Diana Lovesey pisó el muelle de Foynes y se sintió patéticamente agradecida por notar suelo firme bajo los pies.
Estaba triste, pero serena. Había tomado una decisión: no volvería al clipper, no volaría a Estados Unidos y no se casaría con Mark Alder.
Sus rodillas temblaban, y por un momento temió que iba a caerse, pero la sensación desapareció y caminó hacia el puesto de aduanas.
Enlazó su brazo con el de Mark. Se lo diría en cuanto estuvieran solos. Le rompería el corazón, pensó con una punzada de pena; la quería muchísimo. Sin embargo, era demasiado tarde para pensar en eso.
La mayoría de los pasajeros ya habían desembarcado. Las excepciones era la extraña pareja sentada cerca de Diana, el apuesto Frank Gordon y el calvo Ollis Field; se habían quedado a bordo. Lulu Bell no había parado de hablar con Mark. Diana no le hacía caso. Ya no estaba enfadada con Lulu. La mujer era entrometida e insoportable, pero había conseguido que Diana comprendiera la verdad de su situación.
Pasaron por la aduana y salieron del muelle. Se encontraban en el extremo oeste de un pueblo compuesto de una sola calle. Un rebaño de vacas cruzaba la calle, y tuvieron que esperar a que los animales se alejaran.
Diana oyó un comentario de la princesa Lavinia.
– ¿Por qué nos han traído a este villorrio?
– La acompañaré al edificio de la terminal, princesa -dijo Davy, el mozo. Señaló un edificio de grandes dimensiones, que recordaba una posada antigua, con las paredes cubiertas de enredaderas-. Hay un bar muy confortable, llamado la «Taberna de la señora Walsh», donde sirven un whisky irlandés excelente.
Cuando las vacas terminaron de pasar, varios pasajeros siguieron a Davy hasta la «Taberna de la señora Walsh».
– Vamos a dar un paseo por el pueblo -dijo Diana a Mark.
Quería estar a solas con él lo antes posible. É1 sonrió, accediendo a su propuesta. Sin embargo, otros pasajeros tuvieron la misma idea, entre ellos Lulu, y una pequeña multitud se puso a recorrer la calle principal de Foynes.
Había una estación de tren, una oficina de correos y una iglesia, seguidas de dos hileras de casas, construidas con piedra gris; los techos eran de pizarra. Algunas casas tenían tienda en la fachada. Vieron varios carritos tirados por ponys en la calle, pero un solo vehículo motorizado. Los habitantes del pueblo, vestidos con prendas de tweed o hechas en casa, miraban con ojos desorbitados a los visitantes, ataviados con sedas y pieles, y Diana experimentó la sensación de que estaba desfilando en una procesión. Foynes aún no se había acostumbrado a ser un lugar de paso donde se detenía la élite rica y privilegiada del mundo.
Ansiaba que el grupo se dispersara, pero nadie se alejaba un milímetro, como exploradores temerosos de extraviarse. Empezó a sentirse atrapada. El tiempo pasaba.
– Entremos ahí -dijo, cuando pasaron junto a otro bar.
– Qué gran idea -replicó al instante Lulu-. En Foynes no hay nada que ver.
Diana estaba hasta el gorro de Lulu.
– Me gustaría hablar con Mark a solas -dijo, malhumorada.
Mark se mostró turbado.
– ¡Cariño! -protestó.
– No te preocupes -contestó Lulu de inmediato-. Seguiremos paseando y dejaremos solos a los amantes. Ya encontraremos otro bar, si es que no conozco mal Irlanda.
Habló en tono alegre, pero sus ojos no sonreían.
– Lo siento, Lulu -dijo Mark.
– No tienes por qué -contestó la actriz con jovialidad. Diana no quería que Mark se disculpara en su nombre.
Giró sobre sus talones y entró en el edificio, obligándole a seguirla.
El local era oscuro y frío. Había una barra alta, con botellas y barricas detrás. La sala, que tenía el suelo de tablas, albergaba unas pocas mesas y sillas de madera. Dos ancianos sentados en un rincón miraron a Diana. Llevaba una chaquetilla de seda rojo-anaranjada sobre el vestido de lunares. Se sintió como una princesa en una casa de empeños.
Una mujer menuda cubierta con un delantal apareció detrás del mostrador.
– Un coñac, por favor -pidió Diana. Quería armarse de valor. Se sentó a una mesa.
Mark entró…, probablemente después de haber presentado sus excusas a Lulu, pensó Diana con amargura. Tomó asiento a su lado.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Mark.
– Estoy harta de Lulu.
– ¿Por qué fuiste tan grosera?
– No fui grosera. Sólo dije que quería hablar contigo a solas.
– ¿No se te ocurrió una manera más diplomática de decirlo?
– Creo que esa mujer es inmune a las indirectas.
Mark parecía molesto y a la defensiva.
– Bueno, pues estás equivocada. Es una persona muy sensible, aunque aparente lo contrario.
– De todos modos, da igual,
– ¿Cómo que da igual? ¡Has ofendido a una de mis amistades más antiguas!
La camarera trajo el coñac de Diana. Lo bebió a toda prisa para fortalecer el ánimo. Mark pidió una jarra de Guinness.
– Da igual porque he cambiado de opinión sobre todos nuestros proyectos, y no pienso ir a Estados Unidos contigo -replicó Diana.
Mark palideció.
– No lo dirás en serio.
– He estado pensando. No quiero ir. Volveré con Mervyn…, si me deja.
Estaba segura de que no se opondría.
– Tú no le quieres. Me lo dijiste. Y sé que es verdad.
– ¿Qué sabes tú? Nunca has estado casado.
Una expresión dolida apareció en el rostro de Mark. Diana se enterneció y apoyó una mano en su rodilla.
– Tienes razón, no quiero a Mervyn como te quiero a ti. -Se sintió avergonzada de sí misma, y apartó la mano-. Pero no está bien.
– He prestado demasiada atención a Lulu -confesó Mark, arrepentido-. Lo siento, cariño. Perdóname. Creo que me he enrollado tanto con ella porque hacía mucho tiempo que no la veía. No te he hecho caso. Esta es nuestra gran aventura, y me he olvidado durante una hora. Perdóname, por favor.
Se mostraba tierno cuando comprendía que se había equivocado; su expresión apenada recordaba la de un colegial. Diana se obligó a recordar lo que había sentido una hora antes.
– No se trata sólo de Lulu -dijo-. Creo que mi comportamiento ha sido imprudente.
La camarera trajo la bebida de Mark, pero éste no la tocó.
– He dejado todo lo que tenía -prosiguió Diana-. Casa, marido, amigos y país. Voy a cruzar el Atlántico en avión, que es muy peligroso. Y viajo hacia un país desconocido en el que no tengo amigos, dinero ni nada.
Mark parecía abatido.
– Dios mío, ahora me doy cuenta de lo que hecho. Te he abandonado cuando te sentías más vulnerable. Nena, soy un capullo redomado. Te prometo que nunca volverá a suceder.
Tal vez cumpliera su promesa, y tal vez no. Era cariñoso, pero también descuidado. Ceñirse a un plan no era su estilo. Ahora era sincero, pero ¿recordaría su juramento la próxima vez que se encontrara con una vieja amistad? Su actitud despreocupada ante la vida fue lo primero que cautivó a Diana; y ahora, irónicamente, comprendía que esa actitud le hacía poco digno de confianza. En cambio, si algo se podía decir en favor de Mervyn, era lo contrario: buenas o malas, sus costumbres nunca se alteraban.
– Creo que no puedo confiar en ti -dijo Diana.
– ¿Cuándo te he decepcionado? -preguntó él, algo irritado.
A ella no se le ocurrió ningún ejemplo.
– De todos modos, lo harás.
– Lo importante es que tú quieres dejar atrás todo eso. Eres infeliz con tu marido, tu país está en guerra y estás hasta la coronilla de tu hogar y de tus amistades… Tú me lo has dicho.
– Hasta la coronilla, pero no asustada.
– No tienes por qué estar asustada. Estados Unidos es como Inglaterra. La gente habla el mismo idioma, va a ver las mismas películas, escucha las mismas orquestas de jazz. Te va a encantar. Yo cuidaré de ti, te lo prometo.
Ojalá pudiera creerle, pensó Diana.
– Y no te olvides de otra cosa -siguió Mark-. Hijos.
La palabra llegó al fondo de su corazón. Deseaba con toda su alma tener un hijo, y Mervyn se oponía radicalmente. Mark sería un buen padre, cariñoso, alegre y tierno. Se sintió confusa, y su decisión se tambaleó. Al fin y al cabo, tal vez debería rendirse. ¿Qué significaban para ella el hogar y la seguridad si no podía tener una familia?
¿Y si Mark la abandonaba antes de llegar a California? ¿Y si otra Lulu aparecía en Reno, justo después del divorcio, y Mark se fugaba con ella? Diana se quedaría sin marido, sin hijos, sin dinero y sin hogar.
Deseó haber reflexionado más antes de decirle sí. En lugar de echarle los brazos al cuello y acceder a todo, tendría que haber pensado en el futuro, sin descuidar el menor detalle. Tendría que haberle pedido una especie de seguridad, aunque sólo hubiera sido un billete de vuelta por si las cosas se torcían. Claro que eso le habría ofendido y, en cualquier caso, se necesitaría algo más que un billete para cruzar el Atlántico, ahora que la guerra había estallado.
