Eva Karin acaba de cumplir dieciséis años y lleva un vestido de poliéster celeste.
Lo ha confeccionado su madre, al igual que cada uno de los vestidos que Eva Karin ha tenido a lo largo de toda su vida. Éste es el más bonito y el primero con corte de adulto; un vestido Jackie Kennedy que ella no alcanzó a desear. No alcanzó a desear nada de nada. No pensó en su cumpleaños.
No ha habido lugar para otra cosa que esa cuestión única, colosal: esa cosa terrible debe desaparecer.
Cuando abrió el regalo, tuvo que simular que se alegraba. Como si de alguna forma todavía tuviese la capacidad de alegrarse. Su madre estaba tan feliz por la belleza del material y por lo delicado del bordado que no se dio cuenta de lo que le sucedía a Eva Karin.
Nadie puede ver lo que le sucede a Eva Karin. Sólo Dios, si existe.
Cuando se levanta esta mañana, se pone el vestido. Su madre se enfada, tendría que guardarlo hasta el 17 de mayo. No quiere llegar tarde al colegio, dice ella, y no tenía tiempo para cambiarse. La madre había cedido. También estaba un poco orgullosa; Eva Karin podía verlo. La Eva Karin de ojos oscuros, con su vestido azul hielo que la hacía verse como una norteamericana.
Había escondido en la cartera los zapatos de bailarina. Apenas su madre la perdió de vista, se los puso, en lugar de los prácticos zapatos de caminar.
Eva Karin se ha puesto sumamente elegante.
No quiere que alguien que ella conoce encuentre sus restos.
Subirá a Løvstakken, hasta el límite, hasta allí donde sus hermanos menores son demasiado jóvenes para ir, y donde su padre y su madre jamás ponen los pies.
El aire es claro y cortante. Hace frío, y ella se arropa con la chaqueta. Debe andar con cuidado. Hay raíces y piedras en el sendero y no debe ensuciar sus zapatos de bailarina.
Papá no cree en Dios.
Eva Karin quiere creer en Dios.
Ha rezado tan intensamente.
Ha leído su libro, que tiene que esconder en el cajón de la ropa interior para que su padre no lo encuentre. «La religión es el opio de los pueblos», gruñe él constantemente, y Eva Karin y sus hermanos son los únicos que ella conoce que no están ni bautizados ni confirmados. Ella ha leído la Biblia prohibida, y ha buscado en ella, pero todo lo que encuentra es condenación.
Dios y su padre coinciden en sólo una cosa: quienes son como ella no tienen derecho a vivir.
Hay que referirse a quienes son como ella con un lenguaje especial. Un idioma completamente distinto; hecho de miradas, gestos y palabras que, en realidad, significan otra cosa, pero que cuando son utilizadas en referencia a los que son como ella adquieren un significado oscuro con el que ella no puede vivir.
Ella siempre creyó que sólo los hombres eran así.
Los hay, ella lo sabe, porque son ellos los que son objeto de las palabras de doble sentido, las miradas, los gestos obscenos que los muchachos hacen de espaldas al profesor Berstad y que hacen que las niñas se rían entre dientes. Todas salvo Eva Karin, que se sonroja.
Se detiene en el sendero. El sol brilla a través del delgado follaje. El suelo parece que esté cubierto de vibrante oro líquido. Las anémonas se abrazan a los árboles una junto a otra, como alfombras abrigadas sobre las raíces. Los pájaros cantan, y bien arriba, sobre las copas de los árboles, pasan nubes de buen tiempo, blancas como tiza.
Ya ha estado con Erik durante medio año.
Erik es bueno. No la toca nunca. No la besa, no la sujeta, como sus amigas le cuentan que hacen los otros muchachos. Erik lee libros y es bueno en el colegio. Toman té juntos, y él puede mostrarle algunos de los poemas que ha escrito y que no son especialmente buenos. Eva Karin se siente bien con Erik. Segura. Con él está tranquila. No como cuando se encuentra con Martine.
De pronto, sigue caminando.
No debe pensar en Martine. No debe imaginarla durante la noche, cuando duermen en la misma casa y sus madres ni siquiera llaman a la puerta cuando entran para darles las buenas noches.
Eva Karin ha rogado y rogado. Para dejar a Martine. Para encontrar fuerzas para no desearla. Eva Karin ha pasado noches enteras arrodillada frente a su cama, con las manos entrelazadas y los ojos cerrados. Nadie le ha contestado, ni siquiera las veces que ha colocado astillas de vidrio bajo sus rodillas. Martine está en casa de Eva Karin esté ella allí o no, y no se va nunca. Eva Karin reza hasta que desfallece de cansancio, pero no hay nadie que le responda en ningún lado. Quizá su padre tiene razón, después de todo, de la misma forma que tiene razón en aquello de que los que son como ella son abominables.
Él y su madre no lo deben saber jamás, piensa Eva Karin, y se apura hacia arriba por el sendero. Su padre, que le cantaba, que jugaba con ella y que le fabricó un cochecito de muñecas en el taller cuando ella tenía cinco años; su padre, que con gritos de ¡hurra! la sentaba sobre sus hombros para marchar en el desfile cada Primero de Mayo, hasta que ella fue un poco mayor y la dejaron en cambio llevar la borla, la borla izquierda del estandarte del gremio. Su padre no ha de saber nunca que su pequeña niñita es así.
