4. LIBERACIÓN

Monush siguió a Ilihiak hasta su habitación privada. El rey atrancó la puerta.

—Lo que voy a mostrarte es un gran secreto, Monush —dijo Ilihiak.

—Entonces tal vez no debas mostrármelo —comentó Monush—. He jurado lealtad a Ak-Moti, y no tendré secretos para él.

—Por eso te he traído aquí, Ush-Mon. Cuentas con la total confianza de tu gran rey. ¿Crees que no sé que mi reino sería apenas un pequeño distrito en el imperio de Darakemba? Nos han llegado noticias de que los nafari que siguieron el Tsidorek constituyen ahora el mayor reino del Gornaya. Lo que tengo aquí es asunto para un gran rey, un rey como Motiak. Sé que supera mi capacidad.

Monush estaba convencido de que si había dos hombres, uno sería más grande que el otro, y que en otra parte siempre habría uno más grande que los dos. La auténtica nobleza consistía en reconocer no sólo a los inferiores sino a los superiores, y en ofrecer el debido respeto a todos, sin pretender estar por encima del lugar que uno ocupaba por naturaleza. Ilihiak comprendía que él era de más rango y que tenía más autoridad que Monush, pero que Motiak era más grande que ambos. Eso hizo que confiara un poco más en el monarca.

—Entonces muéstramelo sin temor —dijo Monush—, pues no revelaré lo que vea a ningún hombre excepto a Motiak.

—A ningún hombre —señaló Ilihiak—. Según nuestros antiguos conocimientos, los humanos de Darakemba consideran hombres a los ángeles y cavadores varones.

—Así es —confirmó Monush—. Un varón del pueblo del cielo, del pueblo del suelo o del pueblo medio es un hombre verdadero según nuestras leyes.

Ilihiak titubeó.

—A mi gente le costará aceptarlo. Vinimos a estas tierras para no sentir las alas de los ángeles en el rostro. Y aquí hemos tenido motivos de sobra para odiar a los cavadores.

—Creo que el rey Motiak no intentará humillaros, sino que os permitirá encontrar un valle donde podáis comprar terrenos a los ángeles sin ofender a nadie ni que os ofendan. Pero esto os convertirá en una nación de vasallos, no en ciudadanos de pleno derecho, pues los ciudadanos no admiten diferencias entre los pueblos que habitan esta tierra.

—No será por decisión mía, Monush. Será la elección de mi pueblo. —Ilihiak suspiró—. Nuestro odio por los cavadores ha aumentado con su proximidad. Los únicos ángeles que vemos aquí son esclavos o gente sometida, y nos eluden. Para nuestros jóvenes será difícil acostumbrarse a que no es una diversión decente dispararles flechas cuando vuelan demasiado cerca.

Monush se estremeció. Al oír aquello se alegró de que Husu no los hubiera acompañado.

—Ya veo cómo nos juzgas —dijo Ilihiak—. Me temo que quizá tengas razón. Un hombre que vino a nosotros, un anciano llamado Binadi, nos dijo que nuestro modo de vida era una afrenta para el Guardián. Que maltratábamos a los ángeles y que el Guardián amaba a los ángeles, cavadores y humanos por igual. Lo importante era que un hombre fuera bondadoso con los demás, y que respetara las leyes de la decencia. Señaló específicamente los modos en que tanto mi padre el rey como sus sacerdotes faltaban a estos requisitos.

—Lo matasteis.

—Mi padre era… ambiguo. El hombre hablaba con suma elocuencia. Algunos le creían… incluido un sacerdote de mi padre. El mejor. Él fue mi maestro, un hombre llamado Ak-madi. No, así lo llamaba Padre. Yo lo llamaba Akmaro, porque era mi honorable maestro, no un traidor. Presencié el juicio de Binadi, cuando Akmaro se puso de pie y declaró: «Este hombre es Binaroak, el gran maestro. Yo le creo, y quiero cambiar mi vida para estar a la altura de sus enseñanzas.» Fue el momento más duro para mi padre. Él amaba a Akmaro.

—¿Amaba? ¿Acaso ha muerto?

—No sé. Enviamos un ejército tras él, pero alguien debió prevenirle. Él y sus adeptos huyeron al desierto. Ignoramos dónde están ahora.

—¿Ellos son los que creen que los hombres de toda clase son iguales ante el Guardián?

—Ojalá expulsar a Akmadi… Akmaro… fuera nuestro delito más grave. —Ilihiak hizo una pausa. Se resistía a contar aquella historia—. Padre temía a Binadi. No quería matarlo, sólo desterrarlo. Pero Pabulog, el sumo sacerdote, insistió. Convenció a Padre. —Ilihiak se apartó el pelo de la cara—. Padre era un hombre pusilánime, y Pabulog le hizo temer a Binadi. «Si puede engatusar incluso a Akmadi, ¿cómo podrás estar seguro?», le decía, y le planteaba otros argumentos parecidos.

—Tu padre tenía malos consejeros —dijo Monush.

—Y me temo que también crees que tenía un hijo desleal. Pero no fui desleal mientras él vivió, Monush. Sólo cuando me vi obligado a sucederle en el poder, cuando lo asesinaron…

—¿Tus problemas no tienen fin?

Ilihiak continuó como si Monush no hubiera hablado.

—Sólo entonces comprendí su grado de corrupción. Fue Binadi… Binaro… quien comprendió a mi padre. Bien, ahora él está muerto y yo soy rey de Zinom. La mitad de nuestros hombres han perecido luchando contra los elemaki. Después de la última guerra, nos sometimos y dejamos que nos pusieran el pie en el cuello. En la esclavitud comenzamos a perder nuestra arrogancia y a comprender que si nos hubiéramos quedado en Darakemba, con esas alas en la cara, al menos no seríamos esclavos de los cavadores. Nuestros hijos tendrían suficiente comida. No tendríamos que soportar este oprobio día tras día.

—¿Entonces liberasteis a Binaro?

—¿Liberar? —Ilihiak rió amargamente—. Binaro fue ejecutado, Monush. Quemado, miembro por miembro. Pabulog se encargó de ello personalmente.

—Sería aconsejable que el tal Pabulog no fuera a Darakemba. Motiak aplicará sus leyes aun sobre actos cometidos mientras Pabulog estaba al servicio de tu padre.

—Pabulog no está entre nosotros. ¿Crees que hoy estaría vivo si así fuera? Huyó cuando mataron a mi padre, llevándose a sus hijos. Al igual que en el caso de Akmaro, ignoramos su paradero.

—Seré franco contigo, Ilihiak. Tu gente ha cometido actos terribles como nación.

—Y hemos sido castigados por ello —respondió Ilihiak, en un arrebato de cólera.

—Motiak no tiene interés en castigar a nadie, salvo a un hombre que tortura a alguien escogido por el Guardián. Pero Motiak no puede permitir que gente que ha hecho lo que habéis hecho vaya a Darakemba.

Ilihiak conservó su postura regia pero, aunque casi imperceptible, Monush notó su abatimiento.

—Entonces enseñaré a mi pueblo a sobrellevar su carga con valor.

—Me has interpretado mal. Podéis ir a Darakemba, pero al llegar tendréis que ser un pueblo nuevo.

—¿Un pueblo nuevo?

—Cuando crucéis el Tsidorek por última vez, no usaréis el puente, sino que todo tu pueblo, salvo los niños más pequeños, deberá vadear las aguas para morir y quedar sepultado simbólicamente en el río. Cuando salgáis de las aguas, no tendréis nombres y nadie os conocerá. Caminaréis hacia la orilla, y allí prestaréis solemne juramento al Guardián. A partir de entonces no tendréis pasado, sólo un futuro como auténticos ciudadanos de Darakemba.

—Prestemos ese juramento ahora mismo. Aquí tenemos un río, y en Oromono, donde una eterna lluvia se precipita desde el risco, las aguas son tan sagradas como en el Tsidorek.

—No se trata de las aguas… mejor dicho, no únicamente de las aguas —dijo Monush—. Puedes enseñar a tu pueblo el juramento, para que comprenda la ley que aceptará cuando parta de aquí hacia Darakemba. Pero el paso por las aguas debe hacerse cerca de la capital. Yo no tengo autoridad para convertiros en hombres y mujeres nuevos.

Ilihiak cabeceó.

—Akmaro la tenía.

—¿Para el paso por las aguas? Eso sólo se hace en Darakemba.

—Cuando se ocultaba en Oromono, según se rumorea llevó gente por las aguas y la hizo nueva. —Ilihiak rió con amargura—. Según Pabulog, estaban ahogando bebés. Como si alguien pudiera creer semejante cosa.

Monush no se molestó en explicar a Ilihiak que sólo el rey de los nafari tenía el derecho a hacer hombres y mujeres nuevos. Fuera quien fuese Akmaro, su usurpación del poder de Motiak no tenía nada que ver con aquellas negociaciones.

—Ilihiak, creo que no tienes nada que temer de Motiak. Y al margen de que tu pueblo acepte o no el juramento, encontrará paz dentro de las fronteras de Darakemba.

El rey sacudió la cabeza.

—Aceptará el juramento, pues de lo contrario no lo conduciré. Ya estamos hartos de tratar de vivir como humanos a solas. No sólo no puede hacerse, sino que hacerlo no vale la pena.

—Entonces queda acordado —dijo Monush, yendo hacia la puerta.

—¿Adonde vas? —preguntó Ilihiak.

—¿No era éste el secreto que deseabas confiarme? —preguntó Monush—. ¿Lo que tu padre y Pabulog le hicieron a Binadi?

—No. Podría haberte contado eso frente al consejo. Todos conocen mi opinión sobre esta cuestión. No, te he traído aquí para enseñarte otra cosa. Si los elemaki lo supieran, sólo con que el rumor llegara a sus oídos…

¿Acaso no había prometido que guardaría todos los secretos, salvo ante Motiak?

—Muéstramelo, pues —dijo Monush.

Ilihiak caminó hacia su lecho, una gruesa estera que cubría el centro de la habitación. La levantó, apartó los juncos y palpó el suelo de piedra. Alzó una gran losa que giró sobre sus goznes, hasta dejar al descubierto un agujero oscuro.

—¿Quieres que traiga una antorcha? —preguntó Monush.

—No es necesario. Lo subiré.

El rey se metió en el agujero. Con la oscuridad daba la impresión de no tener fondo, pero cuando Ilihiak puso los pies en el suelo sus hombros sobresalían por encima del borde. Se agachó, recogió algo pesado y lo apoyó en el suelo de la habitación. Luego subió.

El objeto estaba envuelto en un paño sucio. El rey lo apartó y descubrió un cesto que después abrió. Extrajo de él una caja de madera. Destapó la caja y un objeto de oro puro relucía en su interior.

—¿Qué es? —preguntó Monush.

—Mira la escritura —dijo Ilihiak—. ¿Puedes leerla? Monush miró los caracteres tallados en las planchas de oro.

—No —dijo—. Pero no soy un erudito.