No sé lo que tendría que haber hecho, pensó abatida, pero ya es demasiado tarde para arrepentirse. He tomado mi decisión y no quiero que me disuada.
Mark le cogió las manos. Ella estaba demasiado triste para apartarlas.
– Puesto que has cambiado de opinión una vez, hazlo otra vez -dijo, en tono persuasivo-. Ven conmigo, casémonos y tengamos hijos. Viviremos en una casa a pie de playa, y nuestros críos chapotearán en las olas. Serán rubios y bronceados, y crecerán jugando al tenis, practicando el surfing y pedaleando en bicicletas. ¿Cuántos niños quieres? ¿Dos? ¿Tres? ¿Seis?
Pero Diana había superado su momento de debilidad.
– No está bien, Mark. Voy a volver a casa.
Leyó en los ojos de Mark que ahora le creía. Intercambiaron una mirada de tristeza. Durante un rato, los dos guardaron silencio.
Entonces, Mervyn entró.
Diana no daba crédito a sus ojos. Le miró como si fuera un fantasma. ¡No podía estar aquí, era imposible!
– De modo que os he cazado -dijo, con su familiar voz de barítono.
Emociones contradictorias se apoderaron de Diana. Estaba consternada, conmovida, asustada, aliviada, turbada y avergonzada. Se dio cuenta de que su marido observaba sus manos entrelazadas con las de otro hombre. Se soltó de Mark con brusquedad.
– ¿Qué te pasa? ¿Qué ocurre? -preguntó Mark.
Mervyn se acercó a la mesa y se quedó de pie con los brazos en jarras, observándoles.
– ¿Quién demonios es este pelmazo? -preguntó Mark.
– Mervyn dijo Diana con voz débil.
– ¡Caramba!
– Mervy…, ¿cómo has llegado aquí? -preguntó Diana.
– Volando -respondió él, con su concisión habitual. Diana reparó en que llevaba una chaqueta de cuero y sostenía un casco bajo el brazo.
– Pero…, ¿cómo supiste dónde estábamos?
– En tu carta me decías que te marchabas en avión a Estados Unidos, y sólo hay una forma de hacerlo -replicó Mervyn, con una nota triunfal en la voz.
Ella se dio cuenta de que su marido estaba complacido consigo mismo por haber descubierto dónde se hallaba y haberla interceptado, contra todo pronóstico. Nunca había imaginado que podría alcanzarla en su aeroplano; ni siquiera había pasado por su mente. Una oleada de gratitud por su hazaña la invadió.
Mervyn se sentó frente a ellos.
– Tráigame un whisky irlandés doble -pidió a la camarera.
Mark levantó su cerveza y bebió con nerviosismo. Diana le miró. Al principio, pareció intimidado por Mervyn, pero ahora había comprendido que Mervyn no se iba a enzarzar en una pelea a puñetazo limpio. Su expresión reflejaba inquietud. Acercó la silla a la mesa unos centímetros, como para distanciarse de Diana. Quizá se sentía avergonzado por el hecho de haber sido descubiertos cogidos de las manos.
Diana bebió un poco de coñac para procurarse fuerzas. Mervyn la contemplaba con fijeza. Su expresión de perplejidad y dolor casi la había impulsado a echarle los brazos al cuello. Había recorrido una enorme distancia sin saber qué clase de recibimiento encontraría. Alargó la mano y le tocó el brazo, como para darle ánimos.
Ante su sorpresa, Mervyn pareció incómodo y lanzó una mirada de preocupación a Mark, como desconcertado por el hecho de que su mujer le tocara en presencia de su amante. Le sirvieron el whisky y lo bebió de un trago. Mark parecía herido, y volvió a acercar la silla a la mesa.
Diana estaba confusa. Nunca se había encontrado en una situación semejante. Los dos la amaban. Se había acostado con ambos…, y ambos lo sabían. Era insoportablemente embarazoso. Quería consolar a los dos, pero tenía miedo de hacerlo. Se reclinó en su silla, a la defensiva, alejándose de ellos.
– No quería hacerte daño, Mervyn -dijo.
Él la miró con dureza.
– Te creo.
– Tú… ¿comprendes lo que ha ocurrido?
– Como soy un alma sencilla, capto lo esencial -respondió su marido con sarcasmo-. Te has largado con tu querido. -Miró a Mark y se inclinó hacia adelante, como dispuesto a agredirle-. Un norteamericano, por lo que veo, el típico calzonazos que te permitirá hacer lo que te dé la gana.
Mark se apoyó contra el respaldo de la silla y no dijo nada, pero contempló a Mervyn con atención. Mark no era un camorrista. Tampoco parecía ofendido, sino sólo intrigado. Mervyn había sido un personaje importante en la vida de Mark, aunque jamás se habían visto. Mark debía haberse consumido de curiosidad durante todos estos meses acerca del hombre con el que Diana dormía cada noche. Ahora que le estaba descubriendo, se sentía fascinado. Mervyn, al contrario, no mostraba el menor interés por Mark.
Diana contempló a los dos hombres. No podían ser más diferentes. Mervyn era alto, agresivo, nervioso, áspero; Mark era bajo, pulcro, vivaz, liberal. Se le ocurrió que Mark tal vez utilizaría esta escena para alguno de sus guiones.
Los ojos de Diana se llenaron de lágrimas. Sacó un pañuelo y se sonó.
– Sé que he sido imprudente -musitó.
– ¡Imprudente! -estalló Mervyn, burlándose de la inadecuada palabra-. Te has portado como una imbécil.
Diana parpadeó. Su menosprecio siempre le llegaba al alma, pero esta vez se lo merecía.
La camarera y los dos viejos del rincón seguían la conversación con indisimulado interés.
– ¿Puedes traerme un bocadillo de jamón, cielo? -dijo Mervyn a la camarera.
– Con mucho gusto -respondió ella. Mervyn siempre caía bien a las camareras.
– Es que… En los últimos tiempos me sentía muy desdichada -dijo Diana-. Sólo buscaba un poco de felicidad.
– ¡Buscabas un poco de felicidad! En Estados Unidos…, donde no tienes amigos, parientes ni casa… ¿Dónde está tu sentido común?
Diana agradecía su llegada, pero deseaba que se mostrara más amable. Sintió la mano de Mark sobre su hombro.
– No le escuches -dijo en voz baja-. ¿Por qué no vas a ser feliz? No es malo.
Diana miró con temor a Mervyn, asustada de ofenderle aún más. Quizá la iba a repudiar. Sería sumamente humillante que la rechazara delante de Mark (y mientras la horrible Lulu Bell estuviera cerca). Era capaz: solía obrar así. Ojalá no la hubiera seguido. Significaba que debería tomar una decisión sin más tardanza. Si hubiera contado con más tiempo, Diana habría curado su orgullo herido. Esto era demasiado precipitado. Diana levantó la jarra y la acercó a sus labios, pero la dejó sobre la mesa sin tocarla.
– No me apetece -dijo.
– Supuse que querrías una taza de té -dijo Mark.
Eso era justo lo que ella deseaba.
– Sí, me encantaría.
Mark se aproximó a la barra y pidió el té.
Mervyn nunca lo habría hecho; según su forma de pensar, eran las mujeres quienes pedían el té. Dedicó a Mark una mirada de despreció.
– ¿Ese es mi fallo? -preguntó a Diana, irritado-. No irte a buscar el té, ¿verdad? Además de traer el dinero a casa, quieres que haga de criada.
Le trajeron el bocadillo, pero no comió.
Diana no supo qué contestarle.
– No hace falta que armes una trifulca.
– ¿No? ¿Qué mejor momento que ahora? Te largas con este patán, sin despedirte, dejándome una estúpida nota…
Sacó un trozo de papel del bolsillo de la chaqueta y Diana reconoció su carta. Enrojeció, humillada. Había derramado lágrimas sobre aquella nota; ¿cómo podía exhibirla en un bar? Se apartó de él, resentida.
Trajeron el té y Mark cogió la tetera.
– ¿Desea que un patán le sirva una taza de té? -preguntó a Mervyn.
Los dos irlandeses del rincón estallaron en carcajadas, pero Mervyn no alteró la expresión y calló.
Diana empezó a sentirse irritada con él.
– Puede que sea una necia, Mervyn, pero tengo derecho a ser feliz.
Él apuntó un dedo acusador en dirección a su mujer.
– Hiciste un juramento cuando te casaste conmigo y no tienes derecho a dejarme.
La frustración alimentó el furor de Diana. Mervyn era inflexible, y explicarle algo era como hablar con una piedra. ¿Por qué no podía ser razonable? ¿Por qué estaba siempre tan seguro de que él tenía razón y los demás se equivocaban?
De pronto, se dio cuenta de que conocía muy bien esta sensación. La había experimentado una vez a la semana, como mínimo, durante cinco años. En las últimas horas, a causa del pánico que la había invadido en el avión, había olvidado lo horrible que era, la desdicha que le producía. Ahora, todo aquello se reproducía de nuevo, como el horror de una pesadilla recordada.
– Ella puede hacer lo que le plazca, Mervyn -dijo Mark-.
