Ken Follet
Noche Sobre Las Aguas

PRIMERA PARTE. INGLATERRA

1

Era el avión más romántico jamás construido.

De pie en el muelle de Southampton, a las doce y media del día en que se declaró la guerra, Tom Luther escudriñaba el cielo, esperando el avión con el corazón sobrecogido de ansiedad y temor. Canturreaba por lo bajo unos compases de Beethoven sin cesar: el primer movimiento del Concierto Emperador, una melodía emocionante, apropiadamente bélica.

A su alrededor se había congregado una multitud de espectadores: entusiastas de los aviones provistos de prismáticos, niños y curiosos. Luther calculó que ésta debía ser la novena vez que el clipper de la Pan American aterrizaba en aguas de Southampton, pero continuaba siendo una novedad. El avión era tan fascinante, tan encantador, que la gente corría a verlo incluso el día en que su país entraba en guerra. Al lado del mismo muelle había dos magníficos transatlánticos, que se alzaban sobre las cabezas de los allí reunidos, pero los hoteles flotantes habían perdido su magia; todo el mundo vigilaba el cielo.

Sin embargo, mientras aguardaba, la gente hablaba de la guerra, con su acento inglés. La perspectiva excitaba a los niños; los hombres hablaban en voz baja de tanques y artillería, como expertos en la materia; la expresión de las mujeres era sombría. Luther era norteamericano, y confiaba en que su país se mantendría al margen de la guerra: no era su problema. Además, si alguna cosa tenían los nazis a su favor era que detestaban el comunismo.

Luther era un hombre de negocios, fabricante de prendas de lana, y en cierta ocasión había tenido muchos quebraderos de cabeza en sus fábricas por culpa de los rojos. Había estado a su merced; casi le habían arruinado. El recuerdo todavía le amargaba. Los competidores judíos habían acabado con la tienda de ropa masculina de su padre, y después, Luther Woolens había recibido amenazas de los comunistas, ¡casi todos judíos! Más adelante, Luther había conocido a Ray Patriarca, y su vida había cambiado. La gente de Patriarca sabía cómo tratar a los comunistas. Se produjeron algunos accidentes. A un revoltoso se le quedó la mano enganchada en un telar. Un sindicalista murió atropellado por un conductor que se dio a la fuga. Dos hombres que se quejaban de infracciones en las normas de seguridad se enzarzaron en una pelea en un bar y terminaron en el hospital. Una mujer quisquillosa retiró un pleito contra la empresa después de que su casa ardiera. Bastaron unas pocas semanas; la calma reinó a partir de aquel momento. Patriarca sabía lo que Hitler sabía: la única forma de tratar con los comunistas era aplastarles como cucarachas. Luther dio una patada en el suelo, sin dejar de tararear a Beethoven.

Una lancha se hizo a la mar desde el muelle de hidroaviones de la Imperial Airways, situado en Hyte, al otro lado del estuario, y realizó varias pasadas por la zona del amaraje, buscando escombros flotantes. Un murmullo de impaciencia se elevó de la multitud: el avión se estaría acercando.

El primero en divisarlo fue un niño que llevaba unas botas nuevas grandes. No tenía prismáticos, pero su vista de once años era mejor que las lentes.

– ¡Ya viene! -chilló-. ¡Ya viene el clipper!

Señaló al suroeste. Todo el mundo le imitó. Al principio, Luther sólo vio una forma vaga que podría haber pertenecido a un pájaro, pero su silueta no tardó en definirse, y un rumor de excitación se propagó entre la muchedumbre, a medida que la gente se comunicaba que el niño tenía razón.

Todo el mundo lo llamaba el clipper, pero técnicamente era un Boeing B313. Pan American había encargado a la Boeing que construyera un avión capaz de transportar pasajeros de una a otra orilla del Atlántico con todo lujo, y éste era el resultado: un palacio aéreo enorme, majestuoso, increíblemente potente. La compañía aérea había recibido seis y ordenado otros seis. Eran iguales en comodidad y elegancia a los fabulosos transatlánticos atracados en Southampton, pero los barcos tardaban cuatro o cinco días en atravesar el Atlántico, mientras el clipper podía realizar el viaje en un plazo de veinticinco a treinta horas.

Parece una ballena con alas, pensó Luther mientras el avión se aproximaba. Tenía un gran morro romo, como el de una ballena, un armazón inmenso y una parte posterior terminada en punta que culminaba en altas aletas de cola gemelas. Debajo de las alas había un par de plataformas, llamadas hidroestabilizadores, que servían para estabilizar el avión cuando se posaba en el agua. El borde de la quilla era afiladísimo, como el casco de una lancha rápida.

Luther no tardó en distinguir las grandes ventanillas rectangulares, alineadas en dos filas irregulares, que señalaban las cubiertas superior e inferior. Había llegado a Inglaterra en el clipper justo una semana antes, de modo que ya conocía su distribución. La cubierta superior albergaba la cabina de vuelo y el depósito de equipajes; la inferior era la cubierta de pasajeros. En lugar de hileras de asientos, la cubierta de pasajeros contaba con una serie de salones provistos de sofáscama. El salón principal se transformaba en comedor cuando llegaba el momento, y los sofás se convertían en camas por las noches.

Todo estaba pensado para aislar a los pasajeros del mundo y del clima exterior. Había espesas alfombras, luces suaves, tejidos de terciopelo, colores sedantes y mullidos tapizados. El potente amortiguador de ruidos reducía el rugido de los motores a un zumbido lejano y tranquilizador. El capitán era autoritario y sereno al mismo tiempo, la tripulación, pulcra y elegante con sus uniformes de la Pan American, las azafatas, atentas y serviciales. Todas las necesidades estaban cubiertas; había comida y bebida constantes; todo lo solicitado aparecía como por arte de magia, justo en el momento preciso, camas provistas de cortinas a la hora de dormir, fresas en el desayuno. El mundo exterior empezaba a parecer irreal, como una película proyectada sobre las ventanillas, y el interior del avión adoptaba la apariencia de todo el universo.

Estas comodidades no resultaban baratas. El viaje de ida y vuelta costaba 675 dólares, la mitad de lo que costaba una casa pequeña. Los pasajeros eran miembros de la realeza, estrellas de cine, presidentes de grandes empresas y dirigentes de países pequeños.

Tom Luther no pertenecía a ninguna de estas categorías. Era rico, pero se lo había ganado a pulso, y no se habría permitido semejante lujo en circunstancias normales. Sin embargo, necesitaba familiarizarse con el avión. Le habían pedido que llevara a cabo un trabajo peligroso para un hombre poderoso…, muy poderoso. No le pagarían por este trabajo, pero que un hombre como aquel le pidiera un favor era mejor que el dinero.

Aún cabía la posibilidad de que se diera carpetazo al asunto. Luther aguardaba el mensaje que le daría la definitiva luz verde. La mitad del tiempo se sentía ansioso de acometer la empresa; la otra mitad, confiaba en no tener que hacerlo.

El avión descendió en ángulo, la cola más baja que el morro. Ya estaba muy cerca, y su tremendo tamaño volvió a impresionar a Luther. Sabía que medía treinta y tres metros de largo y cuarenta y seis de punta a punta de las alas, pero las medidas se reducían a simples cifras cuando se veía al maldito trasto flotar en el aire.

Por un momento dio la impresión de que, en lugar de volar, estaba cayendo, y de que se hundiría en el fondo del mar como una piedra. Después, pareció colgar en el aire, muy cerca de la superficie, como suspendido de un hilo, durante un largo momento de incertidumbre. Por fin, tocó el agua y se deslizó sobre la superficie, brincando sobre la cresta de las olas como un guijarro lanzado de canto y levantando pequeñas explosiones de espuma. De todos modos, no había mucho oleaje en el estuario protegido, y el casco se zambulló en el agua un momento después, con una explosión de espuma parecida al humo de una bomba.

Hendió la superficie, arando un surco blanco en el verde, lanzando al aire curvas gemelas de espuma, a ambos lados. Le hizo pensar a Luther en un pato real que descendiera sobre un lago con las alas desplegadas y las patas dobladas bajo el cuerpo. El casco se hundió un poco más, y las cortinas de espuma en forma de vela que se alzaban a derecha e izquierda aumentaron de tamaño; después, empezó a inclinarse hacia adelante. La espuma se acrecentó a medida que el avión se estabilizaba, sumergiendo cada vez más su vientre de ballena. El morro se hundió por fin. Su velocidad disminuyó de repente, la espuma se convirtió en una estela y el avión surcó el mar como el barco que era, con tanta calma como si jamás hubiera ascendido al cielo.

Luther se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento, y dejó escapar un largo suspiro de alivio. Empezó a canturrear de nuevo.

El avión avanzó hacia su amarradero. Luther había desembarcado tres semanas antes. El muelle era una balsa diseñada especialmente, con dos malecones gemelos. Dentro de breves minutos, se atarían cuerdas a los puntales situados delante y detrás del avión, que sería remolcado hacia su aparcamiento, entre los malecones. A continuación, los privilegiados pasajeros saldrían por la puerta a la amplia superficie de las plataformas laterales, pasarían después a la balsa y subirían por una pasarela a tierra firme.

Luther hizo ademán de marcharse, pero se detuvo con brusquedad. Detrás de él había alguien a quien no había visto antes, un hombre de estatura similar a la suya, vestido con un traje gris oscuro y sombrero hongo, como un funcionario camino de su oficina. Luther estaba a punto de pasar de largo, pero volvió a mirar. El rostro que asomaba bajo el sombrero no era el de un funcionario. El hombre tenía frente despejada, ojos muy azules, mandíbula larga y una boca fina y cruel. Era mayor que Luther, de unos cuarenta años, pero ancho de espaldas y parecía en buen estado físico. Su aspecto era apuesto y peligroso. Miró a Luther a los ojos.

Luther dejó de tararear por lo bajo.

– Soy Henry Faber -dijo el hombre.

– Tom Luther.

– Tengo un mensaje para usted.

El corazón de Luther desfalleció. Intentó ocultar su nerviosismo y habló en el mismo tono conciso del otro hombre.

– Bien. Adelante.

– El hombre que le interesa tanto tomará este avión el miércoles cuando salga hacia Nueva York.

– ¿Está seguro?

El hombre le miró fijamente a Luther y no contestó. Luther asintió, sombrío. El trabajo seguía adelante. Al menos, la incertidumbre había terminado.

– Gracias -dijo.

– Hay algo más.

– Le escucho.

– La segunda parte del mensaje es: No nos falle. Luther respiró hondo.

– Dígales que no se preocupen -respondió, con más confianza de la que en realidad sentía-. Es posible que ese tipo salga de Southampton, pero nunca llegará a Nueva York.


Imperial Airways tenía un taller para hidroaviones en la parte del estuario opuesta a los muelles de Southampton. Los mecánicos de la Imperial se encargaban del mantenimiento del clipper, bajo la supervisión del ingeniero de vuelo de la Pan American. El ingeniero de este viaje era Eddie Deakin.

Era mucho trabajo, pero tenían tres días. Después de descargar a sus pasajeros en el amarradero 108, el clipper se dirigiría a Hythe. Una vez allí, y en el agua, se maniobraba hasta una grúa, era izado a una grada y remolcado, como una ballena montada en un cochecito de bebé, hacia el interior del enorme hangar verde.

El vuelo transatlántico castigaba mucho los motores. En el tramo más largo, de Terranova a Irlanda, el avión estaba en el aire durante nueve horas (y en el viaje de vuelta, con el viento en contra, el mismo tramo se tardaba en recorrer dieciséis horas y media). El combustible fluía hora tras hora, las bujías echaban chispas, los catorce cilindros de cada enorme motor se movían arriba y abajo sin cesar, y las hélices de cuatro metros y medio desmenuzaban las nubes, la lluvia y las galernas.

Todo ello representaba para Eddie el romanticismo de su trabajo. Era maravilloso, era asombroso que los hombres pudieran construir motores que trabajaran con tanta precisión y perfección, hora tras hora. Había muchas cosas que podían averiarse, muchas piezas móviles que debían fabricarse con absoluta precisión y ensamblarse meticulosamente, con el fin de que no se rompieran, deslizaran, bloquearan o deterioraran mientras transportaban un aeroplano de cuarenta y una toneladas a lo largo de miles de kilómetros.

El miércoles por la mañana, el clipper estaría preparado para volverlo a hacer.

2

El día que estalló la guerra era un domingo agradable de finales de verano, templado y soleado.

Pocos minutos antes de que la noticia fuera retransmitida por radio, Margaret Oxenford se hallaba en el exterior de la enorme mansión de ladrillo que era su casa familiar, sudando un poco porque llevaba sombrero y chaqueta, y de mal humor porque la habían obligado a ir a la iglesia. Desde el otro lado del pueblo la única campana de la iglesia emitía una nota monótona.

Margaret detestaba la iglesia, pero su padre no le permitía que faltara al servicio, a pesar de que ya tenía diecinueve años y era lo bastante mayor para haberse forjado su propia opinión sobre la religión. Un año antes, aproximadamente, había reunido el valor suficiente para decirle que no quería ir, pero él se había negado a escuchar. Margaret había dicho: «¿No crees que es hipócrita de mi parte ir a la iglesia si no creo en Dios?», a lo que su padre había replicado: «No seas ridícula». Derrotada e irritada, le había dicho a su madre que cuando fuera mayor de edad no volvería a la iglesia. Su madre había dicho: «Eso dependerá de tu marido, querida». En lo que a sus padres respectaba, la discusión estaba zanjada, pero Margaret, desde entonces, hervía de indignación cada domingo por la mañana.

Su hermana y su hermano salieron de la casa. Elizabeth tenía veintiún años. Era alta, desgarbada y no muy bonita. En un tiempo, su intimidad había sido absoluta. Habían pasado juntas muchos años, sin ir a la escuela, educadas en casa por institutrices y profesores particulares. Habían compartido todos sus respectivos secretos, pero últimamente se habían alejado. Elizabeth, al llegar a la adolescencia, había abrazado los rígidos valores tradicionales de sus padres: era ultra-conservadora, monárquica ferviente, ciega a las nuevas ideas y hostil al cambio. Margaret había tomado el camino opuesto. Era feminista y socialista, y le interesaba la música de jazz, la pintura cubista y el verso libre. Elizabeth creía que Margaret era desleal a la familia por adoptar ideas radicales. La estupidez de su hermana irritaba a Margaret, pero el hecho de que ya no fueran amigas íntimas la entristecía y disgustaba. No tenía muchas amigas íntimas.

Percy tenía catorce años. No estaba a favor ni en contra de las ideas radicales, pero como era travieso por naturaleza, simpatizaba con la rebeldía de Margaret. Compañeros de sufrimientos bajo la tiranía de sus padres, se daban mutuamente solidaridad y apoyo, y Margaret le quería de todo corazón.

Mamá y papá salieron un momento después. Papá llevaba una espantosa corbata naranja y verde. Apenas distinguía los colores, pero lo más probable era que mamá se la hubiera comprado. Mamá tenía el cabello rojizo, ojos verdes como el mar y piel pálida y cremosa. Colores como el naranja y el verde la dotaban de un aspecto radiante. Por el contrario, el cabello negro de papá se estaba tiñendo de gris y su tez era sonrosada, de forma que, en él, la corbata parecía una advertencia contra algo peligroso.

Elizabeth se parecía a papá. Tenía el cabello oscuro y facciones irregulares. Margaret había heredado los colores de su madre; habría cambiado la corbata de seda de papá por una bufanda. Percy cambiaba a tal velocidad que nadie sabía a quién acabaría pareciéndose. Caminaron por el largo sendero hasta el pueblecito que se extendía al otro lado de las puertas. Papá era el dueño de casi todas las casas y de todos los terrenos de cultivo en kilómetros a la redonda. No había hecho nada para reunir tamaña riqueza: una serie de matrimonios celebrados a principios del siglo diecinueve había unido a las tres familias de terratenientes más importantes del condado, y la enorme propiedad resultante había pasado intacta de generación en generación.

Recorrieron la calle del pueblo, cruzaron el jardín y llegaron a la iglesia de piedra gris. Entraron en procesión: primero, mamá y papá; detrás, Margaret y Elizabeth; Percy cerraba la comitiva. Los aldeanos se llevaron la mano a la frente, mientras los Oxenford avanzaban por el pasillo hacia el banco de la familia. Los granjeros más acaudalados, todos los cuales pagaban un alquiler a papá, inclinaron la cabeza en señal de cortesía; y la clase media, el doctor Rowan; el coronel Smythe y sir Alfred, saludaron respetuosamente con un movimiento de cabeza. Este ridículo ritual feudal exasperaba y turbaba a Margaret cada vez que ocurría. En teoría, todos los hombres eran iguales ante Dios, ¿verdad? «¡Mi padre no es mejor que cualquier que ustedes, pero sí mucho peor que la mayoría!», deseaba gritar. Algún día reuniría el valor. Si hacía una escena en la iglesia, quizá no tendría que volver jamás. Pero la posible reacción de papá la asustaba demasiado.

– Llevas una corbata muy bonita, papá -dijo Percy, con un susurro estruendoso, cuando entraban en su banco, seguidos por las miradas de todos los presentes.

Margaret reprimió una carcajada, pero sufrió un acceso de risas histéricas. Percy y ella se sentaron precipitadamente y ocultaron sus rostros, fingiendo que rezaban, hasta que el acceso pasó. Después, Margaret se sintió mejor.

El sermón del vicario giró en torno al Hijo Pródigo. Margaret pensó que el viejo chocho bien podía haber elegido un tema más acorde con las preocupaciones de todo el mundo: la inminencia de la guerra. El primer ministro había enviado un ultimátum a Hitler, al que el Führer no había hecho caso, y se esperaba una declaración de guerra de un momento a otro.

Margaret temía la guerra. Un chico al que amaba había muerto en la Guerra Civil española. Había ocurrido justo un año antes, pero todavía se despertaba llorando por las noches. Para ella, la guerra significaba que miles de chicas más experimentarían el dolor que ella había padecido. La idea le resultaba casi intolerable.

Pero otra parte de ella ansiaba la guerra. La cobardía de Inglaterra durante la guerra española la había torturado durante años. Su país había hecho el papel de espectador pasivo, mientras el gobierno progresista electo era derribado por una pandilla de asesinos armados por Hitler y Mussolini. Cientos de jóvenes idealistas procedentes de toda Europa habían ido a España para luchar por la revolución, pero carecían de armas, y los gobiernos democráticos del mundo se habían negado a proporcionárselas. Los jóvenes habían perdido sus vidas, y las personas como Margaret se sentían airadas, impotentes y avergonzadas. Si Inglaterra se alzaba ahora contra el fascismo, podría volverse a sentir orgullosa de su país. Su corazón saltaba ante la perspectiva de la guerra por otro motivo. Significaría, casi con toda seguridad, el fin de la vida mezquina y asfixiante que llevaba con sus padres. Estaba aburrida, harta y frustrada de sus ritos invariables y de su absurda vida social. Deseaba escapar y vivir su vida, pero le parecía imposible: era menor de edad, no tenía dinero y no sabía trabajar en nada. Claro que, pensaba esperanzada, todo será diferente en tiempos de guerra.

Había leído fascinada que, en la última guerra, las mujeres se habían puesto pantalones y trabajado en fábricas. Actualmente, ya existían cuerpos femeninos del ejército, la armada y las fuerzas aéreas. Margaret soñaba con presentarse voluntaria al Servicio Territorial Auxiliar, el ejército de las mujeres. Una de las pocas habilidades que poseía era saber conducir. El chófer de papá, Digby, la había instruido en el Rolls, y Ian, el chico que había muerto, la había dejado montar en su motocicleta. Hasta sabía manejar una lancha a motor, pues papá tenía un pequeño yate anclado en Niza. El STA necesitaba conductores de ambulancia y repartidores de mensajes. Ya se veía en uniforme, llevando un casco, a lomos de una motocicleta, transportando informes urgentes de un campo de batalla a otro a toda velocidad, con una fotografía de Ian en el bolsillo de su camisa caqui. Estaba segura de que, si le daban la oportunidad, se comportaría con valentía.

Según descubrieron después, la guerra se declaró durante el servicio. Hasta se produjo una señal de ataque aéreo a las once y veintiocho minutos, en pleno sermón, pero no llegó al pueblo, y en cualquier caso era una falsa alarma. La familia Oxenford volvió a casa ignorante de que estaban en guerra con Alemania. Percy quería coger una escopeta para ir a cazar conejos. Todos podían disparar; era un pasatiempo familiar, casi una obsesión. Papá, por supuesto, se negó a la petición de Percy, porque no estaba bien disparar los domingos. Percy se disgustó, pero obedeció. Aunque muy travieso, aún no era lo bastante hombre para desafiar a papá abiertamente.

Margaret amaba las picardías de su hermano. Era el único rayo de sol que iluminaba las tinieblas de su vida. Deseaba a menudo burlarse de papá como Percy lo hacía, y reírse a sus espaldas, pero se enfurecía demasiado para bromear sobre ello.

Al llegar a casa, se quedaron estupefactos al ver a una camarera descalza que regaba las flores del vestíbulo. Papá no la reconoció.

– ¿Quién es usted? -preguntó con brusquedad.

– Se llama Jenkins y ha empezado esta semana -dijo mamá, con su suave acento norteamericano.

La muchacha hizo una reverencia.

– ¿Y dónde demonios están sus zapatos? -preguntó papá. Una expresión de suspicacia cruzó el rostro de la chica, que lanzó una mirada acusadora a Percy.

– Su señoría, por favor, fue el joven lord Isley. -El título de Percy era conde de Isley-. Me dijo que las camareras deben ir descalzas los domingos para santificar la fiesta.

Mamá suspiró y papá emitió un gruñido de exasperación. Margaret no pudo reprimir una sonrisa. Era la broma favorita de Percy: dar instrucciones imaginarias a los nuevos criados. Podía decir lo más ridículos del mundo con el rostro imperturbable, y como la familia tenía fama de ser excéntrica, la gente se creía cualquier cosa.

Percy hacía reír con frecuencia a Margaret, pero ésta sentía pena en estos momentos por la pobre camarera, descalza en el vestíbulo y sintiéndose como una idiota.

– Vaya a ponerse los zapatos -dijo mamá.

– Y no crea nunca lo que diga lord Isley -añadió Margaret.

Se quitaron los sombreros y entraron en la sala de estar.

– Lo que has hecho ha sido vergonzoso -siseó Margaret, tirando del pelo a Percy. Percy se limitó a sonreír: era incorregible. En una ocasión le había dicho al vicario que su padre había muerto de un ataque al corazón durante la noche, y todo el pueblo inició el duelo antes de descubrir que no era cierto.

Papá conectó la radio y fue entonces cuando supieron la noticia: Inglaterra había declarado la guerra a Alemania.

Margaret sintió que un salvaje regocijo crecía en su pecho, como la excitación de conducir a excesiva velocidad o de subir a la copa de un árbol alto. Se habían disipado las incógnitas: habría tragedia y aflicción, dolor y pena, pero ya era inevitable. La suerte estaba echada y lo único que se podía era combatir. La idea aceleró su corazón. Todo sería diferente. Se abandonarían las convenciones sociales, las mujeres participarían en la contienda, las diferencias de clase desaparecerían, todo el mundo trabajaría codo con codo. Casi podía palpar la atmósfera de libertad. Y entrarían en guerra contra los fascistas, los mismos que habían asesinado al pobre Ian y a otros miles de jóvenes excelentes. Margaret no creía ser vengativa, pero se sentía así cuando pensaba en luchar contra los nazis. Era una sensación desconocida, aterradora y escalofriante.

Papá estaba furioso. Ya se le veía hinchado y rubicundo, y cuando se enfadaba siempre parecía que estaba a punto de estallar.

– ¡Maldito Chamberlain! -exclamó-. ¡Maldito sea ese canalla!

– Por favor, Algernon -dijo mamá, reprochándole su lenguaje destemplado.

Papá había sido uno de los fundadores de la Unión Británica de Fascistas. A partir de ese momento, cambió; no sólo rejuveneció, sino que adelgazó, ganó en apostura y mitigó sus nervios. Había cautivado a la gente y logrado su lealtad. Había escrito un libro controvertido llamado Los mestizos: la amenaza de la contaminación racial, sobre el declive de la civilización desde que la raza blanca empezó a mezclarse con judíos, asiáticos, orientales e incluso negros. Se había carteado con Adolf Hitler, al que consideraba el estadista más grande desde Napoleón. En la casa se celebraban grandes recepciones cada fin de semana, a las que acudían políticos, a veces hombres de estado extranjeros y, en una inolvidable ocasión, el rey. Las discusiones se prolongaban hasta bien entrada la noche; el mayordomo subía más coñac de la bodega, en tanto los criados bostezaban en el vestíbulo. Durante la depresión económica, papá había esperado que el país le llamara a rescatarle en su hora de crujir y rechinar de dientes, pidiéndole que fuera primer ministro de un gobierno de reconstrucción nacional. Pero la llamada nunca se produjo. Las recepciones de los fines de semana fueron espaciándose y perdiendo participantes; los invitados más distinguidos buscaron y encontraron formas de desligarse públicamente de la Unión Británica de Fascistas; y papá se convirtió en un hombre amargado y decepcionado. Su encanto desapareció junto con su confianza. El resentimiento, el aburrimiento y la bebida dieron al traste con su apostura. Su intelecto nunca había sido auténtico. Margaret había leído su libro, y se asombró al descubrir que no sólo era desacertado, sino grotesco.

En los últimos años, su programa se había reducido a una idea obsesiva: Inglaterra y Alemania debían unirse contra la Unión Soviética. Lo había defendido en artículos de revistas y cartas a los periódicos, y en las cada vez menos frecuentes ocasiones en que era invitado a hablar en actos políticos y conferencias universitarias. Se aferró a la idea con ahínco, si bien los acontecimientos que sacudían Europa ponían de manifiesto día tras día lo absurdo de su política. Sus esperanzas quedaron reducidas a cenizas con la declaración de guerra entre Inglaterra y Alemania. Margaret descubrió en su corazón una pizca de piedad por él, junto con las demás emociones tumultuosas.

– ¡Inglaterra y Alemania se borrarán mutuamente del mapa y permitirán que Europa sea dominada por el comunismo ateo! -dijo.

La referencia al ateísmo recordó a Margaret que la habían obligado a ir a la iglesia.

– No me importa, yo soy atea -replicó.

– Es imposible, querida, eres de la iglesia anglicana -dijo mamá.

Margaret no pudo reprimir una carcajada.

– ¿Cómo te atreves a reír? -preguntó Elizabeht, que estaba al borde del llanto-. ¡Es una tragedia!

Elizabeth era una gran admiradora de los nazis. Hablaba alemán (lo hablaban las dos, de hecho, gracias a una institutriz alemana que había durado más que la mayoría), había ido a Berlín varias veces y cenado en dos ocasiones con el propio Führer. Margaret sospechaba que los nazis eran unos presuntuosos que se complacían en la aprobación de la aristocracia inglesa.

– Ya es hora de que nos enfrentemos a esos criminales -dijo Margaret, volviéndose hacia Elizabeth.

– No son criminales -repuso Elizabeth, indignada-. Son orgullosos, fuertes, arios de pura cepa, y es una tragedia que nuestro país les haya declarado la guerra. Papá tiene razón: la raza blanca se autoinmolará y el mundo quedará en manos de los mestizos y los judíos.

Estas tonterías acababan con la paciencia de Margaret.

– ¡No tiene nada de malo ser judío! -contestó con vehemencia.

Papá levantó un dedo en el aire.

– No tiene nada de malo ser judío… en el lugar adecuado.

– Lo que significa bajo el tacón de la bota en tu…, tu sistema fascista.

Había estado a punto de decir «en tu asqueroso sistema», pero se asustó de repente y reprimió el insulto. Era peligroso irritar en exceso a papá.

– ¡Y en tu sistema bolchevique son los judíos quienes cortan el bacalao! -dijo Elizabeth.

– Yo no soy bolchevique, soy socialista.

– Es imposible, querida -intervino Percy, imitando el acento de mamá-, eres de la iglesia anglicana.

Margaret rió, pese a todo; sus carcajadas volvieron a enfurecer a su hermana.

– Lo único que quieres es destruir cuanto es bello y puro, para reírte después -dijo Elizabeth con amargura.

Apenas era una respuesta, pero no impidió que Margaret insistiera en sus trece.

– Bien, en cualquier caso, estoy de acuerdo contigo en lo referente a Neville Chamberlain -dijo, dirigiéndose a su padre-. Ha empeorado mucho más nuestra posición militar permitiendo que los fascistas se apoderasen de España. Ahora, el enemigo nos acecha por el este y por el oeste.

– Chamberlain no permitió que los fascistas se apoderasen de España -la corrigió papá. Inglaterra firmó un acuerdo de no intervención con Alemania, Italia y Francia. Lo único que hicimos fue cumplir nuestra palabra.

Era una hipocresía absoluta, y él también lo sabía. Margaret enrojeció de indignación.

– ¡Cumplimos nuestra palabra mientras los italianos y los alemanes quebrantaban la suya! -protestó-. Los fascistas consiguieron cañones y los demócratas nada…, excepto héroes.

Se produjo un momento de embarazoso silencio.

– Lamento mucho que Ian muriera, querida -dijo mamá-, pero era una mala influencia para ti.

De pronto, Margaret tuvo ganas de llorar.

Ian Rochdale era lo mejor que le había ocurrido en su vida, y el dolor de su muerte todavía la dejaba sin aliento.

Margaret había bailado durante años en los bailes de cacería con frívolos jóvenes de la clase terrateniente, chicos con sólo un par de ideas en la cabeza: beber y cazar. Casi había desesperado de encontrar un chico de su edad que la interesara. Ian había irrumpido en su vida como la luz de la razón; desde su muerte, ella vivía en la oscuridad.

Ian cursaba su último año en Oxford. A Margaret le hubiera encantado ir a la universidad, pero era imposible: jamás había ido a la escuela. Sin embargo, leía muchísimo (!no había otra cosa que hacer!) y ansiaba con todas sus fuerzas encontrar alguien parecido a ella, a quien le gustara hablar sobre las ideas. Él era el único hombre que le explicaba cosas sin aires de superioridad. Ian era la persona más lúcida que había conocido. Su paciencia durante las discusiones era infinita, y carecía de vanidad intelectual; nunca fingía comprender algo si no era así. Ella le adoró desde el primer momento.

