TERCERA PARTE

Descuido fatal

43

El despertar

Ningún hueso se quiebra de manera tan dolorosa como lo hace la ilusión de invulnerabilidad.

Gurney no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba sentado en su coche ni de cómo había llegado este al lugar donde estaba aparcado, ni de qué hora era. Sí sabía que era lo bastante tarde para estar oscuro, que tenía un dolor de cabeza que lo aturdía, una sensación de ansiedad y náusea, y ningún recuerdo de nada de lo que había ocurrido después de su segunda copa de vino de la comida. Miró su reloj. Vio que eran las 20.45. Nunca había experimentado una reacción tan devastadora al alcohol, y mucho menos a dos copas de vino blanco.

La primera explicación que se le ocurrió fue que lo habían drogado.

Pero ¿por qué?

Esa pregunta, para la que no tenía respuesta, hizo que aumentara su ansiedad. Mirar impotente al espacio vacío que debería estar lleno de recuerdos de la tarde hizo que se sintiera aún peor. Y entonces se dio cuenta con una sorpresa que fue como una bofetada en la cara de que no estaba sentado detrás del volante de su coche, sino en el asiento del pasajero. El hecho de que hubiera tardado un minuto en reparar en ello disparó su angustia, que se transformó en pánico.

Miró por las lunas del coche, adelante y atrás, y descubrió que se encontraba en medio de una manzana larga-probablemente en una de las calles transversales de Manhattan-, demasiado lejos de ambas esquinas para poder leer los carteles indicativos. La calle estaba bastante transitada, sobre todo por taxis que iban detrás de otros taxis, pero no había ningún peatón cerca. Abrió la puerta y bajó del coche con cautela, acartonado, dolorido. Se sentía como si hubiera pasado mucho tiempo sentado en una mala postura. Miró a ambos lados de la calle en busca de alguna construcción identificable.

El edificio sin iluminar que había al otro lado de la calle parecía institucional, quizás una escuela, con anchos escalones de piedra y puertas enormes de al menos tres metros de alto. Una fachada clásica con columnas.

Entonces lo vio.

Por encima de las columnas griegas, en el centro de una especie de friso que se extendía a lo largo del edificio de cuatro plantas, justo debajo de la gruesa sombra del tejado, había una divisa grabada apenas legible: DEO ET PATRIA.

¿Deo et patria? ¿St. John Francis High School? ¿Su colegio de secundaria? ¿Qué demonios…?

Se quedó mirando al oscuro edificio de piedra, pestañeando, tratando de entender la situación. Se había despertado en el asiento del pasajero de su propio coche, así que alguien lo había llevado hasta allí. ¿Quién? No tenía ni idea, ningún recuerdo de haber conducido ni de que lo hubieran llevado en coche.

¿Por qué ahí?

A buen seguro no era una coincidencia que lo hubieran dejado en ese lugar en particular de esa manzana en concreto entre un millar de Manhattan, justo enfrente de la puerta principal del colegio en el que se había graduado treinta años antes: la venerada institución académica en la cual le habían concedido una beca, a la que llegaba en transporte público desde el apartamento de sus padres en el Bronx, una institución odiada y que no había visitado desde entonces. Una escuela de la que nunca había hablado. Una escuela a la cual muy poca gente sabía que había asistido.

Por el amor de Dios, ¿qué estaba pasando?

Una vez más miró a ambos lados de la calle, como si algún conocido pudiera aparecer entre la oscuridad para darle una explicación simple. No apareció nadie. Volvió a su coche, esta vez al asiento del conductor. Encontrar la llave en el contacto fue un alivio momentáneo, ciertamente mejor que no encontrarla, pero apenas contribuyó a calmar el aluvión de pensamientos.

Sonya. Sonya podría saber algo. Podría haber estado en contacto con Jykynstyl. Pero si el responsable era Jykynstyl, si Jykynstyl lo había drogado…

¿Era posible que Sonya formara parte de todo aquello? ¿Le había tendido una trampa?

¿Una trampa para qué? ¿Y con qué motivo? ¿Qué sentido tenía? ¿Y por qué llevarlo allí? ¿Por qué tomarse la molestia? ¿Cómo iba a saber Jykynstyl a qué escuela de secundaria había ido? ¿Y cuál era el objetivo? ¿Demostrar que podía acceder a los detalles de su vida privada? ¿Hacer que se concentrara en el pasado? ¿Recordarle algo en concreto de sus años de adolescencia, alguna persona o suceso de aquellos desdichados años en el John Francis? ¿Provocarle un ataque de pánico? Pero ¿por qué demonios el mundialmente famoso Jay Jykynstyl iba a querer hacer eso?

Era ridículo.

Por otra parte, por poner un enigma encima de otro, ¿había alguna prueba de que el hombre con el que había mantenido la conversación fuera en verdad Jay Jykynstyl? Pero si no lo era, si el hombre era un impostor, ¿qué finalidad tenía un engaño tan elaborado?

Y si de hecho lo habían drogado, ¿de qué clase de droga se trataba? ¿Lo había dejado inconsciente con un potente sedante o anestésico, o era algo como el Rohipnol-un amnésico desinhibidor-, lo cual era más problemático?

¿O era él quien tenía algún problema orgánico? La deshidratación severa podía producir desorientación, incluso cierta confusión de memoria.

Pero no hasta ese punto. No un apagón total de la memoria de ocho horas.

¿Un tumor cerebral? ¿Una embolia? ¿Una apoplejía?

¿Era concebible que hubiera salido de la casa de arenisca de Jykynstyl, se hubiera metido en el coche, hubiera decidido por un capricho nostálgico echar un vistazo a su viejo colegio, hubiera bajado del coche y hubiera entrado en el edificio y entonces…?

¿Y entonces qué? ¿Había vuelto a salir, se había metido en el asiento del pasajero para poner algo en la guantera o sacar algo, y luego había sufrido alguna clase de ataque? ¿Se había desmayado? Ciertos tipos de ictus podían producir amnesia, bloquear el recuerdo del periodo anterior y del posterior. ¿Se trataba de alguna clase de patología cerebral aguda?

Preguntas y más preguntas. Y ninguna respuesta. Sentía una opresión en la boca del estómago, como si hubiera tragado un puñado de gravilla.

Miró en la guantera, pero no encontró nada inusual: el manual del coche, unas pocas facturas viejas de gasolina, una linterna pequeña, la tapa de plástico de una botella de agua.

Se dio unas palmaditas en los bolsillos de la chaqueta y encontró su teléfono móvil. Tenía siete mensajes de voz y un mensaje de texto esperándole. Aparentemente, lo habían estado buscando durante las horas que se le habían evaporado. Quizás entre los mensajes encontraría la explicación que estaba buscando.

El primer mensaje de voz, recibido a las 15.44, era de Sonya: «¿David? ¿Aún estás comiendo? Supongo que es buena señal. Quiero saberlo todo. Llámame en cuanto puedas. Un beso».

El mensaje de voz número dos, a las 16.01, era del fiscal: «David, soy Sheridan Kline. Quería informarle por cortesía. Se trata de una cuestión que planteó en relación con Karmala Fashion. Querrá saber que se ha comprobado, y hay cierta información interesante al respecto. ¿Conoce algo de la familia Skard? S-K-A-R-D. Llámeme lo antes posible».

¿Skard? Un nombre peculiar, y había algo familiar en él, una sensación de que ya se lo había encontrado antes, quizá lo había visto escrito en alguna parte, no hacía mucho tiempo.

La número tres, a las 16.32, era de Kyle: «Hola, papá. ¿Qué pasa? Hasta el momento, Columbia me parece genial. Quiero decir que es leer, leer, leer, clase, clase, leer, leer, leer. Pero va a merecer la pena. En serio. ¿Tienes idea de cuánto puede ganar un buen abogado de pleitos colectivos? ¡Un pastón! Tengo prisa. Llego tarde a otra clase. Siempre me olvido de la hora que es. Te llamo luego».

La número cuatro, a las 17.05, era de Sonya otra vez: «¿David? ¿Qué está pasando? ¿Es el almuerzo más largo del mundo o qué? Llámame. ¡Llámame!».

La número cinco, la más corta, a las 17.07, era de Hardwick: «Eh, campeón, ¡he vuelto al caso!». Sonaba desagradable, triunfal y borracho.

La número seis, a las 17.50, era de la psicóloga forense favorita de Kline: «Hola, David, soy Rebecca Holdenfield. Sheridan me ha dicho que tenía algunas ideas sobre el asesino del machete que quería discutir. Estoy muy ocupada, pero para esto puedo sacar tiempo. Por las mañanas es terrible, más tarde me va mejor. Llámeme para decirme qué días y horas le van bien y buscaremos un rato. Por lo poco que sé hasta ahora, diría que está buscando a un tipo muy trastornado». El ánimo que desbordaba en su tono profesional dejaba claro que no había nada que le gustara más que perseguir a un tipo muy trastornado. Concluía dejando un número con el prefijo de zona de Albany.

El octavo y último mensaje de voz, recibido a las 20.35, era de Sonya: «Mierda, David, ¿estás vivo?».

Miró otra vez el reloj: 20.58.

Escuchó el último mensaje otra vez, y luego otra, en busca de una segunda intención en la pregunta de Sonya. No parecía haber ninguna, más allá de la exasperación de alguien a quien no le contestan las llamadas. Empezó a llamarla, pero entonces recordó que tenía un mensaje de texto y decidió leerlo antes.

Era corto, anónimo, ambiguo: «Cuántas pasiones, cuántos secretos, cuántas fotografías maravillosas».

Se sentó y lo miró. Al pensarlo otra vez, y pese a que dejaba mucho lugar a la imaginación, no le pareció ambiguo en absoluto. De hecho, lo que dejaba a la imaginación estaba más que claro.

Podía sentir el contenido imaginado de aquellas fotos explotando en su vida como una bomba de fabricación casera.

44

Déjà vu

Mantener el equilibrio, permanecer concentrado y someter los hechos a un análisis desapasionado, esos habían sido los pilares del éxito de Gurney como detective de Homicidios.

En ese momento le estaba costando horrores hacer cualquiera de esas cosas. En su mente se arremolinaban incógnitas, posibilidades terribles.

¿Quién demonios era ese Jykynstyl? ¿O debería preguntarse quién diablos era ese personaje que se hacía pasar por Jykynstyl? ¿Cuál era la naturaleza de la amenaza, su propósito? Cabían escasas dudas de que el escenario, fuera cual fuese, era criminal. La esperanza de que se hubiera emborrachado de manera inocua, de que solo hubiera tenido un apagón inducido por el alcohol y que el mensaje de texto tuviera un significado inofensivo parecía delirante. Necesitaba afrontar el hecho de que lo habían drogado y ponerse en lo peor, lo que implicaría una dosis masiva de Rohipnol en esa primera copa de vino blanco.

Rohipnol más alcohol. El cóctel que produce desinhibición y amnesia. El llamado «cóctel de la violación», que disuelve el criterio claro, los temores y los arrepentimientos, que desnuda la mente de inhibiciones morales y prácticas, que bloquea la intervención de la razón y la conciencia, que tiene el poder de reducirte a la suma de tus apetitos primarios. La combinación de drogas con el potencial de convertir los propios impulsos, por alocados que estos sean, en acciones, por dañinas que estas sean. El asqueroso elixir que prioriza los deseos del cerebro animal primitivo, sin tener en cuenta el coste en la persona completa, y que luego oculta la experiencia-que podría durar entre seis y doce horas-en una amnesia impenetrable. Era como si lo hubieran inventado para facilitar los desastres. La clase de desastres que Gurney estaba imaginando al sentarse en el coche, impotente y disperso, tratando de comprender hechos incongruentes.

Madeleine lo había convertido en partidario de las acciones pequeñas y simples, en poner un pie delante del otro, pero cuando nada tenía sentido y cada dirección albergaba una amenaza imprecisa, no resultaba fácil decidir dónde poner ese primer pie.

No obstante, se le ocurrió que quedándose en el coche, aparcado en esa manzana oscura, no iba a conseguir nada. Si se alejaba, aunque no hubiera decidido adónde ir, al menos podría ver si lo estaban vigilando o siguiendo. Antes de enredarse en razones para no hacerlo, arrancó el coche, esperó a que el semáforo de la esquina se pusiera verde, dejó que pasara una fila de tres taxis, encendió los faros, se incorporó deprisa al tráfico y llegó al cruce de Madison Avenue justo antes de que el semáforo se pusiera en rojo detrás de él. Siguió conduciendo, girando al azar en una serie de cruces hasta que estuvo seguro de que nadie lo estaba siguiendo, recorriendo Manhattan desde aproximadamente la Ochenta Este hacia la Sesenta Este.

Sin haber pensado en ir hasta allí, llegó a la calle en la que estaba la residencia de Jykynstyl. Pasó una vez, dio la vuelta a la manzana y volvió a pasar. No había luces en las ventanas de la gran casa de arenisca. Aparcó en el mismo lugar no autorizado que había ocupado nueve horas antes.

Estaba nervioso y no sabía qué iba a hacer a continuación, pero las decisiones que había tomado hasta el momento lo estaban calmando. Recordó que tenía un número de teléfono de Jykynstyl en su cartera, un número que Sonya le había dado por si se retrasaba por un atasco de tráfico. Marcó el número sin preocuparse de planear lo que iba a decir. Algo así como: «¡Menuda fiesta, Jay! ¿Tienes fotos?». O algo más al estilo de Hardwick como: «Eh, cabronazo, tú jódeme que te meteré una bala entre ceja y ceja». Al final no dijo ninguna de esas cosas, porque, cuando llamó al número que le había dado Sonya, una voz grabada anunció que estaba fuera de servicio.

Tuvo el impulso de ir a aporrear la puerta hasta que alguien saliera a abrir. Entonces recordó algo que Jykynstyl había dicho sobre estar siempre en movimiento, acerca de no permanecer nunca demasiado tiempo en el mismo lugar, y de repente supo que la casa estaba vacía: el hombre se había ido, así que golpear la puerta sería inútil.

Pensó que debería llamar a Madeleine, decirle que llegaría muy tarde. Pero ¿a qué hora iba a llegar? ¿Debería hablarle de la amnesia? ¿De que había despertado enfrente del John Francis? ¿De la amenaza de las fotos? ¿O todo eso solo la preocuparía sin motivo?

Quizá debería llamar antes a Sonya, ver si podía proyectar alguna luz sobre lo que estaba pasando. ¿Cuánto sabía ella en realidad sobre Jay Jykynstyl? ¿Había algo de realidad en la oferta de los cien mil dólares? ¿Todo había sido solo una trampa para llevarlo a la ciudad a un almuerzo privado? Para poder drogarlo y… ¿y qué?

Quizá debería ir a Urgencias para que le hicieran una prueba de drogas, descubrir antes de que las metabolizara qué clase de sustancias químicas había ingerido exactamente, sustituir sus sospechas por pruebas. Por otro lado, el registro de una prueba de toxicología provocaría preguntas y complicaciones. Se encontraba en la encrucijada de querer descubrir qué había ocurrido antes de dar ningún paso oficial para descubrirlo.

Cuando ya se estaba deslizando por el pozo de la indecisión, una furgoneta blanca grande se detuvo a menos de diez metros, justo delante de la casa de arenisca. El haz de los faros de un coche que pasó hizo que las letras verdes del lateral de la furgoneta resultaran legibles: WHITE STAR LIMPIEZA COMERCIAL.

Gurney oyó que se abría una puerta corredera en el otro extremo de la furgoneta y a continuación comentarios en español, antes de que la puerta volviera a cerrarse. La furgoneta arrancó y un hombre y una mujer con uniforme gris aparecieron en la semioscuridad, ante la puerta de la casa de arenisca. El hombre la abrió con una llave que llevaba sujeta al cinturón en un aro. Entraron en el edificio y, al cabo de un momento, se encendió una luz en el vestíbulo. Poco después se encendió otra luz en otra ventana de la planta baja. Y a intervalos de aproximadamente dos minutos fueron apareciendo luces en las ventanas de cada una de las cuatro plantas del edificio.

Gurney decidió colarse. Parecía un policía, sonaba como tal, y su tarjeta de miembro de una asociación de detectives retirados podía tomarse por credenciales activas.

Cuando llegó a la puerta vio que aún estaba abierta. Entró en el recibidor y escuchó. No oyó pisadas ni voces. Intentó abrir la puerta que conducía del recibidor al resto de la casa. Tampoco estaba cerrada con llave. La abrió y escuchó otra vez. No oyó nada salvo el susurro apagado de una aspiradora en una de las plantas superiores. Entró y cerró la puerta con suavidad tras de sí.

El personal de limpieza había encendido todas las luces, lo que daba al gran vestíbulo una apariencia más fría y desolada que la que Gurney recordaba. La claridad había disminuido la suntuosidad de la escalera de caoba que constituía la principal característica de la estancia. Los paneles de madera de las paredes también parecían de menor valor, como si la luz intensa hubiera eliminado su pátina de antigüedad.

En la pared del fondo había dos puertas. Recordó que una de ellas conducía al pequeño ascensor al cual lo había acompañado la hija de Jykynstyl; si de verdad era su hija, lo cual dudaba. La puerta de al lado estaba entornada, y la sala de detrás estaba tan brillantemente iluminada como el gran vestíbulo en el que se hallaba.

Parecía lo que los anuncios inmobiliarios denominaban una sala de ocio. Estaba dominada por una pantalla plana de vídeo con media docena de sillones dispuestos hacia ella en ángulos diversos. Había una zona de bar en un rincón y contra una pared lateral un aparador con un fila de copas de vino y cóctel y una pila de bandejas de cristal apropiadas para postres elegantes o rayas de cocaína. Miró en los cajones del aparador y vio que estaban todos vacíos. El mueble bar y una pequeña nevera estaban cerrados. Salió de la habitación con tanto sigilo como había entrado y se dirigió a la escalera.

La alfombra persa mitigó el ruido de sus pasos apresurados al subir los peldaños de dos en dos hasta el primer piso y luego al segundo. El sonido de la aspiradora era más fuerte allí e imaginó que en cualquier momento el equipo de limpieza podría bajar desde el piso de arriba, de manera que el tiempo de reconocimiento era limitado. Una entrada en arco conducía a un pasillo con cinco puertas. Supuso que la del fondo sería la del ascensor y las otras cuatro darían a habitaciones. Se acercó a la puerta más cercana y giró el pomo de la manera más silenciosa posible. Al hacerlo, oyó el ruido sordo del ascensor, que se detuvo pasillo abajo, seguido por el suave sonido de su puerta corredera.

Se metió con rapidez en una habitación oscura, que supuso que era un dormitorio, y cerró la puerta, con la esperanza de que quien había salido del ascensor, presumiblemente un miembro del equipo de limpieza, hubiera estado mirando en otra dirección.

Comprendió que se hallaba en una situación complicada: sin poder esconderse porque la habitación estaba demasiado oscura para que encontrara un lugar apropiado y sin poder encender la luz por temor a delatarse. Y si lo encontraban escondiéndose de manera penosa detrás de la puerta de un dormitorio, difícilmente podría escabullirse mostrando unas credenciales de detective retirado. ¿Qué demonios estaba haciendo allí, de todos modos? ¿Qué era lo que esperaba descubrir? ¿La cartera de Jykynstyl con una pista que le condujera a otra identidad? ¿Un mensaje de correo electrónico de una conspiración? ¿Las fotografías a las que se refería el SMS? ¿Algo que incriminara lo suficiente a Jykynstyl para neutralizar cualquier amenaza? Esas posibilidades eran material de películas de intriga inverosímiles. Así pues, ¿por qué se había puesto en esa posición ridícula, acechando en la oscuridad como un ladrón idiota?

La aspiradora cobró vida ruidosamente en el pasillo, al otro lado de la puerta; su sombra pasaba adelante y atrás por la rendija de luz que se colaba entre la puerta y la moqueta. Gurney retrocedió con cautela, pegado a la pared, a tientas. Oyó que se abría una puerta al otro lado del pasillo. Unos segundos después, el rugido de la aspiradora disminuyó, sugiriendo que la máquina y quien la llevaba habían entrado en la habitación de enfrente.

Las pupilas de Gurney estaban empezando a ajustarse a la oscuridad, una oscuridad que la rendija de luz que brillaba bajo la puerta diluía justo lo suficiente para que se distinguieran unas pocas formas grandes: los pies de una cama king-size, las orejas curvadas de un sillón estilo reina Ana, un armario oscuro apoyado en una pared de tono más claro.

Decidió intentarlo. Palpó la pared de detrás de él en busca de un interruptor y encontró un regulador. Lo giró hasta que estuvo aproximadamente en la zona de intensidad media, luego lo pulsó a su posición de encendido y, a continuación, a la de apagado. Contaba con que los empleados de limpieza estuvieran lo bastante ocupados para que les pasara inadvertido el resplandor de medio segundo de luz mortecina bajo la puerta.

Lo que vio en el breve momento de iluminación fue un espacioso dormitorio con los muebles cuyos contornos había discernido en la semioscuridad, además de dos sillas pequeñas, una cómoda baja con un elaborado espejo encima y un par de mesillas de noche con lámparas ornadas. No había nada inesperado o extraño, salvo su reacción. En el instante en que fue visible, la escena encendió en él la experiencia del déjà vu. Estaba seguro de que ya antes había visto exactamente todo lo que había aparecido en ese destello de luz.

La sensación visceral de familiaridad fue seguida al cabo de unos segundos por una pregunta escalofriante: ¿había estado en esa habitación antes ese mismo día? El escalofrío se convirtió en una especie de náusea. Tenía que haber estado ahí, en esa habitación. ¿Por qué si no había experimentado una sensación tan intensa al ver la cama, la posición de las sillas, el copete festoneado del armario?

Más importante, ¿hasta dónde podía haberlo llevado el poder desinhibidor del alcohol y el Rohipnol? ¿Cuánto de lo que uno creía, cuánto del verdadero sistema de valores de uno mismo, cuánto de lo que era precioso para uno, cuánto de todo ello podía barrer esa mezcla química? Nunca en toda su vida se había sentido tan vulnerable, tan ajeno a sí mismo-tan inseguro de quién era o de qué podría ser capaz de hacer-como en ese momento.

Después, de un modo gradual, la sensación vertiginosa de impotencia e incomprensión fue sustituida por corrientes sucesivas de miedo y rabia. De manera inusitada, adoptó la rabia. El acero de la rabia. La fuerza y la voluntad de la rabia.

Abrió la puerta y salió a la luz.

El zumbido de la aspiradora procedía de una habitación en la otra punta del pasillo. Gurney caminó rápidamente hacia el otro lado, de nuevo hacia la gran escalera. El recuerdo de la brevedad del trayecto en ascensor de ese mediodía le decía que el salón y el comedor estaban casi con certeza en el primer piso. Bajó por la escalera, con la esperanza de que algo en aquellas habitaciones pudiera proporcionar un hilo de recuerdo que él pudiera seguir.

Igual que en el segundo piso, un arco conducía desde el descansillo al resto del primer piso. Al pasar bajo el arco, se encontró en el salón victoriano donde había conocido a Jykynstyl. Como en otros lugares de la casa, los empleados de limpieza habían encendido todas las luces, con un efecto igual que desolador. Incluso las grandes plantas en macetas habían perdido su esplendor. Gurney atravesó el salón hacia el comedor. Platos, copas, cubiertos… Se lo habían llevado todo. Igual que el retrato de Holbein. O el falso Holbein.

Se dio cuenta de que no sabía nada a ciencia cierta de su visita de ese día. La hipótesis más plausible sería que todos los elementos eran falsos, sobre todo la extravagante oferta de compra de sus retratos de ficha policial. La idea de que todo era mentira, de que nunca hubo dinero sobre la mesa, de que nunca hubo una admiración de su perspicacia o talento, asestó un sorprendente mazazo a su ego, seguido por la desilusión sobre lo mucho que habían significado para él la oferta y los halagos que la habían acompañado.

Recordó que un terapeuta le había dicho en una ocasión que la única forma en que alguien puede juzgar el apego a algo es por el nivel de dolor que causa su pérdida. Ahora parecía claro que las potenciales recompensas de la fantasía de Jykynstyl habían sido tan importantes para él como… creer que no eran importantes en absoluto. Aquello le hizo sentirse doblemente idiota.

Miró a su alrededor en el comedor. Su visión extática de un barco en Puget Sound retornó con el gusto agrio de un vino regurgitado. Estudió la superficie recién pulida. Ni un atisbo de mancha de huella dactilar en ninguna parte. Volvió al salón. Había en el aire un olor tenue, complejo, en el que apenas había reparado al pasar por la habitación momentos antes. Esta vez trató de aislar sus elementos: alcohol, humo rancio, cenizas en la chimenea, cuero, suelo húmedo de las plantas, cera de muebles, madera vieja. Nada sorprendente. Nada fuera de lugar.

Suspiró con una sensación de frustración y fracaso por el riesgo inútil de haber entrado en la casa. El lugar irradiaba una vacuidad hostil, sin la menor impresión de que alguien hubiera vivido allí realmente. Jykynstyl lo había admitido con su vaga descripción de un estilo de vida viajero, y solo Dios sabía dónde pasaban el tiempo sus «hijas».

El sonido de la aspiradora en el piso de arriba aumentó de volumen. Gurney echó una última mirada a la estancia y se dirigió a la escalera. Estaba a medio camino de la planta baja cuando un recuerdo vívido lo hizo pararse en seco.

El olor a alcohol.

La copita.

¡Dios!

Volvió a subir con rapidez por los escalones, de dos en dos, hasta el salón, se acercó al oscuro sillón de piel en el que Jykynstyl lo había recibido a su llegada, el sillón desde el cual el hombre aparentemente débil había tenido dificultades para levantarse, tantas que había necesitado las dos manos libres para apoyarse en los reposabrazos. Y al no tener ninguna mesa disponible para dejar su pequeña copita de absenta…

Gurney buscó en la base de la gruesa planta tropical. Y allí estaba, oculta por el borde alto de la maceta y las gruesas hojas que caían. La envolvió cuidadosamente en su pañuelo y se la guardó en el bolsillo de la americana.

Cuando estuvo otra vez en su coche, se preguntó qué hacer con ella.

45

Melpómene

El hecho de que la comisaría 19 estuviera a solo unas manzanas de distancia, en la calle 67 Este, hizo que Gurney se concentrara en repasar los contactos que tenía allí. Conocía al menos a media docena de detectives en la 19, quizás a dos de ellos lo bastante bien como para pedirles un favor un poco comprometido: sacar unas huellas de la copita de licor que se había llevado y verificarlas en la base de datos del FBI-un proceso que exigiría soslayar la necesidad de un número de caso- era sin duda delicado. Gurney no quería explicar su interés en saber más de su anfitrión del almuerzo, pero tampoco quería inventar una mentira que después podría estallarle en la cara.

Decidió que necesitaba otra manera de abordar el problema. Con cuidado dejó la copita en la consola central, puso su teléfono móvil en el asiento de al lado, arrancó el coche y se dirigió hacia el puente George Washington.

La primera llamada que hizo fue a Sonya Reynolds.

– ¿Dónde demonios te has metido? ¿Qué demonios has estado haciendo toda la tarde?-Sonaba enfadada, ansiosa y no parecía tener ni idea de los sucesos del día, lo cual le resultó tranquilizador.

– Grandes preguntas. No tengo respuesta a ninguna.

– ¿Qué ha pasado? ¿De qué estás hablando?

– ¿Cuánto sabes de Jay Jykynstyl?

– ¿De qué se trata? ¿Qué demonios ha pasado?

– No estoy seguro. Nada bueno.

– No lo entiendo.

– ¿Cuánto sabes de Jykynstyl?

– Sé lo que se conoce en los medios artísticos. Gran comprador, muy selectivo. Gran influencia económica en el mercado. Le gusta el anonimato. No deja que le hagan fotos. Le gusta que haya mucha confusión sobre su vida personal, incluso acerca de dónde vive. O sobre si es homosexual o hetero. Cuanta más confusión hay, más le gusta. Está un poco obsesionado con la intimidad.

– ¿Así que no lo conocías y nunca habías visto una foto suya antes de que pasara un día por tu galería y dijera que quería comprar mis cosas?

– ¿Qué insinúas?

– ¿Cómo sabes que el hombre con quien hablaste es Jay Jykynstyl? ¿Porque te lo dijo?

– No, justo lo contrario.

– ¿Dijo que no era Jay Jykynstyl?

– Dijo que se llamaba Jay. Solo Jay.

– Entonces, ¿cómo…?

– Seguí preguntándole, le dije que sería muy difícil hacer negocios con él sin conocer su nombre completo, le dije que era ridículo que no supiera con quién estaba tratando cuando había tanto dinero en juego.

– ¿Y qué dijo?

– Dijo Javits. Dijo que se llamaba Jay Javits.

– ¿Como Jacob Javits el senador?

– Exacto, pero lo dijo de una manera extraña, como si el nombre se le acabara de ocurrir y sintiera que tenía que decir algo porque yo estaba poniéndome pesada con eso. Dave, cuéntame por qué coño estamos hablando de esto. Quiero saber ahora mismo lo que ha ocurrido hoy.

– Lo que ha ocurrido es… que ha quedado claro que toda esta oferta es un cuento. Creo que me drogó y que ese almuerzo era una trampa que no tenía nada que ver con mis fotografías.

– Eso es una locura.

– Volviendo a la identidad del hombre, ¿te dijo que su nombre era Jay Javits y tú concluiste de eso que su nombre era Jay Jykynstyl?

– No fue así. No seas tonto. Durante nuestra conversación, estábamos hablando de lo bonito que estaba el lago y él mencionó que podía verlo desde su habitación, así que le pregunté dónde se alojaba, y él me dijo que en un hotel precioso, como si no quisiera decirme el nombre. Así que después llamé al Huntington, el hotel más exclusivo del lago, y pregunté si había un Jay Javits alojado allí. Al principio el tipo del hotel pareció confuso, y entonces me preguntó si no tendría mal el nombre. Le dije que sí, que me estaba haciendo mayor y que a veces me fallaba el oído y me equivocaba con los nombres. Traté de darle pena.

– ¿Y crees que lo conseguiste?

– Parece que sí. Dijo: «¿Esa persona no podría llamarse Jykynstyl?». Le pedí que deletreara el nombre, y lo hizo. Pensé: «Cielo santo, ¿es posible?». Así que le pedí que describiera a ese huésped Jykynstyl y lo hizo, y era obvio que hablaba del mismo tipo que había venido a la galería. Así que, ya ves, no quería que supiera quién era, pero lo descubrí.

Gurney se quedó en silencio. Pensaba que era mucho más probable que Sonya hubiera sido hábilmente manipulada para que creyera que el hombre era Jykynstyl, de una manera que no le dejaría dudas sobre su conclusión. La sutileza y experiencia del engaño era casi más inquietante que el engaño en sí.

– ¿Sigues ahí, David?

– He de hacer unas llamadas más, y luego volveré a llamarte.

– Todavía no me has contado lo que ha ocurrido.

– No tengo ni idea de lo que ha ocurrido, más allá del hecho de que me han mentido y drogado, de que me han llevado en coche por la ciudad sin que yo me enterara y me han amenazado. No tengo ni idea de quién lo ha hecho ni por qué. Estoy haciendo todo lo posible para averiguarlo. Y lo averiguaré.

El optimismo de esas últimas palabras tenía escasa relación con el enfado, el miedo y la confusión que sentía. Le prometió otra vez que volvería a llamarla.

Su siguiente llamada fue a Madeleine. La hizo sin pensar en qué iba a decirle ni mirar la hora. Hasta que ella respondió con voz de sueño no se fijó en el reloj del salpicadero. Eran las 22.04.

– Me preguntaba cuándo ibas a llamar por fin-dijo ella-. ¿Estás bien?

– Bastante. Perdona que no te haya llamado antes. Las cosas se han complicado esta tarde.

– ¿Qué quiere decir «bastante»?

– ¿Eh? Oh, quiero decir que estoy bien, solo en medio de un pequeño misterio.

– ¿Cómo de pequeño?

– Es difícil saberlo. Pero parece que este asunto de Jykynstyl es un engaño. He estado dando vueltas esta noche, tratando de entenderlo.

– ¿Qué ha pasado?-Madeleine estaba alerta, hablando con una voz perfectamente calmada que al mismo tiempo enmascaraba y exponía su preocupación.

Gurney era consciente de que tenía opciones. Podía contarle todo lo que sabía y temía, sin que le importara el efecto que tuviera en ella, o podía presentar una versión menos completa y menos inquietante de los hechos. En lo que después vería como una danza de autoengaño, eligió esta segunda opción como primer paso, y se dijo que le contaría a su mujer la historia completa cuando él mismo la comprendiera mejor.

– Empecé a sentirme mareado en la comida y después, en el coche, tenía problemas para recordar la conversación que tuvimos. -Era verdad, aunque era una verdad minimizada.

– Me estás diciendo que te emborrachaste. -La voz de Madeleine era más inquisitiva que afirmativa.

– Quizá. Pero… no estoy seguro.

– ¿Crees que te drogaron?

– Es una de las posibilidades que he estado considerando. Aunque no tiene ningún sentido. El caso es que he registrado la casa y lo único que sé seguro es que algo va mal y que la oferta de cien mil dólares era, desde luego, un cuento. Pero en realidad te he llamado para decirte que acabo de salir de Manhattan y que llegaré a casa dentro de dos horas y media. Siento mucho no haberte llamado antes.

– No corras.

– Te veo pronto. Te quiero.

Casi se le pasó la última salida de Harlem River Drive al puente George Washington. Tras una mirada rápida a su derecha, dio un volantazo hacia el carril de salida y la rampa, huyendo del estruendo indignado de un claxon.

Era demasiado tarde para llamar a Kline, pero si de verdad Hardwick había vuelto al caso, podría saber algo sobre la investigación de Karmala y la referencia a la familia Skard en el mensaje de teléfono del fiscal. Con un poco de suerte, Hardwick estaría despierto, cogería el teléfono y estaría dispuesto a hablar.

Sus tres suposiciones resultaron ciertas.

– ¿Qué pasa, Sherlock? ¿No podías esperar hasta mañana para felicitarme por mi reincorporación?

– Felicidades.

– Aparentemente, los tienes a todos creyendo que las exalumnas de Mapleshade están cayendo como moscas y hay que interrogar a todo el mundo, lo cual ha creado esta enorme falta de medios que ha obligado a Rodriguez a reincorporarme. Casi le ha estallado la cabeza.

– Me alegro de que hayas vuelto. Tengo un par de preguntas que hacerte.

– ¿Sobre el chucho?

– ¿El chucho?

– El que desenterró a Kiki.

– ¿De qué demonios estás hablando, Jack?

– El airedale curioso de Marian Eliot. ¿No lo habías oído?

– Cuéntame.

– Ella estaba trabajando en su jardín de rosas con Melpómene atado a un árbol.

– ¿Quién?

– El airedale se llama Melpómene. Es una perra muy sofisticada. De alguna manera Melpómene logra soltarse de la cuerda. Se va hasta la casa de los Muller y empieza a escarbar en torno a la leñera. Cuando la señora Eliot llega para llevársela, Melpómene ya ha cavado un buen hoyo. Algo capta la atención de la vieja señora Eliot. ¿Adivina qué?

– Jack, por el amor de Dios, dímelo y punto.

– Creyó que era uno de sus guantes de jardinería.

– Por el amor de Dios, Jack…

– Piénsalo. ¿Qué podría parecerse a un guante?

– Jack…

– Era una mano en descomposición.

– ¿Y la mano estaba unida al cuerpo de Kiki Muller, la mujer que supuestamente se fugó con Héctor Flores?

– La misma.

Gurney se quedó en silencio durante cinco segundos.

– ¿Tienes los engranajes girando, Sherlock? ¿Deduciendo, induciendo o lo que coño hagas?

– ¿Cómo reaccionó el marido de Kiki?

– ¿El loco Carl? ¿El hombre del tren debajo del árbol? Ninguna reacción. Creo que su psiquiatra lo tiene tan embutido con ansiolíticos que está más allá de toda reacción. Es un puto zombi. O un actor alucinante.

– ¿Hay alguna fecha aproximada de la muerte?

– La acaban de desenterrar esta mañana. Pero desde luego llevaba mucho tiempo en el suelo. Quizás unos meses, lo cual nos devuelve al momento de la desaparición de Héctor.

– ¿Causa de la muerte?

– El forense no ha dicho aún nada por escrito, pero por mi observación del cadáver me atrevería a adivinarla.

Hardwick hizo una pausa. Gurney apretó los dientes. Sabía lo que iba a decir a continuación.

– Diría que la causa de la muerte podría estar relacionada con el hecho de que le habían cortado la cabeza.

46

Nada por escrito

Tras llegar a casa pasada la medianoche, Gurney durmió tan poco que se levantó con la sensación de no haber dormido nada en absoluto.

Por la mañana, tomando un café con Madeleine, atribuyó el desasosiego a sus sospechas en relación con «Jykynstyl» y a la creciente intensidad del caso Perry. Sin decirlo, también lo atribuyó a los metabolitos de fuera cual fuese la sustancia química que le habían suministrado.

– Deberías haber ido al hospital.

– No me pasará nada.

– Tal vez tendrías que volver a la cama.

– Están pasando muchas cosas. Además, estoy demasiado nervioso para dormir.

– ¿Qué vas a hacer?

– Trabajar.

– Sabes que es domingo, ¿verdad?

– Claro.

Pero en realidad lo había olvidado. Su confusión lo estaba asustando. Tenía que hacer alguna cosa, concentrarse en algo concreto: un camino a la claridad, un pie delante de otro.

– Quizá deberías llamar a la oficina de Dichter y preguntarle si puede encontrarte una hora hoy.

Él negó con la cabeza. Dichter era su médico de cabecera. El doctor Dichter. La estúpida aliteración siempre le hacía sonreír, pero ese día no.

– Dices que puede ser que te drogaran. ¿Te lo estás tomando lo bastante en serio? ¿De qué clase de droga estás hablando?

No iba a sacar a relucir el espectro del Rohipnol. Sus asociaciones sexuales desencadenarían una explosión de preguntas y preocupaciones que no se sentía capaz de discutir.

– No estoy seguro. Supongo que era algo con efectos amnésicos similares al alcohol.

Ella lo escrutó con la mirada, lo que lo hacía sentirse desnudo.

– Fuera lo que fuese-dijo Dave-, ya está pasando. -Sabía que su tono transmitía despreocupación o, al menos, ansiedad por pasar a otro asunto.

– A lo mejor deberías tomar algo para contrarrestarlo.

Él negó con la cabeza.

– Estoy seguro de que el proceso de desintoxicación natural de mi organismo se ocupará de ello. Lo que necesito mientras tanto es algo en lo que concentrarme.

Esa idea lo llevó directamente al caso Perry, que lo llevó a la llamada a Hardwick de la tarde anterior, que lo llevó a darse cuenta de repente de que su discusión sobre Melpómene y la mano en descomposición de Kiki Muller había hecho que se olvidara de por qué había llamado a Hardwick.

Al cabo de un momento estaba al teléfono con él.

– ¿Skard?-dijo Hardwick con voz rasposa-. Sí, ese nombre surgió en relación con Karmala Fashion. Por cierto, es domingo por la mañana. ¿Tan urgente es?

Con Hardwick nada era fácil. Pero si le seguías el juego podías hacerlo menos difícil. Una forma era aumentar el nivel de vulgaridad.

– ¿Qué te parece la urgencia de un tiro en las pelotas?

Durante un par de segundos, Hardwick se quedó en silencio, como si considerara el número de puntos que iba a concederle por lo ingenioso de la expresión.

– Resulta que Karmala Fashion es una empresa complicada, difícil de localizar. Es propiedad de otra empresa, que es propiedad de otra empresa, que es propiedad de otra empresa en las Islas Caimán. Es muy difícil saber a qué clase de negocio se dedican en realidad. Pero parece que hay una conexión sarda y que esta está relacionada con la familia Skard. Los Skard, presuntamente, son muy mala gente.

– ¿Presuntamente?

– No quiero dar a entender que haya ninguna duda sobre eso. Lo que pasa es que no hay pruebas legales. Según nuestros amigos de la Interpol, ningún miembro de la familia Skard ha sido condenado por nada nunca. Los testigos potenciales siempre cambian de opinión. O desaparecen.


– ¿Los Skard son los dueños de Karmala Fashion?

– Probablemente. Todo sobre ellos es probable; probablemente esto, probablemente lo otro. No ponen muchas cosas por escrito.

– Entonces, ¿de qué demonios va Karmala Fashion?

– Nadie lo sabe. No podemos encontrar ni un solo proveedor de tela o minorista de ropa que haya hecho negocio con ellos. Ponen anuncios de ropa de mujer increíblemente cara, pero no hemos encontrado ninguna prueba de que la vendan.

– ¿Qué dicen de ellos los representantes?

– No hemos encontrado ningún representante comercial.

– Joder, Jack, ¿quién coloca los anuncios? ¿Quién los paga?

– Se hace todo por correo electrónico.

– ¿Desde dónde?

– En ocasiones se hace desde las Islas Caimán. A veces desde Cerdeña.

– Pero…

– Lo sé, no tiene sentido. Se está investigando. Estamos esperando más material de la Interpol. También de la Policía italiana. Y también de las Islas Caimán. Es complicado, porque nadie ha sido condenado por nada y las chicas desaparecidas no lo están de manera oficial. Y aunque lo estuvieran, su relación con Karmala no probaría nada, y no hay nada por escrito que relacione a Karmala con los Skard. «Presuntamente» es lo máximo que se consigue. Desde un punto de vista legal, estamos en un campo minado en un día de niebla. Además, gracias a las observaciones que compartiste con el fiscal, todo el caso se lleva ahora con pánico y necesidad de cubrirse el culo.

– ¿Y eso qué significa?

– Significa que en lugar de un par de tipos en ese campo minado, ahora tenemos una docena que tropiezan unos con otros.

– Reconócelo, Jack, te encanta.

– Que te den.

– Bien. Entonces supongo que este es un buen momento para pedirte un favor.

– ¿Como cuál?

De repente sonó plácido. Hardwick era extraño en ese sentido. Reaccionaba al revés, como un niño hiperactivo que se calma con una anfeta. El mejor momento para pedirle un favor era justo cuando pudieras pensar que era el peor y viceversa. El mismo principio invertido gobernaba su respuesta al riesgo. Tendía a verlo como un factor positivo en cualquier ecuación. A diferencia de la mayoría de los policías, que tendían por naturaleza a ser jerárquicos y conservadores, Hardwick poseía el verdadero gen del inconformista. Tenía suerte de estar vivo.

– Hay que romper las reglas-dijo Gurney, notando por primera vez desde hacía veinticuatro horas que pisaba terreno sólido. ¿Por qué no había pensado en Hardwick antes?-. Harán falta malas artes.

– ¿Qué quieres?-Parecía que acabaran de ofrecerle un postre sorpresa.

– Necesito que saquen las huellas de una copita y las cotejen en la base de datos del FBI.

– Deja que lo adivine, no quieres que nadie sepa por qué, no quieres que se abra un expediente y no quieres que la petición lleve hasta ti.

– Algo así.

– ¿Cuándo y dónde consigo esa copita?

– ¿Qué te parece en Abelard’s dentro de veinte minutos?

– Gurney, eres muy presuntuoso.

47

Una situación imposible

Después de confiarle la copita a Hardwick en la pequeña zona de aparcamiento delante de Abelard’s, a Gurney se le ocurrió la idea de continuar hasta Tambury. Al fin y al cabo, Abelard’s estaba casi a mitad de camino, y la escena del crimen podría tener algo más que revelarle. También quería seguir en movimiento, impedir que la angustia por el asunto de Jykynstyl lo envolviera.

Pensó en Marian Eliot y Melpómene, aristócratas amantes del aire libre: Melpómene escarbando detrás de la casa de los Muller; la mano de Kiki asomando del suelo como un guante de jardín asqueroso. Y Carl. Carl el navideño. Carl, que bien podría terminar como sospechoso por el asesinato de su mujer. Por supuesto, el hecho de que le hubieran cortado la cabeza señalaba a Héctor. Pero si Carl fuera listo…

¿Había descubierto la aventura de su mujer con Héctor? ¿Y había decidido matarla de la misma manera que Héctor había asesinado a Jillian Perry? Concebible, pero improbable. Si Carl fuera culpable, eso convertiría el asesinato de Kiki en una digresión de lo ocurrido en Mapleshade. También significaría que Carl había estado lo suficientemente furioso como para matar a su mujer, que había sido lo bastante racional para imitar el modus operandi de Héctor y lo suficientemente loco para enterrarla en una tumba poco profunda en su propio patio. Gurney había visto secuencias de acontecimientos más extrañas, pero eso no hacía que ese escenario pareciera más creíble.

Gurney sospechaba que había una explicación mejor para el asesinato de Kiki Muller que la cólera de un marido celoso, algo que lo relacionaría de manera más directa con el misterio mayor de Mapleshade. Al girar por Badger Lane desde Higgles Road, estaba empezando a sentirse él mismo otra vez. No es que tuviera ganas de silbar una canción, pero al menos se sentía como un detective. Y no tenía ganas de vomitar.

Calvin Harlen y dos clones suyos tatuados estaban de pie junto a la pila de estiércol que separaba una casa ruinosa de un granero desvencijado. Los ojos apagados de los hombres siguieron con la mirada el coche de Gurney con perezosa malevolencia.

Conduciendo hacia la casa de Ashton, Gurney medio esperaba ver a Marian Eliot y al ya famoso Melpómene, desenterrador de pecados, con pose dura delante del porche delantero, pero no había rastro de ninguno de los dos, ni tampoco había ningún signo de vida en la casa de los Muller.

Cuando bajó del coche en el sendero adoquinado de Ashton, a Gurney le volvió a impactar el ambiente inglés del lugar: la sutileza con la que comunicaba riqueza y exclusividad discreta. En lugar de ir directamente a la puerta principal, caminó por la pérgola en arco que servía de entrada al amplio césped que se extendía por detrás de la casa. Aunque los arbustos que lo rodeaban seguían siendo en su mayoría verdes, empezaban a aparecer algunos matices amarillos y rojos en los árboles.

– ¿Detective Gurney?

Se volvió hacia la casa. Scott Ashton estaba de pie junto a la puerta abierta.

Gurney sonrió.

– Lamento molestarle un domingo por la mañana.

Ashton se dio cuenta de su sonrisa.

– No esperaría diferencias entre un día laborable y un fin de semana en una investigación de homicidio. ¿Hay alguna cosa concreta…?

– En realidad, me estaba preguntando si podría echar otro vistazo a la zona de alrededor de la cabaña.

– ¿Otro vistazo?

– Exacto. Si no le importa.

– ¿Hay alguna cosa en particular que le interese?

– Espero saberlo cuando lo vea.

La sonrisa de Ashton era tan mesurada como su voz.

– Avíseme si necesita ayuda. Estaré con mi padre en el gabinete.

Alguna gente tenía «estudios»; otra gente, «gabinetes», pensó Gurney. ¿Quién había dicho que Estados Unidos era una sociedad sin clases? Ciertamente nadie con una casa construida en piedra de Cotswold y cuyo padre se llamara Hobart Ashton.

Caminó por el jardín lateral y pasó bajo la pérgola que daba a la zona principal del jardín trasero. Había estado tan preocupado que no se había fijado hasta ese mismo momento en el día espléndido que hacía; uno de aquellos días de otoño en que el ángulo alterado del sol, el color distinto de las hojas y una absoluta quietud en el aire conspiraban para crear un mundo de paz atemporal, un mundo que no requería nada de él, un mundo cuya calma le quitaba la respiración.

Como todos los momentos de serenidad en la vida de Gurney, este duró poco. Había llegado allí para concentrarse en un crimen, para absorber más plenamente la esencia real del lugar en el cual había ocurrido, el escenario en el que el asesino cometió el asesinato.

Continuó rodeando la casa por detrás hacia el amplio patio de piedra, hasta llegar a la mesita redonda, la mesita donde cuatro meses antes la bala de un rifle Weatherby calibre 257 había hecho añicos la taza de té de Ashton. Se preguntó dónde estaría Héctor Flores en ese mismo momento. Podría estar en cualquier sitio. Podría estar en el bosque vigilando la casa, sin quitar ojo a Ashton y a su padre, sin quitarle ojo a él.

La atención de Gurney pasó a la cabaña, a lo que había ocurrido el día del asesinato, el día de la boda. Desde donde estaba sentado podía ver la fachada delantera y un lateral, así como la parte del bosque por la que Flores tenía que haber pasado para dejar el machete en el lugar donde se encontró. En mayo las hojas estarían saliendo, igual que ahora estaban menguando, con lo cual las condiciones de visibilidad en el bosquecillo serían más o menos iguales.

Como había hecho muchas veces durante la pasada semana, Gurney imaginó un latino atlético saltando por la ventana de atrás, corriendo con la zancada de un jugador de fútbol americano a través de los árboles y arbustos hasta un punto situado a unos ciento cincuenta metros y escondiendo a medias el machete ensangrentado bajo algunas hojas. Y entonces… ¿Entonces qué? ¿Poniéndose alguna clase de bolsas de plástico encima de los pies? ¿O rociándolos con algún producto químico para destruir la continuidad del rastro de olor? ¿Para poder seguir sin dejar rastro hasta algún otro destino en el bosquecillo o hasta la carretera? ¿Para poder reunirse con Kiki Muller, que esperaba en el coche para sacarlo de la zona y ponerlo a salvo antes de que llegara la Policía? ¿O llevarlo a su propia casa? ¿A su propia casa, donde luego él la mató y la enterró? Pero ¿por qué? ¿Qué sentido tenía todo eso? ¿O se equivocaba de pregunta al suponer que el escenario debía tener un sentido práctico? ¿Y si una gran parte de ello estuviera impulsada por una patología pura, por alguna fantasía retorcida? Pero esa no era una vía de investigación útil de explorar. Porque si nada tenía sentido, no había forma de darle sentido. Y Gurney tenía la sensación de que bajo la capa de furia y demencia todo tenía sentido de algún modo.

Entonces, ¿por qué el machete estaba solo parcialmente escondido? Parecía absurdo cubrir el filo y al mismo tiempo dejar el mango a la vista. Por alguna razón, esa pequeña discrepancia era la que más lo molestaba. Quizá «molestar» no era el verbo adecuado. De hecho le gustaban mucho las discrepancias porque sabía por experiencia que, al final, proporcionaban una ventana a la verdad.

Se sentó a la mesa y miró al bosque, imaginando lo mejor posible la ruta de fuga. Aquellos ciento cincuenta metros desde la cabaña a la ubicación del machete quedaban ocultos casi del todo, no solo por el follaje del bosque en sí, sino también por el seto de rododendros que separaba la zona silvestre del césped y los arriates. Gurney trató de calcular hasta qué punto de profundidad del bosque podía ver, y concluyó que no era mucha; resultaba fácil pasar por donde Flores había pasado sin que nadie reparara en él desde el césped. De hecho, desde donde estaba sentado, el objeto más distante que Gurney podía ver a través del follaje era el tronco negro de un cerezo. Y solo podía distinguir una estrecha rendija de él a través de un hueco en los arbustos de no más de unos centímetros de ancho.

Cierto, ese fragmento visible del tronco del árbol estaba en el lado más alejado de la ruta que Flores habría tomado y, en teoría, si alguien hubiera estado mirando al bosque, concentrado en ese punto en el momento adecuado, él o ella habría captado durante una fracción de segundo un atisbo de Flores al pasar. Pero en ese momento no habría significado nada. Y las posibilidades de que alguien se concentrara en ese punto preciso en ese momento eran casi tan probables como…

¡Cielo santo!

Gurney puso los ojos como platos al darse cuenta de que había pasado por alto algo obvio.

