A Bente Konstance.

Aunque todos los topónimos se han cambiado, el paisaje en el que se sitúa esta historia será reconocido por los que allí habitan. Me veo, por lo tanto, en la obligación de asegurar que ninguno de los personajes de este libro tiene su origen en seres humanos reales.

Valstad, febrero de 1996

Karin FOSSUM


Ragnhild abrió la puerta con cuidado y echó un vistazo hacia el exterior. La carretera estaba tranquila y el viento que había estado jugueteando entre las casas durante la noche se había calmado por fin. Se volvió y sacó su cochecito de muñecas.

– Pero si ni siquiera hemos desayunado -se quejó Marthe ayudando a su amiga a empujar el coche.

– Tengo que irme. Vamos a hacer la compra -contestó Ragnhild.

– ¿Quieres que vaya luego a tu casa?

– Vale. Cuando hayamos vuelto de la compra.

Estaba ya en el camino de arena del jardín, empujando el coche cuesta arriba hacia la verja. Era muy pesado, así que le dio la vuelta y tiró de él en lugar de empujarlo.

– Hasta luego, Ragnhild.

La puerta se cerró con un agudo chasquido de madera y metal. Ragnhild tuvo problemas con la verja, pero no se atrevió a dejarla mal cerrada. El perro de Marthe, que la seguía atentamente con la mirada desde debajo de la mesa del jardín, podría escaparse. Segura ya de que la verja estaba bien cerrada, empezó a caminar por la carretera en dirección a los garajes. Podría haber cogido el atajo que había entre las casas, pero pensó que sería demasiado complicado con el cochecito. Un vecino que estaba cerrando la puerta de su garaje le sonrió mientras se abrochaba torpemente la gabardina con una mano. Un gran Volvo negro rugía cálidamente.

– Vaya, Ragnhild, qué temprano vuelves hoy. ¿Marthe no se ha levantado aún?

– Es que he dormido allí esta noche -explicó la niña-. En un colchón en el suelo.

– Ah, ya.

El hombre acabó de cerrar el garaje y miró el reloj: eran las 8,06. Al instante, el coche salió a la carretera y desapareció.

Ragnhild iba empujando el cochecito con las dos manos. Había llegado al lugar donde empezaba la cuesta abajo, y era tan empinada que tenía que ir reteniendo el coche para que no saliera disparado. La muñeca, que se llamaba Elise como ella, porque en realidad se llamaba Ragnhild Elise, resbaló hacia el extremo del coche. Debía de ser muy incómodo, así que soltó una mano; con ella colocó a la muñeca, la cubrió con el edredón y siguió su camino. Llevaba zapatillas de deportes, una roja con cordones verdes y la otra verde con cordones rojos, como debía ser, un chándal rojo con el león Simba sobre el pecho y un anorak verde encima. Tenía el pelo increíblemente fino y no muy largo, y, sin embargo, había conseguido atarse una goma en lo alto de la cabeza. Colgadas de la goma bailaban frutas de plástico de muchos colores, y en el centro se erguía el ralo mechón como una palmera mal cuidada. Tenía seis años y medio, pero era menuda para su edad. Hasta que no abría la boca costaba imaginarse que pronto iría a la escuela.

No se encontró con nadie en la cuesta, pero al acercarse al cruce oyó el motor de un coche y se detuvo, se apartó lo que pudo de la carretera y esperó mientras la sucia furgoneta saltaba sobre un badén. Esta frenó aún más al ver a la niña vestida de rojo. Ragnhild quería cruzar la carretera. Al otro lado había acera y su madre le había dicho que siempre debía andar por la acera. Esperó a que pasara el coche pero éste, en lugar de pasar, se detuvo. El conductor bajó el cristal de la ventanilla.

– Cruza, ya espero yo -gritó.

Ragnhild vaciló un instante y luego cruzó. Tuvo que darse la vuelta para subir el cochecito a la acera. La furgoneta avanzó un poco, luego volvió a detenerse y se bajó el cristal del otro lado. Tiene unos ojos muy raros, pensó la niña, muy grandes, muy redondos, muy separados y pálidos como hielo fino. Su boca era pequeña, con los labios abultados, y apuntando hacia abajo, como la boca de un pez. Él la miró fijamente.

– ¿Vas a subir la cuesta con ese cochecito?

Ella asintió con la cabeza.

– Vivo en Granittveien.

– Te costará mucho. ¿Qué llevas dentro?

– A Elise -contestó la niña sacando la muñeca.

– Muy bonita -exclamó el hombre con una amplia sonrisa. Su boca era más bonita así.

Luego se rascó la nuca. Estaba muy despeinado, mechones hirsutos le salían de la cabeza como las hojas de una piña; al rascarse se despeinó aún más.

– Puedo llevarte si quieres -dijo-. Atrás hay sitio para el coche de tu muñeca.

Ragnhild reflexionó un instante mirando la cuesta arriba. Era larga y pesada. El hombre echó el freno de mano y miró la parte de atrás del coche.

– Mi mamá me está esperando -dijo Ragnhild.

Algo resonaba en algún remoto lugar de su cabeza, pero no logró captarlo.

– Vas a llegar antes a tu casa si te llevo en coche -argumentó entonces el hombre.

Eso fue decisivo. Ragnhild era una niña práctica, así que acercó el cochecito a la furgoneta y el conductor bajó de un salto, abrió la puerta trasera y lo subió con una mano; luego subió a Ragnhild.

– Tendrás que sentarte atrás e ir sujetando el cochecito; si no, va a estar todo el rato moviéndose.

El hombre se colocó de nuevo en el asiento delantero y quitó el freno de mano.

– ¿Subes esta cuesta andando todos los días? -preguntó mirándola por el espejo retrovisor.

– Sólo cuando vengo de casa de Marthe. He dormido allí esta noche.

Ragnhild sacó de debajo del edredón de la muñeca una bolsa de aseo de flores y la abrió. Comprobó que las cosas estaban en su sitio, el camisón con el dibujo de Nala, el cepillo de dientes y el cepillo del pelo. La furgoneta pasó por encima de otro badén. El hombre seguía observándola por el espejo.

– ¿Has visto alguna vez un cepillo de dientes como éste? -preguntó Ragnhild, enseñándoselo. Tenía pies.

– ¡No! -contestó el hombre con entusiasmo-. ¿Dónde lo has conseguido?

– Me lo ha comprado mi papá. ¿Tú no tienes uno así?

– Voy a pedir uno para Navidad.

Por fin pasaron el último badén, y el hombre cambió de primera a segunda. Sonaba fatal. La niña iba sentada en el suelo de la parte de atrás de la furgoneta, agarrada al cochecito. Una niña muy mona, pensó. Con ese chándal tan rojo parecía una fresón maduro. El hombre se puso a silbar sintiéndose dueño de sí mismo, sentado al volante de la gran furgoneta con una niña detrás. Verdaderamente dueño de sí mismo.


El pueblo estaba en el fondo de un valle en el que terminaba el fiordo, al pie de una montaña, como una poza de agua estancada. Como todo el mundo sabe, sólo es sana el agua que corre. El pueblo era el pariente pobre del municipio, y las carreteras que llevaban hasta allí eran indescriptiblemente malas. Muy de tarde en tarde se detenía un autobús junto a la central lechera abandonada para recoger a alguna persona y llevarla a la ciudad. Volver a casa resultaba más difícil.

La montaña era una colina gris, poco frecuentada por excursionistas de la zona, pero asiduamente visitada por forasteros que venían de lejos. El interés se debía a minerales raros y a una flora nada despreciable. En días tranquilos se podía oírdesde la colina un lejano sonido de campanillas que podía hacer pensar en fantasmas, aunque en realidad se trataba de ovejas que pastaban en lo alto. Las colinas de alrededor se veían azuladas y etéreas a través de la neblina, como fieltro suave con velos lanosos de niebla. Konrad Sejer siguió con el dedo la carretera nacional en el libro de carreteras. Se estaban acercando a una rotonda. El sargento Karlsen iba al volante, mirando atento los campos y siguiendo las instrucciones.

– Ahora gira a la derecha en Gneisveien, luego sube por Skiferbakken, y después a la izquierda en Feltspaltveien. Allí, a la derecha, está Granittveien. Es una calle sin salida -añadió Sejer pensativo-. El número cinco debe de ser la tercera casa a mano izquierda.

Estaba tenso, y su voz sonaba aún más grave que de costumbre.

Karlsen maniobraba el coche sobre los badenes del interior de la urbanización. Como en tantos otros lugares, sus habitantes se habían apiñado a cierta distancia de la población local. Aparte de las instrucciones para llegar, no les habían dicho mucho más. Se estaban acercando a la casa, e intentaban armarse de valor pensando que quizá la niña perdida estuviera ya en su hogar. Tal vez estuviera sentada sobre las rodillas de su madre, sorprendida y molesta por tanto alboroto. Era la una, lo que significaba que la niña faltaba de su casa desde hacía cinco horas. Dos hubiera estado dentro de un límite razonable, cinco eran definitivamente demasiado. El malestar iba en aumento, como un punto muerto en el pecho por el que la sangre se negaba a fluir. Los dos tenían hijos, Karlsen una hija de ocho años y Sejer incluso un nieto de cuatro. El silencio que reinaba entre ellos estaba preñado de imágenes que tal vez se convirtieran en realidad. Esta idea se apoderó de Sejer justo en el momento en que se detuvieron. El número 5 era una casa baja pintada de blanco y con los marcos de las ventanas azules. Una típica casa prefabricada, sin personalidad, pero decorada como una casa de muñecas, con postigos ornamentales y un borde de encaje en los travesaños del techo. El jardín estaba bien cuidado. Una terraza con una hermosa baranda rodeaba la vivienda. Se encontraban en lo alto de la ladera, desde donde se veía toda la población, un pequeño pueblo bastante hermoso con granjas y campos cultivados. Junto al buzón había un coche de servicio de la policía que se les había adelantado.

Sejer entró primero, se limpió minuciosamente los zapatos en el felpudo y agachó la cabeza al entrar en el salón. Les costó un segundo captar la situación. La niña seguía perdida, cundía el pánico. La madre, una mujer fuerte con un vestido de cuadros, estaba sentada en el sofá. A su lado, con una mano sobre su brazo, había una mujer policía. Sejer pudo oler el miedo en la habitación. La madre empleaba las pocas fuerzas que le quedaban en contener el llanto o tal vez un terrible grito de terror. En consecuencia, jadeaba al menor esfuerzo, como por ejemplo al levantarse y darle la mano.

– Señora Album -dijo-, han salido a buscar a su hija, ¿no es así?

– Unos vecinos. Se han llevado un perro.

Volvió a hundirse en el sofá.

– Nos ayudaremos mutuamente.

Sejer se sentó en un sillón frente a la mujer y se inclinó hacia delante sin apartar la vista de ella.

– Enviaremos una patrulla con perros. Ahora hábleme de Ragnhild. Cómo es, qué aspecto tiene y cómo va vestida.

La mujer no contestó, se limitó a mover enérgicamente la cabeza. Su boca estaba rígida e inmóvil.

– ¿Ha llamado a todos los sitios imaginables?

– Tampoco hay tantos -susurró la mujer-, y ya he llamado a todos.

– ¿No tienen ustedes familiares en otras partes de la comarca?

– No tenemos a nadie. No somos de aquí.

– ¿Ragnhild va a la guardería?

– No, no conseguimos plaza.

– ¿Tiene hermanos?

– Sólo la tenemos a ella.

Sejer intenta aspirar sin que se notase.

– En primer lugar -dijo-, la ropa que lleva puesta. Con todos los detalles posibles.

– Un chándal rojo -tartamudeó la mujer-, con un león sobre el pecho. Chubasquero verde con capucha. Una zapatilla verde y otra roja.

La mujer hablaba a trompicones, apenas se oía su voz.

– ¿Y Ragnhild? Descríbamela.

– Un metro diez. Dieciocho kilos. Pelo muy rubio. Acaba de pasar el control médico de los seis años.

Se acercó a la pared sobre el televisor, donde había unas fotografías colgadas. La mayor parte de ellas eran de Ragnhild, una con traje regional, y otra con un hombre vestido de uniforme de batalla del ejército, probablemente el marido. La mujer escogió una de la niña y se la alcanzó. El pelo de la hija era casi blanco, el de la madre negro. Pero el padre era rubio, se podía ver un poco de pelo debajo de la gorra del uniforme.

– ¿Cómo es su hija?

– Confiada -sollozó-. Habla con todo el mundo.

Esa confesión hizo temblar a la madre.

– Esos niños son los que mejor se defienden en este mundo -afirmó Sejer con firmeza-. Tendremos que llevarnos la foto.

– Lo comprendo.

– Dígame -dijo Sejer sentándose de nuevo-. ¿Dónde van los niños de este pueblo cuando van de excursión?

– Al fiordo. A la playa del Cura o a Horgen. O a lo alto de la colina. Algunos van al embalse y otros al bosque.

Sejer miró por la ventana y contempló los oscuros abetos.

– ¿Alguien vio a Ragnhild después de que se marchara?

– El vecino de Marthe se encontró con ella junto al garaje cuando iba a trabajar. Lo sé porque llamé a su mujer.

– ¿Y dónde vive Marthe?

– En Krystallen. A sólo unos minutos de aquí.

– ¿Llevaba con ella su cochecito de muñecas?

– Sí. De la marca Brío. Color rosa.

– ¿Cómo se llama ese vecino que la vio junto al garaje?

– Walther -contestó sorprendida-. Walther Isaksen.

– ¿Dónde puedo encontrarlo?

– Trabaja en la empresa Dyno. En el departamento de personal.

Sejer se levantó y se acercó al teléfono. Llamó a Información, consiguió el número, marcó y esperó.

– Necesito hablar con un empleado suyo cuanto antes. Su nombre es Walther Isaksen.

La señora Album lo miraba preocupada desde el sofá. Karlsen estudiaba las vistas por la ventana, las colinas azules, los campos y el capitel blanco de una iglesia a lo lejos.

– Soy Konrad Sejer, de la policía -dijo-. Estoy en Granittveien 5, puede imaginarse el motivo de mi llamada.

– ¿Sigue sin aparecer Ragnhild?

– Así es. Tengo entendido que usted la vio cuando ella salió de la casa.

– Estaba cerrando la puerta del garaje.

– ¿Miró usted el reloj?

– Eran las ocho y seis minutos, se me había hecho un poco tarde.

– ¿Está usted seguro de que era exactamente esa hora?

– Tengo un reloj digital.

Sejer calló mientras intentaba memorizar el camino que habían recorrido.

– ¿Entonces usted la dejó a las ocho y seis minutos junto al garaje y se fue en su coche directamente al trabajo?

– Sí.

– ¿Bajó por Grenseveien y salió a la nacional?

– Exacto.

– Supongo -dijo Sejer-, que a esa hora casi todo el mundo va hacia la ciudad y hay poco tráfico en sentido contrario.

– Así es. Nadie se dirige a nuestro pueblo. No tenemos puestos de trabajo.

– A pesar de eso, ¿se encontró usted con algún coche en el camino? ¿Alguien que se dirigiera al pueblo?

El hombre se lo pensó mientras Sejer esperaba. La habitación estaba silenciosa como una tumba.

– Pues sí, ahora que lo dice. Me encontré con uno abajo, en la parte llana. Justo antes de la rotonda. Una furgoneta, creo. Llena de manchas y hecha un desastre. Iba muy despacio.

– ¿Quién iba dentro?

– Un hombre -contestó vacilante-. Un hombre solo.


– Me llamo Raymond -dijo sonriendo.

Ragnhild levantó la vista y vio la cara sonriente en el espejo retrovisor. También vio la colina bañada por el sol de la mañana.

– ¿Damos una vuelta en el coche?

– Mi mamá me está esperando -contestó con tono de niña precoz.

– ¿Has estado alguna vez en lo alto de la colina?

– Una vez. Con mi papá. Llevamos bocadillos.

– Se puede subir con coche -explicó él-, desde la parte de atrás, ¿sabes? ¿Quieres que subamos?

– Quiero irme a casa -contestó la niña, esta vez un poco insegura.

El hombre cambió de marcha y paró.

– Sólo una vueltecita -rogó.

Hablaba en voz muy baja. A Ragnhild le parecía muy triste y no estaba acostumbrada a ir en contra de los deseos de los adultos. Se levantó, se acercó al asiento y se inclinó hacia él.

– Una vuelta muy corta -dijo-. Hasta lo alto y luego volvemos a casa enseguida.

El hombre dio marcha atrás por Feltspatveien y volvió a bajar la cuesta.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó.

– Ragnhild Elise.

El hombre se movió en el asiento, carraspeó y dijo en tono pedante:

– Ragnhild Elise, no puedes ir de compras tan temprano. Sólo son las ocho y cuarto de la mañana. La tienda está cerrada.

La niña no contestó. Sacó a Elise del cochecito, se la puso sobre las rodillas y le colocó el vestido. Luego le quitó el chupete. La muñeca empezó a llorar, un llanto agudo y metálico de bebé.

– ¿Qué es eso?

El hombre frenó en seco y miró por el espejo retrovisor.

– Es Elise. Llora cuando le quito el chupete.

– ¡No me gusta! ¡Pónselo otra vez!

El hombre conducía intranquilo, y el coche iba dando tumbos hacia los lados.

– Mi papa conduce mejor que tú -dijo la niña.

– He tenido que aprender yo solo -exclamó el hombre malhumorado-. Nadie quiso enseñarme.

– ¿Por qué no?

El hombre no contestó, se limitó a hacer un movimiento con la cabeza. El coche ya estaba en la carretera nacional, fue en segunda hasta la rotonda y cruzó la carretera con un rugido oxidado.

– Estamos llegando a Horgen -dijo la niña contenta.

El hombre seguía sin contestar. Diez minutos más tarde giró a la izquierda y comenzó a subir por la ladera. Pasaron por un par de granjas con los graneros pintados de rojo y algún que otro tractor aparcado. El camino era cada vez más estrecho y con más baches. A Ragnhild se le estaban cansando los brazos de ir agarrando el cochecito. Por fin dejó la muñeca en el suelo y puso un pie entre las ruedas para que hiciera de freno.

– Aquí vivo yo -dijo de repente el hombre deteniéndose.

– ¿Con tu mujer?

– No, con mi padre. Pero está en la cama.

– ¿No se ha levantado aún?

– Siempre está en la cama.

La niña miró por la ventanilla y vio una casa muy curiosa. Había sido originalmente una pequeña cabaña a la que alguien había añadido un trozo y luego otro. Ninguna de las partes tenía el mismo color. Junto a la casa había un garaje de hojalata. El patio delantero estaba cubierto de plantas y arbustos sin podar. Un viejo arado oxidado estaba siendo progresivamente tragado por ortigas y dientes de león. Pero a Ragnhild no le interesaba la casa, había divisado otra cosa.

– ¡Conejos! -exclamó impresionada.

– Sí -dijo el hombre contento-, ¿Quieres verlos?

Salió del coche de un salto, abrió la puerta trasera y bajó a la niña. Andaba de un modo muy extraño, contoneándose. Era patizambo, tenía las piernas tan cortas que parecían anormales y los pies muy pequeños: Desde su ancha nariz, de la que colgaba una grande y transparente gota, hasta el labio inferior, un poco prominente, había muy poca distancia. Ragnhild pensó que no era muy viejo, aunque se movía como un anciano. Resultaba muy curioso. La cara de un chico sobre el cuerpo de un viejo. Raymond fue hasta la jaula y la abrió. Ragnhild estaba como petrificada.

– ¿Puedo coger uno?

– Sí, puedes elegir.

– El pequeño marrón -contestó fascinada.

– Ese es Påsan. El más majo de todos.

Abrió la jaula y sacó al animalito. Era un gordito wedder de color café con leche, con las orejas caídas. Agitaba enérgicamente las patas, pero al instalarse en los brazos de Ragnhild se tranquilizó. Por un instante la niña permaneció muda. Notaba en sus manos los latidos del corazón del animal y le tocó cuidadosamente una oreja. Era como tener un trozo de terciopelo entre los dedos. El hocico, negro y húmedo, brillaba como un caramelo de regaliz. Raymond estaba a su lado mirándola. Tenía a una chica para él solo, y nadie los había visto.


– La foto -indicó Sejer-, con la descripción personal, se enviará a los periódicos. Si no hay contraorden se imprimirán esta noche.

Irene Album se desplomó sobre la mesa sollozando. Los demás se miraban las manos en silencio a la vez que observaban su temblorosa espalda. La mujer policía estaba alerta con un pañuelo preparado. Karlsen movió su silla y miro el reloj.

– ¿Ragnhild tiene miedo a los perros? -quiso saber Sejer.

– ¿Por qué lo pregunta? -sollozó la mujer.

– Porque a veces, buscando a niños con patrullas de perros, nos ha ocurrido que se esconden al oír a nuestros pastores alemanes.

– No tiene miedo a los perros.

Sejer repetía esas palabras en su cabeza: «No tiene miedo».

– ¿Y no ha logrado usted dar con su marido?

– Está en Narvik de maniobras -susurró-. En algún lugar de la planicie.

– ¿No utilizan el teléfono móvil?

– Están fuera de cobertura.

– ¿Y quiénes son los que han salido a buscarla?

– Chicos del vecindario. Los que están en casa durante el día. Uno de ellos tiene teléfono móvil.

– ¿Cuánto tiempo llevan fuera?

La mujer miró el reloj de la pared.

– Más de dos horas.

Ya no le temblaba la voz, ahora sonaba como drogada, casi apática, como si hablara medio dormida. Él se inclinó hacia delante y le habló tan lentamente y con tanta claridad como pudo.

– Aquello que teme más que nada, seguramente no ha sucedido. ¿Lo entiende? Lo normal es que los niños desaparezcan por tonterías. Es más, continuamente desaparecen niños precisamente porque son niños. No tienen sentido del tiempo ni de la responsabilidad, y son tan condenadamente curiosos que persiguen cualquier capricho que se les mete en la cabeza. Así son los niños, y por eso desaparecen. Pero lo más normal es que vuelvan a aparecer tan de repente como se fueron. A menudo sin ninguna explicación de dónde han estado y qué han hecho. Pero por regla general -Sejer respiró- vuelven sanos y salvos.

– ¡Sí! -dijo la mujer mirándolo fijamente-. ¡Pero ella nunca había desaparecido antes!

– Está creciendo y haciéndose mayor -insistió Sejer-. Cada vez se atreve a más cosas.

Dios me ampare, pensó inmediatamente, tengo respuesta para todo. Se levantó de nuevo y marcó otro número. Refrenó un impulso de volver a mirar el reloj, no sería más que otra advertencia de que el tiempo pasaba, y advertencias así no les hacían ninguna falta. Habló con la policía, les hizo un resumen de la situación, les pidió que hablaran con la organización Ayuda Popular Noruega, les dio las señas de la madre y les facilitó una rápida descripción de la niña: vestida de rojo, pelo casi blanco, cochecito rosa de muñecas. Preguntó si se había recibido alguna información. No habían recibido nada. Volvió a sentarse.

– ¿Ha mencionado o hablado Ragnhild últimamente de algún desconocido?

– No.

– ¿Llevaba dinero? ¿Puede haber ido a buscar una tienda de chucherías?

– No, no llevaba dinero.

– Este es un pueblo pequeño -prosiguió Sejer-. ¿Alguna vez, mientras paseaba, su hija se ha subido en el coche de algún vecino?

– Sí, alguna vez. Hay unas cien casas en esta ladera, y ella conoce a casi todos. También conoce sus coches. A veces, Marthe y ella han bajado a la iglesia con sus cochecitos de muñecas y luego han subido en el coche de algún vecino.

– ¿Van a la iglesia por alguna razón especial?

– Hay un niño enterrado en el cementerio, un niño a quien las dos conocían. Cogen flores para llevarlas a su tumba, y luego vuelven a subir a casa. Creo que les resulta muy emocionante.

– ¿Ha buscado usted alrededor de la iglesia?

– Llamé a las diez para preguntar por Ragnhild. Cuando Marthe me dijo que se había ido a las ocho, me metí en el coche. Dejé la puerta de casa abierta por si ella volvía mientras yo estaba fuera. Fui hasta la iglesia y luego a la gasolinera. Allí salí del coche y busqué por todas partes. Me pasé por el taller mecánico y por detrás de la central lechera. Luego fui al colegio de los pequeños y miré en el patio, porque allí tienen toboganes y esas cosas. Después busqué en la guardería. Ella tenía tantas ganas de ir…

Sollozó de nuevo. Los demás seguían sentados en silencio, esperando. Tenía los ojos hinchados y arrugaba desesperadamente el vestido entre los dedos. Poco a poco dejó de llorar y volvió a apoderarse de ella la apatía, un escudo que la mantenía a salvo de las malas perspectivas.