Paso mucho tiempo antes de que ella pensara en el amor, pero Ian se le declaró un día, con torpeza y enorme turbación, esforzándose por primera vez en elegir las palabras adecuadas.

– Creo que me he enamorado de ti -dijo-. ¿Va a resentirse nuestra relación?

Y entonces ella comprendió, llena de alegría, que también le amaba.


Ian cambió su vida. Era como si se hubiera trasladado a otro país, en el que todo era diferente: el paisaje, el clima, la gente, la comida. Todo le gustaba. Las coacciones y molestias de vivir con sus padres se hicieron más llevaderas.

Incluso cuando Ian se enroló en las Brigadas Internacionales y fue a España para luchar en defensa del gobierno progresista electo contra los fascistas rebeldes, continuó iluminando su vida. Estaba orgullosa de él, porque poseía la valentía de sus convicciones, y estaba dispuesto a arriesgar su vida por la causa en la que creía. A veces, recibía una carta de él. En una ocasión, le envió un poema. Después, llegó la nota que anunciaba su muerte, destrozado por una granada. Margaret experimentó la sensación de que su vida había terminado.

– Una mala influencia -repitió con amargura-. Sí. Me enseñó a poner en duda los dogmas, a no creer en las mentiras, a odiar la ignorancia y a despreciar la hipocresía. Como resultado, encajo mal en la sociedad civilizada.

Papá, mamá y Elizabeth se pusieron a hablar a la vez, y luego se callaron, porque no había forma de que ninguno fuera escuchado. Percy aprovechó el repentino silencio para hablar.

– Hablando de judíos -dijo-, encontré en el sótano una fotografía muy curiosa, en una de aquellas maletas viejas de Stamford (Connecticut) era el lugar donde había vivido la familia de mamá. Percy sacó del bolsillo de la camisa una foto arrugada y virada a sepia-. Tuve una bisabuela llamada Ruth Glencarry, ¿verdad?

– Sí contestó mamá-. Era la madre de mi madre. ¿Por qué, querido? ¿Qué has descubierto?

Percy entregó la fotografía a papá y todos se congregaron a su alrededor para verla. Mostraba una escena callejera de una ciudad norteamericana, seguramente Nueva York, unos setenta años antes. En primer plano aparecía un judío de unos treinta años, de negra barba, vestido con toscas ropas de obrero y un sombrero. Se erguía junto a una carretilla de mano que llevaba una rueda de afilar. Una inscripción en el carrito rezaba «Reuben Fishbein, Afilador». Una niña de unos diez años, ataviada con un vestido de algodón andrajoso y botas pesadas estaba de pie al lado del hombre.

– ¿Qué significa esto, Percy? -preguntó papá-. ¿Quiénes son estos desgraciados?

– Mira el dorso -le dijo Percy.

Papá volvió la fotografía. En el reverso estaba escrito: «Ruthie Glencarry, nacida Fishbein, a la edad de 10 años». Margaret miró a papá. Estaba horrorizado.

– Es muy peculiar que el abuelo de mamá se casara con la hija de un afilador ambulante judío, pero dicen que Norteamérica es así -dijo Percy.

– ¡Es imposible! -dijo papá, pero su voz temblaba, y Margaret adivinó que, en el fondo, lo consideraba muy posible.

– Como la condición de judío -prosiguió Percy, en tono despreocupado-, se trasmite por vía femenina, y como la madre de mi madre era judía, eso me convierte en judío.

Papá había palidecido como un muerto. Mamá parecía perpleja, y fruncía levemente el entrecejo.

– Confío en que los alemanes no ganen esta guerra -dijo Percy-. No me dejarán ir al cine, y mamá tendrá que coser estrellas amarillas en todos sus vestidos de baile.

Parecía demasiado redondo para ser cierto. Margaret examinó con atención las palabras escritas en el reverso de la foto y comprendió la verdad.

– ¡Percy! -exclamó con alegría-. ¡Si es tu letra!

– No, no lo es -se defendió Percy.

Pero todo el mundo vio que sí lo era. Margaret rió de buena gana. Percy había encontrado en algún sitio la foto de la niña judía y falsificado la inscripción del reverso para tornar el pelo a papá. Éste había picado el anzuelo, y no era de extrañar: la peor pesadilla de cualquier racista debía ser descubrir que sus antepasados eran mestizos. Bien merecido.

– ¡Bah! -dijo papá, y tiró la foto sobre una mesa.

– Percy, eres incorregible -se quejó mamá. Las críticas habrían proseguido, pero en aquel momento se abrió la puerta y apareció Bates, el colérico mayordomo.

– La comida está servida, su señoría -anunció.

Salieron de la sala de estar, cruzaron el vestíbulo y entraron en el pequeño comedor. Había rosbif demasiado hecho, como todos los domingos. Mamá tomaría ensalada. Nunca comía alimentos cocinados, pues creía que el calor destruía su calidad.

Papá bendijo la mesa y se sentaron. Bates ofreció a mamá el salmón ahumado. Según su teoría, los alimentos ahumados, en salmuera o conservados de maneras similares sí podían consumirse.

– Está claro que sólo podemos hacer una cosa -dijo mamá, mientras se servía el salmón. Hablaba en tono distendido de quien se limita a llamar la atención sobre lo obvio-. Hemos de marcharnos a vivir a Estados Unidos hasta que esta estúpida guerra termine.

Se produjo un momento de perplejo silencio.

– ¡No! -estalló Margaret, horrorizada.

– Creo que ya hemos discutido bastante por hoy -dijo mamá-. Comamos en paz y tranquilidad, por favor.

– ¡No! -repitió Margaret. La indignación casi le impedía hablar-. Vosotros… Vosotros no podéis hacer esto, es…, es… -Deseaba colmarles de insultos, acusarles de traición y cobardía, manifestarles en voz alta su desprecio y repudio, pero las palabras no le salían, y lo único que pudo decir fue-: ¡No es justo!

Incluso eso fue excesivo.

– Si no puedes contener tus exabruptos, lo mejor será que te marches -dijo papá.

Margaret se llevó la servilleta a la boca para ahogar un sollozo. Empujó la silla hacia atrás, se puso en pie y salió corriendo del comedor.


Lo habían planeado desde hacía meses, claro.

Percy acudió a la habitación de Margaret después de comer y le explicó los detalles. Iban a clausurar la casa, cubrir los muebles con sábanas protectoras y despedir a los criados. Los bienes quedarían en manos del administrador de los negocios de papá, que cobraría los alquileres. El dinero sería ingresado en el banco; no podría ser enviado a Estados Unidos a causa de las normas sobre el control de las divisas que regían en tiempos de guerra. Los caballos serían vendidos, las mantas protegidas con bolas de naftalina, y las vajillas de plata encerradas bajo llave.

Elizabeth, Margaret y Percy deberían preparar una sola maleta por cabeza; el resto de sus pertenencias sería recogida por una empresa de mudanzas. Papá había reservado billetes para todos en el clipper de la Pan Am, y se irían el miércoles.

Percy estaba loco de alegría. Ya había volado una o dos veces, pero el clipper era diferente. Un avión enorme, y muy lujoso: todos los periódicos habían hablado del acontecimiento cuando se inauguró el servicio unas semanas antes. El vuelo a Nueva York duraba veintinueve horas, y todo el mundo se acostaba para pasar la noche sobre el océano Atlántico.

Era repugnantemente apropiado, pensó Margaret, que se marcharan rodeados de lujos, dejando a su país sumido en las privaciones, las penurias y la guerra.

Percy se fue a preparar su maleta y Margaret se quedó tendida en la cama, mirando el techo, amargamente decepcionada, presa de cólera, llorando de frustración, impotente para modificar su destino.

Permaneció en la cama hasta la hora de irse a dormir.

Por la mañana, cuando aún seguía acostada, mamá entró en su habitación. Margaret se incorporó y le dirigió una mirada hostil. Mamá se sentó ante el tocador y miró al reflejo de Margaret en el espejo.

– No discutas con tu padre sobre esto, por favor -dijo.

Margaret se dio cuenta de que su madre estaba nerviosa. En otras circunstancias, el detalle habría bastado para suavizar su tono, pero estaba demasiado furiosa para contenerse.

– ¡Es una cobardía! -estalló.

Mamá palideció.

– No nos comportamos como cobardes.

– ¡Pero huís de vuestro país cuando empieza la guerra!

– No tenemos otra alternativa. Hemos de irnos. Margaret estaba perpleja.

– ¿Por qué?

Mamá se volvió y la miró de frente.

– Porque de lo contrario meterán a tu padre en la cárcel. La sorpresa paralizó a Margaret.

– ¿Cómo? Ser fascista no es ningún crimen.

– Se han decretado medidas de emergencia. ¿Qué más da? Un simpatizante del ministerio del Interior nos ha avisado. Papá será detenido si aún sigue en Inglaterra a fines de semana.

Margaret apenas podía creer que quisieran encarcelar a su padre como si fuera un ladrón. Se sintió como una idiota; no había pensado en las diferencias que la guerra impondría a la vida cotidiana.

– No nos permitirán llevarnos dinero -siguió su madre con amargura-. Bien por el concepto británico del juego limpio.

El dinero era lo último que a Margaret le importaba en estos momentos. Toda su vida estaba en la cuerda floja. Experimentó un súbito arrebato de valentía, y tomó la decisión de decirle la verdad a su madre. Antes de que pudiera amilanarse, contuvo el aliento y dijo:

– No quiero ir con vosotros, mamá.

Mamá no expresó la menor sorpresa. Hasta era posible que esperase algo por el estilo.

– Has de venir, querida -respondió, en el tono suave y vago que utilizaba cuando intentaba evitar una discusión.

– A mí no me van a meter en la cárcel. Puedo vivir con tía Martha, o incluso con la prima Catherine. ¿Se lo dirás a papá?

De súbito, mamá habló con un ardor muy poco habitual en ella.

– Te di a luz con dolor y sufrimientos, y no permitiré que arriesgues tu vida mientras pueda evitarlo.

Por un momento, aquella demostración de sentimientos pilló por sorpresa a Margaret. Después, protestó.

– Me parece que tengo derecho a expresar mi opinión: ¡es mi vida!

Mamá suspiró y adoptó de nuevo sus lánguidos modales habituales.

– Lo que tú y yo pensemos da igual. Tu padre no quiere que nos quedemos, digamos lo que digamos.

La pasividad de mamá irritó a Margaret, que decidió entrar en acción.

– Se lo pediré directamente.

– Yo que tú no lo haría -dijo su madre, con un timbre suplicante en la voz-. Todo esto es muy duro para él. Bien sabes que ama a Inglaterra. En cualquier otra circunstancia, ya habría telefoneado al ministerio de la Guerra para solicitar algún trabajo. Se le está partiendo el corazón.

– Y el mío, ¿qué?

– Para ti no es lo mismo. Eres joven, tienes toda la vida por delante. Para él es el final de todas sus esperanzas.

– No tengo la culpa de que sea fascista -replicó con aspereza Margaret.

Mamá se puso en pie.

– Esperaba que fueras más comprensiva -dijo en voz baja, y se marchó.

Margaret se sintió culpable e indignada al mismo tiempo. ¡Era tan injusto! Papá había menospreciado sus opiniones desde que tuvo uso de razón, y ahora que los acontecimientos demostraban su equivocación, pedían a Margaret que sintiera compasión por él.

Suspiró. Su madre era hermosa, excéntrica y caótica. Había nacido rica y decidida. Sus excentricidades eran el resultado de una voluntad fuerte a la que no guiaba ninguna educación: se aferraba a ideas absurdas porque no tenía forma de diferenciar lo sensato de lo insensato. El caos era el método que utilizaba una mujer fuerte para paliar la dominación masculina. Como no le estaba permitido enfrentarse a su marido, la única manera de escapar a su control era fingir que no le entendía. Margaret quería a su madre, y contemplaba sus peculiaridades con afectuosa tolerancia, pero estaba resuelta a no ser como ella, a pesar de su parecido físico. Si los demás se negaban a educarla, ella sería su propia maestra, y prefería llegar a ser una vieja solterona que casarse con algún cerdo convencido de tener derecho a darle órdenes como a una camarera.

A veces, deseaba entablar otro tipo de relación con su madre. Quería confiar en ella, ganarse su simpatía, pedirle consejo. Podrían ser aliadas, luchar juntas por la libertad contra un mundo que quería tratarlas como adornos. Mamá, sin embargo, había abandonado esa lucha mucho tiempo atrás, y esperaba que Margaret hiciera lo mismo. No iba a ocurrir. Margaret iba a ser ella misma: estaba absolutamente decidida. Pero ¿cómo?

Se sintió incapaz de comer durante todo el lunes. Bebió incontables tazas de té, mientras los criados se dedicaban a clausurar la casa. El martes, cuando mamá se dio cuenta de que Margaret no iba a hacer las maletas, ordenó a la nueva doncella, Jenkins, que lo hiciera en su lugar. De modo que, a la postre, mamá se salió con la suya, como casi siempre.

– Has tenido muy mala suerte, entrando a trabajar en casa una semana antes de que decidiéramos cerrarla -dijo Margaret a la muchacha.

– El trabajo no va a escasear, señora -respondió Jenkins-. Mi padre dice que nunca hay desempleo en tiempos de guerra.

– ¿Qué vas a hacer? ¿Trabajar en una fábrica?

– Voy a alistarme. Han dicho en la radio que diecisiete mil mujeres se alistaron ayer en el STA. Hay colas ante los ayuntamientos de todas las ciudades del país… He visto una foto en el periódico.

– Qué suerte tienes -dijo Margaret, abatida. La única cola que voy a hacer será para subir a un avión con rumbo a Estados Unidos.

– Ha de obedecer al marqués -dijo Jenkins.

– ¿Qué ha dicho tu padre sobre lo de alistarte?

– No se lo he dicho… Lo haré, y punto.

– ¿Y si te obliga a volver?

– No podrá. Tengo dieciocho años. Basta con firmar la solicitud. Si se tiene la edad suficiente, los padres no pueden hacer nada para impedirlo.

– ¿Estás segura? -preguntó Margaret, estupefacta.

– Claro. Todo el mundo lo sabe.

– Pues yo no -dijo Margaret con tono pensativo.

Jenkins bajó la maleta de Margaret al pasillo. Se irían el miércoles por la mañana, muy temprano. Al ver las maletas alineadas, Margaret comprendió que iba a pasar la guerra en Connecticut si no hacía algo más que enfurruñarse. A pesar de que su madre le había rogado que no armara follones, tenía que enfrentarse a su padre.

Sólo de pensar en ello se estremeció. Volvió a su cuarto para calmar los nervios y pensar en lo que iba a decir. Debía mantenerse tranquila. Las lágrimas no le conmoverían y la ira sólo provocaría su desdén. Margaret tenía que aparentar sensatez, responsabilidad y madurez. No debía enfrascarse en discusiones, pues su padre se enfurecería y ella se asustaría tanto que no podría continuar.

¿Cómo debía empezar?: «Creo que tengo derecho a decir algo sobre mi futuro».

No, eso no estaba bien. Él respondería: «Yo soy responsable de ti y, por tanto, debo decidir».

Tal vez debería comenzar con un: «¿Puedo hablarte sobre ese viaje a Estados Unidos?».

A lo que él replicaría: «No hay nada que discutir». Debía empezar con algo tan inofensivo que él no pudiera rechazarlo. Decidió que la fórmula sería: «¿Puedo preguntarte una cosa?». Se vería forzado a contestar que sí.

Y después, ¿qué? ¿Cómo podría plantear el tema sin provocar uno de sus temibles accesos de cólera. Podría decirle: «Estuviste en el ejército durante la pasada guerra, ¿verdad?». Sabía que había luchado en Francia. Luego, añadiría: «¿Se alistó mamá?». También sabía la respuesta a esta pregunta: mamá fue enfermera voluntaria en Londres y cuidó de oficiales norteamericanos heridos. Por fin, remataría su obra: «Los dos habéis servido a vuestro país, de manera que comprenderéis muy bien por qué quiero hacer lo mismo». Una estrategia irresistible.

Si aceptaba el principio, ella pensaba que anularía sus demás objeciones. Viviría en casa de unos parientes hasta alistarse, lo que sería cuestión de días. Tenía diecinueve años: muchas chicas de su edad ya llevaban trabajando seis años en régimen de jornada completa. Era lo bastante mayor para casarse, conducir un coche e ir a la cárcel. Nada la impedía quedarse en Inglaterra.

El plan parecía sólido. Ahora, tenía que ser valiente.

Papá estaría en su estudio con el administrador de sus negocios. Margaret salió de su cuarto. Al llegar al rellano, el temor debilitó su resolución. A su padre le enfurecía que le llevaran la contraria. Sus accesos de cólera eran terribles, y crueles sus castigos. Cuando tenía once años, la obligó a permanecer de pie durante todo un día, de cara a la pared, por ser grosera con un invitado; le había quitado el osito de peluche como castigo por mearse en la cama a los siete años; una vez, enfurecido, había arrojado un gato por una ventana de arriba. ¿Qué haría ahora, cuando le dijera que quería quedarse en Inglaterra para luchar contra los nazis?

Se obligó a bajar la escalera, pero sus aprensiones aumentaron a medida que se acercaba a su estudio. Le vio enfurecerse en su mente, la cara roja y los ojos saltones, y se sintió aterrorizada. Intentó calmar su enloquecido pulso, preguntándose si, en realidad, debía temer algo. Papá ya no podía partirle el corazón arrebatándole su osito de peluche. Sin embargo, sabía muy bien que aún no había perdido la capacidad de hacerla desear que la tierra se la tragara.

Mientras se hallaba de pie frente a la puerta del estudio, temblorosa, el ama de llaves atravesó el vestíbulo con un crujido de su vestido de seda negro. La señora Allen gobernaba con mano inflexible al personal femenino de la casa, pero siempre había sido indulgente con los niños. Apreciaba a la familia y su partida la había entristecido profundamente; para ella, era el fin de una manera de vivir. Dirigió a Margaret una sonrisa llorosa.

Al mirarla, Margaret tuvo una idea que paralizó su corazón.

Un plan de huida se formó con todo detalle en su mente. Pediría dinero prestado a la señora Allen, se iría de casa ahora, cogería el tren de las cuatro cincuenta y cinco a Londres, pasaría la noche en el piso de su prima Catherine y se alistaría en el STA a primera hora de la mañana. Cuando su padre la localizara, ya sería demasiado tarde.

Era tan sencillo y osado que apenas podía creerlo, pero antes de que pudiera pensarlo dos veces se sorprendió diciendo:

– Ah, señora Allen, ¿puede prestarme algo de dinero? He de hacer unas compras de última hora y no quiero molestar a papá. Está muy ocupado.

La señora Allen no vaciló ni un instante.

– Por supuesto, señorita. ¿Cuánto necesita?

Margaret no sabía cuánto costaba el billete a Londres; nunca había comprado su pasaje.

– Oh, con una libra será suficiente -dijo, a tontas y a locas. Estaba pensando: «¿De veras estoy haciendo esto?».

La señora Allen sacó del bolso dos billetes de diez chelines. De haberlos necesitado, era probable que le hubiera entregado los ahorros de toda su vida.

Margaret cogió el dinero con mano temblorosa. Éste puede ser mi billete a la libertad, pensó, y a pesar de que estaba asustada, una leve llama de esperanza henchida de alegría alumbró en su pecho.

La señora Allen, pensando que la joven se encontraba disgustada por la emigración, le apretó la mano.

– Este es un día muy triste, lady Margaret -dijo-. Un día muy triste para todos nosotros.

Sacudió su cabeza gris con pesar y desapareció en la parte posterior de la casa.

Margaret miró a su alrededor frenéticamente. No se veía a nadie. Su corazón se agitaba como un pájaro enjaulado y jadeaba de manera entrecortada. Sabía que si vacilaba, su valor se esfumaría. Ni siquiera se atrevió a demorarse lo bastante para ponerse una chaqueta. Aferró el dinero y salió por la puerta principal.

La estación distaba tres kilómetros, y estaba en el pueblo siguiente. A cada paso que daba por la carretera, Margaret esperaba oír el zumbido del RollsRoyce de su padre. Pero ¿cómo iba a saber lo que había hecho? Era poco probable que alguien reparase en su ausencia hasta la hora de la cena; y aun en este caso, supondrían que se había ido de compras, como había dicho a la señora Allen. De todos modos, el temor la devoraba sin cesar.

Llegó a la estación con mucha antelación, compró el billete (tenía dinero más que suficiente) y se sentó en la sala de espera de señoras, observando las manecillas del gran reloj que presidía la pared.

El tren llegaba con retraso.

Las cuatro y cincuenta y cinco, las cinco, las cinco y cinco. Margaret estaba tan aterrorizada que habría tirado la toalla y vuelto a casa con tal de aliviar la tensión.

El tren llegó a las cinco y catorce minutos, y su padre aún no había hecho acto de presencia.

Margaret subió al tren con el corazón en un puño.

Se quedó de pie ante la ventanilla y clavó la vista en la puerta de acceso al andén, esperando verle llegar en el último minuto para atraparla.

El tren se movió por fin.

Apenas pudo creer que se estaba marchando.

El tren aumentó la velocidad. Los primeros temblores de júbilo se insinuaron en su corazón. Pocos segundos después, el tren salía de la estación. Margaret vio que el pueblo disminuía de tamaño, y su corazón se llenó de triunfo. Lo había conseguido: ¡se había escapado!

De pronto, notó que las rodillas le fallaban. Buscó un asiento libre, y se dio cuenta por primera vez de que el tren iba lleno. Todos los asientos estaban ocupados, incluso en este vagón de primera clase, y había soldados sentados en el suelo. Se quedó de pie.

Su euforia no disminuyó, a pesar de que el viaje fue, juzgado por parámetros normales, una especie de pesadilla. Más gente se apretujaba en los vagones a cada parada. El tren se detuvo durante tres horas en las afueras de Reading. Hubo que quitar todas las bombillas a causa del oscurecimiento general, de forma que al caer la noche el tren se quedó totalmente sin luz, a excepción de ocasionales destellos de la lintema del guardia que patrullaba, abriéndose camino entre los pasajeros sentados y tendidos sobre el suelo. Cuando Margaret ya no pudo continuar de pie, se sentó en el suelo. Esta clase de cosas ya no importaban, se dijo. Su vestido se ensuciaría, pero mañana iría de uniforme. Todo era diferente: estaban en guerra.

Margaret se preguntó si papá habría descubierto su fuga, averiguado que había cogido el tren y conducido a toda velocidad hasta Londres para interceptarla en la estación de Paddington. Era improbable, pero posible, y su corazón se llenó de temor cuando el tren frenó en la estación.

Sin embargo, no le vio por parte alguna cuando bajó, y experimentó la misma sensación de triunfo. ¡Después de todo, no era omnipotente! Logró encontrar un taxi en la cavernosa oscuridad de la estación. La condujo hasta Bayswater utilizando únicamente las luces laterales. El chófer la alumbró con una linterna hasta que llegó a la puerta del edificio de apartamentos en que vivía Catherine.

Todas las ventanas del edificio estaban a oscuras, pero se veía un rayo de luz en el vestíbulo. El portero se hallaba ausente (era casi medianoche), pero Margaret sabía llegar al piso de Catherine. Subió la escalera y tocó el timbre.

Nadie respondió.

El corazón le dio un vuelco.

Volvió a llamar, pero sabía que era inútil: el piso era pequeño y el timbre sonaba fuerte. Catherine no estaba.

No era de extrañar, pensó. Catherine vivía con sus padres en Kent, y usaba el piso como piedáterre. La vida social londinense se había paralizado, desde luego, y Catherine no tenía motivos para estar allí. Margaret no había pensado en esa posibilidad.

No se sentía desalentada, pero sí defraudada. Había esperado con ansia el momento de sentarse coro Catherine, beber chocolate caliente y darle a conocer los detalles de su gran aventura. Tenía varios parientes en Londres, pero si iba a verles llamarían a papá. Catherine habría sido una buena cómplice, pero no podía confiar en ningún otro pariente.

Después, recordó que tía Martha no tenía teléfono.

En realidad, era una tía abuela, una displicente solterona de setenta años. Vivía a un kilómetro de distancia, más o menos. A estas horas dormiría profundamente, y se pondría furiosa si la despertaba, pero no había otro remedio. Lo más importante es que carecía de medios para comunicar a papá el paradero de Margaret.

Margaret volvió a bajar la escalera y salió a la calle… Se encontró con una oscuridad absoluta.

La negrura era aterradora. Se quedó de pie ante la puerta y miró a su alrededor, con los ojos abiertos de par en par, sin ver nada. Notó una sensación extraña en el estómago, como si estuviera mareada.

Cerró los ojos y recreó en su mente el panorama habitual de la calle. Detrás de ella se alzaba Obington House, donde Catherine vivía. Lo normal sería que brillaran luces en varias ventanas y que la luz situada sobre la puerta arrojara un vivo resplandor. A su izquierda, en la esquina, había una pequeña iglesia estilo Wren, cuyo pórtico siempre estaba iluminado. Una hilera de farolas bordeaba la acera; cada una proyectaba un diminuto círculo de luz; y la calzada estaría iluminada por autobuses, taxis y coches.

Abrió los ojos de nuevo y no vio nada.

Daba miedo. Imaginó por un momento que no había nada a su alrededor: la calle había desaparecido y ella se encontraba en el limbo, cayendo en el vacío. De repente, se sintió muy mareada. Luego, se controló y visualizó la ruta a la casa de tía Martha.

Tiro hacia el este desde aquí, pensó, me desvío a la izquierda por la segunda bocacalle y la casa de tía Martha está al final de la manzana. Sería bastante fácil, incluso en la oscuridad.

Anhelaba algún tipo de alivio: un taxi iluminado, la luna llena o un policía que la ayudara. Su deseo se cumplió al cabo de un momento: un coche se acercaba. Sus tenues luces laterales parecían ojos de gato en las tinieblas, y Margaret pudo ver de repente la línea del bordillo hasta la esquina de la calle.

Se puso a caminar.

El coche pasó de largo y sus luces rojas traseras se perdieron en la oscura distancia. Margaret pensaba que le faltaban tres o cuatro pasos para llegar a la esquina cuando perdió pie al rebasar el bordillo. Cruzó la calle y localizó la acera opuesta sin tropezar. Esto le dio ánimos y caminó con más confianza. De pronto, algo duro la golpeó en el rostro con brutal violencia.

Lanzó un grito de dolor y pánico entremezclados. El pánico la cegó por un instante y quiso dar media vuelta y correr. Se tranquilizó con un gran esfuerzo. Se llevó la mano a la mejilla y se acarició la parte dolorida. ¿Qué demonios había ocurrido? ¿Qué podía haberla golpeado a la altura de la cara en mitad de la acera? Extendió ambas manos. Palpó algo casi de inmediato, y apartó las manos del susto; después, apretó los dientes y las alargó de nuevo. Tocó algo frío, duro y redondo, como un plato de enorme tamaño que flotara a media altura. Lo exploró con detenimiento, comprendiendo que se trataba de una columna redonda con una ranura rectangular y una parte superior que sobresalía. Cuando supo por fin lo que era, lanzó una carcajada, a pesar de su cara dolorida. Había sido atacada por un buzón.

Pasó de largo y siguió andando con las manos extendidas frente a ella.

Al cabo de un rato perdió pie en otro bordillo. Recobró el equilibrio y experimentó cierto alivio: había llegado a la calle de tía Martha. Se desvió a la izquierda.

Se le ocurrió que tal vez tía Martha no oyera el timbre. Vivía sola; nadie más podía responder. Si sucedía eso, Margaret tendría que regresar al edificio de Catherine y dormir en el pasillo. Aceptaba lo de dormir en el suelo, pero otro paseo por la oscuridad la aterrorizaba. Lo más sencillo sería enroscarse ante la puerta de tía Martha y esperar a que amaneciera.

La casita de tía Martha estaba al final de un bloque muy largo. Margaret se acercó poco a poco. La ciudad estaba oscura, pero no en silencio. Se oía un coche de vez en cuando a lo lejos. Los perros ladraban cuando pasaba frente a sus puertas y un par de gatos maullaron, indiferentes a su presencia. En una ocasión, oyó la música de una fiesta prolongada. Más adelante, captó los sonidos apagados de una pelea doméstica tras unas cortinas. Se descubrió anhelando encontrarse en el interior de una casa, arropada por lámparas, un hogar encendido y una tetera.

La manzana parecía más larga de lo que Margaret recordaba. Sin embargo, era imposible que se hubiera equivocado; había doblado a la izquierda en la segunda bocacalle. Pese a todo, la sospecha de que se había perdido creció en su fuero interno. Su sentido del tiempo la había traicionado. ¿Cuánto llevaba andando por la manzana, cinco minutos, veinte, dos horas o toda la noche? De repente, ni siquiera tuvo la seguridad de que había casas en las cercanías. Igual estaba en pleno Hyde Park, tras cruzar la entrada por pura chiripa. Empezó a albergar la sensación de que la oscuridad que la rodeaba estaba poblada de seres, capaces de ver por la noche como los gatos, a la espera de que cayera al suelo para abalanzarse sobre ella. Un chillido empezó a formarse en su garganta, pero lo reprimió.

Se obligó a pensar. ¿Cabía la posibilidad de que se hubiera equivocado? Sabía que había perdido pie en el bordillo de una bocacalle, pero recordó que también existían callejones. Igual se había internado por uno de ellos. A estas alturas, ya podía haber recorrido más de un kilómetro en dirección contraria.

Intentó recordar la embriagadora sensación de excitación y triunfo que la había asaltado en el tren, pero se había esfumado, y ahora se sentía sola y asustada.

Decidió parar y quedarse inmóvil. Así no le ocurriría nada malo.

Permaneció quieta durante mucho tiempo, hasta que fue incapaz de calcular cuánto. Tenía miedo de moverse, un miedo que la paralizaba. Pensó que continuaría de pie hasta que se desmayara de agotamiento o hasta la mañana.

Entonces, apareció un coche.

Sus tenues luces laterales proporcionaban una iluminación muy escasa, pero en comparación con el pozo de negrura anterior parecía la luz del día. Comprobó que se hallaba en mitad de la carretera, y corrió a la acera para apartarse del camino del coche. Estaba en una plaza que creyó reconocer. El coche pasó de largo, dobló una esquina y ella lo siguió, confiando en distinguir una señal que la orientara. Llega a la esquina y vio el coche al final de una calle corta y estrecha flanqueada por tiendas pequeñas, una de las cuales era una sombrerería de la que su madre era cliente; comprendió que se encontraba a escasos metros de Marble Arch.