Miró a través del follaje a la corteza negra del cerezo. Sin perderlo de vista, caminó hacia él, recto por el patio, a través del arriate donde Ashton se había derrumbado, a través del seto de rododendros que rodeaba el césped, al bosquecillo. Su dirección era más o menos perpendicular a la que suponía que había tomado Flores desde la cabaña al machete. Quería estar seguro de que no había ninguna manera de que el hombre evitara pasar por delante del cerezo.

Cuando Gurney llegó al borde del barranco que recordaba de su primer examen del bosquecillo tres días antes, su hipótesis se confirmó. El árbol estaba en el otro lado del barranco, que era largo y profundo, de laderas muy empinadas. Cualquier ruta desde la cabaña que pasara por detrás del árbol implicaría cruzar ese barranco al menos dos veces, una tarea que consumiría tiempo y que sería imposible de cumplir antes de que la zona fuera un enjambre de gente después del hallazgo del cadáver; por no mencionar el hecho de que el rastro de olor iba por el lado más cercano del barranco y no por el más lejano. Aquello significaba que cualquiera que fuera desde la cabaña hasta el lugar del machete tenía que pasar por delante del árbol. Simplemente no había forma de evitarlo.

Gurney recorrió el camino a casa desde Tambury a Walnut Crossing en cincuenta y cinco minutos, en lugar de la hora y cuarto de costumbre. Tenía prisa por ver otra vez el vídeo de la recepción de la boda. También se daba cuenta de que su prisa podría estar relacionada con una necesidad de permanecer lo más implicado posible en el asesinato de Perry, un crimen que por horrendo que fuera le causaba mucha menos ansiedad que la situación con Jykynstyl.

El coche de Madeleine estaba aparcado junto a la casa y su bicicleta permanecía apoyada contra el cobertizo. Supuso que encontraría a su mujer en la cocina, pero cuando entró por la puerta lateral y gritó «Estoy en casa», no hubo respuesta.

Fue directamente a la mesa larga que separaba la amplia cocina de la zona de asientos, la mesa donde estaban extendidas sus copias de los materiales del caso, para enfado de Madeleine. Entre las carpetas había unos DVD.

El de encima, el que se había sentado a ver con Hardwick, llevaba una etiqueta que decía: «Recepción Perry-Ashton, edición del DIC». Pero Gurney buscaba otro DVD, uno de los originales sin editar. Había cinco para escoger. El primero estaba etiquetado «Helicóptero, visión aérea general y descenso». Las etiquetas de los otros cuatro, cada uno de los cuales contenía el vídeo capturado por una de las cámaras fijas en la recepción, indicaban la orientación del foco de cada una de las cámaras.

Se llevó los cuatro DVD al estudio, abrió Google Earth en su portátil y buscó «Badger Lane, Tambury, Nueva York». Treinta segundos más tarde estaba viendo una foto de satélite de la propiedad de Ashton junto con cotas de altitud y la orientación. Incluso la mesa de té del patio era identificable.

Gurney eligió el punto aproximado del bosque donde suponía que estaría el tronco visible del árbol. Usando los puntos de orientación de Google, calculó la dirección de la mesa al árbol. La dirección era de ochenta y cinco grados, casi directamente al este.

Pasó los DVD. El último estaba etiquetado «Este a noreste». Lo puso en el reproductor que estaba enfrente del sofá, localizó el momento en que Jillian Perry había entrado en la cabaña y se acomodó para prestar su total atención a los siguiente catorce minutos de vídeo.

Lo vio una vez, dos, con creciente desconcierto. Luego lo vio otra vez, esta tercera dejando que llegara hasta el punto en que Luntz, el jefe de la Policía local, había cerrado la escena y habían llegado los policías del estado.

Algo estaba mal. Más que mal. Era imposible.

Llamó a Hardwick, quien, sin ninguna prisa, respondió al séptimo tono.

– ¿Qué puedo hacer por ti, campeón?

– ¿Cómo de seguro estás de que las cintas originales de la recepción de boda están completas?

– ¿Qué quiere decir «completas»?

– Una de las cuatro cámaras fijas estaba situada de manera que su campo de visión cubría la cabaña y una amplia extensión de bosque a la izquierda de la cabaña. La extensión de bosque incluye todo el espacio que Flores tenía que pasar para dejar el arma homicida donde la dejó.

– ¿Y?

– Y hay un tronco de árbol en la parte de atrás de esa zona que es visible a través de huecos en el follaje desde el ángulo del patio, que también es el ángulo de una de las cámaras.

– ¿Y?

– Ese tronco, repito, está en la parte de atrás de la ruta que Flores habría tomado para colocar el machete donde se encontró. Ese tronco se ve de manera clara y continua en el vídeo de alta definición grabado por esa cámara.

– ¿Adónde quieres llegar?

– He visto el vídeo tres veces para estar absolutamente seguro. Jack, nadie pasó por delante de ese árbol.

Hardwick sonó apagado.

– No lo entiendo.

– Yo tampoco. ¿Hay alguna posibilidad de que el machete del bosque no fuera el arma homicida?

– Era una coincidencia perfecta de ADN. La sangre fresca en el machete era de Jillian Perry. El factor de error es de menos de uno entre un millón. Por no mencionar que el informe del forense se refiere a un golpe fuerte con una cuchilla pesada y afilada. ¿Y cuál es la alternativa? ¿Que Flores se deshizo en secreto de un segundo machete ensangrentado, la verdadera arma homicida, después de pasar parte de la sangre de ese al primero? Pero, de todos modos, tenía que ir allí a dejarlo donde lo encontramos. Me refiero a… ¿De qué demonios estamos hablando? ¿Cómo no iba a ser el arma homicida?

Gurney suspiró.

– Así que básicamente estamos ante una situación imposible.

48

Recuerdos perfectos

« Si los hechos se contradicen entre sí, algunos de ellos no son hechos.»

Uno de sus instructores de la academia del Departamento de Policía de Nueva York había hecho esa observación un día en clase. Gurney nunca la había olvidado.

Si iba a sacar conclusiones sobre el contenido del vídeo, necesitaba poner a prueba su objetividad un poco más. En la funda del DVD constaba el número de teléfono de la empresa, Perfect Memories, que se había ocupado de la grabación.

Marcó el número y dejó un mensaje en el que mencionaba los nombres de Ashton y Perry. Apenas había concluido cuando su teléfono sonó y Perfect Memories apareció en el identificador de llamadas.

– ¿En qué puedo ayudarle?-le preguntó una voz femenina profesionalmente agradable y alerta.

Gurney explicó quién era y cómo estaba intentando ayudar a Val Perry, madre de la difunta novia, y lo importante que creía que sería el material de vídeo producido por Perfect Memories para capturar al psicópata que había matado a Jillian y ayudar a la familia a cerrar el duelo. Lo único que necesitaba era una respuesta absolutamente cierta a una pregunta, pero necesitaba oírla de la persona que supervisó el proyecto.

– Yo soy esa persona.

– ¿Y usted es…?

– Jennifer Stillman. Soy directora gerente.

Directora gerente. Sonaba a título británico. Un bonito toque para el mercado de clase alta.

– Lo que necesito saber, Jennifer, es si hubo pausas en las grabaciones originales.

– Rotundamente no. -Su respuesta fue escueta e inmediata.

– ¿Ni siquiera durante una fracción de segundo?

– Rotundamente no.

– Parece muy segura. ¿La pregunta ha surgido antes?

– La pregunta no, pero sí el requisito específico.

– ¿Requisito?

– De hecho, en el contrato de producción estaba escrito que el vídeo tenía que cubrir todo el terreno durante toda la recepción, de principio a fin, sin dejar fuera nada en absoluto. Al parecer, la novia lo quería, literalmente, todo grabado, cada centímetro de la recepción durante cada segundo que durase.

El tono de Jennifer Stillman le decía a Gurney que no se trataba de una petición estándar, o al menos que el énfasis de la cliente no era el estándar. Preguntó sobre ello para estar seguro.

– Bueno…-La mujer vaciló-. Diría que era inusualmente importante para ellos. O al menos para ella. Cuando el doctor Ashton nos pasó la petición, parecía un poco…-Una vez más vaciló-. No debería estar diciendo nada de esto. No leo la mente.

– Jennifer, esto es importante. Como sabe, se trata de un caso de homicidio. Mi principal preocupación es que pueda estar seguro de que el DVD contiene un registro de vídeo ininterrumpido, sin que falte nada, sin que falten fotogramas.

– Desde luego no faltan fotogramas. Los agujeros crearían saltos en el código de tiempo y nuestro ordenador lo señalaría.

– Vale, es bueno saberlo. Gracias. Solo una cosa más, ¿estaba empezando a decir algo sobre el doctor Ashton?

– En realidad no. Solo… Era solo que parecía un poco avergonzado de hablar de la obsesión de su prometida con que cada instante de la recepción quedara grabado. Como si quizás estuviera avergonzado por el sentimentalismo romántico o tal vez pensara que era infantil, lo cierto es que no lo sé. No es tarea mía juzgar por qué la gente quiere lo que quiere. El cliente siempre tiene razón.

– Gracias, Jennifer. Ha sido muy útil.

Puede que no fuera parte del trabajo de Jennifer Stillman juzgar por qué la gente quería lo que quería, pero era una gran parte del trabajo de Gurney. Comprender las motivaciones podía ser crucial y en ese momento se le ocurrió una muy rara: una razón por la que una persona podría querer una cobertura total en vídeo era la seguridad. O porque pensaba que el efecto disuasorio de múltiples cámaras que grabaran continuamente impediría que ocurriera algún suceso temido, o porque quería tener un registro irrefutable de cualquier cosa que sucediera.

Y luego estaba la cuestión de quién quería todas las cámaras funcionando. A Gurney no se le había escapado que la solicitud se le había presentado a la señora Stillman como procedente de Jillian, pero ella en persona no había estado presente y la solicitud la había transmitido Ashton. Así que podría haber sido idea de Ashton y haberla presentado como idea de su prometida. Pero ¿por qué iba a hacerlo? ¿Qué importaba de quién había sido la idea?

La posibilidad de que él o ella hubieran estado motivados por la seguridad que ofrecían las cámaras-la posibilidad de que al menos uno de ellos, quizás ambos, tuviera motivos para temer lo que podría ocurrir ese día-era intrigante.

La razón más clara que justificaría su preocupación habría sido Flores, del que se decía que había estado actuando de manera extraña. Tal vez el énfasis en la cámara había venido de Jillian, tal y como había dicho Ashton. Quizás ella tenía razones para temer a Flores. Al fin y al cabo, sus registros de móvil durante las semanas precedentes al asesinato indicaban numerosos mensajes de texto desde el teléfono de Flores, incluido el último, el único que no había borrado: «Por todas las razones que he escrito. Edward Vallory». A la luz del prólogo de la obra de Vallory, el mensaje podía interpretarse como una amenaza. Así que quizá Jillian fue a verlo a la cabaña para discutir algo mucho menos agradable que un brindis de boda.

Cuando Gurney estaba enfrascado en hilvanar indicios, interpretaciones, rumores y saltos lógicos para comprender qué había sucedido en un crimen, en su mente no había espacio para más, cosa que le hacía perder la noción del tiempo y el lugar. Así pues, cuando miró el reloj en la librería del estudio y vio que eran las 17.05 le sorprendió, pero al mismo tiempo no le sorprendió; igual que la rigidez en sus piernas cuando se levantó.

Madeleine todavía no había vuelto. Quizá debería preparar algo para cenar o al menos mirar si ella había dejado algo en la encimera que hubiera que meter en el horno. Se estaba dirigiendo hacia allí cuando sonó el teléfono en su escritorio y retrocedió. El identificador de llamada decía que era Jack Hardwick.


– Caray, superpoli, ¡tienes un amigo muy asqueroso!

– ¿Qué significa?

– Espero que no hayas estado cerca de un patio de escuela con este tipo.

Gurney tuvo una desoladora sensación de hacia dónde iba.

– ¿De qué coño estás hablando, Jack?

– ¡Qué susceptible! ¿Este tesoro es muy amigo tuyo?

– Basta de chorradas. ¿De qué se trata?

– ¿El caballero con el que estuviste bebiendo? ¿Cuya copita te llevaste? ¿Cuyas huellas me pediste que comprobara? ¿Te suena familiar, Sherlock?

– ¿Qué has descubierto?

– Bastante.

– Jack…

– He descubierto que su nombre es Saul Steck. Nombre profesional: Paul Starbuck.

– ¿Y su profesión es…?

– Actualmente ninguna. Al menos que se tenga constancia. Hace quince años era un aspirante a actor de Hollywood. Anuncios en la tele, un par de películas. -Hardwick estaba en modo narrador de cuentos, con pausas dramáticas entre frase y frase-. Entonces tuvo un pequeño problema.

– Jack, puedes ir al grano. ¿Qué pequeño problema?

– Lo acusaron de violar a una menor. Una vez que eso saltó a los medios, empezaron a aparecer más víctimas. Se presentaron contra él varios cargos por violación y abusos sexuales. Le gustaba drogar a niñas de catorce años. Tomaba muchas fotos explícitas. Terminó su carrera de actor. Podría haber ido a prisión durante el resto de su vida. Lástima que no fuera así. Es el mejor lugar para esa basura. Sin embargo, el dinero de la familia compró suficientes testimonios de médicos expertos para mandarlo a un hospital psiquiátrico, del que salió discretamente hace cinco años. Desapareció del radar. Dirección actual desconocida. Salvo ¿quizá por ti? Me refiero a que sacaste esa copita de algún sitio, ¿no?

49

Un niño

Gurney estaba de pie junto a las puertas cristaleras de cara a los restos de lavanda de un espectacular atardecer en el que no reparó, tratando de asimilar la última réplica del terremoto Jykynstyl.

Información. Necesitaba información. ¿Qué necesitaba encontrar primero? Debería coger un bloc y escribir una lista de preguntas, empezar a priorizar. Se le ocurrió una de inmediato: ¿quién era el dueño de aquella casa?

Cómo encontrar la respuesta no era tan obvio.

Otra vez la paradoja. Para soltarse de la red, necesitaba saber de quién era la red. Pero si investigaba la pregunta ingenuamente, sin ninguna idea de cuál podría ser la respuesta, podría enredarse aún más. Preguntas sin responder estaban amenazando con hacer que otras preguntas fueran incontestables.

– ¡Hola!

Era la voz de Madeleine. Como una voz que te despierta por la mañana, que te sacude y te sitúa en la habitación, en el día específico de la semana.

Gurney se volvió hacia el pasillito que llevaba de la cocina al lavadero.

– ¿Eres tú?-preguntó.

Por supuesto que lo era. Una pregunta estúpida. Cuando ella no respondió, la planteó de nuevo, en voz más alta.

Madeleine respondió apareciendo en el umbral de la cocina, con expresión reprobadora.

– ¿Acabas de entrar?-preguntó él.

– No, llevo toda la tarde en el lavadero. ¿Qué clase de pregunta es esa?

– No te he oído entrar.

– Y sin embargo-dijo ella con alegría-, aquí estoy.

– Sí-dijo-. Aquí estás.

– ¿Estás bien?

– Sí.

Madeleine alzó una ceja.

– Estoy bien-insistió él-. A lo mejor, tengo un poco de hambre.

Ella miró un cuenco de la encimera.

– Las vieiras ya deberían estar descongeladas. ¿Quieres sofreírlas mientras yo pongo el agua para el arroz?

– Claro.

Confiaba en que esa tarea simple le proporcionara al menos una escapatoria parcial del torbellino Saul-Paul, que estaba envolviendo su mente.

Sofrió las vieiras en aceite de oliva, ajo, zumo de limón y alcaparras. Madeleine hirvió un poco de arroz basmati y preparó una ensalada de naranja, aguacate y dados de cebolla roja. A Dave le estaba costando horrores concentrarse, quedarse en la cocina, permanecer en el presente. «Le gusta drogar a niñas de catorce años. Tomaba muchas fotos explícitas.»

En mitad de la cena, Gurney se dio cuenta de que Madeleine había estado describiendo una excursión que había hecho esa tarde por el sinuoso sendero que conectaba sus veinte hectáreas con las ciento cuarenta de su vecino. No había escuchado ni una palabra. Sonrió con ánimo e hizo un esfuerzo tardío por atender.

– … verde sorprendentemente intenso, incluso en la sombra. Y debajo del manto de helechos había florecitas violetas, las más pequeñas que puedas imaginar. -Mientras Madeleine hablaba había una luz en sus ojos más brillante que cualquier luz de la sala-. Casi microscópicas. Como minúsculos copos de nieve azules y violetas.

Copos de nieve azules y violetas. Madre de Dios. La tensión, la incongruencia, la brecha que sentía entre la euforia de su mujer y su angustia casi lo hizo gruñir. El campo de helechos de un perfecto esmeralda de Madeleine y su propia pesadilla de espinas envenenadas. La animada sinceridad de su esposa y su… ¿su qué?

¿Su encuentro con el demonio?

«Calma, Gurney. Calma. ¿De qué diantre tienes tanto miedo?»

La respuesta solo oscureció el pozo y engrasó las paredes.

«Tienes miedo de ti mismo. Tienes miedo de lo que puedas haber hecho.»

Se mantuvo en una especie de parálisis emocional durante el resto de la cena, tratando de comer lo suficiente para ocultar el hecho de que en realidad no estaba comiendo, simulando apreciar las descripciones de Madeleine de su paseo. Pero cuanto más se entusiasmaba ella con la belleza de las rudbeckias, el perfume del aire, el azul celeste de los ásteres silvestres, más aislado, desplazado y desquiciado se sentía él. Se dio cuenta de que Madeleine había dejado de hablar y lo estaba mirando con preocupación. Dave preguntó si le había dicho algo y estaba esperando una respuesta. No quería reconocer lo distraído que estaba ni por qué.

– ¿Has hablado con Kyle?-Su pregunta parecía surgir de la nada. ¿O ya lo había preguntado? ¿O ya había ido tendiendo a ella mientras él estaba inmerso en sí mismo?

– ¿Kyle?

– Tu hijo.

En realidad no estaba planteando una pregunta, solo repitiendo la palabra, el nombre, como forma de mantenerse a flote, de estar presente. Era algo demasiado enmarañado para explicarlo.

– Lo he intentado. Hemos cruzado llamadas, nos hemos dejado mensajes varias veces.

– Deberías intentarlo más. Insistir hasta que hables con él. Dave asintió, no quería discutir, no sabía qué decir.

Ella sonrió.

– Sería bueno para él. Bueno para los dos.

Dave asintió otra vez.

– Eres su padre.

– Lo sé.

– Bueno, pues. -Era una afirmación concluyente. Empezó a aclarar los platos.

Dave vio que Madeleine hacía dos viajes al fregadero. Cuando ella volvió con una esponja húmeda y papel de cocina para limpiar la mesa, él dijo:

– Está muy centrado en el dinero.

Madeleine levantó la bandeja que contenía las servilletas para poder limpiar por debajo.

– ¿Y qué?

– Quiere ser un abogado de litigios.

– Eso no es necesariamente malo.

– Parece que lo único que le importa es el dinero, una casa grande, un coche grande.

– Quizá quiere que se fijen en él.

– ¿Que se fijen en él?

– A los niños les gusta que sus padres se fijen en ellos-dijo.

– Kyle no es un niño.

– Es exactamente lo que es-insistió ella-. Y si te niegas a fijarte en él, entonces tendrá que intentar impresionar al resto del mundo.

– No me estoy negando a nada. Eso es un rollo de psicólogo.

– Quizá tengas razón. ¿Quién sabe?-Madeleine había perfeccionado el arte de esquivar un ataque, de salir ilesa.

Dejó a Gurney dando bandazos en el vacío.

Continuó sentado a la mesa mientras ella lavaba los platos. Empezaron a cerrársele los ojos. Como había descubierto muchas veces antes, la intensa ansiedad conllevaba agotamiento. Se fue deslizando a una especie de sopor.

50

Un cañón sin cureña

Deberías venir a la cama. -Era la voz de Madeleine.

Dave abrió los ojos. Su mujer había apagado todas las luces menos una y estaba saliendo de la cocina con un libro bajo el brazo. La posición de la cabeza caída sobre el pecho le había producido a Gurney un dolor agudo en la clavícula. Al enderezarse, descubrió un dolor equivalente en el cogote. En lugar de refrescarle, la cabezadita sobre la mesa había reconstituido sus temores.

Se sentía tan agitado que sabía que no podría dormir bien. Tenía que hacer algo para evitar rebotar de un escenario de horror de Saul Steck a otro.

Podía devolver la llamada a Sheridan Kline, que le había dejado aquel mensaje vago sobre la familia Skard. Gurney ya había hecho un seguimiento con Hardwick, pero quizás el fiscal sabía más que Hardwick. Por supuesto, la oficina del fiscal estaría cerrada. Era domingo por la noche.

Tenía el teléfono móvil personal de Kline. Como lo conservaba de los días del caso Mellery, no le había parecido apropiado usarlo en relación con el caso Perry sin que lo invitaran a hacerlo. Pero justo en ese momento el protocolo parecía menos importante que mantener su cordura.

Fue al estudio, consiguió el número e hizo la llamada. Estaba preparado para dejar un mensaje y recibir una llamada de respuesta más tarde, calculando que un maniático del control como Kline preferiría que las conversaciones telefónicas ocurrieran según su propia agenda. Así que le sorprendió que el hombre respondiera.

– ¿Gurney?

– Disculpe que le llame tan tarde.

– Pensaba que llamaría antes. Investigar ese asunto de Karmala fue idea suya.

– Lo siento, he estado un poco liado. En su mensaje de teléfono me decía que si había oído hablar de la familia Skard.

– Allí es adonde nos llevó la pista de Karmala. ¿Le suena?

– Sí y no.

– Eso no es una respuesta.

– Lo que quiero decir, Sheridan, es que me es familiar, pero no sé por qué. Jack Hardwick me informó de que los Skard son tipos malos con raíces en Cerdeña. Pero todavía no puedo situar de dónde conozco el nombre. Sé que lo he visto hace poco.

– ¿Es lo único que le dijo Hardwick?

– Me dijo que nunca habían condenado por nada a ningún Skard. Y que fuera el que fuese el negocio en el que estaba metido Karmala Fashion, no era el de la moda.

– Así que sabe lo mismo que yo. ¿Para qué más me llama?

– Me gustaría participar de una manera más oficial.

– ¿Eso qué significa?

– Actualizaciones, invitaciones a las reuniones.

– ¿Por qué?

– He estado más o menos adscrito al caso y hasta el momento el instinto no me ha fallado.

– Está por ver.

– Mire, Sheridan, lo único que estoy diciendo es que nos podemos ayudar mutuamente. Cuanto más sepa y cuanto antes lo sepa, más puedo ayudar.

Hubo un largo silencio. La intuición de Gurney le decía que era más una técnica que una indecisión por parte de Kline. Esperó.

Kline prorrumpió en una risa sin humor. Gurney siguió esperando.

– Ya sabe que Rodriguez no lo soporta, ¿verdad?

– Claro.

– Y sabe que Blatt no lo soporta.

– Desde luego.

– ¿Y que ni siquiera a Bill Anderson le cae bien?

– Exacto.

– Así que sería tan bien recibido en el DIC como una ventosidad en un ascensor, ¿se da cuenta de eso?

– No lo dudaría ni un minuto.

Hubo otro silencio, seguido por otra risa espeluznante de Kline.

– Esto es lo que le ofrezco: voy a decirle a todo el mundo que tenemos un problema con Gurney. Gurney es un cañón sin cureña. Y la mejor manera de controlar a un cañón suelto es no quitarle ojo, atarlo en corto, mantenerlo en el corral. Y la forma en que he planeado mantenerlo vigilado es tenerlo mucho por aquí, compartiendo sus ideas con nosotros. ¿Qué le parece?

Mantener un cañón suelto atado en corto en un corral le sonaba a síntoma de desintegración mental.

– Es factible, señor.

– Bien. Hay una reunión en el DIC mañana a las diez. No falte. -Kline colgó sin decir adiós.

51

Confusión total

Durante el resto de la noche, Gurney se sintió al mismo tiempo cargado de energía y calmado por la conversación y la promesa de Kline.

Estaba complacido y bastante sorprendido de sentirse todavía igual cuando se despertó al amanecer del día siguiente. En un esfuerzo por alimentar esa sensación, permanecer dentro de los confines comparativamente seguros y sólidos de un mundo en el cual era el cazador y no la presa, Gurney revisó el archivo Perry por enésima vez mientras tomaba el café de la mañana. Entonces llamó al número de Rebecca Holdenfield y dejó un mensaje en el que le preguntaba si podía pasar por su oficina de Albany esa tarde después de su reunión con el DIC.

Hacer y devolver llamadas, establecer citas: la actividad generaba una sensación de inercia. Llamó al número de Val Perry y le saltó el contestador. Apenas dijo «Soy Dave Gurney», ella contestó. Le sorprendió, nunca habría pensado que Val Perry se levantara temprano.

– ¿Qué está pasando?-preguntó.

Sin estar preparado para una conversación real, contestó:

– Solo quería mantener el contacto.

– Oh… ¿Y…?-Parecía nerviosa, pero quizá no más nerviosa que de costumbre.

– ¿El nombre Skard significa algo para usted?

– No. ¿Debería?

– Solo me preguntaba si Jillian lo habría mencionado.

– Jillian nunca mencionaba nada. No es que compartiera cosas conmigo. Pensaba que se lo había dejado claro.

– Perfectamente claro, varias veces. Pero algunas preguntas hay que plantearlas aunque se esté seguro al noventa y nueve por ciento de cuál va a ser la respuesta.

– Entendido. ¿Algo más?

– ¿Jillian le pidió alguna vez a usted o a su marido que le compraran un coche caro?

– No hay casi nada que Jillian no haya pedido en algún momento, así que supongo que sí. Por otra parte, dejó claro desde que tenía doce años que Withrow y yo éramos irrelevantes para su felicidad, que siempre podía encontrar a un hombre rico que le diera lo que quisiera, así que por lo que a ella concernía nos podíamos ir a tomar viento. -Hizo una pausa, quizá saboreando el tono escandaloso de sus observaciones-. Estaba saliendo. ¿Alguna pregunta más?

– Es todo por ahora, señora Perry. Gracias por su tiempo.

Como Sheridan Kline la noche anterior, Val Perry colgó sin molestarse en decir adiós. Fuera cual fuese la contribución de Gurney a la investigación del asesinato de su hija, estaba claro que no cumplía con sus expectativas.

A las 9.50, Gurney se metió en el aparcamiento del edificio con aspecto de fortaleza de la Policía del estado, donde tenía que celebrarse su reunión de las 10.00. Durante el minuto que estuvo buscando un sitio para aparcar, su teléfono sonó dos veces. La primera era una llamada de voz; la segunda, un mensaje de texto. Gurney confiaba en que al menos una de las comunicaciones fuera de Rebecca Holdenfield.

En cuanto aparcó, sacó el teléfono y comprobó en primer lugar el mensaje de texto. La fuente era un número de móvil con el código de área de Manhattan. Al leer el mensaje, una marea de miedo se elevó desde las tripas al pecho.

«¿Está pensando en mis chicas? Ellas están pensando en usted.» Lo releyó y lo releyó otra vez. Miró el número desde donde lo habían enviado. El hecho de que el remitente no se hubiera molestado en bloquearlo seguramente significaba que estaba asignado a un teléfono prepago imposible de rastrear. Pero también implicaba que podía responder al mensaje.

Después de descartar las contestaciones llenas de furia y bravuconería que se le ocurrieron, se decidió por tres palabras carentes de emoción: «Quiero saber más».

Al pulsar el botón de «enviar», se fijó en que eran las 9.59. Se apresuró a entrar en el edificio.

Cuando llegó a la gris sala de conferencias, las seis sillas de la mesa ovalada ya estaban ocupadas. Lo más cercano a una bienvenida que recibió fue un gesto de Hardwick señalando unas cuantas sillas plegadas apoyadas contra la pared, junto a la cafetera. Rodriguez, Anderson y Blatt no le hicieron caso. Gurney podía imaginar sus reacciones poco entusiastas al ingenio absurdo del fiscal sobre controlar el cañón suelto invitándolo a sus reuniones.

La sargento Wigg, una pelirroja enjuta que conocía como la eficiente coordinadora del equipo de análisis de pruebas en el caso Mellery, estaba sentada a un extremo de la mesa, estudiando la pantalla de su portátil; exactamente como la recordaba. Su prioridad sería la búsqueda de certeza factual y coherencia lógica. Gurney abrió su silla plegable y la colocó al final de la mesa, enfrente de ella. Eran las 10.05, según el reloj de la pared.

Sheridan Kline miró su reloj frunciendo el ceño.

– Muy bien. Vamos con un poco de retraso. Tengo una agenda apretada hoy. ¿Quizá podamos empezar con algo nuevo, algún progreso significativo, direcciones prometedoras?

Rodriguez se aclaró la garganta.

– Dave tiene alguna noticia-intervino Hardwick-, una peculiaridad en la escena del crimen. Podría ser una buena forma de empezar la reunión.

Kline arqueó las cejas.

Gurney pretendía esperar hasta más avanzada la reunión para sacar a relucir el problema, con la esperanza de que, entre tanto, nuevos datos arrojaran cierta luz al respecto. Pero ahora que Hardwick estaba forzando la cuestión, sería poco elegante retrasarlo.

– Creemos que después de matar a Jillian, Flores huyó a través del bosque hasta el lugar donde encontramos el machete, ¿es así?-dijo Gurney.

Rodriguez se ajustó sus gafas de montura metálica.

– ¿Creemos? Diría que tenemos pruebas concluyentes al respecto.

Gurney suspiró.

– El problema es que tenemos algunos datos de vídeo que no apoyan esa hipótesis.

Kline empezó a parpadear con rapidez.

– ¿Datos de vídeo?

Gurney explicó pormenorizadamente cómo la continua visibilidad del tronco del cerezo en el vídeo de la recepción probaba que Flores no podía haber tomado la ruta necesaria a través del bosque, porque cualquiera que hubiera seguido ese camino tendría que haber pasado entre la cámara de esa esquina de la propiedad y el árbol, y debería aparecer, aunque fuera de forma fugaz, en la imagen.

Rodriguez estaba torciendo el gesto como un hombre que sospecha que le están engañando, pero que no sabe cómo. Anderson estaba torciendo el gesto como alguien que trata de permanecer despierto. Wigg levantó la mirada de la pantalla de su portátil, lo que Gurney interpretó como un signo de gran interés.

– Así que fue por el otro lado, por detrás del árbol-dijo Blatt-. No veo el problema.

– El problema, Arlo, es el terreno. Estoy seguro de que lo han comprobado.

– ¿De qué problema con el terreno está hablando?

– El barranco. Ir desde la cabaña hasta el sitio donde se encontró el machete sin pasar por delante de ese árbol requeriría ir recto desde la parte de atrás de la cabaña, luego deslizarse por una larga y empinada pendiente con un montón de piedras sueltas, después recorrer otros ciento cincuenta metros por el suelo rocoso e irregular del fondo del barranco para llegar al primer lugar donde hay alguna posibilidad de volver a escalar. E incluso allí las piedras sueltas y la tierra no lo hacen tarea fácil. Por no mencionar que el punto en el cual se llega al nivel inicial no está cerca de donde se encontró el machete.

Blatt suspiró como si ya fuera consciente de todo ello y no significara nada.

– Solo porque no sea fácil no quiere decir que no lo hiciera.

– Otro problema es el tiempo que tardaría.

– ¿Qué significa?-preguntó Kline.

– He estudiado esa zona con atención. Ir por la ruta del barranco hasta el machete requeriría demasiado tiempo. No creo que quisiera estar escalando por allí atrás cuando se descubriera el cadáver y la gente empezara a arremolinarse. Además, hay dos problemas más importantes. Uno: ¿por qué complicarlo tanto cuando podría haber enterrado el machete en cualquier sitio? Dos, y esta es la clave: el rastro de olor sigue la ruta por delante del árbol y no por detrás.

– Espere un segundo-dijo Rodriguez-. ¿No se está contradiciendo? Ha dicho que todos estos factores prueban que Flores tomó la ruta por delante del árbol, pero el vídeo prueba que no lo hizo. ¿Adónde demonios nos lleva eso?

– A una ecuación con un error grave-dijo Gurney-, pero que me parta un rayo si sé cuál es.

Durante la siguiente hora y media, el grupo le preguntó sobre la fiabilidad del vídeo, de la posibilidad de que faltaran algunos fotogramas, de la posición del cerezo en relación con la cabaña, del machete y del barranco. Sacaron los dibujos de la escena del crimen del expediente maestro del caso, los pasaron por la sala, los estudiaron. Compartieron anécdotas sobre los legendarios talentos y éxitos de la Brigada Canina. Debatieron sobre escenarios alternativos para la desaparición de Flores después de que depositara el arma del crimen, sobre la posible implicación de Kiki Muller como cómplice a posteriori, y sobre cuándo y por qué la habían matado. Siguieron unas pocas digresiones especulativas relacionadas con la psicopatología de cortar la cabeza de una víctima. Al final, no obstante, la solución al enigma básico no parecía más cercana.

– Así pues-soltó Rodriguez, resumiendo el acertijo central con la máxima sencillez posible-, según Dave Gurney, podemos estar absolutamente seguros de dos cosas. Primero, Héctor Flores tenía que pasar por delante del árbol. Segundo, no pudo pasar.

– Una situación muy interesante-dijo Gurney, sintiendo él mismo lo excitante de la contradicción.

– Podría ser un buen momento para hacer una pequeña pausa para comer-intervino el capitán, que parecía estar sintiendo más frustración que otra cosa.

52

El factor Flores

La comida no fue una reunión de gente ni nada parecido, lo cual ya le iba bien a Gurney, pues estaba tan lejos de ser un animal social como podía estarlo un hombre casado. En lugar de ir hacia la cafetería, todos se dispersaron durante la media hora de pausa para comunicarse con las BlackBerry y los portátiles.

No obstante, Gurney podría haberlo pasado mejor con treinta minutos de camaradería masculina que sentado solo en un banco congelado en el exterior de la fortaleza de la Policía del estado, absorbiendo el último mensaje que había encontrado en su teléfono, evidentemente una respuesta a su «Quiero saber más».

Decía: «Es un hombre muy interesante, debería haber sabido que mis hijas lo adorarían. Fue fantástico que viniera a la ciudad, la próxima vez ellas irán a verle. ¿Cuándo? ¿Quién sabe? Ellas quieren que sea una sorpresa».

Se quedó mirando aquellas palabras, pese a que eran un bofetón que llevaba su mente otra vez a las sonrisas desconcertantes de esas mujeres jóvenes, de nuevo al pálido Montrachet levantado en un brindis, de regreso al amenazante muro negro de su amnesia.

Fantaseó con la idea de enviarle un mensaje que comenzara: «Querido Saul…», pero decidió mantener en secreto que sabía quién era, al menos por el momento. No sabía qué valor podría tener esa carta y no quería mostrarla antes de comprender el juego. Además, aferrarse a ella le daba, de una manera minúscula, una sensación de poder. Como llevar un cortaplumas en un barrio peligroso.

Cuando entró en la sala de conferencias estaba desesperado por volver a centrarse en el caso Perry. Kline, Rodriguez y Wigg ya estaban sentados. Anderson se estaba acercando a la mesa, plenamente concentrado en una taza de café tan llena que hacía que caminar se convirtiera en todo un reto. Blatt se encontraba junto a la cafetera, inclinándola para sacar el último chorrito negro. Hardwick no había vuelto.

Rodriguez miró su reloj.

– Es la hora. Algunos ya estamos, otros no, pero es su problema. Es hora de un informe sobre las entrevistas. Bill, es tu turno.

Anderson dejó el café en la mesa con la concentración de alguien que trata de desactivar una bomba.

– Bien-dijo. Se sentó, abrió una carpeta y empezó a examinar y reordenar el contenido-. Vale, aquí estamos. Empezamos con una lista de todas las graduadas de los veinte años en que Mapleshade ha estado operativo y luego la redujimos a una relación de graduadas de los últimos cinco años. Fue en ese momento cuando pasaron de centrarse en una población general de adolescentes con problemas de conducta a ocuparse de chicas adolescentes que habían cometido abusos sexuales.

– ¿Condenadas por esos delitos?-preguntó Kline.

– No. Todo intervenciones privadas a través de familiares, terapeutas, doctores. La población de Mapleshade está formada, sobre todo, por chicas psicópatas a las que sus familias tratan de mantener alejadas de los tribunales de menores, o simplemente quieren sacarlas de la ciudad, de la casa, antes de que las descubran haciendo lo que han estado haciendo. Los padres las envían a Mapleshade, pagan por su educación y esperan que Ashton solucione el problema.

– ¿Y lo hace?

– Es difícil de saber. Las familias no hablan de eso, así que lo único que nos queda es una comprobación de los nombres de las graduadas en la base de datos de delitos sexuales para ver si alguna ha tenido problemas con la justicia desde que son adultas y han salido de Mapleshade. Hasta el momento no hemos conseguido gran cosa. Un par de las clases de graduadas de hace cuatro y cinco años, ninguna de los últimos tres años. Es difícil saber qué significa eso.

Kline se encogió de hombros.

– Puede significar que Ashton sabe lo que está haciendo o solo refleja que los abusos cometidos por mujeres, en gran medida, no se denuncian a la policía y tienden a no llevarse a juicio.

– ¿En qué gran medida?-preguntó Blatt.

– ¿Disculpe?

– ¿En qué gran medida cree que pasan sin denunciarse y sin llevarse a juicio?

Kline se recostó en su silla, mirando enfadado a lo que obviamente consideraba una distracción. Su tono era severo, académico, impaciente.

– Los mejores datos sugieren que más o menos el veinte por ciento de las mujeres y el diez por ciento de los hombres sufrieron abusos sexuales en la infancia, y que el perpetrador era una mujer en alrededor de un diez por ciento del total de casos. El resumen es que estamos hablando de millones de casos de abuso sexual y de cientos de miles de casos en los que el perpetrador era una mujer. Pero sabe tan bien como yo que siempre hay un doble rasero, una reticencia de las familias a denunciar a madres, hermanas y canguros a la Policía, una reticencia de las fuerzas policiales a tomarse en serio las acusaciones de abuso contra mujeres jóvenes, una reticencia de los tribunales a condenarlas. La sociedad no parece dispuesta a aceptar la realidad de las depredadoras sexuales de la misma manera en que aceptamos la realidad de los hombres depredadores. Pero algunos estudios apuntan que muchos de los hombres condenados por violación sufrieron abusos sexuales por parte de mujeres cuando eran niños. -Kline negó con la cabeza y dudó-. Dios, podría contarles historias de este mismo condado, casos que llegan al Tribunal de Familia a través de los Servicios Sociales. Ya conocen ese material: madres masturbando a sus propios hijos, vendiendo vídeos porno de ellos teniendo sexo entre sí. ¡Dios! Y lo que finalmente entra en el sistema judicial es solo una pequeña muestra de lo que está pasando. Pero ya me he explicado. Basta, ¿no? Deberíamos volver a centrarnos.

Blatt se encogió de hombros.

Rodriguez asintió para manifestar su acuerdo.

– Vale, Bill, pasemos al informe de llamadas telefónicas.

Anderson revolvió otra vez entre sus papeles, que ahora estaban esparcidos en una zona más amplia de la mesa.

– Las direcciones, los números de teléfono y el resto de la información de contacto que usamos eran las más recientes del archivo. El número de graduadas en el periodo de los últimos cinco años es de ciento cincuenta y dos. El promedio es de treinta por año. De las ciento cincuenta y dos, creemos que tenemos información válida de ciento veintiséis. Se hicieron llamadas iniciales a las ciento veintiséis. De esas llamadas, sesenta resultaron en contacto inmediato, con la exalumna en persona o con un familiar. De las sesenta y seis restantes a las que dejamos mensajes, doce nos han llamado antes de las nueve cuarenta y cinco de esta mañana.

– Eso suma setenta y dos contactos directos-dijo Kline con rapidez-. ¿Cuál es el resumen?

– Es difícil de decir. -Anderson sonó como si todo en su vida fuera complicado.

– Dios mío, teniente…

– Lo que quiero decir es que los resultados son diversos.

– Cogió otra hoja de papel de su pila-. De los setenta y dos, hablamos directamente con la exalumna en veintiún casos. No hay problema ahí, ¿no? O sea, que si hablamos con ellas no están desaparecidas.

– ¿Qué pasa con las otras cincuenta y una?

– En treinta y cinco casos, la persona con la que hablamos (padre, cónyuge, hermano, compañera de piso, pareja) afirmó que conocía la localización de la exalumna y que estaban en contacto con ella.

Kline iba haciendo cuentas en un bloc.

– ¿Y las otras dieciséis?

– Una mujer nos dijo que su hija había muerto en un accidente de automóvil. Otra fue muy imprecisa, es probable que ocultara algo, no parecía saber nada de nada. Otra aseguraba conocer el paradero exacto del sujeto, pero se negó a proporcionar más información.

Kline garabateó algo en su bloc.

– ¿Y las otras trece?

– Sobre las otras trece, padres, madres o padrastros o madrastras dijeron que no tenían ni idea de dónde estaba su hija.

Se hizo un silencio especulativo en la sala, que interrumpió Gurney.

– ¿Cuántas de esas desapariciones empezaron con una discusión sobre un coche?

Anderson consultó sus notas, mirándolas como si fueran la causa de su cansancio.

– Ocho.

– Cielo santo-dijo Kline en voz baja. Sacó su teléfono móvil y fue pasando iconos hasta que encontró la calculadora. Veinte segundos después anunció-: Hemos establecido contacto con setenta y dos familias de un total de ciento cincuenta y dos. Si la ratio actual de desapariciones problemáticas se mantiene, el número podría extrapolarse a unas diecisiete. Son un montón de mujeres jóvenes desaparecidas. Y podría ser peor, considerando que tal vez haya más probabilidades de desaparecidas entre las familias que no respondieron que entre las que respondieron. ¿Alguien quiere hacer comentarios sobre esto?

– ¡Creo que hemos de agradecérselo a Dave Gurney!-exclamó Hardwick, que había entrado en la sala sin ser visto. Miró a Rodriguez-. Si él no nos hubiera orientado en esta dirección…

– Me alegro de que hayas encontrado tiempo para unirte a nosotros-intervino el capitán.

– No nos dejemos llevar por teorías descabelladas-dijo Anderson sombríamente-. Todavía no hay pruebas de secuestro ni indicios de ningún otro crimen. Podríamos estar reaccionando de un modo exagerado. Todo esto podría tratarse de unas pocas chicas rebeldes urdiendo una trampa juntas.

– ¿Dave?-dijo Kline, sin hacer caso de Anderson-. ¿Quiere decir algo en este momento?

– Una pregunta para Bill: ¿cuál es el patrón de distribución de los ocho nombres en las cinco clases de graduación?

Anderson sacudió un poco la cabeza como si no hubiera oído bien.

– ¿Disculpe?

– ¿En qué clases estaban las chicas que desaparecieron?

Anderson suspiró, volvió a hojear su pila de papeles.

– Lo que necesitas-murmuró para sus adentros-, siempre está en el fondo. -Buscó entre al menos una docena de hojas antes de coger la que necesitaba-. Vale… parece que… una, dos, tres del año pasado. Luego… una, dos, tres del año anterior. Luego… una, dos del anterior a ese. Luego… eso es todo, no hay nada de antes. Son las ocho.

– Las ocho de los últimos tres años-concluyó Kline, que parecía estar tenso para intentar desentrañar algún significado en ello.

– Así que son todas de los últimos tres años-dijo Blatt-. ¿Qué se supone que significa eso?

– Para empezar-propuso Gurney-, significa que las desapariciones empezaron a ocurrir poco después de que Héctor Flores apareciera en escena.

53

La gran baza

Kline se volvió hacia Gurney.

– Eso se relaciona con lo que le dijo la secretaria de Ashton. ¿No afirmó que las dos graduadas con las que no pudo contactar estaban interesadas en Flores cuando él estaba trabajando en los terrenos de Mapleshade?

– Sí.

– Esto es una pesadilla-continuó Kline con excitación-. Supongamos por un momento que Flores es la clave de todo, que una vez que averigüemos dónde está y lo traigamos aquí entenderemos todo lo demás. Comprenderemos el asesinato de Jillian Perry, el asesinato de Kiki Muller, cómo y por qué escondió el machete donde lo hizo, por qué la cámara no lo grabó, la desaparición de Dios sabe cuántas exalumnas de Mapleshade…

– Lo último podría ser un harén-dijo Blatt.

– ¿Qué?-preguntó Kline.

– Como Charlie Manson.

– ¿Está diciendo que podría haber estado buscando seguidoras? ¿Mujeres jóvenes impresionables?

– Maniacas sexuales. De eso va Mapleshade, ¿no?

Gurney miró a Rodriguez para ver cómo podría reaccionar al comentario de Blatt a la luz de la situación con su hija, pero si sintió algo, lo escondía tras un ceño reflexivo.

El ordenador mental de Kline parecía estar de nuevo a plena potencia, mientras presumiblemente sopesaba los beneficios mediáticos de juzgar y condenar a su propia familia Manson. Trató de elaborar la idea de Blatt.

– ¿Así que está presumiendo que Flores tenía una pequeña comuna escondida en alguna parte y que convenció a estas mujeres para que se fueran de casa, cubrieran sus pistas y fueran allí?-Se volvió hacia el capitán, pareció disuadido por el ceño y prefirió dirigirse a Hardwick-. ¿Tiene alguna idea al respecto?

Hardwick respondió con lasciva ironía.

– Yo estaba pensando en Jim Jones. Un líder carismático con una congregación de acólitas núbiles.

– ¿Quién demonios es Jim Jones?-preguntó Blatt. Respondió Kline.

– Jonestown. El suicidio masivo. Cianuro en los refrescos. Murieron novecientas personas.

– Ah, sí, el antiácido. -Blatt sonrió-. Claro, Jonestown. Locos de remate.

Hardwick levantó un dedo de precaución.

– Hay que tener mucho cuidadín con los hombres que te invitan a un sitio en medio de la selva que han bautizado con su nombre.

El ceño del capitán estaba alcanzando una intensidad de tormenta.

– ¿Dave?-dijo Kline-. ¿Tiene alguna idea sobre el gran plan de Flores?

– El problema con la idea de la comuna es que Flores vivía en la propiedad de Ashton. Si estaba reuniendo a esas mujeres y metiéndolas en alguna parte, tenía que ser cerca. No creo que se trate de eso.

– ¿Entonces qué?

– Creo que se trata de lo que nos contó: «Por todas las razones que he escrito».

– ¿Y esas razones en qué se resumen?

– Venganza.

– ¿Por?

– Si tomamos en serio el prólogo de Edward Vallory, por alguna ofensa sexual grave.

Estaba claro que a Kline le gustaba el conflicto, así que a Gurney no le sorprendió que la siguiente opinión que pidió fuera la de Anderson.

– ¿Bill?

El hombre negó con la cabeza.

– La venganza normalmente adopta la forma del ataque físico, huesos rotos, asesinato. En todas las llamadas desapariciones, no hay el menor indicio de ello. -Se inclinó en la silla-. ¡Ni el menor indicio! Creo que hemos de tomar un enfoque más basado en las pruebas. -Sonrió, en apariencia, complacido con su limpio resumen.

La mirada de Kline se posó en la sargento Wigg, cuya propia mirada estaba, como siempre, en la pantalla del ordenador.

– Robin, ¿algo que añadir?

Ella respondió de inmediato, sin levantar la cabeza.

– Hay demasiadas cosas que no tienen sentido. Esto es una ecuación llena de datos erróneos.

– ¿Qué clase de datos erróneos?

Antes de que ella pudiera responder, la puerta de la sala de conferencias se abrió y entró una mujer delgada que podría haber inspirado una pintura de Grant Wood. Sus ojos grises se posaron en el capitán.

– Lamento interrumpir, señor. -Su voz sonó como si estuviera afilada por los mismos vientos fríos que su cara-. Ha ocurrido algo significativo.

– Entra-le ordenó Rodriguez-. Y cierra la puerta.

Ella cerró. Se quedó tan firme como un soldado esperando permiso para hablar.

Rodriguez parecía complacido con su formalidad.

– Muy bien, Gerson, ¿de qué se trata?

– Nos han informado de que una de las mujeres jóvenes de nuestra lista, a las que se tenía que llamar y localizar, fue víctima de un homicidio hace tres meses.

– ¿Hace tres meses?

– Sí, señor.

– ¿Tienes los detalles?

– Sí, señor.

– Adelante.

Su expresión era rígida como el cuello almidonado de su blusa.

– Nombre: Melanie Strum. Edad: dieciocho años. Graduada el 1 de mayo de este año en la Academia Mapleshade. Fue vista por última vez por su madre y su padrastro en Scarsdale, Nueva York, el 6 de mayo. Su cuerpo se encontró en el sótano de una mansión en Palm Beach, Florida, el 12 de junio.

Rodriguez hizo una mueca.

– ¿Causa de la muerte?

– Le cortaron la cabeza, señor.

Rodriguez miró a Gerson.


– ¿Cómo nos ha llegado esa información?

– A través del proceso de llamadas. El nombre de Melanie Strum estaba en la parte de la lista que me asignaron a mí. Yo hice la llamada.

– ¿Con quién hablaste?

Ella vaciló.

– ¿Puedo ir a buscar mis notas, señor?

– Deprisa, si no te importa.

Durante el minuto en que ella estuvo ausente, la única persona que habló fue Kline.

– Esto podría ser-dijo con una sonrisa de excitación-. Esto podría ser la clave.

Anderson puso la cara de un hombre que tuviera una llaga en el interior del labio. Hardwick parecía intensamente interesado. Wigg era inescrutable. Gurney estaba menos inquieto de lo que habría estado dispuesto a admitir. Se dijo que su falta de shock o de tristeza se debía a que desde el principio había asumido que las chicas desaparecidas estaban muertas. (En alguna ocasión, cuando estaba solo y agotado, algún sistema de defensa interna se rompía y se veía a sí mismo como un hombre tan emocionalmente desconectado de las vidas de los demás, tan asimétricamente consagrado a su programa de resolución de enigmas, que apenas se podía considerar un miembro de la raza humana. Sin embargo, esa visión perturbadora pasaba con una buena noche de sueño, después de la cual se decía que su falta de sentimientos era el resultado normal de una carrera en la Policía.)

Gerson volvió a entrar en la sala, bloc en mano. Llevaba el cabello castaño recogido en una cola tirante, lo que provocaba que sus rasgos parecieran inmóviles, igual de expresivos que los de una calavera.

– Capitán, tengo información de la llamada de Strum.

– Adelante.

Ella consultó su bloc.

– El teléfono lo respondió Roger Strum, el padrastro de Melanie. Cuando le expliqué el propósito de la llamada, se mostró confuso, luego expresó su rabia por que todavía no supiéramos que Melanie estaba muerta. Su mujer, Dana Strum, se unió a la conversación en el supletorio. Estaban ofendidos. Proporcionaron la siguiente información: la Policía de Palm Beach había entrado en la casa de Jordan Ballston tras un chivatazo y había descubierto el cadáver de Melanie en un congelador del sótano. La Policía…

Kline lo interrumpió.

– Jordan Ballston, ¿el tipo de los fondos de inversiones?

– No hubo mención específica a los fondos, pero en mi llamada de seguimiento al Departamento de Policía de Palm Beach me dijeron que Ballston vivía en una casa de diez millones de dólares.

– ¿El puto congelador?-murmuró Blatt, como si la contaminación alimentaria fuera lo que más lo inquietara.

– Muy bien-dijo Rodriguez-, continúa.

