12. VICTORIA

Cuando Edhadeya fue a verlos después de su gran mitin en Jatva, Mon la llevó aparte para conversar con ella.

—Si has venido a tratar de separarme de mis hermanos… —comenzó, pero ella no le permitió concluir.

—Sé que estás empeñado en negar todo lo que hubo de noble y bueno en ti, Mon, así que no perderé el tiempo. Padre me envía con un mensaje.

Mon sintió un estremecimiento de temor y espanto. A menudo le costaba creer que Padre les dejara hacer todo lo que estaban haciendo.

Sí, les había impedido organizar el boicot contra los cavadores, pero lograron sortear aquel obstáculo fingiendo que hablaban en contra del boicot, aunque todos entendían el verdadero mensaje. ¿Iba ahora Padre a tomar medidas? Y en tal caso, ¿por qué Mon se alegraba secretamente de ello? ¿Acaso la victoria había resultado demasiado fácil, y quería afrontar cierta oposición?

—¿Me estás escuchando? —preguntó Edhadeya.

—Sí —dijo Mon.

—Padre teme que algunos de sus soldados consideren que su deber hacia el rey es eliminar el origen de su reciente infelicidad. Algunos comentarios suyos que otros han oído fuera de contexto, han dado a algunos soldados la impresión de que él agradecería ese acto.

—Cualquiera diría que impartió una orden y luego se arrepintió —rió Mon.

—Sabes que no es así.

Lo sabía, naturalmente. Su sentido de la verdad se rebelaba contra la idea, pero era cada vez más hábil neutralizándolo.

—¿ Qué cree que haremos ? —preguntó Mon—. ¿ Ocultarnos? ¿Dejar de hablar en público? Que se olvide de ello. Con matarnos sólo nos convertiría en mártires y nuestra victoria sería total. Además, él no crió cobardes.

—Necios, sí, y embusteros, sí, pero no cobardes. —Edhadeya sonrió huraña—. El sabe que no os echaréis atrás. Sólo os aconseja que mantengáis en secreto vuestros planes de viaje. No digáis a la gente adonde iréis a continuación. No anunciéis el momento de la partida.

Mon se lo pensó.

—De acuerdo. Se lo diré a los demás.

—Entonces he cumplido con mi deber. —Edhadeya se dispuso a marcharse.

—Aguarda —dijo Mon—. ¿Eso es todo? ¿Nada más? ¿Personalmente no tienes nada que decirme?

—Nada salvo comunicarte mi desprecio, que os ofrezco generosamente a los cinco, pero con una dosis adicional para ti, Mon, pues sé que tú sabes que Akma se equivoca en cada palabra que dice. Akma es el que más habla, pero tú eres el más deshonesto, porque sabes la verdad.

Mon iba a repetirle que el sentido de la verdad de su infancia era una mera ilusión destinada a atraer la atención sobre el segundogénito del rey, pero ella lo interrumpió con una bofetada.

—No te atrevas a decirme eso. Se lo puedes contar a cualquier otro, y tal vez te crea, pero nunca me lo digas a mí, porque no toleraré ese insulto.

Mon no volvió a llamarla cuando Edhadeya se confundió con la muchedumbre. El ardor en la mejilla le había arrancado lágrimas, pero no sabía si eran sólo de dolor. Recordó los días maravillosos de su infancia, cuando Edhadeya era su amiga más entrañable. Recordó que Edhadeya había confiado en él para transmitir su sueño verdadero a Padre y que, gracias a la absoluta confianza de Aronha en su sentido de la verdad, lo habían escuchado y habían enviado una expedición, y habían rescatado a los zenifi. En aquellos tiempos creía que su función en el reino sería aquélla: ser el consejero de mayor confianza de Aronha, porque Aronha sabía que Mon no podía mentir. Y cuando Bego le pidió que lo ayudara a traducir las planchas de los rasulum…

Era raro, ahora que lo pensaba con el dolor del bofetón de Edhadeya en la cara. Bego no creía en el Guardián, pero se había valido de Mon para que lo ayudara con la traducción. ¿Y no era Bego, en realidad, quien les había enseñado a no creer en el Guardián? Sin embargo Bego creía. O al menos creía en el don de Mon.

No, no. Akma ya había explicado eso. Bego no lo consideraba un don del Guardián, sino un talento innato de Mon. La habilidad de intuir si la gente creía en lo que decía, eso era. No tenía nada que ver con la verdad absoluta, sino con la certeza absoluta.

Pero si es así, pensó Mon, ¿por qué nunca tengo la sensación de que Akma dice la verdad? Todavía no le he encontrado la lógica. Si mi sentido de la verdad viniera del Guardián, el Guardián podría tratar de volverme contra Akma negándose a confirmar lo que él dice. Pero eso significaría que el Guardián existe, así que no puede ser ésa la causa. Por otra parte, si Akma tiene razón y mi sentido de la verdad es sólo la capacidad de discernir si la gente está segura de decir la verdad, ¿qué sugiere eso sobre mi falta de confirmación de las palabras de Akma? Significa que, por convincente que él resulte —y yo no me entusiasmo con sus discursos como la muchedumbre, que se deja arrastrar y queda totalmente convencida—, mi sentido de la verdad todavía me indica que miente. El no cree una palabra de lo que dice. O, en caso contrario, es más una opinión que una certidumbre. En el fondo de su corazón, en lo más recóndito de su mente, no dice esas cosas porque esté seguro de ellas.

Así pues, ¿en qué cree Akma? ¿Y por qué niego mi sentido de la verdad para creer en las incertidumbres de Akma?

No, no, ya le he planteado esto a Akma, y él me explicó que un hombre verdaderamente culto nunca está totalmente convencido de nada, pues sabe que nuevos conocimientos pondrán en jaque todas sus creencias; así que mi sentido de la verdad sólo responde profundamente con los ignorantes o los fanáticos.

Ignorantes o fanáticos… ¿Como Edhadeya? ¿Bego?

—¿Qué quería Edhadeya? —preguntó Aronha.

Mientras cavilaba, Mon había regresado al lugar donde sus hermanos y Akma hablaban con los dirigentes locales de la Congregación del Antiguo Orden. Aquello era lo que más le molestaba de la fundación de una religión. Aunque recibían muchos donativos de gente rica y educada, los que disponían de más tiempo para dirigir no eran de su agrado. En muchos casos se trataba de ex sacerdotes que habían perdido su trabajo durante la época de las reformas, arrogantes que se consideraban una especie de aristocracia agraviada, unos engreídos llenos de rencor. Otros eran fanáticos que odiaban a los cavadores y, en opinión de Mon, casi con seguridad los mismos que habían ejecutado u ordenado maltratar a los Guardados durante las persecuciones. Sentía un escalofrío en la piel al juntarse con ellos. Aronha le había confesado en privado que él también odiaba tratar con aquella gente. «Podemos decir lo que queramos sobre Akmaro, había comentado Aronha, pero sin duda atrae a sacerdotes mejores.»

Pero no podían decir esto ante Akma, pues todavía se ofuscaba al recordar la boda de Luet con el sacerdote Didul, y habría perdido los estribos al oír un elogio general de los sacerdotes de los Guardados.

—Ella nos traía una advertencia de Padre —dijo Mon.

—¿Qué? ¿Ahora nos amenaza? —preguntó Akma. Apoyaba el brazo en el hombro de un joven bravucón que bien podía haber sido uno de los que habían roto los huesos o desgarrado las alas de aquellos niños.

—Hablemos de ello cuando estemos a solas —dijo Mon.

