Parte I. Navidad de 2008

La niña invisible

Era la vigésima noche de diciembre.

Una de esas noches de sábado, que prometen tantas cosas que nunca se concretan, se había deslizado de forma bastante anodina hasta el último domingo de Adviento. La gente todavía estaba de celebración en los restaurantes y los bares, pero maldecía la violenta nevada que había caído sobre Oslo unas horas antes, sin previo aviso. Después, el termómetro había alcanzado los tres grados sobre cero, y todo lo que restaba del ambiente navideño era el aguanieve gris sobre las placas de hielo y las lagunas de nieve derretida.

Una niña estaba parada en el medio de Stortingsgaten.

Iba descalza.

– Cuando las noches se alargan… -cantaba despacito- y llega el frío…

El camisón era amarillo claro, con mariquitas bordadas sobre el pecho. Bajo la enagua, las piernas eran delgadas como palillos. Tenía los pies plantados sobre la nieve. La niña, delgada y a medio vestir, estaba tan fuera de lugar en la nocturna escena ciudadana que todavía nadie había reparado en ella. La época de las cenas navideñas estaba próxima a su clímax y todos tenían suficiente con lo suyo. Una criatura medio desnuda y que canturreaba en una calle de la capital en medio de la noche era casi invisible, como si en uno de los libros que la niña tenía en su casa, los asombrosos animales africanos se hubiesen ocultado hábilmente entre los dibujos del paisaje noruego, escondidos en las cortezas y el follaje, apenas detectables por lo ajenos que resultaban al cuadro.

– … así dice la pequeña mamá ratón…

Todos estaban deseosos de diversión, algo que pocos encontraban. Mirando fijamente su propio vómito, una mujer se apoyó contra el cristal blindado frente a la joyería Langgaard. La salsa de arándanos de un color rojo profundo y aún sin digerir se mezclaba con restos de cerdo y albóndigas, nieve y arena. Un grupo de jóvenes aullaba y le dirigía cánticos ininteligibles desde el otro lado de la calle. Arrastraban a un amigo hecho polvo, mientras pasaban al lado del Teatro Nacional, sin preocuparse de que el tipo hubiese perdido un zapato. Había grupos de fumadores reunidos frente a cada local abierto, tiritando de frío. El viento salado del fiordo soplaba a través de las calles mezclándose con el hedor del tabaco quemado, del aguardiente y de un perfume nauseabundo; el olor nocturno de la gran ciudad noruega cerca del día de Navidad.

Sin embargo, nadie reparaba en la niña que cantaba bajito en la calle, quieta justo entre las vías plateadas del tranvía.

– … y mamá ratón…, y mamá ratón…

No llegó más allá.

– … y mamá ratón…

El tranvía de la línea número 19 arrancó de la parada que estaba cien metros más arriba, en dirección al palacio. Como un pesadísimo trineo lleno de gente que no sabe bien adónde se dirige, aceleró lento por la suave cuesta que desciende hacia el hotel Continental. Algunos de los pasajeros apenas sabían dónde habían estado. Dormían. Otros farfullaban acerca de dónde seguir la fiesta, en busca de más bebida y más mujeres a las que abordar antes de que fuese demasiado tarde. Otros sólo fijaban las miradas perdidas en el calor espeso que al depositarse sobre las ventanas las volvía grises y opacas con la humedad.

A la entrada del Theatercafeen, un hombre levantó la vista de los elegantes zapatos que había elegido para la velada, con la esperanza de que la nieve se demorase todavía un poco más. Tenía los pies empapados y las marcas de sal serían difíciles de quitar una vez que lograse secar los zapatos.

Fue el primero en ver a la niña.

Abrió la boca para gritar una advertencia. Antes de que pudiese tomar aliento, recibió un empujón en la espalda que casi le hace perder el equilibrio.

– ¡Kristiane! ¡Kristiane!

Una mujer tropezó con la amplia falda de su traje. Se agarró del hombre que iba calzado con los destruidos zapatos de Enzo Poli, pero éste no había recuperado todavía el equilibrio y ambos cayeron al suelo.

– Kristiane -gimió la mujer mientras trataba de ponerse de pie.

El tranvía repicó su campana con violencia.

El conductor, que estaba a punto de finalizar su doble turno agotador, vio finalmente a la niña. El metal chilló cuando frenó lo mejor que pudo sobre los húmedos rieles congelados.

– … así dice la pequeña mamá ratón a sus hijitos -cantaba Kristiane.

El tranvía estaba aún en movimiento y a sólo seis metros de ella cuando la madre se puso de pie. Se dirigió hacia la calle con la falda medio desgarrada, pisó mal, pero logró mantenerse erguida y gritó otra vez:

– ¡Kristiane!

Después, algunos dijeron que el hombre que apareció como de la nada se parecía a Batman, tal vez por la amplia capa que vestía. De hecho era bajo, un poco entrado en carnes y calvo. Como todos los ojos estaban pendientes de la niña y de la madre desesperada, nadie pudo ver bien cómo se deslizó con asombrosa agilidad frente al tranvía. Sin detenerse, atrajo a la pequeña hacia sí con un brazo. Estaba casi fuera de los rieles cuando el vehículo pasó pesadamente sobre las huellas apenas visibles de Kristiane y se detuvo. Un jirón oscuro arrancado de la chaqueta se agitaba en el viento, enganchado al parachoques.

La ciudad respiró con alivio.

No se podía oír un solo coche; las risas y los gritos murieron ahí. La campana del tranvía cesó en su repique. Todos se quedaron en silencio, como si no pudiesen creer de veras que todo hubiera salido bien. El conductor del tranvía permanecía inmóvil en su asiento, con las manos en la cabeza y los ojos bien abiertos. Hasta la madre de la niñita parecía congelada a unos metros de ella, con el traje de fiesta destruido y los brazos indecisos al costado.

– Si ninguno cae en la trampa… -seguía cantando Kristiane, sin mirar al hombre que la retenía.

Algunos comenzaron a aplaudir con prudencia. Otros los siguieron. El aplauso creció, y fue como si la mujer en el traje de fiesta se despertase de pronto.

– ¡Hija! -gritó mientras corría para cubrir los pocos pasos que la separaban de la niña. La agarró y la apretó contra su pecho-. ¡Debes prometerle a mamá que nunca, nunca, nunca volverás a hacer algo así!

Sin pensarlo, Inger Johanne Vik alzó un brazo sin soltar a su hija. El hombre no hizo siquiera un gesto cuando la mano de la mujer golpeó con violencia su mejilla. Sin tocar las marcas rojas que le habían dejado los dedos, esbozó una sonrisa oblicua, inclinó la cabeza despacio con un saludo algo anacrónico, se dio la vuelta y se fue.

– … pero se cuida de ella… -cantaba la niña-, ¡pronto podrán todos celebrar de nuevo la Navidad!

– ¿Estás bien? ¿Te encuentras bien?

Cada vez más personas vestidas de fiesta salían del Continental. Todas hablaban al mismo tiempo. Todos sabían que había sucedido algo, pero sólo unos pocos entendían qué. Algunos hablaban de un accidente, otros de que alguien había intentado secuestrar a la pequeña Kristiane, la hijita especial de la hermana de la novia.

– ¡Cariño! -lloraba la madre-. ¡No debes hacer esas cosas!

– La señora estaba muerta -dijo Kristiane-. Tengo frío.

– ¡Por supuesto que tienes frío!

Inger Johanne comenzó a caminar hacia el hotel con pasos cortos y vacilantes para evitar caerse. En el umbral estaba la novia. La parte superior del vestido sin tirantes estaba cubierta de lentejuelas brillantes. La seda gruesa le caía en pliegues pesados sobre las caderas estrechas hasta los pies, donde un par de zapatos cubiertos de perlas mostraban todavía una blancura igualmente brillante. La dueña de la noche estaba tan bella como debía, perfectamente maquillada y con el peinado tan perfecto como al principio de la cena, hacía va varias horas. La piel bronceada de los hombros descubiertos podría haber indicado que había realizado el viaje de bodas de antemano. Ni siquiera parecía que tuviese frío.

– ¿Cómo estás? -sonrió acariciando la mejilla de su sobrina mientras su hermana pasaba por su lado.

– Tía -sonrió Kristiane-. ¡Tía novia! ¡Qué guapa estás!

– Es más de lo que se puede decir de tu madre -murmuró ella.

Sólo Kristiane la escuchó. Inger Johanne ni siquiera miró a su hermana. Siguió adelante trastabillando hacia el calor. Quería subir a su habitación y meterse bajo la colcha con su hija. Quizá tomaría un baño, un baño caliente. Su hija estaba fría como el hielo y tenía que calentarse tan pronto como fuese posible. Tropezaba y tenía problemas para respirar. Pese a que Kristiane, que pronto cumpliría catorce años, pesaba apenas más que una niña de diez, su madre estaba a punto de desfallecer por el esfuerzo de llevarla en brazos. Además, la falda de su traje regional colgaba tan torcida que la pisaba a cada paso. Su cabello, que antes llevaba recogido en el rodete de una trenza, se había soltado. El tocado era una sugerencia de Yngvar, y horas antes de la boda ella se esforzó para darle ese gusto. A los pocos minutos de empezar la fiesta se sentía como Brunilda en una representación de la época de entreguerras.

Un hombre voluminoso bajó corriendo desde el segundo piso.

– ¿Qué ha sucedido? ¿Qué…? ¿Está bien? ¿Estás bien?

Yngvar Stubø trató de contener a su esposa. Ella lo apartó apretando los dientes:

– Una idea estúpida. Estamos a diez minutos en taxi de casa. ¡Diez minutos!

– ¿Qué es lo estúpido? ¿Qué vamos a…? Déjame que la coja, Inger Johanne. Tu vestido está roto, y sería…

– ¡No es un vestido! ¡Es un traje regional! ¡Se llama falda! ¡Y fue idea tuya! ¡Este espantoso peinado y este hotel, y el que Kristiane viniese! ¡Podía haber muerto!

El llanto la dominó y aflojó con desgana el abrazo que la unía a la niña. Yngvar la tomó con cuidado y juntos ascendieron las escaleras. Ninguno de ellos dijo nada. Kristiane seguía cantando, con voz aguda y clara:

– ¡Hei sann, hopp san, fa-lle-ra-lle-ra, Nochebuena y todos van a disfrutar!


– Duerme, Inger Johanne. El doctor dijo que está bien. No hay razón para ir a casa ahora. Son las… -miró el oscurecido aparato de televisión, que todavía daba la bienvenida a los señores Yngvar Stubø- las tres y cuarto. Pronto serán las tres y media de la mañana, Inger Johanne.

– Quiero ir a casa.

– Pero…

– No debimos aceptar nunca este arreglo. Kristiane es demasiado pequeña.

– Pronto cumplirá catorce años -dijo Yngvar, que se frotó la cara con las manos-. Que una niña de catorce años participe en la boda de su tía no puede considerarse una irresponsabilidad. De hecho fue muy generoso que tu hermana corriese con el gasto de una suite y una niñera para nosotros.

– ¡Una broma de niñera! -Gruñó la frase soltando una fina nube de saliva.

– Albertine se durmió -dijo Yngvar con abandono-. Se recostó en el sofá una vez que Kristiane se había acostado. ¿Qué otra cosa podía hacer? Para eso estaba aquí. Kristiane conoce bien a Albertine. No podíamos esperar que hiciese otra cosa que lo que se le pidió. Se retiró de la mesa con Kristiane después del postre y vino a la habitación. Lo que pasó fue un accidente. Sólo un accidente, tienes que aceptarlo.

– ¿Accidente? ¿Es un accidente que una criatura como… Kristiane logre atravesar una puerta de hotel cerrada sin que nadie se percate? ¿Que la niñera, a quien por otro lado Kristiane no conoce aún más que como para llamarla «señora», durmiese tan profundamente que la niña creyó que estaba muerta? ¿Que la niña haya empezado a ir de aquí para allá en un edificio lleno de gente? ¡De gente borracha! Y que luego salga confundida, a la calle y en medio de la noche, sin ropas, sin zapatos y sin…

Se llevó las manos a la cara y sollozó con fuerza. Yngvar dejó la silla y se sentó pesadamente a su lado, al borde de la cama.

– ¿No podríamos, simplemente, acostarnos? -preguntó en voz baja-. Mañana lo veremos todo con más claridad. Al fin y al cabo todo ha salido bien. Alegrémonos por eso. Vamos a dormir.

Ella no contestó. La espalda encorvada temblaba con cada aspiración.

– Mamá.

Se secó la cara rápidamente y se volvió hacia su hija con una sonrisa amplia.

– ¿Dime, mi vida?

– A veces soy totalmente invisible.

Se podían escuchar las risas que procedían de la entrada. Alguien gritó: «¡Salud!», y una voz masculina preguntó dónde se encontraba la máquina de hacer hielo.

Inger Johanne se recostó con cuidado en la cama. Acarició despacio el cabello rubio y fino de la niña y acercó su boca al oído de su hija.

– No para mí, Kristiane. Nunca eres invisible para mí.

– Sí, sí -dijo Kristiane, y rio brevemente-. También para ti. Soy la niña invisible.

Y antes de que su madre pudiese protestar, en el momento en que las campanas del Ayuntamiento anunciaban que otra media hora de ese vigésimo día de diciembre había pasado, Kristiane se durmió profundamente.


Una habitación con vistas

En cuanto el campanario del Ayuntamiento anunció que eran las tres y media, decidió que ya era suficiente.

Estaba de pie frente a la ventana y observaba el paisaje.

Que no era gran cosa.

Diez horas antes, la nieve caía espesa sobre Oslo, y limpiaba la ciudad y la volvía luminosa. Se había sumido en el trabajo con tanta intensidad en el silencio vacío de la oficina que no reparó en el cambio de tiempo. Debajo de él, la ciudad yacía oscura y sin contornos. Aunque no llovía, el aire estaba tan húmedo que los vidrios de las ventanas goteaban. Apenas podía adivinarse la fortaleza de Akershus, como una sombra vaga al otro lado de la bahía. Las grises y perezosas olas de espuma eran todo lo que indicaba que la superficie negra entre el muelle del ayuntamiento y Hurumlandet era de hecho el fiordo y el mar.

Pero las luces eran bellas; a través de las ventanas húmedas, las lámparas de la calle y las farolas parecían pequeñas estrellas brillantes.

Todo estaba preparado sobre el escritorio.

Los regalos de Navidad.

Un crucero por el Caribe para su hermano, su hermana y sus familias. Ciertamente en uno de los buques de la empresa, pero, de todos modos, era generoso.

Una joya para su madre, que esa Nochebuena andaría por los sesenta y nueve y nunca se cansaba de los diamantes.

Un helicóptero a control remoto y una nueva tabla de esquiar para su hijo.

Nada para Rolf, tal como acordaban siempre e invariablemente lamentaban.

Y veinte millones para caridad.

Eso era todo.

Obtener los regalos personales fue una cosa rápida. Le había llevado poco menos de media hora con su joyero habitual en Ámsterdam, en noviembre; después, una vuelta por el centro comercial de Boston, la misma semana, y veinte minutos con el ordenador ahora, por la noche, para componer una nota simpática con que acompañar los regalos de su familia política. La página de Internet de la empresa estaba llena de atrayentes fotos de Martinica y de Aruba, y la composición salió bien y con el justo toque personal, una vez que hubo logrado poner a toda la parentela a bordo del MS Princess Ingrid Alexandra bajo la brisa del amanecer.

Lo que le llevó tiempo fue el dinero de la beneficencia.

Marcus Koll junior ponía el alma en cada donación. Repartir regalos caritativos era su propio regalo de Navidad. Siempre le hacía sentirse bien, además de recordarle a su abuelo. El anciano, que era lo más cerca que el pequeño Marcus había estado de Dios, le planteó en una ocasión: «Un hombre ayuda a otro en su necesidad y reclama el reconocimiento que se le debe. Otro hombre ayuda a otro que lo necesita, pero no se lo dice a nadie y nunca recibe un agradecimiento. ¿Cuál de ellos es mejor persona?».

A los diez años contestó que el primero era el mejor, y desde entonces lamentó su respuesta. Marcus mantuvo su punto de vista durante mucho tiempo: la intención del que da no era lo importante. Lo que contaba eran los resultados. Diez era mejor que uno. El anciano había argumentado prolongadamente lo contrario y continuó haciéndolo hasta que el joven cambió por fin de opinión, a los quince años. Al abuelo le sucedió lo mismo. La discusión siguió así hasta que Marcus Koll senior murió a los noventa y tres años, y dejó tras de sí una prolija vida, ordenada en una carpeta gris verdoso con el logotipo NSB. Los papeles mostraban que a lo largo de su vida adulta había donado siempre el veinte por ciento de sus ingresos. No el diez, como solía ser norma entre los empresarios, sino el veinte. La quinta parte del sueldo de toda la vida del abuelo había sido su regalo a los que vivían en peores condiciones que él.

Marcus junior hojeó la carpeta el día en que enterraron a su abuelo. Fue un viaje en el tiempo a través de los acontecimientos más oscuros del siglo XX. Ahí estaban los recibos de dinero enviado antes del fin de la guerra a las viudas pobres, a los niños judíos después. A refugiados húngaros en 1956. Redd Barna, una asociación noruega de beneficencia dedicada a los niños, había recibido una pequeña contribución mensual desde 1959, y el abuelo realizó generosas donaciones para obras de ayuda en la mayoría de las catástrofes acaecidas a partir de 1920: desde naufragios sucedidos entre las dos guerras, pasando por la hambruna en Biafra y, sin pausa, hasta el tsunami en el suroeste asiático. Falleció sólo cinco días después del maremoto, en la Nochevieja de 2004, pero alcanzó a arrastrarse hasta la oficina de correos de Toyen para enviar cinco mil coronas a Médicos Sin Fronteras.

Como conductor de locomotoras con una esposa en casa, cinco hijos y luego catorce nietos, no pudo resultar fácil reducir la bolsa salarial, o la pensión subsecuente, año tras año. Pero nunca obtuvo reconocimiento por lo que hacía. Los montos se pagaban ante las ventanillas de diferentes oficinas de correos, todas lo suficientemente lejos del apartamento del edificio de ladrillos en Vålerenga, como para que nadie lo reconociera. El donante era siempre anónimo, aunque la firma lo delataba.

No es que el abuelo hubiera ayudado a otra persona sin el menor reconocimiento, es que había ayudado a miles.

Igual que su nieto.

La contribución del joven Marcus Koll a las organizaciones de ayuda e investigación era de una escala muy diferente a la del anciano. No podía ser de otro modo. En sólo unas semanas, él ganaba más de lo que su abuelo había ganado durante toda su larga vida. De todas formas estaba convencido de que la alegría de dar era exactamente la misma para ambos, y de que, en realidad, no existía una respuesta al acertijo moral de su abuelo. Compartir no era una cuestión de nobleza de espíritu para ninguna de las dos generaciones de Marcus Koll. Se trataba simplemente de estar en paz con sus propias vidas. Y así como su abuelo se permitió la pequeña vanidad de dejar que su nieto supiese lo que había hecho, una vez que todo estuvo hecho y que la discusión estaba definitivamente muerta, el joven también decidió llevar a cabo un cuidado manejo de sus donaciones. Se hacían con toda discreción, a través de varios eslabones que hacían imposible que los destinatarios identificasen al donante. El dinero era un regalo personal, no provenía de ninguna de sus empresas; procedía de sus ingresos, sobre los que se descontaban impuestos antes de que distribuyese los donativos a través de canales que solamente él conocía. Y sólo el más joven Marcus Koll, que cumpliría ocho años dentro de dos meses, sabría alguna vez lo que había ocupado a su padre cada noche antes del último domingo de Adviento, desde que había cumplido treinta y cinco años.

Le daba paz. La paz que precisaba.

El corazón latió demasiado rápido.

Caminó de arriba abajo por el cuarto. No era especialmente grande, no reflejaba todo el dinero que se generaba en el viejo escritorio de roble. Es cierto que Marcus Koll junior recibía en Aker Brygge, en lo que un par de crisis financieras atrás había sido un domicilio muy apropiado. Pero al cabo de un tiempo la zona había perdido valor. A él no le importaba.

Se llevó las manos al pecho y trató de respirar despacio. Los pulmones tenían su propia voluntad, se hinchaban buscando aire demasiado deprisa, demasiado superficialmente. Se quedó de pie, clavado en el suelo. No podía moverse. Sintió que estaba a punto de morir. Notaba pinchazos en las puntas de los dedos. Tenía los labios entumecidos y el entorpecimiento de la boca le secaba la lengua hasta deformarla. Tenía que respirar a través de la nariz, pero la tenía tapada; había dejado de respirar y moriría al cabo de pocos segundos.

Se vio tal como había leído que sucedía y como se había visto en tantas ocasiones antes. Se encontraba frente a su propio cuerpo, un poco de costado, en el centro de una perspectiva de pájaro, y veía a un hombre de cuarenta y cuatro años, de corta estatura y con bolsas debajo de los ojos. Podía oler su propio terror.

Le sobrevino una violenta oleada de calor que hizo posible que se liberase. Renqueó hasta el escritorio y extrajo una bolsita de papel del cajón superior. Estrujó el borde con el pulgar y el índice de la mano derecha, y aflojó el nudo de la bolsa, se la llevó a la boca y respiró lo más pesada y rítmicamente que le fue posible.

El sabor metálico en la boca no desapareció.

Arrojó la bolsa y apoyó la frente contra la ventana.

No estaba enfermo. No lo estaba. El corazón estaba bien, a pesar de la punzada bajo el omóplato izquierdo y en el brazo, en el brazo izquierdo, cuando lo sentía. No. Ningún dolor ahí.

«No sientas. Respira.»

Sentía las manos como si le corriesen por ellas insectos y no se atrevía a sacudirlas para quitárselos. La cabeza la sentía liviana y rara, como si no fuese la suya. Los pensamientos se agolpaban tan rápidamente que no podía reconocerlos. Fragmentos de imágenes y oraciones inconexas giraban cada vez más rápido en un carrusel que le hacía dar vueltas. Trató de pensar en una receta, en una pizza, una pizza con queso feta y brócoli, una pizza americana que había preparado mil veces y que ya no recordaba.

No enfermo. No con un derrame cerebral. No mareado. Estaba sano.

Quizá fuese cáncer. Sentía una puntada en el costado derecho del cuerpo, el costado del hígado, el del páncreas, el costado del cáncer, de la enfermedad y la muerte.

Abrió los ojos despacio. Un asomo de conciencia le demostró que estaba sano. Tenía que concentrarse en esto, no en recetas olvidadas ni en la muerte. La humedad del vidrio dejó una huella helada en su frente e hizo que le saltaran lágrimas.

Respiraba mejor. El pulso, que hasta entonces le había martillado en los tímpanos, sobre el esternón, en las puntas de los dedos y en las ingles con suma fuerza, golpeaba menos.

Oslo seguía allí como antes, al otro lado de la ventana, fuera de esa habitación con vistas al mar, al fiordo y a las islas. Marcus Koll junior acababa de donar una fortuna a obras de caridad y tenía muchas ganas de sentir la calidez que el último domingo de Adviento solía traerle. La alegría satisfecha de la Navidad, de los regalos, de ver la ansiedad con que su hijo esperaba las vacaciones, la alegría de que su madre todavía vivía y lo regañaba y era irracional; de haber pagado como debía, de que todo era como debía ser. Quería pensar en la vida que no había terminado todavía, si solamente lograse respirar con calma…

Calmarse. Calmarse totalmente.

La mirada se posó sobre un caminante nocturno, uno de los pocos que todavía vagaban por el muelle, sin objetivo ni sentido manifiestos. Pronto serían las cinco de la mañana del domingo. Todos los locales estaban cerrados. El hombre de ahí abajo caminaba solo. Se bamboleaba de un lado al otro y le costaba mantenerse erguido sobre la superficie resbaladiza. De pronto bailó un par de piruetas desesperadas, asió su propia gorra como si fuese un punto fijo en el cual sostenerse y desapareció por encima del borde del muelle.

De inmediato todo fue distinto. El corazón volvió a ser el que era. La presión sobre el pecho disminuyó. Marcus Koll enderezó la espalda y ajustó la vista. Fue como si su pecho se irguiera, la lengua se achicase, la humedad regresase a la boca. Los pensamientos se ordenaron nuevamente, siguiéndose uno al otro en una cronología lógica. Calculó rápidamente cuánto tiempo le llevaría salir de la oficina, bajar las escaleras y acercarse hasta al muelle. Antes de que terminase el cálculo, vio gente que llegaba corriendo. Cinco o seis hombres, entre ellos un guarda de Securitas, gritaban tan fuerte que los podía oír desde donde estaba, cinco pisos arriba y tras el blindaje de tres vidrios. El hombre de uniforme parecía presto a descender al agua desde el muelle.

Marcus Koll se volvió, se alejó y decidió irse a casa.

De repente, fue consciente de lo cansado que estaba.

Si se daba prisa, quizá lograría atrapar tres horas de sueño antes de que su hijo se despertase. Al fin y al cabo era domingo, y pronto sería Navidad. Seguramente todavía quedaba algo de la nieve de ayer en las alturas que rodeaban la ciudad. Podían usar el trineo. Esquiar, quizá, si se internaban lo suficiente en el bosque.

Lo último que hizo Marcus Koll antes de irse fue abrir la cajita con pastillas blancas y ovaladas que guardaba en el cajón superior. Probablemente ya estaban caducadas. Hacía tanto tiempo ya… Dejó que una rodase en su palma. Un momento más tarde la devolvió a su lugar, cerró la tapa, dejó la caja donde estaba y echó la llave al escritorio.

Había pasado, por esta vez.

Las sirenas ya se acercaban.


– ¿Viene la poli? ¿Son ellos? ¿Alguien ha llamado para que venga una ambulancia? ¡Ésa es la sirena de la policía, ostras! ¡Llamad a la ambulancia! ¡Ayudadme!

El guarda de Securitas colgaba del borde del muelle con un brazo. Una pierna reposaba sobre un pilote resbaladizo, a sólo medio metro del agua. La otra se balanceaba de un lado a otro en un esfuerzo desesperado por mantener en equilibrio el cuerpo pesado y bien entrenado.

– ¡Agárrame! ¡Coge la chaqueta!

Un muchacho se recostó boca abajo sobre la nieve mojada y agarró con ambas manos el brazo del guarda. Los ojos le brillaban. Le faltaban dos meses para cumplir dieciocho años, pero un bienaventurado esbozo de barba oscura le había permitido ir de local en local durante toda la noche sin que nadie le preguntara nada. No tenía dinero y se dedicó sobre todo a consumir los restos de cerveza que podía robar. Ahora se sentía absolutamente sobrio.

– No es ese de allí -jadeó, y aseguró la presa-. El que se cayó está más lejos.

– ¿Qué?¿Eh?

El hombre de Securitas miró al cuerpo que estaba tratando desesperadamente de sacar del agua. Lo tenía bien aferrado del cuello de la cazadora; sin embargo, el tipo colgaba sin vida en el agua y pesaba como plomo, con la capucha puesta y ajustada.

– ¡Socorro! -gritó alguien entonces desde el agua oscura, más hacia fuera-. ¡Ayúdenme! Yo…

Los gritos se ahogaron.

El muchacho de la barba incipiente soltó al guarda.

– Sostente solo -gritó-. Yo voy a por el otro.

Se puso de pie, se quitó los zapatos y la cazadora, y se zambulló en el agua sombría. Cuando salió de nuevo a la superficie, lo hizo en el área donde había visto al borracho que agitaba los brazos.

– ¿Son dos? ¿Saltaron dos? ¿Los has visto? ¿Los habéis visto?

El guarda colgaba todavía del muelle y bramaba. Con la otra mano aferraba algo que definitivamente era un cuerpo; una cabeza tumbada hacia atrás, dos brazos y una camiseta oscura. Era simplemente tan pesado, tan malditamente pesado. Le dolía el brazo y no sentía los dedos.

No lo soltó.

El joven que se acababa de zambullir, lanzaba bocanadas, buscando aire. El choque de frío inicial, adormecedor, había dado lugar a un dolor punzante tan violento que los pulmones amenazaban con dimitir de su propósito. El muchacho golpeaba el agua con tal frenesí que la mitad de su torso emergía del agua. Debajo de sí veía sólo la profundidad oscura e incolora.

– ¡Ahí! -gritó sin aliento un policía desde el borde del muelle-. ¡Justo detrás de ti!

El muchacho se volvió. Más por reflejo que porque hubiese visto algo, extendió la mano. Cerró los dedos en torno de algo y tiró. El hombre rompió la superficie con un bramido, como si hubiese empezado a gritar mientras estaba debajo del agua. Su salvador lo tenía sólidamente agarrado de los cabellos. El borracho trataba de soltarse y a la vez se esforzaba por trepar sobre el joven. Ambos desaparecieron. Cuando emergieron algunos segundos más tarde, el hombre mayor estaba boca arriba, con los brazos y las piernas en la superficie. Gritaba de dolor mientras su bienhechor no le soltaba los cabellos, sino que lo aferraba mejor mientras aseguraba una cuerda dando cuatro vueltas sobre el otro brazo, sin preguntarse de dónde había salido la soga.

– ¿Lo tienes? -gritó el policía desde allá arriba-. ¿Estáis bien sujetos?

El muchacho trató de contestar, pero la boca se le llenó de agua. Hizo una señal con la mano atada.

– ¡Venga! -jadeó, casi sin que lo pudiesen oír, y tragó más agua-. ¡Venga…!

Nunca se imaginó que el frío pudiese ser tan intenso. El agua se le colaba a través de cada poro. Clavos congelados le pinchaban por todos lados. Sentía como si alguien tratase de embutirle las sienes en el cerebro y creía tener el pecho helado. Ya no sentía las manos, y en un momento de angustia lacerante creyó que los testículos le habían desaparecido. Le quemaba la entrepierna, un calor ardiente y paradójico se extendía desde las ingles hacia los muslos.

Los movimientos eran más lentos. Sentía los ojos muertos. Alguien los debía haber apagado. Todo era mojado, frío y oscuro. No podía haber transcurrido más de un minuto desde que se arrojó al agua. Se le ocurrió que esto podía ser lo último que experimentase: perder los huevos en el fondo del mar de diciembre por causa de un borracho idiota en Aker Brygge.

Lo subieron enseguida.

Estaba acostado en el suelo sobre una manta hecha con algo que parecía lámina de aluminio y alguien trataba de quitarle la ropa.

Se aferró a los pantalones.

– Tranquilo -dijo un policía; debía de ser el mismo que le había arrojado la cuerda-. Debemos quitarte la ropa mojada. Enseguida llegará personal de auxilios para ayudarte.

– Mis huevos -lloriqueó el muchacho-. Los dedos, están…

Giró la cabeza. Dos policías, llenos de energía, depositaban a una persona en el suelo unos metros más allá. El cuerpo que cargaban derramaba agua y no se movía. No habían terminado de colocarlo allí cuando el conductor de una ambulancia llegó corriendo con una camilla con ruedas. El policía más viejo lo alejó con un gesto cuando intentó ayudar a mover de lugar el cadáver.

– Está muerto. Ocúpate de los vivos.

Fuck! -se quejó el muchacho mientras trataba de ponerse de pie-. ¿Está muerto? ¿No llegó?

– Ése no es el que tú has salvado -dijo el policía con calma, mientras trataba de desnudarlo-. De todos modos hubiera sido demasiado tarde. Tu hombre está allí. Es ese que ha vuelto a ponerse la gorra.

Sonrió y sacudió la cabeza. Se movía rápido; el temerario muchacho entendió por fin que sus órganos sexuales seguían en su lugar. Con indolencia, dejó que le quitaran la ropa. Tres policías acordonaron el área con cinta rojiblanca y después uno de ellos echó una especie de lona sobre el cuerpo que yacía en la camilla.

T-t-t-tú ahí -dijo el hombre de la gorra, acercándose-. ¿P-p-pen-sabas a-a-a-arrancarme el cuero de la cabeza o q-q-qué?

Todavía llevaba toda la ropa encima. Alguien le había arrojado una manta sobre los hombros. No sólo le castañeteaban los dientes, sino que todo el cuerpo le temblaba y hacía que saltasen gotas de los mechones que asomaban bajo la gorra empapada.

En el suelo, el muchacho no lograba recordar la gorra.

¡Sal-sal-salvé la gorra! -sonrió el otro-. ¡La-la-la a-a-a-atrapé!

– Sal de ahí -dijo el policía, ya cansado-. ¡Ve para allá!

Señaló hacia una ambulancia, que permanecía estacionada en diagonal sobre el muelle e iluminaba con su parpadeante luz azul al grupo de personas uniformadas.

¿Qui-qui-quién es ese de ahí? -preguntó impasible el hombre mirando con interés al cadáver de la camilla-. ¡N-n-n-no l-lo v-v-v-vi en el ag-agua!

– Ahora acabas… ¡Arne! ¡Arne, llévate al tipo este a la ambulancia, está que no entiende nada!

Con bastante rudeza, llevaron al hombre aterido hacia la ambulancia.

– Por lo menos podría haberte dado las gracias -dijo el policía mientras hacía señas llamando a uno de los que habían llegado con el vehículo-. Fue una acción valiente arrojarte de ese modo al agua. No muchos se hubieran atrevido. ¡A ver! -Se incorporó y apoyó la mano en el hombro de un hombre con uniforme color amarillo refractante-. Hazte cargo de nuestro héroe -le dijo con una sonrisa-. Consigue que entre de nuevo en calor.

– Busco otra camilla. Un instante…

El muchacho sacudió la cabeza e intentó ponerse de pie. Estaba desnudo dentro de una manta enorme y alguien le había colocado un par de zapatillas demasiado grandes sin que él se hubiese percatado. El conductor de la ambulancia lo sostuvo del brazo cuando se tambaleó.

– Está bien -dijo el muchacho ajustándose mejor la manta-. Pero tengo tanto frío como en el Infierno.

– Me parece que buscamos una camilla -vaciló el conductor-. Sólo…

– No.

El muchacho renqueó hacia la ambulancia. Cuando ya casi se alejaba del borde del muelle, se detuvo por un momento. El viento salado del fiordo le hizo darse cuenta súbitamente de lo cerca que había estado de morir. Estaba a punto de echarse a llorar. Un poco avergonzado, se tapó los ojos con la manta. Tenía que dar un paso corto a un lado, pero pisó la manta y tropezó. Para no perder el equilibrio, se agarró a lo primero que encontró. Era la lona que cubría el cuerpo sobre la camilla.

Ahora sí que salió todo mal.

No podían haber pasado más de cinco minutos desde que había estado caminando por Aker Brygge; solo, insatisfecho y sin dinero como para coger un taxi y regresar a casa. En el curso de esos miserables trescientos segundos había nadado en el agua helada, había estado a punto de morir, había salvado a un hombre de perecer ahogado, había recibido elogios de la Policía y sentía que estaba a punto de perecer congelado. En el mismo intervalo llegaron al lugar tres coches de la Policía con seis agentes uniformados, además de dos ambulancias completamente equipadas. Todo lo cual era bastante increíble, considerando el corto tiempo que había pasado. A eso se sumaba que apenas llegado al muelle, el guarda de Securitas congregó a cinco de sus colegas desde los edificios de oficinas cercanos; la Policía tenía que encargarse del cuerpo que había rescatado.