– El señor y la señora Strum siguieron expresando su rabia por que Ballston hubiera salido bajo fianza. ¿A quién estaba sobornando? ¿Tenía a la Policía en el bolsillo? Comentarios de ese estilo. El señor Strum indicó que si Ballston lograba salvarse con su dinero, él personalmente le metería un balazo en la cabeza a ese mal nacido. Lo repitió varias veces. Pude determinar que el 6 de mayo, el día que se fue de casa, tuvieron una discusión con Melanie sobre un coche que quería que le compraran, un Porsche Boxster que costaba cuarenta y siete mil dólares. Explicaron que ella se puso hecha una furia cuando se negaron, les dijo que los odiaba, que no quería vivir más con ellos, que no quería volver a hablarles nunca más. Dijo que se iría a vivir con una amiga. A la mañana siguiente se había marchado. La siguiente vez que la vieron fue en el depósito de cadáveres de Palm Beach.

– ¿Ha dicho que la Policía local estaba siguiendo un chivatazo cuando encontraron el cadáver?-preguntó Gurney-. ¿Hay algo más concreto sobre eso?

Gerson miró a Rodriguez, aparentemente para confirmar el derecho de Gurney a hacerle preguntas.

– Adelante-dijo el capitán con una mezcla de sentimientos.

La agente vaciló.

– Le dije al investigador jefe de Palm Beach que estábamos interesados en el caso y que queríamos disponer de la máxima información posible. Respondió que estaba dispuesto a hablar con la persona a cargo de la investigación que estuviéramos llevando a cabo aquí. Dijo que estaría disponible durante la siguiente media hora.

Después de unos pocos minutos de sopesar los pros y los contras, el fiscal y el capitán coincidieron en que la llamada, con el intercambio de información que se produjera, sería un plus en todos los sentidos. Se trasladó el teléfono fijo de la sala de conferencias al centro de la mesa en torno a la que estaban sentados. Gerson marcó el número directo que le había dado el detective de Palm Beach, le explicó con brevedad quién estaba en la sala y pulsó el botón del altavoz.

Rodriguez cedió la iniciativa a Kline, que proporcionó los nombres y cargos de la gente sentada a la mesa y describió el caso como una posible investigación de personas desaparecidas en su primera fase.

El tenue acento sureño del hombre que se hallaba al otro lado de la línea indicaba que era nativo de Florida, una rara avis en ese estado y casi insólito en Palm Beach.

– Al estar solo en mi oficina, me siento un poco en inferioridad numérica. Soy el teniente detective Darryl Becker. Comprendo por lo que he hablado con la agente de antes que están interesados en saber más del asesinato de Strum.

– Sin duda agradeceremos todo lo que pueda contarnos, Darryl-dijo Kline, que parecía estar absorbiendo y reflejando el acento de Becker-. Una pregunta que se me ocurre de buenas a primeras, ¿qué clase de chivatazo les llevó al cadáver?

– Uno no especialmente voluntario.

– ¿Cómo fue?

– El caballero que ofreció la información no era lo que llamaría un ciudadano con espíritu público que quisiera ayudar a las fuerzas del orden. Averiguó la información de una manera más que comprometedora.

– ¿De qué demonios está hablando?-murmuró Blatt, no tanto para sus adentros.

– ¿Cómo fue?-repitió Kline.

– El hombre es un ladrón. Un ladrón profesional. Se gana la vida así.

– ¿Lo cogieron en la casa de Ballston?

– No, señor. Lo cogieron saliendo de otra casa al día siguiente de haber entrado en la de Ballston. El nombre del ladrón resulta que es Edgar Rodriguez; no es pariente de su capitán, estoy seguro.

A Blatt se le escapó una risa monosilábica.

Los músculos de la mandíbula del capitán se tensaron. El absurdo comentario pareció enfadarle sobremanera.

– Deje que lo adivine-dijo Kline-. Edgar se veía venir una larga temporada en prisión y ofreció cambiar cierta información sobre el sótano de Ballston, algo que había visto allí, por un enfoque más benevolente de su situación.

– Así es a grandes rasgos, señor Kline. Por cierto, ¿cómo se escribe?

– ¿Disculpe?

– Su apellido. ¿Cómo escribe su apellido?

– K-L-I-N-E.

– Ah, con K. -Becker sonó decepcionado-. Pensaba que a lo mejor era como Patsy.

– ¿Perdón?

– Patsy Cline. No importa. Perdón por la digresión. Adelante con sus preguntas.

Kline tardó un momento en volver a centrarse.

– Entonces…, ¿lo que le dijo bastó para conseguir una orden de registro?

– Sí.

– Y cuando ejecutaron la orden, ¿qué encontraron?

– A Melanie Strum en dos piezas. Envuelta en papel de aluminio. En el fondo del congelador. Debajo de cuarenta kilos de pechugas de pollo. Y de una buena cantidad de brécol congelado.

Hardwick lanzó una risa ronca de las suyas, más sonora que la de Blatt.

Kline parecía desconcertado.

– ¿Qué hacía el ladrón abriendo paquetes de aluminio en el fondo de un congelador?

– Contó que siempre es el primer sitio en el que mira. Según él, la gente cree que es el último lugar donde miraría un ladrón, así que ponen allí sus cosas de valor. Dijo: «Si quieres encontrar diamantes, mira en el congelador». Comentó que le hacía gracia que tanta gente pensara que había tenido una idea brillante, que pensaran que iban a engañarle, que eran más listos que él. Se rio con eso.

– ¿Así que fue al congelador, empezó a desenvolver el cuerpo y…?

– En realidad-le interrumpió Becker -, empezó a desenvolver la cabeza.

Las diversas exclamaciones guturales de horror en torno a la habitación fueron seguidas por un silencio.

– ¿Siguen ahí, caballeros?-La voz de Becker sonaba divertida.

– Aquí estamos-dijo Rodriguez.

Se produjo otro silencio.

– Caballeros, ¿tienen más preguntas o esto más o menos cierra el caso de sus personas desaparecidas?

– Una pregunta-intervino Gurney-. ¿Cómo hicieron la identificación?

– Teníamos una coincidencia parcial en la sección de delitos sexuales de la base de datos del NCIC.

– ¿Un familiar directo?

– Sí. Resultó ser el padre biológico de Melanie adicto a la heroína, Damian Clark. Había sido condenado por violación, agresión sexual con agravante, abuso sexual de una menor y otros varios delitos desagradables hace unos diez años. Localizamos a la madre, que se había divorciado del marido violador y se había casado con un hombre llamado Roger Strum. Ella vino e identificó el cadáver. También tomamos una muestra de ADN suya y obtuvimos una confirmación del parentesco de primer grado, como en el caso del padre biológico. Así que no hay ninguna duda sobre la identidad de la chica asesinada. ¿Alguna pregunta más?

– ¿Tiene alguna duda sobre la identidad del asesino?-preguntó Gurney.

– No muchas. Hay algo turbio en el señor Ballston.

– Los Strum parecían bastante ofendidos por su libertad bajo fianza.

– No tanto como yo.

– ¿Logró convencer al juez de que no hay riesgo de fuga?

– Lo que logró fue presentar una garantía de fianza de diez millones de dólares y acceder a lo que equivale a un arresto domiciliario. Ha de permanecer dentro de los límites del condado de Palm Beach.

– No parece satisfecho con eso.

– ¿Satisfecho? ¿He mencionado que el forense concluyó que, antes de ser decapitada, Melanie Strum había sido violada al menos veinte veces y que tenía cortes de una cuchilla afilada en prácticamente todos los centímetros de su cuerpo? ¿Estoy satisfecho de que el hombre que hizo esto esté sentado al lado de su piscina de un millón de dólares con sus gafas de diseño de quinientos dólares mientras el bufete de abogados más caro del estado de Florida y el equipo más elegante de relaciones públicas de Nueva York hacen todo lo posible para presentarlo como la víctima inocente de un departamento de Policía incompetente y corrupto? ¿Me está preguntando si estoy satisfecho con eso?

– ¿Así que nos quedaríamos cortos si dijéramos que no está cooperando con la investigación?

– Sí, señor. Desde luego. Eso sería quedarse muy cortos. Los abogados del señor Ballston han dejado claro que su cliente no dirá ni una palabra a nadie de la Policía sobre el falso caso fabricado contra él.

– Antes de que decidiera no decir nada, ¿ofreció alguna explicación de la presencia de una mujer asesinada en su congelador?

– Solo que habían hecho trabajos frecuentes en su casa, que había tenido muchos empleados domésticos y Dios sabe cuánta gente podría haber tenido acceso a su sótano, por no mencionar al mismo ladrón.

Kline miró a su alrededor en la sala, con las palmas levantadas en un ademán inquisitivo, pero nadie tenía nada que añadir.

– Muy bien-dijo-. Detective Becker, quiero darle las gracias por su ayuda. Y por su sinceridad. Y buena suerte con su caso.

Hubo una pausa. Luego volvió a oírse el acento sureño.

– Solo me preguntaba si saben algo sobre este caso allí arriba que pueda ser útil para el que tenemos aquí.

Kline y Rodriguez se miraron el uno al otro. Gurney observó cómo los engranajes giraban mientras sopesaban los riesgos y las recompensas potenciales. El capitán finalmente se encogió de hombros, cediendo la decisión al fiscal.

– Bueno-dijo Kline, haciendo que sonara más dudoso de lo que en realidad estaba-, estamos contemplando la posibilidad de que haya más de una persona desaparecida.

– Vaya…

Hubo un silencio, que sugirió que Becker o bien se estaba tomando tiempo para absorber la información o bien se estaba preguntando por qué no se había mencionado antes. Cuando habló de nuevo, su voz había perdido la suavidad.

– ¿De cuántas personas estamos hablando exactamente?

54

Historias desagradables

En el largo camino a casa, Gurney se sintió obsesionado con la situación en Palm Beach, por la imagen de Jordan Ballston junto a su piscina, por el deseo de llegar al hombre y al fondo de ese extraño caso.

Pero llegar hasta aquel tipo no sería fácil. Ballston, que se había aislado tras un enorme muro de abogados y portavoces, a buen seguro que no iba a sentarse a hablar amigablemente del cadáver en su sótano.

Al salir del pueblecito de Musgrave, Gurney aparcó en una tienda Stewart’s abierta las veinticuatro horas para comprar café. Eran casi las tres de la tarde y estaba al borde de un síndrome de abstinencia de cafeína.

Cuando volvía a su coche con una taza humeante de medio litro, sonó su teléfono.

Era Hardwick, para comentar la jugada.

– Entonces, ¿qué opinas, Davey? ¿Una partida nueva?

– La misma partida, otro ángulo de cámara.

– ¿Ves algo que no hubieras visto antes?

– Una oportunidad. Aunque no sé cómo llegar a ella.

– ¿Ballston? ¿Crees que va a decirte algo? ¡Buena suerte!

– Es la única llave que tenemos, Jack. Tenemos que conseguir que entre en la cerradura.

– ¿Crees que está de alguna manera detrás de todo esto?

– Todavía no sé lo suficiente para creer nada. No se me ocurre ninguna manera en que pudiera haber matado a Jillian Perry. Pero te lo repito, es la única llave que tenemos. Tiene un nombre real, un negocio real y un trasfondo personal, y sienta el culo en una dirección real. En comparación con él, Héctor Flores es un fantasma.

– Muy bien, campeón, avísanos cuando ese cerebro genial tuyo descubra cómo girar esa llave. Pero no te llamaba por eso. Ha surgido más material de Karmala y sus propietarios.

– Kline me dijo que descubriste que no era una empresa de ropa.

Hardwick se aclaró la garganta.

– La punta del consabido iceberg. O más bien la punta de un manicomio. Todavía no sabemos a ciencia cierta en qué negocio está metido Karmala, pero tengo algunos datos de los Skard. Definitivamente no es gente con la que se pueda jugar.

– Espera un momento, Jack. -Gurney abrió su taza y dio un largo sorbo-. Vale, cuéntame.

– Estamos recibiendo información a pedacitos. Antes de que llegaran a Estados Unidos y se internacionalizaran, los Skard originalmente operaban desde Cerdeña, que forma parte de Italia. Italia tiene tres cuerpos policiales separados, cada uno con sus propios registros, además del material local; y luego está la Interpol, que tiene acceso a parte de ello, pero no a todo. Además, estoy recibiendo material que no está en ningún archivo (viejos rumores, cosas que se dicen, lo que sea) de un tipo de la Interpol al que le he hecho algunos favores. Así que lo que tengo son fragmentos desconectados. Algunos son únicos; otros, repetidos; algunos de ellos, contradictorios. Algunos son fiables y otros no, pero no hay forma de saber cuál es cuál.

Gurney esperó. Nunca servía de nada decirle a Hardwick que se saltara el preámbulo.

– En la superficie, los Skard son inversores internacionales de perfil alto. Centros turísticos, casinos, hoteles de mil dólares la noche, empresas que construyen yates de un millón de dólares, cosas de ese estilo. Pero se cree que el dinero que usan para adquirir bienes legales procede de algún otro lugar.

– ¿De una empresa más turbia que están ocultando?

– Exacto, y los Skard son muy eficaces ocultando. En toda la historia sangrienta de la familia, solo ha habido una detención (por agresión grave hace diez años) y ni una sola condena. Así que no hay ningún sumario, casi nada que conste por escrito. No dejan de surgir rumores de que están metidos en prostitución de lujo, esclavismo sexual, pornografía sadomaso, extorsión. Pero nada de esto se ha verificado. También tienen una representación legal muy agresiva que se abalanza con una demanda instantánea por injurias cuando aparece en la prensa algo remotamente crítico. Ni siquiera hay fotografías de ellos.

– ¿Qué ocurrió con la foto de la detención por agresión?

– Desapareció de un modo misterioso.

– ¿Nadie ha testificado nunca contra estos tipos?

– La gente que podría saber algo, que podría sentirse persuadida a decir algo, incluso aquellos que simplemente están cerca de los Skard en tiempos de tensión, bastante tienen con permanecer vivos. Las pocas personas que cooperaron con artículos en la prensa contra los Skard, incluso de manera anónima, desaparecieron en cuestión de días. Los Skard solo tienen una respuesta al problema: lo eliminan por completo. Sin reparos y sin el menor atisbo de preocupación por los daños colaterales. El ejemplo perfecto: según mi contacto en la Interpol, hace unos diez años Giotto Skard, supuesto jefe de la familia, tuvo un desacuerdo comercial con un agente inmobiliario israelí. Después de una reunión en un pequeño club nocturno de Tel Aviv, durante el cual Giotto aparentemente accedió a los términos del israelí, dijo buenas noches, salió, cerró todas las salidas y prendió fuego al local. Consiguió matar al agente inmobiliario junto con otras cincuenta y dos personas que estaban allí por casualidad.

– ¿Nadie se ha infiltrado nunca en su organización?

– Nunca.

– ¿Por qué no?

– No tienen una organización en el sentido habitual del término.

– ¿Qué quieres decir?

– Los Skard son los Skard. Una familia biológica. La única forma de entrar es por nacimiento o por matrimonio y a bote pronto no se me ocurre ninguna agente encubierta lo bastante devota al trabajo para casarse con una panda de asesinos de masas.

– ¿Familia grande?

Hardwick se aclaró la garganta otra vez.

– Sorprendentemente pequeña. De la generación mayor, se cree que solo sigue vivo uno de los tres hermanos: Giotto Skard. Podría haber matado a los otros dos. Pero nadie diría eso. Ni siquiera en un susurro. Ni siquiera como una broma. Giotto tiene (o quizá tenía) tres hijos. Nadie sabe cuántos de ellos siguen vivos o qué edad tienen con exactitud, o dónde podrían estar. Como he dicho, por escasos que sean en número, los Skard operan a escala internacional, así que se presume que los hijos están en distintos lugares del mundo donde hay que cuidar de los intereses de los Skard.

– Espera un momento. Si solo están implicados familiares, ¿qué usan como fuerza bruta?

– Se dice que se ocupan de los problemas ellos mismos. Se dice que son rápidos y eficientes. Se dice que con los años los Skard han eliminado personalmente al menos a doscientos obstáculos humanos para los objetivos comerciales de la familia, sin contar la masacre del club nocturno.

– Qué majos. Si tiene tres hijos, presumiblemente Giotto se casó.

– Oh, claro. Con Tirana Magdalena, la única componente del zoológico completamente podrido de los Skard de la que se sabe algo. Y quizá la única persona en la Tierra que alguna vez causó molestias a Giotto y vivió para contarlo.

– ¿Cómo lo consiguió?

– Era la hija del capo de una familia de la mafia albanesa. Mejor dicho, es la hija, sigue viva, en un centro de internamiento psiquiátrico. Tendrá sesenta y pico años, el don albanés tendrá unos noventa. No es que Giotto tema a un don de la Mafia. Se cuenta que fue una decisión puramente comercial por parte de Giotto dejar vivir a su mujer. No quería perder tiempo y dinero matando a albaneses encolerizados que intentarían vengar la muerte de su esposa.

– ¿Cómo demonios sabes todo esto?

– En realidad no lo sé. Como te he dicho, casi todo son rumores del tipo de la Interpol. Quizá la mayor parte sea mentira. Pero me cuadra.

– Espera. Hace un segundo has dicho que era la única componente de la familia Skard de la que se sabe algo. Has dicho que se sabe algo.

– Ah. Aún no he llegado a la parte que se conoce. La estaba reservando para el final.

55

Tirana Magdalena Skard

Tirana Magdalena era la única hija de Adnan Zog.

– ¿Zog era el don?

– Zog era el don o como coño llamen a esa posición elevada en Albania. En cualquier caso, la hija era una preciosidad.

– ¿Cómo lo sabes?

– Su belleza era legendaria. Al menos en el sórdido sur de Europa oriental. Al menos según mi Garganta Profunda en la Interpol. Además, hay fotografías. Muchas fotografías. A diferencia de los Skard, los Zog, sobre todo Tirana Magdalena, no tenían problemas con la fama. Además de ser preciosa, también era irascible, rara, con veleidades artísticas y obsesionada con ser bailarina. A papá Zog le importaba un carajo lo que ella quisiera. La veía solo como algo de potencial valor. Así que cuando el joven y ambicioso Giotto Skard se interesó en la Tirana de dieciséis años al mismo tiempo que estaba negociando una alianza comercial con Zog, este añadió a su hija como parte del trato. Probablemente lo veía como un beneficio doble. Zog le daba a Skard algo que este valoraba y que a él no le costaba nada y de paso se libraba de su hija loca, que era como un grano en el culo. Eso los convirtió a Giotto y a él en hermanos de sangre sin tener que pincharse los dedos.

– Muy eficiente.

– Muy eficiente. Así que ahora esta adolescente chiflada de dieciséis años, criada por un asesino albanés demente, se casa con un asesino sardo demente. Pero lo único que quiere Giotto son hijos, muchos hijos. Eso es bueno para el negocio. Así que ella empieza a darle hijos, que resultan ser todos varones, como él quería: Tiziano, Rafaello, Leonardo. Eso lo hace muy feliz. Pero lo único que quiere Tirana es bailar. Y cada hijo la vuelve un poco más loca. Cuando tiene el tercero ya está para que la encierren. Entonces hace su gran descubrimiento. ¡Coca! Descubre que esnifar cocaína es casi tan bueno como bailar. Esnifa montones de coca. Cuando no puede robar más dinero a Giotto (una actividad muy peligrosa, por cierto), empieza a tirarse al camello. Cuando Giotto lo descubre, lo descuartiza.

– ¿Lo descuartiza?

– Sí, al pie de la letra. En trocitos pequeños. Para dar un buen ejemplo.

– Impresionante.

– Exacto. Así que Giotto decide trasladar la familia a América. Mejor para todos, dice. Lo que en realidad quiere decir es que es mejor para el negocio. El negocio es lo único que le importa. Una vez que están aquí, Tirana empieza a follarse a camellos de coca americanos. Giotto los descuartiza. Todo el que se la tira termina descuartizado. Se folla a tantos tíos que él casi no da abasto. Al final, la echa junto con su tercer hijo, Leonardo, que ahora tiene unos diez años y es homosexual o esquizofrénico o simplemente es demasiado raro para que Giotto lo aguante. Ella se lleva el dinero que le da Giotto como regalo de despedida y abre una agencia de modelos para niños a cuyos padres les encantaría verlos en anuncios, en la tele o lo que sea. Ofrece clases de interpretación y baile para potenciar las carreras de los retoños. Entre tanto, Giotto, con sus dos hijos mayores, se concentra en su emporio de sexo y extorsión. Suena como un final feliz para todos los implicados. Pero había una abeja en la sopa.

– Una mosca.

– ¿Qué?

– Una mosca en la sopa, no una abeja.

– Una mosca, una abeja, lo que sea. El problema con la agencia de modelos de la cocainómana Tirana es que abusa de los niños. No solo se folla a los camellos de coca, también se folla a todos los niños de diez, once o doce años de los que puede echar mano.

– Dios mío. ¿Cómo terminó?

– Terminó cuando la detuvieron y la acusaron en dos docenas de casos de abusos sexuales, agresión, sodomía, violación, etcétera. La enviaron a un psiquiátrico, y ahí sigue.

– ¿Y su hijo?

– Cuando la detuvieron, se había ido.

– ¿Se había ido?

– O había huido o se lo había llevado otra vez su padre. Tal vez, desapareció en alguna clase de adopción privada. O, conociendo a los Skard, bien podría estar muerto. Giotto nunca dejaría un cabo suelto por sentimentalismo.

56

Una cuestión de control

A medio camino entre su parada en Steward’s y Walnut Crossing, el teléfono de Gurney sonó otra vez. La voz de Rebecca Holdenfield era inteligente, nerviosa; le recordaba tanto a la joven Sigourney Weaver como su cara y su pelo.

– ¿Supongo que no va a venir?

– ¿Perdón?

– ¿No revisa sus mensajes?

Lo recordó. Esa mañana tenía un mensaje de texto y uno en el buzón de voz. Miró primero el de texto, y empezó a especular sobre su amnesia. Olvidó mirar el buzón de voz.

– Dios santo, lo siento, Rebecca. Estoy yendo demasiado deprisa. ¿Me esperaba esta tarde?

– Eso es lo que me pedía en su mensaje de voz. Así que le dije que bien, que pasara.

– ¿Alguna posibilidad de dejarlo para mañana? ¿Qué día es mañana, por cierto?

– Martes. Y estoy ocupada todo el día. ¿Qué tal el jueves? Es cuando tengo el primer hueco.

– Falta demasiado. ¿Podemos hablar ahora?

– Estoy libre hasta las cinco, lo que significa que tengo diez minutos. ¿Cuál es el tema?

– Tengo unos cuantos: los efectos de ser educado por una madre promiscua, el modo de pensar de las mujeres que abusan sexualmente de niños, las debilidades psicológicas de asesinos sexuales varones… y la conducta de varones adultos bajo la influencia de un cóctel de Rohipnol.

Después de dos segundos de silencio, Holdenfield estalló en una carcajada.

– Claro. Y en el tiempo que nos quede podemos discutir las causas del divorcio, formas de acabar con las guerras y…

– Vale, vale, ya lo entiendo. Elija el tema del que cree que tendremos tiempo de hablar.

– ¿Estaba pensando en echar Rohipnol en su siguiente Martini?

– No.

– ¿Es solo una pregunta teórica, entonces?

– Más o menos.

– Hum. Bueno, no hay un rango de respuesta estándar para la conducta en estados de intoxicación en general. Diferentes sustancias químicas desvían la conducta en direcciones diferentes. La cocaína, por ejemplo, tiende a producir un aumento del deseo sexual. Pero si me está preguntando si hay límites a la conducta que permite un desinhibidor no alucinógeno, la respuesta es sí y no. No hay un límite específico que se aplique a todos, pero hay límites individuales.

– ¿Como cuáles?

– No hay forma de saberlo. Las limitaciones a nuestra conducta dependen de la precisión de nuestras percepciones, la fuerza de nuestros deseos instintivos y la fortaleza de nuestros miedos. Si la droga es un desinhibidor que elimina nuestro temor a las consecuencias, entonces nuestra conducta reflejará nuestros deseos y solo estará limitada por el dolor, la satisfacción o el agotamiento. Haremos lo que haríamos en un mundo sin consecuencias, pero no cosas que no deseáramos hacer. Los desinhibidores dan rienda suelta a impulsos propios ya existentes, pero no manufacturan impulsos que son inconsistentes con la estructura psíquica subyacente del individuo. ¿He respondido a su pregunta?

– ¿El resumen es que si se le da a alguien una droga así, llevará a cabo sus fantasías?

– Podría incluso hacer cosas con las que no se atreve a fantasear.

– Ya veo-dijo, sintiendo un mareo-. Deje que cambie de tema. Una graduada reciente de Mapleshade ha aparecido muerta: un asesinato sexual en Florida. Violación, tortura, decapitación, cadáver en la nevera del sospechoso.

– ¿Cuánto tiempo?-Como de costumbre, a Holdenfield no la arredraban los detalles escabrosos, ni evitaba que lo pareciera.

– ¿A qué se refiere?

– ¿Cuánto tiempo estuvo el cadáver en el congelador?

– El forense dice que tal vez un par de días. ¿Por qué lo dice?

– Solo me preguntaba para qué lo guardaba este tipo. Es un hombre, ¿verdad?

– Jordan Ballston, un pez gordo del negocio de los derivados financieros.

– ¿Ballston, el multimillonario? Recuerdo haber leído algo. Acusación de asesinato en primer grado. Pero eso ocurrió hace meses.

– Exacto, pero la identidad de la víctima fue originalmente omitida por los medios y la relación con las otras desapariciones de Mapleshade se acaba de descubrir.

– ¿Está seguro de que hay una relación?

– Sería una gran coincidencia si no la hay.

– ¿Han podido interrogar a Ballston?

– Aparentemente no. Se esconde detrás de una trinchera de abogados.

– Entonces, ¿en qué puedo ayudarle?

– Supongamos que consigo llegar a él.

– ¿Cómo?

– Todavía no lo sé. Supongamos que lo logro.

– Muy bien, lo estoy suponiendo. ¿Ahora qué?

– ¿De qué tendría más miedo?

– ¿Rodeado por su alambrada de abogados?-Chascó repetidamente la lengua, con rapidez, haciéndolo sonar como un acompañamiento con los dedos de su rápido pensamiento-. No temería nada…, a menos que…

– ¿Qué?

– A menos que piense que alguien más sabe lo que ha hecho, alguien que podría tener planes en conflicto con los suyos. Esa clase de situación dejaría algo fuera de su ámbito de control. Los asesinos sexuales sádicos están obsesionados al máximo con el control, y la única cosa que haría saltar los circuitos de un obseso por el control sería estar a merced de otro. -Hizo una pausa-. ¿Tiene alguna forma de contactar con Ballston?

– Todavía no.

– ¿Cómo es que tengo la sensación de que se le va a ocurrir algo?

– Aprecio su confianza.

– Ahora he de colgar. Lamento no tener más tiempo. Solo recuerde, Dave, cuanto más poder crea que tiene sobre él, más fácil es que se desmonte.

– Gracias, Becca. Gracias por su ayuda.

– Espero que no le parezca que va a resultarle fácil.

– No se preocupe. No estaba pensando en algo fácil.

– Bien. Manténgame al día, ¿vale? ¡Y buena suerte!

Igual que se le había pasado por alto el mensaje de teléfono de Holdenfield de esa mañana, se mantuvo ajeno a otro espectacular anochecer en las montañas durante el resto del trayecto a casa. Cuando se hubo desviado de la autopista del condado y ascendía por el camino serpenteante hasta su propiedad, la única luz que quedaba era de un tenue rosa apagado en el cielo occidental, e incluso apenas reparó en eso.

En la zona de transición de delante del granero, donde el camino de tierra se convertía en su sendero más estrecho y más herboso, aparcó junto al buzón, que colgaba en voladizo de un poste. Cuando estaba a punto de abrirlo, una pequeña mancha amarilla en la colina captó su atención. Se estaba moviendo lentamente por el arco del camino que discurría por encima del prado. Reconoció el rompevientos ligero de Madeleine.

El pasto de centeno y algodoncillo que se interponía entre ellos solo permitía verla de cintura para arriba, pero Dave imaginó que podía percibir el ritmo suave de sus pasos. Se sentó y la observó hasta que la trayectoria del camino y el contorno ondulado del campo hicieron que, de manera gradual, se perdiera de vista: una figura solitaria que se movía con calma hasta un impenetrable océano de hierba alta.

Gurney permaneció allí un buen rato, contemplando la colina desierta, hasta que todo el color del cielo desapareció, sustituido por un gris tan monótono como la línea que registra la ausencia de un latido. Parpadeó y notó los ojos humedecidos. Se los frotó con los nudillos y condujo el resto del camino hasta la casa.

Decidió darse una ducha con la esperanza de recuperar cierto sentido de normalidad. De pie bajo el chorro de agua caliente, sintiendo que el cosquilleante masaje le relajaba el cuello y los hombros, dejó que su mente vagara en el sonido: el suave rugido de un aguacero de verano. Durante un par de extraños segundos, su cerebro se llenó con el aroma puro y pacífico de la lluvia. Se frotó con jabón y una esponja gruesa, salió y se secó con la toalla.

Demasiado adormilado para vestirse, notando todavía el calor de la ducha, Gurney retiró la colcha de la cama y se tumbó en la sábana fría. Durante un minuto maravilloso, todo el mundo se redujo a esa sábana fría, al aire con olor a hierba que soplaba sobre él desde una ventana abierta, a una imaginada luz solar que destellaba a través de las hojas de árboles gigantes… mientras él descendía por la escalera de oníricas asociaciones libres hasta caer en un sueño profundo.

Se despertó en la oscuridad sin ninguna noción del tiempo. Habían colocado una almohada bajo su cabeza y tenía la colcha subida hasta la barbilla. Se levantó, encendió la lámpara de la mesita y miró el reloj. Eran las 19.49. Se puso la misma ropa que llevaba antes de la ducha y fue a la cocina. En el equipo de música sonaba algo barroco, levemente audible. Madeleine estaba sentada detrás de la más pequeña de las dos mesas de la estancia, con un bol de sopa de color naranja y media barra de pan, leyendo un libro. Levantó la mirada cuando él entró en la sala.

– Pensaba que a lo mejor te quedabas durmiendo hasta mañana-dijo Madeleine.

– Ya ves que no-murmuró Dave. La voz le salió ronca y tosió para aclarársela.

Madeleine volvió a mirar el libro.

– Si te apetece, hay sopa de zanahoria en el cazo y pollo frito en el wok.

Dave bostezó.

– ¿Qué estás leyendo?

La historia natural de las polillas.

– ¿La historia de qué?

Ella articuló la palabra como podría hacerlo a alguien que leyera los labios.

– Polillas. -Pasó la hoja-. ¿Había correo?

– ¿Correo? Eh… no lo sé. Creo… Oh, sí, iba a recogerlo y entonces te vi arriba de la colina y me distraje.

– Llevas bastante tiempo distraído.

– No me digas. -De inmediato lamentó su tono defensivo, pero no lo bastante como para reconocerlo.

– ¿No lo crees?

Él suspiró con nerviosismo.

– Supongo. -Fue al cazo que estaba al fuego y se sirvió un bol de sopa.

– ¿Hay algo de lo que quieras hablar?

Dave retrasó la respuesta hasta que estuvo sentado al otro lado de la mesa con su sopa y la otra mitad de la barra de pan.

– Ha ocurrido algo importante en el caso. Una antigua alumna de Mapleshade ha aparecido muerta en Florida. Un asesinato con connotaciones sexuales.

Madeleine cerró el libro y lo miró.

– Entonces…, ¿qué estás pensando?

– Es posible que las otras chicas que desaparecieron también terminen de la misma manera.

– ¿Asesinadas por la misma persona?

– Es posible.

Madeleine estudió su rostro como si hubiera en él información no escrita.

– ¿Qué?-preguntó él.

– ¿Es en eso en lo que estás pensando?

Dave sintió un torrente de malestar en el estómago.

– Forma parte de eso, sí. Otra parte es que la Policía no ha podido sacarle ni una palabra al hombre al que acusan de asesinato; nada salvo una negación categórica. Entre tanto su bufete de abogados y una firma de relaciones públicas están creando escenarios alternativos para alimentar a los medios: montones de razones inocentes por las cuales el cadáver decapitado de una mujer violada y torturada podría estar en su congelador.

– Y tú estás pensando que si pudieras sentarte a hablar con este monstruo…

– No estoy diciendo que le sacara una confesión, pero…

– Pero ¿lo harías mejor que los agentes locales?

– Eso no sería muy difícil. -Hizo una mueca interna ante su propia arrogancia.

Madeleine frunció el ceño.

– No sería la primera vez que el detective estrella está a la altura del desafío y descifra el misterio.

Dave la miró, incómodo.

Una vez más, ella parecía estar examinando el mensaje codificado en la expresión de su marido.

– ¿Qué?-preguntó.

– No he dicho nada.

– Pero estás pensando en algo. ¿Qué es? Dímelo.

Ella vaciló.

– Pensaba que te gustaban los enigmas.

– Eso lo admito. ¿Y qué?

– Entonces, ¿por qué te veo tan abatido?

La pregunta lo inquietó.

– Quizá solo estoy agotado. No lo sé.

Pero sí lo sabía. La razón de que se sintiera tan mal era que no se atrevía a contarle por qué se sentía mal. Su reticencia a revelar la absoluta desazón que sentía por haber sido drogado y la intensidad de sus preocupaciones por el Rohipnol lo habían aislado de una manera terrible.

Negó con la cabeza, como si rechazara las súplicas de su lado bueno, la vocecita que le rogaba que le contara todo a esa mujer que lo amaba. Su temor era tan grande que bloqueaba aquello mismo que habría podido eliminarlo.

57

El plan

Por más que con frecuencia fuera tensa, la relación con Madeleine siempre había sido para Gurney el principal pilar de su estabilidad. Pero en ese momento se sentía incapaz de ser sincero con ella.

Con la desesperación de un hombre que se ahoga, abrazó su único otro pilar, su identidad de detective, e intentó canalizar todas sus energías en resolver el crimen.

Estaba convencido de que el siguiente paso que debía dar en ese proceso era mantener una conversación con Jordan Ballston. Necesitaba hablar con él. Rebecca había insistido en que el miedo sería la clave para romper la cáscara del rico psicópata, y Gurney no tenía motivos para estar en desacuerdo. Y también sabía que sería difícil.

Miedo.

Era algo con lo que Gurney tenía en ese momento una familiaridad pura, íntima. Quizás esa experiencia podría servirle. ¿Qué era exactamente lo que tanto lo atemorizaba? Recuperó los tres mensajes de texto que le habían causado alarma y los releyó con atención:

Cuántas pasiones, cuántos secretos, cuántas fotografías maravillosas.

¿Está pensando en mis chicas? Ellas están pensando en usted.

Es un hombre muy interesante, debería haber sabido que mis hijas lo adorarían. Fue fantástico que viniera a la ciudad, la próxima vez ellas irán a verle. ¿Cuándo? ¿Quién sabe? Ellas quieren que sea una sorpresa.

Aquellas palabras hacían que sintiera en su pecho una sensación de mareante vacío.

Esas amenazas virulentas lo envolvían en banalidades etéreas.

Muy inconcretas y al mismo tiempo malignas.

Inconcretas. Sí, eso era. Le recordó la explicación de su profesor de literatura favorito acerca del poder emotivo de Harold Pinter: «Los peligros que nos generan el máximo terror no son aquellos que se han expresado, sino los que configura nuestra imaginación. No son las largas diatribas de un hombre airado lo que nos hiela la sangre en las venas, sino la amenaza de una voz plácida».

De inmediato había sentido lo acertado de aquella reflexión, y años de experiencia no habían hecho sino reforzar esa sensación. Lo que somos capaces de imaginar es siempre peor que aquello que la realidad sitúa ante nosotros. El mayor temor, de lejos, es el miedo hacia lo que imaginamos que acecha en la oscuridad.

Así que quizá la mejor manera de hacer sentir pánico a Ballston sería darle la oportunidad de que se asustara a sí mismo. Su ejército de abogados rechazaría cualquier ataque frontal. Gurney necesitaba una puerta trasera para franquear las murallas.

La estrategia de defensa de Ballston se basaba en una negación categórica de cualquier conocimiento de Melanie Strum viva o muerta, además de en la creación de una hipótesis alternativa que implicara el acceso de otros individuos a su casa, que explicara la presencia del cadáver de la joven. Una estrategia así se derrumbaría con consecuencias desastrosas para Ballston si podía establecerse un vínculo anterior entre él y la chica. En el mejor de los casos, la naturaleza de ese vínculo también explicaría cómo se relacionaban los asesinatos de Melanie Strum, Jillian Perry y Kiki Muller, así como las desapariciones de las otras exalumnas de Mapleshade. Pero tanto si lo explicaba como si no, Gurney estaba seguro de que descubrir la ruta de Melanie al congelador del sótano de Ballston sería un salto gigantesco hacia la solución final. Y la posible exposición de ese vínculo sería el mayor temor de Ballston.

La cuestión era cómo desencadenar ese miedo, cómo usarlo como punto de entrada en la psique de Ballston, como vía para sortear las almenas custodiadas por sus abogados. ¿Existía una persona, un lugar o una cosa cuya mención abriera la puerta? ¿Mapleshade? ¿Jillian Perry? ¿Kiki Muller? ¿Héctor Flores? ¿Edward Vallory? ¿Allessandro? ¿Karmala Fashion? ¿Giotto Skard?

Y por difícil que fuera elegir el nombre mágico, la parte más complicada sería manejar el diálogo que siguiera, el arte de Pinter de sugerir sin especificar, de desconcertar sin proporcionar detalles. El reto consistiría en proporcionar el oscuro espacio en el cual Ballston imaginaría lo peor, la soga con la que podría ahorcarse.

Eran más de las diez y Madeleine ya se había ido a acostar. Gurney, en cambio, estaba bien despierto, paseando a lo largo de la gran cocina, inmerso en posibilidades, evaluaciones de riesgo, logística. Redujo las potenciales llaves para abrir la puerta de Ballston a los tres nombres que consideraba más prometedores: Mapleshade, Flores, Karmala.

De entre estos, finalmente puso a Karmala, por un milímetro, en lo alto de la lista. Todas las chicas de Mapleshade de las que se sabía que habían desaparecido habían salido en anuncios casi pornográficos de Karmala Fashion; Karmala no parecía estar en el negocio en el que se suponía que estaba; estaba relacionado con los Skard, y se rumoreaba que estos andaban metidos en una empresa de sexo criminalizado, y el asesinato de Melanie Strum era un crimen sexual. De hecho, el nombre de Edward Vallory y la política de admisiones de Mapleshade sugerían que todo lo relacionado con el caso hasta el momento era, en cierto modo, un delito sexual o su resultado.

Gurney era consciente de que la cadena lógica hasta Karmala no era perfecta, pero exigir la lógica perfecta (por más que le atrajera ese concepto) no conducía a soluciones, sino a una parálisis. Había aprendido que en el trabajo policial, como en la vida, la pregunta clave no era: «¿Estoy absolutamente seguro de lo que creo?». La pregunta que importaba era: «¿Estoy lo bastante seguro para actuar según esa creencia?».

En este caso, la respuesta de Gurney era afirmativa. Se habría jugado algo a que algún detalle respecto a Karmala incomodaría a Jordan Ballston. Según el viejo reloj de encima del aparador, eran poco más de las diez cuando hizo la llamada al Departamento de Policía de Palm Beach para conseguir el número de Ballston.

Nadie asignado al caso Strum estaba de servicio esa noche, pero el sargento de guardia pudo darle el teléfono móvil de Darryl Becker.

Para su sorpresa, este respondió tras el primer tono.

Gurney explicó lo que quería.

– Ballston no habla con nadie-dijo Becker, tozudo-. Las comunicaciones entran y salen a través de Markham, Mull & Sternberg, su principal bufete de abogados. Pensaba que lo había dejado claro.

– Yo podría tener una forma de llegar a él.

– ¿Cómo?

– Voy a tirar una bomba por su ventana.

– ¿Qué clase de bomba?

– La clase de bomba que hará que quiera hablar conmigo.

– ¿Se trata de algún jueguecito, Gurney? He tenido un día muy largo. Quiero hechos.

– ¿Está seguro?

Becker se quedó en silencio.

– Mire, si puedo desequilibrar a este mal nacido será positivo para todos. En el peor de los casos estaríamos en el punto de partida. Lo único que va a darme es un número de teléfono, no autorización oficial para que haga nada, así que si hay alguna consecuencia, que no creo que la haya, no le caerá encima. De hecho, ya he olvidado por adelantado de dónde saqué el número.

Se produjo otro breve silencio, seguido por unos pocos clics en un teclado y a continuación Becker leyó un número que empezaba con el prefijo de Palm Beach. Luego colgó.

Gurney pasó varios minutos imaginando y luego sumergiéndose en una versión simple del tipo de personaje infiltrado con capas por el que había abogado en sus clases en la academia; en este caso debía ser un hombre frío y reptiliano, que acechara bajo un fino barniz de modales civilizados.

Una vez que tuvo claras las ideas en relación con la actitud y el tono que debía adoptar, activó el bloqueador de identidad en su teléfono e hizo la llamada al número de Palm Beach. Esta fue directamente a su buzón de voz.

Una voz de malcriado, imperiosa, anunció: «Soy Jordan. Si quiere recibir una respuesta, por favor, deje un mensaje específico en relación con el objeto de su llamada». El «por favor» sonaba con una condescendencia rasposa que implicaba lo contrario de su significado normal.

Gurney habló con voz pausada y cierta torpeza, como si las implicaciones de un discurso educado fueran para él una danza extraña y difícil. También añadió el más sutil atisbo de un acento del sur de Europa.

– El objeto de mi llamada es su relación con Karmala Fashion, que he de discutir con usted lo antes posible. Volveré a llamarle dentro de, más o menos, treinta minutos. Por favor esté disponible para responder el teléfono y seré más «específico» en ese momento.

Gurney estaba haciendo tres suposiciones fundamentales: que Ballston estaba en casa, como requería su libertad bajo fianza; que un hombre en su comprometida situación filtraba sus llamadas y comprobaba sus mensajes de manera obsesiva; y que la manera en que escogiera manejar la prometida llamada a los treinta minutos revelaría la naturaleza de su implicación con Karmala.

Hacer una suposición era arriesgado. Hacer tres era una locura.

58

En acción

A las 22.58 Gurney hizo su segunda llamada. Respondieron al tercer tono.

– Soy Jordan. -La voz en vivo sonaba más rígida, más vieja que en el saludo de la grabación.

Gurney sonrió. Aparentemente Karmala era la palabra mágica. Haber acertado a la primera hizo que le subiera la adrenalina. Sentía que había logrado el acceso a un torneo de apuestas muy altas en el cual el reto consistía en deducir las reglas del juego por la actitud del oponente. Cerró los ojos y se metió en su personaje de serpiente que simula ser inofensiva.

– Hola, Jordan. ¿Cómo está?

– Bien.

Gurney no dijo nada.

– ¿De… de qué se trata?

– ¿Usted qué cree?

– ¿Qué? ¿Con quién estoy hablando?

– Soy policía, Jordan.

– No tengo nada que decir a la Policía. He dejado claro que…

Gurney lo interrumpió.

– ¿Ni siquiera de Karmala?

Hubo una pausa.

– No sé de qué está hablando.

Gurney suspiró. Hizo un sonido de succión con los dientes, aburrido.

– No tengo ni idea de qué está hablando-reiteró Ballston.

De haber sido cierto, pensó Gurney, ya habría colgado. O ni siquiera habría contestado la llamada.

– Bueno, Jordan, la cuestión es que si tiene información que esté dispuesto a compartir quizá podríamos resolver las cosas a su favor.

Ballston dudó.

– Mire…, eh, ¿por qué no me da su nombre, agente?

– No es una buena idea.

– ¿Perdón? No…

– Mire, Jordan, esto es una exploración preliminar. ¿Entiende lo que estoy diciendo?

– No estoy seguro.

Gurney suspiró otra vez, como si el discurso en sí fuera una pesadez.

– No se hace una oferta formal sin indicación de que será considerada seriamente. Una voluntad de proporcionar información útil sobre Karmala Fashion podría concretarse en una actitud procesal muy diferente hacia su caso, pero necesitaríamos percibir un sentido de cooperación por su parte antes de discutir las posibilidades. Estoy seguro de que lo entiende.

– No, la verdad es que no. -La voz de Ballston era quebradiza.

– ¿No?

– No sé de qué está hablando. Nunca he oído hablar de Caramel Fashion, o como se llame. Así que es imposible que pueda contarles nada.

Gurney rio con suavidad.

– Muy bien, Jordan. Eso está muy bien.

– Hablo en serio. No sé nada de esa compañía, de ese nombre, sea lo que sea.

– Es bueno saberlo. -Gurney dejó que un atisbo del reptil penetrara en su voz-. Es bueno para usted. Y bueno para todos.

El atisbo pareció tener un efecto aturdidor. Ballston permanecía callado.

– ¿Sigue con nosotros, Jordan?

– Sí.

– ¿Así que ya hemos solucionado esa parte?

– ¿Parte?

– Esa parte de la situación. Pero tenemos más cosas de que hablar.

Hubo una pausa.

– Usted no es policía, ¿verdad?

– Por supuesto que soy policía. ¿Por qué iba a decir que era policía si no lo fuera?

– ¿Quién es realmente y qué quiere?

– Quiero ir a verle.

– ¿A verme?

– No me gusta mucho el teléfono.

– No entiendo qué quiere.

– Solo charlar un poco.

– ¿Sobre qué?

– Basta de tonterías. Es un tipo inteligente. No hable como un estúpido.

De nuevo, Ballston parecía aturdido en el silencio. Gurney pensó que casi podía oír el temblor en la respiración del hombre. Cuando Ballston habló de nuevo, su voz había caído a un susurro aterrorizado.

– No estoy seguro de quién es, pero… todo está bajo control.

– Bien, todos estarán contentos de oírlo.

– En serio. Lo digo en serio. Todo está bajo control.

– Bien.

– Entonces, ¿qué más…?

– Una charla. Cara a cara. Solo queremos estar seguros.

– ¿Seguros? Pero ¿por qué? O sea…

– Como he dicho, Jordan… ¡No me gusta el puto teléfono!

Otro silencio. Esta vez Ballston apenas parecía respirar.

Gurney volvió a recuperar su tono de aterciopelada calma.

– Muy bien, no hay de qué preocuparse. Así que esto es lo que haremos. Subiré hasta allí. Hablaremos un poco. Nada más. ¿Lo ve? No hay problema. Es fácil.

– ¿Cuándo quiere hacerlo?

– ¿Qué le parece dentro de media hora?

– ¿Esta noche?-La voz de Ballston estaba a punto de quebrarse.

– Sí, Jordan, esta noche. ¿Cuándo coño va a ser dentro de media hora?

En el silencio de Ballston, Gurney imaginó su sensación de puro temor. El momento ideal para terminar la llamada. Colgó y dejó el teléfono en la punta de la mesa del comedor.

A la luz tenue, detrás del otro lado de la mesa, Madeleine estaba de pie en pijama en el umbral de la cocina. La parte de arriba no coincidía con la de abajo.

– ¿Qué está pasando?-preguntó, pestañeando con somnolencia.

– Creo que tenemos un pez en el anzuelo.

– ¿Tenemos?

Con un deje de enfado, reformuló su comentario.

– El pez de Palm Beach parece que ha picado, al menos por el momento.

Ella asintió reflexivamente.

– ¿Y ahora qué?

– Hay que recoger el hilo. ¿Qué si no?

– Entonces, ¿con quién te vas a reunir?

– ¿Reunirme?

– Dentro de media hora.

– ¿Me has oído decir eso? De hecho, no voy a reunirme con nadie dentro de media hora. Quería sugerirle a Ballston la idea de que estaba cerca. Aumentar su inquietud. También le dije que subiría hasta allí, para que creyera que estaba en Lake Worth o South Palm.

– ¿Qué pasará cuando no aparezcas?

– Se preocupará. Tendrá problemas para dormir.

Madeleine parecía escéptica.

– ¿Y luego qué?

– Todavía no lo he preparado.

A pesar de que en parte era verdad, la antena de Madeleine pareció detectar cierta falsedad en la respuesta.

– Entonces, ¿tienes un plan o no?

– Tengo una especie de plan.

Ella lo miró expectante.

No se le ocurrió manera alguna de salir del embrollo que no fuera tomando el toro por los cuernos.

– Necesito estar cerca de él. Es obvio que tiene alguna relación con Karmala Fashion, que la relación es peligrosa y que le aterroriza. Pero necesito saber más, cuál es exactamente la conexión, de qué trata Karmala, cómo se relacionan Karmala y Jordan Ballston con las otras piezas del caso. No hay forma de que pueda hacer todo eso por teléfono. Necesito verle los ojos, leer su expresión, observar su lenguaje corporal. También necesito aprovechar el momento, mientras el hijo de perra se retuerce en el anzuelo. Ahora mismo su miedo juega a mi favor. Pero no durará.

– ¿Así que te vas a Florida?

– Esta noche no. Quizá mañana.

– ¿Quizá mañana?

– Seguramente mañana.

– Martes.

– Sí. -Se preguntó si había olvidado algo-. ¿Tenemos algún otro compromiso?

– ¿Cambiaría algo?

– ¿Lo tenemos?

– Como he dicho, ¿cambiaría algo?

Una pregunta tan sencilla y, en cambio, qué extrañamente difícil de responder. Quizá porque Gurney la oía como un sucedáneo de las preguntas más importantes que esos días no habían estado nunca lejos de la mente de Madeleine: «¿Alguna cosa que planeemos hacer juntos cambiaría algo? ¿Alguna parte de nuestra vida en común sería alguna vez más importante que el siguiente paso en una investigación? ¿Estar juntos alguna vez importará más que el hecho de que seas detective? ¿O perseguir lo que sea que siempre estás persiguiendo estará siempre en el centro de tu vida?».

Claro que quizás estaba leyendo demasiado en un comentario huraño, en un malhumor pasajero en plena noche.

– Mira, dime si se supone que tengo que hacer algo mañana que de alguna manera he olvidado-dijo con sinceridad-, y te diré si cambia algo.

– Eres un hombre muy razonable-contestó ella, burlándose de su sinceridad-. Me vuelvo a la cama.

Durante un rato después de que ella se fuera, sus prioridades se mezclaron. Fue al lado no iluminado de la sala, a la zona de asientos entre la chimenea y la estufa Franklin. El aire se notaba frío y olía a ceniza. Se hundió en su sillón de piel. Se sentía inquieto, a la deriva. Un hombre sin puerto.

Se quedó dormido.

Se despertó a las dos de la madrugada. Se levantó de la silla, estiró los brazos y volvió al trabajo.

Su mente se había aclarado y, en apariencia, había resuelto las dudas que podría tener sobre sus planes para ese nuevo día. Sacó la tarjeta de crédito de la cartera, fue al ordenador del despacho y escribió en el formulario de búsqueda: «Vuelos desde Albany, NY, a Palm Beach, FL».

Mientras se estaban imprimiendo sus billetes de ida y vuelta, junto con su guía de turismo de Palm Beach, se dirigió a la ducha. Y cuarenta y cinco minutos más tarde, después de escribir una nota a Madeleine en la que le prometía que volvería a casa esa tarde a las siete, estaba de camino al aeropuerto, sin llevar nada más que su cartera, su teléfono móvil y lo que había impreso.

Durante el trayecto de cien kilómetros hacia el este por la I-88, hizo cuatro llamadas. La primera fue a un servicio de limusinas de lujo, abierto las veinticuatro horas del día, para encargar la clase de vehículo adecuado para que lo fueran a recoger a Palm Beach. La siguiente fue a Val Perry, porque iba a gastar su dinero en algunas compras caras pero necesarias, y quería que constara, aunque fuera en el buzón de voz en las primeras horas de la mañana.

Su tercera llamada, a las 4.20 de la mañana, fue a Darryl Becker. Para su sorpresa, Becker no solo lo cogió, sino que sonó suficientemente despierto, o tan despierto como puede parecer un hombre con acento sureño a oídos de un hombre del norte.

