Sejer se agachó y miró.

– Habrá logrado mantenerlo en secreto. Así que cuídate la lengua cuando estemos por allí.

Skarre asintió y chupó el helado.

– Tal vez tengamos que interrogar a todo el equipo de balonmano. Puede que ese tío haya intentado algo con alguna de las chicas. ¿Qué tal te ha ido? ¿Traes detallados dibujos del coche sospechoso?

Sejer gimió y sacó los dibujos del bolsillo interior.

– Ragnhild dice que el cofre portaesquís era una barca. Y el de Raymond tiene mucha gracia -añadió en voz baja-. Pero lo más interesante es un excursionista que se detuvo delante de la casa del muchacho anoche, y que al parecer logró convencerle de que el coche era rojo.

Puso el dibujo sobre la mesa y se lo acercó a Skarre.

Skarre abrió unos ojos como platos.

– ¿Cómo? ¿Fue capaz de explicar…?

– Algo intermedio -dijo Sejer lacónicamente-, con gorra. No me atreví a agobiarle mucho, se pone enseguida fuera de sí.

– A esto lo llamo yo rapidez.

– Yo lo llamo más bien atrevimiento -replicó Sejer-. De hecho, estamos hablando de una persona que sabe quién es Raymond. Sabe que ellos lo vieron, y tenía que asegurarse de qué fue exactamente lo que vieron. De manera que debemos centrarnos en el coche. ¡Ese tipo tiene que estar muy cerca, demonios!

– Pero eso de plantarse delante de la casa de Raymond es bastante arriesgado. ¿Alguien más lo vio?

– He preguntado por las casas. Nadie lo vio. Si llegó por la colina, la casa de Raymond es la primera, y se ve poco desde la granja de abajo.

– ¿Y el viejo?

– Oyó murmullos fuera y no sintió la tentación de abrir la cortina.

Comieron el helado en silencio.

– ¿Debemos olvidarnos de Halvor y de la moto?

– En absoluto.

– ¿Cuándo vamos a traerlo aquí?

– Esta noche.

– ¿Por qué esperar hasta entonces?

– Esto está más tranquilo por la noche. Por cierto, hablé con la madre de Ragnhild mientras la niña iba dejando pruebas cristalinas en el bloc de dibujo. Sølvi no es hija de Holland. Y al padre biológico se le ha negado el derecho a las visitas debido seguramente a borracheras y violencia.

– Pero Sølvi tiene veintiún años, ¿no?

– Ahora sí. Pero ha habido años de dolorosos conflictos.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Pues que ese tipo ha vivido, en cierta manera, la experiencia de perder a una hija. Ahora su ex mujer, con la que mantiene una tensa relación, tendrá esa misma experiencia. Tal vez quisiera vengarse. Bueno, es sólo una idea.

Skarre silbó por lo bajo.

– ¿Quién es él?

– Eso vas a averiguarlo tú en cuanto acabes el helado. Y luego te pasas por mi despacho. Si lo encuentras, nos pondremos en marcha inmediatamente.

Sejer se marchó. Skarre marcó el número de teléfono de Holland, y chupó el helado mientras esperaba.

– No quiero hablar de Axel -dijo la señora Holland-. Estuvo a punto de destrozarnos, y después de muchos años hemos logrado por fin quitárnoslo de encima. Si yo no hubiera ido a los tribunales, él habría conseguido destrozar a Sølvi.

– Sólo quiero su nombre y dirección. Es mera rutina, señora Holland. Hay mil cosas de este tipo que tenemos que comprobar.

– Jamás ha tenido nada que ver con Annie. ¡Gracias a Dios!

– El nombre, señora Holland.

La mujer cedió por fin:

– Axel Bjørk.

– ¿Tiene usted más datos?

– Lo tengo todo. Su número de carné de identidad y también sus señas, si es que no se ha mudado. Ojalá lo haya hecho. Vive demasiado cerca. A sólo una hora en coche.

Se iba encolerizando conforme hablaba.

Skarre tomó nota y le dio las gracias. Luego volvió a encender el ordenador para buscar a Bjørk, Axel, mientras pensaba lo poco eficaz que era la protección de la intimidad de las personas, nada más que una lona transparente tras la que resultaba imposible esconderse. Encontró al hombre sin muchos esfuerzos y comenzó a leer.

– ¡Hostia! -exclamó dirigiendo una mirada de disculpa hacia el cielo.

Luego pulsó Imprimir y se reclinó en la silla. Cogió la hoja, la leyó una vez más y cruzó el pasillo en dirección al despacho de Sejer. El inspector jefe estaba delante del espejo con una manga de la camisa remangada, rascándose el codo.

– Me he dejado la pomada en casa -murmuró.

– Aquí está. Tiene antecedentes, claro -dijo Skarre, que se sentó poniendo la hoja sobre la mesa.

– Bueno, vamos a ver. Bjørk, Axel, nacido en mil novecientos cuarenta y ocho.

– Policía -dijo Skarre en voz baja.

Sejer no reaccionó. Seguía leyendo y asintió lentamente con la cabeza.

– Ex policía. Bueno, tal vez no te apetezca venir.

– Pues claro que sí. Pero resulta un poco fuerte, ¿verdad?

– No somos mejores que los demás, ¿no, Skarre? Tendremos que escuchar también la versión del hombre. Puedes contar con que será diferente a la de la señora Holland. De modo que tendremos que darnos una vuelta por Oslo. Al parecer trabaja a turnos, lo que significa que tenemos cierta posibilidad de encontrarlo en casa.

– Sognsveien 4 está en Adamstuen. Es ese bloque rojo que hay junto a la parada del tranvía.

– ¿Tan bien conoces aquello? -preguntó Sejer asombrado.

– Trabajé de taxista en Oslo durante dos años.

– ¿Hay algo que no hayas hecho?

– Nunca me he tirado en paracaídas -contestó Skarre estremeciéndose.


Skarre demostró los conocimientos adquiridos en su época de taxista dirigiendo a Sejer por el camino más corto: Entraron por Skøyen, giraron a la izquierda por la calle Halvdan Svartes, pasaron por el parque Vigeland, subieron por Kirkeveien y bajaron por Ullevål. Aparcaron en lugar prohibido delante de una peluquería y encontraron el nombre de Bjørk en la tercera planta. Llamaron a la puerta y esperaron. Nadie contestó. Una mujer salió de una puerta de al lado haciendo ruido con un cubo y una fregona.

– Ha ido a la tienda -dijo-, por lo menos salió con botellas vacías en una bolsa de plástico. Suele comprar en Rundingen, justo aquí al lado.

Le dieron las gracias y salieron. Se sentaron en el coche a esperar. Rundingen era una pequeña tienda de ultramarinos con tantos carteles rosas y amarillos en el escaparate que resultaba difícil ver el interior. La gente entraba y salía, la mayoría mujeres. Cuando Skarre hubo fumado un cigarrillo con la ventanilla abierta y el brazo sacado, apareció un hombre solitario vestido con una gruesa camisa canadiense y zapatillas de deporte. A través de la ventana abierta oyeron el tintineo de las botellas que llevaba en la bolsa. Era de complexión fuerte y muy alto, aunque no lo parecía tanto porque andaba cabizbajo y con una hosca mirada clavada en la acera. No se fijó en el coche.

– Sin duda podría tratarse de un antiguo colega. Espera a que doble la esquina, luego sal y comprueba si entra en el edificio.

Skarre esperó, abrió la puerta y dobló rápidamente la esquina. Luego esperaron dos o tres minutos antes de volver a subir.

El rostro de Bjørk en la puerta entornada era un manojo de músculos, nervios e impulsos que cambió de expresión varías veces en el transcurso de unos segundos. Primero esa cara relajada y neutral que no espera nada, con una mezcla de curiosidad. Luego, al descubrir el uniforme de Skarre, un rápido salto en la memoria con el fin de explicarse ese ser uniformado delante de su puerta, lo que había leído en el periódico sobre el cadáver en la laguna, y finalmente su propia historia, los nexos, y lo que habrían pensado. La última expresión, la que quedó fijada en su rostro, era una mordaz sonrisa.

– Bueno -dijo, abriendo la puerta del todo-. Si no llegáis a aparecer, habría perdido todo el respeto por la moderna investigación. Adelante. ¿Se trata del maestro y su aprendiz?

Ignoraron el comentario y entraron tras él en un pequeño vestíbulo donde el olor a alcohol era notorio.

El piso de Bjørk era muy moderno, con un salón espacioso y una habitación, además de una pequeña cocina que daba a la calle. Los muebles no hacían juego unos con otros, como si hubieran sido rescatados de distintas salas de estar. En la pared, sobre un antiguo escritorio, colgaba la foto de una niña. Tendría unos ocho años. El pelo era más oscuro, pero los rasgos no habían cambiado gran cosa con el paso de los años. Era Sølvi. En una esquina había un lazo rojo fijado al marco.

De pronto descubrieron un pastor alemán que yacía muy quieto en un rincón, observándolos con la mirada alerta. No se había movido ni había ladrado cuando entraron en la habitación.

– ¿Qué has hecho con ese perro -preguntó Sejer-, que yo no he podido lograr del mío? El mío se tira a la gente en cuanto ponen los pies en la entrada y arma tanto alboroto que se le oye en el bajo. Y eso que vivo en la planta trece -añadió.

– Eso es porque está demasiado unido a ti -contestó Bjørk secamente-. Nunca debes tratar a un perro como si fuera lo único que tienes en el mundo, ¿o acaso es así?

Sonrió irónicamente, estudió a Sejer con los ojos entornados y supuso que el resto de la conversación tendría lugar en un tono menos distendido que hasta ese momento. Llevaba el pelo corto, pero sucio y grasiento, y la barba muy poblada. Una sombra oscura le cubría la parte inferior de la cara.

– Bien -dijo tras una pausa-. Y ahora quieres saber si conocía a Annie.

Se sacó la frase con mucho cuidado de entre los labios, como si de una espina se tratara.

– Estuvo en este piso varias veces con Sølvi. No veo por qué no decirlo. Luego Ada se enteró y puso fin a esas visitas. De hecho, Sølvi quería venir. No sé lo que le ha hecho Ada, pero creo que es algo parecido a un lavado de cerebro. Ahora ya no le intereso. Holland se ha quedado con la tutela -se rascó la barbilla, y como los otros seguían callados, continuó-: ¿Has pensado tal vez que yo maté a Annie con el fin de vengarme? Dios mío, no, no lo hice. No tengo nada en contra de Eddie Holland, y no le deseo a nadie, ni siquiera a mi rival, el mal trago de perder a una hija. Porque eso es lo que me ha pasado a mí, ya no tengo hijos. No tengo fuerzas para seguir luchando. Pero, desde luego, admito que he pensado que ahora esa vieja mojigata ya sabe lo que es perder a una hija. Lo sabe, ya lo creo. Y mis posibilidades de volver a ver a Sølvi son más remotas que nunca. A partir de ahora, Ada no apartará la vista de ella ni un momento. Es una situación en la que nunca hubiera deseado verme metido.

Sejer escuchaba sin moverse. La voz de Bjørk sonaba áspera y acida.

– ¿Que dónde me encontraba yo en el momento de los hechos? La encontraron el lunes, ¿no? Sobre el mediodía, si recuerdo bien lo que leí en la prensa. Entonces la respuesta es aquí, en el piso, sin coartada. Probablemente estaba borracho, suelo estarlo cuando no trabajo. ¿Si soy violento? En absoluto. Es verdad que pegué a Ada, pero fue ella la que lo preparó todo, era lo que estaba buscando. Sabía que si conseguía que traspasara los límites tendría algo para llevarme a los tribunales. Le di un puñetazo. Fue un impulso. De hecho, ha sido la única vez en mi vida que he pegado a alguien. Tuve muy mala suerte, di fuerte y en el clavo, le rompí la mandíbula y perdió varios dientes; Sølvi estaba sentada en el suelo mirando. Ada lo había organizado todo. Había dispersado los juguetes de Sølvi por el suelo para que la niña se quedara mirándonos, y había llenado la nevera de cerveza. Y se puso a discutir, eso se le daba muy bien. No lo dejó hasta que yo exploté. Fui derecho a la trampa que me había preparado.

La amargura del hombre dejaba traslucir una especie de alivio, tal vez porque por fin alguien lo escuchaba.

– ¿Qué edad tenía Sølvi cuando os divorciasteis?

– Cinco años. Ada ya estaba liada con Holland, y quería quedarse con Sølvi.

– Ya hace mucho tiempo de eso. ¿No has conseguido olvidarlo?

– Uno no olvida nunca a sus hijos.

Sejer se mordió el labio.

– ¿Te suspendieron?

– Empecé a beber sin control. Perdí a la mujer, a la cría, el trabajo, la casa y el respeto de la mayor parte de la gente. Así pues -añadió-, no importaría mucho si también me convirtiera en homicida, de verdad que no -sonrió de repente diabólicamente-. Pero entonces habría actuado enseguida, no habría esperado tantos años. Y para ser sincero -prosiguió-, en todo caso me hubiera cargado a Ada.

– ¿Sobre qué discutíais? -preguntó Skarre con curiosidad.

– Discutíamos sobre Sølvi -Bjørk se cruzó de brazos y miró por la ventana, como si los recuerdos desfilaran por la calle-. Sølvi es algo especial, lo ha sido siempre. Supongo que la habréis conocido, y habréis visto en lo que se ha convertido. Ada siempre quiso protegerla. No es muy independiente, si acaso simplemente algo corta, siente un morboso interés por los chicos y por aparentar ante los demás. Eso es lo que quiere Ada, que se busque un marido cuanto antes que pueda cuidar de ella. En mi vida he visto a alguien llevar a una chica tan directa a la ruina. He intentado explicarle que lo que necesita es justamente lo contrario. Necesita fe en sí misma. Yo quería llevarla a pescar y cosas así, enseñarle a cortar leña, jugar al fútbol y dormir en tienda de campaña. Necesita esforzarse un poco físicamente, soportar que el peinado se le desarregle sin que le entre el pánico. Ahora anda por un estudio del cabello mirándose en el espejo todo el día. Ada me acusaba de tener algún complejo. Me decía que en realidad me hubiera gustado tener un hijo varón y que no había aceptado nunca el hecho de haber tenido una hija. Discutíamos siempre -suspiró-, durante todo nuestro matrimonio. Y hemos seguido discutiendo.

– ¿De qué vives ahora?

Bjørk clavó su oscura mirada en Sejer.

– Seguro que ya lo sabes. Trabajo en una compañía privada de seguridad. Voy por ahí por las noches con linterna y perro. Está bien. Poca acción, claro, pero supongo que ya tuve mi ración.

– ¿Cuándo estuvieron las chicas aquí por última vez?

Se frotó la frente como queriendo extraer la fecha del fondo de sus pensamientos.

– El otoño pasado. También vino el novio de Annie.

– ¿Y desde entonces no las has visto?

– No.

– ¿Has llamado a su puerta a preguntar por ella?

– Varias veces. Y Ada ha llamado siempre a la policía. Decía que yo era un intruso, que me comportaba de un modo amenazador. Voy a tener problemas en el trabajo si sigo así, de modo que me he visto obligado a dejar de hacerlo.

– ¿Y Holland?

– Holland está bien. En realidad creo que todo esto le parece bastante horrible. Pero es un mandado. Ada le tiene completamente dominado. Él hace lo que se le dice, por eso no discuten nunca. Tú mismo has hablado con ellos, y te habrás dado cuenta de la situación.

Se levantó de repente y se colocó junto a la ventana, de espalda a ellos, enderezándose completamente.

– No sé lo que le pasó a Annie -dijo en voz baja-. Pero lo habría entendido mejor si le hubiera sucedido a Sølvi. Ella es tan fácil de engañar…

Sejer lo miró con curiosidad y se preguntó por qué todo el mundo decía lo mismo. «Si hubiera sido Sølvi…» Como si todo fuera un grave error, y Annie hubiera sido asesinada por equivocación.

– ¿Tienes moto, Bjørk?

– No -contestó extrañado-. Tuve una cuando era más joven. La tenía aparcada en el garaje de un conocido, y al final la vendí. Una Honda 750. Sólo me queda el casco.

– ¿Cómo es?

– Está colgado en la entrada.

Skarre echó un vistazo y descubrió el casco, un casco integral negro, con la visera tiznada.

– ¿Coche particular?

– Sólo llevo el Peugeot de la compañía de seguridad. He podido comprobar algo -dijo de repente, mirándolos-. He visto el fenómeno madre-hijo muy de cerca. Es una especie de pacto sagrado que nadie puede romper. Sería más difícil separar a Ada y Sølvi que a una pareja de gemelos siameses con las manos.

La imagen hizo parpadear a Sejer.

– Seré sincero con vosotros -prosiguió-. Odio a Ada, y no me da la gana ocultarlo. Y sé qué sería lo peor que pudiera ocurrírle: que Sølvi llegara a ser algún día tan madura que entendiera lo que ha sucedido realmente. Que antes o después se atreviera a desafiar a su madre y venir aquí a iniciar esa relación padre-hija que deberíamos tener y a la que los dos tenemos derecho, una relación de verdad. Eso mataría a Ada.

De repente parecía agotado. El tranvía pasó ruidosamente por la calle, y Sejer volvió a mirar la foto de Sølvi. Intentó imaginarse su propia vida con otro rumbo. Que Elise hubiera empezado a odiarle, que se hubiera marchado llevándose consigo a Ingrid, y que encima hubiera conseguido que un tribunal dictaminara que jamás volviera a verla. Se sintió mareado. Tenía mucha imaginación.

– En otras palabras -dijo en voz baja-. ¿Annie Holland era la chica que hubieras querido que fuera Sølvi?

– Sí, en cierto modo. Es independiente y fuerte. Era -dijo de pronto, volviéndose-. Es horrible. Espero por Eddie que encontréis al tipo que lo hizo, de verdad que lo espero.

– ¿Por Eddie? ¿No por Ada?

– No -dijo con firmeza-. Por Ada no.


– Un hombre muy elocuente, ¿no te parece?

Sejer puso el coche en marcha.

– ¿Lo has creído? -preguntó Skarre, señalando a la izquierda.

– No lo sé. Pero hay una gran desesperación detrás de esa máscara hosca, y parece auténtica. Seguro que hay mujeres malas y calculadoras por ahí. Y las mujeres tienen una especie de prioridad sobre los hijos. Tiene que ser doloroso estar atrapado en una situación así, por ideas y convenciones contra las que de nada sirve luchar. Tal vez tiene que ser así -añadió pensativo, intentando esquivar los raíles del tranvía-. Tal vez se trate de un fenómeno biológico que da seguridad a los niños. Una verdadera atadura a la madre, imposible de romper.

– ¡Ostras!

Skarre escuchaba y movía la cabeza como diciendo que no.

– Tú tienes hijos, ¿de verdad crees lo que acabas de decir?

– No, sólo pienso en voz alta. ¿Y tú, qué?

– ¡Pero si yo no tengo hijos!

– Pero tienes padres, ¿no?

– Sí, tengo padres. Y me temo que soy un enmadrado incurable.

– Yo también -dijo Sejer pensativo.


Eddie Holland salió de la agencia de contabilidad, dio un breve recado a la secretaria y se marchó en su coche. Tras un paseo de veinte minutos, el Toyota verde se metió en un gran aparcamiento. El hombre apagó el motor y se hundió en el asiento. Cerró un instante los ojos y permaneció muy quieto, esperando que algo le hiciera dar la vuelta y regresar sin haber realizado su cometido, pero nada ocurrió.

Por fin abrió los ojos y miró a su alrededor. Era un lugar muy hermoso. El gran edificio reposaba en el paisaje como una gran piedra plana, enmarcada por resplandecientes praderas verdes. Miró los estrechos senderos, donde las tumbas se alineaban en filas simétricas. Arboles frondosos con enormes copas. Consuelo. Silencio. Ni una persona, ni un sonido. Salió vacilante del coche y cerró la puerta ruidosamente con el débil deseo de que alguien lo oyera y saliera por la puerta del crematorio para preguntarle qué quería, para hacérselo fácil, pero nadie salió.

Empezó a caminar por los senderos. Leyó algún nombre, pero sobre todo se iba fijando en los años, como si buscara a alguien que no hubiera muerto de viejo, que tal vez tuviera sólo quince años, como Annie, y sí, encontró varios. Comprendió por fin que muchos habían pasado ya por eso, sólo que ya habían llegado un poco más lejos. Habían tomado ya una serie de decisiones; por ejemplo, que su hijo o hija fuera incinerado, qué clase de piedra pondrían sobre la urna, qué plantarían. Habían elegido flores y música para el funeral y habían informado al sacerdote de cómo había sido su hijo o hija para que la homilía tuviera un carácter lo más personal posible. Le temblaban las manos y se las metió en los bolsillos. Llevaba una vieja gabardina con el forro roto. En el bolsillo derecho palpó un botón, y se le ocurrió en ese instante que llevaba años allí. El cementerio era bastante grande, y en un extremo, cerca ya de la carretera, divisó a un hombre con una gabardina de nailon azul andando lentamente entre las tumbas. Podría ser un empleado del lugar. Holland se giró imperceptiblemente en dirección al hombre, esperando que fuera un tipo hablador. Él no tenía mucha iniciativa, pero tal vez el hombre se detuviera e hiciera algún comentario sobre el tiempo. Siempre quedaba el tema del tiempo, pensó Eddie. Miró el cielo y vio que había pocas nubes, la temperatura era agradable y soplaba una suave brisa.

– ¡Muy buenas!

La gabardina azul marino se detuvo.

Holland carraspeó.

– ¿Trabaja usted aquí?

– Sí -contestó señalando hacia el crematorio-. Soy lo que llaman el encargado.

El hombre tenía una sonrisa simpática, como si no temiera a nada en este mundo y hubiera visto todo lo que había que ver de las debilidades humanas.

– Llevo veinte años trabajando aquí. Es un sitio bonito para pasar los días. ¿No te parece?

Le tuteaba. Resultaba informal y agradable. Holland asintió.

– Pues sí, yo ando por aquí meditando -balbuceó Eddie-, sobre el futuro y todo eso -soltó una risa nerviosa-. Antes o después acabaremos todos bajo tierra. Es algo que no puede evitarse.

Cerró las manos dentro de los bolsillos y palpó el botón.

– Así es. ¿Tienes familia aquí?

– No, aquí no. Están enterrados en el cementerio de mi pueblo. Allí no tenemos ninguna tradición con la incineración. En realidad no sé muy bien en qué consiste -añadió-, ser incinerado, quiero decir. Tal vez al fin y al cabo no haya tanta diferencia entre ser enterrado o incinerado. Pero hay que tomar una decisión. No soy tan mayor, pero se me ha ocurrido que debo decidir pronto…, si deseo ser enterrado o incinerado, quiero decir.

El otro ya no sonreía. Miró atentamente al hombre grueso de la gabardina gris y entendió lo que había supuesto para su orgullo hacer esa pregunta. La gente tenía muchos motivos para andar entre las tumbas, y él nunca se arriesgaba a equivocarse.

– Es una decisión importante, pienso yo, a la que hay que dedicar algo de tiempo. La gente debería pensar más en su propia muerte.

– ¿Verdad que sí? -Holland pareció alentado. Sacó las manos de los bolsillos para airearlas un poco-. Pero siempre se tiene miedo a hacer preguntas -le extrañaron sus propias palabras-. También teme uno que le tomen por chiflado. O no del todo normal tal vez…, cuando quiere enterarse del proceso de la incineración y de cómo se lleva a cabo.

– La gente tiene derecho a saberlo -contestó el encargado con sencillez, dando unos pasos liberadores-. Lo que pasa es que nadie se atreve a preguntar. O no quieren saberlo. Pero entiendo muy bien que algunos quieran informarse. ¿Entramos y te explico un poco?

Holland asintió agradecido. Se sentía muy bien en compañía de ese hombre tan amable. Un hombre de la misma edad que él, delgado y con poco pelo. Anduvieron lentamente por los senderos; la gravilla crujía suavemente bajo sus pies y la brisa le rozaba la calva como una mano consoladora.

– En realidad es bastante sencillo -dijo el encargado-. Primero te diré que el muerto es colocado en el horno dentro del ataúd. Tenemos ataúdes especiales para la incineración. Todo es de madera, hasta los asideros. Te la digo para que no creas que sacamos al muerto y lo metemos en el horno sin ataúd. Aunque supongo que ya lo sabías, casi todos hemos visto películas americanas -sonrió.

Holland asintió y volvió a cerrar las manos.

– El horno es bastante grande. Aquí tenemos dos. Funcionan con electricidad y producen una poderosa llama. La temperatura sube a unos dos mil grados.