Sonó el teléfono. Un repentino pitido de mal agüero. La mujer dio un salto en el sofá, dispuesta a cogerlo, pero vio la mano de Sejer como una señal de STOP en el aire. Él descolgó.

– Hola, ¿está Irene? -parecía la voz de un chico.

– ¿Con quién hablo?

– Thorbjørn Haugen. Estamos buscando a Ragnhild.

– Estás hablando con la policía. ¿Tienes alguna noticia?

– Hemos pasado por todas las casas de la ladera. Por todas. En muchas no había nadie, pero en Feltspatveien nos encontramos con una señora que dijo que un coche grande había dado marcha atrás y la vuelta en su patio; ella vive en el número uno. Le pareció que era una especie de furgoneta. Y dentro del coche iba una niña con chaqueta verde y el pelo muy blanco recogido en lo alto de la cabeza. Ragnhild va peinada así muchas veces.

– Continúa.

– El coche dio la vuelta en medio de la cuesta y volvió a bajar. Desapareció en la curva.

– ¿Te dijo la hora?

– Las ocho y cuarto.

– ¿Puedes venir aquí?

– Estamos llegando, vamos por la rotonda.

Colgó. Irene Album seguía de pie.

– ¿Quién era? -susurró-. ¿Qué han dicho?

– Alguien la ha visto -contestó lentamente-. Montada en un coche.


Por fin sonó el grito. Fue como si el sonido se abriera paso entre el tupido bosque, provocando un suave movimiento en la cabeza de Ragnhild.

– Tengo hambre -dijo la niña de repente-. Quiero irme a casa.

Raymond levantó la vista. Påsan se paseaba por la mesa de la cocina sorbiendo la maizena que habían esparcido. Se habían olvidado del tiempo y del espacio. Habían dado de comer a todos los conejos, Raymond le había enseñado todas sus fotografías, recortes de revistas cuidadosamente pegados en un gran álbum. Ragnhild se reía sin parar de la cara tan rara que tenía Raymond. En ese momento reparó en que debía de ser tarde.

– Te daré una rebanada de pan con algo.

– Quiero irme a casa, tenemos que hacer la compra.

– Primero iremos a la colina y luego te llevaré a casa.

– ¡Ahora! -insistió la niña-. Quiero irme a casa ya.

Raymond miró desesperadamente a su alrededor en busca de algún aplazamiento.

– Sí, sí, lo sé. Pero primero tengo que ir a comprar leche para papá. Abajo, donde Horgen. No tardaré mucho. Mientras tanto puedes esperar aquí, así tardaré menos.

Raymond se levantó y la miró. Miró esa carita iluminada con la boca en forma de corazón que le recordaba a cierto caramelo. Tenía los ojos claros y azules y las cejas oscuras, una sorpresa bajo el blanco flequillo. Luego suspiró con pesar, se levantó y abrió la puerta de la cocina. Raghnild quería marcharse ya, pero no sabía el camino y tendría que esperar. Fue hasta el pequeño cuarto de estar con el conejo en brazos, y se acurrucó en el rincón del sofá. Marthe y ella no habían dormido mucho durante la noche, y con el animalito caliente junto al cuello le entró rápidamente el sueño. Al poco rato se le cerraron los ojos.

Había pasado un buen rato cuando él por fin volvió. Permaneció mucho tiempo sentado mirándola, extrañado de lo silenciosamente que dormía. Ni un movimiento, ni siquiera un pequeño suspiro. A Raymond le pareció que la niña había crecido un poco, que se había hinchado como un pan en el horno. Al cabo de un rato perdió la calma, no sabía qué hacer con las manos, de manera que se las metió en los bolsillos y empezó a balancearse de lado a lado en el sillón. Le dio por frotar la tela del pantalón, mientras se balanceaba cada vez más deprisa mirando preocupado por las ventanas y hacia el pasillo que conducía al dormitorio de su padre. Sus manos trabajaban sin cesar, mientras miraba fijamente el pelo resplandeciente como la seda de Ragnhild, casi como la piel del conejo. Luego suspiró en voz baja y se calmó. Se levantó y zarandeó suavemente a la niña.

– Ya podemos irnos. Deja que coja a Påsan.

Durante un instante, Ragnhild se quedo completamente aturdida. Se levantó despacio y miró fijamente a Raymond. Luego fue tras él hasta la cocina y se puso el anorak. Salió de la casa y vio cómo metía al pequeño animal marrón en la jaula. Su cochecito de muñecas seguía en la parte de atrás de la furgoneta. Raymond parecía triste, pero la ayudó a meterse en el coche. Luego se sentó delante y metió la llave para arrancar, pero no ocurrió nada.

– No arranca -dijo Raymond irritado-. No lo entiendo. Ha funcionado hace un momento. ¡Mierda de coche!

– ¡Tengo que irme a casa! -dijo Ragnhild en voz muy alta, como si eso ayudara a mejorar la situación. Raymond seguía dando vueltas a la llave y pisando el acelerador. Había corriente y el motor daba vueltas, pero todo quedaba en un quejido que no lograba arrancar.

– Tendremos que ir andando.

– ¡Pero está muy lejos! -lloriqueó la niña.

– No, no tanto. Estamos en la parte de atrás de la colina, casi en lo alto. Desde aquí se puede ver tu casa. Yo te llevaré el cochecito.

Raymond se puso un anorak que había en el asiento delantero, volvió a salir de la furgoneta de un salto y le abrió la puerta. Ragnhild llevaba la muñeca y él empujaba el cochecito, que iba dando pequeños tumbos por el camino lleno de baches. Enseguida Ragnhild pudo ver la colina que se erguía ante ellos, rodeada de oscuro bosque. De repente tuvieron que acercarse a toda prisa a la cuneta, mientras un coche los pasaba a gran velocidad, dejando tras de sí una espesa nube de humo. Raymond conocía bien el camino, pero no era muy rápido. Ragnhild podía seguirlo sin problema. Al cabo de un rato el camino se hizo más empinado, para acabar en un lugar donde los coches podían dar la vuelta. El sendero que iba por la derecha de la colina era blando y bueno para andar. Las ovejas lo habían ensanchado y estaba sembrado de excrementos que parecían perdigones. Ragnhild se divertía pisándolos, estaban secos y enteros. Pasados unos minutos vieron algo relucir entre los árboles.

– La laguna de la Serpiente -dijo Raymond.

La niña se detuvo a su lado. Miró fijamente y vio las hojas de los lirios, y un pequeño bote que estaba en la orilla boca abajo.

– No te acerques al agua -dijo Raymond-. Es peligroso. Nadie puede bañarse aquí. Te hundes en la arena y desapareces. Arenas movedizas -añadió dándose importancia. Ragnhild se estremeció. Siguió la orilla de la laguna con la mirada; era una continua línea amarilla de juncos, excepto en un solo lugar, donde algo, que con un poco de benevolencia podía llamarse playa, interrumpía la línea como un oscuro guión. Los dos dirigieron sus miradas a ese punto. Raymond soltó el cochecito y Ragnhild se metió un dedo en la boca.


Thorbjørn jugueteaba con el teléfono móvil. Tenía unos dieciséis años, y el pelo oscuro ligeramente ondulado en una media melena, recogido con un pañuelo de colores. Las puntas que salían del nudo en la frente como dos plumas rojas le hacían parecer un rostro pálido. Evitó la mirada de la madre de Ragnhild y optó por fijar la vista en Sejer, mientras se relamía los labios sin parar.

– Lo que has averiguado es muy importante -dijo Sejer-. Por favor, escribe las señas aquí. ¿Te acuerdas del nombre?

– Helga Moen, en el número uno. Una casa gris con perrera.

Hablaba en susurros y anotó las señas con mayúsculas en el bloc que le había alcanzado Sejer.

– Estuvimos primero en la colina, volvimos a bajar, fuimos a la laguna de la Serpiente y echamos un vistazo en los senderos de por allí. También dimos una vuelta por el embalse, la tienda de Horgen y la playa del Cura. Y por la iglesia. Al final visitamos un par de granjas en Bjerkerud y el Centro Hípico. A Ragnhild le gustaban, eh…, quiero decir, le gustan mucho los animales.

El lapsus le hizo sonrojarse. Sejer le dio una ligera palmadita en el hombro.

– Siéntate Thorbjørn -exclamó señalando el sofá, donde había un sitio libre al lado de la señora Album. Ella ya se encontraba en otra fase, trabajaba enérgicamente con la vertiginosa posibilidad de que Ragnhild tal vez no volviera jamás y ella, su madre, se viera obligada a vivir el resto de su vida sin aquella niña de grandes ojos azules. Estos pensamientos le llegaban en pequeños pinchazos que ella saboreaba cuidadosamente. Estaba rígida, como si una viga de acero le atravesara la espalda. La mujer policía, que apenas había abierto la boca en el tiempo que llevaban allí, se incorporó lentamente. Por primera vez se atrevió a hacer una sugerencia.

– Señora Album -dijo en voz baja-. Déjeme preparar un poco de café.

La mujer asintió débilmente con la cabeza. Se levantó y siguió a la policía hasta la cocina. Se abrió el grifo y se oyó el tintineo de tazas. Sejer hizo una seña imperceptible a Karlsen con la cabeza en dirección a la entrada, donde se pusieron a murmurar en voz muy baja. Thorbjørn apenas veía la cabeza de Sejer y la punta negra y resplandeciente del zapato de Karlsen. En la penumbra podían mirar sus relojes sin que nadie los viera. Los miraron y se hicieron señas. La desaparición de Ragnhild ya iba en serio, habría que poner en marcha el gran aparato. Sejer se rascó el codo a través de la tela de la camisa.

– No soporto la idea de encontrarla en una cuneta.

Abrió la puerta con el fin de respirar un poco de aire fresco. Y allí estaba la niña. Con su chandal verde, en el primer escalón y con una manita blanca en la barandilla.

– ¿Ragnhild? -preguntó sorprendido.


Una feliz media hora más tarde, bajando en su coche por Skiferbakken, Sejer se pasó contento los dedos por el pelo. Karlsen pensó que su jefe, con el pelo recién cortado, parecía un cepillo de acero, de esos que se emplean para quitar pintura vieja. Los pronunciados rasgos de su rostro parecían más relajados de lo habitual. Al llegar a la mitad de la cuesta pasaron por la casa gris. Vieron la perrera y una cara en el cristal de la ventana. Si Helga Moen estaba esperando una visita de la policía, iba a llevarse una gran decepción. Ragnhild estaba sentada sobre las rodillas de su madre con un gran bocadillo en la mano.

Ese momento en que la niña había entrado tranquilamente en el cuarto de estar se había quedado grabado en la memoria de los dos hombres. La madre, al oír la fina voz de la pequeña, salió disparada de la cocina y se lanzó encima de su hija, rápida como una fiera que agarra a su presa y no la suelta por nada del mundo. Ragnhild estaba como dentro de una trampa de zorros. Los delgados brazos y piernas y el escaso pelo blanco se veían dispersos entre los sólidos brazos de su madre. Y así se quedaron. De ninguna de ellas salía ni un sonido, ni un sollozo.Thorbjørn seguía jugueteando con el teléfono móvil, la mujer policía hacía ruido con las tazas y Karlsen se retorcía el bigote una y otra vez, mientras una feliz sonrisa se dibujaba en su rostro. La habitación se iluminó, como si el sol penetrara de repente por la ventana. Y luego llegó por fin una mezcla de risas y sollozos:

– ¡eres una niña malísima!

– He estado pensando -dijo Sejer carraspeando-, en tomarme una semana de vacaciones. Todavía me quedan algunos días.

Karlsen se balanceó al pasar por un badén.

– ¿Para qué quieres una semana de vacaciones? ¿Para hacer paracaidismo en Florida?

– Había pensado bajar a la cabaña.

– Está en Brevik, ¿no?

– En la isla de Sand.

Se internaron en la carretera nacional y aceleraron.

– Yo tendré que ir a Legolandia este año -murmuró Karlsen-. Ya no me libro. La niña se está poniendo muy pesada.

– Lo dices como si fuera un castigo -replicó Sejer-. Legolandia es una maravilla. Volverás de allí cargado de cajas de Lego y completamente contagiado por el virus. ¡Anímate! ¡No te arrepentirás!

– ¿Así que has estado allí?

– Sí, con Matteus. ¿Sabes que han hecho una estatua del indio Sitting Bull exclusivamente con piezas de Lego? Un millón cuatrocientas mil piezas de Lego de colores muy especiales. Es increíble.

Se calló, divisó la iglesia a la izquierda, una pequeña iglesia de madera pintada de blanco, algo separada de la carretera, entre campos amarillos y verdes, rodeados de frondosos árboles. Una hermosa iglesia, pensó; en un cementerio así debería haber enterrado a su mujer aunque hubiera estado más lejos para ir a visitarla. Ya era demasiado tarde, claro. Hacía más de ocho años que había muerto, y estaba enterrada en el cementerio del centro de la ciudad, justo al lado de la calle principal, la más transitada, rodeada de humos y ruido.

– ¿Crees que la niña estaba bien?

– Eso parecía. He dicho a la madre que me llame cuando pase un rato. Supongo que la pequeña empezará a hablar. Seis horas -añadió meditabundo- son muchísimas horas. Ese tío extraño debe de tener mucho encanto.

– Al menos parece que tiene carné de conducir; en ese caso no puede tener la cabeza completamente hueca.

– Eso no lo sabemos, ¿no? Si tiene carné, quiero decir.

– Maldita sea, tienes razón -tuvo que reconocer Karlsen. De repente frenó y se metió en la gasolinera de lo que llamaban el centro, donde había una oficina de correos, banco, peluquería y gasolina. En la tienda Kiwi había un cartel pegado al cristal del escaparate que decía «Venta de medicinas». El peluquero tentaba con una nueva cabina de rayos UVA.

– Tengo que comprarme una tableta de chocolate. ¿Vienes?

Entraron. Sejer compró un periódico y una tableta de chocolate. Miró por la ventana hacia el fiordo.

– Perdone -dijo la chica desde detrás del mostrador-. No le habrá pasado nada a Ragnhild, ¿verdad?

– ¿La conoces? -preguntó Sejer mientras ponía el dinero sobre el mostrador.

– No en persona, pero sé quienes son. Su madre vino buscándola por aquí esta mañana.

– Ragnhild está bien. Ya está en casa.

La chica sonrió aliviada y le puso el cambio en la mano.

– ¿Eres de aquí? -preguntó Sejer-. ¿Conoces a todos los que viven aquí?

– Supongo que sí. No somos muchos.

– Si te pregunto por un hombre un tanto especial, tal vez, que conduce una furgoneta, una furgoneta fea y sucia, ¿te dice algo?

– Suena a Raymond -dijo la chica-. Raymond Låke.

– ¿Qué sabes de él?

– Trabaja en el Centro Laboral. Vive en una cabaña en la parte de atrás de la colina con su padre. Raymond es mongólico. Unos treinta años, muy buena persona. Por cierto, su padre llevaba antes esta gasolinera. Antes de jubilarse.

– ¿Raymond tiene carné?

– No, pero conduce de todos modos. El coche es de su padre, Está en cama, y ya no controla mucho lo que hace Raymond. El comisario lo sabe y lo pilla de vez en cuando, pero no sirve de mucho. Es muy raro, Raymond, sólo conduce en segunda. ¿Se había llevado él a Ragnhild?

– Sí.

– Entonces no habría podido estar mejor cuidada -sonrió la joven-. Raymond se detendría en la carretera para dejar cruzar a una mariquita.

Sus sonrisas se ensancharon aún más y salieron de la gasolinera. Karlsen dio un mordisco a la tableta de chocolate y miró a su alrededor.

– Está bien este sitio -dijo masticando.

Sejer, que había comprado una tableta de chocolate de mazapán, contempló a su vez el paisaje.

– Ese fiordo es profundo, más de trescientos metros. La temperatura del agua no pasa nunca de diecisiete grados.

– ¿Conoces a alguien de aquí?

– Yo no, pero mi hija Ingrid sí. Ha hecho una especie de marcha por aquí. Suelen organizarías en otoño. «Familiarízate con tu pueblo», o algo así. A ella le encantan esas cosas.

Hizo una tira con el papel de plata y se la metió en el bolsillo de la camisa.

– ¿Crees que los mongólicos pueden llegar a ser buenos conductores?

– Ni idea -contestó Karlsen-. En realidad no les pasa nada, excepto que les sobra un cromosoma. Según tengo entendido, su mayor problema es que necesitan más tiempo para aprender las cosas que el resto de las personas. Además, tienen el corazón débil. No llegan a muy mayores. Y también les pasa algo en las manos.

– ¿El qué?

– Creo que les falta un surco en la palma de la mano, o algo parecido.

Sejer lo miró asombrado.

– Lo que está claro es que Ragnhild se ha dejado encantar.

Karlsen sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió el chocolate de las comisuras de los labios.

– Me crié con un chico así cuando era pequeño. Lo llamábamos Gunnar el Loco. Pensándolo bien, creíamos que venía de otro mundo. Ha muerto ya. No pasó de los treinta y cinco años.

Se metieron en el coche y prosiguieron su camino. Sejer estaba preparando un pequeño discurso para el jefe de la sección al volver a la comisaría. De pronto tenía mucho interés en conseguir unos días libres para ir a la cabaña. Estaría muy bien, los pronósticos del tiempo eran prometedores, y el regreso a casa de la niña le había puesto de buen humor. Miraba fijamente los campos y los prados cuando de repente se dio cuenta de que iban muy despacio. Descubrió un tractor delante de ellos en la carretera, un John Deere verde con llantas amarillas que iba a paso de tortuga. No podían adelantarlo, porque cada vez que llegaban a un tramo recto resultaba ser demasiado corto. El campesino, que llevaba gorra de jardinero y tapones en los oídos, parecía el tronco de un árbol, que creciera directamente del tractor. Karlsen redujo la velocidad suspirando.

– Lleva coles de Bruselas. ¿Por qué no sacas la mano y robas una caja? Podríamos hacerlas en la cocina de la cantina.

– Ahora vamos más o menos a la velocidad de Raymond -murmuró Sejer-, paseándonos por la vida en segunda. Pues sí, no estaría mal, chico.

Apoyó su cabeza cana en el reposacabezas y cerró los ojos.


Después del silencio del campo, la ciudad parecía un sucio caos y un hervidero de gente y coches. El grueso del tráfico seguía pasando por el centro. Los concejales del Ayuntamiento luchaban tenazmente a favor de ese túnel que estaba listo en la mesa de dibujo, mientras cada vez más grupos se levantaban en contra con argumentos de más o menos peso, como lo feas que resultarían las tuberías extractoras de humos en el paisaje en torno al río, los ruidos y la contaminación durante las obras de construcción, y finalmente, aunque no menos importante, el precio.

Sejer contemplaba la calle desde el despacho del jefe. Acababa de exponerle su petición y esperaba la respuesta. Estaba claro. A Holthemann no se le ocurriría negarle nada a Sejer, pero tenía sus principios.

– ¿Has mirado las listas de guardias? ¿Has hablado con los demás?

Sejer asintió con la cabeza.

– Soot hará dos guardias con Siven. Espero que ella lo trate con mano dura.

– Entonces no veo ninguna razón para no…

Sonó el teléfono. Dos breves pitidos, como de un pájaro hambriento. Sejer no era religioso, pero rezó una oración, seguramente a la Providencia, pidiendo que no se tratara de algo que le robara las vacaciones delante de sus narices.

– ¿Si Konrad está en mi despacho?

Holthemann asintió con la cabeza.

– Pues sí, aquí está. Pásamela.

Tiró del cable y alcanzó el auricular a Sejer. Este lo cogió, pensando que tal vez se tratara de Ingrid que quería decirle algo; no era cuestión de anticiparse a los problemas. Pero era la señora Album.

– ¿Ragnhild sigue bien? -preguntó rápidamente.

– Sí, está bien. Está perfectamente. Pero al quedarnos solas me contó algo muy extraño. He pensado que debía llamar y decírselo. Me sonaba muy raro, y ella no suele inventarse cosas, al menos no ese tipo de cosas, de manera que le llamo por si acaso. Así al menos se lo he dicho a alguien.

– ¿De qué se trata?

– Ese hombre con quien estuvo, ya sabe, la acompañó a casa. Por cierto, se llama Raymond, la niña se acordó del nombre más tarde. Subieron por la parte de atrás de la colina y pasaron por la laguna de la Serpiente, donde se detuvieron un rato.

– ¿Y bien?

– Ragnhild dice que hay una señora tumbada en ese sitio.

Sejer parpadeó sorprendido.

– ¿Qué dice?

– Que hay una mujer en el suelo junto a la laguna de la Serpiente. Inmóvil y desnuda.

La voz sonaba preocupada e incómoda a la vez.

– ¿Y usted la cree?

– Sí, la creo. ¿Se inventaría una niña algo así? Pero no me atrevo a subir hasta allí sola, y tampoco quiero llevarme a Ragnhild.

– Me ocupare de que alguien lo compruebe. No hable a nadie de esto. Ya tendrá noticias nuestras.

Colgó, y volvió a cerrar la cabaña, que ya había abierto en su mente. El olor a mar y a peces recién pescados se desvaneció rápidamente. Sonrió con resignación a Holthemann.

– Oye, hay algo que tengo que arreglar primero.


Karlsen estaba patrullando en el único coche de servicio que tenían a su disposición aquel día, y que debía prestar servicio a toda la ciudad, de manera que en lugar de a Karlsen, Sejer se llevó a Skarre, un sargento joven de pelo rizado, de más o menos la mitad de años que él. Skarre era un tipo alegre, de buen humor y optimista, con restos de un dialecto del sur que se acentuaba conforme se le aceleraban las pulsaciones. Volvieron a aparcar junto al buzón de Granittveien y hablaron un rato con Irene Album. Ragnhild se agarraba a su vestido como una lapa. Era evidente que en su blanca cabecita habían entrado algunas amonestaciones. La madre señalaba y explicaba, dijo que deberían seguir un sendero marcado que subía desde el bosque frente a la casa de la izquierda y pasaba por la colina. Dos hombres ágiles como ellos tardarían unos veinte minutos en subir, calculó.

Los troncos de los abetos estaban señalados con flechas azules. Miraban con escepticismo los excrementos de las ovejas y pisaban de vez en cuando el brezo, pero sin aflojar nunca el paso. El sendero era cada vez más empinado. Skarre jadeaba, Sejer andaba ligero y sin esfuerzo. Se detuvo una vez, se volvió y miró hacia abajo, a la urbanización. Desde allí no veían más que tejados de color rosa, marrón y negro a lo lejos. Continuaron y dejaron de hablar, en parte porque necesitaban la respiración para levantar las piernas y en parte debido a lo que temían encontrar. El bosque era por allí tan tupido que andaban en penumbras. Sejer tenía la mirada fija en el sendero, no por miedo a tropezarse con algo, sino para ir buscando. Si realmente hubiera ocurrido algo allí arriba, sería importante no perderse ni un detalle. Llevaban andando exactamente diecisiete minutos cuando el bosque se abrió delante de ellos, dejando que la luz del día penetrara en él. Ya podían ver la laguna. Una laguna tan quieta que parecía un espejo, no mucho más grande que un charco. Estaba entre los abetos como una cámara secreta. Por un momento dejaron que sus miradas se pasearan velozmente por el paisaje siguiendo la línea amarilla de los juncos, y un poco más a lo lejos divisaron algo parecido a una playa. Continuaron andando a cierta distancia del agua, porque la línea de juncos era bastante ancha, y llevaban zapatos normales. Difícilmente se podría llamar playa a eso. Era más bien una pequeña zona fangosa con cuatro o cinco piedras grandes, lo justo para mantener alejados los juncos. Tal vez fuera el único lugar por donde se podía llegar hasta la misma orilla del agua. En el fango yacía una mujer. Estaba echada de lado y de espaldas a ellos, con el torso cubierto por un oscuro anorak como única prenda. En un montón a su lado había ropa azul y blanca. Sejer se detuvo en seco, y cogió automáticamente el teléfono móvil que llevaba colgado del cinturón. Luego cambió de idea. Salió del sendero y se acercó con cuidado a la mujer, mientras oía cómo gorgoteaban sus zapatos.

– Quédate ahí -dijo en voz baja.