– Me iba al gimnasio-dijo Becker-. ¿Qué pasa?

– Tengo algunas buenas noticias y necesito un gran favor.

– ¿Cómo de buenas y cómo de grande?

– He probado suerte con Ballston por teléfono y he pinchado en hueso. Voy a verlo, a ver qué ocurre si sigo pinchando.

– No habla con policías. ¿Qué demonios le ha dicho para que hable con usted?

– Es una larga historia, pero el hijo de perra se derrumba. -Gurney aparentaba más confianza de la que en realidad tenía.

– Estoy impresionado. ¿Cuál es el favor?

– Necesito un par de tipos grandes, con mala pinta, para que estén junto a mi coche mientras estoy en la casa de Ballston.

Becker sonó incrédulo.

– ¿Tiene miedo de que se lo roben?

– Necesito crear cierta impresión.

– ¿Cuándo hay que crear esa impresión?

– Alrededor del mediodía de hoy. Por cierto, pagaré bien. Quinientos dólares a cada uno por una hora de trabajo.

– ¿Por quedarse junto a su coche?

– Por quedarse junto a mi coche y simular ser matones de la Mafia.

– Por quinientos la hora se puede arreglar. Puede recogerlos en mi gimnasio de West Palm. Le daré la dirección.

59

Infiltrado

El avión de Gurney despegó de Albany a la hora prevista, las 5.05. Hizo escala en Washington D.C. -llegando por los pelos a una conexión muy ajustada-y aterrizó en el aeropuerto internacional de Palm Beach a las 9.55.

En la zona de recepción para limusinas, entre la docena de conductores uniformados que esperaban a los viajeros que llegaban había uno con un cartel con el nombre de Gurney.

Era un joven latino de pómulos prominentes, pelo tan negro como tinta de calamar y un pendiente de diamante en una oreja. Al principio pareció un poco confundido, incluso enfadado, por la ausencia de equipaje, hasta que Gurney le dio la dirección de la primera parada: el Giacomo Emporium en Worth Avenue. Entonces se animó, quizá razonando que un hombre que viajaba ligero por conveniencia y después compraba lo que necesitaba en Giacomo tenía que dar buenas propinas.

– El coche está fuera, señor-dijo con un acento que a Gurney le pareció centroamericano-. Es muy bonito.

Una puerta giratoria los condujo del clima atemporal común en el interior de todos los aeropuertos a un baño de vapor tropical, que le recordó a Gurney que no había nada otoñal en el sur de Florida en septiembre.

– Allí, señor-dijo el conductor, cuya sonrisa reveló una pésima dentadura para tratarse de un hombre joven-. El primero.

El coche, como Gurney había especificado en su llamada de antes del amanecer, era un Mercedes S600 sedán, la clase de vehículo de seis cifras que podía verse una vez al año en Walnut Crossing. En Palm Beach era tan común como las gafas de sol de quinientos dólares. Gurney se metió en el asiento de atrás: una cápsula silenciosa y sin humedad, de piel suave, moqueta suave y ventanas suavemente tintadas.

El chófer le cerró la puerta, se metió en el asiento delantero y deslizó con cuidado el Mercedes en el flujo de taxis y autobuses lanzadera.

– ¿La temperatura está bien?

– Sí.

– ¿Quiere música?

– No, gracias.

El chófer sorbió, tosió, redujo mucho la velocidad cuando el coche pasó por un charco del tamaño de un estanque.

– Ha estado lloviendo de mala manera.

Gurney no respondió. Nunca le había gustado hablar por hablar y en compañía de desconocidos se sentía más cómodo en silencio. No se pronunció ni una sola palabra más hasta que el coche se detuvo a la entrada del muy elegante centro comercial donde se encontraba el Giacomo Emporium.

El chófer lo miró por el retrovisor.

– ¿Sabe cuánto tiempo va a estar?

– No mucho-dijo Gurney-. Cinco minutos máximo.

– Entonces me quedo aquí. Si la policía me dice algo, doy una vuelta. -Hizo un gesto orbital con el dedo índice para ilustrar el proceso que pretendía llevar a cabo-. Doy una vuelta y sigo pasando por delante, hasta que esté aquí, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

El impacto de salir otra vez a la atmósfera caliente y húmeda se intensificó por el golpe visual de pasar de los vidrios tintados del coche a la luz deslumbrante del sol de Florida a media mañana. El centro comercial estaba decorado con semilleros de palmeras y helechos, y lirios asiáticos en macetas. El aire olía a flores hervidas.

Gurney se apresuró a entrar en la tienda, donde el aire olía más a dinero que a flores. La clientela, mujeres rubias de entre treinta y sesenta años, se movía a través de los meticulosamente dispuestos mostradores de ropa y complementos. El personal de ventas, chicos y chicas anoréxicos de veintitantos años, tenía aspecto de tratar de parecerse a los chicos y chicas anoréxicos de los anuncios de Giacomo.

La ansiedad de Gurney por salir corriendo de ese ambiente chic lo hizo volver a la calle al cabo de diez minutos. Nunca se había gastado tanto en tan poco: unos sorprendentes 1.879,42 dólares por unos pantalones, un par de mocasines, un polo y unas gafas de sol, seleccionadas con la ayuda de un esbelto joven que exhibía el moderno hastío de una víctima reciente de la mordedura de un vampiro.

En un probador, Gurney se había quitado sus tejanos gastados, camiseta, zapatillas deportivas y calcetines y se había puesto su nueva y cara indumentaria. Quitó las etiquetas y se las entregó al vendedor junto con su ropa vieja, que le pidió que envolviera en una caja de Giacomo.

Fue entonces cuando el vendedor le ofreció la primera sonrisa desde que había entrado en la tienda.

– Es como un Transformer-dijo, presumiblemente refiriéndose a un juguete que se convertía al instante de una cosa en otra.

El Mercedes estaba esperando. Gurney entró, miró en la guía turística que había impreso y le dio al chófer la siguiente dirección, a poco más de un kilómetro.

Nails Delicato era un pequeño negocio regentado por cuatro manicuras de peinados extravagantes que parecían tambalearse en la endeble frontera que separaba las top models de ropa cara de las putas de tarifa cara. Nadie pareció reparar en el hecho de que Gurney fuera el único cliente varón, o a nadie pareció importarle. La manicura a la que le asignaron tenía sueño. Aparte de disculparse varias veces por bostezar mientras se ocupaba de sus uñas, no dijo nada hasta que estuvo casi al final del proceso, aplicando un esmalte transparente.

– Tiene manos bonitas-observó-. Debería cuidarlas mejor. -Su voz era al mismo tiempo joven y cansada, y parecía resonar con la tristeza prosaica de sus ojos.

Cuando estaba pagando a la salida, Gurney compró un tubito de gel para el cabello en el exhibidor de cremas y cosméticos del aparador. Abrió el tubo, se echó una pequeña cantidad de gel en las manos y se frotó el pelo, buscando el aspecto despeinado tan popular en el momento.

– ¿Qué opina?-le preguntó a la anodinamente hermosa joven que se ocupaba de cobrar.

La pregunta implicó a la mujer hasta un grado que sorprendió a Gurney. Pestañeó varias veces como si quisiera despertar de un sueño, salió a la parte delantera del mostrador y estudió la cabeza de Gurney desde varios ángulos.

– ¿Puedo…?-preguntó.

– Por supuesto.

La joven pasó los dedos en zigzags por el cabello de Gurney, moviéndolo a un lado y a otro y tirando de algunos mechoncitos para ponerlos de punta. Al cabo de unos segundos, la joven retrocedió, con un destello de satisfacción en la mirada.

– ¡Ya está!-declaró-. Este es su verdadero yo.

Gurney se echó a reír, lo cual pareció confundirla. Todavía riendo, le cogió la mano y, en un impulso, se la besó sin que se le ocurriera ninguna razón sensata para hacerlo, lo cual también pareció confundirla a ella, aunque de un modo más agradable. Luego salió al baño de vapor de Florida, volvió al Mercedes y le dio al chófer la dirección del gimnasio de Darryl Becker.

– Hemos de recoger a un par de tipos en West Palm-explicó-. Luego iremos a visitar a un hombre en South Ocean Boulevard.

60

Bailar con el diablo

Como cualquiera de los que habían asistido a sus clases en la academia ya habría comprendido, el enfoque de Gurney del trabajo infiltrado era más complejo que el del detective medio. No era solo cuestión de envolverse en modales, actitudes e historia de la identidad que se adoptaba. Se trataba de algo más retorcido que eso, y exponencialmente más difícil de manejar. Su enfoque por capas implicaba crear un personaje complejo para que el objetivo lo penetrara, un código para que lo descifrara, un sendero que pudiera seguir para llegar a las convicciones que Gurney quería que abrazara.

En aquel caso, no obstante, se añadía otra dimensión de dificultad. En anteriores ocasiones siempre había sabido con exactitud a qué punto final de su identidad quería que llegara su objetivo. En esta ocasión no era así, porque la identidad apropiada dependería de la naturaleza exacta de la operación que realizaba Karmala y de la relación de Ballston con ella, y ambas cosas seguían siendo incógnitas de la ecuación. Eso dejaba a Gurney en la posición de tener que avanzar a tientas, sabiendo que un paso en falso podría resultar fatal.

Cuando el coche dobló por South Ocean Boulevard, a tres kilómetros de la dirección de Ballston, la absurda dificultad de lo que pretendía empezó a calar en Gurney. Iba a entrar desarmado en la casa de un asesino sexual psicópata. Su única defensa y su oportunidad para tener éxito residían en la creación de un personaje que tendría que inventar sobre la marcha, siguiendo las reacciones de Ballston lo mejor que pudiera, paso a paso. Era un reto como los de Alicia en el País de las Maravillas. Un hombre cuerdo probablemente retrocedería. Un hombre cuerdo con una mujer y un hijo se echaría atrás sin ninguna duda.

Se dio cuenta de que estaba corriendo demasiado: la adrenalina estaba guiando sus decisiones. Era un error que podría conducir a más errores. Peor aún, le privaba de su principal fortaleza. Era en su capacidad analítica en lo que sobresalía, no en la calidad de su adrenalina. Necesitaba pensar. Se preguntó qué sabía a ciencia cierta, si tenía algo que se pareciera a un punto de partida firme para encauzar su conversación con Ballston.

Sabía que el hombre estaba asustado y que su temor estaba relacionado con Karmala Fashion. Se creía que Karmala estaba controlada por la familia Skard, que estos eran, entre otras cosas gente desagradable, proxenetas de prostitutas de lujo. También parecía que habían enviado a Melanie Strum a Ballston para satisfacer sus necesidades sexuales. No era un gran salto imaginar que Karmala estaba implicada en el proceso. Si podían descubrirse indicios que relacionaran Karmala con Ballston y Strum, la condena de Ballston estaría asegurada. Eso podría ser una explicación de su temor. Salvo que Gurney tenía la impresión de que el hombre no solo estaba atemorizado por su mención de Karmala, y por consiguiente por el conocimiento de algún vínculo por parte de Gurney, sino por la propia Karmala.

¿Y cuál era el significado de la extraña insistencia de Ballston al teléfono en que todo estaba «bajo control»? Eso no tendría sentido si creía que Gurney era alguna clase de detective legítimo. Pero podría tenerlo si pensaba que Gurney era un representante de Karmala o de alguna otra clase de organización peligrosa con la que tuviera relaciones comerciales.

Esa era la razón de la presencia en el coche de dos hombres enormes de rostro pétreo que acababa de recoger en el gimnasio de Darryl Becker. Aparte de identificarse mínimamente como Dan y Frank y de confirmarle a Gurney que Becker los había informado y sabían lo que tenían que hacer, no habían dicho ni una palabra más. Parecían defensas del equipo de fútbol norteamericano de la cárcel, cuya idea de la comunicación era impactar a plena velocidad con algo, a ser posible contra otra persona.

Cuando el coche se detuvo con suavidad ante la casa de Ballston, Gurney se dio cuenta con cierto abatimiento de que sus suposiciones eran, en realidad, demasiado inciertas como para justificar lo que estaba haciendo. Sin embargo, no contaba con nada más. Y tenía que hacer algo.

A instancias de Gurney, los dos hombretones salieron, y uno de ellos le abrió la puerta. Gurney miró su reloj. Eran las once cuarenta y cinco. Se puso sus gafas de sol de quinientos dólares y bajó del coche frente a una verja de hierro forjado situada al final del sendero de adoquines amarillos. La verja constituía la única interrupción en la alta pared que encerraba la propiedad con vistas al océano. Como en el caso de sus vecinos en ese lujoso tramo costero, la finca había pasado de ser una barra de bahía cubierta de maleza, avena de mar y palmitos a convertirse en un opulento jardín botánico con suelo acolchado de marga en el que florecían plumerias, hibiscos, adelfas, magnolias y gardenias.

A Gurney le olía a gánster.

Sus dos acompañantes de alquiler permanecieron de pie junto al coche, irradiando una violencia apenas reprimida, y él se acercó al intercomunicador instalado en una columna de piedra, junto a la verja. Además de la cámara incorporada en el intercomunicador, había otras dos de seguridad montadas en postes a ambos lados del sendero, en ángulos de intersección que cubrían la aproximación a la verja así como un amplio segmento del bulevar adyacente. La verja también era directamente observable desde al menos una ventana del primer piso de la mansión de estilo colonial que se alzaba al final del sendero amarillo. En un entorno tan frondoso y florido el hecho de que no hubiera en el suelo ni un solo pétalo ni una sola hoja caída desvelaba algo sobre las obsesiones del propietario.

Cuando Gurney pulsó el botón del intercomunicador, la respuesta fue inmediata; el tono, mecánicamente educado.

– Buenos días. Por favor, identifíquese y exponga el motivo de su visita.

– Dígale a Jordan que estoy aquí.

Hubo una breve pausa.

– Por favor, identifíquese y exponga el motivo de su visita. Gurney sonrió, luego dejó que la sonrisa se desdibujara.

– Solo dígaselo.

Otra pausa.

– Debo comunicarle un nombre al señor Ballston.

– Por supuesto-dijo Gurney, sonriendo otra vez.

Reconoció que estaba en una encrucijada. Barajó las distintas opciones y eligió la que ofrecía la mejor recompensa al mayor riesgo.

De nuevo dejó que la sonrisa se desdibujara.

– Mi nombre es Quetejodan.

No ocurrió nada durante varios segundos. Luego hubo un clic metálico apagado y la verja se abrió poco a poco sin otro sonido.

Una cosa que Gurney había olvidado hacer con las prisas de todo lo demás era buscar fotos de Ballston en Internet. No obstante, cuando se abrió la puerta de la mansión al acercarse a ella, no le cupo duda de la identidad del hombre que se presentó ante él.

Su apariencia cumplía con lo que uno podría esperar de un multimillonario criminalmente decadente. Había algo de consentimiento en su cabello, su piel y su ropa; una expresión de desdén en su boca, como si el mundo en general quedara muy por debajo de sus estándares; una crueldad autoindulgente en sus pupilas. Gurney también reparó en un tic en la nariz, que sugería una fuerte adicción a la cocaína. Era más que evidente que para Jordan Ballston no había nada en la Tierra tan importante, ni remotamente, como conseguir lo que quería, y lograrlo rápido, fuera cual fuese el coste que pudiera causarle a otros.

Ballston contempló a Gurney con ansiedad mal disimulada y contrayendo la nariz de manera involuntaria.

– No entiendo de qué va esto. -Miró más allá de Gurney por el sendero, al Mercedes bien custodiado, con las pupilas ensanchándose solo un instante.

Gurney se encogió de hombros, sonrió como si estuviera desenfundando un cuchillo.

– ¿Quiere que hablemos fuera?

Ballston aparentemente se lo tomó como una amenaza. Parpadeó, negó con la cabeza con nerviosismo.

– Pase.

– Bonitos adoquines-dijo Gurney, adentrándose más allá de Ballston en la casa.

– ¿Qué?

– Los adoquines amarillos del sendero. Son bonitos.

– Oh. -Ballston asintió, pareció confundido.

Gurney estaba de pie en medio del gran vestíbulo, adoptando la mirada fulminante de un asesor en la ejecución de una hipoteca. En la pared de enfrente, entre las barandillas curvadas de una doble escalinata, había una enorme pintura de una piscina. La reconoció del curso de introducción al arte al que había asistido con Madeleine un año y medio antes, el curso que impartía Sonya Reynolds, el que lo había lanzado a su desventurada afición a retocar fotos de ficha policial. La pintura era una de las obras más famosas de un artista contemporáneo.

– Me gusta-anunció Gurney, señalándola como si su beneplácito fuera un método de selección que lo salvara del cubo de la basura.

Ballston parecía vagamente aliviado por la aprobación, pero no menos desconcertado.

– Ese tipo es un mariconazo-explicó Gurney-, pero lo que hace vale un pastón.

Ballston hizo un intento espantoso de sonreír. Se aclaró la garganta, pero al parecer no se le ocurrió nada que decir.

Gurney se volvió hacia él, ajustándose las gafas de sol.

– Bueno, Jordan, ¿colecciona mucho arte de maricones?

Ballston tragó saliva, sorbió, se retorció.

– Tengo algunos warhol.

– ¿Sí? ¿Dónde podemos sentarnos y charlar?

De su experiencia en innumerables interrogatorios, Gurney había aprendido a apreciar el efecto desconcertante de los cambios de tema repentinos.

– Uh…-Ballston miró a su alrededor como si estuviera en una casa ajena-. ¿Allí?-Extendió un brazo con cautela hacia el amplio arco que conducía a una sala de estar elegante y amueblada con muebles antiguos-. Podemos sentarnos allí.

– Donde esté cómodo, Jordan. Nos sentaremos. Nos relajaremos. Conversaremos.

Ballston lo guio con torpeza hasta un par de sillones con bordados en blanco, situados junto a una mesa de naipes barroca.

– ¿Aquí?

– Claro-dijo Gurney-. Una mesa muy bonita. -Su expresión contradecía el cumplido. Se sentó y vio que Ballston hacía lo mismo.

El hombre cruzó las piernas con torpeza, vaciló, las descruzó, sorbió.

Gurney sonrió.

– La coca le tiene por las pelotas, ¿eh?

– ¿Perdón?

– No es asunto mío.

Se produjo un largo silencio entre ellos.

Ballston se aclaró la garganta. Su tono fue seco.

– Entonces, ¿dijo al teléfono que era policía?

– Sí. Eso dije. Tiene buena memoria. La buena memoria es muy importante.

– Eso de ahí fuera no parece un coche de la Policía.

– Por supuesto que no. Es una misión encubierta. En realidad, estoy retirado.

– ¿Siempre va con guardaespaldas?

– ¿Guardaespaldas? ¿Qué guardaespaldas? Unos amigos me han traído en coche, nada más.

– ¿Amigos?

– Sí, amigos. -Gurney se apoyó en el respaldo, estirando el cuello a un lado y a otro, dejando que su mirada vagara por la sala. Era una estancia que podía estar en la portada de Architectural Digest. Esperó a que Ballston hablara.

Finalmente el hombre preguntó en voz baja.

– ¿Hay algún problema en particular?

– Usted me contará.

– Algo le ha traído hasta aquí…, una preocupación concreta.

– Está bajo mucha presión. Estrés.

El rostro de Ballston se tensó.

– No es nada. Puedo manejarlo.

Gurney se encogió de hombros.

– El estrés es algo terrible. Hace a la gente… impredecible. La tensión en la cara de Ballston se extendió a su cuerpo.

– Le aseguro que la situación de aquí se resolverá.

– Hay muchas maneras distintas de resolver las cosas.

– Le aseguro que la situación se resolverá de un modo favorable.

– ¿Favorable para quién?

– Para… todos los implicados.

– Supongamos que los intereses de todos no coinciden.

– Le aseguro que no habrá ningún problema.

– Me alegro de oírle decir eso. -Gurney miró con cansancio al gran cerdo que era el hombre que tenía delante, dejando traslucir solo una parte del asco que le daba-. Verá, Jordan, me dedico a solucionar problemas. Pero ya tengo suficientes sobrela mesa. No quiero distraerme con uno nuevo. Estoy seguro de que lo comprenderá.

La voz de Ballston se estaba quebrando.

– No… habrá… ningún problema más.

– ¿Cómo puede estar tan seguro?

– El problema de esta vez fue una casualidad entre un millón.

«¿Esta vez? Madre de Dios, eso es. Tengo a este cabrón. Pero, por el amor de Dios, Gurney, que no se te note. Tranquilo. Calma. Tranquilo.»

Gurney se encogió de hombros.

– ¿Así es como lo ve?

– Un ladrón de mierda, ¡por el amor de Dios! Un ladrón de mierda que entró justo donde no debía en el momento que no debía, ¡la única puta noche que esa zorra estuvo en el puto congelador!

– ¿Así que fue una especie de coincidencia?

– ¡Por supuesto que fue una coincidencia! ¿Qué más podría ser?

– No lo sé, Jordan. La única vez que algo ha ido mal, ¿eh? ¿La única vez? ¿Está seguro?

– ¡Completamente!

Gurney volvió a estirar el cuello poco a poco de un lado a otro.

– Demasiada tensión en esta profesión. ¿Alguna vez ha probado ese rollo del yoga?

– ¿Qué?

– ¿Recuerda a ese Maharishi? Menuda paja.

– ¿Quién?

– Fue en otra época. Olvido lo joven que es usted. Así que dígame, Jordan: ¿cómo sabe que no va a salir nada a flote y sorprendernos?

Ballston pestañeó, sorbió, empezó a sonreír con movimientos espásticos de los labios.

– ¿He hecho una pregunta graciosa?

La respiración de Ballston era tan nerviosa como sus tics faciales. De repente todo su torso se empezó a agitar y prorrumpió en una serie de sonidos agudos de staccato.

Estaba riendo. De una manera espantosa.

Gurney esperó a que ese extraño ataque remitiera.

– ¿Va a contarme el chiste?

– A flote-dijo Ballston, y la frase desencadenó una renovada exhibición de enloquecida risa de ametralladora.

Gurney esperó, no sabía qué más decir o hacer. Recordó el consejo que le había dado un compañero. En caso de duda, calla.

– Lo siento-dijo Ballston-. Sin ánimo de ofender. Pero es una imagen divertida. A flote. Dos cuerpos sin cabeza apareciendo del puto océano en medio de las putas Bahamas. ¡Joder, menuda imagen!

«Misión cumplida. Es probable. Quizá. Mantén la credibilidad. Quédate con el personaje. Paciencia. A ver adónde lleva.»

Gurney estudió las uñas de su mano derecha, luego frotó su superficie brillante en los pantalones.

La euforia de Ballston remitió.

– Entonces, ¿me está diciendo que está todo bajo control?-preguntó Gurney, todavía frotándose las uñas.

– Absolutamente.

Gurney asintió con la cabeza en un gesto muy lento.

– Entonces, ¿por qué sigo preocupado?

Cuando Ballston se limitó a mirarlo, continuó:

– Un par de cosas. Pequeños detalles. Estoy seguro de que tendrá buenas respuestas. Primero, supongamos que fuera un policía de verdad, o que trabajara para la Policía. ¿Cómo coño sabe que no llevo micrófonos?

Ballston sonrió, pareció aliviado.

– ¿Ve esa cosa en el aparador que parece un reproductor de DVD? ¿Ve la lucecita verde? Sería una lucecita roja si hubiera algún dispositivo de grabación o transmisión en esta sala. Es muy fiable.

– Bien. Me gustan las cosas fiables. La gente fiable.

– ¿Está insinuando que no soy fiable?

– ¿Cómo coño sabe que no soy policía? ¿Cómo coño sabe que no soy un poli que ha venido aquí para averiguar exactamente lo que acaba de contarme con esa risita, capullo estúpido?

Ballston parecía un niño malcriado al que acababan de darle un bofetón en la cara. La impresión desagradable fue sustituida por una sonrisa aún peor.

– A pesar de la opinión que tiene de mí, soy muy bueno juzgando a las personas. Uno no se hace tan rico como yo interpretando mal a la gente. Así que deje que le diga algo: las posibilidades de que sea un poli son más o menos las mismas de que los polis encuentren alguna vez a esas zorras sin cabeza. No voy a perder el sueño por ninguna de esas posibilidades.

Gurney percibió la sonrisa de Ballston.

– Confianza. Bien. Muy bien. Me gusta mucho la confianza. -Gurney se levantó de repente. Ballston se estremeció-. Buena suerte, señor Ballston. Estaremos en contacto si ocurre algo imprevisto.

Cuando Gurney estaba saliendo por la puerta de la calle, Ballston añadió un comentario que dio un pequeño giro a la situación.

– ¿Sabe?, si hubiera pensado que era poli, todo lo que le he contado sería mentira.

61

A casa

Quizás es exactamente lo que era-dijo Becker arrastrando las palabras.

Cuando Gurney bajó del benevolente frescor del Mercedes con chófer al asfalto achicharrante, delante de la terminal del aeropuerto, estaba al teléfono con Darryl Becker, dándole un informe lo más detallado y literal posible de su reunión con Jordan Ballston.

– No creo que fuera mentira-contestó Gurney-. He tenido alguna experiencia con psicóticos que se descompensan. Apostaría a que había energía real liberándose en esa risa de loco y en la imagen de mujeres decapitadas que la acompañaba. Pero lo fundamental es que no tenemos tiempo para discutirlo. Le recomiendo encarecidamente que se tome en serio las palabras de Ballston y que adopte de inmediato las medidas pertinentes.

– Supongo que no está sugiriendo que drenemos el océano Atlántico; así pues, ¿en qué está pensando?

– El hijo de perra tiene un barco, ¿verdad? Seguro que lo tiene. Encuentre el maldito barco, ponga en él a todos los técnicos de que disponga. Dé por hecho que transportó al menos dos cadáveres en él. Dé por hecho que todavía hay algún indicio en alguna parte de ese barco (en una grieta, en una rendija, en un rincón) y no deje de mirar hasta que lo encuentre.

– Ya, ya. Sin embargo, solo para introducir un punto de racionalidad en todo esto, deje que señale que ni siquiera sabemos a ciencia cierta si Ballston tiene un barco. No…

Gurney lo interrumpió:-Le estoy diciendo que lo tiene. Si alguien tiene un barco en todo este maldito estado, es él.

– Como estaba explicando-dijo Becker-, no tenemos datos de que sea propietario de un barco, y mucho menos sabemos qué clase de embarcación podría ser, o dónde podría estar, o cuándo se produjeron esos supuestos transportes de cadáveres, o de quién eran esos cuerpos, o si para empezar había algún cadáver. ¿Entiende?

– Darryl, he de hacer otras llamadas. Se lo diré una última vez: tiene un barco. Llevó los cadáveres de al menos dos víctimas tiene en él. Encuéntrelo. Halle las pruebas. Hágalo ahora. Hemos de conseguir que este cerdo hable. Hemos de descubrir qué demonios está pasando. Esto va a ir mucho más allá de Ballston, y tengo un mal presagio. Un muy mal presagio y muy urgente. -Hubo un silencio demasiado largo para que Gurney se sintiera cómodo-. ¿Sigue ahí, Darryl?

– No le prometo nada. Haremos lo que podamos.

Mientras recorría el interminable vestíbulo hasta la puerta de su vuelo, llamó a Sheridan Kline. Se puso Ellen Rackoff.

– Estará en el tribunal toda la tarde-dijo-. Imposible interrumpirlo.

– ¿Y Stimmel?

– Creo que está en su oficina. ¿Prefiere hablar con él que conmigo?

– Es una necesidad, no una preferencia personal. -A Gurney la idea de querer hablar con aquel ayudante implacablemente adusto de Kline no le entraba en la cabeza-. Hay un asunto de suma urgencia del que va a tener que ocuparse, si Sheridan está ocupado.

– Muy bien, vuelva a llamar otra vez a este número. Si no lo cojo yo, le saltará a él.

Gurney siguió las instrucciones de Ellen Rackoff y, al cabo de treinta segundos, Stimmel cogió el teléfono con una voz que irradiaba todo el encanto de una ciénaga.

Gurney le contó lo suficiente de la historia para explicar su visión del caso en ese momento: que era presumiblemente enorme, que combinaba elementos de eficiencia despiadada con enajenación sexual, que Héctor Flores, Jordan Ballston y las muertes conocidas hasta el momento eran solo las piezas visibles de un monstruo subterráneo, y que si quince o veinte exalumnas de Mapleshade habían desaparecido, había posibilidades de que todas ellas aparecieran violadas, torturadas y decapitadas.

Concluyó:

– O usted o Kline han de contactar durante la próxima hora con el fiscal del distrito de Palm Beach para conseguir dos cosas. Primera, asegurarse de que el Departamento de Policía de esa localidad disponga de suficientes recursos para encontrar el barco de Ballston y ponerlo bajo el microscopio lo antes posible. Segunda, convencer al fiscal de Palm Beach de que la manera de funcionar es la cooperación plena. Ha de ser muy convincente sobre la cuestión de que Nueva York tiene la parte más grande de este caso, y que quizás haya que llegar a un acuerdo con Ballston para que nos lleve a Karmala Fashion, o a la organización que esté en la raíz de lo que demonios esté pasando.

– ¿Cree que el fiscal de Florida va a renunciar a Ballston para facilitarle la vida a Sheridan?-Su tono dejaba claro que consideraba absurda esa idea.

– No estoy hablando de que renuncie. Estoy hablando de convencer a Ballston de que le espera, con absoluta certeza, la inyección letal, a menos que coopere. Y de inmediato.

– ¿Y si coopera?-

Si lo hace, completa y sinceramente, sin reservas, se podrían considerar otros resultados.

– Es una venta difícil. -Su tono daba a entender que si él fuera el fiscal de Florida sería imposible.

– Conseguir que Ballston hable podría ser nuestra única oportunidad-dijo Gurney.

– ¿Nuestra única oportunidad para qué?

– Hay un montón de chicas desaparecidas. A menos que dobleguemos a Ballston, dudo mucho que encontremos viva a ninguna de ellas.

La intensidad del día pasó factura a Gurney en el tramo final de su viaje a casa, y su cerebro empezó a apagarse. Con los motores del avión zumbando en sus oídos como un ruido blanco y amorfo que le hacía perder contacto con el presente, vagó a la deriva a través de escenas desagradables y momentos deshilvanados que no había recordado desde hacía una década: las visitas que hizo a Florida después de que sus padres se trasladaran del Bronx a una casita alquilada en Magnolia, una pequeña localidad que parecía ser la esencia de lo lóbrego y lo putrefacto; una cucaracha del tamaño de un ratón escabulléndose bajo la capa de hojas en descomposición en el porche de la casa; agua del grifo que tenía gusto a alcantarilla, y sus padres, que insistían en que no sabía a nada; las veces que su madre lo llevaba aparte para quejarse con lágrimas de amargura de su matrimonio, de su padre, del egoísmo de su padre, de sus migrañas, de su insatisfacción sexual.

Aquellos sueños inquietos, recuerdos oscuros y su creciente deshidratación dejaron a Gurney en un estado de depresión ansiosa durante el resto del vuelo. En cuanto bajó del avión en Albany, compró una botella de agua de un litro al precio inflado del aeropuerto y se bebió la mitad de camino al cuarto de baño. Entró en el aseo para silla de ruedas, que era relativamente espacioso, y se quitó sus elegantes pantalones, el polo y los mocasines. Abrió la caja de Giacomo Emporium que contenía su ropa y se la puso. Luego dejó la ropa nueva en la caja y, cuando salió del aseo, la tiró en el cubo de basura. Fue al lavabo y se quitó el gel del cabello con abundante agua. Se secó con fuerza con una toalla de papel y se miró en el espejo, asegurándose de que era él mismo otra vez.

Eran exactamente las 18.00, según el reloj de la cabina del aparcamiento, cuando pagó los doce dólares y se levantó la barrera de rayas amarillas. Se dirigió hacia la I-88 Oeste con el sol vespertino destellando a través del parabrisas.

Al llegar a la salida de la carretera del condado que conducía desde la interestatal a través de los Catskills septentrionales hasta Walnut Crossing, ya había pasado una hora; se había terminado el litro de agua y se sentía mejor. Siempre le sorprendía que una cosa tan simple-no había nada más simple que el agua-tuviera tal capacidad para calmar sus pensamientos. Poco a poco fue mejorando, y cuando llegó al camino que serpenteaba a través de las colinas hasta su granja, ya se sentía casi normal.

Entró en la cocina justo cuando Madeleine estaba sacando una bandeja del horno. La dejó encima de la cocina, miró a su marido con las cejas levantadas y dijo con algo de sarcasmo:

– Menuda sorpresa.

– Yo también me alegro de verte.

– ¿Te apetece cenar?

– Te decía en la nota que te he dejado esta mañana que estaría en casa para la cena, y aquí estoy.

– Felicidades-dijo Madeleine, sacando otro plato de uno de los armarios altos y poniéndolo al lado del que ya estaba en la encimera.

Dave la miró con los ojos entrecerrados.

– Quizá deberíamos intentarlo otra vez. ¿Puedo salir y volver a entrar?

Ella le devolvió una parodia ampliada de su expresión, pero luego la suavizó.

– No. Tienes razón. Aquí estás. Coge cuchillo y tenedor, y comamos. Tengo hambre.

Entre los dos sirvieron los platos de la bandeja de verduras asadas y muslos de pollo y los llevaron a la mesa redonda, junto a la puerta cristalera.

– Creo que hace el calor suficiente para abrirla-dijo, y lo hizo.

Al sentarse, los envolvió un aire refrescante, dulce. Madeleine cerró los ojos y una sonrisa a cámara lenta le arrugó las mejillas. En la quietud, Gurney pensó que podía oír el leve arrullo de las huilotas en los árboles del otro lado del prado.

– ¡Qué maravilla!-exclamó Madeleine casi en un susurro. Luego suspiró, abrió los ojos y empezó a comer.

Al menos pasó un minuto antes de que hablara otra vez.

– Bueno, cuéntame cómo te ha ido el día-dijo, mirando una chirivía en la punta del tenedor.

Gurney pensó en ello, frunciendo el ceño.

Madeleine esperó y lo observó.

Él colocó los codos en la mesa y entrelazó los dedos delante de la barbilla.

– ¿El día? Bien. Lo más destacado fue el momento en que el psicópata se deshizo en risitas. Se le ocurrió una imagen graciosa. Una imagen en la que salían dos mujeres a las que había violado, torturado y decapitado.

Madeleine examinó su expresión, con los labios apretados.

Al cabo de un rato, él dijo:

– Así que ha sido esa clase de día.

– ¿Has conseguido lo que esperabas?

Se frotó el nudillo de su índice lentamente por los labios.

– Eso creo.

– ¿Significa eso que has resuelto el caso Perry?

– Creo que tengo parte de la solución.

– Enhorabuena.

Se hizo un largo silencio entre ellos.

Madeleine se levantó, recogió los platos y a continuación los cuchillos y tenedores.

– Ha llamado hoy.

– ¿Quién?

– Tu cliente.

– ¿Val Perry? ¿Has hablado con ella?

– Dijo que estaba devolviendo tu llamada, que tenía a mano tu número de casa pero no el del móvil.

– ¿Y?

– Y quería que supieras que no tienes que molestarla por tres mil dólares. «Debería gastar lo que demonios necesite gastar para encontrar a Héctor Flores.» Textual. Parece el cliente ideal. -Se oyó el ruido de los platos cuando Madeleine los dejó en el fregadero-. ¿Qué más se puede pedir? Oh, por cierto, hablando de decapitación…

– ¿Hablando de qué?

– Tu hombre en Florida que decapita gente… Acaba de recordarme que te pregunte por la muñeca.

– ¿La muñeca?

– La de arriba.

– ¿Arriba?

– ¿Qué es esto, el juego del eco?

– No sé de qué estás hablando.

– Te estoy preguntando sobre la muñeca que está en la cama de mi cuarto de costura.

Gurney negó con la cabeza, levantando las palmas de las manos en ademán desconcertado.

Hubo un destello de preocupación en los ojos de Madeleine. -La muñeca. La muñeca rota de la cama. ¿No sabes nada de eso?

– ¿Te refieres a una muñeca de niña?

La voz de Madeleine se alzó, alarmada.

– ¡Sí, David! ¡Una muñeca de niña!

Gurney se levantó y caminó deprisa hacia las escaleras del vestíbulo, las subió de dos en dos, y en cuestión de segundos estaba de pie en el umbral del dormitorio desocupado que Madeleine usaba para sus labores de costura. El anochecer agonizante solo proyectaba una luz tenue y gris sobre la cama de matrimonio. Gurney pulsó el interruptor de la pared y una lámpara de la mesita de noche le proporcionó toda la iluminación que necesitaba.

Había una muñeca corriente apoyada en una de las almohadas. Sentada, sin ropa. No tenía nada de especial, salvo el hecho de que le habían quitado la cabeza, que habían colocado sobre la colcha, de cara al cuerpo.

62

Temblores

El sueño se estaba desmontando, resquebrajándose como los compartimentos de un envase frágil, incapaz de seguir manteniendo en su lugar su incontrolable contenido.

Cada noche su victoria de cimitarra sobre Salomé era menos clara, menos inequívoca. Era como una transmisión de televisión de los viejos tiempos, interrumpida por un programa que tenía una frecuencia similar. Voces que competían y se superponían una y otra vez. Imágenes de Salomé bailando eran sustituidas por vívidos destellos de otra bailarina.

En lugar de la visión fuerte y tranquilizadora de su misión y su método-el valor y la convicción de Juan el Bautista-había fragmentos de recuerdos, cascos afilados que recordaba de momentos abrumadoramente familiares, nauseabundamente familiares.

Una mujer bailando, levantándose el vestido de seda, mostrando sus piernas largas, enseñando a las niñas a bailar como Salomé, a bailar delante de los niños.

Salomé bailando samba en una alfombra de color melocotón entre plantas tropicales, hojas enormes y húmedas, goteando. Enseñando a los niños cómo bailar la samba. Cómo agarrarla.

La alfombra de color melocotón y las plantas tropicales estaban en su dormitorio. Le estaba enseñando samba a él y a su mejor amigo de la escuela. Cómo agarrarla.

La serpiente se movía de la boca de ella a la suya, buscando, deslizándose.

Después él vomitó, y ella rio. Vomitó en la alfombra de color melocotón, bajo las plantas tropicales gigantes, sudando, boqueando. El mundo le daba vueltas, tenía arcadas.

Ella lo llevó a la ducha y apretó sus piernas contra él.

Ella estaba reptando en la alfombra de color melocotón hacia un niño y una niña, exhausta e infatigable.

– Espera en el pasillo, cielo. -Jadeando-. Estaré contigo dentro de un minuto. -Su cara brillando de sudor, sonrojada. Se mordió el labio. La mirada desorbitada.

63

Igual que en la cabaña de Ashton

El equipo de investigación del DIC llegó en dos fases: Jack Hardwick a medianoche y el equipo de recogida de pruebas una hora más tarde.

Al principio, los técnicos, con sus monos blancos anticontaminación, se mostraron escépticos ante una escena del crimen donde el único «crimen» era la presencia inexplicable de una muñeca rota. Estaban acostumbrados a la carnaza, a los restos sangrientos del caos y el asesinato. Así que quizás era comprensible que sus primeras reacciones fueran cejas levantadas y miradas de soslayo.

Sus sugerencias iniciales-que un niño de visita podría haber puesto allí la muñeca o que podría tratarse de una broma-quizá fueran comprensibles, pero eso no era tolerable para Madeleine, cuya pregunta directa a Hardwick probablemente habían oído, a juzgar por las expresiones de sus caras.

– ¿Están borrachos o solo son estúpidos?

No obstante, una vez que Hardwick los llevó aparte y les explicó el gran parecido de la posición de la muñeca con la del cadáver de Jillian Perry, hicieron un trabajo tan concienzudo y profesional al registrar el escenario como si la habitación hubiera quedado acribillada a balazos.

Los resultados, por desgracia, no aportaban nada. Todo el proceso de peinado fino, toma de huellas y aspirado de fibras y del suelo no resultó en nada de interés. La habitación contenía huellas de una persona, sin duda las de Madeleine. Y lo mismo cabía decir de los pocos pelos encontrados en el respaldo de la silla junto a la ventana donde ella hacía punto. El interior del marco de la ventana contigua, la que le pidieron a Gurney que abriera cuando se quedó atascada, contenía un segundo juego de huellas, sin duda suyas. No las había en el cuerpo ni en la cabeza de la muñeca. Era de una marca popular, que se vendía en todos los Walmart del país. Las puertas de entrada de la planta baja tenían múltiples huellas idénticas a las encontradas en el cuarto. No había ninguna puerta o ventana de la casa que mostrara signos de haber sido forzada. No había huellas en el lado exterior de las ventanas. Un examen con Luma-Lite de los suelos no reveló huellas de pisadas claras que no coincidieran con las del tamaño de zapato de Dave o Madeleine. El examen de todas las puertas, barandillas, encimera, grifos y mandos del lavabo en busca de huellas dactilares acabó con los mismos resultados.

Cuando los técnicos finalmente recogieron su equipo y se marcharon en su furgoneta alrededor de las cuatro de la madrugada, se llevaron la muñeca, la colcha y las alfombrillas que habían retirado de ambos lados de la cama.

– Haremos las pruebas habituales-oyó Gurney que le decían a Hardwick camino de la salida-, pero diez a uno a que no hay nada. -Parecían cansados y frustrados.

Cuando Hardwick volvió a la cocina y se sentó a la mesa frente a él y a Madeleine, Gurney comentó:

– Igual que a la escena en la cabaña de Ashton.

– Sí-dijo Hardwick con una indiferencia producto del agotamiento.

– ¿Qué quieres decir?-preguntó Madeleine, hostil.

– El carácter aséptico de todo-dijo Gurney-. Ni huellas ni nada.

Madeleine hizo un ruidito de angustia desde la garganta. Hizo varias inspiraciones profundas.

– ¿Y ahora…? ¿Qué se supone que hacemos ahora? Quiero decir, no podemos simplemente…

– Habrá un coche patrulla aquí antes de que me vaya-dijo Hardwick-. Tendréis protección durante al menos cuarenta y ocho horas, no hay problema.

– ¿No hay problema?-Madeleine lo miró, sin comprenderlo-. ¿Cómo puedes…?-No terminó la frase, solo negó con la cabeza, se levantó y salió de la cocina.

Gurney la vio marcharse, incapaz de encontrar nada que decir, de tan crispado por la emoción como estaba por lo que había pasado.

La libreta de Hardwick estaba en la mesa, delante de él. La abrió, encontró la página que quería y sacó un bolígrafo del bolsillo de la camisa. No escribió nada, solo repiqueteó con él en la página abierta. Parecía exhausto y vagamente inquieto.

– Bueno…-empezó. Se aclaró la garganta. Habló como si estuviera empujando las palabras colina arriba-. Según lo que he anotado antes… has estado todo el día fuera.

– Exacto. En Florida. He conseguido algo próximo a una confesión de Jordan Ballston. Y espero que estén haciendo el seguimiento mientras estamos hablando.

Hardwick dejó el bolígrafo, cerró los ojos y se los masajeó con el pulgar y el índice. Cuando los abrió otra vez, miró la libreta.

– Y tu mujer me ha dicho que ella estuvo toda la tarde fuera de la casa (desde más o menos la una hasta más o menos las cinco), yendo en bicicleta y luego de excursión por el bosque. ¿Hace mucho eso?

– Sí.

– Entonces es una suposición razonable que la muñeca fuera… instalada, digamos, durante ese periodo.

– Eso es-dijo Gurney, irritado por la reiteración de lo obvio.

– Vale, así que en cuanto llegue el turno de la mañana, enviaré a alguien a hablar con tus vecinos del camino. Que pase un coche debe de ser un acontecimiento por aquí.

– Que encuentres vecinos por aquí ya será un acontecimiento. Solo hay seis casas en el camino y cuatro de ellas son de gente de ciudad, solo vienen los fines de semana.

– Aun así, nunca se sabe. Enviaré a alguien.

– Bien.

– No pareces optimista.

– ¿Por qué demonios tendría que ser optimista?

– Bien apuntado. -Cogió su boli y empezó a dar golpecitos en la libreta-. Tu mujer dice que está segura de que cerró las puertas cuando se fue. ¿Te parece correcto?

– ¿Qué quieres decir con que si me parece correcto?

– Quiero decir, ¿es algo que haga normalmente, cerrar las puertas?

– Lo que hace normalmente es decir la verdad. Si dice que cerró las puertas, cerró las puertas.

Hardwick lo miró, parecía estar a punto de responder, pero luego cambió de idea. Más golpecitos.

– Así pues…, si estaban cerradas y no hay señal de entrada forzada, eso significa que alguien vino con llave. ¿Le diste una llave a alguien?

– No.

– ¿Recuerdas alguna ocasión en que perdieras de vista tus llaves el tiempo suficiente para que alguien hiciera un duplicado?

– No.

– ¿De verdad? Solo hacen falta veinte segundos para hacer un duplicado.

– Sé cuánto se tarda en hacer una llave.

Hardwick asintió, como si se tratara de información real.

– Bueno, es posible que alguien la cogiera de alguna forma. Es mejor que cambies la cerradura.

– Jack, ¿con quién demonios crees que estás hablando? Esto no es un programa sobre seguridad doméstica.

Hardwick sonrió, se recostó en la silla.

– Exacto. Estoy hablando con el puto Sherlock Holmes. Así que dime, detective brillante, ¿tienes alguna idea brillante sobre esto?

– ¿Sobre la muñeca?-Sí.

Sobre la muñeca.

– Nada que no sea obvio.

– ¿Que alguien está tratando de asustarte para que dejes el caso?

– ¿Se te ocurre a ti algo mejor?

Hardwick se encogió de hombros. Dejó de dar golpecitos y empezó a estudiar su bolígrafo como si fuera una prueba decisiva para un caso.

– ¿Ha pasado alguna otra cosa extraña?

– ¿Como qué?

– Como… extraña. ¿Ha habido algún otro… episodio extraño en tu vida?

Gurney soltó una risita sin humor.

– Aparte de todos y cada uno de los aspectos de este caso tremendamente salvaje y toda la gente tremendamente rara implicada en él, todo es normal.

No era una respuesta, y sospechaba que Hardwick sabía que no lo era. Pese a todas las bravatas y su vulgaridad, tenía una de las mentes más perspicaces con las que Gurney se había topado en todos sus años en la Policía. Podría haber sido, sin muchos problemas, capitán a los treinta y cinco años si le hubiera importado lo más mínimo lo que les importa a los capitanes.

Hardwick alzó la mirada al techo, siguiendo con los ojos la moldura en forma de corona como si fuera el objeto de lo que Gurney estaba hablando.

– ¿Recuerdas al tipo cuyas huellas dactilares estaban en esa copita de licor?

Gurney notó una mala sensación en la boca del estómago.

– ¿Saul Steck, alias Paul Starbuck?

– Exacto. ¿Recuerdas lo que te dije?

– Me dijiste que fue un actor de éxito con un interés asqueroso en las chicas jovencitas. Lo condenaron a un psiquiátrico, del que finalmente salió. ¿Qué pasa con él?

– El tipo que me ayudó a sacar las huellas y pasarlas por el sistema me llamó anoche con una información extra bastante interesante.

– ¿Sí?

Hardwick estaba mirando con los ojos entrecerrados al rincón de la sala donde estaba la moldura.

– Parece que antes de que lo detuvieran, Steck tenía una página web porno, y Starbuck no era su único alias. Su página web, que presentaba chicas menores de edad, se llamaba Sandy’s Den.

Gurney esperó a que Hardwick volviera a mirarle antes de contestar.

– ¿Te sorprende encontrarte con un nombre que podría ser un diminutivo de Allessandro?

Hardwick sonrió.

– Algo así.

– El mundo está lleno de coincidencias sin sentido, Jack.

Hardwick asintió. Se levantó de la mesa y miró por la ventana.

– La patrulla está aquí. Como he dicho, plena cobertura durante dos días como mínimo. Después de eso ya veremos. ¿Te parece bien?

– Sí.

– ¿Ella estará bien?

– Sí.

– Voy a dormir un poco. Llamaré después.

– Vale. Gracias, Jack.

Hardwick vaciló.

– ¿Aún tienes el arma reglamentaria?

– No. Nunca me gustó llevarla. Ni siquiera me gusta tenerla cerca.

– Bueno…, considerando la situación…, tal vez deberías tener una escopeta a mano.

Durante un buen rato, después de que las luces traseras del coche de Hardwick se perdieran en el camino del prado, Gurney se quedó sentado solo a la mesa, dándole vueltas a todo lo que había pasado, al asunto de la muñeca, contemplando el nuevo rumbo que había tomado el caso.

Era posible, por supuesto, que los nombres de Sandy y Allessandro hubieran surgido ambos de una insignificante coincidencia, pero eso era hacerse ilusiones. Siendo realistas, había que aceptar que Sandy, el antiguo fotógrafo de la web casi pornográfica, bien podría ser Allessandro, el actual fotógrafo de los anuncios de Karmala, y que ambos nombres fueran el alias de Saul Steck.

Pero ¿quién era Héctor Flores?

¿Y por qué habían decapitado a Jillian Perry?

¿Y a Kiki Muller?

¿Habían descubierto algo sobre Karmala? ¿Sobre Steck? ¿Sobre el propio Flores?

¿Y por qué lo había drogado Steck? ¿Para fotografiarlo con sus «hijas»? ¿Para amenazarlo con el bochorno público o algo peor? ¿Para tener influencia sobre él y controlar su participación en la investigación? ¿Para chantajearlo a fin de que le proporcionara alguna información sobre el progreso de sus pesquisas?

¿O lo había drogado, al igual que había dejado la muñeca decapitada, para, simplemente, demostrarle su poder? ¿Algo que hizo para probar que podía hacerlo? ¿Para excitarse?

Gurney tenía las manos frías. Se las frotó con fuerza contra los muslos en un intento de calentárselas. No parecía que estuviera funcionando muy bien. Empezó a temblar. Se levantó, trató de frotarse las manos en el pecho y las partes superiores de los brazos; intentó caminar de un lado a otro. Anduvo hasta el otro extremo de la sala, donde en ocasiones la estufa de hierro conservaba cierto calor residual de un fuego anterior. Pero el metal negro polvoriento estaba más frío que su mano, y tocarlo le provocó otro escalofrío.

Oyó el clic del interruptor de la lámpara en el dormitorio, seguido por el chirrido de la puerta del cuarto de baño. Hablaría con Madeleine para calmar sus nervios, después de que lograra relajarse él mismo. Miró por la ventana: ver el coche patrulla allá fuera, junto a la puerta lateral, le tranquilizó.

Respiró lo más profundamente que pudo, soltó el aire poco a poco. Una respiración lenta y controlada. Pausa, determinación. Pensamientos positivos.

Se recordó a sí mismo que la pista de las huellas que había llevado a Steck existía gracias a su iniciativa personal de recuperar la copita en circunstancias bastante complicadas.

Ese descubrimiento también había conectado el misterio de la droga de «Jykynstyl» con los misterios de asesinatos y desapariciones en Mapleshade. Y como tenía un pie apoyado en cada zona, estaba en una posición única para poder gozar de una visión de conjunto.

Su perspicacia había sacado la investigación de la zanja en la que estaba empantanada-la búsqueda de un trabajador mexicano loco-y la había puesto en un nuevo camino.

Su insistencia en que se contactara con las exalumnas de Mapleshade no solo llevó a descubrir que un número extraordinario de ellas se hallaban ilocalizables, sino también a descubrir cuál había sido el destino de Melanie Strum.

Había intuido la importancia de Karmala, lo que le había llevado hasta la delirante revelación de Jordan Ballston, que bien podría conducir a una solución definitiva.

Incluso el hecho de que el asesino consagrara tiempo, energía y recursos, al parecer, a detener sus esfuerzos probaba que estaba tras la pista correcta.