Sonrió al aire, como queriendo absorber un par de débiles rayos de sol.

– Todo lo que el muerto lleva dentro del ataúd acaba en el horno. Incluso objetos o joyas que en un principio no arden, y luego se mete todo en la urna. Los marcapasos, clavos y similares se quitan antes. En cuanto a los metales nobles habrás oído decir que acaban en otros lugares. Pero no debes pensar en ello -dijo con determinación-. No debes -se estaban acercando a la puerta del crematorio-. Los huesos y los dientes se muelen en un molino hasta convertirlos en un polvo fino, casi arenoso, grisáceo.

Cuando el hombre mencionó lo del molino, Eddie pensó en los dedos de Annie. Esos dedos finos y delgados con la pequeña sortija de plata… Dobló asustado sus propios dedos dentro de los bolsillos.

– Vamos siguiendo el proceso para ver en qué fase se encuentra. El horno tiene puertas de cristal. Al cabo de dos horas aproximadamente, todo queda convertido en un pequeño montón de ceniza menuda, mucho más pequeño de lo que la gente se imagina.

¿Seguir el proceso para ver en qué fase se encuentra? ¿A través de la puerta de cristal? ¿Podían ver lo que había dentro?… ¿Ver a Annie quemándose?

– Si quieres puedo enseñarte los hornos.

– ¡No, no!

Apretó los brazos contra el cuerpo e intentó desesperadamente mantenerlos quietos.

– Esta ceniza es muy limpia, casi lo más limpio que existe. Es como una arena fina. Antiguamente se utilizaba en medicina, ¿lo sabías? Se untaban con ella los eccemas, por ejemplo, con buenos resultados, y también se podía comer. Contiene sales y minerales. La colamos dentro de la urna. Te voy a enseñar una para que veas el aspecto que tiene. Puedes elegir la urna porque existen varios modelos, pero tenemos un modelo estándar que es el que elige la mayoría. Se cierra, se sella y luego se baja a la sepultura a través de un estrecho conducto. A esta ceremonia la llamamos la colocación de la urna.

Abrió la puerta a Holland, que entró primero en el oscuro edificio.

– No es más que una aceleración del proceso. Más limpio, de alguna manera. Todos volveremos a ser polvo, pero en los entierros normales es un proceso muy largo. Tarda unos veinte años. A veces treinta o cuarenta, según el tipo de suelo. Esta región es muy arenosa y arcillosa.

– Me gusta -dijo Holland en voz baja-. Eso de volver a ser polvo.

– ¿Verdad que sí? Algunos prefieren ser lanzados al viento. Desgraciadamente, en nuestro país está prohibido, tenemos reglas muy severas sobre eso. Según la ley, todo el mundo debe reposar en tierra bendecida.

– Tampoco eso es malo -dijo Holland, aclarando la garganta-, pero esas imágenes que surgen… cuando uno intenta imaginarse cómo es… Si estás en la tierra es que vas a pudrirte. Y eso no suena muy bien. Pero luego está lo de quemarse.

Pudrirse o quemarse, pensó. ¿Qué puedo elegir para Annie?

Se detuvo un instante, sintiendo que las rodillas estaban a punto de traicionarle, pero siguió andando, animado por la paciencia del otro.

– Hay algo en eso de ser quemado que me hace pensar en… bueno, ya sabes…, en el infierno. Y cuando me imagino a la niña…

Se detuvo en seco y se fue sonrojando poco a poco. El otro permaneció quieto durante un rato, por fin le dio una palmadita en el hombro y dijo en voz baja:

– ¿Acaso vas a decidir por tu hija?

Holland agachó la cabeza.

– Es algo que debes tomar muy en serio. De alguna manera es una responsabilidad doble. No es fácil, en absoluto -añadió moviendo lentamente la cabeza-. Y hay que tomarse el tiempo necesario. Si eliges la incineración, tendrás que afirmar por escrito que ella jamás dijo ni una palabra en contra, pero si tiene menos de dieciocho años tú puedes decidir por ella.

– Tiene quince -contestó Holland.

El encargado cerró los ojos unos segundos. Luego siguió andando.

– Ven conmigo hasta la capilla -susurró-, te enseñaré una urna.

Iba guiando a Holland mientras bajaban por la escalera. Una mano invisible se había posado sobre ellos excluyendo al resto del mundo. Uno se inclinaba ligeramente sobre el otro, el encargado con el fin de transmitir su presencia, Holland para recibir el calor del hombre. Las rugosas paredes de la capilla estaban encaladas. Al pie de la escalera había una gran maceta de flores, y un Cristo afligido los miraba desde una cruz en la pared. Eddie recapacitó. Notó que las mejillas iban recobrando su color normal y se sentía seguro.

Las urnas estaban colocadas junto a la pared. El encargado bajó una y se la alcanzó a Holland.

– Toma, puedes tocarla. ¿Está bien, verdad?

Holland tocó la urna e intentó imaginarse que Annie reposaba en sus brazos en ese momento. Parecía metal, pero sabía que estaba hecha de un material degradable, y además la notaba caliente entre las manos.

– Ahora ya sabes cómo es, no te he ocultado nada.

Eddie Holland pasó los dedos por la urna dorada. Reposaba cómodamente en su mano, como si tuviera el peso adecuado.

– La urna es permeable, de modo que el aire de la tierra pueda entrar y acelerar el proceso, porque también esta urna desaparecerá. Hay algo misterioso y grandioso en lo de que todo desaparezca, ¿verdad? -el hombre sonrió solemnemente-. Y nosotros también, y esta casa, y la carretera asfaltada de fuera. Y sin embargo -prosiguió, apretando con firmeza el brazo de Eddie-, me gusta pensar que nos espera algo más. Algo diferente y emocionante. ¿Por qué no?

Holland lo miró asombrado.

– Y por fuera ponemos una etiqueta con su nombre -concluyó.

Holland asintió. Notó que seguía de pie. El tiempo seguiría transcurriendo, minuto a minuto. Sintió que había saboreado algo del dolor, que había caminado un minúsculo trecho del camino junto a Annie. Se había imaginado las llamas y el rugido del horno.

– Pondrá Annie -dijo emocionado-. Annie Sofie Holland.


Cuando Eddie Holland llegó a casa, encontró a su mujer inclinada sobre el fregadero de la cocina limpiando patatas. Seis patatas. Dos para cada uno. No ocho, como era habitual. Parecía tan poco… Su rostro seguía rígido, tal como se le había puesto en el momento en el que se inclinó sobre la camilla del Hospital Central y el médico levantó la sábana. Esa expresión permanecía en su cara, como una máscara que no podía mover.

– ¿Dónde has estado? -preguntó con voz inexpresiva.

– He estado pensando -dijo Holland con prudencia-. Creo que debemos incinerar a Annie.

Ada soltó la patata y lo miró.

– ¿Incinerar?

– He pensado -dijo Eddie tranquilamente- en que alguien… la ha tocado. Es como si le hubieran dejado una marca. ¡Y quiero borrarla!

Se inclinó pesadamente sobre la encimera de la cocina con una mirada suplicante. Eddie Holland no solía suplicar.

– ¿Qué clase de marca? -preguntó Ada indolentemente volviendo a coger la patata-. No podemos incinerar a Annie.

– Simplemente necesitas tiempo para acostumbrarte a la idea -dijo Eddie, esta vez en un tono un poco más alto-. Es una hermosa costumbre.

– No podemos incinerar a Annie -repitió Ada, mientras seguía limpiando la patata-. Han llamado de la oficina del fiscal y han dicho que no podemos incinerarla.

– ¿Pero por qué? -gritó Eddie, retorciendo las manos.

– Por si la tienen que volver a sacar cuando encuentren al que lo hizo.


Bardy Snorrason puso una mano bajo la manivela de acero y sacó a Annie de la pared. El cajón se deslizó casi sin ruido sobre unos rieles convenientemente engrasados. No vinculó el cadáver de esa joven a su propia vida o a su propia muerte o a la muerte de sus hijas. Ya no lo hacía. Tenía buen apetito y dormía bien por las noches. Y como él trataba la muerte y la desgracia ajena con el máximo respeto, contaba con que sus sucesores hicieran lo mismo con su cuerpo cuando le llegara la hora. Durante los treinta años que llevaba ejerciendo de forense nada le había dado motivos para dudarlo.

Tardó dos horas en repasar todos los puntos. Reconocía el cuadro conforme iba trabajando. Los pulmones estaban abigarrados como huevos de pájaro, y al apretarlos salía una espuma entre rojiza y amarillenta de las superficies seccionales. Había abundante sangre en el cerebro y hemorragias en forma de rayas en los músculos de la garganta y del pecho, que mostraban que la joven había hecho enormes esfuerzos por respirar. Grabó sus notas, expresiones escuetas y breves, incomprensibles para los no entendidos, en un dictáfono. Posteriormente su ayudante las traduciría a una terminología más apropiada para un informe escrito. Cuando lo hubo repasado todo, volvió a colocar la parte de arriba del cráneo, estiró por encima la piel, enjuagó bien todo el cuerpo y rellenó el tórax vacío con papel de periódico arrugado. Luego cerró, cosiendo. Tenía mucha hambre. Sintió que necesitaba comer antes de empezar con el siguiente. En la sala de descanso le esperaban cuatro rebanadas de pan con salami y un termo de café. A través del cristal rugoso de la puerta vio de repente una figura que se detuvo y permaneció inmóvil un instante, como si quisiera dar la vuelta y marcharse. Snorrason se quitó los guantes y sonrió. No conocía a muchos que abultaran tanto a lo alto.

Sejer tuvo que agacharse ligeramente para entrar. Echó una mirada sin interés hacia la camilla donde yacía Annie, envuelta en una sábana. Por encima de los zapatos se había puesto los forros obligatorios de plástico, que solían ser de colores pastel y parecían bolsas de un aspecto muy gracioso.

– Acabo de terminar -dijo Snorrason-. Ahí está.

Esta vez Sejer miró el cadáver colocado sobre la camilla con más interés.

– Qué suerte para mí.

– Depende.

El médico se lavó las manos desde los codos hacia abajo, se restregó la piel y las uñas durante varios minutos con un cepillo rígido, y terminó enjuagándolos durante el mismo tiempo. Luego se secó con el papel que salía de un soporte en la pared, cogió una silla y la empujó hacia el inspector.

– No había mucho que encontrar.

– No me desanimes tan pronto. Algo tiene que haber.

Snorrason reprimió la sensación de hambre y se sentó.

– No me corresponde a mí decidir el valor de los hallazgos. Pero por lo general solemos encontrar algo. Sin embargo, ella parece intacta.

– Probablemente el tío actuó deprisa y con fuerza. Y después le quitó la ropa.

– Probablemente. Pero no han abusado de ella. No es virgen, pero no han abusado sexualmente de ella, y tampoco ha recibido otra clase de malos tratos. Simple y llanamente se ahogó. Y luego le quitaron la ropa, delicada y decentemente, no falta ni un botón de la camisa, todas las costuras están enteras. Tal vez él hubiese querido, pero se asustó por algo, o tal vez le faltó valor, o fuerza, o lo que fuera.

– O tal vez sólo quiere hacernos creer que es un violador.

– ¿Por qué iba a pretender algo así?

– Para ocultar sus verdaderos motivos. Puede significar que hay algo detrás que pudiera ser detectado, que no se trata de un acto impulsivo cometido por un perturbado. Además, la chica tiene que haber ido con él voluntariamente. Lo que significa que lo conocía, o que le causó buena impresión. Y si no he entendido mal, no era fácil impresionar a Annie Holland.

Se desabrochó un botón de la chaqueta y se inclinó sobre la mesa.

– Vamos. Cuéntame lo que has encontrado.

– Joven de quince años -empezó Snorrason, predicando como un cura-. Un metro setenta y cuatro de estatura, sesenta y cinco kilos de peso, un mínimo de grasa, pues la mayor parte de la grasa ha sido transformada en músculo por un duro entrenamiento, tal vez demasiado duro para una chica de quince años. Deberían tranquilizarse un poco a esa edad, pero supongo que no es fácil si ya estás en ello. De modo que tenía los músculos muy desarrollados, más que muchos chicos de su misma edad. Su capacidad pulmonar era muy buena, lo que indica que tardó mucho en perder el conocimiento.

Sejer miró el desgastado suelo de linóleo y descubrió que el dibujo se parecía mucho al de su cuarto de baño.

– ¿Cuánto dura en realidad? -preguntó en voz baja-. ¿Cuánto tiempo tarda una persona adulta en ahogarse?

– De dos a diez minutos, depende de su condición física. Si era tan buena como creo, lo más probable es que tardara cerca de diez.

Cerca de diez minutos, pensó Sejer. Multiplicado por sesenta son seiscientos segundos. ¡Lo que se podía hacer en diez minutos! Darse una ducha, comer…

– Tiene los pulmones agrandados. Si reaccionó como suele reaccionar la gente, tomaría dos respiraciones profundas al sumergirse, lo que en francés se llama respiration de surprise, y luego cerraría la boca hasta perder el conocimiento. Por eso penetraron en sus pulmones cantidades limitadas de agua. En el cerebro y en la médula he encontrado diatomeas, un tipo de algas de silicio, de valores bajos, es verdad, pero la laguna no estaba muy contaminada. La causa de la muerte es, pues, ahogamiento.

»No tenía ninguna cicatriz causada por intervenciones quirúrgicas, ninguna malformación, lunares o tatuajes, ninguna alteración de la piel. El color de pelo era el suyo, llevaba las uñas cortas y sin pintar, ninguna partícula de interés excepto fango. Dientes muy bonitos. Un solo empaste de plástico en una muela inferior.

»Ni rastro de alcohol u otras sustancias químicas en la sangre. Ninguna marca de inyecciones. Había comido bien ese día, pan y leche. Ninguna irregularidad en el cerebro. Jamás ha estado embarazada. Y además… -de repente suspiró, clavando su mirada en Sejer-, jamás lo habría estado.

– ¿Cómo? ¿Por qué no?

– Tenía un enorme tumor en el ovario izquierdo con metástasis en el hígado. Maligno.

Sejer se quedó mirándolo fijamente.

– ¿Estás diciéndome que estaba gravemente enferma?

– Sí. ¿Y tú me estás diciendo que no lo sabías?

– Tampoco lo sabían sus padres -movió la cabeza incrédulo-. Si lo hubieran sabido, lo habrían dicho. ¿No? ¿Es posible que ella no se hubiera dado cuenta?

– Naturalmente, tendrás que averiguar si había visitado a algún médico y si lo sabía. Pero debe de haber tenido dolores en el abdomen, al menos durante la regla. Se entrenaba muy duramente. Tal vez tuviera tantas endorfinas circulando por el cerebro que ni los notara. Pero lo cierto es que estaba acabada. Dudo que hubieran podido salvarla. El cáncer de hígado es muy complicado-señaló hacia la camilla, donde la cabeza y los pies de Annie se perfilaban claramente bajo la sábana-. En todo caso habría muerto dentro de unos cuantos meses.

Esta información hizo perder a Sejer por completo el hilo del motivo de su visita. Tardó un minuto en ordenar sus ideas.

– ¿Debo contárselo a sus padres?

– Eso tendrás que decidirlo tú. Te preguntarán que qué he encontrado.

– Será como perderla por segunda vez.

– Así es.

– Se reprocharán por no haberlo descubierto.

– Probablemente.

– ¿Y qué pasa con su ropa?

– Impregnada de barro, excepto ese anorak que os mandé. Pero llevaba un cinturón con hebilla de latón.

– ¿Sí?

– Una gran hebilla en forma de media luna con ojo y boca. El laboratorio encontró huellas dactilares en ella. Dos distintas. Unas eran de Annie.

Sejer cerró los ojos con fuerza.

– ¿Y las otras?

– Desgraciadamente no están completas, poca cosa.

– ¡Maldita sea! -murmuró Sejer.

– Seguro que él ha tenido algo que ver en esto. Pero la huella al menos servirá para excluir. Ya es algo, ¿no?

– ¿Y la marca que tenía en la nuca? ¿Puedes saber si era diestro?

– No, no puedo. Pero con lo en forma que estaba Annie, no pudo tratarse de un enclenque. Tuvo que haber una pelea. Me extraña que ella siga tan entera.

Sejer suspiró y se levantó.

– Supongo que ya no está tan entera.

– Sí que lo está. Puedes verlo si quieres. Soy un artesano y no hago chapuzas.

– ¿Cuándo me vas a dar el informe por escrito?

– Te llamarán. Puedes enviar a ese joven de pelo rizado. ¿Y tú? ¿Has encontrado algo?

– No -contestó Sejer con aire sombrío-. Nada. No veo ninguna razón por la que alguien quisiera matar a Annie Holland.


Tal vez Annie eligiera el título de una canción como clave. Por ejemplo, esa melodía de flauta que tanto le gustaba y que se llamaba La canción de Annie.

Halvor meditaba y jugueteaba delante de la pantalla. Había dejado la puerta de la habitación entornada por si su abuela lo llamaba. A la mujer no le quedaba ya mucha voz, y levantarse del sillón era una laboriosa tarea cuando le atormentaba el reuma. Halvor apoyó la barbilla en las manos y miró fijamente la pantalla: «Access denied. Password requiered.» En realidad tenía hambre. Pero, como tantas otras cosas, en ese momento el hambre era algo secundario.

Sentado en la comisaría, Sejer leía un grueso montón de hojas densamente escritas y grapadas en una esquina. Aparecían las letras OdB, que significaban «Orfanato de Bjerkeli». La infancia de Halvor era una lamentable historia. Su madre, una mujer frágil, pasaba la mayor parte del tiempo quejándose en la cama, con los nervios a flor de piel y una batería de tranquilizantes cada vez mayor a su alcance. No aguantaba la luz ni los sonidos agudos. Los niños no debían llorar ni hacer ruido.

Ciertamente Halvor había pasado lo suyo, pensó Sejer. No estaba mal conservar un trabajo fijo y encima cuidar de la abuela.

Halvor iba tecleando los títulos de distintas canciones conforme los iba recordando. Las palabras «Access denied» aparecían constantemente, más o menos como una mosca que uno cree ya muerta, pero que vuelve a zumbar una y otra vez. Había repasado todas las posibles claves numéricas que se le iban ocurriendo, todos los cumpleaños posibles, incluso el número de chasis de la bicicleta de Annie, que había encontrado en la llave de repuesto que le guardaba en un frasco. Tenía una DBS Intruder, y había insistido en que la llave de repuesto la guardara él. Por cierto, tendría que devolvérsela a Eddie. Tecleó la palabra «Intruder» en la pantalla.

Los problemas de alcohol del padre y los frágiles nervios de la madre habían marcado a la familia durante muchos años. Halvor y su hermano vagaban por la casa, procurándose ellos mismos comida y bebida cuando había. El padre solía salir a beber, gastando al principio su sueldo y luego el dinero del subsidio. Algunos buenos vecinos ayudaban en lo que podían en secreto, a espaldas del padre, que con los años se iba volviendo más violento. De vez en cuando repartía alguna bofetada que otra, bofetadas que luego se convirtieron en puñetazos. Los chicos se acurrucaban el uno junto al otro y se encerraban en sí mismos, cada vez más delgados y más callados.

Annie no elegiría una clave de números, pensó Halvor. Era chica, y seguro que había inventado algo más romántico. Era más probable que se tratara de una combinación de palabras. Se imaginó dos o tres palabras, posiblemente palabras con un significado profundo y simbólico. O un nombre, claro, pero ya los había probado casi todos, incluso el nombre de la madre de Annie, aunque sabía que ella jamás hubiera elegido precisamente ese nombre. Y también tecleó el nombre del padre de Sølvi, Axel Bjørk, y el de su perro, Aquilles. «Access denied».

Halvor tenía las manos estrechas y los dedos finos. No eran gran cosa para oponer resistencia a un furibundo borracho incontrolado al borde del precipicio. Haber tenido que luchar contra ese padre tuvo que haber sido terrible. Los dos hermanos aparecían regularmente en Urgencias con moratones y lesiones causadas por golpes, y la famosa mirada suplicante que decía: soy bueno. No me pegues. Solían pelearse con los chicos de su calle, se habían caído por la escalera y de la bicicleta, pero protegían a su padre. El hogar les agotaba, pero era seguro. La alternativa era el orfanato o un hogar provisional, y la posibilidad de que los separaran. Halvor se desmayaba constantemente en el colegio debido a la desnutrición y a la falta de sueño. Él era el mayor, y el pequeño recibía la mayor parte de la comida.

Halvor pasó a los libros que sabía que Annie había leído, y de los que hablaba a menudo. Títulos, personajes, cosas que éstos habían visto. Tenía tiempo de sobra. Se sentía muy cerca de Annie mientras hacía eso. Encontrar la clave sería como volver con Annie. Tenía la sensación de que ella lo acompañaba en la búsqueda y de que tal vez le diera una pista cuando llevara ya bastante tiempo en ello. Pensó que su mensaje llegaría en forma de recuerdo, de algo que ella había dicho alguna vez, algo que él había almacenado en su cerebro, y que aparecería cuando profundizara lo suficiente. Cada vez se acordaba de más cosas. Era como quitar capa tras capa de telaraña, y encontrar algo detrás de cada una de ellas: una acampada, un paseo en bicicleta, o alguna película. Habían ido al cine muy a menudo. Y la risa de Annie. Una risa grave, casi masculina. Su mano fuerte cuando le daba en la espalda diciendo: «¡Déjalo, Halvor!», de una forma muy especial, cariñosa y amonestadora a la vez. Otras formas de caricias no eran frecuentes.

Cada vez que Protección de Menores anunciaba su visita, el padre tomaba algún tranquilizante, ordenaba y sentaba al pequeño sobre sus rodillas. Era muy fuerte y capaz de ofrecer un aspecto completamente fiable, lo que hacía que las asustadizas tontuelas de Protección de Menores retrocedieran inmediatamente. La madre sonreía débilmente debajo de la manta. El pobre Torkel tenía que cargar con toda la responsabilidad cuando ella estaba enferma, y los niños estaban en una edad difícil, de manera que las señoras se retiraban, se marchaban con el asunto sin resolver. Todos se merecían una nueva oportunidad. Halvor pasaba la mayor parte del tiempo cuidando de su madre y de su hermano pequeño. Nunca podía hacer los deberes, pero sacaba buena notas a pesar de todo, de modo que no era tonto. Con el tiempo, el padre perdió la noción de la realidad. Una noche irrumpió en la habitación en la que dormían los dos hermanos. Aquella noche, como tantas veces, el pequeño dormía en la cama de Halvor. El padre llevaba un cuchillo. Halvor lo vio brillar en su mano. Oyeron a la madre lloriquear asustada en la planta de abajo. De repente notó en la sien el agudo dolor del cuchillo, se echó hacia un lado y el cuchillo le partió la mejilla en dos, hasta la comisura de los labios, donde chocó contra sus muelas. Los ojos de su padre de repente pudieron ver de nuevo, ver la realidad, la sangre sobre la almohada y al pequeño gritando. Bajó corriendo por la escalera, salió de casa y se escondió en la leñera. La puerta se cerró de golpe.

Halvor se rascó la comisura de la boca con una uña afilada, y de repente se acordó del entusiasmo de Annie por el libro El mundo de Sofía. Y como se llamaba Annie Sofie, tecleó el título del libro. Le pareció una clave muy inteligente. Pero tampoco era la que ella había pensado, porque nada ocurrió. Todo continuaba igual. La tripa seguía haciéndole ruidos, y un incipiente dolor de cabeza le latía en la sien.

Sejer y Skarre cerraron el despacho y bajaron por el pasillo.

Los chicos estuvieron a gusto en el orfanato Bjerkeli. Halvor entabló buenas relaciones con un sacerdote católico que de vez en cuando visitaba la institución. Al mismo tiempo acabó noveno. El más pequeño fue trasladado a un hogar provisional, y Halvor se quedó solo. Por fin optó por irse a vivir con su abuela paterna. Estaba acostumbrado a cuidar de alguien. Sin esa tarea se sentía de más.

– No me explico cómo esa gente consigue ser normal a pesar de todo -dijo Skarre.

– No sabemos exactamente cómo es Halvor -dijo Sejer sobriamente-. Aún está por ver, ¿no?

Skarre asintió avergonzado mientras jugueteaba con las llaves del coche.

