Sejer la siguió a través del salón hasta su cuarto, que estaba al lado del de Annie. Era bastante más grande y pintado en tonos pastel. En la mesilla de noche había una foto de la hermana muerta.

– He heredado algunas cosas -sonrió, como disculpándose-. Algo de ropa y cosas así. Y si logro convencer a papá para que me dejen tirar la pared de la habitación de Annie, tendré una gran habitación.

Sejer asintió con la cabeza.

– Quedará estupendo -murmuró avergonzándose de los sentimientos arrogantes que amenazaban con emerger. No tenía derecho a juzgar a nadie. Ellos se esforzaban por seguir viviendo y tenían derecho a hacerlo a su manera. Nadie debe decir a otros cómo superar el duelo por un ser querido. Mientras se echaba esta pequeña reprimenda miraba a su alrededor. Jamás había visto una habitación con tantos cachivaches, figuras y trastos.

– Y voy a tener una televisión para mí sola -sonrió Sølvi-. Y con una nueva antena podré recibir la TV-Noruega -se agachó sobre una caja de cartón en el suelo, no paraba de sacar cosas-. Casi todo son libros -dijo-, Annie no tenía cosméticos ni joyas ni esas cosas. Luego tenía un montón de compactos y cintas de casete.

– ¿Te gusta leer?

– En realidad no. Pero la estantería quedará bonita llena de libros.

Sejer hizo un gesto de comprensión.

– ¿Ha ocurrido algo? -preguntó la muchacha.

– Pues sí, en cierto modo. Pero aún no entendemos del todo el significado.

Sølvi seguía sacando cosas de la caja de cartón envueltas en papel de periódico.

– ¿De modo que conoces a Magne Johnas, Sølvi?

– Sí -contestó la joven. A Sejer le pareció que se sonrojaba pero no estaba seguro, porque ya estaba roja antes-. Ahora vive en Oslo. Trabaja en Gym & Greier.

– ¿Sabes si alguna vez hubo algo entre Annie y él?

– ¿Si hubo algo? -repitió mirando a Sejer sin comprender nada.

– Si salieron juntos, o si Magne alguna vez estuvo enamorado de ella, o si había intentado ligar con ella antes que contigo.

– Annie siempre se reía de él -contestó Sølvi como lamentándolo-. Ni que Halvor fuera gran cosa. Magne al menos tiene pinta de chico. Quero decir, tiene músculos y eso.

La joven luchaba con el papel de periódico y evitaba mirar a Sejer.

– ¿Annie pudo ofender a Magne de alguna manera? -preguntó Sejer mirando un objeto brillante que apareció entre los envoltorios.

– No me extrañaría. A Annie no le bastaba con decir que no. Podía llegar a ser bastante sarcástica, y no admiraba nada los músculos. Todo el mundo habla de lo buena y lo maravillosa que era, y yo no es que pretenda decir nada malo de mi hermanastra, pero muchas veces era sarcástica. Sólo que nadie se atreve a decirlo porque ha muerto. No entiendo cómo podía soportarlo Halvor. Siempre era Annie la que lo decidía todo.

– ¿Ah sí?

– Pero conmigo siempre era buena.

Por un instante pareció asustada al recordar a su hermana y todo lo que había sucedido.

– ¿Cuánto tiempo llevas con Magne? -preguntó Sejer cortesmente.

– Sólo unas semanas. Vamos al cine y cosas así.

– Él es más joven que tú, ¿no?

– Cuatro años -contestó de mala gana-. Pero es muy maduro para su edad.

– Exactamente.

Sølvi levantó algo hacia la luz y lo miró. Era un pájaro de bronce sobre un palo. Una criatura pequeña y redonda vestida de plumas y con la cabeza ladeada.

– Creo que está roto -dijo Sølvi insegura.

Sejer miró sorprendido. Lo que vio se le clavó en la sien como una flecha. Parecía un pajarito de los que se ponían en las tumbas de niños.

– Puedo hacer un poco de masa de miga de pan y hacerle un pie nuevo -dijo la joven pensativa-. Le diré a papá que me ayude. El pájaro es muy bonito.

Sejer no contestó. Le estaba emergiendo lentamente la imagen de otra Annie, una imagen más matizada que la que Halvor y sus padres le habían dibujado.

– ¿Qué crees que es? -murmuró.

Ella se encogió de los hombros.

– Ni idea. Una figura de ésas de adorno rota, ¿no?

– ¿Nunca la habías visto hasta ahora?

– No. Annie no me dejaba entrar en su habitación cuando ella no estaba en casa.

Dejó el pájaro sobre el escritorio, donde quedó balanceándose. Sølvi volvió a meter la cabeza en la caja de cartón.

– ¿Hace mucho que no ves a tu padre? -preguntó Sejer mirando el pájaro que seguía balanceándose cada vez más despacio. Su cerebro trabajaba a marchas forzadas.

– ¿Mi padre? -se enderezó y lo miró algo confusa-. ¿Quiere decir mi padre de Adamstuen?

Sejer asintió con un movimiento de cabeza.

– Vino al entierro de Annie.

– Seguramente lo echas de menos, ¿no?

Sølvi no contestó a esa pregunta. Fue como si Sejer tocara algo en lo que ella rara vez se parara a pensar, algo incómodo que intentaba olvidar, un atisbo de mala conciencia tal vez, algo causado por otros, leyes no escritas que ella siempre había seguido y aceptado sin protestar, porque nunca había entendido lo que realmente había detrás. Sejer se sintió un poco insistente en ese momento. Tenía que mostrarse considerado, no debía olvidar que tenía que acercarse a la gente bajo sus propias premisas, no entrar dando patadas en su mundo.

– ¿Cómo llamas a Eddie? -preguntó con cautela.

– Lo llamo papá -contestó en voz baja.

– ¿Y a tu verdadero padre?

– A él lo llamo padre -dijo con sencillez-. Siempre lo he llamado así. Era él quien lo quería, era muy anticuado.

Era… Como si ya no existiera.

– Estoy oyendo el coche de mis padres -dijo Sølvi aliviada.

El Toyota verde de los Holland se posó delante de la casa. Sejer vio a Ada Holland poner un pie en la gravilla y echar un vistazo hacia la ventana.

– ¿Me dejas ese pájaro, Sølvi?

Ella lo miró boquiabierta.

– ¿El pájaro roto? Claro que sí -le dio el pájaro con una mirada interrogante.

– Gracias. No voy a molestarte más -dijo Sejer sonriendo, y salió de la habitación. Se metió el pájaro en un bolsillo y se dirigió al cuarto de estar, donde se quedó esperando junto a la pared.

El pájaro. Arrancado de la tumba de Eskil. En la habitación de Annie. ¿Por qué?

Holland entró primero. Lo saludó con un movimiento de la cabeza y luego le dio la mano, con la mirada parcialmente dirigida a otra parte. Había en él un sentimiento de rechazo que antes no había mostrado. La señora Holland fue a hacer café.

– Sølvi se va a quedar con la habitación de Annie -dijo Holland-. Así no estará vacía y tendremos algo de qué ocuparnos. Vamos a tirar la pared y a empapelar de nuevo. Habrá bastante trabajo. Quiero decirle algo -continuó-. He visto en los periódicos que un chico de dieciocho años está en prisión preventiva. ¡Pero si es imposible que haya sido Halvor! Lo conocemos desde hace dos años. Es verdad que no resulta fácil intimar con él, pero uno aprende a conocer a las personas. No quiero insinuar que ustedes no sepan lo que hacen, pero nosotros somos incapaces de imaginarnos que Halvor sea un homicida, ninguno de nosotros.

Sejer sí era capaz de imaginárselo. Los homicidas eran como la mayoría de la gente. Tal vez hubiera volado la cabeza de su padre; fría y deliberadamente podría haber matado a un hombre dormido.

– ¿Es Halvor el que está en prisión preventiva? -preguntó Holland.

– Ya lo hemos soltado -contestó Sejer en voz alta.

– Pero, ¿por qué estuvo detenido?

– Nos vimos obligados a hacerlo. No puedo decir nada más sobre ese asunto.

– «¿Debido a la investigación?»

– Correcto.

La señora Holland entró con cuatro tazas y un plato de galletas.

– ¿Hay algo más?

– Sí.

Sejer miró por la ventana, buscando algo que pudiera distraerles.

– Por ahora no puedo decir mucho más.

Holland sonrió con amargura.

– Claro que no. Supongo que nosotros seremos los últimos en enterarnos. Cuando por fin lo cojan, los periódicos lo sabrán mucho antes que nosotros.

– En absoluto.

Sejer lo miró a los ojos, que eran grandes y grises como habían sido los de Annie. En ese momento estaban rebosantes de dolor.

– La prensa está en todas partes y tiene sus contactos. El que usted lea cosas en el periódico no significa que nosotros les hayamos dado la información. Los avisaremos cuando procedamos a la detención de alguien, se lo prometo.

– Nadie nos dijo lo de Halvor -dijo Holland en voz baja.

– Eso se debe simplemente a que nunca creímos que se tratara del homicida.

– Cuando lo pienso -murmuró Holland-, no sé si quiero saberlo…, saber quién lo ha hecho.

– ¿Qué estás diciendo?

Ada Holland entró con la cafetera y lo miró escandalizada.

– Ya nada importa. Todo es como si hubiera sido un accidente, un accidente inevitable.

– ¿Por qué dices eso? -preguntó su mujer afligida.

– Puesto que de todos modos iba a morir, todo da igual ya.

Holland miró el interior de la taza vacía, la cogió y la puso en movimiento, como si quisiera mancharse con un café caliente que no había.

– No da igual -objetó Sejer tenazmente-. Tienen ustedes derecho a saber el motivo. Podré tardar, pero lo averiguaré, aunque tal vez sea un proceso muy largo.

– ¿Un proceso muy largo? -Holland sonrió con amargura-, Annie se está desintegrando lentamente -susurró.

– ¡Pero Eddie, por favor! -exclamó la señora Holland apenada-. Tenemos a Sølvi.

– Tú tienes a Sølvi.

Holland se levantó y desapareció en alguna parte de la casa. Nadie lo siguió. La señora Holland se encogió de hombros, desesperada.

– Annie era la niña de sus ojos -susurró en voz baja.

– Ya lo sé.

– Me temo que nunca volverá a ser el mismo.

– No lo será, es cierto. Ahora está intentando adaptarse a otro Eddie. Necesita tiempo. Tal vez sea más fácil cuando sepamos lo que realmente ocurrió.

– No sé si me atreveré a saberlo.

– ¿Tiene miedo a algo?

– Tengo miedo a todo. Me imagino toda clase de cosas allí arriba en la laguna.

– ¿Puede explicarme lo que se imagina?

Ella negó con la cabeza y agarró la taza.

– No, no puedo. No son más que imaginaciones. Si las digo en voz alta pueden convertirse en realidad.

– Parece que Sølvi se maneja bien -comentó Sejer para distraerla.

– Sølvi es fuerte -dijo Ada Holland de repente con gran decisión.

Fuerte, pensó Sejer. Pues sí, tal vez fuera una característica correcta. Tal vez Annie fuera la débil. Las cosas empezaban a dar vueltas en su cerebro de forma inquietante. La señora Holland fue a la cocina a por azúcar y leche. Sølvi entró.

– ¿Dónde está papá?

– Viene enseguida -gritó la señora Holland desde la cocina en tono imperativo, tal vez con la esperanza de que Eddie la oyera y volviera a entrar. No sólo ha muerto Annie, pensó Sejer, sino que la familia entera se derrumba, se abren las juntas soldadas, hay grandes agujeros en el casco y el agua entra a chorros. Ella intenta meter viejas frases y órdenes en las grietas para mantener el barco a flote.

Echó el café. Sejer no encontró sitio para los dedos en el asa y tuvo que coger la taza con las dos manos.

– Habla usted constantemente del motivo -dijo Ada Holland cansada-, como si el asesino hubiera tenido una buena razón.

– No buena, pero evidentemente una razón. Una razón que en ese momento y en ese lugar sería su única salida.

– ¿Así que entiende usted a esa gente a la que encarcela por homicidios y miserias?

– Si no, no podría desempeñar mi profesión.

Sejer bebió más café y pensó en Halvor.

– ¿Pero tiene que haber excepciones?

– Rara vez las hay.

Ada Holland suspiró y miró a su hija, que estaba sentada frente a ella.

– ¿Tú qué crees, Sølvi? -preguntó muy seria en voz baja y en un tono distinto al que había empleado antes, como si por una vez quisiera penetrar en la rubia y ligera cabeza de su hija y encontrar una respuesta, tal vez una respuesta inesperada y aclaratoria. Como si esa única hija que le quedaba fuera tal vez diferente de lo que había pensado y más parecida a Annie de lo que imaginaba.

– ¿Yo? -exclamó la joven mirando sorprendida a su madre-. La verdad es que a mí nunca me ha gustado ese Fritzner de la casa de enfrente. He oído decir que se pasa toda la noche leyendo sentado en una barca de vela en medio del cuarto de estar, con una cerveza en un soporte para botellas.


Skarre había apagado casi todas las luces del despacho. Sólo estaba encedida la lámpara del escritorio, sesenta watios en un círculo blanco iluminando los papeles. La impresora sonaba débil y regularmente mientras escupía página tras página, cubiertas de una escritura perfecta, la que más le gustaba y que se llamaba Palatino. Al fondo, como a lo lejos, se abrió una puerta y alguien entró. Quiso levantar la vista y mirar, pero en ese momento salió la hoja de la impresora. Se agachó, la cogió y volvió a levantarse. Descubrió en el papel blanco algo que se estaba metiendo en su campo de visión: un pájaro de bronce sobre un palo.

– ¿Dónde? -dijo presuroso.

Sejer se sentó.

– En casa de Annie. Sølvi está «heredando» las cosas de su hermana, y el pájaro estaba entre ellas, envuelto en papel de periódico. Me pasé por la tumba. Encajaba como un guante en una mano. Pero alguien pudo habérselo dado -añadió mirando a Skarre.

– ¿Quién, por ejemplo?

– No lo sé. Pero si fue ella misma la que lo cogió, si fue hasta allí en medio de la noche con alguna herramienta para arrancarlo de la tumba del niño, entonces se trata de un acto bastante desconsiderado. ¿No te parece?

– Pero Annie no era desconsiderada, ¿no?

– No lo sé. Ya no estoy seguro de nada.

Skarre giró la lámpara para alejar la luz del escritorio. Formó una media luna perfecta en la pared. Se quedaron mirándola fijamente. Skarre tuvo la ocurrencia de levantar el pájaro agarrándolo por el palo y hacer que se contoneara delante de la lámpara. La sombra que formaba sobre la luna blanca parecía un gigantesco pato borracho camino de casa después de una juerga.

– Jensvoll ha dimitido como entrenador del equipo femenino -dijo Skarre.

– ¿Qué dices?

– Empezaron a propagarse los rumores. Ese asunto de la violación vuela bajo sobre los lagos. Las chicas dejaron de acudir a los entrenamientos.

– Ya me lo figuraba. Lo uno trae consigo lo otro.

– Y Fritzner tenía razón. Se avecinan días duros para muchos. Hasta que el culpable se venga abajo. Y será pronto, porque ahora entiendes todo el contexto, ¿verdad?

Sejer hizo un gesto negativo.

– Hubo algo entre Annie y Johnas. Algo sucedió entre ellos.

– Tal vez la chica quería simplemente tener un recuerdo de Eskil.

– En ese caso podría haber ido a su casa a pedir un osito de peluche o algo por el estilo.

– ¿Crees que él pudo haber abusado de ella?

– De ella, o tal vez de alguien con quien ella tenía relación. Alguien a quien ella quería.

– No te entiendo… ¿Quieres decir Halvor?

– Me refiero a su hijo, a Eskil, que murió mientras Johnas estaba afeitándose en el cuarto de baño.

– Pero ella no podía reprocharle eso, ¿no?

– Sólo si hay algo sin aclarar sobre las circunstancias de la muerte del pequeño.

Skarre silbó.

– Allí no había nadie para verlo. Sólo tenemos las declaraciones de Johnas.

Sejer cogió el pájaro una vez más y hurgó cuidadosamente el agudo pico.

– ¿Tú que piensas, Jacob? ¿Qué pasó realmente aquella mañana del siete de noviembre?