No puedes obligarla a nada. Es una mujer adulta. Si quiere volver contigo a casa, lo hará; si quiere ir a Estados Unidos y casarse conmigo, también lo hará.
Mervyn descargó un puñetazo sobre la mesa.
– ¡No va a casarse con usted, porque ya está casada conmigo!
– Puede obtener el divorcio.
– ¿Alegando qué?
– En Nevada no hace falta alegar nada.
Mervyn dirigió su mirada encolerizada a Diana.
– No te irás a Nevada. Volverás a Manchester conmigo. Diana miró a Mark. Él sonrió.
– No has de obedecer a nadie -dijo Mark-. Haz lo que quieras.
– Ponte la chaqueta -ordenó Mervyn.
Mervyn, con su manera desatinada, había devuelto a Diana el sentido común. Ahora comprendía que su miedo a volar y su angustia acerca de vivir en Estados Unidos eran preocupaciones nimias comparada con la pregunta más importante de todas: ¿con quién quería vivir? Amaba a Mark, y Mark la amaba a ella, y todas las demás consideraciones eran marginales. Una tremenda sensación de alivio se derramó sobre ella cuando tomó la decisión y la anunció a los dos hombres que la querían. Contuvo la respiración.
– Lo siento, Mervyn -dijo. Me voy con Mark.
Nancy Lenehan se permitió un minuto de júbilo cuando miró desde el Tiger Moth de Mervyn Lovesey y vio el clipper de la Pan American flotando majestuosamente en las aguas serenas del estuario del Shannon.
Las probabilidades estaban en su contra, pero había atrapado a su hermano y malogrado su plan, al menos en parte. Hay que levantarse muy temprano para ganarle la partida a Nancy Lenehan, pensó, en un raro momento de autoalabanza.
Peter iba a llevarse el susto de su vida cuando la viera.
Mientras el pequeño aeroplano amarillo volaba en círculos y Mervyn buscaba un sitio para aterrizar, Nancy empezó a sentirse tensa al pensar en el inminente enfrentamiento con su hermano. Aún le costaba creer que la hubiera engañado y traicionado sin el menor escrúpulo. ¿Cómo pudo hacerlo? Cuando eran niños, se bañaban juntos. Ella le había puesto rodilleras, explicado cómo se hacían los niños, y siempre le había dado un trozo de su chicle. Ella había guardado sus secretos, pero le había revelado los suyos. Cuando se hicieron mayores, Nancy alimentó el ego de su hermano, procurando no avergonzarle nunca por ser mucho más inteligente que él, a pesar de que era una mujer.
Siempre había cuidado de él. Y cuando papá murió, permitió que Peter se convirtiera en presidente de la empresa. Esto le había costado muy caro. No sólo había reprimido sus ambiciones para dejarle paso; al mismo tiempo, había frustrado un incipiente romance, porque Nat Ridgeway, el brazo derecho de papá, había renunciado cuando Peter se hizo cargo del negocio. Ya nunca sabría en qué habría desembocado aquel romance, porque Nat Ridgeway se había casado.
Su amigo y abogado, Patrick MacBride, la había aconsejado que no cediera a Peter la presidencia, pero ella había hecho caso omiso de su consejo, actuando contra sus propios intereses, porque sabía lo herido que se sentiría Peter cuando la gente pensara que no daba la talla de su padre. Cuando recordaba todo cuanto había hecho por él, y pensaba a continuación en los engaños y mentiras de Peter, le daban ganas de llorar de rabia y resentimiento.
Estaba desesperadamente impaciente por encontrarle, plantarse frente a él y mirarle a los ojos. Quería saber cómo reaccionaría y qué le diría.
También se encontraba ansiosa por presentar batalla. Alcanzar a Peter sólo era el primer paso. Tenía que subir al avión de entrada, pero si iba lleno tendría que convencer a alguien para que le vendiera su billete, utilizar sus encantos para persuadir al capitán, o incluso emplear el soborno. Luego, cuando llegara a Boston, debería convencer a los accionistas menores, a su tía Tilly y a Danny Riley, el viejo abogado de su padre, de que se negaran a vender sus acciones a Nat Ridgeway. Estaba segura de poder conseguirlo, pero Peter no se rendiría sin presentar batalla, y Nat Ridgeway era un oponente formidable.
Mervyn posó el avión en el terreno de una granja cercana a la aldea. En una sorprendente demostración de buenos modales, ayudó a Nancy a bajar a tierra. Cuando pisó por segunda vez suelo irlandés, Nancy pensó en su padre, quien, si bien no paraba de hablar del viejo país, jamás lo había visitado. Lástima. Le habría gustado saber que sus hijos habían pasado por Irlanda, pero saber que su hijo había arruinado la empresa a la que había dedicado toda su vida le habría partido el corazón. Mejor que no estuviera vivo para verlo.
Mervyn aseguró el aparato con una cuerda. Nancy se alegró de dejarlo atrás. Aunque era bonito, casi la había matado. Aún se estremecía cada vez que recordaba el descenso hacia el acantilado. No tenía la intención de meterse en un avión pequeño nunca más.
Caminaron a buen paso hacia el pueblo, siguiendo a una carreta tirada por caballos que iba cargada de patatas. Nancy percibió que Mervyn experimentaba una mezcla de triunfo y temor. Como a ella, le habían engañado y traicionado, y no había querido resignarse. Y, al igual que ella, su mayor satisfacción provenía de frustrar las expectativas de aquellos que habían conspirado contra él. A los dos todavía les esperaba el auténtico reto.
Una única calle atravesaba Foynes. Hacia la mitad se encontraron con un grupo de personas bien vestidas que sólo podían ser pasajeros del clipper: daba la impresión de que pasearan por el set que no les correspondía de un estudio cinematográfico.
– Estoy buscando a la señora Diana Lovesey -dijo Mervyn, acercándose a ellos-. Creo que viaja a bordo del clipper.
– ¡Ya lo creo! -exclamó una mujer, que Nancy reconoció como la estrella de cine Lulu Bell. El tono de su voz sugería que la señora Lovesey no le caía bien. Nancy volvió a preguntarse cómo sería la mujer de Mervyn.
– La señora Lovesey y su… ¿acompañante?, entraron en un bar que hay siguiendo la calle -explicó Lulu Bell.
– ¿Puede indicarme dónde está el despacho de billetes? -preguntó Nancy.
– ¡Si alguna vez me dan el papel de guía de turismo, no necesitaré ensayar! -dijo Lulu, y los pasajeros rieron-El edificio de las líneas aéreas está al final de la calle, pasada la estación de tren y frente al puerto.
Nancy le dio las gracias y continuó andando. Mervyn ya se había adelantado, y tuvo que correr para alcanzarle. Sin embargo, se detuvo de repente cuando divisó a dos hombres que subían por la calle, enzarzados en una animada conversación. Nancy les miró con curiosidad, preguntándose por qué se había parado Mervyn. Uno era un petimetre de cabello plateado, que vestía un traje negro y un chaleco color gris gaviota, un pasajero del clipper, sin duda. El otro era un espantajo alto y flaco, con el cabello tan corto que parecía calvo y la expresión de alguien que acaba de despertar de una pesadilla. Mervyn se dirigió hacia el espantajo.
– Usted es el profesor Hartmann, ¿verdad? -dijo.
La reacción del hombre fue de absoluto sobresalto. Retrocedió un paso y alzó las manos, como si pensara que le iba a atacar.
– No pasa nada, Carl -dijo su compañero.
– Me sentiría muy honrado de estrechar su mano, señor -dijo Mervyn.
Hartmann bajó los brazos, aunque todavía parecía a la defensiva. Se dieron la mano.
El comportamiento de Mervyn sorprendió a Nancy. Había pensado que Mervyn Lovesey no aceptaba la superioridad de nadie en el mundo, pero ahora actuaba como un colegial que le pidiera el autógrafo a una estrella de béisbol.
– Me alegro de ver que consiguió escapar -continuó Mervyn-. Todos temimos lo peor cuando desapareció. Por cierto, me llamo Mervyn Lovesey.
– Le presentó a mi amigo el barón Gabon -dijo Hartmann-, que me ayudó a escapar.
Mervyn estrechó la mano de Gabon.
– No les molestaré más -dijo-. Bon voyage, caballeros.
Hartmann ha de ser alguien muy especial, pensó Nancy, para haber apartado a Mervyn, siquiera por unos momentos, de la obsesiva persecución de su mujer.
– ¿Quién es? -preguntó, mientras caminaban por la calle.
– El profesor Carl Hartmann, el físico más importante de mundo -respondió Mervyn-. Está trabajando en la desintegración del átomo. Tuvo problemas con los nazis por culpa de sus ideas políticas, y todo el mundo pensó que había muerto.
– ¿Cómo es que le conoce?
– Yo estudié física en la universidad. Pensé en dedicarme a la investigación, pero no tengo la paciencia necesaria. Sin embargo, me mantengo informado sobre los avances. Se han producido sorprendentes descubrimientos en ese campo durante los últimos diez años.
– ¿Por ejemplo?
– Una austríaca, otra refugiada del nazismo, por cierto, llamada Lise Meitner, que trabaja en Copenhague, consiguió dividir el átomo de uranio en dos átomos más pequeños, bario y criptón.
– Pensaba que los átomos eran indivisibles.