Halvor notó que el dolor de cabeza iba en aumento. Por fin se había hecho de noche. Su abuela llevaba mucho tiempo sola y a él le escocían los ojos de tanto mirar la pantalla oscilante. Continuó un rato más, pero ya no tenía ni idea de cuáles eran sus posibilidades de llegar a solucionar la clave de Annie, ni qué encontraría si el archivo se abriera de repente. Tal vez Annie tuviera un secreto. Tenía que averiguarlo, tenía tiempo de sobra. Por fin se levantó un poco reacio en busca de algo qué comer. Dejó la pantalla encendida y se fue a la cocina. La abuela estaba viendo la Guerra Civil norteamericana en la tele y había tomado partido por los hombres de uniforme azul, porque le gustaban más. Además, opinaba que los hombres de uniforme gris hablaban un dialecto muy feo.

Skarre conducía lenta y suavemente, por fin había entendido la aversión del jefe por la velocidad, y la carretera era muy mala. Destrozada por las heladas, estrecha y con muchas curvas. Todavía hacía frío, como si alguien hubiera secuestrado el verano en algún otro lugar, reteniéndolo con pretextos. Los pájaros recién vueltos estaban sentados bajo los arbustos arrepentidos. La gente había dejado ya de echarles semillas. Al fin y al cabo ya no había nieve. Pero sí una costra dura y seca en la que nadie dejaba huellas.

Halvor echó cereales en un cuenco y añadió abundante azúcar. Se lo llevó a la sala de estar y quitó el tapete de ganchillo de la mesa de comedor para no mancharlo. La cuchara le temblaba en la mano. El nivel de azúcar estaba en el mínimo y le zumbaban los oídos.

– Un negro ha empezado a trabajar en la Cooperativa -dijo su abuela de repente-. ¿Lo has visto, Halvor?

– Ahora se llama Kiwi. La Cooperativa desapareció. Sí, se llama Philip.

– Habla con dialecto de Bergen -dijo la abuela dubitativa-. No me gusta que un chico con esa pinta hable con el dialecto de Bergen.

– Pero es de Bergen -dijo Halvor, chupando la cuchara-. Nació y se crió allí. Sus padres son de Tanzania.

– Sería mejor que hablara su propio idioma.

– El dialecto de Bergen es su idioma. Además, no entenderías ni palabra si hablara en suahili.

– Pero me asusto cada vez que abre lá boca.

– Ya te acostumbrarás.

Ésas eran sus conversaciones. Por regla general estaban de acuerdo. La abuela lanzaba su última preocupación y Halvor la captaba sencillamente, sin problemas, como si se tratara de un avión de papel mal hecho que había que doblar de nuevo.

El coche se acercaba. Desde lejos, la casa parecía poco hospitalaria. Una foto aérea habría revelado su solitaria situación, como si quisiera esconderse del resto del pueblo, a cierta distancia de la carretera, medio oculta por matorrales y árboles. Ventanas pequeñas en lo alto de la pared. Paredes de madera gris descolorida. El patio delantero parcialmente tapado por malas hierbas.

A través de la ventana del cuarto de estar, Halvor vio una débil luz. Oyó un coche y se manchó la barbilla de leche. Los faros iluminaron la penumbra de la sala. Al poco rato estaban en la puerta observándolo.


– Necesitamos hablar contigo -le dijo Sejer amablemente-. Tendrás que venir con nosotros, pero acaba primero tu cena.

Halvor no quería más. La verdad era que había pensado que no lo dejarían así como así. Fue despacio a la cocina y lavó cuidadosamente el cuenco debajo del grifo. Luego pasó un momento por su habitación a apagar la pantalla, murmuró algo al oído de su abuela y siguió a los policías. Tuvo que sentarse solo en el asiento de atrás y eso no le gustó, le traía recuerdos.


– Intento formarme una imagen de Annie -empezó Sejer-, de quién era y de cómo vivía. Quiero que me cuentes qué clase de persona era, qué hacía y qué decía cuando estabais juntos. Necesito saber qué pensaste o imaginaste cuando se apartó de su entorno y sobre lo sucedido en la laguna de la Serpiente. Todo, Halvor.

– No tengo ni idea.

– Alguna idea te habrás formado.

– He pensado un montón, pero no logro averiguar nada.

Silencio. Halvor estudió el protector del escritorio de Sejer, que era un mapamundi, y buscó el punto aproximado donde él vivía.

– Formabas una parte importante del paisaje de Annie -prosiguió Sejer-, y estoy intentando dibujar un mapa de las regiones por las que ella se movía.

– ¿Ah sí? ¿A eso se dedica usted? -dijo Halvor secamente-. ¿A dibujar mapas?

– ¿Se te ocurre algo mejor?

– No -se apresuró a contestar.

– Tu padre está muerto -dijo Sejer de repente, escrutinando ese joven rostro que tenía ante él. Halvor notaba la abrumadora presencia del hombre como una tensión en la habitación que le absorbía todas las fuerzas, sobre todo cuando se miraban a los ojos. Por eso permanecía cabizbajo.

– Se suicidó, y tú me dijiste que tus padres estaban divorciados. ¿Te resulta difícil decirlo?

– No pasa nada.

– ¿Por eso me ocultaste la verdad?

– No hay mucho que decir al respecto.

– Entiendo. ¿Puedes decirme qué querías de Annie cuando la esperabas junto a la tienda de Horgen el día en que la asesinaron?

La sorpresa pareció auténtica.

– Perdone, pero está usted sobre una pista equivocada.

– Una moto fue vista en las cercanías a una hora muy pertinente al caso y tú estuviste dando una vuelta, así que bien podría haberse tratado de ti.

– Ese tipo debería graduarse la vista.

– ¿Es eso todo lo que tienes que decir?

– Sí.

– Procuraré que lo averigüen. ¿Quieres beber algo?

– No.

Silencio de nuevo. Halvor escuchaba. Alguien se reía a lo lejos, parecía irreal. Annie estaba muerta y la gente seguía armando jaleo como si tal cosa.

– ¿Tenías la impresión de que Annie no anduviera bien de salud?

– ¿Qué?

– ¿La oías quejarse alguna vez de dolores, por ejemplo?

– Nadie estaba tan sano como Annie. ¿Acaso estaba enferma?

– Lo siento, pero hay cierta información a la que no puedes tener acceso aunque fuerais muy íntimos. ¿Nunca te mencionó nada?

– No.

La voz de Sejer no era hostil, pero el hombre hablaba despacio y claro a propósito, lo que confería una considerable autoridad a su figura gris.

– Háblame de tu trabajo. ¿Qué haces en la fábrica?

– Vamos rotando: una semana empaquetamos, otra vigilamos las máquinas y otra hacemos el reparto con los camiones.

– ¿Estás a gusto?

– No tienes que pensar -dijo en voz baja.

– ¿No tienes que pensar?

– En el trabajo en sí. Es automático, así que puedes dedicarte a pensar en otras cosas.

– ¿Como en qué?

– En todo lo demás -contestó con aire arisco.

Hablaba en un tono claramente hostil. Tal vez no reparara en ello, pero era un hábito que arrastraba desde la infancia, en que años de broncas y regañinas le habían forzado a medir sus palabras.

– ¿Con qué llenas tu tiempo? ¿Ese tiempo que solías pasar con Annie?

– Intento averiguar lo que sucedió -se le escapó.

– ¿Tienes alguna idea?

– Estoy buscando en la memoria.

– No estoy seguro de que me estés contando todo lo que sabes.

– No le he hecho nada a Annie. Usted cree que fui yo, ¿verdad?

– Para serte sincero, no lo sé. Tendrás que ayudarme, Halvor. Ahora bien, podría decirse que todo indica que Annie estaba atravesando un momento de cambio de personalidad. ¿Estás de acuerdo en eso?

– Sí.

– El mecanismo que está detrás de esos fenómenos se conoce en parte. Algunos factores se repiten a menudo. Por ejemplo, la gente puede cambiar drásticamente al perder a algún ser querido, sufrir un grave accidente, o caer enfermo. Personas jóvenes consideradas como ordenadas, trabajadoras y aplicadas pueden volverse completamente indiferentes, aunque se hayan recuperado físicamente. Otra cosa que puede provocar un cambio es el consumo de drogas. O una grave agresión, como una violación, por ejemplo.

– ¿Habían violado a Annie?

Sejer no contestó a la pregunta.

– ¿Reconoces alguno de esos factores?

– Creo que tenía un secreto -reconoció por fin el chico.

– ¿Crees que tenía un secreto? Continúa.

– Algo que dirigía toda su vida, algo que no lograba olvidar.

– ¿Y quieres hacerme creer que no tienes ni idea de lo que era?

– Así es. No tengo ni idea.

– ¿Quién, aparte de ti, conocía bien a Annie?

– Su padre.

– Pero no hablaban mucho, creo.

– Eso no quiere decir que no la conociera.

– Está bien. ¿Así que si hay alguien capaz de entender algo de ese silencio de Annie, ese alguien tendría que ser Eddie?

– No sé si podrá sacarle algo. Hágale venir aquí solo, sin Ada. Así hablará más.

Sejer asintió.

– ¿Conociste a Axel Bjørk?

– ¿Al padre de Sølvi? Lo vi una vez. Estuve con las chicas en su casa.

– ¿Qué opinas de él?

– Era majo. Nos suplicó que volviéramos. Cuando nos marchamos parecía muy desgraciado, pero Ada se puso imposible, y Sølvi tenía que visitarle a escondidas. Supongo que por fin se hartó; Ada ya estará satisfecha.

– ¿Qué clase de chica es Sølvi?

– No hay mucho que decir. Ya ha visto todo lo que hay que ver, no hay más.

Sejer ocultó la cara entre las manos.

– ¿Por qué no tomamos una Coca Cola? Aquí dentro el ambiente está muy reseco. Todo es material sintético, fibra de vidrio y cosas terribles.

Halvor asintió y se relajó un poco, pero enseguida volvió a ponerse tenso. Tal vez ese primer y modesto intento de mostrarse simpático fuera una táctica del canoso inspector. Seguro que si era amable era porque le convenía. Habría hecho cursillos, estudiado la técnica del interrogatorio y psicología. Sabía cómo encontrar una grieta y meter a la fuerza una cuña. La puerta se cerró tras el hombre y Halvor aprovechó la ocasión para estirar las piernas. Se acercó a la ventana y miró hacia fuera, pero no vio más que una pared gris de hormigón que pertenecía al edificio de los Juzgados, y algunos coches de policía aparcados. Encima del escritorio había un ordenador, un Compaq americano. Tal vez habían encontrado la información sobre su infancia en ese ordenador. Seguro que tenían claves, como Annie, pues esa clase de información era delicada. Se preguntó qué claves serían y quién las habría puesto.

Sejer entró y señaló la pantalla.

– No es más que un juguete. No me gusta demasiado.

– ¿Por qué no?

– Es como si no estuviera de mi parte.

– Claro que no. No puede tomar partido, por eso uno puede fiarse de él.

– Tú tienes uno, ¿verdad?

– No, yo tengo un Mac. para jugar. Annie y yo solíamos jugar juntos.

Se distendió un poco y una media sonrisa se dibujó en su rostro.

– Lo que más le gustaba era el esquí de descenso. ¿Sabe? Se puede elegir la nieve en polvo o gruesa, seca o húmeda, la temperatura, la longitud y el peso de los esquís, las condiciones del viento y todo eso. Annie siempre me ganaba, y eso que elegía la pista más difícil: Deadquins Peak o Stonies. Se deslizaba por la pista en medio de la noche en plena tormenta, con nieve mojada y los esquís más largos, y aún así yo no tenía la más mínima posibilidad de ganar.

Sejer lo miró sin entender nada, y movió la cabeza de un lado para otro. Echó Coca Cola en dos vasos de plástico y volvió a sentarse.

– ¿Conoces a Knut Jensvoll?

– ¿El entrenador? Sé quién es. A veces iba con Annie a ver los partidos.

– ¿Te parecía simpático?

Halvor se encogió de hombros.

– Tal vez no era precisamente un gran tipo, ¿no?

– A mí me parece que perseguía demasiado a las chicas.

– ¿A Annie también?

– ¿Bromea?

– Pocas veces, sólo pregunto.

– El tío no se atrevía. Ella no se dejaba.

– ¿De modo que era dura?

– Sí.

– Pero no entiendo eso, Halvor.

Sejer apartó el vaso de plástico y se inclinó sobre la mesa.

– Todo el mundo habla maravillosamente bien de Annie, de lo fuerte, independiente y maja que era, de la poca importancia que daba a su aspecto, y además, era casi inabordable, «no se dejaba sobar». Y sin embargo se fue con un tipo al bosque, hasta la misma orilla de la laguna. Probablemente por propia voluntad. Y luego -añadió bajando la voz-, luego se dejó matar.

Halvor le miró aterrado, como si por fin se hubiera dado cuenta de lo terriblemente absurdo de la situación.

– Alguien tuvo que haber tenido poder sobre ella.

– ¿Pero había alguien que tuviera poder sobre Annie?

– No que yo sepa. Yo por lo menos no.

Sejer bebió Coca Cola.

– Qué faena que no dejara nada, por ejemplo un diario.

Halvor metió la nariz en el vaso y dio un largo sorbo.

– ¿Pero puede ser que alguien ejerciera realmente algún poder sobre ella? ¿Alguien a quien no se atreviera a oponer resistencia? ¿Podía Annie estar involucrada en algo peligroso, algo que no debía saberse? ¿Alguien pudo haber estado, de alguna manera, chantajeándola?

– Annie era una buena chica. No creo que hiciera nada malo.

– Se pueden hacer cosas malas y ser una buena chica de todos modos -replicó Sejer pensativo-. Un solo acto no dice gran cosa sobre una persona.

Halvor reparó en esas justas palabras y las guardó en su interior.

– ¿Hay droga en vuestro pueblo?

– Ya lo creo. Desde hace años. Ustedes aparecen de vez en cuando para hacer una redada en el café del centro. Pero es igual, Annie nunca pisó ese sitio. Apenas compraba en el quiosco de al lado.

– Halvor -insistió Sejer-. Annie era una chica tranquila y reservada a la que le gustaba dirigir su propia vida. Pero piensa antes de responder: ¿te parece que tenía miedo a algo?

– No exactamente miedo. Más bien estaba como… encerrada en sí misma. Algunas veces parecía enfadada, otras desanimada. Pero he visto a Annie muerta de miedo. No es que tenga nada que ver con esto, pero acabo de acordarme -se olvidó de sus reparos y empezó a hablar-. Sus padres y su hermana fueron a Trondheim, donde vive una tía de las chicas. Annie y yo estábamos solos en su casa. Yo iba a quedarme a dormir allí. Era en la primavera del año pasado. Primero fuimos a dar un paseo en bici, y luego nos quedamos despiertos casi toda la noche escuchando discos. Hacía bueno y decidimos dormir en el jardín, en una tienda de campaña. Preparamos todo, y luego entramos en casa a cepillarnos los dientes. Yo me acosté primero. Annie llegó después, se agachó y abrió su saco de dormir. Dentro había una víbora, una víbora enorme y negra enrollándose. Salimos corriendo de la tienda, y fui a buscar al vecino de enfrente. Él pensó que se había metido dentro del saco para calentarse, y por fin logró matarla. Annie estaba tan aterrorizada que vomitó. Y desde entonces, yo siempre tenía que sacudir su saco de dormir cuando íbamos de acampada.

– ¿Una víbora en el saco de dormir? -Sejer se estremeció y recordó sus propias acampadas en su lejana juventud.

– Hay montones de víboras en la colina de Fagerlund, es todo piedra. Pusimos mantequilla y así nos libramos de bastantes.

– ¿Mantequilla? ¿Para qué?

– Se la comen y se quedan medio atontadas. Entonces es muy fácil acabar con ellas.

– Y además tenéis un monstruo marino en el fondo del fiordo -exclamó Sejer sonriendo.

– Exactamente -afirmó Halvor-. Yo lo he visto. Aparece sólo en raras ocasiones, bajo unas condiciones de tiempo muy especiales. En realidad es un escollo muy profundo que hay en el fiordo, que cuando el viento cambia, ruge con fuerza unas tres o cuatro veces. Luego vuelve a quedarse tranquilo. En realidad es curioso. Todo el mundo sabe de qué se trata, pero si lo miras, no dudas un momento de que algo está emergiendo del fondo. La primera vez me puse a remar como un loco y no me volví ni en una sola ocasión.

– ¿No se te ocurre nadie próximo a Annie que pudiera desear hacerle daño?

– Absolutamente nadie -contestó Halvor con determinación-. No paro de pensar en lo sucedido, y no puedo entenderlo. Tiene que haber sido un loco.


Pues sí, pensó Sejer, puede haber sido un loco, y se dispuso a llevar a Halvor a casa.

– Supongo que tienes que madrugar -dijo amablemente-. Se ha hecho tarde.

– No suelo tener problemas.

A Halvor ese hombre le gustaba y no le gustaba. Todo resultaba muy complicado.

Salió del coche de un salto, y cerró la puerta con cuidado, deseando que su abuela estuviese dormida. Para asegurarse, abrió un poco la puerta y la oyó roncar. Luego se sentó delante de la pantalla y continuó donde lo había dejado. Cada vez se iba acordando de más cosas; de pronto recordó que hacía algún tiempo Annie había tenido un gato, uno que encontraron en un montón de nieve, aplastado como una pizza. Tecleó el nombre Baghera pero no ocurrió nada. Tampoco lo había esperado. Consideraba el proyecto como algo a muy largo plazo, y además, había otros métodos. En alguna parte de su cabeza iba madurando la idea de solucionar el problema de un modo más sencillo, pero aún no se había dado por vencido. Además, sería como hacer trampa. Tenía la sensación de que si lograba descubrir la clave por su cuenta, el delito sería menor. Se rascó la nuca y escribió Top Secret en el espacio negro por si acaso. Luego escribió Annie Holland hacia delante y hacia atrás, porque de repente se le ocurrió que no había probado la posibilidad más sencilla, la más cercana, que por supuesto ella no había elegido, pero que podría haberlo hecho. «Access denied.»

Se alejó un poco de la mesa, se estiró y volvió a rascarse la nuca. Le picaba como si hubiera algo allí que lo irritara. No había nada, pero la sensación no desaparecía. Extrañado, se volvió y miró por la ventana. Un impulso le hizo levantarse y echar la cortina. Tuvo la sensación de que alguien lo estaba mirando fijamente, y se le pusieron los pelos de punta. Se apresuró a apagar la luz. Oyó pasos que se alejaban fuera, como si alguien corriera en el silencio. Miró por una rendija de la cortina, pero no vio nada, y sin embargo sabía que alguien había estado allí, lo percibía a través de todos los sentidos con una certidumbre incuestionable, casi física. Apagó el ordenador, se quitó la ropa y se metió debajo del edredón. Allí permaneció inmóvil escuchando. Todo estaba muy silencioso, ni siquiera se oía el susurro de los árboles. Pero al cabo de unos minutos oyó arrancar un coche.


Knut Jensvoll no oyó el coche porque estaba utilizando un taladro eléctrico para colocar un estante donde poner a secar las zapatillas de deporte mojadas al volver del entrenamiento. Al hacer una pausa oyó el timbre de la puerta. Echó un rápido vistazo por la ventana y vio a Sejer en el escalón de arriba. Había pensado en la posibilidad de que se presentaran. Estuvo un rato recapacitando, mientras se ordenaba el pelo y la ropa. Había estado repasando mentalmente una serie de preguntas. Se sentía preparado.

Una única cosa daba vueltas en su cabeza: ¿habrían descubierto lo de la violación? Seguramente estarían allí por eso. Si has sido un canalla una vez, lo serás para siempre. Ya lo sabía. Compuso una máscara rígida, pero pensó que podría despertar sospechas, así que se esforzó e intentó sonreír. Pero entonces recordó que Annie había muerto y volvió a ponerse la máscara.

– Somos de la policía. ¿Podemos entrar?

Jensvoll asintió con la cabeza.

– Voy a cerrar la puerta del cuarto de la lavadora -explicó, haciéndoles una seña para que entraran, luego desapareció un momento y volvió enseguida. Miró preocupado a Skarre, que sacó su bloc de notas del bolsillo. Jensvoll era mayor de lo que habían pensado, estaría cerca de los cincuenta. Un tipo corpulento, pero con los kilos bien repartidos; su cuerpo era duro y firme. Parecía sano y bien nutrido, lucía un buen color de cara, un abundante pelo rojo, y un elegante y bien cuidado bigote.

– Supongo que se trata de Annie -dijo.

Sejer asintió.

– ¡Qué horror, he recibido el golpe más duro de mi vida! Porque la conocía bien, creo que tengo razones para afirmar que la conocía muy bien, aunque dejara el club hace ya algún tiempo. Por cierto, aquello fue una tragedia, nadie pudo sustituirla. Ahora tenemos en la portería a una gorda que se agacha cada vez que le llega el balón. Pero bueno, al menos llena la mitad de la portería.

Detuvo la verborrea y se sonrojó ligeramente.

– Pues sí, aquello debió de ser una gran tragedia -replicó Sejer con un poco más de acritud de la que había pensado mostrar-. ¿Hacía mucho que no la veía?

– Como le acabo de decir, dejó el club. Fue en el otoño pasado, en el mes de noviembre, creo -contestó, mirando fijamente a Sejer.

– Perdone, pero me resulta un poco extraño -replicó Sejer-. Vivía en esta misma cuesta, a unos doscientos metros de aquí.

– Bueno, sí, supongo que de vez en cuando me habré cruzado con ella en el coche. Creía que me preguntaba cuándo estuve con ella la última vez de verdad, en el entrenamiento, quiero decir. Claro que la he visto, claro que sí, en el centro, en la tienda…

– Entonces le haré la pregunta de otra manera: ¿cuándo vio a Annie por última vez?

Jensvoll tuvo que pensárselo.

– No me acuerdo. Hace algún tiempo.

– No tenemos prisa.

– Un par… de semanas, quizá. En la oficina de Correos, creo.

– ¿Hablaron?

– Sólo nos saludamos. Ella no hablaba mucho.

– ¿Por qué dejó Annie la portería?

– Ojalá alguien pudiera explicármelo -contestó encogiéndose de hombros-. Me temo que le di mucho la lata para hacerle cambiar de idea, pero de nada sirvió. Estaba harta. Bueno, eso fue lo que dijo, pero yo nunca la creí. Quería correr en lugar de jugar al balonmano. Y creo que eso hizo, corría a todas horas. A toda mecha, piernas largas, zapatillas caras. Holland no escatimaba nada tratándose de la chica.

Jensvoll seguía esperando que le lanzaran el fantasma, no tenía ninguna esperanza de librarse de él.

– ¿Vive usted solo?

– Me divorcié hace algún tiempo. Mi mujer se marchó y se llevó a los niños, así que ahora estoy solo, y me siento a gusto. No me sobra mucho tiempo, con el trabajo y el entrenamiento. También tengo un equipo de alevines, y además juego en el de los veteranos. Me paso el día entrando y saliendo de la ducha.

– ¿Usted no la creyó cuando le dijo que estaba harta? ¿Cuál piensa que pudo ser la verdadera razón?

– No lo sé. Pero tenía un novio, y esas cosas requieren su tiempo. Él no era un tipo muy atlético, por cierto, más bien un enclenque de piernas delgaduchas. Pálido y débil como un fideo. Alguna vez venía a los partidos, se sentaba en la primera fila y no decía ni pío. Se limitaba a seguir la pelota con la vista, de un lado para otro. Al marcharse, la chica ni siquiera le dejaba que le llevara la bolsa. Ese muchacho no le pegaba nada, ella tenía muchas más agallas que él.

– Pues seguían juntos.

– ¿De verdad? Bueno, bueno…, hay gustos para todo.

Sejer miró al suelo y se guardó para sí sus pensamientos.

– La rutina me obliga a preguntarle: ¿dónde estuvo usted el pasado lunes entre las once y las dos?

– ¿El lunes? ¿Quiere decir… ese día? Trabajando, naturalmente.

– En el almacén de materiales de construcción podrán confirmarlo, ¿no?

– Espero, aunque paso mucho tiempo en el coche. Entregamos pedidos en las casas.

– Así que iba usted en el coche… ¿Solo?

– En parte pasé la mañana en el coche. Llevé dos armarios a una casa en Rodtangen, allí podrán corroborarlo.

– ¿A qué hora estuvo usted allí?

– Tal vez entre la una y las dos.

– Sea un poco más preciso, Jensvoll.

– Mmm…, más cerca de las dos, creo.

Sejer hizo cálculos mentalmente.

– ¿Y antes de esa hora?

– Bueno, fui de un lado para otro. Me levanté un poco más tarde que de costumbre, y robé media hora para el solarium. Hasta cierto punto, podemos organizamos nuestro tiempo. Otras veces tenemos que hacer horas extra, y no me las pagan, así que no tengo mala conciencia. El mismo jefe tiene cierta tendencia a…

– ¿Dónde estuvo usted, Jensvoll?