Los recuerdos se le cayeron encima como una avalancha cuando abrió la puerta doble de cristal y dio un par de pasos por el interior: el olor a hospital, esa mezcla de formol y jabón, junto al olor a chocolate del kiosco y el aroma perfumado de los claveles de la floristería…

En lugar de pensar en la muerte de su mujer intentó pensar en su hija Ingrid, en el día en que nació, porque ese enorme edificio alojaba tanto su mayor dolor como su mayor alegría en esta vida. En esas dos ocasiones había entrado por esa misma puerta y percibido esos mismos olores. Sin querer, había comparado a su hija recién nacida con los demás bebés. Los otros le parecieron más rojos y más gordos, más arrugados y además despeinados. O eran prematuros, o estaban amarillos como la cera o habían tardado demasiado en salir y parecían desnutridos ancianos en miniatura. Sólo Ingrid era perfecta. Los recuerdos le hicieron relajarse por fin.

No llegó sin avisar. Tardó exactamente ocho minutos en localizar por teléfono al patólogo que había realizado la autopsia de Eskil Johnas. Le explicó de antemano de qué se trataba para que pudieran buscar carpetas y diarios y tenerlo todo preparado sobre la mesa cuando él llegara. Una de las cosas que de hecho le gustaba de la burocracia, ese pesado y lento y minucioso sistema que gobernaba todos los organismos públicos, era la norma que exigía que todo se anotara y archivara. Fechas, horas, nombres, diagnósticos, rutinas, irregularidades, todo tenía que registrarse. Todo podía volver a ser sacado y analizado de nuevo, por otras personas, con otros motivos y con ojos frescos.

En eso iba pensando al salir del ascensor. Notó cómo se acentuaba el olor a hospital mientras andaba por el pasillo de la octava planta. El patólogo, que por teléfono había sonado como un hombre algo mayor, resultó ser un hombre joven. En la mesa tenía un archivador pequeño, un teléfono, una pila de papeles, y un gran libro rojo con caracteres chinos.

– He de admitir que revisé el informe a toda prisa -dijo el médico, que llevaba unas gafas que le conferían una expresión de susto constante-. Me entró la curiosidad. Es usted inspector de policía, ¿no es así?

Sejer asintió con la cabeza.

– Y de eso deduzco que esta muerte puede tener algo de extraño. ¿Eh?

– Sobre eso no tengo ninguna opinión.

– ¿Pero usted está aquí por eso?

Sejer lo miró y parpadeó dos veces. Esa fue toda la respuesta que recibió el patólogo. Como Sejer no dijo nada, el otro siguió hablando, un fenómeno que nunca dejaba de sorprender a Sejer, y que le había proporcionado muchas confesiones a lo largo de los años.

– Una historia muy trágica -murmuró el patólogo mientras miraba los papeles-. Niño de dos años. Accidente doméstico. Sin vigilancia durante unos minutos. Muerto al llegar. Lo abrimos y encontramos una obstrucción total en el esófago, en forma de comida.

– ¿Qué clase de comida?

– Gofres en forma de corazón. De hecho, pudimos desdoblarlos tal cual, estaban casi enteros. Dos corazones de gofres hechos una bola. Eso es mucha comida en una boca tan pequeña, aunque el niño era grande y fuerte. Luego me enteré de que era un crío muy glotón y además hiperactivo.

Sejer intentó imaginarse una plancha de gofres de los que solía hacer Elise, de cinco corazones. El hierro de Ingrid era más moderno y sólo tenía cuatro corazones, y además no era completamente redondo.

– Recuerdo muy bien esa historia. Uno se acuerda siempre de los casos trágicos, se quedan fijados en la memoria. La inmensa mayoría de las personas que nos llegan a la mesa tiene entre ochenta y noventa años. Recuerdo aquellos corazones de gofres puestos en el plato. Los niños y los gofres se pertenecen de alguna manera. Por eso resultó más triste aún el que precisamente lo mataran los gofres. Se había sentado a la mesa para disfrutar.

– Dice usted «nosotros». ¿Eran más?

– Estuvo conmigo el patólogo jefe, Arnesen. Entonces yo era nuevo aquí y a él le gustaba controlar a los nuevos. Ya se ha jubilado. Ahora tenemos una jefa -explicó, mirándose fijamente las manos.

– ¿Dos corazones completos de gofres? ¿Los había masticado?

– Aparentemente no. Estaban bastante enteros.

– ¿Tiene usted hijos? -preguntó Sejer con curiosidad.

– Tengo cuatro -contestó el médico contento.

– ¿Pensaba usted en ellos cuando realizó aquella autopsia?

El médico lo miró inseguro, como si no entendiera la pregunta.

– Bueno, sí, en cierta manera. Aunque creo que pensé más bien en los niños en general, y en cómo se comportan.

– ¿Ah sí?

– Uno de mis hijos acababa de cumplir tres años entonces -prosiguió-. Y le encantan los gofres. Yo siempre le doy la lata, como solemos hacer los padres, para que no se meta tanta comida en la boca a la vez.

– Pero en este caso allí no había nadie -indicó Sejer- para darle tales consejos.

– No. Si lo hubiera habido, el accidente no se habría producido.

Sejer no contestó nada a eso.

– Imagínese a su propio hijo a la misma edad aproximadamente, con un plato de gofres delante. ¿A su hijo se le habría ocurrido coger dos, doblarlos y metérselo todo en la boca de una vez?

Hubo una larga pausa.

– Eh… se trataba de un niño algo especial.

– ¿Exactamente de dónde procedía esa información, de que era tan especial?

– Del padre. Estuvo aquí, en el hospital, todo el día. La madre vino más tarde, acompañada por un hijo adolescente. Todo está anotado en los papeles. Le he hecho una copia, tal y como me pidió.

Puso un dedo sobre el montón de papeles que tenía delante y empujó hacia un lado el libro chino. Sejer reconoció el primer signo de la portada como el que significaba «hombre».

– Según tengo entendido, el padre estaba en el cuarto de baño cuando ocurrió el accidente.

– Así es. Estaba afeitándose. Además, había atado al niño a la silla y por eso no pudo bajar a pedir ayuda. Cuando el padre entró en la cocina el niño yacía desplomado sobre la mesa. Había tirado el plato al suelo y se había hecho añicos. Lo peor es que el padre oyó eso.

– ¿Y no corrió hasta la cocina?

– Al parecer era un niño que siempre estaba rompiendo cosas.

– ¿Quién más había en casa cuando ocurrió?

– Según tengo entendido, sólo la madre. El hijo mayor acababa de marcharse en el autocar escolar o algo así, y la madre estaba durmiendo en el piso de arriba.

– ¿Y no oyó nada?

– No habría nada que oír, ya que el niño no podía gritar.

– No claro, con dos corazones de gofres en la garganta. Pero luego se despertó. ¿La despertó el marido?

– Puede que él la llamara a gritos. Las personas reaccionamos de manera muy distinta ante ese tipo de situaciones. Algunos gritan sin parar, otros se quedan completamente paralizados.

– ¿Pero ella no acompañó al niño en la ambulancia?

– Llegó más tarde. Fue primero a buscar al hijo mayor al colegio.

– ¿Cuánto tardaron en llegar?

– Vamos a ver… alrededor de hora y media, según pone aquí.

– ¿Podría usted decir algo de cómo se comportó ella? ¿Y el padre?

El médico calló y cerró los ojos, como si de verdad quisiera reproducir en su mente aquella mañana, tal y como había sido.

– Él estaba en estado de shock y no decía gran cosa.

– Es comprensible. Pero, ¿se acuerda usted de lo poco que pudo haber dicho? ¿Recuerda algunas de sus palabras?

El médico lo miró interrogante, y movió la cabeza negativamente.

– Hace bastante tiempo. Casi ocho meses.

– Inténtelo de todos modos.

– Creo que dijo algo así como: ¡Oh Dios, no! ¡Oh Dios, no!

– ¿Fue el padre el que avisó a la ambulancia?

– Eso es lo que pone aquí.

– ¿Se tarda realmente veinte minutos en ir de aquí a Lundeby?

– Sí, lamentablemente. Y otros veinte de vuelta. No llevaban personal preparado para realizar una traqueotomía. En ese caso a lo mejor podrían haberlo salvado.

– ¿Qué quiere decir?

– Una traqueotomía es un agujero que se hace en la traquea desde fuera.

– ¿Quiere decir que se abre la garganta?

– Sí, de hecho es una intervención bastante sencilla. Tal vez pudiera haber salvado al niño. Pero tampoco sabemos con exactitud cuánto tiempo estuvo sentado en la silla antes de que el padre lo encontrara.

– Más o menos lo que se tarda en afeitarse, ¿no?

– Pues sí, tal vez.

El médico hojeó los papeles mientras empujaba sus gafas.

– ¿Existe la sospecha de algo… delictivo?

Se había guardado esa pregunta durante mucho tiempo. En ese momento se sintió con cierto derecho a hacerla.

– No creo. ¿Usted qué opina?

– ¡Yo no puedo opinar sobre eso!

– Pero usted abrió al niño y lo examinó. ¿Encontró algo anormal en esa muerte?

– ¿Anormal? Los niños son así. Se hinchan a comer.

– Pero si tenía un plato delante con varios gofres, estaba solo y no tenía miedo a que nadie se lo quitara, ¿por qué iba a meterse dos corazones en la boca a la vez?

– Dígame una cosa: ¿a dónde quiere ir a parar con todo esto?

– No tengo ni idea.

El médico se quedó absorto en sus propios pensamientos. Volvió a pensar en aquella mañana en que el pequeño Eskil yacía desnudo sobre la mesa de porcelana, abierto en canal, desde la garganta hasta abajo. Recordó el momento en que descubrió esa bola en la traquea y vio que se trataba de gofres. Dos corazones enteros. Una única bola empalagosa de huevos, harina, mantequilla y leche.

– Recuerdo la autopsia -dijo en voz baja-. De hecho, la recuerdo muy bien. Tal vez eso en sí muestra que en realidad estaba intrigado. No, no lo sé, no puedo decir nada. Nunca suelo pensar así. Pero -dijo de repente-, ¿cómo se le ha ocurrido a usted que pudo haber alguna irregularidad?

Irregularidad, esa palabra capciosa en la que cabían tantas posibilidades.

– Bueno -dijo Sejer sin apartar la vista del otro-, el niño tenía una niñera. Digamos que esa chica emitió ciertas señales en relación con la muerte del niño que me han hecho dudar.

– ¿Señales? Puede preguntárselo a ella, ¿no?

– No, no puedo. Es demasiado tarde.

Gofres para desayunar, pensó. Tenían que haber sido del día anterior. Estaba seguro de que Johnas no se había levantado tan temprano por la mañana para hacer la masa. Gofres del día anterior, fríos y viscosos. Sejer se abrochó la chaqueta y se metió en el coche. Nadie sospecharía nada. Los niños siempre se atragantan. El patólogo lo había expresado así: se hinchan a comer. Arrancó el coche, cruzó la calle de Rosenkrantz y bajó hasta el río, donde se desvió a la izquierda. No tenía hambre, pero se fue a los Juzgados, aparcó, y cogió el ascensor hasta la cantina, donde servían gofres. Pidió una plancha, un platito de mermelada y café, y se sentó junto a la ventana. Esos gofres estaban crujientes y recién hechos. Los dobló una vez y luego otra. Después se quedó mirándolos. Pudo, con algo de esfuerzo, metérselos en la boca y todavía le quedaba espacio para masticar. Una vez masticados, notó cómo iban bajando por la traquea sin ningún problema. Los gofres recién hechos eran lisos y grasientos. Bebió café y sacudió la cabeza. Analizó desganado esas imágenes que venían empujando en su mente, del niño con la garganta llena. De cómo habría gesticulado y agitado las manos, roto el plato y luchado por su vida sin que nadie lo oyera. Sólo el padre había oído romperse el plato. ¿Por qué no fue corriendo a la cocina a ver qué había pasado? Porque el niño siempre estaba rompiendo cosas, había dicho el médico. Pero de todos modos… un niño tan pequeño y un plato hecho añicos. Yo habría acudido instantáneamente, pensó Sejer. Habría pensado que la silla podría haberse volcado y que el niño podría haberse hecho daño. Pero el padre se tomó el tiempo de acabar de afeitarse. ¿Y si la madre hubiera estado despierta a pesar de todo? ¿Habría oído romperse el plato? Sejer acabó el café y untó el resto de los gofres de mermelada. Luego leyó el informe detenidamente. Por fin se levantó y se fue al coche. Pensó en Astrid Johnas, acostada en el piso de arriba sin saber lo que estaba pasando abajo.


Halvor cogió una rebanada de pan del plato y conectó el ordenador. Le gustaba ese pequeño toque de trompeta y el flujo de luz azul en la habitación cuando el ordenador se ponía en marcha. Cada toque de trompeta era un momento solemne. Para él era como si la máquina diera la bienvenida a una persona importante, como si le hubieran estado esperando. Ese día tenía ideas diferentes. Estaba de un humor endiablado, como Annie había estado muchas veces. Por eso empezó fuerte con «Fuera de aquí», «Prohibido entrar», «Desaparece de mi vista». Esas eran las cosas que Annie solía decirle cuando él le rodeaba los hombros con un brazo cuidadosa y siempre amistosamente. Pero Annie siempre lo decía en un tono cariñoso. Y cuando él se atrevía a pedirle un beso, ella le amenazaba con morderle el gesto malhumorado de la boca. La voz siempre expresaba algo distinto a lo que decían las palabras. Ciertamente las palabras estaban ahí, pero al menos resultaba más llevadero. En realidad, nunca le había permitido llegar hasta ella del todo. Y sin embargo, Annie quería tenerlo consigo. Solían estar acostados muy juntos el uno al otro, robarse calor el uno al otro. Tampoco estaba mal, estar en la oscuridad, debajo del edredón, muy cerca de Annie, escuchando el silencio fuera, libre del terror y de las pesadillas relacionados con su padre, que ya no podía irrumpir en la habitación y arrancarle el edredón, que ya no podía alcanzarle. La seguridad. La costumbre de tener a alguien acostado al lado, como había tenido siempre a su hermano. Oír la respiración del otro, notar su calor en la cara.

¿Por qué había escrito eso Annie? ¿Qué era? ¿Lo entendería cuando por fin lo encontrara? Masticaba pan con paté de hígado y oyó el sonido de la televisión del cuarto de estar. Tenía mala conciencia porque su abuela estaba sola todas las tardes, e iba a seguir sola hasta que él consiguiera encontrar la clave y penetrar en su secreto. Debe tratarse de algo oscuro, pensó, por lo inaccesible que es. Algo oscuro y peligroso, algo que no se puede decir en voz alta, sólo escribirse y encerrarse, como un asunto de vida o muerte. Lo tecleó: «Vida o muerte». Nada.


La señora Johnas estaba almorzando en la trastienda. Miró a Sejer desde dentro con una rebanada de pan crujiente en la mano, vestida con el mismo traje rojo que la vez anterior. Parecía algo preocupada. Dejó el pan sobre el papel, como si fuera poco decoroso masticar cuando iban a hablar de Annie. En lugar de ello, se centró en el café.

– ¿Ha sucedido algo? -preguntó, bebiendo de la taza del termo.

– Hoy no quiero hablar de Annie.

Astrid Johnas levantó la taza y lo miró boquiabierta.

– Hoy quiero hablar de Eskil.

– ¿Cómo?

La boca llena se volvió más pequeña y más estrecha.

– Para mí aquello ya es algo acabado, lo he dejado atrás. Y si me permite decirlo, me ha costado mucho.

– Lamento no ser más considerado. Hay algunos detalles relacionados con la muerte del niño que me interesan.

– ¿Por qué?

– No tengo que contestar a esa pregunta, señora Johnas -dijo con delicadeza-. Usted limítese a contestar a las mías.

– ¿Y si me niego? ¿Y si no tengo fuerzas para volver a enfrentarme con todo eso una vez más?

– En ese caso me marcho -contestó Sejer tranquilamente-. La dejo que lo piense. Ya volveré otro día con las mismas preguntas.

La mujer empujó la taza hacia un lado, colocó las manos en su regazo y se enderezó, como si en realidad hubiera estado esperando exactamente eso y quisiera armarse de valor.

– Esto no me gusta -dijo con voz tensa-. Vino usted aquí el otro día a hablar sobre Annie, y no se me hubiera ocurrido no querer colaborar. Pero tratándose de Eskil… acabe enseguida y márchese cuanto antes.

Sus manos se buscaron y se entrelazaron, como si tuviera miedo de algo.

– Justo antes de morir -dijo Sejer mirándola-, el niño dio un golpe al plato y éste cayó al suelo y se hizo añicos. ¿Lo oyó usted?

La pregunta le sorprendió. Lo miró extrañada, como si hubiera esperado otra cosa, tal vez algo peor.

– Sí -se apresuró a contestar.

– ¿Lo oyó? ¿De manera que estaba usted despierta?