Skarre obedeció. Sejer llegó hasta la laguna. Puso el pie sobre una piedra dentro del agua con el fin de ver a la mujer de frente. No quería tocar nada, aún no. La mujer tenía los ojos algo hundidos, medio abiertos y fijos en un punto dentro de la laguna. La retina había perdido el brillo y estaba arrugada, y las pupilas agrandadas y ya no del todo redondas. Tenía la boca abierta y sobre la nariz había una especie de espuma blanquecina, como si la mujer hubiera arrojado algo del estómago. Sejer se agachó y sopló la espuma, pero no se movía. El rostro de la muerta estaba a sólo unos centímetros del agua. Puso dos dedos sobre la arteria del cuello de la mujer. Había perdido toda su elasticidad, pero no estaba tan fría como él se había imaginado.

– Se ha ido -dijo.

En los lóbulos de las orejas y por el cuello descubrió unas tenues manchas de color morado. La piel de las piernas era áspera pero sin defectos. Sejer volvió por el mismo sitio. Skarre estaba esperándole algo desconcertado, con las manos en los bolsillos. Tenía muchísimo miedo a cometer algún error.

– Completamente desnuda debajo del anorak. Ninguna lesión externa visible. Dieciocho, tal vez veinte años.

Luego llamó por teléfono para pedir una ambulancia, un médico forense, fotógrafo y personal técnico. Les explicó el camino, el que subía por la parte de atrás de la colina y por el que se podía ir en coche. Les pidió que se detuvieran a cierta distancia con el fin de no estropear posibles huellas de algún vehículo. Miró a su alrededor en busca de un sitio para sentarse y eligió la piedra más plana. Skarre se dejó caer a su lado. Miraron en silencio las piernas blancas de la mujer, su media melena rubia y lisa. Estaba de lado, casi en postura fetal, con los brazos sobre el pecho y las rodillas encogidas. El anorak yacía suelto sobre el torso, y le llegaba hasta la mitad de los muslos. Estaba limpio y seco. El resto de la ropa, mojada y sucia, estaba en un montón a su espalda: Unos vaqueros con cinturón, camisa de cuadros azules y blancos, sujetador, sudadera azul marino y zapatillas marca Reebok.

– ¿Qué es eso que tiene en la boca? -murmuró Skarre!

– Espuma.

– ¿Espuma? ¿Pero cómo? ¿De qué?

– Espero averiguarlo todo poco a poco.

Skarre movió la cabeza de un lado para otro.

– Da la impresión de que se hubiera echado a dormir dando la espalda al mundo.

– Pero uno no se desnuda para suicidarse, ¿no?

Sejer no contestó. Volvió a mirarla: un cuerpo blanco junto a la laguna negra, rodeada de oscuros abetos. La escena no ofrecía nada de violento, más bien resultaba pacífica. Esperaron.


Seis hombres salieron andando del bosque. El ruido de sus voces se extinguió con un par de toses débiles al percatarse de la presencia de los dos hombres sentados junto al agua. Al instante vieron a la mujer muerta. Sejer se levantó y los saludó con la mano.

– Manteneos en la orilla -les gritó.

Obedecieron. Todo el mundo conocía el flequillo canoso de Sejer. Uno de ellos midió el terreno con mirada experimentada y pisó con fuerza el suelo, que era relativamente firme donde se encontraba, murmurando algo de escasas lluvias. El fotógrafo iba delante. No se quedó mirando a la muerta, sino que echó un vistazo al cielo, como queriendo comprobar las condiciones de luz del lugar.

– Saca fotos de ambos lados -le dijo Sejer-, y procura que se vea la vegetación. Me temo que luego tendrás que meterte en el agua, quiero que le saques fotos de frente sin moverla. Cuando hayas hecho la mitad del carrete, le quitaremos el anorak.

– Estas lagunas no suelen tener fondo -dijo el fotógrafo con escepticismo.

– Sabrás nadar, ¿no?

Hubo un silencio.

– Hay una barca allí. Podemos cogerla.

– ¿Ese cacharro de fondo plano? Tiene pinta de estar completamente podrido.

– Ya veremos -contestó Sejer,

Mientras el fotógrafo trabajaba, los demás esperaban quietos, pero uno de los técnicos se mantenía a cierta distancia examinando el terreno, que resultó estar totalmente limpio de basura. Era un lugar muy idílico, y esos sitios solían estar rebosantes de corchos, colillas y papel de tabletas de chocolate. No encontraron absolutamente nada.

– Increíble -dijo-. Ni una cerilla quemada.

– El tío habrá limpiado antes de marcharse -dijo Sejer.

– Tiene más bien pinta de un suicidio, ¿no te parece?

– Está completamente desnuda -replicó.

– Sí, pero de eso se ha ocupado ella, creo yo. Esa ropa no le ha sido arrancada violentamente, eso es seguro.

– Está llena de barro.

– Tal vez por eso se la quitó -sonrió el otro-. Además, ha vomitado. Comería algo que no le sentaría bien.

Sejer se tragó una incipiente respuesta y miró a la mujer. Comprendió la lógica del otro, a pesar de todo. Realmente parecía que se hubiera tumbado por voluntad propia, y la ropa estaba colocada ordenadamente, no tirada de cualquier manera. Las prendas tenían barro, pero parecían enteras. Sólo el anorak que le cubría la parte superior del cuerpo estaba limpio y seco. Clavó la mirada en el fango y descubrió algo que parecía las huellas de un zapato.

– Mira esto -dijo al técnico.

El hombre con el mono se puso en cuclillas y midió varias veces las huellas.

– Es imposible. Están llenas de agua.

– ¿No te sirven para nada?

– Seguramente no.

Miraron con los ojos entornados las formas ovaladas llenas de agua.

– Hazles fotos de todos modos. Parecen pequeñas. Tal vez se trate de una persona con el pie pequeño.

– Unos treinta y siete centímetros. No exactamente un pie de gigante. Podría ser el de ella.

El fotógrafo hizo varias fotos de las huellas. Luego se quedó meciéndose en la vieja barca. No habían encontrado los remos, y por eso tenía que remar constantemente con la mano para mantenerse en buena posición. Cada vez que la barca se movía se inclinaba peligrosamente.

– ¡Está entrando agua! -gritó preocupado.

– ¡Tranquilo! ¡Aquí tienes un cuerpo entero de salvamento! -contestó Sejer.

Cuando por fin el fotógrafo hubo terminado, había hecho más de cincuenta fotos. Sejer bajó de la barca, dejó los zapatos y los calcetines sobre una piedra, se remangó los pantalones y se metió en el agua. Se encontraba a un metro de la cabeza de la mujer y vio que llevaba un colgante alrededor del cuello. Lo levantó cuidadosamente con una pluma que llevaba en el bolsillo.

– Un medallón -dijo en voz baja-. Seguramente es de plata. Pone algo. Una H y una M. Prepárame una bolsa.

Se inclinó y desengachó la cadena, luego quitó el anorak.

– Tiene la nuca roja -dijo-. Una piel inusualmente blanca, pero con la nuca muy roja. Una mancha fea, del tamaño de una mano.

El médico forense, Snorrason, llevaba botas de goma. Se metió en el agua y examinó uno por uno los globos oculares, los dientes, las uñas. Tomó nota de la piel perfecta y las manchas ligeramente rojas; había varias, como casualmente dispersas por el cuello y por el pecho. Captó cada detalle, las piernas largas, la ausencia de lunares, algo más bien raro, y no encontró más que una pequeña petequia en el hombro derecho. Tocó cuidadosamente con una espátula de madera la espuma que había junto a la boca de la mujer. Era compacta y firme.

– ¿Qué es eso? -preguntó Sejer señalando la boca de la joven.

– En principio diría que se trata de un líquido de los pulmones, un líquido que contiene proteínas.

– ¿Lo cual significa?

– Ahogamiento. Pero también puede significar otras cosas.

Tomó una muestra de esa espuma raspando. Al cabo de un rato volvió a salirle más.

– Le fallaron los pulmones -explicó el forense.

Sejer apretó la boca mientras contemplaba el fenómeno.

El fotógrafo sacó más fotos de la mujer, esta vez sin el anorak.

– Ya podemos moverla -dijo Snorrason tumbándola cuidadosamente boca abajo-. Un incipiente y ligero rigor, sobre todo en la nuca. Una mujer grande, bien hecha y en buen estado. Hombros anchos. Buena musculatura en brazos, muslos y pantorrillas. Tal vez deportista.

– ¿Ves alguna señal de violencia?

El médico examinó de cerca la espalda y la parte posterior de las piernas.

– Excepto el rubor de la nuca, no. Alguien puede haberla agarrado fuertemente por la nuca y empujado de bruces al agua. Obviamente cuando aún estaba vestida. Y luego la han sacado del agua, la han desnudado escrupulosamente, la han tumbado y la han tapado con el anorak.

– ¿Alguna señal de abusos sexuales?

– Aún no lo sé.

Se puso a tomarle la temperatura, imperturbable en medio de todo el mundo, y luego contempló pensativo el resultado.

– Treinta grados. Teniendo en cuenta las escasas livideces cadavéricas, y sólo un ligero rigor de nuca, fijaría el momento de la muerte dentro de un límite de unas diez o doce horas.

– No -replicó Sejer-. No si éste es el lugar donde murió.

– ¿Vas a ocuparte de mi trabajo?

Sejer negó con la cabeza.

– Se ha llevado a cabo una operación de búsqueda por aquí esta mañana. Un grupo de hombres con perro ha estado buscando junto a esta laguna a una niña que había desaparecido. Tuvieron que pasar por aquí entre las doce y las dos. No estaba entonces. La habrían visto. Por cierto -añadió-, la niña ha aparecido.

Miró a su alrededor, contemplando con los ojos entornados el fango. Un pequeño puntito luminoso captó su atención. Lo cogió cuidadosamente.

– ¿Qué es esto? -dijo.

Snorrason miró lo que Sejer tenía en la mano.

– Una pastilla o pildora de alguna clase.

– Tal vez encuentres el resto en su estómago.

– Es muy posible. Pero por aquí no veo ningún frasco.

– Quizá la llevara suelta en el bolsillo.

– En ese caso encontraremos polvo en sus vaqueros. Métela en la bolsa.

– ¿Puedes reconocerla así sin más?

– Podría ser cualquier cosa. Pero las pastillas más pequeñas son a menudo las más fuertes. Lo averiguarán en el laboratorio.

Sejer hizo una seña a los hombres de la camilla y se quedó mirándolos con los brazos cruzados. Por primera vez en mucho rato levantó la vista y miró hacia arriba. El cielo estaba pálido y los puntiagudos abetos rodeaban la laguna como espadas levantadas. Claro que lo averiguarían. Se lo prometió a sí mismo. Averiguarían todo lo sucedido.


Jacob Skarre, nacido y criado en Sogne, esa risueña región del sur, acababa de cumplir los veinticinco años. Había visto a muchas mujeres desnudas, pero nunca a ninguna tan desnuda como a esa chica junto a la laguna. Se le ocurrió en ese momento, sentado en el coche al lado de Sejer, que esa muerte le había impresionado más que ninguna de las que había visto hasta entonces. Tal vez porque yacía como si quisiera ocultar su propia desnudez, de espaldas al sendero, con la cabeza agachada y las rodillas encogidas. Pero la habían encontrado a pesar de todo, y vieron su desnudez. Le dieron la vuelta una y otra vez, le levantaron los labios y le examinaron los dientes, miraron sus párpados por dentro. Le tomaron la temperatura mientras se encontraba boca abajo con las piernas separadas. Como a una yegua en una subasta.

– Seguramente era bastante guapa, ¿verdad? -exclamó Skarre estremecido.

Sejer no contestó. Pero se alegró de la observación. Había encontrado a otras jóvenes y había oído otros comentarios. Siguieron un rato en silencio con las miradas clavadas en la carretera, pero en un punto más allá veían siempre ese cuerpo desnudo. La columna vertebral pronunciada, las plantas de los pies con la piel ligeramente enrojecida, las piernas con pelos rubios, la veían flotando por encima del asfalto como un espejismo. Sejer tuvo una extraña sensación. Eso no se parecía a nada de lo que había visto antes.

– ¿Estás de guardia esta noche?

Skarre carraspeó.

– Sólo hasta las doce. Le hago un par de horas a Ringstad. Por cierto, me dijeron que estabas pensando en tomarte una semana de vacaciones. Ahora te las fastidiarán, ¿no?

– Así parece.

En realidad, se había olvidado de ello.


En la mesa, delante de él, tenía la lista de personas desaparecidas.

Contenía sólo cuatro nombres, dos de los cuales eran de hombres, y las dos mujeres habían nacido antes de 1960, por lo que no podía tratarse de la mujer hallada junto a la laguna de la Serpiente. Una había desaparecido del Hospital Central, sección de psiquiatría; la otra de una residencia de ancianos del municipio vecino. «Altura: 1,55 centímetros, peso: 45 kilos. Pelo blanco.»

Eran las seis de la tarde, y aún podrían pasar un par de horas antes de que alguna alma preocupada diera el paso de notificar la desaparición a la policía. Habría que esperar a las fotos y al informe de la autopsia, de manera que él no podía hacer gran cosa. Al menos hasta que conocieran la identidad de la mujer. Cogió la chaqueta de cuero del respaldo de la silla y bajó en el ascensor a la planta baja. Hizo una elegante inclinación ante la señora Brenningen en la recepción, y recordó en ese instante que ella, de hecho, era viuda, y que tal vez llevara una vida parecida a la suya. Era guapa, rubia como Elise, pero más rellenita. Se dirigió al aparcamiento en busca de su coche particular, un viejo Peugeot 604, color azul hielo. En su interior veía la cara de la muerta, sana y redonda, sin maquillaje. La ropa era buena y sólida. El pelo rubio y liso, bien cuidado, las zapatillas de deporte caras. En la muñeca llevaba un valioso reloj Seiko. Se trataba de una mujer de vida decente, que procedía de un hogar ordenado y estructurado. Había encontrado a otras mujeres cuyos rostros revelaban claramente otro estilo de vida. Y sin embargo, se había llevado alguna que otra sorpresa. Aún no se sabía si esa joven estaba llena de alcohol o droga, o de alguna otra miseria. Todo era posible, las cosas no eran siempre lo que aparentaban ser. Cruzó lentamente la ciudad, pasando por la plaza y por el parque de bomberos. Skarre había prometido llamarle en cuanto alguien notificara la desaparición de la joven. En el medallón llevaba grabadas las letras H.M. Helene, pensó, o tal vez Hilde. No pasaría mucho tiempo antes de que alguien llamara. Esa chica había sido de las que acudían puntualmente, de las que llevaban una vida ordenada.

Al meter la llave en la cerradura oyó el golpe seco del perro que bajó de un salto del sillón prohibido. Sejer vivía en un bloque, el único de la ciudad que tenía trece plantas, razón por la cual resultaba bastante ridículo en el paisaje. Como un monolito conmemorativo que había crecido demasiado, se erguía hacía el cielo entre las demás edificaciones. Si a pesar de ello se había mudado allí veinte años antes con su mujer, Elise, era porque el piso tenía una distribución excelente y unas vistas vertiginosas. Se veía toda, absolutamente toda la ciudad desde allí, y cuando pensaba en las alternativas, todo lo demás le parecía claustrofóbico. Una vez dentro, uno se olvidaba del aspecto externo del bloque; el interior del piso era acogedor y cálido, con las paredes revestidas de madera. Los muebles habían sido de sus padres, viejos y sólidos, de roble pulido con arena. Las paredes estaban en su mayor parte cubiertas de libros, y en el poco espacio que quedaba colgaban algunas fotografías escogidas. Una de Elise, varias de su nieto y de su hija Ingrid, un dibujo a carbón de Käthe Kollwitz, recortado de un catálogo de arte y puesto en un marco de charol negro: «La Muerte con muchacha entre los brazos», una foto de él mismo lanzándose al vacío sobre el aeródromo, y otra de sus padres, posando solemnemente con traje de domingo. Cada vez que miraba a su padre, su propia vejez se le hacía incómodamente próxima. Así se le hundirían las mejillas, y las orejas y las cejas le seguirían creciendo, proporcionándole su mismo aspecto.

Las reglas de esa comunidad, en la que las familias vivían apiladas una encima de otra, como en el monolito del escultor Vigeland, eran muy severas. Estaba prohibido sacudir las alfombras desde el balcón, razón por la que él las llevaba al tinte cada primavera. En realidad, ya tocaba. Kollberg, que así se llamaba su perro, dejaba montones de pelos por todas partes. La junta de la comunidad de propietarios le había dedicado una reunión exclusivamente a él, pero lo habían aprobado, tal vez porque su dueño era policía y representaba cierta seguridad tenerlo en la casa. No se sentía encerrado, vivía en la última planta. La vivienda estaba limpia y ordenada, como un reflejo de lo que había en su interior: Orden y visión de conjunto. Sólo el perro tenía un rincón de la cocina donde siempre flotaba el pienso en charquitos de agua; ese rincón era el punto débil de Sejer. Su relación con el perro se caracterizaba mucho más por los sentimientos que por la autoridad. El baño era el único lugar del piso con el que no estaba satisfecho, ya se ocuparía de él. Ahora tenía que centrarse en esa mujer y tal vez en algún loco que andaba suelto. No le gustaba. Era como encontrarse ante una curva oscura sin poder ver lo que hay a la vuelta.

Separó las piernas para recibir el arrollador abrazo del perro. Le dio un rápido paseo por detrás del bloque y agua fresca, y había leído ya medio periódico cuando sonó el teléfono. Bajó el volumen de la minicadena, y sintió una minúscula expectación al descolgar. Alguien podría haber avisado ya a la policía, tal vez tuvieran un nombre.

– ¡Hola, abuelo! -oyó.

– ¿Matteus?

– Voy a acostarme. Es de noche.

– ¿Te has cepillado los dientes? -preguntó, y se sentó en el banco que había junto al teléfono.

Podía ver la carita color moka y los blanquísimos dientes del pequeño.

– Me lo ha hecho mamá.

¿Y te has tomado la pastilla de flúor?

– Mm.

¿Y has rezado tus oraciones? -bromeó.

– Mamá dice que no tengo que hacerlo.

Charló un largo rato con su nieto, con el auricular muy pegado a la oreja para no perderse ni uno de los pequeños suspiros y susurros en la voz clara. Era dulce y suave, como la flauta de un sauce en primavera. Al final intercambió unas palabras con su hija, oyó el ligero suspiro resignado cuando le contó lo que habían encontrado junto a la laguna, como si le gustara muy poco lo que su padre había elegido para llenar su vida. Suspiraba como lo hacía Elise. No mencionó a su hija su propio trabajo en la Somalia arrasada por la guerra civil. Miró el reloj, y pensó de repente que en algún lugar había otra persona haciendo lo mismo. En algún sitio había alguien esperando, alguien que miraba por la ventana y el teléfono, y que esperaba en vano.


La comisaría era una institución abierta día y noche, y daba servicio a un distrito de cinco municipios, habitados por ciento quince mil ciudadanos buenos y malos. En todo el edificio del Juzgado trabajaban más de doscientas personas, de las cuales ciento cincuenta pertenecían a la comisaría. De ellas, treinta y dos eran detectives, pero como siempre había permisos, cursillos o seminarios impuestos por el ministro de Justicia, en la práctica nunca había más de veinte personas dedicadas al quehacer diario. Era demasiado poco. Según Holthemann, el jefe, el público ya no constituía el centro, sino que se encontraba más bien al margen.

Los casos menores eran solucionados por detectives en solitario, y los más complicados por equipos. En total entraban a chorros entre catorce y quince mil casos al año. Durante el día, el trabajo consistía normalmente en la tramitación de solicitudes de gente que deseaba colocar puestos en la plaza para vender flores de seda o figuras de masa de pan, o que deseaba manifestarse en contra de algo, por ejemplo, del nuevo túnel. También había que revisar el control automático del tráfico: gente encolerizada entraba constantemente para estudiar fotos reveladoras de ellos mismos en el momento de pasarse la línea continua o cruzar con el semáforo en rojo. Unos treinta o cuarenta al día aguardaban en la sala de espera resoplando y con la cartera temblando en la chaqueta. Otra tarea habitual consistía en tripular el coche policial, llamado Pelle, y para ser sincero, los policías no se disputaban esa importante labor. También había que llevar y traer a detenidos ante el Juzgado de Primera Instancia, los hombres de la comisaría presentaban solicitudes de días libres y permisos que debían tramitarse, y, además, el día estaba repleto de reuniones. En la quinta planta se encontraba la sección judicial, donde cinco abogados colaboraban eficazmente con la policía. En la sexta planta se hallaba la cárcel comarcal. En el tejado estaba el «patio», desde donde los internos podían ver un trozo de cielo.

La guardia era la cara de la comisaría hacia el exterior y requería mucha flexibilidad y paciencia al policía que estuviera de turno. Los habitantes de la ciudad llamaban día y noche en una cadena casi ininterrumpida de casos de bicicletas desaparecidas, perros perdidos, robos y vandalismos. Padres iracundos de los mejores barrios de chalés llamaban para quejarse de los conductores imprudentes del vecindario. De vez en cuando no se oía más que una voz jadeante, pobres intentos de denunciar abusos o violaciones ahogados en la desesperación, que dejaban tras ellos la señal para marcar y nada más. Raramente las llamadas trataban de asesinatos o desapariciones.

Entre ese continuo goteo de llamadas estaba esperando Skarre. Sejer sabía que llegaría tarde o temprano y notó cómo se iba poniendo más tenso conforme pasaba el tiempo y la tarde se convertía en noche.

Cuando el teléfono sonó de nuevo era casi medianoche. Estaba dormitando en el sillón con el periódico sobre las rodillas. En sus venas la sangre fluía ligera, diluida con unas gotas de whisky. Pidió un taxi y veinte minutos más tarde estaba en el despacho.

– Llegaron en un viejo Toyota -dijo Skarre agitado-. Los padres… Los esperé fuera.

– ¿Qué les dijiste?

– Seguro que todo lo que no debía decir. Me sentía abrumado. Primero llamaron por teléfono, y media hora más tarde llegaron en su coche. Ya se han ido.

– ¿Al Anatómico Forense?

– Sí.

– ¿Tan seguros estabais?

– Traían una foto. La madre sabía exactamente cómo iba vestida la chica. Todo coincidía, desde la hebilla del cinturón hasta la ropa interior. Llevaba un sujetador especial, para hacer deporte. Hacía mucho deporte. Pero el anorak no era suyo.

– ¿Cómo?

– Bastante increíble, ¿verdad?

Skarre no podía remediarlo; aunque estaba estremecido, sintió que le brillaban los ojos.

– El asesino nos ha regalado una huella. En el bolsillo había una bolsa de caramelos y una placa fosforescente en forma de buho para ponerse en la oscuridad. Nada más.

– Dejar su propio anorak, no lo entiendo. Por cierto, ¿quién es ella?

Leyó en los papeles:

– Annie Sofie Holland.

– ¿Annie Holland? ¿Y el medallón?

– Es de su novio. Se llama Halvor.

– ¿De dónde era la chica?

– De Lundeby. Viven en Krystallen, número veinte. De hecho, se trata de la misma calle en la que durmió anoche Ragnhild Album. Curiosa coincidencia.

– Y los padres, ¿cómo estaban?

– Aterrorizados -contestó en voz baja-. Muy buena gente, gente bien. Ella hablaba sin parar, él estaba casi mudo. Se marcharon con Siven. Podrías sentarte -añadió-. Yo aún estoy temblando.

Sejer se metió una pastilla de regaliz en la boca.

– Tenía sólo quince años -prosiguió Skarre-. Estudiante.

– ¿Quince? Creía que era mayor. ¿Están ya las fotos?

Sejer se alisó el pelo cortado al cero y se sentó.

Skarre le dio una carpeta del archivo. Las fotos estaban ampliadas a veinte por veinticinco, excepto dos, que eran aún más grandes.

– ¿Has visto alguna vez un asesinato sexual?

Skarre negó con la cabeza.

– Esto no parece un asesinato sexual. Esto es distinto.

Hojeó el montón.

– Está colocada de una manera demasiado bonita, tiene un aspecto demasiado bonito, como si la hubieran acomodado y tapado. No hay señales ni arañazos, ningún indicio de resistencia. Incluso el pelo parece arreglado. Los delincuentes sexuales no se comportan así, muestran su poder. Dejan tiradas a las mujeres.

– Pero está desnuda.

– Pues sí, sí.

– ¿A ti qué te dicen estas fotos así sin más?

– No sé muy bien. Ese anorak tan decorosamente colocado sobre su hombro…

– ¿Como si alguien la hubiera cuidado?

– Mira las fotos. ¿No te lo parece?

– Sí, estoy de acuerdo. Pero entonces, ¿de qué estamos hablando? ¿De una especie de asesinato por eutanasia?

– Al menos ha habido sentimientos. Quiero decir, en medio de todo lo demás, habrá sentido algo por ella. Buenos sentimientos. De modo que tal vez la conociera, que es lo que suele ocurrir.