—Tampoco yo, pero puedo decirte una cosa: esto no está en ningún idioma que yo haya oído hablar. Estas letras no guardan similitud con ningún alfabeto, y la forma de escribir no corresponde a nuestra lengua. ¿Dónde están los sufijos y los prefijos? En cambio mira estas palabras diminutas… ¿qué podrán ser? Te aseguro que esto no es obra de los nafari ni de los elemaki.

—¿Y de los ángeles? —preguntó Monush.

—¿Dominaban la escritura antes de la llegada de los humanos?

Monush se encogió de hombros.

—Quién sabe. Tampoco parece su idioma. Las palabras son demasiado cortas, como bien dices. ¿De dónde lo has sacado?

—En cuanto llegué al poder, envié a un grupo de hombres a Darakemba para averiguar el camino de regreso. Mi abuelo destruyó deliberadamente toda la documentación sobre la ruta que él siguió para conducir a nuestro pueblo hasta aquí, y se negaba a permitir que se revelara. Decía que esa información era inútil, ya que nunca regresaríamos. —Ilihiak sonrió de mala gana—. Sabíamos que habíamos venido siguiendo el Tsidorek, evidentemente, pero mis hombres no pueden pedir instrucciones a los elemaki. Ya teníamos bastantes problemas sin que ellos se enterasen de que enviábamos partidas de exploración. Descubrimos un río probable y lo seguimos. Era un río muy extraño, Monush… lo siguieron hasta llegar a un sitio donde las aguas eran muy turbulentas. Luego el río continuaba en línea recta… ¡pero las aguas fluían en sentido contrario!

—He oído hablar de ese sitio —dijo Monush—. Encontraron el Issibek. Es el próximo río. En realidad se trata de dos ríos que confluyen. En la confluencia hay un túnel que atraviesa la roca viva durante muchos kilómetros, hasta que el río salta de la roca y forma un nuevo curso que desemboca en el mar.

—Eso lo explica. Para mis hombres era como un milagro. Pensaron que era un signo de que seguían el camino correcto.

—¿Allí encontraron estos escritos?

—No. Siguieron el río hasta la fuente septentrional, y luego atravesaron valles cada vez más bajos, hasta salir del Gornaya. Era una tierra seca y tórrida, y descubrieron con horror que estaba cubierta de huesos humanos. Como si se hubiera librado una terrible batalla. Miles y miles de humanos perecieron, Monush… eran incontables. Y todos los muertos eran humanos. No había un solo cavador ni ángel entre ellos.

—Nunca he oído hablar de semejante lugar, aunque el desierto sin duda existe. Lo llamamos Opustoshen…, el lugar de la desolación.

—Pues es el nombre indicado. Mis hombres estaban seguros de haber descubierto qué había sucedido con la gente de Darakemba, y por qué no habían encontrado la ciudad siguiendo el río.

—¿Creyeron que los humanos muertos éramos nosotros?

—-Sí. ¿Quién puede saber, en un desierto, cuánto hace que algo ha muerto? Eso me dijeron. Pero mientras buscaban entre los cuerpos, encontraron esto.

—¿En el suelo, y nadie se lo había llevado?

—Escondido en una hendidura de la roca —dijo Ilihiak—. En un sitio que parecía demasiado pequeño para esconder nada. Uno de los hombres tuvo un sueño la noche anterior, y en el sueño encontraba algo maravilloso en una hendidura en la roca que, según él, era como la que encontró cerca del campo de batalla. Así que metió la mano…

—¡Imprudente! ¿No sabe que hay serpientes mortales en el desierto? Se ocultan en grietas así durante el día.

—Ahí dentro había muchas serpientes de ésas, de las que hacen música con la cola…

—¡Letales!

—Pero eran inofensivas como lombrices. Así supieron mis hombres que el Guardián quería que obtuvieran estas planchas. Y aquí están. Los elemaki las fundirían y las convertirían en adornos. Pero yo esperaba que Motiak…

Monush asintió.

—Motiak tiene el índice. —Miró a Ilihiak a los ojos—. Eso también es un secreto, aunque la gente ya sospecha que lo tiene. Pero es mejor que no lo sepan con seguridad, así no se molestarán en encontrarlo para verlo o, peor aún, para robarlo. El índice conoce todas las lenguas. Motiak puede traducir estos documentos, si alguien puede hacerlo en esta Tierra.

—Entonces se los daré —dijo Ilihiak, envolviendo las planchas de oro—. No me atrevía a preguntarte si el índice seguía en manos de los reyes nafari.

—Pues así es. Y aunque el índice guardó silencio durante muchas generaciones, despertó en tiempos del abuelo de Motiak, Motiab, y le dijo que fuera a Darakemba.

—Sí —dijo Ilihiak—. Y mi abuelo rechazó esa decisión.

—No es aconsejable oponerse al índice —sentenció Monush.

—Todos los mensajeros del Guardián son sagrados —dijo Ilihiak con unción.

—La sangre de Binaro no pesa sobre tu cabeza —puntualizó Monush.

—Pesa sobre la cabeza de mi pueblo, y en consecuencia sobre la mía. Tú no estabas aquí, Monush. La turba aplaudía con aprobación mientras Binadi gritaba de dolor. Los que repudiaron ese acto están con Akmaro, dondequiera que se encuentre.

—Entonces es hora de enseñarles qué significa el juramento, y permitirles decidir si quieren ir a Darakemba. Ilihiak volvió a ocultar el escondrijo con la estera.

—Pero no sé cómo conseguiremos irnos de aquí sin una guerra cruenta.

Monush le ayudó a dejar el lecho tal como estaba antes.

—Cuando hayan aceptado el juramento, Ilihiak, el Guardián nos indicará cómo escapar. Ilihiak sonrió.

—Mientras yo no tenga que resolver el problema, me doy por satisfecho.

Monush lo miró intensamente. ¿Hablaba en serio?

—Nunca he querido ser rey —dijo Ilihiak—. Renunciaría con gusto al trono y sus privilegios si con ello pudiera librarme del lastre de mi cargo.

—¿Un hombre que renunciaría de buena gana al trono? Nunca había oído nada semejante —dijo Monush.

—Si supieras todas las penas que me ha causado mi reinado —dijo Ilihiak—, me llamarías necio por seguir en el cargo durante tanto tiempo.

—Ilihiak —dijo Monush—, nunca te llamaría necio, ni permitiría que otro hombre lo hiciera en mi presencia. Ilihiak sonrió.

—¿Entonces puedo abrigar la esperanza, Monush, de contar con el honor de tu amistad cuando ya no sea rey?

Monush cogió las manos de Ilihiak y se las apoyó en las mejillas.

—Mi vida está por siempre en tus manos, amigo mío —declaró.

Ilihiak cogió las manos de Monush y repitió el gesto.

—Mi vida era indigna hasta que el Guardián te trajo a mí. Tú despertaste en mí la esperanza. Sé que viniste aquí únicamente en cumplimiento de tu deber hacia tu rey. Pero un hombre puede ver la valía de otro hombre, independientemente del rango o la misión de éste. Mi vida está para siempre en tus manos.

Se abrazaron y se besaron en los labios en señal de amistad. Sonriendo, sin avergonzarse de tener los ojos llenos de lágrimas, Ilihiak desatrancó la puerta y regresó al diminuto mundo donde no era amigo de nadie, porque tenía que ser rey de todos.


Cuando Mon falló el blanco por tercera vez, Husu voló hacia él y lo detuvo. Los demás —jóvenes ángeles en las primeras etapas de entrenamiento para el ejército de espías volantes— continuaron practicando, con la boca llena de flechas que disparaban rápidamente sosteniendo la cerbatana en una mano. Algún día aprenderían a disparar con precisión mientras batían las alas en el aire, sosteniendo la cerbatana con un pie, y llevando carga en el otro. Pero por el momento, practicaban apoyados en un pie. Mon se enfurecía consigo mismo cuando fallaba. A fin de cuentas, él podía empuñar la cerbatana con las dos manos, podía apuntar apoyándose en los dos pies. Pero hoy no le interesaba.

—Mon, joven amigo, creo que estás cansado —dijo Husu. Mon se encogió de hombros.

—¿No has dormido bien?

Mon sacudió la cabeza. Detestaba dar explicaciones. Habitualmente tenía mejor puntería y se enorgullecía de ello.

—Habitualmente tienes mejor puntería —dijo Husu—. Si tuvieras alas, ya te habría ascendido.

Husu no podría haber dicho palabras más hirientes, pero no lo sabía.

—Supe que no aceitaría en el momento de disparar.

—Y sin embargo disparaste.

Mon volvió a encogerse de hombros.

—Los niños se encogen de hombros —dijo Husu—. Los soldados analizan.

—He disparado porque no me importaba —dijo Mon.

—Ah —dijo Husu—. Si el blanco hubiera sido un soldado elemaki, dispuesto a degollar a jóvenes ángeles en su nido, ¿te habría importado?

—Despierto de noche, una y otra vez —dijo Mon—. Algo va mal.

—¡Qué precisión! Y cuando apuntas tus flechas, ¿las apuntas contra «algo»? Porque en ese caso acertarás siempre. Siempre le das a «algo».

—Me refiero a algo de la expedición de Monush. Husu puso cara de preocupación.

—¿Han sufrido algún percance? —preguntó.

—No lo sé. No creo que sea eso. No tengo esta sensación cuando pasa algo malo. En tal caso no dormiría nunca: constantemente sucede algo malo. Es la sensación que me causan las elecciones equivocadas, los errores. Monush ha cometido un error.

Husu rió entre dientes.

—¿Y no tienes esa sensación continuamente?

—Un error en algo que me concierne.

—Entonces creo que todos los errores que perjudican el reino de tu padre deberían desvelarte. Y créeme, los hay en abundancia.

Mon miró a Husu a los ojos.

—Sabía que mi explicación no te complacería, pero no aceptabas que me encogiera de hombros. Husu dejó de reír.

—No, quiero la verdad.

—Si yo fuera el heredero del rey, me importaría todo el reino. Dada la situación, me importa algo de muy poca monta. La expedición de Monush me importa porque…

—Porque tú la enviaste.

—Padre la envió.

—Siguiendo tus indicaciones.

—Han cometido un error —insistió Mon. Husu asintió.

—Y no puedes hacer nada al respecto, ¿verdad? No están a tu alcance, ¿verdad? Nadie puede volar sobre territorio elemaki… persiguen a los ángeles y los derriban, y en esas alturas la escasa densidad del aire impide recorrer distancias largas, o volar a mucha altitud. En consecuencia, todo lo que podías hacer era contarle esta sensación a tu oficial superior.

—Supongo que sí —dijo Mon.

—Pues ya lo has hecho —concluyó Husu—. Sigamos con el entrenamiento. Te dejaré dormir una siesta cuando hayas acertado en el centro de la diana tres veces consecutivas.

Lo cual Mon logró con los tres disparos siguientes.