Sejer estudió el rostro de la mujer, tomando nota de esa pequeña sombra que se dibujaba en él, y prosiguió:

– ¿Así que no estaba dormida? ¿Oyó la máquina de afeitar?

Ella agachó la cabeza.

– Le oí entrar en el baño y la puerta cerrarse de golpe.

– ¿Cómo sabe usted que entró en el baño?

– Lo sabía, sin más. Llevábamos mucho tiempo viviendo en esa casa, las puertas tenían cada una su propio sonido.

– ¿Y antes de eso? ¿Antes de que se metiera en el baño?

Astrid Johnas volvió a vacilar, buscaba en la memoria.

– Sus voces en la cocina. Estaban desayunando.

– Eskil comió gofres -dijo él con cautela-. ¿Era costumbre en su casa? ¿Gofres para el desayuno? -sonrió.

– Supongo que los pediría a gritos hasta que su padre acabó dándoselos -dijo ella cansada-. Siempre se salía con la suya. No era fácil negarle nada a Eskil. Las negativas desataban enormes rabietas en él. No soportaba que se le opusiera resistencia. Era como soplar las brasas. Y Henning no era muy paciente. No aguantaba los gritos del niño.

– ¿De modo que usted le oyó gritar?

Astrid Johnas separó una mano de la otra y agarró de nuevo la taza.

– Se pasaba el día gritando -dijo, dirigiéndose al vapor que subía del café.

– ¿Hubo entre ellos algún conflicto, señora Johnas?

Sonrió levemente.

– Siempre los tenían. El niño se puso pesado para que le diera gofres. Henning le había preparado una rebanada de pan que no quiso comer. Y ya sabe usted lo que pasa, hacemos cualquier cosa para que nuestros hijos coman, así que le buscaria esos dichosos gofres, o tal vez Eskil los viera. Estaban en la encimera cubiertos con un plástico, desde la noche anterior,

– ¿Oyó usted alguna palabra?

– ¿A dónde quiere ir a parar? -quiso saber de repente la señora Johnas. Sus ojos cambiaron de color-. Eso tendrá que hablarlo con Henning, yo no estuve presente. Estaba en el piso de arriba.

– ¿Cree que él tiene algo que contarme?

Silencio. Ella cruzó los brazos, como para excluirle. El miedo iba en aumento.

– No quiero hablar por Henning. Ya no es mi esposo.

– ¿Fue la pérdida del niño lo que creó los problemas en el matrimonio?

– En realidad no. Se habría roto de todos modos. Nos costaba demasiados esfuerzos.

– ¿Fue usted la que quiso romper?

– ¿Qué tiene que ver eso? -preguntó ella suspicaz.

– Seguramente nada. Sólo pregunto.

Sejer puso las dos manos sobre la mesa, con las palmas hacia arriba.

– ¿Qué hizo su marido al encontrar a Eskil sobre la mesa? ¿La llamó?

– Sólo abrió la puerta del dormitorio y se quedó mirándome. De repente me di cuenta de lo silencioso que estaba todo, no se oía ni un ruido en la cocina. Me senté en la cama y grité.

– ¿Hay algo en la muerte de su hijo que le parezca poco claro?

– ¿Cómo?

– ¿Su marido y usted han repasado juntos todo lo que sucedió? ¿Usted se lo preguntó?

De nuevo Sejer volvió a ver miedo en los ojos de la mujer.

– Me lo contó todo -contestó-. Estaba tremendamente afligido. Tenía remordimientos de conciencia, decía que él tuvo la culpa de lo que había sucedido, que no había cuidado lo suficiente al niño… Eso es algo duro con lo que tener que convivir. Él no lo logró, yo no lo logré. Tuvimos que tirar cada uno por nuestro lado.

– ¿Pero hay algo en la muerte de su hijo que no haya entendido o que no le hayan aclarado?

Los grandes ojos de color pizarra de Sejer eran en ese momento indulgentes, porque ella estaba al borde de algo, y tal vez, con un poco de suerte, la mujer rebosaría.

Le empezaron a temblar los hombros. Sejer permanecía sentado, esperando pacientemente, pensando que no debía moverse, no romper el silencio ni distraerla. Ella estaba a punto de confesar algo. Sejer lo sabía por otras conversaciones, flotaba en el aire que los rodeaba. Había algo que la atormentaba, algo en lo que no se atrevía a pensar.

– Los oí gritar -susurró-. Henning estaba furioso, tenía un genio muy fuerte. Yo me tapé la cabeza con la almohada porque no soportaba oírlos.

– Continúe.

– Oí a Eskil hacer ruido, tal vez estuviera dando golpes en la mesa con la taza, y a Henning regañarle y hacer ruido a su vez con armarios y puertas.

– ¿Pudo usted distinguir alguna de sus palabras?

El labio inferior de la mujer comenzó a temblar de nuevo.

– Sólo una frase. La última antes de que se metiera en el baño. Gritaba tan alto que yo tenía miedo de que le oyeran los vecinos. Miedo de lo que pensarían de nosotros. No nos resultaba nada fácil. Tuvimos un niño que no se comportaba como habíamos esperado, pues teníamos ya uno de antes, y Magne siempre fue muy tranquilo, todavía lo es. Nunca hacía ruido, siempre hacía lo que le decíamos, él…

– ¿Qué es lo que oyó? ¿Qué dijo su marido?

De pronto sonó la campanilla de la tienda, y la puerta se abrió. Entraron dos señoras que se pusieron a mirar las lanas con ojos brillantes. La señora Johnas se sobresaltó y quiso salir a la tienda. Sejer la detuvo poniéndole una mano sobre el hombro.

– ¡Cuéntemelo!

Ella agachó la cabeza como si se avergonzara.

– Henning estuvo a punto de hundirse. Jamás pudo perdonárselo. Y yo ya no podía seguir viviendo con él.

– ¡Cuénteme lo que dijo!

– No quiero que lo sepa nadie. Ya no importa. Eskil está muerto.

– Pero si ya no es su marido…

– Es el padre de Magne. Me contó que estaba en el baño temblando de pena porque no conseguía comportarse como debía. Decidió quedarse allí hasta haberse tranquilizado, luego entraría a pedir perdón por haberse enfadado tanto. No soportaba la idea de irse al trabajo sin haber hecho las paces. Por fin volvió a entrar en la cocina. Ya conoce usted el resto de la historia.

– Cuénteme lo que dijo.

– Jamás. Jamás se lo contaré a nadie.


Ese pensamiento horrible que había anidado en su cerebro comenzó a crecer. Había visto tantas cosas que sólo se dejaba sorprender en contadas ocasiones. ¿Habría sido Eskil Johnas un niño del que era conveniente librarse?

Fue a buscar a Skarre a la sala de guardia y se lo llevó por el pasillo.

– Vayamos a mirar alfombras persas -dijo.

– ¿Para qué?

– Acabo de visitar a Astrid Johnas. Creo que le atormenta una terrible sospecha, la misma que ha echado raíces en mí, que Johnas es culpable en parte de la muerte del niño. Creo que ella lo dejó por eso.

– ¿Pero cómo?

– No lo sé. Pero a ella le horroriza sólo pensar en ello. Otra cosa que me ha extrañado es que Johnas no mencionara nada de esa muerte cuando fuimos a verle.

– ¿Y eso es tan raro? Fuimos allí a hablar de Annie.

– A mí me parece extraño que no lo mencionara. Dijo que ya no había ningún niño que cuidar porque su mujer se había marchado. No dijo que el niño a quien Annie cuidaba había muerto. Ni siquiera cuando tú hiciste un comentario de la foto de él que había colgada en la pared.

– No tendría fuerzas para hablar de ello. Perdona que mencione esto -dijo Skarre de repente bajando la voz-, pero también tú has perdido a alguien muy querido. ¿Te resulta fácil hablar de ello?

Sejer se sorprendió tanto que se detuvo en seco. Notó que se ponía pálido.

– Claro que puedo hablar de ello -objetó-. En una situación de absoluta necesidad. Si hubiera que considerar otras cosas antes que mis propios sentimientos.

El olor a ella, el olor a su pelo y a su piel, una mezcla de productos químicos y sudor, su frente tenía casi siempre un brillo metálico. Las pastillas le habían estropeado el esmalte de los dientes, dejándolo azulado como la leche desnatada. Y el blanco de los ojos se volvió lentamente amarillo.

Skarre seguía delante de él con la cabeza bien alta. No se mostraba avergonzado en absoluto, como Sejer esperaba. Esta vez se había pasado, ¿no? ¿No le pediría perdón?

– ¿Pero nunca te ha parecido necesario?

Extrañado, Sejer clavó la mirada en ese jovenzuelo que tenía delante. Se estaba pasando de la raya, el muy payaso.

– No -contestó con firmeza-. Por ahora no.

Y siguió andando.

– Bueno -prosiguió Skarre imperturbable-. ¿Qué dijo la señora Johnas?

– Tuvieron una discusión él y el niño. Ella los oyó gritar. La puerta del cuarto de baño se cerró de un golpe y el plato se rompió al caer al suelo. Johnas tiene un genio muy fuerte. Ella dice que el marido se culpa a sí mismo.

– Yo también me habría culpado en su lugar -admitió Skarre.

– ¿Y tú? ¿Tienes algo positivo que decir?

– En cierto modo. Sobre la mochila de Annie.

– ¿Qué pasa con ella?

– ¿Recuerdas que estaba untada de grasa, seguramente con el fin de eliminar las huellas dactilares?

– ¿Sí?

– Por fin ha sido identificada. Una especie de pomada que entre otras cosas contiene brea.

– Yo tengo una así para mi eccema -dijo Sejer sorprendido.

– No, era grasa para patas. Para patas de perro doloridas.

Sejer afirmó con la cabeza.

– Johnas tiene perro.

– Y Axel Bjørk tiene un pastor alemán. Y tú tienes un león, por decir algo -exclamó abriéndole la puerta. El inspector jefe salió delante. En realidad estaba algo confuso.


Axel Bjørk le puso la correa al perro y lo dejó salir del coche.

Echó una rápida mirada a ambos lados, y al no ver a nadie cruzó la plaza y sacó una llave maestra del uniforme. Se volvió una vez más para mirar el coche, que estaba aparcado bien visible delante de la entrada principal, un Peugeot de color gris plomo, con un cofre portaesquís en el techo y el logo de la compañía de seguridad sobre la puerta y sobre el capó. El perro aguardaba mientras su amo luchaba con la llave. Por el momento no olfateó nada, pues eso lo habían hecho un sinfín de veces: salir y entrar del coche, salir y entrar por puertas y ascensores, miles de olores distintos. El perro seguía fiel a su amo. Llevaba una buena vida de perro, con mucho entrenamiento, montones de impresiones y correcta alimentación.

El edificio de la fábrica estaba en silencio. No había nadie, ya sólo se usaba como almacén. Por todas partes había cajas, cartones y sacos apilados, olía a cartón, polvo y madera mohosa. Bjørk no dio la luz. Llevaba una linterna colgando del cinturón, la encendió y se adentró en la gran nave. Sus botas sonaban huecas contra el suelo de piedra. Cada paso resonaba en su cabeza como algo muy especial. Sus propios pasos, uno detrás de otro, solos en medio del silencio. No creía en Dios, de modo que sólo los oía el perro. Aquilles lo seguía con pasos comedidos atado a la correa larga y poco tensa, perfectamente amaestrado. No sospechaba nada y amaba a su amo.

Se estaban acercando a la máquina, una laminadora. Bjørk se metió detrás del hierro, llevando consigo al perro. Metió la correa en una palanca de acero y le ordenó que se sentara. El perro obedeció, pero estaba alerta. Un olor se iba extendiendo por la nave, un olor que ya no resultaba extraño, un olor que cada vez formaba una parte mayor de su vida cotidiana. Pero había algo más, el rancio olor a miedo. Bjørk se deslizó hasta el suelo. El sonido deslizante del traje de nailon y el jadear del perro eran los únicos sonidos audibles. Bjørk sacó una petaca del bolsillo del muslo, desenroscó el tapón y empezó a beber.

El perro esperaba, con los ojos brillantes y las orejas tiesas. Nadie iba a darle galletas, pero allí seguía de todos modos, esperando y escuchando. Bjørk lo miró fijamente a los ojos, ninguna palabra salía de su boca. La tensión en esa oscura nave iba en aumento. Notó cómo el perro lo vigilaba, y cómo él vigilaba al perro. En el bolsillo llevaba el revólver.


Halvor gruñó descontento. Nadie puede entrar aquí, pensó abatido. El zumbido de la pantalla había empezado a irritarle. Ya no era un zumbido acogedor, sino más bien un ruido eterno, como de una gran maquinaria muy lejana que le perseguía día y noche. Se sentía como desnudo cada vez que apagaba el ordenador y el silencio se apoderaba de todo durante unos segundos antes de que el zumbido volviera a aparecer dentro de su cabeza. Dilo, Annie, pensó. ¡Háblame!

En el cine proyectaban un ciclo de películas. Annie estaba comprando chocolatinas y caramelos en el quiosco mientras Halvor esperaba en la puerta de la sala con las entradas en la mano. ¿Quieres algo de beber?, preguntó Annie. Él movió negativamente la cabeza, demasiado ocupado en mirarla, en compararla con todas las demás que se amontonaban ante la entrada del cine. En la puerta apareció el portero, vestido de uniforme negro y con los alicates en la mano, dispuesto a picar las entradas. Mientras lo hacía, estudiaba detalladamente cada cara que se presentaba ante él. La mayoría miraba al suelo porque casi todos tenían menos de dieciocho años, que era el límite permitido para esa película. Una de James Bond, la primera que habían visto juntos, la primera vez que habían salido casi como una pareja normal de novios. Estaba henchido de orgullo. Y la película era buena, al menos según Annie. Él no se enteró de mucho, había estado demasiado ocupado en mirarla de reojo, en escuchar sus sonidos en la oscuridad. Pero se acordaba del título: Sólo para sus ojos.

Tecleó el título en el espacio oscuro, y esperó un poco, pero no ocurrió nada. Se levantó contrariado, dio un par de pasos y levantó la tapa de una jarra llena de caramelos que tenía en la ventana. Todo eso era inútil. De repente empujó la mala conciencia hasta el fondo de su cabeza. Allí tenía un cuarto secreto, donde guardaba episodios del pasado. Ya nadie podía detenerlo, atravesó la cocina y fue hasta la librería del cuarto de estar, donde estaba el teléfono. Buscó en el apartado de Ordenadores de la guía telefónica, encontró el número y lo marcó.

– Ra Data. Al habla Solveig.

– Bueno… se trata de un archivo cerrado -tartamudeó. Le faltó el valor, se sintió pequeño, como un ladrón y un mirón. Pero ya era demasiado tarde para echarse atrás.

– ¿No puedes entrar?

– Eh… no, he perdido la clave.

– Me temo que el técnico se ha ido ya a casa. Pero espera un momento, voy a comprobarlo.

Halvor apretó tan fuerte el auricular contra la mejilla que le dolía la oreja. Al fondo se oían ruidos de voces y teléfonos. Echó un vistazo a su abuela, que estaba leyendo el periódico con la ayuda de una lupa, y pensó que si Annie lo supiera…

– ¿Estás ahí?

– Sí.

– ¿Vives lejos?

– En la curva de Lundeby.

– ¡Qué suerte! El técnico puede pasar de camino a casa. ¿Me das las señas exactas?

Se puso a esperar en su cuarto, con el corazón latiendo a tope y las cortinas abiertas para poder ver el coche cuando llegara. Transcurrieron exactamente treinta minutos hasta que apareció un Opel Combi blanco, con el logo de Ra Data en la puerta. Un hombre sorprendentemente joven salió del coche y miró inseguro hacia la casa.

Halvor se apresuró a abrir. El joven técnico resultó ser un hombre muy simpático, redondo como un bollo de manteca y con profundos hoyuelos. Halvor le agradeció el haber acudido tan rápidamente. Entraron juntos en la habitación del chico. El técnico abrió su maletín y sacó un montón de tablas.

– ¿Clave numérica o de letras? -preguntó.

Halvor se puso rojo.

– ¿Ni siquiera te acuerdas de eso? -preguntó el otro sorprendido.

– Es que he tenido tantas distintas… -murmuró-. Las he cambiado muchas veces.

– ¿Qué archivo es?

– Ese.

– ¿«Annie»?

No preguntó nada más. Un poco de discreción formaba parte del trabajo, y además tenía ambiciones. Halvor se acercó a la ventana con las mejillas ardiendo, una mezcla de vergüenza y nervios, y el corazón latiéndole con tanta fuerza que podría haber servido de redoble de tambor. Detrás oía el teclado, manipulado tan deprisa que parecían lejanas castañuelas. Por lo demás ni un ruido, sólo el redoble y las castañuelas. Al cabo de un tiempo, que le pareció una eternidad, el hombre se levantó por fin de la silla.