—¿Por qué? ¿Tenemos algo que ocultar a nuestros sacerdotes? —preguntó Akma.

—Sí —dijo Mon con frialdad. Akma rió.

—Él bromea, desde luego. —Al rato logró librarse del joven y él y los motiaki se retiraron a un lugar próximo a la orilla del río—. Nunca vuelvas a hacer eso, por favor. Llegará el día en que podremos utilizar la maquinaria del estado para respaldar nuestro culto, pero por ahora necesitamos la ayuda de esta gente, y no es aconsejable que se sienta excluida.

—Lo lamento —dijo Mon—. Pero no me inspiraba confianza.

Akma sonrió.

—Claro que no. Es un soplón despreciable. Pero además de soplón es vanidoso, y lo mío me ha costado que no se fuera enojado.

Mon palmeó el brazo de Akma.

—Mientras te bañes después de tocarlo, todo irá bien. —Y les contó lo que había dicho Edhadeya.

—Obviamente trata de engañarnos —protestó Ominer—. ¿Por qué hemos de creer en sus palabras?

—Porque es el rey —dijo Aronha— y no mentiría en semejante asunto.

—¿Por qué no? —preguntó Ominer.

—Porque le avergüenza admitir que quizá no pueda controlar a sus soldados —dijo Aronha—. Lamento que tengamos que hacerle tanto daño a Padre. Si lograra entender que hacemos esto por el bien del reino…

—No podemos cambiar todos nuestros planes —dijo Ominer—. Hay gente que nos espera.

—Oh, no te preocupes por eso —dijo Mon—. Atraeremos una multitud dondequiera que vayamos. Tal vez la incertidumbre añada cierto misterio a nuestros viajes, y despierte incluso mayor entusiasmo.

—Quedaremos como unos cobardes —dijo Ominer.

—No si anunciamos que nos vemos obligados a actuar así porque tenemos información fidedigna de que algunos hombres del rey se proponen matarnos —intervino Khimin.

—¡No! —exclamó Aronha con firmeza—. Eso nunca. La gente se lo tomaría como una acusación contra el rey, y no sería honrado acusarlo cuando ha sido él quien nos ha prevenido para que tratemos de protegernos.

Akma palmeó la espalda de Khimin.

—Ahí tienes, Khimin. Cuando Aronha decide que algo no es honrado, no podemos hacerlo aunque el plan sea prometedor.

—No te burles de mi sentido del honor, Akma —dijo Aronha.

—No me burlaba —repuso Akma—. Te admiro por él. Mon sintió el irresistible impulso de crear problemas.

—En ese aspecto Aronha se parece a Padre. La única razón por la cual hemos tenido éxito es porque Padre es un hombre de honor.

—Pues eso hace del honor una debilidad, ¿no? —dijo Ominer.

Aronha le respondió con un desprecio absoluto.

—A corto plazo, el deshonor te da la ventaja. A la larga, un rey sin honor pierde el amor de su gente y termina como Nuab. Muerto.

—Lo torturaron con fuego, ¿verdad? —preguntó Khimin.

—Trata de no decirlo con tanto deleite —dijo Akma—. Hay gente que se siente incómoda.

Pero lo que más inquietaba a Mon era que Akma parecía más cercano a Ominer cuando éste decía cosas que habrían escandalizado a una persona decente. Ominer decía que el honor era una debilidad. Ahora, aunque no decía una palabra sobre ello, Akma apoyaba el brazo en los hombros de Ominer y Ominer era todo sonrisas. Esto está mal. Muy mal. Akma no era así, ni siquiera el año pasado, antes que todo esto comenzara. Recuerdo que era tan terminante como Aronha en cuanto al honor y la decencia. ¿Será que la gente ruin con la que nos codeamos empieza a influir sobre él? ¿O ésta es la consecuencia natural de contar con la adulación de tantos miles de personas?

Mon no sabía qué le sucedía a Akma, pero no le gustaba. No podía ser que ahora surgiera el verdadero Akma, sino que, al parecer, Akma comenzaba a adoptar aquella postura cínica y amoral porque pensaba que así obtendría su victoria. O tal vez era una parte verdadera de Akma que nunca había aflorado hasta que comenzó a sentirse tan importante y poderoso que ya no necesitaba ser decente con los demás. ¿En qué medida sus comentarios sobre Aronha son bromas, se preguntó Mon, y en qué medida son desprecio por el porte regio de Aronha?

No debo pensar estas cosas, se recordó Mon. Es el Guardián tratando de apartarme de mis hermanos.

No, no es el Guardián, porque el Guardián no existe.

Mon se excusó porque necesitaba dormir. Los otros se lo tomaron como una señal. La conversación derivó hacia temas más frívolos y superficiales mientras regresaban a la casa donde se alojaban. El lugar era demasiado pequeño para albergar a cinco hombres adultos —la mitad de la familia se había mudado a casas vecinas—, pero Akma insistía en que no podían alojarse siempre en la casa de los ricos, pues los Guardados podrían acusarlos de orgullo. Dada la gravedad de las acusaciones de los Guardados, Mon pensaba que bien valía la pena afrontar esa nimiedad con tal de descansar bien una noche; pero Aronha, como de costumbre, veía las cosas a la manera de Akma, así que tuvo que conformarse con un lugar estrecho donde no podía estirarse ni cambiar de posición sin despertar a alguien. Los pobres no construyen casas grandes, se repetía con sorna. Nunca lo habría dicho en voz alta. «La gente no entiende que es sólo una broma», le diría Akma.

A la mañana siguiente, Aronha decidió que seguirían el consejo de Padre y partirían de inmediato en vez de quedarse otro día; y en lugar de ir a Fetek irían a Papadur. Estupendo, pensó Mon, un trayecto el doble de largo, y cuesta arriba en vez de cuesta abajo. Tendré que enviarle una nota a Padre agradeciéndole la sugerencia.

En el camino, Akma criticó el discurso de Khimin de la noche anterior. Mon admiró la habilidad con que lo hacía, siempre salpimentando las críticas con elogios para que Khimin no se sintiera atacado. Era una ayuda que Khimin sintiera absoluta reverencia por Akma.

—Cuando dijiste que nuestros maestros tienen buena formación y los maestros de los Guardados son tan ignorantes como sus alumnos, hiciste una buena observación, y te felicito por ello.

Khimin sonrió.

—Gracias.

—Pero creo que, la próxima vez, te convendría cambiar unas cuantas palabras. Sé que es irritante tener que pensar en tantas cosas a la vez; a mí me pasa lo mismo. Una cosa te sale bien y otra se te pasa. Por eso no cualquiera puede hacer esto.

Mon veía claramente que Akma adulaba a Khimin para conquistarlo. Pero el tonto de Khimin no lo veía.

Mon tuvo la inquietante idea de que tal vez Akma adaptara aquella misma técnica a cualquier tonto con el que estuviera hablando; quizás a los demás Mon les parecía igualmente necio y crédulo.

—Anoche pensaba, mientras hablabas, en cómo podría robarte esa idea y usarla en mi discurso.

Khimin rió. También Ominer, que estaba escuchando, y que desde luego necesitaba ayuda con sus discursos, pues aunque no tartamudeaba ni tropezaba como Khimin, nunca lograba ser entretenido.

—Así es como yo lo habría dicho —continuó Akma—. Mi padre, en su compasión, ha creado una religión en la que los ignorantes enseñan a los ignorantes, y los pobres cuidan a los pobres. Es una noble empresa, y que nadie se atreva a atacarla. Pero en cuanto a los humanos y a los ángeles, gente culta y refinada, no hay motivos para fingir que necesitamos las primitivas doctrinas y la grosera compañía de los Guardados de Akmaro.