En medio de ese caos de hombres uniformados y una sola mujer, circulaban cerca de treinta personas más o menos borrachas que no prestaban mucha atención a la barrera policial. La dramática escena era como papel para moscas para los que todavía se hallaban en las cercanías antes de las primeras luces de una mañana de domingo. Y como además no habían pasado aún cinco minutos desde que Aker Brygge hubiese estado relativamente vacío, la Policía no entendía bien todavía la relación que existía entre el guarda, el joven nadador, el borracho y el muerto que dos de ellos habían sacado del agua utilizando toda su fuerza. Estaba claro que la Policía tenía sus procedimientos; pero era de noche, el lugar era un caos, y de todos modos lo más importante había sido sacar del agua con vida al borracho. Por eso, y quizá también porque uno de ellos estaba fuera de combate por el esfuerzo de sacar el cadáver a tierra, sólo quedaron un par de policías cerca del muerto. Uno de ellos, un sargento joven, se doblaba vomitando a unos diez o quince metros de la cinta plástica que limitaba el área, sin que nadie reparase en él. El otro había cubierto el cadáver y ahora, en voz baja, le aclaraba la situación al encargado de la operación; entonces, el joven de la incipiente barba perdió el equilibrio de puro agotamiento.

Cayó hacia atrás. Comenzó a perder control de la manta. Por un segundo estuvo más preocupado por no mostrarse desnudo que por recuperarse; y entonces se agarró de la lona, con ambas manos, mientras caía. La tela estaba enganchada al lado opuesto de la camilla, que empezó a girarse. Por un instante pareció que el peso del cadáver sería suficiente para evitar el desastre total, pero el muchacho no soltaba la lona. Cayó al suelo sin nada que lo cubriese, aparte de las enormes zapatillas y la parte posterior de la cabeza; chocó contra el suelo helado con un ruido evidente. El dolor hizo que gritase antes de desvanecerse durante unos segundos.

Cuando volvió en sí, lo primero que lo golpeó fue el hedor.

Algo encima de él lo asfixiaba, le quitaba el aliento con una pestilencia a carne podrida y cloaca. Alguien gritó y él abrió los ojos. El cadáver había caído sobre él en perfecta simetría con su cuerpo, como un beso de la muerte, y se encontró mirando directamente al interior de la capucha.

Ahí se encontraba lo que con toda lógica debía de ser una cabeza.

Al fin y al cabo, era lo que se encontraba generalmente dentro de la capucha de una cazadora.

En el informe policial que se redactaría unas horas después, se diría que la Policía estimaba que el cuerpo había estado en el agua durante aproximadamente un mes. El mismo informe subrayaba que seguramente el cadáver se había conservado sólo gracias a las ropas. Clínicamente, el cuerpo se describía como «violentamente hinchado, parcialmente deshecho», de donde el autor del informe concluía de un modo sucinto que no podía asegurarse si el muerto era hombre o mujer. Por el momento, las ropas apuntaban a lo primero.

El muchacho que había dado vueltas por Oslo toda la noche del sábado en busca de bebidas y mujeres y que se arrojó sin miedo al fiordo en medio del invierno para salvar otra vida se desmayó otra vez. En esta ocasión perdió el conocimiento durante un rato más largo; no se despertó hasta que se halló en una cama del hospital de Ullevål, con su madre sentada a su vera. Empezó a llorar apenas la vio. Sollozaba como una criatura y se aferraba al calor del abrazo calmante de su madre, mientras trataba de apartar lo último que había vivido antes de que la oscuridad lo bendijese para separarlo del monstruo marino.

En un agujero en la masa informe, aproximadamente en el lugar donde una vez había estado un ojo, apareció de pronto un pez y lo miró. Un pequeño pececito plateado, no más grande que una anchoíta, con ojos negros y aletas vibrantes; se miraron mutuamente, el muchacho y el pez, antes de que éste se lanzase de la cabeza muerta para caer dentro de la boca del joven.

De camino a casa de un amigo

– ¡A partir de ahora siempre comeremos pescado en Nochebuena!

Yngvar Stubø cogió con los dedos la cabeza de bacalao que reposaba en su plato, sorbió el ojo y masticó con aire contemplativo. Su suegra, sentada a la mesa ovalada justo enfrente de él, arrugó la boca a la vez que volvía la cara alzando las cejas. Su marido ya tenía un par de copas de más y señaló con el cuchillo y el tenedor a su yerno.

– ¡Ese es un hombre! ¡Los hombres de verdad se comen todo el pescado!

– Pero, a decir verdad -comenzó su esposa-, el costillar de cerdo en Nochebuena es una tradición familiar ininterrumpida desde…

– ¡Perdón, mamá!

Inger Johanne Vik suspiró y soltó los cubiertos.

– Fue un error, ¿vale? ¡Un error torpe y bastante insignificante! ¿No puedes olvidar este asunto del costillar de cerdo? Medio Oriente está en llamas, la crisis financiera causa estragos, y ¿tienes que montar un jodido escándalo porque Strøm-Larsen se equivocó con mi encargo? A todos en esta mesa les gusta el bacalao, mamá, de veras que no puede ser tan…

– No es propio de ti usar palabrotas, querida. Por otro lado, sé bien y por experiencia propia que Strøm-Larsen se olvida de todo. He comprado en las mejores carnicerías de la ciudad desde antes de que nacieras, y tengo…

– ¡Mamá! ¿Es que no puedes…?

Inger Johanne cerró la boca, forzó una sonrisa y miró a su hija menor, Ragnhild. Pronto iba a cumplir cinco años y observaba con curiosidad a su padre, que estaba a punto de devorar el ojo restante.

– ¿Está bueno, papá?

– Tiene gusto a ojo de pescado -dijo Kristiane golpeando el tenedor rítmicamente contra el plato-. Eso es obvio. Ojos de pescado con chaleco atado.

– No des esos golpes -dijo la abuela afablemente-. ¿No puedes ser la niña dulce de tu abuela y dejar de hacer ese ruido?

– Hay gente que dice que el pescado es bueno -dijo Ragnhild-. Y algunos peces creen que las personas son buenas. Es justo. El tiburón, por ejemplo. ¿Celebran la Navidad los tiburones, papá? ¿Reciben, como regalo, niñitas, para comérselas?

Se rio con ganas.

– No sólo los tiburones comen personas -dijo Kristiane, a quien como de costumbre se le escapaba el humor de su hermana menor.

Como por milagro, parecía que lo ocurrido el sábado no la había afectado físicamente: todo había acabado en unos pequeños estornudos y una nariz tapada. Las posibles secuelas psíquicas eran más difíciles de determinar. Hasta ahora no había dicho palabra al respecto. El único pequeño cambio que Inger Johanne creía haber detectado era que en aquellos cuatro días desde la boda de su hermana la letanía de textos memorizados era más extensa de lo habitual. Como siempre, Yngvar miraba todo desde un punto de vista positivo: su hija había entrado también en un periodo en el que preguntaba más. Razonaba. Se mostraba curiosa y ya no solamente repetitiva.

– Muchísimos tipos de peces tienen una dieta complicada -dijo despacio la niña, fijando la vista en algún lugar lejano-. En ciertas condiciones, comerían carne humana otra vez si tuvieran oportunidad.

– Ahora hablemos de algo más agradable -propuso la abuela.

– ¿Qué es lo que más os gustaría tener?

– Eso ya lo sabes, abuela. Ya hace mucho le dimos la lista de lo que deseamos. El hombre muerto que sacaron de la bahía el fin de semana, por ejemplo, la noche que mamá se enfadó tanto conmigo porque yo…

Inger Johanne lanzó una mirada implorante a Yngvar.

– La abuela tiene razón -dijo él-. Es Nochebuena y podemos hablar de algo…

– Había estado en el agua durante mucho tiempo -dijo Kristiane, y tragó antes de empujar más comida sobre el tenedor-. Salía en el periódico. Y entonces se hinchó todo. Como un globo. Eso pasa porque el cuerpo humano es sal, y atrae toda el agua del entorno. Lo llaman «ósmosis». Cuando dos líquidos de valor osmótico diferente, o de diferente balance salino, están separados por una membrana porosa, como por ejemplo las paredes de las células en las personas, el agua la traspasa para igualar…

La abuela se puso pálida. El abuelo tenía la boca abierta de asombro, hasta que la cerró con un chasquido audible.

– Esta cría -sonrió-. Es todo un personaje, ¿eh?

– Eso es muy impresionante -dijo Yngvar con tranquilidad, y se secó los labios con una enorme servilleta blanca-. Pero la abuela y mamá tienen razón. La muerte no es precisamente algo sobre lo que uno suela…

– Pero Yngvar -lo interrumpió su hijastra-, ¿eso quiere decir que un cadáver se hincha más si permanece más tiempo en el agua dulce que en el mar?

– ¿Qué es un cadáver, mamá? -Ragnhild había agarrado la cabeza de pescado intacta del plato de su padre. Ahora se la colocaba sobre la nariz y miraba a través de las cuencas vacías de los ojos-. ¡Uuheeeaaa! -gruñó, y se rio-. ¿Qué es un cadáver?

– Un cadáver es una persona muerta -dijo Kristiane-. Y cuando las personas muertas permanecen en el mar durante mucho tiempo, se las comen. Los cangrejos y los peces.

– Y los tiburones -añadió la hermana menor-. Más que nada los tiburones.

– ¿Se comieron el cadáver? -preguntó el abuelo con genuino interés-. El periódico no decía nada acerca de eso. ¿Es éste uno de tus casos? ¡Cuéntanos, Yngvar! Hasta donde entendí del Aftenposten de hoy, todavía no se sabe nada acerca de quién es.

– No, es un caso de Oslo, y yo no sé más que lo que dicen los periódicos. Como sabes, trabajo en Kripos. -Le ofreció a su suegro una sonrisa tensa-. Además de en algunos aspectos técnicos, pocas veces ayudamos al distrito policial de Oslo. Y lo mismo sucede con las investigaciones. Colaboración internacional. Cosas así. Tal como ya dije otras veces, de hecho. Y ahora cambiemos de tema, ¿vale?

Yngvar se puso de pie con decisión y comenzó a retirar los platos. Se hizo el silencio en torno a la mesa. Sólo el ruido que hacían los cubiertos y el servicio al colocarlos en el lavavajillas se mezclaba con las voces del coro de los Sølvguttene [1] que llegaba desde el apartamento de abajo. Inger Johanne sintió repulsión al arrojar al bote de basura los restos de pescado que quedaban en los platos.

Como de costumbre, había salido tarde a buscar el costillar de cerdo. Cuando llegó a la carnicería de Strøm-Larsen esa misma mañana, a eso de las diez, ya estaba todo vendido. Nadie tenía noticia del pedido telefónico que ella juraba haber hecho hacía más de dos semanas. La persona que la atendió lo lamentaba y expresó la mayor simpatía ante la incómoda situación (por no dramatizar) que se planteaba, pero costillares de cerdo no les quedaba ni uno. El propietario no pudo contenerse de realizar una observación: la comida de Nochebuena debía estar en casa con cierta antelación a la cena misma. La idea de servir a su madre un costillar barato comprado en Rimi o en Maxi le pareció a Inger Johanne peor que ofrecerle bacalao.

– Debí haber comprado el maldito cerdo en Rimi y haber jurado que era de Strøm-Larsen -le susurró a Yngvar colocando el último plato en la máquina-. ¡No ha comido casi nada!

– Torpe de su parte -respondió Yngvar también en un susurro-. ¡No te preocupes!

– ¿Podemos ventilar un poco? -preguntó la madre de pronto y en voz alta-. Ninguna crítica al bacalao, por supuesto, es sano y rico ¡pero el olor de un costillar de cerdo recién asado da el verdadero ambiente navideño!

– Pronto va a oler a café -dijo Yngvar, divertido-. ¿Tomamos café con el postre, no?

Los Sølvgutrene ya cantaban Deilig er Jorden en el piso de abajo. Ragnhild entonó y corrió hacia el televisor para encenderlo.

– ¡Ahora no, Ragnhild!

Inger Johanne trató de sonreír mientras la miraba desde detrás de la columna que servía de muro bajo de separación con la cocina.

– No vemos televisión en Nochebuena, ¿sabes? Tampoco mientras comemos.

– Personalmente, me parece muy buena idea -añadió la abuela-. De todas maneras hemos cenado demasiado temprano. Es agradable escuchar a los Sølvguttene antes de cenar. Hay mucha Navidad en esas voces tan preciosas. Los niños sopranos son simplemente de las cosas más bellas que conozco. Ven, Ragnhild, ahora vamos a buscar el canal adecuado con la abuela.

Una copa de vino tinto cayó con estrépito al suelo de la cocina.

– ¡No pasa nada, no pasa nada! -gritó Yngvar, y se rio.

Inger Johanne se apresuró hacia el baño.

– El alma pesa veintiún gramos -dijo Kristiane.

– ¡Oh! ¿Es cierto?

El abuelo empinó por quinta vez un vaso de acquavit, lleno hasta el borde.

– Sí -dijo Kristiane con seriedad-. Cuando uno se muere, se hace veintiún gramos más ligero. Pero uno no la puede ver. No puede ver, no puede reír, no puede nada.

– ¿Ver qué?

– El alma. Uno no puede ver que se va.

– Kristiane -dijo Yngvar desde la cocina-. Ahora lo digo en serio: ya basta. No hablemos más de la muerte ni de esas cosas, ¿vale? Además eso del alma es una tontería. No existe algo que se llame alma. Es sólo una expresión religiosa. ¿Quieres un poco de té con miel junto con el postre?

Dam-di-rum-ram -dijo Kristiane sin variar el tono.

– ¡Oh, no…!

Inger Johanne regresaba del baño. Se agachó junto a su hija, en cuclillas.

– Mírame, mi vida. Mírame.

La cogió con cuidado por la barbilla.

– Yngvar preguntó si querías té. Té con miel. ¿Quieres?

Dam-di-rum-ram.

– No puede ser apropiado darle té a la criatura cuando está en ese… estado, ¿no? ¡Ven con la abuela, así escuchamos a estos muchachos tan buenos! ¡Ven aquí, niña mía!

Yngvar estaba en la cocina; la abuela no podía verlo. Llamó con un gesto a Inger Johanne mientras con los labios formaba palabras mudas:

Nooo leee haagas caaasoo. Haz como si no la oyeras.

Dam-di-rum-ram -dijo Kristiane.

– Te doy todo lo que quieras -susurró Inger Johanne-. Lo que más, más quieras.

Inger Johanne sabía que era inútil. Kristiane decidía por sí misma dónde estaba. En el transcurso de catorce años de convivencia con una niña tan apegada que a veces tenía problemas para distinguir lo que era ella y lo que era la niña, todavía no encontraba respuesta a qué era lo que hacía que su hija pasase de un estado al otro. Aprendieron algunas señales, ella, Yngvar e Isak, el padre de Kristiane. Rutinas y costumbres, comestibles que debían evitar y alimentos que le provocaban reacciones, medicinas que probaron y que dedujeron juntos que no funcionaban; ya habían recorrido algunos caminos que hacían que la vida con Kristiane fuera algo más fácil. Pero la mayor parte del tiempo su hija transitaba por su propio paisaje, con su propio mapa y tras su antojo incomprensible.

– Mamá te quiere más alto que el cielo -susurró Inger Johanne despacito; sus labios hacían cosquillas en las orejas de su hija, y ésta sonrió.

– Viene papá -dijo.

– Sí. Papá viene pronto. En cuanto termine de cenar en casa de los abuelos, viene a ver a su nena.

Su mirada carecía de expresión. Parecía como si los ojos se moviesen independientemente el uno del otro, e Inger Johanne se asustó. Solían estar fijos en algo que nadie podía ver.

– La señora estaba…

– Se llama Albertine -la interrumpió Inger Johanne-. Albertine dormía.

– Hacía tanto frío. No te encontraba, mamá.

– Pero yo te encontré. Al final.

Inger Johanne estaba tan concentrada en la chiquilla que no se percató de la presencia de su madre. Lo primero que sintió fue su perfume, uno que le había regalado su hermana, y que costaba más de lo que Inger Johanne gastaba durante todo un año en cosméticos e higiene personal.

«Vete», trató de decirle con todo su ser. Se encogió de hornillos y se corrió un poquito hacia un lado, todavía en cuclillas.

– Kristiane -dijo ella, serena y decidida-. Ahora tienes que venir con la abuela. Lo primero que haremos será abrir el regalo rojo con lazo rosa. Es para ti. Dentro hay una caja con una cerradura. Si abres la caja y destrabas otra cerradura, encontrarás un microscopio. Tal como el que querías. Ahora me das la mano, así…

Inger Johanne estaba todavía agachada, con las manos apoyadas en los delgados muslos de Kristiane.

– Microscopio -dijo Kristiane-. Del griego micron, «pequeño» y skopein, «mirar».

– Exacto -dijo la abuela-. Ven ahora.

Los Sølvguttene ya no cantaban. Ragnhild apagó el televisor. Lo mismo hicieron los vecinos del piso de abajo. De la cocina salía olor de café, y afuera estaba tan silencioso como solía estarlo únicamente esa noche del año, cuando las iglesias estaban vacías, las campanas silenciadas y no había nadie yendo o viniendo de algún sitio.

Las manos largas y estrechas de la abuela se deslizaron dentro de las de Kristiane.

– Abuela -dijo la niña, y sonrió-, quiero mi microscopio.

Sin embargo, Kristiane seguía mirando a su madre. Fijaba la mirada en ella y la mantuvo así hasta que finalmente siguió a su abuela obedientemente hasta el sofá, para abrir un regalo cuyo contenido ya conocía.

Inger Johanne se incorporó con orgullo y se quedó de pie.

Sintió una extraña caricia de felicidad, que desapareció antes de que pudiese reconocerla.



Para Eva Karin Lysgaard, la felicidad era una expresión tangible.

La felicidad se hallaba en su fe en Jesucristo. Desde la vez que encontró al Salvador durante un paseo en el bosque, a los dieciséis años, experimentaba cada día la jubilosa sensación de su cercanía. Hablaba con El siempre, y a menudo recibía respuesta. Ahora era una mujer de sesenta y dos años y aun en la pena, que naturalmente a su edad ya experimentado, Jesús estaba con ella, con seguridad y apoyo y con infinito amor.

Eran casi las once de la noche del día del cumpleaños del Señor.

Eva Karin Lysgaard tenía un trato con Jesús. Un pacto con su marido, Erik, y con el Señor. Cuando a ella y a Erik la vida se les tornó oscura, encontraron una forma de evitar todo lo que era difícil. No fue el camino más simple, les llevó tiempo encontrarlo, y sería para siempre algo entre ella, Erik y el Salvador.

Ahora estaba allí. En camino.

El viento soplaba desde la bahía y sabía a sal. Tras muchas de las ventanas de las casitas pintorescas brillaba todavía un resplandor suave; para la mayoría la Nochebuena no terminaba aún.

Tropezó con el cordón al doblar la esquina de Forstandersmauet, pero se recuperó enseguida. Las gafas se le empañaban y estaban mojadas, le era difícil ver con claridad. No importaba. Aquél era su camino, lo había recorrido ya muchas veces.

Se detuvo por un instante, asombrada.

Oía pasos detrás.

Llevaba más de veinte minutos caminando y no había visto todavía otro ser viviente que un gato callejero y las gaviotas, que chillaban sobre la bahía.

– ¿Obispo Lysgaard?

Se volvió hacia la voz.

– ¿Sí? -preguntó sonriendo.

Había algo en la voz del hombre, algo desconocido. Duro, quizá. Diferente, de todos modos.

– ¿Quién es? ¿Hay algo en lo que pueda ayudarle?

En el instante en que él la acuchilló, ella entendió que se había equivocado. En los dieciséis segundos que transcurrieron entre que fue consciente de que iba a morir y su muerte, no opuso ninguna resistencia. No dijo nada y se dejó caer sobre la calle con el desconocido sobre ella. El hombre con el cuchillo le pareció irrelevante. Era ella quien se había equivocado. Durante todos estos años en que creyó que tenía a Jesús a su lado, en su vana creencia de que Él la había perdonado y aceptado, vivió en una mentira mayor de lo que podría soportar en caso de seguir viviendo.

Y en el instante de la muerte, cuando ya no hubo más que ver y toda la sensación de existir cesó, se preguntó qué era lo que Él, el de la vida eterna, no había aceptado: si la mentira o el pecado.

Daba lo mismo, pensó.

Y murió.


– El niño Jesús no puede tener 2008 años -dijo Ragnhild, y bostezó-. ¡Nadie vive para siempre!

– No -contestó Yngvar-. De hecho murió bastante joven. Celebramos la Navidad porque es entonces cuando nació.

– Deberíamos tener globos. No es un cumpleaños si no hay globos. ¿Crees que al niño Jesús le gustaban los globos?

– En aquellos tiempos no había cosas como ésa. Y ahora debes dormir, cariño. ¡Ya es casi la una! De hecho, ya es Navidad.

– Récord personal -festejó Ragnhild-. ¿Es más tarde que las once?

Yngvar asintió con la cabeza y arropó a la niña por cuarta vez en dos horas.

– Ahora hay que dormir.

– ¿Por qué la una es más tarde que las once, si uno es un número pequeño y once uno tan grande? ¿Puedo estar despierta hasta tan tarde la noche de Año Nuevo?

– Ya veremos. ¡Ahora tienes que dormir!

La besó en la nariz y se dirigió hacia la puerta.

– Ah, papá…

– Debes dormir. Papá se va a enfadar si no te acuestas ahora. ¿Entiendes?

Pulsó el interruptor y la habitación quedó envuelta en el resplandor rojo de la guirnalda con corazoncitos luminosos que enmarcaba la única ventana.

– Pero, papá, una cosa, sólo…

– ¿Qué?

– En realidad es un poco tonto que le regalaran a Kristiane un microscopio. Sólo lo va a romper.

– Puede ser. Pero es lo que ella quería.

– ¿Por qué no me regalaron a mí un micro…?

– ¡Ragnhild! ¡Ahora sí que me voy a enfadar! Si no te acuestas en este preciso…

El ruido de la colcha, que se arrugaba, lo interrumpió.

– Buenas noches, papá. Te quiero.

Yngvar sonrió y tiró de la puerta hacia sí.

– Yo también te quiero. Nos vemos mañana.

Salió. Kristiane se había dormido hacía rato, pero podía despertarse sólo con que una pluma cayese al suelo. Cuando pasó delante de su puerta, contuvo la respiración. Entonces se sobresaltó.

¿El teléfono? ¿A la una de la mañana, en Nochebuena?

En dos zancadas llegó a la puerta de la sala para acallar el barullo lo antes posible. Por suerte, Inger Johanne llegó antes que él. Hablaba despacio, al lado del árbol de Navidad, que estaba en un estado lamentable después de que Jack, el chucho marrón claro de Kristiane, enloqueciese y lo tumbara, para convertirlo en un caos de lucecitas eléctricas y palos de Jacob. Su suegra había colocado un hueso envuelto debajo de los regalos, por lo que no se podía culpar del todo al animal.

– Aquí viene -oyó que decía Inger Johanne antes de entregarle el teléfono.

Tenía la expresión resignada que siempre le hacía sentir un vacío en el diafragma. Hizo un gesto con la mano a modo de disculpa antes de coger el auricular.

– Aquí Stubø.

Inger Johanne caminaba por la sala. Recogió un juguete aquí, un libro allá, y los colocó en lugares en donde tampoco debían estar. Movió una maceta y ensució el mantel con tierra. Fue hasta la cocina, sin ganas de vaciar el lavavajillas para poner en él el resto de la pila de platos sucios. Estaba agotada y decidió servirse el último resto de la botella de vino, ya casi vacía, que había recibido como regalo de su hermana. Según su madre costaba más de tres mil coronas, lo que era tan parecido a dar margaritas a los cerdos que Inger Johanne terminó de llenar la copa con un vino italiano barato del cartón que había sobre la mesa.

– Vale -oyó que decía Yngvar-. Hablamos mañana. Pásame a buscar a las seis.

Cortó la comunicación.

– A las seis -resopló Inger Johanne-. ¿Cuándo podremos permitirnos dormir un poco?

Suspiró profundamente y se sentó en el sofá.

– Ha sido una noche divertida -dijo Yngvar dejándose caer al lado de ella-. Tu padre estuvo como de costumbre agradable y enervante. Tu madre…, tu madre…

– Estuvo fatal conmigo, buena con Ragnhild, hábil con Kristiane y despectiva contigo. Y sutilmente destructiva con Ysak, porque no apareció. Como siempre. ¿Quién ha muerto?

– ¿Qué?

– Tu trabajo.

Inger Johanne indicó con la cabeza el teléfono sobre la mesa de la sala.

– ¡Oh! Es algo sorprendente.

– Cuando te llaman del trabajo en Nochebuena, entiendo que ha de ser sorprendente. ¿De qué se trata?

Yngvar tomó la copa de ella y se la llevó a los labios con un impulso tal que cuando la bajó tenía el bigote rojo. Entonces se rehízo, echó una mirada al reloj y corrió hacia la cocina. Inger Johanne pudo oír que escupía en el fregadero.

– Es posible que mañana necesite estar en condiciones de conducir -dijo al regresar, secándose los labios con el brazo-. En todo caso, debería poder pensar con claridad.

– Tú siempre piensas con claridad.

Sonrió y se sentó con pesadez al lado de su mujer. La mesa estaba todavía cubierta de papel de regalo, vasos, tazas de café y botellas. Con un cuidado que nadie hubiese sospechado en un hombre de ese tamaño, recogió los pies y cruzó las piernas.

– Eva Karin Lysgaard -dijo, y bebió un sorbo de una botella de Farris que había cogido de la cocina-. Está muerta.

– ¿Eva Karin Lysgaard? ¿La obispo? ¿La obispo Lysgaard?

Él asintió con la cabeza.

– ¿Cómo? Quiero decir, si te llaman, ha de tratarse de un crimen. ¿La mataron? ¿Han matado a la obispo Lysgaard? ¿Cómo? ¿Y cuándo?

Yngvar bebió un poco más y se restregó la cara como si eso lo fuese a poner más sobrio.

– Sé muy poco. Todo debe de haber pasado hace solamente… -Echó una mirada rápida al reloj-. Hace poco más de dos horas. La mataron de una cuchillada, es todo lo que sé. Bueno, tampoco sé si la mataron con un cuchillo, pero por ahora parece que la causa de la muerte fue una cuchillada profunda cerca del corazón. Además, sucedió en la calle. Fuera. No sé mucho más. Normalmente la Policía de Hordaland no nos pediría apoyo táctico en un caso como éste, por lo menos no tan de inmediato. Pero esto va a… Bueno. De todas maneras, Sigmund Berli y yo iremos allí mañana por la mañana.

Inger Johanne se enderezó y dejó la copa. Un instante después la alejó con resolución, empujándola hacia el centro de la mesa.

– Joder. -Eso fue lo único que atinó a decir.

Se quedaron sentados en silencio. Inger Johanne sintió un golpe de frío y se le puso la piel de gallina. Eva Karin Lysgaard. La destacada y gentil obispo de Bjørgvin. Asesinada. En Nochebuena. Inger Johanne trató de completar una sucesión de pensamientos, pero el cerebro parecía vacío.

El sábado pasado, el mismo día en que celebraran esa condenada boda, el Magasinet publicó una semblanza a cuatro páginas sobre la obispo Lysgaard. Inger Johanne no tuvo tiempo de leer los periódicos ese día, pero cuando vio el titular de portada compró el Dagbladet para guardar el artículo y poder mirarlo después. Nunca llegó a leerlo.

De pronto se estiró sobre el brazo del sofá y buscó en la cesta de los periódicos.

– Aquí -dijo, y puso el Magasinet sobre las rodillas-. «Obispo sin látigo.»

Yngvar la rodeó con el brazo. Al mismo tiempo se inclinó sobre la revista. La imagen era el retrato de una mujer madura. Los ojos tenían forma de almendras inclinadas. Hacían que pareciese triste, aun cuando sonreía. Los iris eran de un marrón oscuro, casi negros, y tenía grandes cejas oscuras y pestañas que parecían anormalmente largas, a pesar de las arrugas que rodeaban los ojos.

– Una mujer bastante buena moza -murmuró Yngvar con ganas de leer el artículo.

– No bien parecida, precisamente. Especial. Singular. Parece realmente tan amable como era en… vida.

Inger Johanne miraba y miraba. Yngvar lanzó un bostezo largo.

– Perdóname -se disculpó, y sacudió la cabeza-. He de dormir mientras pueda. Deberíamos ordenar esto antes de acostarnos, ¿no?, si no tendrás que hacerlo todo tú mañana por la mañana, y eso…

– En la calle -dijo Inger Johanne-. ¿Has dicho que la mataron en la calle? ¿En Nochebuena?

– Sí. Como por milagro, una patrulla de la Policía la encontró. Una de las pocas que circulaba esta noche. Estaba ahí, en plena calle. En realidad, tenemos una gran ventaja. Por una vez parece que la prensa no se ha enterado del asesinato antes de que transcurriesen dos minutos. Mañana tampoco saldrán los periódicos.

– Las páginas de noticias de Internet no son malas -murmuró Inger Johanne, con la mirada todavía clavada en el retrato de la obispo de Bjørgvin-. Son peores, de hecho. Además está la radio. En un caso como éste no importa que, en principio, todos estén de vacaciones. Pero ¿por qué debes ir? ¿No es la Policía de Bergen absolutamente competente para manejar un caso así?

Yngvar sonrió.

Kripos ya no era realmente lo que había sido una vez. De ser una especie de grupo de élite formado hacía ya casi cincuenta años por investigadores que se agruparon bajo el popular nombre de Comisión de Homicidios, el Departamento Policial de Homicidios había evolucionado hasta ser una gran organización con máximas competencias en las áreas de investigación táctica y, en especial, técnica. La organización recibía cada vez más tareas y también trabajos de mayor envergadura, tanto en el país como en el exterior. Para el público, y hasta el fin del milenio, era más visible como un órgano de apoyo para la Policía común en casos importantes. En especial en homicidios. Pero así como los tiempos cambian, también lo hace la criminalidad. En 2005, Kripos fue en realidad desmantelado, para renacer como la Unidad Nacional para la Lucha contra el Crimen Organizado y Otros Crímenes Importantes (Kripos). La abreviatura noruega correspondiente hubiese sido DNEFBAOOAAKK. Las protestas en contra del nuevo nombre fueron violentas e hicieron algo más que sugerir que sonaba como la desagradable onomatopeya de un vómito. Ganaron los empleados, y Kripos pudo alegrarse de llegar a su quincuagésimo aniversario en febrero de 2009 ostentando su antigua y eufónica denominación.

Sin embargo, las tareas fueron y eran distintas, de acuerdo con el nombre descartado.

Las unidades de Policía se hicieron más grandes, más poderosas y mucho más competentes. La gran paradoja en la lucha contra el crimen era que cuanto mayor y más profesional era el crimen, mayor y más efectiva era la Policía. Gradualmente, a medida que llegaban más y más casos de homicidio a las pequeñas comisarias, éstas se hicieron más competentes. Se las arreglaban solas. Por lo menos en lo relativo a la parte táctica de las investigaciones.

Yngvar acercó los labios al oído de Inger Johanne.

– Pero es que yo soy tan bueno, ¿sabes?

Ella sonrió, muy a su pesar.

– Y por otro lado, va a traer un revuelo mayúsculo -agregó él, y bostezó-. Apuesto a que están preocupados. Y si me quieren con ellos, pues me tendrán.

Se puso de pie y recorrió el cuarto con una mirada de desánimo.

– ¿Arreglamos lo peor?

Inger Johanne sacudió la cabeza.

– ¿Qué estaría haciendo en la calle? -preguntó despacio.

– ¿Qué?

– ¿Qué ha salido a hacer, tarde y en Nochebuena?

– Ni idea. Estaría de camino a casa de un amigo, quizá.

– Pero…

– Inger Johanne. Es tarde. No sé casi nada acerca de este caso, aparte de que debo prepararme para viajar a Bergen muy temprano…, mañana por la mañana. No tiene ningún sentido especular con la escasa información que tenemos. Eso lo sabes bien. Recojamos todo esto o vayámonos a dormir.

– A dormir -dijo Inger Johanne poniéndose de pie.

Pasó por la cocina, tomó una botella de Farris y decidió llevarse el Magasinet a la cama. Mañana tomaría las cosas como viniesen.

– ¿Pasa algo? -preguntó de pronto Yngvar, al verla de pie en el centro del cuarto sin decidir adónde ir.

– No…, sólo que me siento tan… triste.

Levantó la vista, apesadumbrada.

– Por supuesto que uno se entristece -dijo Yngvar, y levantó la mano para acariciarle una mejilla.

– No. No está bien. Me altera… No debo dejarme alterar por estos casos tuyos. Pero la obispo, siempre me pareció tan… buena.

Yngvar sonrió y la besó con delicadeza.

– Si hay algo que tú y yo sabemos -dijo tomándola de la mano-, es que también matan a los buenos. Ven.

Se pasó la noche en vela. Cuando amaneció, Inger Johanne había leído ya tantas veces el artículo sobre la obispo Eva Karin Lysgaard que se lo sabía de memoria.

Pero eso no la ayudó en lo más mínimo.

Un hombre

Nada ayudaba.

Nada podría ayudar nunca. Evidentemente, se habían propuesto visitarlo. Como si ellos fueran lo que él precisaba. Como si por un instante la vida pudiese ser otra vez soportable sólo porque esos extraños se sentaban en su casa, en su sillón; ese sillón amarillo, gastado, colocado en diagonal frente al televisor y con una labor de punto dentro de un cesto trenzado, a su lado.

Le preguntaron si tenía a alguien.

Una vez tuvo a alguien. Hasta hacía unas horas tenía a Eva Karin. Durante toda una vida tuvo a Eva Karin, y ahora no tenía a nadie.

Le recordaron a su hijo. Preguntaron sobre su hijo. Sobre si quería avisar él mismo a Lukas, o si prefería que ellos se hicieran cargo del asunto. Así se lo había preguntado la mujer que estaba sentada en el sillón de Eva Karin: «se hicieran cargo del asunto». Como si aquello fuese un asunto. Como si hubiese algo más de lo que hacerse cargo.

No sentía dolor.

Dolor era algo que hacía sufrir. El dolor dolía. Todo lo que podía sentir ahora era una ausencia de existencia. Un espacio vacío que lo hacía mirarse las manos como si fuesen de otro. Cerró el puño derecho con tanta fuerza que las uñas se le hundieron en la palma. No sentía ni dolor ni vida, sólo sentía una nada grande e incolora en la que Eva Karin ya no estaba.

Ahora entendió que hasta Dios lo había abandonado.

El tiempo había dejado de transcurrir.



Su reloj de pulsera se había detenido. Sacudió irritada el brazo y comprendió que estaba mucho más retrasada de lo que quería estar. Tenía que hacer entrar a las niñas y vestirlas bien sin que Kristiane se lo pusiese difícil.