– ¡Ya está, chico!

Halvor se volvió lentamente a mirar la pantalla y cogió el bloc para firmar la factura.

– ¿Setecientas cincuenta coronas? -exclamó.

– Por cada hora o fracción -dijo el técnico sonriendo.

Con manos temblorosas, estampó su firma en la línea punteada de la parte inferior de la hoja, y pidió que le enviara la factura en forma de giro postal.

– Era una clave numérica -sonrió el experto-. Cero-siete-uno-uno-nueve-cuatro. ¿Fecha y año, verdad? -los hoyuelos se hicieron aún más profundos-. Pero evidentemente no tu fecha de nacimiento. En ese caso sólo tendrías ocho meses.

Halvor lo acompañó hasta la puerta y le dio las gracias. Luego volvió a entrar corriendo y se sentó delante del ordenador. Un nuevo texto podía leerse en la pantalla luminosa.

«Please proceed.»

Estaba a punto de caérsele la baba y el corazón le latía con tanta fuerza que tuvo que sujetárselo. Empezó a leer y tuvo que apoyarse en el escritorio y parpadear varias veces. Algo había pasado, Annie lo había anotado, y él por fin lo había encontrado. Leía con los ojos enormemente abiertos mientras crecía en él una terrible sospecha.


Bjørk se estaba emborrachando a base de bien.

El perro seguía sentado con la lengua fuera, jadeante, impaciente y con la mirada errante. Bjørk se levantó por fin con gran esfuerzo, dejó la botella en el suelo helado, hipó un par de veces y consiguió ponerse de pie. Se cayó inmediatamente contra la pared con las piernas separadas. El perro también se levantó y lo miró con sus ojos amarillos. El rabo realizó un par de barridos. Bjørk buscaba el revólver en la oscuridad. Estaba bien encajado en el bolsillo estrecho; por fin consiguió sacarlo y tensó el gatillo, mientras miraba fijamente al perro y escuchaba el sonido de sus propias muelas rozándose. De repente se tambaleó, la mano le temblaba, pero se dominó, levantó el brazo y disparó. La tremenda explosión resonó en la nave. El cráneo se le reventó, su contenido manchó las paredes y alcanzó el hocico del perro. El tiro seguía resonando. Lentamente iba convirtiéndose en algo parecido a truenos lejanos. El perro se lanzó hacia delante para soltarse, pero la correa resistía. Tras unos cuantos intentos estaba agotado. Renunció y se quedó gañendo.


La galería estaba situada en una calle tranquila, no muy lejos de la iglesia católica. Fuera había aparcado un Citroen, un viejo modelo con los faros oblicuos. Más o menos como los ojos de los chinos, pensó Sejer. El coche estaba cubierto de polvo. Skarre se acercó a mirarlo. El techo estaba más limpio que el resto del coche, como si durante mucho tiempo hubiera habido allí algo protegiendo la pintura. El coche era gris verdoso.

– No lleva cofre portaesquís -comentó Sejer.

– No, lo han quitado. Se ven las marcas de los soportes.

Abrieron la puerta y entraron. Olía muy parecido a la tienda de lanas de la señora Johnas, con un toque de brea de las vigas del techo. Los estaba enfocando una cámara colocada en un rincón. Sejer se detuvo y miró hacia la lente. Por todas partes había alfombras apiladas y una ancha escalera conducía a las plantas superiores. También se veían alfombras esparcidas por el suelo, o colgando de las redondas vigas del techo. Johnas bajaba por la escalera, vestido de franela y terciopelo, rojo, verde, rosa y negro. Con sus rizos negros encajaba perfectamente en su mansión. Había en él algo suave y delicado. Ese fuerte genio, si realmente lo tenía, estaba bien escondido. Pero tenía los ojos oscuros, casi negros, y su manera de ser era inconfundiblemente la de un vendedor: amable, escurridizo y servicial.

– ¡Bueno! -dijo cordialmente-. Entren, por favor. Habrán venido a comprar una alfombra, ¿no?

Les tendió una mano como si fueran viejos amigos a los que no había visto en mucho tiempo, o tal vez clientes de dinero, con una debilidad precisamente por esa artesanía. Los nudos. Los colores. Los dibujos con claves religiosas. Nacimiento, vida, muerte, dolor, victoria y orgullo, una alfombra para poner debajo de la mesa del comedor o delante de la televisión. A prueba de todo, única.

– Tiene mucho espacio -comentó Sejer, mirando a su alrededor.

– Dos plantas enteras, además de un ático. Créanme, esto ha sido una gran inversión. Me he dejado la piel en esta tienda; tenía una pinta horrible cuando me la traspasaron. Llena de humedades y todo gris. La limpié bien y encalé las paredes, no hizo falta más. Antaño fue una vieja mansión. Por favor, síganme -añadió señalando la escalera, que coducía a lo que él llamaba el despacho, pero que en realidad era una espaciosa cocina, con fregadero de acero inoxidable, cocina eléctrica, cafetera y una pequeña nevera. La pared de la encimera tenía bonitos azulejos holandeses que representaban lindas muchachas con tocas, molinos de viento, y rollizos gansos. De una viga del techo colgaban antiguos cazos de cobre, convenientemente abollados. La mesa de cocina tenía el canto hacia arriba y guarniciones de latón en las esquinas, como si hubiera formado parte del mobiliario de un viejo barco.

Se sentaron alrededor de la mesa, y sin preguntar, Johnas sacó de la nevera un mosto de color azul que les sirvió.

– ¿Qué tal los cachorros? -preguntó Skarre.

– Dejaré a Hera que se quede con uno, y dos ya están comprometidos. Así que ya pueden arrepentirse. ¿En qué puedo ayudarles? -preguntó y tomó un sorbo de zumo.

Sejer sabía que esa amabilidad enseguida despegaría y desaparecería volando.

– Sólo unas preguntas sobre Annie. Me temo que tenemos que hacer la misma ronda otra vez.

Sejer se limpió discretamente la boca.

– Usted la recogió en la rotonda, ¿no fue así?

Las palabras, el tono, y la ligerísima indicación de que dudara de sus declaraciones anteriores, agudizaron la atención de Johnas.

– Eso fue lo que dije y me ratifico en ello.

– Pero lo cierto es que ella quería ir andando, ¿verdad?

– ¿Cómo dice?

– Según tengo entendido, usted tuvo que insistirle para que subiera al coche.

Los ojos de Johnas se estrecharon aún más, pero conservó la compostura.

– En realidad quería ir andando -prosiguió Sejer-, y rechazó su oferta de transporte. ¿Me equivoco?

Johnas hizo de repente un gesto afirmativo con la cabeza y sonrió.

– Lo hacía siempre, era muy educada. Pero me sabía mal que tuviera que ir andando hasta Horgen. Es un buen trecho.

– ¿De manera que la convenció?

– No, no… -esta vez negó con la cabeza vehementemente, y cambió de postura en la silla-. Supongo que insistí un poco. Algunas personas tienen esa mala costumbre y siempre hay que estarles insistiendo.

– ¿De modo que no se debía a que no tuviera ganas de subir a su coche?

Johnas oyó claramente el énfasis que puso al decir «su coche».

– Annie era así. Se hacía de rogar, por así decirlo. ¿Con quién ha hablado usted? -preguntó de repente.

– Con centenares de personas -contestó Sejer-. Y una de ellas la vio entrar en el coche tras una larga discusión. De hecho, es usted la última persona que la vio con vida, y por eso tenemos que aferramos a usted, ¿sabe?

Johnas le devolvió la sonrisa, una sonrisa de complicidad, como si estuvieran jugando a algún juego en el que él participaba con sumo gusto.

– Yo no fui el último -se apresuró a decir-. El último fue el homicida.

– Está resultando un poco difícil encontrarle -apuntó Sejer con falsa ironía-. Y no tenemos ningún fundamento para suponer que el hombre de la moto realmente la estuviera esperando. Sólo le tenemos a usted.

– Disculpe, pero, ¿a dónde quiere ir a parar?

– Bueno -contestó Sejer, extendiendo los brazos-, hasta el fondo del caso. En virtud de mi puesto, es mi obligación dudar de la gente.

– ¿Se me acusa de haber mentido?

– Necesariamente tengo que pensar así -contestó Sejer, dando un repentino giro-. Espero que me perdone. ¿Por qué no quería subir Annie?

Johnas se mostró inseguro.

– ¡Claro que quería! -enseñó la primera púa y se puso rígido-. Ella subió y yo la llevé hasta Horgen.

– ¿No más lejos?

– No, como ya le dije, Annie se bajó donde la tienda. Pensé que iba a comprar algo. Ni siquiera la llevé hasta la puerta, sino que me detuve en la carretera y allí la dejé. Y después de eso… -se levantó y cogió un paquete de cigarrillos de la encimera-, jamás volví a verla.

Sejer condujo la locomotora ruidosamente por una nueva vía.

– Usted ha perdido un hijo, Johnas. Sabe lo que se siente. ¿Ha hablado de ello con Eddie Holland?

Por un instante, Johnas se mostró sorprendido.

– No, no, él es muy introvertido, y yo no quiero meterme. Además, a mí tampoco me resulta fácil hablar de ello.

– ¿Cuánto tiempo hace?

– ¿Ha hablado con Astrid, verdad? Pronto hará ocho meses. No es algo que uno pueda olvidar o superar fácilmente.

Sacó un cigarrillo del paquete y lo encendió con gestos casi femeninos.

– A menudo la gente intenta imaginarse cómo es -explicó mirando a Sejer-. Lo hacen con la mejor intención. Se imaginan la cama del niño vacía, creyendo que uno se queda mirándola así a lo tonto. Yo lo hacía a menudo. Pero la cama vacía no es más que una parte. Me levantaba por las mañanas y entraba en el baño. Allí estaba su cepillo de dientes, debajo del espejo, uno de esos que cambian de color cuando se calientan, el patito de goma en el borde de la bañera, sus zapatillas debajo de la cama. Descubrí que ponía un cubierto de más en la mesa cuando íbamos a comer, lo estuve haciendo durante un montón de tiempo. En el coche estaba su animalito de peluche, que había dejado olvidado. Varios meses más tarde encontré un chupete debajo del sofá -Johnas hablaba con los dientes apretados, como si estuviera diciéndoles algo en contra de su voluntad, algo que ellos no tenían derecho a saber-. Lo fui ordenando y retirando todo poco a poco, siempre con la sensación de estar cometiendo un delito. Era una tortura verse rodeado de sus cosas día tras día, y era horrible quitarlas. Me perseguía cada instante del día y me persigue todavía. ¿Sabe usted cuánto tiempo permanece el olor de una persona en un pijama de algodón?

Se calló, su rostro bronceado había adquirido un tono grisáceo. Sejer no dijo nada. Recordó de repente los zuecos de Elise, que siempre dejaba en la puerta para poder ponérselos rápidamente cuando iba a tirar la basura o bajar a por el correo. Él haber tenido que abrir la puerta, coger los zapatos blancos y meterlos dentro era algo que recordaba con un agudo dolor.

– Dimos una vuelta por el cementerio -dijo Sejer en voz baja-. ¿Hace tiempo que no va por allí?

– ¿A qué viene esa pregunta? -dijo Johnas con voz ronca.

– Sólo quiero saber si se ha dado cuenta de que han sustraído algo de la tumba.

– ¿Se refiere al pajarito? Sí, desapareció justo después del entierro.

– ¿Pensó en adquirir uno nuevo?

– Su curiosidad no tiene límites, por lo que veo. Sí, claro que lo pensé. Pero no soportaba la idea de volver a vivirlo de nuevo, por eso opté por dejarlo tal cual.

– ¿Sabe usted quién lo cogió?

– ¡Pues claro que no! -contestó de repente con dureza-. Si lo hubiera sabido lo habría denunciado inmediatamente, y si hubiera tenido ocasión, habría dado un escarmiento para toda su vida al culpable.

– ¿Una regañina quiere decir?

Johnas sonrió agriamente.

– No, no me refiero a una regañina.

– Fue Annie -dijo Sejer.

Johnas abrió los ojos de par en par.

– Lo encontramos entre sus cosas. ¿Es éste?

Se metió la mano en el bolsillo y sacó el pájaro. A Johnas le temblaban las manos cuando lo cogió.

– Creo que sí. Se parece al que yo compré. Pero, ¿por qué…?

– No lo sabemos. Pensamos que a lo mejor usted nos podía sacar de dudas.

– ¿Yo? Dios mío, no tengo ni idea. No lo entiendo. ¿Por qué demonios iba a robarlo Annie? No era precisamente una ladrona. No la Annie que yo conocí.

– Por eso tuvo que haber un motivo. Algo que no tiene que ver con robos. ¿Ella estaba enfadada con usted por alguna razón?

Johnas seguía mirando el pájaro, pasmado.

Esto no lo sabía, se dijo Sejer mirando de reojo a Skarre, que con su mirada azul seguía cada gesto del otro.

– ¿Sus padres saben que ella lo tenía? -quiso saber por fin Johnas.

– Pensamos que no.

– ¿Y no sería Sølvi? Sølvi, al fin y al cabo, es algo especial. Exactamente como una urraca, picoteando todo lo que brilla.

– No fue Sølvi.

Sejer cogió la copa por el pie y bebió un trago de mosto. Sabía a vino insípido.-Bueno, supongo que tendría sus secretos, todos los tenemos -dijo Johnas con una sonrisa-. Era bastante misteriosa, sobre todo cuando se hizo mayor.

– ¿Le afectó muchísimo lo de Eskil?

– No pudo volver a visitarnos después de aquello. Yo lo entiendo, a mí me resultó imposible relacionarme con la gente durante mucho tiempo. Luego se marcharon Astrid y Magne, y ocurrieron tantas cosas a la vez… Un capítulo indescriptible -murmuró, palideciendo con sólo recordarlo.

– Pero de algo hablarían, ¿no?

– Sólo nos saludábamos cuando nos encontrábamos por la calle. Eramos casi vecinos.

– ¿Ella se mostraba esquiva en esas ocasiones?

– Estaba de alguna manera incómoda. Era difícil para todos.

– Y además -añadió Sejer, como si se acordara por casualidad-, tuvo usted una bronca con Eskil justo antes de que muriera. Eso le dolería aún más.

– ¡Mantenga a Eskil fuera de esto! -gritó Johnas con amargura.

– ¿Conoce usted a Raymond Låke?

– ¿Ese idiota que vive cerca de la colina?

– He preguntado si le conoce.

– Todo el mundo sabe quién es Raymond.

– Se pretende que conteste sí o no a esta pregunta.

– No lo conozco.

– ¿Pero sabe dónde vive?

– Sí, lo sé. En una especie de choza. Al parecer le basta, porque va por ahí con pinta de ser feliz como un idiota.

– ¿Feliz como un idiota? -Sejer se levantó y empujó la copa hacia un lado-. Creo que los idiotas dependen tanto de la buena voluntad de la gente como los demás para sentirse felices. Y no olvide nunca lo que voy a decirle: aunque él no sea capaz de interpretar el mundo que le rodea de la misma manera que usted, no le falla en absoluto la vista.

Johnas se puso rígido. No los acompañó hasta la puerta. Al bajar la escalera, Sejer notó la lente de la cámara como un rayo en la nuca.

Luego fueron a buscar a Kollberg al piso y lo dejaron acomodarse en el asiento de atrás. El perro pasaba demasiado tiempo solo, por eso se ponía tan imposible, pensó Sejer. Le dio un trozo de pescado seco.

– Aquí huele fatal, ¿no?

Skarre hizo un gesto afirmativo.

– Luego tendrás que darle una pastilla de regaliz fuerte.

Se dirigieron a Lundeby, salieron en la rotonda y aparcaron junto a los buzones. Sejer se metió por la calle entre las dos filas de casa, plenamente consciente de que desde las veintiuna casas podían verlo. Todo el mundo pensaría que se dirigía a casa de los Holland, pero se detuvo al final de la calle y echó una mirada hacia atrás, hacia la casa de Johnas. Tenía aspecto de estar medio abandonada, con las cortinas echadas en varias ventanas. Volvió lentamente al principio de la calle.

– El autobús escolar sale todas las mañanas de la rotonda a las siete y diez -dijo por fin-. Todos los chicos de Krystallen que van al colegio o al instituto lo cogen. Eso significa que salen de casa alrededor de las siete.

Soplaba un suave viento, pero no se levantaba ni un pelo de la cabeza de Sejer.