—Al parecer ya te sientes mejor —le comentó Husu—. Ahora ve a dormir una siesta.

—¿Se lo contarás a mi padre?

—Le contaré a tu padre que Monush ha cometido un error. Tendremos que esperar para saber cuál es.


Monush estaba sentado en el salón del consejo con Ilihiak y varios asesores militares. La esposa de Ilihiak, Wissedwa, estaba sentada detrás de él. Era algo insólito, pero Monush no mencionó el problema de la presencia de una mujer en un consejo de guerra. Los zenifi tenían sus propias costumbres, sus propias razones para hacer las cosas. Monush sabía —lo había aprendido de Motiak— que uno no debía ofenderse por las costumbres extrañas de otras naciones, sino tratar de aprender de ellas. Aun así, ¿se equivocaba al pensar que algunos hombres evitaban mirar a Wissedwa?

El consejo no tardó en llegar a la conclusión de que no cabía la posibilidad de conquistar la libertad mediante una rebelión abierta.

—Antes de que tú llegaras, Monush —dijo tristemente Ilihiak—, luchamos muchas veces y perdimos a muchos hombres. Obtenemos una victoria en el campo de batalla, y el subrey que derrotamos regresa con ejércitos de sus reyes hermanos.

—Además —dijo un anciano— los cavadores se multiplican tanto como los gusanos que comen.

Ilihiak hizo una mueca. El pueblo había convenido en aceptar el juramento, pero eso no significaba que su opinión sobre los no humanos fuera a cambiar. Y en lo concerniente a los cavadores, no importaba demasiado de todos modos. La mayoría de los cavadores de Darakemba eran esclavos, cautivos de guerra o sus descendientes hasta la tercera generación. Los zenifi podían odiar a los cavadores sin molestar demasiado a sus conciudadanos de Darakemba. Lo que causaría problemas sería su odio por la gente del cielo.

Durante la primera parte de la reunión, Monush notó enseguida que, de los consejeros de Ilihiak, Khideo era quien contaba con el oído del rey, y con razón, pues hablaba serenamente y con sabiduría. Le sorprendía que no lo hubieran nombrado Ush-Khideo, que no tuviera ningún título honorífico. Khideo alzó una mano y los demás callaron.

—Oh, rey —dijo—, has escuchado mis palabras muchas veces cuando íbamos a la guerra contra los elemaki. Ahora, oh, rey, si mi consejo alguna vez te ha servido de algo, te ruego que me escuches y seré tu leal servidor y libraré esta nación de su cautiverio.

Monush se asombró de la formalidad del discurso de Khideo. ¿Acaso no había hablado varias veces, al igual que los demás?

Ilihiak se llevó la mano a los labios, abrió la palma ante Khideo.

—Ahora doy mi voz a Khideo.

Ah, conque era eso. Khideo no sólo daba consejo. Estaba haciendo uso de un privilegio, e Ilihiak lo confirmaba. Se trataba de algo más que de asesorar al rey. Si el plan de Khideo era aceptado, sería él quien condujera el éxodo. Seguramente Khideo temía que Monush tratara de conducir la huida de los zenifi. Khideo pretendía evitar esa posibilidad. Monush tendría que ser el guía hasta Darakemba, y Monush los presentaría al gran Motiak. Pero Khideo no permitiría que Monush —ni Ilihiak— lo reemplazara como líder de la nación hasta último momento. Una maniobra innecesaria: a Monush no le importaba quién estuviera al mando mientras siguiera un plan sensato.

—El gran Motiak envió tan pocos hombres a nuestro encuentro porque un grupo más numeroso habría sido sorprendido y destruido por los elemaki —dijo Khideo.

Era natural que Khideo recordara a los demás que Monush tenía pocos hombres. Pero Monush no se ofendió, sino que alzó la mano que apoyaba en la rodilla; Khideo le concedió el privilegio de hablar con un cabeceo.

—Si el poder del Guardián no hubiera idiotizado al enemigo, nos habría apresado.

Aun mientras decía esta frase ritual, se preguntó si no entrañaba una pizca de verdad. ¿Por qué ningún elemaki había mirado hacia arriba en las muchas ocasiones en que los hombres de Monush eran visibles en la ladera?

—Ahora nos proponemos ganar la libertad de nuestro pueblo —dijo Khideo—. Los presentes sabéis que no rehuyo lo batalla. Sabéis que ni siquiera considero deshonroso el asesinato.

Los demás asintieron gravemente, y Monush comenzó a sospechar por qué Khideo no tenía título honorífico. Era imposible que hubiera intentado asesinar a Ilihiak, pero Nuab debía de tener enemigos cuando vivía, pues era un rey cruel. Ilihiak podía aceptar el consejo de Khideo e incluso permitirle conducir sus ejércitos, pero no podía otorgar título alguno a un hombre que había intentado matar a un rey, y menos si tal rey era su padre, por indigno que hubiera sido el viejo monarca.

—Nuestra única esperanza consiste en huir de este lugar —dijo Khideo—. Pero para ello debemos llevarnos los rebaños, para alimentarnos durante el trayecto. ¿Alguien ha intentado silenciar un pavo? ¿Nuestros cerdos se desplazarán con la rapidez que requiere un ejército en fuga? Por no mencionar a nuestras mujeres y niños… los bebés de pecho, los que apenas caminan… ¿Los llevaremos por la ladera de los peñascos? ¿Los obligaremos a marchar durante medio día o más a toda velocidad?

—Los elemaki saben que os resultaría imposible escapar en masa —dijo Monush—. Por eso tienen a tan pocos guardias apostados aquí.

—Exacto —dijo Khideo.

—¡Pues matémoslos, ya! —gritó un hombre. Khideo no respondió, sino que aguardó a que Ilihiak silenciara al hombre y devolviera la voz a Khideo.

—He leído una vez más el archivo que conservamos de la historia de los nafari —dijo Khideo—. Cuando Nafai condujo a su pueblo para alejarse del traidor, embustero y asesino Elemak, y de los mugrientos cavadores que le servían, tenía la ayuda del Guardián de la Tierra, que durmió a los elemaki tan profundamente que no despertaron.

—Nafai era un Héroe —dijo un anciano—. A nosotros el Guardián no nos habla.

—El Guardián le habló a Binaro —intervino Ilihiak.

—Binadi —murmuró otro hombre. Khideo sacudió la cabeza.

—El Guardián también envió el sueño que nos ha traído a Monush. Confiaremos en que el Guardián nos proteja en cuanto hayamos hecho todo lo que está en nuestra mano. Pero mi plan no consiste en rezar al Guardián y esperar una respuesta a nuestras oraciones. Todos sabéis que nos está prohibido fermentar cebada, aunque eso potabiliza el agua. ¿Por qué?

—Porque la cerveza enloquece a los cavadores —dijo un anciano.

—Los idiotiza —dijo Khideo—. Los embriaga. Se ponen alegres y bullangueros… y luego se desmayan. Por eso nos prohíben fermentarla… porque descontrola a los comedores de tierra.

—Si les ofrecemos cerveza —dijo Ilihiak—, suponiendo que podamos encontrarla…

Varios hombres rieron. Al parecer la destilación clandestina no era algo inaudito.

—¿… qué les impedirá arrestar y encarcelar a quien se la ofrezca?

Khideo asintió mirando al rey.

No, no al rey. A la esposa del rey, Wissedwa. Ella apartó el rostro, para no mirar directamente a ningún hombre, pero habló con firmeza para que todos la oyeran.

—Sabemos que para los cavadores todas las mujeres son sagradas. Aunque rechacen la cerveza, no nos pondrán la mano encima. Así que la ofreceremos como parte del tributo que corresponde por la cosecha. Sabrán que no pueden entregarla legalmente a sus superiores sin entregar a los delincuentes que se la dieron. No tendrán más remedio que bebérsela.

—Mi plan ha sido expuesto por boca de la reina —dijo Khideo.

Monush pensó que Khideo soportaba la vergüenza de presentar sus respetos a una mujer en el consejo con suma dignidad. Luego tendría que preguntar por qué se oía la voz de una mujer. Entretanto, era evidente que esa mujer no era tonta y que había seguido atentamente las deliberaciones. Monush trató de imaginar a una mujer en el consejo de Motiak. ¿Quién sería? Dudagu no, eso seguro. ¿Alguna vez había dicho una palabra inteligente? Y Toeledwa, antes de morir, siempre había sido recatada, y se negaba a hacer preguntas sobre asuntos que no se relacionaran con la crianza de sus hijos y los problemas domésticos. Pero Edhadeya, en cambio… Monush la imaginaba hablando con desenvoltura en el consejo. Nadie se atrevería a silenciarla una vez que obtuviera el derecho de hablar. Estaba claro que jamás debía sugerir esta idea a Motiak; amaba tanto a Edhadeya que quizá le otorgara el privilegio de hablar, y eso sería el fin de la dignidad para el consejo del rey. No soy tan humilde como este Khideo, pensó Monush.

—Ahora debemos saber —dijo Khideo— si Monush conoce otro camino de regreso a Darakemba que no pase por el corazón de la tierra de Nafai.

Monush habló de inmediato.

—Motiak y yo consultamos todos los mapas antes de mi partida. No tuvimos más opción que venir por la margen del Tsidorek, porque era la ruta que cogió vuestro gran rey Zenifab cuando partieron vuestros antepasados. Pero en cuanto al regreso, si conocéis el camino hacia el río Mebberek…

—Se llama Mebbereg por estos lares —dijo un anciano—, siempre que hablemos del mismo río.

—¿Tiene un afluente con una fuente pura? —preguntó Monush.

—El mayor afluente del Mebbereg es el Ureg. Nace en un lago llamado Uprod, que es una fuente pura —manifestó el anciano.

—Ése es —señaló Monush—. Encima del Uprod hay un antiguo paso que conduce a las tierras del norte. Creo que podré encontrarlo, si la comarca no ha cambiado demasiado desde que trazamos nuestros mapas. Empieza cerca de un recodo del Padurek, que es el gran afluente de fuente pura del Tsidorek. Apenas salgamos de ese paso, estaremos en tierras gobernadas por Motiak.

Khideo asintió.

—Entonces nos iremos por detrás de la ciudad, por el lado contrario al río. Y sólo necesitaremos dar cerveza a los guardias elemaki que están apostados en la ciudad. Los guardias que hay río abajo y río arriba no nos oirán, ni tampoco los que están en la otra margen. Y cuando los centinelas descubran que nos hemos marchado, no se atreverán a presentarse ante su rey para dar parte, porque saben que los ejecutarían por su descuido. Así que ellos también huirán al bosque y se convertirán en forajidos vagabundos, y pasarán muchos días antes de que el rey elemaki se entere de lo que hemos hecho. Éste es mi plan, oh rey, y ahora te devuelvo la voz.

—Recibo mi voz —dijo Ilihiak—. Y declaro que en verdad fue mi voz, y Khideo es ahora mis manos y mis pies para conducir esta nación hacia su libertad. Él fijará el día, y todos le obedeceremos como si fuera rey hasta que estemos en las márgenes del Mebbereg.