Se acercó a la ventana.

Sobre el césped del frente, dentro de la cerca que daba a la ralle Hauges, Ragnhild y Kristiane habían amontonado suficiente escarcha como para construir el muñeco de nieve más pequeño del mundo. Tenía apenas diez centímetros de alto, pero aun desde el segundo piso Inger Johanne podía ver que le habían colocado como sombrero una hoja de roble amarillenta y que le habían dibujado la boca con unas piedrecitas.

Cruzó los brazos y se apoyó contra el marco de la ventana. Como de costumbre, Ragnhild era la que construía y dirigía. Kristiane estaba de pie frente a ella, muy firme, completamente inmóvil. Pese a que Inger Johanne no alcanzaba a oír las palabras desde donde estaba, oía que la menor de sus hijas declamaba como si tuviese frente a sí al auditorio más interesado del mundo.

Y quizá lo tuviese.

Inger Johanne sonrió cuando Ragnhild se incorporó de pronto desde la minúscula obra de arte y comenzó a cantar a viva voz. Ahora podía oírla perfectamente. Vivir es amar resonaba por el vecindario, ahora que la niña había aprendido la canción. Cantarla para conmemorar que habían acabado de montar un muñeco de nieve debía de ser, por lo menos, una sugerencia de Kristiane.

Una figura llamó la atención de Inger Johanne.

Un hombre, de hecho, y no estaba segura de dónde había salido. Tampoco parecía que estuviera seguro de adónde quería ir. Por una u otra razón se sintió intranquila. Por supuesto que había niños en el vecindario que aparecían de la nada de vez en cuando, pero los adultos que pasaban por esas calles residenciales siempre tenían un destino. Después de tantos años de vivir en esa callecita, conocía a un buen número de ellos.

El hombre deambulaba hacia delante, con las manos en los bolsillos. La gorra le caía hasta taparle los ojos y la bufanda le rodeaba el cuello para ocultarle la parte inferior del rostro. Había, sin embargo, algo en la forma en que se movía que le decía que no era tan joven.

Sacudió de nuevo la mano izquierda. El reloj estaba muerto, debía de ser la pila. Tal vez tenía prisa. Estaba a punto alejarse de la ventana cuando el hombre se detuvo ante el cubo de basura.

«Su» cubo de basura.

Inger Johanne sintió que el miedo la traspasaba, como sucedía cada vez que la embargaba la impresión de no tener el control total sobre Kristiane. Por un instante se quedó quieta sin saber si debía correr hacia abajo o quedarse mirando. Sin realmente elegir, se quedó inmóvil.

Quizás él las estaba llamando.

En todo caso las niñas miraron al hombre, y a pesar de que Ragnhild estaba dándole la espalda, los movimientos que hacía con los brazos delataban que estaba hablándole. El hombre respondió algo y le hizo un gesto para que se acercara. En lugar de hacerlo, la niña retrocedió un paso.

Inger Johanne salió corriendo.

Pasó como volando por el apartamento y a través de la sala, llegó a la entrada y al vestíbulo que se había convertido en el cuarto de juego de las niñas; corrió, por poco no resbaló en las escaleras y salió al frío sin zapatos ni pantuflas.

– ¡Kristiane! -gritó, intentando que su voz sonara normal-. ¡Ragnhild! ¿Estáis ahí?

Las vio en cuanto rodeó la esquina de la casa.

Ragnhild estaba otra vez en cuclillas frente al pequeño muñeco de nieve. Kristiane miraba un pájaro o un avión. Miraba hacia arriba, al aire, y sin preocuparse por su madre sacaba la lengua tratando de atrapar algunos de los livianos copos de nieve que empezaban a caer.

No había rastros del hombre.

– Mamá -dijo Ragnhild estricta-. ¡No se puede salir así de casa!

Inger Johanne se miró los pies.

– ¡Caramba! -dijo y sonrió-. ¡Habrase visto una mamá más tonta!

Ragnhild se rio entusiasmada, apuntándola con una palita de juguete roja.

Kristiane todavía atrapaba copos de nievo.

– ¿Quién era ese hombre? -preguntó Inger Johanne como si nada.

– ¿Qué hombre?

Ragnhild se sorbió los mocos que le caían en surcos desde la nariz.

– Ese que hablaba con vosotras. El que…

– No lo conozco -dijo Ragnhild-. Mira qué bonito el muñeco de nieve que hemos hecho. ¡Sin nada de nieve!

– Es precioso. Ahora tenéis que entrar, las dos. Vamos a una fiesta de Navidad. ¿Qué os ha preguntado?

Dam-di-rum-ram -dijo Kristiane, y sonrió al cielo.

– Nada -dijo Ragnhild-. ¿Tenemos que ir a la fiesta? ¿Vendrá papá con nosotras?

– No, él está en Bergen. Pero ¿ese hombre qué os dijo? He visto que…

– Sólo preguntó si habíamos pasado una bonita Navidad -dijo Ragnhild-. ¿No tienes los pies congelados, mamá?

– Sí. Venid, las dos. ¡Vaaamos, venid!

Sorprendentemente, Kristiane empezó a caminar. Inger Johanne tomó la mano de Ragnhild y la siguió.

– ¿Y qué contestaste? -preguntó.

– Le dije que era una magnífica Navidad con crema.

– ¿Quería…, trató de hacer que te acercaras?

Llegaron al sendero de piedrecillas y siguieron la pared de la casa hasta las escaleras. Kristiane hablaba consigo misma, pero parecía contenta y satisfecha.

Bueeeno…

Ragnhild se soltó.

– Pero eso ya lo sabemos, mamá, que nunca debemos acercarnos a extraños. O seguirlos, o cosas así.

– Perfecto. Bien, mi niña.

Inger Johanne estaba a punto de congelarse los dedos de los pies. Hizo una mueca cuando dejó el sendero y apoyó el pie sobre la piedra helada de la escalera.

– Me preguntó si me habían regalado cosas bonitas -dijo de pronto Kristiane, mientras abría la puerta-. Sólo a mí. A Ragnhild no.

– ¿Sí? ¿Cómo sabes que te preguntaba sólo a ti?

– Porque lo dijo. Dijo…

Las tres se quedaron paradas. Kristiane tenía esa extraña mirada, como si se volviese hacia dentro, como si buscase en un archivo de dentro de su cabeza.

– «¿Estáis aquí, niñas? ¿Habéis pasado una buena Navidad? Y a ti, Kristiane ¿te han regalado algo bonito?»

La voz era neutra, y se hizo un completo silencio.

– Tal cual -dijo Inger Johanne finalmente, y forzó una sonrisa-. Qué amable, ¿no? Ahora tenemos que ponernos elegantes bien rápido. Vamos a casa de la abuela y del abuelo, Kristiane. Papá vendrá enseguida a buscarnos.

– Oh…

Ragnhild se sentó de nalgas en el suelo y comenzó a rezongar.

– ¿Por qué Kristiane ha de tener a su papá con ella cuando yo no tengo al mío?

– Ya te dije que papá tiene que trabajar. ¡Y tú lo pasas siempre tan bien en casa de los abuelos de Kristiane…!

– ¡No quiero! ¡No quiero!

La chiquilla se alejó y comenzó a deslizarse escaleras abajo con la cabeza hacia delante y los brazos extendidos al frente, como si fuese a nadar. Inger Johanne la atrapó de un brazo y la atrajo hacia sí, algo más rudamente de lo que hubiese querido. Ragnhild gritó.

Lo único que a Inger Johanne se le ocurría pensar era que Kristiane recordaba mal lo que había sucedido.

– ¡Quiero a mi papá! -chillaba Ragnhild, y trataba de soltarse del abrazo de la madre-¡Papá! ¡Mi papá! ¡No el tonto papá de Kristiane!

– ¡Oye, así no hablamos en esta familia! -gruñó Inger Johanne, que empujó a Kristiane a través de la puerta mientras arrastraba a su hija menor detrás de ella-. ¿Está claro?

Ragnhild cesó abruptamente de llorar, muy impresionada por la furia de su madre. En lugar de ello empezó a reírse.

Sin embargo, Inger Johanne pensaba sólo en una cosa: Kristiane nunca recordaba mal. Jamás.



– Todos podemos equivocarnos. No te enfades tanto por eso.

Marcus Koll junior sonrió a su hijo, que arrugaba las instrucciones.

– Ven aquí, a ver si juntos podemos arreglarlo.

El muchacho refunfuñó un momento antes de acercarse con desgana y arrojar el pequeño folleto sobre la mesa de la sala. El helicóptero descansaba, aún a medio montar, sobre la mesa del comedor.

– Rolf prometió que me ayudaría -dijo el muchacho adelantando el labio inferior.

– Tú sabes cómo pueden ser los clientes de Rolf.

– Ricos, tontos y con perros pequeños y feos.

El padre trató de ocultar una sonrisa.

– Bueno. Cuando una bulldog inglesa decide tener cachorros en Navidad, éstos tienen que nacer en Navidad. Sea o no sea fea.

– Rolf dice que la bulldog está agotada de tanto parir. Que no pueden tener crías.

– Que no «puede» tener crías.

– No tendrían que dejarlos. Es abuso de animales.

– De acuerdo. ¡Déjame ver!

Tomó el folleto de instrucciones y lo hojeó mientras se trasladaba hasta la lujosa mesa del comedor. Había hecho traducir el cuadernillo por un traductor técnico autorizado, para facilitarle las cosas a su hijo. El modelo que tenía frente a él era tan grande que por un instante se arrepintió. A pesar de que el chico mostraba un talento inusual para la mecánica, aquello era algo exagerado. El vendedor de la tienda de Boston le había precisado que el límite de edad aconsejado para el juguete era de dieciséis años, no menos, en razón de que pesaba casi un kilo y de que apenas estuviese en el aire ser convertiría en un riesgo para todo lo que se hallase en las inmediaciones.

– Hmm -dijo el padre rascándose la barba-. No lo entiendo del todo.

– El problema está en el rotor -dijo el muchacho-. ¡Mira aquí, papá!

Los dedos ansiosos trataban de armar las aspas, pero algo no estaba bien. El muchachito se rindió pronto y con un gemido apagado alejó de sí el rotor todavía desmontado. Su padre le alborotó con suavidad los cabellos.

– ¡Un poco más de paciencia, pequeño Marcus! ¡Paciencia! Querías esto como regalo de Navidad, ¿no?

– No me llames así, te lo dije. Y además no soy yo quien está haciendo algo mal. Hay algún fallo en las instrucciones.

Markus Koll acercó una silla, se sentó y extrajo las gafas del bolsillo delantero. El muchacho se sentó a su lado, entusiasta. El cabello rubio y ensortijado cosquilleó la cara del padre cuando el hijo se inclinó sobre las instrucciones. El débil aroma a jabón y galletitas de jengibre hizo que se sonriera y hubo de contenerse para no abrazar al muchacho, apretarlo contra sí y sentir el calor de ese hijo que había logrado tener a pesar de todo y de todos.

– Tú eres lo mejor que tengo -dijo despacio.

– Sí, sí, ¡qué pesado! ¿Qué quiere decir esto? «Pase la varilla más larga a través del anillo recortado en el extremo inferior del aspa número cuatro.» ¡Si hay una sola varilla! ¿Por qué pone «la más larga»? ¿Y dónde está ese condenado anillo?

El sol de diciembre arrojaba una luz blanca y silenciosa dentro de la sala. Fuera el día era claro y frío. Los árboles estaban cubiertos de cristales de escarcha, como si los hubiesen laqueado con aerosoles para la Navidad. El podía ver el fiordo de Oslo entre las ramas blancas más allá de la ventana, gris azulado y quieto, sin un signo de vida. El chisporroteo del fuego que ardía en el hogar se mezclaba con los ronquidos de dos setter ingleses que estaban echados juntos dentro de un cesto enorme, al lado de la puerta. Empezaba a percibirse el olor a pavo que salía de la cocina; una costumbre sobre la que Rolf había insistido una vez que finalmente se dejó persuadir para mudarse a vivir en aquella casa, hacía ya cinco años.

Marcus Koll junior vivía su vida en un cliché, y la adoraba.

Cuando nueve años atrás murió su padre, poco antes de que él mismo cumpliese los treinta y cinco, al principio se negó a aceptar la herencia. Georg Koll nunca había procurado a su hijo otra cosa que un buen nombre. El nombre era el de su abuelo, y eso hizo posible que Marcus Koll junior decidiera que no tenía padre; de muchacho no podía entender que éste no quisiera verlo más que los fines de semana. Ya a los doce años comenzó a entender que su madre no recibía ni siquiera la manutención que le correspondía por él y sus hermanos menores. Cuando cumplió quince años, decidió no hablar jamás con quien era su padre. El tipo había tenido su oportunidad. Fue el año que Marcus recibió por correo y como regalo de cumpleaños cien coronas dentro de una tarjeta plegada, con cinco palabras escritas con una caligrafía que sabía que no era la de su padre. Marcus metió ese dinero en un sobre y lo envió de vuelta con la tarjeta.

Cortar toda comunicación fue sorprendentemente fácil. Se veían tan poco que le fue posible evitar las dos o tres visitas anuales. Sentimentalmente, ya se había decidido por otro padre: Marcus Koll senior. Cuando logró comprender que su padre real simplemente no quería serlo y que no cambiaría nunca de parecer, se sintió aliviado. Liberado. Mejorado.

Y no aceptaría la herencia.

Era significativa.

Georg Koll había ganado mucho dinero con propiedades durante los años sesenta y setenta. Mucho antes del gran derrumbe del mercado inmobiliario, durante la última crisis financiera del siglo xx, movió la mayor parte de su fortuna a otras áreas más seguras. Utilizó con creces y para hacer dinero el talento del que tanto carecía como padre y sostén de familia. Contrariamente a otros, aprovechó el periodo de los yuppies pava asegurar sus inversiones en lugar de arriesgarlas tratando de obtener posibles beneficios a corto plazo.

Cuando murió, dejó tras de sí una empresa naviera de mediano porte y seis edificios céntricos de oficinas con una situación financiera óptima, además de unas acciones reunidas con celo que representaban la mayor parte de sus beneficios en los últimos cinco años. Sin duda, la muerte lo sorprendió; tenía solamente cincuenta y ocho años, era delgado y estaba bien entrenado cuando sufrió un infarto cerebral masivo camino de su casa viniendo desde la oficina, un tardío día de agosto. Como no se había vuelto a casar y tampoco dejó testamento, la fortuna fue a parar entera a manos de Marcus Koll, de su hermana, Anine, y de su hermano menor, Mathias.

Marcus no quería saber nada de la herencia.

A los quince años había devuelto el dinero a su padre, y a los veinte obtuvo su respuesta. Una carta. Había llegado a oídos del padre que su hijo mayor era homosexual. Marcus había dejado que su mirada corriese sobre la misiva y comprendió demasiado rápido lo que su padre deseaba. Por un lado tomaba distancia de su modo de vida explícitamente; un proceder no poco común en el ambiente de 1984. Peor fue que su padre, que nunca tuvo nada que ver con ningún dios, dibujase, no obstante, un cuadro de su futuro parecido a los relatos más siniestros de Sodoma y Gomorra. Además, le recordaba una nueva y terrible peste que venía de América y que atacaba sólo a los homosexuales. Llevaba a una muerte dolorosa, con abscesos y sufrimientos iguales a los de la peste negra. Por supuesto que Georg Koll no creía que esto fuera un castigo divino. No, era la propia naturaleza la que reaccionaba. Esta enfermedad fatal era una manifestación de la selección natural; dentro de un par de generaciones, aquellos que eran como su hijo habrían desaparecido. A menos que plegaran velas. Una vida como homosexual era una vida sin familia, sin seguridades, sin vínculos ni deberes y sin la alegría que surge de ser un buen ciudadano y una persona de provecho. Hasta que no comprendiese esto y pudiese garantizar que había cambiado de parecer, su hijo quedaría desheredado.

Como la legítima de sus hijos era insignificante en relación con la fortuna total de Georg Koll, había algo de trasfondo en la amenaza. A Marcus no le importó. Quemó la carta e intentó olvidar todo el asunto. Y cuando la herencia se hizo finalmente efectiva quince años más tarde, en 1999, salió a la luz que su padre, convencido de su propia inmortalidad, se había olvidado de redactar un testamento.

Marcus siguió en sus trece: no quería saber nada del dinero de su padre.

Sólo suavizó su postura cuando su abuelo, que generalmente nunca hablaba de su primogénito Georg, lo convenció de que él era el único de los tres hermanos que podía hacerse cargo de la fortuna familiar de una manera profesional. Su hermano era maestro y su hermana trabajaba como empleada en una librería. Él mismo era economista, y cuando sus hermanos insistieron en que lo mejor era formar una nueva empresa que incluyese los valores de todos los bienes paternos y cuya propiedad se repartiese entre los tres, manteniendo a Marcus como jefe y administrador, se dejó convencer. «Al final esto parece un jodido chiste -había bromeado Mathias-. El miserable regateó nuestro dinero y el de mamá durante todo este tiempo, y seremos nosotros quienes disfrutaremos de la fortuna de la que tanto trató de alejarnos.»

«Irónico», pensó Marcus. Una magnífica ironía.

– Papá -dijo el pequeño Marcus, impaciente-. ¿Qué pone aquí? ¿Qué significa esto?

Marcus Koll sonrió distraído y apartó la mirada del paisaje de la colina, del fiordo y del cielo blanco. Tenía hambre.

– Así -dijo colocando en su lugar un tornillo pequeño-. Ahora el rotor está terminado. Entonces podemos hacer simplemente así… ¿Quieres hacerlo tú?

El muchacho asintió con la cabeza y ensartó las cuatro aspas en sus lugares.

– ¡Lo hicimos, papá! ¡Lo hicimos! ¿Podemos salir y hacer que vuele? ¿Podemos ahora mismo?

Cogió el control remoto en una mano y en la otra el helicóptero, con cuidado, como si no pudiese creer que se mantuviera de una pieza.

– Hace mucho frío. Demasiado frío. Como te dije ayer, es posible que tengamos que esperar unas semanas antes de sacar el aparato al aire libre.

– Pero, papá…

– Lo prometiste, Marcus. Prometiste no insistir. ¿No podrías, en cambio, llamar a Rolf y averiguar si vendrá al gran almuerzo?

El niño dudó un momento antes de dejar los objetos que portaba, sin decir nada. Una sonrisa súbita le iluminó la cara.

– Ahora vienen la abuela y todos los demás -gritó, y salió corriendo.

La puerta se cerró de un portazo detrás del muchacho. El ruido resonó en sus oídos, hasta que sólo el débil ronquido de los perros impasibles y el chisporroteo del fuego llenaron la enorme sala. Los ojos de Marcus reposaron en la hoguera antes de recorrer todo el contorno del cuarto.

Vivía realmente en un cliché.

La casa de Asen.

Grande, pero discretamente alejada del camino, con solamente el piso superior visible para los transeúntes. Cuando la compró decidió rehacer el absurdo revestimiento rústico exterior, junto con la turba de los techos y el portón frente al garaje que parecía anunciar -tallado en tablas rústicas con cabezas de dragón en ambos extremos- que viajar era bueno, pero que era mejor quedarse en casa. Poco antes de que se pusiera manos a la obra, Rolf llegó a su vida y a la del pequeño Marcus. No pudo creer la primera vez que vio aquella enorme casa y se negó a mudarse hasta que Marcus le prometió conservar lo original y rústico (por decirlo de alguna manera) de la propiedad.

– Somos una familia convencional pero con una pizca de sal -se reía Rolf al comentar cómo vivían.

«Algo más ricos que el resto», solía pensar Marcus, pero no decía nada.

Rolf no pensaba en el dinero. Pensaba en la vida familiar, con el pequeño Marcus en medio de un enorme círculo de tíos y tías, primos y primas, el abuelo materno, amigos que iban y venían y que estaban casi siempre ahí en la casa de Asen; pensaba en los perros y en la semana de caza anual en el otoño, con amigos, viejos amigos; los muchachos con quien Marcus había crecido y a quienes nunca abandonó; Rolf se reía siempre y con ganas apreciando la vida, feliz y normal que vivía.

Rolf estaba siempre contento.

Todo había funcionado tal como Marcus esperaba.

Hasta logró hacer algo bueno con el dinero de su padre, que lo condenó a la miseria y lo creía arruinado. Paradójicamente, al dar por perdido el futuro de su hijo, Georg Koll le otorgó uno. Los terribles años iniciales habían quedado atrás, y Marcus evitó la enfermedad que eliminó tan brutalmente a muchos de sus conocidos con dolor, vergüenza y, en muchos casos, en soledad. Estaba profundamente agradecido por ello, y cuando quemó la carta de su padre, decidió que Georg Koll se equivocaba. De manera básica, fundamental. Marcus sería lo que su padre nunca logró ser: un hombre.

– ¡Papá!

El chiquillo entró corriendo en la sala y juntó las manos en un aplauso.

– ¡Todos vienen! Rolf dijo que la perra ha tenido tres cachorros, y él está de camino a casa, ansioso por…

– Bueno, bueno.

Marcus se rio y se puso de pie para seguir al muchacho al vestíbulo.

Escuchó el ruido de varios automóviles frente a la casa, las visitas llegaban.

Se detuvo un momento en el comedor y pensó en su pasado.

Por fin se había librado de la duda que lo había obsesionado durante varias semanas. Tenía un agudo instinto y había creado una fortuna con sólo seguirlo. A principios del verano de 2007, resistió durante semanas el deseo de desprenderse de todo en el mercado de acciones. Sentado, despierto noche tras noche, frente a análisis e informes, el único indicio de que algo andaba mal fue el enfriamiento del mercado norteamericano de viviendas. Cuando más tarde, durante el verano, llegó la primera caída de paquetes de obligaciones relacionadas con los préstamos subprime, se decidió de un día para otro. En el curso de tres meses liquidó más de mil millones en acciones norteamericanas, lo que le reportó enormes beneficios. Unos meses después se despertaba en medio de la noche de puro alivio. La fortuna estuvo generando intereses hasta que éstos empezaron a declinar.

Entonces Marcus Koll compró propiedades, justo cuando todo era barato.

Al cabo de pocos años, el rédito de las ventas sería formidable.

Marcus debía protegerse él mismo y a los suyos.

Tenía ese derecho. Era su deber.

Georg Koll había intentado destruir la vida de Marcus de nuevo, en esta ocasión desde el más allá, pero no iba a lograrlo.



– ¿Puedo?

Yngvar Stubø indicó con la cabeza el sillón amarillo frente al televisor. Erik Lysgaard no dio señales de reaccionar. Estaba sentado ahí sin más, en un sillón similar al otro, pero de color más oscuro, mirando fijamente hacia delante, las manos sobre el regazo.

Yngvar reparó entonces en el tejido y en los largos cabellos grises, casi invisibles, adheridos al reposacabezas sobre el respaldo del sillón. Cambiando de idea, tomó una silla de las que rodeaban la mesa de comedor y se sentó en ella.

Respiraba con pesadez. Un asomo de resaca lo molestaba desde que se había despertado a las cinco y media, y tenía sed. El vuelo de Gardermoen a Bergen había sido cualquier cosa menos agradable. Es cierto que el avión estaba casi vacío, pues no había tanta gente ansiosa por viajar de Oslo a Bergen a las 7.25 de la mañana del día de Navidad, pero durante el viaje se produjeron muchas turbulencias y apenas había dormido.

– Esto no es un interrogatorio -dijo cuando no se le ocurrió nada mejor-. Eso lo haremos más tarde, en la comisaria. Cuando se sienta…

«Cuando se sienta mejor», estuvo a punto de decir, pero se detuvo.

La sala era luminosa y agradable. No era ni moderna ni antigua. Algunos de los muebles estaban muy usados, como los dos sillones orejeros frente al televisor. El comedor también parecía heredado. El salón, por su parte, que estaba al lado, era de color crema y estaba lleno de almohadones coloridos; Yngvar había visto precisamente lo mismo en un folleto de Bohus que Kristiane quería leer en la cama como si fuese una cosa de vida o muerte. Había estantes para libros alrededor de las ventanas, a lo largo de toda la pared. Estaban llenos de títulos que indicaban que el matrimonio Lysgaard tenía variados intereses y manejaba varios idiomas. Un volumen grande con caracteres cirílicos en la tapa reposaba sobre la pequeña mesa de café entre los dos sillones. En las paredes, las pinturas colgaban tan cerca una de la otra que era difícil obtener una impresión aislada de cada una. La única que llamaba de inmediato la atención era una copia del Cristo del ábside, de Henrik Sørensen, una figura rubia del Mesías en actitud de abrazar. Quizá ni siquiera era una copia. Parecía un original y podía ser uno de los varios bosquejos del autor para la obra final de la iglesia de Lillestrøm.

De cualquier modo, la gran atracción era el enorme pesebre navideño que vio sobre el aparador. Debía de tener más de un metro de ancho, y quizá medio metro de alto, y lo mismo de profundidad. Estaba dentro de una especie de caja con un vidrio encima, como en un cuadro. En medio de ángeles y pequeños pastores, de las ovejas y los tres reyes magos, el niño Jesús yacía en un lecho de paja. Dentro del humilde establo brillaba una luz, tan ingeniosamente simulada que parecía como si Jesús tuviese un halo.

– Es de Salzburgo -dijo Erik Lysgaard, tan de improviso que Yngvar se sobresaltó.

Volvió a quedarse callado.

– No era mi intención quedarme mirando -contestó Yngvar, que sonrió con prudencia-. Pero es verdaderamente cautivador.

El viudo levantó la vista por primera vez.

– Es lo que dice Eva Karin. «Cautivador», dice cuando habla del pesebre.

Dejó escapar un pequeño ronquido, como si tratase de evitar ponerse a llorar. Yngvar acercó un poco la silla.

– Muchas personas -soltó despacio, e hizo una pausa-. Muchas personas van a decirle en los próximos días que saben cómo se siente, pero pocas lo saben a ciencia cierta. Aunque la mayoría de los que tienen nuestra edad… -Yngvar debía de ser diez años menor que Erik Lysgaard-… han pasado por la experiencia de perder a alguien, las cosas son muy distintas cuando ha habido un crimen. No sólo perdemos a alguien de una manera brutal, sino que además nos quedamos con tantas preguntas. Un crimen de este tipo… -«No sé qué tipo de crimen es éste», pensó mientras hablaba. Estrictamente hablando, todavía no se había comprobado nada- es un ultraje para muchos otros, aparte de para la víctima. Puede quitarle el aire a cualquiera. Es…

– Disculpe.

El hijo de Erik, Lukas Lysgaard, abrió la boca por primera vez desde que había recibido a Yngvar y lo había conducido a la sala. Le había parecido lloroso y agotado, pero dueño de sí. Hasta ese momento había permanecido bastante quieto, al lado de la ventana más lejana, que se abría al jardín. Ahora arrugó el ceño y se acercó un par de pasos.

– No creo que mi padre necesite consuelo. No por parte suya, por lo menos, con el debido respeto. Tanto él como yo preferiríamos estar solos. Cuando accedimos a este interrogatorio… -se corrigió rápidamente-, a esta entrevista que no iba a ser un interrogatorio, fue porque, por supuesto, queremos ayudar a la Policía tanto como nos sea posible. Y más aún dadas las circunstancias. Como sabe, estoy dispuesto a declarar en la comisaría de Policía en cuanto lo dispongan, pero por lo que a mi padre respecta…

El padre se recuperó visiblemente en el sillón. Enderezó la espalda, parpadeó con énfasis y levantó la barbilla.

– ¿Qué es lo que quiere saber? -preguntó mirando directo a los ojos de Yngvar.

«Idiota», pensó Yngvar de sí mismo.

– Lo siento -dijo-. Por supuesto, debí dejarlos tranquilos. Es solamente que…, por una vez, no tenemos a los medios sobre la nuca. Por una vez sería posible adelantarse a esa pandilla que está allí fuera.

Señaló con el pulgar por encima el hombro, como si ya hubiese un grupo de periodistas en las escaleras.

– Pero debí pensarlo mejor. No los molestaré hoy. Por supuesto.

Se puso de pie y tomó la chaqueta que colgaba sobre una de las otras sillas del comedor. Erik Lysgaard lo miró con asombro, la boca entreabierta y el puño en la frente, justo sobre las poderosas gafas de pesada montura negra.

– ¿No tiene usted alguna pregunta? -preguntó con gentileza.

– Sí. Muchísimas. Pero como dije: eso puede esperar. ¿Podría utilizar el cuarto de baño antes de irme?

Esto último iba dirigido a Lukas.

– En la entrada, segunda puerta a la izquierda -murmuró éste.

Yngvar inclinó levemente la cabeza hacia Erik Lysgaard y caminó hacia la puerta. A mitad del camino se volvió.

Dudó.

– Una sola cosa -dijo rascándose una mejilla-. ¿Podría preguntarle qué hacía la obispo Lysgaard en la calle, caminando sola a las once de la noche en Nochebuena?

Siguió un extraño silencio.

El hijo miró al padre, pero no había realmente ninguna pregunta en la mirada. Sólo un aire expectante y sin expresión, como si ya supiese la respuesta, o como si ésta no le interesase. Por su parte, Erik Lysgaard apoyó las manos en los brazos del sillón, se recostó sobre el respaldo y respiró hondo antes de mirar a Yngvar directamente a los ojos.

– Eso no es asunto suyo.

– ¿Cómo?

Inoportunamente, Yngvar comenzó a reír.

– ¿Qué ha dicho?

– Dije que es algo que no le interesa.

– Bien. Yo creí que habíamos convenido…

Nuevamente se hizo el silencio.

– Tendremos oportunidad para hablar de esto más tarde -dijo finalmente, saludó al viudo levantando una mano y salió de la habitación.

La sorpresiva y absurda respuesta había hecho que se olvidara por un momento de la necesidad que lo acuciaba. En cuanto cerró la puerta tras de sí, sintió que tenía que darse prisa.

– En la entrada, segunda puerta a la derecha -susurró para sí; tomó el picaporte y abrió la puerta.

Un dormitorio. No muy grande, quizá de unos diez metros cuadrados. Rectangular, con una ventana en la pared corta, la más alejada de la puerta. Bajo la ventana, un camastro simple con ropa de cama color lila. En la cabecera, sobre la almohada, descansaba una prenda plegada. Un camisón, supuso Yngvar, que aspiró con energía por la nariz.

Definitivamente no era un cuarto de huéspedes. El olor dulce del sueño se mezclaba con un perfume débil, casi indiscernible.

La puerta no se podía abrir totalmente, golpeaba contra un armario.

Debía cerrarla y encontrar el baño.

En lugar de escritorio, el pequeño dormitorio tenía una mesa de luz espaciosa, con una pila de libros y una lámpara bajo un estante con cuatro retratos de familia enmarcados. Reconoció enseguida a Erik y a Lukas, junto a un viejo retrato en blanco y negro que probablemente era de la familia, de muchos años atrás, de cuando Lukas era pequeño. Aparecían todos en un bote durante el verano.

En la pared entre el armario y la cama, colgaba una pintura de intensos tonos rojizos, y sobre el respaldo de una silla de madera al pie del lecho vio algunas ropas. Las cortinas eran espesas, oscuras y estaban cerradas.

Eso era todo.

– ¡Oiga! ¡Por ahí no!

Yngvar regresó a la entrada con un sobresalto. Lukas Lysgaard se acercaba rápido agitando las manos.

– ¿Qué está haciendo? ¿Espiando por la casa? ¿Quién le ha dado permiso para…?

– ¡Usted me dijo en la entrada, segunda puerta a la derecha! Quería solamente…

– ¡Segunda puerta «a la izquierda»! ¡Ahí! -Indicó indignado la puerta enfrente de Yngvar.

– ¡Oh, disculpe! No era mi intención…

– ¿Puede darse un poco de prisa? Quisiera estar a solas con mi padre.

Lukas Lysgaard tendría unos treinta y cinco años. Un hombre de apariencia común con una anchura de hombros nada común. Tenía el cabello oscuro, con profundas entradas, ojos probablemente azules. Era difícil decirlo, eran pequeños y se ocultaban tras unas gafas que reflejaban la luz de la lámpara del techo.

– A veces, mi madre tenía problemas para dormir -dijo cuando Yngvar abrió la puerta correcta-. Entonces le gustaba leer. Para no molestar a mi padre, entonces…

Inclinó la cabeza en dirección al pequeño dormitorio.

– Entiendo. -Yngvar sonrió y entró en el baño.

Se tomó su tiempo.

Hubiera dado mucho por ver el dormitorio una vez más. Se arrepentía de no haber estado más despierto. De no haber visto más. No podía, por ejemplo, describir qué clase de ropa había sobre la silla; si era ropa de fiesta, o de Nochebuena o para uso diario. Tampoco se acordaba de qué libros reposaban sobre la mesa. No había la más mínima razón para creer que alguien en la familia tuviese algo que ver con el asesinato de una madre y esposa aparentemente amada. De todos modos, Yngvar Stubø sabía mejor que cualquiera que la resolución de un asesinato misterioso se esconde por lo común en la casa de la propia víctima. Podían ser cosas que ni sus más íntimos supiesen. Tal vez algún pequeño detalle, algo en lo que ni ella ni otros hubiesen reparado.

Pero que de todos modos podía ser importante.

En todo caso, una cosa era segura, pensó mientras se desabrochaba la bragueta: Eva Karin Lysgaard debía de tener enormes problemas para dormir si tenía que buscar refugio en el pequeño cuarto de servicio cada vez que no podía conciliar el sueño. Una explicación más satisfactoria era que la pareja dormía separada.

Se lavó las manos, se las secó bien y salió.

Lukas Lysgaard estaba esperándolo. Abrió la puerta de la calle sin decir una palabra.

– Entonces sabremos de ustedes -dijo sin ofrecer la mano a Yngvar.

– Evidentemente.

Yngvar se ajustó la chaqueta y salió a la pequeña marquesina. Estaba a punto de desearle feliz Navidad, pero, por suerte, se contuvo; justo a tiempo.

El extranjero

– ¡Feliz Navidad, entonces! ¡Que lo disfrutes!

La subinspectora Silje Sørensen subió las escaleras de dos en dos mientras saludaba agitando la mano hacia un colega que se había detenido a charlar cuando salía del espacioso y casi vacío edificio de la Central de Policía. Todos los servicios al público estaban suspendidos, excepto Homicidios, donde un agente somnoliento la había saludado inclinando la cabeza detrás de las paredes de vidrio cuando ella entró corriendo por las puertas en forma de esclusa del acceso de Grøndlandsleiret 44.

– Tengo a los niños en el coche -gritó, explicándose-. Vengo sólo a buscar mis esquíes, están en la oficina porque…

El colega ya estaba fuera del edificio. Silje Sørensen llegó al piso que buscaba. Agitada, dobló la esquina del pasillo y redujo la velocidad al acercarse a la puerta de su oficina. Se enredó con las llaves. Estaban heladas después de haber pasado un día entero en el coche. Además, tenía demasiadas llaves, y por lo menos la mitad pertenecían a cerraduras que ya ni siquiera recordaba a dónde pertenecían. Finalmente encontró la correcta y abrió la puerta.