– Magne Johnas acababa de marcharse cuando Eskil se atragantó con la comida.

Skarre esperaba. Una cita bíblica sobre la paciencia le pasó velozmente por la cabeza.

– Y Annie salió de casa un poco más tarde que los demás. Holland se acordaba de que se habían dormido ese día. Annie pasaría por delante de la casa de Johnas tal vez mientras Eskil estaba desayunando.

– Sí. ¿Y qué?

Skarre estudió la casa de Johnas.

– Las ventanas del salón y de los dormitorios son las únicas que dan a la calle. Ellos estaban en la cocina.

– Sí, lo sé, lo sé -contestó Sejer irritado. Continuaron andando, se acercaron a la casa intentando imaginarse ese día, el siete de noviembre, a las siete de la mañana. A esa hora, en noviembre es de noche, pensó Sejer.

– ¿Pudo Annie haber pasado por casa de Johnas?

– No lo sé.

Se detuvieron y miraron un instante la casa, esta vez de cerca. La ventana de la cocina se encontraba en la pared lateral, que daba al vecino.

– ¿Quién vive en la casa roja? -preguntó Skarre.

– Irmak, con su mujer y sus hijos. ¿No hay por allí un sendero entre las casas?

Skarre echó un vistazo.

– Sí. Y por ahí viene alguien.

Un chico apareció de repente entre las dos casas. Andaba cabizbajo y aún no se había percatado de la presencia de los dos hombres en el camino.

– Thorbjørn Haugen. El que participó en la búsqueda de Ragnhild.

Sejer se quedó esperando al chico, que subía la cuesta deprisa. Llevaba una mochila negra colgada del hombro, y en la frente el mismo pañuelo estampado que la última vez. Lo observaron detenidamente en el momento en que pasó por delante de la casa de Johnas. Thorbjørn era alto, y llegaba hasta la mitad de la ventana de la cocina.

– ¿Siempre coges el atajo? -preguntó Sejer.

– Sí -contestó Thorbjørn deteniéndose-. Este sendero lleva directamente al camino de Gneis.

– ¿Suelen coger todos este camino?

– Pues sí, nos ahorramos casi cinco minutos.

Sejer dio unos pasos por el sendero y se detuvo delante de la ventana. Era más alto que Thorbjørn y podía mirar por ella sin ningún problema. Ya no se veía ninguna silla infantil, sólo dos sillas normales, y sobre la mesa había una taza de café y un cenicero. Por lo demás, la casa daba la impresión de estar deshabitada. El siete de noviembre, pensó, mucha oscuridad fuera y luz en el interior. Los que pasaban por delante podían mirar hacia dentro, pero los de dentro no veían hacia fuera.

– A Johnas no le gusta mucho que pasemos por aquí -dijo Thorbjørn de repente-. Dice que está harto de todo ese ir y venir por delante de su casa. Pero ahora se está mudando.

– ¿De modo que todos los chicos cogen este atajo cuando van al autocar escolar?

– Todos los que van al instituto.

Sejer hizo un gesto a Thorbjørn para que prosiguiera su camino y se volvió hacia Skarre.

– Acabo de acordarme de algo que dijo Holland cuando hablamos con él en la comisaría: el día en que murió Eskil, Annie volvió antes del colegio porque se encontraba mal. Se fue derecha a la cama. Holland tuvo que ir a su habitación a decirle lo del accidente.

– ¿Cómo de mal -interrogó Skarre-, si ella nunca estaba enferma?

– «Indispuesta».

– Crees que ella pudo ver algo, ¿verdad? ¿A través de la ventana?

– No lo sé. Tal vez.

– ¿Pero por qué no dijo nada?

– Quizá no se atrevió. O tal vez no entendía muy bien lo que había visto. Tal vez se lo confesara a Halvor. Siempre tengo la sensación de que él sabe más de lo que dice.

– Konrad -dijo Skarre en voz baja-. Él lo habría dicho, ¿no?

– No estoy tan seguro. Es un tipo raro. Vamos a hablar con él.

En ese momento sonó su busca, se acercó al coche y marcó el número por la ventanilla. Holthemann contestó.

– Axel Bjørk se ha pegado un tiro en la sien con un viejo revólver Enfield.

Sejer tuvo que apoyarse en el coche. Esa información le supo a medicina amarga, dejando tras de sí una desagradable sequedad en la boca.

– ¿Habéis encontrado alguna carta?

– No sobre el cuerpo. Están buscando en su casa. Pero es evidente que el tío tenía mala conciencia por algo; ¿tú qué crees?

– No lo sé. Pueden haber sido muchas cosas. Tenía problemas.

– Era imprevisible y estaba alcoholizado. Y guardaba mucho rencor a Ada Holland, un rencor tan afilado como el diente de un tiburón -dijo Holthemann.

– Ante todo era infeliz.

– El odio y la desesperación pueden parecerse un poco. La gente exhibe lo que más le conviene.

– Creo que te equivocas. Se había dado por vencido. Por eso habrá puesto fin a todo.

– Tal vez hubiera querido llevarse consigo a Ada.

Sejer hizo un gesto negativo y miró la casa de los Holland.

– No lo habría hecho por Sølvi y Eddie.

– ¿Quieres un homicida o no?

– Sólo quiero al verdadero -Sejer acabó la conversación y miró a Skarre-. Axel Bjørk ha muerto. Me pregunto qué pensará ahora Ada Holland. Tal vez lo mismo que Halvor cuando murió su padre: que «está bien».


Halvor se levantó de un salto. La silla cayó al suelo, y él se giró hacia la ventana. Miró el patio vacío y permaneció así un buen rato. Por el rabillo del ojo vio la silla tirada y la foto de Annie sobre la mesilla de noche. Así que era eso, Annie había visto todo eso. Volvió a sentarse delante de la pantalla y leyó el texto de nuevo, del principio al fin. Allí estaba también su propia historia, la que le había confesado en el más absoluto de los secretos. El padre rabioso, el tiro en la leñera, el trece de diciembre. No tenía nada que ver con ese asunto, respiró hondo, marcó el párrafo y lo borró del documento para siempre. Luego metió un dísquete y copió en él el texto. A continuación salió silenciosamente de la habitación y atravesó la cocina.

– ¿Qué pasa, Halvor? -gritó su abuela al verlo pasar y ponerse una chaqueta vaquera-. ¿Vas a salir?

Halvor no contestó. Oyó la voz de su abuela, pero las palabras no penetraron en él.

– ¿A dónde vas? ¿Vas al cine?

El muchacho comenzó a abrocharse la chaqueta mientras se preguntaba si la moto arrancaría. Si no, tendría que coger el autobús, y entonces tardaría una hora en llegar a su destino. No disponía de una hora, tenía que llegar rápidamente.

– ¿Cuándo volverás Halvor? ¿Vendrás a cenar?

Se detuvo y la miró, como si de repente descubriera que su abuela estaba allí, delante de él.

– ¿Cena?

– ¿A dónde vas, Halvor? ¡Ya casi es de noche!

– Voy a ver a un tío.

– ¿Pero a quién? Estás muy pálido. Puede que tengas anemia. ¿Cuándo fuiste al médico por última vez? ¿A que ni te acuerdas? ¿Cómo has dicho que se llama?

– No lo he dicho. Se llama Johnas.

Su voz sonaba extrañamente resuelta. La puerta se cerró de golpe, y cuando la abuela miró por la ventana lo vio agachado sobre la moto, ajustando tuercas con furiosos movimientos.


La cámara de la planta baja estaba mal colocada. Se dio cuenta en ese momento, al mirar la parte izquierda de la pantalla. La lente recibía la imagen a contraluz, lo que reducía a los visitantes a una vaga silueta, casi como fantasmas. Le gustaba ver quiénes eran los clientes antes de bajar a recibirlos. Desde la planta de arriba, donde había mejor luz, podía distinguir caras y ropa, y sí se trataba de clientes fijos podía prepararse antes de abandonar el despacho, adoptar aquella postura a la que cada uno tenía derecho. Volvió a mirar la pantalla que cubría la planta baja. Había sólo una persona. Parecía un hombre, o tal vez un joven, con cazadora. Seguramente era alguien sin importancia, pero él lo recibiría, correctamente, dispuesto a prestar su mejor servicio, como siempre, para conservar la buena reputación de la galería, que ya era inmejorable. Además, no se podía saber a simple vista si la gente tenía dinero o no, ya no. El tío podría estar forrado. Bajó lentamente la escalera. Sus pasos apenas eran audibles, andaba con un paso ligero y deslizante, lo suyo no era dar saltitos como si trabajara en una tienda de juguetes. Eso era una galería y allí se hablaba en voz baja. No había ni etiquetas con precios ni caja registradora. Por regla general enviaba la factura, rara vez la gente pagaba con VISA o con otra tarjeta. Ya estaba casi abajo, le quedaban dos escalones cuando se detuvo en seco.

– Buenas tardes -murmuró.

El joven estaba de espaldas, pero en ese momento se volvió y lo miró con curiosidad. En su mirada había una mezcla de desconfianza y extrañeza. No decía nada, sólo miraba, como si quisiera descubrir algo en sus rasgos, un secreto tal vez, o la solución de un enigma. Johnas lo reconoció. Por un instante pensó en confesárselo.

– ¿Puedo ayudarte?

Halvor no contestó. Seguía escrutando la cara del otro. Sabía que Johnas lo había reconocido, lo había visto muchas veces, había estado en su casa con Annie, se habían encontrado en el sendero. En ese momento se había puesto una armadura y todo lo suave y oscuro del hombre había desaparecido, la franela, el terciopelo y los rizos morenos se habían endurecido formando una dura coraza.

– Sin duda -contestó Halvor y dio dos pasos hacia el otro, que seguía en la escalera con una mano sobre la barandilla-. ¿Vendes alfombras?

Johnas miró a su alrededor.

– Así es, sí.

– Deseo comprar una.

– ¡Ah sí! -dijo sonriente-, eso supuse. ¿Buscas algo en especial?

No ha venido a por alfombras, pensó Johnas. Además no tiene dinero. Tal vez haya venido por mera curiosidad, por capricho. Seguro que no tiene idea de lo que cuestan las alfombras. Ya lo irá averiguando, ya lo creo que sí.

– ¿Grande o pequeña? -preguntó al bajar el último escalón. Le sacaba más de una cabeza al chico, que era delgaducho como las astillas para encender el fuego.

– Quiero una alfombra que cubra tanto que ninguna pata de silla quede fuera. Resulta muy pesado a la hora de fregar el suelo.

Johnas asintió.

– Sube conmigo. Las alfombras más grandes están arriba.

Empezó a subir la escalera, seguido por Halvor. No se le ocurrió hacerse preguntas sobre la situación, se sentía impulsado como por fuerzas insospechadas, era como deslizarse sobre raíles dentro de una oscura montaña.

Johnas encendió las seis arañas, adquiridas en una fábrica de vidrio en Venecia. Colgaban de las vigas cubiertas de brea y lanzaban una cálida, aunque intensa luz a la espaciosa habitación.

– ¿Has pensado en algún color en especial?

Halvor se detuvo en la parte de arriba de la escalera y miró hacia el interior.

– Pero si son todas rojas -dijo en voz baja.

Johnas sonrió con indulgencia.

– No pretendo ser arrogante -dijo amablemente-. Pero, ¿tienes idea de lo que cuestan?

Halvor lo miró con los ojos entornados. Algo de antaño le vino a la mente, algo que no había sentido en mucho tiempo.

– Bueno, supongo que no tengo pinta de ser extraordinariamente rico -replicó-. ¿Quieres un extracto de mi cuenta?

Johnas vaciló.

– Tienes que perdonarme, pero aquí entra mucha gente que luego se ve en una situación muy comprometida. Sólo quise ahorrarte el mal trago.

– Muy considerado por tu parte -dijo Halvor tranquilamente.Continuó hacia el interior, pasando por delante del comerciante, rumbo a una gran alfombra extendida en la pared. Se puso a juguetear con los flecos. Reconoció en las figuras a hombres, caballos y armas.

– Dos metros y medio por tres -le indicó Johnas en voz baja-. Una buena elección, en cierto modo. El dibujo describe una guerra entre dos pueblos nómadas. Pesa muchísimo.

– Supongo que la llevas a casa, ¿no? -se interesó Halvor.

– Desde luego. Tengo una furgoneta. Pero estaba pensando más bien en el mantenimiento y esas cosas. Hacen falta varios hombres sólo para sacudirla.

– Quiero ésta.

– ¿Cómo?

Johnas dio un paso más mirándolo inseguro. Ese chico era muy extraño.

– Es de lo más caro que tengo. Setenta mil coronas -dijo espetando a Halvor con la mirada.

El muchacho ni se inmutó.

– Seguro que las vale.

Johnas se sentía incómodo. Una insidiosa sospecha le subía por la espalda como una víbora fría. No entendía lo que quería el chico ni por qué se comportaba así. No tenía tanto dinero, y si lo hubiera tenido, no lo habría gastado en una alfombra.

– Envuélvamela, por favor -le pidió Halvor cruzándose de brazos y apoyándose en una mesa de alas de caoba, que chirrió asustada bajo su peso.

– ¿Envolverla? -en los labios de Johnas se dibujó una leve sonrisa-. Las enrollo y luego las cubro con plástico fijado con celo.

– ¡Qué bien!

Halvor esperó.

– Cuesta un poco bajarla. Sugiero llevártela esta noche. Así también podré ayudarte a colocarla.

– No, no -insistió Halvor-, la quiero ahora.

Johnas vaciló.

– ¿La quieres ahora? Y… perdona mi falta de cortesía, ¿cómo vas a pagarla?

– Al contado, si te parece bien.

Se palpó el bolsillo trasero del pantalón. Llevaba unos vaqueros descoloridos y deshilacliados. Johnas seguía delante de él, dudando.

– ¿Pasa algo? -preguntó Halvor.

– No sé. Quizá.

– ¿Y qué podría ser?

– Sé quién eres -dijo de repente Johnas. Era un alivio romper el hielo.

– ¿Nos conocemos?

Johnas asintió con la cabeza mientras se balanceaba con los brazos apoyados en la cadera.

– Sí, sí, Halvor, claro que nos conocemos. Me pregunto si no deberías irte ya.

– ¿Por qué? ¿Pasa algo?

– ¡Dejemos ya esta farsa! -espetó Johnas.

– Totalmente de acuerdo -contestó Halvor en el mismo tono-. ¡Baja ya de una vez esa alfombra, y que sea rápido!

– Pensándolo bien creo que no quiero venderla. Me estoy mudando y la quiero para mi propia casa. Además, es demasiado cara para ti. Sé sincero, los dos sabemos que no puedes pagarla.

– ¿De modo que la quieres para tu propia casa? -gritó Halvor volviéndose de pronto-. Eso puedo entenderlo. En ese caso tendré que elegir otra -miró la pared de nuevo y señaló inmediatamente otra alfombra, en tonos rosas y verdes-. Entonces me llevaré ésa -dijo-. Por favor, bájamela. Y hazme una factura.

– Cuesta cuarenta y cuatro mil.

– Vale.

– ¿Vale?

Seguía esperando con los brazos cruzados y las pupilas duras como perdigones.

– ¿Me paso de la raya si te pido que me enseñes el dinero?

Halvor hizo un gesto con la cabeza.

– Claro que no. Hoy en día no se puede saber a simple vista sí la gente tiene dinero o no.

Se metió la mano en el bolsillo trasero y sacó una vieja cartera de cuadros de nailon con cerradura de velcro, plana como una tortita. Metió los dedos dentro e hizo ruido con las monedas. Sacó algunas y las dejó sobre la mesa de alas. Johnas lo miraba boquiabierto conforme iba formando un montoncito de monedas de cinco, diez y una corona.

– Ya está bien -exclamó enfadado-. Ya has estado aquí el tiempo suficiente. ¡Sal inmediatamente!

Halvor se detuvo y lo miró ofendido.

– No he acabado. Tengo más -dijo, y continuó hurgando en la cartera.

– ¡No tienes más! ¡Vives en una chabola con tu abuela y te dedicas a transportar helados! Son cuarenta y cuatro mil. ¡Sácalas ya de una vez!

– ¿De modo que sabes dónde vivo? -preguntó Halvor mirándole de reojo. El ambiente se estaba caldeando, pero no tenía miedo, por alguna razón no tenía nada de miedo.

– Tengo esto -dijo de repente sacando algo del billetero.

Johnas miró desconfiado al chico y a lo que tenía entre dos dedos.

– Es un disquete -explicó Halvor.