Estuvo a punto de llorar de alivio.

Se paró en la siguiente esquina y esperó a que otro coche iluminara el camino. Después, se internó en Mayfair.

Pocos minutos más tarde se detuvo frente al hotel Claridge. El edificio estaba a oscuras, por supuesto, pero pudo localizar la puerta, preguntándose si debía entrar.

No creía tener bastante dinero para pagar la habitación, pero recordó que la gente no abonaba la cuenta hasta abandonar el hotel. Podía tomar una habitación por dos noches, salir por la mañana como si fuera a regresar más tarde, alistarse en el STA y llamar después al hotel para dar instrucciones de que enviaran la cuenta al abogado de su padre.

Contuvo el aliento y abrió la puerta.

Como la mayoría de los edificios públicos que permanecían abiertos por la noche, el hotel había dispuesto una doble puerta, como una esclusa de aire, para que los huéspedes entraran y salieran sin que las luces del interior se vieran desde fuera. Margaret cerró la puerta exterior a su espalda, atravesó la segunda y accedió a la luz reconfortante del vestíbulo. La invadió una tremenda oleada de alivio. Había regresado a la normalidad: la pesadilla quedaba atrás.

Un joven portero de noche dormitaba ante el mostrador. Margaret carraspeó, y el muchacho se despertó, sorprendido y confuso.

– Necesito una habitación -dijo Margaret.

– ¿A estas horas de la noche? -preguntó el joven con poca delicadeza.

– El apagón me sorprendió -explicó Margaret-. No puedo volver a casa.

El portero empezó a despejarse. -¿No lleva equipaje?

– No -respondió Margaret, con aire de culpabilidad, pero se apresuró a añadir-: Claro que no. No me he quedado tirada en la calle a propósito.

El portero la miró de una forma extraña. Margaret pensó que no podía negarle lo que pedía. El joven tragó saliva, se frotó la cara y fingió consultar un libro. ¿Qué le pasaba a aquel hombre? El empleado tomó una decisión y cerró el libro.

– El hotel está completo.

– Oh, vamos, han de tener algo…

– Se ha peleado con su viejo, ¿verdad? -preguntó el portero, guiñándole un ojo.

Margaret apenas podía creer lo que estaba ocurriendo.

– No puedo volver a casa -repitió, como si el hombre no la hubiera entendido la primera vez.

– Yo no puedo solucionarlo -replicó él-. La culpa es de Hitler -añadió, en una repentina demostración de ingenio. Era bastante joven.

– ¿Dónde está su superior? -preguntó Margaret. El empleado pareció ofenderse.

– Yo soy el responsable hasta las seis.

Margaret paseó la vista a su alrededor.

– Tendré que sentarme en el salón hasta las seis.

– !No puede hacer eso! -exclamó el portero, como atemorizado-. ¿Una joven sola, sin equipaje, pasando la noche en el salón? Mi empleo peligrará.

– No soy una joven -dijo Margaret, irritada-. Soy lady Margaret Oxenford.

Detestaba utilizar su título, pero se trataba de una situación desesperada.

Sin embargo, no sirvió de nada. El portero le dirigió una mirada severa e insolente.

– ¿De veras? -preguntó.

Margaret estaba a punto de cubrirle de improperios cuando vio su reflejo en el cristal de la puerta, dándose cuenta de que tenía un ojo morado. De propina, tenía las manos sucias y el vestido roto. Recordó que se había golpeado con el buzón y sentado en el suelo del tren. No era de extrañar que el portero le negara la habitación. Desesperada, protestó:

– ¡No puede echarme a la calle en medio del apagón!

– No puedo hacer otra cosa -respondió el portero.

Margaret se preguntó cuál sería la reacción del hombre si se sentaba sin acceder a moverse. De hecho, es lo que tenía ganas de hacer: le dolían todos los huesos y estaba extenuada. Sin embargo, había pasado tantas vicisitudes que no le quedaban fuerzas para un enfrentamiento. Además, era tarde y estaban solos. Era imposible saber qué haría el hombre si le daba una excusa para ponerle las manos encima.

Dio media vuelta con cansados movimientos y salió a la noche, desalentada y amargada.

Apenas se había alejado unos pasos del hotel cuando deseó haber ofrecido mayor resistencia. ¿Por qué sus intenciones siempre eran más firmes que sus acciones? Ahora que se había rendido, se sentía lo bastante airada como para desafiar al portero. Estuvo a punto de regresar sobre sus pasos, pero continuó andando: le pareció lo más sencillo.

No tenía a dónde ir. No sería capaz de encontrar el edificio de Catherine; no había logrado localizar la casa de tía Martha; no podía confiar en los demás parientes e iba demasiado sucia para conseguir una habitación de hotel.

Tendría que vagar hasta que se hiciera de día. Hacía buen tiempo; no llovía y el aire de la noche era apenas un poco fresco. Si continuaba moviéndose ni siquiera sentiría frío. Veía bien por donde iba. Había muchos semáforos en el West End, y pasaba un coche cada uno o dos minutos. Oía música procedente de los clubs nocturnos y de vez en cuando veía a gente de su clase que llegaba a casa tras una fiesta nocturna en sus coches conducidos por chóferes, las mujeres ataviadas con espléndidos vestidos y los hombres con frac. Observó con curiosidad en otra calle a tres mujeres solitarias, una de pie ante una puerta, otra apoyada en una farola y otra sentada sobre un coche. Todas fumaban y, en apariencia, esperaban a alguien. Se preguntó si serían lo que mamá llamaba Mujeres Perdidas.

Empezaba a sentirse cansada. Todavía llevaba los zapatos de estar por casa con los que se había marchado. Obedeciendo a un impulso, se sentó en el escalón de una puerta, se quitó los zapatos y frotó sus doloridos pies.

Levantó la vista y divisó la vaga silueta de los edificios que se alzaban en la acera opuesta. ¿Se hacía de día por fin? Quizá encontraría un café que abriera temprano. Desayunaría y esperaría a que abrieran las oficinas de reclutamiento. No había comido casi nada desde hacía dos días, y se le hizo la boca agua de pensar en tocino y huevos fritos.

De pronto, un rostro blanco osciló frente a ella. Lanzó un débil grito de miedo. El rostro se acercó y vio a un hombre joven vestido de etiqueta.

– Hola, preciosa -saludó.

Margaret se puso de pie a toda prisa. Odiaba a los borrachos; carecían de toda dignidad.

– Váyase, por favor -dijo. Intentó hablar con firmeza, pero su voz tembló.

El hombre se aproximó más con paso inseguro.

– Pues dame un beso.

– ¡Por supuesto que no! -exclamó ella, horrorizada.

Dio un paso atrás, tropezó y dejó caer sus zapatos. La pérdida de sus zapatos la hizo sentirse muy vulnerable. Se giró en redondo y se agachó para recogerlos. El hombre emitió una risita obscena y, ante el horror de la joven, deslizó su mano entre los muslos de Margaret, manoseándola con penosa torpeza. Ella se incorporó al instante, sin encontrar los zapatos, y se apartó de él.

– ¡Aléjese de mí! -chilló, mirándole a la cara.

– Estupendo, adelante -dijo el hombre, volviendo a reír-, me gusta un poco de resistencia.

El hombre la agarró por los hombros con sorprendente agilidad y la atrajo hacia él. Le arrojó a la cara su nauseabundo aliento alcohólico y la besó en la boca sin más preámbulos.

Era atrozmente desagradable, y Margaret pensó que iba a desmayarse, pero la abrazaba con tal fuerza que apenas podía respirar, ni mucho menos protestar. La joven se debatió sin el menor resultado, mientras él babeaba sobre ella. Después, quitó una mano de su hombro y le aferró un pecho. Se lo estrujó con brutalidad, hasta que Margaret jadeó de dolor. Sin embargo, gracias a que tenía un hombro libre, pudo soltarse a medias de él y empezar a chillar.

Lanzó un sonoro y prolongado chillido.

– Muy bien, muy bien, no te lo tomes así, no quería hacerte daño -le oyó vagamente decir, con voz preocupada, pero estaba demasiado asustada para atender a razones y continuó gritando. De la oscuridad surgieron rostros: un transeúnte vestido de obrero, una Mujer Perdida con cigarrillo y bolso, y una cabeza asomada a una ventana de la casa que se alzaba detrás de ellos. El borracho desapareció en la noche. Margaret dejó de gritar y se puso a llorar. Después, oyó el sonido de unas botas que corrían y distinguió el estrecho haz de una linterna camuflada y el casco de un policía.

El policía dirigió la luz hacia el rostro de Margaret.

– No es una de las nuestras, Steve -murmuró una mujer.

– ¿Cómo te llamas, muchacha? -preguntó el policía llamado Steve.

– Margaret Oxenford.

– Un pisaverde la confundió con una puta, eso es todo -dijo el hombre vestido de obrero.

Satisfecho, se marchó.

– ¿Quiere decir lady Margaret Oxenford? -preguntó el policía.

Margaret sorbió el aire y asintió con aspecto compungido.

– Ya te he dicho que no era de las nuestras -insistió la mujer. Dio una bocanada a su cigarrillo, lo tiró al suelo, lo pisó y se marchó.

– Venga conmigo, señorita, ya ha pasado todo -dijo el policía.

Margaret se secó la cara con la manga. El policía le ofreció el brazo. Ella lo cogió. El hombre iluminó el suelo con la linterna y empezaron a andar.

– Qué hombre tan horrible -dijo al cabo de un momento Margaret, estremeciéndose.

El policía no se mostró muy comprensivo.

– No se le puede culpar -dijo alegremente-. Esta es la calle de Londres que goza de peor reputación. Lo normal es creer que una chica sola a estas horas es una Dama de la Noche.

Margaret supuso que tenía razón, aunque lo consideró muy injusto.

El familiar farol azul de una comisarla de policía apareció a la luz del alba.

– Tómese una buena taza de té y se sentirá mejor -dijo el policía.

Entraron. Había un mostrador frente a ellos, con dos policías detrás. Uno era corpulento y de edad madura, mientras que el otro era joven y delgado. A cada lado del vestíbulo había un sencillo banco de madera apoyado contra la pared. Sólo había una persona en el vestíbulo, una mujer pálida, el pelo recogido con un chal y calzada con zapatillas, que estaba sentada en un banco y esperaba con resignada paciencia.

El rescatador de Margaret le indicó que tomara asiento en el banco opuesto.

– Siéntese un momento.

Margaret obedeció. El policía se acercó al mostrador y habló con el hombre de mayor edad.

– Sargento, ésa es lady Margaret Oxenford. Tuvo un altercado con un borracho en Bolting Lane.

– Debió pensarse que era del oficio.

La variedad de eufemismos con que se designaba a la prostitución asombró a Margaret. La gente parecía tener horror a llamarla por su nombre, y necesitaba mencionarla de una manera solapada. Ella misma sólo había conocido su existencia de una manera muy vaga, y no había creído en su realidad hasta esta noche. En cualquier caso, las intenciones del joven vestido de etiqueta no habían sido nada vagas.

El sargento inspeccionó a Margaret con atención, y después dijo algo en voz baja que ella no pudo oír. Steve asintió y desapareció por la parte posterior del edificio.

Margaret se dio cuenta de que había dejado los zapatos ante aquella puerta. Se le habían agujereado las medias. Empezó a preocuparse: no podía presentarse en la oficina de reclutamiento con esta pinta. Quizá podría volver a buscar sus zapatos a la luz del día, aunque era muy posible que ya no estuvieran allí. También necesitaba con suma urgencia un baño y ropa limpia. Después de tantas penalidades, sería horroroso que el STA la rechazara. ¿Adónde podía ir a asearse?

La casa de tía Martha ya no sería segura por la mañana; papá podía presentarse en ella, buscándola. ¿Iba a fracasar todo su plan por un simple par de zapatos?, se preguntó angustiada.

Su salvador volvió con una gruesa taza de loza con té. Estaba demasiado flojo y azucarado, pero Margaret lo bebió con fruición. Se marcharía en cuanto hubiera terminado el té. Iría a un barrio pobre y encontraría una tienda que vendiera ropas baratas; aún le quedaban unos chelines. Compraría un vestido, un par de sandalias y un conjunto de ropa interior. Iría a una casa de baños publica, se lavaría y cambiaría. Entonces, se hallaría en condiciones de acudir al ejército.

Mientras fraguaba este plan, se produjo un ruido al otro lado de la puerta y un grupo de jóvenes se precipitó en el interior. Iban bien vestidos, algunos de etiqueta y otros de calle. Al cabo de un momento, Margaret observó que arrastraban contra su voluntad a alguien. Uno de los hombres empezó a gritar al sargento que estaba detrás del mostrador.

El sargento le interrumpió.

– ¡Muy bien, muy bien, silencio! -ordenó con voz autoritaria-. Ahora no están en el campo de rugby. Esto es una comisaría de policía. -El alboroto se aplacó un poco, pero no lo suficiente para el sargento-. ¡Si no saben comportarse, les encerraré a todos en una sucia celda! ¡De una vez por todas, CIERREN EL PICO!

Se callaron y soltaron a su prisionero, que parecía malhumorado. El sargento señaló a uno de los hombres, un individuo de cabello oscuro que tendría la misma edad de Margaret.

– Muy bien. Usted, dígame a qué viene este alboroto. El joven señaló al prisionero.

– ¡Este sujeto invitó a mi hermana a cenar a un restaurante y después se largó sin pagar! -exclamó indignado.

Hablaba con acento de clase alta, y Margaret creyó reconocer su cara. Confió en que no la reconociera; sería muy humillante que la gente se enterase de que un policía la había rescatado después de huir de casa.

– Se llama Harry Marks y deberían encerrarle -añadió otro joven, vestido con un traje a rayas.

Margaret miró con interés a Harry Marks. Era un hombre de unos veintidós o veintitrés años, muy atractivo, de cabello rubio y facciones regulares. Aunque le habían arrugado bastante la ropa, llevaba su chaqueta de etiqueta con desenvuelta elegancia.

– Estos tipos están bebidos -dijo, mirando a su alrededor con desdén.

– Es posible que estemos borrachos, pero es un caradura y un ladrón -estalló el joven del traje a rayas-. Mire lo que hemos descubierto en su bolsillo. -Tiró un objeto sobre el mostrador-. A sir Simon Monkford le robaron estos gemelos por la noche.

– Muy bien -dijo el sargento-. Eso quiere decir que le están acusando de obtener provechos económicos mediante el engaño, o sea, dejando de pagar la cuenta del restaurante, y de robo. ¿Algo más?

– ¿Es que no le parece bastante? -rió el joven. El sargento apuntó con su lápiz al muchacho. -Recuerde bien donde cojones está, hijo. Puede que haya nacido con un estrella en el culo, pero esto es una comisaría de policía y si no habla con educación, pasará el resto de la noche en una celda de mierda.

El muchacho le miró con expresión confusa y no dijo nada más.

El sargento dirigió su atención al que había hablado primero.

– Bien, ¿puede proporcionarme detalles sobre ambas acusaciones? Necesito el nombre y dirección del restaurante, el nombre y dirección de su hermana, así como el nombre y dirección de la persona a la que pertenecen estos gemelos.

– Sí, no hay problemas. El restaurante…

– Bien. Quédese aquí. -Señaló al acusado. Siéntese. – Agitó la mano hacia el resto de los congregados-. Los demás pueden irse a casa.

Todos parecieron decepcionados. Su gran aventura había concluido en un anticlímax. Por un momento, ninguno se movió.

– ¡Vamos, muevan todos el culo! -dijo el sargento. Margaret nunca había oído tanto tacos en un solo día. Los jóvenes se marcharon, murmurando.

– ¡Entregas a un ladrón a la justicia y te tratan como si el criminal fueras tú! -dijo el muchacho del traje a rayas, pero atravesó la puerta antes de finalizar la frase.

El sargento empezó a interrogar al joven de cabello oscuro, tomando notas. Harry Marks permaneció de pie junto a él unos instantes, y después se apartó con impaciencia. Vio a Margaret, le dedicó una luminosa sonrisa y se sentó a su lado.

– ¿Estás bien, jovencita? ¿Qué haces aquí, a estas horas de la noche?

Margaret se quedó perpleja. El hombre se había transformado por completo. Sus altivos modales y lenguaje refinado habían desaparecido, y hablaba con el mismo acento del sargento. La sorpresa impidió a Margaret contestar.

Harry dirigió una mirada significativa hacia la puerta, como si pensara en salir corriendo por ella; después, miró al mostrador y vio que el policía joven, que aún no había pronunciado palabra, le observaba con suma atención. Dio la impresión de que desechaba la idea de escapar. Se volvió hacia Margaret.

– ¿Quién le ha puesto ese ojo morado? ¿Su viejo?

– Me perdí en el apagón y tropecé con un buzón -respondió Margaret, encontrando la voz.

Esta vez le tocó al hombre sorprenderse. La había tomado por una chica de clase obrera. Al captar su acento, se dio cuenta de su equivocación. Adoptó su anterior personalidad sin pestañear.

– ¡Qué mala suerte!

Margaret estaba fascinada. ¿Cuál era su auténtica identidad? Olía a colonia. Llevaba el pelo bien cortado, aunque una pizca largo. Vestía un traje de etiqueta azul oscuro, siguiendo la moda de Eduardo VIII, con calcetines de seda y zapatos de piel. Se adornaba con joyas de buena calidad: diamantes a guisa de botones en la camisa, gemelos a juego, reloj de oro con correa de piel de cocodrilo y un anillo de sello en el dedo meñique de la mano izquierda. Sus manos eran grandes y de aspecto fuerte, pero de manicura impecable.

– ¿De veras se marchó del restaurante sin pagar? -preguntó Margaret en voz baja.

Él la miró de arriba abajo y aparentó tomar una decisión.

– Pues sí -dijo, en tono de conspirador.

– ¿Por qué?

– Porque si hubiera escuchado a Rebecca Maugham-Flint hablar un minuto más acerca de sus malditos caballos, no habría podido resistir el impulso de precipitarme sobre su garganta y estrangularla.

Margaret rió por lo bajo. Conocía a Rebecca Maugham-Flint, una muchacha sencilla y gorda, hija de un general, que había heredado los enérgicos modales y la voz estentórea de su padre.

– Me lo imagino -dijo.

No se le ocurría una compañera de cena más improbable para el atractivo señor Marks.

El agente Steve apareció y cogió su taza de té vacía.

– ¿Se siente mejor, lady Margaret?

Observó por el rabillo del ojo que su título había impresionado a Harry Marks.

– Mucho mejor, gracias -contestó. Hablando con Harry, había conseguido olvidar sus problemas, pero ahora recordó todo cuanto había hecho-. Han sido muy amables -prosiguió-. Me voy a marchar, porque me aguardan asuntos muy importantes.

– No hace falta que se apresure -dijo el policía-. Su padre, el marqués, ya viene a buscarla.

El corazón de Margaret se paralizó. ¿Cómo era posible? Estaba tan convencida de encontrarse a salvo…, ¡Había subestimado a su padre! Se sentía tan asustada como en el momento de huir hacia la estación de ferrocarril. ¡Iba en su persecución, corría tras ella en este preciso momento! Sintió que el suelo temblaba bajo sus pies.

El joven agente parecía orgulloso.

– Su descripción empezó a circular a última hora de la noche, y la leí mientras estaba de servicio. No la reconocí a oscuras, pero me acordaba del nombre. Las instrucciones consistían en informar al marqués de inmediato. En cuanto la traje aquí, le llamé por teléfono.

Margaret se puso en pie. Su corazón latía locamente.

– No voy a esperarle -anunció-. Ya es de día. El semblante del policía reflejó nerviosismo.

– Un momento -la atajó, volviéndose hacia el mostrador-. Sargento, la señorita no quiere esperar a su padre.

– No pueden obligarla a quedarse -le dijo Harry Marks-. Huir de casa no es ningún crimen a su edad. Si quiere marcharse, hágalo.

La idea de que encontraran alguna excusa para detenerla horrorizaba a Margaret.

El sargento se levantó de su silla y dio la vuelta al mostrador.

– El señor tiene razón -dijo-. Puede marcharse cuando quiera.

– Oh, gracias -respondió Margaret, aliviada.

El sargento sonrió.

– Pero no tiene zapatos, y las medias están rotas. Si va a marcharse antes de que llegue su padre, deje que llamemos un taxi.

Ella reflexionó unos momentos. Habían telefoneado a papá en cuanto entró en la comisaría, pero hacía menos de una hora. Papá no llegaría hasta dentro de otra hora, o más.

– Muy bien -accedió-. Gracias.

El sargento abrió una puerta que daba al vestíbulo.

– Estará más cómoda aquí, mientras espera el taxi. Abrió una luz.

Margaret habría preferido quedarse a hablar con el fascinante Harry Marks, pero no quería rechazar la amable invitación del sargento, sobre todo después de que hubiera accedido a su petición.

– Gracias -repitió.

– Es una trampa -dijo Harry, mientras se encaminaba hacia la puerta.

Entró en la pequeña habitación. Había unas sillas baratas, un banco, una bombilla desnuda que colgaba del techo y una ventana con barrotes. No pudo imaginar por qué el sargento consideraba este cubículo más cómodo que el vestíbulo. Se volvió para decírselo.

La puerta se cerró en sus narices. Un presentimiento espantoso hinchó su corazón de pánico. Se abalanzó sobre la puerta y aferró el tirador. En ese momento, una llave giró en la cerradura, confirmando sus terrores. Agitó el tirador furiosamente. La puerta no se abrió.

Se desplomó, desesperada, apoyando la cabeza contra la madera.

Oyó al otro lado una carcajada, y después la voz de Harry, apagada pero comprensible.

– Bastardos.

La voz del sargento ya no era amistosa.

– Métete la lengua en el culo -dijo con rudeza.

– No tiene derecho, y lo sabe.

– Su padre es un podrido marqués, y ése es todo el derecho que necesito.

Nadie volvió a hablar.

Margaret comprendió con amargura que había perdido. Su gran evasión había fracasado. Los que había considerado sus amigos la habían traicionado. Había gozado de libertad por un breve espacio de tiempo, pero todo había terminado. No se iba a enrolar en el STA, pensó, desolada. Se embarcaría en el clipper de la Pan Am y volaría a Nueva York, huyendo de la guerra. A pesar de todas las vicisitudes, no había logrado alterar su destino. Le pareció horriblemente injusto.

Al cabo de un largo rato, se apartó de la puerta y recorrió los pocos pasos que la separaban de la ventana. Vio un patio vacío y una pared de ladrillo. Se quedó de pie, derrotada e indefensa, mirando por entre los barrotes la brillante luz del amanecer, esperando a su padre.


Eddie Deakin dio al clipper de la Pan American un vistazo final. Los cuatro motores Wright Cyclone de 1500 caballos de fuerza brillaban de aceite. Cada motor era tan alto como un hombre. Habían cambiado todas las cincuenta y seis bujías. Guiado por un impulso, Eddie sacó del bolsillo de su mono una galga y la deslizó por el asiento de uno de los motores, entre la goma y la parte metálica, para probar la estanqueidad. La potente vibración debida al largo vuelo sometía el adhesivo a un terrorífico esfuerzo. Sin embargo, la delgada hoja de la galga no consiguió penetrar ni medio centímetro. El encaje del motor era perfecto.

Cerró la escotilla y bajó por la escalerilla. Mientras depositaban de nuevo el avión sobre el agua, se quitaría el mono, se cambiaría de ropa y adoptaría su uniforme de vuelo negro de la Pan American.

El sol brillaba cuando salió del muelle y subió por la colina hasta el hotel donde la tripulación se hospedaba durante la escala. Estaba orgulloso del avión y de su trabajo. Las tripulaciones del clipper constituían una élite, los mejores hombres al servicio de la compañía aérea, pues la línea transatlántica era la ruta más prestigiosa. Siempre podría decir que había sobrevolado el Atlántico durante la primera época.

Sin embargo, tenía el proyecto de despedirse pronto. Tenía treinta años, estaba casado desde hacía uno y Carol Ann estaba embarazada. Volar era perfecto para un soltero, pero no iba a pasarse la vida lejos de su mujer y sus hijos. Había ahorrado y contaba casi con la cantidad suficiente para emprender un negocio propio. Tenía una opción sobre un lugar cercano a Bangor (Maine), ideal para construir un campo de aviación. Se dedicaría al mantenimiento de aviones y vendería combustible, y a la larga adquiriría un avión para vuelos charter. Soñaba en secreto con llegar a ser algún día el propietario de una compañía aérea, como el pionero Juan Trippe, fundador de la Pan American.

Entró en los terrenos del hotel Langdown Lawn. Era una suerte para la tripulación de la Pan American que un hotel tan agradable distara tan sólo un kilómetro y medio del complejo de Imperial Airways. Era una típica casa de campo inglesa, dirigida por una pareja encantadora que caía bien a todo el mundo y servía el té en el jardín por las tardes, bajo la luz del sol.

Entró en el hotel. Se encontró en el vestíbulo con su ayudante, Desmond Finn, conocido inevitablemente como Mickey. Mickey le recordaba a Eddie al Jimmy Olsen de las aventuras de Supermán; era un tipo despreocupado, que sonreía exhibiendo toda la dentadura y adoraba a Eddie como a un héroe, una característica que turbaba a Eddie. Estaba hablando por teléfono, y se interrumpió al ver a Eddie.

– Espera. Tienes suerte, acaba de entrar. -Tendió el auricular a Eddie-. Una llamada para ti.

Se alejó escaleras arriba, dejando a Eddie solo.

– ¿Sí? -dijo Eddie.

– ¿Es usted Edward Deakin?

Eddie frunció el ceño. No reconoció la voz, y nadie le llamaba Edward.

– Sí, soy Eddie Deakin. ¿Quién es usted?

– Espere, le paso a su mujer.

El corazón le dio un vuelco. ¿Por qué le llamaba Carol-Ann desde Estados Unidos? Algo iba mal.

Un momento después escuchó su voz.

– ¿Eddie?

– Hola, cariño, ¿qué ocurre?

Ella estalló en lágrimas.

Una serie de espantosas explicaciones acudieron a su mente: la casa se había incendiado, alguien había muerto, Carol-Ann se había herido en algún accidente, había sufrido un aborto…

– Carol-Ann, cálmate. ¿Te encuentras bien?

Ella consiguió hablar entre sollozos.

– No… estoy… herida…

– Pues ¿qué? -preguntó, temeroso-. ¿Qué te ha pasado? Intenta explicármelo, cielo.

– Aquellos hombres… vinieron a casa.

Eddie sintió que un escalofrío de pánico recorría su cuerpo.


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– ¿Qué hombres? ¿Qué te hicieron?

– Me obligaron a entrar en un coche.

– Santo Dios, ¿quiénes son? -Sentía la cólera alzarse como un dolor en el pecho, y le costaba respirar-. ¿Te hicieron daño?

– Estoy bien, pero… Eddie, estoy tan asustada…

No supo qué decir. Demasiadas preguntas acudían a sus labios. ¡Unos hombres habían ido a su casa y obligado a Carol-Ann a entrar en un coche! ¿Qué estaba ocurriendo?

– Pero ¿por qué? -preguntó por fin.

– No me lo dijeron.

– ¿Qué dijeron?

– Eddie, has de hacer lo que quieren, es lo único que sé. A pesar de la ira y el miedo, Eddie oyó a su padre diciendo: «Nunca firmes un cheque en blanco». Aun así, no vaciló.

– Lo haré, pero ¿qué…?

– ¡Promételo!

– ¡Te lo prometo!

– Gracias a Dios.

– ¿Cuándo ocurrió?

– Hace un par de horas.

– ¿Dónde están ahora?

– Estamos en una casa, no muy lejos de… -Sus palabras se convirtieron en un grito de terror.

– ¡Carol-Ann! ¿Qué pasa? ¿Estás bien?

No hubo respuesta. Furioso, asustado e impotente, Eddie estrujó el teléfono hasta que sus nudillos se pusieron blancos. Después, volvió a escuchar la voz masculina del principio.

– Escúchame con mucha atención, Edward.

– No, escúchame tú a mí, capullo -estalló Eddie-. Si le haces daño te mataré, lo juro por Dios, te seguiré los pasos aunque me cueste toda la vida, y cuando te encuentre, miserable, te arrancaré la cabeza del tronco con mis propias manos, ¿me has entendido bien?

Se produjo un momento de vacilación, como si el hombre que estaba al otro lado de la línea no esperase semejante parrafada.

– No te hagas el duro -dijo por fin-, estás demasiado lejos. -Parecía un poco sorprendido, pero tenía razón: Eddie no podía hacer nada-. Presta atención prosiguió el hombre.

Eddie se contuvo con un gran esfuerzo.

– Un hombre llamado Tom Luther te entregará las instrucciones en el avión.

¡En el avión! ¿Qué significaba eso? Sería un pasajero o qué, el tal Tom Luther?

– ¿Qué quiere que haga? preguntó Eddie.

– Cerrar el pico. Luther te lo explicará. Y será mejor que sigas sus instrucciones al pie de la letra, si quieres volver a ver a tu mujer.

– ¿Cómo sabré…?

– Una cosa más. No llames a la policía. No te beneficiará. Si la llamas, me la follaré, sólo por el placer de hacerte daño.

– Bastardo, te…

La comunicación se cortó.

3

Harry Marks era el más afortunado de todos los hombres.

Su madre siempre le había dicho que tenía suerte. Aunque su padre había muerto durante la Gran Guerra, tuvo suerte de contar con una madre fuerte y capacitada que le crió. Limpiaba oficinas para ganarse la vida, y no le faltó trabajo ni durante la Depresión. Vivían en una casa de alquiler de Battersea, con un grifo de agua fría en todos los rellanos y lavabos exteriores, pero estaban rodeados de buenos vecinos, gente que se ayudaba entre sí en los momentos difíciles. Harry poseía la habilidad de esquivar los problemas. Cuando azotaban a los niños en el colegio, la vara del profesor se rompía cuando le llegaba el turno a Harry. Si Harry caía bajo un caballo o un carricoche, le pasaban por encima sin hacerle daño.

Su amor por las joyas le convirtió en un ladrón.