– Llegué un poco tarde ese día -carraspeó-. Había salido con un amigo el domingo. Ya sé que es estúpido salir un domingo por la noche, sabiendo que hay que levantarse temprano a la mañana siguiente, pero así fue. Creo que llegué sobre la una y media.

– ¿Con quién estuvo?

– Con un compañero, Erik Fritzner.

– ¿Fritzner? ¿El vecino de Annie?

– Sí.

Sejer sacudió la cabeza y miró fijamente al entrenador, su pelo ondulado y su rostro bronceado.

– ¿A usted Annie le parecía una chica atractiva?

Jensvoll captó la indirecta.

– ¿Qué clase de pregunta es ésa?

– Contéstela, por favor.

– Claro que sí. Supongo que habrá visto fotos.

– Así es -contestó Sejer-. No sólo estaba de buen ver, sino que también era bastante mayor para la edad que tenía. Madura, por así decirlo, más de lo que suelen serlo las adolescentes. ¿Está usted de acuerdo?

– Bueno, sí. Pero a mí me interesaban más sus habilidades en la portería.

– Claro, es lógico. ¿Y por lo demás? ¿Tuvo usted alguna vez, problemas con las chicas?

– ¿Qué clase de problemas?

– De cualquier tipo -contestó Sejer secamente.

– Claro que los tuve. Las adolescentes son bastante conflictivas. Pero era lo de siempre. Nadie quiso sustituir a Annie en la portería, nadie quería estar en el banquillo. Eran épocas de risas irrefrenables y novios en la tribuna.

– ¿Y Annie?

– ¿Qué pasa con Annie?

– ¿Tuvo usted alguna vez problemas con Annie?

Jensvoll cruzó los brazos y asintió con la cabeza.

– Pues sí, los tuve. El día que me llamó para decirme que lo dejaba. Creo que solté algunos disparates que debería haberme ahorrado. Tal vez ella los tomara como un cumplido, quién sabe. Dio por terminada la conversación, colgó y entregó el traje al día siguiente. Eso fue todo.

– ¿Ésa fue la única vez que ustedes dos tuvieron un altercado?

– Así es. La única vez.

Sejer miró a Skarre y le hizo una seña. La conversación había concluido. Se encaminaron hacia la puerta, Jensvoll los siguió. Una considerable cantidad de frustración acumulada estaba a punto de salir a la superficie.

– Francamente -dijo irritado, en el instante en que Sejer abrió la puerta para salir-. ¿Por qué hace como si no supiera nada de mis antecedentes? ¿No comprende que no soy tonto y que sé que eso es lo primero que hacen ustedes? Por eso están ustedes aquí, sé cómo piensan.

Sejer se volvió y lo miró fijamente.

– ¿Tiene usted idea de lo que será de mi equipo si esa historia llega a oídos del pueblo? A las chicas las encerrarían en sus cuartos. ¡El club deportivo se derrumbaría como un castillo de naipes y el trabajo de todos estos años se iría a pique! -iba levantando la voz conforme hablaba-. Y si hay algo que este pueblo necesita es su club deportivo. La otra mitad se pasa el día en la taberna comprando droga. Es la única alternativa, que conste. Lo digo para que lo sepa antes de divulgar sus descubrimientos. ¡Además, hace once años de aquello!

– No he mencionado ni una palabra sobre ese tema -dijo Sejer tranquilamente-. Y si baja un poco la voz, tal vez podamos impedir que se entere todo el vecindario.

Jensvoll cerró la boca, se puso rojo como la grana y retrocedió inmediatamente hacia el interior de la casa. Sejer cerró la puerta.

– Vaya -dijo- un explosivo con pelo y bigote. Si hubiéramos tenido gente suficiente -continuó-, habría puesto a alguien a seguirle.

– ¿Por qué? -preguntó Skarre asombrado.

– Sólo para fastidiar, supongo.


Fritzner estaba tumbado boca arriba en la barca, sorbiendo una cerveza. Tras cada trago, inhalaba el cigarrillo, a la vez que su cerebro se ocupaba del libro que tenía sobre las rodillas. Un constante flujo de cerveza y nicotina iba entrando lentamente en sus venas. Al cabo de un rato dejó la cerveza, se levantó y fue hasta la ventana, desde donde podía ver la del dormitorio de Annie. Aún no era tarde, pero las cortinas estaban echadas, como si su cuarto no fuera ya un simple cuarto, sino un lugar sagrado que nadie podía ver. Una luz tenue salía de una lámpara solitaria, tal vez la que estaba sobre el escritorio, pensó. Echó un vistazo a la carretera y descubrió de repente el coche de la policía junto a los buzones. Allí estaba aquel joven agente de pelo rizado. Tal vez se dirigieran a casa de los Holland para informarles sobre la marcha del caso. Ese joven no parecía muy abrumado por la gravedad del asunto, caminaba ligero y con la cabeza erguida, una figura delgada con unos rizos negros tan largos que estarían al límite de lo permitido por las autoridades policiales. De repente giró a la izquierda y entró en el patio del propio Fritzner. Éste frunció el entrecejo. Miró automáticamente hacia la calle para ver si desde alguna de las casas estaban registrando la visita. Así era. Isaksen estaba quitando hojas de su jardín.

Skarre saludó y se acercó a la ventana, como había hecho Fritzner hacía un momento.

– Desde aquí puede ver el dormitorio de Annie -constató.

– Pues sí, así es -Fritzner lo siguió hasta la ventana-. En realidad soy un viejo verde, así que solía ponerme aquí a mirar, babeando, con la esperanza de poder verla un instante. Pero no era de las que les gustaba exhibirse. Primero echaba la cortina y luego se quitaba el jersey. Sólo podía ver su silueta cuando encendía la luz del techo y no había demasiadas dobleces en la cortina. Y eso no estaba tan mal.

Sonrió al ver la expresión de Skarre.

– Para ser sincero -continuó Fritzner-, como se debe ser, nunca he tenido ganas de casarme. Y sin embargo me hubiera gustado tener un par de crios, para dejar algo detrás de mí. Y preferiblemente con Annie. Era esa clase de mujer a la que desearías fecundar, si me entiende.

Skarre seguía sin contestar. Reflexionaba mientras masticaba una semilla de sésamo que había tenido durante mucho tiempo entre dos muelas y que por fin se había soltado.

– Alta y delgada, hombros anchos, piernas largas. Buena cabeza. Hermosa como una ninfa del bosque de Finnskogen. En otras palabras, un montón de genes de primera.

– ¡Pero si sólo era una adolescente…!

– Se van haciendo mayores. Bueno, Annie no -se apresuró a añadir-. En serio -prosiguió-. Me estoy acercando a los cincuenta, y mi imaginación funciona como la de los demás hombres. Y además estoy solo. Pero algunos privilegios tenemos que tener los solteros, ¿no le parece? No hay nadie rabiando en la cocina mientras yo miro de reojo a las mujeres. Si usted viviera aquí, enfrente de Annie, también habría echado de vez en cuando un vistazo a su casa. Eso no es un crimen, ¿no?

– Supongo que no.

Skarre estudió la barca y la cerveza en la borda. Le dio por preguntarse si era lo suficientemente grande como para…

– ¿Han encontrado algo? -preguntó Fritzner con curiosidad.

– Claro. Tenemos a los testigos mudos. Esas miles de cosas en el entorno, ¿sabe? Todo deja algo.

Skarre miraba a Fritzner mientras hablaba. El hombre tenía la mano en el bolsillo, y a través de la tela podía ver cómo la cerraba.

– Entiendo. Por cierto, ¿saben ustedes que tenemos un idiota aquí en el pueblo?

– ¿Cómo dice?

– Uno de esos con lesiones cerebrales, que vive con su padre arriba, en el camino de la colina. Dicen que le gustan mucho las chicas.

– Raymond Låke. Si, lo conocemos. Pero no tiene lesiones cerebrales.

– ¿Ah no?

– Tiene un cromosoma de más.

– A mí me parece que más bien le falta algo.

Skarre sacudió la cabeza y volvió a mirar la casa de Holland, y la ventana tapada.

– ¿Por qué cree usted que se mete una víbora en un saco de dormir?

Fritzner abrió unos ojos como platos.

– Joder, todo lo que saben ustedes. Me hice esa misma pregunta. Pero ya me había olvidado de ello, fue verdaderamente dramático, se lo prometo. Pero claro, es una guarida estupenda, ¿verdad? Un magnífico saco, de esos que tienen plumas y todo. Yo estaba sentado aquí en la barca tomándome un whisky cuando ese noviete suyo llamó a la puerta. Supongo que verían luz. Annie estaba en un rincón del cuarto de estar, pálida de miedo. Solía ser bastante dura y valiente, pero en ese momento no. Estaba muy asustada.

– ¿Cómo pudo atrapar a la víbora? -preguntó Skarre con curiosidad.

– Por Dios, no fue nada. Cogí el cubo de la fregona, con un punzón le hice en el fondo un agujero del tamaño de una moneda pequeña. Luego me metí en la tienda. La víbora había salido del saco de dormir y estaba enrollada en un rincón. Era grande, la cabrona. La tapé con el cubo y puse el pie encima. Luego eché Bayon por el agujero.

– ¿Qué es eso?

– Un insecticida muy venenoso. No se vende en las tiendas. La víbora se atontó enseguida.

– ¿Y cómo es que tiene usted acceso a esos productos?

– Trabajo en Anticimex. Lucha contra las alimañas: moscas, cucarachas y todo lo que se arrastra.

– Comprendo. ¿Y luego?

– Ese enclenque se fue a por un cuchillo de cocina y partí a la bestia en dos, la metí en una bolsa de plástico y la tiré a mi cubo de basura. Annie me daba mucha pena, de verdad. Luego apenas se atrevía a meterse en la cama.

Sacudía la cabeza al recordarlo.

– Pero supongo que no ha venido usted aquí a hablar de mis hazañas de Supermán, ¿no? ¿A qué ha venido en realidad?

– Bueno -contestó Skarre apartándose un rizo de la frente-. Mi jefe dice que siempre hay que medir dos veces la presión.

– ¿Ah sí? Bueno, la mía es bastante estable. Pero en realidad sigo sin entender que alguien haya podido asesinar a Annie. Una chica tan normal… Aquí, en este pueblo, en esta calle. Tampoco puede entenderlo su familia. Ahora no tocarán su habitación en muchos años, la mantendrán tal y como ella la dejó. He oído hablar de esas cosas. ¿Cree usted que es un deseo inconsciente de que vuelva a aparecer?-Tal vez. ¿Irá usted al entierro?

– Todo el pueblo irá. Así es siempre en un sitio pequeño. No se puede hacer nada a escondidas. La gente piensa que tiene derecho a participar. Resulta difícil mantener un secreto.

– Tal vez sea una ventaja para nosotros -dijo Skarre-, si el asesino es de aquí.

Fritzner se acercó a la barca, cogió la botella y la vació.

– ¿Creen que es de aquí?

– Digamos que lo esperamos.

– Yo no. Pero si es así, espero que lo cojan enseguida. Seguramente en las veinte casas de esta calle ya saben que me ha visitado por segunda vez.

– ¿Le molesta?

– Claro. Quiero seguir viviendo aquí.

– No hay razón para creer que no vaya a poder seguir aquí, ¿no?

– Ya veremos. Los solteros siempre estamos algo más expuestos que los demás.

– ¿Por qué?

– No es natural que un hombre no tenga mujer. La gente espera que te busques alguna, al menos cuando ya has pasado los cuarenta. Y cuando eso no sucede, tiene que haber una razón.

– Ahora me está pareciendo un poco paranoico.

– Usted no sabe cómo es vivir tan cerca de los demás. Serán tiempos duros de ahora en adelante para muchos.

– ¿Piensa usted en alguien en especial?

– En cierto modo sí.

– ¿En Jensvoll, por ejemplo?

Fritzner no contestó. Se quedó pensativo un instante. Miró de reojo a Skarre y tomó una repentina decisión. Sacó la mano del bolsillo y le mostró algo.

– Quería enseñarle esto.

Skarre miró. Parecía una goma de pelo, forrada de tela azul, y adornada con perlas.

– Es de Annie -aclaró Fritzner, mirando fijamente al policía-. La encontré en mi coche. Estaba en el suelo, entre el asiento y la puerta. La llevé al centro no hace más de una semana. La goma se le caería.

– ¿Por qué me la da?

Respiró profundamente.

– No tenía que haberlo hecho, ¿verdad? Podría haberla quemado en la chimenea sin decir ni pío. Lo hago para mostrarle que juego con las cartas sobre la mesa.

– Nunca he creído lo contrario -replicó Skarre.

Fritzner sonrió.

– ¿Piensa usted que soy tonto?

– Posiblemente -contestó Skarre, devolviéndole la sonrisa-. Tal vez intente engañarme. Tal vez sea una persona tan calculadora que ha puesto en escena esta dulce confesión. Me llevo la goma. Y le tengo en cuenta, en mayor grado que antes.

Fritzner se puso pálido. Skarre no pudo reprimir una risita.

– ¿De dónde ha sacado el nombre de la barca? -preguntó curioso mirando el bote-. Es un nombre extraño para una barca, ¿no? Narco Traficante.

– Fue simplemente una ocurrencia -intentó recuperarse tras el incidente-. Pero suena bien, ¿no le parece? -añadió mirando con preocupación al joven policía.

– ¿Nunca ha navegado en ella?

– Jamás -confesó-. Me mareo muchísimo.


El fiscal había emitido su veredicto. Annie Holland tenía que ser enterrada. Eddie Holland miró el reloj y descubrió que habían transcurrido más de veinticuatro horas desde que la primera palada de tierra seca alcanzó el ataúd. Annie cubierta de tierra. Llena de ramitas, piedras y gusanos. En el bolsillo llevaba un papel arrugado con unas breves palabras que quería leer junto al ataúd, después del sermón. Pero prorrumpió en sollozos y fue incapaz de decir una palabra, y ese hecho le torturaría el resto de su vida.

– Me pregunto si Sølvi padece un pequeño trastorno -dijo-. No aparece en los escáners, pero hay algo. Ha aprendido lo que tiene que aprender, sólo es un poco lenta. Un poco estrecha de mente, tal vez. No diga nada de esto a Ada -añadió.

– ¿Ella lo niega? -preguntó Sejer.

– Dice que si los médicos no lo encuentran no tiene por qué ser nada. Las personas son diferentes, nada más, dice.

Sejer le había citado en la comisaría. Holland se encontraba todavía sumido en una gran oscuridad.

– Tengo que preguntarle algo -dijo Sejer con prudencia-. Si Annie se hubiera encontrado con Axel Bjørk en la carretera, ¿se habría montado en su coche?

La pregunta lo dejó boquiabierto.

– Es lo más monstruoso que he oído jamás -exclamó por fin.

– También se ha cometido un crimen monstruoso. Conteste a mi pregunta. Yo no conozco a la gente implicada tan bien como usted, lo que considero una ventaja.

– El padre de Sølvi -dijo Holland pensativo-. Sí, tal vez. Estuvieron en su casa, en Oslo, un par de veces, de manera que ella lo conocía. Supongo que se habría montado en su coche si él la hubiera invitado. ¿Por qué no iba a hacerlo?

– ¿Qué clase de relación tiene usted con él?

– Ninguna en absoluto.

– Pero han hablado alguna vez, ¿no?

– Apenas. Ada siempre lo paraba en la puerta. Decía que era un intruso.

– ¿Y qué le parecía a usted?

Holland se retorcía en la silla como si su propia debilidad se hiciera incómodamente visible.

– Me parecía mal. Él no quería perjudicarnos, sólo pretendía ver a Sølvi de vez en cuando. Ahora ya no tiene nada. Creo que también perdió su trabajo.

– ¿Y Sølvi? ¿Ella quería verlo?

– Me temo que Ada le quitó las ganas. Puede ser bastante dura si se lo propone. Supongo que Bjørk ya se ha resignado. Pero estuvo en el entierro, así que la vería un momento.¿Sabe?, no resulta fácil llevar la contraria a Ada. No es que le tenga miedo -añadió dejando escapar una risa corta e irónica-, pero se pone completamente fuera de sí. No es fácil de explicar. Se pone tan fuera de sí que no lo soporto.

Volvió a callarse, y Sejer esperaba sin decir nada, mientras intentaba imaginarse ese complejo juego que existe entre las' personas, cómo miles de hilos se van entrelazando a través de los años, formando resistentes redes de mallas finas, en las que uno se sentía atrapado. Los mecanismos que se escondían detrás le fascinaban. Y también la intensa aversión de los seres humanos a coger el cuchillo, cortar la red y salir de ella, aunque añoraran tanto la libertad que hasta llegaran a enfermar. Seguramente Holland deseaba salir de la red de Ada, pero un sinfín de pequeñas cosas le retenía. Había hecho su elección, se quedaría para el resto de su vida entre esos hilos viscosos, y esa determinación le pesaba tanto que toda su figura se había encorvado.

– ¿No tienen nada todavía? -preguntó por fin.

– Desgraciadamente no -contestó Sejer de mala gana-. Lo único que tenemos es una larga lista de personas que hablan muy bien y con mucho afecto de Annie. Los hallazgos técnicos son muy pocos y no nos han conducido a nada, y no existen motivos visibles. No abusaron sexualmente de Annie ni recibió otra clase de malos tratos. No se ha observado ese día nada en las cercanías de la colina que pueda facilitarnos alguna pista, y todos los que pasaron por allí en coche ese día se han presentado ante nosotros y han sido excluidos del caso. Bien es verdad que hay una excepción, pero ese coche ha sido descrito tan vagamente que no nos lleva a ninguna parte. El motorista visto junto a la tienda de Horgen ha desaparecido de la faz de la tierra. Tal vez fuera un turista de paso. Nadie vio la matrícula, quizá fuera extranjero. Hemos buceado en la laguna en busca de la mochila de Annie, pero sin ningún éxito, razón por la cual suponemos que está en poder del homicida. Pero no tenemos cargos por sospecha contra nadie,así que tampoco podemos proceder al registro de ninguna casa. Ni siquiera tenemos una teoría concreta. Tenemos tan poco que sólo podemos imaginarnos cosas. Existe la posibilidad, por ejemplo, de que Annie se hubiera enterado de alguna información delicada, tal vez por pura casualidad, y alguien la matara para asegurarse su silencio. En ese caso tendría que haberse tratado de información altamente comprometedora, ya que dio lugar a un asesinato. Estaba desnuda, pero nadie la había tocado, lo que podría significar que el homicida quisiera guiarnos hacia el móvil sexual, posiblemente con el fin de desviar la atención del verdadero motivo. Por todo esto -concluyó-, estamos tan interesados en el pasado de Annie.

Se detuvo y se rascó el dorso de la mano, donde tenía una mancha roja y agrietada del tamaño de una moneda de veinte coronas.

– Usted es una de las personas que mejor la conocía. Y tendrá miles de pensamientos en la cabeza. Tengo que preguntarle de nuevo si hay algo, cualquier cosa, en el pasado de Annie, sucesos, amistades, declaraciones, impresiones, que le hayan extrañado. No piense en cosas muy especiales, sólo en algo que le extrañara. Desentierre las cosas más minúsculas, aunque le parezcan tonterías, lo único importante es si le han sorprendido. Una reacción inesperada, comentarios, alusiones, gestos que se le hayan quedado grabados. Annie sufrió una alteración de conducta. Tengo la impresión de que se trataba de algo más que de los cambios normales de la pubertad. ¿Puede usted corroborarlo?

– Ada dice…

– Pero ¿y qué dice usted? -Sejer seguía mirándole a los ojos-. Dejó a Halvor, abandonó el equipo y se encerró en sí misma. ¿Ocurrió algo en esa época que se saliera de lo corriente?

– ¿Han hablado ustedes con Jensvoll?

– Sí.

– Bueno, es que… se oyeron algunos rumores, pero no creo, que sean ciertos. Los rumores corren muy deprisa en nuestro pueblo -añadió, perplejo y ruborizado.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Algo que Annie mencionó, que había estado en la cárcel hace mucho tiempo. No sé por qué.

– ¿Annie lo sabía?

– Entonces, ¿es verdad que estuvo en la cárcel?

– Sí, es verdad. Pero yo ignoraba que alguien lo supiera. Estamos investigando a toda la gente del entorno de Annie para ver si tienen coartada. Hemos hablado con más de trescientas personas. Pero desgraciadamente nadie ha destacado como sospechoso en este caso.

– Arriba, en el camino de la colina vive un hombre -murmuró Holland- que no es del todo normal. Dicen que ha intentado acercarse a las chicas.

– También hemos hablado con él -replicó Sejer pacientemente-. Él fue quien encontró a Annie.

– Sí, ya lo había oído.

– Tiene coartada.

– Espero que la coartada sea fiable.

Sejer pensó en Ragnhild y no dijo a Holland que la coartada era una niña de seis años.

– ¿Por qué cree usted que Annie dejó de cuidar niños?

– Supongo que se hizo mayor y ya no le apetecía.

– Pero tengo la impresión de que le gustaba especialmente. Por eso me resulta un poco extraño.

– Durante varios años no hacía otra cosa. Primero los deberes, y luego salía a la calle para ver si algún crío necesitaba una vuelta en el cochecito. Y cuando había peleas y problemas en la calle, ella aparecía y siempre conseguía que las aguas volvieran a su cauce. El pobre que hubiera tirado la primera piedra tenía que confesar. Luego recibía el perdón y todo acababa siempre felizmente. Annie era una buena mediadora. Tenía autoridad y todos la obedecían. Los chicos también.

– ¿Una naturaleza diplomática, en otras palabras?

– Exactamente. Le gustaba poner orden. Odiaba los conflictos no resueltos. Cuando ocurría algo con Sølvi, por ejemplo, siempre nos buscaba alguna solución acertada. Era una especie de intermediaria. Pero en cierta manera -añadió despacio-, también en ese aspecto perdió el interés, dejó de implicarse en las cosas.

– ¿Cuándo? -preguntó Sejer.

– En el otoño pasado.

– ¿Qué ocurrió el otoño pasado?

– Ya se lo he contado. No quiso seguir en el club deportivo, ni quería estar con la gente como antes.

– ¿Pero por qué?

– No lo sé -contestó Holland afligido-. Le estoy diciendo que nunca lo entendí.

– Intente mirar más allá de usted mismo y de su familia, más allá de Halvor, del club y de los problemas con Axel Bjørk. ¿Sucedió algo en el pueblo en esa época, algo que no necesariamente tuviera que ver con ustedes?

Holland extendió los brazos.

– Sí, algo pasó, pero no tiene nada que ver con esto. Uno de los niños a los que Annie solía cuidar murió en un trágico accidente. Desde luego, no mejoró el estado de las cosas. Annie ya no participaba en nada. Lo único que le interesaba era ponerse las zapatillas de deporte y correr, alejarse de la casa y de la calle.

Sejer notó que su corazón empezó a latir más deprisa.

– ¿Qué ha dicho? -le preguntó, apoyando los codos en la mesa.

– Un niño al que Annie cuidaba a menudo murió en un accidente. Se llamaba Eskil.

– ¿Ocurrió mientras Annie lo estaba cuidando?

– ¡No, no! -Holland lo miró espantado-. ¡Está usted loco! Annie era extremadamente prudente cuando se hacía cargo de los hijos de otras personas. No apartaba la vista de ellos ni un momento.

– ¿Y cómo ocurrió el accidente?

– En casa del niño. Sólo tenía algo más de dos años cuando sucedió. Annie lo sintió muchísimo. Bueno, todos nosotros, que también los conocíamos.

– ¿Y cuándo fue eso?

– Ya se lo he dicho, en el otoño pasado. Cuando ella lo dejó todo. En realidad sucedieron muchas cosas, no fue una buena época para ninguno de nosotros. Halvor llamaba, Jensvoll llamaba. Bjørk se puso muy pesado con lo de Sølvi y Ada estaba inaguantable -se calló; de repente pareció avergonzado.

– ¿Exactamente cuándo sucedió esa muerte, Eddie?

– Creo que fue en noviembre, pero no recuerdo la fecha.

– ¿Ocurrió antes o después de que Annie abandonara el club?

– No me acuerdo.

– Entonces intentaremos averiguarlo. ¿Qué clase de accidente fue?

– El niño se atragantó con algo y no pudieron sacárselo. Creo que estaba comiendo solo en la cocina.

– ¿Por qué no me ha contado esto antes?

Holland lo miró infeliz.

– Porque usted está investigando la muerte de Annie -susurró.

– Eso es lo que estoy haciendo. Descartar posibilidades es igual de importante.