En su época, el arquitecto había ganado un premio por el diseño de la Comisaría Central de Policía. Eso no era fácil de entender. Una vez dentro de la estrecha entrada, uno se engañaba al principio y creía que allí lo importante eran el aire y la luz. El gigantesco vestíbulo crecía en varios pisos de altura, circundado por galerías que lo bordeaban como los cantos de una herradura. Las oficinas, en cambio, eran pequeños cubículos conectados por extensos y opresivos pasillos. A Silje Sørensen siempre le habían parecido estancas y enclaustradas, independientemente de cuánto procurase ventilarlas.

Desde fuera, la Central de Policía parecía no haber soportado bien las sucesivas estaciones, sino haberse torcido y doblado con los golpes, ahí colgada de las alturas, entre la prisión de Oslo y la iglesia de Grønland. Durante sus quince años en la Policía, Silje Sørensen había visto cómo el municipio, el Estado y algunos optimistas entusiastas de la ciudad intentaban mejorar gradualmente la zona. Pero el bello parque Middelalder estaba demasiado lejos como para brindar gloria a la ruinosa Central de Policía. Tampoco la Ópera era más que un techo blanco e inclinado que apenas podía verse desde su oficina, por encima de los edificios sucios, bajo una cubierta de gases de escape.

Se disponía a abrir la ventana, pero tenía prisa.

La mirada planeó sobre el escritorio. Guardaba un orden pulcro en la oficina, al contrario de lo que hacía en todos los demás sitios. La atestada bandeja de entrada ubicada en el borde de la mesa le pesaba como una losa en la conciencia desde que había salido de la oficina, el viernes anterior a la Navidad. La bandeja de salida estaba vacía, y se percató del estrés que le sobrevendría cuando se le acabaran las vacaciones.

En el centro de la mesa vio una carpeta que no reconoció.

Se inclinó sobre ella y leyó el papelito amarillo adherido a la cubierta.


Subinsp. Sørensen:

Adjuntos encontrará unos documentos referentes a Hawre Ghani, presuntamente nacido el 16/12/1991. Tenga a bien ponerse en contacto en cuanto pueda con el abajo firmante.

Detective inspector Harald Bull, tel. 937*****/231*****


Los niños se iban a enfadar y se volverían intratables si se demoraba demasiado. Por otro lado, los había dejado en el asiento trasero de su coche, cada uno con su Nintendo DS, en un estacionamiento ilegal y con el motor en marcha. Considerando que habían recibido los juguetes ayer y que aún se sentían atraídos por la novedad, quizá no fuera tan peligroso.

Se sentó, todavía con el abrigo puesto, y abrió la carpeta.

Lo primero que vio era una fotografía. En blanco y negro y de grano grueso, con sombras bien marcadas. Podía ser la ampliación de una foto de un documento de identidad, pero tampoco satisfacía los requisitos de una foto de pasaporte. El muchacho (porque éste era más bien un muchacho, y no un hombre adulto) tenía los ojos a medio cerrar. La boca estaba abierta. Los detenidos solían poner caras cuando los fotografiaban, para volverse fácilmente irreconocibles. Por una u otra razón, ella no creyó que ése fuese el caso del joven en cuestión. Lo más probable era que hubieran sacado el retrato mal, simplemente, y que en ese momento el fotógrafo no hubiera tenido ganas de repetirlo.

Hawre Ghani no significaba mucho.

No era lo suficientemente importante.

La fotografía la conmovió.

Los labios del muchacho brillaban, como si se hubiese pasado la lengua por ellos. Había algo infantil e indefenso en el abultado labio superior, con el profundo arco de Cupido. En torno a los ojos, la piel era brillante y los pómulos no mostraban rastros de barba. Lo único que decía que aquél era un muchacho en plena pubertad era la insinuación de un bigote que asomaba bajo una nariz tan grande que casi ocluía el resto de la cara. En todo caso había algo de juvenil desproporción en su rostro. Algo de cachorro. Un rápido cálculo mental le dijo que Hawre Ghani acababa de cumplir diecisiete años.

Cuando siguió hojeando el informe, averiguó que, de todos modos, el joven no había llegado a vivir para cumplirlos.

A pesar de que Silje Sørensen había trabajado durante años para el Departamento de Delitos Violentos y Atentados contra la Moralidad y que había visto más de lo que se había imaginado que era posible ver cuando era una joven estudiante de Policía, la siguiente fotografía la hizo reaccionar. Dentro de una capucha oscura había algo que debía de ser una cara. Todos los rasgos estaban desdibujados, la piel estaba descolorida y terriblemente hinchada. La única órbita ocular era grande y estaba vacía; la otra era apenas visible. El labio superior había desaparecido parcialmente en una grieta irregular que exponía cuatro dientes blancos y uno plateado. En todo caso ella presumió que era plateado, en la loto era más un contraste negro y singular en la hilera de incisivos blancos como la tiza.

Siguió pasando las hojas con rapidez.

La penúltima hoja de la delgada carpeta era un informe escrito por un agente de la Unidad de Personas Extranjeras. Nunca había oído aquel nombre. El informe estaba fechado el 23 de diciembre de 2008.

Hacía ya dos días.


El abajo firmante acudió esta mañana a la Central de Policía para trasladar a dos detenidos, extranjeros con residencia ilegal en el reino, hasta el internado para extranjeros de Trandum. En la celda escuché la conversación de dos colegas acerca del cadáver de un desconocido, encontrado en la bahía de Oslo el 20 de diciembre pasado. Uno de ellos comentó que el cuerpo casi deshecho tenía un diente de plata en el maxilar superior. Reaccioné de inmediato, ya que durante seis semanas había tratado en vano de ubicar al refugiado kurdo (menor de edad) Hawre Ghani, en relación con su solicitud de residencia en Noruega. En una pelea de pandillas en Oslo City, en septiembre (por lo demás registrada como caso individual número 98*****37***/08), Hawre Ghani perdió el incisivo central derecho. Fue detenido después del episodio, y yo lo acompañé personalmente en una visita al dentista ese mismo día. Prefirió que le colocasen un diente plateado en vez de una corona blanca, y por lo visto eso se arregló luego conjuntamente entre Protección Infantil, Recepción de Refugiados y el dentista en cuestión.

Dado que hasta el momento no se encuentra registrada ninguna denuncia de desaparición que pueda corresponderse con el hallazgo en la bahía de Oslo, solicito al responsable del caso que contacte con el dentista Dag Brå, Tåsensenteret, teléfono 2229****, para una comparación del patrón dental del fallecido con sus fotografías y el material de archivo.


Silje Sørensen siguió hasta la última hoja de la carpeta. Era una copia de una página manuscrita dirigida a Harald Bull:


¡Hola, Harald!

A raíz de la Navidad, hoy 24 hice una rápida y muy poco científica verificación de la recomendación de PU. El dentista Brå accedió a verme en su oficina durante la mañana. Le mostré unas fotos de la dentadura de la víctima que yo mismo tomé (hice unas en Aker Brygge el domingo por la mañana, de mala calidad, pero el intento valía la pena). Las comparó con sus notas y sus radiografías, y por el momento concluyó que el muerto es muy probablemente el ya nombrado refugiado kurdo, menor de edad. Se mandó copia de toda la documentación del caso al Instituto de Medicina Forense. Imagino que una confirmación/negativa formal tendrá lugar enseguida, después de fin de año. Quizás hasta en el lapso que hay entre Navidad y Año Nuevo, si todos los buenos poderes están con nosotros. Escribiré un informe acerca de esto en cuanto regrese a la oficina. Ahora tendré ¡vacaciones!


¡Feliz Navidad!

Bengt


P.S. Ayer hablé con Medicina Forense. Las cosas apuntan a que fue asesinado con un objeto parecido a un garrote. «Una maravilla que la cabeza esté todavía entera», dijo la médica con quien hablé. Quizá deberíamos considerar mandar el caso al Departamento de Delitos Violentos.

D. S


Silje Sørensen cerró la carpeta y se recostó en la silla. Estaba sudando. El buen humor que tenía camino de la oficina había desaparecido del todo y se arrepintió de no haber dejado la carpeta ahí, sin mirarla.

Ahora sintió un intenso deseo de abrirla nuevamente, sólo para ver a ese joven; a ese huérfano sin raíces, a ese muchacho kurdo sin techo, con un diente plateado y los carrillos brillantes. No importaba cuántas veces asistiese a esos niños, y los dioses sabían que era muy a menudo, que nunca lograba tomar distancia con ellos. De vez en cuando, por la noche, cuando aparecía ante sus propios dos hijos, que ya opinaban que eran demasiado mayores como para que les diera un beso de buenas noches, pero que de todas maneras no se dormían hasta que ella los había arropado, podía sentir un punto de culpabilidad.

Quizás hasta de vergüenza.

Un bocinazo atravesó el silencio e hizo que su corazón se sobresaltase. Abrió la ventana y miró hacia abajo, a la rotonda frente a la entrada y a la Guardia de Homicidios.

– ¡Mamá! ¿Mamá, vienes proooonto?

Su hijo menor colgaba fuera de la ventanilla y gritaba. Sil-je Sørensen se enojó súbitamente. Con manos rápidas, colocó la carpeta de Hawre Ghani arriba de la bandeja de entrada, antes de arrancar la nota amarilla con el número de Harald Bull y ponérsela en el bolsillo.

Cuando echó el cerrojo a la puerta y se apresuró hacia el vestíbulo para ir hasta el coche a tiempo para evitar que su hijo gritase otra vez, olvidó por qué había pasado por la oficina temprano, aquella tarde de Navidad, camino de una cena en casa de sus suegros.

Los esquíes.

Todavía estaban detrás de la puerta de la oficina. Cuando finalmente recordó que los había olvidado, ya era demasiado tarde.


No era tan tarde, concluyó el jefe de guardia. La noticia saldría al aire al cabo de sólo dos minutos, pero como éste no era de ninguna manera un asunto muy importante, sería suficiente con un breve mensaje del estudio y un retrato de la obispo al final de la transmisión. Con la rapidez de un rayo, tecleó un mensaje al productor.

– Envíale de inmediato un mensaje de texto a Christian -ordenó dirigiéndose a la joven suplente-. Bien escueto. Y verifica con la agencia NTB que esté correcto. No necesitamos anuncios fúnebres falsos, especialmente en un día pobre en noticias.

– ¿Qué está pasando? -preguntó Mark Holden, uno de los pesos pesados de la cadena NRK en política internacional-. ¿Quién se ha muerto?

Cogió el papel que la suplente tenía en la mano y lo leyó en un segundo y medio antes de devolvérselo a la chica, que no alcanzó a darse cuenta del todo de que él se lo había cogido.

– Lamentable -dijo Holden, sin ningún atisbo de empatía en la voz-. No puede haber sido muy mayor. ¿Sesenta? ¿Sesenta y dos? Algo así. ¿De qué ha muerto?

No dice nada -dijo distraído el jefe de guardia-. No escuché nada acerca de que estuviera enferma. Ahora tengo que concentrarme en la transmisión. Si pudieras…

Alejó con un gesto al reportero, que era mucho mayor que él. Tenía la mirada fija en uno de los muchos monitores del cuarto oscuro. Llegó la viñeta. Todos los títulos aparecieron como debían. La presentadora estaba más elegante de lo normal, en honor a las fiestas.

El jefe de guardia se recostó en la silla y acomodó las piernas sobre la mesa.

– ¿Estás todavía ahí? -preguntó a la joven-. ¡La idea es que el anuncio de esta muerte salga hoy! No la semana que viene.

Entonces se percató de que los ojos de la joven estaban llenos de lágrimas. Le temblaban las manos. Tomó aliento con brusquedad y forzó una sonrisa.

– Por supuesto -dijo ella-. Lo hago enseguida.

– ¿Acaso la conocías?

Todavía no había ninguna calidez en la voz de Mark Holden. Sólo una profunda curiosidad, una necesidad casi automática de formular preguntas a todos y acerca de todo.

– Sí. Ella y su marido eran amigos de mis padres. Pero también es cierto que…

Le falló la voz.

– Era realmente…, realmente muy popular -la cortó el jefe de guardia, que siguió con lo suyo.

Mordió un lápiz y puso los pies otra vez en el suelo.

– Déjame -dijo alargando la mano para tomar la notita-. Deja que yo escriba el mensaje, así tú empiezas a trabajar para la foto de archivo de las noticias de las nueve. Un minuto. Más o menos, ¿vale?

La joven asintió con la cabeza.

– La obispo de Bjørgvin, Eva Karin Lysgaard, nos dejó de repente ayer, el día antes de Navidad, a los sesenta y dos años.

El jefe de guardia redactaba en voz alta mientras los dedos corrían sobre el teclado.

– La obispo Lysgaard era de Bergen, y fue seminarista en la ciudad antes de ser capellán de la cárcel. Durante un largo periodo fue párroco en la parroquia de Tjensvoll en Stavanger. En 2001 Fue nombrada obispo. Se distinguía como… -dudó, chasqueó los labios y de pronto siguió escribiendo-: una personalidad conciliadora en la Iglesia, especialmente entre las líneas opuestas en la activa discusión sobre la homosexualidad. Eva Karin Lysgaard era una figura popular en su ciudad natal, algo que sin ir más lejos se hizo muy evidente cuando celebró un servicio religioso en el estadio del Brann, después de que este equipo ganase su primer campeonato desde hacía 44 años, en 2007. La sobreviven su marido, un hijo y tres nietos.

– ¿Es necesario mencionar eso del campeonato de fútbol? -preguntó Mark Holden-. Es algo poco serio dadas las circunstancias, ¿no?

– De ninguna manera -se rio el jefe de guardia, restándole importancia y enviando el mensaje al productor con un golpe de tecla-. Va bien. Pero Mark…

Mark Holden deambulaba con una fuente enorme repleta de golosinas Twist.

– Mmm.

– ¿De qué se muere uno a esa edad?

– No jodas. De cualquier cosa, por supuesto. No tengo ni idea. Es raro que no diga nada al respecto. Ningún «tras una larga enfermedad», o algo por el estilo. De un ataque cerebral, se me ocurre. O de un infarto. O de otra cosa.

– Tenía sólo sesenta y dos años…

– Sí. ¿Y? Hay gente que se muere mucho antes. ¡Yo bendigo cada día que sigo aquí, en el mundo! En todo caso cada vez que me invitan a algún chocolate o a algo así.

Mark Holden no encontraba ningún bombón que le gustara. Al lado del plato había tres bombones de regaliz rechazados, y dos de coco.

– Ya has cogido los mejores -murmuró de mal humor.

El jefe de guardia no contestó. Se había quedado pensando en algo y mordió el lápiz con tanta fuerza que lo quebró. Sus ojos descansaban en los monitores que tenía frente a sí, aunque parecía que no les prestaba atención.

– ¡Oye, tú! -llamó de pronto a la joven suplente-. ¡Beate! ¡Ven aquí!

Ella dudó un instante antes de incorporarse y se acercó.

– Cuando termines con el pequeño aviso para la transmisión de las nueve -dijo el jefe de guardia apuntándola con el lápiz roto-, haces unas llamadas, ¿vale? Averigua de qué murió la dama. Huelo algo… -Frunció la nariz como un conejo-. Una historia. Quizá.

– ¿Llamar después? ¿A esta hora, en Navidad?

El jefe de guardia aspiró ruidosamente.

– ¿Quieres o no quieres ser periodista? Vamos. Ponte manos a la obra.

Beate Krohn no hizo un solo gesto.

– Dijiste que tus padres la conocían -insistió el jefe de guardia-. ¡Pues llámalos! Llama a quien quieras, pero averigua de qué murió la obispo, ¿de acuerdo?

– Vale -murmuró la joven, ya temerosa por lo que se le venía encima.


A Inger Johanne nunca le fallaba el ánimo. Pero a veces era muy difícil ponerse en marcha. Desde que acabó su doctorado en Criminología en la primavera de 2000, había completado dos proyectos. Después de lidiar con su tesis Violencia y sexualidad: un estudio comparativo de las condiciones vitales y experiencia temprana en los autores de delitos sexuales y delitos contra la propiedad, obtuvo una beca posdoctoral que le permitió escribir un estudio casi tan extenso como el primero sobre la condena de inocentes. Ragnhild llegó al final de ese proyecto. Acordó con Yngvar que ella se quedaría en casa con la niña durante dos años, pero empezó su último proyecto antes que el permiso por maternidad finalizara. Era un estudio sobre prostitutas menores de edad, su origen, sus circunstancias y las posibilidades que había de que se rehabilitaran.

En verano, la Dirección de Policía le encomendó una tarea.

Fue la misma Ingelin Killengreen quien contactó con ella. La directora de Policía había recibido claras señales de los políticos sobre la necesidad de poner los llamados «delitos de odio» en la agenda.

El problema era que ese tipo de delitos casi no existía. Los había, pero no aparecían en las estadísticas. La Dirección de Policía ya había puesto en marcha, junto con el distrito policial de Oslo, el registro de todas las denuncias hechas en 2007 en las que la motivación para los delitos cometidos tuviese relación con diferencias de raza, pertenencia étnica o religiosa, u orientación sexual. El informe final estaba a punto de aparecer e Inger Johanne ya había visto la mayor parte del material.

La cantidad era ínfima.

En 2007 se habían registrado en toda Noruega trescientos noventa y nueve casos de delitos de odio. De ese número, más del treinta y cinco por ciento fueron simplemente mal codificados en el registro policial de casos penales, STRASAK. En otras palabras, podía hablarse de delitos de odio en poco más de doscientos cincuenta casos.

En todo un año. En una sociedad con casi cinco millones de habitantes.

En comparación con la totalidad de denuncias policiales, doscientos cincuenta y seis casos eran tan pocos que el asunto resultaba claramente irrelevante.

Sin embargo, no lo era, por lo menos no en el terreno político. Como cada uno de los ataques motivados por el odio era definitivamente uno más que lo aceptable, como las cifras en negro para este tipo de crímenes debían de ser claramente mayores y como el Gobierno de coalición rojiverde quería llegar a las elecciones de 2009 con un triunfo en la manga sobre cualquiera de las minorías que aullaban cada vez que un homosexual era golpeado en la ciudad o si alguien cometía algún acto vandálico contra la sinagoga en St. Hanshaugen, le encargaron a Inger Johanne que estudiara el fenómeno más de cerca.

La tarea estaba formulada tan vagamente que empleó todo el otoño en definir y limitar el trabajo que tenía por delante. Por otro lado, había comenzado a reunir una cantidad bastante extensa de datos provenientes de otros países. En primer lugar de Estados Unidos, pero también descubrió que varios países europeos ya habían sistematizado desde hacía tiempo esta forma especial de delito y habían trabajado parcialmente con ella. La cantidad de material creció antes de que hubiese podido comprender completamente lo que debía o lo que quería hacer.

Entonces llegó la crisis financiera.

Y todos los millones públicos.

En Noruega, gran parte de las áreas de investigación se vieron inundadas de recursos. La Policía también resultó muy favorecida, como una precaución más para mantener las ruedas en marcha y evitar el colapso económico, e Inger Johanne se encontró administrando una cantidad de dinero cuatro veces mayor que lo que tenía tan sólo semanas atrás. Eso abrió nuevas posibilidades, entre otras la de utilizar investigadores más jóvenes y la asistencia de científicos. A la vez, estos recursos generaron nuevos problemas. Estaba a punto de terminar la definición del marco del proyecto cuando tuvo que reorganizar de nuevo todo el rompecabezas.

Era un trabajo pesado, por lo que siempre le costaba empezar.

Pero se alegraba.

Había anochecido. Kristiane había estado inusualmente dócil en casa de los padres de Isak, y Ragnhild lloriqueó hasta que cada una de ellas recibió una bolsa grande con golosinas. Después, como Kristiane se quedaría con sus abuelos para pasar tres días de las vacaciones con su padre, Ragnhild insistió en quedarse también. Como de costumbre, Isak sonrió con holgura y dijo que no había ningún problema. Seguramente hacía tiempo que había entendido lo mismo que Yngvar e Inger Johanne: Kristiane estaba más tranquila, dormía mejor y se divertía más cuando Ragnhild estaba cerca.

La casa estaba en silencio. Los vecinos del piso de abajo debían de haberse ido de viaje. Cuando Inger Johanne regresó a casa a eso de las ocho, toda la planta baja estaba a oscuras. Fue encendiendo las luces cuarto por cuarto. Dejó la puerta abierta; el perro tenía por costumbre andar entre las habitaciones si no se quedaba encerrado por la noche en el cuarto de Kristiane. El arrastrar de patas y el golpeteo juguetón sobre el suelo cada vez que Jack se acomodaba la hacía sentirse siempre menos sola, durante las pocas veces en que, de hecho, lo estaba. Al final decidió llevar el ordenador portátil a la sala, se acomodó en el sofá con el aparato sobre la falda y bebió a pequeños sorbos de una copa de vino mientras navegaba por la Red sin concentrarse mucho. Acababa de decidirse a visitar ordspill.no para jugar una especie de Scrabble cuando sonó el teléfono.

– Hola, soy yo.

Hacía tiempo que no se alegraba tanto de oír su voz.

– Hola, mi vida. ¿Cómo va todo por allí?

Yngvar rio un poco.

– Realmente le he complicado las cosas a la Policía de Bergen. La he liado al visitar al viudo en su propia casa, sólo horas después de que se enterase de que su esposa había muerto. Creo que he avanzado con el hijo de la víctima, y además he cenado tanto que me siento mal.

Ella le correspondió riéndose.

– No suenas muy bien. ¿Dónde te quedas?

– Hotel SAS en Bryggen. Una habitación muy bonita. Me llevaron a una suite cuando se enteraron de dónde venía. Esto no está precisamente lleno en Navidad.

– Entonces, ¿sabían por qué estabas allí?

– No. Es un milagro. Ya han pasado unas veinticuatro horas desde que mataron a la obispo Lysgaard, y hasta ahora ningún jodido periodista ha olfateado el asunto. Deben de estar empachados con tanta comida navideña.

– O puede que sea el aguardiente. O quizás es simplemente que los policías de Bergen son mejores cerrando la boca que sus colegas de Oslo. Acabo de ver las noticias. Mencionaron brevemente el asunto. Pero no dijeron nada, aparte de que había fallecido.

Podía oír ruidos en el auricular, que le indicaban que Yngvar se estaba quitando la corbata. Aquello casi la emocionó: lo conocía tan bien que podía escuchar algo así a través del teléfono.

– Espera un segundo -dijo él-. Sólo quiero sacarme los zapatos y quitarme del cuello esta maldita soga. Así. ¿Cómo va todo por allí? ¿Qué tal esta mañana, con las niñas dando vueltas y todo eso? Debes de estar agotada. Lamento…

– Está todo bien. Como sabes, no me afecta mucho una noche sin dormir. Las niñas salieron a jugar al jardín un par de horas y no fue peor que yo…

Durante toda la tarde y la noche, había logrado quitarse de la cabeza el pensamiento del hombre desconocido. Ahora la traspasó una punzada de angustia y se quedó callada.

– ¿Hola? ¿Inger Johanne?

– Sí, sí. Aquí estoy.

– ¿Sucede algo, cariño?

Yngvar no le daría importancia, soltaría un suspiro de desaliento y le aconsejaría no estar siempre tan preocupada por las niñas. Él no comprendería en absoluto que se aferrase a que un desconocido supiese el nombre de su hija mayor. Si le contaba algo del episodio, él insistiría en que el hombre estaba tan cubierto por su abrigo, su gorro y su bufanda que podía tratarse perfectamente del vecino; y eso haría que se diera otra vez ese breve y desagradable enfriamiento entre ellos, y luego sería más difícil dormir sola, sin otro ruido alrededor que los resoplidos y las constantes ventosidades de Jack.

– Nada -dijo tratando de poner una sonrisa en la voz-. Tal vez sea que no estás aquí. Jack y yo estamos solos. Ragnhild quiso quedarse en casa de los padres de Isak.

– Qué bien. Ahora resulta que Isak es también generoso. Ayuda…

– ¡Como si tú no fueses igual con su hija! Como si…

– Bueno, no lo he dicho en ese sentido. Me alegra que haya sido un buen día para vosotras, y que tengas toda la noche para ti solita. No sucede a menudo.

Ella puso el ordenador sobre la mesita y se arropó mejor en la manta.

– Tienes razón -dijo, y sonrió-. De hecho la soledad es bastante agradable. Salvo por Jack, claro. A propósito, debe pasar algo con su comida. No hace más que tirarse pedos.

Yngvar se rio.

– ¿Qué haces?

– Trabajo un poco. Navego por Internet. Bebo un poco de vino. Te echo de menos.

– Pues yo te veo bien. Aparte de eso del trabajo. ¡Es Navidad! Por mi parte he decidido tomarme la noche libre. Estoy cansadísimo. Mañana espero obtener una declaración del hijo de la obispo. Los dioses saben cómo saldrá, ya le desagrado intensamente.

– Seguro que no. Tú le caes bien a todo el mundo, Yngvar. Eres el mejor, el mejor policía del mundo. Todo saldrá bien.

Yngvar volvió a reírse.

– ¡No vayas diciéndole eso a las niñas! Justo antes de Navidad estábamos haciendo cola frente a la cajera de Maxi cuando Ragnhild se paró de pronto en el carrito de compras y anunció a los cuatro vientos que su papá era el mejor, mejor, mejor, mejor…, creo que dijo «mejor» unas diez veces…, policía del mundo. Fue un poco incómodo. Todos se echaron a reír.

– Tiene razón -dijo Inger Johanne, y sonrió-. Eres el mejor de los mejores del mundo.

– Tontita. Buenas noches.

– Buenas noches, mi vida.

La voz de Yngvar se cortó. Inger Johanne miró el teléfono por un momento, como esperando que él estuviera todavía ahí y la pudiese consolar diciéndole que el hombre de la cerca no era peligroso. Se incorporó despacio, dejó el teléfono y se acercó a la ventana. La luna colgaba torcida sobre la casa vecina. Todavía había escarcha. El frío se había aferrado a Oslo con fuerza, pero el cielo estaba claro día tras día y había ofrecido las puestas de sol más espectaculares durante toda la semana. Los pocos copos de nieve que habían caído durante la mañana cubrían el césped como un velo de tul. El cielo estaba otra vez despejado, oscuro. Finalmente sintió que estaba lista para irse a dormir.


Una mujer miró a través de una ventana sin saber si podría volver a dormirse. Quizá ya estaba dormida. Todo era irreal y extraño, como si lo estuviese viendo en un sueño. Había nacido en esta casa, en este cuarto; había vivido siempre aquí y había observado a través de esta ventana con travesaños en cruz que dividían el paisaje en los cuatro rincones del mundo, tal como su padre le decía gastándole bromas cuando ella era pequeña y creía todo lo que él le contaba. Ahora todo estaba cambiado y distorsionado. Estaba acostumbrada a la lluvia en los vidrios, llovía en Bergen, y ella lloraba y no sabía lo que veía. La vida estaba hecha pedazos. El paisaje que se descubría desde la casita ya no le pertenecía.

Había esperado un día entero, una larga noche y un día todavía más largo, en una incertidumbre con la que no se podía hacer nada. Como su vida seguía un trayecto definido por condiciones fuera de su control, aquellas eternas horas de espera eran algo que tenía que aceptar. No había habido forma de evitarlas; no antes de que la mujer en el televisor hubiese dicho lo que ella comprendió cuando se despertó sobresaltada en la mecedora frente al aparato, hacía exactamente veinticuatro horas, con una angustia que le atragantó la garganta y le hizo temblar las manos.

Porque ella había estado esperando.

Había esperado toda su vida y se había acostumbrado a esperar.

Esta vez, todo fue diferente. Comprendió algo que no podía ser cierto, que no debía ser cierto, pero que, sin embargo, sabía, porque había vivido tanto tiempo de aquella manera, sola, completamente sola.

Llamaron al timbre, tan tarde y tan inesperadamente que ella dejó escapar un pequeño grito.

Abrió la puerta y lo reconoció. Hacía una eternidad desde que se habían visto por última vez, pero sus ojos eran los mismos. Estaba llorando, como ella, y le pidió entrar. Ella no quería. No era él a quien quería ver. No quería ver a nadie.

Cuando lo dejó entrar y cerró la puerta detrás de él, rogó a Dios que la dejase despertar.

«Por favor, Dios mío, ten piedad de mí. Deja que me despierte ahora.»


– Carece que no hay nadie despierto a esta hora…

Beate Krohn miró con desaliento al jefe de guardia. Se acercaba la medianoche. Estaban solos en la redacción, rodeados de pantallas mudas y centelleantes, del murmullo de los ordenadores y los sistemas de ventilación. Alguien había colgado adornos navideños aquí y allá. Una guirnalda con brillos rojos por aquí, una cadena de banderitas noruegas por allá. Sobre una banqueta había un arbolito ralo con la estrella torcida. La mayoría de los bombones y golosinas que se habían colocado para consuelo de los que tenían que trabajar esa Navidad eran historia. Había papeles y periódicos viejos por todas partes.

– ¿Y tus padres?

El tipo no aflojaba. Encendió un cigarrillo, una transgresión tan flagrante de las reglas que ella se impresionó, muy a su pesar.

– También están durmiendo -dijo-. Por otro lado, les daría un buen susto si llamo a esta hora. En nuestra familia hay reglas: nunca antes de las siete y media de la mañana ni después de las diez de la noche. A menos que alguien se haya muerto.

– Pero alguien «se ha muerto».

– No así. Quiero decir…

La interrumpió con una enérgica inhalación y un movimiento impaciente de la mano.

– Ahora verás cómo se hace esto -sonrió él con el cigarrillo entre los dientes-. Mira y aprende.

Sus dedos juguetearon en el teclado del móvil antes de llevárselo al oído derecho.

– ¡Hola, Jonas! ¡Soy Sølve!

Un silencio de tres segundos.

– ¡Sølve Borre, joder!… ¡En NRK! ¿Dónde estás tú?

Beate había leído una vez que la frase inicial más corriente en todas las conversaciones a través del móvil se centraba en averiguar dónde se encontraba el receptor de la llamada. Desde entonces intentaba no preguntarlo.

– Escucha, Jonas. La obispo Lysgaard murió anoche, como ya sabrás. Es…

Evidentemente lo interrumpieron, y aprovechó la oportunidad para dar otra poderosa calada al cigarrillo.

– Sí, claro. Pero mira, sólo quiero saber de qué murió. Sólo por interés. Tengo esta sensación, ¿sabes?, algo…

Pausa.

– Pero ¿no puedes hablar con uno de ellos? Seguro que hay alguien allí que te debe un favor. ¿No podrías…?

Lo interrumpieron otra vez. Lo envolvía una nube de humo, y Beate Krohn temió que la alarma de incendio se activara. Retrocedió un poco para evitar que la ropa se le impregnase con el olor a cigarrillo.

– ¡Bien hecho, Jonas, bien hecho! ¡Me llamas entonces! ¡Da igual la hora que sea!

Cortó.

– Bien -dijo, y dejó que sus dedos saltasen sobre el teclado-. Ven aquí, que te enseñaré algo. Mira este mensaje.

Beate se inclinó titubeante sobre el hombro y leyó el mensaje de NTB que informaba sobre el deceso de la obispo Lysgaard. No había cambiado desde la última vez.

– ¿Algo que te llame la atención? -preguntó el jefe de guardia.

– No.

Tosió con discreción y se enderezó.

– No tengo idea de cuántos mensajes como éste he leído en mi vida -dijo él sin afectación-. Pero deben de ser muchos. Son todos idénticos. Algo solemnes en la forma, si bien, por otra parte, bastante anodinos. Pero casi siempre dicen poco más aparte de que el sujeto está muerto: «NN murió inesperadamente en su domicilio»; «ZZ falleció después de una corta enfermedad»; «XX murió en un accidente de coche en Drammen anoche». Algo así.

Los dedos dibujaron tantas comillas en el aire que la ceniza cayó en el teclado. Las teclas estaban tan gastadas que las letras ya casi ni se distinguían.

– Pero aquí -señaló él-, aquí sólo dice: «La obispo Eva Karin Lysgaard falleció anoche. Tenía 62 años…». Y después bla, bla, bla.

– No tiene que «significar» necesariamente algo -contestó ella.

– No, claro -dijo el jefe de guardia, todavía con una amplia sonrisa-. Probablemente no. Pero, aun así, hay que verificarlo, ¿no? ¿Cómo crees que un tipo como yo llegó a periodista de NRK antes de cumplir los veintidós y sin ningún tipo de educación?

Señaló su nariz con elocuencia.

– Lo tengo, ¿sabes?

El teléfono sonó. Beate Krohn miró al aparato con asombro, como si el jefe de guardia acabase de llevar a cabo un truco de magia.

– Aquí Sølve -ladró él, y arrojó la colilla en una botella de Farris-. Ya veo. Entiendo.

Durante unos segundos se quedó sentado y en silencio. La expresión burlona desapareció. Los ojos se le achicaron. Cogió una pluma y escribió unas notas ilegibles en el margen de un periódico.

– Gracias -dijo al fin-. Muchas gracias, Jonas. Owe you big time, ¿vale?

Permaneció sentado durante un momento mirando su teléfono. Cuando levantó la vista de pronto, parecía otra persona.

– La obispo Lysgaard fue asesinada -dijo despacio-. La mataron en la misma jodida Nochebuena.

– ¿Cómo…? -empezó Beate Krohn mientras se dejaba caer sobre una silla-. ¿Cómo puedes saberlo? ¿Con quién hablabas?

El jefe de guardia se recostó en el respaldo de la silla y la miró a los ojos.

– Espero que hayas aprendido algo esta noche -dijo en voz baja-. Y lo más, lo más importante con lo que debes quedarte es lo siguiente: no eres nada como periodista si no tienes buenas fuentes. Trabaja mucho e intensamente para obtenerlas y nunca las delates. Nunca.

Beate Krohn luchó para no sonrojarse, en vano.

– Y ahora -dijo el jefe de guardia, que esbozó una sonrisa encantadora mientras encendía otro cigarrillo-, ahora vamos a empezar a llamar en serio. ¡Ahora «sí» que vamos a despertar a gente!

Llaves pequeñas, habitación grande

– ¡Caray! -dijo Yngvar Stubø, y se detuvo en la puerta-. ¿Lo he despertado?

Lukas Lysgaard pestañeó y sacudió la cabeza.

– No, no -murmuró-. O sí. Casi no pude dormir anoche, entonces me senté aquí, y luego…

Levantó la cabeza y le sonrió, pálido. Yngvar casi no lo reconoció. Los amplios hombros estaban encorvados. El cabello empezaba a estar graso y la piel le colgaba en bolsas flácidas y oscuras alrededor de los ojos. Tenía los ojos enrojecidos, y una vena se le había roto en el izquierdo.

– Lo comprendo -dijo Yngvar, que cogió una silla del lado opuesto de la mesa.

Lukas Lysgaard se encogió de hombros. Yngvar no supo bien si el gesto significaba que no le importaba nada que él lo entendiese o si era una especie de disculpa por haberse quedado dormido.