– No quiero ningún disquete, quiero cuarenta y cuatro mil -ladró Johnas, a la vez que notaba el miedo como un pinchazo en el pecho.

– El diario de Annie -dijo Halvor tranquilamente, agitando el disquete-. Empezó a escribirlo hace algún tiempo. En el mes de noviembre, para ser más exacto. Lo hemos estado buscando varias personas. Ya sabes cómo son las chicas. Siempre tienen que confesarse.

Johnas respiró con dificultad. Su mirada alcanzó a Halvor como una pistola de grapar.

– Lo he leído -continuó Halvor-. Trata de ti.

– ¡Dámelo!

– ¡No hasta que se congele el infierno!

Johnas se sobresaltó. La voz de Halvor cambió de tono, volviéndose mucho más grave. Era como si un espíritu malo hablara por boca de un niño.

– También he hecho copias -continuó-, de modo que podré comprar tantas alfombras como quiera. Cada vez que desee una nueva alfombra haré una nueva copia. ¿Comprendes?

– ¡Eres un niñato histérico de mierda! ¿De qué institución te has fugado en realidad?

Johnas tomó impulso, y Halvor vio cómo se hinchó el torso del hombre en una fracción de segundo, mientras se concentraba para saltar. Pesaría veinte kilos más que él y estaba furioso. Halvor se echó hacia un lado y vio cómo el otro fallaba el golpe y se estrellaba contra el suelo, golpeándose estrepitosamente la cabeza contra la mesa de alas. Las monedas se dispersaron por todas partes y cayeron al suelo. Al caer soltó la peor maldición que Halvor jamás había oído, incluido el vocabulario ilimitado de su padre. En dos segundos el hombre se había levantado de nuevo. Con una sola mirada a esa cara oscura, Halvor entendió que la batalla estaba perdida. El hombre era mucho más grande que él. Se apresuró hacia la escalera, pero Johnas volvió a tomar impulso, dio tres o cuatros pasos largos y se lanzó hacia delante. Alcanzó a Halvor en la parte de los hombros. Instintivamente, mantuvo la cabeza levantada pero su cuerpo dio con enorme fuerza contra el suelo de piedra.

– ¡No me toques, cabrón!

Johnas le dio media vuelta. Halvor notó la respiración del otro en la cara, y los puños alrededor del cuello.

– ¡Estás loco! -gritó con dificultad-. ¡Estás acabado! ¡Me importa un bledo lo que hagas conmigo, pero estás acabado!

Johnas estaba ciego y sordo. Levantó el puño y apuntó hacia la cara estrecha del chico. No era la primera paliza que recibía, y sabía lo que le esperaba. Los nudillos le alcanzaron bajo la barbilla, y su frágil mandíbula se rompió como un palo seco. Los dientes de abajo chocaron con una enorme fuerza contra los de arriba, y minúsculos trozos de porcelana se mezclaron con la sangre que salía a chorros de su boca. Johnas continuó golpeando, ya no apuntaba, sino que pegaba al azar según por donde se movía Halvor. Por fin dio con los nudillos en el suelo de piedra y gritó. Se levantó a duras penas y se miró la mano, jadeando ligeramente por el esfuerzo. Había bastante sangre. Miró el bulto que yacía en el suelo, y respiró profundamente. Al cabo de un par de minutos su corazón casi había recuperado su ritmo normal y los pensamientos se le iban aclarando.


– No está aquí -dijo perpleja la abuela a Sejer y a Skarre cuando llegaron a preguntar por Halvor-. Creo que ha ido a ver a alguien, a un tal Johnas. Estaba muy alterado, y no había comido nada. Ya no sé qué hacer con él, y además soy demasiado vieja para ocuparme de todo.

Sejer dio dos golpes en el marco de la puerta al oír eso.

– ¿Alguien lo llamó?

– Aquí no llama nadie. Sólo Annie llamaba de vez en cuando. Halvor ha estado toda la tarde en su cuarto jugando con esa máquina. De repente salió corriendo y desapareció.

– Lo encontraremos. Discúlpenos, pero tenemos mucha prisa.

– De todas las cosas posibles, ésta es la peor que se le podía haber ocurrido -dijo Sejer a Skarre al cerrar la puerta del coche.

– Ya veremos -contestó el otro y arrancó.


– No veo la moto de Halvor.

Skarre salió del coche de un salto. Sejer se volvió hacia Kollberg, que seguía tumbado en el asiento de atrás, y sacó una galleta para perros del bolsillo.

Abrieron la puerta de la galería mientras miraban desafiantes a la cámara del techo. Johnas los vio desde la cocina. Permaneció un rato sentado junto a la mesa de barco respirando tranquilamente, mientras soplaba sus nudillos doloridos. No corría prisa. Una cosa después de otra. Ciertamente estaban ocurriendo muchas cosas en su vida a la vez, pero solía conseguir que todo se solucionara al final. Era un hombre práctico. Iba enfrentándose con los problemas uno a uno, conforme iban surgiendo. Tenía esa peculiar capacidad. Se levantó muy tranquilamente y bajó por la escalera.

– ¡Cuánto ajetreo! -dijo con ironía-. Esto empieza a parecerse a lo que se llama acoso.

– ¿Ah sí? ¿Eso le parece?

Sejer estaba erguido como un poste delante de él. Todo parecía estar en orden, no se veía ningún cliente.

– Estamos buscando a alguien. Pensamos que a lo mejor lo encontraríamos aquí.

Johnas los miró con aire interrogante, dio una vuelta por la habitación e hizo un gesto con la mano.

– Aquí sólo estoy yo. Y estaba a punto de cerrar. Es tarde.

– Nos gustaría echar un vistazo. Rápidamente, claro.

– Francamente…

– Tal vez se metió a escondidas y está oculto en algún sitio. Nunca se sabe.

Sejer temblaba, y Skarre pensó que tenía aspecto de tener siete inviernos escondidos debajo de la camisa.

– ¡Voy a cerrar ya! -exclamó Johnas resueltamente. Pasaron por delante de él y subieron por la escalera. Miraron por todas partes. Entraron en el despacho, abrieron la puerta del pequero aseo y continuaron hasta el ático. No vieron nada.

– ¿A quién pensaba usted encontrar aquí?

Johnas se inclinó sobre la barandilla de la escalera mirándolos con la frente fruncida. Su pecho subía y bajaba debajo de la camisa.

– A Halvor Muntz.

– ¿Y quién es ése?

– El novio de Annie.

– Pero él no tiene nada que hacer aquí, ¿no?

– No estoy muy seguro.

Sejer comenzó a vagar imperturbable a lo largo de las paredes.

– Pero insinuó que venía aquí. Está jugando a los detectives por su cuenta, y creo que debemos poner fin a esa actividad.

– En eso estoy totalmente de acuerdo -afirmó Johnas con una sonrisa indulgente-. Pero por aquí no ha venido ningún aprendiz de detective de ésos.

Sejer daba patadas a las alfombras enrolladas con las puntas de los pies.

– ¿Hay sótano aquí?

– No.

– ¿Qué hace usted con las alfombras por la noche? ¿Las deja a la vista?

– La mayoría sí. Pero las más caras las meto en la cámara de seguridad.

– Ya.

De repente descubrió la pequeña mesa de caoba. En el suelo había un puñado de monedas dispersas.

– Es usted un poco manirroto con la calderilla, ¿no? -preguntó con curiosidad.

Johnas se encogió de hombros. A Sejer no le gustaba nada ese gran silencio que los envolvía. No le gustaba la expresión de la cara de Johnas. En un rincón de la habitación descubrió de repente un cubo de fregar y una fregona. El suelo estaba húmedo.

– ¿Está fregando? -preguntó.

– Es lo último que hago antes de cerrar. Ahorro bastante dinero haciéndolo yo mismo. Como puede comprobar, no hay nadie aquí.

Sejer lo miró.

– Enséñenos la cámara de seguridad.

Por un instante tuvieron la sensación de que Johnas iba a negarse, luego cambió de idea y comenzó a bajar la escalera.

– Está en la planta de abajo. Por supuesto que puede verla. Pero está cerrada, claro, así que no puede haberse escondido dentro.

Bajaron tras él hasta un rincón debajo de la escalera en la planta de calle, donde había una puerta de acero bastante baja pero mucho más ancha que una puerta normal. Johnas se acercó y comenzó a girar la rueda de la clave. Por cada vuelta que daba se oía un pequeño clic. Trabajaba sólo con la mano izquierda, un poco torpemente porque era diestro.

– ¿De manera que ese chiquillo es tan valioso que piensan que está escondido aquí?

– Posiblemente -contestó Sejer mientras miraba fijamente esa torpe mano izquierda. Johnas agarró la pesada puerta y tiró de ella con todas sus fuerzas.

– Le sería mucho más fácil si usara las dos manos -dijo con voz seca.

Johnas levantó una ceja, como si no entendiera. Sejer echó un vistazo a la pequeña cámara, que contenía una caja fuerte más pequeña, tres o cuatro cuadros apoyados en la pared, y una serie de alfombras enrolladas y colocadas en el suelo, como si fueran maderos.

– Esto es todo.

Los miró desafiante. No se veía nada allí dentro. Las paredes estaban desnudas, y la luz de dos largos tubos del techo era intensa.

– Pero estuvo aquí, ¿verdad? ¿Qué quería?

– Nadie ha estado aquí excepto ustedes.

Sejer hizo un gesto afirmativo y salió de la cámara. Skarre lo miró inseguro, pero lo siguió.

– ¿Nos promete ponerse en contacto con nosotros si aparece? -preguntó por fin-. Lo está pasando muy mal después de todo lo sucedido. Necesita ayuda.

– Claro.

La puerta de la cámara de seguridad se cerró con gran estrépito.


Fuera, en el aparcamiento, Sejer hizo una seña a Skarre para que se pusiera al volante.

– Sube esa cuesta y métete en esa entrada de coches dando marcha atrás. ¿La ves?

Skarre dijo que sí.

– Quédate ahí. Esperaremos hasta que se marche y luego lo seguimos. Quiero ver a dónde va.

No tuvieron que esperar mucho. Al cabo de apenas cinco minutos, Johnas apareció de pronto en la puerta. Cerró, activó la alarma, pasó por delante del Citroen gris y desapareció por la entrada de coches dentro de un patio trasero. Estuvo fuera de su vista un par de minutos, pero volvió a aparecer dentro de un viejo Transit. El coche se detuvo junto a la carretera, puso el intermitente y giró a la izquierda. Sejer oyó claramente el traqueteo del motor.

– Claro, también tiene una furgoneta -dijo Skarre.

– Con un cilindro estropeado. Suena como un viejo barco. Ahora arranca, pero ten cuidado. Se dirige a ese cruce. No te acerques demasiado.

– ¿Puedes ver si está mirando por el retrovisor?

– No lo hace. Deja pasar a ese Volvo, Skarre, a aquel verde.

El Volvo frenó ante el ceda el paso, pero Skarre hizo una profunda inclinación con un gesto para que el otro pasara. El conductor se lo agradeció agitando una mano blanca.

– Está poniendo el intermitente de la derecha. ¡Pásate al carril derecho! ¡Demonios, hay muy poco tráfico, nos va a ver!

– No nos ve, va conduciendo como si fuera sobre raíles. ¿A dónde crees que se dirige?

– Posiblemente a Oscarsgate. Se está mudando, ¿no es así? Cuidado, está frenando. Y cuidado con ese camión de cerveza, si te adelanta podemos perderlo.

– ¡Qué fácil es decirlo! ¿Cuándo te vas a comprar un coche más potente?

– Vuelve a frenar. Supongo que va a bajar por Børresensgate. Esperemos que el Volvo vaya en la misma dirección.

Johnas conducía la gran furgoneta suavemente por la ciudad, como si no quisiera llamar la atención. Puso el intermitente y cambió de carril, se estaba acercando a Oscarsgate. En ese momento pudieron ver claramente que miraba varias veces por el espejo retrovisor.

– Se detiene junto a esa casa amarilla. Es el número quince. ¡Para, Skarre!

– ¿Justo aquí?

– Apaga el motor. Está saliendo del coche.

Johnas salió del coche, miró en todas las direcciones y cruzó la calle a grandes pasos. Sejer y Skarre miraban fijamente la puerta donde se puso a manipular una llave. En la mano llevaba una caja de herramientas.

– Va a pasar por su piso. Esperemos a ver. En cuanto él esté dentro, tú te acercas al coche. Quiero que eches un vistazo por la ventanilla de atrás.

– ¿Qué crees que lleva?

– No quiero ni pensarlo. Corre. ¡Venga Skarre!

Skarre salió sigilosamente del coche y corrió encorvado como un viejo por la acera, oculto en parte por la fila de coches aparcados. Se agachó detrás del coche e hizo sombra poniendo una mano a cada lado de la cara para ver mejor. Al cabo de tres segundos volvió a toda prisa. Se dejó caer en el asiento y cerró la puerta.

– Un montón de alfombras. Y la Suzuki de Halvor. Está en la parte de atrás con el casco encima. ¿Subimos?

– Nada de eso. Quédate aquí tranquilo. Si no me equivoco, el tío no estará ahí dentro mucho tiempo.

– ¿Y luego lo volvemos a seguir?

– Depende.

– ¿Se ve alguna luz encendida?

– No veo nada. ¡Ahí viene!

Se agacharon y vieron a Johnas, que se había detenido en la acera. Miró hacia ambos lados de la calle y vio que no había nadie en la larga fila de coches aparcados en el lado izquierdo. Fue hasta la furgoneta, se metió, arrancó y empezó a dar marcha atrás. Skarre asomó con cautela la cabeza por encima del salpicadero.

– ¿Qué está haciendo? -preguntó Sejer.

– Está dando marcha atrás. Ahora otra vez hacia delante. Cruza la calle marcha atrás y aparca delante del portal. Sale del coche. Corre hasta la puerta de atrás. La abre. Saca una alfombra enrollada. Se pone en cuclillas y se la carga sobre el hombro. Se tambalea un poco. ¡Esa alfombra parece pesar una barbaridad!

– ¡Dios mío, está a punto de caerse!

Johnas se tambaleaba bajo el peso de la alfombra. Las rodillas estaban a punto de fallarle. Sejer puso la mano sobre el tirador de la puerta.

– Ha vuelto a entrar. Intentará meter la alfombra en el ascensor. ¡No podrá subirla por la escalera! Mira la fachada, Skarre, a ver si enciende alguna luz.

Kollberg empezó a ladrar de repente.

– ¡Cállate hombre! -Sejer se giró y le dio una palmadita. Esperaron y miraron la fachada y todas las ventanas oscuras.

– Se ha encendido una luz en el cuarto, justo encima del mirador, ¿la ves?

Sejer miró hacia arriba. La ventana no tenía cortinas.

– ¿Subimos?

– No hay que apresurarse, Johnas es listo. Tenemos que esperar un poco.

– ¿Esperar a qué?

– Ha apagado la luz. Tal vez vuelva a salir. ¡Agáchate de nuevo, Skarre!

Volvieron a agacharse. Kollberg seguía ladrando.

– ¡Si no te callas estarás una semana sin comer! -le susurró Sejer.

Johnas volvió a salir. Tenía aspecto de estar agotado. Esta vez no miró ni a la izquierda ni a la derecha al meterse en el coche. Cerró la puerta y arrancó.

Sejer entreabrió la puerta.

– Tú sigúelo, yo subiré al piso a echar un vistazo.

– ¿Cómo vas a entrar?

– He hecho un cursillo de cómo abrir las puertas con ganzúa. ¿Tú no?

– Claro que sí.

– ¡No lo pierdas! Quédate aquí hasta que veas que llega a la curva, y luego lo sigues. Estará esperando la oscuridad. Cuando veas que de verdad se dirige a casa ve a la comisaría a por más gente. Arréstalo en su domicilio. ¡No le des la oportunidad de cambiarse de ropa, ni de dejar nada, y no se te ocurra mencionar este piso! Si se para en el camino para deshacerse de la moto no lo arrestes. ¿Me oyes?

– ¿Por qué no? -preguntó Skarre confuso.

– ¡Porque es el doble de grande que tú!

Sejer bajó del coche, agarró la cadena de Kollberg y se lo llevó. Se agachó detrás del coche en el momento en que el vehículo de Johnas empezó a moverse. Skarre esperó unos segundos, luego fue tras él. En ese momento no tenía mucha fe.