De adolescente, le gustaba caminar por las ricas calles comerciales del West End y contemplar los escaparates de las joyerías. Los diamantes y las piedras preciosas que brillaban sobre el terciopelo oscuro, iluminados por las brillantes luces del escaparate, le embelesaban. Le gustaban por su belleza, pero también porque simbolizaban un tipo de vida sobre el que había leído en los libros, una vida de espaciosas casas de campo rodeadas de césped verde, en que hermosas muchachas llamadas lady Penelope o Jessica Chumley jugaban al tenis toda la tarde y volvían jadeantes a tomar el té.

Había sido aprendiz de un joyero, pero le abandonó al cabo de seis meses, aburrido e inquieto. Reparar correas rotas de reloj y ensanchar anillos de boda para esposas gordas carecía de encanto. Sin embargo, aprendió a distinguir un rubí de un granate rojo, una perla natural de una cultivada, y un diamante cortado con las técnicas modernas de uno tallado en el siglo diecinueve. También descubrió las diferencias entre un engaste hermoso y uno feo, un diseño elegante y una pieza ostentosa sin gusto; y esta habilidad había inflamado su deseo hacia las joyas bonitas y su anhelo por el estilo de vida que iba parejo.

A la larga, descubrió una forma de satisfacer ambos deseos, utilizando a chicas como Rebecca Maugham-Flint.

Había conocido a Rebecca en Ascot. Solía ligar con chicas ricas en las carreras de caballos. El aire libre y las multitudes le posibilitaban fluctuar entre dos grupos de jóvenes espectadoras, de tal forma que todos le creían miembro de uno u otro grupo. Rebecca era una chica alta de gran nariz, espantosamente vestida con un vestido de lana de volantes y un sombrero de Robin Hood, con pluma incluida. Ninguno de los jóvenes que la rodeaban le prestaban atención, y se sintió patéticamente agradecida a Harry por hablar con ella.

Harry procuró no cultivar su amistad de inmediato, pues era mejor aparentar desinterés. Sin embargo, cuando se topó con ella un mes después en una galería de arte, ella le saludó como a un viejo amigo y le presentó a su madre.

Se suponía que muchachas como Rebecca no acudían a cines y restaurantes acompañadas de chicos sin carabina, por supuesto; sólo lo hacían las dependientas y las obreras. Por eso, siempre contaban a sus padres que salían en grupo; para dar mayor verosimilitud a la mentira, solían iniciar la velada en alguna fiesta, tras lo cual podían marcharse discretamente en pareja, lo cual le iba de perlas a Harry; como no «cortejaba» de manera oficial a Rebecca, sus padres no consideraban necesario investigar sus antecedentes, y nunca cuestionaron las vagas mentiras que Harry les contaba sobre una casa de campo en Yorkshire, un internado privado de Escocia, una madre inválida que vivía en el sur de Francia y un próximo destino en las Reales Fuerzas Aéreas.

Había descubierto que las mentiras vagas eran habituales en la sociedad de clase alta. Las decían jóvenes que no deseaban admitir su desesperada pobreza, o el alcoholismo sin remedio de sus padres, o su pertenencia a familias desacreditadas por algún escándalo. Nadie se molestaba en dejar como un trapo a un individuo hasta que mostraba serias inclinaciones por una joven de buena familia.

Harry había salido con Rebecca durante tres semanas de esta forma indefinida. Le había invitado a pasar un fin de semana en una mansión de Kent, donde había jugado al cricket y robado dinero a los invitados, que no habían querido denunciar el hurto por temor a ofender a sus anfitriones. También le había llevado a varios bailes, en los que Harry había robado carteras y vaciado bolsos. Además, durante las visitas a casa de la joven había robado pequeñas sumas de dinero, algunos cubiertos de plata y tres interesantes broches victorianos que su madre aún no había echado en falta.

En su opinión, no se comportaba de una manera inmoral. La gente a la que robaba no se merecía su riqueza. La mayoría no había trabajado ni un solo día en su vida. Los pocos que tenían un empleo utilizaban los contactos de sus privilegiados colegios para obtener sinecuras muy bien pagadas. Eran diplomáticos, presidentes de empresas, jueces o parlamentarios conservadores. Robarles era lo mismo que matar nazis: no un crimen, sino un servicio público.

Llevaba haciéndolo dos años, y sabía que no podría continuar indefinidamente. El mundo de la sociedad británica de clase alta era extenso pero limitado, y alguien le iba a descubrir un día. La guerra había llegado justo en el momento en que se sentía dispuesto a buscar una forma de vida diferente.

Sin embargo, no iba a enrolarse en el ejército como soldado raso. La comida mala, la ropa impresentable, los malos tratos y la disciplina militar no eran para él, y el color caqui no contribuía a mejorar su aspecto. No obstante, el azul de la Fuerza Aérea hacía juego con sus ojos, y no le costaba nada imaginarse como piloto. Por lo tanto, iba a ser oficial de la RAF. Aún no había pensado cómo, pero lo conseguiría: era un tipo con suerte.

Entretanto, decidió utilizar a Rebecca para introducirse en otra casa rica antes de dejarla.

Comenzaron la velada en la recepción celebrada en la mansión de Belgravia de sir Simon Monkford, un acaudalado editor.

Harry pasó un rato con la honorable Lydia Moss, la obesa hija de un conde escocés. Torpe y solitaria, era el tipo de muchacha más vulnerable a sus encantos, y la sedujo durante unos veinte minutos, más o menos, por pura costumbre. Después, habló con Rebecca durante unos minutos para enternecerla. Luego consideró que había llegado el momento de efectuar su movimiento de apertura.

Se excusó y salió de la sala. La fiesta se celebraba en el enorme salón doble de la primera planta. Mientras cruzaba el rellano y subía la escalera sintió la excitante descarga de adrenalina que siempre se producía cuando estaba a punto de acometer un trabajo. Saber que iba a robar a sus anfitriones, así como el riesgo de ser sorprendido con las manos en la masa y desenmascarado, le llenaba de temor y excitación.

Llegó a la siguiente planta y siguió el pasillo hasta la parte delantera de la casa. Pensó que la puerta más alejada conducía al dormitorio principal. La abrió y contempló una espaciosa alcoba, con cortinas floreadas y una colcha rosa. Estaba a punto de entrar cuando se abrió otra puerta y una voz desafiante gritó:

– ¿Oiga!

Harry se volvió, tenso y alarmado.Vio a un hombre de su misma edad internarse en el pasillo y mirarle con curiosidad.

Como siempre, las palabras precisan acudían a sus labios siempre que las necesitaba.

– Ah, ¿está ahí?

– ¿Cómo?

– ¿No es eso el lavabo?

El rostro del joven se tranquilizó.

– Ah, entiendo. Lo que usted busca es la puerta verde que hay al otro extremo del pasillo.

– Muchas gracias.

– De nada.

Harry caminó por el pasillo.

– Una casa encantadora -comentó.

– Ya lo creo.

El hombre bajó la escalera y desapareció.

Harry se permitió el lujo de una sonrisa complacida. La gente era muy crédula.

Volvió sobre sus pasos y entró en el dormitorio rosa. Como de costumbre, había un conjunto de habitaciones. El color indicaba que ésta era la habitación de lady Monkford. Una rápida inspección reveló un pequeño vestidor a un lado, también decorado en rosa, una alcoba contigua más pequeña, con butacas de cuero verde y papel pintado a rayas, y un vestidor de caballeros al lado. Las parejas de clase alta solían dormir separadas, según había aprendido Harry. Aún no había decidido si porque iban menos calientes que la clase obrera, o porque se sentían obligados a utilizar las numerosas habitaciones de sus inmensas casas.

El vestidor de sir Simon estaba amueblado con un pesado armario de caoba y una cómoda a juego. Harry abrió el cajón superior de la cómoda. Dentro de un pequeño joyero de piel había un surtido de botones, atiesadores de cuello y gemelos, tirados de cualquier manera. La mayoría eran vulgares, pero el ojo educado de Harry localizó un elegante par de gemelos incrustados de rubíes. Los guardó en su bolsillo. Junto al joyero había una cartera de piel que contenía cincuenta libras en billetes de cinco. Harry cogió veinte libras, muy complacido. Qué fácil, pensó. A cualquiera que trabajara en una sucia fábrica le costaría dos meses ganar veinte libras.

Nunca lo robaba todo. Coger unos pocos objetos creaba la duda. La gente pensaba que había extraviado las joyas o calculado mal la cantidad que llevaba en la cartera, y no se decidía a denunciar el robo.

Cerró el cajón y se dirigió al dormitorio de lady Monkford. Se sintió tentado de marcharse con el útil botín recogido, pero decidió arriesgarse unos minutos más. Lady Monkford tendría zafiros. A Harry le encantaban los zafiros.

Hacía una noche espléndida, y la ventana estaba abierta de par en par. Harry se asomó y vio un pequeño balcón con una balaustrada de hierro forjado. Entró a toda prisa en el vestidor y se sentó ante el tocador. Abrió todos los cajones y descubrió varios joyeros y azafates. Los registró velozmente, atento al menor ruido de una puerta que se abriera.

Lady Monkford no tenía buen gusto. Era una hermosa mujer que había sorprendido a Harry por su inutilidad, y ella, o su marido, escogía joyas ostentosas, tirando a baratas. Sus perlas eran inadecuadas, los broches grandes y feos, los pendientes chabacanos y los brazaletes chillones. Se sintió decepcionado.

Sopesaba la posibilidad de llevarse un colgante casi atractivo cuando oyó que la puerta del dormitorio se abría.

Se le hizo un nudo en el estómago y aguardó, petrificado, pensando a toda velocidad.

La única puerta del vestidor daba al dormitorio. Había una pequeña ventana, pero estaba cerrada, y era probable que no pudiera abrirla con la rapidez o el silencio suficientes. Se preguntó si tendría tiempo de esconderse en el armario ropero.

Desde donde estaba no veía la puerta del dormitorio. Oyó que volvía a cerrarse, una tos femenina a continuación y pasos ligeros sobre la alfombra. Se inclinó hacia el espejo y descubrió que de esta forma podía ver el dormitorio. Lady Monkford había entrado y se encaminaba al vestidor. Ni siquiera tenía tiempo de cerrar los cajones.

Su respiración se aceleró. Estaba paralizado de miedo, pero ya había pasado por situaciones parecidas. Se tomó un momento de calma, obligándose a respirar con más lentitud y serenando sus pensamientos. Después, se puso en acción.

Se levantó y entró como una exhalación en el dormitorio.

– ¡Caramba! -exclamó.

Lady Monkford se detuvo en el centro del dormitorio. Se llevó una mano a la boca y emitió un leve chillido.

La brisa que penetraba por la ventana abierta agitó una cortina floreada. Harry tuvo una inspiración.

– ¡Caramba! -repitió, en tono de estupor-. Acabo de ver a alguien saltando por la ventana.

La mujer recobró la voz.

– ¿A qué demonios se refiere? ¿Qué está haciendo en mi dormitorio?

Harry, ciñéndose a su papel, corrió hacia la ventana y miró al exterior.

– ¡Ha desaparecido! -anunció.

– ¡Haga el favor de explicarse!

Harry contuvo el aliento, como si tratara de ordenar sus pensamientos. Lady Monkford, una nerviosa mujer de unos cuarenta años, ataviada con un vestido verde, parecía bastante fácil de manejar. Le dedicó una sonrisa radiante, asumiendo la personalidad de un colegial enérgico, demasiado crecido para su edad y que jugaba al rugby (un tipo con el que ella debía estar familiarizada), y empezó a engatusarla.

– Es lo más raro que he visto en mi vida -dijo-. Estaba en el pasillo, cuando un tipo de aspecto extraño se asomó a la puerta de esta habitación. Me vio y volvió a entrar. Yo sabía que era el dormitorio de usted, porque había entrado un rato antes, mientras buscaba el baño. Me pregunté cuáles eran las intenciones de aquel individuo… No parecía un criado, ni tampoco un invitado, desde luego. Decidí entrar y preguntárselo. Cuando abrí la puerta, saltó por la ventana. -A continuación, explicó por qué estaban abiertos los cajones del tocador-. He echado un vistazo a su vestidor, y tengo la sospecha de que iba detrás de sus joyas.

Muy brillante, se felicitó. Debería dedicarme a la radio. La mujer se llevó una mano a la frente.

– Esto es horrible -dijo con voz débil.

– Será mejor que se siente -indicó Harry, solícito. La ayudó a acomodarse en una pequeña silla rosa.

– ¡Imagínese! -exclamó lady Monkford-. ¡Si usted no le hubiera ahuyentado, me habría sorprendido en mi propia habitación! -Aferró su mano y la estrechó con fuerza-. Temo que voy a desmayarme. Le estoy muy agradecida.

Harry reprimió una sonrisa. Se había vuelto a salir con la suya.

Harry reflexionó. No podía permitir que la mujer armara demasiado follón. Lo mejor sería que no le contara el incidente a nadie.

– Escuche, no le cuente a Rebecca lo que ha ocurrido -dijo, como primer paso-. Es muy nerviosa, y un suceso como éste podría deprimirla durante semanas.

– A mí también -dijo lady Monkford-. ¡Semanas!

Estaba demasiado preocupada para pensar que la musculosa y enérgica Rebecca no encajaba en el tipo de persona que sufría de los nervios.

– Tendrá que llamar a la policía y todo eso, pero la fiesta se estropeará -prosiguió Harry.

– Oh, querido… Eso sería horrible. ¿Cree que debemos llamarla?

– Bueno… -Harry disimuló sus satisfacción-. Depende de lo que haya robado ese bribón. ¿Por qué no lo comprueba?

– Oh, sí, sería lo mejor.

Harry apretó su mano para darle ánimos y la ayudó a incorporarse. Entraron en el vestidor. Lady Monkford tragó saliva al ver todos los cajones abiertos. Harry la sostuvo hasta depositarla en la silla. La mujer se sentó y examinó sus joyas.

– Creo que no se ha llevado gran cosa -dijo al cabo de un momento.

– Es posible que yo le sorprendiera antes de empezar -insinuó Harry.

Lady Monkford continuó inspeccionando los collares, brazaletes y broches.

– Creo que usted tiene razón -dijo-. Menos mal que estaba aquí.

– Si no ha perdido nada, no vale la pena que se lo cuente a nadie.

– Excepto a sir Simon, claro.

– Claro -corroboró Harry, si bien deseaba todo lo contrario-. Dígaselo cuando haya terminado la fiesta. Al menos, no estropeará la velada.

– Una idea estupenda.

Todo marchaba a las mil maravillas. Harry experimentó un inmenso alivio. Decidió desaparecer cuanto antes.

– Será mejor que baje dijo-. Usted, entretanto, se irá tranquilizando. -Se inclinó y la besó en la mejilla. Sorprendida, la mujer enrojeció-. Creo que es usted terriblemente valiente -susurró Harry en su oído antes de marcharse.

Las mujeres adultas son todavía más fáciles de manejar que sus hijas, pensó. Al desembocar en el pasillo desierto, se vio en un espejo. Se detuvo para ajustarse el lazo de la corbata y sonrió con aire triunfante a su reflejo.

– Eres un demonio, Harold -murmuró.

La fiesta estaba llegando a su fin. Cuando Harry volvió a entrar en el salón, Rebecca le recibió con hostilidad.

– ¿Dónde has estado? -preguntó.

– Hablando con nuestra anfitriona. Lo siento. ¿Nos vamos?

Salió de la mansión con los gemelos y veinte libras de su anfitrión en el bolsillo.

Detuvieron un taxi en la plaza Belgravia y se dirigieron a un restaurante de Piccadilly. Harry adoraba los buenos restaurantes; las servilletas bien dobladas, las ropas resplandecientes, los menús en francés y los camareros deferentes le procuraban una inmensa sensación de bienestar. Su padre nunca había entrado en uno de ellos. Su madre sí, cuando iba a hacer la limpieza. Pidió una botella de champán, consultó la carta con suma atención y eligió un vino de reserva bueno, aunque no difícil de encontrar, de precio asequible.

Cuando empezó a llevar a las chicas a los restaurantes cometía algunas equivocaciones, pero aprendió a marchas forzadas. Un truco práctico era dejar la carta sin abrir y decir «Me apetece lenguado. ¿Tienen?». El camarero abría la carta y señalaba el lugar donde ponía Sole meunière, Les goujons de sole aves sauce tartare y Sole grillée. Después, al verle vacilar, añadía: «Los goujons están muy buenos, señor». Harry no tardó en aprender el francés de todos los platos básicos. También reparó en que los clientes habituales de esos restaurantes solían preguntar al camarero cuál era el plato del día: no todos los ingleses ricos sabían francés. Desde aquel momento, tomó la costumbre de solicitar la traducción de cada plato siempre que acudía a un buen restaurante; ahora, sabía descifrar una carta mucho mejor que la mayoría de los jóvenes ricos de su edad. El vino tampoco representaba ningún problema. A los sommeliers les encantaba que les pidieran la opinión, y no esperaban que un joven estuviera tan familiarizado con todos los châteaux, cosechas y añadas. El truco, tanto en los restaurantes como en la vida, era aparentar desenvoltura, sobre todo cuando se carecía de ella.

El champán elegido era bueno, pero no acababa de sentirse a gusto consigo mismo aquella noche, y supuso que el problema residía en Rebecca. No paraba de pensar en lo agradable que sería traer a una chica hermosa a un lugar como éste. Siempre salía con chicas carentes de atractivo: chicas feas, chicas gordas, chicas cubiertas de granos, chicas idiotas. Era sencillo relacionarse con ellas y, en cuanto se entusiasmaban con él, lo aceptaban tal como era, negándose a dudar de él por temor a perderle. Como estrategia para introducirse en casa de los ricos eran inmejorables. La pega es que se pasaba la vida con chicas que no le gustaban. Algún día, a lo mejor…

Rebecca estaba de mal humor esta noche. Algo la tenía descontenta. Quizá, después de salir con Harry durante tres semanas, se estaba preguntando por qué no había intentado «propasarse», lo que ella traducía por tocarle las tetas. La verdad residía en que Harry era incapaz de fingir deseo hacia ella. Podía fascinarla, galantearla, hacerla reír, despertar amor en ella, pero no podía desearla. En una penosa ocasión, se había encontrado en un pajar con una muchacha flacucha y deprimida dispuesta a perder la virginidad, y había intentado forzarse a sí mismo, pero su cuerpo se había negado a cooperar, y todavía se estremecía de desagrado al pensar en ello.

La mayoría de sus experiencias sexuales habían tenido como objeto muchachas de su clase, pero ninguna de aquellas relaciones había durado mucho. Sólo recordaba una relación amorosa satisfactoria. A la edad de dieciocho años había sido seducido con total premeditación en Bond Street por una mujer mayor, la aburrida esposa de un abogado muy ocupado, y habían sido amantes durante dos años. Ella le había enseñado muchas cosas: sobre hacer el amor, asignatura que le enseñaba con entusiasmo, sobre las costumbres de la clase alta, que él asimilaba subrepticiamente, y sobre poesía, que leían y discutían juntos en la cama. Harry le había tomado mucho cariño. La mujer concluyó instantánea y brutalmente su relación cuando el marido supo que ella tenía un amante (aunque Harry nunca supo cómo). Desde entonces, Harry les había visto a los dos varias veces. La mujer siempre aparentaba mirarle como si no existiera. Harry consideró cruel esta conducta. Ella había significado mucho para él, y se había sentido querido por su amante. ¿Era obstinada o despiadada? Jamás lo sabría.

El, champán y la buena comida no mejoró el humor de Harry, ni tampoco el de Rebecca. Empezó a sentirse inquieto. Había pensado en no volver a verla después de esta noche, pero de repente no pudo soportar la idea de pasar con ella ni el resto de la velada. Le desagradó incluso la perspectiva de gastarse en ella el dinero de la cena. Contempló su rostro huraño, desprovisto de maquillaje y encogido bajo un estúpido sombrerito con pluma, y empezó a odiarla.

Después de terminar los postres, pidió café y fue al lavabo. El guardarropa estaba junto al lavabo de caballeros, cerca de la salida, y no se veía desde la mesa. Un impulso irresistible se apoderó de Harry. Cogió el sombrero, dio una propina a la encargada del guardarropa y salió del restaurante.

Hacía una noche muy agradable, sumida en la impenetrable oscuridad del apagón general, pero Harry conocía bien el West End, y podía guiarse por los semáforos, sin contar con el tenue resplandor de las luces laterales de los vehículos. Se sintió como un colegial recién salido del colegio. Se había desembarazado de Rebecca, ahorrado siete u ocho libras y concedido una noche libre, todo a la vez.

El gobierno había cerrado los teatros, cines y salas de baile «hasta que se haya juzgado la amplitud del ataque alemán contra Inglaterra», según decían. Sin embargo, los clubs nocturnos siempre funcionaban en los límites de la ley, y había muchos abiertos, si se sabía dónde buscar. Harry se instaló confortablemente al cabo de poco rato en un sótano del Soho, bebiendo whisky y escuchando una banda de jazz norteamericana de primera fila, mientras sopesaba la idea de gastarle una broma a la cigarrera.

Seguía pensando en ello cuando el hermano de Rebecca entró en el local.


A la mañana siguiente estaba sentado en una celda situada bajo el palacio de justicia, deprimido y compungido, esperando que le llevaran ante los magistrados. Tenía graves problemas.

Largarse del restaurante de aquella manera había sido una completa estupidez. Rebecca no era de las que se tragaban el orgullo y pagaba la cuenta sin armar alboroto. Montó un número, el dueño llamó a la policía, la familia se vio mezclada… El tipo de escándalo que Harry siempre procuraba evitar. Aun así, habría salido incólume, de no ser por la increíble mala suerte de toparse con el hermano de Rebecca dos horas más tarde.

Se encontraba en una celda grande, acompañado de otros quince o veinte prisioneros que serían llevados ante la justicia esta mañana. No había ventanas, y el humo de los cigarrillos llenaba la celda. Harry no sería juzgado hoy: se celebraría una audiencia preliminar.

Acabarían condenándole, por supuesto. Las pruebas en su contra eran abrumadoras. El jefe de los camareros confirmaría la acusación de Rebecca, y sir Simon Monkford identificaría como suyos los gemelos.

Y aún era peor. Un inspector del Departamento de Investigación Criminal había interrogado a Harry. El hombre vestía el uniforme de detective, compuesto de traje de sarga, camisa blanca, corbata negra, chaleco sin cadena de reloj y botas gastadas y brillantes. Era un policía experimentado, de mente aguda y carácter cauteloso.

– Desde hace dos o tres años -dijo-, recibimos curiosos informes, procedentes de familias acaudaladas, acerca de joyas extraviadas. No robadas, por supuesto. Simplemente extraviadas. Brazaletes, pendientes, colgantes, botones de camisa… Los propietarios están muy seguros de que los objetos no han sido robados, porque la única gente que ha tenido la oportunidad de llevárselos eran sus invitados. El único motivo por el que han presentado la denuncia es para reclamarlos si aparecen en algún sitio.

Harry mantuvo la boca cerrada durante todo el interrogatorio, pero se sentía fatal por dentro. Hasta hoy, había estado completamente seguro de que sus actividades habían pasado inadvertidas. Se quedo sorprendido al averiguar lo contrario: le pisaban los talones desde hacía tiempo.

El detective abrió un grueso expediente.

– El conde de Dorset, una bombonera de plata georgiana y una caja de rapé lacada, también georgiana. La señora de Harry Jaspers, un brazalete de perlas con cierre de rubíes, obra de Tiffany’s. La contessa di Malvoli, un colgante de diamantes art décco con cadena de plata. Este hombre tiene buen gusto.

El detective miró con expresión significativa los botones de diamante que adornaban la camisa de Harry.

Harry comprendió que el expediente contenía detalles de docenas de delitos cometidos por él. También sabía que acabaría siendo acusado de, como mínimo, algunos de los robos. Este astuto detective relacionaría algunos hechos básicos; no le costaría nada encontrar testigos que ubicaran a Harry en cada lugar y momento en que se habían cometido los hurtos. Tarde o temprano, registrarían sus habitaciones y la casa de su madre. Había vendido la mayoría de las piezas, pero se había quedado unas cuantas; los botones de su camisa que el detective había examinado los había robado a un borracho dormido durante un baile en la plaza Grosvenor, y su madre poseía un broche que Harry había arrebatado con gran destreza a una condesa en el curso de una fiesta de boda celebrada en un jardín de Surrey. ¿Qué respondería cuando le preguntaran de qué vivía?

Le aguardaba una larga estancia en la cárcel. Al salir, le reclutarían forzosamente para el ejército, que era más o menos lo mismo. El pensamiento le heló la sangre en las venas.

Se rehusó con firmeza a hablar, incluso cuando el detective le agarró por las solapas de su chaqueta de etiqueta y le tiró contra la pared, pero el silencio no iba a salvarle. La ley tenía todo el tiempo de su parte.

A Harry sólo le quedaba una oportunidad de salir libre. Tendría que convencer al juez de concederle libertad bajo fianza; después, desaparecería. De pronto, anheló la libertad, como si hubiera pasado años en la cárcel, en lugar de horas.

Desaparecer no sería tan sencillo, pero la alternativa le produjo escalofríos.

Se había acostumbrado a su estilo de vida robando a los ricos. Se levantaba tarde, tomaba el café en una taza de porcelana, vestía ropas bonitas y comía en restaurantes caros. Aún le gustaba retornar a sus raíces, beber en la taberna con los viejos amigos y llevar a su madre al Odeon. Sin embargo, la idea de ir a la cárcel se le antojaba insoportable: las ropas sucias, la comida horrible, la falta total de intimidad y, para colmo, el espantoso aburrimiento de una existencia falta de sentido.

Estremecido, concentró su mente en el problema de lograr la libertad bajo fianza.

La policía se opondría, por supuesto, pero serían los jueces quienes tomaran la decisión. Harry nunca había sido llevado ante los tribunales pero, en las calles de las que provenía, la gente sabía de estas cosas, como sabía quién saldría elegido en las elecciones municipales y la manera de limpiar chimeneas. La libertad bajo fianza sólo se denegaba automáticamente en los juicios por asesinato. En caso contrario, quedaba en manos de los magistrados. Solían hacer lo que la policía solicitaba, pero no siempre. A veces, un abogado inteligente o un defensor que presentaba una historia lacrimógena acerca de un niño enfermo lograban convencerles. A veces, si el fiscal era demasiado arrogante, concedían la libertad bajo fianza para afirmar su independencia. Debería entregar cierta cantidad de dinero, unas veinticinco o cincuenta libras. Esto no representaba ningún problema. Tenía mucho dinero. Le habían permitido telefonear una vez, y había llamado a la agencia de noticias situada en la esquina de la calle donde vivía su madre, pidiéndole a Bernie, el propietario, que enviara a uno de sus empleados a buscar a su madre para que se pusiera al teléfono. Cuando lo hizo, Harry le dijo dónde encontraría su dinero.

– Me darán la libertad bajo fianza, mamá -dijo Harry.

– Lo sé, hijo -contestó su madre-. Siempre has tenido suerte.

Si no era así…

He salido en otras ocasiones de situaciones complicadas, se dijo para animarse.

Pero no tan complicadas.

– ¡Marks! -chilló un guardián.

Harry se levantó. No había preparado lo que iba a decir: actuaría guiado por la inspiración del momento. Por una vez, deseó haber pensado en algo. Acabemos de una vez, pensó. Se abrochó la chaqueta, se ajustó el nudo de la corbata y enderezó el cuadrado de hilo blanco que sobresalía del bolsillo superior. Se acarició el mentón y deseó que le hubieran permitido afeitarse. El germen de una historia apareció en el último momento en su mente. Se quitó los gemelos de la camisa y los guardó en el bolsillo.

La puerta se abrió y salió al exterior.

Subió una escalera de hormigón y desembocó en el banquillo de los acusados, en el centro de la sala. Frente a él se hallaban los asientos de los abogados, vacíos; el secretario de los magistrados, un abogado cualificado, detrás de su mesa; y el tribunal, compuesto de tres magistrados no profesionales.

Hostia, pensó Harry, confío en que esos bastardos me dejen salir.

En la galería de la prensa, a un lado, estaba un joven periodista con un cuaderno de notas. Harry se dio la vuelta y dirigió la mirada hacia la parte posterior de la sala. Localizó a su madre en los asientos reservados al público, ataviada con su mejor chaqueta y un sombrero nuevo. Dio unos significativos golpecitos sobre su bolsillo; Harry dedujo que traía el dinero de la fianza. Observó con horror que llevaba el broche robado a la condesa de Eyer.

Miró al frente y aferró la barandilla, para evitar que sus manos temblaran.

– Sus señorías, el número tres de la lista -anunció el fiscal, un inspector de policía calvo de enorme nariz-. Robo de veinte libras en metálico y un par de gemelos de oro valorados en quince guineas, propiedad de sir Simon Monkford, así como obtención de provecho económico mediante estafa al restaurante Saint Raphael de Piccadilly. La policía solicita que continúe detenido el sospechoso, porque estamos investigando otros delitos que entrañan grandes cantidades de dinero.

Harry examinó con disimulo a los magistrados. En un extremo había un viejo carcamal, de largas patillas y cuello rígido, y en el otro, un tipo de aspecto similar, que llevaba la corbata de un regimiento; ambos bajaron sus narices hacia él. Harry pensó que debían creer culpable a todo aquel que comparecía ante su presencia. Sus esperanzas flaquearon. Después, se dijo que no costaba mucho convertir los prejuicios estúpidos en incredulidad igualmente imbécil. Ojalá no fueran muy inteligentes, si quería engañarles como a niños. El presidente, en medio, era el único que contaba. Era un hombre de edad madura, bigote y traje grises, y su aspecto aburrido insinuaba que había escuchado más historias inverosímiles y excusas plausibles de las que deseaba recordar. Debería vigilarle con atención, se dijo Harry, nervioso.

– ¿Solicita usted la libertad bajo fianza? -preguntó a Harry el presidente.

Harry fingió confusión.

– ¡Oh! ¡Santo Dios, creo que sí! Sí, sí. Desde luego.

Los tres jueces se incorporaron al reparar en su acento de clase alta. Harry disfrutó del efecto ejercido. Estaba orgulloso de su habilidad para confundir las expectativas sociales de la gente. La reacción del tribunal le dio ánimos. Puedo engañarles, pensó. Apuesto a que sí.

– Bien, ¿qué puede decir en su defensa? -preguntó el presidente.