– Los lobos ya han salido de su guarida -dijo Yngvar, que se sentó-. Era simplemente una cuestión de tiempo hasta que la prensa oliera el asunto.

El otro asintió con la cabeza.

– ¿Han estado por aquí? -preguntó Yngvar mirando el reloj, que indicaba que faltaban unos minutos para las ocho y media.

Su interlocutor asintió con desgana.

– En todo caso yo estoy muy agradecido de que haya venido -dijo Yngvar, e hizo un gesto con la mano-. Veo que mi colega ya se ha encargado de las formalidades. ¿Le ofrecieron algo de beber? ¿Café? ¿Agua?

– No, gracias. ¿Por qué está usted aquí?

– ¿Yo?

– Sí.

– No le entiendo.

Lukas se inclinó hacia delante y apoyó los codos sobre la mesa.

– Usted trabaja en Kripos.

Yngvar asintió con la cabeza.

– Kripos ya no es lo que era antes.

– No…

Yngvar no podía imaginar qué era lo que aquel hombre quería.

– Hasta donde yo sé, ahora Kripos es principalmente una entidad nacional para luchar contra el crimen organizado. ¿Creen ustedes que la mafia mató a mi madre?

– ¡No, no, no!

Por un momento, Yngvar creyó que el hombre hablaba en serio. Una sonrisa triste, casi imperceptible, lo convenció de que no era así.

– Nuestros mejores medios se han volcado en este caso -dijo, y se sirvió café de un termo-. Y algunos me cuentan entre ellos. ¿Cómo va con su padre?

No hubo respuesta.

– En todo caso, pensé en darle un poco de información antes -dijo Yngvar, y empujó una delgada carpeta a través de la mesa.

Lukas Lysgaard no dio señales de querer abrirla.

– Su madre murió de una puñalada. En el corazón. Eso implica que murió muy rápido.

Yngvar observó el rostro que tenía enfrente en busca de un signo que le dijese qué debía esperar.

– No tiene ninguna otra herida, a no ser por un par de rasguños que casi con seguridad se deben a la caída. Tampoco parece que haya tratado de ofrecer ninguna resistencia.

– Tenía… -Lukas se llevó un puño a la boca y carraspeó-. Tenía sesenta y dos años. No puede esperarse que tuviera mucho que oponer a un asesino. -Tosió otra vez, antes de añadir rápidamente-: O asesina. Me imagino que también existen.

– Sí, claro.

Yngvar inclinó la cabeza y se pasó una mano por la cara mientras consideraba si debía recuperar la carpeta. Se hizo un largo silencio. Era embarazoso, e Yngvar percibió que la actitud poco amistosa de Lukas Lysgaard no había cambiado en veinticuatro horas. Con los brazos cruzados, miraba fijamente a la mesa.

– Mi esposa es criminóloga -dijo de pronto Yngvar-. Abogada, también. Y además estudió Psicología.

Ahora por lo menos Lukas levantó la vista. Una arruga de asombro apareció sobre las cejas.

– Es mucho más joven que yo -agregó Yngvar.

Ni el testigo más obstinado ni el detenido más hostil lograba permanecer impasible cuando Yngvar, sin preámbulos, comenzaba a hablar de su familia. Parecía tan poco profesional que la persona interrogada, o bien se enojaba, o se asombraba, o se interesaba.

– De vez en cuando, ella dice… -Yngvar se enderezó y bebió un trago largo y bien audible-. Ella piensa que es mejor que los que uno quiere se mueran después de una larga y penosa enfermedad que víctimas de un asesinato, aunque en ese último caso sea, por lo general, un final muy rápido.

No había terminado de decir esto cuando sintió el típico aguijón de la conciencia, por abusar de Inger Johanne al endilgarle puntos de vista que no sostenía. La molestia desapareció en cuanto vio la reacción de Lukas.

– ¿Qué quiere decir? ¿Y qué quiere decir usted con eso? Es terrible desear algo así para alguien que uno quiere, y…

– Sí, ¿verdad? Estoy tan de acuerdo con usted. Con todo, su argumento es que la familia de la víctima de un crimen deberá exponerse necesariamente a una investigación meticulosa de ahí en adelante, y eso puede ser una carga terrible. Si uno muere por otras causas, entonces… -Yngvar extendió las palmas frente a sí- ya pasó todo. La familia se ahoga en condolencias y nadie pregunta nada. Al contrario, mi esposa sostiene que los decesos por causas naturales tienen el efecto de un lacre para todo tipo de secretos de familia, e insiste en ello. En cambio, cuando alguien muere víctima de un crimen… -Bonachón, meneó la cabeza e introdujo una llave imaginaria en una cerradura invisible-. Todo tiene que salir a la luz y ser expuesto. Eso es lo que ella quiere decir. No es que yo esté de acuerdo, como dije, pero el argumento tiene su lógica, ¿no le parece?

Lukas entrecerró los ojos sin dar señales de estar o no de acuerdo. Yngvar le sostuvo la mirada.

– Se me ocurre -dijo de pronto Lukas, y se inclinó sobre la mesa que los separaba- que lo que usted trata de decirme es que existen secretos en mi familia que pueden aclarar por qué mi madre fue apuñalada y asesinada en la calle. -El tono de voz se hizo agudo al final de la frase-. ¡Como si fuera ella quien tuviese la culpa! Como si mi madre, la más amable, la más atenta…

La voz se le cortó y comenzó a llorar. Yngvar se quedó sentado en completo silencio, la taza de café en la mano derecha y una pluma balanceándose entre el índice y el dedo medio de la izquierda.

– Mamá no tenía secretos -dijo Lukas, desconsolado, y se pasó el dorso de la mano sobre los ojos-. Mi madre no. Ella no.

Yngvar siguió sin decir nada.

– Mis padres se querían incondicionalmente -continuó Lukas-. Seguro que tenían sus enemigos, como todos, pero estaban casados desde que tenían diecinueve años. Son… -sollozó mientras hacía un cálculo mental-, ¡son más de cuarenta años! Estuvieron casados más de cuarenta años, y usted viene ahora y me dice ¡que debe de haber un montón de secretos entre ellos! Es…, es…

Yngvar tomó unas notas rápidas en el bloc que tenía frente a sí y lo empujó para que se cayera al suelo. Cuando lo recogió, lo devolvió a su lugar con el texto hacia abajo.

– Es una falta de respeto -dijo Lukas tajante-. Insinuar que mi madre tenía…

– Lamento sinceramente si lo interpreta como una falta de respeto -dijo Yngvar-. No es mi intención. Pero es interesante que usted se ponga a hablar directamente del matrimonio de sus padres cuando yo menciono de manera totalmente fortuita que todo el mundo posee experiencias particulares que no desea compartir con otros. Cosas que hicieron. Cosas que dejaron de hacer. Quizás algo que les creó enemigos. Alguien que lastimó a otro. Por supuesto, eso no significa necesariamente que…

Dejó la frase colgando en el aire, con la esperanza de que fuera lo suficientemente trivial.

– Ni mi padre ni mi madre tienen enemigos -dijo Lukas, que trató de recomponerse-. Mamá era considerada, muy por el contrario, una mujer conciliadora, una pacificadora. Tanto en su vocación como en su vida privada. Nunca me mencionó nada acerca de que alguien quisiera quitarle la vida. Es simplemente… -Tragó saliva y se alisó el cabello repetidamente con los dedos-. En cuanto a papá, entonces… -Tomó aliento, como en un bostezo-, Papá estuvo siempre a la sombra de mamá. -La voz cambió en el momento en que exhaló despacio. De inmediato pareció resignado. Era como si hablase consigo mismo-. Es bastante evidente. Mi madre con su carrera, y papá que nunca llegó más allá de una licenciatura. Él no hubiera querido…

Se quedó callado otra vez.

– ¿Cómo se conocieron? -preguntó Yngvar con cuidado.

– En el colegio.

High school sweethearts -dijo Yngvar, que sonrió débilmente.

– Sí. Mamá se comprometió a los dieciséis. Venía de una familia de obreros, gente muy común. Su padre trabajaba para BMV.

– ¿En Alemania?

Yngvar hojeaba asombrado la carpeta que tenía frente a sí.

– No. BMV, no BMW. Bergen Mekaniske Verksted. Era miembro de MKP y ateo declarado. Mamá fue la primera de su familia que cursó la secundaria. A mi abuelo le costó aceptar que su hija estudiara Teología, pero al mismo tiempo estaba tremendamente… orgulloso de ella. Por desgracia, no vivió tanto como para verla como obispo. Hubiera… -Se encogió de hombros-. Papá, por otro lado, venía de un ambiente totalmente académico. Mi abuelo…, mi abuelo materno, era profesor de Historia. Comenzó en la Universidad de Oslo. Se mudaron a Bergen cuando mi padre tenía ocho o diez años. Mi abuela era profesora de secundaria. No era muy común en esa época que una mujer… -Se interrumpió otro vez-. ¿Sabe? -dijo al final.

Yngvar esperó.

– A papá lo veían de algún modo como a un…, ¿cómo decirlo? ¿Debilucho? -Dejó escapar un sollozo cuando pronunció la palabra y de nuevo comenzaron a brotarle las lágrimas-. Lo que no es de ninguna manera así. Es un padre maravilloso. Inteligente y culto. Muy considerado. Pero nunca logró…, hacer todo…, se volvió así como…, ¿sabe?, sus padres habían depositado grandes esperanzas en él. Ilusiones. -Sollozó y se pasó la mano por los labios-. Papá es más reflexivo de lo que lo era mamá. Religioso, es… más estricto, de alguna manera. Le fascina el catolicismo. De no haber sido por el trabajo de mi madre y su punto de vista, probablemente se hubiese convertido hace tiempo. En el otoño mamá estuvo en un congreso ecuménico en Boston y papá la acompañó. Visitó todas y cada una de las iglesias católicas de la ciudad. -Lukas vaciló un momento-. También es más estricto consigo mismo de lo que era mamá. Nunca se sobrepuso del todo por haber decepcionado a sus padres. Es hijo único, ya sabe.

Dijo esto último con una expresión que pretendía aclararlo casi todo.

– También usted, por lo que veo.

Yngvar miró de nuevo sus papeles, le dio la vuelta al bloc y escribió con rapidez un par de frases.

– Sí.

– Y tiene… ¿veintinueve años?

Yngvar se sorprendió cuando vio la fecha de nacimiento en los papeles. El día anterior había creído que el hijo de la obispo andaba por la mitad de la treintena.

– Sí.

– Sus padres habían estado casados durante catorce años cuando usted nació.

– Estudiaron durante mucho tiempo. En todo caso mi madre.

– ¿Y no tuvieron más hijos?

– No que yo sepa.

De nuevo la cautela ácida. Yngvar sonrió con encanto y preguntó deprisa:

– Cuando usted dice que se querían mucho, ¿en qué se basa?

El hombre parecía francamente sorprendido.

– ¿En qué…? No lo entiendo.

Siguió sin esperar respuesta.

– ¡Saltaba a la vista cientos de veces cada día! La manera en que hablaban, las experiencias que compartían, todo…, por Dios, ¿qué tipo de pregunta es ésa?

Su mirada era casi amedrentadora, con los ojos enrojecidos y bien abiertos. Súbitamente se puso rígido y dejó de respirar.

– ¿Sucede algo? -preguntó Yngvar después de unos segundos-. ¡Lukas! ¿Le sucede algo?

El hombre exhaló despacio el aire que había atrapado en los pulmones.

– Migraña -dijo en voz baja-. Acabo de empezar a tener alteraciones visuales. -La voz era monótona y parpadeó un momento-. Veo un resplandor en un lado de… -Levantó una mano y la colocó como una barrera entre el ojo izquierdo y el derecho-. Eso significa que dentro de veinticinco minutos me atacará un dolor de cabeza tan espantoso que no se lo puedo describir. He de irme. Tengo que regresar a casa.

Se puso de pie con tanta brusquedad que la silla cayó al suelo. Perdió el equilibrio un momento y apoyó una mano en la pared. Yngvar miró el reloj. Había reservado todo el día para esta conversación, que bien mirado acababa de comenzar. Si bien ya había obtenido suficiente como para reflexionar, le era casi imposible ocultar la irritación que sentía por tener que interrumpirla. No tenía ninguna importancia. Lukas Lysgaard parecía perdido para el mundo.

– Lo llevaré a casa -dijo despacio-. ¿Hay algo más que pueda hacer por usted?

– No. Casa. Ahora.

Yngvar cogió el abrigo de Lukas de una percha en la pared. El hombre no hizo siquiera el gesto de ponérselo. Simplemente lo agarró y se marchó con rapidez hacia la puerta. Yngvar dio un par de pasos rápidos y llegó antes que él.

– Entiendo que no se encuentra bien -dijo, la mano sobre el picaporte-. Vamos a interrumpir esta conversación hasta un momento más apropiado. Pero hay una pregunta que lamentablemente debo hacerle. Ya la escuchó usted ayer.

El hombre no hizo siquiera un gesto. Parecía que casi no sabía que Yngvar estaba en la habitación.

– ¿Qué hacía su madre caminando por la calle tan tarde en Nochebuena?

Lukas Lysgaard levantó la cabeza. Miró a Yngvar directamente a los ojos, se mojó los labios con la lengua y tragó saliva de una forma ruidosa. Era evidente que le costaba un esfuerzo enorme sobreponerse al dolor que sabía inminente.

– No lo sé -dijo-. No tengo la menor idea de por qué mi madre estaba caminando por la calle.

– ¿Solía pasear por las noches? ¿Antes de irse a dormir? Quiero decir, ¿era común que ella…?

Lukas no se había liberado aún de su mirada.

– Debo ir a casa -contestó agitado-. Ya. No tengo idea de hacia dónde iba mi madre ni de lo que estaba haciendo. Lléveme a casa. Por favor.

«Mientes -pensó Yngvar, y abrió la puerta-. Puedo ver que mientes.»

– Es la verdad -dijo Lukas Lysgaard, que tropezó al salir al pasillo.


– No hubieras podido mentir aunque te hubiesen pagado por hacerlo -se rio Line Skytter recogiendo las piernas sobre el sofá.

– Eso no es justo -dijo Inger Johanne, y para su sorpresa sintió que la acusación la molestaba-. ¡De hecho, me especializo en mentiras!

– En las de los otros, sí. Pero no en las tuyas. Si hubieses comprado cerdo en Rimi y le hubieses dicho a tu madre que era de Strøm Larsen, tu nariz hubiese crecido hasta Sognsvann. Hiciste bien en elegir el bacalao.

– No lo suficientemente bien para mamá -murmuró Inger Johanne dentro de su copa.

– Olvídate de eso -dijo Line, entregada-. Tu madre es superdulce. Hábil con las niñas y más que amable. Sólo algo… incontinente en sus emociones. Lo que piensa tiene que salir de su boca de inmediato. Olvídate. ¡Salud!

Inger Johanne levantó la copa y recogió las piernas. Su mejor y más vieja amiga había aparecido en la puerta hacía una hora, con dos botellas de vino y tres DVD en una bolsa. Un asomo de irritación la atrapó durante unos minutos; en el fondo se había alegrado ante la posibilidad de pasar otra noche sola frente al ordenador. Ahora estaban ambas sentadas, cada una en un extremo del enorme sofá, e Inger Johanne no podía recordar cuándo había sido la última vez que había descansado de aquella manera.

– Por Dios, qué cansada estoy.

Sonrió con un largo bostezo.

– No me doy cuenta hasta que me relajo.

– ¡Pero has de mantenerte despierta! Veamos…

Line rebuscó en la pila de DVD que reposaban sobre la mesa.

– Primero Algo pasa en las Vegas. El tío este, Ashton Kutcher, es increíblemente dulce. Y no vale criticar. ¡Ahora se trata solamente de divertirnos!

Le dio una patadita a Inger Johanne, que levantó la cabeza, rendida.

– ¿Cuánto tiempo pierdes en esto? -preguntó.

– No seas tan relamida. ¡A ti también te gusta!

– ¿Te parece que podemos ver, por lo menos, Dagsrevyen antes? ¿Así tenemos algún tipo de base real antes de meternos en esa sopa de melaza?

Line se rio y levantó otra vez la copa en un gesto aprobatorio.

Inger Johanne encendió el televisor usando el mando a distancia y atrapó justo los últimos segundos del titular. El primer titular era el esperado: «La obispo Eva Karin Lysgaard asesinada en plena vía pública. La Policía todavía no tiene pistas sobre el caso».

– ¿Qué? -preguntó Line, consternada antes de enderezarse en el sofá-. ¿La mataron? ¿Qué diantres…?

Apoyó los pies en el suelo, dejó la copa frente a sí y se inclinó hacia delante apoyando los codos en las rodillas.

– Ya ha salido en las noticias de Internet, y la radio lo ha estado diciendo durante todo el día -dijo Inger Johanne, y subió el volumen-. ¿Dónde has estado?

– Fui a esquiar -dijo Line Skytter-. Anoche oí que había muerto, pero nada acerca de que la habían…, ¡ufff!

Christian Borch vestía un traje oscuro y parecía muy serio.


La Policía ha confirmado hoy que la obispo de Bjørgvin, Eva Karin Lysgaard, fue asesinada en la noche del 24 de diciembre. Ayer se dio a conocer que la obispo Lysgaard había fallecido, pero las circunstancias de su deceso no se hicieron públicas hasta hoy por la mañana.


La imagen cambió del estudio a una lluviosa escena en Bergen, donde un reportero hizo un resumen del caso, en lo que en líneas generales fueron dos minutos de naderías.

– ¿Por eso ha viajado Yngvar? -preguntó Line de pronto, dirigiendo la mirada hacia su amiga.

Ella asintió con la cabeza.


Hasta donde hemos podido averiguar, la Policía aún no tiene pistas.


– Lo que quiere decir que tienen un montón de pistas -dijo Inger Johanne-. Eso sí, sin tener idea de adónde conducen.

Line la acalló con un gesto. Sentadas en silencio, vieron toda la información que dieron sobre el caso, que duró casi doce minutos. La llamativa extensión no se debía solamente a la carencia de noticias en la víspera de Navidad. Esto era algo especial. Se podía ver en la cara de cada uno de los entrevistados: en los policías, en el personal de la iglesia, en los políticos y en los transeúntes casuales que eran interpelados en plena calle. Todos dejaban constancia de una emoción que los noruegos no acostumbran a mostrar en público. Muchos tenían problemas para hablar y algunos rompían a llorar en medio de la entrevista.

– Es casi como el día en que murió el rey Olav -dijo Line, y apagó el televisor.

– Bueno…, él murió de viejo, tranquilo, en su cama.

– Sí, claro, pero el… estado de ánimo general, tan parecido. ¿A quién se le ocurriría quitarle la vida a semejante mujer? Era tan… amable, ¡tan buena!

Inger Johanne recordó que ella había reaccionado exactamente igual hacía dos días. Eva Karin Lysgaard no sólo había parecido una buena persona, sino que había tenido evidentes dotes diplomáticas. Teológicamente se encontraba en el punto medio del complicado paisaje que configuraba la Iglesia noruega. No era ni radical ni conservadora. En lo referente a la cuestión de la homosexualidad, que había suscitado una gran polémica en el seno de la Iglesia a lo largo de muchos años y que empujaba continuamente a Noruega hacia una constitución laica, ella había sido la principal arquitecta que estaba detrás de la delicada alianza: debía hacerse un lugar para ambas posturas. Personalmente no tenía inconveniente en bendecir a los homosexuales, pero al mismo tiempo había luchado con empeño por el derecho de los opositores en su parroquia a rechazarlos enfáticamente. La obispo Lysgaard aparecía como abierta e integradora, una representante típica para los seguidores de una iglesia estatal amplia y popular. Nada que ver con ella. Muy por el contrario, Eva Karin tenía serias dudas con respecto a la falta de dirección en la Iglesia y no perdía ocasión para dejar bien a las claras cuál era su punto de vista.

Siempre amable. Siempre calma y con una subrepticia sonrisa que limaba los bordes de una u otra palabra afilada que pudiese escaparse en las contadas ocasiones en que Eva Karin Lysgaard se dejaba llevar por la emoción.

Lo que sucedía normalmente en relación con la cuestión del aborto.

Eva Karin Lysgaard era extremista en una sola cuestión: se oponía al aborto. Entera, totalmente y bajo cualquier circunstancia. Ni siquiera en caso de una violación o con riesgo inminente para la vida de la madre podía aceptar una intervención para eliminar la vida creada. Para la obispo Lysgaard, lo que Dios había creado era inviolable. Sus caminos eran inescrutables y un óvulo fecundado tenía derecho a la vida si Dios así lo había dispuesto.

Se respetaba su postura, en un país en donde, en realidad, las discusiones sobre el aborto habían desaparecido en 1978. Los pocos que se mantuvieron luchando contra la libertad de elegir sobre la cuestión fueron, por lo general, considerados cómicamente conservadores y (en todo caso, para el público en general) intensamente extremistas. Hasta las activistas feministas se moderaban frente a Eva Karin Lysgaard. Al ser tan profundamente ortodoxa, se distanciaba del argumento de que el aborto era una cuestión de liberación femenina.

Para ella el aborto era una cuestión de cuán sagrada era la vida, no de sexos.

– Me pregunto qué debió de sucederle ahí fuera, en el bosque -dijo de pronto Inger Johanne.

– ¿En el bosque? Creí que la habían matado en la calle.

– Sí, claro. No me refiero al asesinato, sino a aquella vez… Su retrato apareció en el Magasinet el sábado, ¿lo viste?

Line sacudió la cabeza y se sirvió más vino.

– Estuvimos en la cabaña durante el fin de semana. Esquiamos un montón, pero no leímos ningún periódico.

«Eso lo haces tú independientemente de donde estés», pensó Inger Johanne, y sonrió mientras continuaba:

– Ahí decía que encontró a Dios cuando tenía dieciséis años. Dijo que fue algo muy especial, pero no aclaró qué era.

– ¿No es a Jesús a quien ven?

– ¿Qué?

– Yo creía -dijo Line- que cuando uno se salva se dice que «encontró a Jesús».

– Dios o Jesús… -murmuró Inger Johanne-, es lo mismo.

Se puso de pie con brusquedad y fue hasta el dormitorio. Cuando regresó, traía consigo el ejemplar del Magasinet. Mientras se sentaba lo hojeó hasta dar con la entrevista.

– Aquí -dijo, y tomó aliento-. «Estaba en una situación muy difícil. Nos pasa a menudo cuando somos adolescentes. Los problemas nos parecen enormes. Y a mí también. Entonces encontré a Jesús.»

– ¡Ah! -interrumpió Line-. ¡Yo tenía razón!

– ¡Chist! «¿Qué sucedió realmente?», le pregunta el periodista. -Inger Johanne miró rápido a Line por encima del borde de sus gafas antes de continuar leyendo-: «Eso queda entre Dios y yo [la obispo se ríe y se le forman hoyuelos en los que uno podría esconderse]. Todos tenemos nuestro cuarto secreto. Así debe ser. Y así será siempre.»

Dobló la revista despacio.

– Ahora quiero ver la película -dijo Line.

– Todos tenemos nuestro cuarto secreto -repitió Inger Johanne examinando el retrato de Eva Karin Lysgaard en la tapa del Magasinet.

– Yo no -dijo Line, frívola-. ¿Vemos primero Algo pasa en las Vegas o pasamos directamente a El diablo se viste de Prada? Yo no la he visto, y puedo ver a Meryl Streep en cualquier momento.

– También tú tienes un par de estancias con secretos, Line. -Inger Johanne se quitó las gafas y se frotó los ojos antes de añadir-: Sólo que has perdido las llaves.

– Puede ser -dijo Line, igualmente risueña-. ¡Pero aquello que uno ignora, sabido es que no duele!

– Ahí te equivocas de raíz -contestó Inger Johanne, que señaló con desgana el DVD de El diablo se viste de Prada-. Es justamente lo que ignoramos lo que nos hace sufrir.

La feria de las vanidades

«Lo peor hubiera sido no saber», pensó Niclas Winter. Había vivido tanto tiempo al borde de la quiebra económica que saber que el comprador ya no estaba interesado le había hecho volver a beber un poco más, un poco más a menudo. Por no hablar de todo lo que se tomaba para mantener los nervios bajo control. Por fin había terminado con esa mierda. Le aflojaba los sentidos y lo volvía indolente. Chato. Improductivo.

Exactamente como no quería ser.

Cuando la crisis financiera le golpeó desde todos lados en otoño de 2008, no tuvo el mismo efecto en Noruega que en muchos otros países. Con varios miles de millones en la caja y un explosivo cajón de herramientas políticas, el Gobierno rojiverde pudo tomar contramedidas tan costosas y sólidas que nadie hubiese podido imaginarlas tan sólo unos meses atrás. La nación había bombeado dinero del mar del Norte durante tanto tiempo que parecía como mínimo invulnerable después del terremoto económico en los Estados Unidos. El mercado inmobiliario noruego, que desde antes estaba tan inflado como sobrecalentado, chocó contra el muro a principio del otoño. Pero ya se había despertado. En todo caso ya mostraba signos de vida. La cantidad de quiebras se multiplicó en los últimos meses, pero muchos pensaban que había sido una limpieza saludable entre empresas que, de todos modos, no se podían sustentar. El desempleo creció en la industria de la construcción, algo que por supuesto se tomó muy en serio. Por el momento, éste era un sector del mundo de los negocios que se mantenía sobre todo a partir de la fuerza de trabajo importada. Polacos, bálticos y suecos, todos tenían la fantástica cualidad de que preferían volver a casa cuando no conseguían trabajo; por lo menos aquellos que aún no habían entendido del todo que podían hacer buen dinero a través del sistema de beneficencia noruego. Además había bastantes economistas que, entre ellos y bien callados, pensaban que una desocupación de aproximadamente el cuatro por ciento era buena para mantener la flexibilidad del mercado laboral.

Al final Noruega Inc. siguió avanzando, y si bien no como antes, en todo caso sin las enormes y catastróficas consecuencias para el país o la población que afectaron a otros. La gente continuaba comprando comida, todavía necesitaban ropa para ellos y para sus hijos, se permitía como de costumbre el vino en los fines de semana e iba al cine tantas veces como antes.

Lo que disminuyó fue el consumo de bienes suntuarios.

Y por una u otra razón, el arte se consideraba un lujo.

Niclas Winter arrancó la cápsula de estaño del cuello de la botella de champán que había comprado el día que murió su madre. Trató de recordar si había abierto alguna vez antes una botella de esa manera. Mientras maniobraba con el seguro de alambre, pensó que aquélla era la primera vez. Estaba claro que había bebido cantidades sustanciales de la deliciosa bebida francesa, en especial en el curso de los últimos años, pero siempre a costa de otros.

Un chorro de espuma saltó, y Niclas rio para sí mientras escanciaba el espumoso en una copa de plástico que encontró en el borde del atestado banco de trabajo. Apoyó la botella en el suelo por seguridad y se llevó la copa a los labios.

El atelier de trescientos metros cuadrados, originariamente un depósito, estaba bañado de luz natural. Para el observador no avisado, el caos debía parecer completo en aquella habitación inmensa, con luces en el techo y grandes ventanas con arcos a lo largo de la pared suroeste. Niclas Winter tenía, por el contrario, un control absoluto del conjunto. Aquí estaban el equipo de soldadura, los ordenadores y los viejos lavabos, cables submarinos extraídos del mar del Norte y la mitad de un automóvil siniestrado; el atelier hubiera sido un paraíso para cualquier niño de once años mínimamente curioso. Pero, en realidad, no hubiese podido entrar jamás. Niclas Winter tenía tres fobias: las aves grandes, las lombrices y los niños. Ya le había sido suficientemente traumática su propia infancia y no soportaba recordarla cuando veía niños que jugaban y hacían bullicio y lo pasaban bien. El que el atelier quedase a sólo doscientos metros de una escuela primaria era un hecho lamentable que obviamente había aprendido a soportar. El local era perfecto en cualquier otro sentido, el alquiler era bajo y la mayoría de los niños lo evitaba desde que él había colocado carteles en la puerta que alertaban con un «perro suelto» junto a la imagen de un dóbermann.

El local era casi rectangular, dieciséis metros por casi dieciocho. Todo el desorden se concentraba cerca de las paredes, un marco de trastos y cosas necesarias que rodeaban un área grande en medio del cuarto. Ahí estaba siempre limpio y vacío, a no ser por la instalación en que Niclas Winter trabajaba entonces. A lo largo de una de las paredes más cortas había además cuatro instalaciones que estaban terminadas, pero que todavía no había mostrado a nadie.

Bebió un sorbo de champán, que era un poquito dulzón y además no estaba del todo frío.

Esto era lo mejor que había hecho.

El trabajo se llamaba I was thinking of something blue and maybe grey, darling, y lo había comprado StatoilHydro.

En el centro de la obra de arte se levantaba un monolito de maniquíes. Estaban entrelazados, como en el original en Vigelandsaparken, pero debido a la rigidez de los muñecos en todo lo que no fuera rodillas, codos, caderas y hombros, la figura de seis metros de altura resultaba manifiestamente espinosa. Cabezas montadas en cuellos casi quebrados, dedos erectos y pies con las uñas pintadas; todos apuntaban muertos hacia el espacio. El conjunto estaba envuelto en un delgado y brillante alambre de púas hecho de plata. Plata verdadera, por supuesto; sólo ese alambre había costado una pequeña fortuna. Si uno se acercaba, podía ver que los muñecos desnudos y sin vida tenían costosos relojes en las muñecas y que casi todos llevaban joyas en el cuello. En realidad, cuando los compró, los maniquíes carecían de sexo. Tan sólo los hombros anchos y la ausencia de pechos distinguían a los hombres de las mujeres, además de una protuberancia sin contornos entre las ingles. Niclas Winter acudió en su ayuda. Compró tantos penes en una tienda de artículos eróticos que obtuvo un importante descuento. Después los montó en los muñecos castrados. Esos dildos se presentaban como «naturales», algo que Niclas Winter sabía que era un disparate. Eran colosales. Los pintó con aerosoles de colores fluorescentes y los hizo más llamativos.

– Perfecto -dijo para sí, y vació la copa de un trago.

Se alejó unos pasos y ladeó la cabeza.

La última exposición de Niclas Winter había sido un éxito gigante. Se expusieron tres instalaciones al aire libre durante cuatro semanas en Rådhuskaia. El público estaba encantado. Los críticos también. Lo vendió todo. Por primera vez en su vida no tenía casi deudas. Lo mejor era que StatoilHydro, que ya había comprado Vanity Fair, reconstruction, había encargado I was thinking… basándose en un boceto. El precio era de dos millones. Recibió medio millón como adelanto, pero tanto ese dinero como bastante más ya había desaparecido con los materiales.

Y entonces los jodidos cambiaron de opinión.

Él no sabía de contratos, y cuando acudió indignado a un abogado con la carta que había recibido en octubre, entendió que era el momento de contratar a un agente. StatoilHydro estaba en su pleno derecho. El contrato incluía una cláusula de suspensión del encargo. Niclas Winter apenas lo había leído cuando lo firmó, mareado por el éxito.

«En el actual clima financiero», decían disculpándose en la carta. «Desafortunada señal para los empleados y los dueños», peroraban más abajo. «Moderación.» «Cierta restricción en el consumo innecesario.»

Bla, bla, bla. ¡Había que joderse!

La maldita carta llegó cuatro días antes de que su madre muriese.

Cuando se sentó a su lado en las últimas horas, más por un sentimiento de culpa que porque realmente se sintiese triste, todo cambió. Niclas Winter salió del cuarto de su madre moribunda en el hospicio Lovisenberg con una sonrisa en los labios, con una esperanza renovada y con un enigma que resolver.

Y lo había logrado.

Le llevó su tiempo, por supuesto. Su madre había sido tan poco clara que él tuvo que emplear varias semanas hasta dar con la oficina correcta. Se estresó, y en el camino se había hecho dos ampollas, pero ahora estaba todo resuelto. La entrevista estaba programada para el primer día hábil después del Año Nuevo. El tipo con el que se tenía que encontrar iba a convertir a Niclas Winter en un hombre riquísimo.

Se sirvió más champán y lo bebió.

La ligera embriaguez le sentó bien. Además, su trabajo estaba terminado. Si StatoilHydro dejaba pasar la oportunidad, habría otros compradores. Con el dinero que tendría ahora, podía aceptar el ofrecimiento de organizar una muestra en Nueva York para otoño. Podría terminar con todo el trabajo extra sin sentido, que le robaba energía y vitalidad. También dejaría las drogas. Y la bebida. Trabajaría las veinticuatro horas, sin preocupaciones.

Niclas Winter estaba casi feliz.

Le pareció oír un ruido. Un «clic» casi inaudible.

Se volvió a medias. La puerta tenía la llave puesta, y allí no había nadie. Bebió un poco más. Un gato en el tejado, quizá. Levantó la vista.

Alguien lo cogió por detrás. No entendió nada cuando una mano y después otra envolvieron su cara y le forzaron a abrir la boca. Cuando la aguja penetró en la mejilla izquierda le provocó más sorpresa que miedo. La punta le rozó la lengua y el dolor que sintió cuando la jeringa se vació sobre la delicada mucosa fue tan intenso que le hizo gritar. El hombre estaba todavía detrás de él y le apresaba las manos. Un calor intenso se esparció rápidamente desde su boca. Le costaba respirar. El extraño lo sostuvo mientras caía. Niclas Winter sonrió y trató de parpadear fuera del velo que se extendía como grasa sobre su mirada. No podía respirar. Sus pulmones no podían más.

Apenas se dio cuenta de que le arremangaban la parte izquierda del jersey. La nueva inyección se cebó en la vena azul, en el lado interno del codo.

Era el 27 de diciembre de 2008, tres minutos después de las once y media de la mañana. Cuando Niclas Winter murió, a los treinta y dos años y justo antes de su debut internacional como artista de éxito, todavía sonreía por la sorpresa.


Ragnhild Vik Stubø se rio con entusiasmo. Inger Johanne le sonrió como respuesta, recogió todos los dados y los arrojó nuevamente.

– No eres muy buena jugando al Yatzy, mamá.

– Desafortunada en el juego, afortunada en el amor, ya sabes. Eso me consuela.

Los dados cayeron mostrando dos unos, un tres, un cuatro y un cinco. Inger Johanne dudó un instante antes de dejar los unos y lanzar por última vez.

Sonó el teléfono.

– No hagas trampa mientras estoy lejos -ordenó, y se puso de pie juntando fuerzas.

El móvil estaba en la cocina. Pulsó la tecla verde.

– Inger Johanne -dijo.

– Hola, soy yo.

Sintió un asomo de irritación porque Isak nunca se presentara mencionando su nombre. Debía ser privilegio de Yngvar el dar por entendido que ella reconocería su voz de inmediato. Al fin y al cabo ya hacía más de diez años que se habían divorciado. Claro que él era el padre de su hija mayor, y era una suerte para todos que pudieran entenderse. Pero por el momento él ya no era un miembro cercano de la familia, pese a que se comportaba como si lo fuera.

– Hola -dijo con indiferencia-. Gracias por traer a Ragnhild a casa ayer. ¿Cómo va con Kristiane?