Hubo una larga pausa. La alta frente de Holland sudaba y él se frotaba los dedos constantemente, como si hubiera perdido la sensibilidad en ellos. Una serie de imágenes estúpidas aparecían constantemente en su mente, imágenes de Annie en traje rojo y gorro de graduación, y de Annie vestida de novia. De Annie con un bebé en los brazos. Imágenes, fotos, que jamás podría hacer.

– Hábleme de cómo reaccionó Annie.

Holland se enderezó en la silla y pensó.

– No recuerdo la fecha, pero me acuerdo de aquel día, porque nos dormimos por la mañana. Yo tenía el día libre. Annie llegó tarde al autobús, y además volvió pronto del colegio porque no se encontraba bien. No se lo conté inmediatamente. Se acostó, dijo que quería dormir un poco.

– ¿Estaba enferma?

– Bueno, nunca estaba enferma. Supongo que fue algo pasajero. Se despertó un rato después y yo estaba en el cuarto de estar temiendo el momento. Por fin entré en su habitación y me senté en el borde de la cama.

– Continúe.

– Se quedó como paralizada -prosiguió-. Paralizada y asustada. Se dio la vuelta y se tapó la cabeza con el edredón. Bueno, ¿que vas a decir al enterarte de algo así? En los días siguientes no mostró mucho sus sentimientos, fue más bien como si sufriera en silencio. Ada quiso que llevara flores a la casa, pero se negó. Tampoco quiso asistir al entierro.

– ¿Asistieron usted y su mujer?

– Sí, estuvimos. Ada estaba molesta porque Annie no quiso ir, pero yo intenté explicarle que es muy duro para una niña asistir a un entierro. Annie sólo tenía catorce años. No saben qué decir, ¿verdad?

– Mm -murmuró Sejer-. Tal vez visitara la tumba más adelante.

– Sí, sí. Varias veces. Pero jamás volvió a ir a su casa.

– Pero tuvo que haber hablado con ellos, tratándose de un niño a quien había cuidado con tanta frecuencia…

– Supongo que sí. Había tenido mucho que ver con la familia, sobre todo con la madre. Por cierto, se marchó del pueblo. Se separaron al cabo de un tiempo. Debe de ser muy difícil volver a encontrarse después de una tragedia así. De alguna manera hay que empezar la relación de nuevo. Y ninguno de los dos está como antes -se olvidó de la conversación y era como si hablara consigo mismo, como si el otro ya no estuviera-. Sólo Sølvi es la misma. Me asombra que pueda seguir siendo la misma después de todo lo sucedido. Pero claro, ella es especial. Habrá que aceptar a los chicos como son, ¿no?

– ¿Y Annie? -intervino nuevamente Sejer.

– Bueno, Annie -murmuró-, Annie nunca volvió a ser la misma. Creo que se dio cuenta de que todos vamos a morir. Recuerdo cuando era pequeño y murió mi madre, lo peor fue eso. No que ella hubiera muerto y desaparecido, sino que yo también me moriría. Y mi padre, y todos a los que conocía.

Su mirada era distante y Sejer lo escuchaba con las manos apoyadas en la mesa.

– Tenemos más cosas de qué hablar, Eddie -dijo por fin-. Pero primero he de contarle algo.

– No sé si tengo fuerzas para enterarme de más cosas.

– No puedo ocultárselo, de verdad que no puedo.

– ¿De qué se trata?

– ¿Recuerda si Annie alguna vez se quejaba de dolores?

– No, no lo recuerdo. Excepto antes de usar zapatillas que amortiguaran los golpes. Entonces sí que le dolían los pies.

– Me refiero en concreto a si tenía dolores en el bajo vientre.

Holland lo miró, inseguro.

– Nunca oí nada de eso. Tendría que preguntárselo a a Ada.

– Se lo pregunto a usted porque estaba más unido a ella.

– Sí. Pero esas cosas de mujeres… nunca oí nada de eso.

– Tenía un tumor -confesó Sejer en voz baja.

– ¿Un tumor? ¿Quiere decir un bulto?

– Un bulto del tamaño de un huevo. Maligno. Con metástasis en el hígado.

Holland se puso completamente rígido.

– Deben de estar equivocados -replicó con firmeza-. Annie tenía una salud de hierro.

– Tenía un tumor maligno en el bajo vientre -repitió Sejer-. Y habría caído gravemente enferma en poco tiempo. Las posibilidades de que la enfermedad fuera mortal eran considerables.

– ¿Quiere decir que habría muerto de todos modos? -preguntó Holland en tono agresivo.

– Eso es lo que dicen en el Anatómico Forense.

– ¿Debo alegrarme entonces de que se librara de los sufrimientos? -gritó fuera de sí de rabia. Una gota de saliva alcanzó a Sejer en la frente. Holland se tapó la cara con las manos-. No, no, no quise decir eso -añadió con voz entrecortada-, pero no entiendo nada de lo que está pasando. No entiendo que haya tantas cosas que no supiera.

– O ella tampoco lo sabía, o se aguantó los dolores negándose a visitar al médico. No hay nada registrado en su historial.

– Supongo que no -dijo Holland despacio-. Nunca tuvo nada. Le pusieron un par de vacunas en el transcurso de los años, y pare usted de contar.

– Hay un par de cosas que quiero que haga -prosiguió Sejer-. Quiero que hable con Ada y le diga que venga aquí, a la comisaría. Necesitamos sus huellas dactilares.

Holland sonrió cansado y se reclinó en la silla. No había dormido en mucho tiempo, y las cosas se movían suavemente en la habitación. La cara del inspector jefe oscilaba, lo mismo que las cortinas de la ventana, o tal vez fuera la corriente, no estaba seguro.

– En la hebilla de Annie encontramos dos huellas dactilares. Una era de la propia Annie. Otra puede ser de su mujer. Nos dijo que preparaba a menudo la ropa de la chica por las mañanas, así que pudo haber dejado sus huellas en la hebilla. Si no es de ella, puede que pertenezca al homicida. Él la desnudó. Tuvo que tocar por fuerza la hebilla.

Por fin Holland comprendió.

– Dígale a su mujer que venga cuanto antes. Puede preguntar por Skarre.

– Para ese eccema que padece -dijo Holland de repente, señalando la mano de Sejer-, he oído decir que va muy bien la ceniza.

– ¿Ceniza?

– Hay que untar con ella las manchas. No hay nada más limpio que la ceniza. Contiene sales y minerales.

Sejer no contestó. Era como si los pensamientos de Holland dieran una vuelta y desaparecieran en su interior. Sejer lo dejó en paz con ellos. La habitación estaba tan silenciosa que podían oír a Annie.


Halvor comió salchichas y col hervida en la encimera de la cocina. Luego lo recogió todo y tapó con una manta a su abuela, que dormitaba en el sofá. Después se metió en su habitación, echó la cortina y se sentó delante de la pantalla. Así pasaba entonces la mayor parte de su tiempo libre. Había probado con gran parte de la música que le gustaba a Annie, tecleando títulos y cantantes que ella tenía en su colección. Luego intentó con títulos de películas, no muy convencido, porque no era el estilo de Annie. La dificultad parecía insalvable. También cabía la posibilidad de que Annie hubiera ido cambiando de clave, como hacían en Defensa para los secretos militares. Utilizaban claves que cambiaban automáticamente varias veces por segundo. Halvor había leído algo sobre eso en una revista de informática. Una clave que se cambiaba constantemente resultaría casi imposible de encontrar. Intentó recordar en qué fecha aproximadamente Annie y él habían abierto cada uno su archivo, archivos que luego habían cerrado el uno al otro. Hacía varios meses, había sido en el otoño. La desesperación amenazaba con apoderarse de él cuando pensaba en todas las combinaciones que podían hacerse empleando todos los signos, números y letras del teclado. Pero estaba seguro de que Annie no había escrito algo sin sentido. Habría empleado algo que le hubiera causado impresión, o algo querido y conocido. Él sabía bastante de lo que Annie quería y conocía, por eso continuó buscando, hasta que oyó gritar a su abuela que ya había dormido la siesta. Entonces Halvor se tomó un descanso para hacerle un café, y servirle un par de gofres, si es que quedaban. Luego se sintió moralmente obligado a ver la televisión un rato para hacerle compañía. Pero en cuanto pudo, volvió disparado a su cuarto. Ella no dijo nada. Halvor se quedó hasta medianoche. Entonces se arrastró hasta la cama y apagó la luz. Se quedó escuchando un poco mientras le llegaba el sueño. A veces no llegaba, y entonces se deslizaba hasta la habitación de su abuela y sacaba sigilosamente una pastilla para dormir de su frasco. No volvió a oír pasos fuera. Mientras le llegaba el sueño pensaba en Annie. El azul había sido su color favorito. El chocolate que más le gustaba era Dove con pasas. Tomaba nota de algunas palabras en el subconsciente y las almacenaba allí para usarlas posteriormente. No había que desistir. Cuando por fin encontrara la clave, pensaría en lo evidente que era y se diría a sí mismo: ¡cómo no se me había ocurrido!

Fuera, el patio estaba oscuro y silencioso. La casa del perro vacía estaba abierta, como una boca desdentada, pero no se veía así desde la carretera, y un ladrón podría pensar que había un perro dentro. Detrás de la casa del perro estaba la leñera, donde guardaban un modesto montón de madera, su bicicleta, un viejo televisor en blanco y negro y un montón de periódicos viejos. Nunca se acordaba de ellos cuando había recogida de papel, y tampoco leía el periódico local. Al fondo, detrás de un colchón de gomaespuma, estaba la mochila de Annie.


Había corrido hasta el lago de Bru y había vuelto. Un paseo de trece kilómetros. Intentó llegar al umbral del dolor, al menos en la carrera de vuelta. Elise solía tenerle preparado un vaso de agua mineral helada cuando él salía de la ducha. A veces lo tomaba sólo con una toalla atada a la cintura. Ahora no lo esperaba nadie. Excepto el perro, que levantó la cabeza expectante cuando Sejer abrió la puerta y dejó salir el vapor. Se vistió en el cuarto de baño y fue a buscar una botella de agua, le quitó la chapa contra el canto de la encimera de la cocina y se la llevó a la boca. El timbre de la puerta sonó cuando había bebido la mitad de la botella. El timbre de Sejer no sonaba muy a menudo, por eso se extrañó un poco. Levantó un dedo amonestador al perro y fue a abrir. Allí estaba Skarre, junto a la barandilla, con un pie en la escalera, como indicando una rápida retirada si la visita no era oportuna.

– Pasaba por aquí… -se excusó.

Su aspecto era diferente. Los rizos habían desaparecido, cortados hasta el cuero cabelludo y llevaba el pelo más oscuro, lo que le hacía parecer mayor. Además, tenía las orejas algo salientes.

– Bonito peinado -exclamó Sejer-. Entra.

Kollberg llegó saltando, como de costumbre.

– Es algo exhibicionista -dijo Sejer resignado-. Pero es un bonachón.

– Más vale que lo sea con ese tamaño. Parece un lobo, tío.

– La intención era que pareciera un león. Es lo que pretendió el hombre que creó el primer Leonberg mezclando razas -Sejer entró en el cuarto de estar-. Venía de la ciudad alemana de Leonberger, y tenía la intención de hacer una mascota de la ciudad.

– ¿León?

Skarre estudió el enorme animal y sonrió.

– No, no tengo tanta imaginación.

Se quitó la chaqueta y la dejó sobre el banco del teléfono.

– ¿Lograste hablar a solas con Holland?

– Sí, lo conseguí. ¿Qué has hecho tú?

– Visité a la abuela de Halvor.

– ¿Ah sí?

– Me sirvió café y crepés, y toda la miseria de la vejez. ¿Sabes? -prosiguió en voz baja-, ya sé qué es hacerse mayor.

– ¿Y qué es?

– Una decadencia gradual. Un proceso insidioso, casi imperceptible, que sólo descubres en repentinos y estremecedores momentos.

Skarre suspiró como un anciano y sacudió la cabeza muy preocupado.

– Disminuye el proceso de división de las células, de eso se trata. Todo va cada vez más lento, hasta que empieza a encogerse. De hecho, es la primera fase del proceso de putrefacción, comienza alrededor de los veinticinco.

– Vaya, entonces tú ya estás en ello. Por cierto, pareces un poco pachucho.

– La sangre se queda estancada en las arterias. Nada sabe ni huele como debe. También es corriente la desnutrición. No es de extrañar que nos muramos al hacernos viejos.

Ese comentario hizo sonreír a Sejer. Luego pensó en su madre en la residencia y se puso serio.

– ¿Qué edad tiene?

– Ochenta y tres. Y no está del todo bien del coco, creo -dijo, señalando su propia cabeza, casi rapada-. Sería mejor que nos muriéramos un poco antes, me parece a mí. Justo antes de cumplir los setenta.

– No creo que los setentañeros estén de acuerdo contigo -replicó Sejer-. ¿Quieres beber algo?

– Gracias.

Skarre se alisó el pelo, como queriendo comprobar que el nuevo peinado sólo era un sueño.

– Tienes un montón de discos, Konrad -dijo mirando la estantería que había junto a la cadena de música-. ¿Los has contado?

– Unos quinientos -gritó Sejer desde la cocina.

Skarre se levantó de un salto del sillón para mirar los títulos. Como todo el mundo, tenía una idea de que la selección de música de una persona decía muchas cosas importantes sobre esa persona, sobre cómo era en realidad.

– Laila Dalseth, Etta James, Billie Holiday, Edith Piaf… Dios mío -exclamó mirando los discos sorprendido-, ¡Pero si son todas mujeres!

– No creo, ¿sí?

Sejer echó agua mineral en los vasos.

– ¡Sólo mujeres Konrad! Eartha Kitt, Lili Lindfors, Monica Zetterlund, ¿quién es ésa?

– Una de las mejores. Pero eres demasiado joven para saberlo.

Skarre volvió a sentarse, bebió y secó el culo del vaso en el pantalón.

– ¿Qué dijo Holland?

Sejer cogió el tabaco de debajo del periódico y abrió la bolsa. Sacó un papel y se puso a liar un cigarrillo.

– Annie sabía que Jensvoll había estado en la cárcel. Tal vez supiera también el motivo.

– ¡Sigue!

– Y uno de los niños a los que ella solía cuidar murió en un accidente.

Skarre buscaba sus cigarrillos.

– Ocurrió en noviembre, más o menos en la época en la que empezaron las dificultades. Annie no quiso volver a aquella casa. No quiso llevarles flores, no quiso ir al entierro y no volvió a cuidar niños después de aquello. Holland opina que no era de extrañar, la chica sólo tenía catorce años, y a esa edad uno no sabe enfrentarse a la muerte -Sejer observaba a Skarre mientras hablaba y vio cómo cambiaba su expresión, cada vez más alerta-. Después de eso dejó el balonmano, rompió provisionalmente con Halvor y se encerró en sí misma. Sucedió en este orden: murió el niño y Annie se apartó de su entorno.

Skarre encendió el cigarrillo y miró a Sejer, que chupaba su cigarrillo liado.

– La muerte del niño se debió aparentemente a un trágico accidente, y entiendo que a una adolescente un suceso semejante le causara una fuerte impresión. Conocía bien al niño y a los padres. Pero…

Se detuvo para encender el cigarrillo.

– ¿Y ésa es la explicación de su cambio?

– Posiblemente. Además, tenía cáncer. Aunque ella no lo supiera, pudo haberle hecho cambiar. Pero en realidad esperaba encontrar otra cosa, algo que pudiéramos utilizar.

– ¿Y Jensvoll?

– Me cuesta creer que alguien cometa un asesinato con el fin de ocultar una violación consumada once años antes, por la que, además, ya ha cumplido condena. Por otra parte, podría pensarse que quiso intentarlo otra vez y le salió mal.

– ¡Ostras! -exclamó Skarre asombrado-. ¡Si estás fumando!

– Uno sólo, éste, por las noches. ¿Tienes tiempo de dar una vuelta en el coche luego?

– Claro que sí. ¿A dónde vamos?

– A la iglesia de Lundeby.

Sejer inhaló largamente el humo y lo mantuvo mucho tiempo en la boca.

– ¿Por qué?

– Pues no sé. Me gusta husmear por ahí.

– ¿Es que piensas mejor al aire libre? -preguntó quitando con la uña una mancha de cera de la mesa.

– Siempre he pensado que el entorno influye en el pensamiento, que uno percibe más cosas cuando se encuentra en el lugar si se tiene dentro una especie de sensibilidad, una sensibilidad para las cosas, por lo que «dicen las cosas».

– Fascinante -dijo Skarre-. ¿Te atreverías a hablar en voz alta sobre eso en la comisaría?

– Existe una especie de acuerdo tácito para no hacerlo. Al fiscal del Estado no le interesan mis sentimientos pero sabe bien que están ahí. Los tiene en consideración, pero no lo reconoce jamás. También eso es un acuerdo tácito.

Sopló solemnemente el humo y levantó la vista.

– ¿Qué más te dio la abuela de Halvor aparte de los gofres y el discurso sobre la decadencia?

– Me habló mucho sobre el padre de Halvor. De lo buenísimo que había sido de pequeño. Y de que en realidad sólo había sido un desgraciado.

– No me extraña, siendo capaz de pegar a sus propios hijos.

– También me dijo que Halvor se encierra en su cuarto. Por lo visto se pasa las tardes delante del ordenador y a veces se queda hasta muy entrada la noche.

– ¿Y qué crees que hace con el ordenador?

– Ni idea. Tal vez escriba un diario.-

Si fuera así me gustaría leerlo.

– ¿Lo vas a volver a traer?

– Por supuesto que sí.

Vaciaron los vasos y se levantaron. Al salir de la habitación, Skarre descubrió una foto de Elise, en la que exhibía una maravillosa sonrisa.

– ¿Tu mujer? -preguntó prudentemente.

– Su última foto.

– Pero si se parece a Grace Kelly -dijo Skarre entusiasmado-. ¿Cómo pudo un viejo cascarrabias como tú conquistar a una belleza así?

Sejer se quedó tan atónito ante esa tremenda impertinencia que empezó a tartamudear.

– Entonces no era un cascarrabias.


El coche avanzaba despacio por la gravilla del camino de la iglesia de Lundeby. Iluminada con focos, reposaba tranquilamente en la luz rosa, por su propio derecho, como si hubiera estado allí siempre. En realidad sólo tenía ciento cincuenta años, un minúsculo suspiro en la copa del árbol de la eternidad. Cerraron las puertas sigilosamente y permanecieron un instante junto al coche, escuchando. Skarre echó un vistazo a su alrededor, dio unos pasos en dirección a la capilla y se dirigió hacia las tumbas. Diez piedras blancas, dispuestas en una perfecta fila.

– ¿Qué es esto?

Se pararon y leyeron las inscripciones.

– Tumbas de guerra -le contestó Sejer en voz baja-. Soldados ingleses y canadienses. Los alemanes los mataron a tiros arriba en el bosque, el nueve de abril del cuarenta. Los chicos ponen flores silvestres aquí el diecisiete de mayo. Me lo ha contado mi hija Ingrid.

– «Pilot Officer, Royal Air Force, A.F. Le Maistre of Canada. Age 26. God gave and God has taken.» Un largo viaje para una acción heroica tan breve.

– Mm -Skarre siguió mirando-. Aquí estoy, vengo desde Canadá nada menos, con mi nuevo uniforme, para luchar por vosotros en el lado bueno. Y luego nada más. Nada más que fuego y muerte.

Sejer lo miró sorprendido y empezó a bajar hacia la iglesia. Habían enterrado a Annie en las afueras del cementerio, cerca de un gran campo sembrado de cebada. Las flores habían perdido su lozanía, camino de convertirse en basura. Miraron pensativos la tumba. Luego vagaron por el lugar leyendo las inscripciones de otras piedras. Dos filas más arriba Sejer encontró lo que buscaba: una pequeña piedra arqueada, con una inscripción elaborada y hermosa. Skarre se agachó y leyó:

– Nuestro amado Eskil.

Sejer asintió y miró a su compañero:

– Eskil Johnas. Nacido el cuatro de agosto de mil novecientos noventa y dos, muerto el siete de noviembre de mil novecientos noventa y cuatro.

– ¿Johnas? ¿El comerciante de alfombras?

– El hijo del comerciante de alfombras. Se atragantó con el desayuno y se asfixió. Después de su muerte, el matrimonio se deshizo. No es de extrañar, dicen que ocurre a menudo. Pero Johnas tiene un hijo mayor que vive con la madre.

– Tenía fotos de sus hijos en la pared -indicó Skarre metiéndose las manos en los bolsillos-, ¿Para qué es ese pequeño agujero en la parte de arriba de la piedra?

– Al parecer alguien ha mangado algo que había ahí. Sería un pajarito, un angelito o algo así, suelen ponerlos en las tumbas de niños.

– Es raro que no lo hayan sustituido. Una tumba un poco pobre, me parece a mí. Da la impresión de que nadie la cuida. Creía que sólo los viejos caían en el olvido.

Se volvieron y contemplaron los campos que rodeaban el cementerio por todas partes. Las luces de la casa del párroco, que estaba al lado, centelleaban piadosamente en el crepúsculo.

– Tal vez no les resulte fácil venir aquí. La madre se ha ido a vivir a Oslo, y esto le queda lejos.

– Johnas sólo está a dos minutos.

Skarre miró en la otra dirección, hacia la colina de Fagerlund, donde las casas brillaban bajo el monte.

– Puede ver la iglesia desde la ventana de su cuarto de estar -indicó Sejer-. Recuerdo que me fijé cuando estuvimos en su casa. Tal vez le baste con eso.

– Ya habrá tenido sus cachorros.

Sejer no contestó.

– ¿A dónde vamos ahora?

– No lo sé muy bien. Después de la muerte de ese niño -añadió mirando la tumba con el entrecejo fruncido- Annie cambió por completo. ¿Por qué esa reacción? Era una chica fuerte. ¿No es lo corriente que la gente sana y normal supere esas cosas? ¿No estamos hechos de tal manera que aceptamos la muerte y seguimos viviendo, al menos cuando ha transcurrido un tiempo? -de repente se detuvo y cerró la boca. Se arrodilló algo aturdido y volvió a estudiar una vez más esa tumba casi desnuda, mientras jugueteaba con las hojas del suelo-. ¿Qué significa, pues, que Annie reaccionara así a pesar de su robusta naturaleza?

– No lo sé, no sé a dónde quieres llegar.

– ¿Cómo puede la gente rebajarse a robar las tumbas? -dijo Skarre.

– El que tú no consigas entenderlo es una buena señal, supongo.

Volvieron al coche.

– ¿Crees en Dios? -preguntó Skarre de repente.

Sejer tensó la boca en un curioso gesto.

– Bueno, no, supongo que no. Más bien creo… en una especie de fuerza -dijo con dificultad.

Skarre sonrió.

– Esa frase me suena familiar. Es como si esa fuerza fuera más aceptable. Es curioso lo que nos cuesta ponerle un nombre. Pero claro, la palabra Dios está muy contaminada. ¿Y a dónde crees tú que nos lleva esa fuerza?

– Dije fuerza -replicó Sejer-, no voluntad.

– ¿De manera que crees en una fuerza abúlica?

– Tampoco he dicho eso. Sólo lo llamo fuerza, y si está dirigida por una voluntad o no, sigue siendo una pregunta sin respuesta.

– Pero una fuerza abúlica es algo bastante deprimente, ¿no?

– No te das por vencido, ¿eh? ¿Estás intentando torpemente confesar tu fe?

– Sí -dijo Skarre con sencillez.

– Vaya. Hay muchas cosas que uno ignora.

Sejer meditó un instante sobre esa inesperada información y murmuró por fin:

– Nunca he entendido eso de la fe.

– ¿Qué quieres decir?

– No entiendo del todo en qué consiste.

– Consiste simplemente en tomar una postura. Uno elige una postura ante la vida, que con el tiempo se convierte en algo positivo. Te proporciona un origen y un sentido de la vida y de la muerte que resulta muy satisfactorio.

– ¿Tomar una postura? ¿No crees en la salvación?

Skarre abrió la boca y soltó una risa que recordaba al sur, con sus escollos y su agua salada.

– La gente siempre complica demasiado las cosas. En realidad, es mucho más sencillo. No hace falta entenderlo todo. Lo importante es sentir. La comprensión llega poco a poco.

– Pues entonces me rindo -dijo Sejer.

– Ya sé por lo que apuestas tú -sonrió Skarre-. No crees en Dios, pero ves el pórtico del cielo claramente. Y como casi todo el mundo, tienes la esperanza de que san Pedro esté dormitando sobre el libro para que puedas colarte sin que te vea.