—¿Por qué dices que nadie debe atacarla? —preguntó Khimin—. ¿No es precisamente lo que estamos haciendo?

—Claro que sí, y el público lo sabe. ¿Pero no entiendes el efecto que esto surte? Parece que no somos enemigos de nadie. No nos oponemos, sólo satisfacemos las necesidades de la gente mejor, mientras que los Guardados satisfacen las necesidades de los pobres e ignorantes. Ahora bien, ¿cuántas personas de nuestro público se consideran pobres e ignorantes?

—¡La mayoría! —dijo burlonamente Ominer.

—La mayoría son pobres, en comparación con alguien que se crió en la casa del rey —dijo Akma con cierto sarcasmo—. ¿Pero cómo se ven a sí mismos? Toda persona se considera educada y refinada… y si no lo es, hace todo lo posible para que los demás piensen que lo es. ¿Entonces a qué congregación se unirá? A la que le haga creer que es una persona culta y refinada. ¿Entendéis? Nadie puede acusarnos de insultar ni de agraviar a los Guardados, pero cuanto más los elogiamos, la gente más se aleja de ellos. Khimin rió con deleite.

—Decides lo que quieres decir y buscas el modo de decir lo contrario, pero de tal forma que surta el efecto que pretendes.

—No precisamente lo contrario —dijo Akma—. Pero vas entendiendo, vas entendiendo.

El sentido de la verdad de Mon estalló de pronto en su interior, rechazando lo que acababa de oír con tal violencia que sintió ganas de vomitar. Se detuvo, cayó de rodillas.

—¿Mon? —exclamó Aronha.

En aquel momento se oyó un fuerte estrépito, y todos alzaron la vista y vieron un objeto enorme, gris como el granito, girando mientras se precipitaba hacia ellos. Despedía humo como si estuviera en llamas y su rugido era ensordecedor. Mon se tapó los oídos con las manos y vio que sus hermanos hacían lo mismo. En el último momento, la gran piedra gris se desvió y se lanzó hacia el suelo a poca distancia de ellos. El humo y el polvo los cegaban. La tierra tembló, haciéndoles perder el equilibrio. Pero no hubo estrépito, o si lo hubo quedó devorado por el rugido de la piedra y la vibración de la tierra.

Cuando se despejaron el humo y el polvo, vieron a alguien de pie frente a la piedra, pero no podían distinguir su aspecto, pues su cuerpo resplandecía tanto que apenas lograban apreciar una silueta humana. Comprendieron por qué no habían oído ningún estrépito: el objeto gris flotaba en el aire, a medio metro del suelo. Era algo imposible, descabellado.

El hombre de luz habló, pero no pudieron oírle, pues la voz se perdía en medio del ruido.

La piedra cayó de repente. El rumor del terremoto cesó. Mon se irguió y miró al hombre de luz.

—Akma —‹lijo el hombre—. Levántate.

La voz no parecía humana. Era como cinco voces al mismo tiempo, cinco modulaciones que hacían vibrar dolorosa-mente la cabeza de Mon. Se alegró de que hubiera llamado a Akma y no a él, y se avergonzó al instante de su cobardía, pero aun así no dejó de alegrarse. Akma se levantó penosamente.

—Akma, ¿por qué persigues al pueblo del Guardián? Pues el Guardián de la Tierra ha dicho: «Este es mi pueblo, éstos son los Guardados. Los estableceré en esta tierra, y no permitiré que nada les cause daño, salvo su propia iniquidad.»

Mon estaba abrumado de vergüenza. Se había pasado meses negando su sentido de la verdad, y estaba en lo cierto todo el tiempo. Los argumentos de Akma para demostrar que el Guardián no existía le parecían tan vacíos y superficiales que no entendía cómo podía haber creído en ellos ni por un instante, cuando su sentido de la verdad le indicaba lo contrario. ¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho?

—El Guardián ha oído las súplicas de los Guardados, y también la súplica de tu padre, fiel servidor del Guardián. Durante años, él rogó al Guardián que te hiciera comprender la verdad, pero el Guardián sabía que tú ya comprendías esa verdad. Ahora tu padre ruega al Guardián que impida que dañes a los inocentes hijos del suelo.

El suelo tembló de nuevo. Akma cayó de rodillas, y Mon cayó de bruces en la tierra húmeda de la carretera.

—¿Aún afirmas que el Guardián no tiene poder? ¿Eres sordo a mi voz? ¿Ciego a la luz que brilla desde mi cuerpo? ¿No notas el temblor de la tierra bajo tus pies? ¿No hay Guardián?

Mon exclamó atemorizado:

—¡Sí! ¡El Guardián existe! ¡Yo lo he sabido siempre! ¡Perdona mis mentiras! —Oyó que sus hermanos también imploraban misericordia. Sólo Akma guardaba silencio.

—Akma, recuerda tu cautiverio en la tierra de Chelem. Recuerda que el Guardián te liberó de la servidumbre. Ahora tú eres el opresor de los Guardados, y el Guardián los liberará de ti. Sigue tu camino, Akma, y ya no sigas procurando destruir la Congregación de los Guardados. Sus súplicas serán escuchadas, al margen de tu decisión.

La luz que irradiaba el cuerpo del mensajero cobró intensidad, algo que Mon hubiera creído imposible, pues ya casi lo enceguecía. Pero vio que el hombre de luz extendía el brazo y un rayo crepitaba en el aire, entre su dedo y la cabeza de Akma.

Akma bailó en el aire un instante, como ceniza suspendida sobre el fuego. Luego se desplomó. La enorme piedra rugió de nuevo, y de nuevo el polvo y el humo los cegaron a todos. Cuando se dispersó, la piedra había desaparecido, también el mensajero, y la tierra no temblaba.

Khimin sollozaba.

—¡Padre! —exclamó—. ¡Madre! ¡No quiero morir! Mon se habría burlado, pero los mismos sentimientos le embargaban el corazón.

—Akma —dijo Aronha.

Desde luego, pensó Mon. Mi hermano mayor es quien tiene la decencia de recordar a nuestro amigo en vez de pensar en sí mismo. Mon se avergonzó nuevamente. Se levantó y se acercó al inconsciente Akma.

—Hay un Guardián —repetía Ominer—. Sé que hay un Guardián, ahora lo sé, lo sé, lo sé.

—Cállate, Ominer —le ordenó Mon—. Ayúdanos a llevar a Akma hacia el sol, hacia la hierba. Arrastraron el cuerpo fláccido.

—Está muerto —dijo Khimin.

—Si el hombre de luz se proponía matarlo —dijo Mon—, ¿por qué le dijo entonces que dejara de molestar a los Guardados? A un muerto no hace falta darle instrucciones.

—Si está vivo —dijo Aronha—, ¿por qué no respira? ¿Por qué no tiene pulso ni le late el corazón?

—Os digo que está vivo —insistió Mon.

—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó Ominer—. Ni siquiera lo has mirado.

—Porque mi sentido de la verdad así me lo indica. Sí, está vivo.

—¿De pronto has recobrado tu sentido de la verdad? —preguntó irónicamente Aronha.

—Nunca lo perdí. Yo lo negaba, lo ignoraba, peleaba contra él, pero nunca lo perdí. —Le dolía decir estas palabras, pero también era un alivio hacerlo.

—¿Tu sentido de la verdad te decía que las cosas que enseñábamos eran mentiras? —preguntó Aronha.

El tono de Aronha era como una bofetada en la cara.