– Sí, bueno, por eso llamo. Pero me tienes que…, me tienes que prometer que no vas a…

Inger Johanne sintió que se le contraía la piel entre los omóplatos.

– ¿Qué sucede? -le cortó.

– Bueno, el caso es que… estoy en las Galerías Sandvika. Tenía que cambiar algunos regalos, entonces…, Kristiane y yo. Ahora el problema es que…, que si te enfadas no vas a ayudar en lo más mínimo.

Inger Johanne trató de tragar saliva.

– ¿Qué pasa con Kristiane? -preguntó, tratando de mantener bajo el volumen de la voz.

Escuchó cómo Ragnhild arrojaba los dados en la sala una y otra vez.

– Desapareció. Bueno, no así, no desapareció. Pero no…, no la encuentro. Yo sólo iba a…

– ¿Has perdido a… Kristiane? ¿En las Galerías Sandvika?

Se imaginó el enorme centro de compras, el más grande de Escandinavia, con tres pisos, más de cien tiendas y tantos accesos que le dio vértigo. Buscó apoyo en el mostrador de la cocina.

– Ahora debes calmarte, Inger Johanne. Ya he avisado a la administración y la están buscando. ¿Sabes cuántos niños se pierden aquí cada día? ¡Un montón! Seguramente está revolviendo sola en alguna de las tiendas. Sólo te llamo para saber si hay alguna tienda aquí por la que ella sienta una atracción especial…

– ¡Coño, perdiste a mi hija!

Inger Johanne gritó sin pensar en Ragnhild. La niña empezó a llorar e Inger Johanne trató de calmarla desde lejos mientras seguía hablando.

– Es «nuestra» hija -dijo Isak en el otro extremo-. Y además no está…

– Ragnhild, no sucede nada. Mamá sólo…, no pasa nada. Espérame, enseguida estaré contigo.

La niña no se calmaba. Berreó y arrojó los dados al suelo.

– ¡No quiero que me pierdan, mamá!

– Prueba en la tienda de ositos -dijo silbante Inger Johanne-. Esa en la que puedes armar tu propio oso. Está en el fondo del corredor, entre la sección vieja y la sección nueva del centro.

– ¡Mamá! ¡Mamá! ¿Quién me ha perdido?

– ¡Chist, mi amor! Mamá va enseguida. Nadie te ha perdido. ¡Ya voy!

Le gruñó lo último al teléfono.

– Mantén el móvil encendido. Puedo estar allí dentro de veinte minutos. Llámame enseguida si sucede algo.

Inger Johanne cortó la comunicación, se guardó el teléfono en el bolsillo trasero, corrió a la sala, alzó a su hija menor y la consoló lo mejor que pudo mientras cruzaba el apartamento en dirección a las escaleras de la entrada.

– Nadie te ha perdido, no hay nada de qué preocuparse. ¡Mamá está aquí!

– ¿Por qué dijiste que alguien me había perdido?

Ragnhild sollozaba, pero por lo menos se había calmado un poco.

– Lo has entendido mal, mi amor. A veces sucede.

Aminoró la velocidad cuando llegó a las escaleras y descendió con calma.

– Ahora iremos las dos a dar un pequeño paseo. A las Galerías Sandvika.

– Sanderías Gándika -dijo Ragnhild sonriendo a través de las lágrimas.

– Exacto.

– ¿Qué me vas a comprar?

– No te voy a comprar nada, mi amor. Sólo vamos a…, vamos a buscar a Kristiane.

– Kristiane viene mañana -protestó la niña-. Esta noche íbamos a ver cine tú y yo en el sofá, con palomitas de maíz.

– Ponte las botas. Rápido, por favor.

El corazón se le salía por la boca. Suspiró tratando de tomar aire y se echó el abrigo encima mientras forzaba una sonrisa.

– Coge sólo la chaqueta. Vamos.

– ¡Quiero llevar mi gorro! ¡Y mis guantes! ¡Hace frío fuera, mamá!

– ¡Así! -dijo Inger Johanne, y agarró lo que había sobre el estante-. Puedes ponértelos en el coche.

Sin siquiera cerrar con llave, tomó de la mano a su hija y corrió escaleras abajo, hacia el pavimento y el coche, que por suerte estaba aparcado frente al portón.

– Me haces daño -protestó Ragnhild-. ¡Mamá, me coges demasiado fuerte!

Inger Johanne se mareaba. Reconocía el miedo desde la primera vez que tuvo a Kristiane entre sus brazos. «Todo ha salido bien», le dijo la comadrona. «Preciosa y sana», dijo Isak. Pero Inger Johanne sabía que había algo más. Miró a su hija de media hora de edad, que estaba tan quieta y que tenía algo en sí que había hecho que ella casi estallara en pedazos.

– Sube -dijo un poco demasiado bruscamente mientras abría la puerta del asiento trasero.

Sonó el teléfono. Al principio no supo dónde lo había metido y se palmeó los bolsillos de la cazadora.

– Llama en tu culo -dijo Ragnhild, y trepó dentro del coche.

– Sí -dijo Inger Johanne casi sin aliento una vez que extrajo el móvil de su bolsillo.

– ¡La encontré! -rio Isak a distancia-. Estaba en la tienda de los ositos, como tú creías, y lo estaba pasando bomba. La estaba cuidando un hombre, y de hecho estaban charlando muy contentos cuando llegué.

Inger Johanne se apoyó en el coche y trató de respirar regularmente. La inmensa tranquilidad de saber que Kristiane estaba bien fue rápidamente enturbiada por lo que Isak le decía.

– ¿Qué hombre?

– ¿Qué…, eh? Te llamo para decirte que Kristiane está bien, tal como yo pensaba, y ahora me preguntas…

– ¿Tienes claro que los centros de compras son El Dorado para los pedófilos?

Sus palabras se volvían nubes de vapor gris en el aire frío.

– Mamá, ¿no vas a ponerme el cinturón?

– Enseguida, mi vida. ¿Qué tipo de…?

– ¡Inger Johanne! Esto no tiene ningún sentido.

Isak Aanonsen no se enfadaba casi nunca.

Ni quiera se enfadó cuando una noche, tarde, una eternidad atrás, ella se incorporó en el sofá y le dijo que no lograba ver cómo podrían salvar su matrimonio; le contó que ya se había hecho con los formularios necesarios para trazar una línea definitiva. Y entonces Isak trató de ver el lado positivo. Se había quedado ahí sentado durante un rato, solo en la sala, mientras una llorosa Inger Johanne se iba a acostar. Una hora más tarde había llamado a la puerta del dormitorio, consciente ya de que nunca más serían lo que habían sido. Lo más importante era Kristiane, dijo él. Sería para siempre lo más importante entre ambos, y él quería que se pusieran de acuerdo en cómo ordenarían las cuestiones prácticas con respecto a su hija, aun antes de tratar de dormir. Cuando amaneció ya habían acordado un arreglo, y desde entonces lo mantuvo con lealtad. Inger podía contar con los dedos de una mano las veces que pudo percibir un asomo de irritación en todos esos años.

Ahora estaba indignado.

– ¡Esto es histeria! El hombre que hablaba con Kristiane era un tipo absolutamente normal que claramente se dio cuenta de qué clase…, qué clase de niña es. Era amable. Kristiane sonreía y se despidió con una mano cuando se separaron. Y ahora tú estás diciendo que…

Inger Johanne podía escuchar el dam-di-rum-ram de Kristiane por detrás. Empezó a llorar en silencio, para no alarmar a Ragnhild más de lo que ya lo había hecho.

– Lo siento -susurró en el teléfono-. Lo siento, Isak. De veras. Es que me he asustado.

– Yo también -dijo él, después de una pausa de duda. La voz era la de siempre. Amistosa, otra vez-. Pero todo ha salido bien. Pienso que lo mejor para ti es que la lleve a tu casa hoy. ¿Te parece bien?

– Gracias. Mil gracias, Isak. Me encantaría tenerla conmigo.

– Ya pasaremos otro día juntos.

– Quizá podrías quedarte tú también -dijo Inger Johanne.

– ¿En tu casa? ¡Sí, cómo no!

En un destello, ella vio de nuevo los ojos azul oscuro que se convertían en rendijas estrechas sobre la cara siempre mal afeitada cuando él esbozaba esa sonrisa rara y sesgada de la que una vez estuvo tan enamorada.

– Estaremos allí dentro de, más o menos, media hora -dijo él-. ¿Quieres que compre algo, ya que estamos por aquí?

– No, gracias. Sólo venid. Venid.

La comunicación se cortó.

Le sobrevino un enorme cansancio. Apoyó ambos brazos en el techo del coche. El metal estaba tan frío que hizo que su piel se estremeciera. Quizá podría contarle a Isak algo acerca del hombre que había visto en el jardín hacía unos días. Si le contaba que su terror no era una invención salida de la nada, que tenía buenas razones para angustiarse, que el hombre sabía el nombre de Kristiane, a pesar de que las niñas no lo conocían, si ella…

No.

Se enderezó despacio y secó sus lágrimas con el dorso de la mano.

– Ven -dijo inclinándose con una sonrisa sobre Ragnhild-. No iremos a Sandvika al final. En su lugar, Isak y Kristiane vendrán aquí.

– Pero íbamos a ver una película y a jugar a que estábamos en el cine -protestó Ragnhild con energía-. ¡Sólo yo y tú!

– Podemos hacer eso también con ellos. Será muy divertido. Ven, vamos.

La niña descendió con desgana del asiento para niños y salió del coche.

Mientras caminaban por la acera, Ragnhild se detuvo de improviso, con las manos en la cintura.

– Mamá -dijo muy seria-, primero tenemos muchísima prisa por llegar a las Galerías Sandvika. Luego volvemos otra vez a casa. Primero íbamos a jugar a ir al cine, yo contigo, y de pronto Isak y Kristiane quieren venir también. Yngvar tiene razón.

– ¿En cuánto a qué? -sonrió Inger Johanne acariciando el cabello de su hija menor.

– En cuanto a que te es muy difícil tomar decisiones. Pero por eso eres la mejor mamá del mundo. La mejor supermamá de todo el mundo, con nata encima.


La subinspectora Silje Sørensen del Departamento de Violentos en el distrito policial de Oslo había bebido dos tazas de cacao con nata y se sentía mareada.

Las fotografías que tenía frente a sí no mejoraban la situación.

La víspera de Navidad de este año había caído en un día hábil, lo que era óptimo para aquellos que querían tener la mayor cantidad posible de vacaciones. Como el 23 era un martes, la mayoría se tomó libre el lunes anterior, que era de hecho una jornada laboral, y entonces uno podía por supuesto faltar también el martes. El 25 y el 26 eran festivos oficiales y hoy, 27, era sábado. Un día de trabajo para las empresas de servicios; sin embargo, para los más despreocupados, las Navidades de 2008 fueron una oportunidad para tomarse dos semanas libres seguidas, ya que no tenía sentido volver al trabajo cuando la Nochevieja y el 1 de enero ocuparían la mitad de la semana siguiente.

Noruega funcionaba a media velocidad, pero no así Silje Sørensen.

Ver aquella enorme pila de entradas la había puesto de muy mal humor. Al final fue bastante fácil convencer a la familia que lo mejor para todos era dejarla trabajar un día más.

O quizá fuera pensar en Hawre Ghani lo que acaparaba su atención, independientemente de lo que tratase de hacer.

Ojeó rápidamente las fotos que tenía del cadáver, separó una de cuando el muchacho aún estaba con vida y la puso junto a un nuevo documento antes de cerrar la carpeta.

El 25 por la tarde llamó al detective inspector Harald Bull tal como él había solicitado. El hombre no estaba muy interesado en discutir sobre el trabajo en plenas fiestas navideñas. Con «lo más pronto posible» había querido decir: 5 de enero. A pesar de que el presupuesto de horas extra ya estaba agotado a esa altura del año, acordaron poner a trabajar al oficial Knut Bork para que verificase la historia del kurdo solicitante de asilo. El oficial Bork era joven, soltero y ambicioso, y Silje Sørensen se quedó impresionada con el informe que el hombre había finalizado esa misma mañana y que la esperaba en la oficina.

Sus ojos corrían por encima de las hojas.

Hawre Ghani había llegado a Noruega hacía un año y medio, cuando, según lo que declaró entonces, tenía quince años. Era huérfano. Como no estaba en posesión de ningún documento de identidad, su edad fue rápidamente cuestionada por las autoridades noruegas.

A pesar de las dudas acerca de la verdadera edad del muchacho, lo ubicaron en el asilo de inmigrantes de Ringebu. Allí había varios como él; peticionarios de asilo solteros y menores de dieciocho años. Se escapó al tercer día. Desde entonces lo hizo más o menos continuamente, a excepción de los días que tuvo que pasar en la celda de custodia cuando no lograba ser lo suficientemente hábil.

Hacía un año se había dado a la prostitución.

Según varios informes se vendía caro, a menudo y a quien fuese.

Por lo menos en un caso, Hawre Ghani robó a un cliente, algo que se descubrió por casualidad. Había sustraído un par de zapatillas Nike Shock color negro en Sporthuset, en Storo. Un guardia de seguridad lo atrapó, lo arrojó al suelo y lo retuvo al sentarse sobre él hasta que llegó la Policía, cuarenta y cinco minutos más tarde. Cuando lo revisaban para arrestarlo, lo encontraron en posesión de una billetera beis Mont Blanc con una tarjeta de crédito, papeles y recibos a nombre de un conocido periodista deportivo. Éste no estaba interesado de ninguna manera en poner la denuncia, contaba con aridez el informe del oficial Bork, pero varios colegas que conocían el ambiente de la prostitución podían confirmar que el muchacho y la víctima eran bien conocidos en él.

Durante un tiempo se trató de poner a Hawre en contacto con un kurdo iraquí con permiso de permanencia temporal y sin derecho a reagrupamiento familiar. Un MUF, como los llamaban. El hombre, que había vivido de prestado en Noruega durante más de diez años y hablaba noruego de corrido, trabajaba parcialmente como líder de juventudes en la ciudad vieja. Hasta entonces había sido muy afortunado con sus proyectos entre los desinhibidos hijos de refugiados. Con Hawre no le fue tan bien. Al cabo de tres semanas, el muchacho arrastró a cuatro compañeros del club a una ronda de atracos en los depósitos de los sótanos al oeste de la ciudad y trató de desvalijar un cajero automático con ayuda de una palanca de hierro, además de robar y chocar contra un viejo Audi TT matriculado hacía cuatro años.

Silje Sørensen observó la foto del joven inmaduro de enorme nariz. Los labios parecían los de un chico de diez años. La piel era brillante.

Quizás ella era naif.

Por supuesto que era naif, aun después de todos esos años en la Policía, en los que las ilusiones habían explotado como pompas de jabón a medida que ascendía en la jerarquía.

Pero aquel muchacho era joven. Si tenía quince o dieciséis años era, por supuesto, imposible saberlo, pero la foto había sido tomada después de su llegada a Noruega, y ella podría jurar que la mayoría de edad del chico estaba todavía bien lejos.

De todos modos ya no importaba.

Alejó despacio la foto, empujándola al borde del escritorio.

Ahí se quedaría hasta que resolviese este caso. Si alguien había matado a Hawre Ghani, tal como los indicios hacían suponer, averiguaría quién había sido.

Hawre Gahni estaba muerto.

Nadie se había preocupado por él mientras estaba vivo.

Por lo menos alguien se iba a preocupar por su muerte.


– No se preocupe por mí. -Yngvar Stubø detuvo al hombre con un gesto-. Ya me he tomado tres tazas de café hoy, y no necesito otra.

Lukas Lysgaard se encogió de hombros débilmente y se sentó en uno de los sillones amarillos con orejas. El de su padre. Yngvar evitó todavía sentarse en el lugar de Eva Karin y acercó la misma silla de comedor que había usado antes.

– ¿Han averiguado algo más? -preguntó Lukas, sin que su voz mostrara un interés sincero.

– ¿Cómo va con la cabeza? -preguntó Yngvar.

El hombre joven se encogió de hombros otra vez antes de peinarse el cabello con los dedos y cerrar los ojos nuevamente.

– Ahora está mejor. Va y viene.

– Así es con la migraña, por lo que he oído.

Un reloj de pie sonó despacio con dos toques. Yngvar resistió la tentación de verificar su propio reloj, estaba seguro de que debían de ser más de las dos. Sintió una leve corriente de aire sobre el cuello, como si hubiese una ventana abierta. Olía a panceta y a algo más que no pudo definir bien.

– Pocas noticias, me temo. -Yngvar se inclinó hacia delante en la silla y apoyó los codos en las rodillas-. Se envió una gran cantidad de material para analizarlo más en detalle. Hay muchos indicios de que podríamos encontrar huellas en el lugar del hecho. Como de hecho fue la Policía quien la halló primero, y como es posible que fuera muy poco tiempo después de que el asesinato tuviera lugar, tenemos la esperanza de haber asegurado las pruebas de la mejor manera posible.

– Pero ¿no saben quién lo hizo?

Yngvar alzó las cejas.

– No, obviamente no. Todavía falta…

– Los periódicos especulan con la violencia indiscriminada. Dicen que poseen fuentes en la Policía que aseguran que están buscando a un lunático. Una de esas «bombas durmientes»… -los dedos apuñalaron el aire- que los psiquiatras dejan ir demasiado temprano. Gente que ha solicitado asilo, sobre todo. Somalíes. Ese tipo de gente.

– Por supuesto que es posible que estemos detrás de una persona enferma. Todo es posible. Sin embargo, a estas alturas de la investigación es importante no aferrarse a ninguna teoría cerrada.

– La patrulla llegó rápidamente al lugar del crimen, así que quien lo hiciera no puede haber estado tan lejos. He leído en el periódico que no hubo más de diez o quince minutos entre el momento de la muerte y el hallazgo del cuerpo. En Nochebuena seguro que no se encontró a muchos donde elegir. Que anduvieran de noche por las calles, quiero decir.

Evidentemente se arrepintió enseguida de lo dicho, y tomó un vaso con un líquido amarillo que Yngvar supuso que era zumo de naranja.

– No -dijo Yngvar-. Su madre, por ejemplo.

– Escúcheme -dijo Lukas, y vació el vaso antes de continuar-. Por supuesto que entiendo lo que sucede. Daría todo por saber qué buscaba mi madre en la calle a esas horas, tan tarde, en Nochebuena. Pero no lo sé, ¿de acuerdo? ¡No lo sé! Nosotros…, mi mujer y nuestros tres hijos, pasamos una Navidad con los padres de ella y otra con los míos. Esta vez mis suegros estaban en casa, de visita. Mi madre y mi padre estaban solos. Le he preguntado a mi padre, por Dios… -hizo un gesto-, le he preguntado, y él se niega a contestarme.

– Entiendo -dijo Yngvar con amabilidad-. Entiendo. Y me gustaría preguntarle justamente sobre esto.

Rendido, Lukas dio un golpe con la mano.

– Usted dirá.

– ¿Le gustaba salir a pasear?

– ¿Cómo?

– A su madre, ¿le gustaba pasear?

– A todos nos gusta…, sí. Sí, le gustaba.

– ¿De noche? A mucha gente le gusta…, salir a tomar un poco de aire antes de irse a dormir. ¿También a su madre?

Por primera vez desde que Yngvar había conocido a Lukas Lysgaard, hacía ya tres días, le pareció que el hombre pensaba detenidamente la respuesta antes de darla.

– Ya han pasado muchos años desde que yo vivía en casa -dijo finalmente-. Tuve…, tuvimos hijos cuando éramos adolescentes, mi mujer y yo. Nos casamos el mismo verano en que terminamos el bachillerato, y…

Se interrumpió, y una sonrisa le cruzó el rostro lloroso.

– Eso es muy temprano -dijo Yngvar-. Creí que esas cosas ya no sucedían.

– Mamá y papá, en especial papá, tenían firmes opiniones en contra de que nos fuésemos a vivir juntos antes de casarnos. Como estábamos convencidos de que… Pero usted me ha preguntado si mi madre tenía por costumbre salir durante las noches.

Yngvar asintió y extrajo una libretita del bolsillo del pecho, tan discretamente como pudo.

– De hecho, sí. En todo caso, mientras yo viví aquí, en casa. Cuando era pastora, visitaba a menudo a miembros de su parroquia fuera de las horas de trabajo. Era… una pastora muy sociable, mamá. Podía muy bien suceder que saliese de casa en mitad de la noche y que regresara cuando yo ya estaba durmiendo. Sin embargo, nunca vi que visitase a alguien en… Nochebuena. -Se encogió de hombros-. A decir verdad, era muy gentil por su parte visitar en horas nocturnas a gente que la necesitaba. La oscuridad le daba mucho miedo.

– Miedo -repitió Yngvar-. Ya veo. Pero también le gustaba salir a pasear de noche. Aquí en Bergen, por lo menos, después de mudarse…

– No…, veamos… Cuando la nombraron obispo, yo era mayor. No estoy muy seguro de que visitara tanto entonces. Como obispo, quiero decir.

Respiró hondo y agarró el vaso. Cuando vio que estaba vacío se quedó sentado haciéndolo rodar en la mano. La rodilla izquierda le temblaba como si tuviese hormigas en la pierna.

– Cuando yo era joven, en verdad no seguía mucho lo que hacían por las noches. Más bien al contrario, le diría. -La sonrisa, esta vez, era genuina-. Yo era como casi todos los jóvenes. Estiraba los límites. Tenía novias, de vez en cuando. De hecho no pensé nunca en ello, pero quizá mi madre sí tenía esa costumbre de pasear un poco antes de irse a dormir. También en Stavanger. Pero cuando estamos aquí, con mi propia familia, por supuesto no lo hace.

– Ustedes viven en Os, ¿verdad?

– Sí. Está a sólo media hora de aquí, más o menos. Excepto en las horas punta. Entonces el viaje puede llevar una eternidad. Pero los visitamos mucho. Y ellos a nosotros. Como nunca da esos paseos nocturnos cuando nos visita, ni cuando estamos nosotros aquí, entonces…

– Disculpe que lo interrumpa, pero ¿ustedes se quedan a dormir, entonces? ¿Cuándo están aquí?

– Sólo de vez en cuando. Como regla, no. Los chicos pasan la noche aquí a menudo. Mis padres son muy diestros con ellos. En Nochebuena o en otras ocasiones especiales siempre pasamos todos juntos la noche. Entonces nos damos el gusto de beber un poco.

– ¿No son abstemios, sus padres?

– No. De ninguna manera.

– ¿Qué quiere usted decir con «de ninguna manera»?

– ¿Qué? Quiero decir…, les gusta tomarse una copa de vino tinto con la comida. Mi padre bebe con gusto un par de vasos de whisky en una fiesta. Personas normales, en otras palabras.

– Solía beber su madre antes de salir a dar sus paseos?

Lukas Lysgaard aspiró con fuerza.

– Ahora escúcheme -dijo irritado-: ¡todo esto me parece muy raro! Algo me dice que a mi madre le gustaba salir a pasear de noche. Pero al mismo tiempo sé que temía la oscuridad. Mucho. Todos se burlaban de ella por esa fobia, porque era ella, precisamente, quien debía sentirse segura por la cercanía de Dios. Y uno está siempre cerca de El…

Dijo lo último con una mueca breve, antes de recostarse hacia atrás en el sillón y dejar el vaso vacío.

– ¿Puedo echar un vistazo? -preguntó Yngvar.

– Eh…, sí. Mejor dicho, no… Mi padre está con mi familia y, en realidad, sería algo impropio que usted ande curioseando en sus cosas sin que él mismo haya dado su permiso.

– No voy a curiosear -sonrió Yngvar mostrando ambas palmas-. En absoluto. Sólo echaré un vistazo. Como he dicho muchas veces antes, es importante para mí formarme la mejor impresión posible de las víctimas en los casos que investigo. Por eso estoy aquí. En Bergen, quiero decir. Para tratar de formarme una imagen amplia de su madre. Ver la casa ayuda un poco. Sería práctico. ¿Qué me dice?

De nuevo Lukas se encogió de hombros. Yngvar lo tomó como un consentimiento y se levantó. Se metió la libreta en el bolsillo y le pidió a Lukas que le indicase el camino.

– Así no me equivoco -sonrió-, como la última vez.

La vivienda, en Nubbebakken, era antigua, pero estaba bien conservada. La escalera que subía al segundo piso era asombrosamente estrecha y poco ostentosa, comparada con el resto de la casa. Lukas subió primero y le advirtió sobre un saliente en el techo.

– Éste era el dormitorio de ellos -dijo abriendo una puerta.

Se quedó parado con la mano en el picaporte, bloqueando parcialmente la entrada. Yngvar entendió el gesto y solamente se inclinó para echar una mirada.

Una cama doble.

La colcha estaba cosida con trozos de género de distinto color y hacía más acogedora la habitación, que era grande y estaba bastante vacía. En la mesita de noche había pilas de libros, y en el suelo, al lado de la cama y más hacia la puerta, yacía un periódico doblado. Bergens Tidende, pudo ver Yngvar. Una pintura grande colgaba de la pared directamente sobre la cama, formas abstractas en azul y lila. Detrás de la puerta, de forma que Yngvar sólo pudo verlo reflejado en el espejo entre las grandes ventanas, había un espacioso ropero.

– Gracias -dijo retrocediendo.

El segundo piso tenía además un baño reacondicionado, dos dormitorios bastante anónimos, uno de los cuales era el cuarto de Lukas de cuando era muchacho, y un despacho grande en el que sus padres tenían cada uno sus amplios escritorios. Yngvar ardía en deseos de analizar los papeles más de cerca. La buena voluntad de Lukas estaba, sin embargo, a punto de terminarse, por lo que en lugar de hacerlo inclinó la cabeza en dirección a las escaleras. En el camino pasaron al lado de una puerta estrecha con una llave de hierro forjado en la cerradura, y él presumió que debía tratarse de una escalera que conducía a la azotea.

– ¿Por qué viven aquí? -preguntó Yngvar mientras bajaban.

– ¿Cómo?

– ¿Por qué no viven en la residencia episcopal? Hasta donde sé, el obispado de Bjørgvin tiene una residencia especialmente diseñada en Landåslien.

– Ésta es la casa natal de mi padre. Quisieron vivir aquí cuando regresamos a Bergen. Cuando mi madre fue nombrada obispo, él insistió en que se mudaran aquí. Fue una condición, creo, para que él aceptase. El que mi madre fuese obispo, quiero decir.

Estaban abajo, en el pasillo largo al lado de la sala.

– Pero ¿eso no está regulado por ley? -preguntó Yngvar-. Hasta donde yo sé, uno tiene el deber de…

– Escuche -interrumpió Lukas llevándose un pulgar a un ojo mientras apretaba el otro con el índice-. Hubo mucho barullo para que fuese como es, pero yo realmente no lo sé. Estoy tremendamente cansado. ¿Puede preguntarle a otra persona, por favor?

– Ningún problema -dijo Yngvar, rápidamente-. Le dejaré descansar. Sólo necesito echar un vistazo a ese cuarto ahí.

Señaló el pequeño dormitorio que había encontrado por error un par de días atrás.

Feel free -murmuró Lukas, e indicó la puerta con la mano extendida.

En cuanto entró en la habitación, Yngvar se percató de que Lukas no se había interpuesto en el camino. Por el contrario, el hijo de la obispo había regresado a la sala y lo había dejado solo. Miró rápido a su alrededor.

Habían corrido las cortinas, y ya no se olía el empalagoso olor del sueño. El cuarto estaba más frío de lo que recordaba, y las ropas que antes reposaban sobre la silla ya no estaban allí.

El resto parecía estar tal como lo había visto.

Se inclinó para leer los títulos en los lomos de la pequeña pila de libros en la mesita de noche. Una gruesa biografía del héroe de la iglesia Christian Hauge, una novela policial de Unni Lindell y un ejemplar viejo y gastado, encuadernado en cuero, de Markens grøde.

Se quedó muy quieto. Todos sus sentidos estaban alerta. Ella había vivido sus noches en esta habitación, de eso estaba seguro. Abrió con cuidado las puertas del ropero. Faldas y vestidos colgaban junto a blusas y camisas planchadas en una de las mitades; la otra estaba dividida con estantes. Un estante para bragas, otro para medias. Uno para pantalones, otro para cinturones y bolsos de fiesta. Un estante inferior para todo lo que no cabía en los otros.

«Uno no guarda sus ropas de uso diario en un cuarto para huéspedes», pensó, y cerró el armario sin hacer ruido. Le sobrevino una sensación de rechazo, tal como solía sucederle cuando se adentraba en las vidas de otras personas por efecto de una tragedia.

– ¿Termina ya? -escuchó que gritaba Lukas.

– Sí, enseguida -dijo, y dejó que sus ojos recorrieran por última vez la habitación antes de abandonarla y salir al pasillo-. Gracias.

En la puerta de entrada se volvió y alargó la mano para saludar.

– Me pregunto cuándo cesará -dijo Lukas sin tomarla-. Este dolor.

– No se acabará nunca -dijo Yngvar, al tiempo que dejaba caer la mano-. Nunca del todo.

Lukas Lysgaard dejó escapar un sollozo.

– Yo perdí a mi primera esposa y a una hija ya mayor -dijo Yngvar despacio-, hace ya más de diez años. Un lamentable y ridículo accidente que sucedió en nuestra casa. Creía que era imposible sentir tanto dolor.

El rostro de Lukas cambió. La defensiva expresión de hostilidad desapareció y se llevó la mano a la nuca en un gesto confundido.

– Lo siento -susurró-. Excúseme. Perder a una hija… Disculpe. Y yo aquí…

– No tiene nada por qué disculparse -dijo Yngvar-. La pena no es relativa. La suya es lo suficientemente grande por sí misma. Y con el tiempo aprenderá a vivir con ella. Escampará, Lukas. La vida tiene la bendita tendencia de curarse a sí misma.

– Ella era sólo mi madre. Usted perdió…

– Aún, a veces, me despierto en medio de la noche creyendo que Elisabeth y Trine todavía están ahí. Pasa un segundo, quizá dos, antes de que comprenda dónde estoy. Y el dolor que siento entonces es igual al del día en que murieron. Dura mucho menos, claro. Media hora después puedo estar durmiendo mi mejor y más tranquilo sueño.

Sonrió débilmente.

– Ahora debo irme.

El frío lo golpeó cuando salió a los escalones de piedra. La lluvia caía de lado. Se levantó el cuello mientras caminaba hacia el portón del jardín sin mirar atrás.

Lo único que lograba pensar era que una de las fotografías sobre el estante del supuesto cuarto de huéspedes había desaparecido. El día de Navidad había allí cuatro retratos. Ahora había sólo tres: uno de Lukas de cuando era niño, sobre las rodillas de Erik; otro de toda la familia en un bote; el último era la foto de Erik Lysgaard muy joven y serio, con gorra de estudiante. La borla le caía sobre el hombro. La gorra estaba correctamente ladeada.

Cuando Yngvar abrió el portón reaccionando con una mueca ante el ruido chirriante de las bisagras, se preguntó si no habría sido un error de cálculo no preguntarle a Lukas qué había sucedido con el otro retrato.

Por otro lado, era bastante posible que no hubiese obtenido respuesta alguna.

En todo caso, no una creíble.


Que alguien pudiese creer en este tipo de historias era incomprensible.

Inger Johanne estaba sentada con el ordenador portátil en las rodillas y navegaba sin objeto por la Red. Había visitado el New York Times y el Washington Post, pero le costaba concentrarse. En todo caso, halló entretenimiento en la pagina del National Enquirer.

Ragnhild dormía profundamente, e Isak estaba en la tarea de acostar a Kristiane. Sin que le agradase del todo, empezó a desear que él se quedara. Para desprenderse de esa idea, revisó su correo. Tres mensajes nuevos aparecieron en la bandeja de entrada. Un par de absurdas ofertas, una de un producto para adelgazar desarrollado a partir de krill y uñas de oso. Además, el mensaje de un remitente que tuvo que buscar un momento en su memoria para reconocer.

Karen Ann Winslow.

Inger Johanne recordaba a Karen Ann Winslow. Habían estudiado juntas en Boston, dos matrimonios y una eternidad atrás. Era cuando Inger Johanne todavía creía que sería psicóloga, cuando no imaginaba que pronto iba a dejar de lado, al menos temporalmente, esa formación para seguir un curso con el FBI que casi le costaría la vida.

Abrió el mensaje, que provenía de una dirección privada y que no hacía alusión al lugar donde Karen trabajaba.


¡Querida Inger! ¿Me recuerdas? ¡Ha pasado tanto tiempo! Lo pasamos realmente bien en el colegio, y de vez en cuando he pensado en ti. ¿Cómo estás? ¿Casada? ¿Tienes hijos? Estoy impaciente por saberlo.

Busqué tu nombre en Google y encontré esta dirección, espero que sea la correcta.

Me han invitado a una boda en Noruega, el 10 de enero. Una buena amiga se casa con un cardiólogo de allí. La ceremonia tendrá lugar en un pueblecito llamado Lillesand, cerca de Oslo. ¿Vives allí todavía?


Inger Johanne pensó que la idea que Karen tenía de «cerca» se toparía brutalmente con la realidad en cuanto viese la sinuosa y peligrosa carretera E-18 que conducía a Sørlandet.


Tendré que viajar sin mi marido y sin ninguno de mis hijos (¡dos niñas y un niño, preciosos!), que estarán ocupados con otras actividades familiares. Llegaré a Oslo tres días antes de la boda, y me encantaría encontrarme contigo. ¿Será posible? Tenemos tanto que recuperar. Por favor hazme saber algo cuanto antes. Voy a estar en el Gran Hotel, en el centro de Oslo. Mil besos,

Karen [2]


«En todo caso acertó con la ubicación del hotel», pensó Inger Johanne, que cerró el mensaje, entró en Google e insertó el nombre de Karen en la casilla de búsqueda.

Doscientos seis aciertos.

Obviamente debía de haber, por lo menos, dos norteamericanas con el mismo nombre, porque varios de los vínculos eran sobre una autora de libros infantiles, de setenta y tres años. Hasta donde podía recordar, Karen debía haber comenzado sus estudios jurídicos el mismo otoño en que ella viajó a Quantico. Si la recordaba bien, la joven debió de obtener su título brillantemente. Muchos de los vínculos apuntaban también a la abogada de un bufete con base en Alabama con el nombre de American Poverty Law Center, APLC. Esta Karen Ann Winslow (al cabo de una rápida ojeada a los artículos, dedujo que parecía tener su misma edad) había liderado entre otras cosas una campaña contra el estado de Misisipi para clausurar las grandes prisiones para delincuentes juveniles, después de haber demostrado que allí se cometían graves infracciones contra los derechos más elementales de los niños.

En cuanto Inger Johanne abrió el vínculo, recordó que ya había visitado esa página de Internet. El bufete de abogados estaba entre los primeros en lo concerniente a la persecución de delitos de odio. Además de proveer apoyo gratis a las víctimas pobres, en su mayoría afroamericanas, realizaba extensas campañas como portavoz de perseguidos e indigentes. Además, era la fuerza detrás de una impresionante red de inteligencia para la identificación de grupos de odio a través de todo el vasto continente americano.