Los hombres del consejo se arrodillaron y apoyaron las palmas en el suelo, ofreciendo su lealtad a Khideo. Monush lo saludó con un gesto de la cabeza, como convenía a la dignidad del emisario de Motiak. Khideo enarcó las cejas, pero Monush no modificó su expresión benévola. Al cabo de un instante, Khideo optó por conformarse con el cabeceo de Monush; alzó las manos para liberar a los demás y se arrodilló ante el rey, poniendo el rostro entre las rodillas del rey y las manos sobre los pies del rey.

—Todo lo que haga en tu nombre te traerá honra, oh rey, hasta el día en que te devuelva las manos y los pies.

Era interesante, pensó Monush, que aquellos ritos hubieran surgido tan pronto, al cabo de sólo tres generaciones de distancia de Darakemba. Luego cayó en la cuenta de que los ritos podían ser mucho más antiguos, aprendidos de los elemaki durante los años de permanencia de los zenifi en aquel lugar. Era irónico que los zenifi se hubieran ido para ser los nafari más puros y hubieran terminado por adoptar costumbres elemaki.

Ilihiak apoyó las manos sobre la cabeza de Khideo. Al parecer así terminaba el ritual, y Khideo se levantó y regresó a su asiento. Ilihiak sonrió.

—Obrad con coraje, amigos míos, pues se aproxima el momento en que el Guardián nos liberará.

Al anochecer, para asombro de Monush, todo el pueblo estaba al tanto. Habían reunido los rebaños necesarios y los guardias apostados en la ciudad estaban ebrios como cubas. Horas antes del alba, bajo un brillante claro de luna, la gente abandonó la ciudad con asombrosa celeridad, frente a los cavadores adormecidos, y se internó en el bosque. Khideo y sus exploradores eran guías excelentes, y al cabo de tres días llegaron a las márgenes del Mebbereg. Desde allí, Ilihiak, nuevamente monarca de los zenifi, usó los servicios de Monush como explorador y guía, pero Monush no pidió, ni Ilihiak ofreció, la clase de autoridad que se le había conferido a Khideo. Cuando vea a Motiak, pensó Monush, le contaré que conviene tratar con respeto a esta gente, pues aun en su pequeño y oprimido reino encontraron a unos cuantos que son dignos de la autoridad y saben usarla.


En medio de las mujeres, Edhadeya miraba a los zenifi que cruzaban el río y salían como personas nuevas. Notó que se alejaban de la gente del cielo que observaba, y la entristeció comprobar que conservaban sus prejuicios a pesar de haberse purificado en las aguas del Tsidorek. Podemos lavar a la gente en las aguas, pensó, pero nunca podemos lavar de su corazón aquello que les han inculcado sus padres.

No esperaba un cambio real en aquellas personas, claro. Sabía que los rituales estaban destinados a señalar el camino, que no lograban nada por sí mismos. Eran un hito en la vida de la gente, constituían un recuerdo público. Algún día los hijos o nietos de los zenifi dirían: El día en que nuestros antepasados cruzaron las aguas emergieron como un pueblo nuevo, y desde ese día recibimos a los ángeles como hermanos, hijos como nosotros del Guardián de la Tierra. Pero la verdad sería muy diferente, pues lo más probable era que los hijos o nietos fueran los primeros en admitir la hermandad de ángeles y humanos. Pero sus padres no negarían todo lo que creían sus hijos: el ritual era el hito, y al cabo se convertiría en la verdad, aunque hubiera comenzado de manera muy distinta.

No fueron las mujeres —ni siquiera las guardianas de las aguas— las que saludaron a los que salían del río, sino los sacerdotes de Motiak, que les salieron al paso y les impusieron las manos para convertirlos en personas nuevas y darles nombres que eran, curiosamente, idénticos a sus viejos nombres, con el título añadido de «ciudadano». Edhadeya ya tenía edad suficiente para haber aprendido las historias de la antigüedad, cuando Luet y Nafai estaban en pie de igualdad, así como Chveya y Oykib. También tenía edad suficiente para haber oído a los sacerdotes alegar que los antiguos documentos se interpretaban equivocadamente, pues era costumbre entre los antiguos honrar tanto a los Héroes que aun sus esposas eran tratadas como tales, aunque dichas mujeres sólo eran recordadas en virtud de sus esposos. Edhadeya leyó varios pasajes del Libro de Nafai a Uss-Uss, la esclava y preceptora cavadora.

—¿Cómo pueden los sacerdotes interpretar otra cosa? Luet era vidente de las aguas aun antes de conocer a Nafai. Y Hushidh era descifradora mucho antes de casarse con Issib.

A lo cual Uss-Uss respondió:

—¿Por qué te sorprende que estos varones humanos mientan sobre sus textos sagrados? La gente del suelo honra a sus hembras, así como la gente del cielo. En consecuencia, la gente media debe negar a sus mujeres.

Ya entonces Edhadeya lo había considerado una explicación simplista, y ahora, mirando a los sacerdotes, notó que, en general, los varones humanos no trataban a sus esposas e hijas como si no les dieran importancia. ¿Acaso Padre no había enviado la expedición a buscar a los zenifi sólo porque ella había tenido el sueño, el sueño de una mujer? ¡Eso debía haber causado escalofríos a los sacerdotes! Y ahora cada hombre y mujer que salía de las aguas era prueba de que el Guardián mostraba a una mujer lo que nunca había mostrado a aquellos sacerdotes.

Pero no era por presunción ni por jactancia que Edhadeya ; se apoyaba en la baranda del puente mientras los zenifi se hacían ciudadanos. Buscaba los rostros que había visto en el sueño. Aquella familia tenía que estar entre los recién llegados. Pero cuando los últimos salieron del agua, Edhadeya supo que no la había visto.

Era trágico que las personas con quienes había soñado estuvieran entre los que habían muerto.

Sólo al cabo de unas horas, tras las presentaciones de los dignatarios ante Padre, Edhadeya pudo estar un momento con Monush, aunque no en privado, pues Aronha y Mon permanecían tan cerca del gran soldado como les era posible sin meterse en la ropa de éste.

—Monush —dijo—, es una pena que la gente que vi en mi sueño haya muerto.

—¿Muerto? No ha muerto nadie. Hemos venido desde Zinom sin perder a un solo súbdito de Ilihiak.

—¿Y cómo se explica que las personas con quienes soñé no estén entre esta gente?

Monush parecía confundido.

—Tal vez las recuerdas mal. Edhadeya sacudió la cabeza.

—¿Crees que tengo visiones como ésa cada día? Fue un sueño verdadero… y las personas que vi no están entre éstas.

Al cabo de unos minutos, Edhadeya se quedó a solas con Padre, Monush y dos hombres zenifi, el rey Ilihiak y Khideo, que parecía ser el amigo más apreciado de Ilihiak.

—-Háblame de la gente que viste —dijo amablemente Ilihiak, cuando Motiak le indicó que hablara.

Edhadeya los describió, y tanto Ilihiak como Khideo asintieron con un gesto de la cabeza.

—Sabemos a quién viste —dijo Ilihiak—. Eran Akmaro y su esposa Chebeya.

—¿Quiénes son? —preguntó Motiak.

Una vez más Ilihiak habló del único sacerdote que se había opuesto a la muerte de Binadi, que había huido del reino y reunido a unos cuantos centenares de adeptos antes de escapar del ejército que Nuak envió en su contra.

—Si soñaste con ellos —dijo Ilihiak— y fue un sueño verdadero, eso debe de significar que todavía siguen vivos. Me alegra saberlo.

—Pero también significa que no rescatamos a quienes debíamos —comentó Monush. Ilihiak agachó la cabe/a.

—Mi señor Motiak, espero que no lamentes haber rescatado a mi pobre reino de la esclavitud. Motiak guardó silencio.

—Motiak —dijo Monush—, ahora recuerdo que en el saliente del peñasco, antes de pasar por Sidonod, sentí un breve momento de confusión. Había soñado algo pero no recordaba el sueño. Ahora comprendo que el Guardián debía tratar de indicarme el camino correcto, y el malvado Jaguar debió de…

—El Jaguar no tiene poder sobre el Guardián de la Tierra —dijo Motiak.

—Pero sí sobre un hombre débil como yo —insistió Monush.

—No hay Jaguar, excepto esos estúpidos felinos —protestó Motiak con impaciencia—. No entiendo cómo te confundiste de camino, Monush, pero sé que fue un acierto encontrar a los zenifi y traerlos a Darakemba. También lo ha sido que ellos prestaran juramento y renunciaran a su odio por la gente del cielo. El Guardián debe estar contento por esto, así que me niego a considerarlo un error.

Motiak se volvió hacia Edhadeya.

—¿Estás segura de haber interpretado tu sueño correctamente? Tal vez Akmaro pedía al Guardián que enviara ayuda al pueblo de Ilihiak.

—El, su esposa y sus hijos estaban atemorizados a consecuencia de su propio cautiverio —dijo Edhadeya.

—Pero una niña no puede interpretar un sueño verdadero —dijo Khideo, como si señalara algo obvio.

—Nadie te ha pedido tu opinión —replicó Motiak—, y mi hija es como mi antigua madre de madres, Luet. Cuando tiene un sueño verdadero, podemos confiar en ella. Espero que no lo pongas en duda, amigo mío. Khideo agachó la cabeza.

—He pasado muchos años escuchando a una mujer en el consejo de un rey —murmuró—. Fue la mujer quien salvó la vida de nuestra gente al encabezar a las jóvenes que hablaron con los invasores elemaki, sabiendo que los cavadores elemaki no alzarían sus armas contra una hembra, aunque sin saber qué harían los sanguinarios humanos. Pero ni siquiera ella se atrevía a interpretar sueños en el consejo. Y no era una niña.

Motiak miró en silencio la cabeza gacha.

—Veo que te avergüenza mi modo de conducir el consejo —dijo—. Pero si yo no hubiera prestado atención al sueño de esta niña, amigo mío, no habría enviado a Monush, y tú no estarías gozando de libertad y seguridad.

Ilihiak, obviamente embarazado, intervino.

—Para Khideo nunca ha sido fácil ignorar la tradición, ni siquiera para escuchar a mi esposa en el consejo, aunque ella era muy circunspecta. Pero no hay guerrero más valiente ni amigo más leal.

—No estoy enfadado con Khideo —dijo Motiak—. Sólo le pido que comprenda que no lo insulto, sino que lo honro al permitirle estar presente cuando escucho las palabras de mi hija. Si él no está preparado para este honor, que se retire; no me daré por ofendido.

—Te suplico que me permitas quedarme —dijo Khideo.

—Muy bien —convino Motiak. Luego interpeló a todo el grupo—. Enviamos una expedición, y Monush me cuenta que ha sido muy arriesgado… en cualquier momento pudieron descubrirlos.

Edhadeya, presintiendo adonde iría a parar la conversación, intervino.