Oyó el chirrido de la puerta del cuarto de baño otra vez y veinte segundos después el clic de la lámpara al apagarse. Quizás ahora que había puesto los pies en el suelo, ahora que ya no sentía tanto frío en los dedos, podría hablar con Madeleine. Pero primero tuvo la precaución de cerrar la puerta lateral no solo con llave, sino también con el cerrojo que nunca usaba. Luego echó el pestillo en todas las ventanas de la planta baja. Al entrar en el dormitorio se sintió bien de ánimo. Se acercó a la cama en la oscuridad.

– ¿Maddie?

– ¡Cabrón!

Esperaba que su mujer estuviera en la cama, delante de él, pero su voz, espantosa por su rabia, llegó del rincón del cuarto.

– ¿Qué?

– ¿Qué has hecho?-La voz de Madeleine era apenas un susurro, pero estaba cargada de furia.

– ¿Qué he hecho? ¿Qué…?

– Esta es mi casa. Este es mi santuario.

– ¿Sí?

– ¿Sí? ¿Sí? ¿Cómo has podido? ¿Cómo has podido traer este horror a mi casa?

Gurney se quedó sin habla por la pregunta y por su intensidad. Avanzó a tientas por el borde de la cama y encendió la lámpara.

La antigua mecedora, que solía ocupar un lugar junto a la pata de la cama, estaba en el esquina más alejada de la ventana. Madeleine, sentada en ella, seguía completamente vestida, con las rodillas levantadas delante del cuerpo. A Gurney le asombró en primer lugar la pura emoción en sus ojos, luego ver sendas tijeras afiladas en sus puños apretados.

Gurney poseía mucha formación y práctica en la técnica de hablar con una persona alterada para lograr que se calmara, pero nada parecía apropiado en ese momento. Se sentó en el rincón de la cama que estaba más cerca de su mujer.

– Alguien ha invadido mi casa. ¿Por qué, David? ¿Por qué lo han hecho?

– No lo sé.

– ¡Por supuesto que sí! Sabes exactamente lo que ha ocurrido. Dave la observó, observó las tijeras. Madeleine tenía los nudillos blancos.

– Se supone que tienes que protegernos-continuó ella en un susurro tembloroso-. Proteger nuestra casa, hacerla más segura. Pero has hecho lo contrario. Lo contrario. Has dejado que gente horrible entre en nuestras vidas, que entre en nuestra casa. ¡Mi casa!-le gritó, con la voz quebrándose-. ¡Has dejado que entren monstruos en mi casa!

Nunca había visto esa clase de rabia en su esposa. No dijo nada. No tenía palabras en la cabeza, ni siquiera ideas. Apenas se movió, apenas respiró. Aquello pareció despejar la habitación, el mundo, de todo lo demás. Dave esperó. No se le ocurrió ninguna otra opción.

Al cabo de un rato, no estaba seguro de cuánto tiempo, ella dijo:

– No puedo creer lo que has hecho.

– No era mi intención. -Su voz le sonó extraña, débil.

Madeleine hizo un ruido que podría haber sido tomado erróneamente por una risa, pero a Dave le pareció más como una breve convulsión en los pulmones.

– Ese horrible arte de ficha policial, eso fue el principio. Fotos de los monstruos más repugnantes de la Tierra. Pero no fue suficiente. No fue suficiente tenerlos en nuestro ordenador, tenerlos mirándonos desde la pantalla.

– Maddie, te prometo que encontraré al que haya entrado en nuestra casa. Terminaré con ellos. No volverá a ocurrir.

Ella negó con la cabeza.

– Es demasiado tarde. ¿No ves lo que has hecho?

– Veo que se ha declarado la guerra. Nos han atacado.

– No. Tú, ¿no ves lo que has hecho tú?

– Lo que he hecho es sacar una serpiente de debajo de una roca.

– Tú has traído esto a nuestras vidas. Él no dijo nada, solo asintió con la cabeza. -Nos mudamos al campo. A un lugar hermoso. Lilas y flores de manzano. Un estanque.

– Maddie. Te prometo que mataré a la serpiente.

Ella no parecía estar escuchando.

– ¿No ves lo que has hecho?-Hizo un gesto lento con una de sus tijeras hacia la ventana oscura que estaba al lado de Dave-. Esos bosques, esos bosques por donde yo caminaba… Se estaba escondiendo en esos bosques, vigilándome.

– ¿Qué te hace pensar que te han estado observando?

– ¡Dios, es evidente! Puso esa cosa horrible en la sala en la que trabajaba, la sala en la que leía, la sala con mi ventana favorita, en la que me sentaba a hacer punto. La sala que daba al bosque. Sabía que era la que yo usaba. Si hubiera puesto eso en el cuarto vacío del otro lado del pasillo, podría no haberlo encontrado hasta dentro de un mes. Así que lo sabía. Me vio junto a la ventana. Y la única forma en que podía verme allí era desde el bosque. -Hizo una pausa, lo miró acusadoramente-. ¿Ves a qué me refiero, David? Has destruido mi bosque. ¿Cómo voy a poder volver a caminar por allí?

– Mataré a la serpiente. Todo se arreglará.

– Hasta que saques a la siguiente de debajo de su roca. -Madeleine negó con la cabeza y suspiró-. No puedo creer lo que le has hecho al lugar más hermoso del mundo.

A Gurney le parecía que, de vez en cuando, de manera impredecible, los elementos de un universo que, por lo demás le resultaba indiferente, conspiraban para producirle un escalofrío espeluznante; y así fue como, en ese mismo momento, detrás de la casa de campo, detrás del prado alto, en la cumbre norte, los coyotes empezaron a aullar.

Madeleine cerró los ojos y bajó las rodillas. Apoyó los puños en su regazo y aflojó la sujeción de las dos tijeras lo suficiente para que la sangre fluyera otra vez a sus nudillos. Apoyó la cabeza contra el cabezal de la mecedora. Su boca se relajó. Fue como si los aullidos de los coyotes, extraños e inquietantes para ella en otras ocasiones, esa noche la emocionaran de una manera completamente diferente.

Cuando la primera franja gris del amanecer apareció en la ventana de la habitación que daba al este, Madeleine se quedó dormida. Al cabo de un rato, Gurney le quitó las tijeras de las manos y apagó la luz.

64

Un día muy extraño

Cuando los rayos amarillos del sol se proyectaban oblicuamente sobre el césped, Gurney se sentó a la mesa del desayuno con una segunda taza de café. Unos minutos antes, había presenciado el cambio de guardia cuando el coche patrulla del turno de día llegó para sustituir al que había llamado Hardwick. Había salido a ofrecer desayuno al nuevo agente, pero el joven había declinado la oferta con una brusca y marcial educación.

– Gracias, señor, pero ya he desayunado, señor.

Incapaz de dormir, con un fuerte dolor de ciática en la pierna izquierda, Gurney estaba pugnando con preguntas cuyas soluciones se le escapaban como un pez escurridizo.

¿Debería pedir a Hardwick que le trajera una copia de la foto de archivo que se habría tomado en el momento de la detención de Saul Steck-para así poder estar seguro de que no había error sobre las huellas dactilares-, o la pista en papel que se generaría entre el DIC y la jurisdicción donde se le había acusado suscitaría demasiadas preguntas?

¿Debería pedir a Hardwick, o quizás a uno de sus antiguos compañeros en el Departamento de Policía de Nueva York, que buscara en los registros de impuestos municipales información sobre el propietario de la casa de arenisca, o ese simple ejercicio dispararía una cadena de preguntas comprometidas?

¿Había alguna razón para dudar de la afirmación de Sonya de que la historia de «Jykynstyl» la había engañado tanto como a él, aparte del hecho de que a Gurney le parecía la clase de mujer difícil de engañar?

¿Debería llevar una escopeta a casa, o Madeleine estaría aún más inquieta por su presencia?

¿Deberían mudarse? ¿Vivir en un hotel hasta que el caso se resolviera? Pero ¿y si no se resolvía durante semanas o meses, o nunca?

¿Debería hacer un seguimiento con Darryl Becker sobre el estado de la búsqueda del barco de Ballston?

¿Debería hacer el seguimiento con el DIC sobre el progreso de las llamadas realizadas a las exalumnas de Mapleshade o sus familias?

¿Todo lo que había ocurrido-desde la llegada de Héctor Flores a Tambury hasta la muñeca decapitada, pasando por los asesinatos de Jillian y Kiki, las desapariciones de todas aquellas chicas, los crímenes sexuales de Ballston y el elaborado engaño de la casa de arenisca-era producto de una única mente? Y en ese caso, ¿la fuerza que impulsaba esa mente era una empresa criminal pragmática o una manía psicótica?

Y lo más inquietante para Gurney, ¿por qué esos nudos le resultaban tan difíciles de desatar?

Incluso la más sencilla de las preguntas-¿debería continuar sopesando las alternativas, volverse a la cama y tratar de vaciar la cabeza o emprender alguna actividad física?-se había enredado en su mente, capaz de plantear una objeción a cada conclusión que extraía. Incluso la idea de tomarse unos ibuprofenos para el dolor del nervio ciático chocaba con su reticencia a ir a la habitación para coger el frasco.

Miró las esparragueras, inmóviles en la calma sepulcral de la mañana. Se sentía desconectado, como si sus habituales vínculos con el mundo se hubieran roto. Era la misma sensación de estar sin ancla que había experimentado cuando su primera mujer anunció su intención de divorciarse de él, y años después cuando atropellaron a su hijo Danny, y otra vez cuando murió su padre. Y ahora…

Y ahora que Madeleine…

Sus ojos se llenaron de lágrimas. Y mientras su visión se tornaba borrosa, tuvo el primer pensamiento perfectamente claro desde hacía mucho tiempo. Era muy simple. Dejaría el caso.

Se sintió liberado: eso es justo lo que debía hacer. Decidió actuar de inmediato.

Se metió en el estudio y llamó a Val Perry.

Le salió el contestador. Estuvo tentado de dejar su renuncia en el mensaje, pero sintió que aquello sería demasiado impersonal. Se limitó a decirle que necesitaba hablar con ella lo antes posible. A continuación, cogió un vaso de agua, entró en el dormitorio y se tomó tres ibuprofenos.

Madeleine se había desplazado de la mecedora a la cama. Todavía estaba vestida, tumbada sobre la colcha en lugar de debajo de ella, pero dormía plácidamente. Dave se acostó al lado de su mujer.

Cuando se despertó a mediodía, ella ya no estaba allí.

Sintió una pequeña punzada de miedo, aliviada al cabo de un momento por el sonido del fregadero. Fue al cuarto de baño, se echó agua a la cara, se cepilló los dientes, se cambió de ropa; todo para que aquel le pareciera un día nuevo.

Cuando fue a la cocina, Madeleine estaba pasando sopa de una cazuela grande a un tupper de plástico. Puso el recipiente en la nevera, la cazuela en el fregadero y se secó las manos en un trapo. La expresión de su mujer no le dijo nada.

– He tomado una decisión-dijo Gurney.

Madeleine le dedicó una mirada que le decía que sabía lo que iba a decir.

– Voy a dejar el caso.

Ella dobló el trapo y lo colgó del borde del escurreplatos.

– ¿Por qué?

– Por todo lo que ha ocurrido.

Ella lo estudió durante unos segundos, se volvió y miró reflexivamente por la ventana más cercana al fregadero.

– Le he dejado un mensaje a Val Perry-dijo Dave.

Madeleine se volvió hacia él. Su sonrisa de Mona Lisa vino y se fue como un destello de luz.

– Es un día hermoso-afirmó-. ¿Quieres venir a dar un paseo?

– Claro.

Normalmente se habría resistido a la propuesta o, a lo sumo, la habría acompañado de mala gana, pero en ese momento no sintió ninguna resistencia.

El día se había convertido en una de esas mañanas suaves de septiembre en que la temperatura exterior era igual que la del interior de la casa, y la única diferencia que sintió al salir al pequeño porche lateral fue el olor a hojas del aire otoñal. El agente de patrulla, que estaba sentado en el coche junto a las esparragueras, bajó la ventana y los miró inquisitivamente.

– Solo vamos a estirar las piernas-dijo Gurney-. Nos quedaremos a la vista.

El joven asintió.

Siguieron la banda que mantenían bien segada a lo largo del linde del bosque para impedir que árboles jóvenes invadieran el campo. Dieron un lento rodeo hasta el banco del estanque, donde se sentaron en silencio.

El entorno del estanque era silencioso en septiembre, a diferencia de mayo y junio, cuando el croar de las ranas y los gorjeos de los mirlos mantenían un constante jaleo de control territorial.

Madeleine tomó la mano de su marido en la suya.

Dave perdió la noción del tiempo, víctima de la emoción.

En un momento dado, ella dijo en voz baja.

– Lo siento.

– ¿Por qué?

– Por mis expectativas… de que todo debería ser tal y como yo quiero que sea.

– Quizás es así como debería ser. Tal vez la forma en que quieres que sean las cosas está bien.

– Eso me gustaría pensar. Pero… no creo que sea cierto. Y no creo que debas renunciar al trabajo que has accedido a hacer.

– Ya lo he decidido.

– Entonces deberías cambiar de opinión.

– ¿Por qué?

– Porque eres detective, y no tengo ningún derecho a exigir que te conviertas, como por arte de magia, en otra cosa.

– No sé mucho de magia, pero tienes todo el derecho del mundo a pedir que vea las cosas de otra manera. Y Dios sabe que no tengo ningún derecho a poner nada por encima de tu seguridad y tu felicidad. A veces… miro las cosas que he hecho…, situaciones que he creado…, peligros a los que no he prestado atención… Y pienso que debo de estar loco.

– Puede que a veces-dijo ella-. Quizá solo un poco.

Madeleine miró al estanque con una sonrisa triste y le apretó la mano. El aire estaba en perfecta calma. Incluso las largas hojas de las aneas permanecían tan inmóviles como en una fotografía. Cerró los ojos, pero la expresión de su cara se hizo más dolorida.

– No debería haberte atacado de la manera en que lo hice, no debería haber dicho lo que dije, no debería haberte llamado «cabrón». Eso es lo último que debería haber hecho. -Abrió los ojos y lo miró directamente-. Eres un buen hombre, David Gurney. Un hombre sincero. Un hombre brillante. Un hombre de talento extraordinario. Quizás el mejor detective del mundo.

Una risa nerviosa estalló en la garganta de Gurney.

– ¡Dios nos salve a todos!

– Hablo en serio. Quizás eres el mejor detective en el mundo entero. Así que ¿cómo puedo pedirte que dejes de serlo para ser otra cosa? No es justo. No está bien.

Dave miró al estanque vítreo, a los reflejos invertidos de los arces que se alzaban al otro lado.

– Yo no lo veo así.

Ella no hizo caso de la respuesta.

– Así que esto es lo que deberías hacer. Accediste a aceptar el caso Perry durante dos semanas. Hoy es miércoles. Ya has cumplido más de la mitad del plazo de dos semanas. Termina el trabajo.

– No es necesario que lo haga.

– Lo sé. Sé que estás dispuesto a renunciar. Y por eso exactamente lo justo es que no lo hagas.

– Repite eso.

Ella se rio, sin hacer caso de la pregunta.

– ¿Dónde estarían sin ti?

Dave negó con la cabeza.

– Espero que estés de broma.

– ¿Por qué?

– Lo último que necesito en esta vida es que me refuercen la arrogancia.

– Lo último que necesitas en esta vida es una esposa que piense que deberías ser otra persona.

Al cabo de un rato volvieron a subir caminando de la mano por el prado, saludaron con la cabeza a su guardaespaldas y entraron en la casa.

Madeleine hizo un pequeño fuego de cerezo en la gran chimenea de piedra y abrió la ventana para impedir que la sala se calentara demasiado.

Durante el resto de la tarde, hicieron algo que rara vez hacían: nada en absoluto. Holgazanearon en el sofá, dejándose hipnotizar perezosamente por el fuego. Después Madeleine pensó en voz alta sobre posibles cambios de plantas en el jardín para la siguiente primavera. Más tarde aún, quizá para mantener a raya la marea de preocupaciones, ella le leyó en voz alta un capítulo de Moby Dick y ambos se sintieron complacidos y perplejos por la obra a la que ella continuaba refiriéndose como «el libro más peculiar que he leído».

Madeleine cuidó del fuego. Dave le mostró a su esposa fotos de pabellones ajardinados y glorietas de un libro que había comprado meses antes en Home Depot, y hablaron de construir uno el verano siguiente, quizá junto al estanque. Se adormilaron y pasó la tarde. Cenaron pronto una sopa y ensalada mientras la puesta de sol todavía brillaba en el cielo, iluminando los arces en la ladera opuesta. Se fueron a acostar al anochecer, hicieron el amor con una ternura que rápidamente derivó en una urgencia desesperada, durmieron más de diez horas y se despertaron a la vez con la primera luz gris del alba.

65

Mensaje del monstruo

Gurney había terminado sus huevos revueltos y su tostada, y estaba a punto de llevar el plato al fregadero. Madeleine levantó la mirada de su bol de avena y pasas y dijo:

– Supongo que ya has olvidado adónde voy hoy.

(Durante la cena de la noche anterior, él la había convencido con cierta dificultad de que pasara un par de días con su hermana en Nueva Jersey, una precaución prudente, dadas las circunstancias, mientras él terminaba su compromiso con el caso.) Sin embargo, en ese momento Dave arrugó la cara en ademán de concentración, haciendo un alarde de desconcierto.

Madeleine se rio de su expresión exagerada.

– Espero que cuando tengas que infiltrarte en algún caso tu actuación sea más convincente. ¿O has estado tratando con idiotas?

Después de terminarse sus copos de avena y tomarse una segunda taza de café, Madeleine se duchó y se vistió. A las ocho y media le dio un fuerte abrazo y un beso a su marido, puso cara de preocupación, le dio otro beso y partió hacia el palacete de su hermana, en las fueras de Ridgewood.

Cuando el coche de su mujer ya estaba en la carretera, Dave se metió en el suyo y la siguió. Como conocía la ruta que iba a tomar, pudo quedarse detrás de ella, manteniéndola a la vista solo de vez en cuando. Su objetivo no era seguirla, sino asegurarse de que nadie la estaba siguiendo.

Tras unos kilómetros sin tráfico, Gurney se sintió razonablemente convencido y regresó a casa.

Intercambió un saludo amistoso con el agente al aparcar junto al coche patrulla.

Antes de entrar en la casa, se quedó de pie junto a la puerta lateral y miró a su alrededor. Por un momento tuvo una sensación de atemporalidad, de estar dentro de un cuadro. Al entrar en la casa, aquella paz se vio interrumpida por un pitido de su teléfono móvil que señalaba la llegada de un mensaje de texto. Su contenido hizo añicos aquella sensación de bienestar: «Siento no haberle encontrado el otro día. Lo volveré a intentar. Espero que le guste la muñeca».

Gurney sintió un impulso irracional de salir corriendo al bosque, como si el mensaje lo hubiera enviado alguien que en ese momento estuviera acechando detrás del tronco de un árbol, observándolo. Tenía ganas de gritarle obscenidades a ese enemigo invisible, pero en lugar de hacerlo leyó el mensaje otra vez. Incluía el número de origen, sin bloquear, igual que los mensajes anteriores, lo cual convertía en una certeza casi total que el teléfono móvil era de prepago, imposible de rastrear.

Sería útil conocer la ubicación de la torre de transmisión, pero el proceso presentaba algunos inconvenientes.

Puesto que se había denunciado, el incidente de la muñeca era a todas luces una investigación abierta. En ese contexto, un mensaje de texto anónimo referido a la muñeca constituía una prueba que debía ponerse en conocimiento de la policía. No obstante, una orden de registro de teléfonos móviles con su consiguiente búsqueda de datos revelaría los anteriores mensajes de texto enviados al número de Gurney desde el mismo teléfono prepago, así como su respuesta («Quiero saber más») al primero. Se sentía atrapado en una jaula que él mismo había fabricado, una jaula en la que cualquier solución crearía un problema mayor.

Se maldijo por haber tomado aquella decisión, guiada por su ego, de aceptar otro caso de asesinato que nadie más podía resolver; por su voluntad, guiada por su ego, de dejar que Sonya Reynolds volviera a entrar en su vida; por su ceguera, guiada por su ego, ante el engaño de Jykynstyl; por su deseo, guiado por su ego, de ocultar las consecuencias, y las posibles fotografías, a Madeleine; por el absurdo y peligroso aprieto en el que se encontraba en ese momento.

Sin embargo, maldecirse por sus fracasos no iba a llevarle a ninguna parte. Tenía que hacer algo, pero ¿qué?

El sonido del teléfono en la encimera de la cocina respondió por él.

Era Sheridan Kline, que parecía exudar un entusiasmo aceitoso.

– ¡Dave! Me alegro de que lo haya cogido. Suba al caballo, amigo. Lo necesitamos aquí enseguida.

– ¿Qué está pasando?

– Está pasando que Darryl Becker, de la Policía de Palm Beach, ha encontrado el barco de Ballston, como usted dijo. Adivine qué más ha encontrado.

– No me gusta adivinar.

– Ja. Estuvo en lo cierto respecto a lo de ese barco y a la posibilidad de que los técnicos de Palm Beach encontraran algo en él. Bueno, así ha sido. Han encontrado una pequeña mancha de sangre que ha generado un perfil de ADN…, que ha proporcionado un resultado parcial en CODIS…, que ha producido un cambio por parte del señor Ballston. O al menos ha generado un cambio en su estrategia legal. Él y su abogado están ahora «en modo de cooperación plena» para evitar la inyección letal.

– Espere un segundo-dijo Gurney-. ¿Qué nombre salió en el resultado parcial de CODIS?

– Funcionó de la misma manera que en el caso de Melanie Strum, una relación de parentesco de primer grado, en este caso un convicto acusado de abusar de menores. Su nombre: Wayne Dawker. El mismo apellido que una chica de Mapleshade, Kim Dawker, que desapareció tres meses antes que Melanie. Resulta que él es el hermano mayor de Kim. Puede que los abogados de Ballston sean lo bastante buenos para librarse de una chica muerta, pero no de dos.

– Es asombroso cómo una sola mancha de sangre puede cambiarlo todo-dijo Gurney-. ¿Y ahora qué?

– Esta tarde Becker hará un interrogatorio formal a Ballston. Nos han invitado a participar a través de una conferencia por ordenador. Seremos testigos del interrogatorio en una pantalla y transmitiremos las preguntas que queramos que se hagan. He insistido en que usted participe.

– ¿Cuál es mi papel?

– ¿Hacer las preguntas adecuadas en el momento oportuno? ¿Averiguar lo comunicativo que es Ballston? Usted es el que conoce mejor a ese monstruo. Ah, hablando de monstruos, he oído que ha tenido un incidente con una entrada no autorizada en su casa.

– Puede llamarlo así. Desconcertante al principio, pero… estoy seguro de que llegaremos al fondo del asunto.

– Parece que alguien no lo quiere en el caso, ¿cree que se trata de eso?

– No sé de qué otra cosa podría tratarse.

– Bueno, podemos hablar de ello cuando llegue aquí.

– Exacto.

De hecho, no tenía ningunas ganas de hablar de ello. Siempre había dado un paso atrás ante la discusión de nada que estuviera remotamente conectado con su propia vulnerabilidad. Era la misma forma disfuncional de control de daños que le impedía ser más comunicativo con Madeleine respecto a sus temores sobre el Rohipnol.

Habían renovado el equipo de vídeo y ordenador de la Academia de Policía más recientemente que el del DIC, así que se reunieron en el centro de teleconferencias de la academia poco después de las dos de la tarde. El «centro» era una sala de reuniones cuya elemento más destacado era una pantalla plana montada en una pared. Había una mesa semicircular con una docena de sillas de cara a la pantalla. Gurney conocía a todos los asistentes. A algunos, como Rebecca Holdenfield, tenía más ganas de verlos que a otros.

Se sintió aliviado al notar que todos parecían absortos en su anticipación de lo que iba a ocurrir; demasiado absortos para empezar a preguntar sobre la muñeca y sus implicaciones.

La sargento Robin Wigg estaba sentada tras otra mesita, en un rincón de la habitación. Tenía dos portátiles abiertos, un móvil y un teclado con el que al parecer controlaba el monitor de la pared. Al pulsar las teclas, la pantalla mostró una serie de códigos numéricos, luego cobró vida una imagen de alta definición; y rápidamente se convirtió en el centro de atención de todos.

La imagen mostraba una sala de interrogatorios estándar con paredes de hormigón. En el centro había una mesa metálica de color gris. A un lado estaba sentado el detective Darryl Becker. Frente a él, del otro lado de la mesa, había dos hombres. Uno tenía aspecto de haber salido de un artículo de GQ sobre los abogados mejor vestidos del país. El otro era Jordan Ballston, en quien se había producido una transformación devastadora. Tenía un aspecto sudoroso y arrugado: cuerpo hundido, boca un poco abierta, mirada vacía fija en la mesa.

Becker se volvió bruscamente hacia la cámara.

– Estamos listos para empezar. Espero que nos oigan alto y claro. Por favor, confírmenlo. -Miró la pantalla del portátil que tenía ante sí en la mesa.

Gurney oyó que Wigg tecleaba.

Al cabo de unos momentos, Becker sonrió a la pantalla e hizo una señal con los pulgares hacia arriba.

Rodriguez, que había estado hablando en susurros con Kline, se colocó en el centro de la sala.

– Atención, por favor. Estamos aquí para ser testigos de un interrogatorio al que nos han invitado a colaborar. Como resultado del hallazgo de nuevas pruebas en su propiedad…

– Manchas de sangre en su barco, encontradas como resultado de la insistencia de Gurney-lo interrumpió Kline. Le encantaba echar leña al fuego, mantener las animadversiones en ebullición.

Rodriguez parpadeó y continuó.

– Como resultado de esta prueba, el acusado ha cambiado su declaración. En un intento de eludir la pena de muerte en Florida, nos ofrece no solo confesar el asesinato de Melanie Strum, sino también proporcionar detalles en relación con una conspiración criminal mayor, que podría estar relacionada con las presuntas desapariciones de otras exalumnas de Mapleshade. No olviden que el acusado está haciendo esta declaración para salvar su vida, y podría decir más de lo que en realidad sabe sobre esta supuesta conspiración.

Como para restar valor a la precaución del capitán, Hardwick se dirigió en voz alta a Gurney, que estaba sentado frente a él, al otro lado de la mesa con forma de media luna.

– ¡Enhorabuena, Sherlock! Deberías plantearte hacer carrera en la Policía. Necesitamos cerebros como el tuyo.

Una voz procedente del monitor de la pared concitó la atención de todos.

66

La monstruosa verdad, según Ballston

Son las 14.03 del 20 de septiembre. Soy el teniente detective Darryl Becker del Departamento de Policía de Palm Beach. Conmigo en la sala de interrogatorios número uno están Jordan Ballston y su abogado, Stanford Mull. Este interrogatorio se está grabando. -Becker miró de la cámara a Ballston-. ¿Es usted Jordan Ballston de South Ocean Boulevard, Palm Beach?

Ballston respondió sin levantar la mirada de la mesa.

– Sí.

– ¿Ha accedido después de consultar con su abogado a realizar una declaración completa y verdadera en relación con el asesinato de Melanie Strum?

Stanford Mull puso la mano en el antebrazo de Ballston.

– Jordan, debo…

– Sí-dijo Ballston.

Becker continuó.

– ¿Está de acuerdo en responder completa y sinceramente a todas las preguntas que se le planteen en relación con este asunto?

– Sí.

– Por favor, describa con detalle cómo entró en contacto con Melanie Strum y todo lo que ocurrió a partir de entonces, incluido cómo la mató.

Mull parecía desesperado.

– Por el amor de Dios, Jordan…

Ballston levantó la cabeza por primera vez.

– ¡Basta, Stan, basta! He tomado una decisión. No te vas a interponer. Solo quiero que seas consciente de todo lo que digo.

Mull negó con la cabeza.

Ballston pareció aliviado por el silencio de su abogado. Levantó la mirada a la cámara.

– ¿Con cuánto público cuento?

Becker parecía enfadado.

– ¿Importa?

– Las cosas más raras terminan en You Tube.

– Esto no.

– Lástima. -Ballston sonrió de un modo horripilante-. ¿Por dónde debería empezar?

– Por el principio.

– ¿Se refiere a cuando vi a mi tío follándose a mi madre cuando tenía seis años?

Becker vaciló.

– ¿Por qué no empieza por contarnos cómo conoció a Melanie Strum?

Ballston se recostó en la silla, dirigiendo su respuesta en un tono casi onírico a un punto situado en lo alto de la pared de detrás de Becker.

– Adquirí a Melanie a través del proceso especial de Karmala. El proceso implica un viaje enrevesado a través de una secuencia de portales. Cada uno de esos portales…

– Espere. Ha de explicar esto de manera clara. ¿Qué demonios es un portal?

Gurney quería pedirle a Becker que se relajara, que dejara hablar a Ballston, que hiciera las preguntas después. Pero decirle lo que tenía que hacer quizá derivara en su completo descarrilamiento.

– Estoy hablando de enlaces y pasajes entre páginas web. Páginas de Internet que ofrecen elecciones de otras páginas, salas de chat que llevan a otras salas de chat, siempre para explorar intereses más concretos y más intensos, y finalmente llevan a un mensaje de correo electrónico uno a uno, o a la correspondencia por mensajes de texto entre cliente y proveedor.

A Gurney el tono de profesor de Ballston le pareció surrealista, dado de lo que estaban hablando.

– ¿Quiere decir que les decía qué clase de chica quería y que ellos se la entregaban?

– No, no, nada tan abrupto o crudo como eso. Como he dicho, el proceso de Karmala es especial. El precio es alto, pero la metodología es elegante. Una vez que la correspondencia se demostraba satisfactoria para ambas partes…

– ¿Satisfactoria? ¿En qué sentido?

– En el sentido de la credibilidad. La gente de Karmala se convence de la seriedad de las intenciones del cliente, y el cliente se convence de la legitimidad de Karmala.

– ¿Legitimidad?

– ¿Qué? Ah, ya veo su problema. Me refiero a legitimidad en el sentido de ser quien dices ser y no, por ejemplo, el agente de alguna patética estafa.

Gurney estaba fascinado con la dinámica del interrogatorio. Ballston, que se estaba autoimplicando en un crimen capital por el cual esperaba recibir una pena no capital, parecía sentirse con el control gracias a su narración calmada. Becker, que era quien oficialmente estaba al mando, era el que estaba nervioso.

– De acuerdo-asintió Becker-, suponiendo que todos terminan satisfechos con la legitimidad de todos los demás, entonces, ¿qué?

– Entonces-dijo Ballston, haciendo una pausa dramática y mirando a Becker a los ojos por primera vez-, el toque elegante: los anuncios de Karmala en el dominical del Times.

– ¿Cómo dice?

– Karmala Fashion. La ropa más cara del planeta: vestidos únicos, diseñados para ti, por cien mil dólares y más. Anuncios encantadores. Chicas encantadoras. Muy estimulante.

– ¿Cuál es la relevancia de esos anuncios?

– Piénselo.

La siniestra amabilidad de Ballston estaba crispando a Becker.

– Mierda, Ballston, no tengo tiempo para juegos.

Ballston suspiró.

– Pensaba que era obvio, teniente. No era la ropa lo que se anunciaba. Eran las chicas.

– ¿Me está diciendo que las chicas de los anuncios estaban en venta?

– Exacto.

Becker pestañeó, parecía no dar crédito a lo que oía.

– ¿Por cien mil dólares?

– Y más.

– ¿Y luego qué? ¿Enviaba un cheque de cien mil dólares y ellos le mandaban a la prostituta más cara del mundo por FedEx?

– No creo, teniente. No se pide un Rolls Royce por un anuncio en una revista.

– Entonces…, ¿qué? ¿Visitaba el concesionario de Karmala?

– En cierto modo, sí. El concesionario es, en realidad, una sala de proyecciones. Cada una de las chicas disponibles, incluida la que salía en el anuncio, se presentaba en su propio vídeo íntimo.

– ¿Está hablando de películas porno individualizadas?

– Algo mucho mejor que eso. Karmala dirige el más sofisticado de los negocios. Estas chicas y sus presentaciones en vídeo son notoriamente inteligentes y maravillosamente sutiles, y están preseleccionadas con mucho cuidado, para que cumplan con las necesidades del cliente. -Ballston se pasó la punta de la lengua por el labio superior. Becker daba la impresión de que podría explotar en su silla-. Creo que lo que no está entendiendo, teniente, es que esas chicas tienen historias sexuales muy interesantes, son chicas con sus propios apetitos sexuales intensos. No hablamos de putas, teniente, hablamos de chicas muy especiales.

– ¿Es eso lo que hace que valgan cien mil dólares?

Ballston suspiró con indulgencia.

– Y más.

Becker asintió con cara de no comprender. A Gurney le parecía que el hombre estaba perdido.

– Cien mil por… ¿sofisticación ninfomaníaca?

Ballston esbozó una sonrisa.

– Por ser exactamente lo que uno desea. Por ser el guante que enfunda la mano.

– Cuénteme más.

– Hay algunos vinos muy buenos a cincuenta dólares la botella, vinos que llegan al noventa por ciento de perfección. Una cifra mucho menor, a quinientos dólares la botella, logran el noventa y nueve por ciento de la perfección. Pero por ese uno por ciento de perfección absoluta, por eso pagarías cinco mil dólares la botella. Alguna gente es capaz de captar la diferencia. Algunos pueden.

– ¡Maldita sea! Aquí estoy, miserable de mí, pensando que una puta cara es solo una puta cara.

– Para usted, teniente, estoy seguro de que es la verdad última.

Becker se puso rígido en su silla, con rostro inexpresivo. Gurney había visto esa mirada muchas veces en su vida profesional. Lo que seguía era normalmente desafortunado y en ocasiones suponía el fin de una carrera. Esperaba que la cámara y la presencia de Stanford Mull fueran eficaces elementos disuasorios.

En apariencia lo eran. Becker se relajó poco a poco, observó a su alrededor durante un minuto, mirando a todas partes, salvo a Ballston.

Gurney se preguntó cuál era el juego de aquel tipo. ¿Estaba tratando, de un modo calculado, de provocar una reacción violenta a cambio de obtener una ventaja legal? ¿O su condescendencia tranquila y relajada era un patético esfuerzo por demostrar su superioridad mientras su vida se derrumbaba?

Cuando, por fin, Becker habló, su voz parecía anormalmente tranquila.

– Hábleme de la sala de proyecciones, Jordan. -Articuló el nombre de una manera que sonó insultante de un modo extraño.

Si Ballston lo percibió de ese modo, no hizo caso.

– Pequeña, confortable, con una moqueta encantadora.

– ¿Dónde está?

– No lo sé. Cuando me recogieron en el aeropuerto de Newark, me llevaron con los ojos tapados, con una de esas máscaras para dormir que se ven en las viejas películas en blanco y negro. El chófer me dijo que me la pusiera y que no me la quitara hasta que me informaran de que estaba en la sala de proyecciones.

– ¿Y no hizo trampas?

– Karmala no es una organización que permita que se hagan trampas.

Becker asintió, sonrió.

– ¿Cree que Karmala podría considerar lo que nos está contando hoy como una forma de engaño?

– Me temo que sí-dijo Ballston.

– Así que veía esos vídeos y encontraba algo que le gustaba, y luego ¿qué?

– Aceptabas verbalmente los términos de la compra, volvías a colocarte la máscara y te devolvían al aeropuerto. Hacías una transferencia por el precio estipulado a una cuenta bancaria de las Islas Caimán y al cabo de unos días la chica de tus sueños llamaba a tu puerta.

– ¿Y entonces?

– Y entonces lo que uno quería que ocurriera ocurría.

– Y la chica de sus sueños terminaba muerta.

– Por supuesto.

– ¿Por supuesto?

– De eso trataba la transacción. ¿No lo sabía?

– ¿Se trataba de matarlas?

– Las chicas que proporcionaba Karmala eran chicas muy malas. Habían hecho cosas terribles. En sus vídeos describían al detalle lo que habían hecho. Cosas increíblemente horrorosas.

Becker se echó un poco hacia atrás en la silla. Era evidente que la situación lo superaba. Incluso la cara de póquer de Stanford Mull había adoptado cierta rigidez. Sus reacciones parecieron dar energía a Ballston, devolverle la vitalidad. Sus pupilas brillaron.

– Cosas terribles que merecían castigos terribles.

Hubo una especie de pausa universal, quizá dos o tres segundos en los cuales pareció que nadie en el sala de interrogatorios de Palm Beach ni en la sala de teleconferencias del DIC estaba respirando.

Darryl Becker rompió el hechizo con una pregunta práctica en un tono rutinario.

– Dejemos esto perfectamente claro. ¿Usted mató a Melanie Strum?

– Así es.

– ¿Y Karmala le envió otras chicas?

– Exacto.

– ¿Cuántas más?

– Dos.

– ¿Cuánto sabía de ellas?

– Sobre los detalles aburridos de sus existencias cotidianas, nada. Sobre sus pasiones y sus transgresiones, todo.

– ¿Sabe de dónde venían?

– No.

– ¿Sabe cómo las reclutaba Karmala?

– No.

– ¿Alguna vez trató de averiguarlo?

– Se especificaba que eso no podía hacerse.

Becker se apartó de la mesa y estudió el rostro de Ballston.

Mientras Gurney miraba a Becker en la pantalla, le pareció que el hombre estaba estancado, abrumado por la situación, tratando de averiguar adónde ir con la siguiente pregunta.

Gurney se volvió hacia Rodriguez. El capitán parecía tan desconcertado como Darryl Becker por las revelaciones y la despreocupación de Ballston.

– ¿Señor?

Al principio Rodriguez pareció no escucharle.

– Señor, me gustaría enviar una petición a Palm Beach.

– ¿Qué clase de petición?

– Quiero que Becker le pregunte a Ballston por qué le cortó la cabeza a Melanie.

El rostro del capitán se contorsionó en un gesto de repulsión.

– Obviamente porque es un loco enfermo, sádico y asesino.

– Creo que sería útil plantear la pregunta.

Rodriguez parecía molesto por las palabras que salieron de su propia boca.

– ¿Qué más podría ser, salvo parte de su asqueroso ritual?

– ¿Como cortar la cabeza de Jillian formaba parte del ritual de Héctor?

– ¿Qué quiere decir?

El tono de Gurney se endureció.

– Es una pregunta simple y hay que plantearla. Nos estamos quedando sin tiempo.

Sabía que las horrendas dificultades de Rodriguez con su hija adicta al crac estaban comprometiendo su capacidad para tratar directamente con un caso que le resultaba tan cercano, pero eso ya no le preocupaba.

La cara de Rodriguez se puso colorada, un efecto aumentado por el contraste con su cuello blanco y su cabello teñido de negro. Al cabo de un momento, se volvió hacia Wigg con un aire de rendición.

– El señor tiene una pregunta, ¿por qué Ballston le cortó la cabeza? Mándelo.

Los dedos de Wigg se movieron con rapidez en el teclado.

En el monitor de teleconferencia, se veía a Becker presionando a Ballston, insistiendo en preguntarle de dónde sacaba las chicas Karmala. Ballston continuaba reiterando que no sabía nada de todo eso.

Becker parecía estar considerando cómo sacarle la respuesta cuando su atención se centró en el portátil, aparentemente en la pregunta que Wigg acababa de transmitir. Levantó la cabeza a la cámara y asintió antes de cambiar de tema.

– Así pues, Jordan, cuénteme… ¿por qué lo hizo?

– ¿Qué?

– Matar a Melanie Strum de esa manera en particular.

– Me temo que es una cuestión privada.

– Privada, un cuerno. El trato es que nosotros hacemos preguntas y usted las responde.

– Bueno…-La bravuconería de Ballston estaba languideciendo-. Diría que era en parte una preferencia personal y…-Por primera vez en el interrogatorio pareció un poco ansioso-. He de preguntarle algo, teniente. ¿Se refiere a… todo el proceso… o solo a la eliminación de la cabeza?

Becker vaciló. El tono banal que había adquirido la conversación parecía estar retorciéndole la mano con la que se aferraba a la realidad.

– Por ahora, digamos que nos preocupa sobre todo la eliminación de la cabeza.

– Ya veo. Bueno, lo de cortarle la cabeza digamos que fue una cortesía.

– ¿Que fue qué?

– Una cortesía. Un pacto entre caballeros.

– ¿Un pacto…?

Ballston negó con desesperación, como el sofisticado tutor de un estudiante estúpido.

– Creo que ya he explicado el acuerdo básico y el compromiso de Karmala de proporcionar la dimensión psicológica, su capacidad de suministrar un producto único. ¿Entiende todo eso, teniente?

– Sí, lo entiendo bien.

– Son la fuente más exclusiva del producto más exclusivo.

– Sí, eso lo entiendo.

– Como condición para una relación comercial continuada, exigen algo.

– ¿Que le corte la cabeza a la víctima?

– Después del proceso. Es una adenda, si lo prefiere.

– ¿Y cuál era su propósito?

– ¿Quién sabe? Todos tenemos nuestras preferencias.

– ¿Preferencias?

– Se insinuó que era importante para alguien de Karmala.

– Cielo santo. ¿En alguna ocasión les pidió que le explicaran eso?

– Oh, mi teniente, no sabe ni una palabra de Karmala, ¿eh?-La extraña serenidad de Ballston estaba aumentando de manera inversamente proporcional a la consternación de Becker.

67

Amor de madre

Tras concluir el interrogatorio inicial de Jordan Ballston, el primero de los tres que se habían programado-para que pudieran plantearse las preguntas de nuevo y formular otras que se habían omitido y sondear y documentar todo lo relacionado con los tratos de Ballston con Karmala-la teleconferencia terminó.

Blatt fue el primero en hablar cuando el monitor se puso en blanco.

– ¡Qué cerdo degenerado!

Rodriguez cogió un pañuelo limpio del bolsillo, se quitó las gafas de montura metálica y empezó a limpiarlas distraídamente. Era la primera vez que Gurney lo veía sin gafas. Sin ellas, sus ojos parecían más pequeños y más débiles; la piel de su contorno, más vieja.

Kline apartó la silla de la mesa.

– ¡Maldiciónla Creo que nunca he visto nada como esto.

¿Qué opinas, Becca?

Holdenfield arqueó las cejas.

– ¿Te importa ser más concreto?

– ¿Te crees esa historia increíble?

– Si me estás preguntando si creo que estaba diciendo la verdad como él la ve, la respuesta es sí.

– A un cerdo degenerado como ese no le importa la verdad-dijo Blatt.

Holdenfield sonrió, se dirigió a Blatt como si fuera un niño con buena voluntad.

– Es una observación precisa, Arlo. Decir la verdad no está en lo alto de los valores del señor Ballston. A menos que piense que eso va a salvar su vida.

Blatt perseveró.

– No confiaría en él ni para sacar la basura. -Les diré cuál es mi reacción-anunció Kline. Esperó a que todos los presentes le prestaran atención-. Suponiendo que sus declaraciones sean veraces, Karmala podría ser la organización criminal más depravada jamás descubierta. La pieza de Ballston, por horrenda que pueda ser, quizá sea solo la punta del iceberg, un iceberg del Infierno.

Hardwick prorrumpió en una risa ronca y monosilábica que solo logró ocultar parcialmente como una tos, pero el impulso dramático que Kline había tomado lo hizo seguir adelante.

– Karmala parece ser una organización grande, disciplinada y despiadada. Las autoridades de Florida han detenido un pequeño apéndice, un cliente. Pero nosotros tenemos la oportunidad de destruir toda la empresa. Nuestro éxito podría significar la diferencia entre la vida y la muerte para Dios sabe cuántas jóvenes. Y hablando de esto, Rod, este podría ser un buen momento para ponernos al día del progreso en las llamadas a las graduadas.

El capitán se puso las gafas y se las volvió a quitar. Sus ojos eran oscuros y estaban llenos de preocupación. Era como si todos los giros del caso y sus ecos personales estuvieran desafiándole.

– Bill-dijo no sin esfuerzo-, danos los datos de las entrevistas.

Anderson tragó un trozo de donut y lo ingirió con un sorbo de café.

– De los ciento cincuenta y dos nombres de nuestra lista, hemos hablado con al menos un familiar en ciento doce casos. -Pasó entre los papeles de su carpeta-. De esos ciento doce, hemos clasificado las respuestas por categorías. Por ejemplo…

Kline parecía inquieto.

– ¿Podemos ir al grano? ¿Solo el número de chicas ilocalizadas, sobre todo si tuvieron una discusión sobre un coche antes de irse de casa?

Anderson volvió a sus papeles, pasó media docena de hojas otras tantas veces. Al final anunció que se desconocía el paradero de veintiuna de las chicas y que, en diecisiete de esos casos, se había producido la discusión del coche.

– Así que parece que el patrón se sostiene-dijo Kline.

Cambió su atención a Hardwick-. ¿Algo nuevo en la conexión Karmala?

– Nada nuevo, solo que definitivamente la dirigen los Skard, y que la Interpol piensa que en los últimos tiempos se dedican sobre todo a delitos que tienen que ver con la esclavitud sexual.

Blatt pareció interesado.

– ¿Qué tal ser un poco más concreto sobre la cuestión de la «esclavitud sexual»?

Sorprendentemente, Rodriguez habló de inmediato, con la voz cargada de rabia.

– Creo que todos sabemos exactamente de qué se trata: es el negocio más repulsivo de la Tierra. La escoria del planeta como vendedores, la escoria del planeta como compradores. Piénsalo, Arlo. Sabrás que tienes la imagen correcta cuando te vengan ganas de vomitar. -Su intensidad creó un silencio incómodo en la sala.

Kline se aclaró la garganta, con la cara desfigurada en una especie de asco exagerado.

– En mi concepto de tráfico sexual salen niñas campesinas tailandesas embarcadas hacia árabes gordos. ¿Se supone que algo así está ocurriendo con las chicas de Mapleshade? Me cuesta mucho imaginarlo. ¿Alguien puede iluminarme? Dave, ¿tiene algún comentario?

– Ningún comentario, pero tengo dos preguntas. Primero: ¿pensamos que Flores está relacionado con los Skard? Y, si es así, puesto que la operación Skard es una cuestión de familia, ¿es posible que Flores…?

– ¿Pueda ser él mismo un Skard?-Kline golpeó la mesa con la palma de la mano-. Maldición, ¿por qué no?

Blatt se rascó la cabeza en una parodia inconsciente de perplejidad.

– ¿Qué está diciendo? ¿Que Héctor Flores era en realidad uno de esos chicos cuya madre se follaba a todos los camellos de coca?

– Uf-exclamó Kline-. Eso daría al caso un eje completamente nuevo.

– Más bien dos-dijo Gurney.

– ¿Dos?

– Dinero y patología sexual. Me refiero a que si esto solo fuera una aventura financiera, ¿por qué la locura de Edward Vallory?

– Hum. Buena pregunta. ¿Becca?

Ella miró a Gurney.

– ¿Está sugiriendo que hay una contradicción?

– Una contradicción no, solo una pregunta acerca de cuál es la cabeza del perro y cuál es la cola.

El interés de Rebecca Holdenfield pareció crecer.

– ¿Y su conclusión?

Gurney se encogió de hombros.

– He aprendido a no subestimar el poder de la patología. Los labios de Holdenfield se movieron en una leve sonrisa de acuerdo.

– El resumen del historial de la Interpol que me dieron indicaba que Giotto Skard tuvo tres hijos: Tiziano, Rafaello, Leonardo. Si Héctor Flores es uno de ellos, la cuestión es: cuál.

Kline la miró.

– ¿Tienes alguna opinión al respecto?

– Es más una suposición que una opinión profesional, pero si le damos valor a la patología sexual como eje del caso, entonces probablemente me inclinaría por Leonardo.

– ¿Por qué?

– Porque fue el que se llevó consigo la madre cuando, al final, Giotto acabó por echarla. Es el que estuvo más tiempo con ella.

– ¿Está diciendo que eso puede convertirte en un maniaco homicida?-preguntó Blatt-. ¿Estar cerca de tu madre?

Holdenfield se encogió de hombros.

– Eso depende de quién sea tu madre. Estar cerca de una madre normal es muy diferente de ser objeto de abuso prolongado por parte de una sociópata adicta a las drogas y depredadora sexual como Tirana Zog.

– Eso lo entiendo-intervino Kline-, pero ¿cómo encaja los efectos de esa clase de educación (la locura, la rabia, la inestabilidad) en lo que, al parecer, es una organización criminal altamente organizada?

Holdenfield sonrió.

– La locura no siempre es un obstáculo para la consecución de objetivos. Stalin no es el único paranoico esquizofrénico que llegó a lo más alto. En ocasiones hay una sinergia maligna entre patología y logro de objetivos prácticos. En especial en empresas brutales, como el tráfico sexual.

Blatt parecía intrigado.

– ¿Está diciendo que los chiflados son buenos gánsteres?

– No siempre. Pero supongamos por un momento que su Héctor Flores es en realidad Leonardo Skard. Y supongamos que ser educado por una madre psicótica, promiscua e incestuosa lo hizo más que un poco loco. Supongamos que la organización Skard, a través de Karmala, está implicada en prostitución de lujo y esclavitud sexual, como afirman los contactos del DIC en la Interpol y como confirma la confesión de Jordan Ballston.

– Son muchas suposiciones-intervino Anderson, tratando de sacar otra miga de donut de los pliegues de su servilleta.

– Buenas suposiciones, en mi opinión-afirmó Kline.

– Y si son ciertas-dijo Gurney-, entonces Leonardo parece que ha conseguido el trabajo perfecto.

– ¿Qué trabajo perfecto?-preguntó Blatt.

– Uno que combina el negocio de la familia con su odio personal a las mujeres.

La expresión de desconcierto inicial de Kline dio paso al asombro.

– ¡El trabajo de un reclutador!-Exacto-dijo Gurney-. Supongamos que Skard (alias Flores) va a Mapleshade específicamente para identificar y reclutar a mujeres jóvenes a las que se podría convencer para que satisficieran las necesidades sexuales de hombres ricos. Por supuesto, tendría que describir el acuerdo de manera que atrajera las propias necesidades y fantasías de las chicas. Nunca sabrían, hasta que fuera demasiado tarde, que iban a ser entregadas a sádicos sexuales que pretendían matarlas, hombres como Jordan Ballston.

Las pupilas de Blatt se dilataron.

– Eso es extremadamente asqueroso.

– Beneficio y patología van de la mano-dijo Gurney-. He conocido a más de un sicario que piensa en sí mismo como un hombre de negocios que simplemente resulta que se dedica a algo para lo que la mayoría de la gente no tiene estómago. Como embalsamar. Hablaban de ello como si fuera, sobre todo, una fuente de ingresos, y como si solo en un segundo plano se tratara de matar gente. Por supuesto, la verdad es todo lo contrario. Matar es matar. Se trata de un odio terrible que el sicario convierte en un negocio. Quizás es eso ante lo que estamos.

Anderson arrugó su servilleta en una bola.

– Nos estamos poniendo muy teóricos, ¿no?

– Creo que Dave da en el clavo-dijo Holdenfield-. Patología y pragmatismo. Leonardo Skard, en el papel de Héctor Flores, podría estar ganándose la vida organizando la tortura y decapitación de mujeres que le recuerdan a su madre.

Rodriguez se levantó lentamente de su silla.

– Creo que podría ser un buen momento para hacer una pausa. ¿De acuerdo? Diez minutos. Lavabo, café, etcétera.

– Solo una última idea-dijo Holdenfield-. Con todo lo que hablamos respecto a que mataron a Jillian Perry el día de su boda, ¿a alguien se le ha ocurrido que también era el Día de la Madre? [3]

68

Buena Vista Trail

Kline, Rodriguez, Anderson, Blatt, Hardwick y Wigg abandonaron la sala. Gurney estaba a punto de seguirlos cuando vio a Holdenfield, todavía en su silla, sacando una serie de fotocopias de su maletín, fotocopias de diversos anuncios de Karmala. Las extendió ante ella. Gurney fue hasta su lado de la mesa y las miró. Esta vez le causaron un impacto diferente: a la luz de las revelaciones de Ballston, parecían más crudas.