– Como todos, hasta hace poco. Lo más sorprendente es que, cuando ocurre, se produce una potentísima explosión; por eso están tan interesados los militares. Si llegan a controlar el proceso, podrán fabricar la bomba más destructiva jamás conocida.
Nancy miró al hombre asustado y harapiento de mirada enloquecida.
– Me sorprende que le permitan deambular sin vigilancia -comentó.
Estoy seguro de que le vigilan -dijo Mervyn-. Fíjese en ese tipo.
Nancy siguió la dirección que Mervyn había indicado con un cabeceo y miró al otro lado de la calle. Otro pasajero del clipper paseaba sin compañía, un hombre alto, corpulento, ataviado con un sombrero hongo, traje gris y chaleco rojo vivo.
– ¿Cree que es su guardaespaldas?
Mervyn se encogió de hombros.
– Tiene pinta de policía. Es posible que Hartmann no lo sepa, pero yo diría que tiene un ángel guardián como la copa de un pino.
Nancy no pensaba que Mervyn fuera tan observador.
– Me parece que éste es el bar -dijo Mervyn, pasando de lo cósmico a lo mundano sin pestañear. Se paró frente a la puerta.
– Buena suerte -le deseó Nancy.
Lo decía de todo corazón. De una forma curiosa, había llegado a apreciarle, a pesar de sus groseros modales. Mervyn sonrió.
– Gracias. Le deseo lo mismo.
Entró en el local y Nancy continuó andando por la calle.
Al final, al otro lado de la carretera que salía del puerto, había un edificio casi oculto bajo las enredaderas, más grande que cualquier otra estructura del pueblo. Nancy se encontró en el interior con una oficina improvisada y un joven apuesto vestido con el uniforme de la Pan American. La miró con cierto brillo en los ojos, a pesar de que sería unos quince años más joven que ella.
– Quiero comprar un billete para Nueva York -dijo Nancy.
El joven se quedó sorprendido e intrigado.
– ¡Caramba! No solemos vender billetes aquí… De hecho, no tenemos.
No parecía un problema serio. Nancy sonrió; una sonrisa siempre ayudaba a superar obstáculos burocráticos triviales.
– Bueno, un billete es un simple trozo de papel -dijo. Si yo le pago la tarifa, supongo que me dejará subir al avión, ¿verdad?
El joven sonrió. Nancy supuso que, si estaba en sus manos, accedería a la petición.
– Pues sí, pero el avión va lleno.
– ¡Maldición! -masculló Nancy. Se sintió vencida. ¿Había pasado tantas vicisitudes para nada? Aún no estaba dispuesta a tirar la toalla-. Tiene que haber algo. No necesito una cama. Dormiré en el asiento. Me conformaría con una de las plazas reservadas a los tripulantes.
– No puede comprar una plaza de tripulante. Lo único que queda libre es la suite nupcial.
– ¿Puedo quedármela? -preguntó Nancy, esperanzada. -Caramba, ni siquiera sé lo que vale…
– Pero podría averiguarlo, ¿verdad?
– Imagino que debe costar, como mínimo, el doble de la tarifa normal, que serían unos setecientos cincuenta pavos sólo de ida, pero es posible que sea más cara.
A Nancy le daba igual que costara siete mil dólares. -Le daré un cheque en blanco -dijo.
– Necesita muchísimo coger ese avión, ¿no?
– He de estar en Nueva York mañana. Es… muy importante.
No consiguió encontrar palabras para explicar lo importante que era.
– Vamos a consultarlo con el capitán -dijo el empleado-. Sígame, señora.
Nancy, mientras caminaba detrás de él, se preguntó si habría malgastado sus esfuerzos con alguien carente de autoridad para tomar una decisión.
El muchacho la condujo a una oficina en el piso superior. Había seis o siete tripulantes del clipper en mangas de camisa, fumando y bebiendo café mientras estudiaban mapas y predicciones meteorológicas. El joven la presentó al capitán Marvin Baker. Cuando el apuesto capitán le estrechó la mano, Nancy experimentó la curiosa sensación de que iba a tomarle el pulso, porque sus ademanes eran los típicos de un médico de cabecera.
– Capitán -explicó el joven-, la señorita Lenehan necesita trasladarse a Nueva York con la máxima urgencia, y está dispuesta a pagar el precio de la suite nupcial. ¿Podemos aceptarla?
Nancy aguardó ansiosamente la respuesta, pero el capitán formuló otra pregunta.
– ¿Viaja su esposo con usted, señora Lenehan?
Nancy agitó sus pestañas, una maniobra muy útil siempre que necesitaba persuadir a un hombre de hacer algo.
– Soy viuda, capitán.
– Lo siento. ¿Lleva equipaje?
– Sólo este maletín.
– Estaremos encantados de que viaje con nosotros a Nueva York, señora Lenehan -dijo el capitán.
– Gracias a Dios -exclamó Nancy-. No sabe lo importante que es para mí.
Sintió que las rodillas le flaqueaban por un momento. Se sentó en la silla más próxima. La molestaba mucho revelar sus sentimientos. Para disimular, rebuscó en su bolso y sacó el talonario. Firmó un talón en blanco con mano temblorosa y se lo dio al empleado.
Había llegado el momento de enfrentarse con Peter.
– He visto algunos pasajeros en el pueblo -dijo-. ¿Dónde están los demás?
– La mayoría han ido a la «Taberna de la señora Walsh» -indicó el joven-. Es un bar que hay en este edificio. Se entra por la parte de al lado.
Nancy se levantó. Los temblores habían desaparecido.
– Les estoy muy agradecida -dijo.
– Ha sido un placer ayudarla.
Nancy se marchó.
Mientras cerraba la puerta, oyó que los hombres comentaban entre sí, y adivinó que estarían realizando observaciones procaces sobre la atractiva viuda que podía permitirse el lujo de firmar talones en blanco.
Salió al exterior. La tarde era agradable, el sol no calentaba en exceso y el aire transportaba el aroma salado del mar. Ahora, debería buscar a su hermano desleal.
Rodeó el edificio y entró en el bar.
Era el tipo de lugar al que nunca iba: oscuro, pequeño amueblado con tosquedad, muy masculino. Había sido pensado para servir cerveza a pescadores y granjeros, pero ahora estaba lleno de millonarios que bebían combinados. La atmósfera estaba cargada y se hablaba a voz en grito en varios idiomas; daba la impresión de que los pasajeros creían encontrarse en una fiesta. ¿Eran imaginaciones suyas, o detectaba cierta nota de histeria en las carcajadas? ¿Servía el jolgorio para disimular el nerviosismo que provocaba el largo vuelo sobre el océano?
Examinó las caras y localizó la de Peter.
El no reparó en su hermana.
Ella le miró durante un momento, hirviendo de cólera. Sus mejillas enrojecieron de furor. Notó una imperiosa necesidad de abofetearle, pero reprimió su ira. No iba a revelar lo disgustada que estaba. Lo más inteligente era proceder con frialdad.
Estaba sentado en un rincón acompañado por Nat Ridgeway. Otra conmoción. Nancy sabía que Nat había ido a París para asistir a los desfiles de modas, pero no había pensado que regresaría en el mismo vuelo de Peter. Ojalá no estuviera. La presencia de un antiguo amorío sólo contribuía a complicar las cosas. Debería olvidar que una vez le había, besado. Apartó el pensamiento de su mente.
Nancy se abrió paso entre la multitud y avanzó hacia su mesa. Nat fue el primero en levantar la vista. Su rostro expresó sobresalto y culpabilidad, lo cual satisfizo en cierta manera a Nancy. Al darse cuenta de su expresión, Peter también, alzó la mirada.
Nancy le miró a los ojos.
Peter palideció y empezó a levantarse de la silla.
– ¡Dios mío! -exclamó. Parecía muerto de miedo.
– ¿Por qué estás tan asustado, Peter? -preguntó Nancy con desdén.
El tragó saliva y se hundió en la silla.
– Pagaste un billete en el SS Oriana, sabiendo que no ibas a utilizarlo; fuiste a Liverpool conmigo y te inscribiste en el hotel Adelphi, a pesar de que no ibas a quedarte; ¡y todo porque tenías miedo de decirme que ibas a coger el clipper! Peter la miró, pálido y en silencio.
Nancy no tenía intención de pronunciar un discurso, pero las palabras acudieron a su boca.
– ¡Ayer te escabulliste del hotel y te marchaste a toda prisa a Southampton, confiando en que yo no lo descubriría! -Se inclinó sobre la mesa, y Peter reculó-. ¿De qué estás tan asustado? ¡No voy a morderte!
Peter se encogió al escuchar la última palabra, como si Nancy fuera a hacerlo.
Nancy no se había molestado en bajar la voz. Las personas de las mesas cercanas se habían callado. Peter miró a su alrededor con expresión preocupada.
– No me extraña que te sientas como un imbécil. ¡Después de todo lo que he hecho por ti! ¡Te he protegido durante todos estos años, ocultando tus estúpidas equivocaciones, permitiendo que accedieras a la presidencia de la compañía a pesar de que no eres capaz ni de organizar una tómbola de caridad! ¡Y después de todo esto, has intentado robarme el negocio! ¿Cómo pudiste hacerlo? ¿No te sientes como una rata inmunda?
Peter enrojeció hasta la raíz de los cabellos.