—Pero no los descubrieron —dijo—, porque el Guardián los protegía y…

La severa mirada de Padre y el evidente asombro de los otros hombres, que se quedaron boquiabiertos, bastaron para hacerla callar.

—Tal vez mi hija debería estudiar las antiguas historias, para aprender de ellas que Luet siempre mostraba el debido respeto.

Edhadeya había leído las antiguas historias muchas veces, y recordaba claramente que Luet decía lo que pensaba en más de una ocasión, cuando creía que sus visiones eran más importantes que la cortesía. Pero no era prudente contradecir a Padre. Ya había dicho demasiado. A fin de cuentas, la mayoría de los hombres consideraban inapropiado que ella estuviera presente en un consejo del rey.

—Padre, debí haberte hecho esta súplica cuando estuviéramos solos.

—No hay nada que suplicar —dijo Motiak—. Obedecí el sueño del Guardián y envié a Monush con sus hombres. Encontraron a los zenifi y los trajeron, y me parece evidente que contaron con la protección del Guardián. Si el Guardián desea que envíe otra expedición, primero debe enviar otro sueño.

—Tal vez a un hombre, esta vez —murmuró Khideo. Motiak sonrió vagamente.

—No presumo de sugerir al Guardián de la Tierra cuál de sus hijos debe ser el receptor de sus mensajes.

Un timorato se habría acobardado, pero Khideo se las apañó para inclinar la cabeza sin dar muestras de ceder. Edhadeya tuvo la impresión de que no siempre se conformaría con inclinarse ante otro hombre.

—Edhadeya, puedes marcharte —dijo Padre—. Confía en el Guardián de la Tierra. Y confía en mí, también.

¿Confiar en Padre? Claro que confiaba. Confiaba en que sería amable con ella, cumpliría su palabra y sería un rey justo y un padre sabio. Pero también estaba convencida de que, por regla general, la ignoraría, que permitiría que, según la costumbre, permaneciera encerrada en el ala de las mujeres, obligada a ser respetuosa con una tonta celosa como Dudagu Dermo. Si todas las mujeres eran como la madrastra de Edhadeya, las costumbres tenían sentido. ¿Por qué iban a perder el tiempo los hombres escuchándola? Pero yo no soy como Dudagu, pensó Edhadeya, y Padre lo sabe. Lo sabe, pero por respeto a la tradición me trata como si todas las mujeres fuéramos igualmente inútiles. Siente más respeto por la tradición que por mí.

Mientras tejía en su habitación, furiosa, Edhadeya tuvo la honestidad de admitir que Padre la trataba con más respeto del que era normal dedicar a las mujeres, y que lo criticaban por ello. Ahora que Monush había regresado con los zenifi, que realmente precisaban ayuda, todos admitían que Motiak no había sido un necio al escuchar a su hija. Y entonces, ante todos, Edhadeya había señalado la equivocación de Monush. Había sido una tontería. ¿Por qué desperdiciar un triunfo? Ya tendría la oportunidad de hablarle en privado. No estaba habituada a pensar como un político, eso era todo.

Pero no era culpa suya no entender de política, ¿verdad? No era decisión suya permanecer fuera de la corte excepto los días de las mujeres, cuando la exhibían y le permitían saludar a aquellas damas de sonrisa bobalicona. Quería gritarles que eran las criaturas más despreciables del mundo, ataviadas con sus finas prendas y sin ensuciarse las manos para trabajar. ¡Sed como las mujeres del cielo! ¡Sed como las mujeres del suelo! ¡Lograd algo! Sed como las mujeres medias más pobres, si no se os ocurre otra cosa. Adquirid una habilidad que no sea puramente decorativa, pensad por vuestra cuenta, entablad una discusión.

Sé justa, sé justa, se dijo. Muchas de estas mujeres son más listas de lo que aparentan. Aprenden modales y exhiben su belleza para ayudar a subir de rango y para que crezca el honor de su familia dentro del reino. ¿ Qué otra cosa pueden hacer? No son las descendientes de un rey indulgente que permite que su hija se pavonee como un muchacho y suba a la azotea como el chiflado de Mon, que quiere ser un ángel…

Me gustaría estar con Mon, porque él no me trata con condescendencia. ¿Y por qué no habría de querer ser un ángel? No lo comenta, ¿verdad? No fabrica alas con plumas y cordeles, ni trata de saltar de la azotea, ¿verdad? No es que esté chiflado. Simplemente está atrapado en su vida, como yo en la mía. Eso nos hace amigos.

Amigos, un hombre y una mujer. Era posible. Por lo que algunos decían, parecía que un hombre humano tenía más en común con un hombre ángel que con una mujer humana.

Edhadeya evocó su sueño. Sabía que pensaba demasiado en aquello. Al descubrir más detalles del sueño, no podía confiar en sus nuevas conclusiones; evidentemente, estaba añadiendo sus necesidades, deseos e ideas a la visión que le había enviado el Guardián. Aun así, estaba segura, al recordar a esa familia, de que el padre consideraba a la madre como su igual, incluso como superior a él en ciertos aspectos. La consideraba más valiente que él, eso seguro. Más fuerte. Y lo admitía. Y ambos padres valoraban a la hija tanto como al hijo varón. Aunque vivían como esclavos entre los cavadores, ésta era la gran verdad que llevarían a Darakemba si podían liberarse de su esclavitud. Pues tendrían el coraje de predicar esta idea. No era en su propio menoscabo que Akmaro respetaba a Chebeya, y los dos no honraban menos a su hijo varón Akma por el hecho de honrar igualmente a Luet.

¿Luet? ¿Akma? Nadie le había dicho esos nombres. Habían hablado de Akmaro y Chebeya, ¿pero habían mencionado el nombre de sus hijos? No era difícil deducir que la esposa de Ro-Akma hubiese llamado Akma a su primogénito, como el padre, ¿pero cómo sabía que había llamado Luet a la hija?

Lo supe porque el Guardián de la Tierra todavía me habla a través del mismo sueño, a través de mi recuerdo del sueño.

Mientras ese pensamiento acudía a su mente, supo que no debía contárselo a nadie. Sería demasiada presunción. Algunos creerían que trataba de explotar su sueño para darse ínfulas. Tendría que obrar con prudencia y no adjudicarse un excesivo conocimiento del Guardián.

Pero lo cierto era que el Guardián la tenía en cuenta y todavía le hablaba, y esa noticia la regocijó tanto que apenas podía contenerse.

—¿Y bien? ¿Qué ocurre? No te contonees como si tuvieras que ir al excusado.

Edhadeya se sobresaltó al oír la voz de Uss-Uss. No se había dado cuenta de que la esclava cavadora estuviera en la habitación.

—Ya estaba aquí bien visible cuando has entrado, tontorrona —dijo Uss-Uss—. Si no hubieras estado tan enfadada con tu padre, me habrías visto.

—Yo no he dicho nada —se puso en guardia Edhadeya.

—¿Ah, no? Pues estabas mascullando que no eras tan estúpida como Dudagu Dermo y que no mereces quedar excluida de todo y que Mon no está loco porque quiere ser un ángel porque a fin de cuentas la gente inútil como la hija del rey y el segundogénito del rey desean ser cualquier cosa menos lo que son…

—¡Oh, cállate! —protestó Edhadeya—. ¿Por qué te burlas de mí?

—Te he dicho que mascullar no es una buena costumbre. Un oído fino puede captar lo que dices.

—No he dicho nada sobre las hijas de los reyes ni sus segundogénitos…

—Estás perdiendo el juicio, niña. Y he notado que cuando hablas de tus aspiraciones y las de Mon, no mencionas a los viejos cavadores.

—Aunque quisiera ser una cavadora y vivir con el hocico en la tierra —dijo Edhadeya de mal modo—, seguro que no querría ser vieja.

—Que la Madre te perdone —dijo Uss-Uss—, y que te deje llegar a vieja a pesar de tus imprudentes palabras.

Edhadeya sonrió, complacida de que Uss-Uss se preocupara por ella.

—El Guardián no me fulminará por decir estas cosas.

—Digamos que no lo ha hecho hasta ahora —dijo Uss-Uss.

—¿El Guardián habla contigo, Uss-Uss?

—Habla conmigo en la palpitación de las raíces de los árboles, bajo la tierra —le respondió Uss-Uss.

—¿Y qué dice?

—Lamentablemente, no hablo la lengua de los árboles. No tengo ni la menor idea. Todo lo que capto es algún comentario sobre la necedad de las jovencitas.

—Es raro que el Guardián me diga la verdad a mí y te mienta a ti.

Uss-Uss cloqueó con deleite al oír esa réplica, y luego calló de pronto. Edhadeya dio media vuelta y vio a su padre en la puerta.

—Padre —se dirigió a él—. Entra.

—¿He oído a una criada llamar estúpida a su ama? —preguntó Padre.

—Bromeábamos —respondió Edhadeya.

—No es bueno que los criados se tomen tantas confianzas, sean cavadores o no.

—Eso me permite apreciar que tengo una amiga inteligente en el mundo —dijo Edhadeya—. Aunque quizás al rey no le parece bien.

—No seas atrevida, Edhadeya. Yo no he creado las reglas, sino que las heredé.

—Y no has hecho nada para cambiarlas.

—Envié un ejército cuando contaste tu sueño.

—Dieciséis hombres. Y los enviaste porque Mon dijo que era un sueño verdadero.

—Vaya, ¿me condenas porque el Guardián te dio un testigo para respaldar tu afirmación?

—Padre, nunca te condenaré. Pero Akmaro y su familia deben venir aquí. ¿No lo entiendes? Las cosas que enseña Akmaro… la igualdad entre hombres y mujeres, que una familia debe regocijarse por el nacimiento de una hija tanto como por el de un hijo varón…

—¿Cómo sabes lo que enseña? —preguntó Padre.

—Los vi, ¿verdad? —dijo Edhadeya desafiante—. Y apuesto a que el nombre de la hija es Luet, y que el hijo tiene el mismo nombre que su padre. Salvo por el honorífico, claro.

Motiak frunció el ceño, y al verlo, ella supo que estaba en lo cierto, que había acertado los nombres.

—¿Estás usando el don del Guardián para jactarte? —dijo Padre con severidad—. ¿Para obligarme a hacer tu voluntad?

—Padre, ¿por qué tienes que decirlo de ese modo? ¿Por qué no puedes decir que es maravilloso que el Guardián me diga tantas cosas? ¿Que es maravilloso que el Guardián esté vivo en mí?

—Maravilloso. Y engorroso. Khideo está furioso. Se siente humillado porque he consentido que una niña hablara con tanto atrevimiento en su presencia.

—Pobre hombre. Que vuelva con los elemaki.

—Es un auténtico héroe, Edhadeya, un hombre de mucho honor, y alguien a quien no quiero tener como enemigo.

—También está cargado de prejuicios, y lo sabes. Tendrás que lograr que esa gente se establezca en un sitio apartado o habrá problemas.