—Akma me dijo que mi sentido de la verdad era un embuste, una ilusión. Me avergonzaba hablar de ello. —Vio el desprecio en la cara de Aronha—. ¿Me echarás la culpa de esto, Aronha? ¿Eres de ésos? ¿Es culpa de Mon que hicieras esto? El Guardián nos envía un ser de luz para decirnos que estábamos mintiendo, destruyendo algo importante, ¿y tú me señalas con tu dedo acusador?

Ahora fue Aronha quien sintió vergüenza.

—Yo elegí por mi cuenta, lo sé. Pensaba que si tú decías que estaba bien, tenía que estar bien… pero sabía que estaba mal, y me valía de mi confianza en ti como excusa. En cuanto a los más jóvenes, no podemos considerarlos responsables. Tú, Akma y yo los presionamos demasiado y…

—¡Yo también tomé mi propia decisión! —chilló Khimin—. El mensajero no vino a deteneros a vosotros, sino a todos. —Mon comprendió que Khimin estaba orgulloso de haber recibido la visita de un mensajero del Guardián. Aquello era mejor que un sueño verdadero. Examinando su propio corazón, Mon notó que él sentía lo mismo.

—Puede que el mensajero haya venido para detenernos a todos —dijo Ominer—, pero sólo le ha hablado a Akma. Porque la verdad es que todos seguimos a Akma desde el principio.

—Vaya, el valiente echándole la culpa a él —dijo Khimin—. Todo es culpa de alguien que está tumbado como un muerto.

—No digo eso como excusa —dijo Ominer—. En lo que a mí concierne, debería hacernos sentir mayor vergüenza. ¡Somos los hijos del rey, y hemos permitido que alguien nos indujera a retar y a avergonzar a nuestro padre, a rechazar todas sus enseñanzas!

—La culpa ha sido mía —dijo Aronha. Hablaba con firmeza, pero no se atrevía a mirarlos a los ojos—. Puede que creyera en algunas de las ideas de Akma, pero cuando se habló de fundar nuestra propia religión, de restaurar el antiguo orden, supe que estaba mal. Supe que trabajábamos con oportunistas despreciables. Sabía que los cavadores que expulsábamos de Darakemba eran mejores personas que nuestros presuntos amigos. Y yo fui educado para ser rey. No lo merezco. Os prohíbo que me llaméis Ha-Aron. Sólo soy Aron. Mon ya no podía contener su frustración.

—¿No veis lo que estáis haciendo, todavía ahora? Seguimos a Akma porque él nos aduló y alimentó nuestro orgullo. Nos encantaba. Nos encantaba ser importantes y poderosos. Nos encantaba que Padre respetara nuestras decisiones, nos encantaba cambiar el mundo, nos encantaba pensar que éramos más listos que los demás, y también que la gente nos admirase y nos tratase con deferencia. El orgullo nos movía. ¿Y qué hacemos ahora? Khimin se pavonea porque somos tan importantes que el Guardián envió a un hombre de luz a detenernos. No discutas conmigo, Khimin, pues yo he sentido lo mismo que tú. Y Aronha quiere echarse toda la culpa, porque él es quien debió ver que estaba equivocado. ¿No lo entendéis? ¡Todavía es orgullo! ¡Sigue siendo lo mismo que nos causó problemas!

—Yo no estoy orgulloso —dijo Aronha con voz trémula—. No soporto la idea de enfrentarme a nadie.

—Pero lo haremos —dijo Mon—. Porque tenemos que revelar que somos unos canallas.

—¿Y eso no es también una forma de orgullo? —preguntó Ominer con acritud.

—Tal vez, Ominer. ¿Pero quieres saber de qué estoy realmente orgulloso? ¿Qué es lo único que hace que me alegre de teneros por hermanos, de ser uno de vosotros?

—¿Qué? —preguntó Aronha.

—Que ninguno de vosotros ha sugerido que sigamos luchando contra el Guardián. Que no se os haya pasado por la cabeza pensar que podemos seguir perteneciendo a la Congregación del Antiguo Orden.

—Eso no significa que seamos buenos —dijo Ominer—. Tal vez sólo signifique que estamos aterrados.

—Sólo podíamos rebelarnos cuando logramos convencernos de que el Guardián no existía. Ahora sabemos que no es así. Hemos visto cosas que nunca imaginamos, cosas que sólo habían sucedido en tiempos de los Héroes. ¡Pero recordad esas historias! Elemak y Mebbekew vieron cosas igualmente fuertes. Y sin embargo se empeñaron en rebelarse hasta el final de su vida. ¡Nosotros no! Nuestra rebelión ha terminado.

Aronha cabeceó.

—Aun así, era sincero al decir que ahora soy sólo Aron.

—Seguirás siendo Aronha hasta que Padre te diga lo contrario —replicó Mon—. El no te retiró el honorífico ni siquiera cuando eras su vergüenza.

Aronha cabeceó de nuevo.

—Esto matará a Madre —dijo Khimin, sollozando. Mon abrazó a su hermano menor.

—No sé si podemos tener el descaro de pedir a Padre que nos reciba. Pero debemos ir a verle, para que al menos se dé el gusto de expulsarnos.

—Padre nos recibirá —dijo Aronha—. Así es él. La pregunta es si podemos deshacer parte del daño que hemos causado.

—No —dijo Ominer—. La pregunta es si Akma vivirá o no. Debemos llevarlo de vuelta a Darakemba. ¿Lo mantenemos aquí y esperamos a que se recobre? ¿O buscamos ayuda para trasladarlo?

—Somos cuatro —dijo Khimin—. Podemos llevarlo.

—He oído decir que Shedemei, la profesora, es una sanadora —dijo Mon.

—Ahora necesitamos la ayuda de una mujer a la que hemos tildado de criminal por mezclar las especies —comentó Aronha con amargura—. En nuestra hora de necesidad, ni siquiera pensamos en acudir a la Congregación del Antiguo Orden. Sabemos, siempre hemos sabido, que no podemos esperar otra ayuda que la de los Guardados.

Sentían en la boca el regusto amargo de la vergüenza mientras improvisaban una litera para Akma con sus chaquetas y con palos, y luego se lo cargaron a hombros para llevarlo. Cuando se aproximaban a una región más poblada, la gente salió al encuentro de aquellos cuatro hombres que llevaban lo [ í, que parecía ser un cadáver, como si lo fueran a sepultar.

—Id —les decía Aronha a todos los que se acercaban—, id a anunciar que el Guardián envió un mensajero para abatir a los motiaki e impedir que siguieran mintiendo. Somos los hijos de Motiak, y regresamos avergonzados a ver a nuestro padre. Id a anunciar a todos que Akma, el hijo de Akmaro, fue abatido por el mensajero del Guardián, y nadie sabe si vivirá o morirá.

Una y otra vez repitió estas palabras, y cada vez que las decía a uno de los Guardados, la reacción era la misma: no regocijo, ni satisfacción ni condenación, sino lágrimas y abrazos, y luego lo más insoportable:

—¿Cómo podemos ayudar? ¿Podemos cargar a Akma un trecho? ¡Sus padres llorarán al verle así! ¡Rezaremos al Guardián para que les permita ver a su hijo con vida! ¡Dejadnos ayudar!

Les llevaron agua, les llevaron comida, y no les dirigieron un solo reproche.

Otros no fueron tan amables. Hombres y mujeres que sin duda habían aclamado a Akma y a los hijos de Motiak durante sus discursos, les gritaban ahora amargas invectivas, tildándolos de embusteros, embaucadores y herejes.

—¡Arondi! ¡Mondi! ¡Ominerdi! ¡Khimindi!