– Nunca me has protegido; sólo has mirado por ti -protestó su hermano-. Siempre quisiste ser el jefe, pero no conseguiste el puesto. Lo conseguí yo, y desde entonces has conspirado para arrebatármelo.
Era un análisis tan injusto que Nancy dudó entre reír, llorar o escupirle en la cara.
– He conspirado desde entonces para que conservaras la presidencia, idiota.
Peter sacó unos papeles del bolsillo con un además ampuloso.
– ¿Así?
Nancy reconoció su informe.
– Ya lo creo -replicó-. Este plan es la única manera de que conserves el puesto.
– ¡Mientras tú te haces con el control! Me di cuenta enseguida.
– La miró con aire desafiante-. Por eso preparé mi propio plan.
– Que no ha funcionado -dijo Nancy, en tono triunfal-. Tengo una plaza en el avión y vuelvo para asistir a la junta de accionistas. -Por primera vez, se dirigió a Nat Ridgeway-. Creo que seguirás sin controlar «Black’s Boots», Nat.
– No estés tan segura -dijo Peter.
Nancy le miró. Se mostraba petulantemente agresivo. ¿Se habría guardado un as en la manga? No era tan listo.
– Cada uno de nosotros posee un cuarenta por ciento, Peter. Tía Tilly y Danny Riley, el resto. Siempre han seguido mis instrucciones. Me conocen y te conocen. Yo gano dinero y tú lo pierdes, y ellos lo saben, aunque te respetan en memoria de papá. Votarán lo que yo les diga.
– Riley votará por mí -insistió Peter.
Su tozudez consiguió preocuparla.
– ¿Por qué va a votar por ti, cuando prácticamente has arruinado la empresa? -preguntó, malhumorada, pero no estaba tan segura como intentaba aparentar.
Peter captó su nerviosismo.
– Ahora soy yo el que te ha asustado, ¿verdad? -rió.
Por desgracia, tenía razón. La preocupación de Nancy aumentó. Peter no parecía tan derrotado como debería. Debía averiguar si sus fanfarronadas se basaban en algo concreto.
– Creo que estás diciendo tonterías -se burló Nancy.
– No, te equivocas.
Si continuaba azuzándole, se sentiría obligado a demostrarle que estaba en lo cierto.
– Siempre finges guardar un as en la manga, pero al final resulta que no hay nada.
– Riley me lo ha prometido.
– Riley es tan de fiar como una serpiente de cascabel -replicó ella.
Su flecha acertó en la diana.
– No si recibe… un incentivo.
De modo que se trataba de eso: habían sobornado a Danny Riley. Muy preocupante. Danny Riley y corrupción eran sinónimos. ¿Qué le habría ofrecido Peter? Tenía que saberlo, a fin de frustrar el soborno u ofrecerle más.
– Bien, si tu plan se apoya en la fiabilidad de Danny Riley, no tengo por qué preocuparme -dijo Nancy, lanzando una carcajada despreciativa.
– Se apoya en la codicia de Riley -dijo Peter.
– Yo, en tu lugar, me mantendría escéptica respecto a eso -dijo Nancy dirigiéndose a Nat.
– Nat sabe que es verdad -dijo untuosamente Peter.
Estaba claro que Nat prefería guardar silencio, pero cuando los dos le miraron asintió con la cabeza, a regañadientes.
– Nat le dará a Riley un buen empleo en «General Textiles» -explicó Peter.
El golpe casi dejó sin respiración a Nancy. Nada le habría gustado más a Riley que poner el pie en la puerta de una gran empresa como «General Textiles». Para un pequeño bufete de abogados de Nueva York era la oportunidad de su vida. Por un soborno así, Riley vendería a su madre.
Las acciones de Peter sumadas a las de Riley alcanzaban el cincuenta por ciento. Las de Nancy más las de tía Tilly también llegaban al cincuenta por ciento. El voto decisivo del presidente, Peter, dirimiría el empate.
Peter comprendió que había vencido a Nancy, y se permitió una sonrisa de triunfo.
Pero Nancy no se resignaba a la derrota. Cogió una silla y se sentó. Concentró su atención en Nat Ridgeway. Había notado su desaprobación durante toda la discusión. Se preguntó si sabía que Peter había obrado a espaldas de ella. Decidió plantear la cuestión.
– Tú sabías que Peter me estaba engañando, supongo.
Él la miró, con los labios apretados, pero ella también sabía hacerlo, y se limitó a esperar, como expectante. Por fin, Nancy apartó la mirada.
– No se lo pregunté -contestó Nat-. Vuestras trifulcas familiares no son problema mío. No soy una asistenta social, sino un hombre de negocios.
Pero hubo un tiempo, pensó ella, en que me cogías la mano en los restaurantes y me besabas al despedirte; y una vez me tocaste los pechos.
– ¿Eres un hombre de negocios honrado? -preguntó Nancy.
– Ya sabes que sí -replicó Nat, tenso.
– En ese caso, no accederás a que se empleen métodos fraudulentos en tu beneficio.
Nat reflexionó durante unos momentos.
– Esto no es una fiesta, sino una fusión.
Iba a añadir algo más, pero ella le interrumpió.
– Si pretendes ganar mediante la falta de honradez de mi hermano, serás tan poco honrado como él. Has cambiado desde que trabajabas para mi padre. -Se volvió hacia Peter antes de que Nat pudiera replicar-. ¿No te das cuenta de que podrías duplicar el valor de tus acciones si me dejaras llevar a cabo mi plan durante un par de años?
– Tu plan no me gusta.
– Aun sin efectuar ninguna reestructuración, los beneficios de la empresa aumentarán más por la guerra. Siempre hemos suministrado botas a los soldados… ¡Piensa en el volumen de negocio que se producirá si Estados Unidos entra, en guerra!
– Estados Unidos no intervendrán en esta guerra.
– Aun así, la guerra de Europa beneficia a los negocios. -Nancy miró a Nat-. Tú lo sabes, ¿verdad? Por eso quieres comprar nuestra empresa.
Nat calló.
– Lo mejor sería esperar -dijo Nancy a Peter-. Escúchame. ¿Me he equivocado alguna vez en estos temas? ¿Has perdido dinero alguna vez por seguir mis consejos? ¿Has ganado dinero por desoírlos?
– Lo que pasa es que no entiendes nada.
Nancy no pudo imaginar a qué se refería.
– ¿Qué es lo que no entiendo?
– Por qué voy a fusionar la empresa, por qué hago todo esto.
– Muy bien. ¿Por qué?
Él la miró en silencio, y Nancy leyó la respuesta en sus ojos: Peter la odiaba.
Se quedó paralizada de la conmoción. Experimentó la sensación de haberse lanzado de cabeza contra un muro de la drillos invisible. No quería creerlo, pero la grotesca expresión de malignidad que deformaba el rostro de su hermano era inequívoca. Siempre había existido entre ellos cierta tensión, una rivalidad natural entre hermanos, pero esto, esto era espantoso, siniestro, patológico. Jamás lo había sospechado. Su hermano pequeño Peter la odiaba.
Una debe de sentirse así, pensó, cuando el hombre con quien llevas casada veinte años te dice que se ha liado con la secretaria y que ya no te quiere.
Notaba la cabeza turbia, como si le hubieran dado un puñetazo. Le iba a costar bastante asimilar lo que acababa de descubrir.
Peter no sólo era idiota, mezquino o rencoroso. Se estaba perjudicando para poder arruinar a su hermana, por puro odio.
Tenía que estar un poco loco, como mínimo.
Nancy necesitaba pensar, decidió abandonar aquel bar caluroso y lleno de humo y respirar un poco de aire puro. Se levantó y salió sin despedirse.
Se sintió un poco mejor en cuanto pisó la calle, una brisa fresca soplaba desde el estuario. Cruzó la carretera y paseó por el muelle, escuchando los graznidos de las gaviotas.
El clipper flotaba a mitad del canal. Era mas grande de lo que había imaginado. Los hombres que procedían a reabastecerlo de combustible se veían diminutos en comparación con él. Sus gigantescos motores y enormes hélices se le antojaron tranquilizadores. No se pondría nerviosa en este avión, pensó, sobre todo después de sobrevivir a un viaje sobre el mar de Irlanda en un Tiger Moth de un solo motor.
¿Qué haría cuando llegara a Nueva York? Peter llevaría adelante su plan. Tras su comportamiento se agazapaban demasiados años de odio oculto. Sintió pena por él; había sido desdichado durante todo este tiempo. Pero no iba a rendirse. Debía encontrar una forma de salvar lo que le correspondía por derecho de nacimiento.
Danny Riley era el punto débil. Un hombre que podía ser sobornado por un bando también podía ser sobornado por el otro. Tal vez se le ocurriría a Nancy otra cosa que ofrecerle, algo que le impulsara a cambiar de bando. Pero costaría. La oferta de Peters, integrarse en la asesoría jurídica de General Textiles», era difícil de superar.
Quizá podría amenazarle. Sería más barato, por otra parte. Pero ¿cómo? Podía llevarse algunos negocios personales y familiares de la empresa, pero eso no era nada comparado con el nuevo negocio que Peter conseguiría de «General Textiles». Danny preferiría, antes que nada, dinero en mano, por supuesto, pero la fortuna de Nancy estaba invertida casi toda en «Black’s Boots». Podía sacar unos miles de dólares sin demasiado problema, pero Danny querría más, tal vez cien de los grandes. No lograría reunir tanto dinero a tiempo.