– No lo entiendo-dijo-. Mapleshade supuestamente presenta un remedio para las fijaciones sexuales malsanas. Dios mío, si lo que estoy viendo en las caras de estas mujeres jóvenes refleja el beneficio de la terapia, ¿cómo diablos eran antes?

– Peor.

– ¡Cielo santo!

– He leído algunos de los artículos académicos de Ashton. Sus objetivos son modestos. Mínimos, en realidad. Sus críticos dicen que su enfoque linda con lo inmoral. Muchos terapeutas no lo soportan. No pretende lograr grandes cambios en sus pacientes, parece conformarse con algunos pequeños. Uno de sus comentarios en un seminario profesional se hizo famoso, o tristemente famoso. Disfruta asombrando a sus colegas. Dijo que si podía convencer a una niña de diez años de que le hiciera una felación a su novio de doce en lugar de a su primo de ocho, consideraría que la terapia era un éxito absoluto. En algunos círculos, ese enfoque es un poco polémico.

– Progreso y no perfección, ¿eh?

– Exacto.

– Aun así, cuando miro estas expresiones…

– Una cosa que ha de recordar es que el porcentaje de éxito en ese campo no es alto. Estoy seguro de que incluso Ashton fracasa más veces de las que triunfa. Es la realidad. Cuando tratas con delincuentes sexuales…

Pero Gurney había dejado de escucharla.

«Dios mío, ¿cómo no me había fijado antes?»

Holdenfield lo estaba mirando.

– ¿Qué pasa?

Él no respondió inmediatamente. Había que pensar en aquello, decidir cuánto decir. Eran decisiones cruciales. Pero tomar cualquiera en ese momento se escapaba a su capacidad. Se había quedado casi paralizado al darse cuenta de que la habitación de la foto era la misma en la que había entrado para esconderse del personal de limpieza la noche en que recuperó su copita de absenta. Solo la había visto una fracción de segundo al encender y apagar la luz para orientarse. En ese momento había tenido una extraña sensación de déjà vu, porque ya había visto la distribución del cuarto en la foto de Jillian en la pared de Ashton, pero esa noche en la casa de arenisca no había podido juntar las dos imágenes.

– ¿Qué ocurre?-repitió Holdenfield.

– Es difícil de explicar-dijo, lo cual era en gran medida cierto.

Su voz era tensa. No podía apartar la mirada del anuncio que tenía más cerca. La chica estaba agachada en una cama deshecha, con aspecto exhausto y al mismo tiempo incansable, incitante, amenazante, provocativa. Le sacudió el recuerdo de un retiro religioso en su primer año en St. John Francis: un sacerdote de ojos desorbitados pronunciando un sermón sobre el fuego del Infierno. Un fuego que arde durante toda la eternidad, que devora los gritos de tu carne como una bestia cuya hambre crece a cada mordisco.

Hardwick fue el primero en volver a la sala de conferencias. Miró a Gurney, la foto del anuncio y a Holdenfield, y pareció sentir de inmediato la tensión en el aire. Wigg regresó a continuación y ocupó su sitio delante de su portátil, seguida por un taciturno Anderson y un ansioso Blatt. Kline entró hablando por el teléfono móvil, y Rodriguez tras él. Hardwick se sentó enfrente de Gurney, observándolo con curiosidad.

– Muy bien-dijo Kline, otra vez con el aire de un hombre que consigue lo busca-. Volvamos a ponernos en marcha. Respecto a la cuestión de la verdadera identidad de Héctor Flores:

Rod, creo que había un plan para llevar a cabo nuevas entrevistas a los vecinos de Ashton, para asegurarnos de que no se nos pasara por alto ningún detalle sobre Flores la primera vez. ¿Cómo va eso?

Rodriguez por un momento pareció que iba a decir que aquello era una pérdida de tiempo, pero se volvió hacia Anderson.

– ¿Algo nuevo al respecto?

Anderson cruzó los brazos sobre el pecho.

– Ni un solo hecho nuevo significativo.

Kline lanzó a Gurney una mirada desafiante, ya que la idea de volver a hacer los interrogatorios había sido suya.

Gurney se concentró de nuevo en la discusión y se volvió hacia Anderson.

– ¿Ha logrado separar el material de testigos directos, que es escaso, del material de rumores, que es interminable?

– Sí, lo hemos hecho.

– ¿Y?

– Hay un problema con los datos de testigos directos.

– ¿Cuál es?-intervino Kline con brusquedad.

– La mayoría de los testigos directos están muertos.

Kline pestañeó.

– Repítalo.

– La mayoría de los testigos directos están muertos.

– Dios, le he oído. Explique qué significa eso.

– O sea, ¿quién habló directamente con Héctor Flores, o con Leonardo Skard o comoquiera que se llame ahora? ¿Quién tuvo contacto cara a cara? Jillian Perry, y está muerta. Kiki Muller, y está muerta. Las chicas a las que Savannah Liston vio hablando con él cuando estaba trabajando en los arriates de Ashton en Mapleshade, y han desaparecido, posiblemente están muertas, si han terminado con tipos como Ballston.

Kline parecía escéptico.

– Creía que la gente lo vio en el coche con Ashton o en la ciudad.

– Lo que vieron fue a alguien con sombrero de vaquero y gafas de sol-dijo Anderson-. Ninguno de ellos puede proporcionar una descripción física que valga una mierda, perdón por mi lenguaje. Tenemos un cargamento de anécdotas extravagantes, pero nada más. Parece que todo el mundo cuenta historias que alguien le ha contado.

Kline asintió.

– Eso encaja perfectamente con la reputación de los Skard. Anderson lo miró de soslayo.

– Se supone que eliminan sin piedad a los testigos reales. Parece que todos los que pueden señalar a los chicos Skard terminan muertos. ¿Qué opina, Dave?

– Disculpe, ¿qué?

Kline lo miró de manera extraña.

– Preguntaba si piensa que la disminución del número de personas que podrían identificar a Flores refuerza la idea de que podría ser uno de los Skard.

– A decir verdad, Sheridan, en este momento no sé qué pensar. No dejo de preguntarme si hay alguna cosa cierta en todo lo que se me ocurre en este caso. Temo que me estoy perdiendo algo que lo explicaría todo. He trabajado en muchos casos de homicidio a lo largo de los años y nunca he visto uno que encaje peor que este. Es como si hubiera un elefante en una sala y nadie fuera capaz de verlo.

Kline se echó hacia atrás, reflexivo.

– Esto puede que no sea el elefante en la sala, pero tengo una pregunta que me ha estado inquietando, acerca de las chicas desaparecidas. Comprendo la cuestión del coche, que las chicas son todas legalmente adultas, que les dijeron a sus padres que no las buscaran, pero… ¿no les parece peculiar que ni un solo padre lo haya notificado a la Policía?

– Me temo que hay una respuesta triste y simple a esa pregunta-dijo Holdenfield poco a poco, después de un largo silencio. El tono extrañamente suave de su voz atrajo la atención de todos-. Dada una explicación plausible para la partida de sus hijas y una petición de no establecer más contacto, sospecho que los padres se sintieron, en secreto, complacidos. Muchos padres de niños agresivos, problemáticos, sienten un terrible temor que no se atreven a reconocer: quedarse empantanados para siempre con sus pequeños monstruos. Cuando los monstruos terminan por irse, por la razón que sea, creo que los padres sienten, en el fondo, cierto alivio.

Rodriguez parecía mareado. Se levantó en silencio y se dirigió a la puerta con semblante ceniciento. Gurney suponía que Holdenfield había pinchado de pleno en el nervio más sensible del capitán, un nervio que ya habían expuesto y aporreado desde el momento en que el caso había virado de la caza de un jardinero mexicano a una investigación en torno a relaciones familiares desordenadas y mujeres jóvenes enfermas. Ese nervio había estado tan pinzado durante la última semana que quizá no era sorprendente que un hombre como aquel, tan susceptible, se estuviera convirtiendo en un caso perdido.

La puerta se abrió antes de que Rodriguez llegara a ella. Gerson entró con un matiz de alarma en su rostro enjuto y le bloqueó el paso.

– Disculpe, señor, hay una llamada urgente.

– Ahora no-murmuró Rodriguez con vaguedad-. Quizás Anderson… o alguien…

– Señor, es una emergencia. Otro homicidio relacionado con Mapleshade.

Rodriguez la miró.

– ¿Qué?

– Un homicidio…

– ¿Quién?

– Una chica llamada Savannah Liston.

Dio la impresión de que todos tardaban unos segundos en asimilar la noticia, como si la estuvieran escuchando a través de una traducción.

– Bien-dijo al fin el capitán, y siguió a Gerson al exterior de la sala.

Cuando regresó al cabo de cinco minutos, las vagas especulaciones que habían estado a la deriva en torno a la mesa en su ausencia fueron reemplazadas por una ansiosa atención.

– Muy bien. Está aquí todo el que tiene que estar aquí-anunció Rodriguez-. Solo voy a decir esto una vez, así que les sugiero que tomen notas.

Anderson y Blatt sacaron blocs idénticos y bolígrafos. Los dedos de Wigg estaban preparados sobre el teclado del portátil.

– Era el jefe de Policía de Tambury, Burt Luntz. Ha llamado desde donde se encuentra en este momento, un bungaló alquilado por Savannah Liston, empleada de Mapleshade. -Había fuerza y determinación en la voz del capitán, como si la tarea de transmitir la información lo hubiera puesto, al menos de manera temporal, en terreno firme-. Aproximadamente a las cinco de la mañana, el jefe Luntz recibió una llamada telefónica en su casa. Con lo que le sonó como acento español, el que llamó dijo:

«Buena Vista número setenta y siete. Por todas las razones que he escrito». Cuando Luntz preguntó quién llamaba, su respuesta fue: «Edward Vallory me llama el jardinero español». En ese momento colgó.

Anderson miró con el ceño fruncido su reloj.

– ¿Fue a las cinco de la mañana, hace diez horas, y nos enteramos ahora?

– Por desgracia, a Luntz la llamada no le disparó ninguna alarma. Solo supuso que se habían equivocado de número, que el tipo estaba borracho, o quizás ambas cosas. No conoce los detalles de nuestra investigación, así que las referencias a Edward Vallory no significan nada para él. Más tarde, hace media hora, recibió una llamada del señor Lazarus, de Mapleshade, en la que le decían que tenían una empleada, normalmente responsable, que no se había presentado a trabajar y que no cogía el teléfono, y teniendo en cuenta todas las locuras que estaban pasando preguntó si no podría Luntz enviar un coche patrulla para asegurarse de que todo iba bien. Cuando Lazarus le dio la dirección del número setenta y ocho de Buena Vista Trail, a Luntz se le encendió la luz y acudió en persona.

Kline estaba inclinado hacia delante en su silla, como un atleta a punto de emprender una carrera.

– ¿Y encontró a Savannah Liston muerta?

– Encontró la puerta de atrás sin cerrar con llave y a Liston sentada a la mesa de la cocina. El mismo escenario que en el caso de Jillian Perry.

– ¿Exactamente el mismo?-preguntó Gurney.

– Al parecer.

– ¿Dónde está Luntz ahora?-preguntó Kline.

– En la cocina, con algunos agentes de la Policía de Tambury en camino para cerrar el perímetro y asegurar la escena. Él ya ha registrado la casa, por encima, solo para verificar que no había nadie más presente. No ha tocado nada.

– ¿Ha dicho si ha encontrado algo extraño?-preguntó Gurney.

– Una cosa. Un par de botas en la puerta. De las que se ponen encima de los zapatos. ¿Suena familiar?

– Otra vez las botas. Dios santo. Hay algo con las botas. -El tono de Gurney atrajo la atención de Rodriguez-. Capitán, sé que no es mi labor tratar de influir en cómo se distribuyen los recursos, pero ¿puedo hacer una sugerencia?

– Adelante.

– Recomendaría que llevara esas botas inmediatamente a su personal de laboratorio; que se queden aquí toda la noche si hace falta y que hagan todas las pruebas de reconocimiento químico que puedan.

– ¿Buscando qué?

– No lo sé.

Rodriguez puso mala cara, pero no tan mala como Gurney temía.

– Basarse en nada es un tiro a ciegas, Gurney.

– Las botas han aparecido dos veces. Antes de que aparezcan de nuevo, me gustaría saber por qué.

69

Callejones sin salida

Anderson, Hardwick y Blatt fueron enviados a la escena del crimen en Buena Vista, con un equipo seleccionado por la sargento Wigg y una brigada canina. Avisaron a la Oficina del Forense. Gurney preguntó si podía acompañar a la gente del DIC a la escena. Rodriguez, como era previsible, lo rechazó. En cambio, le dio a Wigg la orden de coordinar y acelerar el trabajo de laboratorio con las botas. Kline dijo algo sobre acordar una estrategia de control de daños para una conferencia de prensa programada, y él y el capitán salieron a hablar en privado, dejando a Gurney y Holdenfield solos en la sala de conferencias.

– Así pues…-dijo Holdenfield. Parecía mitad pregunta, mitad observación.

– Así pues…-repitió él.

Holdenfield se encogió de hombros, miró a su maletín, donde había vuelto a dejar sus anuncios de Karmala.

Gurney supuso que ella quería saber más sobre por qué antes se había mostrado tan inquieto. Ya le había dicho que era difícil de explicar. Y todavía no estaba listo para hablar de ello, aún no había calibrado qué implicaba todo aquello, todavía no había calculado hasta dónde podían llegar los daños.

– Es una larga historia-dijo.

– Me encantaría escucharla.

– A mí me encantaría contarla, pero… es complicado. -La primera parte era menos cierta que la segunda. Se preguntó por qué lo había dicho. Sonrió-. Quizás en otra ocasión.

– De acuerdo. -Ella también sonrió-. En otra ocasión.

Sin poder hablar directamente con los técnicos de laboratorio y sin tener ninguna razón para quedarse en las instalaciones de la Policía del estado, Gurney se dirigió a Walnut Crossing.

La información que se había ido acumulando durante el día se arremolinaba en su cabeza.

La confesión surrealista de Ballston, aquella voz elegante emanando de una mente infernal, describiendo cómo había cortado la cabeza de su víctima como una cortesía hacia Karmala; la decapitación de Savannah Liston haciendo eco de la muñeca decapitada en la cama, que a su vez remitía a la novia decapitada en la mesa. Y las botas de goma. Una vez más, las botas. ¿De verdad pensaba que las pruebas de laboratorio revelarían algo? El día lo había dejado demasiado agotado como para saber qué pensar en realidad.

La llamada que recibió de Sheridan Kline cuando estaba terminando un bol de restos de espaguetis añadió hechos, pero no sirvió para avanzar en el caso. Además de repetir todo lo que Rodriguez había transmitido de Luntz, le reveló que la brigada canina había encontrado un machete manchado de sangre en una zona boscosa detrás del bungaló y que el forense estimaba que la muerte se produjo más o menos cuando Luntz había recibido aquella críptica llamada, antes del amanecer.

A lo largo de su carrera, Gurney se había enfrentado a desafíos en numerosas ocasiones. De vez en cuando se había encontrado con casos, como el reciente horror de Mellery, en los cuales creía que podía salir perdedor. Pero nunca se había sentido tan ampliamente superado. Sin duda, tenía una teoría general sobre lo que podría estar pasando y quién podría estar detrás-toda la operación de los Skard, con Héctor Flores reclutando chicas malas para saciar el placer asesino de los hombres más enfermos del mundo-, pero era solo una teoría. E incluso si fuera válida, no se acercaba a explicar la mecánica retorcida de los asesinatos en sí. No arrojaba luz sobre la localización imposible del machete. No explicaba la función de las botas ni la elección exacta de las víctimas.

¿Por qué tenían que morir Jillian Perry, Kiki Muller y Savannah Liston?

Lo peor de todo era que, sin saber por qué habían matado a ninguna de las tres, ¿cómo iban a proteger a quien estuviera en peligro?

Después de agotarse explorando los mismos callejones sin salida una y otra vez, Gurney se quedó dormido a medianoche.

Cuando se despertó siete horas más tarde, un viento a ráfagas levantaba olas de lluvia gris contra las ventanas del dormitorio. La ventana de al lado de su cama, la única de la casa que había dejado sin cerrar, estaba abierta quince centímetros por arriba: no tanto como para que entrara el agua, pero más que suficiente para que se colara un viento que hacía que las sábanas y la almohada se hubieran humedecido.

La atmósfera deprimente, la falta de luz y color en el mundo, lo tentaron a quedarse en la cama, por incómodo que estuviera, pero sabía que sería un error, así que se obligó a levantarse y meterse en el cuarto de baño. Tenía los pies fríos. Abrió el grifo de la ducha.

Gracias a Dios, pensó una vez más, por la magia primigenia del agua.

Limpiadora, restauradora, simplificadora. El chorro cosquilleante le masajeó la espalda y le relajó los músculos del cuello y los hombros. Sus pensamientos nudosos e hiperactivos empezaron a disolverse en la calma del agua. Como las olas besando la arena…, como un opiáceo benigno…, la fuerza del agua en su piel hacía la vida más sencilla y mejor.

70

A plena vista

Después de un modesto desayuno de dos huevos con dos rebanadas de pan blanco tostado, Gurney decidió sumergirse una vez más, por tedioso que fuera, en los hechos originales del caso.

Extendió los fragmentos del expediente en la mesa del comedor y, con un gesto de contrariedad, alcanzó el documento con el que había tenido más dificultad en concentrarse cuando lo había repasado todo originalmente. Era un listado de cincuenta y siete páginas de los cientos de páginas que Jillian había visitado en Internet y de los centenares de términos de búsqueda que había introducido en los navegadores de su teléfono móvil y su portátil durante los últimos seis meses de su vida, sobre todo relacionados con destinos de viajes elegantes, hoteles carísimos, coches, joyas.

No obstante, después de que el DIC adquiriera esos datos del ordenador personal y la web, no se había llevado a cabo ningún análisis. Gurney sospechaba que era otro elemento de la investigación que había desaparecido en la grieta que separaba la dirección de Hardwick de la de Blatt. La única indicación de que alguien además de él lo hubiera visto era una anotación manuscrita en la primera página: «Absoluta pérdida de tiempo y de recursos».

De manera perversa, la sospecha de Gurney de que el comentario era del capitán había hecho que prestara aún más atención a cada una de las líneas de esas cincuenta y siete páginas. Y sin eso, podría haber pasado por alto una palabra de cinco letras en la mitad de la página treinta y siete.

Skard.

Surgía otra vez en la siguiente página y, unas páginas más tarde, aparecía en una búsqueda combinada con Cerdeña.

Aquel hallazgo lo animó a seguir buscando. Al acabar repasó otra vez las cincuenta y siete páginas. Fue entonces cuando hizo su segundo descubrimiento.

Las marcas de coches caros que estaban esparcidas entre los términos de búsqueda-marcas que a primera vista se habían mezclado en su mente con nombres de centros turísticos exclusivos, boutiques y joyerías en la imagen general de lujo-ahora formaban un patrón especial.

Se dio cuenta de que eran las mismas marcas que habían sido objeto de discusión entre las chicas desaparecidas y los padres de estas.

¿Podía ser una coincidencia?

¿Qué demonios tramaba Jillian?

¿Qué era lo que necesitaba saber de esos coches y por qué? Más importante, ¿qué estaba tratando de descubrir de la familia Skard?

¿Cómo había sabido de su existencia?

¿Y qué clase de relación tenía con el hombre al que ella conocía como Héctor Flores?

¿Era negocio o placer? ¿O algo mucho más retorcido?

Una mirada rápida a las URL de los automóviles reveló que se trataba de webs de marcas que proporcionaban información de modelo, características y precio de los vehículos.

El término de búsqueda «Skard» llevó a una web con información sobre una pequeña ciudad de Noruega, así como a varios otros sitios sin ninguna relación con la familia sarda del crimen organizado. Aquello significaba que Jillian ya había conocido por otra vía la existencia de la familia, o al menos del apellido, y la búsqueda en Internet era un intento de descubrir más.

Gurney volvió a la lista maestra y se fijó en las fechas de las búsquedas de Skard y de los coches. Descubrió que Jillian había visitado páginas de coches meses antes de buscar el nombre de Skard. De hecho, las búsquedas de automóviles se remontaban al inicio del periodo de seis meses documentado, y Gurney se preguntó cuánto tiempo llevaba ella buscando esa clase de datos. Tomó nota para sugerir al DIC que consiguiera una orden de registro de las búsquedas realizadas por Jillian, y que esta se remontara al menos dos años.

Gurney miró por la ventana al paisaje húmedo. Un escenario intrigante, complicado, estaba empezando a cobrar forma, y allí Jillian podría haber desempeñado un papel mucho más activo…

Un rumor grave procedente del camino de debajo del granero interrumpió sus pensamientos. Fue a la ventana de la cocina, que le ofrecía la vista más amplia en esa dirección, y se fijó en que el coche de la Policía se había ido. Miró el reloj y se dio cuenta de que el tiempo bajo protección de cuarenta y ocho horas había expirado. No obstante, otro vehículo, la fuente del ronco ruido de motor, ahora mucho más audible, apareció en el punto donde el camino rural se fundía con el sendero de Gurney.

Era un Pontiac GTO rojo, un clásico de los años setenta. Solo conocía a una persona que tuviera aquel coche: Jack Hardwick. El hecho de que condujera el GTO en lugar de un Crown Victoria negro le indicó que no estaba de servicio.

Gurney fue a la puerta lateral y esperó. Hardwick emergió del auto con vaqueros azules y una camiseta debajo de una chaqueta de motorista bien gastada: un tipo duro retro saliendo de una máquina del tiempo.

– Menuda sorpresa-dijo Gurney.

– Solo he pensado en pasar por aquí, para asegurarme de que no te regalaban ninguna muñeca más.

– Muy sensato; entra.

Dentro, Hardwick no dijo nada, solo dejó que su mirada vagara por la sala.

– Has conducido mucho bajo la lluvia-dijo Gurney.

– Ha parado de llover hace una hora.

– Vaya, supongo que no me he fijado.

– Da la impresión de que tienes la mente en otro planeta.

– Pues así será-dijo Gurney con más brusquedad de la que pretendía.

Hardwick no mostró reacción alguna.

– ¿Esa estufa ahorra dinero?

– ¿Qué?

– Esa estufa, ¿te ahorra dinero en calefacción?

– ¿Y yo qué demonios sé? ¿A qué has venido, Jack?

– ¿Un hombre no puede venir a ver a un amigo? ¿Solo para charlar?

– Ninguno de los dos somos de los que se pasan por casa de nadie. Y ninguno de los dos tiene intención de charlar. Así que, dime, ¿a qué has venido?

– El señor quiere ir al grano. Vale, eso lo respeto. Sin pérdidas de tiempo. ¿Qué te parece si preparas café y me ofreces un asiento?

– Bien-dijo Gurney-. Haré café. Siéntate donde quieras.

Hardwick caminó hasta el fondo de la gran sala y estudió la piedra grabada de la vieja chimenea. Gurney enchufó la cafetera y empezó a preparar el café.

Al cabo de unos minutos estaban sentados uno frente al otro en los dos sillones que estaban situados junto al hogar.

– No está mal-dijo Hardwick después de probar el café.

– No, la verdad es que es muy bueno. ¿Qué demonios quieres, Jack?

Dio otro sorbo antes de responder.

– Pensaba que quizá podríamos intercambiar información.

– No creo que tenga nada que merezca la pena intercambiar.

– Oh, sí que lo tienes. Eso no lo dudo. ¿Qué te parece? Tú me cuentas y yo te cuento.

Gurney sintió una inyección de rabia.

– Vale, Jack. ¿Por qué no? Empieza tú.

– He vuelto a hablar con mis amigos de la Interpol. Los he apretado un poco con esa cuestión del Sandy’s Den. ¿Y sabes qué? Él también lo llamaba Allessandro’s Den. En ocasiones una cosa y en ocasiones la otra. ¿Te sorprende?

– ¿Cómo iba a sorprenderme?

– La última vez que hablamos estabas casi seguro de que era todo una coincidencia. ¿Ya no piensas eso?

– Supongo que no. No creo que haya tantos Allessandro en el negocio de las fotos de ese tipo, eróticas.

– Exacto. Así que conseguiste tu copita de absenta de Saul Steck, que resulta que trabaja bajo el nombre de Allessandro para Karmala Fashion, haciendo fotos de chicas de Mapleshade que poco después desaparecen. Y ahora, campeón, cuéntame: ¿qué demonios tramas? Y por cierto, mientras me explicas eso, ¿qué te parece si me cuentas la razón por la que pusiste esa cara ayer, cuando estabas mirando por encima del hombro de Holdenfield el anuncio de Karmala?

Gurney se recostó en su sillón, cerró los ojos y se llevó lentamente la taza de café a los labios. Sabía mejor que ningún otro café que hubiera probado desde hacía mucho tiempo. Tomó unos pocos sorbos más antes de abrir los ojos. Todavía sosteniendo la taza delante de la boca, miró a Hardwick. El hombre estaba en una posición idéntica, con la taza levantada, mirando a Gurney. Ambos se rieron a la vez y bajaron las tazas a los reposabrazos de sus sillones.

– Bueno-empezó Gurney-, cuando todo lo demás falla, en ocasiones incluso los perversos han de caer en la sinceridad como única salida.

Dejando a un lado las consecuencias que su relato pudiera acarrear, Gurney continuó contándole a Hardwick la historia completa de Sonya, las fotos artísticas, Jykynstyl y el Rohipnol, incluidos los posteriores mensajes de texto y que había reconocido la habitación de la casa de arenisca en los anuncios de Karmala. Cuando llegó al final, descubrió que el café se le había enfriado, pero aún estaba bueno, así que se lo terminó.

– Cielo santo-dijo Hardwick-, ¿te das cuenta de lo que me has hecho?

– ¿A ti?

– Al contarme esto me has colocado en la misma situación de mierda en la que estás tú.

Gurney sintió una inmensa sensación de alivio, pero no creyó que fuera buena idea decirlo. En cambio soltó:

– Entonces, ¿qué crees que deberíamos hacer?

– ¿Qué creo yo? Tú eres el puto genio que no ha entregado pruebas significativas de una investigación criminal, lo cual en sí es un delito. Y contándome estas cosas me has colocado en la posición de (¿sabes qué?) ocultar pruebas significativas nuevas en una investigación criminal, lo cual es un delito. A menos, por supuesto, que vaya de inmediato a ver a Rodriguez y te cuelgue de las pelotas. Dios, Gurney. Ahora me preguntas qué pienso que hemos de hacer. Y no creas que no he caído en esa mierda de usar el plural que acabas de dejar caer. Tú eres el puto genio que ha creado este embrollo. ¿Qué piensas que hay que hacer?

Cuanto más agitado estaba Hardwick, más aliviado se sentía él, porque sabía, de un modo perverso, que eso significaba que aquel hombre estaba comprometido en no dar a conocer su confesión por el momento.

– Creo que hemos de resolver el caso-dijo Gurney con calma-, el embrollo se arreglará solo.

– Oh, mierda, claro. ¿Por qué no se me había ocurrido a mí? ¡Solo hay que resolver el caso! ¡Qué buena idea!

– Al menos vamos a hablarlo, Jack, a ver en qué estamos de acuerdo, en qué discrepamos, cuáles son las posibilidades que hay sobre la mesa. Podríamos estar más cerca de lo que pensamos de una solución. -En cuanto lo dijo se dio cuenta de que no se lo creía ni él, pero era imposible retroceder desde ese punto sin dar la impresión de que estaba perdiendo el juicio. Quizá lo estaba perdiendo.

Hardwick le dedicó una mirada de duda.

– Adelante, Sherlock. Soy todo oídos, dispara. Solo espero que esa droga amnésica no te friera el cerebro.

Lamentó que Hardwick hubiera dicho eso. Se sirvió otra taza de café y se volvió a sentar en el sillón.

– Muy bien, así es como yo lo imagino. Parece una hache.

– ¿Qué parece una hache?

– La estructura de lo que está pasando. Tiendo a ver las cosas geométricamente. Una de las verticales de la hache es el negocio establecido de la familia Skard, sobre todo la venta a escala mundial de formas de gratificación sexual caras e ilegales. Según tu contacto en la Interpol, los Skard son una familia criminal cruel y depredadora. A través de Karmala, según Jordan Ballston, operan en los extremos más desagradables y más letalmente sadomasoquistas del negocio del sexo, vendiendo mujeres jóvenes que seleccionan con especial cuidado para psicópatas sexuales ricos.

Hardwick asintió.

– La otra vertical de la hache es el internado de Mapleshade. Ya sabes casi todo de eso, pero deja que me explique. Mapleshade trata a chicas con obsesiones y trastornos sexuales graves, obsesiones que originan una conducta imprudente y depredadora. En los últimos años se han estado concentrando en exclusiva en esa clientela y han ganado fama en el campo, debido a la enorme reputación académica de Scott Ashton. Es una estrella en ese mundillo de la psicopatología. Supongamos que los Skard descubren Mapleshade y ven su potencial.

– ¿Su potencial para ellos?

– Exacto. Mapleshade proporcionaba una población concentrada de víctimas y perpetradoras de abusos sexuales «intensamente sexualizadas». Para los Skard sería (perdona por la comparación) como el mercado de carne para el gourmet supremo.

Los ojos pálidos de Hardwick parecían estar buscando posibles grietas en la lógica de Gurney. Al cabo de unos segundos dijo:

– Eso lo veo. ¿Cuál es el trazo horizontal de la hache?

– El trazo horizontal que conecta a los Skard con Mapleshade es el hombre que se hacía llamar Héctor Flores. Parecería que su vía de entrada en Mapleshade consistió en hacerse útil a Ashton, ganarse su confianza, ofrecerse a hacer pequeños trabajos en torno a la escuela.

– Pero recuerda que ninguna de las chicas desapareció mientras eran alumnas.

– No. Eso habría hecho saltar la alarma de inmediato. Hay una enorme diferencia entre una niña que desaparece de una escuela de secundaria y una mujer adulta que elige irse de casa. Supongo que se acercaba a chicas que estaban a punto de graduarse, las tanteaba, procedía con precaución, hacía ofertas específicas solo a las que iban a aceptar, luego les daba instrucciones sobre la forma de irse de casa sin levantar sospechas, quizás incluso se encargaba de su transporte. O puede que de eso se ocupara otra persona de la organización, tal vez la misma que elaboraba los vídeos de las mujeres jóvenes hablando de sus obsesiones sexuales.

– Ese sería tu colega, Saul Steck, alias Allessandro, alias Jykynstyl.

– Perfectamente posible-dijo Gurney sin hacer caso de la pulla de «colega».

– ¿Cómo habría explicado Flores la necesidad de la discusión del coche?

– Podría haberles dicho que era una precaución necesaria, para asegurarse de que nadie lanzaba una búsqueda de personas desaparecidas y las encontraba con su nuevo benefactor, lo cual crearía cierto bochorno y arruinaría la operación.

Hardwick asintió.

– Así que Flores presenta la gran trampa a estas chicas chifladas como si dirigiera un gran servicio de citas, como una celestina demoniaca. Por supuesto, una vez que la joven entra en la casa del caballero, sin dejar ningún rastro de adónde ha ido, descubre que el acuerdo no es como lo imaginaba. Pero entonces es demasiado tarde para retroceder, pues el cabrón que las compró no tiene ninguna intención de dejarles ver otra vez la luz del día, lo cual ya les va bien a los Skard. Más que bien, si creemos la historia de Ballston sobre la guinda del pastel, el pacto entre caballeros para terminar el proceso con una delicada decapitación.

»Eso es el resumen-concluyó Gurney-. La teoría es que Héctor Flores, o Leonardo Skard, si esa es su verdadera identidad, era quien proporcionaba las chicas en esa clase de servicio de citas homicidas para peligrosos maniacos sexuales, algunos más peligrosos que otros. Por supuesto, es solo una teoría.

– No es mala-dijo Hardwick-, por el momento. Pero no explica por qué decapitaron a Jillian Perry el día de su boda.

– Creo que Jillian podría estar implicada con Héctor Flores y que podría haber averiguado en algún momento quién era en realidad, quizá que su verdadero apellido era Skard.

– ¿Implicada con él? ¿Cómo?

– Quizás Héctor necesitaba una ayudante. Puede que Jillian fuera la primera a la que engañó cuando llegó a Mapleshade hace tres años, cuando ella todavía era estudiante allí. Tal vez le hizo algunas promesas. Puede que fuera su pequeño topo entre las otras estudiantes y que le ayudara secretamente a conseguir candidatas. Y quizá dejó de serle útil, o quizás estaba lo bastante loca para tratar de extorsionarle después de descubrir quién era. Su madre me dijo que le encantaba caminar al borde del precipicio, y no se puede estar más en el precipicio que amenazando a un miembro de la familia Skard.

Hardwick parecía incrédulo.

– ¿Y por eso le cortó la cabeza el día de su boda?

– O el Día de la Madre, como ha señalado Becca.

– ¿Becca?-Hardwick levantó una ceja en un gesto de lasciva ironía.

– No seas capullo-dijo Gurney.

– ¿Y qué pasa con Savannah Liston? ¿Otro topo de Flores que dejó de ser útil?

– Es una hipótesis válida.

– Pensaba que era la que te había hablado la semana pasada de un par de chicas con las que no podía contactar. Si estaba trabajando para Flores, ¿por qué haría eso?

– Quizás él se lo dijo. Tal vez para darme la impresión deque podía confiar en ella. Él podría haberse dado cuenta de que la investigación iba a toda velocidad y que, por supuesto, eso significaba que íbamos a hablar con las exalumnas de Mapleshade. Así que solo era cuestión de tiempo (y no mucho tiempo) que encontrásemos un número significativo de esas graduadas ilocalizables. Podría haber dejado que Savannah me diera el dato un par de días antes de que lo descubriéramos nosotros para crear la impresión de que era una de las buenas.

– ¿Crees que ella sabía…, que tanto ella como Jillian sabían…?

– ¿Que sabían lo que estaba pasando con las chicas a las que ayudaban a reclutar? Lo dudo. Probablemente se tragaron el cuento de Héctor: que solo se trataba de presentar a chicas con intereses especiales a hombres con intereses especiales y ganar una buena comisión por sus esfuerzos. Por supuesto, no sé nada a ciencia cierta. Es posible que todo este caso sea una gran trampilla al Infierno y que no tenga ni la menor idea de lo que está pasando.

– Mierda, Gurney. Tu total falta de fe en tus propias teorías es alentadora. ¿Cuál sugieres que sea nuestro siguiente movimiento?

En ese momento sonó el móvil: salvado por la campana, pues no tenía una respuesta a esa pregunta.

Era Robin Wigg. Empezó, como de costumbre, sin ningún preámbulo.

– Tengo los resultados preliminares de los test de laboratorio de las botas que encontraron en la residencia de Liston. El capitán Rodriguez me ha autorizado a discutirlos con usted, porque se han realizado a petición suya. ¿Es un buen momento?

– Desde luego. ¿Qué ha encontrado?

– Mucho de lo que cabría esperar y algo inesperado. ¿Empiezo con eso?-Había algo en el tono de contralto de Wigg, calmado y profesional, que a Gurney siempre le había gustado. Fuera cual fuese el contenido de las palabras, el tono decía que el orden podía imperar sobre el caos.

– Por favor. Las soluciones suelen estar en las sorpresas.

– Sí, eso es cierto. La sorpresa es la presencia en las botas de una feromona en particular: metil p-hidroxibenzoato. ¿Sabe usted algo de esto?

– Me salté química en el instituto, así que será mejor que empiece por el principio.

– En realidad es muy sencillo. Las feromonas son secreciones glandulares que sirven para transmitir información de un animal a otro. Feromonas específicas segregadas por un animal en concreto pueden atraer, advertir, calmar o excitar a otro. El metil p-hidroxibenzoato es una potente feromona que atrae a los perros y se ha identificado en altas concentraciones en ambas botas.

– ¿Y su efecto sería…?

– Cualquier perro, pero sobre todo uno rastreador, seguiría con facilidad y ansiedad un rastro creado por una persona que llevara esas botas.

– ¿Cómo podría alguien tener acceso a ese material?

– Algunas feromonas caninas se comercializan para uso en refugios de animales y regímenes de modificación de conducta. Podrían haberlas adquirido de ese modo, o tal vez por un contacto directo con una perra en celo.

– Interesante. ¿Hay alguna manera accidental que se le ocurra para que una sustancia química así pueda acabar en las botas de alguien?

– ¿En las cantidades en que se ha encontrado? A menos que haya una explosión en un centro de envasado de feromonas, no.

– Muy interesante. Gracias, sargento. Voy a ponerle a Jack Hardwick al teléfono. Le agradecería que le repitiera lo que me ha contado a mí, por si acaso tiene preguntas que yo no pueda responder.

Hardwick tenía una pregunta.

– Cuando te refieres a una feromona segregada por una perra en celo, te refieres a un olor sexual de hembra que ningún perro macho puede pasar por alto, ¿no?

Escuchó su breve respuesta, colgó y le devolvió el teléfono a Gurney con aspecto excitado.

– Cielo santo. El irresistible olor de una perra en celo. ¿Qué opinas de eso, Sherlock?

– Es obvio que Flores quería estar absolutamente seguro de que el perro de la brigada canina seguiría esa senda como una flecha. Puede que incluso hiciera una búsqueda por Internet y descubriera que todos los perros de la Policía del estado eran machos.

– Lo cual obviamente significa que quería que encontrásemos el machete.

– No hay duda al respecto-dijo Gurney-. Y quería que lo encontráramos deprisa. En ambos casos.

– Entonces, ¿qué sucede? Les corta la cabeza, se pone unas botas preparadas, se escabulle en el bosque, deja el machete, después vuelve a la escena del crimen, se quita las botas… y luego ¿qué?

– En el caso de Savannah, solo se aleja caminando o en coche, o como sea-dijo Gurney-. La situación de Jillian es la imposible.

– ¿Por el problema del vídeo?

– Eso además de la cuestión de adónde podía haber ido después de volver a la cabaña.

– Además de la cuestión más básica. ¿Por qué molestarse en volver?

Gurney sonrió.

– Ese es el único elemento que creo que entiendo. Vuelve para dejar las botas a plena vista para que el perro esté excitado y vaya directamente al arma homicida.

– Lo cual nos lleva otra vez al gran porqué.

– También nos lleva una vez más al machete en sí. Escucha lo que te digo, Jack, descubre cómo llegó al lugar donde lo encontramos sin que nadie apareciera en el vídeo y todo lo demás encajará.

– ¿De verdad crees eso?

– ¿Tú no?

Hardwick se encogió de hombros.

– Algunas personas dicen: «Sigue el dinero». A ti, por otra parte, te gustan lo que llamas las discrepancias. Así que dices: «Sigue la pieza que no tiene sentido».

– ¿Y tú qué dices?

– Yo digo: «Sigue lo que no deja de salir una y otra vez». En este caso lo que no deja de salir una y otra vez es el sexo. De hecho, hasta donde alcanzo a ver, todo en este caso de locos, de una manera o de otra, tiene que ver con el sexo. Edward Vallory. Tirana Zog. Jordan Ballston. Saul Steck. Toda la empresa criminal de Skard. La especialidad psiquiátrica de Scott Ashton. Las posibles fotografías que te tienen acojonado. Incluso el puto rastro que llevó hasta el machete resulta que está relacionado con el sexo: la abrumadora potencia sexual de una perra en celo. ¿Sabes lo que pienso, campeón? Creo que va siendo hora de que tú y yo visitemos el epicentro de este terremoto sexual: Mapleshade.

71

Por todas las razones que he escrito

Estaba descontento con los detalles de la solución final, por su brusco desvío de la elegante sencillez de una cuchilla afilada, una cuchilla cuidadosamente discriminadora. Pero no veía ningún camino más despejado hacia el destino último. Estaba consternado por la imprecisión de todo ello, por el abandono de las finas distinciones que eran su punto fuerte, pero había llegado a verlo como inevitable. Las bajas colaterales solo serían un mal necesario. Se consoló en la medida de lo posible recordándose que su acción planeada era la definición misma-la esencia misma-de una guerra justa. Lo que iba a hacer era innegablemente necesario, y si una acción era necesaria, entonces sus consecuencias inevitables estaban justificadas. Las muertes de niñas inocentes podían considerarse lamentables. Pero ¿quién decía que eran inocentes? En realidad, nadie era inocente en Mapleshade. Uno podía argumentar que ni siquiera eran niñas. Puede que no fueran legalmente adultas, pero tampoco eran niñas. No en el sentido normal del término.

Así que había llegado el día; el acontecimiento era inminente; la oportunidad perdida no se volvería a presentar. Disciplina y objetividad debían ser sus consignas. No había tiempo para estremecerse. Debía aferrarse a la realidad.

Edward Vallory había visto esa realidad con claridad meridiana.

El héroe de El jardinero español no se estremeció.

Ahora era su turno de asestar el golpe final a las zorras y embusteras, el cuerpo del demonio.

«Tiene un cuerpo bonito», una frase reveladora. Pensando en la pregunta que plantea. ¿Un cuerpo de qué?

Voz de la serpiente. Boca que se desliza. Sudor en los labios.

Sobre las cabezas de estas serpientes, descargaré mi espada de fuego y nadie se escabullirá.

En el cieno de sus corazones clavaré mi estaca de fuego y ninguno continuará latiendo.

Así se hará, a la descendencia enferma de Eva se le dará muerte y se pondrá fin a sus abominaciones.

Por todas las razones que he escrito.

72

Una capa más

– ¿Qué hay de esa cosa zen que siempre decías? Eso de que el problema no surge con las respuestas equivocadas, sino que lo hace con las preguntas equivocadas.

Gurney y Hardwick se dirigían por las estribaciones de los Catskills septentrionales hacia Tambury. Hardwick llevaba un rato en silencio. Sin embargo, ahora había algo en su tono que implicaba que tenía algo más que decir.

– Quizá no deberíamos preguntarnos cómo llevó Héctor el arma homicida de la cabaña al bosque, porque según el vídeo, no lo hizo. Así que tal vez ese es el hecho número uno que hemos de aceptar.

Gurney sintió un pequeño cosquilleo en la nuca.

– ¿Cuál crees que es la pregunta correcta?

– Supón que acabamos de hacerla, ¿cómo pudo llegar el machete al lugar donde lo encontramos?

– Muy bien. Es una versión con menos prejuicios de la pregunta, pero no veo…

– ¿Y cómo llegó la sangre de Jillian a él?

– ¿Qué?

Hardwick hizo una pausa para sonarse la nariz con su habitual entusiasmo. No habló hasta que volvió a guardarse el pañuelo en el bolsillo.

– Estamos suponiendo que es el arma del crimen, porque tiene la sangre de Jillian. ¿Es una suposición segura?

– Ya he recorrido ese camino contigo y no nos ha llevado a ninguna parte.

Hardwick se encogió de hombros, escéptico.

Gurney lo miró.

– ¿De qué otra manera podría haber llegado la sangre a él? Y si el machete no salió de la cabaña, ¿de dónde salió?

– ¿Y cuándo?

– ¿Cuándo?

Hardwick sorbió, sacó otra vez el pañuelo y se sonó la nariz.

– ¿Te fías del vídeo?

– Hablé con la compañía que lo hizo y con la gente del laboratorio del DIC que lo analizó. Los expertos me dicen que el vídeo es preciso.

– Si eso es cierto, el machete no podría haber salido de la cabaña entre el asesinato y el momento en que lo encontraron. Punto. Así que no era el arma del crimen. Punto. Y la maldita sangre tuvo que llegar a él de otra manera.

Gurney podía sentir cómo sus pensamientos se estaban reorganizando. Sabía que Hardwick tenía razón.

– Si el asesino pasó por el problema de poner la sangre en el machete-dijo, medio para sus adentros-, eso crearía un nuevo conjunto de preguntas, no solo cómo y cuándo, sino lo que es más importante: por qué.

¿Por qué el asesino se había molestado en construir un engaño tan complejo? En teoría, el propósito de una acción pasada, si esta funcionaba según lo planeado, podía descifrarse de sus resultados. Así pues, se preguntó Gurney, ¿cuáles fueron exactamente los resultados de que pusieran el machete donde estaba con la sangre de Jillian en él?

Respondió su propia pregunta en voz alta.

– Para empezar, lo encontraron rápida y fácilmente. Y todos concluyeron de inmediato que era el arma homicida. Eso abortó cualquier posterior búsqueda de una posible arma. El rastro de olor que conectaba la cabaña con el machete parecía concluyente y probaba que Flores había escapado por esa ruta. La desaparición de Kiki Muller reforzaba la idea de que Flores había abandonado la zona, se supone que en su compañía.

– ¿Y ahora…?-preguntó Hardwick.

– Y ahora no hay razón para creer nada de ello. De hecho, todo el escenario del crimen adoptado por el DIC parece haber sido manipulado por Flores. -Hizo una pausa, pensando en lo que aquello podía implicar-. ¡Cielo santo!

– ¿Qué pasa?

– La razón por la que Flores asesinó a Kiki y la enterró en su propio patio…

– ¿Para que pareciera que había huido con ella?

– Sí. Y eso hace que el asesinato de Kiki parezca la ejecución más fría y más pragmática imaginable.

Hardwick parecía confundido.

– Si era tan pragmático, ¿por qué un método tan espantoso?

– Quizás es otro ejemplo de la motivación doble del asesino: ventaja práctica más patología galopante.

– Más talento para crear mentiras para que la gente las extienda por el vecindario.

– ¿Qué clase de mentiras?

Hardwick estaba obviamente excitado.

– Piénsalo. Todo este caso está lleno de historias jugosas desde el principio. ¿Recuerdas la vecina mayor, Miriam, Marina, cómo se llama, la del airedale?

– Marian Eliot.

– Exacto, Marian Eliot, con todas sus historias sobre Héctor: la estrella de la historia de Cenicienta, la estrella de la historia de Frankenstein. Y si lees las transcripciones de las entrevistas a los vecinos, ves a Héctor como el amante latino, y a Héctor como el marica celoso. Incluso tú has añadido la tuya: la historia de Héctor como el vengador de entuertos pasados.

– ¿Qué estás diciendo?

– No estoy diciendo nada, estoy preguntando.

– ¿Preguntando qué?

– ¿De dónde coño salen todas estas historias? Son historias fascinantes, pero…

– Pero ¿qué?

– Pero ninguna de ellas se basa en una prueba sólida.

Hardwick se quedó en silencio, pero Gurney notó que el hombre tenía más que decir.

– ¿Y…?-lo instó.

Hardwick negó con la cabeza, como si no quisiera decir nada más, pero habló de todos modos.

– Pensaba que mi primera mujer era una santa. -Se sumió en un silencio distante durante un largo minuto o dos, mirando el paisaje que pasaban, los campos húmedos y las granjas viejas-. Nos contamos historias a nosotros mismos. Pasamos por alto las pruebas reales. Ese es el problema. Así es como funciona nuestra mente. Las historias nos encantan. Necesitamos creerlas. ¿Y sabes qué? La necesidad de creerlas puede ser nuestra perdición.

73

La puerta del Cielo

Una vez que pasaron la salida de Higgles Road, el GPS de Gurney indicó que llegarían a Mapleshade al cabo de otros catorce minutos. Habían elegido el conservador Outback verde de Gurney, que parecía más apropiado que el GTO rojo de Hardwick, con su ruidoso tubo de escape y su aspecto de coche trucado. El calabobos se había convertido en una lluvia más intensa. Gurney aceleró la velocidad del limpiaparabrisas. Semanas antes, una de las escobillas había empezado a chirriar. Necesitaba cambiarla.

– ¿Cómo imaginas a este tipo al que hemos estado llamando Héctor Flores?-preguntó Hardwick.

– ¿Te refieres a su cara?

– Todo él. ¿Cómo te lo imaginas?

– Me lo imagino de pie desnudo en una posición de yoga en el pabellón del jardín de Scott Ashton.

– ¿Te das cuenta?-dijo Hardwick-. ¿Has leído eso en los resúmenes de las entrevistas? Pero ahora te lo estás imaginando tan vívidamente como si lo estuvieras viendo.

Gurney se encogió de hombros.

– Hacemos eso todo el tiempo. Nuestras mentes no solo conectan los puntos, sino que crean nuevos puntos donde no los había. Como has dicho, Jack, tendemos a amar las historias, la coherencia. -Al cabo de un momento se le ocurrió una idea que en apariencia no estaba relacionada-. ¿La sangre aún estaba húmeda?

Hardwick pestañeó.

– ¿Qué sangre?

– La sangre del machete. La sangre que hace un minuto me has dicho que no podía proceder directamente de la escena del crimen, porque el machete no era el arma del crimen.

– Por supuesto que estaba húmeda. O sea… parecía húmeda. Déjame pensar un segundo. La parte que vi parecía húmeda, pero tenía tierra y hojas pegadas.

– ¡Dios!-exclamó Gurney-. Esa podría ser la razón…

– ¿La razón de qué?

– La razón por la que Flores lo enterró a medias. Enterró el filo. Bajo una capa de hojas y tierra húmeda.

– ¿Para que la sangre no se secara?

– O para que no se oxidara de manera notablemente diferente de la sangre que había en torno al cadáver de la cabaña. La cuestión es que si la sangre del machete parecía estar en un estado más avanzado de oxidación que la del vestido de novia de Jillian, eso es algo en lo que tú o los técnicos os habríais fijado. Si la sangre del machete era más vieja que la sangre en torno a la víctima…

– Habríamos sabido que no era el arma del crimen.

– Exactamente. Pero el suelo húmedo en la hoja habría reducido el secado de la sangre, y habría oscurecido cualquier oxidación observable por una diferencia de color respecto a la sangre hallada en la cabaña.

– Y tampoco es algo en lo que el laboratorio habría reparado-dijo Hardwick.

– Por supuesto que no. El análisis de la sangre no se habría hecho hasta el día siguiente como muy pronto y, para entonces, una diferencia de una hora o dos en el tiempo de origen de las dos muestras habría resultado indetectable, salvo que se realizaran pruebas sofisticadas para examinar ese factor en concreto. Pero a menos que tú o el forense lo hubierais advertido, no había ninguna razón para hacerlo.

Hardwick estaba asintiendo poco a poco, con mirada penetrante y reflexiva.

– Eso pone en entredicho algunas de las suposiciones de las que hemos partido, pero ¿adónde nos lleva?

– Buena pregunta-dijo Gurney-. Quizás es solo una indicación más de que todas las hipótesis iniciales de este caso eran erróneas.

La eficiente voz femenina del GPS lo instó a continuar un kilómetro más en línea recta y luego girar a la izquierda.

El giro estaba señalado por un sencillo cartel en blanco y negro en un poste de madera negra: CAMINO PARTICULAR. El sendero estrecho pero bien asfaltado pasaba a través de una pineda con ramas que colgaban desde ambos lados, lo cual creaba la sensación de un túnel excavado en la vegetación. A unos ochocientos metros de esta inacabable pérgola natural, pasaron a través de una verja abierta en una alambrada y se detuvieron ante una barrera que estaba bajada. Junto a ella había una bonita cabina de cedro. En la pared que Gurney tenía delante, en un elegante cartel en azul y dorado se leía: ACADEMIA RESIDENCIAL MAPLESHADE. SOLO VISITAS CONCERTADAS. Un hombre de constitución gruesa y cabello gris salió de detrás de la cabina. Sus pantalones negros y su camisa gris daban la impresión de formar parte de una suerte de uniforme. Tenía la mirada neutra y apreciativa de un policía retirado. Sonrió con educación.

– ¿Puedo ayudarles?

– Dave Gurney e investigador jefe Jack Hardwick, de la Policía del estado de Nueva York. Hemos venido a ver al doctor Ashton.