«Así.»
Eva Karin es «así».
Eva Karin morirá; ha guardado una de las hojas de afeitar de su padre en la cartera.
Un muchacho se aproxima caminando por entre los árboles. No por el sendero, como ella. Se le aparece desde el costado, ella se da la vuelta, nadie verá sus lágrimas y mucho menos ahora, poco antes de que muera. Eva Karin se apura.
De inmediato él está frente a ella.
Sonríe.
Es más un hombre que un muchacho, puede ver ahora, y lleva el cabello descuidado. No debe de habérselo cortado desde hace años, y ella retrocede.
– No temas -dice él, y abre los brazos, con las palmas hacia ella-. Sólo quiero hablar contigo.
Cuando le ofrece una mano, ella la toma.
No sabe por qué, pero toma la mano del hombre desconocido y lo sigue hacia dentro del bosque. Pasan entre los árboles, vadean sobre las anémonas amarillas y blancas hasta un pequeño claro que el sol calienta. Él se sienta con la espalda contra un tronco y da unas palmaditas suaves a su lado.
El hombre viste vaqueros americanos azules y una camisa blanca sin cuello. Lleva los pies desnudos dentro de unas sandalias franciscanas, como las que tiene su padre y que jamás se sacan del armario antes de las vacaciones de verano. El desconocido habla con acento de Bergen, pero no se parece a nadie que ella haya visto nunca.
Eva Karin se sienta. El sol derrama calor sobre ella y la luz es intensa. Frunce la mirada hacia el cielo.
– No debes hacer esto -dice el hombre con los ojos azul claro.
– Debo -dice Eva Karin.
– No debes hacer esto -repite él, y abre la cartera que ella lleva.
Ella deja que un hombre adulto a quien no conoce abra su cartera y extraiga la hoja de afeitar que ella ha ocultado en un desgarrón del forro. Él apoya la hoja sobre una cicatriz que tiene en la mano y cierra el puño.
– Mira ahora. -El hombre sonríe y abre el puño despacio, la palma hacia arriba.
La hojita de afeitar ha desaparecido.
La risa de él le llega de todos lados, es susurro del viento y canto de pájaros. Él ríe para que ella sonría; cuando ve que lo hace, aplaude con suavidad.
– Adoro estos trucos míos -dice.
Eva Karin dormita. Casi duerme.
– La vida es inviolable -afirma el hombre-. No debes olvidar eso nunca.
– No la mía -responde ella con los ojos cerrados-. Yo soy… una pecadora.
Duda al usar esa palabra. Es demasiado pomposa. No va con su vocabulario, pues es demasiado grande y adulta, y ella tiene solamente dieciséis años.
– Pecadores somos todos -dice él con ligereza-. Pero no quiero tener a toda la gente de la ciudad dando vueltas por las siete colinas para quitarse la vida por esa razón.
– Yo… amo a otra muchacha.
Otra palabra demasiado grande para ella. «Amar» es una palabra para la oscuridad y debe susurrarse, casi inaudible.
– Y lo más grande de todo es el amor -sonríe él, y el bosque comienza otra vez a reír en torno a ellos-. Nunca he dicho algo que sea más cierto.
Su mano roza la rodilla de la chica. Es pesada y ligera al mismo tiempo. Cálida y fresca, y algo para lo que ella no tiene palabras.
– Debes escucharme a mí -dice, y se pone serio de pronto-. No a todos los que creen conocerme.
– He leído y leído -susurra Eva Karin-. Pero no hallo ningún consuelo.
– Escucha lo que digo. No escuches lo que dicen que yo he dicho.
Él se pone de rodillas y se inclina hacia ella. Su cabeza oculta el sol y se vuelve una silueta negra rodeada por una luz tan fuerte que Eva Karin cierra los ojos. Siente de nuevo la ligereza pesada de la mano de él cuando la cierra sobre la suya.
– Yo no soy estricto, Eva Karin. Es cierto que mi padre ha sido un poco difícil e irascible, de vez en cuando, pero, por mi parte, he visto demasiado como para ponerme a juzgar el amor.
Ella no lo ve, pero escucha la sonrisa.
– Es la maldad lo que condeno. La oscuridad. Nunca la luz ni el amor.
– Pero yo…
– Sé fiel a ti misma y fiel a mí.
– ¿Cómo haré para…?
– Yo no brindo recetas de vida, Eva Karin. Pero tú encontrarás una solución. Y si tropezases y te cayeses, si dudases y tuvieses miedo, sólo tienes que llamarme. Te he escuchado durante un tiempo, ¿entiendes? Sólo debía esperar el momento apropiado.
Se incorpora del todo y da un paso hacia un lado. El calor del sol embarga nuevamente a Eva Karin. Ella levanta la mano izquierda por encima de los ojos para procurarse sombra y levanta la vista.
– No traiciones tu propia capacidad de amar -dice él, y comienza a caminar-. Y, por encima de todo, no utilices los patrones de otra gente para medir tu propia vida.
A mitad de camino en el pequeño claro, se vuelve hacia ella una vez más.
– Sólo has de mantener como sagrada e intocable una cosa: la vida -concluye.
– La vida -susurra ella, y él se va.
Él no se fue nunca.