Era desalentador que nadie los hubiera llamado traidores cuando se rebelaban contra su padre, y ahora que habían renunciado a su rebelión y confesado sus culpas les aplicaran ese epíteto.

—Es lo que merecemos —dijo Mon, cuando Ominer comentó la hipocresía de sus acusadores.

Y luego, para colmo, tuvieron que presenciar cómo los Guardados se llevaban aparte a los acusadores y les reprochaban:

—¿No veis que están acongojados? ¿No veis que Akma está al borde de la muerte? Ahora no causan daño. Dejadlos pasar, dejadlos en paz.

Así los Guardados se convirtieron en sus protectores durante el viaje. Y muchos de ellos eran cavadores. Mon no se contentó con que sólo oyeran las palabras de Aronha. Para los cavadores, él agregó su propio mensaje:

—Por favor, id a buscar a la gente del suelo que ha emprendido la marcha para irse de Darakemba. Decidles que les suplicamos que regresen. Decidles que son mejores ciudadanos de Darakemba que los hijos de Motiak. No les dejéis partir.

Esa noche durmieron junto a Akma en la carretera, y al anochecer del día siguiente llegaron a Darakemba. La noticia los había precedido, y cuando llegaron a la casa de Akma una numerosa muchedumbre se apartó para cederles el paso. Akmaro y Chebeya aguardaban en la puerta el cuerpo inerte de su hijo. El rey y Edhadeya lo hacían en el interior de la casa; y todos sollozaron ante el afecto con que padre y hermana los abrazaron, y lloraron nuevamente cuando Akmaro y Chebeya se arrodillaron frente al hijo inconsciente.


El ser de luz apareció en la carretera. El suelo tembló. Akma tendría que haberse sorprendido, pero no se sorprendió. Era extraño que no le resultara extraño. Mientras el mensajero hablaba, Akma pensaba: ¿Por qué has tardado tanto?

En cuanto notó su falta de sorpresa, se sorprendió de ella. Era imposible que esperase semejante cosa. Ignoraba la existencia de esa extraña criatura, y en sus estudios nunca se había encontrado con nada similar. Además, la experiencia no demostraba nada. Podía ser una mera alucinación compartida por un grupo de cinco hombres que necesitaban desesperadamente una confirmación de su importancia para el universo. En vez de demostrar que existía el Guardián de la Tierra, esta experiencia podía demostrar el ineludible poder inconsciente de una creencia infantil, aun sobre hombres que creían haberla superado.

Pero cuando el mensajero siguió hablando —¿Y cómo puedo oír cada palabra y tener tiempo de elaborar estos pensamientos? ¡Qué lucidez tan extraordinaria! Me gustaría hablar con Bego sobre este fenómeno. ¿Pero qué hizo el rey con Bego? Me voy por la tangente, preguntándome por Bego, pero no me pierdo una sola palabra del mensaje—, Akma supo que no era una alucinación compartida, o que en todo caso era una alucinación inducida por el Guardián de la Tierra, porque aquello sin duda tenía un origen externo. ¿Cómo lo sabía? Era como decía Edhadeya. Uno notaba la diferencia cuando sucedía. Sólo que ahora no es obra del ser de luz. No, eso es sólo un alarde, un espectáculo. No es porque mis ojos estén deslumbrados ni porque tiemble el suelo bajo mis pies ni por el estrépito ni el humo ni esa voz extraña. Es que, sencillamente, lo sé.

Y luego pensó: Siempre lo he sabido.

Recordó el momento más terrorífico de su vida, cuando los hijos del Pabulog lo derribaron para torturarlo y humillarlo. En ese momento no podía expresarlo con palabras, pero por debajo del miedo sentía vergüenza de su impotencia, y debajo había un férreo coraje que lo instaba a no pedir misericordia, que lo sostenía y le permitía caminar, desnudo y embadurnado de fango y desperdicios, de vuelta hacia su gente. En aquel momento supo qué era esa fuerza. Era la certeza absoluta del amor de sus padres —y ese recuerdo era un puñal: Yo tenía ese amor, aún lo tengo, era tan firme como creía entonces, mi fe no era errada, y mira lo que hice con ellos—, una aprehensión del vínculo que los unía, como si tuviera la capacidad de su madre descifradora sin haberlo notado conscientemente.

Y debajo de eso había algo más. La sensación de que alguien observaba lo que sucedía, observaba y decía: Lo que hacen estos muchachos está mal. El amor que tus padres sienten por ti es justo. Tu llanto y tu vergüenza no son defectos, no puedes evitarlo. Tu intento de demostrar coraje es digno. Es justo que regreses con los tuyos. Un juez evaluando constantemente el valor moral de lo que hacía. ¿Cómo podía recordar ahora algo que no había notado en aquel momento? Y sin embargo sabía, sin lugar a dudas, que ese observador había estado presente continuamente, y que él amaba esa voz interior, porque cuando actuaba bien se lo decía.

El mensajero dijo:

—El Guardián ha oído las súplicas de los Guardados, y también la súplica de tu padre, fiel servidor del Guardián.

¿Cuánto tiempo había durado aquel discurso? No demasiado; apenas había comenzado, podía notarlo. Era como si supiera cada palabra que diría el mensajero y cuánto tiempo duraría cada parte del mensaje, de modo que su mente podía repartir su atención entre los breves instantes necesarios para oír y entender las palabras y los grandes intersticios que separaban esos instantes, en los que podía investigar el misterio de aquel observador que había llevado inadvertidamente en su interior durante años.

Se vio a sí mismo sentado en una colina mientras su padre enseñaba a los pabulogi. Sintió la furia en su corazón de niño, se oyó jurar venganza. ¿Pero contra quién? Ahora veía lo que no había visto entonces. Su rabia no era contra los pabulogi, ni siquiera contra su padre. No, la cólera que le desgarraba el corazón era contra todos y contra ninguno. Era contra el Guardián de la Tierra, por atreverse a salvar a su pueblo sin valerse de Akma como su instrumento.

¿Y qué decía entonces ese observador secreto? Nada. Nada en absoluto. Se había replegado. Callaba en su interior mientras su corazón hervía de furia por no haber sido elegido.

Yo lo ahuyenté. Entonces quedé vacío.

Pero no, no del todo vacío, pues ahora lo sentía como un murmullo, una marca diminuta, una estrella borrosa. El observador aún seguía ahí, y decía en silencio: No era tu momento, aún no era tu momento, sé paciente, el plan es más amplio que tú, necesitaba a otros en esa ocasión, tu hora llegará…

Así que el observador estaba allí, pero no influía sobre él porque él lo sofocaba con su rabia.

Y ahora, al mirar en su interior, comprendió que el observador aún estaba dentro de él, una voz detrás de la voz de su mente, comentando continuamente cada pensamiento consciente, pero huyendo de la conciencia cuando él intentaba aprehender esa elusiva sabiduría. Recordaba el comentario previo, pero no atinaba a oír el comentario actual.

Ahora me conoces, había dicho el observador. Siempre me has conocido, pero ahora sabes que me conoces.

Sí, respondió Akma. Eres el Guardián de la Tierra, y siempre has formado parte de mí. Has sido como una chispa que permanecía viva en mi interior aunque yo tratara de apagar ese fuego, aunque yo te desafiara.

—Sus súplicas serán escuchadas —decía el mensajero—, al margen de tu decisión.

Así terminó el mensaje. El brillante brazo apuntó hacia él. El dedo crepitó y siseó y un dolor terrible le quemó cada nervio del cuerpo; y en ese momento de exquisito dolor recordó que el observador, el Guardián, acababa de decirle…

Ahora me conoces, Akma. Y ahora te dejo.