– ¿Cuánto tiempo crees que tardarán en darnos el informe?

– Voy a dar un toque a Snorrason. Es una pena que hubiese tan pocas ramas en aquel sitio. Unas huellas inútiles y una pildora. Por lo demás, ni una colilla, ni un simple palo de polo.

Mordió ruidosamente la pastilla y se acercó al lavabo a llenar de agua un vaso de cartón.

– Mañana nos acercaremos a Granittveien. Tenemos que hablar con los que salieron a buscar a Ragnhild. Con Thorbjørn, por ejemplo. Tenemos que enterarnos de a qué hora pasaron por la laguna de la Serpiente.

– ¿Y Raymond Låke?

– Con él también. Y con Ragnhild. Los niños se fijan en cosas muy curiosas, créeme. Hablo por experiencia -añadió-. Y los Holland, ¿tienen más hijos?

– Una hija mayor.

– Gracias a Dios.

– ¿Es eso un consuelo? -preguntó Skarre dubitativo.

– Para nosotros -contestó con aire sombrío.

El joven se palpó el bolsillo.

– ¿Te importa si me fumo un cigarrillo?

– Está bien.

– Oye -dijo Skarre, echando el humo-. Hay dos maneras de llegar a la laguna de la Serpiente. Por el sendero señalado, que es por el que subimos nosotros, y por un camino para coches por la parte de atrás, el que cogieron Ragnhild y Raymond. Si a lo largo de ese camino vive gente tendremos que llamar mañana a sus puertas, ¿no?

– Ese camino se llama camino de la colina. Me parece que hay pocas casas por allí, lo comprobaré en un plano que tengo en casa. Sólo alguna que otra granja. Pero claro, si la llevaron en coche a la laguna, tuvieron que ir a la fuerza por ese camino.

– Lo siento por su pobre novio, cuando venga aquí.

– Ya veremos qué clase de chico es.

– Si un tío se carga a una chica -dijo Skarre-, metiéndole la cabeza bajo el agua hasta que muere, y luego la saca del agua y se dedica a colocarla bien, me imagino algo así como: «En realidad no quise matarte, pero tuve que hacerlo». Casi parece una manera de pedir perdón, ¿verdad?

Sejer vació el vaso de cartón y lo estrujó hasta dejarlo plano.

– Mañana hablaré con Holthemann. Quiero que trabajes en este caso.

Skarre pestañeó sorprendido.

– Me ha puesto en la Caja de Ahorros -tartamudeó-. Con Gøran.

– ¿Te apetece?

– ¿Si me apetece un caso de asesinato? Sería como un regalo de Navidad, un gran reto, quiero decir. Claro que me apetece.

Se sonrojó al instante y cogió el teléfono, que estaba sonando coléricamente. Escuchó y volvió a colgar.

– Era Siven. La han identificado. Annie Sofie Holland, nacida el tres de marzo de mil novecientos ochenta. Pero dice que no podrán ser interrogados hasta mañana.

– ¿Ringstad está en su sitio?

– Acaba de llegar.

– Entonces debes irte a casa. Mañana será un día duro. Me llevo las fotos -añadió.

– ¿Vas a estudiarlas en la cama?

– Así es.

Sonrió con tristeza.

– Prefiero las fotos de papel. Las que se pueden meter después en un cajón.


Krystallen era, como Granittveien, un callejón sin salida. Acababa en un matorral tupido e impenetrable, donde algunos insensatos habían tirado su basura en la oscuridad de la noche. Las casas estaban muy juntas, veintiuna en total. Desde lejos parecían casas adosadas, pero al observarlas más de cerca se divisaba un estrecho pasaje entre cada una de ellas, lo justo para que pudiera pasar un hombre. Las casas eran de tres plantas, altas, puntiagudas, e idénticas; le recordaban a las casas del muelle de Bergen, pensó Sejer. Los colores variaban, pero estaban conjuntados, rojo oscuro, verde oscuro, marrones y grises. Una sobresalía entre todas las demás; estaba pintada de color naranja.

Probablemente algunos vecinos habían visto el coche de policía que había aparcado junto a los garajes y a Skarre, que iba de uniforme. Pronto estallaría la noticia. El silencio estaba cargado.

Ada y Eddie Holland vivían en el número veinte. Sejer tuvo la sensación de que los vecinos le estaban mirando la nuca cuando se detuvo delante de la puerta. Algo ha sucedido en el número veinte, pensarían, en casa de los Holland y sus dos hijas. Intentó tranquilizar su respiración, que iba más deprisa que de costumbre debido a ese umbral que pronto tendría que atravesar. Eso le resultaba tan difícil que ya hacía tiempo que había preparado una serie de frases hechas, que ahora, tras años de entrenamiento, sabía recitar con firmeza.

Era obvio que los padres de Annie no habían hecho absolutamente nada desde que habían vuelto a casa la noche anterior. Tampoco habían dormido. El impacto recibido en el Instituto Anatómico Forense había sido como un estridente timbal que todavía seguía vibrando en sus cabezas. La madre estaba sentada en un rincón del sofá, el padre sobre el brazo. Parecía entumecido. Ella no había asumido aún la catástrofe; miró a Sejer sin comprender del todo, como si no pudiera imaginarse qué estaban haciendo de repente dos policías en su cuarto de estar. Era una pesadilla, pronto se despertaría. Sejer tuvo que cogerle la mano.

– No puedo devolverles a Annie -dijo en voz baja-. Pero espero averiguar por qué murió.

– ¡Nosotros no pensamos en el por qué! -chilló la madre-. ¡Pensamos en quién! ¡Tendrán que averiguar quién fue y encerrarlo! Está enfermo.

El marido le acarició torpemente el brazo.

– No sabemos aún -replicó Sejer-, si esa persona está enferma o no. No todos los que matan están enfermos.

– ¡Las personas normales no van por ahí matando a muchachas! ¡No lo dirá usted en serio!

La mujer respiraba deprisa, jadeando. El marido se encerró en sí mismo.

– Sea como sea -contestó Sejer prudentemente-, siempre hay una razón. No siempre una razón que podamos entender, pero sí una razón. Pero antes que nada tendrán que confirmarnos que realmente alguien le quitó la vida.

– Si usted cree que ella se suicidó, se equivoca -replicó la madre tenazmente-. Ni hablar, Annie no.

Eso dicen todos, pensó Sejer.

– Necesito hacerles una serie de preguntas. Contéstenme como puedan. Si luego piensan que se han equivocado en alguna cosa u olvidado algo, llámenme. También si van recordando cosas conforme pasa el tiempo.

Ada Holland desvió la mirada, olvidándose de Skarre y Sejer, como si estuviera escuchando el timbal vibrante y quisiera saber de dónde venía el sonido.

– Necesito saber qué clase de chica era. Cuéntenmelo como mejor puedan.

¿Qué pregunta es ésa?, pensó en el mismo instante, ¿qué podían contestar? La mejor de todas, claro, la más guapa, lo más querido para nosotros. Annie era Annie.

Empezaron a llorar. La madre con un doloroso gemido desde la profundidad de la garganta, el padre sin sonido, sin lágrimas. Sejer reconoció en él los rasgos de la hija. Una cara ancha, con la frente alta. No era muy alto, pero sí fuerte y robusto. Skarre escondió el bolígrafo en la mano; tenía la mirada clavada en el bloc.

– Empecemos desde el principio. Me duele tener que molestarles, pero el tiempo es muy valioso para nosotros. ¿A qué hora salió de casa?

La madre contestó sin levantar la vista:

– A las doce y media.

– ¿A dónde iba?

– A casa de Anette. Una amiga del colegio. Estaban haciendo un trabajo en común, eran tres. Tenían el día libre para trabajar juntas.

– ¿No llegó a casa de su amiga?

– Llamamos para preguntar por ella anoche a las once. Anette ya se había acostado. Sólo había acudido la otra chica. No podía creérmelo…

Escondió la cara entre las manos. El día entero había pasado sin que ellos supieran nada.

– ¿Y por qué no llamaron sus amigas aquí para preguntar por ella?

– Pensaron que no le apetecía ir -dijo llorosa-. Que había cambiado de idea. Si piensan así, no conocían bien a Annie. Se tomaba muy en serio todo lo del colegio. Todo se lo tomaba en serio.

– ¿Iba a ir a pie?

– Sí, son cuatro kilómetros andando; su bicicleta estaba averiada, pues suele usarla mucho. No hay autobús.

– ¿Dónde vive Anette?

– En Horgen. Sus padres tienen una granja y una tienda de ultramarinos.

Sejer asintió con la cabeza, mientras oía el bolígrafo de Skarre raspar el papel del bloc.

– ¿Tenía novio?

– Halvor Muntz.

– ¿Desde hace mucho tiempo?

– Aproximadamente dos años. Él es mayor que ella. Han roto algunas veces, pero ahora todo iba bien, según tenía entendido.

Era como si a Ada Holland le sobraran las manos: se buscaban, abriéndose y cerrándose. Era casi tan alta como su marido, grande y angulosa, con un rubicundo tono de piel.

– ¿Saben ustedes si mantenían relaciones sexuales? -preguntó.

La madre le miró escandalizada.

– Sólo tiene quince años.

– Recuerde que yo no la conocía -dijo Sejer con aire de pedir perdón.

– Nada de eso -replicó la madre con firmeza.

– Supongo que no sabemos mucho sobre ese tema -intentó por fin decir el padre-. Halvor tiene dieciocho años. No es una chiquilla.

– Yo lo sé -interrumpió ella.

– No creo que te lo contara todo.

– ¡Lo habría sabido!

– ¡Pero no se te da muy bien hablar de esas cosas!

El ambiente estaba tenso. Sejer sacó sus propias conclusiones y vio en el bloc de Skarre que él estaba haciendo lo mismo.

– Si iba a hacer un trabajo del colegio, puede que llevara mochila.

– Una mochila marrón de cuero. ¿Dónde está?

– No la hemos encontrado.

Lo que significa que tenemos que bucear para buscarla, pensó Sejer.

– ¿Tomaba alguna medicina?

– En absoluto. No padecía de nada.

– ¿Qué clase de chica era? ¿Abierta? ¿Habladora?

– Antes -contestó el marido con aire sombrío.

– ¿Y últimamente? -preguntó Sejer mirándolo.

– Cosas de la edad -intervino la madre-. Estaba en una edad difícil.

– ¿Quiere usted decir que había cambiado? -Sejer volvió a dirigirse al padre para excluir a la madre. No lo logró.

– Todas las chicas cambian a esa edad. Están a punto de hacerse adultas. Con Sølvi ocurrió lo mismo. Sølvi es su hermana -añadió.

El marido no contestó. Seguía entumecido.

– ¿De manera que no era una chica abierta y alegre?

– Era silenciosa y modesta -dijo la madre con orgullo-. Escrupulosa y justa. Llevaba una vida ordenada.

– ¿Pero antes era más alegre?

– Se hacen notar más cuando son niños.

– Quiero decir -prosiguió Sejer-, ¿cuándo cambió más o menos?

– En la época normal. A los catorce años más o menos. La pubertad -explicó.

Sejer asintió, y miró de nuevo al padre.

– ¿Ese cambio no tendría otras causas?

– ¿De qué clase? -preguntó la madre.

Sejer suspiró ligeramente y se reclinó hacia atrás.

– Sólo intento averiguar por qué murió.

La madre empezó a temblar con tanta vehemencia que apenas entendieron lo que decía.

– ¿Por qué murió? Tuvo que ser un…

No fue capaz de pronunciar la palabra.

– No lo sabemos.

– ¿Pero la habían…? -de nuevo hubo una pausa.

– No sabemos, señora Holland. Aún no. Esas cosas tardan. Pero los que se están ocupando de Annie saben lo que tienen que hacer.

Miró la habitación, ordenada y limpia. Era azul y blanca, como la ropa de Annie. Ramos de flores secas por encima de las puertas, cortinas de encaje, figuritas decorativas en la pared, fotografías, tapetes de encaje. Todo conjuntado, ordenado y decente. Sejer se levantó. Se acercó a una gran fotografía en la pared.

– Se la hicieron este invierno.

La madre lo siguió. Descolgó la fotografía con cuidado y la miró. Se sorprendía cada vez que volvía a ver una cara que sólo había visto sin vida y sin brillo. La misma persona y sin embargo distinta. Annie tenía una cara ancha, con boca grande y grandes ojos grises. Cejas pobladas y oscuras. Sonreía reservadamente. En la parte de abajo de la foto se veía el cuello de la camisa y un trocito del medallón. Bonita, pensó.

– ¿Hacía deporte?

– Antes -dijo el padre en voz baja.

– Jugaba a balonmano -añadió la madre con tristeza-, pero luego lo dejó. Ahora corría mucho. Decenas de kilómetros a la semana.

– ¿Decenas de kilómetros? ¿Por qué dejó el balonmano?

– Cada vez le ponían más deberes en el colegio. Así son los chicos, prueban las cosas y luego las dejan. También estuvo un tiempo en la banda de música del colegio, tocaba el cornetín. Luego también lo dejó.

– ¿Era buena en balonmano?

Sejer volvió a colgar la fotografía en su sitio.

– Muy buena -dijo el padre en voz baja-. Era portera. No debería haberlo dejado.

– Creo que le resultaba aburrido ser portera -dijo la madre-. Creo que lo dejó por eso.

– No lo sabemos con seguridad -contestó el marido-. Nunca nos lo explicó.

Sejer volvió a sentarse.

– De manera que ustedes reaccionaron a su decisión. ¿Les pareció… incomprensible?

– Sí.

– ¿Iba bien en el colegio?

– Mejor que la mayoría. No es mi intención presumir -añadió el padre-, es la verdad.

– Ese trabajo escolar que las chicas estaban haciendo, ¿de qué trataba?

– De la escritora Sigrid Undset. Tenían que entregarlo para San Juan.

– ¿Puedo ver su habitación?

La madre se levantó y salió con pasos cortos y titubeantes. El marido se quedó sentado en el brazo, inmóvil.

La habitación era minúscula, pero había sido su nido para ella sola. Apenas había sitio para una cama, una mesa y una silla. Sejer miró por la ventana y vio justo enfrente, al otro lado del camino, la terraza del vecino. La casa pintada de naranja. Debajo de la ventana se veían restos de una vieja gavilla que había proporcionado comida a los pájaros. Buscó ídolos por las paredes, pero no encontró ninguno. Sin embargo, la habitación estaba llena de copas, diplomas, medallas, y un par de fotos de la propia Annie: una foto vestida de portera, junto con el resto del equipo, y otra haciendo surfing con muy buen estilo. En la pared que había sobre la cama había varias fotos de niños pequeños; una de ella con un coche de niño, y otra de un chico. Sejer señaló con el dedo.

– ¿Su novio?

La madre asintió con la cabeza.

– ¿Trabajó Annie con niños? -preguntó señalando una foto de Annie con un niño rubio sobre las rodillas. Parecía orgullosa y contenta. Era como si levantara al niño hacia la cámara, casi como un trofeo.

– Cuidaba de los niños que iban naciendo en esta calle.

– ¿De manera que le gustaban los niños?

La madre volvió a asentir.

– ¿Llevaba diario, señora Holland?

– Creo que no. Lo he estado buscando -admitió-. Lo he estado buscando toda la noche.

– ¿No ha encontrado nada?

Negó con la cabeza. Llegaba un murmullo desde el cuarto de estar.

– Necesitamos algunos nombres -dijo Sejer por fin-. De gente con la que tendremos que hablar.

Volvió a mirar las fotos de la pared y estudió el traje de portera de Annie; era negro, con un emblema verde sobre el pecho.

– Parece un dragón o algo por el estilo.

– Es un monstruo marino -explicó la madre con serenidad.

– ¿Por qué un monstruo marino?

– Porque se supone que hay uno en este fiordo. No es más que una leyenda, una historia de otros tiempos. Si estás remando y oyes un rumor detrás de la barca, es el monstruo que emerge de las profundidades. Nunca debes volverte, sino seguir remando con cuidado. Si haces como si no pasara nada y le dejas en paz, todo irá bien, pero si te vuelves y lo miras a los ojos, te llevará consigo a las profundidades, a la gran oscuridad. La leyenda dice que tiene los ojos rojos.

– Volvamos al cuarto de estar.

Skarre seguía escribiendo. El marido seguía sentado en el brazo del sofá. Daba la impresión de estar a punto de caerse.

– ¿Y su hermana?

– Vuelve en avión este mediodía. Está en Trondheim, tengo una hermana allí.

La señora Holland se dejó caer de nuevo en el sofá y se inclinó hacia su marido. Sejer se acercó a la ventana y al asomarse se encontró con una cara en la ventana de la cocina de la casa de al lado.

– Aquí viven ustedes muy cerca los unos de los otros -dijo-. ¿Se conocen bien todos los vecinos?

– Bastante bien. Todo el mundo habla con todo el mundo.

– ¿Y todo el mundo conocía a Annie?

Asintió.

– Iremos de casa en casa. No quiero que ustedes se sientan molestos por ello.

– No tenemos nada de qué avergonzarnos.

– ¿Podrían proporcionarnos algunas fotos?

El padre se levantó y se acercó al estante que había debajo del televisor.

– Tenemos un vídeo del verano pasado -dijo-. Estábamos en la cabaña, en Kragerød.

– No necesitan un vídeo -dijo la madre reposadamente-. Sólo una foto.

– Me gustaría verlo.

Sejer cogió el vídeo y dio las gracias.

– ¿Varias decenas de kilómetros a la semana? -preguntó-. ¿Corría sola?

– Nadie podía ir a su paso -contestó el padre llanamente.

– De modo que dedicaba mucho tiempo a correr a pesar de los deberes. Decenas de kilómetros a la semana. Entonces no fueron realmente los deberes la causa de que dejara el balonmano…

– Podía correr cuando quería -replicó la madre-. A veces corría antes de desayunar. Pero cuando tenían partido tenía que estar a una hora determinada, no podía decidir por su cuenta. Creo que no le gustaba sentirse atada. Annie era muy independiente.

– ¿Por dónde corría?

– Por todas partes y a cualquier hora. Por la carretera principal, por el bosque…

– ¿Incluso hasta la laguna de la Serpiente?

– Sí.

– ¿Era inquieta?

– Era muy tranquila y sosegada -contestó la madre en voz baja.

Sejer volvió a acercarse a la ventana y vio a una mujer que cruzaba la carretera a toda prisa. Llevaba un niño con chupete en los brazos.

– ¿Le interesaban otras cosas aparte de correr?

– Cine, música, libros y cosas así. Y los niños pequeños -añadió el padre.

– Sobre todo cuando era más joven.

Sejer pidió a los padres que hicieran una lista de todas las personas cercanas a Annie: Amigos, vecinos, profesores, familia, novios…, si es que había tenido más. Cuando la lista estuvo por fin terminada contenía cuarenta y dos nombres, acompañados de sus respectivas direcciones más o menos completas.

– ¿Van a hablar con toda la gente de la lista? -preguntó la madre.

– Sí, lo haremos. Y esto es sólo el principio. Pensaremos en ustedes -concluyó.


– Tenemos que pasar por casa de ese Thorbjørn Haugen. El que salió a buscar a Ragnhild ayer. Tiene que acordarse de alguna hora en concreto.

El coche pasó lentamente por los garajes. Skarre repasó sus notas.

– Pregunté al padre de Annie por lo del balonmano mientras la madre y tú estabais en la habitación de la chica -explicó.

– ¿Y?

– Dijo que Annie prometía mucho. El equipo había tenido una temporada llena de éxitos, incluso estuvieron de gira por Finlandia. El padre nunca entendió por qué la chica lo dejó. Incluso llegó a preguntarse si había sucedido algo.

– Tal vez deberíamos tratar de encontrar al entrenador o entrenadora. Podría haber algo por ese lado.

– Es entrenador -contestó Skarre-. Estuvo llamando durante semanas para hacerla recapacitar. El equipo atravesó grandes dificultades cuando ella lo dejó. Nadie era capaz de sustituirla.

– Llamaremos desde la comisaría para pedirles el nombre.

– Se llama Knut Jensvoll y vive en Gneidveien, 8. Muy cerca de aquí.

– Muchas gracias -dijo Sejer, frunciendo el entrecejo-. Estoy pensando -añadió- que tal vez Annie fuera asesinada mientras nosotros estábamos en Granittveien, a un par de minutos de distancia, ocupándonos de Ragnhild. Llama al Anatómico Forense, pregunta por Snorrason y métele un poco de prisa para que nos entregue el informe lo antes posible.

Skarre cogió el teléfono móvil.

– El número está grabado en el cuatro.

Tecleó el cuatro, esperó y preguntó por Snorrason, esperó de nuevo y comenzó a murmurar.

– ¿Qué ha dicho?

– Que tienen las cámaras llenas. Que todas las muertes son trágicas sea cual sea la causa, y que hay unas cuantas personas a la espera de poder enterrar a sus seres queridos, pero que comprende la gravedad del asunto, y que si quieres puedes ir dentro de tres días y obtener un informe oral preliminar. Para el escrito tendrás que esperar más tiempo.

– Bueno -murmuró Sejer-. No está mal, tratándose de Snorrason.


Raymond untaba mantequilla en pan tostado. Con la lengua fuera, estaba profundamente concentrado en no romperlo. Tenía ya cuatro rebanadas de pan, una encima de otra, con mantequilla y azúcar entre cada una; su récord eran seis.

La cocina era pequeña y bastante acogedora, pero estaba muy desordenada después de todo ese trabajo con la comida. Había una rebanada preparada para el padre, pan blanco sin corteza untado de grasa de tocino de la sartén. Luego, al acabar de comer, fregaría los platos, y al final, como siempre, barrería el suelo de la cocina. Ya había vaciado el orinal del padre y había llenado de agua el jarrón de la habitación. No se veía el sol, todo estaba gris y el paisaje de fuera era triste y llano. El café ya había hervido tres veces, tal y como debía ser. Añadió una quinta rebanada, se sentía contento. Estaba a punto de echar el café en la taza de su padre cuando oyó pararse un coche delante de la puerta. Para su gran asombro vio que se trataba de un coche de policía. Se puso tenso, se alejó de la ventana y se metió corriendo en un rincón de la sala. Tal vez venían a buscarlo para meterlo en la cárcel. Y entonces, ¿quién se ocuparía de su padre?

Fuera se oían puertas de coche y un gran murmullo de voces. No estaba seguro de haber hecho algo malo, pero no siempre resultaba fácil saberlo, pensó. Por si acaso, permaneció inmóvil mientras llamaban a la puerta. No dejaban de llamar, llamaban una y otra vez mientras decían su nombre. Tal vez su padre los oyera. Empezó a toser muy fuerte, con el fin de ahogar el ruido. Al cabo de un rato el timbre dejó de sonar. Seguía inmóvil en el rincón de la sala, junto a la chimenea, cuando descubrió una cara en la ventana. Un hombre alto, de pelo canoso, saludando con los brazos levantados. Quiere hacerme salir, pensó Raymond, diciendo enérgicamente que no con la cabeza. Se agarró a la chimenea y se metió aún más adentro en el rincón. El hombre de fuera parecía buena persona, pero no era seguro que lo fuera. Esas cosas las había descubierto Raymond hacía mucho tiempo, no era tonto. Al cabo de mucho rato no aguantó más y salió corriendo hacia la cocina, pero también allí había una cara. Tenía el pelo rizado y llevaba uniforme. Raymond se sentía como un gato encerrado en un saco. No había salido con el coche en todo el día, seguía sin arrancar, así que no podía tener nada que ver con el coche. Será por lo de la laguna, pensó desesperado mientras se balanceaba. Al cabo de un rato fue hasta la entrada y se puso a mirar preocupado la llave que salía de la cerradura.

– ¡Raymond! -gritó uno de ellos-. Sólo queremos charlar un rato. No pasa nada.

– ¡No me porté mal con Ragnhild! -gritó.

– Lo sabemos. No venimos por eso. Sólo necesitamos que nos ayudes un poco.

Vaciló aún un buen rato y por fin abrió.

– ¿Podemos entrar? -preguntó el más alto-. Tenemos que preguntarte algo.

– Sí, sí, es que no estaba seguro de lo que queríais. No voy a abrir a cualquiera.

– Tienes razón -dijo Sejer mirándolo con curiosidad-. Pero cuando es la policía puedes abrir. No hay peligro.

– Vamos a sentarnos en la sala.