Mientras se encontraba absorta en sus pensamientos, alguien la llamó por su nombre. Se volvió y vio al joven empleado de la Pan American, que agitaba una mano en su dirección.
– Una llamada telefónica para usted -gritó-. Un tal señor MacBride, de Boston.
Un hálito de esperanza la invadió. Tal vez a Mac se le ocurriría algo. Conocía a Danny Riley. Los dos eran, como su padre, irlandeses de segunda generación, que pasaban todo su tiempo con otros irlandeses y contemplaban con suspicacia a los protestantes, aunque fueran irlandeses. Mac era honrado y Danny no, pero, por lo demás, eran idénticos. Papá había sido honrado, pero no le hubiera importado emplear métodos dudosos para salvar a un compatriota del viejo país.
Papá había salvado en una ocasión a Danny de la ruina, recordó mientras corría por el muelle. Sucedió unos años atrás, poco antes de que papá muriera. Danny estaba perdiendo un caso muy importante y, desesperado, abordó al juez en su club de golf y trató de sobornarle. El juez resultó incorruptible, y aconsejó a Danny que se retirara, o procuraría que le expulsaran de la profesión. Papá había mediado con el juez, convenciéndole de que se había tratado de un lapsus momentáneo. Nancy lo sabía todo: papá había confiado mucho en ella hacia el fin de su vida.
Así era Danny: marrullero, indigno de confianza, bastante estúpido, básicamente manipulable. Estaba segura de que conseguiría su apoyo.
Pero sólo le quedaban dos días.
Entró en el edificio y el joven la guió hasta el teléfono. Aplicó el oído al auricular, alegrándose de escuchar la voz familiar y afectuosa de Mac.
– ¡De modo que has alcanzado el clipper! -dijo el hombre con júbilo-. ¡Esa es mi chica!
– Participaré en la junta de accionistas…, pero la mala noticia es que, según Peter, tiene asegurado el voto de Danny.
– ¿Te lo has creído?
– Sí. «General Textiles» cederá a Danny la asesoría jurídica. La voz de Mac adquirió un tono de desaliento.
– ¿Estás segura de que es verdad?
– Nat Ridgeway está aquí, con él.
– ¡Esa serpiente!
A Mac nunca le había caído bien Nat, y le odió cuando empezó a salir con Nancy. Aunque Mac estaba felizmente casado, se ponía celoso de todos los que mostraban un interés romántico en Nancy.
– Lo siento por «General Textiles», si Danny se va a encargar de la parte legal.
– Supongo que le adjudicarán el personal de menor categoría. Mac, ¿es legal que le ofrezcan este incentivo?
– Probablemente no, pero sería difícil demostrar que se trata de un delito.
– Eso significa que tengo problemas.
– Creo que sí. Lo siento, Nancy.
– Gracias, viejo amigo. Tú me aconsejaste que no permitiera a Peter ser el jefe.
– Desde luego.
Ya estaba bien de llorar sobre la leche derramada, decidió Nancy. Adoptó un tono más distendido.
– Escucha, si nosotros dependiéramos de Danny, estaríamos preocupados, ¿verdad?
– Ya puedes apostar a que sí.
– Preocupados por que cambiara de bando, preocupados por que la oposición le ofreciera algo mejor. Bien, ¿cuál consideramos que es su precio?
– Ummm. -La línea se quedó en silencio durante unos momentos. Después, Mac habló-. No se me ocurre nada.
Nancy pensaba en Danny cuando intentó sobornar a un juez.
– ¿Te acuerdas de aquella vez, cuando papá le sacó de apuros? Fue el caso Jersey Rubber.
– Claro que me acuerdo. Ahórrate los detalles por teléfono, ¿vale?
– Sí. ¿Podríamos utilizar ese caso?
– No veo cómo.
– ¿Amenazándole?
– ¿Con sacarlo a la luz pública?
– Sí.
– ¿Tenemos pruebas?
– No. a menos que encuentre algo entre los papeles de papá.
– Los guardas tú, Nancy.
Nancy guardaba en el sótano de su casa de Boston varias cajas de cartón con recuerdos personales de su padre.
– Nunca los he examinado.
– Y ahora ya no hay tiempo.
– Pero podríamos darle el pego.
– No te entiendo.
– Estaba pensando en voz alta. Aguántame un minuto más. Podríamos hacerle creer a Danny que hay algo, o podría haber algo, entre los viejos papeles de papá, algo que sacaría de nuevo a la luz aquel turbio asunto.
– No veo cómo…
– Escucha, Mac, tengo una idea -dijo Nancy, alzando tono de voz al entrever nuevas posibilidades-. Supón que el Colegio de Abogados, o quien sea, decidiera abrir una investigación sobre el caso Jersey Rubber.
– ¿Por qué iban a hacerlo?
– Porque alguien les dice que fue amañado.
– Muy bien. Y después, ¿qué?
Nancy empezaba a creer que tenía entre manos los ingredientes de un buen plan.
– ¿Qué pasaría si el Colegio se enterase de que había pruebas cruciales entre los papeles de papá?
– Pedirían permiso para examinarlos.
– ¿Dependería de mí la decisión?
– Una investigación normal del Colegio, sí. En el caso que se procediera a una investigación criminal serias citada a declarar, y no te quedaría otra elección.
Un plan se estaba formando en la mente de Nancy con tanta rapidez que no encontraba las palabras para explicar lo en voz alta. Ni siquiera se atrevía a confiar en que funcionara.
– Escucha, quiero que llames a Danny-le apremio- Hazle la siguiente pregunta…
– Espera, que cojo un lápiz. Bien, adelante.
– Pregúntale esto: si el Colegio de Abogados abriera una investigación sobre el caso Jersey Rubber, ¿querría que yo aportara los documentos de papá?
Mac se quedó estupefacto.
– Tú crees que se negará.
– ¡Creo que se morirá de miedo, Mac; El no sabe lo que papá guardó: notas, diarios, cartas, podría ser cualquier cosa.
– Empiezo a ver por dónde vas -dijo. Mac, y Nancy captó en su voz una nota de esperanza-. Danny pensaría que tienes en tu poder algo que él desea…
– Me pedirá que le proteja, como hizo papá. Me pedirá que niegue el permiso al Colegio para examinar los documentos. Y yo accederé…, a condición de que vote contra la fusión con «General Textiles».
– Espera un momento. No abras el champan todavía. Es posible que Danny sea corrupto, pero no estúpido. ¿No sospechará que lo hemos preparado todo para presionarle?
– Claro que sí, pero no estará seguro. Y no tendrá mucho tiempo para pensar en ello.
– Sí. Nuestra única posibilidad consiste en actuar cuanto antes.
– ¿Quieres probarlo?
– De acuerdo.
Nancy se sentía mucho mejor; llena de esperanza y deseosa de ganar.
– Llámame a nuestra próxima escala.
– ¿Cuál es?
– Botwood, Terranova. Llegaremos dentro de diecisiete horas.
– ¿Tienen teléfonos allí?
– Si hay un aeropuerto, han de tener. Tendrías que reservar la llamada por adelantado.
– De acuerdo. Que disfrutes del vuelo,
– Adiós. Mac.
Nancy colgó el teléfono. Había recuperado los ánimos. Era imposible predecir si Danny caería en la trampa, pero haber pensado en un ardid la alegraba muchísimo.
Eran las cuatro y veinte, hora de subir al avión. Salió de la habitación y pasó a otro despacho, donde Mervyn Lovesey hablaba por otro teléfono. Levantó la mano para que se detuviera en cuanto la vio. Nancy vio por la ventana que los pasajeros subían a la lancha, pero esperó un momento.
– No me molestes con estas tonterías ahora -dijo Mervyn por teléfono-. Dale a los tocapelotas lo que piden y continúa con el trabajo.
Nancy se quedó sorprendida. Recordó que había conflictos laborales en la empresa del hombre. Daba la impresión de que se había rendido, algo insólito en él.
La persona con la que Mervyn hablaba también debió sorprenderse, porque éste dijo al cabo de un momento:
– Sí, me has entendido bien. Estoy demasiado ocupado para discutir con fabricantes de herramientas. ¡Adiós! -Colgó el teléfono-. La estaba buscando -dijo a Nancy.
– ¿Tuvo éxito? -preguntó ella-. ¿Ha convencido a su mujer de que regrese?
– No, pero voy a meterla en cintura.
– Lástima. ¿Está ahí afuera?
Mervyn miró por la ventana.
– La de la chaqueta roja.
Nancy vio a una rubia de unos treinta y pocos años.
– ¡Mervyn, es preciosa! -exclamó Nancy.
Estaba sorprendida. Había imaginado a la mujer de Mervyn más dura, menos hermosa, más como Bette Davis que como Carole Lombard.
– Ahora entiendo por qué no quiere perderla.
La mujer caminaba cogida del brazo de un hombre vestido con una chaqueta azul, el amante, sin duda alguna. No era, ni de lejos, tan apuesto como Mervyn. Era de estatura algo más baja de la media, y empezaba a perder pelo. Sin embargo, tenía un aspecto agradable, plácido. Nancy comprendió al instante que la mujer se había decantado por alguien totalmente opuesto a Mervyn. Sintió simpatía por Mervyn.