Hasta aquel momento, Akma no podría haber imaginado un dolor más terrible que el sufrimiento que el rayo del mensajero infligía a su cuerpo, tocándole todos los nervios al mismo tiempo. Pero ahora que el dolor había cesado y el cuerpo de Akma yacía en el suelo, comprendía que el dolor de su cuerpo no era nada, que ni siquiera lo había afectado, que era casi un placer comparado con…

Comparado con la soledad absoluta.

No estaba conectado con nada. No tenía nombre porque no había nadie para conocer ese nombre, no tenía lugar porque no estaba ligado a nada, no tenía poder porque no había nada sobre lo cual pudiera actuar. Pero sabía que había tenido estas cosas y se las habían arrebatado; estaba perdido y nunca volvería a ser nada ni nadie, estaba perdido porque nadie le conocía. ¿Dónde está el observador? ¿Dónde está el que me conoce? ¿Dónde está el que me nombra? Acabo de encontrarlo dentro de mí, ¿verdad? ¿Cómo pudo abandonarme?

No había dolor comparable con esa pérdida. No le había importado que lo devolviesen al cuerpo sufriente al que estaba ligado hacía unos instantes, porque era mejor sentir aquel dolor, con el observador juzgándolo, que sentir esta total falta de dolor, sin la mirada de nadie. Cuando sentía el dolor formaba parte de algo, ahora no era parte de nada.

¿Acaso no quería esto? ¿Ser sólo yo, sin responsabilidad ante nadie, sin recibir órdenes, sin control, sin expectativas, libre? Sólo ahora sé lo que significa no deber nada a nadie, no tener deberes porque no tengo poder de actuar. No comprendía que la independencia absoluta era el castigo más terrible.

Toda mi vida el Guardián estuvo dentro de mí, juzgándome. Pero ahora el juicio ha concluido. Yo no era apto para formar parte del mundo del Guardián.

Al saber esto, las razones de su conocimiento acudieron a su mente. Imágenes que se había negado a concebir acudieron a él en toda su crudeza. Una anciana cavadora atacada y golpeada por hombres humanos, altos y aterradores; como Akma estaba dentro de ella, los recuerdos de la mujer lo invadieron y él comprendió todas las facetas de ese momento. Cuando su comprensión de los padecimientos de la mujer fue total, pasó repentinamente a la mente de uno de los matones, y ya no era un matón, sino un hombre asqueado de sus propios actos pero todavía ávido de violencia, incapaz de expresar su autodesprecio porque entonces se avergonzaría frente a…

De repente Akma estuvo dentro del hombre cuya admiración el matón buscaba, y vio su orgullo y arrogancia por haber desencadenado los negros acontecimientos que aterrorizaban a los Guardados. Sentía hambre de poder, y adoraba poseerlo, pues ahora ellos tendrían que pensar en él cuando quisieran hacer algo, lo respetarían…

Y el «ellos» de la mente del conspirador cobró una forma, varias formas, hombres viejos y ricos que antaño habían sido influyentes en el reino pero que ahora sólo eran importantes en Darakemba, pues el reino había crecido escapando de su limitado alcance. Cuando Aronha sea rey, sabrá que mi influencia es valiosa. Puedo lograr cosas que son demasiado oscuras para que él las haga con sus propias manos. No seré despreciado cuando suba el nuevo rey.

Akma no necesitaba más explicaciones para entender. ¿Acaso él no había cautivado el corazón y la mente de los hijos de Motiak, no los había instigado contra la política de Akmaro y del rey? Su certidumbre era inconmovible. No habrían golpeado a aquella anciana si yo no les hubiera dado motivos para creer que obtendrían alguna ventaja siendo crueles con los Guardados. La cadena de acontecimientos era larga, pero no falsa, y lo peor era que Akma sabía que lo había sabido desde siempre, que en su odio y envidia por el poder del Guardián había ansiado actos violentos y crueles y que, en vez de realizarlos con sus propias manos, había lanzado su poder al mundo haciendo que otras manos hicieran lo que él deseaba.

Esto es lo que hace el Guardián; para realizar sus buenas obras lanza su influencia por el mundo y alienta los buenos impulsos de la gente. El observador que estaba presente en mí está presente en cada alma viviente; nadie está solo, todos oyen esas dulces palabras de afirmación cuando hacen lo que pide el Guardián. Bien hecho, hijo mío, mi fiel amigo, mi fiel servidor. Mi poder era una pequeña parte del poder del Guardián, una pálida sombra de su influencia, pero en vez de usarla para hacer a los demás un poco más felices, un poco más libres, lo usé para estimular la avaricia y la envidia en algunos corazones, que luego avivaron la llama de la violencia en otros. Yo estaba dentro de sus corazones cuando atacaban, y mi voz —aunque ellos no sabían que era mi voz— decía: Rompe, desgarra, hiere, destruye. Esta mujer no es parte del mundo que estamos construyendo. Expúlsala. Los que usé como mis manos en ese trabajo sucio también eran responsables de sus propios actos, pero eso no me absuelve. Pues los que hacen el bien, lo hacen con el Guardián dentro de sí, alentándolos, alabándolos por su bondad, pero no obligados por el Guardián. Las buenas obras les pertenecen, y también son del Guardián. Así las crueldades de estos hombres de corazón oscuro fueron suyas, pero también mías. Mías.

En cuanto hubo reconocido su papel en la paliza de aquella anciana, recordó una nueva crueldad: un niño que gritaba de hambre y no tenía nada que comer porque su padre había perdido sus ingresos con el boicot. Akma vio por los ojos del niño, y luego por los del padre, sintiendo su vergüenza y desesperación al ser incapaz de aliviar a su hijo, y luego Akma fue la madre en su rabia impotente y sus quejas contra el Guardián y los Guardados por haber provocado aquella calamidad, y de nuevo siguió la concatenación de sufrimiento y maldad. Los comerciantes que antes compraban las mercancías del padre y ahora se negaban a hacerlo, algunos por temor a una represalia, otros por un encono personal contra los cavadores ahora digno de respeto —más aún, patriótico— porque Akma se había plantado frente a la multitud afirmando que todos debían obedecer la ley y no boicotear a nadie y el público se había reído, entendiendo lo que él quería…

Quería que el niño llorase y que el orgullo del padre se quebrase, y que la lealtad de la madre de los Guardados se disipara en rabia impotente. Quería todo aquello porque deseaba castigar al Guardián por no haberlo escogido cuando él era un niño desesperado por salvar a su hermanita del látigo.

Una y otra vez, escena tras escena, vio todo el dolor que había causado. ¿Cuánto duró? Podría haber sido un minuto, o varias vidas. ¿Cómo medirlo, cuando no tenía contacto con la realidad ni sentido del tiempo? Lo vio todo, y cada momento fue eterno, porque su comprensión del mismo era total.

Si Akma hubiera podido emitir un sonido, habría sido un grito incesante. Era insoportable estar solo, y lo peor era que en su soledad tenía que estar consigo mismo, con sus aborrecibles y despreciables actos.

Mucho antes de que cesara el desfile de crímenes, Akma estaba deshecho. Ya no se veía encabezando el desfile de soldados conquistadores que arrasaban las tierras elemaki. Ya no soportaba la idea de que alguien le viera de nuevo, pues ahora sabía lo que era en verdad y nunca podría ocultarse de sí mismo ni de nadie. La vergüenza era demasiado grande. Ya no deseaba que le devolvieran lo que había perdido. Ahora sólo quería ser borrado. No dejes que me enfrente de nuevo a nadie. No dejes que me enfrente a mí mismo. Ni siquiera dejes que me enfrente a ti, Guardián. No soporto existir.