Fue delante y señaló el sofá, que tenía una curiosa pinta de haber sido hecho en casa. Sobre el asiento había una vieja manta. Se sentaron y estudiaron la habitación, una sala bastante pequeña, cuadrada, con sofá, mesa y dos sillones. En las paredes colgaban fotos de animales, y una de una mujer algo mayor con un niño sobre las rodillas. Seguramente era su madre. El niño tenía rasgos claramente mongólicos y la edad de la mujer debió de ser determinante para el destino de Raymond. Desde donde estaban sentados no se veía ningún televisor por ninguna parte, y tampoco teléfono. Sejer no recordaba haber visto ninguna sala de estar sin televisor desde hacía muchos años.

– ¿Está tu padre? -preguntó, mirando la camiseta de Raymond. Era blanca y llevaba el siguiente texto: yo soy el que decido.

– Está en la cama. Ya no se levanta, no puede andar.

– ¿Y tú eres el que lo cuidas?

– Bueno, hago la comida y arreglo las cosas, ya sabes.

– Tiene mucha suerte tu padre contigo.

Una amplia sonrisa, de esas tan extraordinariamente encantadoras que caracterizan a las personas con síndrome de Down, se dibujó en el rostro de Raymond. Un niño inocente en un cuerpo enorme. Tenía las manos fuertes y anchas, los dedos excepcionalmente cortos, y los hombros grandes y cuadrados.

– Fuiste bueno con Ragnhild ayer y la acompañaste a casa -dijo Sejer prudentemente-. Así no tuvo que ir sola. Muy bien hecho por tu parte.

– No es muy mayor, ¿sabes? -dijo Raymond dándoselas de adulto.

– No lo es, por eso estuvo bien que la acompañaras. Y también la ayudaste con el cochecito. Pero cuando llegó a casa contó algo, y eso es sobre lo que te queremos preguntar, Raymond. Quiero decir, sobre lo que visteis en la orilla de la laguna de la Serpiente.

Raymond lo miró preocupado, levantando el labio inferior.

– Visteis a una chica, ¿verdad?

– Yo no lo hice -dijo de repente.

– No creemos que tú lo hicieras. No venimos por eso. A ver, te preguntaré otra cosa. Veo que llevas reloj.

– Sí, tengo un reloj -contestó, enseñándoles el reloj de pulsera-. Es el viejo de papá.

– ¿Lo miras con frecuencia?

– No, casi nunca.

– ¿Por qué no?

– Cuando estoy en el trabajo, el jefe se ocupa del tiempo. Y aquí en casa lo hace papá.

– ¿Por qué no estás hoy en el trabajo?

– Libro una semana y trabajo otra.

– ¿Puedes decirme exactamente qué hora es ahora?

Raymond miró el reloj.

– Son las… un poco más de las once y diez.

– Correcto. ¿Pero no lo miras a menudo?

– Sólo cuando tengo que hacerlo.

Sejer hizo un gesto afirmativo y lanzó una mirada a Skarre, que estaba anotando aplicadamente.

– ¿Lo miraste cuando acompañaste a Ragnhild a casa? O, por ejemplo, ¿cuando estuvisteis junto a la laguna de la Serpiente?

– No.

– ¿Tienes idea de qué hora sería?

– Creo que estás haciendo preguntas muy difíciles -dijo Raymond, cansado ya de tanto pensar.

– No es fácil acordarse de todo, tienes razón -objetó Sejer-. Enseguida acabo con las preguntas. ¿Viste alguna otra cosa allí arriba aparte de la chica?

– No. ¿Está enferma? -preguntó suspicazmente.

– Está muerta, Raymond.

– ¡Qué pronto!

– Sí, a nosotros también nos lo parece. ¿Viste algún coche o algo así pasar por aquí a lo largo del día? Subiendo o bajando. ¿O a gente andando? Mientras estaba Ragnhild aquí, por ejemplo.

– Por aquí vienen muchos de excursión. Pero ayer no. Sólo los que viven aquí. El camino acaba en la colina.

– ¿No viste a nadie?

Reflexionó durante mucho tiempo.

– Sí, sí. A uno. Justo cuando nos marchamos. Pasó por aquí pitando. Como un coche de carreras.

– ¿Justo cuando os marchasteis?

– Sí.

– ¿Subiendo o bajando?

– Bajando.

Pasó pitando, pensó Sejer. ¿Qué puede significar eso para alguien que no pasa de segunda?

– ¿Conocías el coche? ¿Era de alguien de por aquí?

– No van tan deprisa.

Sejer hizo un cálculo en la cabeza.

– Ragnhild llegó a casa un poco antes de las dos; entonces puede haber sido un poco antes de la una y media. ¿Tanto tiempo tardasteis en ir de aquí a la laguna?

– No.

– ¿Iba muy deprisa, dices?

– Levantando polvo. Bueno, es que todo está muy seco, claro.

– ¿Qué coche era?

En ese momento contuvo la respiración. Un dato del coche habría sido un buen punto de partida. Un coche cerca del lugar del crimen, a gran velocidad, a una hora significativa.

– Un coche completamente normal -dijo Raymond contento.

– ¿Un coche normal? -preguntó Sejer pacientemente-. ¿Qué quieres decir con eso?

– No un camión ni una furgoneta ni nada así. Un coche normal.

– ¿Qué coche tiene tu padre?

– Un Hiace -contestó orgulloso.

– ¿Ves el coche de policía allí fuera? ¿Puedes ver qué coche es?

– ¿Ése? Lo acabas de decir. Es un coche de policía.

Daba vueltas en el sillón y de repente se puso triste.

– Y el color, Raymond. ¿Viste el color?

Se esforzó de nuevo, pero movió resignadamente la cabeza.

– Había mucho polvo. Imposible ver el color -murmuró.

– Pero tal vez puedas decirnos si era oscuro o claro.

Sejer seguía insistiendo y Skarre no paraba de escribir. Ese tono cálido de su jefe le sorprendía; normalmente era más escueto.

– Quizá algo entre medias. Marrón, gris o verde. Un color sucio. Había mucho polvo. Podéis preguntárselo a Ragnhild, ella también lo vio.

– Ya se lo hemos preguntado. Ella también dice que el coche tal vez fuera gris o verde. Pero ha sido incapaz de decir si era un coche nuevo y bonito, o feo y viejo.

– Viejo y feo no -dijo Raymond con decisión-. Mejor algo entre medias.

– Exactamente, entiendo.

– Llevaba algo en el techo -dijo de repente.

– ¿Ah sí? ¿Qué era?

– Una caja larga. Plana y negra.

– Tal vez un cofre portaesquís -sugirió Skarre.

Raymond vaciló.

– Sí, a lo mejor un cofre portaesquís.

Skarre sonrió mientras anotaba, encantado con los esfuerzos de Raymond.

– Muy bien observado, Raymond. ¿Has tomado nota, Skarre? ¿De modo que tu padre está en la cama?

– Estará esperando ya su comida.

– No hemos querido molestarte. ¿Podemos entrar y saludarle?

– Vale, yo os enseñaré dónde está.

Raymond atravesó la sala seguido por los dos hombres. Se detuvo al otro extremo del pasillo y abrió con suavidad la puerta, casi religiosamente. En la cama yacía un anciano roncando. Sus dientes estaban dentro de un vaso en la mesilla.

– Déjale -susurró Sejer y se retiró.

Dieron las gracias a Raymond y salieron de la casa. El chico los siguió.

– Tal vez volvamos. Tienes unos conejos estupendos -dijo Skarre.

– Eso me dijo también Ragnhild. Puedes coger uno si quieres.

– Tal vez en otra ocasión.

Le dijeron adiós con la mano y bajaron dando tumbos por el camino lleno de baches. Sejer dio golpecitos en el volante, irritado.

– Lo del coche es importante. Lo único que tenemos es «algo entre medias». ¡Pero mira, un cofre portaesquís ya es algo! Ragnhild no mencionó nada de eso.

– Todo el mundo lleva un cofre portaesquís en el techo.

– Yo no. Para allí abajo, junto a esa granja.

Pararon delante de la casa y aparcaron junto a un Mazda rojo. Una mujer con una visera en la cabeza, bombachos y botas de agua los vio desde el granero y cruzó el patio.

Sejer señaló el coche rojo con la cabeza.

– Somos de la policía -dijo educadamente-. ¿Tienen ustedes otros coches aquí en la granja además de éste?

– Tenemos otros dos -dijo la mujer extrañada-. Mi marido tiene un coche familiar, y el chico un Golf. El Mercedes es blanco y el Golf es rojo -añadió.

– ¿Y en esa granja de allí abajo? ¿Qué clase de vehículos tienen allí?

– Un Blazer -contestó la mujer cautelosamente-. Un Blazer azul oscuro. ¿Ha pasado algo?

– Pues, sí, ha pasado algo. Volveremos sobre ello. ¿Estaba usted en casa ayer a mediodía? ¿Sobre la una o las dos?

– Estuve labrando el campo.

– ¿No vio una coche bajar a gran velocidad? ¿Un coche verde o gris con un cofre portaesquís en el techo?

La mujer se encogió de hombros.

– No, que yo recuerde. Pero no oigo gran cosa cuando estoy en el tractor.

– ¿Vio usted gente por aquí sobre esa hora?

– Gente de paseo o de excursión. Una pandilla de chicos con un perro -recordó-. Y nadie más -añadió.

Thorbjørn y su pandilla, pensó Sejer.

– Gracias por su ayuda. ¿Sus vecinos están en casa?

Señaló la granja de más abajo mientras miraba la cara de la mujer. Era obvio que pasaba mucho tiempo trabajando al aire libre. Tenía un rostro hermoso y lleno de frescura.

– El dueño está de viaje. Sólo queda un hombre que se ocupa de las vacas, y se marchó esta mañana. No he visto si ha vuelto.

La mujer se tapó el sol con una mano y miró hacia abajo.

– Desde luego, el coche no está.

– ¿Le conoce usted?

– No. No es muy hablador.

Sejer le dio las gracias y se volvió a meter en el coche.

– El coche primero tendría que subir -dijo Skarre.

– Entonces aún no era un asesino. Tal vez pasó tranquilamente, por eso nadie se fijó en él.

Bajaron en segunda hasta la carretera principal. Al poco tiempo vieron una pequeña tienda de ultramarinos a mano izquierda. Aparcaron y entraron. Una campanilla sonó débilmente sobre sus cabezas. Un hombre vestido con una bata de nailon verdosa salió de la trastienda. Durante un par de segundos se los quedó mirando aterrorizado.

– ¿Se trata de Annie?

Sejer asintió con la cabeza.

– Anette está muy triste -dijo asustado-. Llamó esta mañana a casa de Annie. Sólo oyó un grito en el auricular.

Una joven apareció en el marco de la puerta. El padre le rodeó los hombros con un brazo.

– Hoy le hemos permitido quedarse en casa.

– ¿Viven ustedes aquí al lado?

Sejer se acercó y le tendió la mano.

– Quinientos metros más abajo, en la playa. No podemos entenderlo.

– ¿Vio usted ayer algo digno de mención?

Después de pensarlo dijo:

– Pasó por aquí una pandilla de chicos que compraron cada uno una lata de Coca Cola. Por lo demás, sólo Raymond. Vino hacia mediodía para comprar leche y pan. Raymond Låke. Vive con su padre junto a la colina. No vendemos demasiado. Vamos a dejar esto pronto.

Acariciaba una y otra vez la espalda de su hija mientras hablaba.

– ¿Cuánto tiempo estuvo Låke comprando?

– No sé. Diez minutos tal vez. Por cierto, también paró una moto. Sería entre las doce y media y la una. Estuvo ahí fuera un rato y luego se marchó. Una moto grande con enormes bolsas colgando. Un turista, quizá. Nadie más.

– ¿Una moto? ¿Puede usted describirla?

– Bueno, no sé qué decir. Oscura, creo. Resplandeciente. Estaba sentado sobre la moto de espaldas, y llevaba casco. Estaba leyendo algo que tenía delante de él en la moto.

– ¿Vio la matrícula?

– Ah no, lo siento.

– ¿No recuerda usted un coche gris o verde con cofre portaesquís sobre el techo?

– No.

– ¿Y tú, Anette? -dijo Sejer dirigiéndose a la hija-. ¿Te acuerdas de algo que tal vez pueda ser importante?

– Debería haber llamado -murmuró la joven.

– No debes culparte; de todos modos no habrías podido hacer nada. Alguien debió de cogerla por el camino.

– A Annie no le gustaba que nadie se metiera donde no le llamaban. Tenía miedo de que se enfadara si le dábamos la lata.

– ¿Conocías bien a Annie?

– Bastante.

– ¿Y no se te ocurre nada que pudiera surgirle en el camino? ¿Dijo algo de nuevas amistades?

– No, no. Tenía a Halvor.

– Claro. Llámame, por favor, si surge algo. Volveremos, si no les importa.

Dieron las gracias y salieron. El tendero Horgen se metió de nuevo en la trastienda. Sejer divisó su figura encorvada en la ventana junto a la puerta.

– Sentado en la trastienda puede ver lo que pasa en la carretera.

– Una moto que se para y se vuelve a marchar. Entre las doce y media y la una. Tenemos que tomar buena nota de eso.

Cerró la puerta del coche.

– Thorbjørn dijo que pasaron por la laguna de la Serpiente sobre la una menos cuarto buscando a Ragnhild. Entonces la chica no estaba allí. Raymond y Ragnhild pasaron presuntamente por el lugar a la una y media y entonces sí estaba. Eso nos deja un margen de tres cuartos de hora, algo bastante raro. Un coche pasó a gran velocidad justo antes de marcharse Ragnhild y Raymond. Un coche normal, algo entre medias. Un color sucio, no claro, no oscuro, ni viejo, ni nuevo.

Dio un golpecito en el salpicadero del coche.

– No todo el mundo es especialista en coches -sonrió Skarre.

– Hagamos un comunicado para que el conductor se presente. Sea quien sea el que pasó por casa de Raymond sobre la una y media ayer, a gran velocidad, probablemente con un cofre portaesquís en el techo. También haremos un comunicado sobre la moto. Si no se presenta nadie, tendré que presionar a esos niños para que nos describan el coche.

– ¿Cómo vas a hacerlo?

– Aún no lo sé. Tal vez puedan hacer un dibujo. Los niños suelen dibujar siempre.


Raymond llevó la comida a su padre. Andaba de puntillas, pero las tablas de la tarima crujían y el plato tintineó al dejarlo sobre el mármol de la mesilla. El padre abrió un ojo.

– ¿Qué querían? -preguntó.


Luego comieron en la cantina de los Juzgados.

– La tortilla está seca -se lamentó Skarre-. Ha estado demasiado tiempo en la sartén.

– ¿Ah, sí?

– Lo que ocurre, ¿sabes?, es que los huevos siguen cuajándose durante bastante tiempo después de estar en el plato. Hay que sacarlos de la sartén mientras aún están líquidos.

Sejer no tuvo nada que oponer; no tenía ni idea de cocinar.

– Además, tienen leche. La leche estropea el color.

– ¿Has estudiado para cocinero?

– Sólo hice un cursillo.

– Vaya, vaya, de las cosas que uno se entera…

Limpió el plato con el trozo de pan y atrapó las últimas migas. Luego se limpió meticulosamente la boca con la servilleta.

– Empezaremos por Krystallen, cada uno por un lado. Tocamos a diez casas. Esperaremos hasta después de las cinco, cuando la gente haya vuelto del trabajo.

– ¿Qué tengo que buscar? -preguntó Skarre mirando el reloj. Después de las dos estaba permitido fumar.

– Irregularidades. Cualquier cosa. Pregunta también por la Annie de antes, si opinan que cambió. Usa todo tu encanto y haz que se sinceren. Es decir, encuentra algo.

– Deberíamos hablar con Eddie Holland a solas.

– Lo mismo he pensado yo. Lo llamaré para que venga cuando haya pasado algún tiempo. Pero tienes que recordar que la madre está en estado de shock. Ya se irá tranquilizando.

– Los dos han hecho observaciones muy distintas de Annie, ¿no te parece?

– Supongo que siempre es así. Tú no tienes hijos, ¿no, Skarre?

– No.

Encendió el cigarrillo y sopló el humo hacia la derecha del jefe.

– La hermana habrá vuelto ya de Trondheim. También tenemos que hablar con ella.

Después de comer pasaron un momento por la Sección Técnica, pero nadie sabía nada nuevo sobre el anorak azul que cubría el cadáver.

– Importado de China. Se vende en todas las cadenas de precios bajos. El importador cree que han traído unos dos mil. Una bolsita de caramelos en el bolsillo derecho, una placa fosforescente y unos pelos rubios, posiblemente pelos de perro. Y no me preguntes por la raza. Por lo demás nada.

– ¿Talla?

– XL. Pero las mangas eran demasiado largas, estaban remangadas.

– Antes la gente llevaba etiquetas con su nombre en las chaquetas -recordó Sejer.

– Pues sí, en la Edad Media o por ahí.

– ¿Y la pastilla?

– Nada interesante, me temo. Simplemente una pastilla de menta, de ésas que están ahora de moda. Minúscula y tremendamente fuerte.

En realidad Sejer se sentía decepcionado. Una pastilla de mentol no decía absolutamente nada. Todo el mundo llevaba algo semejante en el bolsillo; él mismo llevaba siempre una bolsita de Fisherman's Friend.

Se metieron de nuevo en el coche. Ya había más tráfico en Krystallen, sobre todo niños con distintas clases de vehículos como triciclos, tractores, cochecitos de muñecas y un coche de madera hecho en casa por su propietario. Cuando aparcaron el coche de policía junto a los garajes, la policromada imagen del tráfico se congeló. Skarre no pudo resistirse a la tentación de comprobar los frenos de algunos de los vehículos y estaba convencido de que el dueño de un Massey Ferguson azul y rosa mojó el pañal de puro susto al oír comentar al policía que uno de los faros traseros estaba roto.

La mayoría había intuido que algo había pasado, pero no sabían exactamente qué. Nadie se había atrevido a llamar a la puerta de los Holland a preguntar.


Realizaron su cometido casa tras casa, cada uno por su lado de la calle. Una y otra vez tuvieron que contemplar la incredulidad y el susto en los rostros paralizados. Algunas mujeres empezaban a llorar, los hombres palidecían y guardaban silencio. Sejer y Skarre esperaban cortésmente un rato antes de empezar con sus preguntas. Todos conocían bien a Annie. Varias mujeres la habían visto en el momento de marcharse. Los Holland vivían en la casa más al fondo, así que tuvo que pasar por todas las viviendas para llegar a la calle. Durante años, excepto el último en que se estaba haciendo adulta, Annie había cuidado de sus hijos. Casi todos mencionaron su carrera en el balonmano y el asombro general cuando dejó el equipo, porque Annie era tan buena que el periódico local escribía sobre ella muy a menudo. Un matrimonio mayor recordaba que antes había sido mucho más vivaracha y extrovertida, pero atribuyeron el cambio al hecho de que se estuviera haciendo mayor. Había crecido muchísimo, dijeron. Antes era bastante baja y menuda, y de pronto empezó a crecer.

Skarre no visitó las casas por orden, sino que se encontraba en la casa color naranja. Resultó pertenecer a un soltero próximo a los cincuenta. En medio del salón tenía una barca de verdad con velas y todo. Al fondo podía verse un colchón y un montón de cojines, y en la borda había fijado un soporte para botellas. Skarre miró fascinado la barca, que era de un color rojo vivo, con las velas blancas, y por un instante recordó su propio piso y la ausencia de cualquier decorado fuera de la ortodoxia.

Fritzner no conocía bien a Annie, ya que no tenía hijos a los que ella pudiera haber cuidado, pero a veces la había bajado al centro en su coche. La muchacha solía aceptar la oferta cuando hacía mal tiempo, pero cuando hacía bueno le hacía señas para que continuara sin ella. Annie le gustaba. Muy buena portera, dijo gravemente.

Sejer se dirigió a continuación a la fila de casas de más adentro y llegó al número seis, donde vivía una familia turca. La familia Irmak estaba a punto de cenar cuando llamó a la puerta. Estaban sentados a la mesa, en medio de la cual se veía una nube de vapor que salía de una gran cacerola. El hombre de la casa, una figura majestuosa con camisa bordada, le tendió la mano. Sejer les contó que Annie Holland había muerto, que al parecer alguien la había matado.

– ¡Oh no! -dijeron asustados-, no puede ser verdad. Esa chica tan guapa del número uno, ¡la hija de Eddie! La única familia que los había recibido bien cuando se mudaron allí. Habían vivido en más sitios, y no habían sido bien acogidos en todas partes. ¡No puede ser verdad!

El hombre lo cogió del brazo y lo llevó hasta el sofá.

Sejer se sentó. Irmak no mostraba esa manera de ser dócil y sumisa que había observado en otros emigrantes, sino que rebosaba dignidad y fe en sí mismo. Resultaba liberador.

La mujer había visto a Annie al marcharse. Alrededor de las doce y media, pensaba. Iba andando tranquilamente a lo largo de las casas con una mochila en la espalda. No habían conocido a Annie de más joven, pues sólo llevaban cuatro meses viviendo allí.

– Chica como un chico -dijo, ajustándose el pañuelo que le cubría la cabeza-. ¡Grande! ¡Mucho músculo! -añadió bajando la vista.

– ¿Cuidó alguna vez de sus hijos?

Sejer dirigió la mirada a la mesa donde una niña esperaba pacientemente. Una niña callada, inusualmente guapa, conpestañas muy tupidas. Su mirada era profunda y negra, como el pozo de una mina.

– Queríamos pedírselo -se apresuró a contestar el hombre-, pero los vecinos dijeron que ya no le apetecía. Así que no quisimos ser pesados. Además, mi mujer está en casa todo el día y nos apañamos bien. Sólo yo tengo que marcharme todas las mañanas. Tenemos un Lada. El vecino dice que no es un coche de verdad, pero a nosotros nos sirve. Va y viene todos los días a la calle Poppels, donde tengo una tienda de especias. Por cierto, ese eccema que tiene usted en la frente desaparecería con especias. No especias del supermercado. Especias de verdad, de Irmak.

– ¿Ah sí? ¿Es posible?

– Limpia el sistema. Elimina el sudor más deprisa.

Sejer asintió, serio.

– ¿De manera que ustedes nunca tuvieron relación con Annie?

– No realmente. Algunas veces, cuando pasaba corriendo, yo la paraba y le amenazaba con la mano. Le decía: «Corres tanto que dejas atrás tu alma, chica». Ella se reía. Yo seguía diciéndole: «Yo te enseñaré a meditar. Correr por las calles es una difícil manera de encontrar la paz». Entonces se reía aún más y desaparecía en la curva.

– ¿Estuvo alguna vez dentro de esta casa?

– Sí. Eddie la envió el día que llegamos con una maceta para darnos la bienvenida. Nihmet lloró -dijo mirando a su mujer. En ese momento también lloraba. Se tapó la cara con el pañuelo y les dio la espalda.

Cuando Sejer se marchó, le dieron las gracias por la visita y le dijeron que sería bienvenido de nuevo en su casa. Se quedaron mirándole desde la entrada. La niña, que estaba colgada del vestido de la madre, le recordaba a su nieto Matteus, con sus ojos oscuros y los rizos negros. Fuera, en la calle, se detuvo un instante y miró a Skarre, que en ese momento salía del número uno. Se dijeron hola con la cabeza y volvieron a separarse.

– ¿Muchas puertas cerradas? -preguntó Skarre.

– Sólo dos, Johnas en el número cuatro y Rud en el ocho.

– He tomado nota de todo.

– ¿Alguna reflexión inmediata?

– Sólo que todo el mundo la conocía y que entró y salió de las casas durante años. Y. obviamente tenía buen cartel por todas partes.

Llamaron a la puerta de Holland y salió a abrir una chica joven. Sin duda, se trataba de la hermana de Annie. Eran parecidas y, sin embargo, distintas. Tenía el pelo tan rubio como Annie, pero la raíz más oscura. Sus ojos, muy claros e inseguros, estaban apresados en un marco de rimmel negro. No era grande ni alta como Annie, ni atlética o bien formada. Llevaba mallas de color lila con rayas pespunteadas y una blusa blanca con varios botones abiertos.

– ¿Sølvi? -preguntó Sejer.