Sejer se rió cordialmente desde el fondo de su alma e hizo algo que no se hubiera creído capaz de hacer: puso un brazo sobre el hombro de Skarre y le dio una palmadita.

Habían llegado al coche. Sejer quitó una hoja de arce que se había pegado en el parabrisas.

– Yo habría comprado un nuevo pajarito -dijo Skarre-. Y lo habría soldado bien a la piedra si hubiera sido mi hijo.

Sejer arrancó el viejo Peugeot y lo dejó bramar un instante en el silencio.

– Yo también lo habría hecho.


Halvor seguía delante de la pantalla. No había pensado que sería fácil, porque su vida nunca había sido fácil. Podría tardar meses, y eso no le espantaba. Repasó en su interior todo lo que recordaba sobre lo que Annie había leído o escuchado, y elegía un título de vez en cuando, un nombre de un libro o expresiones que habían formado parte de su vocabulario. Otras veces no hacía más que mirar fijamente la pantalla. Ya no le importaban las demás cosas, ni la televisión, ni la minicadena. Estaba sentado solo en el silencio y vivía la mayor parte del tiempo en el pasado. Buscar la palabra secreta se había convertido en un pretexto para vivir en el pasado, y no tener que pensar en el futuro. Además, ya no había nada que le ilusionara del futuro. Nada más que soledad.

Lo que había tenido con Annie era demasiado bueno para que durara, debería haberse dado cuenta de eso. Muchas veces se había preguntado a dónde iban y cómo terminarían.

La abuela no decía nada, pero no dejaba de pensar en que el chico debería hacer algo útil, como cortar el pequeño césped de detrás de la casa, pasar el rastrillo por el patio y tal vez ordenar un poco la leñera. Esas cosas solían hacerse en primavera. Tirar la basura después del invierno. También habría que limpiar el parterre de delante de la casa, ella misma había comprobado que los tulipanes andaban mal de salud, que estaban completamente invadidos por diente de león y malas hierbas. Halvor asentía distraído cada vez que ella lo mencionaba, y continuaba con lo suyo. Al final su abuela desistió, y pensó que tendría que ser muy importante, al fin y al cabo, lo que el chico estaba haciendo. Con mucho esfuerzo logró ponerse unas zapatillas de deportes y salió cojeando con una muleta debajo del brazo. No se la veía muy a menudo fuera. Sólo algunos días se aventuraba a ir hasta la tienda. Se apoyaba con dificultad en la muleta mientras observaba con cierta tristeza la decadencia. Aparentemente no sólo tenía lugar dentro de ella, todo le parecía gris y descolorido, las casas, el patio, el pequeño jardín, o tal vez sólo era la vista que le fallaba. Cruzó a duras penas el patio y abrió la puerta de la leñera. Se le ocurrió mirar dentro. Tal vez los viejos muebles de jardín sirvieran todavía, al menos podrían colocarlos delante de la mesa, aunque sólo fuera para aparentar. Daba un aspecto acogedor. Los demás habían sacado sus muebles de jardín hacía ya tiempo. Buscó a tientas el interruptor en la pared y encendió la luz.


Astrid Johnas tenía una tienda de lanas en la parte oeste de Oslo.

Estaba sentada junto a la máquina de tricotar, trabajando con una lana suave, parecida a la angora, algo para un recién nacido tal vez. Sejer entró y carraspeó débilmente, se paró a sus espaldas y admiró, con un gesto algo torpe, el trabajo que la mujer estaba haciendo.

– Estoy tejiendo una mantita -sonrió-, para un coche de niño. Hago estas cosas por encargo.

Sejer la miró fijamente, algo asombrado. Era bastante mayor que el hombre con el que había estado casada. Pero sobre todo, era excepcionalmente hermosa, y su belleza le dejó un instante sin aliento. No se trataba de esa belleza frágil y delicada que había tenido Elise, sino de una belleza espectacular, morena. En contra de su voluntad se quedó admirando su boca. Y en ese momento notó su olor, tal vez porque ella hizo un gesto. Olía como una tienda de golosinas, un dulce olor a vainilla.

– Konrad Sejer -dijo-. De la policía.

– Ya me lo figuraba -le sonrió-. A veces me he preguntado por qué lo llevan pintado encima, aunque vayan de paisano.

Sejer no se sonrojó, pero se preguntó si quizá había comenzado a andar o a vestir de un modo especial después de tantos años en la policía, o si simplemente ella era más observadora que la mayoría de la gente.

La mujer se levantó y apagó la lámpara de trabajo.

– Venga conmigo a la trastienda. Tengo un pequeño despacho donde como y cosas así.

Caminaba de un modo muy femenino.

– Es terrible lo de Annie, no soporto pensarlo. Y tengo muy mala conciencia porque no fui al entierro, pero la verdad es que no me sentía con fuerzas. Envié flores.

Señaló una silla vacía.

Sejer la miró fijamente y se llenó poco a poco de una sensación casi olvidada. Estaba a solas con una mujer hermosa y no había nadie más en la habitación detrás de quien poder esconderse. Ella le sonrió, como si de repente hubiera tenido la misma sensación. Pero no perdió la compostura. Siempre había sido hermosa.

– Conocía bien a Annie -explicó-. Venía mucho a casa a cuidar de Eskil. Teníamos un hijo -prosiguió-, que se nos murió el otoño pasado. Se llamaba Eskil.

– Lo sé.

– Ha hablado con Henning, claro. Desgraciadamente perdimos el contacto con ella después de aquello, dejó de visitarnos. Pobrecita, me daba mucha pena. Sólo tenía catorce años y no es fácil saber qué decir a esa edad.

Sejer asintió mientras manoseaba los botones de su chaqueta. De repente hacía mucho calor en el cuartito.

– ¿No tienen ustedes la más mínima idea de quién lo hizo? -preguntó la señora Johnas.

– No -contestó Sejer con sinceridad-. Por ahora estamos recabando información. Luego veremos si podemos aproximarnos a lo que llamamos la fase táctica.

– Me temo que no pueda servirle de mucha ayuda -la señora Johnas se miró las manos-. La conocía bien, era una chica maravillosa, más capaz y mejor de lo que suelen ser las chicas a su edad. No le gustaban las tonterías. Se entrenaba duramente y se mantenía en buena forma. Trabajaba muy bien en el colegio. Y además era guapa. Tenía un novio, un chico llamado Halvor. ¿Pero tal vez habían roto?

– No -contestó Sejer en voz baja.

Hubo una pausa. Él esperó a ver si ella la llenaba.

– ¿Qué quiere usted saber? -preguntó por fin.

Sejer seguía mirándola en silencio. Era delicada y delgada, con ojos oscuros. Todo lo que llevaba encima era de punto, una gran publicidad de su sector. Un precioso traje de chaqueta, de falda estrecha y chaqueta entallada, de un rojo intenso, con bordes verdes y mostaza. Zapatos bajos negros. Una melena lisa y sencilla. Lápiz de labios del mismo color que la ropa. Puntas de flechas de bronce en las orejas, parcialmente escondidas entre el pelo oscuro. Un poco más joven que él, con las primeras señales de líneas finas junto a los ojos y la boca, y claramente bastante mayor que el hombre con quien había estado casada. Su hijo Eskil tendría que haber nacido casi al final de su juventud.

– Sólo quería charlar con usted -dijo-. No estoy buscando nada en especial. ¿De modo que iba a su casa a cuidar de Eskil?

– Varias veces a la semana. Nadie más quería hacerse cargo de Eskil, no era fácil de tratar. Las demás chicas preferían a otros niños. Pero supongo que ya ha oído todo esto antes.

– Bueno, algo he oído -mintió Sejer.

– Era muy activo, casi en el límite de lo anormal. Hiperactivo creo que se llama, ¿sabe? No paraba de moverse, nunca estaba quieto -la mujer sonrió con desesperación-. No resulta fácil admitirlo, espero que lo entienda. Pero era sencillamente un niño difícil. Annie lo manejaba mejor que nadie -se detuvo y reflexionó un poco-. Y venía bastante a menudo. Henning y yo estábamos agotados; era como una bendición cuando Annie aparecía en la puerta sonriente, dispuesta a cuidarle. Metíamos al niño en el cochecito, y solíamos darles dinero para que bajaran al centro a comprarse algo. Golosinas, helados y eso… Solía estar fuera una o dos horas. Creo que se retrasaba a propósito. A veces cogían el autobús hasta Oslo y pasaban todo el día fuera. Subían en el trenecito de la plaza. Yo en esa época hacía guardias de noche en la Residencia de Ancianos Enfermos, y a menudo tenía que dormir de día. De manera que la ayuda de Annie me venía muy bien. La verdad es que tenemos otro hijo, Magne, pero él era demasiado mayor para andar por ahí empujando un cochecito de niño. No le apetecía mucho. Y se libró, como ocurre a menudo con los chicos.

Ella volvió a sonreír y cambió de postura en la silla. Cada vez que se movía, Sejer notaba el pequeño soplo de vainilla en la habitación. Ella vigilaba la puerta todo el tiempo, pero nadie entró. Era como si hablar de su hijo pusiera en marcha una especie de intranquilidad en ella. Su mirada se posaba en todo menos en la cara de Sejer, volaba como un pájaro encerrado en una jaula demasiado pequeña, por los estantes de lana, por la mesa, la tienda…

– ¿A qué edad murió Eskil?

– A los veintisiete meses -susurró sacudiendo la cabeza.

– ¿Sucedió mientras estaba con Annie?

Ella levantó la vista.

– No, por Dios. He estado a punto de decir afortunadamente, habría sido terrible. La muerte del niño ya fue bastante dolorosa para la pobre Annie, como para encima haberse sentido responsable de ella.

Nueva pausa. Sejer respiró, y volvió a tomar impulso.

– Pero… ¿qué ocurrió en realidad?

– Creía que usted había hablado con Henning -dijo sorprendida.

– Sí, he hablado con él -mintió-. Pero no muy en detalle.

– Se atragantó con la comida -dijo en voz baja-. Yo estaba acostada en la planta de arriba. Henning estaba en el cuarto de baño afeitándose con la maquinilla y no oyó nada. Aunque supongo que no podía gritar al haberse atragantado. Estaba atado con una correa en su silla -susurró-. Una silla de ésas que usan los niños a esa edad, y que suelen ser una protección. Estaba sentado desayunando.

– Conozco esas sillas, tengo hijos y nietos -dijo Sejer.

Ella tragó saliva y continuó.

– Henning lo encontró colgando de la correa, con la cara azul. La ambulancia tardó veinte minutos en llegar, y cuando por fin apareció ya no había ninguna esperanza de salvarlo.

– ¿Llegaron desde el Hospital Central?

– Sí.

Sejer miró hacia la tienda y descubrió a una señora que estaba mirando un jersey en el escaparate.

– ¿De manera que sucedió por la mañana?

– Por la mañana temprano -susurró-. El siete de noviembre.

– ¿Y usted estuvo dormida todo el tiempo?

De pronto, la mujer le miró fijamente.

– Creía que iba a hablarme de Annie.

– Estaría bien que me dijera algo de Annie -dijo Sejer, que en ese mismo instante sintió un pinchazo debajo de la camisa.

Pero la mujer ya no dijo nada más. Se enderezó en la silla y se cruzó de brazos.

– Supongo que ya ha hablado con todos los vecinos de Krystallen.

– Así es.

– Entonces ya sabe todo esto.

– Pues, sí, en cierto modo. Pero lo que no entiendo es la reacción de Annie ante el accidente -contestó Sejer con sinceridad-, que fuera tan tremenda.

– No me parece tan extraña -dijo ella en tono cortante-, cuando un niño de dos años muere de esa manera. Un niño al que conocía mucho. Estaban muy unidos, y precisamente Annie se sentía muy orgullosa de ser la única que podía con él.

– Tal vez no sea de extrañar. Lo que pasa es que yo intento averiguar quién era, cómo era.

– Ya se lo he dicho. No quiero ser negativa, pero no resulta fácil hablar de esto -añadió mirándolo fijamente-. Pero están ustedes buscando a un violador, ¿no?

– No lo sé.

– ¿No? Fue lo que se me ocurrió automáticamente al leeer en el periódico que la encontraron sin ropa. Ya sabe, en la prensa casi todo trata de sexo -se sonrojó y no paraba de mover los dedos-. ¿Qué otra cosa podía ser?

– Ésa es la cuestión. No lo sabemos. Nos consta que no tenía enemigos. Y si el móvil no fue sexual, ¿cuál pudo ser?

– Esa gente no actúa con mucha lógica, supongo. Los locos, quiero decir. No piensan como los demás.

– Tampoco sabemos si está loco o no. En este momento somos incapaces de ver el motivo. ¿Cuánto tiempo estuvo usted casada con Henning Johnas?

Ella volvió a extrañarse.

– Quince años. Estaba embarazada de Magne cuando nos casamos, es algo más joven que yo -se apresuro a añadir, como para confirmar algo que pensaba que había despertado su curiosidad-. En realidad Eskil era el resultado de largos debates, pero estuvimos de acuerdo, sí que lo estuvimos.

– ¿Un tardío?

– Sí.

La señora Johnas clavó su mirada en el techo, como si de él colgara algo de interés.

– ¿De manera que el mayor tiene ya cerca de los diecisiete?

Ella asintió.

– ¿Tiene contacto con su padre?

Lo miró escandalizada.

– ¡Pues claro! Va a menudo a Lundeby a visitar a los viejos amigos, pero es complicado, después de todo lo que paso.

Sejer dijo que lo entendía.

– ¿Visita usted a menudo la tumba de Eskil?

– No -confesó-. Pero Henning se ocupa de ella. A mí me resulta un poco difícil, pero sabiendo que está bien cuidada, es más soportable.

Sejer pensó en la tumba descuidada y no contestó. La puerta de la calle se abrió de repente y un joven entró en la tienda. La señora Johnas echó un vistazo.

– ¡Magne! ¡Estoy aquí dentro!

Sejer se volvió y miró al chico. Se parecía mucho a su padre, pero conservaba todo el pelo y tenía muchos más músculos que él. Saludó con la cabeza y se detuvo en la puerta, al parecer no tenía ninguna gana de hablar. La expresión de su cara era huraña y sus rasgos duros, haciendo juego con el pelo negro y los enormes músculos de sus brazos.

– Me marcho ya, señora Johnas -dijo Sejer levantándose-. Tendrá que perdonarme si vuelvo, pero a veces no nos queda más remedio.

Saludó a los dos con la cabeza, y pasó al lado del muchacho, que seguía en la puerta. La señora Johnas dirigió a su hijo una atormentada mirada.

– Está investigando el asesinato de Annie -le susurró la madre-. Pero sólo quería hablar de Eskil.

Sejer permaneció un instante fuera de la tienda. Había una moto aparcada junto a la puerta, tal vez perteneciera a Magne Johnas. Una gran Kawasaki. Apoyada en la moto, con el culo sobre el asiento, había una joven. Ella no lo vio, estaba ocupada con sus uñas. Tal vez se hubiera hecho un pequeño corte en una de ellas y estuviera intentando salvarla limándola con otra uña. Llevaba una chaqueta corta roja llena de tachuelas, y una nube de pelo rubio que le recordaba al algodón dorado que solían poner en el árbol de navidad cuando era pequeño. De repente levantó la vista. Él sonrió y se abrochó la chaqueta.

– Buenas tardes, Sølvi -dijo-, y cruzó la calle.


Iba conduciendo lentamente por la autovía, organizando sus pensamientos en ordenadas filas. Eskil Johnas. Un niño difícil del que sólo Annie quería hacerse cargo. Un niño que murió de repente, completamente solo, atado a una silla, sin que nadie pudiera ayudarlo. Pensó en su propio nieto y se estremeció, mientras se dirigía a la curva de Lundeby, a casa de Halvor.

Halvor Muntz estaba en la cocina lavando espaguetis recién hervidos con agua fría. Constantemente se olvidaba de comer y se sentía mareado y aturdido, además de pesado y torpe por la pastilla para dormir que se había tomado la noche anterior. No oyó el coche que estaba parándose delante de la casa. Pero al instante, oyó a su abuela abrir y cerrar la puerta. Murmuraba algo para sus adentros, y entró calzada con unas zapatillas Nike con rayas negras. Tenía un curioso aspecto. Sobre la encimera había un bol con queso rallado y una botella de ketchup. De repente recordó que se había olvidado de echar sal a los espaguetis. La abuela gimió desde el cuarto de estar.

– ¡Mira lo que he encontrado en la leñera, Halvor!

Se oyó un golpe de algo que caía al suelo y fue a mirar.

– Una vieja mochila -exclamó la abuela-. Con libros. Es divertido mirar viejos libros de texto, no sabía que los hubiera guardado.

Halvor dio dos pasos antes de pararse en seco. De la hebilla de la mochila colgaba un abridor con publicidad de Coca Cola.

– Es de Annie -susurró.

Se había salido la tinta de una pluma y había traspasado la piel, dejando pequeñas manchas azules en el bolsillo de la cremallera.

– ¿Se la dejó aquí?

– Sí -contestó-. Voy a guardarla en mi cuarto mientras tanto y luego se la llevaré a Eddie.

La abuela lo miró, y una expresión de preocupación se dibujó en su arrugado rostro. De repente, una figura conocida emergió de la entrada semioscura. Halvor notó los latidos de su corazón, se puso tenso y se quedó como petrificado, con la mochila colgando de una correa.

– Halvor -dijo Sejer-, tendrás que venir conmigo.

Halvor se tambaleó y tuvo que dar un paso hacia un lado para no caerse.

Fue como si el techo se le cayera encima, y pronto fuera a ser aplastado contra el suelo.

– Entonces podéis entregar la mochila de Annie de camino -dijo la abuela nerviosa, dando vueltas sin parar a la alianza que le quedaba demasiado grande. Halvor no contestó. La habitación empezó a dar vueltas a su alrededor, sudaba a chorros y temblaba con la mochila en la mano. No pesaba mucho, porque Annie la había vaciado. Dentro estaba la biografía de Sigrid Undset El corazón de los seres, el libro La corona y un cuaderno, además de su cartera, con una foto de él, del verano anterior, cuando estaba muy moreno y bien, con el pelo casi blanco. No como en ese momento. Con sudor en la frente y pálido de miedo.


El ambiente era tenso. Por regla general no solía tener problemas para llegar hasta el final improvisando sobre la marcha, pero en ese momento se sentía sobrecogido.

– ¿Entiendes que esto es necesario? -preguntó Sejer.

– Sí.

Halvor levantó un pie y estudió la zapatilla de goma, los cordones deshilachados, y las suelas, que estaban a punto de despegarse.

– La mochila de Annie ha sido encontrada en tu leñera, lo que te relaciona directamente con el asesinato. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

– Sí, pero se equivoca.

– Como novio de Annie, estás siendo vigilado, naturalmente. El problema era que no podíamos acusarte. Ahora tu abuela ha hecho el trabajo por nosotros. Con esto no habías contado, ¿verdad, Halvor? Está tan mal de las piernas… y de repente se le ocurre ordenar la leñera. ¡Quién se lo hubiera imaginado!

– No tengo ni idea de dónde ha venido. Ella la encontró en la leñera, eso es todo lo que sé.

– ¿Escondida detrás de un colchón de gomaespuma?

Halvor tenía la cara desencajada y más pálida que nunca. De vez en cuando se le estremecía la comisura de la boca, como si quisiera librarse después de mucho tiempo.

– Alguien intenta culparme.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Que alguien la puso ahí. Oí pasos cerca de la ventana una noche.

Sejer sonrió tristemente.

– Puede reírse todo lo que quiera -prosiguió Halvor-. Pero así es. Alguien la puso ahí, alguien que quiere echarme la culpa, que sabe que estábamos juntos. Entonces fue alguien que la conocía, ¿verdad?

Miró desafiante al inspector.

– Yo siempre he pensado que él la conocía -dijo Sejer-. Creo que la conocía bien. ¿Tal vez tan bien como tú?

– ¡No fui yo! ¡Créame! ¡No fui yo!

Se secó la frente e intentó tranquilizarse.

– ¿Crees que deberíamos hablar con alguien al que hemos olvidado?

– No lo sé.

– ¿Un nuevo novio, por ejemplo?

– No había nada de eso.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro?

– Me lo habría dicho.

– ¿Crees que las chicas van corriendo a confesarse cuando sus sentimientos se van por nuevos caminos? ¿A cuántas has conocido, Halvor?

– Me lo habría dicho. Usted no conocía a Annie.

– No la conocí, es cierto. Y entiendo que era diferente. Pero algunas cosas tendría en común con las demás chicas, ¿no, Halvor?

– No conozco a otras chicas.

Se encogió en la silla. Metió un dedo entre la goma y la lona de la zapatilla y empezó a moverlo hacia los lados.

– ¡Que investiguen las huellas de la mochila!

– Claro que lo haremos. Pero no es difícil borrar esas huellas. Tengo una fuerte sospecha de que no vamos a encontrar más que las tuyas y las de tu abuela.

– Yo no la había tocado hasta ahora.

– Ya veremos. El hallazgo de la mochila nos proporciona la oportunidad de registrar tu moto, el traje y el casco. Y la casa en la que vives. ¿Quieres algo antes de que sigamos?

– No.

El agujero de la zapatilla se había hecho muy grande. Retiró la mano.

– ¿Tengo que quedarme aquí esta noche?

– Me temo que sí. Si eres capaz de analizar esto desde fuera, comprenderás que me veo obligado a retenerte.

– ¿Por cuánto tiempo?

– Aún no lo sé.

Vio la cara del chico al otro lado de la mesa y cambió de tema.


– ¿Qué estás escribiendo en el ordenador, Halvor? Todos los días te pasas horas y horas delante de la pantalla, desde que llegas del trabajo hasta cerca de medianoche. ¿Quieres contármelo?

Halvor levantó la vista.

– ¿Me están espiando?

– En cierto modo, sí. Espiamos a mucha gente estos días. ¿Estás escribiendo un diario?

– Sólo juego, por ejemplo al ajedrez.

– ¿Contigo mismo?

– Con la Virgen María -contestó secamente.

Sejer parpadeó.

– Te aconsejo que digas lo que sabes. Estás ocultando algo, Halvor, estoy seguro. ¿Lo hicisteis entre dos? ¿Estás encubriendo a alguien?

– Estoy sentado en una silla de madera y me suda el culo -contestó el muchacho en tono arisco.

– Si hay una acusación, tal vez tengamos que confiscar tu ordenador.

– Lo que ustedes quieran -sonrió de repente-. ¡Pero no podrán entrar!

– ¿Que no podremos entrar? ¿Por qué no?

Halvor cerró la boca a cal y canto y siguió trabajando con su zapatilla de goma.

– ¿Porque lo has cerrado? ¿Es por eso?

Halvor tenía la boca seca, pero no quiso pedir una Coca Cola. Pensó en la cerveza sin alcohol que tenía en la nevera de su casa.

– Si te has tomado esa molestia para que nadie pueda entrar deduzco, pues, que contiene algo importante.

– Lo hago sólo por divertirme.

– ¿Podrías contestar con frases un poco más largas, Halvor?

– No se trata de nada importante, sólo de algo que hago cuando me aburro.

Sejer se levantó y su silla se cayó hacia atrás, sobre el suelo de linóleo, sin hacer ruido.

– Parece que tienes sed. Voy a por un par de Coca Colas.

Sejer desapareció y Halvor se sintió envuelto por la habitación. Ya había un enorme agujero en la zapatilla, y a través de él pudo ver el calcetín sucio. Oía sirenas en la lejanía, pero no pudo determinar de qué se trataba. Por lo demás, en el edificio había un zumbido constante, más o menos como en el cine antes de empezar la película. Sejer volvió con dos botellas y un abridor.

– Voy a abrir un poco la ventana, ¿vale?

Halvor asintió

– Yo no lo hice.

Sejer encontró unos vasos de plástico que se desbordaron al echar la bebida en ellos.

– No tenía ningún motivo.

– Yo tampoco veo ninguno, por lo menos a primera vista -Sejer suspiró y bebió-. Pero eso no significa que no tuvieras un motivo. A veces los sentimientos pueden con nosotros, así de simple. ¿Nunca te ha pasado?

Halvor callaba.

– ¿Conoces a Raymond, el que vive en el camino de la colina?

– ¿El mongólico? Lo veo de vez en cuando.

– ¿Has estado alguna vez en su casa?

– He pasado en moto. Tiene conejos.

– ¿Has hablado con él?

– Nunca.

– ¿Sabes que Knut Jensvoll, el entrenador de Annie, estuvo en la cárcel por violación?

– Annie me lo dijo.

– ¿Lo sabe más gente?

– Ni idea.