Hardwick sacó su cartera y extendió su placa del DIC hacia la ventana de Gurney.

El vigilante examinó las credenciales con atención y puso cara avinagrada.

– Muy bien, quédense aquí mientras llamo al doctor Ashton. -Con la mirada fija en los visitantes, el hombre marcó un código en su teléfono y empezó a hablar-. Señor, el detective Hardwick y el señor Gurney están aquí para verle. -Una pausa-. Sí, señor, aquí mismo. -El vigilante les lanzó una mirada nerviosa y habló al teléfono-. No, señor, no hay nadie más con ellos… Sí, señor, por supuesto. -El vigilante le pasó el teléfono a Gurney, quien se llevó el receptor al oído.

Era Ashton.

– Detective, me temo que me pilla en medio de algo. No estoy seguro de que pueda verle…

– Solo necesitamos hacerle unas cuantas preguntas, doctor. Y quizás alguien del personal pueda mostrarnos después las instalaciones. Solo queremos hacernos una idea de cómo es el lugar.

Ashton suspiró.

– Muy bien. Sacaré unos minutos para ustedes. Alguien irá a buscarles enseguida. Por favor, páseme otra vez al vigilante de seguridad.

Después de confirmar la autorización de Ashton, el vigilante señaló una pequeña zona de grava que se extendía justo después de la cabina.

– Aparquen aquí. No pasan coches más allá de este punto. Esperen a su acompañante.

La barrera se levantó al cabo de un momento y Gurney cruzó hasta la pequeña zona de aparcamiento. Desde esa posición podía ver una extensión más larga de la valla que la que se veía al acercarse. Le sorprendió observar que, salvo la porción contigua al camino y la cabina, la valla estaba coronada por alambre de espino.

Hardwick también se había fijado.

– ¿Crees que es para que las chicas no salgan o para que no entren los chicos del pueblo?

– No había pensado en los chicos-dijo Gurney-, pero puede que tengas razón. Una escuela secundaria llena de jovencitas obsesas sexuales, aunque sus obsesiones sean infernales, podría ser todo un imán.

– Quieres decir sobre todo si son infernales. Cuanto más calientes, mejor-contestó Hardwick, saliendo del coche-. Vamos a charlar con el tipo de la verja.

El vigilante, todavía de pie delante de su cabina, les dedicó una mirada de curiosidad, más amistosa ahora que habían aprobado su entrada.

– ¿Es sobre la joven que trabajaba aquí?

– ¿La conocía?-preguntó Hardwick.

– No, pero sabía quién era. Trabajaba para el doctor Ashton.

– ¿Lo conoce?

– Más de verlo que de hablar con él. Es un poco, ¿cómo lo diría?, ¿distante?

– ¿Estirado?

– Sí, diría que es estirado.

– ¿Así que no es el hombre con el que trata?

– No. Ashton no se relaciona con nadie. Un poco demasiado importante, ¿sabe lo que quiero decir? La mayoría del personal de aquí trata con el doctor Lazarus.

Gurney detectó un desagrado no demasiado disimulado en la voz del vigilante. Esperó a que Hardwick lo explotara. Cuando no lo hizo, Gurney preguntó:

– ¿Qué clase de persona es Lazarus?

El vigilante vaciló, parecía estar buscando una forma de explicar algo sin decir nada que pudiera ponerlo en peligro.

– He oído que no es un hombre de sonrisa fácil-dijo Gurney, recordando la descripción poco halagüeña de Simon Kale.

Aquel empujoncito bastó para abrir una grieta en la pared.

– ¿Sonrisa fácil? Dios, no. Bueno, no pasa nada, supongo, pero…

– Pero ¿no es demasiado agradable?-soltó Gurney.

– Es solo que, no lo sé, es como que está en su propio mundo. A veces estás hablando con él y tienes la sensación de que el noventa por ciento de él está en alguna otra parte. Recuerdo una vez…-Dejó la frase a medias al oír el sonido de neumáticos rodando lentamente en la grava.

Todos miraron hacia la pequeña zona de aparcamiento y al monovolumen azul oscuro que estaba deteniéndose junto al coche de Gurney.

– Aquí lo tienen-dijo el vigilante entre dientes.

El hombre que salió del monovolumen tenía una edad indeterminada, pero distaba mucho de ser joven, con rasgos regulares que hacían que su rostro pareciera más artificial que atractivo. Su cabello era tan negro que solo podía ser teñido; el contraste con su piel pálida era asombroso. Señaló la puerta de atrás del monovolumen.

– Por favor, pasen, agentes-dijo al tiempo que subía al asiento del conductor. Su intento de sonrisa, si se trataba de eso, parecía la expresión tensa de un hombre al que la luz del día le resulta desagradable.

Gurney y Hardwick entraron detrás de él.

Lazarus conducía despacio, mirando con intensidad al suelo que tenía delante. Después de unos cientos de metros, trazaron una curva; los pinos dieron paso a una especie de parque de hierba cortada y arces espaciados. El sendero se enderezaba en una alameda clásica, al final de la cual se alzaba una mansión victoriana neogótica con varias edificaciones más pequeñas de diseño similar a ambos lados. Delante de la mansión, el camino se bifurcaba. Lazarus tomó el de la derecha, lo cual los llevó en torno a unos arbustos ornamentales hasta la parte posterior del edificio. Allí el camino bifurcado volvía a unirse en una segunda alameda que continuaba, sorprendentemente, hasta una gran capilla de granito oscuro. Sus ventanas estrechas de vidrio tintado podrían en un día más alegre haber dado la impresión de lápices rojos de tres metros de alto, pero en ese momento a Gurney le parecieron cuchilladas sangrientas en la piedra gris.

– ¿La escuela tiene su propia iglesia?-preguntó Hardwick.

– No. Ya no es una iglesia. La desacralizaron hace mucho tiempo. Lástima, en cierto sentido-añadió con un toque de esa desconexión que había descrito el guardia.

– ¿Por qué?-preguntó Hardwick.

Lazarus respondió despacio.

– Las iglesias tratan del bien y del mal. Del crimen y del castigo. -Se encogió de hombros. Aparcó delante de la capilla y apagó el motor-. Pero iglesia o no iglesia, todos pagamos por nuestros pecados de una manera o de otra, ¿no?

– ¿Dónde está todo el mundo?-preguntó Hardwick.

– Dentro.

Gurney levantó la mirada al imponente edificio, cuya fachada de piedra tenía el color de sombras oscuras.

– ¿El doctor Ashton está ahí?-Gurney señaló la puerta en arco de la capilla.

– Les acompañaré. -Lazarus bajó del monovolumen.

Hardwick y Gurney lo siguieron por los escalones de granito y a través de la puerta a un amplio vestíbulo tenuemente iluminado, cuyo olor a Gurney le recordó la parroquia del Bronx de su infancia: una combinación de mampostería, madera vieja y el hollín arcaico de cabos de vela quemados. Era un olor con un extraño poder para transportarlo, que le hacía sentir la necesidad de susurrar, de pisar sin hacer ruido. Se oía un murmullo bajo de numerosas voces, procedente de detrás de un par de pesadas puertas de roble que presumiblemente conducían al espacio principal de la capilla.

Por encima de las puertas, grabadas en un ancho dintel de piedra, se leían las PALABRAS PUERTA DEL CIELO.

Gurney hizo un gesto hacia las puertas.

– ¿El doctor Ashton está ahí dentro?

– No. Las chicas están ahí dentro. Calmándose. Todas están un poco volubles hoy, agitadas por la noticia de la joven Liston. El doctor Ashton está en la galería del órgano.

– ¿La galería del órgano? -Es lo que era. Ahora está reconvertida, por supuesto. Enuna oficina. -Señaló una entrada estrecha al fondo del vestíbulo, que conducía a los pies de una escalera oscura-. Es la puerta que está en lo alto de esas escaleras.

Gurney sintió un escalofrío. No estaba seguro de si se debía a la temperatura natural del granito o a algo en los ojos de Lazarus, que estaba seguro de que seguían fijos en ellos mientras él y Hardwick subían los misteriosos escalones de piedra.

74

Más allá de la razón

En lo alto de la angosta escalera había un pequeño rellano, extrañamente iluminado por una de las estrechas ventanas escarlatas del edificio. Gurney llamó a la única puerta del rellano. Como las puertas del vestíbulo, parecía pesada, lúgubre, poco halagüeña.

– Pasen. -La voz melosa de Ashton sonó forzada.

La puerta, a pesar de su peso y de que parecía que iba a rechinar, se abrió de manera fluida y silenciosa para darles paso a una habitación bien proporcionada que podría haber pasado por el gabinete privado de un obispo. Librerías de castaño ocupaban dos de las paredes sin ventanas. Había una pequeña chimenea de piedra cubierta de hollín con morillos de bronce viejo. Una antigua alfombra persa cubría todo el suelo, salvo un borde de impecable madera de cerezo de dos o tres palmos de ancho alrededor de toda la estancia. Varias lámparas grandes, encima de mesas auxiliares, daban un brillo ambarino a las tonalidades oscuras de la madera.

Scott Ashton estaba sentado con ceño de preocupación tras un escritorio ornado de roble negro, colocado en un ángulo de noventa grados con la puerta. Detrás de él, en un aparador de roble con cabezas de león labradas en las patas, se hallaba la principal concesión de la sala al siglo presente: un gran monitor de ordenador de pantalla plana. Ashton señaló vagamente a Gurney y Hardwick un par de sillas de terciopelo rojo de respaldo alto situadas frente a él, de la clase que uno podría encontrar en la sacristía de una catedral.

– Las cosas no hacen más que empeorar-dijo Ashton. Gurney supuso que se estaba refiriendo al asesinato de Savannah Liston y que estaba a punto de ofrecer algunas palabras vagas de acuerdo o condolencia.

– Francamente-continuó, dándole la espalda-, este nuevo giro que relaciona el caso con el crimen organizado me resulta casi incomprensible.

En ese momento, se fijó en el auricular Bluetooth, que, junto con la extrañeza de sus comentarios, dejó claro que estaba en medio de una llamada telefónica.

– Sí, lo entiendo… Lo entiendo… Me refiero a que cada paso adelante hace que el caso parezca más extraño… Sí, teniente. Mañana por la mañana… Sí… Sí, lo entiendo. Gracias por informarme.

Ashton se volvió hacia sus invitados, pero por un momento pareció perdido en la conversación que acababa de terminar.

– ¿Noticias?-preguntó Gurney.

– ¿Están informados de esta… teoría de conspiración criminal? ¿Esta… gran trama que podría implicar a mafiosos de Cerdeña?-La expresión de Ashton parecía tensa, entre ansiosa e incrédula.

– Algo he oído-dijo Gurney.

– ¿Cree que hay alguna posibilidad de que sea cierta?

– Una posibilidad, sí.

Ashton negó con la cabeza, contempló su escritorio con expresión desconcertada, luego levantó la mirada hacia los dos detectives.

– ¿Puedo preguntarles por qué están aquí?

– Solo una corazonada-dijo Hardwick.

– ¿Una corazonada? ¿A qué se refiere?

– En todos los casos hay un punto en común donde todo converge. Así que el lugar en sí se convierte en clave. Podría ser de gran ayuda para nosotros dar una vuelta, ver lo que podamos ver.

– No estoy seguro de que…

– Todo lo que ha ocurrido parece tener un vínculo que lo devuelve a Mapleshade. ¿Estaría de acuerdo con eso?

– Supongo. Quizá. No lo sé.

– ¿Me está diciendo que no ha pensado en ello?-Había cierta brusquedad en el tono de Hardwick.

– Por supuesto que he pensado en ello. -Ashton parecía perplejo-. Es solo que no puedo… verlo con claridad. Quizás es que me falta distancia.

– ¿El apellido Skard significa algo para usted?-preguntó Gurney.

– El detective al teléfono acaba de hacerme la misma pregunta, algo sobre una horrible banda familiar de Cerdeña. La respuesta es no.

– ¿Está seguro de que Jillian nunca lo mencionó?

– ¿Jillian? No. ¿Por qué iba a hacerlo?

Gurney se encogió de hombros.

– Es posible que Skard fuera el verdadero apellido de Héctor Flores.

– ¿Skard? ¿Cómo iba Jillian a saber eso?-No lo sé, pero aparentemente hizo una búsqueda en Internet para averiguar más sobre ello.

Ashton negó con la cabeza otra vez, y el gesto se pareció a un escalofrío involuntario.

– ¿Cuánto más espantoso ha de volverse esto antes de acabar?-Era más un gemido de protesta que una pregunta.

– ¿Ha dicho algo al teléfono ahora mismo sobre mañana por la mañana?

– ¿Qué? Ah, sí. Otro giro. Su teniente siente que este ángulo de la conspiración lo hace todo más urgente, así que está apretando la agenda para hablar con nuestras estudiantes mañana por la mañana.

– Entonces, ¿dónde están?

– ¿Qué?

– Sus estudiantes. ¿Dónde están?

– Oh. Disculpe, es que todo esto ha supuesto un gran… Están abajo, en la capilla. Ha sido un día complicado. Oficialmente, las estudiantes de Mapleshade no tienen comunicación con el mundo exterior. Ni televisión, ni radio, ni ordenadores, ni iPods, ni móviles, nada. Pero siempre hay filtraciones, siempre alguien logra meter algún artefacto u otro, y por supuesto están enteradas de la muerte de Savannah y, bueno, ya se lo pueden imaginar. Así que hemos entrado en lo que un centro más severo llamarían «modo de confinamiento». Por supuesto, no lo denominamos así. Aquí todo está diseñado para que sea más suave.

– Salvo el alambre de espino-dijo Hardwick.

– El objetivo de la alambrada es mantener los problemas fuera, no a la gente dentro.

– Nos estábamos preguntando sobre eso.

– Puedo asegurarle que es por seguridad, aquí no hay nadie encerrado.

– ¿Así que ahora mismo están abajo en la capilla?-preguntó Hardwick.

– Exacto. Como dije, les resulta tranquilizante.

– Nunca habría pensado que fueran religiosas-dijo Gurney.

– ¿Religiosas?-Ashton sonrió sin humor-. Difícilmente. Hay algo en las iglesias de piedra, las ventanas góticas, la luz apagada… Calman el alma de una manera que no tiene nada que ver con la teología.

– ¿Las estudiantes no sienten que las están castigando?-preguntó Hardwick-. ¿Qué pasa con las que no estaban nerviosas?

– Las que están inquietas se calman, se sienten mejor. Las que están bien desde el principio comprenden que son la principal fuente de paz para las otras. En resumen, las inquietas no se sienten señaladas, y las calmadas se sienten valiosas.

Gurney sonrió.

– Tiene que haber dedicado mucho esfuerzo para trazar este método.

– Forma parte de mi trabajo.

– ¿Les da un marco de referencia para que comprendan lo que está ocurriendo?

– Puede expresarlo así.

– Como lo que hace un mago-dijo Gurney-. O un político.

– O cualquier predicador competente, o un maestro o un doctor-afirmó Ashton con suavidad.

– A propósito-apuntó Gurney, para comprobar cómo reaccionaría ante un giro brusco en la conversación-, ¿sufrió Jillian alguna herida en los días anteriores a la boda, cualquier cosa que la hubiera hecho sangrar?

– ¿Sangrar? No que yo sepa. ¿Por qué lo pregunta?

– Hay una duda respecto a cómo llegó la sangre al machete ensangrentado.

– ¿Duda? ¿Cómo? ¿Qué quiere decir?

– Quiero decir que el machete podría no ser el arma homicida.

– No lo entiendo.

– Podrían haberlo dejado en el bosque antes del asesinato de su mujer, no después.

– Pero… me dijeron…, su sangre…

– Algunas conclusiones podrían haber sido prematuras. Pero esta es la cuestión: si dejaron el machete en el bosque antes del crimen, entonces la sangre tenía que haber procedido de Jillian antes del asesinato. La pregunta es: ¿tiene alguna idea de cómo pudo ocurrir eso?

Ashton parecía desconcertado. Tenía la boca abierta. Parecía estar a punto de hablar, pero no lo hizo hasta al cabo de un momento:

– Bueno…, sí, lo sé…, al menos en teoría. Como puede que sepan, Jillian recibía tratamiento por un trastorno bipolar. Tomaba una medicación que requería pruebas de sangre periódicas para garantizar que los parámetros permanecían dentro del rango terapéutico. Le sacaban sangre una vez al mes.

– ¿Quién le extraía la sangre?

– Una practicante local. Creo que trabajaba para un proveedor de servicios médicos de Cooperstown.

– ¿Y qué hacía con la muestra de sangre?

– La llevaba al laboratorio, donde se realizaba el test de nivel de litio y se hacía el informe.

– ¿La llevaba inmediatamente?

– Imagino que hacía varias paradas, su ruta de clientes asignados, fuera cual fuese, y al final de cada día entregaba las muestras en el laboratorio.

– ¿Tiene su nombre y el del proveedor del laboratorio?

– Sí. Reviso (revisaba debería decir) una copia del informe del laboratorio cada mes.

– ¿Tiene un registro de cuándo se extrajo la última muestra de sangre?

– No tengo un registro específico, pero siempre era el segundo viernes del mes.

Gurney pensó un momento.

– Eso sería dos días antes de que asesinaran a Jillian.

– ¿Está pensando que Flores de alguna manera intervino en algún punto del proceso y se hizo con la sangre? Pero ¿por qué? Me temo que no comprendo lo que están diciendo sobre el machete. ¿Qué sentido tiene?

– No estoy seguro, doctor. Pero tengo la sensación de que la respuesta a esas preguntas es la pieza que falta en el centro del caso.

Ashton alzó las cejas de una manera que expresaba más desconcierto que escepticismo. Sus ojos parecían estar moviéndose entre los inquietantes puntos de algún paisaje interior. Al final, los cerró y se recostó en su silla alta, agarrando con las manos los extremos elaboradamente labrados de los reposabrazos, respirando de manera más profunda y controlada, como si estuviera llevando a cabo alguna clase de ejercicio mental de relajación. Pero cuando abrió los ojos otra vez, tenía peor aspecto.

– Qué pesadilla-dijo. Se aclaró la garganta, pero sonó más como un lamento que como una tos-. Díganme algo, caballeros: ¿alguna vez han sentido que han fracasado por completo? Así es como me siento ahora mismo. Cada nuevo horror…, cada muerte…, cada descubrimiento sobre Flores o Skard o como se llame es… Cada extravagante revelación sobre lo que ha estado ocurriendo en realidad en la escuela, todo prueba mi fracaso absoluto. ¡Qué idiota descerebrado he sido!-Negó con la cabeza, o más bien la movió adelante y atrás en un movimiento lento, como si estuviera atrapado por algún tipo de corriente subterránea-. Ese estúpido y fatal orgullo. Pensar que podría curar una plaga con un poder tan increíble y primitivo.

– ¿Una plaga?

– No es el término que mi profesión aplica comúnmente al incesto y al daño que causa, pero creo que es bastante preciso. Cuanto más tiempo trabajo en este campo, más me convenzo de que de todos los crímenes que los seres humanos cometen los unos contra los otros, el más destructivo de lejos es el abuso sexual de un menor a manos de un adulto, en especial de un progenitor.

– ¿Por qué dice eso?

– ¿Por qué? Es sencillo. Los dos modos primarios de relaciones humanas son el parental y el de pareja. El incesto destruye los patrones diferenciados de estas dos relaciones al aplastarlos juntos; básicamente contamina ambos. Creo que se produce un daño traumático en las estructuras neuronales que sostienen las conductas naturales de cada uno de estos modos de relación y que los mantienen separados. ¿Entienden lo que estoy diciendo?

– Eso creo-apuntó Gurney.

– Se me escapa-dijo Hardwick, que había estado observando en silencio la larga conversación entre los dos hombres.

Ashton le lanzó una mirada reprobatoria.

– Una terapia eficaz de esa clase de trauma necesita reconstruir los límites entre el repertorio de respuestas padre-hija y el repertorio de respuestas de pareja. Lo trágico es que ninguna terapia puede equipararse en fuerza (en el descomunal impacto) a la violación que busca reparar. Es como reconstruir con una cucharita de té una pared derribada por una excavadora.

– Pero… ¿no fue ese el problema al que eligió dedicar su carrera?-preguntó Gurney.

– Sí. Y ahora está más que claro que he fracasado. Total y miserablemente.

– No lo sabe.

– ¿Se refiere a que no todas las exalumnas de Mapleshade han elegido desaparecer en algún submundo psicosexual? ¿No todas han sido asesinadas por placer? ¿No todas han continuado teniendo hijos y violándolos? ¿No todas han salido tan enfermas y trastornadas como entraron? ¿Cómo puedo saberlo? Lo único que sé en este momento es que Mapleshade bajo mi control, guiado por mis instintos y decisiones, se ha convertido en un imán para el horror y el asesinato, un coto de caza de un monstruo. Bajo mi liderazgo, Mapleshade ha sido destruido por completo. Eso lo sé.

– Entonces…, ¿ahora qué?-preguntó Hardwick con brusquedad.

– ¿Ahora qué? Ah. La voz de una mente pragmática. -Ashton cerró los ojos y no dijo nada durante al menos un minuto entero. Cuando habló otra vez, lo hizo con tensa vulgaridad-. ¿Ahora qué? ¿El siguiente paso? El siguiente paso para mí es bajar a la capilla, dar la cara, hacer lo que pueda para calmar sus nervios. ¿Cuál es su siguiente paso…? No tengo ni idea. Dicen que han venido por una corazonada. Será mejor que le pregunten a su instinto qué hacer a continuación.

Se levantó de su enorme silla de terciopelo y cogió del cajón del escritorio algo parecido al control remoto de la puerta de un garaje.

– Las luces y las cerraduras de abajo se controlan de manera electrónica-dijo, explicando el mecanismo.

Empezó a irse, llegó hasta la puerta, volvió y encendió el gran monitor de ordenador que tenía detrás de su escritorio. Apareció una imagen: el interior de la capilla, con suelo de piedra y altas paredes también pétreas cuya incolora austeridad quedaba rota por intermitentes cortinas color borgoña e indescifrables tapices. Los bancos de madera oscura no estaban puestos en las habituales filas típicas de las iglesias, sino que los habían reordenado en media docena de zonas de asientos, cada una formada por un triángulo de tres bancos, evidentemente para facilitar la conversación. Había un buen número de chicas adolescentes. Desde los altavoces del monitor se oyó el sonido de voces femeninas.

– Hay una cámara de alta resolución y un micrófono abajo, que transmite a este ordenador-dijo Ashton-. Observen y escuchen. Quizá puedan entender todo esto mejor. -Entonces se dio la vuelta y salió de la oficina.

75

No abras los ojos

La pantalla del ordenador mostró a Scott Ashton entrando por la parte de atrás de la capilla-detrás de los grupos de bancos-y cerrando la puerta a su espalda con estrépito, con el pequeño mando a distancia todavía en la mano. Las chicas llenaban la mayoría del espacio en los bancos, algunas sentadas normalmente, otras de costado, algunas en posiciones de yoga con las piernas cruzadas, otras de rodillas. Algunas parecían perdidas en sus propios pensamientos, pero la mayoría de ellas estaban participando en conversaciones, unas más audibles que otras.

La sorpresa para Gurney fue lo normales que parecían esas chicas. A primera vista eran como la mayoría de las adolescentes, nadie diría que estaban internas en una institución rodeada de alambre de espino. A esa distancia de la cámara, la perversa conducta que las había llevado allí era invisible. Gurney supuso que solo cara a cara, con sus expresiones más enfocadas, sería obvio que esas criaturas eran más egocéntricas, despiadadas, crueles y guiadas por el sexo que lo común. En última instancia, como ocurría con sus fotos de archivo policial, el signo del peligro, el hielo, estaría en los ojos.

Entonces se fijó en que no estaban solas. En cada uno de los triángulos de bancos había uno o dos individuos mayores, probablemente profesores, consejeros o como llamaran en Mapleshade a quienes proporcionaban orientación y terapia. En un rincón del fondo de la sala, casi invisible en las sombras, se alzaba el doctor Lazarus, con los brazos cruzados y una expresión imperturbable.

Momentos después de que entrara Ashton, las chicas empezaron a fijarse en él y el alboroto de las conversaciones empezó a disminuir. Una de las chicas que parecían mayores, muy atractiva, se acercó a Ashton cuando este se hallaba en la parte de atrás del pasillo central. La chica era alta, rubia, de ojos almendrados.

Gurney miró a Hardwick, que estaba inclinado hacia delante en la silla, estudiando la pantalla.

– ¿Te has fijado en si la ha llamado?-preguntó Gurney.

– Puede que le haya hecho un seña-dijo-. Una especie de saludo. ¿Por qué?

– Simple curiosidad.

En la pantalla de alta definición, los perfiles de Ashton y la chica eran claros hasta el punto de que los movimientos de sus labios resultaban visibles, pero sus voces eran indistintas: palabras y frases que se mezclaban con las voces de un grupo de estudiantes que estaban cerca de ellos.

Gurney se inclinó hacia el monitor.

– ¿Tienes idea de lo que están diciendo?

Hardwick se concentró intensamente en sus caras, inclinando la cabeza como si eso pudiera aumentar la discriminación de su oído.

En la pantalla, la chica dijo algo y sonrió; Ashton contestó y gesticuló. Acto seguido, el psiquiatra caminó con determinación por el pasillo central y se acercó a una zona elevada del suelo, al parecer el lugar que había ocupado el altar cuando la capilla tenía un uso litúrgico. El hombre se volvió hacia la reunión de estudiantes, de espaldas a la cámara. El murmullo se fundió y enseguida se hizo el silencio.

Gurney miró inquisitivamente a Hardwick.

– ¿Has entendido algo?

Él negó con la cabeza.

– Podría haberle dicho cualquier cosa a la rubia. No he podido distinguir las palabras del ruido de fondo. Quizás alguien que lea los labios. Yo no.

En la pantalla, Ashton empezó a hablar con una autoridad que parecía natural, con su voz de barítono, serena y suave, y más profunda de lo habitual, gracias a la resonante nave neogótica.

– Señoritas-comenzó, modulando la palabra con una gentileza casi reverencial-, han sucedido cosas terribles, cosas espantosas, y todo el mundo está inquieto. Ira, miedo, confusión y malestar. Algunas de vosotras estáis teniendo problemas para dormir. Ansiedad. Pesadillas. Pero no saber lo que realmente está pasando puede ser la peor parte. Queremos saber con qué nos estamos enfrentando, y nadie nos lo dice.

Ashton irradiaba la angustia de los estados mentales a los que se refería. Se había convertido en una imagen de la emoción y la comprensión y, sin embargo, al mismo tiempo, quizás a través de la sonoridad calmada de su voz, su timbre casi de violonchelo, estaba logrando comunicar en un nivel inconsciente, una profunda tranquilidad.

– El tío sabe lo que hace-dijo Hardwick, en el tono de quien admira los dedos ligeros de un magnífico carterista.

– Desde luego es un profesional-coincidió Gurney.

– No tan bueno como tú, campeón.

Gurney torció el gesto en un signo de interrogación.

– Seguro que podría aprender un par de cosas de tu curso en la academia.

– ¿Qué sabes de mi…?

Hardwick señaló a la pantalla.

– Chis. No nos perdamos nada.

Las palabras de Ashton fluían como agua clara sobre rocas pulidas.

– Algunas me habéis preguntado sobre el avance de la investigación. ¿Cuánto sabe la Policía? ¿Qué está haciendo? ¿Está cerca de detener al culpable? Preguntas lógicas, preguntas que muchos de nosotros nos estamos planteando. Creo que ayudaría saber más, que todos tuviéramos la oportunidad de compartir nuestras preocupaciones, de preguntar lo que queramos preguntar, de obtener algunas respuestas. Por eso he invitado a los detectives que trabajan en el caso a venir aquí a Mapleshade mañana por la mañana, para que hablen con nosotros, para que nos cuenten lo que está sucediendo, lo que es probable que pase en el futuro. Ellos tendrán sus preguntas; nosotros, las nuestras. Creo que será una conversación muy útil para todos.

Hardwick sonrió.

– ¿Qué opinas?

– Creo que es…

– ¿Suave como un cerdo engrasado?

Gurney se encogió de hombros.

– Yo diría que es bueno controlando la forma en que la gente ve las cosas.

Hardwick señaló la pantalla.

Ashton estaba cogiendo el teléfono móvil de un clip en su cinturón. Lo miró, frunció el ceño, apretó un botón y se lo llevó a la oreja. Dijo algo, pero las chicas de los bancos habían vuelto a hablar entre ellas, y sus palabras se perdieron de nuevo en la charla de fondo.

– ¿Estás pillando algo?-preguntó Gurney.

Hardwick observó los labios de Ashton y negó con la cabeza.

– Igual que antes cuando estaba hablando con la rubia. Podría haber dicho cualquier cosa.

La llamada terminó y Ashton volvió a guardarse el teléfono en el bolsillo. Una chica de la parte de atrás estaba levantando la mano, pero Ashton no la vio o no le hizo caso. La chica se levantó y agitó la mano a un lado y a otro, y eso al parecer captó la atención de Ashton.

– ¿Sí? Señoritas… Creo que alguien tiene una pregunta ¿o un comentario?

La chica, que resultó ser la rubia de ojos almendrados a la que Hardwick acababa de referirse, hizo su pregunta.

– He oído un rumor de que hoy han visto a Héctor Flores aquí, en la capilla. ¿Es verdad?

Ashton parecía extrañamente aturdido.

– ¿Qué…? ¿Quién te ha dicho eso?

– No lo sé. Las chicas hablaban en el hueco de la escalera en la casa principal. No estoy seguro de quién lo dijo. Yo no podía verlas desde donde estaba. Pero una dijo que lo había visto, que había visto a Héctor. Si es verdad, da mucho miedo.

– Si fuera cierto, daría miedo-dijo Ashton-. Tal vez la persona que dijo que lo vio nos podrá dar más detalles. Estamos todos aquí. Quien lo dijo también ha de estar aquí. -Miró a las reunidas en un silencio expectante, dejando que pasaran cinco largos segundos antes de añadir con una tolerancia paternal-: Tal vez a algunas personas les gusta difundir rumores espeluznantes. -Pero no sonaba del todo tranquilo-. ¿Hay alguna pregunta más?

Una de las chicas de aspecto más joven levantó la mano y preguntó:

– ¿Cuánto tiempo más hemos de quedarnos aquí?

Ashton sonrió como un padre afectuoso.

– Hasta que el proceso sea útil; ni un minuto más. Espero que en los grupos estéis compartiendo vuestros pensamientos, preocupaciones, sentimientos y, sobre todo, los temores que, como es natural, ha suscitado la muerte de Savannah. Quiero que expreséis todo lo que se os ocurra, que aprovechéis la ayuda que los facilitadores del grupo pueden ofrecer, la ayuda que os podéis prestar unas a otras. El proceso funciona. Sabemos que funciona. Confiad en él.

Ashton bajó del estrado y comenzó a andar por la estancia, al parecer ofreciendo una palabra de aliento aquí y allá, pero sobre todo observando los grupos de discusión alrededor de los bancos. A veces daba la impresión de que escuchaba con atención; otras parecía encerrarse en sus propios pensamientos.

Mientras Gurney observaba, le llamó la atención de nuevo lo raro que era todo aquello. Pese a que estuviera desacralizado, el edificio todavía tenía el aspecto, el olor y daba la impresión de una iglesia. Combinar eso con las energías salvajes y retorcidas de las residentes de Mapleshade ante el despliegue de posibilidades de un caso de asesinato complejo era desconcertante.

En la escena de la capilla, en la pantalla, Ashton continuaba su paseo entre las estudiantes y sus «facilitadores», pero Gurney había dejado de prestar atención.

Cerró los ojos y apoyó la cabeza contra el cojín de terciopelo de la silla. Se concentró lo mejor que pudo en su simple respiración, en el aire que entraba y salía por su nariz. Estaba tratando de vaciar su mente de lo que parecía una maraña incoherente de escombros. Casi lo logró, pero un pequeño detalle se negaba a ser barrido.

Un pequeño detalle.

Era un comentario de Hardwick que había estado mordisqueando el borde de su conciencia, el que había hecho cuando le había preguntado si había entendido lo que Ashton le había dicho a la chica que se le había acercado cuando este había entrado en la capilla.

Hardwick había respondido que la voz de Ashton se mezclaba con todas las demás voces de la capilla. Era indistinguible y las palabras se volvían indescifrables.

Podría haberle dicho cualquier cosa.

Esa idea había estado molestando a Gurney.

Y en ese momento supo por qué.

Había desencadenado un recuerdo, primero de un modo inconsciente.

Pero ahora lo percibió con claridad.

Otro momento. Otro lugar. Scott Ashton en una conversación seria con una joven rubia en el amplio espacio de un césped bien cuidado. Una conversación que no podía escucharse. Una conversación cuyas palabras se perdieron en el trasfondo de un centenar de otras voces. Una conversación en la que Scott Ashton podría haber dicho cualquier cosa a Jillian Perry.

Podría haberle dicho cualquier cosa. Y ese simple hecho podía cambiarlo todo.

Hardwick lo estaba observando.

– ¿Estás bien?

Gurney asintió con la cabeza ligeramente, como si cualquier movimiento mayor pudiera interrumpir el hilo de sus pensamientos.

«Podría haber dicho cualquier cosa. En realidad no había manera de saber lo que dijo, porque las voces reales no podían escucharse. Entonces, ¿qué podría haber dicho? Supongamos que lo que dijo fue: “No importa lo que pase, no digas ni una palabra”. Supongamos que lo que dijo fue: “No importa lo que pase, no abras la puerta”. Supongamos que lo que dijo fue: “Tengo una sorpresa para ti. Cierra bien los ojos”. ¡Dios mío!, supongamos que eso fue exactamente lo que dijo: “Será la mayor sorpresa de tu vida, no abras los ojos”.»

76

Otra capa

– ¿ Qué demonios está pasando?-preguntó

Hardwick. Gurney negó con la cabeza, pues todavía no estaba listo para responder. Su mente le daba vueltas a todo aquello casi con una excitación animal que lo hizo levantarse. Empezó a pasear, primero despacio, por la alfombra antigua, delante del escritorio de Ashton. La gran lámpara de porcelana de la esquina arrojaba un círculo suave de luz cálida, iluminando el intrincado patrón en el fino tejido de la alfombra.

Si su teoría era cierta, cosa que era posible, ¿qué consecuencias tendría?

En la pantalla, se veía a Ashton de pie junto a una de las cortinas de color granate que cubrían porciones de las paredes de la capilla, paseando con aire benevolente su mirada entre las chicas.

– ¿Qué pasa?-preguntó Hardwick-. ¿En qué demonios estás pensando?

Gurney dejó de pasear un momento para bajar ligeramente el sonido del monitor y concentrarse mejor en su propia línea de pensamiento.

– ¿Ese comentario que has hecho hace un momento? ¿Que Ashton podría haber dicho cualquier cosa?

– Sí, ¿qué pasa?

– Podrías haber derrumbado una de las suposiciones clave que hemos estado haciendo sobre el asesinato de Jillian.

– ¿Qué suposición?

– La mayor de todas. La suposición de que sabíamos por qué fue a la cabaña.

– Bueno, sabemos por qué dijo que entró. En el vídeo le estaba diciendo a Ashton que quería convencer a Flores para que saliera a participar en el brindis de la boda. Y Ashton discutió con ella. Le dijo que no se preocupara por Flores. Pero ella entró en la cabaña de todos modos.

Los ojos de Gurney brillaron.

– Supongamos que esa conversación nunca se dio.

– Estaba en el vídeo. -Hardwick parecía tan molesto con la excitación de su amigo como confundido por lo que este estaba diciendo.

Gurney habló muy despacio, como si cada palabra fuera preciosa.

– Esa conversación no está, en realidad, en el vídeo de la recepción.

– Claro que sí.

– No. Lo que está grabado en el vídeo es una charla entre Scott Ashton y Jillian Perry en el césped, en la recepción, en el fondo de la escena, demasiado en el fondo para que la cámara grabara sus voces. La «conversación» que estás recordando (y que todos los que han visto el vídeo han estado recordando) es la descripción de la conversación que Scott Ashton les hizo a Burt Luntz y a su mujer después de que ocurriera. El hecho es que no tenemos forma de saber qué le dijo Jillian a él ni qué le contó él a Jillian. Y hasta ahora no hemos tenido ninguna razón para cuestionarlo. En realidad, lo único que tenemos es lo que Ashton afirma que se dijo. Y como has comentado hace un momento sobre su conversación inaudible con esa rubia en la capilla, podría haberle dicho cualquier cosa.

– Vale-dijo Hardwick, con incertidumbre-. Ashton podría haberle dicho cualquier cosa. Eso lo entiendo. Pero ¿qué crees que le dijo de verdad? ¿Cuál es el sentido de esto? ¿Por qué iba a mentir sobre la razón de Jillian para ir a la cabaña?

– Se me ocurre al menos una razón horrible. Me refiero, otra vez, a que no sabemos lo que pensamos que sabemos. Lo único que sabemos es que hablaron entre ellos y que ella entró en la cabaña.

Hardwick, impaciente, empezó a dar golpecitos en el reposabrazos labrado de la silla tipo trono.

– Eso no es todo lo que sabemos. Recuerdo que alguien fue a buscarla. Llamó a la puerta de la cabaña. ¿Una de las camareras? ¿Y no estaba ya muerta? Al menos no respondió a la puerta. No entiendo adónde demonios quieres ir a parar.

– Empecemos por el principio. Si observas las pruebas visuales reales y olvidas la interpretación que le hemos dado, la pregunta es: ¿hay algún otro relato creíble que sea coherente con lo que vemos que ocurre en pantalla?

– ¿Como cuál?

– En el vídeo parece que Jillian atrae la atención de Ashton y señala su reloj. Muy bien. Supongamos que él le hubiera pedido que lo avisara cuando fuera el momento del brindis nupcial. Y supongamos que cuando se acerca a ella, le dijo que tenía una gran sorpresa para ella y que quería que fuera a la cabaña, porque allí era donde iba a dársela, antes del brindis. Ella tenía que entrar en la cabaña, cerrar la puerta y quedarse completamente en silencio. No importaba quién fuera a la puerta, no tenía que abrir ni decir una sola palabra. Todo formaba parte de una sorpresa que ella entendería después.

Hardwick estaba absorto, prestando plena atención.

– Entonces, ¿estás diciendo que ella podría haber estado bien cuando la camarera llamó a la puerta?

– Y luego cuando Ashton abrió la puerta con su llave, supongamos que le dijo algo como: «Cierra bien los ojos. Será la mayor sorpresa de tu vida, no abras los ojos».

– Y luego…

Gurney hizo una pausa.

– ¿Recuerdas a Jason Strunk?

Hardwick frunció el ceño.

– ¿El asesino en serie? ¿Qué tiene que ver con esto?

– ¿Recuerdas cómo mataba a sus víctimas?

– Las descuartizaba y enviaba trozos a policías locales.

– Exacto. Pero en lo que estaba pensando es en el arma que usaba.

– Un hacha de carnicero, ¿no? Una herramienta japonesa, muy afilada.

– Y la llevaba en una sencilla funda de plástico debajo de la chaqueta.

– Así pues…, ¿qué estás diciendo? Oh, no ¡vamos! ¿No estarás diciendo que… Scott Ashton entró en la cabaña, le dijo a su nueva esposa que cerrara los ojos y le cortó la cabeza?

– Basándonos en las pruebas visuales, es tan posible como la historia que nos contaron.

– Dios, montones de cosas son posibles, pero…-Hardwick negó con la cabeza-. ¿Y luego? ¿Después de cortarle la cabeza a la novia, la deja limpiamente sobre la mesa, empieza a gritar, vuelve a guardarse el arma ensangrentada en su funda de plástico, sale tambaleándose de la cabaña y se derrumba?

Gurney continuó.

– Eso es. Esa última parte está grabada en el vídeo: Ashton gritando, tambaleándose, cayendo en los rosales. Todos vienen corriendo hacia él, todos miran en la cabaña y todos llegan a la conclusión obvia dadas las circunstancias. Exactamente la conclusión a la que Ashton quería que llegaran. Así que no había razón para que nadie lo registrara. Si llevaba un hacha de carnicero o un arma similar escondida en la chaqueta, nadie lo habría sabido nunca. Y en cuanto los perros encontraron el machete ensangrentado en el bosque, todo pareció perfectamente claro. El relato sobre Héctor Flores estaba grabado en piedra, solo a la espera de que Rodriguez estampara su sello de aprobación.

– El machete… con la sangre de Jillian…, pero ¿cómo?

– La sangre podría haberla sacado del test de nivel de litio de dos días antes. Ashton podría haber cancelado la cita habitual de la practicante y haberle sacado la muestra él mismo. O podría haberla conseguido de otra forma, haciendo algún cambio, como empezábamos a pensar que podría haber hecho Flores. Y podría haber dejado el machete por la mañana antes de la recepción. Podría haberlo manchado con sangre, haberlo llevado al alféizar de la ventana de atrás, dejar ese rastro de feromona sexual para que los perros lo siguieran y luego volver a entrar a través de la cabaña. En ese punto, antes de la fiesta, no habría ninguna cámara en funcionamiento, lo que explicaría por qué el machete fue desde la cabaña al lugar en el que se encontró sin que, en el vídeo, nadie pasara por delante de ese árbol.

– Espera un segundo, olvidas una cosa: ¿cómo demonios le rebanó el cuello, a través de las carótidas, sin salpicarse de sangre? O sea, ya sé eso del informe del forense sobre la sangre por el otro lado del cadáver y mi propia idea de cómo el asesino habría usado la cabeza para desviar la sangre. Pero tendría que salpicar algo.

– Quizá salpicó.

– ¿Y nadie se fijó?

– Piensa en ello, Jack, en la escena del vídeo. Ashton llevaba un traje oscuro. Cae en un arriate lleno de barro. Un lecho de rosas. Con espinas. Estaba hecho un desastre. Recuerdo que algunos invitados lo llevaron a la casa. Me jugaría mi pensión a que fue directo al cuarto de baño. Eso le ofrecería una oportunidad de deshacerse del hacha, quizás incluso de cambiarse el traje por otro también lleno de barro, para poder salir aún hecho un desastre, pero sin rastro de sangre de la víctima.

– Joder-murmuró Hardwick, pensativo-. ¿De verdad crees todo eso?

– Para ser sincero, Jack, no tengo ninguna razón para creerlo. Pero es posible.

– Hay algunos problemas, ¿no te parece?

– ¿Como el problema de que un famoso psiquiatra sea un asesino despiadado? ¿Poco creíble?

– De hecho, esa es la parte que más me gusta-dijo Hardwick.

Gurney sonrió por primera vez ese día.

– ¿Algún otro problema?-preguntó.

– Sí. Si Flores no estaba en la cabaña cuando mataron a Jillian, ¿dónde estaba?

– Quizá ya estaba muerto-dijo Gurney-. Tal vez Ashton lo mató para que pareciera el culpable que había huido. O quizás el escenario que acabo de dibujar está tan lleno de agujeros como cualquier otra teoría sobre el caso.

– Así que este tipo, o bien es el autor de un crimen extraordinario, o bien es su víctima inocente. -Hardwick miró al monitor de detrás del escritorio de Ashton-. Para ser un hombre cuyo mundo se está derrumbando, parece muy tranquilo. ¿Adónde ha ido a parar toda la desesperación?

– Parece que se ha evaporado.

– No lo entiendo.

– ¿Resistencia emocional? ¿Está poniendo buena cara?

Hardwick parecía cada vez más desconcertado.

– ¿Por qué quería que viéramos esto?

Ashton caminaba con lentitud por la capilla, casi imperioso, como un gurú entre sus discípulos. Tranquilo. Seguro de sí mismo. Imperturbable. Irradiaba más placer y satisfacción a cada minuto. Un hombre poderoso y respetado. Un cardenal del Renacimiento. Un presidente de Estados Unidos. Una estrella del rock.

– Scott Ashton parece una piedra preciosa con muchas caras-dijo Gurney, fascinado.

– O un cabrón asesino-replicó Hardwick.

– Hemos de decidir cuál de las dos cosas es.

– ¿Cómo?

– Reduciendo la ecuación a sus términos elementales.

– ¿Que son…?

– Supongamos que Ashton mató a Jillian.

– ¿Y que Héctor no estuvo involucrado?

– Exacto-dijo Gurney-. ¿Qué seguiría después de ese punto de partida?

– Que Ashton es un buen mentiroso.

– Así que quizá nos ha estado contando un montón de mentiras y no nos hemos enterado.

– ¿Mentiras sobre Héctor Flores?

– Exacto-dijo Gurney de nuevo, frunciendo el entrecejo, pensativo-. Sobre… Héctor… Flores.

– ¿Qué pasa?

– Solo estaba pensando.

– ¿Qué?

– ¿Es posible… que…?

– ¿Qué?-preguntó Hardwick.

– Espera un momento. Solo quiero…-La voz de Gurney se fue apagando; su mente iba a mil por hora.

– ¿Qué?

– Solo… reduciendo… la ecuación. Reduciéndola a lo más simple… posible…

– Dios, deja de pararte en medio de las frases. ¡Escúpelo!

Dios, no podía ser tan simple, ¿no?

Pero quizá lo era. Tal vez era perfecta y ridículamente simple.

¿Por qué no lo había visto antes?

Se rio.

– Por el amor de Dios, Gurney…

No lo había visto antes porque había estado pensando en la pieza que faltaba. Y no había podido encontrarla. Por supuesto que no había podido encontrarla. No faltaba ninguna pieza. Nunca había faltado una pieza. Sobraba una pieza. Una que no dejaba de interponerse en medio de todo, que había estado entrometiéndose en el camino de la verdad desde el principio. La pieza que había sido fabricada específicamente para que se interpusiera en el camino de la verdad.

Hardwick lo estaba mirando con frustración.

Gurney se volvió hacia él con una sonrisa desquiciada.

– ¿Sabes por qué no pudieron encontrar a Héctor Flores después del asesinato?

– ¿Porque estaba muerto?

– No creo. Hay tres posibles explicaciones. Una: escapó como pensamos que hizo. Dos: está muerto, víctima del asesino de Jillian Perry. O tres…: nunca estuvo vivo.

– ¿De qué coño estás hablando?

– Es posible que Héctor Flores nunca existiera, que nunca hubiera ningún Héctor Flores, que solo fuera un personaje creado por Scott Ashton.

– Pero todas las historias…

– Habrían salido del propio Ashton.

– ¿Qué?

– ¿Por qué no? Las historias se empiezan, cobran vida propia, una idea que tú mismo has expresado muchas veces. ¿Por qué no podrían tener todas las historias un mismo punto de partida?

– Pero hubo gente que vio a Héctor Flores en el coche de Ashton.

– Vieron a un jornalero mexicano con sombrero de vaquero y gafas de sol. El hombre que vieron podría ser cualquiera que Ashton hubiera contratado ese día en particular.

– Pero no entiendo cómo…

– ¿No lo ves? Ashton podría haber creado él mismo todas las historias, todos los rumores. El alimento perfecto para el cotilleo. El nuevo jardinero especial. El mexicano maravillosamente eficaz. El hombre que aprendió todo tan deprisa. Un tipo con un potencial tremendo. El hombre Cenicienta. El protegido. El asistente personal de confianza. El genio que empezó a hacer cosas raras. El hombre que estaba desnudo sobre un solo pie en el pabellón del jardín. Muchas historias, muy interesantes, coloridas, asombrosas, deliciosas, repetibles. El alimento perfecto para los chismes, ¿no lo ves? Alimentó a sus vecinos con una serie de rumores irresistibles, y estos la continuaron, se la contaron unos a otros, la embellecieron, la contaron a los desconocidos. Creó a Héctor Flores de la nada y lo convirtió en leyenda, capítulo tras capítulo. Una leyenda de la que Tambury no podía dejar de hablar. El hombre se hizo más grande que un gigante, más real que la realidad.

– ¿Y la bala en la taza de té?

– Lo más fácil del mundo. Ashton podría haber disparado la bala él mismo, esconder el arma y denunciar el robo. Era perfectamente creíble que el mexicano loco y desagradecido hubiera robado el caro rifle del doctor.

– Pero las chicas con las que Héctor habló en Mapleshade…

– Las chicas con las que, al parecer, habló están todas convenientemente muertas o desaparecidas. Así que: ¿cómo sabemos que habló con alguna de ellas? No podemos hablar con nadie que lo viera cara a cara. ¿Eso no es de por sí bastante extraño?

Se miraron el uno al otro y luego a la pantalla del ordenador, donde se veía a Ashton hablando con dos de las chicas, señalando varias partes de la capilla. Parecía relajado y al mando, como el general victorioso el día de la rendición del enemigo.

Hardwick negó con la cabeza.

– ¿De verdad crees que a Ashton se le ocurrió este elaborado plan, que se inventó un personaje y logró alimentar la ficción durante tres años, solo para tener a alguien a quien culpar en caso de que algún día decidiera casarse y asesinar a su mujer? ¿No te suena un poco ridículo?

– Dicho de ese modo, parece completamente ridículo. Pero supón que tuviera otra razón para inventar a Héctor.

– ¿Qué razón?

– No lo sé. Una razón mayor. Una más práctica.

– Parece espantosamente endeble. ¿Y qué hay del asunto de los Skard? ¿No se basaba todo en la teoría de que uno de los hermanos Skard, es probable que Leonardo, se estaba haciendo pasar por Héctor y convencía a chicas impenitentes de Mapleshade para que se fueran de casa a cambio de dinero y emociones después de la graduación? Si no hay Héctor, ¿qué pasa con todo el escenario de esclavitud sexual?

– No lo sé.

Gurney pensó que era una pregunta crucial. Si Héctor Flores no había existido, ¿qué sentido tenían sus teorías, si dependían de la idea de que Leonardo Skard estaba interpretando el papel de Héctor Flores?

77

El episodio final

Por cierto-dijo Gurney-, ¿llevas el arma encima?

– Siempre-contestó Hardwick-. Mi tobillo se sentiría desnudo sin su pequeña cartuchera. En mi humilde opinión, en ciertas ocasiones, las balas son tan importantes como el cerebro para solucionar algunos problemas. ¿Por qué lo preguntas? ¿Estás pensando en darle un giro dramático a todo esto?

– Nada de giros dramáticos por ahora. Hemos de estar mucho más seguros de lo que está pasando.

– Parecías muy seguro hace un minuto.

Gurney torció el gesto.

– De lo único de lo que estoy seguro es de que mi versión del asesinato de Perry es posible. O de que no es imposible. Scott Ashton podría haber matado a Jillian Perry. Podría. Pero necesitamos cavar más, más hechos. Ahora mismo no hay ninguna prueba que la sustente y ningún motivo. No tenemos nada más que especulación por mi parte, un ejercicio lógico.

– Pero y si…

El sonido de la pesada puerta de la capilla en el piso de abajo abriéndose y cerrándose, seguida por un clic metálico, hizo que se callara. Ambos se inclinaron hacia la escalera de detrás del umbral de la oficina y aguzaron el oído para escuchar posibles pisadas.

Al cabo de un minuto apareció Scott Ashton en lo alto de la escalera de piedra y entró en la oficina, moviéndose con el mismo aire de poder y control del que habían sido testigos en la pantalla. Se hundió en la silla mullida de respaldo alto de detrás de su escritorio, se quitó el Bluetooth y lo dejó en el cajón de encima. Juntó las manos en el enorme escritorio negro, entrelazando lentamente los dedos, salvo los pulgares, que mantuvo en paralelo, como para facilitar una atenta comparación entre ambos, algo que parecía interesarle. Después de sonreír un momento a sus propios pensamientos, separó las manos, levantando las palmas con los dedos ligeramente separados en un extraño gesto de despreocupación.

Entonces metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una pistola de pequeño calibre. La acción fue absurdamente despreocupada, tan similar a sacar un paquete de cigarrillos que, por un segundo, Gurney pensó que era eso lo que había hecho.