Pero cada vez que creía haber llegado a la cúspide de la pesadumbre, otra imagen acudía a su mente, otra persona cuyo sufrimiento él había causado, y sentía aún más vergüenza y dolor que un instante antes, aunque entonces ya le había parecido infinito e insoportable.


Shedemei entró en la silenciosa casa donde tanta gente iba y venía discretamente, realizando sus tareas. Vio a cuatro jóvenes, los hijos de Motiak. No la reconocieron, pues lo único que habían visto de ella en la carretera era un resplandor cegador con forma humana. Y en cierto modo ella tampoco los reconoció, pues los jóvenes jactanciosos, risueños y prepotentes que había conocido ya no estaban, y tampoco esos jóvenes aterrados que temblaban temiendo cada palabra, dicha por un micrófono diminuto a partir del cual el equipo de traducción amplificaba y distorsionaba la voz hasta volverla desgarradora. Ahora veía a cuatro humanos con un cierto aire de virilidad. Sus rostros demacrados evidenciaban que habían derramado muchas lágrimas, pero ya no demostraban pesar ni remordimiento. Cuando la gente se les acercaba —muchos de ellos cavadores, aunque no la mayoría—, los recibían con elegancia.

—Ahora sólo esperamos que el Guardián decida perdonar la vida de Akma, para que él pueda sumarse a nosotros en el intento de tratar de reparar el terrible daño que hemos causado. Sí, sé que me perdonas, eres más generoso de lo que merezco, pero acepto tu perdón y te juro que durante lo que me queda de vida haré cuanto pueda para ganar lo que me has dado libremente. Pero por ahora esperamos y velamos con la familia de Akma. El Guardián lo abatió porque Guardados leales y obedientes como tú habían implorado ayuda. El Guardián os oye. Os rogamos que volváis a implorar la vida y el perdón de nuestro amigo.

Las palabras no siempre eran tan claras, pero el sentido era el mismo. Trataremos de reparar el daño que causamos; os rogamos que supliquéis al Guardián que salve a nuestro amigo.

Shedemei no sentía un especial deseo de hablar con ellos. Sabía por el Alma Suprema que eran sinceros, que nuevamente había aflorado su verdadera naturaleza, ahora más sabia, transida de recuerdos dolorosos, pero consagrada al bien. ¿Entonces para qué hablar con ellos? Había ido a ver a Akma.

Chebeya la encontró en la puerta de la cámara de Akma. La habitación era pequeña y austera. Akmaro y Chebeya vivían con auténtica modestia.

—Shedemei —dijo Chebeya—, me alegro de que hayas sabido la noticia y de que hayas venido. Estábamos a un día de marcha de la capital cuando nos enteramos de que el Guardián había abatido a nuestro hijo. Llegamos a casa pocas horas antes de que los hijos de Motiak lo trajeran aquí. Esperábamos cruzarnos contigo en la carretera.

—Cogí otro camino —dijo Shedemei—. Debo examinar algunos especímenes botánicos, entre otras cosas. —Se arrodilló frente al cuerpo inerte de Akma, que parecía muerto.

(Prácticamente lo está. Como una víctima de hipotermia. Como alguien en animación suspendida durante un viaje. La actividad celular es baja. Lo sorprendente es que la acción bacteriana también es nula. El Guardián no piensa matarlo.)

¿La actividad cerebral?, preguntó Shedemei.

(La hay, pero es puramente límbica. Ninguna función superior. Nada que yo pueda leer, más allá de las sensaciones más primitivas.)

Bien, ¿qué sensación detectas?

(Es como si… estuviera gritando.)

Está claro que no les diré eso a sus padres.

(El Guardián le está haciendo algo, pero ignoro qué.)

¿Ningún pronóstico?

(Todavía no está muerto, y no puedo predecir si se recobrará. No sé cómo sobrevive, ni cuánto se prolongará este estado.)

Lo cual me hace sospechar que Sherem no sufrió simplemente un infarto en medio de su discusión con Oykib.

(Bien, fue un infarto, sólo que muy conveniente. Por lo que sabemos, el Guardián puede hacer que la gente sienta lo que desea.)

Menos mal que la gente no posee ese poder. Con mi temperamento, dejaría un reguero de cadáveres.

(Oh, no exageres. Dudo de que mataras a más de un par por día.)

Suspirando, Shedemei se incorporó.

—Está estable, pero es imposible predecir cuándo despertará.

—Pero no está agonizando —dijo Chebeya.

—Tú eres la descifradora —dijo Shedemei—. ¿Todavía está ligado a este mundo?

Chebeya se llevó la mano a la boca para sofocar un sollozo.

—No. No está ligado a nada. Es como si no estuviera, como si ahí no hubiera nadie.

Rompió a llorar, apoyándose en Akmaro.

—Su cuerpo no está muerto ni se está deteriorando —dijo Shedemei, sabiendo que eran palabras crudas, pero no se le ocurría una manera más suave de decir lo que debía decir—. Ahora está en manos del Guardián.

Chebeya asintió.

—Gracias, Shedemei —dijo Akmaro—. No creíamos que fuera algo que tú pudieras curar, pero queríamos estar seguros. Se rumorea que eres capaz de cosas extraordinarias.

—Nada tan extraordinario como lo que puede hacer el Guardián.

Los abrazó a ambos y siguió su camino, volviendo a la escuela. Mientras regresaba, habló con el Alma Suprema sobre el sentido de todo aquello, sobre lo que podrían haber hecho de otra manera, sobre lo que podría suceder con Akma.

Me pregunto, pensó Shedemei, si el Guardián le habrá enviado el mismo sueño que a mí; si le mostró su plan para el mundo, lo poseyó con su amor, y él se llenó tanto de odio que la experiencia lo consumió.

(Tal vez sucedió así, pero nunca le vi entrar en el estado de sueño en que estuviste tú.)

¿A veces no desearías ser una persona común, sin fuentes especiales de información? Nos enteraríamos de estos hechos como si sólo fueran habladurías sobre gente famosa.

(Esos anhelos inconducentes no forman parte de mí. Nunca he deseado ser nada más que lo que soy.)

Tampoco yo, dijo Shedemei, comprendiendo por primera vez que estaba realmente satisfecha con su vida y que le alegraba el papel que el Guardián le había asignado en sus planes. Con ese pensamiento se echó a reír, lo que atrajo la mirada extrañada de un par de niños. Les hizo una mueca, y ellos echaron a correr, pero pronto se detuvieron y siguieron riendo y charlando. Ese es el plan, pensó Shedemei. El Guardián sólo desea que vivamos con la simplicidad y la inocencia de esos chiquillos. ¿Por qué nos resulta tan difícil?

Toda la vida de Akma había desfilado ante sus ojos, con el recuerdo de cada dolor que había causado. Y el recuerdo permanecía con él en todos sus detalles, sin disiparse en un piadoso olvido. Ahora comprendía muchas cosas que antes no comprendía, pero no soportaba comprenderlas. Su culpa por el dolor que habían sufrido los Guardados a quienes habían golpeado, por los cavadores a quienes habían expulsado de sus hogares, era leve en comparación con la culpa de haber inducido a tantos hombres y mujeres a hacer cosas que les arrancaban al Guardián del corazón. Causar dolor a un hombre bueno era terrible, pero instigar a un hombre a hacer el mal era mucho peor.