– ¿Conocías a Eskil Johnas, el niño al que solía cuidar Annie?

Halvor levantó una mirada curiosa.

– ¡Sí! Murió.

– Háblame de él.

– ¿Por qué? -preguntó el chico sorprendido.

– Haz lo que te digo.

– Bueno, supongo que era majo… y divertido.

– ¿Majo y divertido?

– Lleno de energía.

– ¿Difícil?

– A lo mejor un poco agotador. Era incapaz de estarse quieto. Creo que le daban medicinas. Siempre había que atarle, a la silla y en el coche. Acompañé a Annie algunas veces mientras lo cuidaba. Ella era la única que quería hacerse cargo de él. Pero ya sabe, Annie…

Vació el vaso de plástico y se limpió la boca.

– ¿Conocías a sus padres?

– Sé quienes son.

– ¿Y al hijo mayor?

– ¿A Magne? Sólo de vista.

– ¿Se mostró alguna vez interesado por Annie?

– Lo de siempre. Se quedaba mirándola cuando pasaba.

– ¿A ti qué te parecía, Halvor, que otros chicos se quedaran mirando a tu chica?

– En primer lugar, estaba acostumbrado a ello. Y en segundo lugar, Annie era bastante arisca.

– Y sin embargo se fue con alguien. Como ves, hay excepciones, Halvor.

– Lo comprendo -Halvor estaba cansado. Cerró los ojos. La cicatriz de la comisura de la boca brillaba a la luz de la lámpara como un hilo de plata-. Había muchas cosas de Annie que nunca llegué a entender. A veces se enfadaba sin razón, y si le preguntaba qué le pasaba, se enfadaba aún más, y me ladraba que no todo en este mundo se puede contar así como así.

– ¿De modo que tenías la sensación de que Annie sabía algo? ¿Algo que le preocupaba?

– No lo sé. Sí. Yo le conté a ella muchas cosas de mí. Casi todo. Para que se diera cuenta de que se podía confiar en alguien.

– ¿Pero tus confesiones aparentemente no eran tan importantes? ¿Era peor lo suyo?

No puede haber sido peor. Nunca.

– ¿Halvor?

– Algo -dijo en voz baja, volviendo a abrir los ojos-, reposaba sobre Annie como una tapadera.


Algo reposaba sobre Annie como una tapadera.

La frase estaba tan sutilmente formulada que se dio cuenta de que él mismo creía en ella. ¿O era que quería creerla? No obstante, esa mochila en la leñera…, esa intensa sensación de que Halvor estaba ocultando algo… Sejer iba repasando algunas frases: le gustaba cuidar a los hijos de los demás. Su preferido era especialmente difícil y además había muerto. No iba a poder tener hijos propios, y no le quedaba mucho tiempo de vida. Ya no quería competir con nadie, únicamente correr sola por los caminos. Tenía un novio con el que de vez en cuando se enfadaba, lo dejaba y luego volvía con él. Como si no pudiera decidirse por lo que quería hacer. Sejer no encontró ningún sentido a estos hechos.

Se metió las manos en los bolsillos y atravesó el parking. Se metió en el coche y lo condujo prudentemente hasta la carretera, en dirección al municipio vecino, el lugar donde Halvor había pasado su infancia, o, mejor dicho, la falta de tal. La oficina de la policía rural siempre había estado en un viejo chalet, pero luego la trasladaron a un nuevo centro comercial, donde la encontró comprimida entre un supermercado y la Oficina Tributaria. Aguardó un rato en la sala de espera y se hallaba absorto en sus pensamientos cuando el jefe de la policía rural entró en la habitación. Una pálida mano con pecas estrechó la suya. El hombre tendría algo más de cuarenta años, era delgado y con mala pigmentación de la piel y del pelo, además de una curiosidad que le costaba mucho ocultar, pero era muy amable. No recibía todos los días la visita de un inspector jefe de la ciudad. La mayor parte del tiempo tenía la sensación de estar olvidado por el resto del mundo.

– Te agradezco que me dediques un rato de tu tiempo -dijo Sejer mientras lo seguía por el pasillo.

– Mencionaste que se trataba de un asunto de homicidio. ¿Annie Holland?

Sejer asintió con la cabeza.

– Lo he seguido por la prensa. Tu visita se debe a que sospecháis de alguien que supones que yo conozco. ¿No es así? -preguntó señalando una silla libre.

– Bueno, en cierta manera. De hecho, lo tenemos en prisión preventiva. No es más que un chiquillo, pero un hallazgo en su casa nos dejó sin elección.

– ¿Y os hubiera gustado tenerla?

– No creo que él lo haya hecho -contestó, sonriendo ante sus propias palabras.

– Ya, comprendo. Esas cosas ocurren a veces.

La voz del hombre carecía de ironía; entrelazó sus manos sonrosadas y esperó.

– En el mes de diciembre del noventa y dos hubo un suicidio en este distrito. Dos hermanos fueron enviados al Orfanato de Bjerkeli después de aquello, y la madre acabó en la Sección de Psiquiatría del Hospital Central. Estoy buscando información sobre Halvor Muntz, nacido en 1976, hijo de Torkel y Lilly Muntz.

El jefe reconoció inmediatamente los nombres. De repente pareció preocupado.

– Tú tuviste que ver con aquel caso, ¿verdad?

– Sí, desgraciadamente. Yo, y un sargento más joven. Halvor, el hijo mayor, me llamó a casa a mi número privado. Sucedió por la noche. Recuerdo la fecha, el trece de diciembre, porque mi hija hizo de santa Lucía en el colegio. No quise ir solo, de modo que me llevé a un joven policía que estaba recién llegado; tratándose de aquella familia nunca sabías lo que te esperaba. Al llegar, encontramos a la madre tumbada en el sofá, escondida bajo el edredón, y a los dos chicos en el piso de arriba. Halvor no dijo ni una palabra. Su hermano pequeño estaba en la cama junto a él, que tenía un aspecto horrible. Sangre por todas partes. Los examinamos y vimos que estaban vivos. Respiramos aliviados. Luego empezamos a buscar. El padre estaba en la leñera, dentro de un viejo y podrido saco de dormir. Le faltaba la mitad de la cabeza.

Se detuvo. Sejer casi podía ver las imágenes como sombras en el iris del otro, conforme iban pasando.

– No fue fácil sonsacarles nada. Se abrazaron el uno al otro sin decir palabra, pero tras muchos tentativas, Halvor nos contó que su padre había estado bebiendo desde por la mañana y que había ido acumulando una rabia enloquecida. Hablaba incoherentemente, y devastó parte de la planta baja. Los chicos habían pasado la mayor parte del día fuera, pero al llegar la noche tuvieron que entrar porque hacía mucho frío. De repente se despertó y vio a su padre inclinado sobre la cama con un gran cuchillo de pan en la mano. Apuñaló a Halvor una vez, y entonces fue como si recapacitara. Salió apresuradamente, y Halvor oyó cerrarse la puerta. Luego oyeron la puerta de la leñera. Tenían una de esas leñeras antiguas en el jardín. Transcurrió algo de tiempo, y luego sonó un tiro. Halvor no se atrevió a bajar a mirar, sino que se deslizó sigilosamente a la sala de estar para llamarme. Intuía de qué se trataba. Dijo que tenía miedo de que a su padre le hubiera sucedido algo. Protección de Menores estuvo durante años intentando llevarse a esos chicos de su casa, y Halvor siempre se resistía. Pero aquella noche no protestó.

– ¿Cómo reaccionó?

El jefe de policía se levantó y dio unos pasos por la habitación. Vacilaba un poco y parecía intranquilo. Sejer no tenía intención de llenar la pausa.

– No resultaba fácil saber lo que sentía. Halvor era muy reservado. Pero para decir la verdad, no creo que fuera aflicción. Más bien daba la impresión de sentirse aliviado, tal vez porque podría por fin empezar una nueva vida. La muerte del padre fue un punto crucial. Tuvo que ser realmente un alivio. Esos chicos estaban siempre aterrados, y nunca tuvieron lo que necesitaban.

Volvió a callar. Seguía de espaldas, esperando algún comentario. Al fin y al cabo, el inspector jefe había acudido allí en busca de ayuda. Pero nada ocurrió. Se quedó quieto, como si estuviera meditando sobre algo, por fin se volvió:

– Y mucho más tarde empezamos a pensar… -dijo volviendo a su sitio-. El padre estaba en el saco de dormir. Se había quitado la chaqueta y las botas, e incluso se había puesto el jersey debajo de la cabeza. Quiero decir que se había preparado para pasar la noche, no… -añadió tomando aire-, para morir. De modo que más tarde se nos ocurrió que tal vez alguien le hubiera ayudado a pasar a la eternidad.

Sejer cerró los ojos. Se frotó enérgicamente un punto de la ceja y notó escamas de piel esparcirse delante de su ojo.

– ¿Quieres decir Halvor?

– Sí -dijo el hombre apenado-, me refiero a Halvor. Pudo haber seguido a su padre fuera, ver que estaba dormido y luego pudo haberle puesto el rifle en la mano dentro del saco y disparar.

Esta información produjo escalofríos a Sejer.

– ¿Qué hicisteis entonces?

– Nada -el jefe de la policía rural hizo un gesto de impotencia con las manos-. No hicimos absolutamente nada. Además, tampoco encontramos nada que pudiera relacionarle con el caso, nada en concreto. Excepto el hecho de que su padre se hallara más o menos en coma debido a la borrachera, y de que se hubiera acomodado para pasar la noche, quitándose las botas y haciéndose una almohada con el jersey. La herida era la típica herida del suicida. Disparo a bocajarro con orificio de entrada por debajo de la barbilla y salida por la parte alta del cráneo. Calibre dieciséis. Ninguna otra huella en el rifle. Ninguna huella sospechosa de pies fuera de la leñera. Nosotros tuvimos, al contrario que vosotros, una elección. Pero puede que tú lo llames de otra manera: ¿negligencia en el servicio? ¿Falta grave?

– Yo podría inventar cosas peores que ésa -dijo Sejer de repente sonriendo-, si quisiera. ¿Pero hablasteis con él?

– Lo trajimos para interrogatorios rutinarios, al fin y al cabo se trataba de un incidente con disparos. Pero no llegamos a ninguna conclusión. Su hermano tenía sólo seis años, no entendía aún el reloj y no podía ni afirmar ni desmentir la hora de los hechos. La madre estaba atiborrada de Valium y ningún vecino había oído el disparo. La familia vivía bastante apartada del mundo, en una casa horrible que originalmente había sido una tienda de ultramarinos, una casa gris con una alta escalera de piedra, y una sola ventana junto a la puerta.

Se limpió debajo de la nariz aunque no había nada que limpiar.

– Pero muchas cosas hablaban en contra, afortunadamente.

– ¿Cómo qué?

– Si realmente fue Halvor el que pegó el tiro, tendría que haberse puesto boca abajo junto a su padre, con el rifle a lo largo del pecho y la culata justo debajo de la barbilla, a juzgar por el ángulo del tiro. ¿Sería capaz de pensar con tanta claridad un muchacho de quince años, con una mejilla partida en dos por un cuchillo?

– No es del todo impensable. Después de convivir año tras año con un psicópata, se aprenderán, estoy seguro, algunos trucos. Halvor es espabilado.

– ¿Eran novios él y la chica de Holland?

– Más o menos -contestó Sejer-. Tu hipótesis no me agrada, pero tendré que considerarla.

– ¿Y tendrás que hacerla pública?

– Estaría bien que me dieras copia de las actas del caso, aunque sería imposible probar algo después de tanto tiempo. Creo que no tienes nada que temer. Yo también he prestado servicios en zonas rurales y sé lo que es. Uno establece enseguida ataduras con la gente.

El policía rural miró con gesto triste por la ventana.

– Y ahora seguro que he perjudicado a Halvor contándote esto. Él se merece algo mejor. Es el chico más atento y considerado que he conocido jamás. Cuidó de su madre y de su hermano durante toda su vida, y he oído que ahora vive con la vieja señora Muntz y se ocupa de ella.

– Así es.

– Y cuando por fin consigue una novia, tiene que acabar así. ¿Cómo está? ¿Consigue salir a flote?

– Sí. Tal vez no espere más de la vida que constantes catástrofes.

– Si mató a su padre -dijo el policía rural mirando a Sejer a los ojos-, fue en defensa propia. Salvó al resto de la familia. Era él o ellos. Me cuesta mucho creer que fuera capaz de matar por otras razones. Por lo tanto, no es del todo justo usar esto en su contra. Además, este episodio nunca se ha aclarado del todo. Yo he solucionado el problema a posteriori declarándolo inocente. Dejemos que la duda hable en su favor -se llevó una mano a la boca-. La pobre Lilly no sabía lo que hacía al darle el sí a Torkel Muntz. Mi padre fue jefe de policía de este lugar antes que yo. Siempre había problemas con Torkel. Era un pendenciero, pero un hombre guapísimo. Y Lilly era hermosa. Tal vez hubieran llegado a ser algo en la vida por separado. Pero, ¿sabes?, hay ciertas combinaciones que no funcionan. ¿Verdad?

Sejer asintió.

– Hoy tenemos una reunión en la sección, y tendremos que evaluar la posibilidad de acusarle. Me temo…

– ¿Qué?

– Me temo que no consiga que el equipo esté de acuerdo en dejarle en libertad. No después de esto.


Holthemann hojeó el informe y los miró severamente, como si quisiera provocar los resultados mediante la fuerza de su mirada. El jefe de la sección era un hombre al que uno no atribuiría ninguna perspicacia o posición si uno, por ejemplo, coincidía con él en la cola de la caja en el hipermercado. Era seco y gris como hierba marchita, con una calva brillante y sudorosa y una mirada velada cortada en dos, detrás de dos lentes bifocales.

– ¿Y qué pasa con ese tipo raro del camino de la colina? -preguntó-. ¿Lo habéis investigado a fondo?

– ¿A Raymond Låke?

– El anorak que cubría el cadáver le pertenecía. Y Karlsen dice que están corriendo ciertos rumores.

– Hay muchos rumores -contestó Sejer secamente-. ¿En cuáles estás pensando?

– Como por ejemplo que se le cae la baba cuando mira a las chicas. También hay rumores sobre su padre, que no padece ninguna enfermedad, y que sin embargo se pasa la vida en la cama leyendo revistas pornográficas, dejando al pobre chico con todo el trabajo. Tal vez Raymond haya hojeado alguna a escondidas y se haya inspirado.

– Yo estoy convencido de que se trata de alguien de por allí -apuntó Sejer-. Y creo que intenta engañarnos.

– ¿Crees a Halvor?

Sejer asintió con la cabeza.

– Además hay una persona misteriosa que apareció delante de la casa de Raymond. Y de repente el chico jura que el coche era rojo.

– Una historia curiosa. Tal vez fuera un inocente excursionista. Pero si Raymond es medio tonto, ¿vas a creerlo?

Sejer se mordió el labio.

– Precisamente por eso. No creo que tenga astucia suficiente como para inventarse algo así. Creo de verdad que alguien se presentó allí para hablar con él.

– ¿El mismo hombre que se supone se deslizó furtivamente por la ventana de Halvor y colocó la mochila en la leñera?

– Sí, por ejemplo.

– No sueles ser tan ingenuo, Konrad. ¿Te has dejado llevar por un idiota y por un adolescente?

Sejer sintió un enorme malestar. No le gustó la reprimenda, y tal vez estuviera a punto dejar que el olfato y la intuición vencieran a los hechos. Halvor era el más cercano. Había sido el novio de la víctima.

– ¿Halvor contó algún detalle? -prosiguió Holthemann, levantándose de la silla y sentándose sobre el escritorio, desde donde podía literalmente mirar a Sejer desde arriba.

– Oyó arrancar un coche. Posiblemente un coche viejo, tal vez con un cilindro estropeado. El sonido procedía de la carretera principal.

– Hay un sitio allí donde los coches pueden dar la vuelta. Muchos se paran.

– Ya lo sé. Dejémosle en libertad. No irá a ninguna parte.

– Después de lo que has contado y en cualquier caso, posiblemente es un homicida. Pudo haber matado a sangre fría a su propio padre. Me parece algo bastante gordo, Konrad.

– Pero quería mucho a Annie, a su manera, a su especial manera. Y eso que ella apenas se lo permitía.

– Se impacientaría y perdería los estribos. Y si voló la cabeza a su padre, resulta que hay muchos explosivos en ese joven.

– Si realmente mató a su padre, cosa que ignoramos, sería porque no le quedaba otra opción. Toda la familia estaba a punto de sucumbir, tras muchos años de malos tratos y abandono. Además recibió una puñalada en la sien. De hecho, creo que hubiera sido absuelto.

– Es muy posible. Pero el hecho es que posiblemente sea capaz de matar. No todo el mundo lo es. ¿Tú qué opinas, Skarre?

Skarre, que estaba mordiendo un bolígrafo, movió la cabeza negativamente.

– Me imagino más bien a un homicida algo mayor -contestó.

– ¿Por qué?

– Ella estaba en una forma física extraordinaria. Annie pesaba sesenta y cinco kilos, la mayor parte de ellos en músculos. Halvor sólo pesa sesenta y tres, lo que quiere decir que eran más o menos iguales. Si hubiera sido Halvor el que la empujó al agua, habría encontrado tanta resistencia que se habría manifestado en ella en forma de lesiones externas, como arañazos y rasguños. Pero todo indica que el homicida fue claramente superior en fuerzas, probablemente mucho más pesado que ella. Diría que Annie tenía más fuerza física que Halvor. No quiero decir que no hubiera podido, pero creo que le habría costado bastante.

Sejer asintió silenciosamente.

– Bien. Suena probable. Pero entonces partimos otra vez de cero. No hemos encontrado a nadie en el entorno de Annie con un motivo aparente.

– Halvor tampoco tiene un motivo aparente.

– Sólo tenía la mochila, y además una fuerte relación emocional con la víctima. Yo soy el responsable aquí, y esto no me gusta, Konrad. ¿Y Axel Bjørk? Un borracho amargado, con un genio peligroso. ¿No podría haber algo por ahí?

– No tenemos ningún fundamento para creer que Bjørk estuviera en Lundeby el día en cuestión.

– Bueno, según lo que se desprende del informe, ¿os interesa más un niño de dos años?

Holthemann sonrió, esta vez sin condescendencia.

– El niño no, lo que nos interesa es la reacción de Annie ante su muerte. Hemos intentado averiguar la razón del cambio de personalidad que experimentó; tal vez tenga algo que ver con el niño. O con el hecho de que estuviera enferma, claro. En realidad, esperaba encontrar otra cosa.

– ¿Como por ejemplo qué?

– No lo sé muy bien. Eso es lo difícil de este caso. No tenemos ni idea de qué clase de hombre estamos buscando.

– Un verdugo, tal vez. Mantuvo la cabeza de Annie bajo el agua hasta que murió -dijo Holthemann brutalmente-. Aparte de eso, ni un rasguño.

– Por eso pienso que estuvieron sentados junto a la orilla charlando en confianza. Tal vez ese hombre la tuviera pillada de alguna manera. De repente le pone una mano en la nuca y la tira de cabeza a la laguna. Todo en un segundo. Pero la ocurrencia pudo haberle llegado antes, tal vez mientras estaban en el coche o en la moto.

– Él tuvo que mojarse y llenarse de barro -indicó Skarre.

– ¿Pero no fue vista ninguna moto en el camino de la colina?

– Sólo un coche a gran velocidad. Pero Horgen, el dueño de la tienda, recuerda la moto. Por otra parte no recuerda haber visto a Annie. Tampoco Johnas la vio sentarse en la moto. Él la dejó allí, pudo ver la moto y que la chica se dirigía hacia ella.

– ¿Tienes alguna otra novedad?

– Magne Johnas.

– ¿Qué pasa con él?

– No mucho, la verdad sea dicha. Tiene pinta de estar lleno de esteroides anabólicos, y miraba de reojo a Annie de vez en cuando. Ella lo rechazaba. Tal vez sea un tío que no aguante el rechazo. Además, de vez en cuando va a Lundeby a visitar a los viejos amigos. Y tiene una moto. Ahora se interesa por Sølvi. Al menos no podemos dejarlo de lado.

Holthemann asintió.

– ¿Y Raymond y su padre? Se ha podido comprobar que Raymond se ausentó de la casa durante bastante tiempo, ¿no?

– Fue a la tienda, y al volver estuvo mirando cómo dormía Ragnhild.

– Maravillosa coartada, Konrad -sonrió Holthemann-. Tengo entendido que ese muchacho es un inmaduro e impulsivo montón de músculos con la capacidad cerebral de un niño de cinco años.

– Exactamente. Y no hay muchos asesinos de cinco años.

Holthemann protestó:

– ¿Pero le gustan las chicas?

– Sí, pero no creo que sepa qué hacer con ellas.

– De modo que insistes, ¿eh? Por otro lado, sé que no te falta olfato, pero tienes que saber una cosa -añadió, levantando un dedo socarrón y señalándole-, no eres el protagonista de una novela policíaca. Procura conservar la sangre fría.

Sejer echó la cabeza hacia atrás, riéndose de tan buena gana que Holthemann se sobresaltó.

– ¿Hay algo que no he entendido?

Metió un dedo por debajo del cristal de las gafas y se dio un masaje en el globo ocular. Luego parpadeó varias veces y continuó.

– Bueno, si no ocurre algo pronto, quiero que se acuse a Halvor. ¿Por qué, por ejemplo, el homicida se tendría que llevar la mochila?

– Si llegaron al lugar en coche, lo dejarían donde se puede dar la vuelta, y la mochila se quedaría dentro -opinó Sejer-. Luego puede que le resultara demasiado duro volver a subir a tirarla al agua.

– Suena razonable.

– Una pregunta -continuó Sejer, captando la mirada de Holthemann-. Si las huellas de la hebilla de Annie excluyen a Halvor, ¿lo dejarás en libertad?

– Déjame pensarlo.

Sejer se levantó y se acercó a un mapa en la pared. El camino desde Krystallen, pasando por la rotonda, la tienda de Horgen y subiendo por el camino de la colina hasta la laguna, estaba señalado en rojo. Annie estaba representada por unas figuritas verdes con imán en aquellos puntos del camino en los que había sido vista. Se parecía al hombre verde de los discos de los pasos de cebra. Había una figurita delante de su casa en Krystallen, otra en el cruce de Gneisveien, donde había cogido el atajo, otra en la rotonda donde había sido vista por una mujer en el momento de entrar en el coche de Johnas, y otra en la tienda de Horgen. También estaban representados junto a la tienda el coche de Johnas y una moto. Sejer cogió la figura de Annie que estaba en la tienda y se la metió en el bolsillo.

– ¿Quién se encuentra más cerca? -murmuró-. ¿Halvor es el más cercano? ¿Qué posibilidad hay de que alguien tuviera tiempo de recogerla en ese corto período desde que se marchó de la tienda hasta que fue encontrada? Del hombre de la moto no se sabe nada. Nadie vio a Annie sentarse en la moto.

– Pero iba a encontrarse con alguien, ¿no?

– Iba a casa de Anette.

– Eso fue lo que dijo a Ada Holland. Tal vez tuviera una cita -replicó Holthemannn.

– En ese caso tendría que haberse arriesgado a que Anette llamara a sus padres para preguntar por ella al no haber ido a su casa.

– Se conocían. No llamó.

– Es verdad, lo sé. Pero, ¿y si nunca salió del coche de Johnas? Imagínate que fuera así de sencillo.

Sejer se levantó y dio unos pasos con la cabeza llena de preguntas.

– Estamos todo el tiempo contando únicamente con el testimonio de Johnas.

– Por lo que sé, es un respetable hombre de negocios que tiene su propio negocio y un historial limpísimo. Además, debería tener una deuda con Annie, porque ella le libró de vez en cuando de un niño muy complicado.

– Exactamente. Ella lo conocía. Y él tenía buenos sentimientos hacia ella -cerró los ojos-. Tal vez Annie cometiera un error.

– ¿Qué acabas de decir?

Holthemann escuchó con más atención.

– Me pregunto si cometió un error -repitió Sejer.

– Desde luego. Se fue con un asesino hasta un lugar completamente solitario.

– Eso también. Pero antes de eso. Le subestimó, pensando que estaría segura con él.

– No creo que el tío llevara un cartel colgado del cuello -objetó secamente Holthemann.

– ¿Y si además lo conocía? Si ella era tan prudente como dices, tenía que conocerlo bien.

– Tal vez tuvieran un secreto entre ellos.

– ¿Por ejemplo una cama? -sonrió Holthemann.

Sejer volvió a colocar la figura de Annie junto a la tienda y se volvió dubitativo.