Al instante, Sejer vio desaparecer los dos coches por la derecha. Cruzó la calle, llamó a un timbre cualquiera y gruñó «Policía» en el altavoz. La puerta se abrió y él entró, dejó estar el ascensor y subió corriendo hasta el cuarto piso. Sólo había dos puertas, pero como habían visto encenderse y apagarse una luz, optó por la puerta que presumiblemente daba a la calle. No tenía ningún letrero. Echó un vistazo a la cerradura, era una muy simple de resorte. Abrió la cartera y buscó una tarjeta plastificada. No tenía muchas ganas de usar la de crédito, pero encontró una de la biblioteca municipal con su nombre y número y el texto «El libro abre todas las puertas» al dorso. Metió la tarjeta en la ranura y la puerta se abrió. La cerradura quedó inservible, pero tal vez alguien la cambiaría en algún momento. El piso estaba casi vacío y no contenía nada de valor. Encendió la luz. Descubrió la caja de herramientas en medio del suelo y dos banquetas junto a la ventana. Debajo del fregadero de la cocina había una pequeña pirámide de botes de pintura y una botella de cinco litros de aguarrás. Johnas estaba pintando la casa. Era un piso luminoso y espacioso con grandes ventanas en forma de arco, y bastante buena vista a la calle, un poco retirado del peor tráfico. El inmueble era un viejo edificio de principios de siglo, con una hermosa fachada y rosetas de escayola en el techo. Vislumbró la fábrica de cervezas, que se reflejaba en el río algo más abajo. Fue de habitación en habitación mirando. Aún no había teléfono instalado, y tampoco muebles, pero pudo ver alguna que otra caja de cartón marcada con rotulador. Dormitorio. Cocina. Salón. Entrada. Un par de cuadros. Una botella medio llena de Cardenal sobre la encimera de la cocina. Varias alfombras enrolladas debajo de la ventana del salón. Kollberg husmeó el aire. Olía a pintura, cola de empapelar y aguarrás. Sejer dio una vuelta más, se detuvo junto a la ventana y miró hacia fuera. Kollberg, inquieto, estaba dando una vueltecita por su cuenta. Sejer lo siguió y abrió alguno de los armarios. No veía esa enorme alfombra por ninguna parte. El perro comenzó a gruñir y desapareció hacia el interior. Sejer lo siguió.

Finalmente Kollberg se detuvo delante de una puerta. El pelo se le erizó.

– ¿Qué hay ahí?

Kollberg husmeó enérgicamente la rendija de la puerta y arañó la puerta con las uñas. Sejer miró hacia atrás por encima del hombro. No sabía por qué, pero de repente una extraña sensación le sobrecogió. Había alguien muy cerca. Puso la mano en el tirador de la puerta y tiró de él. La puerta se abrió. Algo negro le alcanzó en el pecho con una fuerza tremenda. Al instante siguiente todo se convirtió en un shock de sonido y dolor, gruñidos y ladridos en el momento en que el enorme animal le puso las garras encima. Kollberg tomó impulso y mordió en el instante en que Sejer reconoció al dobermann de Johnas. Cayó al suelo con los dos perros encima. Instintivamente se alejó rodando y acabó boca abajo y con las manos protegiéndose la cabeza. Los animales luchaban y Sejer buscó con la vista algo con qué golpearles, pero no encontró nada. Fue hasta el cuarto de baño, vio una escoba, la cogió y salió en busca de los perros. Estaban quietos, a unos dos metros de distancia el uno del otro, gruñendo en voz baja y enseñando los dientes.

– ¡Kollberg! -gritó-. ¡Pero si es una perra, coño!

Los ojos de Hera lucían como dos farolas amarillas en la cabeza negra. Kollberg agudizó las orejas, la perra vigilaba como una pantera negra, lista para el ataque. Sejer levantó la escoba y dio unos pasos notando el sudor y la sangre que le chorreaban bajo la camisa. Kollberg lo vio, se detuvo y se olvidó durante un segundo de vigilar al enemigo, que salió disparado como un proyectil con la boca abierta. Sejer cerró los ojos y pegó. La alcanzó en la nuca, y cerró los ojos de tristeza al ver a la perra desplomarse y quedarse en el suelo chillando. Al instante se lanzó sobre ella, la agarró de la correa y la arrastró hasta el dormitorio. Le dio un tremendo empujón y cerró la puerta de un un estallido. Entonces se cayó hacia la pared, deslizándose hasta el suelo. Miró fijamente a Kollberg, que continuaba a la defensiva.

– Joder, Kollberg. ¡Si es una perra! -se secó la frente.

Kollberg se acercó a él y le lamió la cara. Oyeron a Hera gemir detrás de la puerta. Sejer permaneció sentado con la cara escondida entre las manos, intentando recuperarse después del susto. Al mirarse, vio que tenía la ropa llena de pelos de perro y de sangre, y Kollberg sangraba de una oreja.

Por fin se levantó y se metió en el cuarto de baño. Sobre una manta dentro de la ducha descubrió de repente algo negro y suave como el terciopelo, que lloriqueaba.

– No me extraña que atacara -susurró-. Quería proteger a sus cachorros.

La alfombra enrollada estaba junto a una pared. Sejer se sentó en cuclillas y se quedó mirándola. Era un rollo muy apretado, cubierto con plástico y pegado con ese celo especial que resulta casi imposible de quitar. Comenzó a tirar del plástico y del celo, mientras le chorreaba el sudor debajo de la camisa. Kollberg arañaba para ayudar, pero Sejer lo empujó hacia un lado. Por fin había logrado quitar el celo, y procedió a quitar el plástico. Se levantó y arrastró el rollo hasta el suelo del salón. De nuevo oyeron los gemidos de Hera en el dormitorio. Se agachó de nuevo y dio un fuerte empujón al rollo. La alfombra se desenrolló lenta y pesadamente. Dentro había un cuerpo comprimido. La cara estaba destrozada. La boca estaba sellada con celo y también parte de la nariz, o mejor dicho, lo que quedaba de ella. Sejer se tambaleó ligeramente mientras miraba a Halvor. Tuvo que darse la vuelta y apoyarse un instante contra la pared. Luego cogió el teléfono móvil del cinturón, miró fijamente por la ventana y tecleó un número. Siguió con la vista un barco carguero que se deslizaba por el río. Hexagon, Bremen. Sonó la sirena del barco, un sonido dilatado y nostálgico. Aquí vengo yo, parecía decir. Aquí vengo yo, pero no tengo prisa.

– Konrad Sejer, Oscarsgate quince -dijo al auricular-. Necesito gente.


– ¿Henning Johnas?

Sejer daba vueltas a un bolígrafo entre los dedos y miraba fijamente al hombre.

– ¿Sabe usted por qué está aquí?

– ¿Qué clase de pregunta es ésa? -dijo el otro con voz ronca-. Permítame decirle una cosa: lo crea o no, hay un límite para lo que voy a tolerar. Si se trata de Annie, no tengo nada más que decir.

– No vamos a hablar de Annie -dijo Sejer.

– Bueno.

Se balanceó ligeramente en la silla, y Sejer creyó ver una luz de alivio posarse en su cara.

– Halvor Muntz parece haber desaparecido de la faz de la tierra. ¿Sigue usted estando seguro de no haberlo visto?

Johnas apretó los labios.

– Completamente seguro. No lo conozco.

– ¿Está usted seguro de eso?

– Puede que no lo crea, pero lo cierto es que sigo teniendo la cabeza bastante despejada, a pesar del constante acoso de la policía.

– Es que nos preguntamos qué hace la moto de Halvor en su garaje, dentro de su furgoneta.

Se oyó un sonido de asombro, como un ronquido.

– Perdone, ¿qué ha dicho?

– La moto de Halvor.

– Es la moto de Magne -murmuró-. Voy a ayudarle a arreglarla.

Hablaba velozmente, sin mirar a Sejer.

– Magne tiene una Kawasaki. Además, usted no sabe nada de motos, pues su oficio es otro, por así decirlo. Inténtelo de nuevo, Johnas.

– Bueno, bueno.

Se encolerizó, perdió el control y tuvo que agarrarse con las dos manos a la mesa.

– Entró haciéndose el chulo en la galería y empezó a molestarme. ¡Dios mío cómo se pasó! Se comportó como uno de esos locos drogadictos, insistiendo en comprar una alfombra. No tenía dinero, claro. Entra tanta gente chiflada en la galería que perdí el control. Le di una bofetada. Entonces se piró como un niñato, dejando la moto y todo. La metí en el coche y me la traje a casa. Como castigo tendrá que venir a recogerla él mismo, tendrá que rogarme que se la devuelva.

– Para ser una simple bofetada veo que su mano ha sufrido bastante -indicó Sejer contemplando los nudillos despellejados del hombre-. Lo que pasa es que nadie sabe donde está.

– Pues se habrá fugado con el rabo entre las piernas. Lo más probable es que tenga mala conciencia por algo.

– ¿Tiene usted alguna sugerencia?

– Está usted investigando el asesinato de su novia. Tal vez debería empezar por ahí.

– No olvide Johnas que vive usted en un lugar pequeño. Los rumores se propagan muy deprisa.

Johnas sudaba tanto que la camisa se le pegaba al pecho.

– De todas formas voy a mudarme -murmuró.

– Creo que ya lo mencionó. Al centro, ¿no era así? De modo que le dio a Halvor un escarmiento. Tal vez debamos dejarle en paz por ahora.

Sejer no se sentía en absoluto a gusto, aunque ésa era la impresión que daba.

– ¿Pierde usted a menudo el control, Johnas? Vamos a hablar un poco de eso.

Volvió a dar vueltas a su pluma.

– Empecemos por Eskil.

Para Johnas fue una suerte tener en ese momento la cabeza agachada para sacar los cigarrillos del bolsillo de la chaqueta. Tardó lo suyo en enderezarse.

– ¡No! -jadeó-. No tengo fuerzas para hablar de Eskil.

– Usaremos el tiempo que haga falta -dijo Sejer-. Empiece por ese día, el siete de noviembre, desde que se levantaron, usted y su hijo.

Johnas movió débilmente la cabeza, lamiéndose nerviosamente los labios. No podía dejar de pensar en ese disquete que nunca llegó a leer. Sejer lo habría cogido y habría leído todo lo que Annie había escrito. La idea le hizo tambalearse.

– Resulta difícil hablar de ello. He intentado olvidarlo. ¿Por qué demonios quieren ustedes hurgar en una vieja tragedia? ¿No tienen algo más reciente en que ocupar su tiempo?

– Entiendo que le resulte difícil, pero inténtelo de todos modos. Sé que lo pasaron mal y que deberían haber recibido ayuda. Hábleme de él.

– ¿Pero por qué quiere hablar de Eskil?

– Ese niño formaba una parte importante de la vida de Annie. Y hay que sacar a la luz todo lo que rodeaba a la chica.

– Entiendo, entiendo. Lo que pasa es que me siento muy confuso. Por un instante pensé que usted sospechaba que yo… bueno ya sabe. Que tenía algo que ver con la muerte de Annie.

Sejer sonrió, una sonrisa rara y abierta. Luego miró extrañado a Johnas moviendo la cabeza.

– ¿Y qué motivo iba a tener usted para matar a Annie?

– Ninguno, claro -dijo el otro con voz alterada-, pero para ser sincero me costó bastante llamar y decir que yo la había llevado en el coche. Me parecía que era como sacar la cabeza.

– Lo habríamos averiguado de todos modos. Alguien los vio.

– Eso es lo que pensé. Y por eso llamé.

– Hábleme de Eskil -dijo Sejer imperturbable.

Johnas se hundió en la silla e inhaló el cigarrillo; parecía desconcertado. Sus labios se movían, pero no salía de ellos sonido alguno.

Lo tenía todo preparado en la cabeza, pero en ese momento la habitación se encogía y lo único que oía era la respiración de ese hombre al otro lado de la mesa. Echó un vistazo al reloj de la pared con el fin de ordenar sus pensamientos. Eran las seis de la tarde.


Eran las seis de la mañana. Eskil se despertó con gritos entusiastas. Empezó a dar saltos entre Astrid y yo en la cama, yendo de un lado para otro. Quiso levantarse inmediatamente. Astrid necesitaba dormir un poco más, había dormido muy mal, así que me tocó a mí levantarme. El niño me siguió hasta el cuarto de baño, colgado de mis pantalones. Sus brazos y piernas estaban por todas partes y su boca no paraba de emitir un constante chorro de ruidos y gritos. Luego serpenteaba como una anguila mientras me esforzaba en vestirle. No quiso pañal. No quiso la ropa que le había sacado, tiró todo lo que estaba suelto, y finalmente se subió a la taza del váter, desde donde tiró todo lo que había en la repisa debajo del espejo. Los frascos y botellitas de Astrid se rompieron al estrellarse contra el suelo. Lo cogí en brazos y lo bajé al suelo. Como tantas otras veces fui atrapado en la misma red de siempre: le reprendí, primero amablemente mientras le metía la pastilla de Ritalin en la boca, pero él la escupió, se agarró de la cortina de la ducha y la tiró. Intenté vestirme, intenté que no se hiciera daño, que no rompiera nada. Por fin estábamos los dos vestidos. Lo cogí en brazos de nuevo, lo llevé hasta la cocina y lo senté en su silla. De repente echó la cabeza hacia atrás y me dio en la boca. El labio se me reventó y empezó a sangrar. Lo até en su silla y le preparé una rebanada de pan con fiambre, pero no quiso comerla, decía que no con la cabeza y empujó el plato, gritando que quería salchichón.


– Johnas -dijo Sejer-. Hábleme de Eskil.

Johnas se despertó y lo miró. Por fin tomó una decisión.

– De acuerdo, como usted quiera. El siete de noviembre. Un día como todos los demás, lo que quiere decir un día indescriptible. Era un torpedo y devastó la familia. Magne sacaba cada vez peores notas, no soportaba estar en casa y se refugiaba por las tardes en casa de amigos. Astrid estaba siempre falta de sueño, yo no podía cumplir con el horario de la tienda. Cada comida era un sufrimiento. Annie -dijo de repente, con una sonrisa triste-, Annie era la única luz en la oscuridad. Venía a recoger a Eskil cuando tenía tiempo. Entonces el silencio se posaba sobre la casa como después de un huracán. Nos caíamos redondos allí donde nos encontráramos, despojados de toda energía. Estábamos agotados y desesperados, y nadie nos prestaba ayuda. Los médicos nos dijeron claramente que el niño no mejoraría con el tiempo. Siempre tendría problemas de concentración y sería hiperactivo para el resto de su vida. Y toda la familia tendría que ajustarse a él durante años, durante muchos años. ¿Se lo imagina?

– ¿Y ese día tuvo una bronca con él?

Johnas soltó una risa lunática.

– Siempre teníamos broncas. Se convirtió en la neurosis de la familia. Seguramente contribuimos a estropearlo, no teníamos la formación necesaria para poder manejarlo. Gritábamos y regañábamos, y toda la vida de Eskil consistía en maldiciones y horror.

– Cuénteme lo que pasó.

– Magne entró un momento en la cocina para decir adiós. Se fue al autocar con la mochila en la espalda. Fuera era de noche. Unté otra rebanada de pan con mantequilla y le puse salchichón encima. La corté incluso en pequeños dados, aunque el niño podía comer la corteza sin ningún problema. Él no paraba de dar golpes en el hule con su jarrita, gritaba y chillaba, ni de pena ni de alegría, no era más que un chorro constante de ruido. De repente descubrió los gofres que estaban sobre la encimera desde el día anterior. Enseguida empezó a pedirlos, y aunque yo sabía que él ganaría, le dije que no. Esa palabra era como agitar un paño rojo delante de sus ojos. No se dio por vencido, siguió dando golpes con la taza y se tambaleaba en la silla, a punto de volcarla. Yo estaba de espaldas y comencé a temblar. Me fui hacia un lado, cogí el plato, quité el plástico que cubría los gofres, y saqué una placa de cinco corazones. Tiré los trozos de salchichón al cubo de basura y le puse delante el plato de los gofres. Arranqué un par de corazones. Sabía que no los iba a comer en paz, que ahí no acabaría la cosa, lo conocía bien. Eskil quería mermelada. Unté a toda velocidad y con manos temblorosas dos corazones con mermelada de frambuesa. En ese momento el niño sonrió. Me acuerdo mucho de su última sonrisa. Estaba contento consigo mismo. Yo no soportaba que él estuviera tan contento cuando yo estaba al borde de un ataque de nervios. Levantó el plato y empezó a dar golpes con él en la mesa. No quiso los gofres, no le importaban los gofres, lo único que quería en este mundo era salirse con la suya. Se deslizaron del plato al suelo, y tuve que ir a buscar un trapo para limpiarlo. No encontré ninguno, de modo que doblé los gofres. Me miró con curiosidad mientras hacía con ellos una bola. Su cara no mostraba ningún temor por lo que se avecinaba. Yo hervía por dentro. Tenía que dejar escapar algo de vapor, no sabía cómo, pero de repente me incliné sobre la mesa y le metí los gofres dentro de la boca, empujándolos lo más adentro posible. Recuerdo todavía sus ojos asombrados y las lágrimas que los bañaron.