Recorrió el interior del sitio de Internet, que estaba plagado de información. No encontró ninguna foto de los empleados. Debía de ser por razones de seguridad, concluyó. Después de leer durante diez minutos, estaba convencida de que la abogada Karen Ann Winslow en APLC era su antigua compañera de estudios.

– Perfecto -murmuró.

– De acuerdo -dijo Isak, y se dejó caer sobre la silla frente al sofá en donde estaba Inger Johanne-. Las dos niñas duermen. Si me lo permites, puedo echar un vistazo a tu nevera y ver qué encuentro.

Inger Johanne no apartó la vista enseguida de la pantalla. Con un golpe de tecla, regresó a Outlook.

– Ve -susurró-. Yo también me he quedado con hambre con las salchichas.


¡Querida Karen!

Muchas gracias por tu mensaje. ¡Deseo tanto verte! Vivo en Oslo y estás invitada a quedarte en casa durante un par de días. Debo advertirte, sin embargo, que gracias a Dios tengo dos hijas que son toda una experiencia.


Los dedos corrían sobre el teclado. Inger Johanne no pensaba, era como si hubiese una comunicación directa entre sus manos y todo lo que le había pasado en esos más de diecisiete años. Como si nada precisase adaptación, reflexión; era como si no razonase, como si sólo contase. Escribió de las niñas, de Yngvar, de su trabajo. Karen Winslow estaba muy lejos, al otro lado del mar; su antigua compañera no conocía a nadie aquí y no tenía por qué ser cuidadosa. Escribió sobre su vida como investigadora, sobre sus proyectos, acerca de su miedo a no ser una madre suficientemente buena para una hija que sólo ella comprendía. Ni siquiera ella, si era sincera. Le escribió sin restricciones a la mujer con quien una vez fue joven y libre.

Se sentía casi corno si se confesara.

Voilà -dijo Isak, que colocó un enorme plato frente a ella-. Espaguetis a la carbonara con un pequeño detalle audaz. No tenías panceta, o sea, que es jamón. No había huevos, por lo que hice una pequeña salsa con un queso azul que encontré.

Tampoco tenías espagueti, por lo que éstos son tallarines. Y tiene además una gran cantidad de ajo asado bien picado encima. Puede que no sean espaguetis a la carbonara, bien mirado.

Inger Johanne aspiró el aroma.

– Huele que alimenta -dijo distraída-. Hay vino en la alacena del rincón, si has de abrir una botella. Yo beberé Farris. ¿Podrías alcanzármela?

Miró la pantalla y se mordió, distraída, el labio inferior.

Marcó resuelta todo el texto, excepto las tres primeras líneas, y apretó «eliminar» antes de terminar el corto mensaje que todavía quedaba:


Hazme saber los detalles de tu estancia en cuanto te sea posible. De veras que me encantaría verte, Karen, ¡de veras! Hasta pronto,

Inger


– ¿A quién le escribes con tantas ganas? -preguntó Isak poniendo los pies sobre la mesa antes de apoyar su plato sobre el pecho y empezar a engullir.

Sus maneras siempre la habían irritado.

Una vez más.

Él agarró con toda la mano la copa de vino llena hasta el borde y bebió un trago, con la boca aún repleta de comida.

– Comes como un cerdo, Isak.

– ¿A quién le escribes?

– A una amiga -dijo ella, breve.

Cerró el ordenador portátil, lo dejó al lado y se inclinó sobre el plato. La comida sabía tan bien como olía. Estuvieron así sentados, sin hablar, hasta que terminaron de comer.


El vaso de highball estaba vacío.

El highball era la debilidad de Marcus.

De su generación ya no quedaba casi nadie que conociese la expresión, y sus compañeros arrugaban la nariz con desagrado cuando él mezclaba soda con un whisky carísimo, en un vaso alto. Era el trago preferido de su abuelo paterno, uno cada sábado a las ocho de la noche, después del baño semanal y el lavado de cabeza. Marcus junior lo bebió por primera vez el día de su confirmación. Sabía amargo, pero se lo tragó. Los hombres bebían highball, pensaba el abuelo, y así fue como ese trago arcaico se convirtió en algo habitual en la vida de Marcus.

Consideró servirse otro, pero se contuvo.

Rolf estaba fuera. Un caballo de doma clásica tenía un dolor en la rodilla delantera derecha, y por un precio de medio millón de coronas el dueño no tenía muchas ganas de esperar hasta que la clínica abriese el 5 de enero. El horario de trabajo de Rolf era informativo en el mejor de los casos, y en el peor, era engañoso. Lo llamaban al menos dos veces por semana durante la noche, y entonces tenía que salir.

El pequeño Marcus dormía.

Los perros se habían calmado y el silencio reinaba en la casa.

Probó a encender el televisor. Una vaga inquietud le impedía decidir si debía irse a la cama o ver otra serie televisiva. Caso cerrado, por ejemplo. Algo así. La que fuera, sólo para dejar descansar la mente.

El aparato no reaccionó. Golpeó el mando a distancia contra el muslo y lo probó de nuevo. No pasó nada. Las pilas, posiblemente. Marcus Koll bostezó y decidió acostarse. Revisar el correo, cepillarse los dientes, irse a dormir.

Salió de la sala, cruzó el pasillo y llegó al cuarto de trabajo. El ordenador estaba encendido. La carpeta de entradas del correo no tenía nada interesante. Con pereza entró en el sitio de Dagbladet.no. Tampoco allí había nada de interés. Recorrió la página hacia abajo: «Hallan muerto a controvertido artista».

El titular pasó con rapidez.

El dedo índice se congeló en la rueda del ratón. Invirtió el movimiento recorriendo otra vez la página hacia arriba: «Hallan muerto a controvertido artista».

El corazón le latió más deprisa. Sentía liviana la cabeza.

No otra vez. No un ataque más.

No fue pánico lo que lo asaltó.

Se sentía fuerte. Empezó a leer despacio.

Cuando terminó, desconectó el ordenador de Internet y lo apagó. Sacó del cajón del escritorio un pequeño destornillador.

Se puso de cuclillas en el suelo, quitó cuatro tornillos de la cubierta do la máquina, la abrió y extrajo con cuidado el disco duro. Tomó otro disco de un cajón. Le fue fácil instalarlo. Colocó de nuevo la cubierta, la atornilló con cuidado y puso el destornillador en su lugar. Finalmente, empujó el ordenador otra vez debajo del escritorio.

Cuando salió, llevaba consigo el disco duro que había extraído.

Estaba totalmente despierto.


La mujer frente a las llegadas en Gardermoen se asombró de lo atenta que estaba. Había conducido un buen trecho, además de haber dormido mal un par de noches. En los últimos kilómetros antes de llegar al aeropuerto, temió dormirse al volante. Sin embargo, parecía que la misma inquietud que le había impedido dormir volvía de nuevo.

Verificó la hora por enésima vez.

El avión llegaba con retraso, según anunciaba el cartel en el vestíbulo de recepción. El vuelo SK1442 de Copenhague debía aterrizar a las 21.50, pero no tomó pista hasta cuarenta minutos más tarde. De eso ya hacía más de tres cuartos de hora.

La mujer iba de aquí para allá frente a la salida de la aduana. El aeropuerto estaba en silencio, casi vacío, tan entrada la noche de sábado en vísperas de Año Nuevo. Las sillas de la pequeña cafetería en la que al llegar había comprado un café y un trozo incomible de pizza tibia estaban vacías. La intranquilidad le impedía estar sentada.

Por lo general, los aeropuertos le gustaban. Cuando era más joven, el principal aeropuerto noruego estaba en realidad en Dinamarca y el pequeño Fornebu era el aeródromo más grande del país, y a veces iba hasta allí los domingos, solamente para observar. Los aviones. A la gente. A los grupos de pilotos confiados y a las mujeres sonrientes que entonces todavía se llamaban azafatas y eran bellísimas; podía sentarse durante horas con su propio termo lleno de té mientras fantaseaba historias sobre las personas que iban y venían. Los aeropuertos le causaban una sensación peculiar de curiosidad, expectativa y añoranza.

Ahora estaba inquieta, al borde de la irritación.

Ya hacía mucho que alguien había salido del pasillo de aduanas.

Cuando se volvió a mirar el cartel indicador, vio que ya no se leía «Bags on belt» al lado de SK1442. Sabía lo que significaba, pero se negaba a aceptarlo del todo. No todavía.

Marianne la habría avisado si algo se hubiese complicado.

Habría mandado un mensaje. Habría llamado. Se lo habría hecho saber.

El vuelo desde Sidney duraba más de treinta horas, con escalas en Tokio y Copenhague. Por supuesto, podía haber sucedido algo. En uno u otro lugar. En Tokio. En Sidney, quizá. Incluso en Copenhague.

Marianne la habría avisado.

Sintió una ligera angustia en la nuca. Súbitamente decidió dirigirse rápidamente hasta la entrada del pasillo de la aduana. Violar la prohibición de adentrarse más allá no era aconsejable. Las medidas de seguridad incorporadas en la rama de transportes después del 11 de septiembre podían, por todo lo que ella sabía, incluir que los agentes de aduana disparasen a matar.

– Perdón -dijo en voz un poco alta, y asomó la cabeza desde detrás de la pared-. ¿Hay alguien ahí?

Nadie.

– Perdón -repitió, más fuerte.

Un hombre con uniforme apareció en la pared opuesta, cinco metros más allá.

– Hola. ¡No puede pasar por ahí!

– ¡No, está claro! Sólo me preguntaba si… Espero a una persona del vuelo de Copenhague… El que aterrizó hace una hora, SK1442. Pero ella no ha aparecido. ¿Podría usted…? ¿Cree usted que podría ser tan superamable de verificar si hay más pasajeros ahí dentro?

Por un momento le pareció que se iba a negar. No era su trabajo andar haciéndole favores a la gente. Pero entonces accedió, se encogió de hombros y sonrió.

– Creo que no hay nadie. Espere un momento.

Desapareció.

El teléfono móvil podía estar descargado.

«Por supuesto», pensó, y respiró un poco aliviada. Dios sabía que era difícil, hoy en día, hallar teléfonos públicos. Y cuando uno los encontraba, era porque no tenía monedas. La mayoría, es cierto, aceptaba tarjetas de pago. Pero ahora que lo pensaba, debía de ser el móvil de Marianne el que tenía problemas.

– Está desierto. Silencioso como una tumba.

El empleado de la aduana tenía las manos en los bolsillos.

– Esperamos dos o tres vuelos más esta noche, pero ahora no hay nadie. La cinta con los equipajes de Copenhague, también está vacía.

Sacó las manos de los bolsillos para unirlas en un gesto de disculpa.

– Gracias -dijo ella-. Gracias por la ayuda.

Agachó la cabeza y comenzó a caminar hacia las escaleras mecánicas que ascendían al vestíbulo de salidas. Comprobó su teléfono móvil. Ningún mensaje. Ninguna llamada perdida. Intentó llamar otra vez a Marianne, pero de inmediato le saltó el mensaje automático de respuesta. Las piernas empezaron a correr por sí mismas. Las escaleras se movían demasiado lentamente y también las subió corriendo. Cuando llegó arriba, se detuvo abruptamente.

Nunca había visto el vestíbulo de salidas tan vacío y silencioso.

Solamente detrás de algún que otro mostrador, el personal de pista se aburría sentado. Dos empleados leían el periódico. Hacia el extremo sur, ella podía oír el rumor de una máquina de limpieza que flotaba despacio sobre el suelo, manejada por un hombre de piel oscura. Sólo un control de seguridad permanecía abierto, sin que ella pudiese ver a nadie allí. Era como la escena de un film; una película sobre el Día del Juicio. Gardermoen tendría que haber estado repleto de vida, agobiante y hosco, atestado de viajeros impacientes y de empleados que nunca hacían ni una pizca más que lo que debían.

El corazón le latía en la garganta; se dirigió resuelta al mostrador de SAS, que estaba al otro lado del vestíbulo. Tampoco allí había gente. Tragó saliva varias veces y se enjugó el sudor frío de la cara con el brazo.

Una mujer de edad apareció desde el cuarto trasero.

– ¿Puedo ayudarla?

– Sí, estoy aquí para buscar…

La mujer se sentó al otro lado del mostrador. Tecleó su clave en el ordenador sin levantar la vista.

– Mi pareja debía haber aterrizado en el vuelo de Copenhague.

– ¿Y él no ha aparecido?

– Ella. Es ella. Marianne Kleive.

La mujer del mostrador levantó la mirada, confundida, antes de volver el rostro a la normalidad y concentrarse otra vez en el teclado.

– Precisamente -dijo-. Ahora.

– Pero no ha aparecido. Estaba en Australia y debía hacer escalas en Tokio y en Copenhague. Me preguntaba si usted…, si usted podía verificar si ella estaba o no en el avión.

– No, lo lamento. No puedo darle ese tipo de información.

Quizá fuese el vacío amenazante del vestíbulo enorme, o tal vez las noches sin sueño, o la incomprensible ansiedad que la había turbado toda la semana. Podía también ser que supiese, muy dentro de sí, que tenía toda la razón para dudar. En todo caso, la mujer del anorak rojo comenzó a llorar en público por primera vez en su vida adulta.

En silencio, sin ruido, las lágrimas le caían por las mejillas, pasando por los hoyuelos a cada lado de la boca, tan profundos que aún ahora se percibían, para llegar al delgado mentón. Despacio, en grandes gotas, cayeron sobre la madera clara del mostrador.

– ¿Está usted llorando?

Un asomo de simpatía cubrió los ojos de la mujer de SAS.

La mujer al otro lado del mostrador no le respondió.

– Escúcheme -dijo bajando la voz-. Es tarde. Seguramente está cansada. No hay nadie aquí y…

Echó una rápida mirada a su alrededor, hacia la puerta del cuarto trasero.

– ¿Qué vuelo, me dijo?

La mujer del anorak puso un papel doblado sobre el mostrador.

– Copia del plan de viaje -musitó, y se pasó las manos sobre el rostro.

No era posible ver la pantalla desde donde estaba. En su lugar, clavó la vista en los ojos de la mujer mayor. Se movían de arriba abajo, entre el teclado y la pantalla. De pronto la arruga sobre los ojos se volvió preocupada.

– Tenía el billete -dijo por último-. Pero no estaba en el avión. Ella…

Las letras sonaban bajo los dedos que danzaban.

– Marianne Kleive tenía el billete, pero no cogió el avión.

– ¿En Copenhague?

– No. En Sidney.

Era increíble. No era posible. Marianne no hubiese dejado jamás, jamás, de avisarla si algo le hubiese impedido volver a casa. Ya hacía más de treinta horas desde que el avión había dejado suelo australiano, y en ese tiempo hubiera podido encontrar un teléfono. Un ordenador conectado a Internet. O algún otro medio. Era imposible de entender.

– Un momento -dijo la mujer, y cogió otra vez la copia del billete.

La mujer del anorak tenía cuarenta y tres años y se llamaba Synnøve. El nombre le iba bien. Llevaba el cabello rubio trenzado, el rostro limpio, y podían habérsele calculado diez años menos. Había escalado hasta estar a sólo ciento cuarenta metros de la cima del monte Everest antes de verse obligada a regresar y había circunnavegado el globo. Había encontrado piratas no lejos de las islas Canarias y había estado al borde de la muerte a raíz de un accidente de buceo en Stord. Synnøve Hessel era una mujer que sabía pensar rápido y de forma constructiva, y muchas veces su resolución había salvado su vida y las de otros.

Ahora todo estaba en silencio. Totalmente en silencio.

– Lo siento -musitó la mujer tras el mostrador-. Marianne Kleive tenía un billete para Sidney el domingo último. Pero aquí veo que ella…

Cuando encontró la mirada de la otra mujer, sintió el golpe.

– Lo siento -repitió igual-. No viajó nunca. Marianne Kleive no utilizó su billete. No el de ida y vuelta a Sidney, en todo caso. Puede ser que haya viajado a otro lugar. Con otro billete, quiero decir.

Sin agradecer la ayuda amable y notoriamente antirreglamentaria, sin decir nada en absoluto, sin siquiera coger la copia del plan de viaje que ella no había realizado nunca, Synnøve Hessel se dio la vuelta frente al mostrador de informaciones de SAS y comenzó a correr a través del vacío vestíbulo de partida.

No tenía idea de adonde ir.

El hijo de la dicha

Ahí de pie y con la mano en el picaporte, Trude Hansen no recordaba hacia dónde estaba yendo. Se bamboleó y se dio cuenta de que ya tenía suficiente como para llegar hasta mañana. El alivio fue tan grande que le flaquearon las rodillas y tuvo que apoyarse en la pared en cuanto se soltó.

Allí dentro olía cada vez peor.

Tenía que hacer algo con eso.

«Pronto», pensó, y se tambaleó hacia la pequeña sala. En la alcoba, un saco de dormir yacía sobre la cama sin hacer. A los pies, una imagen de Hello Kitty adornaba un bolsito rojo de tocador. Alguien le había pintado colmillos y un parche de pirata sobre un ojo. Con manos que no le obedecían del todo, finalmente pudo coger la carterita y abrir la cremallera. Todo estaba bien.

Abastecida. Tres dosis.

Como había hecho ya en incontables oportunidades, evaluó la posibilidad de usarlas todas de una vez. Con apatía, calculaba rutinariamente las posibilidades de que todo terminara si se inyectaba voluntariamente una sobredosis. Tan cierto como que siempre pensaba así en las ocasiones en que tenía suficiente heroína como para considerar suicidarse, era que siempre descartaba la idea. Probablemente no moriría. Y cuando volviese en sí, ya no le quedaría más.

La idea de quedarse sin droga era peor que la de seguir viviendo.

Tomó el bolsito de tocador y negoció los pocos pasos hasta el sofá verde situado contra la pared. Estaba lleno de botellas de cerveza vacías del día anterior. A alguien se le había caído un cigarrillo durante la noche sobre uno de los almohadones; ella se quedó quieta por un momento mirando fijamente el gran círculo de la quemadura con un agujero negro en el centro.

Sobre el sofá colgaba la foto de la confirmación de Runar.

Atrajo el retrato hacia sí y se dejó caer sobre las botellas.

Runar la miraba fijamente desde la foto grande, enmarcada en paspartú y bordes dorados. Llevaba el cabello cortado como un jugador de hockey, con una permanente de rizos. El traje era azul pastel. La pequeña corbata rosa. Había lucido tan guapo, pensó. Era su hermano mayor y el más elegante de la iglesia ese día. Después, una vez que la ceremonia por fin terminó y mamá quiso volver a casa antes de que algunos de los otros padres comenzaran a preguntar por la fiesta, él la había alzado con un solo brazo y así la había llevado hasta el autobús. Y eso que ella tenía nueve años y estaba muy gorda.

Comieron alitas de pollo.

Mamá, Runar y ella.

Runar no recibió ni un solo regalo, todo el dinero se fue en el traje nuevo, el peluquero y el fotógrafo. Pero habían comido alitas de pollo y patatas fritas, y Runar había bebido cerveza con la comida. El había sonreído. Ella se había reído. Mamá había olido deliciosamente a limpio.

Extrajo con indolencia la cuchara y el mechero que Runar le había dado. Pronto se sentiría mejor. Muy pronto. Si sólo sus manos fuesen un poco más dóciles…

Su mente perezosa trató de calcular cuánto tiempo había pasado desde la muerte de Runar. ¿19 + 19? No. Error. Del 19 al 19 había treinta y un días. O treinta. No recordaba cuántos días hay en noviembre. Y tampoco cuántos habían pasado después. No podía siquiera precisar qué día era hoy.

Lo único que sabía con seguridad era que Runar había muerto el 19 de noviembre.

Ella estaba en casa. Él iba a venir. Le había prometido que vendría. Sólo tenía que ir a buscar dinero. Buscar heroína. Buscar todo lo que ella precisaba; Runar ayudaría a su hermanita, tal como siempre había hecho.

Se demoró. Se demoró un tiempo larguísimo. Entonces llegó la pasma.

Vinieron aquí. Llamaron al timbre, ridículamente temprano por la mañana. Cuando ella abrió, le dijeron que habían asaltado a Runar en el parque Sofienberg esa noche. Cuando lo encontraron tenía grandes heridas en la cabeza, y probablemente ya estaba muerto. Alguien había llamado a una ambulancia y, de todos modos, ya estaba muerto cuando llegó al hospital.

La mujer policía estaba seria y quizá trató de consolarla.

Ella sólo recordaba que le pusieron un papel en la mano. El teléfono y la dirección de una funeraria. Cinco días después se despertó tan tarde que comprendió que no llegaría al entierro.

Desde entonces la pasma no había hecho una mierda.

No habían atrapado a nadie.

Ella no había escuchado nada.

En cuanto vació la jeringa en una vena detrás de la rodilla, la calidez se extendió con tanta velocidad que la hizo suspirar. Se dejó caer despacio hacia atrás sobre el sofá verde. Los brazos delgados como palos abrazaron el retrato de Runar. Lo último que alcanzó a pensar antes de que todo se volviese una cálida nube de nada fue que su hermano mayor le cedió las últimas tres alitas de pollo el día de su confirmación, cuando por primera vez su mamá le dio cerveza.

A la Policía no le importaban esas cosas de Runar.

Cosas como ella y Runar.


– ¿Le importa algo, por lo menos?

Synnøve Hessel estaba al borde de perder la compostura por primera vez en los últimos cuarenta y cinco minutos. Se inclinó hacia el policía con las manos firmemente aferradas al borde de la mesa, como si temiese estar a punto de golpear.

– Por supuesto -dijo él sin mirarla-. Pero usted seguramente entiende que debemos hacer preguntas. Si supiera cuántas personas huyen de sus vidas sin…

– ¡Marianne no huyó de nada! ¡¿Cuándo entenderá que no tenía ninguna razón para escaparse?!

El policía suspiró, vencido. Hojeó los papeles que tenía frente a sí, antes de echar un vistazo al reloj. La pequeña sala de interrogatorios estaba volviéndose insoportablemente caliente. El sistema de ventilación susurraba desde el techo, pero el termostato debía de haberse roto. Synnøve Hessel se quitó el jersey de Setesdal y se quedó en camiseta, para enfriarse. Entre los pechos se le dibujaba una marca oval húmeda y ella sintió que sudaba bajo los brazos. Decidió no darle importancia. El policía olía peor que ella.

En todo caso, en la comisaría de Policía de Gardermoen habían sido amables. Amistosos casi, aunque no pudieron hacer otra cosa que dirigirla a su comisaría local. Lo habían sentido mucho, por supuesto, y le ofrecieron café. Una mujer mayor con uniforme trató de calmarla con lo que todos parecían saber: la gente desaparecía constantemente. Antes o después, regresaban.

«Después» era demasiado tarde para Synnøve Hessel.

Ya era tarde y el viaje de regreso a Sandefjord esa misma noche había sido un suplicio.

– Recapitulemos -propuso el policía antes de vaciar el resto de un refresco de cola.

Synnøve Hessel no respondió. Ya habían recapitulado dos veces sin que ello hubiese acercado al hombre hacia un concepto realista de la situación.

– Usted es… -Se acomodó las gafas y leyó- creadora de films documentales.

– Productora -lo corrigió ella.

– Precisamente. Entonces sabe usted mejor que muchos cómo es la realidad.

– Íbamos a recapitular.

– Sí. Correcto. Marianne Kleive iba a Wologo…, Wolongo…

– Wolongong. Una ciudad no muy lejos de Sidney. Iba a visitar a una tía abuela. Pasaría la Navidad allí.

– Una estancia muy corta para un viaje tan largo.

– ¿Cómo?

– Digo, solamente -intervino el hombre- que en el caso de que yo hiciese todo ese viaje hasta Australia, me quedaría más tiempo que una semana.

– No puede decirse que eso tenga mucho que ver con el caso.

– No digo eso. No digo eso. Pero ella salió de Sandefjord el sábado 19 de diciembre, en el tren que sale…

– 12.38.

– Mm. En Oslo debía encontrarse primero con una amiga…

– Un encuentro que en todo caso se concretó. Yo lo verifiqué.

– Donde luego pasó la noche en un hotel, para poder así tomar su vuelo a Copenhague la mañana del domingo, a las 9.30.

– Y no estuvo allí.

– ¿No llegó a Copenhague?

– A Gardermoen. Quiero decir, es posible que haya llegado allí, pero no subió en el avión que iba a Copenhague. Lo que nos dice que tampoco tomó el vuelo siguiente hacia Tokio y Sidney.

El policía no hizo caso del sarcasmo. Se rascó la entrepierna sin disimulo. Tomó la botella de refresco y la dejó en cuanto vio que estaba vacía.

– ¿Cómo no descubrió usted esto antes de anoche? ¿No tiene un teléfono móvil, esta…, esta dama suya?

– No es mi dama. Es mi pareja. De hecho, es mi mujer. Mi esposa, si lo prefiere. -El gesto del hombre expresó claramente que no lo prefería-. Y como ya le he dicho unas cuantas veces -dijo Synnøve, y se inclinó hacia él con el teléfono móvil en la mano-: ¡recibí tres mensajes en el curso de una semana! Todo indicaba que Marianne estaba en Australia.

– Pero ustedes no hablaron.

– No. Como le dije, traté de llamarla dos o tres veces desde el domingo, pero no logré localizarla. Anoche lo intenté, por lo menos, diez veces. Me salta directamente el contestador automático, por lo que me imagino que debe de haberse quedado sin batería.

– Déjeme ver los mensajes -dijo el hombre.

Synnøve tecleó rápido y le entregó el teléfono.

«Todo ok. Ecitante país. Marianne.»

El hombre ni siquiera leyó de corrido, sino que reparó con asombro en que «excitante» estaba mal escrito.

– No muy… -Trató de encontrar la palabra justa antes de leer el mensaje siguiente-. No muy romántico, precisamente. «Que lo pases bien. Marianne.»

La miró por encima del borde de las gafas. El tabaco de mascar se le había asentado en las comisuras como una costra negra y escupía pedacitos constantemente.

– ¿Es normal para ustedes ser tan… breves?

Al principio Synnøve se quedó muda. No sabía qué contestar. La pregunta era pertinente, lo sabía, porque era justamente lo abrupto, impersonal y fuera de lo común del mensaje lo que la había inquietado. Sobre el primero, que llegó el lunes, ella no había pensado mucho más. Marianne podía estar ocupada. Su tía podía ser exigente. Qué sabía ella, podía haber miles de buenas razones para que un mensaje de texto fuese corto o escaso. En Nochebuena llegó solamente un corto «Feliz Navidad» que le sentó bastante mal. El último mensaje, según el que Marianne lo estaba pasando más o menos bien, la mantuvo despierta dos noches.

– No -dijo ella cuando la pausa empezó a ser embarazosa-. Por eso no creo que haya sido ella quien los escribió. Ella nunca hubiera escrito mal la palabra «excitante».

El policía abrió los ojos de forma tan dramática que le recordó a un payaso en una malograda fiesta infantil. Los mechones de pelo le sobresalían detrás de las orejas, la boca era de un rojo húmedo y la nariz parecía una patata redonda.

– Entonces ahora tenemos una teoríaaa -dijo, y alargó la «a» tanto como pudo-. ¡Alguien robó el teléfono móvil de Marianne y mandó los mensajes en su lugar!

– Eso no es lo que estoy diciendo -protestó ella, aunque era exactamente lo que había dicho-. Pero ¿no comprende que… si Marianne hubiera estado envuelta en un crimen y alguien…?

Crimen.

La palabra pasó a través de ella. Le produjo un dolor físico. No había pensado en esa idea hasta ahora. No seriamente. No utilizando la expresión correcta.

Crimen.

– … y alguien quisiese hacer difícil que se descubriera, entonces…

– ¿Qué se descubriera?

– ¡Sí! ¡Que desapareció, quiero decir! O que está…

Por segunda vez en menos de veinticuatro horas estuvo a punto de ponerse a llorar mientras otros la miraban.

Llamaron a la puerta.

– ¡Kvam! ¡Te buscan en la guardia!

Un hombre de uniforme sonrió y entró en el cuarto. Apoyó una mano en el hombro de su maloliente colega y señaló la puerta.

– Parece que tienen prisa.

– Estoy en medio de…

– Puedo hacerme cargo.

El detective Kvam se puso de pie con una mueca amarga. Comenzó a juntar los papeles que tenía delante.

– Déjalo todo allí. Yo terminaré esto. Desaparición, ¿no es así?

Kvam se encogió de hombros, se despidió con una inclinación de cabeza y caminó hacia la puerta. La cerró con un golpe fuerte.

– Synnøve Hessel -dijo el nuevo policía-. Hace ya tanto tiempo.

Ella se incorporó a medias y encajó la mano extendida.

– ¿Kjetil? ¿Kjetil… Berggren?

¡The one and only! Te vi allí afuera, y me sentí… -extendió la mano frente a sí y la movió de un lado a otro- preocupado cuando vi que Ola Kvam iba a recibir tu denuncia. Él no es…, en realidad, está retirado, y ahora durante las fiestas buscamos algunos suplentes para cubrir… Bueno, ya sabes. Todos tenemos lo nuestro. Vine en cuanto terminé de hacer lo que tenía pendiente.

Kjetil Berggren había ido a su misma escuela, sólo que ella en un curso superior. Synnøve casi ni lo recordaba, a no ser porque había sido el campeón de atletismo del colegio. Estableció el récord de 3.000 metros en Bugårdsparken ya en el primer año de secundaria y había pertenecido el equipo nacional junior antes de ingresar en la facultad, recién salido del bachillerato.

Todavía parecía poder correr más rápido que cualquiera.

– ¡Te he seguido, ya lo sabes! -Sonrió ampliamente, entrecruzó los dedos detrás de la nuca y se recostó sobre el respaldo, inclinando la silla-. ¡Muy buenos documentales! Especialmente ese que hiciste desde…

– Tienes que ayudarme, Kjetil.

A ella le pareció que las pupilas de él se achicaban. Quizá

fuese porque de pronto la luz le cayó en los ojos cuando dejó que las patas delanteras de la silla tocasen el suelo y se inclinó hacia ella.

– Por eso estoy aquí. Nosotros. La Policía. To protect and to serve, como dicen.

Otra vez ensayó una sonrisa, que tampoco entonces fue retribuida.

– Estoy absoluta, pero absolutamente segura de que algo terrible le ha sucedido a mi pareja.

Kjetil Berggren acomodó despacio los papeles frente a sí y los colocó en una carpeta que empujó hacia la izquierda de la gran mesa que los separaba.

– Lo mejor es que lo oiga todo junto -dijo-. Desde el principio.


Al comienzo había entendido a su padre.

Cuando la Policía llamó al timbre de la casa de Os en la noche de Navidad, justo antes de que todos se fuesen a dormir, Lukas Lysgaard pensó ante todo en su padre. Su madre había muerto, dijo el policía, y parecía sinceramente apenado por tener que darle aquella noticia tan triste. Es verdad que tenían consigo al arcipreste de Fana, el colega más íntimo de su madre, pero el pobre hombre estaba tan transido por la pena que se había quedado sentado en el coche mientras los dos policías se encargaban de la triste tarea de decirle a Lukas Lysgaard que su madre había sido asesinada hacía tres horas.

Lukas había pensado de inmediato en su padre.

También en su madre, por supuesto; amaba a su madre. Una pena sorda empezó a drenarlo de fuerza en cuanto entendió bien lo que le decían. Pero era su padre el que lo había preocupado.

Erik Lysgaard era un hombre apacible.

Algunos decían que era indeciso, pero otros sabían apreciar al tipo tranquilo, retraído. Nunca se daba mucha importancia a sí mismo fuera de la familia. Sólo lo justo. Hablaba poco, y escuchaba mucho. Erik Lysgaard era un hombre al que uno se acostumbraba al conocerlo más de cerca. Tenía sus amigos, por supuesto, algunos compañeros de infancia y un par de colegas del colegio en donde trabajaba hasta que la espalda se le puso tan difícil que lo retiraron por invalidez.

Pero fundamentalmente era el marido de su esposa.

«Solo no es nadie», fue el pensamiento que golpeó a Lukas cuando comprendió que su madre había muerto. «Papá no es nadie sin mamá.»

Y al principio lo había entendido.

Esa noche, la bendita, terrible noche que Lukas no olvidaría jamás en su vida, la Policía lo condujo a Nubbebakken. El mayor de los policías había preguntado si querían tener compañía hasta que llegase el nuevo día.

Ni él ni su padre querían a nadie en la casa.

Su padre se había reducido hasta algo que era difícil de reconocer. Estaba tan delgado y débil que casi no proyectaba sombra cuando le abrió la puerta a su hijo y le dio la espalda, sin decir una palabra, y regresó a la sala.

Lloró de forma aterradora. Durante un buen rato lo hizo casi en silencio, para enseguida aullar bajo y largo, sin sollozos; un dolor animal que asustó a Lukas, que se sintió más desamparado de lo que esperaba, en especial porque su padre le negaba el contacto físico. Tampoco quería hablar. Cuando fue evidente que empezaba a hacerse de día, una mañana de Navidad negra como el carbón y lluviosa, Erik aceptó finalmente tratar de dormir. Pero no quiso que su hijo lo ayudase, pese a que Eva Karin, durante más de diez años, cada noche, le había quitado los zapatos y lo había ayudado acompañándolo hasta la cama para aplicarle en la espalda un bálsamo casero que asiduamente recibía de uno de los feligreses de sus años en Stavanger.

Igualmente, Lukas lo había entendido.

Ahora empezaba lo difícil.

Ya habían pasado cinco días desde el asesinato y nada había cambiado. Su padre no había comido nada durante esos días. Bebía agua, mucha agua, y un par de tazas de café con azúcar y leche por las tardes. Ni siquiera cuando Lukas lo llevó a casa junto a su propia familia, con la esperanza de que sus nietos le despertasen algún tipo de chispa de vida en el viejo, quiso comer algo. La visita fue un fiasco. Los niños estaban aterrados al ver a su abuelo llorar de forma tan rara, y el mayor, de ocho años, ya tenía suficiente con aceptar que la abuela no volvería nunca, nunca, nunca más.

– Así no va, papá.

Lukas empujó un puf hasta el sillón orejero de su padre y se sentó en él.

– Debemos pensar en el entierro. Tú debes comer. Eres una sombra de ti mismo, papá, y esto no puede seguir así.

– No puede haber entierro hasta que la Policía lo autorice -dijo el padre.

Hasta su voz se había hecho más delgada.

– No. Pero debemos planificarlo.

– Tú puedes hacerlo.

– No estaría bien, papá. Tenemos que hacerlo juntos.

Silencio.

El viejo reloj de pie se había detenido. Erik Lysgaard había dejado de izar las piñas de bronce, pesadas como el plomo, que colgaban bajo la esfera, antes de irse a dormir cada noche. Ya no precisaba escuchar cómo pasaba el tiempo.

El polvo bailaba en la luz que entraba por la ventana.

– Tienes que comer, papá.

Erik alzó la mirada y tomó con cuidado las manos de su hijo entre las suyas, por primera vez desde la muerte de Eva Karin.