—Lo sé. Ellos también lo saben. Hay tierras en el valle del Jatvarek, después del límite del Gornaya pero antes de la selva. Allí no viven ángeles, porque los jaguares y otros felinos merodean por allí durante la estación de las lluvias. Así que serán apropiadas.

—A donde vayan los humanos, los ángeles vivirán sin problemas —dijo Edhadeya. Lo provocaba citándole su propia ley, pero él no mordió el anzuelo.

—Un buen rey puede tolerar diferencias razonables entre sus súbditos. A la gente del cielo no le cuesta nada tratar de no establecerse entre los zenifi, mientras los zenifi les den salvoconducto y respeten su derecho al comercio. Dentro de unas cuantas generaciones…

—Lo sé. Sé que es una sabia elección.

—Pero estás de ánimo para discutir conmigo acerca de todo.

—Porque creo que nada de esto tiene relación con la gente que vi en mi sueño. ¿Qué hay de ellos, padre?

—No puedo enviar otra partida en busca de Akmaro.

—No quieres, mejor dicho.

—No quiero, pues. Pero por buenos motivos.

—Porque quien te lo pide es una mujer.

—Todavía no eres una mujer. En este momento la empresa que acabamos de concluir se considera un gran éxito. Pero si envío otro ejército, parecerá que el primer intento fue un fracaso.

—Y lo fue.

—De ninguna manera —dijo Motiak—. ¿Crees ser la única que oye la voz del Guardián? Edhadeya jadeó y se ruborizó.

—¡Oh, Padre! ¿El Guardián te ha enviado un sueño?

—Tengo el índice del Alma Suprema, Dedaya. Lo estaba consultando por otra razón, pero cuando lo sostenía en mis manos, oí una voz que me hablaba claramente. Déjame llevar a Akmaro a casa, dijo la voz.

—¡Oh, Padre! ¡El índice todavía está vivo, después de tantos años!

—No creo que tenga más vida que una piedra —dijo Motiak—. Pero el Guardián está vivo.

—El Alma Suprema, querrás decir —dijo Edhadeya—. Es el índice del Alma Suprema.

—Sé que los antiguos documentos distinguen entre ambos, pero nunca lo he comprendido del todo.

—¿Conque el Guardián traerá a Chebeya y su familia a Darakemba? ¿Crees que ella lo hará?

Motiak entornó los ojos, fingiendo que se enfadaba.

—¿Crees que no me doy cuenta de lo que haces?

—¿Qué hago? —preguntó Edhadeya, toda inocencia.

—No dices «Akmaro y su gente…» no, dices «Chebeya y su familia».

Edhadeya se encogió de hombros.

—¡Y esa insistencia de las mujeres en llamar «ella» al Guardián! Sabes que los sacerdotes siempre me fastidian, insistiendo en que prohíba eso, al menos frente a los hombres. Yo siempre les digo que cuando los antiguos documentos nos dejen de mostrar a Luet, Rasa, Chveya y Hushidh hablando del Alma Suprema y el Guardián como «ella», entonces prohibiré a las mujeres hacer lo que hacían los antiguos. Con eso se callan… aunque apuesto a que muchos ponen en duda mi seriedad, y se preguntan si podrán alterar los antiguos documentos sin que yo lo note.

—¡No se atreverían!

—En efecto, no se atreverían —convino Motiak.

—Y podrías preguntar a esos sacerdotes en qué croquis anatómico el Guardián aparece con una…

—Mide tus palabras. Soy tu padre, y soy el rey. Hay cierta dignidad en ambas funciones. Y no estoy dispuesto a convencer a los sacerdotes de que me he puesto contra la vieja religión.

—Un hatajo de viejos…

—Hay cosas que yo no debo oír, como jefe del culto de los hombres.

—Culto de los hombres, en efecto —murmuró Edhadeya.

—¿Qué has dicho? —preguntó Motiak.

—Nada.

—¿Culto de los hombres, dices? ¿A qué…? Ah, entiendo. Bien. Piensa lo que quieras. Sólo recuerda que no siempre seré rey, y no puedes saber si mi sucesor será tan tolerante con tus subversivos ataques contra la religión de los hombres. Me conformo con permitir que las mujeres adoren a su gusto, y lo mismo hizo mi padre, y el padre de mi padre. Pero siempre hay afán de cambiar las cosas, de impedir las herejías de las mujeres. Toda esposa que golpea a su esposo o lo reprende en público se toma como otra prueba de que las mujeres se vuelven irrespetuosas y destructivas cuando se les permite que tengan su propia religión.

—¿Qué diferencia hay entre guardar silencio porque los sacerdotes nos obligan o porque temes que ellos puedan obligarnos?

—Si no ves la diferencia, no eres tan brillante como pensaba.

—¿De veras crees que soy inteligente, Padre?

—¿Qué? ¿Estás buscando más elogios de los que ya te he brindado?

—Sólo quiero creerte.

—Empiezas a hartarme si ahora piensas dudar de mi palabra.

El rey se levantó y se dirigió hacia la puerta.

—¡No dudo de tu franqueza, Padre! —exclamó Edhadeya—. Sé que crees que soy inteligente. Pero creo que en el fondo siempre tienes otra pequeña frase: «Es inteligente, para ser mujer. Es sabia, para ser mujer.»

—Te aseguro que la frase «para ser mujer» nunca acude a mi mente cuando a ti me refiero. Pero la frase «para ser una chiquilla» sí… y con frecuencia.

Edhadeya se sintió como si él la hubiera abofeteado.

—Pues pensaba hacerlo —dijo Padre.

Edhadeya comprendió que había expresado lo que sentía en voz alta.

—Respeto tu inteligencia —dijo Padre—, pero creo que una bofetada verbal es más aleccionadora que una física. Ahora confía en que el Guardián traiga a Akmaro… sí, y Chebeya… a Darakemba. Entretanto, no esperes que cambie las tradiciones. Un rey no puede ir más deprisa y más lejos de lo que su pueblo le permite.

—¿Y si el pueblo insiste en actuar de forma equivocada?

—preguntó Edhadeya.

—¿Qué, estoy en el aula, y mis preceptores me acribillan con preguntas hipotéticas?

—¿Es así como el heredero del rey recibe sus enseñanzas?

—preguntó ella con aire desafiante—. ¿Dónde están los preceptores que me hagan a preguntas hipotéticas acerca de la función de rey?

—Responderé tu pregunta inicial, no estas preguntas imposibles. Si el pueblo insiste en obrar mal, y el rey no puede disuadirlo de ello, entonces el rey renuncia al trono. Si su hijo tiene honor, se niega a aceptar el trono como sucesor, y lo mismo hacen todos sus hijos. Que la gente obre mal si lo desea, pero con un nuevo rey de su propia elección.

Boquiabierta, Edhadeya susurró:

—¿Podrías hacerlo, Padre? ¿Podrías abdicar?

—Nunca tendré que hacerlo. Mi pueblo es básicamente bueno, y está aprendiendo. Si insisto demasiado, no gano nada y la resistencia se fortalece. Durante los largos y lentos años de la transformación necesito la confianza y la paciencia de quienes desean que haga cambios a su favor. —Se agachó y le besó la coronilla, donde el cabello estaba separado—. Si no tuviera hijos varones, y tú aún fueras mi hija, entonces apresuraría los cambios para que pudieras reemplazarme en el trono. Pero tengo buenos hijos varones, como bien sabes. Así que permitiré que los cambios sobrevengan gradualmente, generación tras generación, como hicieron mi padre y mi abuelo antes que yo. Ahora tengo trabajo que hacer, y no pasaré más tiempo contigo. Hay naciones enteras bajo mi mando a las que presto menos atención que a ti.

Esbozando su más tímida sonrisa, ella dijo, con el tono plañidero de una dama de la corte:

—Oh, Padre, eres muy bueno conmigo.

—Uno de mis antepasados encerró a una hija díscola en una caverna a pan y agua, hasta que aprendió a obedecer —dijo Padre.

—Por lo que recuerdo, ella escapó de la caverna cavando con las uñas y huyó para casarse con el rey elemaki.

—Lees demasiado —dijo Padre.

Ella le sacó la lengua, pero él no la vio, porque ya se había marchado.

A sus espaldas, Uss-Uss habló de nuevo:

—Vaya, eres todo un soldadito.

—No te burles de mí —dijo Edhadeya.

—No me burlo —repuso Uss-Uss—. En una de las historias que circula entre nosotros, los esclavos diablos…

—Ya nadie os llama diablos.

—No interrumpas a tus mayores —la reprendió Uss-Uss—. Todos contamos la historia del cavador que estaba limpiando una cámara cuando dos traidores conspiraban, tramando la muerte del rey. El esclavo fue a contárselo al rey, y el rey lo hizo matar, por haberse atrevido a escuchar lo que los humanos decían en su presencia.

—¿Qué? ¿Crees que voy a…?

—Sólo digo que si crees que sufres por el hecho de ser una mujer humana, recuerda que tu padre ni siquiera se ha molestado en echarme de la habitación para hablar contigo. ¿A qué se debe eso?

—A que confía en ti.

—Él no me conoce. Sólo sabe que yo sé cuál es la pena por osar repetir lo que oigo. No me hables de la opresión de las mujeres de Darakemba cuando la mayoría de los cavadores somos esclavos a quienes se ejecuta por la menor infracción-incluso por un acto de gran lealtad.

—Nunca he oído esa historia —dijo Edhadeya.

—Eso no significa que no sea cierta.

—Conque Padre cree que soy problemática y tú crees que soy orgullosa e insensible…

—¿No lo eres?

Edhadeya se encogió de hombros.

—Yo te daría la libertad, si pudiera.

—Al menos tu padre fingió que intentaba cambiar tu posición en la sociedad. Pero en todas tus peticiones, ¿alguna vez te has preguntado si la gente del suelo debe ser liberada en Darakemba?

Edhadeya se irritó. No le gustaba que la llamaran hipócrita.

—¡Es totalmente diferente!

—Ansias rescatar a Chebeya y Akmaro de su cautiverio, pero ni siquiera piensas en dar la libertad a la vieja Uss-Uss.

—¿Qué harías con ella si la tuvieras? —preguntó Edhadeya—. ¿Volver con los elemaki? Los soldados tendrían que matarte antes de que llegaras allá, para que no contaras nuestros secretos.

—¿Regresar con los elemaki? Niña, mi tatarabuelo nació esclavo de los reyes nafari. ¿Regresar a un sitio donde nunca he estado?

—¿De veras me odias? —preguntó Edhadeya.

—Nunca he dicho que te odiara.

—Pero quieres librarte de mí.

—Al terminar mi día de trabajo, cuando tú te has dormido, me gustaría ir a mi casita y besar el hocico de mis gordos nietos y compartir con mi esposo el salario que me pagaron por servir en la casa del rey. ¿Crees que te sería menos fiel si te sirviera libremente en vez de temer que me maten o me vendan al menor error?

Edhadeya pensó en esto.

—Pero si fueras libre vivirías en un agujero del suelo —dijo.