»¡Y ahora! -grité loco de ira-. ¡Ahora vas a comerte estos malditos gofres!

Johnas se desdobló como un palo.

– ¡No quería hacerlo!

El cigarrillo se estaba consumiendo en el cenicero. Sejer tragó saliva y dejó vagar su mirada en dirección a la ventana, pero no encontró nada capaz de eliminar de su retina la imagen del niño con la boca llena de gofres y ojos grandes y aterrados. Miró a Johnas.

– Debemos aceptar a los hijos que tenemos, ¿no?

– Eso nos decía todo el mundo. Los que no sabían. Nadie sabía. Ahora me acusarán de malos tratos y muerte accidental. En ese caso llega usted demasiado tarde. Me he acusado y condenado a mí mismo hace ya mucho tiempo. Usted no puede hacer nada para cambiarlo.

Sejer lo miró.

– ¿En qué consiste exactamente esa acusación?

– Fui culpable de la muerte de Eskil. Yo era el responsable de él. Para eso no hay ni disculpas ni explicaciones. Sólo que no quise hacerlo. Fue un accidente.

– Tiene usted que haber sufrido mucho -dijo Sejer en voz baja-. No tenía a nadie con quien hablar de su dolor. Y al mismo tiempo siente que ya ha recibido el castigo por lo que hizo, ¿verdad?

Johnas callaba. Su mirada vagaba por la habitación.

– Primero perdió a su hijo pequeño, luego su mujer lo abandona, llevándose a su hijo mayor. Usted se quedó solo, sin nadie.

Johnas rompió a llorar. Sonaba como si tuviera una papilla en la garganta que quisiera salir.

– Y sin embargo luchó por continuar viviendo. Tiene la compañía de su perro. Ha ampliado la tienda, que marcha cada vez mejor. Hace falta mucho esfuerzo para volver a empezar de la manera en que lo ha hecho usted.

Johnas asintió con la cabeza. Las palabras le llegaban como agua tibia.

Sejer había apuntado; en ese momento disparó de nuevo.

– Y entonces, cuando por fin todo empieza a funcionar de nuevo, aparece Annie.

Johnas se sobresaltó.

– ¿Le lanzaba miradas acusatorias cada vez que se encontraban en la calle? Usted tendrá que haberse preguntado por qué Annie era tan poco amable con usted, de manera que cuando la vio bajar la cuesta corriendo con la mochila en la espalda pensó que tendría que averiguarlo de una vez por todas. ¿No fue así?


Una chica bajaba corriendo la cuesta. Me reconoció enseguida y se detuvo en seco. Su cara se contrajo y me miró como dudando. Todo su ser me rechazaba, era una postura arisca, casi agresiva, que resultaba inquietante.

Empezó a andar de nuevo a paso rápido, sin mirar hacia atrás. La llamé. ¡No quise darme por vencido, tenía que averiguar de qué se trataba! Por fin desistió y subió al coche, abrazando con fuerza la mochila que tenía sobre las rodillas. Yo iba despacio, quise formular una frase, pero no sabía muy bien cómo empezar, tenía miedo de hacer algo que pudiera ser peligroso para los dos. Seguí conduciendo mientras la miraba de reojo, con la sensación de que toda ella era una acusación enorme y vibrante.

Necesito hablar con alguien, empecé vacilante, apretando el volante. Lo estoy pasando mal.

Ya lo sé, contestó, mirando por la ventanilla, pero de repente se volvió y me miró un instante. Lo tomé como una pequeña concesión e intenté relajarme. Aún tenía la posibilidad de retirarme, de dejarlo estar, pero ella estaba sentada allí, a mi lado, escuchándome. Tal vez fuera lo suficientemente adulta como para comprenderlo todo, y tal vez eso fuera todo lo que quería: una especie de confesión, una súplica de perdón. Annie y toda su palabrería sobre la justicia.

¿Podemos ir a algún sitio y hablar un poco, Annie? Aquí dentro, en el coche resulta muy difícil. Sólo unos minutos y luego te llevo a donde tú quieras.

Mi voz era como un hilo fino, suplicante, y pude ver que la había conmovido. Asintió lentamente con la cabeza y se relajó un poco, reclinándose en el asiento y mirando por la ventanilla. Al cabo de un rato pasamos por delante de la tienda de Horgen y allí vi una moto aparcada. El motorista estaba inclinado sobre algo que tenía sobre el manillar, tal vez un mapa. Subí lenta y cuidadosamente por la mala carretera que llevaba hasta la Colina y aparqué donde se puede dar la vuelta. De repente Annie parecía preocupada, la mochila se quedó en el suelo del coche, intento recordar qué pensé en ese momento, pero no soy capaz, sólo sé que fuimos andando lentamente por el sendero blando. Annie caminaba erguida a mi lado, joven y terca, pero no inamovible. Me acompañó hasta el agua y se sentó vacilante sobre una piedra. Se tocaba los dedos. Recuerdo sus uñas cortas y la pequeña sortija en la mano izquierda.

Te vi, dijo en voz baja. Te vi por la ventana en el momento de inclinarte sobre la mesa y me fui corriendo. Luego papá me contó que Eskil había muerto.

Sabía, contesté, sabía por tu forma de comportarte que me acusabas. Cada vez que nos.encontrábamos en el camino, en los buzones o en el garaje me acusabas.

Rompía llorar. Me incliné hacia delante sollozando, mientras Annie seguía sentada muy quieta a mi lado. No decía nada, pero cuando por fin me hube desahogado, levanté la vista y descubrí que ella también estaba llorando. Me sentí mejor que en mucho tiempo, de verdad que sí. El viento era suave y me acariciaba la espalda; aún había esperanzas.

¿Qué tengo que hacer? susurré, ¿qué tengo que hacer para dejar esto atrás?

Me miró con sus grandes ojos grises, como sorprendida. Entregarte a la policía, claro. Decir lo que pasó. ¡Si no, jamás volverás a tener paz!

En ese instante me miró. El corazón me pesaba en el pecho. Metí las manos en los bolsillos e intenté mantenerlas allí.

¿Se lo has contado a alguien?, pregunté.

No, dijo en voz baja. Todavía no.

¡Debes tener cuidado, Annie! grité desesperado.

De repente sentí como si emergiera desde el fondo, desde la oscuridad, para entrar en la claridad. Un sólo pensamiento paralizador me vino de pronto a la mente. Que sólo Annie y nadie más en el mundo lo sabía. Fue como si el viento cambiara de rumbo, sentí un gran zumbido en los oídos. Todo estaba perdido. En su rostro se dibujó la misma expresión de asombro que en el de Eskil. Luego atravesé el bosque rápidamente. No me volví ni una vez para mirarla.


Johnas estudiaba las cortinas, y el tubo fluorescente del techo mientras sus labios formulaban sin parar palabras que nunca salían. Sejer lo miró.

– Hemos registrado su casa y tenemos pruebas técnicas. Será usted acusado de homicidio por imprudencia en la persona de su hijo, Eskil Johnas, y de homicidio intencionado en la persona de Annie Sofie Holland. ¿Entiende lo que le digo?

– ¡Se equivoca!

La voz era un débil chirrido. Varios vasos sanguíneos rotos conferían un color rojizo a sus ojos.

– No soy yo el que va a juzgar su culpabilidad.

Johnas se metió una mano en el bolsillo de la camisa. Temblaba con tanta vehemencia que parecía un anciano. Por fin volvió a sacar la mano con una pequeña caja plana de metal.

– Tengo la boca muy seca -murmuró.

Sejer miró la cajita.

– Pero no habría hecho falta que la matara, ¿sabe?

– ¿De qué está hablando? -dijo con un hilo de voz.

Dio la vuelta a la caja y dejó caer en su mano una pequeña pastilla blanca para la garganta.

– No necesitaba matar a Annie. Habría muerto de todos modos, si hubiera esperado un poco.

– ¿Está bromeando?

– No -contestó Sejer-. Nunca bromearé con el cáncer de hígado.

– Ahí se equivoca. Annie tenía una salud de hierro. Estaba de pie junto a la laguna cuando me marché, y lo último que oí fue el ruido de una piedra que tiró al agua. No me atreví a decírselo la primera vez, que vino conmigo hasta la laguna, quiero decir. ¡Pero así fue! No quiso bajar conmigo en el coche. Prefería andar. ¿No comprende que alguien llegó mientras ella estaba junto al agua? Una chica joven, sola en el bosque. Hay montones de turistas en la colina. ¿Se le ha ocurrido pensar alguna vez que se está equivocando?

– Se me ocurre muy rara vez. Pero la batalla está perdida, ¿sabe? Hemos encontrado a Halvor.

Johnas hizo de repente una mueca, como si alguien le pinchara con una aguja en el oído.

– ¿Resulta amargo, verdad?


Sejer estaba sentado muy quieto, con las manos sobre las rodillas. Se sorprendió a sí mismo dando vueltas a su alianza. No había mucho más que hacer. Además, la pequeña habitación estaba silenciosa y casi en penumbra. De vez en cuando miraba la cara destrozada de Halvor, una cara lavada y aseada, pero totalmente irreconocible, con la boca medio abierta y varios dientes hechos añicos. La vieja cicatriz de la comisura de los labios ya no era visible. Su rostro había reventado como una fruta madura. Pero la frente estaba entera, y alguien le había peinado el pelo hacia atrás dejando visible la piel lisa, como una pequeña indicación de lo guapo que había sido. Sejer agachó la cabeza y puso las manos sobre la sábana. Se veían con más nitidez en el círculo de luz que emitía la lámpara de la mesilla. No oía nada más que su propia respiración y un ascensor que sonaba débilmente muy a lo lejos. Un repentino movimiento bajo sus manos le hizo sobresaltarse. Halvor abrió un ojo y le miró. El otro estaba cubierto de una bola gelatinosa de esparadrapo flotante, parecido a una medusa. Quiso decir algo, pero Sejer se puso un dedo sobre los labios e hizo un gesto negativo con la cabeza.

– Me encanta ver esa mueca malhumorada, pero no debes hablar. Pueden saltar los puntos.

– Gacias -masculló Halvor.

Permanecieron un instante mirándose el uno al otro. Sejer movió la cabeza un par de veces, Halvor pestañeó una y otra vez con el ojo verde.

– Ese disquete -dijo Sejer-, que encontramos en el piso de Johnas. ¿Es una copia exacta del de Annie?

– Mm.

– ¿No se ha borrado nada?

Halvor negó con la cabeza.

– ¿Nada ha sido cambiado o corregido?

Más movimientos negativos.

– Entonces lo dejamos así -dijo Sejer lentamente.

– Gacias.

Los ojos de Halvor se llenaron de agua y empezó a moquear.

– ¡No llores! -exclamó Sejer-. Los puntos se te pueden saltar. Tienes mocos, iré a buscar papel.

Se levantó, cogió papel del lavabo, e intentó limpiar a Halvor los mocos y la sangre que le salían de la nariz.

– Annie te parecería algo difícil de vez en cuando. Pero ahora ya entiendes que tenía sus motivos. Todos solemos tenerlos -añadió-. Para Annie era demasiado cargar con todo ella sola. Sé que lo que voy a decir es una tontería -prosiguió, tal vez en un intento de consolar a ese muchacho que yacía con la cara destrozada y que le inspiraba tanta compasión-, pero tú aún eres joven. Acabas de perder mucho. En este momento sientes que Annie era la única persona con la que querías estar. Pero el tiempo pasa, y las cosas cambian. Algún día pensarás de otra manera.

Demonios, qué afirmación, pensó de repente.

Halvor no contestó. Miró las manos de Sejer sobre el edredón, la ancha alianza de oro en su mano derecha. Su mirada era acusadora.

– Sé lo que estás pensando -dijo Sejer en voz baja-, que me es fácil hablar, con esta grande y ostentosa alianza de diez milímetros. Pero, ¿sabes? -dijo con una triste sonrisa-, en realidad se trata de dos de cinco fundidas.

Volvió a dar vueltas al anillo.

– Ella ha muerto -dijo en voz baja-. ¿Lo entiendes?

Halvor bajó la vista de su único ojo, y otro tanto de sangre y mocos le chorreó por la cara. Abrió la boca, y Sejer pudo ver los raigones destrozados.

– Pedóneme -dijo.


Por fin el sol los inundó, y Sejer y Skarre se paseaban por las calles con el perro entre ellos. Kollberg andaba a sus anchas, con el rabo muy erguido, como una bandera.

Sejer llevaba un ramo de flores, que le colgaba de un cordel enrollado en la muñeca, anémonas blancas y rojas en papel de seda. Llevaba la chaqueta por encima de los hombros y su eccema estaba mejor de lo que había estado en mucho tiempo. Andaba a su habitual paso ligero, mientras que Skarre iba dando saltitos a su lado. El perro caminaba sorprendentemente bien, a un paso digno. No iban demasiado deprisa, porque llevaban las camisas recién planchadas y no querían sudar demasiado antes de llegar.

Matteus saltaba de un lado para otro con gran expectación, con una orca de terciopelo negro y blanco en los brazos. Se llamaba Willy Fri, y era casi tan grande como él. El primer impulso de Sejer fue lanzarse sobre el niño y levantarlo por los aires dando rienda suelta a su entusiasmo con voz jubilosa. Pero no era su estilo. Lo sentó con cuidado sobre sus rodillas y miró a Ingrid, que llevaba un vestido nuevo, un vestido de verano amarillo con frambuesas rojas. La felicitó por su cumpleaños y le apretó la mano. Dentro de poco se irían al otro lado del mundo, al calor y a la guerra, y allí se quedarían durante una eternidad. Dio la mano a su yerno mientras cogía la de Matteus con la otra. Luego se quedaron muy quietos esperando la comida.

Matteus jamás se ponía pesado. Era un niño educado que casi nunca chillaba y no era terco ni obstinado. Lo único que Sejer no reconocía de su propia familia era una leve tendencia a cometer encantadoras diabluras. Su vida era todo sonrisas y amor, y sus orígenes, de los que no sabían gran cosa, no le habían proporcionado genes que provocaran un comportamiento anormal, que los volviera locos o que los llevara a sobrepasar límites catastróficos. Sus pensamientos vagaron hacia atrás, hasta la calle Gamle Møllevej en las afueras de Roskilde, cuando era niño. Por fin oyó.

– ¿Qué has dicho, Ingrid?

Miró asombrado a su hija, que se apartaba un rubio rizo de pelo de la frente mientras sonreía de esa manera tan especial que reservaba para él.

– ¿Coca Cola, papá? ¿Quieres Coca Cola?


En ese mismo instante, en otro lugar, una vieja y fea furgoneta bajaba por la carretera llena de baches en primera, y al volante iba un hombre robusto con el pelo de punta. Al acabar la cuesta se paró para dejar pasar a una niña que había puesto el pie en la carretera. Ella se detuvo en seco.

– ¡Hola, Ragnhild! -gritó con entusiasmo.

La niña llevaba una cuerda de saltar colgando de una mano, y lo saludó con la otra.

– ¿Vas de paseo?

– Voy a casa -dijo Ragnhild resuelta.

– ¡Escucha! -gritó Raymond, muy alto, con el fin de ahogar el ruido del motor-. ¡Cesar ha muerto, pero Påsan ha tenido crías!

– Pero sí Påsan es un chico -contestó Ragnhild dudando.

– No siempre es fácil ver si un conejo es niña o niño. Tienen mucho pelo. Pero sí que ha tenido crías. Cinco. Puedes verlas si quieres.

– No me dejan -dijo la niña decepcionada, mirando la carretera con la débil esperanza de que alguien apareciera para salvarla de esa vertiginosa tentación: conejos bebés-. ¿Tienen ya pelo?

– Tienen pelo y ya han abierto los ojos. Luego te llevaré a tu casa, Ragnhild. ¡Ven, crecen muy deprisa!

Ragnhild miró una vez más la carretera, cerró con fuerza los ojos y volvió a abrirlos. Luego cruzó rápidamente y se metió en el coche. Llevaba una camisa blanca con cuello de encaje y un minúsculo pantalón corto rojo. Nadie la vio subirse a la furgoneta. La gente estaba en sus jardines, plantando, limpiando y atando rosales y clematis. Raymond se sentía muy elegante con la vieja chaqueta de Sejer. Puso el coche en marcha. La niña esperaba emocionada en el asiento, a su lado. Raymond silbó contento y miró a su alrededor. Nadie los había visto.

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