– No. Eres tú quien debe comer. Eres tú quien debe seguir viviendo.

– Papá, tú…

– Tú eras el hijo de nuestra dicha, Lukas. Nunca un hijo fue más bienvenido que tú.

Lukas tragó saliva y sonrió.

– Eso dicen todos los padres. Yo mismo se lo digo a mis hijos.

– Pero hay tanto que tú no sabes.

Aunque afuera seguían los sonidos de la ciudad, era como si no lograsen colarse dentro de la casa muerta de Nubbebakken. Lukas no podía siquiera oír el latido de su propio corazón.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó.

– Hay muchas cosas que se van con una persona. Con Eva Karin se fue todo. Así debe ser.

– Tengo derecho a saber, papá. Si es algo que tiene que ver con la vida de mamá, con vuestra vida, como…

La risa seca de su padre lo asustó.

– Todo lo que tú tienes que saber es que fuiste un hijo amado. Siempre fuiste el gran amor de tu madre, y el mío.

– ¿Fui?

– Mamá murió -dijo su padre con dureza-. Yo no voy a vivir mucho más.

Lukas recogió bruscamente las manos y enderezó la espalda.

– Recupérate -dijo-. Recupérate ya.

Se puso de pie y comenzó a andar rápido por el cuarto.

– Esto debe terminar. Ahora. ¡Ahora! ¿Me escuchas, papá?

Su padre apenas reaccionó ante aquel violento arrebato. Se quedó allí sentado, tal como había estado sentado en el mismo sillón, con la misma expresión vacía, desde hacía cinco días.

– ¡No puedo entenderlo! -gritó Lukas-. ¡Mamá no puede entenderlo!

Cogió una figura de porcelana de una pequeña mesa al lado del televisor. Dos cisnes en un corazón dividido, regalo de bodas de los padres de Eva Karin. Había sobrevivido a ocho mudanzas y era una de las cosas más queridas de su madre. Lukas agarró los cisnes por el cuello con ambas manos. Los golpeó contra su muslo hasta que le dolieron los músculos y las figuras se rompieron en pedazos. Los bordes cortantes se le hincaron en las palmas. Cuando arrojó los restos al suelo, la sangre salpicó la alfombra.

– No te permito morir. ¡No te permito morir, coño!

Tenía que llegar a eso.

Lukas Lysgaard no se había atrevido nunca a decir tacos en presencia de sus padres, ni siquiera en su plena juventud. Ahora su padre se puso de pie a una velocidad que nadie hubiese creído posible juzgando su condición. Tres pasos y se plantó frente a su hijo. Levantó el brazo. El puño se detuvo a pocos centímetros de la mandíbula del joven. Y ahí se detuvo, como congelado en una escena absurda; más alto ahora, y más ancho. Era de él de quien Lukas había heredado los hombros, y era como si de pronto estos hubieran encontrado su lugar. Todo el hombre se agrandó. Lukas no respiraba. Se encogió bajo la mirada de su padre, como si hubiese vuelto a ser un adolescente. Terco y joven, y el muchachito de su padre.

– ¿Por qué estaba mamá caminando por la calle?

Erik dejó caer la mano.

– Es un asunto entre Eva Karin y yo.

– Creo que sé por qué.

– Mírame.

Lukas observó sus propias palmas. En la raíz de cada pulgar había una profunda rasgadura. La sangre seguía goteando hacia la alfombra.

– Mírame -repitió Erik.

Cuando Lukas todavía no lograba levantar el rostro, sintió la mano de su padre sobre su mejilla sin afeitar. Finalmente levantó la vista.

– Tú no sabes nada -dijo Erik.

«Sí -pensó Lukas-. Quizá siempre lo supe. Por lo menos durante mucho tiempo.»

– De veras que no sabes nada -repitió su padre.

Estaban tan cerca que el aliento de uno acariciaba la piel del rostro del otro con pequeños soplos. Y de la misma forma en que los malos pensamientos se convierten en secretos rígidos cuando no se comparten, ambos cargaban con la certeza de algo que estaban convencidos que el otro ignoraba. Se quedaron ahí quietos, avergonzados cada uno a su modo, sin que hubiera nada que decirse.


– Me avergüenza decirlo, Synnøve, pero éste es el tipo de casos en los que tratamos de mantenernos bastante a la expectativa.

En todo caso, Kjetil Berggren había logrado bajar la temperatura dentro de la pequeña sala de interrogatorios. Ahora estaba sentado con las mangas de la camisa arremangadas de manera antirreglamentaria y tamborileaba distraído con un lápiz sobre la pierna del pantalón.

Ella lo contó todo tal como era, sin esconder nada. El que cada palabra suya hiciese que la desaparición de Marianne resultase cada vez menos sospechosa era algo que todavía no entendía bien.

– Comprendo -dijo, dócil.

– Una cosa es que ni siquiera has hablado todavía con sus padres.

– ¡Marianne no tuvo contacto con ellos desde que nos mudamos a vivir juntas!

– Entiendo -dijo él, y se pasó la mano por el cabello bien corto-. En principio estoy de acuerdo contigo en que hay razón para preocuparse. Pero es que…

Estaba marcadamente menos entusiasta ahora que cuando la rescató de Ola Kvam hacía ya una hora y media. Se sentaba inquieto en la silla y no había tomado una sola nota en más de treinta minutos.

– Uno debe hablar con la familia cercana antes. Hasta donde entiendo, tú no contactaste con nadie todavía.

El enervante tamborileo contra la pierna se hizo más fuerte.

– Ni siquiera con sus padres -repitió él.

Como si los padres de una mujer de cuarenta y dos años tuviesen respuesta para todo.

– No vinieron cuando nos casamos -dijo Synnøve, agotada-. ¿Por qué se te ocurre que ahora podrían saber algo de Marianne?

– Al fin y al cabo iba a visitar a la tía de su madre, ¿verdad? Eso puede querer decir que su madre tiene…

– ¡Esa tía apareció de la nada! Escucha, Kjetil: Marianne rompió con sus padres después de un terrible enfrentamiento hace ya más de trece años. Obviamente, tuvo que ver conmigo. Mantuvo una especie de contacto con su hermano, pero sólo eventualmente. No tiene abuelos y su padre es hijo único. La madre tiene a toda la parentela bajo su puño de hierro. En otras palabras, es como si Marianne no tuviese familia. Así las cosas, en otoño llegó una carta de la tía abuela, que emigró antes de que Marianne naciese y es… persona non grata para la familia. Una bohemia. Se casó con un afroamericano a comienzos de los sesenta, cuando hacer algo así no era precisamente popular en las familias finas de Sandefjord. Después se divorció y se fue a vivir a Australia. Ella… -Synnøve se interrumpió-. ¿Por qué estoy aquí sentada dándote un montón de información totalmente irrelevante sobre una mujer mayor extravagante y un tanto rara que de pronto descubrió que tenía una sobrina nieta a quien su familia apoyaba tan poco como a ella? ¡La cosa es que Marianne nunca llegó a casa de su tía!

Gesticuló con el brazo y volcó una taza llena de café. Soltó una palabrota cuando el líquido caliente cayó sobre sus muslos y saltó de la silla. Antes de que pudiese darse cuenta, Kjetil Berggren estaba a su lado con una botella de agua mineral vacía.

– ¿Qué tal? ¿Quieres que eche más?

– No, gracias -murmuró ella-. Está bien, gracias.

Kjetil Berggren buscó toallas de papel en una alacena, al lado de la pequeña pileta que había en el rincón.

– Y además está eso de que ella ya se fugó antes -dijo él, todavía de espaldas.

Synnøve se sentó otra vez en la silla incómoda.

– No se fugó. Terminó la relación. Es distinto.

– Ten.

Él le alcanzó una gruesa pila de toallas.

– Dijiste que se fue para catorce días -dijo, sentándose de nuevo-. Sin dar noticias. Tampoco esa vez, quiero decir. Creo que comprendes que esto quiere decir algo, Synnøve. Que esta mujer…, que Marianne, hace tan sólo tres años, desapareció después de una tremenda pelea y viajó a Francia sin siquiera decirte que se había ido al extranjero. Éste es el tipo de cosas que los policías tenemos que tomar en consideración cuando decidimos si poner o no todo el peso en…

– Pero esta vez no nos peleamos. No nos peleamos en absoluto.

En lugar de regresar a su lugar al otro lado de la mesa, él se sentó sobre ésta y apoyó un pie en la silla al lado de Synnøve. Posiblemente era un gesto amistoso.

– Me encuentro horrible -murmuró ella poniendo distancia-. Y apesto como un caballo. Disculpa.

– Synnøve -dijo él con calma, sin darse cuenta de que ella tenía toda la razón.

Su mano estaba caliente cuando la apoyó en el hombro de ella.

– Desde luego que veré qué es lo que puedo hacer. Me hago cargo de tu denuncia de desaparición. Por lo menos es un comienzo. Pero desgraciadamente no puedo garantizarte que vayamos a hacer gran cosa. No por un tiempo, en todo caso. Sin embargo, hay mucho que puedes hacer sola mientras tanto.

Ella se puso de pie. Más para alejarse del contacto, que inesperadamente sintió como poco bienvenido. Cuando se estiró para coger el jersey, Kjetil Berggren bajó de la mesa al suelo.

– Haz unas llamadas -dijo él-. Tenéis muchos amigos. En caso de que haya algún asunto de… infidelidad en todo esto… -por suerte tenía la cabeza dentro del jersey. Se sonrojó enseguida. Luchó con torpeza dentro de la prenda hasta que retomó el control- suele haber uno o más en el grupo de amistades que lo saben.

– Entiendo -dijo ella.

– Y si tenéis una cuenta bancaria común, puedes verificar si ella retiró dinero. Y si ése fuera el caso, puedes averiguar dónde. Yo te llamaré dentro de un par de días a ver cómo va todo. O pasaré por tu casa. ¿Vives aún en la vieja casa de Hystadveien?

– Vivimos en Hystadveien. Marianne y yo.

En el momento en que lo dijo, supo que era mentira.

– Sin considerar que Marianne está muerta -dijo con dureza, tomó el anorak y caminó hacia la puerta-. Gracias, Kjetil. ¡Gracias por fucking nothing!

Cerró la puerta tras de sí con tanta fuerza que la hizo saltar de las bisagras.

Noche hasta la oscura mañana

Rolf no podía cerrar la puerta de un coche de manera civilizada.

La cerró con tanta fuerza que Marcus Koll lo oyó desde la sala, pese a que el coche estaba detrás del edificio del garaje. Rolf le echaba la culpa a que durante toda su vida había conducido ruinas con ruedas. Todavía no se acostumbraba a los coches alemanes que superaban el millón. Por no hablar de los italianos que costaban el doble.

Marcus daba manotazos irritados persiguiendo una mosca que invernaba. Era enorme y perezosa, pero todavía vivía cuando entró Rolf.

– ¿Qué diablos haces?

Marcus estaba de rodillas sobre la mesa del comedor y arrojaba golpes a su alrededor.

– Una mosca -murmuró-. ¿No puedes ser un poco más amable con nuestros automóviles?

– ¿Una mosca? ¿En esta época del año? ¡Mira tú!

Tres pasos rápidos y una palmada sobre la mesa.

– La agarré -dijo, divertido-. ¿No debería estar puesta esta mesa, de paso?

Marcus bajó de la mesa. Se sentía rígido y torpe, y tuvo que usar una silla como apoyo para la rodilla. Como cada noche de Año Nuevo en los últimos nueve años, había comenzado el día jurándose que iba a comenzar a hacer ejercicio. Esa misma mañana. Era su intención más importante y esta vez debía mantenerla. Había un cuarto de ejercicios completo en el sótano. Él apenas sabía cómo era.

– Enseguida viene mamá.

– ¿Tu madre? ¿Le pediste a Elsa que venga a poner la mesa para una fiesta a la que ni siquiera está invitada?

Marcus dio un bufido, vencido.

– Es mamá quien quiere a Marcus con ella en casa, esta noche. Para esperar juntos el Año Nuevo, los dos solos. Será más divertido para ambos.

– Me parece bien, ¡pero eso no es ninguna razón para que la mujer desperdicie la tarde viniendo hasta aquí a poner la mesa! Llámala enseguida. Dile que yo lo haré. ¿Qué es esto?

Rolf sostenía una pequeña caja metálica.

– Un disco duro -dijo Marcus sin darle importancia.

– ¿Sí? ¿Qué hacía en el maletero del Maserati?

– Ése es mi coche. ¿Cuántas veces te dije que prefiero que utilices uno de los otros? Eres el peor chófer del mundo, y…

– ¿Qué pasa contigo, eh?

Rolf sonrió y se inclinó para darle un beso. Marcus se escabulló. No pudo evitar echar una mirada al disco duro.

– Está destruido -dijo-. Lo cambié. Hay que tirarlo.

– Entonces eso haré -dijo Rolf encogiéndose de hombros-. Y tú deberías ponerte de mejor humor antes de que lleguen las visitas.

Todavía llevaba el disco duro en la mano cuando salió de la sala. Marcus tuvo que contenerse para no perseguirlo. Quería destruir y tirar personalmente el maldito aparatito.

No era tan grave, pensó tratando de mantener el pulso calmo. Todo había sido nada más que una medida de seguridad, que era probablemente innecesaria. Totalmente innecesaria. Su respiración se aceleró y trató de concentrarse en cualquier otra cosa.

En el menú, por ejemplo.

No importaba nada que Rolf hubiese encontrado el disco duro.

No recordaba nada del menú.

«Olvídate del disco duro. Olvídalo. No significa nada.»

– ¿Llamaste a Elsa?

Rolf había regresado con los brazos llenos de manteles, servilletas y velas de estearina.

– Pero Marcus, estás… ¡Marcus!

Rolf dejó caer al suelo todo lo que llevaba.

– ¿Estás enfermo? ¿Marcus?

– Todo en orden -dijo Marcus-. Sólo me siento un poco mareado. Ya pasó. Tranquilízate.

Rolf le pasó la mano por la espalda. Como era casi una cabeza más alto que Marcus, tuvo que inclinarse para encontrar la mirada abatida.

– ¿Es…, tienes…, es otro ataque de pánico?

– No, no.

Marcus sonrió.

– Hace muchos años de eso. Tú me curaste, ya te lo dije.

Le costaba mover la lengua seca, entumecida. Puso las manos en los bolsillos, húmedas de sudor frío.

– ¿Quieres agua? ¿Te traigo agua, Marcus?

– Gracias, eso estaría bien. Un poco de agua y enseguida me sentiré de nuevo perfectamente.

Rolf desapareció. Marcus se quedó solo.

Si no hubiese estado tan solo. Si hubiese hablado con Rolf desde el principio. Podrían haber hallado una solución. Juntos hubieran determinado qué era lo mejor que podían hacer. Juntos podían sobrellevarlo todo.

De pronto inspiró con violencia por la nariz. Enderezó bien la espalda, hizo un esfuerzo considerable para producir saliva y se abofeteó ambas mejillas con las manos abiertas. No había nada que temer. Decidió una vez más que no había nada de qué preocuparse.

Había leído un pequeño artículo sobre Niclas Winter en el Næringstivet en vísperas de Año Nuevo. Uno podía leer entre líneas que el hombre había muerto de una sobredosis. Ese tipo de cosas nunca se escribían con todas las palabras, en todo caso no al cabo de tan poco tiempo. La muerte del artista se vinculaba con su estilo de vida poco ortodoxo, como se formulaba con consideración. La lucha por los derechos sobre las obras aún no vendidas ya había comenzado. Les vino bien que el autor muriese; tres dueños de galerías y un conservador las valoraban en el doble del precio que tenían una semana atrás. El artículo era más interesante de lo que el espacio de la columna hacía suponer. Seguramente seguirían con otros más.

Niclas Winter había muerto de una sobredosis y Marcus Koll junior no tenía nada que temer. Se centró en eso y se concentró hasta que Rolf regresó a toda prisa con un gran vaso de agua. Los cubitos de hielo hicieron ruido cuando lo vació de un solo trago largo.

– Gracias -dijo-. Ya me encuentro mejor.

«No tengo nada que temer», pensó mientras ponía la mesa. Mantel rojo, servilletas rojas con orlas plateadas, velas rojas o de verde navideño en los candelabros de vidrio incrustados con plata. Niclas Winter tiene que darse las gracias a sí mismo, pensó con obstinación. No debía de haberse inoculado esa sobredosis.

Su muerte no tiene nada que ver conmigo.

Era casi como si se lo creyera.


Trude Hansen estaba bastante segura de que era la víspera de Año Nuevo.

El pequeño apartamento era todavía un caos de restos de comida, botellas vacías y ropa sucia. Había trozos de papel plateado desparramados por todas partes, y en un rincón un envase para pizzas estaba siendo usado como letrina por el aterrorizado gato que maullaba sentado en el marco de la ventana.

– ¡Bueno, bueno, Pusi! ¡Bueno, bueno, mi pequeño Pusi! ¡Ven con mamá, así!

El animal se encrespó y arqueó el lomo.

– ¡No debes enfadarte con mamá!

La voz era suave y ligera. No podía recordar si le había dado de comer a Pusi. No hoy, en todo caso. Quizá tampoco ayer. No, tampoco ayer, porque entonces había estado furiosa porque aquel maldito animal se había orinado sobre la pizza.

– ¡Chis, chis!

Trude dio un paso hacia el gato, que salió disparado como un cohete hacia el sofá forrado de piel. Ahí comenzó a afilar las uñas contra los almohadones con movimientos rítmicos y acompasados.

Debía de ser la víspera de Año Nuevo, creía Trude.

Trató de abrir la ventana. Estaba atascada, y se rompió una uña en el intento. Al final se abrió; de pronto y con un ruido. El aire helado entró en el cuarto atiborrado y Trude estiró hacia fuera el torso por encima del marco.

Por encima de los edificios hacia el oeste, de viejas casas que bloqueaban la vista directa del parque Sofienberg, podía ver las bengalas. Globos de luz rojos y verdes caían lentos hacia el suelo y fuentes de luz estallaban en el cielo. El olor de la pólvora ya empezaba a inundar las calles. Amaba el olor de los fuegos de artificio. Por suerte siempre había alguien que no podía esperar hasta medianoche.

Tenía sólo para un viaje más. Lo había guardado para la noche, el día había sido soportable únicamente gracias a una botella de aguardiente que alguien había olvidado bajo la cama.

Era difícil saber lo tarde que era.

Cuando estaba a punto de cerrar la ventana, Pusi saltó hacia afuera. El animal caminó con rapidez sobre la estrecha cornisa, antes de sentarse dos metros más allá y maullar.

– ¡Ven, Pusi! ¡Ven con mamá!

El gato se aseaba. Despacio y a conciencia, pasó la lengua sobre la piel. Con ritmo, cada cuatro lamidas, se rascaba con las patas detrás de las orejas.

¡Pusi! -farfulló Trude lo más rígidamente que pudo y se estiró hacia el gato-. ¡Ven ahora mismo!

Sintió que ya no tenía contacto con el suelo. Si se agarraba del marco entre los dos paneles inferiores de la vieja ventana de cuatro vidrios partidos, quizá podría alargar la otra mano lo suficiente como para asir el cuello del gato. Cerró los dedos sobre la madera. El viento helado le acarició los antebrazos desnudos y ella castañeteó los dientes.

¡Pusi! -alcanzó a decir por última vez, antes de perder el equilibrio y caer.

Como vivía en el tercer piso y se golpeó contra el asfalto, primero con la cabeza y luego con el hombro izquierdo, murió en el acto. Como un hombre estaba fumando asomado a la ventana al otro lado de la calle, la Policía fue alertada de inmediato. Y como el tipo pudo contar lo que había sucedido, a la vez que la puerta del apartamento vacío de Trude estaba cerrada por dentro con una cadena de seguridad, no hubo nunca razón alguna para investigar el caso más en detalle. Un accidente, nada más. Una desgracia fortuita.

El 31 de diciembre de 2008, una hora y media antes de que se festejase la llegada del nuevo año, no había nadie en todo el mundo que pudiese sacrificar un pensamiento por Runar Hansen.

Fue asesinado en un parque en el lado oeste de la ciudad el 19 de noviembre del mismo año, a los cuarenta y un años. Muerta su hermana, ya ni siquiera fue ese recuerdo vago y anestesiado que había sido.

Nadie se preocupó tampoco de Pusi, sobre la cornisa.


Synnøve Hessel acarició el lomo del obeso gato. Estaba bien instalado en su falda y el ronroneo tenue y ronco era un murmullo de baja frecuencia en cada aspiración y cada exhalación. Había algo sedante en el ruido y en la total devoción del animal cuando empujaba la cabeza contra su mano cada vez que ella dejaba de acariciarlo.

– Estoy muy contenta de haber podido venir -dijo.

– Faltaría más -dijo la mujer sentada al otro extremo del sofá con una botella de cerveza en la mano-. Yo tampoco tengo muchas ganas de fiesta.

El apartamento era más bonito de lo que Marianne lo había descrito la última vez que habló por teléfono con Synnøve. Marianne había estado en casa de Tuva en Grefsenkollveien el sábado 19 de diciembre por la tarde. Se habían hecho las ocho de la noche, y Marianne le había parecido llena de expectativas respecto del largo viaje. Synnøve había tratado de ocultar su decepción porque no podrían celebrar juntas la Navidad, sin lograrlo del todo. Había habido un tono frío, punzante, entre ambas antes de que terminasen la comunicación.

Se le ocurrió que la despedida telefónica hacía menos llamativo el que los SMS de Marianne fuesen tan breves y fríos. En todo caso el primero.

– ¿O sea, que verificaste si llegó al hotel? -preguntó Tuva por tercera vez en menos de una hora.

– Sí. Llegó, se registró y pagaron la cuenta. Ahí se mueren todas las pistas.

Sintió un escalofrío y arrojó el gato al suelo.

– Ahí se mueren todas las pistas -repitió con un sollozo-. Parece una novela policiaca.

La sala no era grande, pero la vista a través de las enormes ventanas brindaba un tono especial al apartamento. Todos los muebles estaban colocados hacia el amplio balcón, y desde donde estaba sentada, Synnøve podía ver todo Oslo. Se puso de pie.

– ¿Damos un paseo? -preguntó Tuva.

– ¿Ahora? ¿Una hora antes de medianoche?

Synnøve estaba de pie al lado de la ventana. El edificio gris le había parecido horrible desde fuera. Un bloque gigante de LEGO apoyado sobre la base, pegado a la pared calada de la montaña a lo largo de toda la altura del edificio. En cuanto entró en la sala del undécimo piso, comprendió la admiración infantil de su amiga por el nuevo apartamento.

Synnøve nunca había visto Oslo tan bella.

Las luces brillaban por todas partes. La ciudad yacía frente a ella como un decorado navideño armado por Dios, enmarcado entre las elevaciones oscuras y el mar negro. Los cohetes estallaban en el cielo con frecuencia creciente. Synnøve y Tuva tenían asientos de primera fila para el show que empezaría en tan sólo una hora.

– Por mí está bien -dijo encogiéndose de hombros.

Cinco minutos después subían el camino de Grefsenåsen. El frío mordía en la cara. Se habían abrigado bien, a diferencia de todas las otras personas que salían y regresaban a las fiestas con trajes elegantes y zapatos para usar dentro de la casa. Una pandilla de muchachos de entre doce y trece años se divertía arrojando petardos a un grupo de mujeres jóvenes que lanzaban grititos y corrían alrededor sobre sus tacones altos. Un hombre mayor bajaba por la vereda con un viejo y obeso perro labrador. Les echó un sermón a los muchachos, que corrieron ladera abajo vociferando insultos antes de desaparecer dentro de una obra en construcción cerrada trepando una reja de tres metros de altura.

– De veras que es increíblemente raro que todavía no haya sacado dinero -dijo Tuva casi sin aliento-. ¿Estás segura?

Synnøve disminuyó la velocidad. A menudo olvidaba que estaba en mejor forma que la mayoría.

– La única cuenta que tuve la posibilidad de verificar es la que tenemos en común. Marianne tiene además una tarjeta para una cuenta de ahorro de la que sólo dispone ella. Tengo que hacer que la maldita Policía le pregunte al banco.

Se detuvo.

«No sirve para nada», pensó.

Estaban en un cruce. Tuva señaló hacia arriba, donde un camino solitario serpenteaba hasta Grefsenkollen. Synnøve se quedó inmóvil.

– Estoy segura de que está muerta -susurró.

Las lágrimas le corrían heladas sobre el rostro.

– No puedes saberlo -protestó Tuva-. ¡Sólo se fue hace una semana! ¡Me acuerdo de lo confundida que estabas aquella vez que se fue a Francia y no dio señales de vida durante unos cuantos días! Marianne es tan…

– ¡Muerta! -gritó Synnøve-. ¡No empieces también tú! Esa vez fue totalmente distinto. ¡Entonces ella no quería nada conmigo! ¡Ahora no es así! Es que no puedes sólo…

Tuva apoyó un brazo en ella.

– Disculpa. Sólo trataba de animarte. Quizá sería mejor que no habláramos de esto.

– ¡Naturalmente que vamos a hablar de esto! -Synnøve comenzó a caminar. Rápido. Aceleraba a cada paso. Tuva trotaba detrás de ella-. ¿De qué otra cosa vamos a hablar? -gritó Synnøve-. ¿Del tiempo? Quiero hablar de la maldita idiota de la tía abuela que ni siquiera avisó de nada cuando Marianne no apareció. Quiero hablar de…

– ¿La has llamado?

Ahora Tuva empezó a correr para mantener el paso.

– Sí. No quería por nada del mundo hablar con la madre de Marianne, y eso lo puedo entender. Pero la mujer debe de ser… -se detuvo con brusquedad; había un alce en medio del camino-… retrasada mental -gruñó ella-. Le pregunté por qué…

– ¡Chitón!

El alce estaba a unos veinte o veinticinco metros. Cuando respiraba, el aire se volvía gris en torno a su hocico. Synnøve pudo ver que era una hembra, y echó una mirada cuidadosa hacia ambos costados del bosque para ver si había alguna cría en las cercanías. No podía ver ninguna, pero eso no significaba necesariamente que el animal estuviese solo.

– Todavía está alerta -susurró-. Quédate bien quieta.

El alce hembra las miró por lo menos durante medio minuto. Llevaba la cabeza erguida y las orejas apuntadas hacia delante. Tuva se atrevió apenas a respirar.

– Nunca antes vi un alce en vivo -susurró, casi inaudible.

«Eso dice mucho acerca de cuánto sales», pensó Synnøve antes de empezar a gritar de improviso mientras hacía molinetes con los brazos. El animal se sobresaltó, se volvió y desapareció en la maleza con pasos largos y gráciles.

– ¡Guau! -exclamó Tuva.

– La tía debe de ser idiota -dijo Synnøve, y continuó camino arriba-. Le pregunté por qué no me había avisado y me dijo que no sabía cuál era mi apellido.

– En realidad es una razón bastante buena -gritó Tuva, que estaba a punto de renunciar a seguirle el ritmo-. ¡Espérame! ¡No camines tan rápido!

Synnøve se detuvo y se volvió.

– En primer lugar… -dijo sacándose un mitón y blandiendo un dedo en el aire-, Marianne le había escrito contándole que hago documentales. En segundo lugar, le contó que mi nombre es Synnøve. En tercer lugar… -Tres dedos se separaron en el aire-. ¡La mujer tiene el jodido acceso a Internet o alguna otra cosa! ¡Sólo se trata de buscar en Google Synnøve más documentary para encontrarme!

Tuva asintió con la cabeza, a pesar de que no se le había ocurrido esa idea.

Siguieron caminando en silencio. Los fuegos de artificio se hacían más intensos detrás de ellas. Cuando pasaron el acceso a Trollvann, Tuva empezó a preguntarse si quería seguir. Respiraba con esfuerzo y tenía más ganas de regresar que de cualquier otra cosa mientras avanzaba.

Habían llegado. Una luz tibia irradiaba a través de todas las ventanas del restaurante de Grefsenkollen. El aparcamiento estaba repleto de automóviles que probablemente permanecerían allí hasta bien entrado el día siguiente. Cuando Tuva y Synnøve se acercaron, un nutrido grupo de gente vestida de fiesta salía por la entrada principal. La mayoría de ellos se detuvieron en la gran escalera, brindando con champán y elogiando la vista. Tres hombres con los brazos llenos de bengalas tropezaban camino del aparcamiento, con la intención de encenderlas en una esquina.

– Aquí -resopló Tuva dirigiéndose a la cerca que rodeaba el aparcamiento frente a la escalera-. ¡Aquí se está hasta mejor que en mi casa!

Los barcos comenzaron a hacer sonar sus sirenas en el fiordo. Detrás de Synnøve y Tuva, los comensales gritaban encantados por los fuegos de artificio, por la fiesta, por el nuevo año virgen que nacía ante ellos. Todo el cielo estaba iluminado. Crepitaba y brillaba frente a ellos y sobre ellos, silbando y gritando, ululando y estallando.

– ¡Feliz Año Nuevo! -dijo Tuva con cuidado, y apoyó su brazo en Synnøve.

Synnøve no contestó. Se apoyó en la cerca y miró Oslo con fijeza. El año 2009 llevaba sólo unos segundos y si sus sentimientos eran representativos del año que empezaba, serían doce meses terribles.

Lo que por supuesto no sabía era que Marianne Kleive se encontraba precisamente a 8.110 metros de allí. Si lo hubiese sabido, apenas se habría alegrado.

Por primera vez en su vida, Synnøve Hessel entró llorando a un nuevo año.


Erik Lysgaard le había prometido a Lukas no llorar.

– Papá. ¡Papá!

Erik se sobresaltó. Al principio se había negado a acompañar a su hijo a casa; aceptó ir cuando Lukas lo amenazó con traer a toda su familia consigo hasta Nubbebakken y organizar una especie de vacaciones allí para los niños. Había prometido no llorar. No había prometido que hablaría.

Finalmente los niños se habían dormido. Astrid, la mujer de Lukas, estaba en bata, al lado de la puerta de la sala. Pálida, sonrió a su suegro y levantó la mano en un débil saludo de buenas noches. La noche había sido una tortura.

Lukas tenía puesto el pijama de rayas azules y llevaba pantuflas gastadas sobre los pies desnudos. Se sentó en cuclillas al lado del sillón de su padre, sin tocarlo.

– ¿Duermes?

– Lo hacía. Dormité un poco mientras vosotros os preparabais para dormir.

– Ahora debes acostarte. Tú también. He preparado el cuarto de huéspedes.

– Prefiero estar aquí sentado, Lukas.

– No, papá. Tienes que acostarte en una cama.

– Creo que eso lo decido yo. Aquí estoy muy cómodo.

Lukas se quedó quieto.

– Te comportas como si fueras el único que sufre -dijo abatido-. No te reconozco, papá. Estás siendo muy egoísta. No ves que yo también sufro, que los chicos echan de menos a su abuela, no ves que…

– ¡Sí! ¡Sí lo veo! Pero no tengo ánimos para hacer algo al respecto.

Lukas deambulaba por la sala a media luz. Apagó una vela que descansaba sobre el marco de la ventana. Recogió un osito del suelo y lo puso sobre un estante. Se mordió las uñas. Afuera estaba todo en silencio. Pudo escuchar cuando Astrid tiró de la cadena del baño y el chirrido suave cuando cerró la puerta del dormitorio tras de sí.

– ¿Por qué no mentiste? -preguntó de pronto.

Su padre levantó la vista.

– ¿Mentir?

– ¿Por qué no inventaste una historia sobre por qué mamá estaba caminando por la calle? Que quería tomar aire, por ejemplo. Que os habíais peleado, para el caso. O cualquier otra cosa. ¿Por qué le dijiste a la Policía que no era asunto de ellos?

– Porque es la verdad. Si hubiese inventado algo, hubiera sido una mentira. Yo no miento. Para mí es importante no mentir. Deberías saberlo mejor que nadie.

– Pero ¿comportarse como una almeja está bien? -Lukas agitó los brazos, derrotado-. Papá, ¿por qué…?

Se detuvo cuando de pronto el hombre lo miró directa y fijamente, con algo que parecía una sonrisa en los ojos.

– No me has llamado «papá» desde que tenías diez años -dijo.

– He de preguntarte algo.

– No tendrás respuesta. Debes entender eso ahora. No voy a decirte por qué mamá estaba en la calle y…

– No es eso -dijo rápido Lukas-. Se trata de otra cosa.

Su padre no dijo nada, pero al menos mantuvo el contacto con la mirada.

– Siempre tuve esta sensación… -comenzó Lukas ensayando-, de que yo compartía a mamá con alguien.

– La compartíamos con Jesús.

– No me refiero a eso.

Se quedó quieto un momento, como perdido, antes de sentarse en el sofá. Era tan hondo que le resultaba incómodo inclinarse hacia delante. Al mismo tiempo, estaba demasiado tenso como para recostarse sobre los almohadones. Al final se puso de pie nuevamente.

– ¿Tengo un hermano o una hermana en algún otro lado?

La cara de su padre adquirió una expresión que lo asustó. Los ojos se oscurecieron. La boca se tensó y quedó enmarcada en gruesas arrugas profundas. Las cejas se juntaron. Las manos, que hasta entonces habían reposado flojas sobre sus muslos, se contrajeron en puños hasta que los nudillos se pusieron blancos.

– No esperaba esto de ti -dijo con una voz desconocida.

– Pero yo… No tuvisteis tú y mamá, o quizá sólo mamá… Quiero decir, estuvisteis siempre juntos, y esto del bosque y Jesús y…

– ¡Cállate!

Su padre se puso de pie. Esta vez no levantó la mano para golpear. Se quedó inmóvil, con rayos en los ojos y un temblor casi indetectable en el labio inferior.

– Pregúntate a ti mismo -dijo frío como el hielo-. Pregúntate si Eva Karin, tu madre, mi esposa, tiene un hijo acerca del que no quiere saber nada.

– ¡Te pregunto a ti, padre! Y no digo que ella necesariamente no quisiera saber de…

Su padre empezó a caminar.

– Me voy a acostar -dijo, pero se volvió bruscamente al llegar a la puerta-. Y no contestaré jamás, jamás, a ese tipo de preguntas. Pregúntate a ti mismo, Lukas. ¡Pregúntate a ti mismo!

Lukas se quedó solo en la sala.

– Te pregunto a ti -susurró-. Te pregunto a ti, papá.

Ojalá su padre hubiese dicho «sí», pensó. «¿No podrías decir que sí y hacer mi vida infinitamente más fácil?»

Era imposible acostarse. Sabía que no podría dormir. Había formulado una pregunta y esperaba una respuesta. Anhelaba una respuesta. Todo tendría sentido si su padre pudiese sólo confirmarle que había un hijo más allí fuera. Un hijo mayor que Lukas. Sería una explicación para todo.

Pero su padre se había negado.

«¿Es porque no quieres mentir, papá?»

Lukas se recostó en el sofá sin quitarse las zapatillas. Se tapó hasta el cuello con una manta de lana, tal como su madre lo arropaba cuando era pequeño. Quedó allí desvelado hasta que llegó la mañana, un comienzo negrísimo para el nuevo año.

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