La joven asintió con la cabeza y le tendió una mano flaccida. Los precedió hasta el interior de la casa y buscó inmediatamente refugio en su madre. La señora Holland estaba sentada en el mismo rincón del sofá que la vez anterior. La expresión de su rostro había cambiado en las pocas horas que habían transcurrido desde entonces; ya no mostraba esa crispante desesperación, más bien parecía afligida y agotada, además de envejecida. No se veía al padre por ninguna parte. Sejer intentó estudiar a Sølvi sin mirarla fijamente. Tenía una cara y un cuerpo muy diferentes a los de su hermana, no tenía los anchos pómulos de Ahnie, ni su barbilla prominente o sus grandes ojos grises. Más débil y algo llenita, pensó. Bastó una conversación de media hora para averiguar que las dos hermanas nunca habían mantenido una relación estrecha. Habían vivido cada una su vida, Sølvi trabajaba de aprendiz en una peluquería y nunca había mostrado interés por los niños de los demás, nunca había hecho deporte. Sejer pensó que seguramente sólo se interesaba por ella misma, por su aspecto. Incluso entonces, sentada en el sofá junto a su madre, estaba colocada convenientemente, como si fuera una vieja costumbre: una rodilla encogida, la cabeza ligeramente ladeada, las manos cruzadas alrededor de la pierna. Varios anillos de bisutería brillaban en sus dedos. Tenía las uñas largas y pintadas de rojo. Un cuerpo redondo, sin ángulos, sin carácter, como si le faltaran esqueleto y músculos, como si fuera sólo piel estirada sobre un trozo de barro para modelar de color rosa. Sølvi era bastante mayor que su hermana, pero tenía una expresión ingenua. Su madre había adoptado una postura protectora y no paraba de acariciarle el brazo, como si fuera necesario consolarla constantemente por algo, o tal vez advertirle de algo. Sejer no sabía muy bien qué. Las dos hermanas habían sido muy distintas, a decir verdad. La cara de Annie en las fotos era más madura. Miraba a la cámara con una expresión prudente, como si no le gustara que le hicieran fotos pero se hubiera resignado a la autoridad, tal vez porque era una chica bien educada. Sølvi posaba todo el tiempo. De aspecto se parecía a la madre, pensó Sejer, y Annie al padre.

– ¿Sabes si Annie había hecho alguna nueva amistad últimamente? ¿Si había conocido a alguien? ¿Habló de ello?

– No le interesaba conocer a gente -contestó Sølvi alisándose la camisa.

– ¿Sabes si llevaba un diario?

– ¡Oh no! A Annie no le iban esas cosas. Era distinta a las demás chicas, era un poco chicazo por así decirlo. No le gustaba nada arreglarse. Llevaba el medallón de Halvor, pero sólo porque él le daba la lata. En realidad le estorbaba cuando corría.

Su voz era clara y dulce, como de niña pequeña, a pesar de tener seis años más que Annie. «Trátame bien -pedía la voz-, ya ves que soy pequeña y frágil.»

– ¿Conoces a sus amigos?

– Eran más jóvenes que yo, claro, pero sé quiénes son.

Se tocaba los anillos vacilando un poco, como si intentara comprender esa nueva situación en la que de repente se encontraba.

– ¿Quién de ellos crees que la conocía mejor?

– Salía con Anette, pero sólo si iban a hacer algo en concreto. Quiero decir, no quedaban sólo para charlar.

– Vivís algo aislados aquí en el campo -dijo Sejer con prudencia-. ¿Hacía alguna vez autoestop?

– Jamás. Yo tampoco -se apresuró a añadir-. Pero nos llevan a menudo. Conocemos a casi todo el mundo.

Casi, pensó Sejer.

– ¿Piensas que se sentía infeliz por algo?

– Infeliz no. Pero tampoco era la alegría de la casa, que digamos. No se interesaba por casi nada. Por cosas de chicas, me refiero. Sólo por el colegio y por correr.

– ¿Y por Halvor, tal vez?

– No lo sé seguro. También con él se mostraba indiferente. Como si nunca fuera capaz de decidirse del todo.

Sejer vio en su mente la imagen de una chica con una mirada escéptica, una chica que hacía lo que le daba la gana, que escogía sus propios caminos y que había mantenido a todos a distancia. ¿Por qué?

– Tu madre dice que antes Annie era más alegre -dijo Sejer en voz alta-. ¿Opinas tú lo mismo?

– Ah sí, hablaba más antes.

Skarre carraspeó de pronto.

– Ese cambio -dijo-, ¿creen que llegó repentinamente? ¿O fue sucediendo a lo largo del tiempo?

– No -las dos se miraron-. No sé exactamente. Cambió y ya está.

– ¿Puedes decirnos algo de cuándo sucedió ese cambio, Sølvi?

Se encogió de hombros.

– El año pasado. Halvor y ella rompieron, y justo después dejó el balonmano. Y creció muchísimo. Toda la ropa se le quedó pequeña y se volvió muy callada.

– ¿Quieres decir malhumorada, o arisca?

– No. Simplemente callada. Desilusionada, de alguna manera.

– ¿Desilusionada?

Sejer miró de reojo a Sølvi. Sus mallas eran abrumadoras, del color de las lilas de la infancia de Sejer.

– ¿Sabes si Annie y Halvor mantenían relaciones sexuales?

La chica se puso roja.

– No lo sé exactamente. Mejor pregúnteselo a Halvor.

– Así lo haré.


– Esa hermana -dijo Sejer, cuando estaban de nuevo sentados en el coche-, es de esa clase de chicas que a menudo acaban siendo víctimas. Quiero decir, de un hombre con malas intenciones. Está tan absorta en sí misma y en su aspecto que no sería capaz de captar las señales de peligro. Me refiero a Sølvi. No a Annie. Annie era reservada y deportista. No pensaba en impresionar a la gente. No hacía autoestop, y no tenía interés por conocer a gente nueva. Si hubiera subido en algún coche, sin duda habría sido en el de alguien conocido.

– Eso es lo que decimos siempre.

Skarre miró a Sejer.

– Ya lo sé.

– Tú tienes una hija que pasó por la adolescencia -dijo Skarre con curiosidad-. ¿Cómo fue en realidad?

– Bueno -murmuró Sejer, mirando por la ventana-. Fue más bien Elise la que se ocupó de eso. Pero sí recuerdo aquella época. La pubertad es un terreno difícil de pisar. Mi hija era la alegría de la casa hasta cumplir los trece años, entonces empezó a gruñir. Gruñó hasta cumplir los catorce, entonces empezó a morder. Y luego se le pasó todo.

Luego todo pasó… recordó cuando cumplió los quince y empezaba a convertirse en una pequeña mujer, y él no sabía cómo dirigirse a ella. Lo mismo tendría que haberle pasado a Holland… Cuando la niña deja de ser niña y tienes que buscar un nuevo lenguaje. Difícil.

– ¿Pasaron uno o dos años hasta que se acabaran los problemas?

– Pues sí -contestó pensativo-, supongo que sí.

– ¿Te interesa ese cambio en la chica?

– Algo puede haber sucedido. Tengo que averiguar qué. Quién era, quién la mató y por qué. Ya es hora de hacer una visita a Halvor Munz. Seguramente estará esperándonos. ¿Cómo crees que se siente él?

– Ni idea. ¿Puedo fumar en el coche?

– No. Por cierto, llevas el pelo un poco largo, ¿no?

– Pues sí, ahora que lo dices.

Miraron cada uno por su ventanilla. Skarre se sacó un rizo de la nuca y lo estiró en toda su longitud. Al soltarlo, volvió a encogerse rápidamente, como un gusano sobre una placa de calor.


La mujer pensó que ese rostro le era familiar. Acercó más la silla y pegó su arrugada cara a la pantalla. La luz le alcanzó de tal manera que su nieto pudo ver los pelos que le crecían en la barbilla. Debería habérselos afeitado hace mucho tiempo, pensó, pero no sabía muy bien cómo decírselo.

– ¡Es Johann Olav! -gritó la mujer-. Está bebiendo leche.

– Mm.

– Qué guapo es ese chico. Me pregunto si él lo sabe, es como una escultura de verdad. ¡Una escultura viva!

Koss, el gran patinador de velocidad, se limpió la leche de los labios y sonrió a la cámara con dientes blancos.

– ¡Pero qué dentadura tiene! ¿Has visto? Unos dientes blanquísimos. Es porque bebe leche. Tú deberías beber más. Y luego ha tenido acceso al dentista escolar, nosotros no tuvimos esa posibilidad.

La mujer recogió la manta sobre las rodillas.

– No había dinero para cuidar de los dientes, simplemente nos los sacaban conforme iban pudriéndose, pero vosotros teneis dentista gratis en el colegio y leche y vitaminas y comida sana y pasta de dientes con flúor y no sé cuántas cosas más -suspiró profundamente-. ¿Sabes? Yo lloraba en el colegio no porque no me supiera la lección, sino porque tenía hambre. ¡Claro que sois guapos los jóvenes de hoy! ¡Os envidio! ¿Me oyes, Halvor? ¡De verdad que os envidio!

– Sí, abuela.

Le temblaban los dedos al sacar unas fotos de un sobre amarillo de Kodak. Era un joven delgado de hombros estrechos, no se parecía mucho al patinador del anuncio de la televisión. Tenía la boca pequeña, como la de una niña, y la comisura de un lado ligeramente tensa. La comisura se negaba a seguirle el movimiento las escasas veces que el chico sonreía. Mirándole muy de cerca podía apreciarse una cicatriz que subía desde la comisura derecha hasta la sien. Tenía el pelo castaño, suave y corto, y una barba rala. De lejos pasaba fácilmente por un quinceañero, y durante mucho tiempo había tenido que enseñar el carné de identidad en los cines, en las películas aptas para mayores de dieciocho años. Nunca protestaba, no era nada pendenciero.

Pasaba lentamente las fotos que había visto un sinfín de veces, pero que en ese momento habían cobrado una nueva dimensión. Buscaba en ellas avisos, premoniciones de lo que sucedería más adelante, cosas que él desconocía en el momento de hacer las fotos. Annie con el mazo golpeando con todas sus fuerzas un piquete. Annie en el borde del trampolín, recta como una columna con el bañador negro. Annie dormida dentro del saco de dormir verde. Annie en bicicleta, con la cara tapada por el pelo rubio. Una de él haciendo esfuerzos con el infiernillo. Una de los dos, hecha por los de la tienda de al lado. Él tuvo que convencerla, ya que ella odiaba ponerse delante de una cámara.

– ¡Halvor! -gritó su abuela desde la ventana-, ¡Viene un coche de policía!

– Sí -contestó Halvor en voz baja.

– ¿Por qué viene aquí? -la abuela lo miró preocupada-. ¿Qué quieren?

– Es por Annie.

– ¿Qué pasa con Annie?

– Ha muerto.

– ¿Qué dices?

La mujer volvió al sillón dando tumbos y se agarró al brazo.

– Ha muerto. Vienen a interrogarme. Sabía que vendrían. Los estaba esperando.

– ¿Por qué dices que Annie ha muerto?

– ¡Porque ha muerto! -gritó-. ¡Murió ayer! Su padre me llamó.

– Pero, ¿por qué?

– ¿Cómo voy a saberlo? ¡No sé el motivo! ¡Sólo sé que ha muerto!

Halvor escondió la cara entre las manos. Su abuela cayó como un saco sobre el sillón, aún más pálida que de costumbre. Todo había estado muy tranquilo últimamente. Pero no podía durar, claro que no.

Llamaron con insistencia a la puerta. Halvor se sobresaltó, escondió las fotos debajo del tapete y fue a abrir. Eran dos. Se quedaron un instante en la entrada mirándole. No resultaba difícil adivinar lo que estaban pensando.

– ¿Te llamas Halvor Muntz?

– Sí.

– Hemos venido a hacerte unas preguntas. ¿Sabes el motivo?

– Su padre me llamó anoche.

Halvor asintió una y otra vez con la cabeza. Sejer descubrió a la anciana en el sillón y la saludó.

– ¿Es familia tuya?

– Sí.

– ¿Podemos hablar a solas en algún sitio?

– Sólo en mi habitación.

– Bueno. Si no te importa…

Halvor salió delante de ellos, atravesaron una estrecha cocina y entraron en un pequeño cuarto. Esta casa tiene que ser muy antigua, pensó Sejer, ya no se distribuyen así las habitaciones. Los policías se sentaron en un viejo sofá-cama, y Muntz en la cama. Era una habitación antigua, con las paredes de madera pintadas de verde, y un ancho alféizar delante de la ventana.

– ¿La señora del cuarto de estar es tu abuela?

– Mi abuela paterna.

– ¿Y tus padres?

– Están divorciados.

– ¿Por eso vives aquí?

– Me dejaron elegir.

Las palabras sonaban secas, como piedrecitas al caer al suelo.

Sejer miró a su alrededor en busca de fotos de Annie, y encontró una en un marco dorado sobre la mesilla. Al lado había un despertador y una figura de la Virgen con el Niño Jesús, tal vez un recuerdo turístico del sur de Europa. Un único póster en la pared, probablemente de algún cantante de rock, con la palabra «Meat Loaf» escrita a lo ancho de la foto. Minicadena y discos compactos, un armario, un par de zapatillas de deportes no tan buenas como las de Annie. Un casco de moto colgaba del tirador del armario. La cama estaba sin hacer. En la pared de enfrente de la ventana había una estrecha mesa de estudio y sobre ella un ordenador con pantalla pequeña. Al lado, en una caja, guardaba los disquetes. Sejer pudo ver uno: «Ajedrez para principiantes», ponía en inglés. A través de la ventana miró el patio, vio el Volvo que habían aparcado delante del granero, una perrera vacía y una moto cubierta con un plástico.

– ¿Tienes moto? -preguntó a modo de introducción.

– Cuando quiere ir. No siempre arranca. Voy a arreglarla, pero ahora no tengo dinero -contestó manoseando el cuello de la camisa.

– ¿Trabajas?

– En la fábrica de helados. Llevo dos años.

La fábrica de helados, pensó Sejer. Dos años. Eso significaba que había dejado de estudiar al terminar la enseñanza obligatoria, y se había puesto a trabajar. Tal vez no había sido una mala idea. Así podía adquirir una experiencia laboral. No parecía muy deportista, demasiado delgaducho, demasiado pálido. Annie casi había sido atlética en comparación con ese muchacho. Ella hacía mucho deporte, trabajaba duramente en el colegio, y ese jovencito empaquetaba helados y vivía con su abuela. No le parecía que encajara muy bien, pero era una idea arrogante y la reprimió.

– Tengo que hacerte algunas preguntas. Entiendes que no me queda más remedio, ¿no?

– Sí.

– ¿Cuándo viste a Annie por última vez?

– El viernes. Fuimos al cine, a la sesión de las siete.

– ¿Qué película visteis?

– Philadelphia. Annie lloró -añadió pensativo.

– ¿Por qué?

– La película era muy triste.

– De acuerdo, vale. ¿Y luego?

– Luego cenamos en el café del cine, y fuimos en autobús hasta su casa. Estuvimos en su habitación escuchando música. Cogí el autobús de las once y ella me acompañó hasta la parada de la central lechera.

– ¿Y desde entonces no la has visto?

El joven negó con la cabeza. La boca tensa le confería un aire malhumorado. Una pena, pensó Sejer, porque en realidad era guapo, con ojos verdes y rasgos regulares. La boca pequeña daba la impresión de querer esconder unos dientes feos o algo parecido. Luego vería que los dientes del chico eran más que perfectos. Cuatro de arriba y dos de abajo eran de porcelana.

– ¿Y tampoco hablaste con ella por teléfono?

– Sí -se apresuró a contestar-. Me llamó al día siguiente por la noche.

– ¿Qué quería?

– Nada.

– Pero era una chica muy callada, ¿no?

– Sí, pero le gustaba hablar por teléfono.

– De manera que llamó aunque no quería nada en particular. ¿De qué hablasteis?

– Si necesita saberlo, de todo y de nada.

Sejer sonrió. Halvor miraba constantemente por la ventana, como si quisiera evitar mirarle a los ojos. Tal vez se sintiera culpable o fuera simplemente tímido. Sintió por él una nostálgica compasión. Su novia había muerto y quizá él no tuviera a nadie con quien hablar aparte de su abuela, que le estaba esperando en el cuarto de estar. Y tal vez, pensó Sejer, es un homicida.

– Y ayer, ¿fuiste a trabajar como de costumbre a la fábrica de helados?

Vaciló un instante.

– No, me quedé en casa.

– Así que te quedaste en casa. ¿Por qué?

– No me encontraba muy bien.

– ¿Faltas mucho al trabajo?

– ¡No, no falto mucho! -protestó, elevando el tono de voz. Por primera vez detectaron un atisbo de enfado.

– Tu abuela podrá corroborarlo, ¿no?

– Sí.

– ¿Y no saliste de casa en todo el día?

– Sólo un rato.

– ¿A pesar de estar enfermo?

– ¡Tenemos que comer! A la abuela le cuesta mucho ir a la tienda. Sólo es capaz de andar cuando tiene días buenos, y no son muchos. Tiene artritis -explicó.

– De acuerdo. ¿Puedes decirnos lo que te pasaba?

– Sólo si tengo que hacerlo.

– No estás obligado a hacerlo ahora mismo, pero tal vez tengas que explicarlo más adelante.

– Está bien. Hay noches que no puedo dormir.

– ¿Ah sí? ¿Y entonces te quedas en casa al día siguiente?

– No puedo vigilar las máquinas si no tengo la cabeza despejada.

– Parece lógico. ¿Por qué no consigues dormir?

– Bueno, alguna reminiscencia de la infancia. ¿No es así como se dice?

Sonrió de repente, una sonrisa amarga, inesperadamente adulta en ese rostro joven.

– ¿A qué hora saliste de casa aproximadamente?

– Sobre las once, tal vez.

– ¿A pie?

– En la moto.

– ¿Y a qué tienda fuiste?

– A la tienda Kiwi, en el centro.

– ¿De modo que la moto arrancó ayer?

– En realidad arranca siempre, si no me canso antes de intentarlo.

– ¿Cuánto tiempo estuviste fuera?

– No lo sé. No podía saber que me lo iban a preguntar.

Sejer asintió. Skarre trabajaba como un loco con el bolígrafo para no perderse nada.

– ¿Pero más o menos?

– Una hora, tal vez.

– Podrá confirmarlo tu abuela, ¿no?

– Seguramente no. No se da mucha cuenta de lo que pasa.

– ¿Tienes carné de conducir coches?

– No.

– ¿Cuánto tiempo habéis sido novios Annie y tú?

– Bastante tiempo. Un par de años.

Se limpió la nariz y siguió mirando hacia el patio.

– ¿Era una buena relación, en tu opinión?

– Lo dejamos un par de veces.

– ¿Lo dejó ella?

– Sí.

– ¿Dijo por qué?

– No exactamente, aunque nunca estuvo muy interesada. Quería mantenter la relación en un plan de amistad.

– ¿Y tú no querías?

El joven se sonrojó y se miró las manos.

– ¿Manteníais relaciones sexuales?

Se sonrojó aún más y volvió a mirar al patio.

– Realmente no.

– ¿Realmente no?

– Ya lo he dicho. No estaba muy interesada.

– Pero lo habíais intentado, ¿es eso lo que quieres decir?

– Pues sí, en cierta manera. Un par de veces.

– ¿Y tal vez no fue un éxito?

La voz de Sejer sonó excepcionalmente amable en ese punto.

– No sé lo que se considera un éxito.

Su cara estaba ya tan tensa que no le quedaba ni un gesto.

– ¿Sabes si ella había mantenido relaciones sexuales con alguna otra persona?

– No sé nada de eso, pero me cuesta creerlo.

– Estuviste con Annie durante dos años, desde que ella tenía trece. Ella rompió varias veces la relación, no estaba muy interesada en mantener relaciones sexuales contigo, y sin embargo tú continuaste la relación. No eres un niño, Halvor. ¿Tanta paciencia tienes?

– Supongo que sí.

Hablaba en voz baja, no hacía sino confirmar los hechos, como cuidándose bien de no mostrar ningún sentimiento.

– ¿Crees que la conocías bien?

– Mejor que muchos.

– ¿Tenías la impresión de que se sentía infeliz por alguna razón?

– No exactamente infeliz. Pero no… no sé. Triste, tal vez.

– ¿Es diferente estar triste?

– Sí -contestó el joven levantando la vista-. Cuando uno se siente infeliz sigue esperando alguna mejoría. Y cuando uno se ha dado por vencido, la tristeza se apodera de ti.

Sejer escuchó extrañado esa explicación.

– Cuando conocí a Annie hace dos años era distinta -dijo de repente-. Se reía y bromeaba con todo el mundo. Lo contrario de como soy yo -añadió.

– ¿Y luego cambió?

– Se hizo mayor de pronto. Y más callada. Dejó de ser tan bromista. Yo esperaba que se le pasara, que volviera a ser como antes. Ahora ya no se puede esperar nada más.

Entrelazó las manos y miró al suelo. Por fin hizo un esfuerzo enorme y se encontró con la mirada de Sejer. Sus ojos brillaban como piedras mojadas.

– No sé lo que están pensando ustedes, pero yo no le he hecho nada a Annie.

– Nosotros no estamos pensando nada. Tenemos que hablar con todo el mundo. ¿Comprendes?

– Sí.

– ¿Annie consumía droga o alcohol?

Skarre sacudió el bolígrafo para que la tinta llegara a la punta.

– ¿Bromea? No sabe lo que dice.

– Seguramente -contestó con sencillez-. Yo no la conocía.

– Perdone, pero es que suena muy ridículo.

– ¿Y tú?

– Ni soñarlo.

Vaya, vaya, pensó Sejer. Un joven sobrio y trabajador con trabajo fijo. Muy prometedor.

– ¿Conoces a algunos de los amigos de Annie? ¿A Anette Horgen, por ejemplo?

– Un poco. Pero solíamos salir los dos solos. Annie no quería mezclarnos.

– ¿Por qué no?

– No lo sé. Ella era la que decidía.

– ¿Y tú hacías lo que ella quería?

– No resultaba muy difícil. A mí tampoco me gustan las aglomeraciones.

Sejer asintió comprensivo. Tal vez, y a pesar de todo, fueran una pareja bien avenida.

– ¿Sabes si Annie llevaba un diario?

Halvor vaciló un instante, detuvo un impulso en el último momento y negó con la cabeza.

– ¿Quiere decir uno de esos diarios de color rosa en forma de corazón y con candado?

– No necesariamente. Podría haber tenido otro aspecto.

– No lo creo -murmuró el joven.

– ¿Pero no estás seguro?

– Casi seguro. Ella jamás lo mencionó.

Su voz ya era apenas audible.

– ¿Tienes a alguien con quien hablar?

– Tengo a mi abuela.

– ¿Mantienes una relación estrecha con ella?

– Ella está bien. Hay paz y tranquilidad aquí.

– ¿Tienes un anorak azul, Halvor?

– No.

– ¿Qué te pones para salir?

– Una cazadora vaquera. O un plumas cuando hace frío.

– ¿Prometes llamarme si tienes algo que decirme?

– ¿Por qué iba a hacerlo? -preguntó Halvor, levantando la vista extrañado.

– Déjame decirlo de otra manera: ¿llamarás a la comisaría si se te ocurre algo, cualquier cosa, que en tu opinión pudiera explicar por qué ha muerto Annie?

– Sí.

Sejer miró el cuarto donde se encontraba, con el fin de recordarlo. Su mirada se detuvo en la Virgen. Vista de cerca, la figura parecía más valiosa.

– Es una figura bonita. ¿La has comprado en el sur de Europa tal vez?

– Me la han regalado. Me la regaló el padre Martín. Soy católico -añadió.

Esa información hizo que Sejer lo mirara más de cerca. Era un muchacho reservado y severo, daba la impresión de estar ocultando algo que no debían descubrir. Tal vez tendrían que obligarlo a abrirse, abrirse como una almeja en agua hirviendo. La idea le fascinaba.

– ¿De manera que eres católico?

– Sí.

– Perdona mi curiosidad, pero, ¿qué es lo que te atrajo de la fe católica?

– Es evidente, ¿no? La absolución. El perdón.

Sejer asintió.

– Pero eres muy joven -se levantó y sonrió al muchacho-. No creo que hayas tenido tiempo de pecar mucho todavía.

La frase quedó un instante flotando en el aire.

– De vez en cuando he tenido algún mal pensamiento.

Sejer dio un salto en sus propios pensamientos.

– Lo que nos has contado será comprobado, claro está -dijo-. Lo hacemos con todo el mundo. Volverás a tener noticias nuestras.

Le dio un fuerte apretón de mano, intentando transmitirle un buen pensamiento. Luego atravesaron la cocina, que olía ligeramente a verduras hervidas, y volvieron al cuarto de estar, donde estaba la anciana sentada en una mecedora, envuelta en una manta. Los miró asustada cuando salieron. Fuera seguía la moto, una Suzuki negra, cubierta con un plástico.

– ¿Estás pensando lo mismo que yo? -le preguntó Skarre ya en el coche.

– Probablemente. No ha hecho ninguna pregunta. Ni una sola. Alguien ha matado a su novia, y él no parece hacerse muchas preguntas. Pero eso no tiene por qué significar nada.