Harry escuchó con gran atención el acento del presidente, intentando delimitar con toda precisión su clase social. Decidió que el hombre pertenecía a la clase media culta; tal vez un farmacéutico, o un director de banco. Sería astuto, pero estaría acostumbrado a tratar con deferencia a la clase alta.

Harry adoptó una expresión de embarazo, así como el tono de un colegial dirigiéndose a un maestro.

– Mucho me temo que se ha producido la más espantosa de las confusiones, señor -empezó. El interés de los jueces aumentó otro ápice. Se removieron en sus asientos y se inclinaron hacia adelante, interesados. Comprendieron que no se trataba de un caso corriente, y agradecieron sacudirse el tedio habitual-. A decir verdad, algunas personas bebieron demasiado oporto ayer en el club Carlton, y ésa es la auténtica causa.

Hizo una pausa, como si fuera lo único que tenía que decir, y miró al tribunal con aire expectante.

– ¡El club Carlton! -exclamó el juez militar. Su expresión indicaba que los miembros de un club tan augusto no solían comparecer ante un tribunal.

Harry se preguntó si había ido demasiado lejos. Quizá se negarían a creerle miembro del club.

– Es horriblemente embarazoso -se apresuró a continuar-, pero volveré y me disculparé de inmediato con todos los implicados, solucionando el problema sin más demora… -Fingió recordar de repente que iba vestido de etiqueta-. En cuanto me haya cambiado, quiero decir.

– ¿Está diciendo que no tenía la intención de robar veinte libras y un par de gemelos? -preguntó el viejo carcamal.

Su tono era de incredulidad, pero el que hicieran preguntas resultaba alentador. Significaba que no desechaban su historia de buenas a primeras. Si no hubieran creído una palabra de lo que había dicho, no se habrían molestado en solicitar detalles. Su corazón se inflamó: ¡podría salir libre!

– Tomé prestados los gemelos. Había salido sin los míos.

Levantó los brazos y mostró los puños sueltos de su camisa, sobresaliendo de las mangas de la chaqueta. Guardaba los gemelos en el bolsillo.

– ¿Y las veinte libras? -preguntó el viejo carcamal.

Harry se dio cuenta, nervioso, de que era una pregunta más difícil. No se le ocurrió ninguna excusa plausible. Es posible olvidarse los gemelos y coger prestados los de otra persona, pero coger dinero sin permiso equivalía a robar. Se encontraba al borde del pánico, cuando la inspiración acudió de nuevo en su rescate.

– Pienso que sir Simon se equivocó acerca del contenido auténtico de su cartera. -Harry bajó la voz, como comunicando algo a los jueces que la gente vulgar de la sala no debía oír-. Es espantosamente rico, señor.

– No se hizo rico olvidando el dinero que tenía -indicó el presidente. Una oleada de carcajadas se elevó del público. El sentido del humor tendría que ser una señal alentadora, pero el presidente ni tan sólo insinuó una sonrisa: no había tenido la intención de mostrarse gracioso. Es director de un banco, pensó Harry. Considera que el dinero no es cosa de broma-. ¿Por qué no pagó la cuenta del restaurante?- continuó el juez.

– Ya he dicho que lo lamento muchísimo. Tuve una discusión horrible con…, con mi compañera de cena.

Harry ocultó de manera ostensible la identidad de su acompañante. Los chicos de los colegios privados opinaban que era de mal gusto proclamar el nombre de una mujer, y los magistrados lo sabían.

– Me temo que salí hecho una furia -dijo-, olvidándome por completo de pagar la cuenta.

El presidente le dirigió una dura mirada por encima de sus gafas. Harry experimentó la sensación de haberse equivocado en algo. Le dio un vuelco el corazón. ¿Qué había dicho? Se le ocurrió que tal vez se había mostrado excesivamente indiferente respecto a una deuda. Era normal en la clase alta, pero un pecado mortal para un director de banco. El pánico se apoderó de él y pensó que lo iba a perder todo por un pequeño error de discernimiento.

– Soy un irresponsable, señor -dijo a toda prisa-, y regresaré al restaurante a la hora de comer para saldar mi deuda. Si ustedes me lo permiten, quiero decir.

No estaba seguro de haber apaciguado al presidente.

– ¿Está diciendo que los cargos contra usted serán retirados después de escuchar sus explicaciones?

Harry decidió que debía evitar la impresión de tener una respuesta apropiada para cada pregunta. Bajó la cabeza y adoptó una expresión de confusión.

– Supongo que no me servirá de nada si la gente se negara a retirar los cargos.

– Muy probable -dijo el presidente con severidad.

Viejo presuntuoso, pensó Harry, aunque sabía que este tipo de cosas, por humillantes que fueran, beneficiaban a su caso. Cuanto más le reprendieran, menos posibilidades existían de que le enviaran a la cárcel.

– ¿Desea añadir algo más? -preguntó el presidente.

– Sólo que estoy terriblemente avergonzado de mí mismo, señor -contestó Harry en voz baja.

– Ummm -gruñó con escepticismo el presidente, pero el militar cabeceó indicando su aprobación.

Los tres jueces conferenciaron entre murmullos durante un rato. Pasados unos instantes, Harry se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento, y se obligó a exhalarlo. Era insoportable saber que todo su futuro estaba en manos de estos tres incompetentes. Deseó que se apresurasen y tomasen una decisión. Luego, cuando los tres cabecearon al unísono, deseó que aquel horrible momento se postergara.

El presidente levantó la vista.

– Confío en que una noche entre rejas le haya enseñado la lección -dijo.

Oh, Dios mío, creo que me van a dejar en libertad, pensó Harry.

– Desde luego, señor. No me gustaría repetir la experiencia nunca más.

– Tome las medidas pertinentes.

Se produjo otra pausa; después, el presidente apartó la vista de Harry y se dirigió a la sala.

– No voy a afirmar que creamos todo cuanto hemos oído, pero no consideramos que el acusado deba continuar detenido.

Una oleada de alivio invadió a Harry, y sus piernas flaquearon.

– Se le condena a siete días de prisión. Se le impone una fianza de cincuenta libras.

Harry estaba libre.


Harry vio las calles con nuevos ojos, como si hubiera pasado un año en la cárcel, en lugar de unas pocas horas. Londres se estaba preparando para la guerra. Docenas de inmensos globos plateados flotaban en el cielo, con el fin de obstaculizar a los aviones alemanes. Sacos de arena rodeaban las tiendas y los edificios públicos para protegerlos de los bombardeos. Se habían abierto nuevos refugios antiaéreos en los parques, y todo el mundo llevaba una máscara antigás. La gente tenía la sensación de que podía morir en cualquier momento, y esto la impulsaba a abandonar su reserva y a conversar cordialmente con los extraños.

Harry no se acordaba de la Gran Guerra; tenía dos años cuando terminó. De pequeño, pensaba que «la guerra» era un lugar, porque todo el mundo le decía: «A tu padre le mataron en la guerra», de la misma manera que decían: «Ve a jugar al parque, no te caigas al río, mamá se va a la taberna». Más tarde, cuando fue lo bastante mayor para comprender lo que había perdido, cualquier mención de la guerra le resultaba muy dolorosa. Con Marjorie, la esposa del abogado que había sido su amante durante dos años, había leído la poesía de la Gran Guerra, y durante un tiempo se había considerado pacifista. Después, vio a los Camisas Negras desfilando por Londres y los rostros asustados de los judíos viejos que les contemplaban, y había decidido que valía la pena combatir en algunas guerras. En los últimos años había comprobado con disgusto que el gobierno británico hacía caso omiso de lo que ocurría en Alemania, porque confiaba en que Hitler destruyera a la Unión Soviética. Ahora, la guerra había estallado, y sólo podía pensar en los niños que, como él, vivirían con el hueco dejado por sus padres.

Pero los bombardeos aún no habían llegado, y era otro día de sol.

Harry decidió que no iría a su casa. La policía estaría furiosa porque había salido en libertad bajo fianza y querría detenerle a las primeras de cambio. No deseaba volver a ir a la cárcel. ¿Cuánto tiempo tendría que seguir mirando hacia atrás? ¿Podría evadir a la policía eternamente? En caso contrario, ¿qué iba a hacer?

Subió al autobús con su madre. De momento, se instalaría en su casa de Battersea.

Mamá tenía aspecto de tristeza. Sabía cómo se ganaba él la vida, aunque nunca habían hablado del tema.

– Nunca pude darte nada -dijo ella en tono pensativo.

– Me lo has dado todo, mamá -protestó Harry.

– No. No lo hice. De lo contrario, ¿por qué necesitarías robar?

Harry no encontró la respuesta.

Cuando bajaron del autobús, Harry se dirigió a la agencia de noticias de la esquina, agradeció a Bernie que hubiera llamado a su madre y compró el Daily Express. El titular rezaba los polacos bombardean berlín. Al salir, vio a un policía que pedaleaba por la calle, y una oleada de absurdo pánico le asaltó por un momento. Casi se dio la vuelta para empezar a correr, hasta que logró controlarse y recordar que siempre enviaban a dos agentes para proceder a las detenciones.

No puedo vivir así, pensó.

Llegaron al edificio de su madre y subieron la escalera de piedra hasta el cuarto piso. Su madre puso la tetera al fuego.

– Te he planchado el traje azul -dijo la mujer-. Cámbiate, si quieres.

Ella todavía se cuidaba de su ropa, cosiendo los botones y zurciendo los calcetines de seda. Harry entró en el dormitorio, sacó su maleta de debajo de la cama y contó el dinero.

Dos años de robar le habían reportado doscientas cuarenta y siete libras. Habré afanado cuatro veces esa cantidad, pensó; ¿en qué me he gastado el resto?

También tenía un pasaporte norteamericano.

Lo ojeó con aire pensativo. Recordó que lo había encontrado en la casa que poseía un diplomático en Kensington, escondido en un escritorio. Había observado que el nombre del propietario era Harold, y en la foto se le parecía un poco, así que lo había cogido.

Estados Unidos, pensó.

Sabía imitar el acento norteamericano. De hecho, sabía algo que la mayoría de los ingleses desconocía, que había varios acentos norteamericanos diferentes, algunos más elegantes que otros. Tómese, por ejemplo, la palabra «Boston». La gente de Boston decía «Boston». La gente de Nueva York decía «Bouston». Para los norteamericanos, un mayor acento inglés denotaba una clase social más elevada. Y había millones de chicas norteamericanas ricas que ansiaban ser seducidas.

En este país, por el contrario, sólo le esperaban la cárcel y el ejército.

Tenía un pasaporte y un buen puñado de dinero. Tenía un traje limpio en el armario ropero de su madre, y podía comprarse algunas camisas y una maleta. Se encontraba a ciento quince kilómetros de Southampton. Podía marcharse hoy.

Era como un sueño.

Su madre le llamó desde la cocina, despertándole de su ensueño.

– Harry, ¿quieres un bocadillo de tocino?

– Sí, por favor.

Fue a la cocina y se sentó a la mesa. Su madre colocó un bocadillo frente a él, pero no lo cogió.

– Vayámonos a Estados Unidos, mamá.

La mujer estalló en carcajadas.

– ¿Yo? ¿A Estados Unidos? ¡Tendría que beber cacao!

– Lo digo en serio. Yo sí voy.

Su madre adoptó una expresión seria.

– Eso no es para mí, hijo. Soy demasiado vieja para emigrar.

– Pero va a estallar una guerra.

– Ya he pasado por una guerra, una huelga general y una Depresión. -Paseó la mirada alrededor de la diminuta cocina-. No es gran cosa, pero es lo que conozco.

Harry no había esperado que accediera, pero se sentía abatido. Su madre era todo cuanto tenía.

– De todos modos, ¿qué vas a hacer allí? -preguntó ella.

– ¿Te preocupa que continúe robando?

– Los ladrones siempre terminan igual. No sé de ningún chorizo a quien no le hayan echado el guante tarde o temprano.

– Me gustaría alistarme en la Fuerza Aérea y aprender a volar.

– ¿Te dejarían?

– A los norteamericanos les da igual que seas de clase obrera, mientras tengas un buen cerebro.

Su madre pareció animarse un poco. Se sentó y bebió su té, en tanto Harry comía el bocadillo de tocino. Cuando terminó, sacó su dinero y contó cincuenta libras.

– ¿Para qué es eso? -preguntó su madre. Dos años de limpiar oficinas le habían reportado la misma cantidad.

– Te vendrán bien. Cógelo, mamá. Quiero que te lo quedes. La mujer obedeció.

– Hablabas en serio, pues.

– Le pediré prestada la moto a Sid Brennan, iré a Southampton hoy mismo y cogeré un barco.

Su madre le apretó la mano.

– Que tengas suerte, hijo.

Te enviaré más dinero desde Estados Unidos.

– No es necesario, a menos que te sobre. Prefiero que me envíes una carta de vez en cuando, para saber cómo te va.

– Sí. Te escribiré.

Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas. -Volverás a verme algún día, ¿verdad?

Harry le acarició la mano.

– Por supuesto, mamá. Volveré.


Harry se miró en el espejo de la barbería. El traje azul, que le había costado trece libras en Savile Row, le sentaba de maravilla y combinaba con sus ojos azules. El cuello blando de su nueva camisa parecía norteamericano. El barbero cepilló las hombreras de su chaqueta cruzada. Harry le dio una propina y se marchó.

Subió por la escalera de mármol y emergió en el recargado vestíbulo del hotel SouthWestern. Estaba abarrotado de gente. Era el punto de partida elegido por la mayoría de los transatlánticos, y miles de personas intentaban abandonar Inglaterra.

Harry descubrió cuántas cuando trató de conseguir un camarote en el barco. No quedaba ni un pasaje libre en ningún buque para las semanas siguientes. Algunas líneas marítimas habían preferido cerrar sus oficinas, para evitar que sus empleados perdieran el tiempo rechazando a los que querían marcharse. Durante un rato creyó que iba a ser imposible. Estaba a punto de darse por vencido y empezar a pensar en otro plan, cuando un agente de viajes mencionó el clipper de la Pan American.

Había leído sobre el clipper en los periódicos. El servicio se había iniciado aquel verano. Se podía volar a Nueva York en menos de treinta horas, en lugar de los cuatro o cinco días que tardaba el barco. Sin embargo, tan sólo el billete de ida costaba noventa libras. ¡Noventa libras! Casi lo que costaba un coche nuevo.

Harry se había desprendido de la cantidad. Era una locura, pero ahora que había tomado la decisión de irse pagaría cualquier precio con tal de abandonar el país. Y el lujo del avión le seducía: el champán correría hasta llegar a Nueva York. Era el tipo de extravagancia demente que Harry adoraba.

Ya no daba un brinco cada vez que veía a la bofia; la policía de Southampton no sabía nada de él. Sin embargo, era la primera vez que iba a volar, y estaba nervioso.

Consultó su reloj, un Patek Philippe robado a un ayuda de cámara real. Le quedaba tiempo de tomar una taza de café que calmara su estómago. Entró en el salón.

Mientras bebía el café, una mujer extraordinariamente hermosa entró. Era una rubia perfecta, y llevaba un vestido de talle de avispa color crema, con lunares rojo-anaranjados. Tendría unos treinta años, diez más que Harry, pero el detalle no impidió que le dirigiera una sonrisa cuando ella le miró.

Se sentó en la mesa contigua, y Harry examinó la forma en que la seda a topos se amoldaba a sus pechos y cubría sus rodillas. Completaba su atuendo con zapatos color crema y un sombrero de paja. Colocó el pequeño bolso sobre la mesa.

Un hombre ataviado con una chaqueta de lana se reunió con ella al cabo de un momento. Al oírles hablar, Harry descubrió que la mujer era inglesa, pero él era norteamericano.

Harry escuchó con atención, fijándose en el acento del hombre. La mujer se llamaba Diana; el hombre era Mark. Vio que éste tocaba el brazo de Diana. Ella se acercó un poco más. Estaban enamorados, no veían a nadie más. Para ellos, el salón estaba vacío.

Harry experimentó una punzada de envidia.

Apartó la vista. Aún se sentía intranquilo. Iba a cruzar el Atlántico volando. Le parecía un trayecto excesivamente largo para que no hubiera tierra en medio. Nunca había comprendido el principio de los viajes aéreos. Si las hélices giraban y giraban, ¿cómo podía subir el avión?

Mientras escuchaba a Mark y Diana, ensayó una expresión de desenvoltura. No quería que los demás pasajeros del clipper supieran que estaba nervioso. Soy Harry Vandenpost, pensó; un acaudalado joven norteamericano que vuelve a casa por culpa de la guerra en Europa. De momento, no tengo trabajo, pero supongo que encontraré un empleo pronto. Mi padre hace inversiones. Mi madre, Dios la haya acogido en su seno, era inglesa, y yo fui a un colegio en Gran Bretaña. No fui a la universidad… Nunca me gustó empollar (¿dirían los norteamericanos «empollar»? No estaba seguro). He pasado tanto tiempo en Inglaterra que se me ha pegado la jerga local. He volado algunas veces, desde luego, pero éste es mi primer vuelo transatlántico. ¡Me entusiasma la idea!

Cuando hubo terminado el café, casi había perdido el miedo.


Eddie Deakin colgó. Paseó la mirada por el vestíbulo: estaba desierto. Nadie le había escuchado. Contempló el teléfono que le había sumido en el horror y lo odió, como si pudiera concluir la pesadilla destrozando el aparato. Después, poco a poco, se alejó.

¿Quiénes eran? ¿Dónde retenían a Carol-Ann? ¿Por qué la habían secuestrado? ¿Qué querían que hiciera él? Las preguntas zumbaban en su cabeza como moscas sobre un tarro de miel. Trató de pensar. Se obligó a concentrarse en las preguntas una por una.

¿Quiénes eran? ¿Cabía la posibilidad de que fueran simples lunáticos? No. Estaban demasiado bien organizados. Unos locos podían perpetrar un rapto, pero averiguar dónde estaría Eddie justo después del secuestro y conseguir que hablara por teléfono con Carol-Ann en el momento exacto daba a entender que todo se había planeado meticulosamente. Era gente racional, pero dispuesta a quebrantar la ley. Tal vez fueran anarquistas, pero lo más probable es que estuviera tratando con gangsters.

¿Dónde retenían a Carol-Ann? Ella le había dicho que se encontraba en una casa. Podía ser la de uno de los secuestradores, pero lo más probable era que hubieran allanado o alquilado una casa vacía en algún lugar solitario. Carol había dicho que estaba retenida desde hacía unas dos horas, de modo que la casa no podía distar más de noventa o cien kilómetros de Bangor.

¿Por qué la habían secuestrado? Querían algo de él, algo que no les entregaría de manera voluntaria, algo que no haría por dinero, algo, imaginó, a lo que él se negaría. Pero ¿qué? No tenía dinero, no tenía secretos, y no tenía a nadie en su poder.

Tenía que ser algo relacionado con el clipper.

Según ellos, un hombre llamado Tom Luther le daría instrucciones en el avión. ¿Trabajaría Luther para alguien que quisiera detalles sobre la construcción y manejo del avión? ¿Otra línea aérea, tal vez, o un país extranjero? Era posible. Quizás los alemanes o los japoneses querían construir una copia para utilizarlo como bombardero. Sin embargo, tenía que haber medios más sencillos para obtener los planos. Cientos de personas, incluso miles, podían proporcionarles dicha información: los empleados de la Pan American, los empleados de la Boeing, hasta los mecánicos de la Imperial Airways que se encargaban del mantenimiento de los motores aquí, en Hythe. El secuestro no era necesario. Coño, las revistas habían publicado cantidad de detalles técnicos.

¿Querría alguien robar el avión? Costaba creerlo.

La explicación más lógica era que necesitaran la cooperación de Eddie para introducir clandestinamente en Estados Unidos algo, o a alguien.

Bien, no se le ocurría nada más. ¿Qué iba a hacer?

Era un ciudadano que respetaba la ley y la víctima de un delito, y deseaba de todo corazón llamar a la policía. Pero estaba aterrorizado.

Nunca había estado tan asustado en toda su vida. De pequeño había tenido miedo de papá y del demonio, pero desde entonces nada le había petrificado de espanto. Ahora, se sentía indefenso y helado de terror. Se sentía paralizado; por un momento, ni siquiera pudo moverse de donde estaba.

Pensó en la policía.

Se encontraba en la jodida Inglaterra, no tenía sentido llamar a sus polis montados en bicicleta. Sin embargo, podía telefonear al sheriff del condado, a la policía del estado de Maine, o incluso al FBI, e indicarles que buscaran una casa aislada alquilada en fecha reciente por un hombre…

«No llames a la policía. No te beneficiará», había dicho la voz por teléfono. «Si la llamas, me la follaré, sólo por el placer de hacerte daño.»

Eddie le creyó. Había captado una nota de anhelo en la voz maliciosa, como si el hombre buscase una excusa para violarla. El estómago redondo y los pechos llenos conferían a su mujer un aspecto maduro y sensual que…

Cerró los puños, pero lo único que podía golpear era la pared. Salió por la puerta principal, lanzando un gemido de desesperación. Atravesó el jardín sin mirar a dónde iba. Llegó a un grupo de árboles, se detuvo y apoyó la frente en la rugosa corteza de un árbol.

Eddie era un hombre sencillo. Había nacido en una granja, a pocos kilómetros de Bangor. Su padre era un pobre granjero, que poseía unas pocas hectáreas de campos de patatas, algunos pollos, una vaca y un huerto. Nueva Inglaterra era un mal sitio para ser pobre; los inviernos eran largos y muy fríos. Mamá y papá lo atribuían todo a la voluntad de Dios. Incluso cuando la hermana pequeña de Eddie enfermó de neumonía y murió, papá dijo que Dios lo había querido así, por un motivo «demasiado profundo para que nosotros lo entendamos». En aquellos días, Eddie soñaba con encontrar un tesoro enterrado en el bosque: un arcón provisto de bordes de latón perteneciente a un pirata, lleno de oro y piedras preciosas, como en las novelas. En sus fantasías, cogía una moneda de oro y compraba en Bangor grandes camas blandas, un montón de leña, una vajilla de porcelana para su madre, chaquetones de piel de oveja para toda la familia, gruesos filetes y una nevera llena de helados y una piña. La ruinosa y destartalada granja se convertía en un lugar cálido, cómodo y henchido de felicidad.

Nunca encontró el tesoro enterrado, pero recibió una educación, recorriendo a pie cada día los diez kilómetros que distaba la escuela. Le gustaba, porque en el aula se estaba más caliente que en su casa, y la señora Maple le apreciaba porque siempre se interesaba por el funcionamiento de las cosas.

Años más tarde, fue la señora Maple quien escribió al congresista que concedió a Eddie la oportunidad de pasar el examen de entrada a Annapolis.

Pensó que la Academia Naval era el paraíso. Había mantas, ropa de buena calidad y toda la comida que era capaz de devorar. Nunca había imaginado tantos lujos. Se adaptó con facilidad al duro régimen físico. Las chorradas que se decían no eran peores que las escuchadas en la iglesia durante toda su vida, y las novatadas no tenían ni punto de comparación con las palizas que le propinaba su padre.

En Annapolis se dio cuenta por primera vez de cómo le veía la demás gente. Averiguó que era entusiasta, tenaz, inflexible y muy trabajador. Aunque era flaco, nadie se metía con él; su mirada asustaba a los bravucones. La gente le apreciaba porque podía confiar en sus promesas, pero nadie le alzó la voz en ningún momento.

Le sorprendió que le considerasen muy trabajador. Tanto papá como la señorita Maple le habían enseñado que todo se podía conseguir con esfuerzo, y Eddie jamás había concebido otro método. Los halagos, en cualquier caso, le complacían. El calificativo más entusiasta que su padre dedicaba a alguien era el de «maquinista», que en la jerga local de Maine significaba «muy trabajador».

Fue nombrado alférez y destinado a la instrucción de vuelo en hidroaviones. Había muchas comodidades en Annapolis, en comparación con su casa, pero la Marina de Estados Unidos era ya todo un lujo. Pudo enviar dinero a sus padres, para que repararan el techo de la granja y compraran una cocina nueva.

Llevaba cuatro años en la Marina cuando su madre murió, y papá la siguió justo cinco meses después. Sus escasas hectáreas fueron absorbidas por la granja vecina, pero Eddie pudo comprar la casa y el bosquecillo por una miseria.

Se dio de baja de la Marina y consiguió un empleo bien remunerado en la Pan American Airways.

Entre vuelo y vuelo trabajaba en la vieja casa. Instaló cañerías, electricidad y un calentador de agua, sin ayuda de nadie, pagando los materiales gracias a lo que ganaba como mecánico. Compró estufas eléctricas para los dormitorios, una radio y hasta un teléfono. Después conoció a Carol-Ann. Pensó que la casa no tardaría en llenarse de risas de niños, y que su sueño se convertiría en realidad.

En lugar de ello, se había convertido en una pesadilla.

4

Las primeras palabras que Mark Alder dijo a Diana Lovesey fueron:

– Santo Dios, eres lo más bello que he visto en todo el día.

La gente siempre le decía este tipo de cosas. Era bonita y vivaz, y le encantaba vestir bien. Aquella noche llevaba un vestido largo azul turquesa, con solapas pequeñas, un corpiño fruncido y mangas cortas hasta la altura del codo; sabía que tenía un aspecto maravilloso.

Se encontraba en el hotel Midland de Manchester, asistiendo a una cena, a la que seguiría un baile. No estaba segura de si la organizaba la Cámara de Comercio, los francmasones o la Cruz Roja; siempre acudía la misma gente a tales acontecimientos. Había bailado con casi todos los socios de su marido Mervyn, que la habían estrechado más de lo necesario y pisado los pies, consiguiendo que sus esposas la asaetearan con miradas asesinas. Era extraño, pensaba Diana, que cuando un hombre se ponía en ridículo ante una chica bonita, su mujer siempre odiara a la chica, en lugar de al hombre. A pesar de que a Diana no la atraían en absoluto aquellos maridos pomposos y anegados de whisky.

Había escandalizado a todas y molestado a su marido cuando enseñó al teniente de alcalde a bailar el jitterbug. Ahora, necesitada de una pausa, se había ido al bar del hotel, con la excusa de comprar cigarrillos.

Él estaba solo, bebiendo un coñac corto, y la miró como si hubiera traído la luz del sol al bar. Era un hombre bajo y pulcro, de sonrisa infantil y acento norteamericano. Su comentario pareció espontáneo y sus modales eran encantadores, de modo que ella le dirigió una sonrisa radiante, aunque no le habló. Compró cigarrillos, pidió un vaso de agua con hielo y volvió al baile.

Él debió preguntarle al camarero quién era, y averiguó su dirección de alguna manera, porque al día siguiente Diana recibió una nota del hombre, escrita en el papel del hotel Midland.

De hecho, era un poema.

Empezaba:


Fija en mi corazón, la imagen de tu sonrisa,

grabada, siempre presente en la mente,

no podrán borrarla el dolor, los años o la desdicha.


Le arrancó lágrimas.

Lloró por todo cuanto había anhelado y jamás conseguido. Lloró porque vivía en una mugrienta ciudad industrial, con un marido que detestaba irse de vacaciones. Lloró porque el poema era lo único hermoso y romántico que le había ocurrido en cinco años. Y lloró porque ya no estaba enamorada de Mervyn.

Después, todo sucedió a una velocidad vertiginosa.

Al día siguiente era domingo. Fue a la ciudad el lunes. Su rutina normal habría consistido en acudir primero a Boot’s para cambiar su libro en la biblioteca; después, habría comprado un billete combinado de almuerzo y sesión en el cine Paramount de la calle Oxford por dos chelines y seis peniques. Después de la película, habría dado una vuelta por los almacenes Lewis y por Finnigan’s, para comprar cintas, servilletas o regalos para los hijos de su hermana. Tal vez se habría acercado a una de las pequeñas tiendas de The Shambles para comprarle a Mervyn algún queso exótico o una mermelada especial. Luego, habría tomado el tren de vuelta a Altrincham, el suburbio donde residía, a tiempo para cenar.

Esta vez, tomó café en el bar del hotel Midland, comió en el restaurante alemán situado en los bajos del hotel Midland y tomó el té de las cinco en el salón del hotel Midland, Sin embargo, no vio al hombre fascinante de acento norteamericano.

Regresó a casa con el corazón roto. Era ridículo, se dijo. ¡Le había visto menos de un minuto y no le había dirigido ni una palabra! Parecía simbolizar todo cuanto le faltaba en la vida, pero si le veía de nuevo descubriría seguramente que era grosero, estúpido, morboso y maloliente, o todo a la vez.

Bajó del tren y caminó por la calle de grandes villas suburbanas en donde vivía. Cuando se acercó a su casa, se quedó conmocionada y aturdida al verle andando hacia ella, mirando su casa con un aire fingido de curiosidad ociosa.

Diana se ruborizó y su corazón se aceleró. Él también se mostró sorprendido. Se detuvo, pero ella continuó avanzando.

– ¡Nos encontraremos en la Biblioteca Central mañana por la mañana -le dijo ella cuando pasó a su lado.

No esperaba que respondiera, pero el hombre, como ella averiguó más tarde, poseía una mente ágil e ingeniosa.

– ¿En qué sección? -le preguntó al instante.

Era una biblioteca grande, pero no tan grande como para que dos personas tardaran en encontrarse mucho rato, pero dijo lo primero que le vino a la cabeza.

– Biología.

El hombre rió.

Diana entró en su casa con aquella carcajada campanilleando en sus oídos, una carcajada cálida, serena, complacida: la risa de un hombre que amaba la vida y se sentía a gusto consigo mismo.

La casa estaba desierta. La señora Rollins, que se encargaba de las tareas domésticas, ya se había marchado, y Mervyn aún no había llegado. Diana se sentó en la moderna e higiénica cocina y se entretuvo en antihigiénicos pensamientos pasados de moda sobre aquel divertido poeta norteamericano.

A la mañana siguiente le encontró sentado a una mesa, bajo un letrero que ponía silencio. Cuando le dijo «hola», él se llevó un dedo a los labios, señaló una silla y escribió una nota.

Decía: «Me encanta tu sombrero».

Diana llevaba un sombrerito parecido a una maceta vuelta del revés con un borde, y se inclinaba a un lado, hasta casi cubrirle el ojo izquierdo. Era la moda del momento, pero pocas mujeres de Manchester se atrevían a seguirla.

Ella sacó una pluma del bolso y escribió debajo: «No te quedaría bien».