– No sería la primera vez que ocurriera -continuó el jefe de la sección-. Algunas chicas tienen fijación por hombres mayores. ¿Tú has notado algo de eso, Konrad? -le preguntó sonriendo alegremente.

– Halvor dice que no -contestó Sejer en tono cortante.

– Claro que lo dice. No soporta ni pensar en esa posibilidad.

– Algo que ella pensaba revelar. ¿Es eso lo que quieres decir? ¿Alguien con mujer, hijos y un buen sueldo?

– Sólo estoy pensando en voz alta. El forense dice que no era virgen.

Sejer asintió.

– A Halvor le dejó probar, al fin y al cabo, aunque apenas. En mi opinión, todos los hombres de Krystallen podrían ser posibles candidatos. La veían todos los días, en verano y en invierno. Veían lo guapa que se estaba poniendo. La recogían cuando necesitaba transporte, ella cuidaba de sus hijos, entraba y salía de sus casas, confiaba en ellos. Son hombres adultos a quienes ella conocía bien, hombres a los que no hubiera dado la espalda si hubieran aparecido ante ella. Veintiuna casas, menos la suya, nos proporcionan veinte hombres. Fritzner, Irmak, Solberg, Johnas, toda una panda. Tal vez uno de ellos tuviera ganas de ella

– ¿Ganas de ella? Pero si ni la tocó.

– Tal vez alguien le interrumpiera en su propósito.

Sejer miró fijamente el mapa de la pared. Las posibilidades se amontonaban. No entendía que alguien pudiera matar a una persona sin tocarla. No usar el cuerpo sin vida, no buscar joyas o dinero, ni dejar junto al cadáver señas aparentes de desesperación, rabia, o alguna otra perversa inclinación, sino simplemente colocarla bien, acomodarla con consideración, dejando la ropa ordenada y doblada a su lado. Levantó la útima figura que representaba a Annie. La apretó fuertemente entre los dedos un instante, y volvió a colocarla en su sitio con desgana.


Luego echó a andar lentamente en dirección a la laguna.

Escuchó, intentó imaginárselos andando por el sendero.

Annie en vaqueros y jersey azul, y el hombre a su lado. En su mente veía una vaga silueta de un hombre seguramente más grande y mayor que ella. Tal vez conversaran en voz baja mientras atravesaban el bosque, quizá sobre algo importante. Sejer se imaginaba cómo pudo haber sido. El hombre gesticulando, explicando. Annie negando con la cabeza, el hombre empeñado en lo suyo, intentando convencerla, el ambiente cada vez más caldeado. Se estaban acercando al agua, que brillaba entre los árboles. Él se sentó en una piedra, aún no la había tocado, y ella se puso a su lado. El hombre hablaba con soltura, en tono imperioso, amable, o tal vez suplicante, Sejer no estaba seguro. Luego el hombre se levantó de repente y se lanzó sobre ella, un fuerte chapoteo en el instante de dar contra el agua, Annie con el hombre encima. Ahora usaba las dos manos y todo el peso del cuerpo, unos pájaros salieron volando, asustados, gritando, y Annie cerró la boca para que no le entrara agua en los pulmones. Se resistía, arañaba el fango con las manos mientras transcurrían esos vertiginosos segundos rojos, en que su vida se desvanecía lentamente en el agua centelleante.

Sejer miró fijamente el trozo de playa.

Transcurrió una eternidad. Annie había dejado de dar patadas y de moverse. El hombre se levantó, se volvió y miró hacia el sendero. Nadie los había visto. Annie flotaba boca abajo en el agua turbia. Tal vez le pareciera mal dejarla allí y la sacó. Los pensamientos se fueron desenrollando en su cerebro. La policía la encontraría, estudiarían el escenario, sacarían un montón de conclusiones. Una joven muerta en el bosque. Un violador, claro, que había ido demasiado lejos, de manera que la desnudó, pero con mucho cuidado, tuvo algún problema con los botones, la cremallera y el cinturón, y colocó la ropa ordenadamente junto a la muerta. No le gustó esa postura tan indecente en la que yacía, boca arriba con las piernas separadas, pero no habría podido sacarle los pantalones de otra manera. Así que la tumbó de lado, le dobló las piernas y le colocó los brazos. Porque esa imagen, la última, le perseguiría el resto de sus días, y si tenía que soportarla, tendría que ser lo más pacífica posible.

¿Cómo se había atrevido a tomarse tanto tiempo?

Sejer se acercó hasta el mismo borde de la laguna, se quedó con las puntas de los zapatos a unos centímetros del agua y permaneció así un buen rato. La imagen de cómo la encontraron emergió ante su mirada interior. No tenía que ver con la maldad, más bien pensó en ello como un acto desesperado, desgarrador. Le llegó de repente la imagen de un pobre hombre enloquecido debatiéndose en una gran oscuridad. Tal vez allí dentro hacía frío y había poco aire, no paraba de darse cabezazos contra la pared, apenas podía respirar, y era incapaz de salir. Por fin atravesó la pared. La pared era Annie.

Sejer se volvió y regresó lentamente. El coche, o tal vez moto, del homicida estaba probablemente aparcada donde él había dejado su Peugeot. Luego el homicida abrió la puerta y descubrió la mochila. Vaciló un instante, pero la dejó donde estaba y se metió en el coche con esa carga tan poco discreta que llevaba en el techo. Enseguida pasó por delante de la casa de Raymond, y vio al idiota y a una niña con un cochecito de muñecas. Ellos también vieron el coche. Algunos niños recuerdan bien los detalles. Notó el primer pinchazo de miedo en el pecho. Siguió conduciendo, pasó por delante de tres granjas y llegó por fin a la carretera principal. Sejer lo perdió de vista.

Se metió en el coche y arrancó. Por el espejo retrovisor vio una nube de polvo tras el coche. La casa de Raymond estaba tranquila, parecía abandonada. Conejos blancos y marrones se movían asustados de un lado a otro en sus jaulas al pasar Sejer en su coche. La furgoneta estaba aparcada delante de la casa. Un coche viejo, ¿con un cilindro estropeado tal vez? La tela metálica y el movimiento de los conejos le recordaron de repente su propia infancia, antes de mudarse de Dinamarca. Tenían gallinas enanas marrones en una jaula en un extremo de la huerta. El recogía los huevos todas las mañanas, huevos minúsculos, extrañamente redondos, no más grandes que las canicas más grandes de todas, a las que llamaban «doces». A través del espejo le pareció ver que la cortina de una ventana se movía ligeramente. Era la ventana del dormitorio del padre de Raymond, pero no estaba seguro. Giró a la derecha y pasó por delante de la tienda de Horgen, donde había sido vista la moto. Ahora había allí un blazer azul y el esquimal amarillo anunciando helados, como una segura señal de primavera. Bajó la ventanilla y notó una suave brisa en la cara.

El móvil podía haber sido sexual, aunque no se notara desde fuera, claro. Tal vez al asesino le hubiera bastado desnudarla, verla en el suelo, desnuda, indefensa y completamente inmóvil, mientras él se ayudaba a conseguir aquella satisfacción tan añorada pensando en lo que realmente podría haber hecho con ella si hubiera querido. Annie podría haber sufrido muchas vejaciones en la imaginación de su asesino. Claro, así podía haber sido. De nuevo Sejer se sintió mal ante todas aquellas posibilidades. Continuó lentamente por la carretera principal y se detuvo al llegar a la altura del camino de la iglesia y el cementerio. Dejó pasar a un tractor y enfiló el camino. Habían desaparecido ya las flores marchitas de la tumba de Annie, y la cruz de madera. En su lugar habían colocado una piedra, una piedra corriente de granito, redonda y lisa, como lavada y pulida por el mar. Tal vez procedía de esas playas en las que Annie solía hacer surfing en verano. Sejer leyó la inscripción:

«Annie Sofie Holland. Dios tenga misericordia de ti».

Sejer reflexionó un instante, extrañado, intentando decidir si el texto le gustaba o no. Creía que no. Sonaba como si ella hubiera hecho algo malo, algo por lo que necesitaba el perdón. Al marcharse pasó por la tumba de Eskil Johnas. Alguien, tal vez unos niños, habían dejado en ella un ramo de diente de león.


Kollberg necesitaba orinar. Sejer llevó al perro detrás del bloque, donde se zanjó el asunto en unos matorrales y volvieron a subir en el ascensor. Luego se metió en la cocina y abrió el congelador para ver lo que contenía: un paquete de salchichas duras como una piedra, una pizza congelada y un pequeño paquete de beicon. Lo apretó y sonrió porque le recordaba a algo. Se hizo unos huevos, cuatro huevos, pinchados y fritos por ambos lados, con sal y pimienta, y una salchicha cortada en trozos para el perro. Kollberg se la tragó de un bocado y se derrumbó bajo la mesa. Sejer se comió los huevos y bebió leche con los pies debajo del perro. Todo en diez minutos. El periódico estaba abierto sobre la mesa. «El novio, en prisión preventiva.» Suspiró, se sentía mal. No sentía ninguna simpatía por la prensa y por cómo cubría las miserias de la vida. Finalmente recogió la mesa y encendió la cafetera. Tal vez Halvor hubiera matado a su padre con un rifle. Tal vez se hubiera puesto guantes, colocado el arma dentro del saco de dormir, en las manos de su padre y disparado, luego habría barrido el suelo de delante de la puerta de la leñera y habría vuelto corriendo a la habitación, donde le esperaba su hermano, ese hermano que sentía una inquebrantable lealtad hacia él y que jamás les habría delatado si Halvor realmente hubiera estado ausente de la cama en el momento de oírse el disparo.

Se tomó el café en el cuarto de estar. Luego se daría una ducha y echaría un vistazo al catálogo de cuartos de baño que había encontrado en el buzón, y en el que había una oferta de unos azulejos blancos, sencillos, con delfines azules. Después de la ducha se tumbó en el sofá. Era un poco corto, tenía que poner los pies sobre el brazo, lo que resultaba bastante incómodo, pero al menos le impedía dormirse. No quería alterar el sueño de la noche, que ya de por sí le resultaba difícil de conciliar debido al eccema. Miró hacia la ventana y vio que necesitaba una limpieza. Como vivía en el piso trece, no veía nada por las ventanas excepto el cielo azul, que ya empezaba a adquirir la profundidad de la noche. De repente vio una mosca en el cristal, un moscardón negro y grande. También una especie de señal de primavera, pensó cuando vio a otro acercarse zumbando al primero. No tenía mucho en contra de las moscas, pero no le gustaba la manera en la que entrelazaban las piernas, lo veía como algo muy privado, algo parecido a lo de rascarse por abajo en presencia de otras personas. Parecían estar buscando algo. Llegó otra más. Sejer las miró fijamente, y le invadió una sensación desagradable. Tres moscas a la vez en el cristal. Resultaba curioso que no se movieran y se alejaran volando. Llegaron más cada vez, pronto el cristal estaba lleno de grandes moscardones negros. Por fin despegaron y desaparecieron detrás del sillón debajo de la ventana. Eran ya tantos que se podía oír el zumbido. Se incorporó vacilante en el sofá con una sensación repugnante. Tenía que haber algo detrás del sillón, algo que les resultara apetecible. Por fin logró levantarse, atravesó la habitación y se acercó sigilosamente al sillón, se armó de valor, y lo empujó hacia un lado. Las moscas volaron en todas direcciones, una nube entera. El resto estaba en el suelo comiendo algo, tocó ese algo con el pie y por fin las moscas desaparecieron. Era el resto de una manzana, podrido y blando.

Se incorporó lentamente en el sofá. Tenía la camisa empapada de sudor. Se frotó confuso los ojos y miró el cristal de la ventana. No había nada. Había soñado. Sentía la cabeza pesada y densa, y tenía rígidos la nuca y los pies de haber dormido en el sofá tan corto. Se levantó, no pudo resistir la tentación de mover el sillón y mirar detrás. Nada. Fue a la cocina, donde guardaba una botella de whisky y un paquete de tabaco de liar. Suspiró levemente, no del todo contento consigo mismo, y se llevó todo al salón. Kollberg lo observaba expectante. Miró al perro y cambió de idea.

– Paseo -dijo en voz baja.

Tardaron exactamente una hora en ir desde la casa hasta la iglesia del centro y volver. Pensó en su madre, a quien tenía que haber visitado; había pasado demasiado tiempo desde la última vez. Algún día, pensó con tristeza, su hija Ingrid miraría el calendario pensando lo mismo. Ya es hora de hacerle una visita, hace mucho que no voy. Sin alegría, sólo como una especie de obligación. Al fin y al cabo, tal vez Skarre tenía razón, tal vez no tenía sentido hacerse tan viejo que uno sólo creara molestias. Se sintió ligeramente abrumado por sus pensamientos y apresuró el paso. Kollberg saltaba a su lado. Tampoco podía renunciar uno a todo. Iba a cambiar el cuarto de baño. A Elise le habrían gustado esos azulejos, de eso estaba seguro. Si supiera que aún no lo había hecho… no quería ni pensarlo. Ocho años con imitación de mármol, era una vergüenza.

Por fin pudo tomarse su merecida copa de whisky, y era tan tarde que tal vez volvería a dormirse de todos modos. El timbre sonó en el momento de volver a tapar la botella. Skarre saludó, no tan modestamente esta vez. Había ido andando, pero arrugó la nariz cuando Sejer le ofreció un whisky.

– ¿No tendrás una cerveza?

– No, yo no, pero puedo preguntárselo a Kollberg. Suele tener un pequeño almacén en la parte de abajo de la nevera -dijo muy serio. Desapareció de la habitación y volvió con una cerveza.

– ¿Estás pensando en poner azulejos?

– Ya lo creo. Hice un cursillo una vez. Lo importante es prepararlo todo muy bien.

– ¿Necesitas ayuda?

Sejer asintió con la cabeza.

– ¿Qué te parecen éstos? -dijo señalando en el folleto los de los delfines azules.

– Muy bonitos. ¿Qué tienes ahora?

– Imitación de mármol.

Skarre hizo un gesto de comprensión y bebió un sorbo de cerveza.

– Las huellas de Halvor no coinciden con las de la hebilla del cinturón de Annie -indicó de repente-. Holthemann ha accedido a soltarle hasta nuevo aviso.

Sejer no contestó. Sintió una especie de alivio, mezclado con irritación. Contento de saber que no era Halvor, frustrado porque no tenía a nadie más.

– He soñado algo muy asqueroso -dijo de repente, un poco sorprendido por su sinceridad-. Soñé que había una manzana podrida detrás de ese sillón, y que el salón estaba invadido por moscas grandes y negras.

– ¿Lo has comprobado? -sonrió Skarre.

Sejer bebió un trago de whisky y movió afirmativamente la cabeza.

– No hay más que unas pelusas. ¿Crees que ese sueño tiene algún significado?

– Habrá algún mueble que nos hemos olvidado de mover, algo que habrá estado ahí todo el tiempo, algo en lo que no se nos ha ocurrido pensar. Ese sueño es una advertencia, no cabe duda. Ahora se trata de encontrar el sillón.

– ¿De manera que nos vamos a meter en el sector mobiliario? -Sejer se rió de su propio chiste, algo poco corriente en él.

– Tenía la esperanza de que guardaras algunas cartas en la manga -confesó Skarre-. No puedo aceptar que no avancemos nada. Las semanas pasan. La carpeta de Annie se hincha. Y tú eres el que aporta los consejos.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Tu nombre -sonrió Skarre-. Konrad significa el que aporta consejos.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Sejer levantando una ceja.

– Tengo un libro en casa. Suelo consultarlo cuando alguien nuevo aparece en mi camino. Es muy entretenido.

– ¿Qué significa Annie? -preguntó Sejer.

– Bonita.

– Vaya. Bueno, en este momento no hago mucho honor a mi nombre. De todas formas no pierdas la esperanza, Jacob. Por cierto, ¿qué significa Halvor? -preguntó con curiosidad.

– Halvor significa el Vigilante.

Ha dicho Jacob, pensó Skarre extrañado. Es la primera vez que me llama Jacob.


El sol, que estaba bajo, se metió en la terraza, formando un abrigado rincón en el que podían quitarse las chaquetas. Estaban esperando a que se calentara la barbacoa. Olía a carbón, a alcohol de quemar, y a hierbas que crecían en la macetas de la terraza de Ingrid, porque acababa de regarlas.

Sejer tenía a su nieto sobre las rodillas y lo columpió hasta que le dolían los músculos de los muslos. Con ese niño, algo desaparecería en su interior. Dentro de unos años le superaría en altura y su voz se volvería grave. Por eso sentía siempre una especie de nostalgia cuando tenía a Matteus sobre las rodillas, a la vez que sentía cosquillas en la espalda como una sensación, de gran bienestar.

Ingrid se levantó, cogió los zuecos del suelo de la terraza y los sacudió. Luego metió los pies en ellos.

– ¿Por qué haces eso? -preguntó su padre.

– Un viejo hábito nada más -sonrió Ingrid-, de Somalia.

– Aquí no tenemos serpientes ni escorpiones.

– Es algo espontáneo -se rió Ingrid-. No consigo dejar de hacerlo. Y además tenemos víboras y avispas.

– ¿Crees que una víbora sería capaz de meterse en un zapato?

– Ni idea.

Sejer abrazó a su nieto y le husmeó la nuca.

– Colúmpiame más -dijo el niño.

– Me duelen las piernas. ¿Por qué no vas a buscar un libro y te leo algo?

El niño se bajó de sus rodillas de un salto y se metió corriendo en la casa.

– ¿Y por lo demás, cómo estás, papá? -le preguntó su hija de repente. «Por lo demás», pensó. Significaba realmente, que cómo le iba realmente, cómo le iba por dentro, en el fondo de su alma. O también podía tratarse de una pregunta camuflada, sobre algo que hubiera sucedido. Por ejemplo si se había buscado una amiga, o sí tal vez se había enamorado a distancia de alguien, lo cual no era el caso. Estaría bien.

– Pues, bien, gracias -contestó Sejer en un tono convenientemente inocente.

– ¿Ya no se te hacen tan largos los días?

¿Por qué preguntaba con tanta delicadeza? Se le ocurrió pensar que su hija estaba buscando algo.

– Tengo mucho que hacer en el trabajo -dijo-. Y además os tengo a vosotros.

Esas últimas palabras hicieron que Ingrid se pusiera a mover los cubiertos de la ensalada enérgicamente. No paraba de dar vueltas a los tomates y a los pepinos.

– Sí. Pero, ¿sabes? Estamos pensando en volver a bajar. Por un período más. El último -se apresuró a añadir mirándole, como con sentimiento de culpabilidad.

– ¿Bajar? -Sejer saboreó la palabra-. ¿A Somalia?

– Se lo han pedido a Erik. No hemos contestado todavía, pero lo estamos considerando seriamente. Un poco por Matteus también. Nos gustaría que viera algo del país y que aprendiera el idioma. Si nos fuéramos en agosto estaríamos de vuelta cuando le tocara empezar primero de básica.

Tres años, pensó Sejer. Tres años sin Ingrid y Matteus. Sólo las visitas en Navidad. Cartas y postales, y el nieto, cada año un nuevo estirón.

– No dudo de que hagáis falta allí -dijo, tomando impulso para que la voz sonara normal-. ¿No querrás decir que la consideración por mi persona es un impedimento para vosotros? No tengo noventa años, Ingrid.

La hija se sonrojó ligeramente.

– También pienso en la abuela.

– Yo me ocuparé de la abuela. Pronto habrás hecho puré de esa ensalada -señaló.

– No me gusta que te quedes solo -dijo Ingrid en voz baja.

– Tengo a Kollberg.

– ¡Pero no es más que un perro!

– Alégrate de que no te entienda.

Sejer echó un vistazo al perro, que dormía plácidamente bajo la mesa.

– Nos arreglamos bien. Quiero que os vayáis si de verdad os apetece. ¿Erik se ha cansado ya de anginas y apendicitis?

– Es todo tan distinto allí abajo… -explicó Ingrid-. Te sientes mucho más útil.

– ¿Y Matteus?, ¿qué vais a hacer con él?

– Irá a una guardería americana con un montón de niños. Y además -añadió pensativa-, resulta que Matteus tiene parientes allí a los que nunca ha visto. Eso me preocupa. Quiero que lo sepa todo.

– ¿Americana? -dijo escéptico-. ¿Y a qué te refieres con que lo sepa todo?

Sejer pensó en los verdaderos padres de Matteus y en el destino que la suerte les había deparado.

– Lo de su madre tendrá que esperar hasta que el niño sea mayor.

– ¡Marchaos! -dijo Sejer con determinación.

Ingrid lo miró sonriente.

– ¿Qué crees que hubiera dicho mamá?

– Lo mismo que yo. Y luego habría lloriqueado un poco en la cama.

– ¿Y tú no?

Matteus llegó corriendo con un libro infantil en una mano y una manzana en la otra. Erase una noche oscura y tormentosa.

– ¿No da mucho miedo? -preguntó Sejer.

– ¡Qué va! -exclamó el pequeño trepando hasta sus rodillas.

– El carbón ya está blanco -anunció Ingrid mientras se quitaba los zapatos-. Voy a poner los solomillos.

Ingrid colocó la carne sobre la parrilla, cuatro trozos en total, y entró en casa a buscar las bebidas.

– Tengo una pitón verde en mi cuarto -susurró Matteus-. ¿Se la metemos en un zapato?

Sejer vaciló.

– No estoy muy seguro. ¿Crees que vale la pena?

– ¿No te parece bien?

– En realidad no.

– Los viejos siempre tienen mucho miedo -dijo el niño con consideración-. No te preocupes, me echarán la culpa a mí.

– Bueno -dijo Sejer en voz baja-. Miraré hacia otro lado.

Matteus volvió a bajarse de un salto de las rodillas del abuelo y se fue corriendo a buscar su serpiente de goma. Al volver la metió con mucho cuidado en el zueco de su madre.

– Ahora ya me puedes empezar a leer.

Sejer pensó con horror en esa repugnante serpiente de goma y en la sensación del pie desnudo al encontrarse con ella. Luego empezó a leer con voz grave y dramática:

– «Erase una noche oscura y tormentosa. Había ladrones en las montañas y lobos» ¿Estás seguro de que este libro no da demasiado miedo? -preguntó.

– Mamá me lo ha leído muchas veces -Matteus dio un mordisco a la manzana y masticó contento.

– No te metas trozos tan grandes en la boca -le advirtió Sejer-. Te puedes atragantar.

– ¡Lee, abuelo!

Creo que me estoy haciendo viejo, pensó Sejer con tristeza viejo y preocupado.

– «Erase una noche oscura y tormentosa» -volvió a leer, y en ese momento apareció Ingrid con tres cervezas y una Coca Cola. Sejer se calló en el acto y la miró fijamente. Lo mismo hizo Matteus.

– ¿Por qué me miráis así? ¿Qué os pasa?

– Nada -dijeron al unísono, y volvieron a inclinarse sobre el libro.

Ingrid puso las botellas sobre la mesa, las abrió y buscó sus zuecos. Los cogió del suelo y los sacudió tres veces, pero no pasó nada. Se ha enganchado en la punta, pensaron los dos alborozados. Luego sucedieron muchas cosas a la vez. De repente apareció Erik, el yerno, en la puerta. Matteus se bajó de un salto de las rodillas de su abuelo y se abalanzó sobre su padre. Kollberg se despertó, dio un salto debajo de la mesa y se puso a mover el rabo con tanta energía que tiró las botellas, e Ingrid metió los pies en los zuecos.


Sølvi estaba en su cuarto sacando cosas de una caja de cartón. Se enderezó un instante y echó un vistazo por la ventana. Fritzner, que vivía justo enfrente, estaba junto a la ventana mirándola. Tenía un vaso en la mano y lo levantó haciendo un gesto con la cabeza, como queriendo hacer un brindis.

Sølvi le dio la espalda inmediatamente. No le importaba nada que un hombre la contemplara, pero Fritzner era calvo. Pensar en una vida junto a un calvo resultaba tan inaudito como imaginarse una vida junto a un hombre gordo. No entraba en sus sueños. Nunca se le ocurrió pensar que Eddie también estaba calvo. No le importaba que los hombres fueran calvos, tan sólo que no lo fueran aquellos con los que salía. Frunció la nariz con desprecio y volvió a mirar. El hombre ya no estaba. Ese loco se habría vuelto a meter en su barca.

Oyó sonar el timbre y fue a abrir a paso ligero, vestida con un traje de pantalón azul claro, un cinturón plateado en la cintura y zapatillas planas de piel.

– ¡Ah! -dijo amablemente-, ¡es usted! Estoy ordenando la habitación de Annie. Pase, mis padres están a punto de llegar.

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