suprema le habló.

(He estado buscando al Guardián, un lugar donde pudiera estar. He buscado los medios que utiliza para enviar sueños a la mente de los humanos, ángeles y cavadores. Pero no puedo descubrir cómo lo hace.)

—¿No te diste cuenta de eso hace cien años? (Sí, y luego esperé.)

—En Armonía esperaste cuarenta millones de años, ¿y ahora estás impaciente?

(En Armonía tenía una ocupación. Me necesitaban.)

—Estabas a cargo de todo, querrás decir. Si había planes, era porque tú te encargabas de la planificación. Y luego la gente comenzó a tener sueños que no procedían de ti. Te inquietaron un poco, ¿verdad?

(Complicaban mi cálculo de probabilidades.)

—Para nosotros siempre es así.

(Tengo algoritmos de compasión incorporados. No tengo que identificarme con vosotros para sentir empatía. Eso es algo biológico.)

—El Guardián actúa a mayor velocidad que la luz, sin que importen las distancias. Ello representa un poder ilimitado. Unos conocimientos inmensos… un saber enorme. Y sin embargo interviene muy poco, y con delicadeza. Nos da muchísima libertad. Respeta nuestras decisiones. Nos escucha. Está al corriente de necesidades y deseos que ni siquiera nosotros conocemos.

(Quienquiera que sea, no es como yo. No es un ordenador.)

—¿Te refieres a que es orgánico? ¿Con herramientas muy potentes?

(¿Orgánico? Quién sabe. Tal vez nadie lo haya construido. Sería como un humano, un cavador o un ángel. Creció, se configuró a partir de su experiencia, igual que tú. En tal caso, no lo habrían programado para diseñar la historia de la vida, sino que se le encomendó esa tarea.)

—O tal vez la descubrió y le gustó y quiso ayudar. Por su cuenta, sin que se lo pidieran.

(Es asombroso que no se aburra. Hablo por experiencia cuando digo que la historia humana es notablemente reiterativa. Cada individuo es singular, pero no todas las diferencias son significativas e interesantes.)

—Ahora te dedicas a criticar.

(Alguien tiene que oficiar de espectador para la obra que la gente improvisa constantemente. Todos vosotros compitiendo por el papel protagonista. Todos procurando atraer la atención del público, alcanzar el estrellato, de tal modo que cuando muera vuestro personaje caiga el telón y termine la obra. Pero nunca termina. A pesar de todo, nadie ha llegado nunca al estrellato.)

—Hay una diferencia entre la vida y el arte, por supuesto.

La vida no tiene marcos ni telones, no tiene principios ni finales.

(Lo cual implicaría que no tiene sentido.)

—Me refiero a mi propia vida. Me refiero a lo que hago. Y el Guardián infunde un sentido al panorama general. Con eso me basta. No necesito que nadie escriba un poema épico basado en mi biografía. He vivido. Sucedieron cosas extrañas. De cuando en cuando pude cambiar la vida de otras personas. ¿Y sabes qué? Quizá mi mayor orgullo consista en haber curado el cerebro de aquel niño de Bodika.

(¿Y no en haber modificado a ángeles y cavadores para que pudieran vivir por separado?)

—El Guardián me encomendó esa tarea. Si yo no lo hubiera hecho, habría encontrado otra manera, a otra persona que lo hiciera.

(¿Cómo sabes que el Guardián no te encomendó la cura de ese niño del suelo?)

—Tal vez lo hizo. Pero si yo no hubiera estado allí, el Guardián no habría pensado que esa vida fuera tan importante como para enviar a otro. Era menos significativo… pero por eso mismo sé que sucedió sólo porque yo deseaba que sucediera. Eso lo convierte en algo mío, en un regalo mío. Fue el Guardián quien me trajo a la Tierra, y el Guardián quien me escogió para suceder a Nafai como capitana, y eso me permite estar viva. Pero fui yo quien decidió estar allí en ese momento y arriesgarme a que se descubriera mi identidad para salvar a ese niño. Así que tal vez recuerde eso con orgullo en el momento de morir. O tal vez sea mi extraño matrimonio con Zdorab. O la Casa de Rasaro… tal vez esa escuela, y eso sería algo bueno.

(No escribas tu epitafio todavía. No has muerto.)

—Pero estoy cansada. Creo que ahora ya puedo dormir. Aquí hace demasiado frío. Ojalá los asientos de la lanzadera se reclinaran más.

(Es una lástima que los diseñadores murieran hace cuarenta millones de años.)

—Se lo tienen merecido, por desconsiderados.

Shedemei se echó a reír y terminó el recuento para concluir su informe. Ordenó a la lanzadera que apagara las luces externas, regresó al interior de la nave y se durmió.

Se durmió y soñó.

Tuvo muchos sueños, sueños normales: la activación aleatoria de las sinapsis en el cerebro, la captación fragmentaria de sentidos por medio de las funciones narrativas de la mente; sueños que la mente no se molestaría en recordar al despertar.