– Lo siento, Mervyn -dijo.
– Aún no me he rendido -respondió él-. Iré a Nueva York.
Nancy sonrió. Esto era más típico de Mervyn.
– ¿Por qué no? -preguntó-. Parece la clase de mujer por la que un hombre cruzaría todo el Atlántico.
– El problema es que depende de ti -dijo Marvyn tuteándola-. El avión está completo.
– Por supuesto. ¿Cómo vas a ir? ¿Y por qué depende de mí?
– Has comprado la única plaza disponible, la suite nupcial. Hay sitio para dos personas. Te ruego que me vendas la plaza disponible.
– Mervyn -rió ella-, no puedo compartir una suite nupcial con un hombre. ¡No soy una corista, sino una viuda respetable!
– Me debes un favor -insistió él.
– ¡Te debo un favor, pero no mi reputación!
El atractivo rostro de Mervyn adoptó una expresión obstinada.
– No pensaste en tu reputación cuando quisiste cruzar el mar de Irlanda conmigo.
– ¡Pero aquel vuelo no implicaba que pasaríamos la noche juntos!
Tenía ganas de ayudarle; su decisión de lograr que su bella esposa regresara a su lado era conmovedora.
– Lo siento muchísimo, pero a mi edad no puedo protagonizar un escándalo público.
– Escucha. He hecho averiguaciones sobre esta suite nupcial, y no difiere mucho de las demás que hay en el avión. Hay dos camas separadas. Si dejamos la puerta abierta por la noche, estaremos en la misma situación de dos completos extraños a los que se adjudican literas contiguas.
– ¡Piensa en lo que dirá la gente!
– ¿Por quién vas a preocuparte? No tienes marido que pueda ofenderse, y tus padres han muerto. ¿A quién le importa lo que hagas?
Nancy pensó que era muy directo cuando quería algo.
– Tengo dos hijos de veintitantos años -protestó.
– Pensarán que has echado una cana al aire.
Muy probable, pensó Nancy con tristeza.
– También me preocupa toda la sociedad de Boston. No cabe duda de que el rumor se propagará por todas partes.
– Escucha. Estabas desesperada cuando me pediste ayuda en el aeródromo. Tenías problemas y yo te salvé el culo. Ahora soy yo el que está desesperado… Lo entiendes, ¿verdad? -dijo Mervyn,
– Sí, claro.
– Tengo problemas y te pido ayuda. Es mi última oportunidad de salvar mi matrimonio. Tú puedes echarme una mano. Yo te salvé, y tú puedes salvarme. Sólo te costará un minúsculo escándalo. Nadie se ha muerto por eso. Nancy, por favor.
Nancy pensó en el «minúsculo escándalo». ¿Realmente importaba que una viuda se comportara con cierta indiscreción el día que cumplía cuarenta años? No iba a morirse: como él había dicho, y era probable que ni siquiera empañara su reputación. Las matronas de Beacon Hill opinarían que era «disoluta», pero la gente de su edad admiraría su temple. Nadie se imagina que sea virgen, pensó.
Nancy contempló la expresión terca y herida de Mervyn y su corazón votó por él. A la mierda la sociedad de Boston pensó: este hombre está sufriendo. Me ayudó cuando lo necesitaba. Sin él no estaría aquí. Tiene razón. Estoy en deuda con él,
– ¿Me ayudarás, Nancy? -suplicó Mervyn-Te lo ruego. Nancy contuvo el aliento.
– ¡Sí, maldita sea! -exclamó.
Lo ultimo que vio Harry Marks de Europa fue un faro blanco, que se erguía con orgullo en la orilla norte de la desembocadura del Shannon, mientras el océano Atlántico azotaba con furia la base del acantilado. La tierra desapareció de vista a los pocos minutos, lo único que se veía en todas direcciones era el mar infinito.
Cuando llegue a Estados Unidos seré rico, penso.
Estar tan cerca del famoso conjunto Delhi le creaba una excitación casi sexual. En algún lugar del avión, a pocos metros de donde estaba sentado, había una fortuna en joyas. Sus dedos ardían en deseos de tocarlas.
Un perista le daría cien mil dólares, como mínimo, por unas piedras preciosas valoradas en un millón. Se compraría un bonito piso y un coche, pensó, o quizá una casa en el campo con pista de tenis. Aunque tal vez debería invertir las ganancias y vivir de los intereses. ¡Seria un pisaverde y viviría de rentas!
Claro que antes debía apoderarse del botín.
Como lady Oxenford no llevaba ninguna joya, sólo podían estar guardadas en dos sitios: en el equipaje de la cabina, en el mismo compartimento, o en las maletas consignadas en la bodega. Si fueran mías, no me separaría mucho de ellas, pensó Harry: las guardaría en el bolso de mano. Me daría miedo perderlas de vista. De todos modos, era imposible saber lo que opinaba al respeto la dama.
Primero, registraría la bolsa. Estaba bajo el asiento de lady Oxenford, una cara maleta de piel color vino tinto con remates metálicos. Se preguntó cómo lograría abrirla. Tal vez tendría una oportunidad durante la noche, mientras todo el mundo dormía.
Ya encontraría una forma. Seria arriesgado: robar era juego peligroso, pero siempre se salía con la suya, hasta cuando las circunstancias se torcían. Fijaos en mí, pensó; ayer me pillaron con las manos en la masa, con unos gemelos robados en el bolsillo de los pantalones; pasé la noche en la cárcel y ahora estoy a bordo del clipper, rumbo a Nueva York, ¿Suerte? ¡Aún es poco!
Una vez le habían contado un chiste sobre un hombre que se tiraba desde un décimo piso, y al pasar frente al quinto gritaba «De momento, todo va bien». Ese no era él.
Nicky, el mozo, trajo el menú de la cena y le ofreció una copa. No necesitaba beber, pero pidió una copa de champan porque parecía lo más adecuado. Esto es vida, Harry, se dijo. Su excitación por hallarse en el avión más lujoso del mundo corría pareja con su nerviosismo por volar sobre el océano pero, a medida que el champán obraba efecto, la excitación ganó la partida.
Le sorprendió ver que el menú estaba en inglés. ¿Acaso sabían los norteamericanos que los menús sofisticados se escribían en francés? Quizá eran demasiado sensatos para escribir menús en un idioma extranjero. Tuvo la sensación de que Estados Unidos iba a gustarle.
El comedor sólo tenía capacidad para catorce personas, de forma que la cena se serviría en tres turnos, explicó mozo.
– ¿A qué hora le apetece cenar, señor Vandenpost.? ¿A las seis, a las siete y media o a las nueve?
Esta puede ser mi oportunidad, pensó Harry. Si los Oxeford cenaran antes o después que él, se quedaría solo en compartimento, pero ¿que turno elegirían? Harry maldijo mentalmente al mozo por escogerle a él en primer lugar. Un mozo inglés se habría dirigido primero a los nobles, pero ese democrático norteamericano debía guiarse por los número: de los asientos. Tendría que adivinar el turno de los Oxenford.
– Déjeme ver -dijo, para ganar tiempo.
Por su experiencia, sabía que los ricos solían comer tarde. Un trabajador desayunaba a las siete, almorzaba a mediodía y cenaba a las cinco, pero un noble desayunaba a las nueve, almorzaba a las dos y cenaba a las ocho y media. Los Oxenford cenarían tarde. Harry se inclinó por el primer turno.
– Estoy hambriento -dijo-. Cenaré a las seis.
El mozo se volvió hacia los Oxenford, y Harry contuvo el aliento.
– Me parece que a las nueve -dijo lord Oxenford. Harry reprimió una sonrisa de satisfacción.
– Percy no querrá esperar tanto -intervinó lady Oxenford-. Cenemos antes.
Muy bien, pensó inquieto Harry, pero no demasiado temprano, por el amor de Dios.
– A las siete y media, pues -concedió lord Oxenford. Harry se sintió invadido de placer. Se había acercado un paso más al conjunto Delhi.
El mozo se volvió hacia el pasajero sentado frente a Harry, el tipo del chaleco rojo vino que tenía pinta de policía.
Les había dicho que se llamaba Clive Membury. Di a las siete y media, pensó Harry, y déjame solo en el compartimento. Sin embargo, Membury no tenía hambre y eligió el turno de las nueve.
Qué pena, pensó Harry. Membury se quedaría en el compartimento mientras los Oxenford cenaban, Quizá se ausentaría unos minutos. Era un tipo nervioso, que no paraba quieto. Si no se marchaba de buen grado, Harry tendría que imaginar una manera de deshacerse de él. Habría sido fácil de no encontrarse a bordo de un avión. Harry le habría dicho que se requería su presencia en otra habitación, que le llamaban por teléfono, o que había una mujer desnuda en la calle. Aquí, sería más difícil.
– Señor Vandenpost -dijo el mozo-, el mecánico y el navegante compartirán su mesa, si le parece bien.
– Desde luego -asintió Harry. Le gustaría hablar con algún miembro de la tripulación.
Lord Oxenford pidió otro whisky. Era un hombre sediento, como decían los irlandeses. Su esposa estaba pálida y silenciosa. Tenía un libro sobre el regazo, pero no pasaba las páginas. Parecía deprimida.