En un movimiento casi adormilado, apuntó con la Beretta semiautomática de calibre 25 a un punto situado en algún lugar intermedio entre Gurney y Hardwick, pero tenía la mirada clavada en Hardwick.

– Hágame un favor, detective. Ponga las manos en los reposabrazos de la silla. Ahora mismo, por favor. Gracias. Ahora, permanezca sentado como está y levante lentamente los pies del suelo. Gracias. Le agradezco su cooperación. Levántelos más. Gracias. Ahora, por favor, extienda las piernas hacia delante, hacia mi mesa. Siga extendiéndolas hasta que pueda apoyar los pies en la mesa. Gracias. Eso está muy bien. Es usted muy servicial.

Hardwick siguió todas estas instrucciones con la seriedad relajada de un hombre que escucha a un instructor de yoga. Una vez que tuvo los pies apoyados en la mesa, Ashton se estiró desde su lado del escritorio, buscó bajo la pernera derecha del detective y sacó la Kel-Tec P-32 de su cartuchera. La miró, la sopesó en la mano y la dejó en el cajón de arriba del escritorio.

Se sentó otra vez y sonrió.

– Ah, sí. Mucho mejor. Demasiada gente armada en una habitación normalmente es preludio de una tragedia. Por favor, detective, ya puede bajar los pies. Creo que todos podemos relajarnos ahora que el orden de las cosas está claro.

Ashton los miró, divertido.

– Debo decir que el día se ha puesto fascinante. Tantos… acontecimientos. Y usted, detective Gurney, ha puesto esa pequeña mente suya a trabajar a todo trapo. -La voz de Ashton ronroneaba con meloso sarcasmo-. Una trama muy escabrosa la que ha descrito. Suena a guion de cine. Scott Ashton, famoso psiquiatra, asesinó a su mujer en presencia de un centenar de invitados a su boda. Y lo único que tuvo que decirle fue: «No abras los ojos». Nunca hubo un Héctor Flores. El machete ensangrentado fue un ingenioso engaño. Tenía un hacha de carnicero en el bolsillo. Una caída seudoaccidental en las rosas. Un hábil cambio de traje en el cuarto de baño. Y etcétera. Una ingeniosa conspiración destapada. Un sensacional caso de asesinato resuelto. Mercaderes de la perversión al descubierto. Justicia para los muertos. Los vivos vivirán felices en adelante. ¿Es más o menos así?

Si esperaba una reacción de estupefacción o miedo, se llevó una decepción. Uno de los puntos fuertes de Gurney cuando lo atacaban por sorpresa era reaccionar con suavidad pero con un tono un poco airado, que podría ser apropiado para circunstancias más seguras. Es lo que hizo en ese momento.

– Es un buen resumen-dijo.

No reveló sorpresa por que Ashton hubiera escuchado su conversación mientras estaba abajo, probablemente tenía un micrófono oculto. Seguro que le había llegado a través de su auricular. Gurney se reprendió por no haber reparado en la anomalía que suponía que Ashton hablara por un móvil en la capilla; era obvio que empleaba el auricular para otra cosa. Que algo tan claro se le hubiera pasado por alto era hasta doloroso, aunque trató de ocultar aquella sensación.

No sabía cómo aquel tipo respondería ante su indiferencia. Esperaba que le hubiera molestado un poco siquiera. Cualquier duda, por pequeña que fuera, que surgiera en él sería un punto a favor de Gurney.

Ashton desplazó su mirada a Hardwick, cuyos ojos estaban clavados en la pistola. El psicólogo negó con la cabeza, como si estuviera reprendiendo a un niño malo.

– Como dicen en las películas, detective, ni se le ocurra. Le metería tres balas en el pecho antes de que se levantara de la silla.

Luego se dirigió a Gurney en el mismo tono.

– Y usted, detective, es como una mosca que se ha colado en la casa. Zumba alrededor, camina por el techo. Buzz. Ve lo que puede ver. Buzz. Pero no entiende lo que ve. Buzz. Y de repente, ¡plas! Todo el zumbar para nada. Todo ese buscar y mirar para nada. Porque no puede entender lo que ve. ¿Cómo iba a hacerlo? Solo es una mosca. -Empezó a reír en silencio.

Gurney sabía que debía hacer que todo ocurriera más despacio. Si Ashton era el asesino, tal y como parecía, debía luchar por hacerse con el control emocional de la situación. Así que tenía que prolongar el proceso, implicar a su oponente y hacer durar el juego hasta que se presentara la oportunidad final. Se recostó en su silla y sonrió.

– Pero en este caso, Ashton, la mosca ha acertado, ¿eh? De lo contrario, no tendría esa pistola en la mano.

Ashton dejó de reír.

– ¿Acertado? ¿La fantástica mente deductiva se enorgullece de haber acertado? ¿Después de que lo alimentara con todos esos pequeños detalles? El dato de que algunas de nuestras graduadas habían desaparecido, o el de las discusiones por los coches, el hecho de que todas las jóvenes en cuestión aparecieron en anuncios de Karmala… Si no me hubiera visto tentado de tomarle el pelo, de hacer la competición interesante, no habría llegado más lejos que sus estúpidos colegas.

Ahora Gurney rio.

– Hacer la competición interesante no tuvo nada que ver. Sabía que nuestro siguiente paso sería hablar con antiguas estudiantes, y todos esos hechos habrían salido a la luz de inmediato. Así que no nos dio nada que no fuéramos a conseguir nosotros mismos en un día o dos. Fue un esfuerzo patético para comprar nuestra confianza con información que no podía mantener oculta.

Al leer la expresión de Ashton-un intento congelado de aparentar ecuanimidad-se convenció de que había acertado de pleno. Pero, en ciertas ocasiones, en el control de una confrontación de ese tipo, se corría el peligro de tener demasiada razón o dar demasiado de lleno.

Las siguientes palabras le dieron la espantosa sensación de que era uno de aquellos casos.

– No tiene sentido perder más tiempo. Quiero que vean algo. Quiero que vean cómo termina la historia.

Se levantó y con su mano libre arrastró la pesada silla a un punto cercano a la puerta abierta de la oficina, que formaba un triángulo con el gran monitor de pantalla plana en la mesa de detrás de su escritorio y el par de sillas de enfrente del escritorio, que estaban ocupadas por Gurney y Hardwick; una posición, con su espalda hacia la puerta, desde la que podía observar la pantalla y a ellos al mismo tiempo.

– No me miren-dijo Ashton, señalando al ordenador-.

Miren la pantalla. Telerrealidad. Mapleshade: episodio final. No es el final que pretendía escribir, pero en la telerrealidad hay que ser flexible. Muy bien. Estamos todos en nuestros asientos. La cámara está funcionando, la acción está en marcha, pero creo que convendría poner un poco más de luz ahí abajo. -Cogió el pequeño control remoto del bolsillo y pulsó un botón.

La nave de la capilla se hizo más brillante al encenderse los apliques de la pared. Hubo una breve interrupción en el zumbido de conversaciones cuando las chicas en los grupos de discusión miraron a su alrededor a las lámparas.

– Esto está mejor-dijo Ashton, sonriendo con satisfacción a la pantalla-. Considerando su contribución, detective, quiero estar seguro de que puede verlo todo con claridad.

«¿Qué contribución?», quería preguntar Gurney. En lugar de eso, se llevó la mano a la boca para contener un bostezo. Entonces miró su reloj.

Ashton le dedicó una mirada larga y fría.

– No les aburriré mucho más. -En su rostro apareció una sucesión de minúsculos tics-. Es usted un hombre educado, detective. Dígame: ¿conoce el significado del concepto medieval «condigno castigo»?

Curiosamente, lo conocía. De una clase de filosofía del instituto. Condigno castigo: castigo en perfecto equilibrio con la ofensa. Castigo de una naturaleza idealmente apropiada.

– Sí, lo conozco-respondió, arrancando un atisbo de sorpresa en los ojos de Ashton.

Entonces, en el borde de su campo de visión, Gurney detectó algo más, una sombra en rápido movimiento. ¿O era el borde de una prenda oscura, una manga quizá? Fuera lo que fuese, había desaparecido en el receso del rellano de la escalera, donde apenas había sitio para un hombre de pie, justo al otro lado del umbral de la oficina.

– Entonces podrá apreciar el daño que su ignorancia ha causado.

– Cuéntemelo-dijo Gurney, con una expresión de creciente interés que esperaba que ocultara (mejor que su fingido bostezo) el temor que estaba sintiendo.

– Tiene unas dotes mentales extraordinarias, detective. Un cerebro muy eficiente. Una notable calculadora de vectores y probabilidades.

Aquello estaba bastante lejos de ser verdad, al menos en ese momento. Se preguntó, con un escalofrío de terror, si Ashton estaba siendo irónico: tal vez veía su verdadero estado de ánimo y ahora estaba bromeando.

Gurney sentía que su cerebro, responsable de sus grandes victorias profesionales, estaba resbalando de costado en el barro, perdiendo tracción y dirección, mientras trataba de encajar demasiadas cosas al mismo tiempo: el Héctor irreal; el Jykynstyl irreal; y las decapitadas Jillian Perry, Kiki Muller, Melanie Strum y Savannah Liston. Y también la muñeca sin cabeza que había aparecido en la sala de costura de Madeleine.

¿Dónde estaba el centro de todo ello, el lugar en el que convergía todo? ¿Era en Mapleshade? ¿En la casa de arenisca de la que se ocupaban las «hijas» de Steck? ¿En algún oscuro café de Cerdeña, donde en ese mismo momento Giotto Skard podría estar tomándose un expreso, acechando como una araña arrugada en el centro de su telaraña, donde convergían todos los hilos de sus empresas?

Preguntas sin responder que se apilaban con rapidez.

Y ahora una muy personal: ¿por qué no había considerado la posibilidad de que hubiera micrófonos en la sala?

Siempre había sentido que el concepto de pulsión de muerte era un paradigma más que simplista, del que se abusaba, pero en ese momento se preguntó si no sería la mejor explicación de su conducta.

¿O simplemente su disco duro mental estaba demasiado lleno de detalles que no había podido digerir?

Detalles sin digerir, teorías poco firmes y asesinatos.

Cuando todo lo demás falla, vuelve al presente.

El consejo de Madeleine: estar aquí, en el aquí y el ahora. Prestar atención.

Atención al momento: el santo grial de la conciencia.

Ashton estaba en medio de una frase:

– … tragicómica torpeza del sistema de justicia criminal, que no es sistemático ni justo, pero que sin duda alguna es criminal. Cuando trata con delincuentes sexuales, el sistema es absurdamente diplomático e inepto hasta el ridículo. De los delincuentes que condena, no ayuda a ninguno y empeora a la mayoría. Libera a los que son lo bastante listos para engañar a los llamados profesionales que los evalúan. Las listas públicas de delincuentes sexuales son incompletas e inútiles. Bajo la protección de esta trampa de relaciones públicas, el sistema suelta a serpientes que devoran niños. -Miró a Gurney, a Hardwick, otra vez a Gurney-. Este es el lamentable sistema al que todo su fino engranaje mental, toda su lógica, todas sus capacidades para la investigación y toda su inteligencia sirven en última instancia.

Era un discurso extraño, pensó Gurney, una elegante diatriba con el tono estudiado de quien lo ha hecho antes-posiblemente en conferencias con sus colegas-, aunque estaba animado por una furia palpable que distaba mucho de ser artificial. Al mirar a los ojos de Ashton, reconoció aquella furia como una emoción que había visto antes. La había percibido en víctimas de abuso sexual. Recordó haberla visto en los ojos de una mujer de cincuenta años que estaba confesando el asesinato con un hacha de su padrastro de setenta y cinco años, que la había violado cuando ella tenía cinco.

Su defensa en el tribunal fue que quería estar segura de que su propia nieta no tendría que temer de él, que ninguna nieta de nadie tendría que tenerle miedo. Sus ojos estaban llenos de una rabia salvaje y protectora, y a pesar de los intentos que hizo su abogado para que callara, continuó jurando que el único deseo que le quedaba era matar a todos los monstruos, a todos los violadores, matarlos a todos y hacerlos pedazos. Cuando la sacaron de la sala, estaba chillando, gritando que esperaría a las puertas de las prisiones y mataría a todos los delincuentes que liberaran, a todos los que quedaran sueltos en el mundo. Usaría hasta el último gramo de fuerza que Dios le había dado para hacerlos pedazos.

Fue entonces cuando Gurney sintió que todo encajaba, cuando encontró la respuesta para la ecuación simple que lo explicaba todo.

Miró a Scott Ashton, posado como un halcón con ojos brillantes en su gran silla eclesiástica, y vio, por primera vez, quién era en realidad aquel hombre.

Gurney habló con tanta naturalidad como si hubieran estado discutiendo el tema toda la mañana.

– No hay ninguna posibilidad de que Tirana vuelva a hacer daño a nadie.

Al principio Ashton no reaccionó, aparentemente no había oído las palabras de Gurney, y mucho menos las acusaciones de asesinato que implicaban.

Sin embargo, detrás de él, en el oscuro rellano, Gurney detectó otro movimiento, más identificable esta vez como un brazo con una manga marrón; al final de él un pequeño reflejo de algo metálico. Luego, como antes, se retiró en el oscuro hueco de detrás del umbral.

Hasta ese momento la cabeza de Ashton había estado ligeramente inclinada hacia la izquierda. Ahora giró, en el movimiento en arco más pequeño imaginable, hacia la derecha. Se cambió la pistola de la mano derecha a la izquierda, que permanecía en su regazo. Elevó la mano derecha tentativamente a un lado de su cabeza, de manera que las yemas de los dedos tocaron un poco la oreja y la sien, permaneciendo allí en un gesto que era al mismo tiempo delicado y desconcertante. Combinado con el ángulo de la cabeza, creaba la peculiar impresión de un hombre que escuchaba una melodía esquiva.

Finalmente sus ojos buscaron los de Gurney y bajó la mano al brazo de la silla, levantando al mismo tiempo la otra, que empuñaba la pistola. Una sonrisa surgió y se desdibujó en su cara, como una flor absurda, de vida fugaz.

– Es un hombre listo, muy listo.

El murmullo de fondo de voces que emanaba de los altavoces del monitor de detrás se hizo cada vez más alto, más agudo.

Ashton al parecer no se fijó.

– Tan listo, tan perceptivo, tan ansioso por impresionar. Me pregunto a quién quiere epatar.

– Algo está ardiendo-dijo Hardwick en un tono de voz alta y urgente.

– Es usted un niño-continuó Ashton siguiendo su propia línea de pensamiento-. Un chico que ha aprendido un truco de cartas y no deja de mostrárselo una y otra vez a las mismas personas, tratando de recrear la reacción que tuvieron la primera vez.

– ¡Joder, algo está ardiendo!-repitió Hardwick, señalando la pantalla.

Gurney estaba mirando de forma alterna a la pistola y a los ojos engañosamente calmados del hombre que la sostenía. Lo que estuviera ocurriendo en la pantalla tendría que esperar. Quería que Ashton continuara hablando.

Hubo otro movimiento en el rellano, y un hombre pequeño, vestido con un chaqueta de punto marrón, entró lenta y silenciosamente en el umbral de la oficina. Gurney tardó un segundo extra en identificarlo como Hobart Ashton.

Gurney se obligó a mantener sus ojos en la pistola de Scott Ashton. Se preguntó cuánto de lo que estaba ocurriendo comprendía el padre, si es que comprendía algo. ¿Qué pensaba hacer, si es que pensaba hacer algo? ¿Cuál era la razón de su acercamiento furtivo? ¿Por qué había subido la escalera y se había escondido en el rellano? Algo más urgente, ¿podía ver la pistola de su hijo desde donde estaba? ¿Comprendería lo que significaba? ¿Hasta qué punto deliraba? Y quizá, lo más importante, ¿el anciano podía crear a propósito o inadvertidamente, una distracción momentánea, que concediera a Gurney una oportunidad para lanzarse a través de la sala y arrebatarle la pistola antes de que Ashton pudiera usarla contra él?

Una repentina intervención interrumpió sus pensamientos.

– ¡Mierda! ¡La capilla está en llamas!-gritó Hardwick.

Gurney miró a la pantalla sin perder de vista dónde permanecían Scott Ashton y su padre. En la pantalla, la transmisión de vídeo de alta definición mostraba claramente el humo que procedía de los apliques en las paredes de la capilla. Las chicas o bien habían salido de sus bancos o bien se precipitaban a hacerlo. Se congregaban en el pasillo central y en la plataforma elevada más cercana a la posición de la cámara.

Gurney se levantó de manera refleja, seguido por Hardwick.

– Cuidado, detective-dijo Ashton, cambiando la pistola a su mano derecha y apuntando al pecho de Gurney.

– Abra las puertas-ordenó Gurney.

– Ahora mismo no.

– ¿Qué demonios cree que está haciendo?

Desde el monitor llegó un estallido de gritos. Gurney miró atrás justo a tiempo de ver a una de las chicas utilizando un extintor que se había convertido en un lanzallamas y proyectaba un chorro de líquido inflamable a lo largo de uno de los bancos de piedra. Otra chica vino corriendo hasta allí con otro extintor: el mismo resultado, un chorro de líquido que prendió en el momento en que entró en contacto con las llamas. Estaba claro que habían manipulado los extintores para revertir su efecto. Gurney recordó un caso de asesinato de hacía veinte años, en el Bronx: al cabo del tiempo, se descubrió que habían vaciado uno de los extintores de una pequeña ferretería y lo habían recargado con gasolina en gel: napalm casero.

En la capilla cundía el pánico.

– ¡Abra esas putas puertas, imbécil!-le gritó Hardwick a Ashton.

El padre de Ashton metió la mano en el bolsillo del jersey y sacó algo con un extremo brillante. Al desdoblarse una pequeña hoja desde el mango, Gurney se dio cuenta de lo que era: una sencilla navaja, de las que suelen llevar los boy scouts para tallar un palo. El hombre sostuvo la navaja a un costado y se quedó de pie, inexpresivo, con los ojos clavados en el alto respaldo de la silla de su hijo.

La mirada de Scott Ashton estaba fija en Gurney.

– No es el final que habría preferido, pero es el que su brillante interferencia requiere. Es la segunda mejor solución.

– Dios, sáquelas de ahí, cabrón maniaco-gritó Hardwick.

– Hice todo lo posible-dijo Ashton con calma-. Tenía esperanzas. Cada año se ayudaba a unas pocas, pero al cabo de un tiempo tuve que admitir que a la mayoría no. La mayoría salían tan envenenadas como el día que llegaban, nos dejaban para ir al mundo, para envenenarlo y destruir a otros.

– No podía usted evitarlo-dijo Gurney.

– Yo tampoco lo creía, hasta… que recibí mi misión y mi método. Si alguna elegía llevar una vida envenenada, yo como mínimo podía limitar su exposición, limitar el periodo de su toxicidad para los otros.

Los gritos y chillidos que llegaban desde los altavoces del monitor se estaban volviendo más caóticos. Hardwick empezó a moverse hacia Ashton con los ojos desorbitados. Gurney estiró la mano para sujetarlo, al mismo tiempo que el otro levantaba su pistola con calma, apuntando al pecho de Hardwick.

– Por el amor de Dios, Jack-dijo Gurney-, contente.

Hardwick se detuvo, con los músculos de la mandíbula tensándose.

Gurney le ofreció a Ashton una sonrisa cargada de admiración.

– De ahí el pacto entre caballeros.

– Ah. El señor Ballston ha estado hablando.

– Sobre Karmala, sí. Me gustaría saber más.

– Ya sabe mucho.

– Cuénteme el resto.

– Es una historia sencilla, detective. Vengo de una familia disfuncional. -Sonrió horriblemente, logrando expresar las pesadillas enterradas en el más manido de los términos de la psicología popular. Los tics se movieron a través de sus labios como insectos bajo la piel-. Al final me rescataron, me adoptaron, recibí una educación. Me atrajo cierto tipo de trabajo. Fracasé en gran medida. Mis pacientes continuaron violando niños. No sabía qué hacer hasta que se me ocurrió que las relaciones familiares proporcionaban una forma de reunir a las peores chicas del mundo con los peores hombres del mundo. -Sonrió otra vez-. Castigo condigno. Una solución perfecta. -La sonrisa se desvaneció-. Jillian, que era una mujer lista, averiguó solo un poco más de lo que debería, oyó unas cuantas palabras de una conversación telefónica que no debería haber oído. Alimentó su desafortunada curiosidad y se convirtió en una posible amenaza para todo el proceso. Por supuesto, nunca lo comprendió todo. Pero imaginó que podía sacar partido para obtener beneficio personal. El matrimonio fue su primera exigencia. Yo sabía que no sería la última. Resolví la situación de una manera que me pareció particularmente satisfactoria. Satisfacción condigna. Durante un tiempo todo fue bien. Luego llegó usted.

– Apuntó la pistola a la cara de Gurney.

En la pantalla, dos bancos estaban en llamas, llamas que se alzaban desde la mitad de los apliques. Algunas de las cortinas estaban ardiendo. La mayoría de las chicas estaban en el suelo, algunas se cubrían la cara, otras trataban de respirar a través de trozos de ropa hechos jirones, algunas lloraban, otras tosían, unas pocas vomitaban.

Hardwick parecía a punto de explotar.

– Entonces llegó usted-repitió Ashton-. Listo, listo, David Gurney. Y este es el resultado. -Señaló con la pistola a la pantalla-. ¿Cómo es que su inteligencia no le dijo que terminaría así? ¿De qué otra forma podía terminar? ¿De verdad pensaba que las iba a soltar? ¿Tan estúpido es el listo, el listo de David Gurney?

Hobart Ashton dio unos pocos pasos cortos hasta el respaldo de la silla de su hijo.

Hardwick gritó.

– ¿Esta es su solución, Ashton? ¿Es esta, loco de mierda? ¿Quemar a ciento veinte adolescentes? ¿Esta es su puta solución?

– Oh, sí, sí, sí que lo es. ¿De verdad pensaban que cuando me atraparan por fin las dejaría marchar?-Ahora la voz de Ashton se estaba elevando, fuera de control, precipitándose hacia Gurney y Hardwick como una fiera salvaje con vida propia-. ¿Creían que iba a dejar un nido de serpientes sueltas entre todos los niños del mundo? Estas bestias tóxicas, estas bestias viscosas, viperinas. Bestias dementes, podridas y babosas. Que se desli…

Ocurrió tan deprisa que Gurney casi pensó que no lo había visto. El repentino destello de un brazo desde detrás del sillón, un rápido movimiento en curva… y eso fue todo, el discurso de Ashton cortado en medio de una palabra. Y a continuación el viejo, moviéndose con rapidez, atléticamente, hacia el lado de la silla, cogiendo el cañón del arma de Ashton, arrancándosela de la mano de un tirón y el angustiante sonido del hueso de un dedo al romperse. La cabeza de Ashton se inclinó hacia su pecho, y su cuerpo empezó a caer hacia delante, doblándose, derrumbándose de costado en el suelo, en posición fetal. Fue entonces cuando el método del asesinato quedó en evidencia por toda la sangre que empezó a acumularse en torno a la garganta de Ashton.

Los músculos de las mandíbulas de Hardwick se abultaron.

El hombrecillo de la chaqueta de punto marrón limpió su navaja en el respaldo de la silla en la que Ashton había estado sentado, la dobló hábilmente con una mano y volvió a guardársela en el bolsillo.

Entonces miró a Ashton y, como si fuera una bendición al alma en tránsito de su hijo, dijo en voz baja:

– Capullo.

78

Lo único que le quedaba

La intensa repulsión que Gurney había sentido hacia la violencia y la sangre como policía novato, sobre todo hacia la sangre de una herida fatal, se había ido atenuando en sus veinte años en Homicidios, igual que una vida de trabajo con martillos neumáticos puede atenuar la sensibilidad al ruido. Como resultado, cuando tenía que hacerlo, podía ocultar de manera muy eficaz ese sentimiento, o al menos envolver su horror en un semblante de mero desagrado. Es lo que hizo en ese momento.

Al ver la sangre que se extendía en un lento óvalo y que era absorbida por el delicado e intrincado tejido de la alfombra persa, dijo, como si no estuviera describiendo nada más trágico que el excremento de un pájaro en el parabrisas:

– Joder, qué asco.

Hardwick pestañeó. Miró primero a Gurney, luego al cuerpo que yacía en el suelo y por último a la feroz locura de la pantalla. Miró sin comprender al padre de Ashton.

– Las puertas. ¿Por qué no abre las putas puertas?

Gurney y el viejo se miraron el uno al otro con una siniestra ausencia de preocupación. Hacía años, en otros casos, su capacidad de proyectar una calma perfecta le había sido muy útil, le había proporcionado cierta ventaja. Pero no parecía que fuera el caso. El viejo irradiaba una seguridad tranquila, brutal. Era como si matar a Ashton le hubiera dado una profunda paz y fortaleza, como si por fin se hubiera roto un desequilibrio.

No era un hombre con quien uno podía ganar un simple duelo de miradas. Gurney decidió subir la apuesta y cambiar las reglas. Y sabía que necesitaba hacerlo deprisa si quería salir vivo de ese edificio. Era el momento de un golpe arriesgado.

– Me recuerda Tel Aviv-dijo Gurney haciendo un gesto hacia la pantalla.

El hombrecillo pestañeó y extendió los labios en una sonrisa carente de significado.

Gurney sintió que el golpe a ciegas había acertado de pleno. Y ahora ¿qué?

Hardwick los estaba mirando con desconcertada furia.

Gurney continuó centrándose en el hombre con la pistola.

– Lástima que no viniera un poco antes.

– ¿Qué?

– Lástima que no viniera un poco antes. Hace cinco meses, por ejemplo, en lugar de tres.

El hombrecillo lo miró con sincera curiosidad.

– ¿Le importa?

– Podría haber parado esa locura de mierda con Jillian.

– Ah. -Asintió con lentitud, casi apreciativamente.

– Por supuesto, si hubiera intervenido antes, cuando debería haberlo hecho, todo habría sido diferente. Hubiera sido mejor, ¿no cree?

El hombrecillo continuó asintiendo, pero vagamente, sin ningún significado aparente. Arrugó el entrecejo.

– No sé de qué está hablando.

La escalofriante posibilidad de estar en la vía equivocada se apoderó de Gurney. Pero no quedaba nada más que ir hacia delante, no había tiempo para pensarlo dos veces. Así pues, hacia delante con todo.

– Quizá debería haberlo matado hace mucho tiempo. Tal vez debería haberlo estrangulado cuando nació, antes de que Tirana hundiera sus colmillos en él. El cabrón estaba loco desde el principio, como su madre; no era un hombre de negocios, como usted.

Gurney buscó en el rostro del hombre la más leve reacción, pero su expresión no era más comunicativa-o humana-que la pistola que tenía en la mano. Así que una vez más no había otra alternativa que ir hacia delante.

– Por eso apareció aquí después del drama de Jillian, ¿verdad? Que Leonardo la matara era una cosa, incluso podría ser bueno para el negocio, pero cortarle la puta cabeza en la boda, eso era… más que negocio. Seguro que vino para controlar las cosas, para asegurarse de que todo se llevaba de una manera más comercial. No quería que ese cabrón lo jodiera todo. Aunque, para ser justos, Leonardo tenía sus virtudes. Listo. Imaginativo. ¿Verdad?

Todavía no hubo reacción detrás de esa mirada inerte.

Gurney continuó.

– Tiene que reconocer que la idea de Héctor era muy buena. Inventar el chivo expiatorio perfecto en caso de que alguien se fijara en una de esas graduadas de Mapleshade ilocalizables. Así que Héctor apareció en escena justo antes de que las chicas empezaran a desaparecer. Eso muestra previsión por parte de Leonardo. Auténtica iniciativa. Buena planificación. Pero tenía un coste. Estaba demasiado loco, ¿eh? Por eso finalmente tuvo que hacerlo. Estaba entre la espada y la pared. Control de los daños. -Gurney negó con la cabeza, miró con desdén la enorme mancha de sangre en la alfombra que los separaba-. Demasiado poco, Giotto. Demasiado tarde.

– ¿Cómo coño me ha llamado?

Gurney le devolvió la mirada de piedra al hombre durante un largo momento antes de responder.

– No me haga perder el tiempo. Tengo un trato para usted. Tiene cinco minutos para tomarlo o dejarlo. -Pensó que vio una pequeña fisura en la piedra. Durante quizás un cuarto de segundo.

– ¿Cómo coño me ha llamado?

– Giotto, métaselo en la cabeza, ha terminado. Los Skard están acabados. Están más que acabados. ¿Lo entiende? Se termina el tiempo. Este es el trato: me da los nombres y las direcciones de todos los clientes de Karmala, de todos los cabrones como Jordan Ballston con los que hace negocios. Y sobre todo quiero las direcciones donde todavía pueda haber chicas de Mapleshade vivas. Me da todo eso y le garantizo que sobrevivirá a su detención.

El hombrecillo rio, un sonido como de grava aplastada bajo una manta.

– Tiene cojones, Gurney. Se ha equivocado de profesión.

– Sí, lo sé. Le quedan cuatro minutos y medio. El tiempo vuela. Así que si elige no darme las direcciones que le pido, esto es lo que va a ocurrir: habrá un intento prudente de detenerle según las reglas. No obstante, usted será lo bastante loco como para intentar escapar. Al hacerlo, pondrá en peligro la vida de un agente de la Policía, y habrá que dispararle. Le dispararán dos veces. La primera bala, una nueve milímetros de punta hueca, le arrancará las pelotas. La segunda le seccionará la columna entre la primera y la segunda vértebras cervicales, lo que resultará en una parálisis irreversible. Esta combinación de heridas lo convertirá en un soprano en silla de ruedas en un hospital penitenciario durante el resto de su puta vida. También le dará a sus compañeros reclusos la oportunidad de meársele en la cara cuando tengan ganas. ¿Entendido? ¿Ha entendido el trato?

Una vez más la risa. Una risa que hacía que la desagradable voz ronca de Hardwick sonara dulce.

– ¿Sabe por qué todavía está vivo, Gurney? Porque no puedo esperar a escuchar lo que va a decir a continuación.

Gurney miró su reloj.

– Tres minutos y veinte segundos.

Ya no se oían voces procedentes del altavoz del monitor, solo gemidos, toses entrecortadas, un grito agudo, llantos.

– ¿Qué coño…?-dijo Hardwick-. Joder, ¿qué coño…?

Gurney miró la pantalla, escuchó los sonidos lastimeros, se volvió hacia Hardwick y le habló con serena e intencionada claridad.

– Por si me olvido, acuérdate de que el mando de la puerta está en el bolsillo de Ashton.

Hardwick lo miró de manera extraña, intentando deducir el significado de aquellas palabras.

– El tiempo se está acabando-añadió Gurney, volviéndose hacia Giotto Skard.

Una vez más el hombre mayor rio. No podía engañarlo. No habría trato.

El rostro de una chica apareció en pantalla, medio oscurecido por un mechón de pelo rubio, lleno de rabia y furia, enorme, distorsionado por su cercanía a la cámara.

– ¡Hijo de puta!-gritó la chica, con su voz quebrándose-. ¡Hijo de puta, hijo de puta, hijo de puta!-Empezó a toser violentamente, resollando, tosiendo.

El rostro cadavérico de Emil Lazarus apareció detrás de un banco volcado, reptando como un escarabajo gigante por el suelo lleno de humo.

Giotto Skard estaba mirando la pantalla. Parecía divertido.

Gurney concluyó que esa distracción menor constituía la mejor oportunidad que se le iba a presentar. Era lo único que le quedaba.

No había nadie a quien culpar. Nadie para salvarle. Sus propias decisiones lo habían llevado hasta allí. Al lugar más peligroso de toda su vida. A ese estrecho lugar, tambaleándose al borde del Infierno.

La puerta del Cielo.

Solo había una cosa que pudiera hacer.

Rogó que fuera suficiente.

Si no lo era, esperaba que quizás algún día Madeleine pudiera perdonarle.

79

La última bala

No había ningún curso en la academia que te preparara adecuadamente para recibir un balazo. Escuchar cómo lo describían quienes habían pasado por ello te daba cierta idea, y presenciarlo añadía una dimensión inquietante, pero, como ocurre con tantas cosas, del dicho al hecho…

Su plan, tal como lo había concebido en un segundo o dos, era, como saltar por una ventana, lo más simple posible. Se lanzaría directo hacia el hombrecillo con la pistola, que estaba de pie a tres o cuatro metros de él, junto a la silla vacía de Ashton, justo en la parte de dentro de la puerta abierta. Esperaba impactar en él con la fuerza suficiente para empujarlo por el umbral, que el impulso los llevara a los dos a través del pequeño rellano y por las escaleras de piedra. El precio era que le dispararan, probablemente más de una vez.

Mientras Giotto Skard miraba a la chica rubia que gritaba «hijo de puta», Gurney se abalanzó hacia delante con un rugido gutural, colocando un brazo sobre la zona del pecho donde tenía el corazón y el otro ante la frente. Gurney se había resignado a correr el riesgo que fuera necesario, bajo la amenaza de la pistola calibre 25 de Skard.

La atronadora detonación del primer tiro en la pequeña oficina sonó casi de inmediato. Con un espeluznante impacto, la bala destrozó la muñeca derecha de Gurney, que tenía apretada contra el esternón, del lado del corazón.

La segunda bala fue una lanza de fuego a través de su estómago.

La tercera fue la mala.

Ni aquí ni allí.


Una explosión de electricidad. Una chispa verde cegadora, como la explosión de una estrella. Un grito. Un grito de terror y desconcierto, un grito de rabia. La luz es el grito, el grito es la luz.

Hay nada. Y hay algo. Al principio es difícil decir cuál es cuál.

Algo blanco. Podría no ser nada. Podría ser un techo.

En alguna parte debajo de aquella capa blanca, en algún lugar por encima de él, un gancho negro. Un pequeño gancho negro extendido como un dedo que llama. Un gesto de amplio significado. Demasiado amplio para expresarlo en palabras. Ya todo es demasiado amplio para las palabras. No se le ocurren palabras. Ni una sola. Olvida lo que son. Palabras. Pequeños objetos desiguales. Insectos de plástico negro. Dibujos. Trozos de algo. Sopa de letras.

Del gancho cuelga una bolsa incolora, transparente. La bolsa abulta con un líquido incoloro, transparente. De la bolsa desciende un tubo transparente hacia él. Como el tubo de gas de neopreno en un avión de modelismo en el parque. Puede oler el combustible del avión. Observa mientras el toque hábil de un dedo índice en la hélice hace que el motor cobre vida. El volumen y el tono del sonido aumenta, el motor ruge, el rugido aumenta en un chillido constante. Volviendo a casa desde el parque, siguiendo a su padre, su padre taciturno, cae en una pila de piedras. Tiene un corte y sangre en la rodilla. La sangre le gotea por la espinilla hasta el calcetín. No llora. Su padre parece contento, parece orgulloso de él, después le habla a su madre de su gran hazaña, dice que ha llegado a una edad en que ya no tiene que llorar más. Es raro que su padre lo mire con orgullo. Su madre dice: «Por el amor de Dios, solo tiene cuatro años, déjale llorar». Su padre no dice nada.


Se ve conduciendo su coche. Una carretera que le es familiar, en los Catskills. Un ciervo cruzando delante de él, una hembra que pasa al campo del otro lado. Y luego el cervato siguiendo a la madre, inesperadamente. El golpe. Imagen del cuerpo retorcido, la madre mirando atrás, esperando en el campo.

Danny en el suelo, el BMW rojo alejándose mientras acelera. La paloma a la que seguía en la calle se aleja volando. Solo tenía cuatro años.

Música de Nino Rota. Conmovedora, irónica, vertiginosa. Como un circo triste. Sonya Reynolds bailando lentamente. Las hojas del otoño cayendo.

Voces.

– ¿Puede oírnos?

– Es posible. El escáner cerebral de ayer muestra actividad significativa en todos los centros sensoriales.

– ¿Significativa? Pero…

– Los patrones parecen erráticos.

– ¿Qué significa?

– Su cerebro muestra indicios de función normal, pero viene y va, y hay algunos indicios de cambios sensoriales, que podrían ser temporales. Es un poco como ciertas experiencias con drogas, alucinógenos, donde los sonidos se ven y los colores se oyen.

– ¿Y el pronóstico para esto es…?

– Señora Gurney, con las heridas traumáticas en el cerebro…

– Lo sé, no lo saben, pero ¿qué opina?

– No me sorprendería que se recuperara por completo. He visto casos en los que una repentina remisión espontánea…

– ¿Y no le sorprendería que no se recuperara?

– A su marido le dispararon en la cabeza. Es extraordinario que esté vivo.

– Sí. Gracias. Entiendo. Podría ponerse mejor. O podría ponerse peor. Y no tienen ni idea, ¿no?

– Estamos haciendo todo lo posible. Cuando la inflamación del cerebro remita, veremos las cosas más claras.

– ¿Está segura de que no siente dolor?-No siente dolor.

Cielo.

Calor y frío lo bañan como el flujo y reflujo de una ola o una brisa cambiante de verano.

Ahora el frío tiene el aroma del rocío en la hierba y la calidez y el sutil aroma de los tulipanes al sol.

La frialdad era la frialdad de su sábana; la calidez, el calor de las voces de las mujeres.

Calor y frío se combinaban en la suave presión de unos labios contra su frente. Una maravillosa dulzura y suavidad.

Juicio.

Tribunal Penal del Condado de Nueva York. Una sala inhóspita, deprimente, gris. El juez es la viva imagen del agotamiento, el cinismo y la sordera.

– Detective Gurney, las acusaciones son muchas, ¿cómo se declara?

No puede hablar, no es capaz de responder, ni siquiera puede moverse.

– ¿El acusado está presente?

– ¡No!-grita un coro de voces al mismo tiempo.

Una paloma se levanta del suelo y desaparece en el aire cargado de humo.

Él quiere hablar, lo intenta, pretende demostrar que está ahí, pero no puede hablar, no es capaz de articular palabra ni mover un dedo. Se tensa para forzar una sílaba, aunque sea un grito ahogado desde su garganta.

La habitación está en llamas. La toga del juez está ardiendo. Este anuncia, resollando: «El acusado queda confinado durante un periodo indefinido allí donde está, y dicho lugar se reducirá en tamaño hasta el momento en que el acusado esté muerto o loco».

Infierno.

Está de pie en una habitación sin ventanas, impregnada de un olor rancio y con una cama sin hacer. Busca la puerta, pero esta únicamente da a un armario de solo unos centímetros de profundidad, un armario con una pared de cemento. Tiene problemas para respirar. Golpea en las paredes, pero su golpe no es un golpe, es un destello de fuego y humo. Entonces, al lado de la cama, ve una rendija en la pared, y en esta, dos ojos que lo miran.

Luego está en el espacio de detrás de la pared, el espacio desde el que los ojos lo estaban mirando, pero la rendija ha desaparecido y el espacio está oscuro por completo. Trata de calmarse. Intenta respirar despacio, acompasadamente. Trata de moverse, pero el espacio es demasiado pequeño. No puede levantar los brazos, no puede doblar las rodillas. Y cae de lado e impacta contra el suelo, pero el impacto no es un impacto, sino un grito. No puede mover el brazo de debajo de su cuerpo, no puede levantarse. El espacio es más estrecho allí, nada se moverá. Un terror acelerado hace casi imposible respirar. Si al menos pudiera producir un sonido, hablar, llorar.

A lo lejos los coyotes empiezan a aullar.

Vida.

– ¿Está seguro de que puede oírme?-La voz era pura esperanza.

– Lo que puedo decirle a ciencia cierta es que el patrón de, actividad que veo en el escáner es coherente con actividad neuronal en el oído. -La voz era fría como una hoja de papel.

– ¿Es posible que esté paralizado?-La voz estaba al borde de la oscuridad.

– El centro motor no quedó directamente afectado, por lo que hemos podido ver. No obstante, en las heridas de este tipo…

– Sí, lo sé.

– Muy bien, señora Gurney. La dejo con él.

– ¿David?-dijo ella en voz baja.

Él todavía no podía moverse, pero el pánico se estaba evaporando, diluido de algún modo y dispersado por el sonido de la voz de la mujer. El espacio que lo contenía, fuera cual fuese, ya no lo aplastaba.

Conocía la voz de la mujer.

Con su voz llegó la imagen de su cara.

Él abrió los ojos. Al principio no vio nada más que luz.

Entonces la vio a ella.

Ella lo estaba mirando, sonriendo.

Trató de moverse, pero no se movió nada.

– Estás escayolado-dijo-. Cálmate.

De repente, recordó cómo se precipitó por la sala hacia Giotto Skard, el primer disparo ensordecedor.

– ¿Jack está bien?-preguntó en un susurro áspero.

– Sí.

– ¿Tú estás bien?

– Sí.

Las lágrimas le llenaron los ojos, desdibujando la cara de ella.

Al cabo de un rato su recuerdo se expandió hacia atrás.

– ¿El fuego…?

– Todos salieron.

– Ah. Bien. Bien. ¿Jack encontró el…?-No podía recordar la palabra.

– El mando a distancia, sí. Tú le recordaste que mirara en el bolsillo de Ashton. -Prorrumpió en una extraña risita, como si sorbiera o se atragantara.

– ¿A qué viene eso?

– Solo se me había pasado por la cabeza que «el mando está en el bolsillo de Ashton» podrían haber sido tus últimas palabras.

Él empezó a reír, pero inmediatamente gritó por el dolor en el pecho, luego empezó a reír otra vez y gritó de nuevo.

– Oh, Dios, no, no, no me hagas reír. -Las lágrimas le resbalaban por las mejillas. El pecho le dolía horrores. Se estaba agotando.

Ella se inclinó hacia él y le limpió los ojos con un pañuelo de papel arrugado.

– ¿Qué hay de Skard?-preguntó él ya con voz apenas audible.

– ¿Giotto? Lo dejaste tan mal como él a ti.

– ¿Escaleras?

– Oh, sí. Es probable que sea la primera vez que un hombre tira a otro por las escaleras después de que le hayan disparado tres veces.

Había mucho en la voz de ella, muchas emociones en conflicto, pero él detectó en esa rica mezcla un elemento de orgullo inocente. Le hizo reír. Las lágrimas volvieron a caer.

– Ahora descansa-dijo ella-. La gente va a hacer cola para hablar contigo. Hardwick le contó a todo el mundo en el DIC lo que ocurrió, y todo lo que descubriste sobre quién era quién y qué era qué, y dijo que eras un héroe increíble, y habló de cuántas vidas habías salvado, pero están ansiosos de oírlo de tu boca.

Él no dijo nada durante un rato, tratando de llegar lo más lejos que su memoria podía llevarle.

– ¿Cuándo hablaste con ellos?

– Hoy hace dos semanas.

– No, me refiero a… ese asunto de los Skard y el fuego.

– Hoy hace dos semanas. El día que ocurrió, el día que volví de Nueva Jersey.

– Dios mío, ¿estás diciendo…?

– Has estado un poco ausente. -Hizo una pausa, sus ojos se llenaron de repente de lágrimas, su respiración empezó a convertirse en jadeos-. Casi te pierdo-dijo, y al decirlo, algo salvaje y desesperado se extendió en su rostro, algo que él nunca había visto antes.

80

La luz del mundo

– ¿ Está dormido?

– Dormido del todo no. Solo un poco aturdido y adormilado. Le han puesto un gotero temporal de hidromorfona para reducir el dolor. Si le habla, él la oirá.

Era cierto. Y Gurney sonrió ante eso. Pero el calmante hacía algo más que reducir el dolor. Lo eliminaba en una ola de…, ¿de qué?, una ola de bienestar, de inmenso y placentero bienestar. Sonrió por lo bien que se sentía.

– No quiero molestarle.

– Solo diga lo que tenga que decir. Él la oirá perfectamente, y no lo molestará.

Conocía las voces. Eran las de Val Perry y Madeleine. Voces hermosas.

La voz hermosa de Val Perry:

– ¿David? He venido a darle las gracias.

Hubo un largo silencio. El silencio de un velero distante cruzando un horizonte azul.

– Supongo que es lo único que de verdad tenía que decir. Le dejo un sobre. Espero que sea suficiente. Es diez veces la cantidad que acordamos. Si no es suficiente, hágamelo saber. -Otro silencio. Un pequeño suspiro. El suspiro de una brisa sobre un campo de amapolas naranjas-. Gracias.

No sabía dónde terminaba su cuerpo y dónde empezaba la cama. Ni siquiera sabía si estaba respirando.

De pronto estaba despierto, mirando a Madeleine.

– Es Jack-estaba diciendo-, Jack Hardwick, del DIC. ¿Puedes hablar con él? ¿Le digo que venga mañana?

Miró más allá de su esposa, a la figura que estaba en el umbral, vio el pelo corto y gris, la cara rubicunda, los ojos celestes de malamut.

– Ahora está bien. -Algo en la necesidad de hacerse entender con Hardwick, de concentrarse, empezó a aclarar su pensamiento.

Madeleine asintió, se hizo a un lado cuando Hardwick se acercó a la cama.

– Voy a bajar a tomar un café horrible-dijo-. Volveré dentro de un rato.

– ¿Sabes?-dijo Hardwick con tono áspero, levantando una mano vendada después de que ella salió de la habitación-, una de esas putas balas te atravesó y me dio a mí.

Gurney le miró la mano y no vio una gran herida. Se acordó de cómo Marian Eliot se había referido a Hardwick: un rinoceronte listo. Se echó a reír. Aparentemente le habían reducido el gota a gota de hidromorfona lo suficiente para que la risa doliera.

– ¿Tienes alguna noticia que me pueda interesar?

– Eres frío, Gurney, muy frío. -Hardwick negó con la cabeza en un falso ademán de aflicción-. ¿Sabes que le rompiste la espalda a Giotto Skard?

– ¿Cuándo lo empujé por la escalera?

– No lo empujaste por la escalera. Rodaste con él como si él fuera un puto trineo. El resultado fue que terminó en esa silla de parapléjico con la que lo habías amenazado. Y supongo que ha empezado a pensar sobre esa pequeña contingencia desagradable que mencionaste, la posibilidad de que sus compañeros reclusos se le meen en la cara de vez en cuando. Así que el resumen, yendo al grano, es que ha hecho un trato con el fiscal por cadena perpetua sin posibilidad de condicional y la garantía de separación de la población reclusa general.

– ¿Qué clase de trato?

– Nos dio las direcciones de los clientes especiales de Karmala. Los que querían ir hasta el final.

– ¿Y?

– Y algunas de las chicas que encontramos en esas direcciones aún estaban vivas.

– ¿Ese era el trato?

– Además, tenía que delatar al resto de la organización. Inmediatamente.

– ¿Delató a sus otros dos hijos?

– Sin pensárselo dos veces. Giotto Skard no es un sentimental.

Gurney sonrió por la benignidad de la definición. -Pero tengo una pregunta para ti-continuó Hardwick-. Dado lo… pragmático que es en los asuntos de negocios y lo loco que estaba Leonardo, ¿por qué no acabó Giotto con él la primera vez que tuvo noticia de esas peculiares peticiones de decapitación que Leonardo introducía en las transacciones con los clientes de Karmala?

– Fácil. No mates a la gallina de los huevos de oro.

– La gallina era Leonardo, alias doctor Ashton.

– Ashton era bueno en su campo… y Mapleshade era una escuela famosa. Si lo mataban, la escuela podría cerrar… y cortaría un suministro de mujeres jóvenes enfermas. -Gurney cerró los ojos un momento-. No es algo que… Giotto quería que ocurriera.

– Entonces, ¿por qué matarlo al final?

– Al desentrañarse todo… se esfumó, podríamos decir…, no más… huevos de oro.

– ¿Estás bien, campeón? Pareces un poco confundido.

– Nunca he estado mejor. Sin los huevos de oro…, la gallina loca se convierte en una responsabilidad. Una cuestión de riesgo-recompensa. En la capilla, Giotto vio por fin que Leonardo era todo riesgo, sin recompensa. Inclinada la balanza…, había más beneficio en matarlo que en mantenerlo vivo.

Hardwick emitió un gruñido reflexivo.

– Un loco muy práctico.

– Sí. -Después de un largo silencio, Gurney preguntó-. ¿Giotto delató a alguien más?

– A Saul Steck. Fuimos con algunos chicos del Departamento de Policía de Nueva York y lo encontramos en esa casa de arenisca de Manhattan. Por desgracia, se suicidó antes de que llegáramos a él. Un detalle interesante de Steck, por cierto: ¿recuerdas que te hablé del periodo que pasó en un hospital psiquiátrico después de su detención por múltiples acusaciones de violación hace años? Adivina quién era el psiquiatra en el programa de rehabilitación de delincuentes sexuales del hospital.

– ¿Ashton?

– El mismo. Supongo que conocía bien a Saul y decidió que

tenía suficiente potencial para hacer una excepción a la regla de solo familia de los Skard. Bien pensado, se le daba bien juzgar la personalidad de la gente. Podía identificar a un tarado psicópata a un kilómetro de distancia.

– ¿Habéis descubierto quiénes eran las hijas de Saul?

– ¿Quizá nuevas graduadas de Mapleshade en un trabajo de internado? ¿Quién sabe? Se habían ido cuando llegamos y sería una gran sorpresa que reaparecieran.

A Gurney le tranquilizó en cierto modo, pero no del todo, a pesar de aquella leve neblina de hidromorfona. La sensación creó un extraño silencio. Por fin, Gurney preguntó:

– ¿Encontraste algo de interés en la casa?

– ¿De interés? Oh, sí, desde luego. Muchos vídeos interesantes. Jóvenes señoritas describiendo sus actividades favoritas al detalle. Historias chungas. Muy chungas.

Gurney asintió.

– ¿Algo más?

Hardwick levantó los brazos en un exagerado encogimiento de hombros.

– Podría ser. ¿Quién sabe? Haces lo posible por controlarlo todo, pero a veces desaparece material. Nunca llega a inventariarse. Se destruye accidentalmente. Ya sabes cómo es.

Ninguno de los dos dijo nada durante unos segundos.

La mirada de Hardwick vagó por la habitación, luego volvió a Dave en la cama del hospital. Pareció pensativo y luego divertido.

– ¿Sabes, Gurney?, eres un tío mucho más jodido de lo que la mayoría de la gente ve.

– ¿No nos pasa a todos?

– ¡Diablos, no! Mírame a mí, por ejemplo, yo parezco un completo desquiciado, pero por dentro soy una roca. Una máquina perfectamente afinada y bien equilibrada.

– Si tú estás bien equilibrado…-Normalmente Gurney podría haber terminado la frase con una refutación inteligente, pero la hidromorfona estaba haciendo efecto y su voz se apagó.

Los dos hombres se sostuvieron la mirada un buen rato hasta que Hardwick dio un paso atrás.

– Bueno, ya nos veremos.

– Claro.

Empezó a irse. Luego se volvió un momento.

– Tranquilo, Sherlock. Todo está bien.

– Gracias, Jack.

Al cabo de un rato, Madeleine volvió a la habitación con una pequeña taza de café. Arrugó la nariz y la dejó en una mesita de metal que había en una esquina.

Gurney sonrió.

– ¿No está muy bueno?

Ella no respondió. Solo se acercó al lado de la cama, cogió las dos manos de su marido entre las suyas y las sostuvo con fuerza.

Se quedó allí a su lado, sin más, sosteniéndoselas durante un buen rato.

Puede que fuera un minuto o una hora. Dave no lo sabía.

De lo que sí era plenamente consciente era de la sonrisa constante, perceptiva y encantadora de su mujer; la sonrisa que solo ella tenía.

Lo envolvió, le dio calor, lo deleitó como ninguna otra cosa en la Tierra.

Estaba sorprendido de que alguien que lo veía todo con tanta claridad, que tenía toda la luz del mundo en sus ojos, viera en él algo digno de una sonrisa así.

Era una sonrisa que podría hacer que un hombre creyera que la vida era buena.

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