– De todos modos es bastante curioso.

– Tal vez ahora que acabamos de marcharnos, también él lo está pensando.

– O tal vez sabe lo que le ocurrió a su novia, y por eso no se le ocurrió hacer preguntas.

– Ese anorak que encontramos le estaría muy grande a Halvor, ¿no?

– Tenía las mangas remangadas.

Era ya tarde y necesitaban una pausa. Abandonaron la pequeña población, dejándolos a solas con su susto y sus pensamientos. En Krystallen la gente cruzaba la calle una y otra vez, las puertas se abrían y cerraban, los teléfonos sonaban. La gente removía sus cajones en busca de viejas fotografías. Annie estaba en boca de todo el mundo. Los primeros y leves rumores nacían a la luz de velas, y luego se extendían como la maleza entre las casas. Se tomaba alguna que otra copa. Había estado de guardia en ese pequeño callejón, y se infringía una regla tras otra.

Raymond, sin embargo, estaba absorto en otros quehaceres. Sentado a la mesa de la cocina, pegaba cromos en un cuaderno, cromos de figuras conocidas de los cómics. La lámpara del techo estaba encendida, su padre dormía la siesta, la radio emitía peticiones musicales de los oyentes. Glenn Kåre es felicitado por su abuela con este disco. Raymond escuchaba e inhalaba el pegamento, que olía a esencia de almendra. No se percató del hombre que le estaba mirando fijamente a través dé la ventana.


Halvor cerró la puerta de la cocina y encendió el ordenador. Abrió el disco duro y miró pensativo la fila de archivos. Contenían juegos, declaración de la renta, presupuestos, listas de direcciones, una relación de su colección de compactos y otros asuntos triviales. Pero también había otra cosa, una carpeta cuyo contenido le era desconocido. Ponía «Annie». Se quedó mirándola pensativo. Apretando dos veces el botón del ratón, los archivos se abrirían, revelando en unos segundos su contenido. Pero había excepciones. Él mismo tenía un archivo llamado «Privado». Para abrirlo tenía que teclear una clave que sólo él conocía. Lo mismo pasaba con el archivo de Annie. Él le había enseñado a cerrarlo para que nadie pudiera entrar, un procedimiento bastante sencillo. No tenía ni idea de la clave que ella había elegido, y tampoco de lo que contenía el archivo. Ella había insistido en mantenerlo en secreto, con una risita al ver su decepción. De modo que él le explicó cómo hacerlo, y luego tuvo que salir de la habitación y quedarse en el cuarto de estar mientras ella escribía la clave. Pulsó dos veces el botón del ratón, sin ningún motivo, y recibió inmediatamente el mensaje: «Access denied. Password required».

Quería abrirlo. Era lo único que le quedaba de ella. ¿Y si contenía algo que pudiera ser peligroso para él? Tal vez fuera una especie de diario. Será una tarea imposible, pensó, mirando desconcertado el teclado en el que nueve números, veintinueve letras y una serie de signos formaban un número de posibilidades de combinación que él no podía ni imaginarse. Intentó relajarse y recordó de repente que también él había elegido un nombre. Era el nombre de una famosa mujer que había perecido en la hoguera y que luego había sido proclamada santa. Pegaba estupendamente, y ni siquiera a Annie se le habría ocurrido. Pero tal vez ella hubiera elegido una fecha. Era bastante corriente elegir la fecha de nacimiento de algún allegado, por ejemplo. Se quedó mirando fijamente el archivo durante un rato: sólo veía un cuadrado insignificante y gris con el nombre de Annie. Tampoco debería abrirlo, pues precisamente por eso ella lo había cerrado, para mantenerlo en secreto. Pero ella ya no estaba y ya no valían las reglas de antes. Tal vez allí pusiera algo que pudiera explicar por qué era como era, tan condenadamente inconquistable.

Sus escrúpulos se pulverizaron, posándose como polvo en los rincones. Se había quedado solo, con una eternidad de tiempo y nada con qué llenarlo. Sentado en aquella habitación medio en penumbra, mirando la pantalla luminosa, se sentía muy cerca de Annie. Decidió comenzar por cifras, como fechas de nacimiento y números de carnés de identidad. Tenía unos cuantos en la cabeza, el de Annie, el suyo propio, el de su abuela. Podría buscar algunos más. Al fin y al cabo, ya tenía algo con qué empezar. Aunque ella también podría haber elegido una palabra, o varias palabras, o tal vez un refrán, o una cita, o tal vez un nombre. Sería muy laborioso. No sabía si llegaría a encontrarla, pero tenía mucho tiempo y mucha paciencia. Además, había otras maneras.

Comenzó por la fecha de nacimiento de Annie, la cual no había elegido, evidentemente, tres de marzo de mil novecientos ochenta: cero, tres, cero, tres, uno, nueve, ocho, cero. Luego las mismas cifras empezando por el final.

«Access denied», parpadeaba la pantalla. De repente, su abuela apareció en la puerta.

– ¿Qué han dicho? -preguntó, apoyándose en el marco.

Halvor se sobresaltó y se enderezó.

– No mucho. Sólo hicieron algunas preguntas.

– ¡Pero esto es horrible, Halvor! ¿Por qué ha muerto?

El joven la miró enmudecido.

– Eddie dijo que la encontraron en el bosque, junto a la laguna de la Serpiente.

– ¿Pero por qué murió?

– No me lo han dicho -susurró-. Me olvidé de preguntárselo.


Sejer y Skarre se habían apoderado de la sala de formación del barracón que había detrás de los Juzgados. Echaron las cortinas y apagaron casi todas las luces. Habían rebobinado la cinta hasta el principio. Skarre estaba preparado, con el mando a distancia en la mano.

El aislamiento sonoro de ese anexo construido tan deprisa, como una solución de emergencia, no era muy bueno. Oían sonar los teléfonos y cerrarse las puertas, voces, risas y coches que pasaban bramando. Un borracho aullaba en el patio. Y sin embargo, los sonidos llegaban atenuados, como un reflejo de que el día estaba acabando.

– ¿Qué diablos es eso?

Skarre se inclinó hacia delante.

– Alguien corriendo. Parece la atleta Grethe Waitz. Podría ser la maratón de Nueva York.

– Tal vez se haya equivocado de vídeo.

– Seguro que no. ¡Para!, creo haber visto islotes y escollos.

La imagen saltó de un lado para otro durante algún tiempo hasta que se quedó quieta y aparecieron dos mujeres en biquini, tumbadas sobre un monte pelado.

– La madre y Sølvi -dijo Sejer:

Sølvi estaba tumbada de espaldas con una rodilla doblada. Llevaba las gafas de sol en el pelo, tal vez para evitar círculos blancos alrededor de los ojos. La madre estaba parcialmente tapada por un periódico. Junto a ellas había revistas, cremas de sol, termos, varias toallas grandes de baño y un radiocasete.

La cámara ya había enfocado bastante tiempo a las dos adoradoras del sol. La lente buscó una playa más abajo, donde una chica entraba andando por la derecha. Llevaba una tabla de surf sobre la cabeza y se dirigía hacia el agua, parcialmente oculta a la cámara. No andaba de manera provocativa, andaba exclusivamente con el fin de llegar, y no redujo la velocidad al llegarle el agua hasta las rodillas. Se oía el rumor de las olas, que eran bastante fuertes, y de repente la voz del padre:

– ¡Venga Annie, sonríe!

Ella prosiguió sin inmutarse, cada vez más adentro, ignorando la petición. Pero luego acabó girándose, no sin algún esfuerzo bajo el peso de la tabla. Durante unos instantes miró a Sejer y a Skarre. El viento hacía bailar sus rubios cabellos alrededor de las orejas, una sonrisa le iluminó velozmente la cara. Skarre miró esos ojos grises y notó cómo se le ponía la piel de gallina, mientras seguía con la vista a esa muchacha de piernas largas vagando entre las olas. Llevaba un bañador negro de los que utilizan las nadadoras, con una cruz arriba en la espalda, y un chaleco salvavidas azul.

– Esa tabla no es de principiantes -murmuró Skarre.

Sejer no le contestó. Annie se adentraba cada vez más en el mar. Por fin se detuvo y consiguió subirse a la tabla. Agarrando la vela con manos firmes encontró por fin el equilibrio. Luego la tabla dio un giro de ciento noventa grados y cogió velocidad. Los hombres estaban callados mientras Annie se alejaba cada vez más barriendo las olas como un gran velero. El padre la seguía con la cámara. Ellos eran los ojos del padre. La veían como él veía a su propia hija a través de la lente. Se esforzaba por mantener la cámara quieta, tenía que evitar temblar con el fin de hacer los honores a la tabla de surf. A través de las imágenes, los dos policías sintieron su orgullo, ese orgullo que el padre tendría que haber sentido por ella. Ella estaba en su elemento. No parecía tener miedo de caerse y acabar en el agua.

De repente desapareció y pudieron ver una mesa puesta con mantel de flores, platos, vasos, cubiertos pulidos, y flores silvestres en un jarrón. Chuletas, salchichas y bacón en una tabla. La barbacoa al rojo vivo. El sol brillaba en las botellas de Coca Cola y agua mineral. Sølvi de nuevo, con mínifalda y la parte de arriba del biquini, recién maquillada; la señora Holland con un decoroso vestido de verano. Y finalmente Annie, de espaldas, con bermudas azul marino. De repente se volvió hacia la cámara, una vez más a petición de su padre. La misma sonrisa, un poco más amplia esta vez, mostrando sus hoyuelos e indicios de finas venas azules en el cuello. Sølvi y la madre charlaban al fondo, se oía el sonido de cubitos de hielo, Annie estaba echando Coca Cola. Se volvió lentamente otra vez, con una botella en la mano y preguntó a la cámara:

– ¿Coca Cola, papá?

La voz era sorprendentemente profunda. La siguiente imagen mostraba la cabaña por dentro. La señora Holland estaba junto al banco de cocina partiendo una tarta.

«Coca Cola, papá.» La voz era cortante, y sin embargo suave. Annie había querido a su padre, se notaba en aquellas tres cortas palabras, revelaban calor y respeto, eran transparentes, igual que un vaso a través del cual se aprecia la diferencia entre limonada y vino tinto. La voz tenía profundidad y calor. Para su padre, Annie era la niña de sus ojos.

El resto de la película pasó titilando. Annie y su madre jugando al badminton, sin aliento, con un viento demasiado fuerte, estupendo para hacer surfing, terrible para la pelota de pluma. La familia reunida en torno a la mesa dentro de la cabaña, jugando al Trivial Pursuit. Un imagen de cerca del tablero mostraba claramente quién iba ganando, pero Annie no presumía de ello. Generalmente no decía gran cosa, eran Sølvi y la madre las que hablaban sin parar, Sølvi con una voz dulce y frágil, la de la madre, más grave y más ronca. Skarre sopló el humo casi hasta las rodillas y se sintió más viejo que en mucho tiempo. La película titilaba de nuevo y de repente emergió una cara rubicunda con la boca abierta de par en par. Un tenor impresionante llenó la habitación.

– Nessuno dorme -dijo Konrad Sejer, y se levantó pesadamente.

– ¿Cómo dices?

– Luciano Pavarotti. Canta a Puccini. Deja el vídeo en el archivo -prosiguió.

– Era buena haciendo surfing -dijo Skarre solemnemente.

A Sejer no le dio tiempo a contestar. El teléfono los interrumpió. Skarre lo descolgó, a la vez que cogía un bloc y un bolígrafo. Lo hizo automáticamente. Tenía una fe firme en tres cosas: meticulosidad, entusiasmo y buen humor. Sejer iba leyendo conforme Skarre anotaba: Henning Johnas, Krystallen, número cuatro. A las doce cuarenta y cinco. La tienda de Horgen. Moto.

– ¿Puede acercarse a la comisaría? -preguntó Skarre con voz febril-. ¿No? Entonces iremos a su casa. Es un dato muy importante. Gracias, y hasta ahora.

Colgó.

– Uno de los vecinos, un tal Henning Johnas, que vive en el número cuatro. Acaba de llegar a casa y enterarse de lo de Annie. La cogió en la rotonda ayer y la dejó en la tienda de Horgen. Dice que allí había una moto esperándola.

Sejer se volvió a sentar.

– La misma moto que vio Horgen. Halvor tiene una moto -dijo pensativo-. ¿Por qué no podía venir ese hombre?

– Su perra está pariendo.

Skarre se metió la nota en el bolsillo.

– A Halvor le resultará difícil documentar el tiempo que estuvo fuera con la moto. Espero que no sea él el que lo haya hecho. Me pareció majo.

– Un asesino es un asesino -replicó Sejer lacónico-. A veces son majos.

– Sí -contestó Skarre-. Pero resulta más fácil encerrar a alguien que nos parece horrible.


Johnas puso una mano bajo la tripa de la perra y la palpó cuidadosamente. El animal respiraba deprisa, y la lengua, rosa y húmeda, le colgaba de la boca. Yacía muy quieta dejándose tocar. Ya no faltaba mucho. Johnas miró por la ventana esperando que todo acabara rápidamente.

– Buena chica, Hera -dijo acariciándola.

El animal miraba un punto más allá de él, indiferente a los elogios. Johnas se dejó caer al suelo a cierta distancia y se quedó mirándola. Ese animal tan callado y tan paciente le conmovía. Nunca había problemas con Hera, siempre era obediente y dócil como un ángel. Jamás se alejaba de su lado cuando daban paseos, siempre comía lo que le daba. Cuando él subía al piso de arriba a acostarse por las noches, ella se metía silenciosamente en su rincón. En realidad quería estar así, sentado hasta que todo hubiese acabado, muy cerca de ella, escuchando su respiración. Tal vez no pasara nada hasta la mañana siguiente. No se sentía cansado. Entonces sonó el timbre de la puerta, un breve y agudo timbrazo. Se levantó y abrió.

Sejer le dio un apretón de mano fuerte y seco. El hombre irradiaba autoridad. El más joven era diferente, una mano delgada de chico joven, con los dedos finos. Una expresión cálida, no fría y observadora como la del hombre mayor. Los invitó a entrar.

– ¿Qué tal la perra? -preguntó Sejer. Una hermosa dobermann yacía muy quieta sobre una alfombra oriental rosa y negra. No será auténtica, pensó, nadie coloca a una perra parturienta sobre una auténtica alfombra persa. La perra respiraba deprisa, pero por lo demás estaba muy quieta, haciendo caso omiso de los dos extraños que acababan de entrar en la habitación.

– Es la primera vez. Vienen tres, creo, he intentado contarlos. Todo irá bien. Hera nunca plantea problemas -los miró y sacudió la cabeza-. Estoy tan estremecido por lo ocurrido que no logro concentrarme en nada.

Johnas miraba a la perra mientras hablaba, a la vez que se tocaba la calva con una mano enérgica. Un mechón de pelo oscuro y rizado le coronaba la calva y sus ojos eran inusualmente negros. Era un hombre de tamaño mediano, físicamente hablando, pero tenía un torso fuerte y algunos kilos de más alrededor de la cintura. Estaría cerca de los cuarenta. De joven podría tal vez haberse parecido a Skarre en una versión más morena. Tenía rasgos finos y buen color de cara, como si hubiera tomado el sol en el sur.

– ¿No querrán comprar un cachorro?

Les dirigió una mirada rápida, suplicante.

– Tengo un Leonberg -contestó Sejer-, y no creo que me perdonara que llegara a casa con un cachorro. Está muy mimado.

Johnas señaló el sofá y movió la mesa para que los dos hombres pudieran acomodarse detrás.

– Me he encontrado a Fritzner en el garaje, acabo de llegar de Oslo de una feria. Me lo ha contado. Aún no puedo creérmelo. No debería haberla dejado bajar del coche -se frotó los ojos y miró a la perra de nuevo-. Annie estuvo aquí muchas veces. Solía cuidar de los niños. También conozco a Sølvi. Si se hubiera tratado de ella -dijo en voz baja-, no me habría extrañado tanto. Sølvi sí es de las que entraría en un coche si alguien se lo pidiera, aunque no lo conociera de nada. Sólo piensa en los chicos. Pero Annie… -los miró-. A Annie no le interesaban esas cosas. Era muy prudente. Y tenía novio, creo.

– Así es, lo tenía. ¿Lo conocía usted?

– No, no, en absoluto. Pero los he visto por aquí, en la calle, de lejos. Eran muy tímidos, ni siquiera iban cogidos de la mano -sonrió nostálgicamente al pensar en ello.

– ¿A dónde se dirigía usted cuando cogió a Annie?

– Iba al trabajo. Durante algún tiempo pensé que Hera iba a parir, pero no fue así.

– ¿A qué hora abre usted?

– A las once.

– Pero es muy tarde, ¿no?

– Sí, aunque ya sabe, la gente necesita el pan y la leche temprano, pero las alfombras persas se dejan para más tarde, cuando se han cubierto las necesidades más primitivas -sonrió con ironía de su propio comentario-. Tengo una tienda de alfombras -explicó-. En el centro, en la calle Cappelen.

Sejer asintió.

– Annie iba a casa de Anette Horgen a hacer un trabajo del colegio. ¿Se lo mencionó a usted?

– ¿Un trabajo del colegio? -preguntó extrañado-. No, no lo mencionó.

– Pero llevaba una mochila.

– Sí, sí. Tal vez fuera un pretexto, qué sé yo. Iba a la tienda de Horgen, es todo lo que sé.

– Cuéntenos lo que vio.

– Annie bajaba corriendo la pendiente empinada que hay junto a la rotonda. Yo crucé y me detuve en la parada del autobús. Le pregunté si quería que la llevara. Iba, como he dicho, a Horgen; es un buen trecho. No es que ella fuera vaga, Annie era muy deportista. Siempre iba corriendo. Seguro que estaba en muy buena forma. Pero subió al coche y me pidió que la dejara junto a la tienda. Pensé que iba a comprar algo o tal vez a encontrarse con alguien. La dejé allí y seguí mi camino. Pero sí que vi la moto. Estaba aparcada junto a la tienda, y lo último que vi es que la chica se dirigía hacia ella. Quiero decir, no estoy seguro de si el tipo la estaba esperando y no vi quién era. Sólo vi que se acercaba con pasos firmes a la moto, y no se volvió.

– ¿Qué moto era?

Johnas extendió los brazos.

– Entiendo que ustedes tienen que preguntar, pero no sé nada de motos. Mi oficio es otro, por así decirlo. Para mí no era más que acero y cromo.

– ¿Y el color?

– ¿No suelen ser negras las motos?

– En absoluto -respondió Sejer secamente.

– Por lo menos no era de color rojo chillón, de eso me acordaría.

– ¿Era una moto grande y potente, o pequeña? -quiso saber Skarre.

– Creo que era grande.

– ¿Y el conductor?

– No pude verlo. Llevaba un casco con algo rojo, eso si lo recuerdo. No parecía mayor. Creo que era un chico joven.

Sejer se inclinó hacia delante.

– Usted ha visto al novio. Él tiene moto. ¿Podría haber sido él?

Johnas frunció las cejas como poniéndose en guardia.

– Lo he visto por la calle, de lejos. El hombre de la moto también se encontraba a cierta distancia y llevaba casco. No puedo saber si era él o no. Ni siquiera me atrevo a insinuarlo

– No que fuera él -dijo Sejer apretando los ojos-. Sólo que pudo haber sido él. Dice usted que era joven. ¿Era de complexión frágil?

– Con los trajes de piel no se puede saber -contestó con aire desamparado.

– ¿Pero por qué supone que era joven?

– Pues no sé -contestó confuso-, ¿Qué puedo decirles? Seguramente lo supuse porque Annie era joven. O tal vez fuera algo en su porte -parecía algo perplejo-. En ese momento no sabes que cosas así podrán ser importantes -volvió a levantarse y se arrodilló junto a la perra-. Tiene usted que hacerse cargo de lo que supone vivir en este sitio -dijo incómodo-. Los rumores se extienden muy deprisa. Y además, no me cabe en la cabeza que su novio haya sido capaz de hacer una cosa así. No era más que un muchacho, y llevaban mucho tiempo juntos.

– Será mejor que nos deje a nosotros decidir si fue él o no -replicó Sejer con firmeza-. Esa moto es importante, y también ha sido vista por otro testigo. Si es inocente no será condenado.

– ¿No? -dijo como dudándolo-. Bueno, pero también puede ser terrible que sospechen de ti, se lo aseguro. Si digo que se parecía al novio, ustedes le harán mucho daño. Y la verdad es que no tengo ni idea de quién era -movía enérgicamente la cabeza-. No vi más que una figura con traje y casco. Puede haber sido cualquiera. Tengo un hijo de diecisiete años, podría haber sido él. No le hubiera reconocido con esa ropa. ¿Lo entienden?

– Sí, lo entiendo -contestó Sejer secamente-. Por fin ha contestado a mi pregunta. Podría haber sido él. Y en cuanto al daño que se le puede hacer, supongo que ya está hecho.

Johnas tragó saliva haciendo ruido.

– ¿De qué hablaron usted y Annie mientras iban en el coche?

– No era muy habladora. Yo llené el tiempo hablando de Hera y los cachorros.

– ¿Daba la impresión de estar preocupada o angustiada por algo?

– En absoluto. Estaba como siempre.

Sejer echó un vistazo a su alrededor y se fijó en que la habitación tenía pocos muebles, como si el hombre aún no hubiera terminado de decorarla y amueblarla. Pero había muchas alfombras, en los suelos, en las paredes, grandes alfombras orientales con aspecto de ser muy caras. De la pared colgaban dos fotografías, una de un niño rubio de unos dos años, y otra de un adolescente.

– ¿Son sus hijos? -preguntó Sejer señalando las fotografías.

– Sí -contestó Johnas-. Pero esas fotos no son recientes.

Volvió a acariciar las orejas negras y suaves como el terciopelo, y el hocico húmedo de la perra.

– Ahora vivo solo -añadió-. Por fin he encontrado un piso en la ciudad, en Oscarsgate. Esta casa es demasiado grande para mí. Últimamente no veía mucho a Annie. Supongo que le resultaba un poco incómodo cuando mi mujer se marchó. Y tampoco había ya niños que cuidar.

– ¿Trabaja usted con alfombras orientales?

– Comercio más que nada con Turquía y Pakistán. A veces también con Irán, pero en ese país tienden a subir mucho los precios. Viajo allá un par de veces al año y me quedo unas semanas. Me tomo mi tiempo. Empiezo a conocer a gente -añadió satisfecho-. He conseguido muy buenos contactos. Eso es lo más importante, tener una relación de confianza. Sus experiencias con Occidente no son todas buenas.

Skarre se deslizó junto a la mesa y se acercó a la pared transversal de la casa, cubierta casi en su totalidad por una gran alfombra.

– Esa es turca, de Esmirna -dijo Johnas-. Es una de las más valiosas que poseo. En realidad no puedo permitirme el lujo de tenerla. Dos millones y medio de nudos. ¿Bastante increíble, verdad?

Skarre miró la alfombra.

– ¿Es verdad que están hechas por niños? -preguntó.

– A menudo sí, pero no las mías. Eso daña la reputación del negocio. Puede que no guste, pero es un hecho que las mejores alfombras son las hechas por niños. Los adultos tienen los dedos demasiado gordos.

Se quedaron un rato admirando la alfombra, con todas sus formas geométricas siempre hacia dentro, siempre más pequeñas, en un número casi infinito de diferentes matices de color.

– ¿Es verdad que encadenan a los niños a los telares? -preguntó Sejer escéptico.

Johnas negó exasperado con la cabeza.

– Dicho así suena terrible. Los que consiguen un trabajo en un telar pueden considerarse afortunados. Un buen tejedor tiene comida, ropa y calor. Tiene una vida. Si es verdad que se les encadena al telar es a petición de sus padres. Es muy corriente que un pequeño tejedor de esos sostenga a una familia de cinco o seis personas. De esa manera puede salvar a su madre y a sus hermanas de la prostitución, y a su padre o sus hermanos de la mendicidad o de convertirse en ladrones.

– He oído decir que no es más que una forma de demorarlo -dijo Sejer-. Cuando se hacen adultos y tienen los dedos gordos están a menudo ciegos o con la vista muy disminuida debido a los esfuerzos delante del telar. Entonces no pueden trabajar en nada. Y acaban, de todos modos, mendigando.

– Ha visto usted demasiado TV2 -sonrió Johnas-. Haga un viaje a esos lugares y podrá comprobarlo usted mismo. Los tejedores son personitas contentas que gozan de gran respeto entre la gente. Así de fácil. Pero tenemos que contribuir a que los países ricos mantengan alta su moralidad, son más delicados que nadie en esas cuestiones. Por eso me mantengo alejado del trabajo infantil. Si quiere usted alguna vez una alfombra, venga a la calle Cappelen -dijo con insistencia-. Me ocuparé de que haga una buena compra.