Y de repente, un sueño diferente. El Alma Suprema notó el cambio de pauta del cerebro. Shedemei también apreció el cambio, aun en sueños, y prestó atención.

Vio la Tierra como se veía desde la Basílica: la curva del planeta claramente dibujada en el horizonte. Y vio el magma hirviente que rodaba bajo la corteza planetaria. Al principio su fluir parecía caótico, pero paulatinamente comprendió que había un perfecto orden en el flujo de las corrientes. Cada remolino, cada vórtice, cada torrente tenía un sentido. En general todo era muy lento, pero aquí y allá, a pequeña escala, los movimientos eran acelerados.

Y súbitamente supo, en un fogonazo de intuición, que aquellas corrientes moldeaban el campo magnético de la Tierra, creando grandes y pequeñas variaciones que los animales podían presentir, y que podían calmarlos o inquietarlos. La advertencia antes del terremoto. El repentino viraje de un cardumen de peces. La armonía entre organismos; esto era lo que veían las descifradoras.

Vio cómo la mente y la memoria vivían en las corrientes de la piedra fluida, en el flujo magnético; vio que ingentes cantidades de información se asentaban debajo de la corteza, en cristales modificados por flujos térmicos y magnéticos. Por un instante pensó: Esto es el Guardián.

Casi de inmediato llegó la respuesta. No has visto al Guardián de la Tierra. Pero has visto mi hogar, mi biblioteca, y algunas de mis herramientas. No puedo mostrarte más porque tu mente no tiene manera de percibir todo cuanto soy. ¿Esto es suficiente?

Sí, respondió Shedemei.

Al instante el sueño cambió. Shedemei vio simultáneamente más de cuarenta mundos colonizados por gente de la Tierra, y todos ellos eran vigilados por una especie de Alma Suprema, y todas las Almas Supremas eran vigiladas por el Guardián. Ante todo vio Armonía, sus millones de pobladores, como si por un instante su mente tuviera la capacidad de conocerlos a todos al mismo tiempo. Se sintió en contacto con otra copia del Alma Suprema que todavía vivía allí. Pero no, aquello era una ilusión, no existía semejante contacto. Sin embargo sabía que había llegado el momento de que el Alma Suprema de Armonía permitiera a los seres humanos de aquel mundo recobrar sus tecnologías perdidas. Así se reconstruiría el Alma Suprema, por obra de humanos que habrían recobrado sus manos.

Ha llegado el momento, dijo la nítida voz del Guardián en el sueño. Que construyan nuevas naves estelares y regresen a su hogar.

¿Y qué hay de la gente de aquí?, preguntó Shedemei. ¿La has abandonado?

Ha llegado la hora de la verdad. Se tomará una decisión, en uno u otro sentido. Así que mandaré buscar a la gente de Armonía, pues cuando llegue las tres especies estarán viviendo en paz o bien su orgullo las habrá destruido y habrá allanado el camino para el predominio de los que vengan después.

Como sucedió con los rasulum, pensó Shedemei.

Ellos también tuvieron su momento de decidir, respondió el Guardián.

El sueño cambió de nuevo, y Shedemei vio a Akma y a los hijos de Motiak caminando por una carretera. Supo de inmediato dónde estaba esa carretera, y qué hora sería cuando llegaran a su destino.

En el sueño vio la lanzadera descendiendo del cielo, levantando una nube de humo al aterrizar, y se vio a sí misma bajando de la nave, deslumbrante y cegadora en su manto de capitana. Shedemei hablaba, y la tierra temblaba, impulsada por corrientes de magma, y los jóvenes caían al suelo. La tierra dejaba de temblar, y Shedemei hablaba de nuevo; al fin comprendía qué le pedía el Guardián.

¿Lo harás?, preguntó el Guardián.

¿Servirá de algo?, preguntó Shedemei. ¿Salvará a toda esa gente?

Sí, respondió el Guardián. Al margen de su elección, Motiak terminará sus días corno rey de un reino apacible, gracias a tu intervención. Pero en cuanto al futuro remoto, eso depende de Akma. Tú podrás vivir para verlo, si lo deseas.

¿Cómo, si la Basílica debe regresar a Armonía?

No tengo prisa. Pide al ordenador de la nave que envíe una sonda. Puedes quedarte, y el Alma Suprema puede quedarse. ¿No quieres ver cómo termina?

Sí, quiero.

Sé que así es. Antes de tu viaje a la Tierra, no tenía la certeza de que formaras parte de mí, porque no sabía si sentías suficiente amor por los demás como para compartir mi obra. No eres la misma persona que eras cuando te convoqué.

Lo sé, dijo Shedemei en el sueño. Sólo vivía para mi trabajo.

Oh, todavía vives para tu trabajo, y también yo. Pero tu trabajo ha cambiado, y ahora coincide con el mío: ayudar a la gente de la Tierra a aprender a vivir, generación tras generación, y darle una vida alegre y libre. Tú has elegido, y ahora, como a Akmaro, puedo darte lo que deseas, porque sé que deseas sólo la alegría de esta gente, para siempre.