«Pero mis geranios encajarían de maravilla», escribió él. Ella rió, y el hombre le indicó que callara.

¿Está loco, o sólo es divertido?, pensó Diana.

Ella escribió: «Adoro tu poema».

Él escribió a continuación: «Yo te adoro a ti».

Loco, pensó ella, pero las lágrimas acudieron a sus ojos. Escribió: «¡Ni siquiera sé tu nombre!»

Él le entregó su tarjeta. Se llamaba Mark Alder y vivía en Los Angeles.

¡California!

Fueron a comer temprano a un restaurante VHL (verduras, huevos y leche), porque estaba segura de que no se toparía en él con su marido: ni una manada de caballos salvajes le arrastraría a un restaurante vegetariano. Después, como era martes, había un concierto a mediodía en el Houldsworth Hall de Deansgate, con la famosa orquesta Hallé de la ciudad y su nuevo director, Malcolm Sargent. Diana se sentía orgullosa de que su ciudad pudiera ofrecer tal oferta cultural a un visitante.

Aquel día averiguó que Mark escribía comedias para la radio. Nunca había oído hablar de la gente para la cual escribía, pero él dijo que era famosa: Jack Benny, Fred Allen, Amos ‘n’ Andy. También era propietario de una emisora de radio. Vestía una chaqueta de cachemira. Estaba pasando unas largas vacaciones, siguiendo la pista de sus orígenes. Su familia procedía de Liverpool, la ciudad portuaria que distaba pocos kilómetros al oeste de Manchester. Era un hombre bajo, no mucho más alto que Diana, y de su misma edad, de ojos color avellana y algunas pecas.

Y era un encanto.

Era inteligente, divertido y fascinante, de modales educados, uñas impecables y ropa excelente. Le gustaba Mozart, pero conocía a Louis Armstrong. Lo más importante era que Diana le gustaba.

Era muy peculiar que a pocos hombres les gustasen de verdad las mujeres, pensó Diana. Los hombres que ella conocía la adulaban, intentaban meterle mano, insinuaban discretas citas cuando Mervyn les daba la espalda y a veces, estaban borrachos, le declaraban su amor, pero en realidad no les gustaba. Su conversación era trivial, nunca la escuchaban y no sabían nada acerca de ella. Mark era diferente por completo, como fue averiguando durante los siguientes días y semanas.

El día después de citarse en la biblioteca, él alquiló un coche y la llevó a la costa, donde comieron bocadillos en una playa acariciada por la brisa y se besaron al abrigo de las dunas.

Mark tenía una suite en el Midland, pero no podían encontrarse allí porque Diana era muy conocida; si la hubieran visto subir a una habitación después de comer, la noticia se habría esparcido por toda la ciudad a la hora del té. Sin embargo, la mente inventiva de Mark aportó una solución. Fueron en coche a la ciudad costera de Lytham St. Anne’s, provistos de una maleta, y se inscribieron en un hotel como el señor y la señora Alder. Comieron y se fueron a la cama.

Hacer el amor con Mark fue muy divertido.

La primera vez, hizo una pantomima de intentar desnudarse en completo silencio, y ella se rió tanto que no sintió timidez cuando él la desnudó. Ya no la preocupaba que le gustara o no: era obvio que la adoraba. Era tan amable que no se puso nerviosa ni un momento.

Pasaron la tarde en la cama y después bajaron a pagar, diciendo que habían decidido no prolongar su estancia. Mark pagó como si hubieran pasado la noche para que no se produjeran enfados. La dejó en la estación anterior a Altrincham, y ella llegó a casa en tren como si hubiera pasado la tarde en Manchester.

Todo aquel verano procedieron de la misma forma.

El debía volver a Estados Unidos a principios de agosto para trabajar en un nuevo programa, pero se quedó, y escribió una serie de sketchs sobre un norteamericano de vacaciones en Inglaterra, enviándolos cada semana por el nuevo servicio de correo aéreo iniciado por la Pan American.

A pesar de este recordatorio de que el tiempo se les escapaba de las manos, Diana consiguió no pensar demasiado sobre el futuro. Mark volvería a su país algún día, por supuesto, pero mañana seguiría aquí, y ése era el único futuro que Diana osaba anticipar. Era como la guerra: todo el mundo sabía que sería espantosa, pero nadie era capaz de predecir cuándo estallaría. Hasta que ocurriera, lo único que cabía hacer era seguir adelante e intentar pasarlo bien.

El día después de que estallara la guerra, él le dijo que iba a regresar.

Diana estaba sentada en la cama, con la sábana por debajo del busto, mostrando los pechos. A Mark le encantaba esta postura. Pensaba que sus pechos eran maravillosos, aunque ella pensaba que eran demasiado grandes.

Sostenían una conversación seria. Inglaterra había declarado la guerra a Alemania, y hasta los amantes felices hablaban de ello. Diana había seguido el horrible conflicto de China durante todo el año, y la idea de una guerra en Europa la llenaba de pánico. Como los fascistas en España, los japoneses no tenían escrúpulos en lanzar bombas sobre mujeres y niños, y las carnicerías de Chungking e Ichang habían sido estremecedoras.

Formuló a Mark la pregunta que estaba en boca de todo el mundo.

– ¿Qué crees que ocurrirá?

Por una vez, su respuesta no fue divertida.

– Creo que va a ser horrible -dijo con gravedad-. Creo que Europa quedará devastada. Es posible que este país sobreviva, por ser una isla. Eso espero.

– Oh -exclamó Diana.

De repente, tuvo miedo. Los ingleses no decían cosas semejantes. Los periódicos se mostraban beligerantes, y Mervyn deseaba la guerra sin ambages. Sin embargo, Mark era extranjero, y su opinión, pronunciada con su tranquilo tono norteamericano, sonaba preocupantemente realista. ¿Arrojarían bombas sobre Manchester?

Recordó algo que Mervyn había dicho, y lo repitió. -Estados Unidos entrará en guerra tarde o temprano.

– Hostia, espero que no -fue la sorprendente contestación de Mark-. Esto es un conflicto europeo, y no tiene nada que ver con nosotros. Puedo entender por qué Inglaterra ha declarado la guerra, pero no tengo el menor deseo de ver morir a los norteamericanos por defender a los jodidos polacos. Nunca le había oído decir tacos de aquella manera. A veces, le susurraba obscenidades en el oído mientras hacían el amor, pero eso era diferente. Ahora, parecía irritado. Pensó que tal vez estaba un poco asustado. Sabía que Mervyn estaba asustado, pero lo expresaba en forma de optimismo imprudente. El miedo de Frank se traducía en aislacionismo y juramentos.

Su actitud la decepcionó, pero entendía su punto de vista: ¿por qué debían los norteamericanos ir a la guerra por Polonia, o incluso por Europa?

– Y yo ¿qué? -dijo Diana. Procuró expresarse con frivolidad-. ¿Te gustaría que me violasen unos nazis rubios de botas brillantes?

No era muy gracioso, y se arrepintió al instante.

Fue entonces cuando él sacó un sobre de la maleta y se lo dio.

Ella sacó el billete y lo miró. De pronto, se quedó aterrorizada.

– ¡Vuelves a tu país! -gritó. Era como el fin del mundo.

– Hay dos billetes -se limitó a decir él, con aire solemne. Ella pensó que su corazón iba a dejar de latir.

– Dos billetes -repitió en tono monótono. Estaba desorientada y extrañamente asustada.

Él se sentó en la cama a su lado y le cogió la mano. Diana sabía lo que diría a continuación. Se hallaba emocionada y aterrorizada al mismo tiempo.

– Ven conmigo, Diana. Vuela a Nueva York conmigo. Después, iremos a Reno y te divorciarás, y luego iremos a California y nos casaremos. Te quiero.

«Volar.» Apenas se podía imaginar volando sobre el océano Atlántico: tales cosas sólo ocurrían en los cuentos de hadas.

«A Nueva York.» Nueva York era un sueño de rascacielos y clubs nocturnos, gangsters y millonarios, herederas elegantes y coches enormes.

«Y te divorciarás». ¡Y librarse de Mervyn!

«Luego, iremos a California.» Donde se rodaban las películas, y crecían naranjas en los árboles, y el sol brillaba todos los días.

«Y nos casaremos.» Y estar con Mark todo el tiempo, cada día, cada noche.

No pudo hablar.

– Tendremos hijos -dijo Mark.

Ella quiso llorar.

– Pídemelo otra vez -susurró.

– Te quiero. ¿Quieres casarte conmigo y ser la madre de mis hijos? -dijo él.

– Oh, sí -respondió Diana, y tuvo la sensación de que ya estaba volando-. ¡Sí, sí, sí!


Tenía que decírselo a Mervyn aquella noche.

Era lunes. El martes debería viajar a Southampton con Mervyn. El clipper despegaba el miércoles a las dos del mediodía.

Flotaba en el aire cuando llegó a casa el lunes por la tarde, pero en cuanto entró en la casa se desvaneció su euforia. ¿Cómo se lo iba a decir?

La casa era bonita, un gran chalet nuevo, blanco y de tejado rojo. Tenía cuatro dormitorios, tres de los cuales casi nunca se habían utilizado. Tenía un cuarto de baño moderno y una cocina con los últimos adelantos. Ahora que se aprestaba a abandonarla, la miró con tierna nostalgia: había sido su hogar durante cinco años.

Ella preparaba las comidas de Mervyn. La señora Rollins se encargaba de la limpieza y de lavar la ropa. Si Diana no cocinara, no habría tenido nada que hacer. Además, Mervyn era en el fondo un producto de la clase obrera, y le gustaba que su mujer le trajera la comida a la mesa cuando volvía a casa. Todavía llamaba a la comida «el té», y la acompañaba con té, aunque siempre era copiosa: salchichas, filete o pastel de carne. Para Mervyn, «la cena» se servía en los hoteles. En casa se tomaba el té.

¿Qué le iba a decir?

Hoy tomaría buey frío, las sobras del asado del domingo. Diana se puso un delantal y empezó a cortar patatas para freír. Cuando pensó en la previsible irritación de Mervyn, le temblaron las manos y se cortó con el cuchillo de las verduras.

Intentó serenarse mientras se lavaba el corte bajo el agua fría, lo secaba con una toalla y se lo vendaba. ¿De qué tengo miedo?, se preguntó. No me va a matar. No puede detenerme: ya tengo más de veintiún años y vivimos en un país libre. Estos pensamientos no calmaron sus nervios.

Se sentó a la mesa y lavó una lechuga. Aunque Mervyn trabajaba mucho, casi siempre llegaba a casa a la misma hora. Decía: «¿De qué sirve ser el jefe si he de parar de trabajar cuando los demás se van a casa?». Era ingeniero, y el dueño de una fábrica de la que salían toda clase de rotores, desde aspas pequeñas para sistemas de refrigeración hasta enormes hélices de transatlánticos. Mervyn siempre había tenido éxito -era un buen negociante-, pero dio en el clavo cuando empezó a fabricar hélices de avión. Volar era su afición favorita, y poseía un pequeño avión, un Tiger Moth, aparcado en un aeródromo de las afueras de la ciudad. Cuando el gobierno empezó a crear las Fueras Aéreas, dos o tres años antes, había muy pocas personas que supieran fabricar hélices curvas con precisión matemática, y Mervyn era una de ellas. Desde entonces, sus negocios habían experimentado un gran auge.

Diana era su segunda esposa. La primera le había abandonado, siete años atrás, y huido con otro hombre, llevándose a sus dos hijos. Mervyn se divorció de ella en cuanto pudo y se declaró a Diana nada más concluido el divorcio. Diana tenía veintiocho años, y él treinta y ocho. Era un hombre atractivo, masculino y próspero, y la adoraba. Su regalo de bodas consistió en un collar de diamantes.

Unas semanas antes, para su quinto aniversario, le había regalado una máquina de coser.

Al pensar en el pasado, comprendió que la máquina de coser había sido la gota que colmaba el vaso. Ella deseaba un coche. Sabía conducir y Mervyn se podía permitir el lujo. Cuando vio la máquina de coser, supo que su paciencia se había agotado. Llevaban cinco años juntos, pero él aún no se había dado cuenta de que Diana no cosía nunca.

Sabía que Mervyn la amaba, pero no la veía. Para él, era una persona con la etiqueta de «esposa». Era bonita, interpretaba su papel social de la forma adecuada, le ponía la comida en la mesa y se comportaba en la cama como una puta; ¿qué más se podía pedir? Nunca la consultaba acerca de nada. Como no era ni ingeniero ni hombre de negocios, ni se le ocurría que poseyera un cerebro. Hablaba a los hombres de su fábrica con más inteligencia que a ella. En su mundo, los hombres deseaban coches y las mujeres máquinas de coser.

Aun así, era un hombre muy inteligente. Hijo de un tornero, había asistido a una escuela de segunda enseñanza de Manchester y estudiado Física en la universidad de Manchester. Había tenido la oportunidad de ingresar en Cambridge y licenciarse, pero carecía de vocación académica, y consiguió un empleo en el departamento de proyectos de una importante empresa de ingeniería. Estaba al día en los avances de la física, y hablaba intensamente con su padre, aunque nunca con Diana, por supuesto, de átomos, radiaciones y fisión nuclear.

Por desgracia, Diana no entendía ni jota de física. Sabía mucho sobre música, literatura y un poco sobre historia, pero a Mervyn no le interesaba la cultura, aunque le gustaba el cine y la música de baile. Así pues, no tenían ningún tema en común del que hablar.

Habría sido diferente de haber tenido hijos, pero Mervyn ya tenía dos hijos de su primera mujer y no quería más. Diana se sentía inclinada a quererlos, pero no tuvo la menor posibilidad; su madre les predispuso en contra de Diana, con el argumento de que ésta había causado la ruptura de su matrimonio. La hermana de Diana que vivía en Liverpool tenía dos lindas gemelas con trenzas, y Diana les dedicaba todo su afecto maternal.

Perdería a las gemelas.

A Mervyn le entusiasmaba mantener una vida social intensa con los principales políticos y hombres de negocios de la ciudad, y Diana disfrutó al principio con su papel de anfitriona. Siempre le había gustado la ropa bonita, y le sentaba de maravilla. Pero la vida era algo más que aquello.

Durante un tiempo, pasó por ser la inconformista de la sociedad de Manchester: fumaba puros, vestía de forma extravagante, hablaba sobre el amor libre y el comunismo. Le encantaba escandalizar a las matronas, pero Manchester no era una ciudad muy conservadora, Mervyn y sus amigos eran liberales, y no había provocado una gran conmoción.

Estaba descontenta, pero se preguntaba si tenía derecho a ello. La mayoría de las mujeres pensaban que era afortunada: tenía un marido serio, digno de confianza y generoso, una bonita casa y montones de amigos. Se decía que debía ser feliz, pero no lo era…, y entonces apareció Mark.

Oyó que el coche de Mervyn frenaba en la calle. Era un sonido familiar, pero esta noche se le antojó ominoso, como el gruñido de una bestia peligrosa.

Puso la sartén sobre el gas con mano temblorosa. Mervyn entró en la cocina.

Era tremendamente atractivo. Su cabello oscuro ya se había teñido de gris, pero le dotaba de un porte aún más distinguido. Era alto y no había engordado, como la mayoría de sus amigos. No era presumido, pero Diana le animaba a vestir trajes oscuros a medida y camisas blancas caras, porque le gustaba que pareciera tan triunfador como era.

La aterrorizaba que él distinguiera la culpabilidad en su rostro y le preguntara cuál era la causa.

La besó en la boca. Avergonzada, ella le devolvió el beso. A veces él la abrazaba, le introducía la mano entre las nalgas y la pasión se apoderaba de ellos, que se precipitaban al dormitorio y dejaban que la comida se quemara; pero esto ya no solía ocurrir, y hoy, gracias a Dios, no fue una excepción. Él la besó distraído y se alejó.

Se quitó la chaqueta, el chaleco, la corbata y el cuello, y se subió las mangas. Después, se lavó las manos y la cara en el fregadero de la cocina. Era ancho de pecho y tenía los brazos fuertes.

No se había dado cuenta de que algo iba mal. Ni lo haría, por supuesto; no la veía. Ella era un objeto más, como la mesa de la cocina. Diana no tenía por qué preocuparse. No se enteraría de nada hasta que ella se lo dijera.

No se lo diré aún, pensó.

Mientras se freían las patatas, untó el pan con mantequilla y preparó el té. Todavía temblaba, pero lo disimuló. Mervyn leía el Manchester Evening News y apenas la miraba.

– Tengo un alborotador en el trabajo -dijo, mientras ella colocaba su plato frente a él.

Me importa un pimiento, pensó Diana. Ya no tengo nada que ver contigo.

Entonces, ¿por qué te he preparado «el té»?

– Es de Londres, de Battersea, y creo que es comunista. En cualquier caso, ha pedido aumento de sueldo por trabajar en la nueva taladradora de plantillas. En realidad, no le falta razón, pero pago el trabajo de acuerdo con las tarifas antiguas, así que deberá pasar por el tubo.

– He de decirte algo -ensayó Diana, armándose de valor. Después, deseó con todas sus fuerzas no haber pronunciado las palabras, pero ya era demasiado tarde.

– ¿Qué te has hecho en el dedo?

– preguntó su marido, reparando en el pequeño vendaje.

Esta pregunta vulgar la disuadió.

– Nada -contestó, dejándose caer en la silla-. Me hice un corte mientras preparaba las patatas.

Cogió el cuchillo y el tenedor.

Mervyn comió con voracidad.

– Debería mirar con más cuidado a quien contrato, pero el problema es que actualmente no se encuentran buenos fabricantes de herramientas.

No estaba previsto que ella contestara cuando él hablaba de sus negocios. Si hacía una sugerencia, su marido le dirigía una mirada irritada, como si hubiera hablado cuando no le tocaba. Su deber era escuchar.

Mientras él hablaba acerca de la nueva taladradora de plantillas y del comunista de Battersea, ella recordó el día de su boda. Su madre aún vivía. Se habían casado en Manchester, y habían celebrado la fiesta en el hotel Midland. Mervyn vestido de novio había sido el hombre más apuesto de Inglaterra. Diana había supuesto que siempre lo sería. Ni siquiera había cruzado por su mente la idea de que su matrimonio podía fracasar. Nunca había conocido a una persona divorciada antes de Mervyn. Al recordar sus sentimientos de aquella época, tuvo ganas de llorar.

También sabía que su separación destrozaría a Mervyn. No tenía ni idea de lo que ella planeaba. Aún empeoraba más la situación el hecho de que su primera mujer le hubiera abandonado de la misma manera, por supuesto. Iba a enloquecer. Pero antes se pondría furioso.

Terminó el plazo y se sirvió otra taza de té.

– Apenas has cenado -dijo. De hecho, Diana no había probado nada.

– He comido mucho -contestó ella.

– ¿A dónde fuiste?

Aquella inocente pregunta la embargó de pánico. Había comido bocadillos con Mark en la cama de un hotel de Blackpool, y no se le ocurrió ninguna mentira plausible. Acudieron a su mente los nombres de los principales restaurantes de Manchester, pero cabía la posibilidad de que Mervyn hubiera comido en alguno de ellos.

– Al Waldorf Café -dijo, tras una penosa pausa.

Había varios Waldorf Cafés; era una cadena de restaurantes baratos en los que se podía comer filete con patatas fritas por un chelín y nueve peniques.

Mervyn no le preguntó en cuál.

Diana recogió los platos y se levantó. Sentía tal debilidad en las rodillas que tuvo miedo de caer, pero consiguió transportarlos hasta el fregadero.

– ¿Quieres postre?

– Sí, por favor.

Diana buscó en la alacena y sacó una lata de peras y leche condensada. Abrió las latas y llevó el postre a la mesa.

Mientras le contemplaba comer peras, el horror de lo que iba a hacer la estremeció. Parecía imperdonablemente destructor. Como la inminente guerra, iba a destrozarlo todo. La vida que Mervyn y ella habían creado juntos en esta casa, en esta ciudad, quedaría reducida a escombros.

Comprendió de súbito que no podía hacerlo.

Mervyn dejó la cuchara sobre la mesa y consultó su reloj de bolsillo.

– La siete y media… Vamos a poner las noticias.

– No puedo hacerlo -dijo Diana en voz alta.

– ¿Cómo?

– No puedo hacerlo -repitió.

Lo dejaría correr todo. Iría a ver a Mark ahora mismo y le diría que había cambiado de idea, que no iba a huir con él.

– ¿Por qué no puedes escuchar la radio? -preguntó Mervyn, impaciente.

Diana le miró. Estuvo tentada de revelarle la verdad, pero no se atrevió.

– He de salir -respondió. Buscó frenéticamente una excusa-. Doris Williams está en el hospital y he de ir a verla.

– ¿Quién es Doris Williams, por el amor de Dios?

Esa persona no existía.

– La conoces -dijo Diana, improvisando a marchas forzadas-. La acaban de operar.

– No la recuerdo -dijo él, sin suspicacia. Tenía mala memoria para los encuentros fortuitos.

– ¿Quieres acompañarme? -preguntó Diana, guiada por su inspiración.

– ¡No, por Dios! -respondió él, justo como Diana sabía que haría.

– Iré en coche.

– No corras mucho con el oscurecimiento.

Mervyn se levantó y se dirigió a la sala donde estaba la radio.

Diana le contempló un momento. Nunca sabrá lo poco que ha faltado para que le abandonara, pensó, entristecida.

Se puso un sombrero y salió con la chaqueta en el brazo. El coche, gracias a Dios, arrancó a la primera. Enfiló el camino particular y se desvió hacia Manchester.

El trayecto fue una pesadilla. Tenía una prisa desesperada, pero debía conducir a paso de tortuga, porque llevaba los faros delanteros velados y sólo veía unos metros por delante de ella; además, el llanto incesante nublaba su visión. No sufrió un accidente porque conocía bien la carretera.

La distancia era menor de quince kilómetros, pero tardó más de una hora en recorrerla.

Cuando por fin frenó el coche frente al Midland, estaba agotada. Se quedó inmóvil un minuto, intentando serenarse. Sacó la polvera y se maquilló para ocultar las huellas del llanto.

Sabía que le rompería el corazón a Mark, pero lo superaría. No tardaría en considerar su relación como un romance de verano. Era menos cruel concluir una relación amorosa corta y apasionada que cinco años de matrimonio. Mark y ella siempre recordarían con ternura aquel verano de 1939…

Volvió a estallar en lágrimas.

Al cabo de un rato, decidió que no tenía sentido continuar sentada pensando en ello. Debía salir y terminar de una vez. Se recompuso el maquillaje y bajó del coche.

Atravesó el vestíbulo del hotel y subió la escalera sin detenerse en la recepción. Sabía el número de la habitación de Mark. Era muy escandaloso que una mujer sola acudiera a la habitación de un hombre, por supuesto, pero hizo caso omiso. La alternativa habría sido encontrarse con Mark en el salón o en el bar, pero era impensable darle semejante noticia en un lugar público. No miró a su alrededor, indiferente a si alguien conocido la veía.

Llamó a la puerta. Rezó para que estuviera en la habitación. ¿Y si había decidido cenar fuera, o ir a ver alguna película? No hubo respuesta, y volvió a llamar con más fuerza. ¿Cómo podía ir al cine a estas horas?

Entonces, oyó su voz.

– ¿Sí?

– ¡Soy yo! -respondió Diana, llamando otra vez.

Escuchó pasos rápidos. La puerta se abrió y Mark apareció en el umbral, con expresión de estupor. Sonrió, la invitó a entrar, cerró la puerta y la abrazó.

Ahora, Diana se sentía tan infiel hacia él como antes hacia Mervyn. Le besó y, como siempre, una oleada de deseo la invadió, pero se contuvo.

– No puedo irme contigo -dijo.

Mark palideció.

– No digas eso.

Ella paseó la mirada a su alrededor. Mark estaba haciendo las maletas. El armario y los cajones estaban abiertos, la maleta en el suelo, y había por todas partes camisas dobladas, pilas ordenadas de ropa interior y zapatos guardados en bolsas. Era muy pulcro.

– No puedo ir -repitió Diana.

Él la cogió por la mano y la condujo al dormitorio. Se sentaron en la cama. Su rostro expresaba abatimiento.

– No lo dices en serio.

– Mervyn me quiere, hemos estado juntos cinco años. No puedo hacerle esto.

– Y yo, ¿qué?

Ella le miró. Vestía un jersey rosa oscuro, pajarita, pantalones de franela gris-azulados y zapatos de cordobán. Le habría devorado en aquel mismo instante.

– Los dos me queréis, pero él es mi marido.

– Los dos te queremos, pero tú me gustas -subrayó Mark. -¿Piensas que a él no le gusto?

– Pienso que ni siquiera te conoce. Escucha, tengo treinta y cinco años, no es la primera vez que me enamoro, y sostuve una relación durante seis años. Nunca me he casado, pero ha faltado poco. Sé que esta vez es decisiva. Nunca me había sentido así. Eres hermosa, eres divertida, eres heterodoxa, eres brillante y te gusta hacer el amor. Soy guapo, soy divertido, soy heterodoxo, soy brillante y quiero hacerte el amor ahora mismo…

– No -mintió ella.

Él la atrajo hacia sí con suavidad y se besaron.

– Estamos hechos el uno para el otro -murmuró Mark-. ¿Recuerdas cuando nos escribíamos notas bajo el letrero de silencio? Tu comprendiste el juego al instante, sin más explicaciones. Otras mujeres piensan que estoy chiflado, pero a ti te gusto como soy.

Era verdad, pensó ella, y cuando hacía excentricidades, como fumar en pipa, salir a la calle sin bragas o asistir a mítines fascistas y conectar la alarma de incendios, Mervyn se irritaba, en tanto Mark se reía a carcajada limpia.

Él le acarició el cabello, y después la mejilla. El pánico de Diana se fue calmando, y empezó a serenarse. Apoyó la cabeza en el hombro de Mark y rozó con los labios la suave piel de su cuello. Sintió las puntas de sus dedos sobre la pierna, debajo del vestido, acariciando la parte interna de sus muslos, donde terminaban las medias. Se supone que esto no debía ocurrir, pensó débilmente.

Él la tendió poco a poco sobre la cama. Se le cayó el sombrero.

– Esto no está bien -murmuró.

Mark la besó en la boca, mordisqueándole los labios. Notó que sus dedos se internaban bajo la fina seda de las bragas, y se estremeció de placer. Al cabo de un momento, introdujo toda la mano.

Él sabía lo que debía hacerse.

Un día, a principios del verano, mientras yacían desnudos en la habitación de un hotel escuchando por la ventana abierta el sonido del oleaje, Mark le había dicho:

– Enséñame lo que haces cuando te tocas.

Diana se sintió violenta, y fingió no haberle entendido.

– ¿Qué quieres decir?

– Ya lo sabes. Cuando te tocas. Enséñame. Así sabré lo que te gusta.

– Yo no me toco -mintió.

– Bueno… Cuando eras más joven, antes de casarte. Debías hacerlo entonces… Todo el mundo lo hace. Enséñame lo que solías hacer.

Estuvo a punto de negarse, pero luego comprendió la sensualidad de la situación.

– ¿Quieres que me autoestimule…, mientras tú miras? -preguntó, con voz ronca de deseo.

Mark le dirigió una sonrisa lasciva y asintió con la cabeza.

– Quieres decir… ¿hasta el final?

– Hasta el final.

– No podré -dijo; pero lo hizo.

Ahora, las puntas de sus dedos la tocaban con sabiduría, en los lugares precisos, con el mismo movimiento familiar y la presión exacta. Cerró los ojos y se abandonó a la sensación.

Al cabo de un rato, Diana empezó a gemir con suavidad y a subir y bajar las caderas rítmicamente. Sintió el cálido aliento de Mark sobre su cara cuando se inclinó más sobre ella.

– Mírame -la urgió Mark, cuando ella ya empezaba a perder el control.

Abrió los ojos. Mark continuó acariciándola de la misma manera, sólo que con más rapidez.

– No cierres los ojos -dijo él.

Mirarle a los ojos mientras la acariciaba era muy íntimo, una especie de hiperdesnudez. Era como si él pudiera verla por completo, conocerla por completo, y Diana experimentó una libertad embriagadora, porque ya no le quedaba nada que ocultar. Sobrevino el clímax, y ella se obligó a sostener su mirada, mientras sus caderas brincaban y ella jadeaba y se contorsionaba al compás de los espasmos de placer que sacudían su cuerpo; y él no cesaba de mirarla, mientras musitaba:

– Te quiero, Diana, te quiero muchísimo.

Cuando todo hubo acabado, ella se aferró a Mark, jadeante y temblorosa de emoción, deseando que la sensación durara eternamente. Habría llorado, pero las lágrimas se habían agotado.


Nunca se lo dijo a Mervyn.

La mente inventiva de Mark encontró la solución, y ella la ensayó mientras volvía a casa, serena, sosegada y decidida.

Mervyn estaba en pijama y bata, fumando un cigarrillo y escuchando música por la radio.

– Una visita larguísima, por lo que veo -dijo en tono plácido.

– Tuve que conducir muy despacio -contestó Diana, sólo un poco nerviosa. Tragó saliva y contuvo el aliento-. Me voy fuera mañana.

Mervyn no se sorprendió en exceso.

– ¿A dónde?

– Me gustaría visitar a Thea y ver a las gemelas. Quiero asegurarme de que están bien, y no hay forma de saber cuándo tendré otra ocasión; los trenes ya empiezan a fallar y el racionamiento de gasolina empieza la semana que viene.

Él asintió con aire ausente.

– Sí, tienes razón. Será mejor que vayas ahora que aún puedes.

– Subiré a hacer las maletas.

– Prepárame la mía, por favor.

Por un espantoso momento, creyó que iba a acompañarla.

– ¿Para qué? -preguntó, con un hilo de voz.

– No pienso dormir en una casa vacía. Pasaré la noche de mañana en el Reform Club. ¿Volverás el miércoles?

– Sí, el miércoles -mintió.

– Muy bien.

Diana subió al primer piso. Mientras guardaba en la maleta la ropa interior y los calcetines de Mervyn, pensó: «Es la última vez que le hago la maleta». Dobló una camisa blanca y eligió una corbata gris plateada; colores sobrios que hacían juego con su cabello oscuro y los ojos pardos. El que hubiera aceptado su historia la tranquilizaba, pero también se sentía frustrada, como si hubiera dejado algo a medias. Comprendió que, si bien la aterrorizaba enfrentarse a él, también deseaba explicarle por qué se marchaba. Necesitaba decirle que la había decepcionado, que se había convertido en un hombre insoportable y desconsiderado, y que ya no la mimaba como antes. Sin embargo, ya no tendría la oportunidad de decirle esas cosas, y se sentía extrañamente decepcionada.