– No creo que esté dentro de mi poder adquisitivo.

– ¿Por qué está manchada? -quiso saber Skarre.

Johnas no pudo reprimir una pequeña sonrisa ante tanta ignorancia, al mismo tiempo que se reanimaba, como si hablar de su gran pasión fuera un soplo a unas brasas a punto de apagarse. Se inflamó.

– Es una alfombra hecha por nómadas.

Ese dato no decía absolutamente nada a Sejer.

– Los nómadas se trasladan constantemente, ¿no? Pueden tardar un año en hacer una alfombra de este tamaño. Colorean la lana con plantas que tienen que recoger en distintas estaciones del año, en terrenos diferentes, con distintas condiciones de vida para cada planta. Este azul -añadió señalando la alfombra-, es de índigo. El rojo viene de la raíz de rubia. Pero más dentro del hexágono hay otro tono de rojo que procede de insectos molidos, es más naranja que la henna, y el amarillo es del azafrán -puso una mano en la alfombra y la alisó hacia abajo-. Ésta es una alfombra turca, hecha con nudos de Gördes. En cada centímetro cuadrado hay aproximadamente cien nudos.

– ¿Y los dibujos? ¿Quién los hace?

– Se emplean dibujos de hace cientos de años; muchos de ellos ni siquiera están pintados en papel. Los viejos tejedores van por el taller contándolos.

Los viejos tejedores ciegos, pensó Sejer.

– Los que vivimos en Occidente hemos tardado mucho tiempo en descubrir esta artesanía -prosiguió Johnas-. Tradicionalmente preferimos los dibujos figurativos, es decir algo que cuenta una historia. Por esa razón fueron las alfombras de caza y de jardines las que primero llamaron la atención en nuestra parte del mundo, porque contienen motivos de flores y animales. Yo prefiero estas otras. Primero ese ancho borde que mantiene todo en su lugar. Luego la mirada va desplazándose hacia dentro, y al final llegamos al tesoro, por así decirlo. Como aquí -añadió señalando la alfombra-, hasta el medallón del centro. Perdónenme -dijo de repente-. He acaparado la conversación.

Parecía un poco perplejo.

– Ese casco -dijo Skarre, cambiando de tema-. ¿Era medio o integral?

– ¿Hay cascos medios? -preguntó Johnas extrañado.

– Un casco integral lleva también protección de mandíbula y barbilla. Un casco medio sólo cubre el cráneo.

– En eso no me fijé.

– ¿Y el traje? ¿Era negro?

– Por lo menos oscuro. No se me ocurrió estudiarlo. Es algo muy normal mirar a una chica guapa cruzar la calle para dirigirse hacia un chico en una moto. Es como debe ser, ¿no?

Le dieron las gracias y se detuvieron un instante junto a la puerta.

– Tendremos que volver, espero que lo entienda.

– Naturalmente. Si los cachorros llegan esta noche me quedaré en casa unos días.

– ¿Puede cerrar la tienda?

– Los clientes me llaman a casa si desean algo.

Hera lanzó de repente un profundo suspiro y gimió dolorida en su alfombra auténtica. Skarre la miró con compasión y siguió de mala gana a su jefe.

– Tal vez podamos verlos cuando volvamos -dijo esperanzado-. A los cachorros, quiero decir.

– Seguro que sí -contestó Johnas.

«No lo hagas», sonrió Sejer, pensando en Kollberg.


– ¿Recuerdas el casco de Halvor? ¿El que tenía colgado en la habitación?

Se encontraban de nuevo en el coche.

– Casco negro integral con una raya roja -dijo Sejer pensativo-. Bueno, dejémoslo por hoy. Tengo que sacar al perro.

– Dime, Konrad, ¿tú tienes una relación tan apasionada con tu trabajo como Johnas?

Sejer lo miró.

– Claro. ¿Acaso no se nota? -se puso el cinturón de seguridad y arrancó el coche-. Por cierto, me irrita cuando la gente se impone silencio por una especie de compasión malentendida hacia alguien que ni siquiera conoce, sólo porque están seguros de que se trata de un tipo honrado -pensó en Halvor y sintió cierta tristeza-. Hasta el día en que alguien asesina por primera vez, no es un asesino. Es gente normal. Entonces, cuando los vecinos descubren que ha matado, de repente esa persona es un asesino para el resto de su vida. Desde entonces puede matar a montones, como una especie de máquina asesina descontrolada. Entonces los vecinos protegen a sus hijos y ya nada parece seguro.

Skarre lo miró fijamente.

– ¿Entonces Halvor ya es objeto de nuestro interés?

– Naturalmente. Era su novio. Pero me pregunto por qué Johnas pone tanto empeño en proteger a un tipo a quien sólo ha visto de lejos.


Ragnhild Album se inclinó sobre la hoja y se puso a dibujar. El bloc era nuevo, y la niña descubrió la primera hoja en blanco con algo parecido a la veneración. Tal vez un simple coche en una nube de polvo no fuera digno de arrebatar a ese bloc su blanquísima virginidad. La caja contenía seis lápices de colores. Sejer había comprado un juego para Ragnhild y otro para Raymond. Ese día la niña iba peinada con dos coletas en lo alto de la cabeza, apuntando hacia arriba como si fueran antenas.

– Hoy llevas el pelo muy bien -le dijo Sejer.

– Con ésta -dijo la madre tirando de una de las coletas-, recibe la Operación Lobo Blanco de Narvik, y con la otra a su abuela, que está en Svalbard.

Sejer sonrió mirando al suelo.

– Dice que sólo vio una nube de polvo -prosiguió la madre preocupada.

– Dice que vio un coche -replicó Sejer-. Merece la pena intentarlo -añadió, poniendo una mano sobre el hombro de la niña-. Cierra los ojos -dijo-, intenta verlo en tu imaginación y luego lo dibujas lo mejor que puedas. Es decir, no vas a dibujar un coche cualquiera, vas a dibujarme exactamente el coche que visteis Raymond y tú.

– ¡Que sí! -replicó la niña, impaciente.

Sejer sacó a la señora Album de la cocina y la llevó al cuarto de estar para dejar sola a Ragnhild. La mujer se quedó junto a la ventana contemplando las azuladas montañas en la lejanía.

– Annie cuidó de Ragnhild en varias ocasiones -dijo en voz baja-. Se le daban muy bien los niños… Hace ya un par de años. Cogieron el autobús hasta el centro y estuvieron fuera todo el día. Montaron en el trenecito de la plaza, y subieron por las escaleras mecánicas de los grandes almacenes y en el ascensor, cosas que a Ragnhild le encantaban. Annie tenía un don especial para tratar a los niños. Era diferente. Se preocupaba por ellos.

Sejer oyó a la niña coger lápices de colores de la caja.

– ¿Conoce usted también a la hermana? ¿A Sølvi?

– Sé quién es. Era sólo su hermanastra.

– ¿Ah sí?

– ¿No lo sabía?

– No -contestó Sejer.

– Todo el mundo lo sabe -dijo ella con sencillez-. No es un secreto. Eran muy distintas. Durante algún tiempo tuvieron problemas con el padre, el padre de Sølvi, quiero decir. Perdió el derecho a las visitas y por lo visto no puede superarlo.

– ¿Por qué?

– Lo de siempre. Borracheras, violencia. Pero claro, ésa es la versión de la madre. Ada Holland es bastante severa, así que no sé qué pensar.

«Vaya», pensó Sejer a su vez.

– Pero Sølvi ya es mayor de edad, ¿no? Puede hacer lo que quiera.

– Supongo que ya es demasiado tarde. La relación se habrá roto. Pienso mucho en Ada -añadió-. A ella no le han devuelto a su hija como a mí.

– ¡Ya está! -sonó una voz desde la cocina.

Se levantaron y fueron a ver. Ragnhild seguía sentada con la cabeza ladeada y una expresión que denotaba no estar del todo satisfecha. Una nube gris llenaba la mayor parte de la hoja, y del polvo salía el morro de un coche, con faros y parachoques. El chasis era ancho, como los de esos grandes coches americanos y el parachoques estaba pintado de negro. Parecía una gran sonrisa desdentada. Los faros estaban torcidos. Como los ojos de los chinos, pensó Sejer.

– ¿Hizo mucho ruido al pasar? -preguntó Sejer, inclinándose sobre la mesa de la cocina y notando el olor dulzón al chicle de la niña.

– Sí, mucho ruido.

Sejer miró fijamente el dibujo.

– ¿Puedes hacerme otro dibujo? Uno donde sólo se vean los faros.

– ¿Sólo los faros? ¡Pero si puedes verlos aquí! -exclamó la niña señalando el dibujo-. Estaban torcidos.

– ¿Y el color del coche, Ragnhild?

– Bueno, en realidad no era gris. Pero no hay mucho donde elegir -añadió sacudiendo la caja de lápices-. Aquí no está ese color.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Quiero decir que era de uno de esos colores que no tienen nombre.

Un montón de colores dieron vueltas en la cabeza de Sejer: siena, sepia, antracita…

– Ragnhild -dijo-, ¿recuerdas si el coche llevaba algo en el techo?

– ¿Antenas?

– No, algo más grande. Raymond cree que había algo grande sobre el techo del coche.

La niña clavó su mirada en él y reflexionó:

– ¡Sí! -dijo de repente-. ¡Una barca!

– ¿Una barca?

– Una barca pequeña y negra.

– No sé lo que haría yo sin ti -sonrió Sejer, haciendo castañetear los dedos cerca de las antenas de la niña-. Elise -añadió-, tienes un hermoso nombre.

– Nadie quiere llamarme así. Todo el mundo me llama Ragnhild.

– Yo te llamaré Elise si quieres.

La niña se sonrojó tímidamente, cerró la caja de pinturas y el bloc y se lo devolvió todo a Sejer.

– Es para ti. No faltaba más.

La niña volvió a abrir la caja inmediatamente y continuó dibujando.


– ¡Uno de los conejos se ha tumbado de lado!

Raymond estaba en la puerta del dormitorio de su padre, moviéndose intranquilo de un lado para otro.

– ¿Cuál?

– Cesar, el gigante belga.

– Entonces tendrás que matarlo.

Raymond se asustó tanto que se le escapó un pedo. Esa pequeña fuga no cambió nada el estado del aire en la habitación cerrada.

– ¡Pero si todavía respira!

– No podemos estar dando de comer a los que van a morir, Raymond. Ponlo en el taco de madera. El hacha está detrás de la puerta del garaje. ¡Y ten cuidado con las manos! -añadió.

Raymond se retiró y se dirigió abatido hasta las jaulas. Permaneció un rato mirando a Cesar a través de la tela metálica. Está acostado exactamente como un bebé, pensó, encogido como un pelota blandita, con los ojos cerrados. No se movió cuando Raymond abrió la jaula, metió una mano y le acarició ligeramente el lomo. Estaba tan calentito como siempre. Lo cogió por la piel de la nuca y lo sacó. Pataleó sin ganas, parecía no tener fuerzas.

Raymond se sentó luego cabizbajo junto a la mesa de cocina. Tenía delante un álbum con fotos de la selección nacional, así como aves y otros animales. Cuando apareció Sejer estaba muy abatido. El chico llevaba sólo un pantalón de deportes y unas zapatillas. Tenía el pelo de punta y su tripa era blanca y blanda. En sus redondos ojos se dibujaba una expresión malhumorada, y su boca era un hocico, como si estuviera chupando enérgicamente algo, tal vez un caramelo.

– Buenos días, Raymond.

Sejer hizo una profunda inclinación con el fin de calmarlo.

– ¿Te resulto muy pesado?

– Sí, porque estoy con mi colección y me interrumpes.

– Ya lo sé. Resulta muy irritante. A mí tampoco me gusta nada que me interrumpan, pero no habría venido si no me viera obligado a ello. Espero que lo entiendas.

– Sí, vale.

Raymond se tranquilizó un poco y se fue hacia dentro. Sejer dejó los utensilios de dibujar sobre la mesa y lo siguió.

– Me gustaría que me hicieras un dibujo -dijo con prudencia.

– ¡Ah, no! ¡Eso nunca!

Raymond pareció tan preocupado que Sejer le puso una mano sobre el hombro.

– No sé dibujar -gritó el muchacho.

– Todo el mundo sabe dibujar -contestó Sejer tranquilamente.

– Por lo menos no sé dibujar personas.

– No vas a dibujar personas. Sólo un coche.

– ¿Un coche?

La expresión de Raymond fue en ese momento de escepticismo. Sus ojos se estrecharon y parecían normales.

– El coche que visteis Ragnhild y tú. Ese que iba tan deprisa.

– ¡Madre mía! ¡Qué pesados estáis con ese coche!

– Es que es importante. Lo estamos buscando pero no conseguimos encontrarlo. Tal vez el hombre del coche sea un canalla, Raymond, y entonces tendremos que atraparlo.

– Ya he dicho que iba demasiado deprisa.

– Algo más tuviste que ver -dijo Sejer, en un tono más grave-. Viste que era un coche, ¿no? No un barco ni una bicicleta. Ni, por ejemplo, una caravana de camellos.

– ¿Camellos?

Raymond se rió de tan buena gana que la tripa le temblaba ligeramente.

– Habría tenido gracia ver un montón de camellos por ese camino. Pero no eran camellos. Era un coche con un cofre portaesquís en el techo.

– Dibújalo-le ordenó Sejer.

Raymond se resignó, se desplomó sobre la silla que había junto a la mesa y sacó la lengua, como si de un timón se tratara. Sejer tardó un par de minutos en comprobar que el chico había sido extremadamente sincero al hablar de sus dotes para el dibujo. El resultado parecía un pan integral sobre ruedas.

– ¿Podrías colorearlo?

Raymond abrió la caja de colores, miró minuciosamente todos los lápices y se decidió finalmente por el color rojo. Luego se concentró para no colorear fuera de lo dibujado.

– ¿Era rojo, Raymond?

– Sí -contestó, y siguió coloreando.

– ¿De manera que el coche era rojo? ¿Estás seguro? Creo recordar que dijiste que era gris.

– Dije que era rojo.

Sejer sopesó las palabras cuidadosamente mientras sacaba una banqueta de debajo de la mesa.

– Dijiste que no recordabas el color, pero que tal vez fuera gris, como dijo Ragnhild.

Raymond se rascó ofendido la tripa.

– Recuerdo mejor poco a poco, ¿sabes? Ayer dije a ese hombre que vino que era rojo.

– ¿A quién?

– A un hombre que iba de paseo y que se paró ahí fuera. Quería ver los conejos y estuve hablando con él.

Sejer notó un ligero pinchazo en la nuca.

– ¿Lo conocías?

– No.

– ¿Podrías decirme cómo era?

Raymond dejó el lápiz rojo y sacó el labio inferior.

– No -contestó.

– ¿No quieres?

– Sólo era un hombre. No te quedarás contento diga lo que diga.

– Por favor… Yo te ayudaré. ¿Era gordo o delgado?

– Regular.

– ¿Moreno o rubio?

– No sé. Llevaba una gorra.

– ¿Ah sí? ¿Era joven?

– No sé.

– ¿Mayor que yo?

Raymond levantó un momento la vista.

– ¡Ah, no!, no tan viejo como tú. Tú tienes el pelo completamente gris.

«Gracias por el cumplido», se dijo Sejer.

– No quiero dibujarlo.

– No voy a pedírtelo. ¿Vino en coche?

– No, vino andando.

– Al marcharse, ¿bajó por el camino o subió hacia la colina?

– No sé. Entré a ver a papá. Era muy majo -dijo de repente.

– Me lo imagino. ¿Qué dijo, Raymond?

– Que los conejos eran muy bonitos. Y que si le vendería uno si alguna vez tenían hijos.

– Sigue, sigue.

– Luego hablamos del tiempo. De lo seco que estaba todo. Me preguntó si me había enterado de lo de la chica de la laguna y si yo la conocía.

– ¿Qué le contestaste?

– Que fui yo quien la encontró. Le daba pena que la chica estuviera muerta. Y le hablé de vosotros, y de que habíais estado aquí preguntándome por el coche. El coche, dijo, ¿ese coche tan ruidoso que siempre va tan deprisa por esta carretera? Sí, dije. Ése fue el coche que vi. Él sabía qué coche era. Dijo que era un Mercedes rojo. Me equivoqué cuando me preguntasteis, pero ahora me acuerdo. Era rojo.

– ¿Te amenazó?

– No, no. Yo no me dejo amenazar fácilmente. Un hombre adulto no se deja amenazar. Se lo dije.

– ¿Y su ropa, Raymond? ¿Qué llevaba?

– Ropa normal.

– ¿Ropa marrón? ¿Azul? ¿Lo recuerdas?

Raymond lo miró perturbado y escondió la cabeza entre las manos.

– ¡A ver si dejas ya de dar la lata!

Sejer se tomó un descanso y lo miró de reojo, dejando que se tranquilizara un rato. Luego dijo en voz muy baja:

– Pero el coche era gris o verde, ¿no es cierto?

– No, era rojo. Le dije: «No tiene que amenazarme», porque el coche era rojo, y él se puso contento.

Se agachó de nuevo sobre el dibujo y trazó algunos garabatos. Su boca era una raya obstinada.

– No lo destroces. Me gustaría quedarme con él.

Sejer cogió el dibujo.

– ¿Cómo está tu padre? -preguntó pensativo.

– No puede andar.

– Ya lo sé. Vamos a verlo.

Se levantó y siguió a Raymond por el pasillo. Éste abrió la puerta sin llamar antes. La habitación estaba en penumbra, pero había luz suficiente para que Sejer divisara enseguida al viejo, de pie junto a la mesilla de noche, con una vieja camiseta y unos calzoncillos demasiado grandes. Las rodillas le temblaban alarmantemente. Todo lo que el hijo tenía de gordo, él lo tenía de delgado.

– ¡Papá! -gritó Raymond-. ¿Qué estás haciendo?

– Nada, nada. Buscaba la dentadura.

– Siéntate. Vas a romperte las piernas.

El viejo llevaba medias elásticas, y por encima de ellas se veían las rodillas, hinchadas como dos pálidos bollos con manchas hepáticas que parecían pasas.

Raymond lo ayudó a meterse en la cama y le alcanzó la dentadura. El viejo evitó la mirada de Sejer y dirigió la vista al techo. Sus ojos eran descoloridos, con pupilas minúsculas, enmarcadas por cejas anchas y espesas. Se colocó la dentadura. Sejer se acercó y se colocó delante de él mientras miraba por la ventana, que daba al patio delantero y a la carretera. Las cortinas estaban echadas y sólo permitían que entrara un poco de luz.

– ¿Puede ver lo que pasa en la carretera? -preguntó Sejer.

– ¿Es de la policía?

– Sí. Tiene usted buena vista desde aquí si abre las cortinas.

– Nunca lo hago. Excepto cuando hace mal tiempo.

– ¿Ha visto por aquí algún coche desconocido, o alguna rnoto?

– Alguna vez. Coches de la policía, por ejemplo. Y ese trineo de Papa Noel que lleva usted.

– ¿Y gente andando?

– Excursionistas. Se empeñan en subir a la colina a recoger piedrecitas. O a ver esa podrida laguna. Por cierto, está llena de cadáveres de ovejas. Bueno, cada loco con su tema.

– ¿Conocía usted a Annie Holland?

– Conozco a su padre de cuando tenía el taller. Solía dejar el coche cuando algo no le funcionaba.

– ¿Usted regentó el taller?

El viejo se tapó con el edredón y asintió con la cabeza.

– Tenía dos hijas. Rubias, guapas.

– Annie Holland ha muerto.

– Lo sé. Leo los periódicos, como la mayoría de la gente.

Señaló un montón de periódicos que había en el suelo debajo de la mesilla, junto con otra cosa de un papel más chillón y más brillante.

– Anoche vino un señor a hablar con Raymond. ¿Lo vio usted?

– Sólo oí murmullos ahí fuera. Puede que Raymond no sea muy rápido -dijo en tono cortante-, pero no tiene ni pizca de maldad. ¿Lo entiende usted? Es tan dócil que se le puede llevar atado con una hebra de lana. Siempre hace lo que se le manda.

Raymond asentía una y otra vez con la cabeza, mientras se rascaba la tripa.

Sejer captó la mirada clara del viejo.

– Lo sé -dijo en voz baja-. ¿Así que los oyó usted murmurar? ¿No se dejó tentar y corrió la cortina un poco?

– No.

– No es usted muy curioso, ¿verdad?

– Cierto, no lo soy. Nosotros nos ocupamos de nosotros, no de los demás.

– Y si le digo que existe una mínima posibilidad de que ese hombre esté implicado en el asesinato de la hija de Holland, ¿comprendería usted la gravedad del asunto?

– Pues sí, pero no miré por la ventana, estaba leyendo el periódico.

Sejer miró la pequeña habitación y sintió un escalofrío. No olía muy bien, al viejo seguramente le funcionaba mal el riñon. El cuarto necesitaba ventilación y una buena limpieza, y al viejo habría que darle un baño caliente. Dijo adiós y salió al aire fresco, inspirándolo profundamente. Raymond lo siguió y se quedó de pie con los brazos cruzados, mientras Sejer se acomodaba tras el volante.

– ¿Has arreglado el coche, Raymond?

– Papá dice que necesita una batería nueva. Y ahora no tengo dinero. Cuesta más de cuatrocientas coronas. No conduzco por las carreteras casi nunca -se apresuró a añadir.

– Muy bien. Métete en casa, tienes frío.

– Sí -dijo tiritando-. Y he regalado mi anorak.

– Pues eso no está muy bien hecho, ¿no? -exclamó Sejer.

– Me sentí obligado -dijo tristemente-, estaba allí tumbada, sin nada encima…

– ¿Cómo?

Sejer lo miró asombrado. ¡El anorak que cubría el cadáver era el anorak de Raymond!

– ¿La tapaste? -dijo.

– No llevaba nada de ropa -contestó el joven, dando patadas a la tierra con la zapatilla.

Había pensado instantáneamente que la chica estaba pasando frío y que alguien debía taparla. Esos pelos rubios tal vez fueran pelos de conejo. Raymond masticaba caramelos. Sejer lo miró a los ojos, eran ojos de niño, claros como el agua de un manantial, pero tenía enormes músculos. Sin quererlo, movía la cabeza.

– Fue muy amable por tu parte -dijo, mirándolo muy de cerca-. ¿Hablaste con ella?

Raymond lo miró asombrado, y su mirada angelical se replegó un poco, como si intuyera la proximidad de una trampa.

– ¡Pero si dijiste que estaba muerta!

Más tarde, cuando Sejer se hubo marchado, Raymond salió sigilosamente de la casa y echó un vistazo dentro del garaje. Cesar estaba en un rincón, debajo de un viejo jersey de lana, y aún respiraba.


Skarre acabó sus rutinas e informes con una pluma Microball número 05. Sonrió contento y tarareó unas estrofas de Jesus on the line. La vida no estaba mal, y un caso de homicidio era en realidad mucho más emocionante que un atraco a mano armada. Pronto llegaría el verano. Y allí estaba el jefe, saludándolo con un gran helado de cucurucho. Apartó los papeles y cogió el helado.

– El anorak que cubría parte del cadáver pertenece a Raymond -dijo Sejer.

Skarre se sorprendió tanto que se le cayó el helado.

– Pero dice que se lo puso al volver a casa, después de haber acompañado a Ragnhild, y le creo. La tapó porque estaba desnuda. Llamé a Irene Album, y Ragnhild insistió en que el anorak no estaba cuando ellos llegaron a la laguna. Pero sí es su anorak, así que tendremos que vigilarlo. Le expliqué que no podríamos devolvérselo enseguida y se quedó tan perplejo que le prometí una chaqueta vieja que tengo en casa y que nunca me pongo. ¿Has encontrado tú algo interesante? -preguntó por fin.

Skarre quitó el papel al helado.

– He visitado a todos los vecinos de Annie. En general son buena gente, pero hay muchas multas por exceso de velocidad en esa calle.

Sejer se lamió las fresas del labio superior.

– De veintiuna casas, ocho tienen una o más multas por exceso de velocidad. Revientan todas las estadísticas.

– Es que tienen mucho camino hasta el trabajo -explicó Sejer-. Trabajan en la ciudad o en el aeropuerto. No hay trabajo en Lundeby, ¿sabes?

– Ya, pero aún así son unos brutos en la carretera. También he encontrado otra cosa. Mira esto -hojeó unos papeles y señaló-: Knut Jensvoll, Gneisveien, 8. El entrenador de balonmano de Annie. Cumplió una condena por violación. Dieciocho meses en la prisión de Ullersmo.

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