Cuando el Guardián lo había abandonado, Akma había ansiado su retorno. Ahora, tras ver las tremendas consecuencias de su orgullo, no soportaba la idea de que alguien lo mirase de nuevo, y mucho menos el Guardián de la Tierra. El único alivio que podía esperar era la extinción, y eso era lo que ansiaba. No soportaba regresar al mundo que había ensuciado tanto, no soportaba quedarse como estaba, totalmente solo. Si pudiera hallar un camino que condujera a la aniquilación, correría hacia él, hacia el olvido.

Uno de sus recuerdos era aquel terrible último encuentro con sus padres y el rey. Había sentido la angustia de esas buenas personas que, mientras afrontaban la posibilidad de que él destruyera todo cuanto habían tratado de crear, aún se preocupaban más por él que por sí mismas. Pero había algo más en ese recuerdo. Su padre había dicho algo.

Sí, las palabras regresaban a su mente como si su padre las pronunciara en ese instante: «Cuando estés sumido en la desesperación, hijo mío, cuando veas la destrucción como la única opción deseable, recuerda esto. El Guardián nos ama. Nos ama a todos. Valora cada vida, cada mente, cada corazón. Todos somos preciosos para él. Incluso tú.»

Imposible. Había consagrado la vida a deshacer la obra del Guardián. ¿ Cómo podía el Guardián amarlo ?

«Su amor por ti es la única constante, Akma. Él sabe que siempre has creído en él. Él sabe que te rebelaste porque te creías más facultado que él para cambiar este mundo. Él sabe que has mentido una y otra vez, que te has mentido incluso a ti mismo, especialmente a ti mismo, y te repito que aun sabiendo todo esto, si te vuelcas en él, él te acogerá.»

¿Podía ser cierto? ¿Que aún ahora el Guardián pudiera llevarlo de regreso? ¿Liberarlo de aquel terrible exilio? ¿Aceptarlo una vez más, y morar en su interior, y susurrarle constantemente?

Pero aunque sea cierto, pensó, ¿yo lo deseo? Avergonzado frente al mundo, culpable de innumerables crímenes, ¿soportaré regresar a la vida?

Al instante evocó una imagen de sí mismo, humillado, enlodado por sus enemigos, regresando valientemente con los suyos.

No, es una imagen falsa. Entonces yo era inocente, y eran otros quienes me habían desnudado y ensuciado. Ahora estoy mucho más sucio y mi desnudez es mucho más vergonzosa, y fue totalmente obra mía.

Pero el valor de regresar era el mismo, aunque la vergüenza tuviera otra causa. Debo regresar para que otros puedan verme, no cuando me pavoneo en mi gloria, sino cuando me mancilla mi vergüenza. Es mi deuda con todos aquellos a los que he lastimado. Sólo los lastimaría más si les ocultara mi vergüenza como un cobarde.

Oh, Guardián de la Tierra, clamó en su soledad. Te ruego que tengas piedad de mí. Me he envenenado con amargura, estoy atado por cadenas de muerte que yo mismo forjé y no puedo hallar la salida sin tu ayuda.

En cuanto formuló esta súplica, este reconocimiento de su desesperada impotencia, sintió que el observador regresaba. Era algo simple, fácil, un acto minúsculo, como si el Guardián hubiera estado a un paso de su corazón, dispuesto a tocarlo en cuanto él se lo pidiera. Y ante este contacto, el vasto y omnipresente recuerdo de sus crímenes se esfumó de pronto. Sabía que los había cometido, pero ya no estaban por doquier. Era como deshacerse de un peso agobiante; nunca se había sentido tan ligero, tan libre. Y aunque todavía no había recobrado el uso del cuerpo, su soledad había terminado. Tenía nombre, reconocimiento, formaba parte de algo mayor que él mismo, y en vez de sentir resentimiento y ansias de destruir todo lo que no podía controlar, se encontró lleno de alegría, pues ahora su existencia tenía sentido. Tenía futuro, porque formaba parte de un mundo que tenía futuro, y se contentaba con su pequeña parte en vez de empeñarse en determinar el futuro de todos. Casarse y dar felicidad a su esposa. Tener un hijo y darle el mismo amor que le habían dado sus padres. Tener un amigo y aliviar sus penas de cuando en cuando. Tener una aptitud o un secreto y enseñarlo a un estudiante cuya vida modificaría un poco con sus conocimientos. ¿Por qué había soñado con conducir ejércitos que no lograrían nada cuando podía realizar aquellos pequeños milagros y cambiar el mundo?

Cuando Akma lo comprendió, se sintió inundado por una clara comprensión de todos los vínculos de amor que lo rodeaban. Todos los que lo amaban y deseaban su felicidad; todos los que él había amado o ayudado. Ahora estaban tan presentes y claros en su mente como hacía un momento lo estaban sus crímenes. Padre. Madre. Luet. Edhadeya. Cada uno de ellos unido a él por mil recuerdos. Mon. Bego. Aronha. Ominer. Khimin. Si sus crímenes contra ellos habían atormentado su alma, ahora el amor de ellos y su amor por ellos lo colmaban de alegría. Didul, Pabul y sus hermanos, que antes se enfrentaban a él con dolor porque él les negaba el perdón, ahora moraban en su mente por el amor de sus padres y su hermana, por el reino, los Guardados y el mundo del Guardián, y sobre todo lo amaban, y ansiaban su felicidad, ansiaban hacer todo lo que estuviera en su poder para curarlo. ¿Cómo había podido rechazarlos tanto tiempo? Éstos no eran aquellos niños que lo habían odiado. Eran hijos del Guardián, sus hermanos.

Y otros, y otros. Muchos a quienes él había causado dolor ahora le causaban alegría por sólo desear esa alegría. Y detrás de ellos, dentro de ellos, brillando como luz en sus ojos, en sus cuerpos, estaba el Guardián, usando todos sus rostros, tocándolo con todas sus manos. Os conozco, les dijo a todos. Estuvisteis en mi corazón desde el primer momento de mi infancia. Vuestro amor me acompañó siempre.

Sintió en la boca el sabor de un fruto blanco y perfecto, y su cuerpo se llenó de aquel sabor, resplandeció con él. También él resplandecía como ellos. El amargo y exquisito dolor que había sentido hacía poco se trocó en una dulce y exquisita alegría.

En aquel momento, la abrumadora conciencia del amor de los demás se disipó. Fue reemplazada por la sensación casi olvidada de su propio cuerpo, rígido y dolorido. Pero la vibración de los sentidos recobrados era dulce y bienvenida. La luz le daba en los párpados. Algo se movió; una sombra pasó sobre él, y de nuevo luz. No estaba solo. Y estaba vivo.


Chebeya lanzó una exclamación de felicidad. Los demás, que estaban adormilados, y Akmaro, que estaba hablando con Didul y Luet, se acercaron de inmediato.

—Ha movido los ojos bajo los párpados —dijo ella. Ambos se arrodillaron, le tocaron la mano.

—Akma —dijo Akmaro—, Akma, regresa a nosotros, hijo mío.

Akma abrió los ojos. Parpadeó. Movió la cabeza, los miró.

—Padre —susurró—. Madre. Perdonadme.

—Ya estás perdonado —dijo Chebeya.

—Antes de pedirlo —dijo Akmaro.

—¡Tengo tanto que hacer!

Akma cerró los ojos y durmió; esta vez su sueño era natural, un sueño curativo. Sus padres se arrodillaron junto a él, le cogieron las manos, le acariciaron el rostro, lloraron de alegría. El Guardián había demostrado misericordia, y ahora les devolvía a su hijo.

Загрузка...