Uss-Uss soltó una carcajada.

—¡Claro que sí! ¿Y qué?

—Pero eso es…

—Inhumano —dijo Uss-Uss, sin dejar de reír. Al fin Edhadeya comprendió la broma, y se rió con ella. Más tarde, cuando había oscurecido, Edhadeya despertó al oír un ruido cerca de la ventana. A la luz de la luna vio la silueta de Uss-Uss, cabeceando. Pensando que sucedía algo malo, Edhadeya se levantó y caminó hacia la ventana. Al oírla, Uss-Uss se volvió y la esperó.

—¿Haces esto todas las noches? —preguntó Edhadeya.

—No —dijo Uss-Uss—. Sólo esta noche. Pero tú te preocupabas por esos humanos que son cautivos de los cavadores en algún sitio remoto.

—¿Y rezas al Guardián por ellos?

—¿Por qué haría eso? El Guardián sabe dónde están… el Guardián te envió el sueño, ¿verdad? No creo que sea asunto mío decirle a la Madre lo que ya sabe. No, le rezaba a la Insepulta. Ella vive en esa estrella. La que está siempre allá arriba.

—Nadie puede vivir en una estrella —dijo Edhadeya.

—Una inmortal sí. Le rezo a ella.

—¿Tiene nombre?

—Un nombre muy sagrado —dijo Uss-Uss.

—¿Puedes decírmelo?

Uss-Uss alzó el ruedo de la larga túnica de Edhadeya y se lo puso sobre la cabeza, tapando con la tela la oreja de Edhadeya.

—Mi nombre es Voozhum —dijo Uss-Uss—. Ahora que conoces mi verdadero nombre, puedo decirte el nombre de la Insepulta.

Uss-Uss aguardó.

—Por favor —dijo Edhadeya, temblando—. Por favor, Voozhum. —¿Qué debía hacer o decir ahora? Sólo se le ocurría ofrecerle la versión más formal y oficial de su propio nombre, a manera de respuesta—. Mi verdadero nombre es Ya-Edhad.

—La Insepulta es aquella a quien Nafai dio el manto de capitana. ¿Creías que esto era un secreto para la gente del suelo? Los benditos antepasados vieron su piel trémula de luz. Ella es Shedemei, y es la que llevó la torre al cielo y la convirtió en estrella.

—¿Y todavía vive?

—La han visto dos veces en los años transcurridos desde entonces. En ambas ocasiones cuidaba un jardín, una vez en un alto valle de montaña, otra en la ladera de un risco, en los parajes más bajos del Gornaya. Ella sabrá qué hacer con Chebeya y su esposo, con Luet y su hermano.

Edhadeya comprendió que había cosas que los cavadores sabían sin haberlas aprendido de los humanos, y eso le provocó un repentino y desconocido sonrojo de humildad.

—Enséñame a hablar con la Insepulta.

—Fija los ojos en la estrella permanente, la que llaman Basílica.

Edhadeya miró hacia arriba y la encontró fácilmente. Cualquier niño podía hacerlo.

—Luego mece la cabeza, así —dijo Uss-Uss.

—¿Ella puede vernos?

—No sé —dijo Uss-Uss—. Sólo sé que esto es lo que hacemos cuando le rezamos. Creo que comenzó porque así fue como ella movió la cabeza esa vez en que la vieron en un alto valle.

Así que Edhadeya se unió a su esclava en el desconocido ritual. Juntas pidieron a la Insepulta que velara por Chebeya, Luet y los demás, y que los liberase. Uss-Uss decía una frase y Edhadeya la repetía. Al final, Edhadeya añadió unas palabras propias.

—Y ayúdales a liberar a todas las mujeres de su cautiverio. Las mujeres del cielo, las mujeres del suelo y las mujeres medias.

Uss-Uss cloqueó, repitió la frase.

—Y piensa —dijo—. Algún día te casarás con un potentado de segunda, y yo habré muerto, y tú recordarás este día y te preguntarás quién era más esclava, si tú o yo.

Llevó a Edhadeya a la cama, donde Edhadeya se durmió profundamente y tuvo sueños descabellados sobre mujeres muertas de piel llameante a quienes nadie se había acordado de sepultar.


—Si no creyera que todo esto puede ser un error, me parecería gracioso —dijo el Alma Suprema.

—No tienes sentido del humor —dijo Shedemei—, y si pensaras que es un error no lo habrías hecho.

—Puedo tomar una decisión aunque dude en un ochenta por ciento de su resultado —dijo el Alma Suprema—. Es parte de mi programación; eso impide que vacile hasta el punto de la inacción.

—Creo que enviarle el mensaje a Motiak por medio del índice fue buena idea —dijo Shedemei—. Les impedirá enviar otra expedición. Obligará al Guardián a actuar.

—Para ti es fácil decidir, Shedemei. Tú no sientes compasión por ellos.

Shedemei sintió que aquellas palabras le desgarraban el corazón.

—¿Una máquina me dice que no tengo compasión?

—Yo tengo una especie de compasión virtual —dijo el Alma Suprema—. Tengo en cuenta el sufrimiento humano, aunque no el sufrimiento de los individuos, por lo general. Akmaro y Chebeya pertenecen a un grupo numeroso y, sí, siento compasión por ellos. Pero tú tienes la aptitud humana normal para deshumanizar a la gente a voluntad, sobre todo a los extraños, especialmente en grupos numerosos.

—Estás diciendo que soy un monstruo.

—Estoy diciendo que los humanos suelen sentir compasión por quienes consideran parte de sí mismos. Tú no conoces a esas personas, así que puedes usarlas como carnada para el Guardián de la Tierra. Sin embargo, si sólo torturasen a una persona, no lo harías, porque entonces, por empatía, no soportarías sus padecimientos.

Shedemei estaba tan agitada que se marchó de la biblioteca y fue a cuidar sus retoños en la sala de gran altitud, donde trataba de obtener una legumbre rica en proteínas que se pudiera cultivar en los valles de montaña más altos del Gornaya. Lo que había dicho el Alma Suprema era cruel, pero tenía sentido. A medida que los primates evolucionaban hacia una comunidad de supervivencia cooperativa, primero desarrollaban empatía por sus propios hijos, luego por los hijos de otros, luego por los padres adultos de esos hijos, pero la empatía se debilitaba a medida que se ensanchaba el círculo.

Al fin, los humanos tenían que desarrollar algo que no poseían otros primates: una identidad grupal tan poderosa como para absorber al menos una parte de la identidad individual. Los humanos no podían tener esta profunda y abnegada lealtad a más de una o dos comunidades al mismo tiempo. Así las comunidades estaban inevitablemente en conflicto, compitiendo por la lealtad de sus miembros. La tribu tenía que desbaratar la solidaridad familiar, la religión tenía que competir con la nación. Pero una vez que una comunidad obtenía esa lealtad, los miembros más fervientes morían gustosamente por ella. No por los demás individuos directamente, sino por los intereses generales del grupo, porque en la mente humana ese grupo era el yo, y el individuo podía considerarse como una mera iteración del diseño del todo. Los humanos, para elevarse por encima de los animales, habían aprendido a convertirse en órganos o miembros —incluso uñas y cabellos desechables— de un metafórico organismo mayor.

El Alma Suprema tiene razón. Si yo conociera a Chebeya y a los suyos como individuos, aun sin más criterio moral que un mandril, procuraría protegerlos. O si me considerase parte de ellos. Sometería mis intereses a las necesidades del grupo, y no soñaría con obligarlos a funcionar como carnada en un intento de servir al Guardián de la Tierra.

El Alma Suprema, en cambio, estaba concebida para satisfacer las necesidades de la humanidad en general. Los poderes que poseía eran tremendos, y sus programadores tenían que incorporarle un cierto grado de compasión. Pero era una compasión intelectual, una compasión histórica: cuanta más gente sufría, más prioritario era aplacar su dolor. El Alma Suprema podía pasar por alto los accidentes individuales, las muertes causadas por el curso normal de una enfermedad que asolaba una región, pero temía y procuraba evitar el sufrimiento grupal que se originaba en las guerras, sequías, inundaciones y epidemias. En esos casos, el Alma Suprema podía actuar, guiando a los individuos hacia actos que ayudaran a toda la población afectada, no para salvar vidas individuales, sino para reducir la escala del sufrimiento.

Pero a ninguna, pensó Shedemei, afectan los sufrimientos del pueblo de Chebeya. No i son suficientes para obligar al Alma Suprema a intervenir en su favor, aunque sí suficientes para incomodarla. Y yo, aislada en los confines de la atmósfera, no formo parte de ellos. Toda mi gente se ha ido, mi comunidad ha muerto. Como dicen las mujeres cavadoras, soy la Insepulta. Ésta es la única diferencia entre los difuntos y yo, pues una persona que no tiene una comunidad viviente está muerta. ¿No lo he visto en los ancianos? Han perdido a su cónyuge, sus amigos, su familia, salvo los descendientes más jóvenes, que apenas se acuerdan del viejo… y a quienes molesta descubrir que sigue con vida. ¿He llegado a ese punto?

Todavía no, pensó, moviendo los dedos para extraer un brote que debía trasplantar a una bandeja más grande. Mis plantas se han convertido en mi gente. Mis pequeños animales, que siguen generación tras generación mientras yo practico mis jueguecitos genéticos. Ellos son parte de mí misma.

¿Esto es bueno o malo? El Alma Suprema necesita recibir consejos del Guardián de la Tierra para aliviar el sufrimiento de la gente de Armonía. Para lograrlo, debemos inmiscuirnos en los planes del Guardián. El Guardián quiere rescatar a Chebeya y Akmaro, así que le dificultamos las cosas. No es un plan irracional. A fin de cuentas, será para beneficio de los millones de habitantes de Armonía.

Pero lo estamos haciendo a ciegas. No sabemos qué intenta lograr el Guardián. ¿Por qué trata de salvar a los akmari? Tal vez deberíamos haber tratado de entender sus propósitos antes de comenzar a ponerle obstáculos.

¿Pero cómo podemos comprender sus propósitos si no nos habla? Es un círculo vicioso.

(Sí, lo es.)

—No me hables mentalmente —le dijo al Alma Suprema—. Odio eso.

(Si no vas a donde yo tengo una voz cómoda, usaré una voz incómoda.)

—Yo no hablaba contigo, sólo pensaba. (Si no quieres que te oiga, no pienses.)

—Qué ocurrente —resopló Shedemei. (Pensemos qué motivos puede tener el Guardián para salvar al pueblo de Akma y Chebeya.)

—De paso, ¿por qué no pensar también en quién o qué es el Guardián de la Tierra?

(¿Crees que no he investigado esa cuestión? Te digo que es algo que se me oculta, o que jamás se incluyó en mi memoria, o que la gente que me construyó ignoraba.)

—Si no podemos encontrar al Guardián usando datos físicos ni archivos de memoria, tal vez debamos estudiar qué desea y qué hace, y buscar el mecanismo que le permite hacerlo, o la entidad que pueda beneficiarse con esos actos.