¡No soy tan pura de corazón!

No te dejes confundir por sentimientos pasajeros. Sé lo que haces, sé por qué lo haces. Puedo describirte mejor que tú misma.

Shedemei se vio alzando el brazo para coger un fruto blanco de un árbol; lo probó, y el sabor llenó su cuerpo de luz y ella pudo volar, pudo cantar todas las canciones al mismo tiempo, y la colmaban de belleza. Supo qué era la fruta. Era el amor del Guardián por los hijos de la Tierra. El fruto blanco era el sabor de la alegría del Guardián. Pero en el sabor había algo más: el ardor, el agudo dolor de los millones, los miles de millones que no podían comprender lo que el Guardián deseaba para ellos o que, entendiéndolo, lo odiaban y rechazaban esa influencia. Seamos nosotros mismos, exigían. Logremos nuestros propósitos. No queremos tus dones, no queremos formar parte de tu plan. Y así eran arrastrados en las corrientes del tiempo, sin pertenecer a ninguna parte de la historia porque no podían formar parte de algo más vasto que ellos mismos. Pero habían elegido libremente, y no eran castigados salvo por las consecuencias naturales de su orgullo. Así, aun al rechazar el plan del Guardián, se volvían parte de ese plan; al negarse a saborear el fruto del árbol, se volvían parte de su exquisito sabor. Incluso en eso había honor. Su arrogancia importaba, aunque en el largo curso de la tumultuosa historia no modificara nada. Importaba porque el Guardián los amaba y los recordaba y conocía sus nombres y su historia y lloraba por ellos. Oh, hija mía, oh, hijo mío, tú también formas parte de mí, clamaba el Guardián. Formas parte de mi incesante añoranza, y nunca te olvidaré…

Las emociones agobiaron a Shedemei. Había morado en la mente del Guardián tanto tiempo como podía soportar. Despertó sollozando, abrumada, arrasada. Despertó y soltó un largo y plañidero grito de indecible pesadumbre. Pesadumbre por los perdidos, por haber tenido que dejar la mente del Guardián, porque el sabor del fruto blanco se había ido de sus labios y sólo había sido un sueño. Un sueño verdadero, pero un sueño que concluía. Aquí estoy, más sola que nunca porque por primera vez en mi vida he tenido la experiencia de no estar sola, y he sabido qué hermosa es la plenitud y me he sentido conocida y amada verdaderamente. Dejó de sollozar. El sueño la había extenuado. Se durmió de nuevo, y no soñó más hasta la mañana siguiente. Para entonces había pasado tiempo suficiente y pudo soportar la soledad, aunque todavía tenía presente el sueño.

—¿Observabas? —preguntó.

(Nafai nunca tuvo un sueño verdadero tan fuerte.)

—El tenía otra misión. ¿Puedes llevarme al lugar adonde debo ir?

(Con tiempo de sobra.)

Shedemei comió mientras la nave se desplazaba. Masticaba mecánicamente. La comida era insípida en comparación con lo que recordaba del sueño.

—Tu espera ha terminado al fin —dijo Shedemei—. Supongo que lo has visto.

(Ya estoy preparando el mensaje para mi copia original. Incluyo una grabación de tu sueño. Lamentablemente, una gran parte parece ser muy subjetiva y creo que no lo comprendí todo. Siempre pasa lo mismo con los sueños verdaderos. Siempre me pierdo algo.)

—También yo. Pero entendí lo suficiente, creo, durante un rato.

(Si el Guardián puede hablar con tanta claridad, ¿por qué crees que habitualmente es tan impreciso?)

—Entendí por qué, durante el sueño. La experiencia es tan abrumadora que muchos no podrían soportarla. Los consumiría tanto que no serían dueños de sus almas. Serían devorados por el alma del Guardián. Los mataría.

(¿Entonces por qué tú eres inmune?)

—No lo soy. Pero como ya había optado por seguir el plan del Guardián, este sueño no borró mi voluntad, sino que confirmó mi identidad y mis deseos. No borró mi voluntad, y en vez de matarme me infundió más vida.

(En otras palabras, se trata de otra cuestión orgánica.)

—Sí, en efecto. Es algo orgánico. —Shedemei reflexionó y añadió—: Dijo que no podía permitirme ver su rostro, pero ahora entiendo que no lo necesito ni lo deseo, porque he hecho algo mejor.

(¿Y qué es?)

—He usado su rostro. He visto por sus ojos.

(Parece justo. Ella ha usado tu rostro mil veces, y usó tus manos y tus labios para llevar a cabo su obra.)

Shedemei alzó las manos y se las miró, húmedas y sucias de migajas.

—Entonces tendría que decir que el Guardián de la Tierra tiene mi aspecto, ¿no crees?

Rió un instante, y el sonido era sin duda tan discordante como cualquier carcajada, pero despertó en su interior el recuerdo de una música, y por un instante recordó el sabor del fruto, y sintió regocijo.

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