Cerró la maleta y empezó a guardar artículos de maquillaje y tocador en la bolsa de aseo. Amontonar medias, pasta de dientes y crema para el cutis se le antojó una forma peculiar de poner fin a cinco años de matrimonio.

Mervyn subió al cabo de un rato. Las maletas estaban preparadas y Diana se había puesto su camisón menos atractivo. Se hallaba sentada frente al espejo del tocador, quitándose el maquillaje. Él se colocó detrás de ella y se apoderó de sus pechos.

Oh, no, pensó Diana; ¡esta noche no, por favor!

Aunque estaba aterrorizada, su cuerpo respondió de inmediato, y enrojeció de culpabilidad. Los dedos de Mervyn apretaron sus pezones erectos, y ella emitió un leve gemido de placer y desesperación. Mervyn le cogió las manos y la obligó a levantarse. Ella le siguió sin fuerzas hasta la cama. Su marido apagó la luz y yacieron en la oscuridad. Él la montó de inmediato y le hizo el amor con una especie de furiosa desesperación, casi como si supiera que le iba a abandonar y no podía hacer nada por evitarlo. El cuerpo de Diana la traicionó, y se estremeció de placer y vergüenza. Se dio cuenta con extrema mortificación de que había llegado al orgasmo con dos hombres en menos de dos horas y trató de evitarlo, pero no pudo.

Cuando se produjo, lloró.

Por suerte, Mervyn no se dio cuenta.


El miércoles por la mañana, sentada en el elegante salón del hotel SouthWestern, mientras esperaba el taxi que la conduciría junto con Mark al amarradero 108 del muelle de Southampton para subir a bordo del clipper, se sintió libre y triunfante.

Todos los presentes en el salón o la miraban o procuraban no mirarla. Un hombre atractivo, vestido con traje azul, que debía ser diez años menor que ella, la miraba con particular insistencia, pero ya estaba acostumbrada. Ocurría siempre que acentuaba su belleza, y hoy estaba espléndida. Su vestido a lunares crema y rojos era fresco, veraniego y llamativo, perfectos sus zapatos color crema, y el sombrero de paja culminaba el acierto de su indumentaria. Tanto el lápiz de labios como el barniz de las uñas eran rojo naranja, como los lunares del vestido. Había pensado en ponerse zapatos rojos, pero el resultado sería demasiado chillón.

Le encantaba viajar: hacer y deshacer las maletas, conocer gente nueva, beber champán y comer hasta la saciedad, y ver sitios nuevos. Volar la ponía nerviosa, pero cruzar el Atlántico era el viaje más fascinante, porque al final la esperaban los Estados Unidos. Se moría de ganas de llegar. Se había hecho una idea acerca del país extraída de las películas. Ya se veía en un apartamento art décco, todo ventanas y espejos; una doncella uniformada la ayudaba a ponerse un abrigo de pieles blanco; un coche negro largo, con un chófer de color al volante, la esperaba en la calle con el motor en marcha para llevarla al club nocturno, donde pediría un martini, muy seco, y bailaría a los sones de una orquesta de jazz, cuyo cantante sería Bing Crosby. Sabía que era una fantasía, pero estaba ansiosa de descubrir la realidad.

La invadían los sentimientos contradictorios por abandonar Inglaterra cuando la guerra empezaba. Lo consideraba una cobardía, pero estaba ansiosa por partir.

Sabía muchas cosas acerca de los judíos. En Manchester residía una extensa comunidad judía. Los judíos de Manchester habían plantado un millar de árboles en Nazaret. Los amigos judíos de Diana seguían los acontecimientos de Europa con horror y miedo. No se trataba únicamente de los judíos; los fascistas odiaban a los negros, los gitanos y los maricones, y a cualquiera que rechazara el fascismo. Diana tenía un tío maricón, que siempre la había tratado como a una hija.

Diana era demasiado mayor para alistarse, pero debería quedarse en Manchester y realizar trabajos voluntarios, como preparar vendajes para la Cruz Roja…

Eso también era una fantasía, más improbable aún que bailar arropada por la voz de Bing Crosby. No era el tipo de mujer propenso a preparar vendajes. La austeridad y los uniformes no eran su fuerte.

A fin de cuentas, nada de eso le importaba. Lo único fundamental era que estaba enamorada. Seguiría los pasos de Mark. Le seguiría al campo de batalla, de ser preciso. Se casarían y tendrían hijos. Él volvía a su país, y ella le acompañaba.

Echaría de menos a sus adorables sobrinas. Se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que volviera a verlas. Ya habrían crecido para entonces, llevarían perfume y sujetador en lugar de calcetines y trenzas.

Pero ella también tendría hijas…

El viaje a bordo del clipper de la Pan American le resultaba emocionante. Había leído un reportaje en el Manchester Guardian, sin soñar siquiera que un día volaría en él. Trasladarse a Nueva York en poco más de un día parecía un milagro.

Había escrito una nota a Mervyn. No contenía nada de lo que había querido decirle; no explicaba cómo se había desvanecido su amor, lenta pero inexorablemente, por culpa del descuido y la indiferencia; ni siquiera decía que Mark era maravilloso. «Querido Mervyn», había escrito, «te dejo. He notado tu progresiva frialdad hacia mí, y me he enamorado de otro hombre. Cuando leas estas líneas, ya me encontraré en Estados Unidos. Lamento herirte, pero creo que tienes parte de la culpa.» No se le ocurrió ninguna forma apropiada de despedida (era incapaz de escribir «tuya» o «con amor»), y se limitó a garrapatear «Diana».

Al principio, pensó en dejar la nota sobre la mesa de la cocina. Después, la obsesionó la posibilidad de que Mervyn cambiara de planes, y en lugar de quedarse a pasar la noche del martes en su club volviera a casa, encontrara la nota y les causara dificultades a ella o a Mark antes de abandonar el país. Al final, la envió por correo a la fábrica, a donde llegaría hoy.

Consultó su reloj, un regalo de Mervyn, que le imponía siempre puntualidad. Conocía bien su rutina: pasaba casi toda la mañana en la planta de la fábrica, subía a mediodía a su oficina y examinaba el correo antes de salir a comer. Había escrito en el sobre «Personal», para que su secretaria no la abriera. Estaría sobre su despacho, entre un montón de facturas, pedidos, cartas e informes. En estos momentos, la estaría leyendo. Pensar en ello la hizo sentirse culpable y apesadumbrada, pero también aliviada de que se hallara a trescientos kilómetros de distancia.

– Nuestro taxi ha llegado -dijo Mark.

Diana estaba un poco nerviosa. ¡Cruzar el Atlántico en avión!

– Es hora de irnos -insistió él.

Diana reprimió su angustia. Dejó sobre la mesa la taza de café, se levantó y le dedicó la más radiante de las sonrisas.

– Sí -respondió en tono alegre-. Es hora de volar.


Eddie siempre había sido tímido con las chicas.

Aún era virgen cuando se graduó en Annapolis. Mientras se hallaba destinado en Pearl Harbor acudió a prostitutas, y esa experiencia le había dejado una sensación de desagrado consigo mismo. Después de abandonar la Marina había sido un solitario; recorría en coche los pocos kilómetros que le separaban de un bar cuando necesitaba compañía. Carol-Ann era una azafata de tierra que trabajaba para la línea aérea en Port Washington, Long Island, la terminal de hidroaviones de Nueva York. Era una rubia tostada por el sol con los ojos azules de la Pan American, y Eddie jamás se había atrevido a pedirle una cita. Un día, en la cantina, un joven operador de radio le dio dos billetes para ir a ver Vivir con papá en Broadway, y cuando dijo que no tenía con quien ir, el radiotelegrafista se volvió hacia la mesa de al lado y preguntó a Carol-Ann si quería acompañarle.

– Siiií -respondió ella, y Eddie comprendió que pertenecía a su parte del mundo.

Averiguó más tarde que, en aquella época, la joven se sentía desesperadamente sola. Era una chica del campo, y la sofisticación de los neoyorkinos le producía ansiedad y tensión. Era sensual, pero no sabía qué hacer cuando los hombres se tomaban libertades, de manera que, desconcertada, rechazaba sus propuestas con indignación. Su nerviosismo le ganó la reputación de «témpano», y no recibía muchas invitaciones.

Pero Eddie no sabía nada de esto en aquel momento. Se sintió como un rey con ella del brazo. La llevó a cenar y la devolvió en taxi a su apartamento. Le dio las gracias por la agradable velada en la puerta, y reunió el coraje suficiente para besarla en la mejilla; entonces, ella se puso a llorar y dijo que él era el primer hombre decente que conocía en Nueva York. Antes de que Eddie se diera cuenta de lo que estaba diciendo, le había pedido otra cita.

Se enamoró de ella durante esa segunda cita. Fueron a Coney Island un caluroso viernes de julio, y ella se puso pantalones blancos y una blusa azul cielo. El comprendió asombrado que ella se sentía orgullosa de que la vieran caminando a su lado. Comieron helado, subieron a unas montañas rusas llamadas El Ciclón, compraron sombreros absurdos, se cogieron de las manos y se confesaron secretos íntimos triviales. Cuando la acompañó a casa, Eddie le confesó que nunca había sido tan feliz en toda su vida, y Carol-Ann le asombró de nuevo al decirle que ella tampoco.

No tardó en olvidarse de la granja y pasar todos sus permisos en Nueva York, durmiendo en el sofá de un estupefacto pero alentador compañero de profesión. Carol-Ann le llevó a Bristol (New Hampshire) para que conociera a sus padres, dos personas menudas, delgadas y de mediana edad, pobres y trabajadoras. Le recordaron sus propios padres, pero sin la implacable religión. Apenas podían creer que habían engendrado una hija tan hermosa, y Eddie comprendió sus sentimientos, porque apenas podía creer que una chica como aquella se hubiera enamorado de él.

Pensaba en cuánto la amaba, mientras se hallaba de pie en el jardín del hotel Langdown Lawn, contemplando el tronco del roble. Se encontraba sumido en una pesadilla, uno de aquellos espantosos sueños que se inician con una sensación de bienestar y felicidad, luego se piensa, por mero placer especulativo, en lo peor que podría ocurrir, y de repente sucede, lo peor ocurre, sin remedio, y es imposible remediarlo.

Lo más terrible es que se habían peleado antes de que se marchara, y no se habían reconciliado.

Ella estaba sentada en el sofá, vestida con una camisa de dril de Eddie y nada más, con las largas piernas bronceadas extendidas y el liso cabello rubio cayéndole sobre los hombros como un chal. Leía una revista. Sus pechos eran pequeños, pero ahora se habían hinchado. El sintió el deseo de tocarlos, y pensó «¿por qué no?». Deslizó la mano por debajo de la camisa y le tocó el pezón. Ella levantó la vista, sonrió con ternura y continuó leyendo.

Él le besó la cabeza y se sentó a su lado. Carol-Ann le había sorprendido desde el primer momento. Ambos se habían comportado al principio con timidez, pero en cuanto volvieron de la luna de miel y empezaron a vivir juntos en la vieja granja, las inhibiciones de la joven desaparecieron por completo.

De entrada, quiso hacer el amor con la luz encendida. Eddie se sintió un poco cohibido, pero consintió, y le gustó, aunque no perdió la vergüenza. Después, reparó en que ella no cerraba la puerta cuando se bañaba. A partir de ese momento consideró absurdo encerrarse en el cuarto de baño y la imitó, y un día ella entró desnuda ¡y se metió en la bañera con él! Eddie jamás se había sentido más violento. Ninguna mujer le había visto desnudo desde que tenía cuatro años. Le sobrevino una enorme erección de sólo mirar a Carol-Ann lavarse las axilas, y se cubrió el pene con una toalla hasta que ella estalló en carcajadas.

Empezó a pasear por la granja en diversos estados de desnudez. Ahora, por ejemplo, era como si no llevara nada, aunque, según su criterio, la cantidad de ropa que la cubría era más que suficiente, y esto consistía en un pequeño triángulo de algodón al final de las piernas, donde la camisa dejaba al descubierto las bragas. Por lo general, aún era peor. Él estaba preparando café en la cocina y ella entraba en ropa interior y empezaba a tostar panecillos, o se estaba afeitando y Carol-Ann aparecía en el lavabo en bragas, pero sin sujetador, y se lavaba los dientes tal que así, o irrumpía desnuda en el dormitorio, trayéndole el desayuno en una bandeja. Se preguntó si sería una «ninfómana». Había oído esa palabra en boca de otra gente. De todos modos, le gustaba que ella fuera así. Le gustaba mucho. Nunca había ni soñado que poseería a una hermosa mujer que pasearía por su casa desnuda. Pensaba que era muy afortunado.

Vivir con ella durante un año le cambió. Se había vuelto tan desinhibido que iba desnudo desde el dormitorio al cuarto de baño. A veces, ni siquiera se ponía el pijama para irse a dormir, y en una ocasión la poseyó en la sala de estar, justo en ese sofá.

Seguía preguntándose si ese tipo de comportamiento era el síntoma de alguna anormalidad psicológica, pero había decidido que daba igual: Carol-Ann y él podían hacer lo que les diera la gana. Cuando aceptó este planteamiento, se sintió como un pájaro escapado de una jaula. Era increíble; era maravilloso; era como vivir en el cielo.

Se sentó a su lado sin decir nada, disfrutando de su compañía, oliendo la suave brisa que entraba por las ventanas, procedente del bosque. Tenía preparada la maleta y dentro de unos minutos saldría hacia Port Washington. Carol-Ann había dejado la Pan American (no podía vivir en Maine y trabajar en Nueva York) y trabajaba en una tienda de Bangor.

Eddie quería hablar con ella sobre ese tema antes de marcharse.

– ¿Qué? -preguntó CarolAnn, levantando la vista del Life

– No he dicho nada.

– Pero ibas a hacerlo, ¿verdad?

– ¿Cómo lo sabes? -sonrió él.

– Eddie, ya sabes que oigo tu cerebro cuando está en funcionamiento. ¿Qué pasa?

Él colocó su mano ruda y grande sobre el estómago de su mujer y palpó su leve hinchazón.

– Quiero que dejes tu trabajo.

– Es demasiado pronto…

– No hay problema. Nos lo podemos permitir. Y quiero que te cuides de verdad.

– Ya me cuidaré. Dejaré el trabajo cuando lo necesite. Eddie se sintió herido.

– Creí que te gustaría la idea. ¿Por qué quieres continuar?

– Porque necesitamos el dinero y yo necesito hacer algo.

– Ya te he dicho que nos lo podemos permitir.

– Me aburriría.

– La mayoría de las mujeres casadas no trabajan.

– Eddie, ¿por qué intentas tenerme amarrada? Carol-Ann había alzado el tono de voz.

Él no intentaba tenerla amarrada, y la sugerencia le enfureció.

– ¿Por qué estás tan decidida a llevarme la contraria?

– ¡No te llevo la contraria! ¡No quiero quedarme sentada aquí como el ayudante de un estibador!

– ¿No tienes cosas que hacer?

– ¿Como qué?

– Tejer ropa de bebé, hacer conservas, echar siestas…

Ella se mostró desdeñosa.

– Oh, por el amor de Dios…

– ¿Qué hay de malo en eso, cojones? -se irritó Eddie.

– Habrá mucho tiempo para eso cuando nazca el niño. Me gustaría pasar bien mis últimas semanas de libertad. Eddie se sintió humillado, pero no estaba seguro de cómo había ocurrido. Quería marcharse. Consultó su reloj.

– He de coger el tren.

Carol-Ann parecía entristecida.

– No te enfades -dijo en tono conciliador.

Pero Eddie estaba enfadado.

– Creo que no te comprendo -contestó, irritado.

– Detesto que me coaccionen.

– Sólo trataba de ser amable.

Eddie se levantó y se dirigió a la cocina, donde la chaqueta del uniforme colgaba de una percha. Se sentía estúpido e incomprendido. Se había propuesto un acto de generosidad y ella lo consideraba una imposición.

Carol-Ann trajo la maleta del dormitorio y se la dio en cuanto Eddie acabó de ponerse la chaqueta. Levantó la cara y él le dio un beso rápido.

– No te vayas enfadado conmigo -dijo Carol-Ann. Su deseo no se cumplió.

Y ahora, Eddie se hallaba en un jardín de un país extranjero, a miles de kilómetros de ella, con el corazón encogido, preguntándose si volvería a ver alguna vez a Carol-Ann.

5

Por primera vez en su vida, Nancy Lenehan estaba engordando.

De pie en la suite del hotel Adelphi de Liverpool, junto a una montaña de maletas que esperaban ser embarcadas en el SS Orania, se miró en el espejo, horrorizada.

No era bonita ni fea, pero tenía facciones regulares (nariz recta, pelo oscuro, barbilla bien dibujada) y parecía atractiva cuando se vestía con acierto, lo que ocurría casi siempre. Hoy llevaba un vestido de franela muy ajustado, confeccionado por Paquin en color cereza, y una blusa de seda gris. La chaqueta, siguiendo la moda, se ceñía a la cintura, y por eso había descubierto que estaba engordando. Cuando se abrochó los botones de la chaqueta, apareció una arruga, leve pero muy reveladora, y los botones inferiores ejercieron presión contra los ojales.

Sólo existía una explicación. La cintura de la chaqueta era más breve que la cintura de la señora Lenehan.

Debía ser el resultado de haber comido y bebido durante todo agosto en los mejores restaurantes de París. Suspiró. Seguiría una dieta durante toda la travesía transatlántica. Al llegar a Nueva York, habría recobrado la figura.

Jamás se había plegado a una dieta. La perspectiva no la inquietaba; aunque le gustaba comer, no era glotona. Lo que en realidad la inquietaba era sospechar que se trataba de un síntoma de la edad.

Hoy cumplía cuarenta años.

Siempre había sido esbelta, y los vestidos caros a medida le sentaban bien. Había detestado la indumentaria suelta de los años veinte, y se alegró cuando las cinturas volvieron a ponerse de moda. Derrochaba mucho tiempo y dinero en ir de compras, una actividad que le encantaba. A veces, esgrimía la excusa de que necesitaba exhibir un buen aspecto porque trabajaba en el mundo de la moda, pero la verdad era que lo hacía por puro placer.

Su padre había fundado una fábrica de zapatos en Brockton, Massachusetts, en las afueras de Boston, en 1899, el año que Nancy nació. Le enviaban desde Londres zapatos de la mejor calidad y realizaba copias baratas; sus ventas crecieron gracias a estos plagios. Sus anuncios mostraban un zapato londinense de 29 dólares junto a una copia Black de 10, y preguntaban: «¿Distingue usted la diferencia?». Trabajaba bien y con denuedo, y durante la Gran Guerra se hizo con el primero de los contratos militares, que aún constituían el negocio más rentable.

Durante los años veinte estableció una cadena de tiendas, sobre todo en Nueva Inglaterra, que sólo vendían sus zapatos. Cuando llegó la Depresión, redujo el número de modelos de mil a cincuenta y fijó un precio de 6,60 dólares por cada par, independientemente del modelo. Su audacia fue recompensada y, mientras todos los demás negocios quebraban, los beneficios de Black aumentaron.

Solía decir que costaba lo mismo fabricar malos zapatos que buenos, y que era absurdo que la clase obrera fuera mal calzada. Cuando los pobres compraban zapatos de suela de cartón que se estropeaban al cabo de pocos días, las botas de Black eran baratas y resistentes. Papá estaba orgulloso de ello, al igual que Nancy. Según ella, las excelentes botas de la familia justificaban la gran mansión de Back Bay donde vivían, el enorme Packard con chófer, sus fiestas, sus ropas bonitas y sus criados. Ella no era como otros jóvenes adinerados, que se conformaban con heredar la riqueza.

Ojalá pudiera decir lo mismo de su hermano.

Peter tenía treinta y ocho años. Cuando papá murió, cinco años antes, dejó a Peter y a Nancy un número igual de acciones de la empresa, el cuarenta por ciento cada uno. La hermana de papá, tía Tilly, recibió el diez por ciento, y el diez restante fue a parar a Danny Riley, el desacreditado abogado de papá.

Nancy siempre había dado por sentado que ella tomaría el timón cuando papá muriera. Papá siempre la había preferido a Peter. No era normal que una mujer dirigiera una empresa, pero ya había sucedido otras veces en la industria textil.

Papá tenía un ayudante, Nat Ridgeway, un lugarteniente muy capacitado, que había expresado con gran claridad su convicción de que era el hombre adecuado para presidir «Black’s Boots».

Cosa que Peter también deseaba, y además era el hijo. Nancy siempre se había sentido culpable por ser la favorita de papá. Si Peter no heredaba el imperio de su padre, quedaría humillado y decepcionado. Nancy no fue capaz de asestarle un golpe semejante. Se mostró de acuerdo en que Peter se pusiera al frente del negocio. Entre ella y su hermano controlaban el ochenta por ciento de las acciones. Una vez establecido el acuerdo, cada uno siguió su camino.

Nat Ridgeway dimitió y fue a trabajar a la «General Textiles» de Nueva York. Fue una pérdida para el negocio, pero también fue una pérdida para Nancy. Justo antes de que papá muriera, Nat y Nancy habían empezado a salir.

Nancy no había salido con nadie desde la muerte de Sean. No quería, pero Nat había elegido el momento a la perfección, porque después de cinco años, Nancy empezaba a darse cuenta de que el trabajo ocupaba toda su vida, sin dejar espacio a la diversión. Estaba preparada para emprender un pequeño romance. Habían disfrutado de unas cuantas cenas tranquilas, uno o dos obras de teatro, y ella le había besado, a modo de despedida, con notable pasión; y en ese punto se hallaban cuando la crisis estalló, y el romance terminó cuando Nat abandonó la empresa. Nancy se sintió engañada.

Desde entonces, Nat había progresado espectacularmente en la «General Textiles», y ya era presidente de la empresa. También se había casado con una hermosa rubia diez años menor que Nancy.

En contraste, a Peter le había ido fatal. De hecho, no estaba capacitado para el trabajo. El negocio había ido cuesta abajo durante los cinco años de su mandato. Las tiendas ya no rendían beneficios; se mantenían, y poco más. Peter había abierto una suntuosa zapatería en la Quinta Avenida de Nueva York, en la que se vendían zapatos caros de mujer, objetivo que absorbía todo su tiempo y atención…, pero perdía dinero.

Sólo la fábrica, bajo la dirección de Nancy, daba dinero. A mediados de los años treinta, cuando Estados Unidos salió de la Depresión, había impulsado la fabricación de sandalias para mujeres con los dedos de los pies al aire, que alcanzaron una enorme popularidad. Estaba convencida de que el futuro de los zapatos femeninos residía en productos ligeros y alegres, lo bastante baratos para tirarlos cuando hiciera falta.

Hubiera podido vender el doble de los zapatos que se fabricaban, pero las pérdidas de Peter absorbían sus beneficios, y no se podía invertir en la expansión.

Nancy sabía lo que era necesario hacer para salvar el negocio.

A fin de obtener capital, era preciso vender la cadena de tiendas, tal vez a sus gerentes. El dinero de la venta se emplearía en modernizar la fábrica y adoptar el método de producción basado en las cintas transportadoras que se estaban introduciendo en todas las fábricas de zapatos más adelantadas. Peter debería cederle las riendas y limitarse a dirigir su tienda de Nueva York, bajo un severo control de gastos.

Deseaba que su hermano conservara el cargo de presidente y el prestigio inherente, y continuaría subvencionando su tienda con los beneficios de la fábrica, dentro de ciertos límites. A cambio, debería renunciar a todo poder real.

Había puesto por escrito estas propuestas en un informe confidencial dirigido a Peter. Él le había prometido que lo pensaría. Nancy le había dicho, con la mayor delicadeza posible, que no se podía permitir la decadencia de la empresa, y que si él no accedía a su plan, debería pedir su cabeza a la junta de accionistas, con el resultado de que Peter sería despedido y a ella la nombrarían presidente. Deseaba con todo su corazón que lo comprendiera. Si pretendía provocar una crisis, ésta se saldaría con una derrota humillante para él y un conflicto familiar que tal vez no se pudiera solucionar jamás.

Hasta el momento, Peter no se había ofendido. Parecía tranquilo y pensativo, pero continuaba mostrándose cordial.

Decidieron viajar a París juntos. Peter compró zapatos de moda para su tienda, y Nancy adquirió prendas de alta costura para su uso exclusivo, vigilando los gastos de Peter. Nancy adoraba Europa, sobre todo París, y tenía muchas ganas de conocer Londres. Entonces, se declaró la guerra.

Decidieron regresar de inmediato a Estados Unidos, pero todo el mundo pensó lo mismo, por supuesto, y tuvieron muchos problemas para encontrar pasaje. Por fin, Nancy consiguió billetes para un barco que zarpaba de Liverpool. Después de un largo viaje desde París en tren y transbordador, habían llegado ayer a la ciudad inglesa, para embarcar el día de hoy.

Los preparativos para la guerra la ponían nerviosa. El día anterior, por la tarde, un botones había ido a su habitación para instalar una complicada pantalla a prueba de luz sobre la ventana. Todas las ventanas debían estar completamente oscurecidas durante la noche, para que la ciudad no fuera visible desde el aire. Tiras de cinta adhesiva cruzadas se pegaban sobre los cristales de las ventanas, para que las astillas de vidrio no saltaran cuando la ciudad fuera bombardeada. La parte delantera del hotel estaba protegida con sacos de arena, y se había habilitado un refugio antiaéreo en la parte posterior.

Lo que más temía Nancy era que los Estados Unidos entraran en guerra y sus hijos Liam y Hugh fueran reclutados. Recordó que papá decía, cuando Hitler accedió al poder, que los nazis impedirían la caída de Alemania en las garras del comunismo; ésa fue la última vez que pensó en Hitler. Estaba demasiado ocupada para preocuparse por Europa. No le interesaba la política internacional, el equilibrio del poder ni el auge del fascismo; eran abstracciones ridículas, comparadas con las vidas de sus hijos. Que los polacos, austriacos, judíos y eslavos se cuidaran de sí mismos. Su deber era cuidar de Liam y Hugh.

Aunque no necesitaban muchos cuidados. Nancy se había casado joven y había tenido hijos enseguida, de modo que los chicos eran ya mayores. Liam estaba casado y vivía en Houston, y Hugh cursaba el último año de carrera en Yale. Hugh no estudiaba tanto como debería, y le preocupó saber que se había comprado un veloz coche deportivo, pero ya había superado la edad de escuchar los consejos de su madre. Por lo tanto, considerando que no podía arrebatarles al ejército, no tenía grandes motivos para volver.

Sabía que la guerra favorecía los negocios. En Estados Unidos se produciría un gran auge económico, y la gente ganaría más dinero para comprar zapatos. Tanto si Estados Unidos entraba en guerra como si no, el potencial militar experimentaría una expansión, lo cual significaba más pedidos de los ya acordados en sus contratos con el gobierno. En conjunto, calculaba que sus ventas se duplicarían o triplicarían en el curso de los dos o tres años siguientes: otra razón para modernizar la fábrica.

Sin embargo, todo esto se reducía a la insignificancia ante la espantosa y evidente posibilidad de que sus hijos fueran reclutados, para luchar, ser heridos y, tal vez, morir entre horribles dolores en un campo de batalla.

Un mozo de cuerda vino a buscar sus maletas, interrumpiendo sus lúgubres pensamientos. Preguntó al hombre si Peter ya había entregado su equipaje. El mozo, con un fuerte acento local que Nancy casi no pudo entender, le dijo que Peter había enviado sus maletas al barco la noche anterior.

Nancy se dirigió a la habitación de Peter para comprobar si ya estaba preparado para marcharse. Cuando llamó, una camarera abrió la puerta, comunicándole con el mismo acento gutural que su hermano se había ido ayer.

Nancy se quedó perpleja. Los dos se habían registrado en el hotel juntos ayer por la noche. Nancy decidió cenar en su habitación y acostarse pronto; Peter dijo que iba a hacer lo mismo. Si había cambiado de idea, ¿a dónde había ido? ¿Dónde había pasado la noche? ¿Dónde estaba ahora?

Bajó al vestíbulo para telefonear, pero no sabía a quién llamar. Ni ella ni Peter conocían a nadie en Inglaterra. Dublin se hallaba justo enfrente de Liverpool, al otro lado del estrecho. ¿Habría viajado Peter a Irlanda, para conocer el país del que procedía la familia Black? Era lo que habían pensado en un principio, pero Peter sabía que no podría llegar a tiempo de coger el barco.

Guiada por un impulso, pidió a la operadora que marcara el número de tía Tilly.

Llamar a Estados Unidos desde Europa era cuestión de suerte. No había suficientes líneas, y a veces era preciso esperar mucho rato. Si había suerte, se podía obtener la llamada en pocos minutos. El sonido solía ser malo, y había que gritar.

Eran las siete de la mañana menos unos quince minutos en Boston, pero tía Tilly ya estaría levantada. Dormía poco y se despertaba temprano, como muchos ancianos. Era una persona muy activa.

Las líneas no estaban ocupadas en aquel momento, tal vez porque era demasiado pronto para que los hombres de negocios de Estados Unidos estuvieran sentados en su despacho, y el teléfono de la cabina sonó al cabo de cinco minutos. Se imaginó a tía Tilly en su bata de seda y zapatillas de piel, saliendo de su reluciente cocina para coger el teléfono negro del pasillo.

– ¿Diga?

– Soy Nancy, tía Tilly.

– Santo Dios, pequeña, ¿estás bien?

– Muy bien. Han declarado la guerra, pero el tiroteo aún no ha empezado, al menos en Inglaterra. ¿Sabes algo de los chicos?

– Están bien. Liam me envió una postal desde Palm Beach. Dice que Jacqueline aún está más bonita bronceada. Hugh me llevó a dar un paseo en su coche nuevo, que es muy bonito.

– ¿Conduce muy rápido?

– Me pareció muy prudente, y hasta se negó a tomar una copa, diciendo que la gente no debería conducir automóviles potentes después de beber.

– Me siento más tranquila.

– ¡Feliz cumpleaños, querida! ¿Qué estás haciendo en Inglaterra?