(¿Entonces crees que los motivos del Guardián pueden ser egoístas?)

—En absoluto. Tampoco yo me beneficiaré con la expansión del hábitat que lograrán estas legumbres, si llegan a ser nutritivas en un ámbito donde el oxígeno escasea, la temporada de cultivo es breve y las capas de suelo son delgadas. Pero alguien se beneficiará de ello. En consecuencia, si un extraño que no tuviera modo de descubrirme directamente quisiera saber algo sobre mí, podría partir del dato de que me interesa mejorar la capacidad de humanos, cavadores y ángeles para asentarse en nuevos hábitats con una nutrición mejorada. Incluso podría deducir que tengo un cuerpo que me permite identificarme con estas criaturas. Cuando menos, mis actos le permitirían deducir que para mí es importante protegerlas.

(¿Pero alguno de esos razonamientos lo instaría a mirar el cielo?)

—Ni idea —dijo fatigosamente Shedemei—. Pero sé que si alguien quisiera llamar mi atención, sólo tendría que pisotear mis jardines en la Tierra. Entonces repararía en él.

(Conque eso hacemos. Pisotear los jardines del Guardián de la Tierra.)

—Espero que no seamos tan destructivas.

(Sí, y eso deben de esperar Chebeya y Akmaro y su gente.)

—Si sigues fastidiándome así, terminarás por interesarme tanto en ellos que dejaré de preocuparme por la gente de Armonía. ¿Eso es lo que quieres?

(No.)

—Basílica fue destruida hace medio milenio. Toda mi gente ha muerto. Mi país natal es irrecuperable. Todo lo que consideraba parte de mí ha muerto, salvo mis jardines. ¿De veras quieres que me convierta en parte de Akmaro y Chebeya, que comience a sentir por ellos lo que sentí por Rasa y su casa, por mis amigas, por mi esposo y mis hijos? (No.)

—Entonces déjame en paz.

(No puedo. Eres la capitana. Mi programa me exige mantener tu salud.)

—¡Salud! ¿Qué tiene que ver todo esto con la salud?

(No es bueno que estés sola.)

Shedemei se estremeció. No quería que el Alma Suprema se inmiscuyera de esa manera. Se encontraba bien a solas. Zdorab había muerto, sus hijos habían muerto, y ella estaba bien. Tenía trabajo que hacer, no necesitaba distracciones. ¡Al cuerno con la salud!


Akma se sentó en la cima de la colina, agotado tras un día de trabajo, pero tan furioso que no podía acostarse a descansar. Y si se acostaba no podría ver a su padre predicando, con los ruines hijos de Pabulog sentados en primera fila. Después de todo lo que le habían hecho, Padre les permitía ocupar aquel sitio de honor. Claro que Padre y Madre insistieron en que él se sentara en el centro de la primera fila, donde se sentaba siempre. Pero estar al lado del embustero Didul, del arrogante Pabul, del brutal Udad, del patético y rastrero Muwu… Padre tenía que saber que no podía soportar esa vergüenza.

Así que ahí estaba, sentado en la cima de la colina mirando las fogatas de los guardias cavadores, ahora presentes en la reunión de la gente de Akma. Ya no puedo distinguir entre amigos y enemigos. Los cavadores sólo hirieron mi cuerpo, pero los pabulogi han herido mi orgullo, y mi propio padre me ha dicho que no soy nada para él, nada comparado con los hijos de su enemigo.

Tus enemigos eran mis enemigos, Padre. Por ti, por lealtad a ti, soporté lo que me hacían y lo hice con orgullo, porque era por ti. Y luego recibes a mis verdugos y les hablas como si también fueran hijos tuyos. Incluso los llamas hijos. ¡Te atreviste a llamar así a ese hipócrita engendro del recto de una mofeta! ¡«Diduldis»! ¡Hijo bienamado! ¿Hijo de quién? Hijo del hombre que trató de matarte, Padre, que te desterró. Hijo del hombre que por ti he odiado. Y ahora le has dado un nombre que jamás debiste darle a nadie salvo a mí. Yo soy Akmadis, pero no si él recibe el nombre Diduldis de tus labios. Si él es tu hijo, yo no lo soy.

De nuevo, como tantas otras veces, las lágrimas acudieron a los ojos de Akma. Pero las combatió. Estaba cultivando el arte de ocultar sus sentimientos, aunque su solitario distancia-miento evidenciaba claramente que estaba disconforme con algo.

Madre subía por la colina. ¿Aún no desistía?

Oh, sí, había desistido. Luet la acompañaba; Madre se detuvo y Luet siguió adelante. Naturalmente. Padre no puede hacer nada con el díscolo Akma, y Madre no consigue llegar a él. Así que mandemos a la pequeña Luet, a ver qué logra ella.

—¡Kmada! —exclamó ella, cuando estuvo cerca.

—¿Por qué no vas a escuchar a Padre? —dijo Akma con frialdad. Pero el titubeo que vio en los ojos de su hermana lo calmó. ¿Qué sabía ella de esos asuntos? Ella era inocente, y no quería ser injusto—. Ven aquí, Lutya, Ludayet.

—Oh, Kmada, ese nombre es muy feo.

—Yo encuentro que Ludayet es bonito.

—Pero Lutya es el nombre del Héroe.

—De la esposa del Héroe —dijo Akma.

—Padre dice que las mujeres de los antiguos eran tan Héroes como los hombres.

—Sí, bien, es la opinión de Padre. Padre cree que los cavadores son personas.

—Y lo son. Porque tienen un idioma. Y hay cavadores buenos y cavadores malos.

—Sí, lo sé. Porque la mayoría de los cavadores están muertos. Ésos son los buenos.

—¿Estás tan enfadado conmigo como con Padre?

—Nunca estoy enfadado contigo.

—¿Entonces por qué me haces sentar con ese puerco de niño?

Akma rió por el tratamiento que daba a Muwu.

—No ha sido idea mía.

—Es idea tuya venir aquí arriba y dejarme sola.

—Luet, te quiero. Pero no me sentaré con los hijos de Pabulog, incluido Muwu. Luet asintió gravemente.

—De acuerdo. Eso dijo Padre. Dijo que no estabas preparado.

—¡Preparado! Nunca estaré preparado.

—Así que Madre dijo que yo podía venir aquí a aprender de ti.

Disimuladamente, cogido por sorpresa, Akma miró a su madre, que estaba al pie de la colina, observándolos. Debía de haber intuido o adivinado el giro que tomaba la conversación, pues cabeceó y echó a andar hacia el grupo que escuchaba las prédicas de Akmaro.

—Yo no soy un maestro —dijo Akma.

—Sabes más que yo —dijo Luet.

Akma conocía la intención de Madre. Y debía de actuar con el consentimiento de Padre, así que aquello también era obra de él. Si Akma no quiere participar escuchando al gran maestro Akmaro —¿o sería mejor llamarlo Akmadi el traidor, como lo llamaba Pabulog?— le haremos participar enseñando a Luet. No se atreverá a tratarla mal, y no tendrá la deshonestidad de enseñarle falsedades ni de dar salida a su furia contra su padre.

Si le enseñara a Luet que Padre me traicionó, que nos ha traicionado continuamente, se lo tendrían merecido. Padre decide creer en ese chiflado de Binadi y termina por obligarnos a huir de la ciudad, a vivir en el desierto. Y luego, mientras nos azotan los cavadores y nos atormentan los malvados hijos de Pabulog, Padre nos enseña que el Guardián quiere que consideremos a los cavadores y ángeles como hermanos, que consideremos a las mujeres como nuestras iguales, cuando cualquiera puede ver que las mujeres son más menudas y débiles que los hombres, y que los cavadores y ángeles ni siquiera son de la misma especie. También podríamos decir que somos hermanos de los árboles y tíos de las termitas. También podríamos decir que los gusanos son nuestros padres y los escarabajos nuestros hijos.

Pero no le dijo nada de esto a Luet. Cogió una rama, removió la hierba para tener un trozo de tierra donde escribir, y se puso a escribir palabras y a hacer preguntas. Daría clases a su hermana. Sería mejor que estar solo, ardiendo de rabia. Y no usaría a Luet como arma para atacar a Padre. Ésa era otra cuestión, y la zanjaría en el momento oportuno. Un momento en que Didul no estuviera sentado allí, burlándose de cada palabra de Akma. Un momento en que no tuviera que soportar el olor almizclado que Pabul despedía como un ciervo en celo. Un momento en que él y Padre pudieran mirarse a los ojos y decir la verdad.

No descansaré hasta que Padre admita su deslealtad. Hasta que reconozca que los ama más que a mí, y que está mal que haya cometido el acto antinatural de perdonarlos sin consultarme antes, sin pedirme que lo perdonara a él. ¿Cómo pudo actuar como si perdonarlos fuera lo más natural del mundo? ¿Y qué derecho tenía a perdonarlos, cuando Akma aún no lo había hecho? Akma había soportado los peores tormentos. Todos lo sabían. Y frente a todos, Padre los perdonaba y los llevaba por el agua para hacer de ellos hombres nuevos. Claro que les hizo decir esas estúpidas palabras de disculpa. Lo lamentamos, Akma. Lo lamentamos, Luet. Lo lamentamos, todos. Ya no somos los hombres malvados que hicieron eso. Ahora somos hombres nuevos y creyentes.

¿Soy el único que no se deja engañar? ¿Soy el único que ve que todavía piensan traicionarnos? ¿Que pronto llegará su padre y se volverán contra nosotros y pagaremos por haber confiado en ellos?

Yo pagaré.

Akma se estremeció al imaginar qué le harían los hijos de Pabulog cuando nuevamente revelaran su naturaleza maligna. Padre lo lamentaría, pero Akma sería castigado por la necedad de su padre.

—¿Tienes frío? —preguntó Luet.

—Un poco —dijo Akma.

—Es una noche cálida. No deberías tener frío si no estás enfermo.

—De acuerdo. Ya no tendré frío.

—Me sentaré junto a ti para que estés más calentito.

Luet se sentó junto a él y él le rodeó los hombros con los brazos mientras estudiaban las palabras que Akma había escrito en la tierra. Su hermana era muy avispada. Más lista que cualquier varón que Akma conociera. Así que tal vez una parte de las enseñanzas de Padre fuera cierta. Tal vez las niñas fueran tan valiosas como los niños, al menos en lo concerniente al aprendizaje. Pero cualquiera que enseñara que una cavadora era igual que aquella dulce y confiada niña era un loco o un embustero. ¿Cuál de estas cosas era Padre? Y ¿acaso importaba?

Regresaron cuando anochecía. La reunión había concluido. Luet abrió la marcha hasta la choza, parloteando con Madre sobre las cosas que Akma le había enseñado.

—Gracias, Akma —dijo Madre. Akma asintió.

—Ha sido un placer, Madre —murmuró.

Pero no habló con su padre, ni su padre habló con él.

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