– Estoy en Liverpool, a punto de tomar un barco para Nueva York, pero he perdido a Peter. No sabrás nada de él, ¿verdad?

– Pues claro que sí, querida. Ha convocado una junta de accionistas para pasado mañana, a primera hora. Nancy se quedó petrificada.

– ¿Quieres decir el viernes por la mañana?

– Sí, querida; pasado mañana es viernes.

Tilly pronunció estas palabras en tono ofendido, como diciendo: «No soy tan vieja como para no saber el día de la semana que es».

Nancy no salía de su asombro. ¿Cuál era el sentido de convocar una junta de accionistas, si ni ella ni Peter estarían presentes? Los directores restantes eran Tilly y Danny Riley, y nunca decidirían nada por su cuenta.

Esto olía a conspiración. ¿Tramaría algo Peter?

– ¿Cuál es el orden del día, tía?

– Ahora lo estaba repasando. -Tía Tilly leyó en voz alta-. «Aprobar la venta de ‘Black’s Boots’ a ‘General Textiles’, bajo las condiciones negociadas por el presidente.»

– ¡Dios mío!

Nancy se sintió desfallecer. ¡Peter estaba vendiendo la empresa a sus espaldas!

Por un momento, la estupefacción le impidió hablar.

– ¿Te importaría leerlo otra vez, tía? -dijo, tras un gran esfuerzo, con voz temblorosa.

Tía Tilly lo repitió.

Un escalofrío recorrió a Nancy de pies a cabeza. ¿Como había conseguido Peter traicionarla ante sus propios ojos? ¿Cuándo había negociado el acuerdo? Lo habría empezado a planear en cuanto recibió el informe confidencial de su hermana. Mientras fingía meditar en sus propuestas, conspiraba contra ella.

Siempre había sabido que Peter era débil, pero jamás le habría sospechado autor de una traición tan vergonzosa.

– ¿Sigues ahí, Nancy?

Nancy tragó saliva.

– Sí, sigo aquí, pero atónita. Peter no me lo había dicho.

– ¿De veras? Eso no es justo, ¿verdad?

– Es obvio que desea la aprobación de la venta estando yo ausente…, pero él tampoco llegará a tiempo a la junta. Hoy cogeremos el barco… El viaje dura cinco días.

Y sin embargo, pensó, Peter ha desaparecido…

– ¿No hay un avión ahora?

– ¡El clipper! -recordó Nancy. Había salido en todos los periódicos. Se podía cruzar el Atlántico en un día. ¿Era eso lo que Peter iba a hacer?

– Exacto, el clipper -dijo Tilly-. Danny Riley me ha dicho que Peter regresa en el clipper, y que llegará a tiempo de asistir a la junta de accionistas.

A Nancy le costaba muchísimo asimilar las vergonzosas mentiras de su hermano. Había viajado hasta Liverpool con ella, para convencerla de que iba a coger el barco. Debió marcharse en cuanto se separaron en el pasillo del hotel, trasladándose en coche hasta Southampton para llegar a tiempo de subir al avión. ¿Cómo era posible que hubiera pasado todo el viaje con ella, hablando y comiendo juntos, comentando el inminente viaje, mientras al mismo tiempo planeaba su ruina?

– ¿Por qué no vienes en el clipper, tú también? -preguntó Tilly.

¿Sería demasiado tarde? Peter lo habría planeado con todo cuidado. Habría anticipado que Nancy haría algunas averiguaciones al descubrir su desaparición, asegurándose de que su hermana no podría cazarle. Sin embargo, el sentido del tiempo no era el punto fuerte de Peter, y cabía la posibilidad de que hubiera incurrido en algún error.

Ni siquiera se atrevía a confiar en ello.

– Voy a intentarlo -dijo Nancy con repentina determinación-. Adiós. -Colgó el teléfono.

Reflexionó durante unos momentos. Peter se había marchado ayer por la noche, y debía de haber viajado toda la noche. El clipper saldría hoy mismo de Southampton para llegar a Nueva York mañana, a tiempo de que Peter se trasladara a Boston para la junta del viernes. ¿A qué hora despegaba el clipper? ¿Podría Nancy llegar a Southampton a tiempo de cogerlo?

Se acercó a la recepción con el alma en un hilo y preguntó al conserje mayor a qué hora despegaba el clipper de Southampton.

– Lo ha perdido, señora -contestó el hombre.

– Compruebe la hora, por favor-insistió Nancy, intentando ocultar su impaciencia.

El conserje sacó una lista de horarios y la examinó. A las dos.

Ella consultó su reloj: las doce en punto,

– No llegaría a tiempo a Southampton ni aunque tuviera un avión privado esperándola -dijo el conserje.

– ¿Puedo alquilar algún avión?

El rostro del conserje adoptó la expresión tolerante de un empleado de hotel siguiéndole la corriente a un extranjero iluso.

– Hay un aeródromo a unos quince kilómetros de aquí. Por lo general, siempre hay algún piloto que la pueda llevar allí, a cambio de unos honorarios, pero ha de llegar al aeródromo, encontrar al piloto, hacer el viaje, aterrizar cerca de Southampton y trasladarse de la pista de aterrizaje al muelle. Es imposible hacerlo en dos horas, créame.

Nancy se alejó, frustrada.

Irritarse no servía de nada en los negocios, como había aprendido mucho tiempo atrás. Cuando las cosas se torcían, era preciso encontrar una forma de enderezarlas. No puedo llegar a Boston a tiempo, pensó, pero quizá pueda impedir la venta por control remoto.

Volvió a la cabina telefónica. En Boston pasaban unos minutos de las siete. Su abogado Patric MacBride, estaría en casa. Indicó a la operadora su número.

Mac era el hombre que su hermano tendría que haber sido. Cuando Sean murió, él intervino y se ocupó de todo: la investigación, el funeral, el testamento, y las finanzas personales de Nancy. Era maravilloso con los chicos; hablaba con ellos de deportes, iba a verlos cuando interpretaban obras en el colegio, les dio consejos sobre la universidad y las respectivas carreras. En momentos diferentes, habló con cada uno de ellos sobre las verdades de la vida. Cuando papá murió, Mac aconsejó a Nancy que impidiera a Peter asumir la presidencia; ella hizo lo contrario, y ahora los acontecimientos demostraban que Mac estaba en lo cierto. Sabía que Mac la amaba, más o menos, pero no era una relación peligrosa: Mac era un devoto católico, fiel a su fea, gorda y leal esposa. Nancy le apreciaba mucho, pero no era la clase de hombre del que podía enamorarse. Era afable, regordete, tranquilo y calvo, y ella siempre se había sentido atraída por tipos enérgicos y con mucho pelo; hombres como Nat Ridgeway.

Mientras esperaba la conexión, tuvo tiempo de reflexionar sobre la ironía de la situación. El cómplice de Peter en la conspiración contra ella era Nat Ridgeway, brazo derecho de su padre y galanteador de ella en otro tiempo. Nat había dejado la empresa (y a Nancy) porque no podía ser jefe; y ahora, desde su cargo de presidente de «General Textiles», intentaba controlar de nuevo «Black’s Boots».

Sabía que Nat había estado en París para presenciar los desfiles de modas, aunque no se había encontrado con él. Sin embargo, Peter se habría reunido con él y cerrado el trato en la capital francesa, mientras fingía dedicarse a inocentes compras de zapatos. Nancy no había sospechado nada. Cuando pensó en la facilidad con que la habían engañado, se sintió furiosa contra Peter y Nat…, y sobre todo contra sí misma.

Descolgó el teléfono de la cabina cuando sonó; hoy tenía suerte con las conexiones. Mac respondió con la boca llena del desayuno.

– ¿Ummm?

– Mac, soy Nancy.

El hombre tragó la comida a toda prisa.

– Gracias a Dios que me has llamado. Te he buscado por toda Europa. Peter está intentando…

– Lo sé, acabo de enterarme -le interrumpió-. ¿Cuáles son las condiciones del trato?

– Una acción de «General Textiles», más veintisiete centavos en metálico, por cinco acciones de «Black’s».

– ¡Jesús, eso es un regalo!

– A tenor de vuestros beneficios, no es un precio tan bajo…

– ¡Pero el valor de nuestros bienes es mucho más elevado!

– Oye, no he dicho lo contrario -dijo Mac en tono apaciguador.

– Lo siento, Mac, es que estoy muy furiosa.

– Lo comprendo.

Oía a las cinco hijas de Mac pelearse al fondo. También oía el sonido de una radio y el siseo de una tetera.

– Coincido contigo en que la oferta es demasiado baja -prosiguió el hombre, al cabo de un momento-. Se atiene al nivel de beneficios actual, en efecto, pero se desentiende del valor de los bienes y de las perspectivas futuras.

– Ya lo puedes decir.

– Hay algo más.

– Dime.

– Peter continuará durante los cinco años siguientes a la adquisición para encargarse de la operación «Black’s», pero no hay empleo para ti.

Nancy cerró los ojos. Este era el golpe más cruel. Se sintió enferma. El perezoso y estúpido Peter, al que ella había protegido y cobijado, se quedaría; y ella, que había mantenido a flote el negocio, sería despedida.

– ¿Cómo puede hacerme esto? -dijo-. ¡Es mi hermano!

– Lo siento muchísimo, Nan.

– Gracias.

– Nunca confié en Peter.

– Mi padre dedicó su vida a levantar este negocio -gritó Nancy-. No podemos permitir que Peter lo destruya.

– ¿Qué quieres que haga?

– ¿Podemos impedirlo?

– Si asistes a la junta de accionistas, creo que podrás convencer a tu tía y a Danny Riley de que voten en contra…

– El problema es que no puedo asistir. ¿No puedes convencerles tú?

– Es posible, pero no serviría de nada: Peter les supera en votos. Ellos sólo poseen el diez por ciento, cada uno, y Peter el cuarenta.

– ¿No puedes votar en mi nombre?

– Me faltan tus poderes.

– ¿Puedo votar por teléfono?

– Una idea interesante… Creo que se pondría a votación de la junta, y Peter utilizaría su mayoría para derrotar la propuesta.

Permanecieron en silencio mientras se estrujaban los sesos.

Durante la pausa, Nancy se acordó de las normas de educación.

– ¿Cómo está la familia? -preguntó.

– En este momento, sin lavar, sin vestir y sin domar. Y Betty está embarazada.

Nancy se olvidó de sus problemas por un momento.

– ¡No me tomes el pelo! -Pensaba que habían parado de tener hijas; la menor tenía cinco años-. ¡A estas alturas! -Pensaba que ya había averiguado cuál era la causa. Nancy lanzó una carcajada.

– ¡ Felicidades!

– Gracias, aunque Betty se muestra un poco… ambivalente hacia el tema.

– ¿Por qué? Es más joven que yo.

– Pero seis son muchos críos.

– Os lo podéis permitir.

– Sí… ¿Estás segura de que no puedes coger ese avión?

Nancy suspiró.

– Estoy en Liverpool. Southampton dista trescientos kilómetros y el avión despega antes de dos horas. Es imposible.

– ¿Liverpool? Eso no está lejos de Irlanda.

– Ahórrame los datos turísticos…

– Es que el clipper hace escala en Irlanda.

El corazón de Nancy estuvo a punto de detenerse.

– ¿Estás seguro?

– Lo leí en el periódico.

Este dato lo cambiaba de todo, comprendió Nancy, sintiendo renacer sus esperanzas. ¡Podría coger el avión, a pesar de todo!

– ¿Dónde aterriza? ¿En Dublín?

– No, en algún lugar de la costa oeste, pero no me acuerdo del nombre. Aún te queda tiempo.

– Lo comprobaré y te llamaré después. Adiós.

– Oye, Nancy…

– ¿Qué?

– Feliz cumpleaños.

Ella sonrió a la pared.

– Mac, eres grande.

– Buena suerte.

– Adiós.

Colgó y volvió a la recepción. El conserje mayor le dedicó una sonrisa condescendiente. Nancy resistió la tentación de ponerle en su sitio; aún le sería de menos ayuda.

– Creo que el clipper hace escala en Irlanda -dijo, obligándose a adoptar un tono cordial.

– En efecto, señora. En Foynes, en el estuario del Shannon. Ella tuvo ganas de replicar: «¿Y por qué no me lo has dicho antes, presumido de mierda?», pero se limitó a sonreír.

– ¿A qué hora? -preguntó.

El hombre consultó la lista de horarios.

– Está previsto que aterrice a las tres y media y vuelva a despegar a las cuatro y media.

– ¿Podría llegar a tiempo para cogerlo?

La sonrisa tolerante del hombre se desvaneció y la miró con mas respeto.

– No lo había pensado. Son dos horas de vuelo en un aeroplano pequeño. Si encuentra un piloto puede lograrlo.

La tensión de Nancy aumentó. Las posibilidades de conseguir su objetivo ya no parecían tan remotas.

– Consígame un taxi que me lleve al aeródromo cuanto antes, por favor.

El conserje chasqueó los dedos en dirección a un botones.

– ¡Taxi para la señora! -Se volvió a Nancy- ¿Y sus maletas? -Estaban amontonados en el vestíbulo. No cabrán en un avión pequeño.

– Envíelos al barco, por favor.

– Muy bien.

– Hágame la nota cuanto antes.

– Ahora mismo.

Nancy cogió el maletín en el que guardaba sus útiles de aseo imprescindible, el maquillaje y una muda de ropa interior. Abrió una maleta y encontró una blusa limpia, para el día siguiente por la mañana, de seda azul marino, un camisón y una bata. Llevaba sobre el brazo una chaqueta de cachemira gris ligera, que tenía la intención de ponerse en el muelle si el viento era frío. Decidió conservarla; podía necesitarla para abrigarse ene el avión.

Cerró las maletas.

– Su cuenta, señora Lenehan.

Nancy extendió un talón y lo entregó, junto con una propina.

– Muy amable, señora Lenehan. El taxi está esperando.

Salió corriendo y subió a un estrecho automóvil inglés. El conserje colocó el maletín a su lado y dio las instrucciones al chófer.

– ¡Vaya con la mayor rapidez posible! -añadió Nancy-. El coche circuló por el centro de la ciudad con una lentitud insufrible. Nancy golpeteó el suelo del taxi con su zapato de raso gris. El retraso se debía a que unos hombres estaban pintando rayas blancas en mitad de la calle, en los bordillos y alrededor de los árboles que bordeaban la calle. Se preguntó cuál era el propósito, irritada, y después se imaginó que servirían de ayuda a los conductores cuando se produjera el oscurecimiento.

El taxi ganó velocidad a medida que atravesaba los suburbios y salía a campo abierto, donde no tenía lugar preparativos bélicos. Los alemanes no bombardearían los campos, como no fuera por accidente. No paraba de consultar el reloj. Ya eran las doce y media. Si encontraba un avión y un piloto, y le convencía de llevarla sin la menor demora, podría despegar hacia la una. El conserje había dicho dos horas de vuelo. Aterrizaría a las tres. Después, por supuesto, tendría que trasladarse del aeropuerto hasta Foynes, aunque la distancia debía ser corta. Cabía la posibilidad de que llegara con tiempo de sobra. ¿Encontraría algún vehículo que la condujera a los muelles? Intentó serenarse. Tales especulaciones por adelantado eran absurdas.

Se le ocurrió pensar que tal vez el clipper estuviera lleno; todos los barcos estaban.

Apartó el pensamiento de su mente.

Cuando estaba a punto de preguntarle al chófer si faltaba mucho, el coche se desvió bruscamente de la carretera y entró en un campo, atravesando un portal abierto. Mientras el coche traqueteaba sobre la hierba, Nancy divisó un pequeño hangar. A su alrededor pequeños aviones de brillantes colores estaban sujeto a la tierra cubierta de verde césped, como mariposas clavadas sobre un paño de terciopelo. Notó con satisfacción que no había escasez de aparatos. Sin embargo, también necesitaba un piloto, y no se veía ninguno.

El chófer paró junto a la gran puerta del hangar.

– Espéreme, por favor -pidió Nancy mientras bajaba. No quería quedarse sin posibilidad de regresar.

Entró corriendo en el hangar. Había tres aviones en el interior, pero ninguna persona. Salió al sol de nuevo. Alguien tenía que responsabilizarse del lugar, pensó, presa de los nervios. Tenía que haber alguien cerca, de lo contrario la puerta estaría cerrada con llave. Rodeó el hangar hasta la parte posterior, y vio tres hombres de pie junto a un aeroplano.

El aparato era arrebatador. Estaba pintado por completo de amarillo canario, con pequeñas ruedas amarillas que le recordaron a Nancy coches de juguete. Era un biplano, con las alas superiores e inferiores sujetas mediante cables y puntales, y un solo motor en el morro. La hélice apuntaba al aire y la cola se hallaba apoyada en tierra, como un cachorrillo ansioso de que le sacaran a pasear.

Lo estaban aprovisionando de combustible. Un hombre ataviado con un grasiento mono azul y una gorra de tela se encontraba subido a una escalera de mano, vertiendo la gasolina de una lata en una protuberancia del ala situada sobre el asiento delantero. A su lado había un hombre alto y atractivo, de la misma edad que Nancy, que llevaba un casco de vuelo y una chaqueta de cuero. Hablaba animadamente con un hombre vestido con un traje de tweed.

Nancy carraspeó.

– Disculpen -dijo.

Los dos hombres la miraron, pero el alto continuó hablando y los dos desviaron la vista.

No era un buen comienzo.

– Lamento molestarles -insistió Nancy-. Quiero alquilar un avión.

– No puedo ayudarla -dijo el hombre alto, interrumpiendo la conversación.

– Es una emergencia -contestó Nancy.

– No soy un maldito taxista -repuso el hombre, apartando de nuevo la vista.

– ¿Por qué es tan grosero? -preguntó Nancy, irritada.

Su frase consiguió atraer la atención del hombre, que le dirigió una mirada de interés y curiosidad. Nancy advirtió que tenía cejas negras y arqueadas.

– No era mi intención -se disculpó-, pero mi avión no se alquila, ni yo tampoco.

– No se ofenda, por favor -dijo ella, desesperada-, pero si es un problema de dinero, le pagaré lo que sea…

Estaba ofendido. Su expresión se endureció y volvió la cabeza.

Nancy observó que llevaba un traje gris oscuro bajo la chaqueta de cuero, y que sus zapatos negros de tipo oxford eran auténticos, y no imitaciones baratas como las que Nancy fabricaba. Era un hombre de negocios que pilotaba su propio avión por placer, evidentemente.

– ¿Hay algún otro piloto? -preguntó.

El mecánico levantó la vista del depósito de combustible y meneó la cabeza.

– Hoy no -dijo.

– No me dedico a los negocios para perder dinero -dijo el hombre alto a su compañero-. Dígale a Seward que se le paga lo estipulado.

– El problema es que se le han abierto los ojos -contestó el hombre del traje de tweed.

– Lo sé. Dígale que la próxima vez negociaremos una tarifa superior.

– Puede que no le parezca suficiente.

– En este caso, que coja los trastos y se vaya a tomar por el culo.

Nancy quería chiflar de frustración. Tenía delante un avión y un piloto perfectos, pero sus palabras no lograrían que la condujeran a donde deseaba.

– ¡He de ir a Foynes! -gritó, casi al borde de las lágrimas. El hombre alto se giró en redondo.

– ¿Ha dicho Foynes?

– Sí…

– ¿Por qué?

Al menos, había conseguido entablar conversación con él.

– Intento coger el clipper de la Pan American.

– Qué curioso. Yo también.

Recobró de nuevo las esperanzas.

– Dios mío. ¿Se dirige a Foynes?

– Sí. -El aspecto del hombre era sombrío-. Persigo a mi mujer.

A pesar de su excitación, comprendió que se trataba de una declaración muy extraña; semejante confesión revelaba que el hombre era muy débil, o muy seguro de sí mismo.

Nancy miró al avión. Al parecer, tenía dos cabinas, una detrás de la otra.

– ¿El avión es de dos plazas? -preguntó, ansiosa. El hombre la miró de arriba abajo.

– Sí. Dos plazas.

– Lléveme con usted, por favor.

El hombre vaciló, y después se encogió de hombros.

– ¿Por qué no?

Nancy estuvo a punto de desmayarse de alivio.

– Gracias, Dios mío -exclamó-. Le estoy muy agradecida.

– Olvídelo. -El hombre extendió una mano enorme-. Mervyn Lovesey. Encantado de conocerla.

Se estrecharon las manos.

– Nancy Lenehan. Es un placer.


Eddie se dio cuenta por fin de que necesitaba hablar con alguien.

Tenía que ser alguien de su plena confianza; alguien a quien pudiera confiar lo sucedido.

La única persona con la que hablaba de este tipo de cosas era Carol-Ann. Era su confidente. Ni siquiera hablaba de ciertos temas con papá, cuando éste estaba vivo; no le gustaba mostrarse débil ante su padre. ¿Podía confiar en alguien?

Pensó en el capitán Baker. Marvin Baker era el tipo de piloto que gustaba a los pasajeros: apuesto, de mandíbula cuadrada, seguro y confiado. Eddie le respetaba y apreciaba, pero Baker sólo debía lealtad al avión y a los pasajeros, y era muy estricto en el cumplimiento de las normas. Insistiría en que se dirigiera de inmediato a la policía. No le servía.

¿Alguien más?

Sí. Steve Appleby.

Steve era hijo de un leñador de Oregón, un chico alto, de músculos duros como el acero, criado en el seno de una familia católica y muy pobre. Se habían conocido cuando eran guardiamarinas en Annapolis. Habían entablado amistad el primer día, en el inmenso comedor pintado de blanco. Mientras los demás novatos protestaban del rancho, Eddie limpió su plato. Levantó la vista y reparó en otro cadete cuya pobreza le hacía pensar que la comida era excelente: Steve. Sus ojos se encontraron y se entendieron a la perfección.

Su amistad prosiguió cuando salieron de la academia, pues ambos fueron destinados a Pearl Harbor. Cuando Steve se casó con Nella, Eddie fue el padrino, y Steve intercambió papeles con Eddie el año anterior. Steve continuaba en la Marina, destinado en el astillero de Portsmouth (New Hampshire). Ahora se veían con menos frecuencia, pero no importaba, porque su amistad era de aquellas que sobreviven a largos períodos sin contacto. No se escribían, a menos que tuvieran algo importante de contar. Cuando coincidían en Nueva York cenaban, iban a bailar y compartían una estrecha amistad, como si se hubieran visto por ultima vez el día antes. Eddie habría confiado su alma a Steve.

Steve era muy habilidoso. Conseguía lo que los demás no podían: un pase de fin de semana, una botella de licor, un par de entradas para un partido importante…

Eddie decidió que intentaría ponerse en contacto con él.

Se sintió un poco mejor después de haber tomado algo parecido a una decisión. Entró corriendo en el hotel.

Se dirigió a la pequeña oficina y dio el número de la base naval a la propietaria del hotel. Después subió a su habitación. La mujer vendría a buscarle cuando consiguiera la comunicación.

Se quitó el mono. No quería que le interrumpieran en mitad del baño, de modo que se lavó la cara y las manos en el dormitorio, vistiéndose a continuación con una camisa blanca y los pantalones del uniforme. La rutina le calmó un poco, pero estaba muy impaciente. No sabía lo que Steve diría, pero compartir el problema constituiría un alivio.

Se estaba anudando la corbata cuando la propietaria llamó a la puerta. Eddie bajó corriendo la escalera y descolgó el teléfono. Le habían conectado con la operadora de la base.

– Póngame con Steve Appleby, por favor -dijo.

– El teniente Appleby no puede ponerse al teléfono en este momento -contestó la mujer. El corazón le dio un vuelco a Eddie-. ¿Quiere que le dé el recado?

Eddie se sentía amargamente decepcionado. Sabía que Steve no podría agitar una varita mágica y rescatar a Carol-Ann, pero al menos habrían hablado, y tal vez habría surgido alguna idea.

– Señorita, es una emergencia. ¿Dónde diablos está?

– ¿Puede decirme quién le llama, señor?

– Soy Eddie Deakin.

La operadora abandonó al instante su tono formal.

– ¡Hola, Eddie! Fuiste su padrino de bodas, ¿verdad? Soy Laura Gross. Nos conocemos. -Bajó la voz como una conspiradora-. Steve no ha pasado la noche en la base, extraoficialmente.

Eddie gruñó para sí. Steve estaba haciendo algo que no debía… en el momento menos apropiado.

– ¿Cuándo volverá?

– Tenía que haber regresado antes de amanecer, pero aún no ha dado señales de vida.

Peor aún. Steve no sólo se hallaba ausente, sino que tal vez se había metido en algún lío.

– Puedo pasarte con Nella -dijo la operadora-. Está en la oficina.

– Vale, gracias.

No iba a confesar sus problemas a Nella, desde luego, pero quizá averiguaría algo más sobre el paradero de Steve. Dio pataditas en el suelo, nervioso, mientras aguardaba la conexión. Recreó en su mente a Nella: era una muchacha afectuosa de rostro redondo y pelo largo rizado.

Por fin, escuchó su voz.

– ¿Diga?

– Nella, soy Eddie Deakin.

– Hola, Eddie. ¿Dónde estás?

– Llamo desde Inglaterra, Nella. ¿Dónde está Steve?

– ¡Desde Inglaterra! ¡Santo Dios! Steve está, hummm, ilocalizable ahora. ¿Pasa algo? -preguntó, en tono preocupado.

– Sí. ¿Cuándo crees que volverá Steve?

– En el curso de la mañana, tal vez dentro de una hora o así. Eddie, pareces muy nervioso. ¿Qué pasa? ¿Tienes algún problema?

– Dile a Eddie que me llame aquí, si llega a tiempo. Le dio el número de teléfono del Langdown Lawn. Ella lo repitió.

– Eddie, ¿quieres hacer el favor de contarme qué ocurre?

– No puedo. Dile que me llame. Me quedaré aquí otra hora. Después, he de volver al avión… Hoy regresamos a Nueva York.

– Lo que tú digas -dijo Nella, vacilante-. ¿Cómo está Carol-Ann?

– He de irme. Adiós, Nella.

Colgó sin esperar la respuesta. Sabía que se había comportado con rudeza, pero estaba demasiado preocupado para que le importara. Se sentía a punto de estallar.

Como no sabía que hacer, subió la escalera y regresó a su cuarto. Dejó la puerta entreabierta, para oír el timbre del teléfono del vestíbulo, y se sentó en el borde de la cama individual. Tenía ganas de llorar, por primera vez desde que era niño. Sepultó la cabeza entre sus manos.

– ¿Qué voy a hacer?

Recordó el secuestro de Lindbergh. Se publicó en todos los periódicos cuando estaba en Annapolis, siete años antes. Habían asesinado a su hijo.

– Oh, Dios mío, salva a Carol-Ann -rezó.

Ya no solía rezar. Los rezos nunca habían servido de nada a sus padres. Sólo creía en sí mismo. Meneó la cabeza. No era el momento de acudir a la religión. Tenía que pensar y hacer algo.

La gente que había secuestrado a Carol-Ann quería que Eddie subiera al avión, eso estaba claro. Tal vez era motivo suficiente para no hacerlo, pero en este caso no se encontraría con Tom Luther ni averiguaría qué querían de él. Quizá pudiera frustrar sus planes, pero perdería hasta la más ínfima posibilidad de lograr el control de la situación.

Se levantó y abrió su maletín. Sólo podía pensar en Carol-Ann, pero guardó como una autómata los útiles de afeitar, el pijama y la ropa sucia. Se peinó y guardó los cepillos.

El teléfono sonó cuando iba a sentarse otra vez.

Salió de la habitación en dos zancadas. Bajó la escalera como un rayo, pero alguien llegó al teléfono antes que él. Cruzó el vestíbulo y oyó la voz de la propietaria.

– ¿El cuatro de octubre? Voy a ver si quedan plazas libres.

Volvió sobre sus pasos, cabizbajo. Se dijo que Steve tampoco podría hacer nada. Nadie podía ayudarle. Alguien había raptado a Carol-Ann, y Eddie iba a obedecer sus órdenes para recuperarla. Nadie le sacaría del apuro en que se encontraba.

Entristecido, recordó que se habían peleado la última vez que la vio. Nunca se lo perdonaría. Deseó con todo su corazón haberse mordido la lengua. ¿De qué mierda habían discutido? Juró que nunca más se pelearía con ella, si conseguía rescatarla con vida.

¿Por qué sonaba ese jodido teléfono?

Llamaron a la puerta y entró Mickey, vestido con el uniforme de vuelo y cargando la maleta.

– ¿Preparado para marcharnos? dijo en tono jovial. El pánico se apoderó de Eddie.

– ¿Ya es hora?

– ¡Claro!

– Mierda,…

– ¿Qué pasa, tanto te gusta esto? ¿Quieres quedarte a luchar contra los alemanes?

Eddie tenía que concederle unos minutos más a Steve.

– Ve pasando -dijo a Mickey-. Enseguida te alcanzo.

Mickey pareció herirle un poco que Eddie no quisiera acompañarle. Se encogió de hombros.

– Hasta luego -dijo, y se marchó.

¿Dónde cojones estaba Steve Appleby?

Siguió, sentado durante quince minutos, con la vista clavada en el papel pintado.

Por fin, cogió su maleta y bajó la escalera poco a poco, mirando el teléfono como si fuera una serpiente venenosa dispuesta a atacar. Se detuvo en el vestíbulo, esperando que sonara.

El capitán Baker bajó y miró a Eddie, sorprendido. -Vas a llegar tarde -dijo-. Será mejor que vengas conmigo en taxi.

El capitán poseía el privilegio de ir en taxi hasta el hangar.

– Estoy esperando una llamada -contestó Eddie. El capitán frunció levemente el entrecejo.

– Bien, pues ya no puedes esperar más. ¡Vámonos!

Eddie no se movió durante un momento. Después, comprendió la estupidez de la situación. Steve no iba a llamar, y Eddie debía estar en el avión si quería hacer algo. Se obligó a coger la maleta y a salir por la puerta.

Entraron en el taxi que les estaba esperando.

Eddie se dio cuenta de que casi había incurrido en insubordinación. No quería ofender a Baker, que era un buen capitán y siempre trataba a Eddie con suma corrección.

– Lo siento -se disculpó-. Esperaba una llamada de Estados Unidos.

El capitán sonrió, con semblante risueño.

– ¡Coño, pero si llegaremos mañana!

– Tiene razón -contestó Eddie, sombrío.

Estaba solo.

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