El joven Percy se marchó a charlar con los tripulantes que estaban de descanso y Margaret se sentó al lado de Harry.
Este captó su perfume y lo identificó como «Tosca». Margaret se había quitado la chaqueta, y Harry observó que había heredado la figura de su madre: era muy alta, de hombros cuadrados, busto abundante y largas piernas. Su ropa, de buena calidad pero sencilla, no le hacía justicia. Harry la imaginó ataviada con un vestido de noche largo muy escotado, cabello rojo recogido y el largo cuello blanco enmarcado pendientes de esmeraldas talladas por Louis Cartier en período indio… Estaría deslumbrante. Resultaba obvio ella no se veía así. Ser una aristócrata acaudalada la molestaba; por eso vestía como la mujer de un vicario.
Era una chica formidable, y Harry estaba un poco intimidado, pero adivinaba su punto vulnerable, que le parecía encantador. Por más encantadora que sea, Harry, recuerda que es un peligro para ti y que necesitas cultivar su amistad. Le preguntó si ya había volado en alguna ocasión anterior
– Sólo a París, con mamá -respondió ella.
Sólo a París, con mamá, meditó Harry, admirado. Su madre jamás iría a París o volaría en avión.
– ¿Cómo se siente uno al disfrutar de un privilegio tan grande? -preguntó Harry.
– Odiaba aquellos viajes a París. Tenía que tomar el té con aburridos ingleses, cuando lo que me apetecía en realidadera ir a restaurantes llenos de humo donde tocaban orquestas de jazz.
– Mi madre solía llevarme a Margate. Yo chapoteaba en el mar, y comíamos helados y pescado con patatas fritas.
Recordó de repente que no debía hablar de estas cosas y una oleada de pánico le invadió. Debería farfullar vaguedades sobre un internado y una lejana casa de campo, como siempre que se veía forzado a hablar de su infancia con chicas de la alta sociedad, pero Margaret conocía su secreto: el zumbido de los motores impedía que nadie más escuchara sus palabras. En cualquier caso, cuando se sorprendió diciendo la verdad, se sintió como si, tras haberse lanzado desde el avión, estuviera aguardando a que el paracaídas se abriera.
– Nosotros nunca hemos ido a la playa -dijo Margaret con tristeza-. Sólo la gente vulgar va a bañarse al mar. Mi hermana y yo envidiábamos a los niños pobres. Podían hacer lo que les apetecía.
Harry apreció la ironía de la situación. Aquí tenía una prueba más de que había nacido afortunado: los niños ricos, que circulaban en enormes coches negros, llevaban chaquetas con cuello de terciopelo y comían carne cada día, habían envidiado su libertad y su pescado con patatas fritas.
– Me acuerdo de los olores -prosiguió Margaret-. El olor de una pastelería a la hora de comer, el olor de la maquinaria engrasada cuando pasas cerca de una feria ambulante, el acogedor olor a cerveza y tabaco que se nota al abrirse la puerta de una taberna en una noche de invierno. La gente siempre parecía divertirse en esos sitios. Nunca he entrado en una taberna.
– No se ha perdido gran cosa -dijo Harry, a quien no le gustaban las tabernas-. En el Ritz se come mejor.
– Cada uno prefiere la forma de vida del otro -observó Margaret.
– Pero yo he probado las dos -puntualizó Harry-. Sé cuál es la mejor.
La joven meditó durante unos instantes.
– ¿Qué espera lograr en la vida? -preguntó de repente.
Era una pregunta muy peculiar.
– Divertirme.
– No, en serio.
– ¿Qué quiere decir «en serio»?
– Todo el mundo quiere divertirse. ¿Qué vas a hacer?
– Lo que hago ahora.
Harry, guiado por un impulso, decidió revelarle algo que nunca había contado a nadie.
– ¿Has leído El ladrón aficionado, de Hornung? -Margaret negó con la cabeza-. Va de un ladrón de guante blanco que fuma cigarrillos turcos, viste prendas exquisitas, consigue que le inviten a casas y roba las joyas de los propietarios. Yo quiero ser como él.
– No digas tonterías, por favor -repicó ella con brusquedad.
Harry se sintió un poco herido. Margaret era brutalmente directa cuando pensaba que alguien decía estupideces. Sólo que esto no eran estupideces, sino el sueño de su vida. Ahora que le había abierto su corazón, experimentaba la necesidad de convencerla de que estaba diciendo la verdad.
– No son tonterías -contestó.
– No puedes pasarte la vida robando. Acabarás envejeciendo en la cárcel. Hasta Robbin Hood se casó y se estableció al final. ¿Qué es lo que realmente te gusta?
Harry, en circunstancias normales, habría respondido a esta pregunta con una lista de delicatessen: un piso, un coche, chicas, fiestas, trajes de Savile Row y joyas hermosas. Sin embargo, sabía que ella se burlaría. Lamentaba su actitud, pero también era cierto que sus ambiciones no eran tan materialistas y, ante su sorpresa, se descubrió confesándole cosas que jamás había admitido.
– Me gustaría vivir en una gran casa de campo con las paredes cubiertas de hiedra -dijo.
Calló. De pronto, las emociones le dominaban. Se sintió turbado, pero, por algún motivo que desconocía, tenía muchas ganas de contarle todo esto.
– Una casa en el campo con pista de tenis, caballerizas y rododendros bordeando el camino particular -prosiguió. La recreó en su mente, y se le antojó el lugar más seguro y cómodo del mundo-. Me gustaría pasear por los jardines con botas marrones y un traje de tweed, hablando con los jardineros y los mozos de cuadra, y todos pensarían que yo era un auténtico caballero. Invertiría todo mi dinero en negocios sólidos como una roca y nunca gastaría ni la mitad de la renta. Al llegar el verano, celebraría fiestas en los jardines, con fresas y nata. Y tendría cinco hijas tan bonitas como su madre.
– ¡Cinco! -rió Margaret-. ¡Será mejor que te cases con una mujer fuerte! -De repente, se puso seria-. Es un sueño precioso -dijo-. Espero que se convierta en realidad.
Harry se sentía muy cercano a ella, como si pudiera pedirle cualquier cosa.
– ¿Y tú? -preguntó-. ¿También tienes un sueño?
– Quiero participar en la guerra. Voy a alistarme en el STA.
Aún sonaba extraño que las mujeres se alistasen en el ejército, pero a estas alturas ya era moneda corriente.
– ¿Qué harías?
– Conducir. Necesitan mujeres para entregar mensajes y conducir ambulancias.
– Será peligroso.
– Lo sé, pero no me importa. Quiero participar en la lucha. Es nuestra última oportunidad de detener el fascismo.
Apretó la mandíbula, y un brillo indómito apareció en sus ojos. Harry pensó que era terriblemente valiente.
– Pareces muy decidida.
– Tenía un… amigo al que los fascistas mataron en España, y quiero terminar el trabajo que él empezó.
Su expresión reflejaba tristeza.
– ¿Le amabas? -preguntó Harry, guiado por un impulso. Margaret asintió con la cabeza.
Harry advirtió que estaba a punto de llorar. Acarició su brazo, a modo de consuelo.
– ¿Aún le amas?
– Siempre le querré un poco. -La voz de la joven se redujo a un susurro-. Se llamaba Ian.
Harry sintió un nudo en la garganta. Deseó estrecharla en sus brazos y consolarla, y lo hubiera hecho de no ser por la presencia de su padre que, sentado al final del compartimento, bebía whisky y leía el Times. Tuvo que contentarse con apretarle discretamente la mano. Ella le dedicó una sonrisa de gratitud, como si comprendiera.
– La cena está servida, señor Vandenpost -anunció el mozo.
Harry se sorprendió de que ya fuesen las seis. Lamentó interrumpir su conversación con Margaret.
Ella leyó su mente.
– Tendremos mucho tiempo para hablar -dijo-. Pasaremos juntos las próximas veinticuatro horas.
– Cierto. -Harry sonrió y volvió a acariciarle la mano-. Hasta luego -murmuró.
Recordó que había empezado a cultivar su amistad a fin de manipularla. Había terminado contándole todos sus secretos. Margaret tenía una manera de dar al traste con sus planes que le preocupaba. Lo peor era que le gustaba.
Entró en el siguiente compartimento. Se sorprendió un poco al ver que lo habían transformado por completo; en lugar de un salón, ahora era un comedor. Había tres mesas de cuatro comensales, y dos más pequeñas auxiliares. Tenía todo el aspecto de un buen restaurante, con manteles y servilletas de hilo y vajilla de porcelana color hueso, adornada con el símbolo azul de la Pan American. Observó que el dibujo reproducido en el papel pintado de esta zona era un mapamundi y el mismo símbolo alado de la Pan American.
El mozo le indicó que tomara asiento frente a un hombre bajo y robusto, vestido con un traje gris claro que Harry le envidió. La aguja de corbata tenía una perla auténtica de buen tamaño. Harry se presentó.
– Tom Luther -dijo el hombre, estrechándole la mano. Harry observó que sus gemelos hacían juego con la aguja. Un hombre que gastaba dinero en joyas.
Harry se sentó y desdobló la servilleta. El acento de Luther era norteamericano, aunque matizado por cierta entonación europea.
– ¿De dónde eres, Tom? -preguntó Harry.
– De Providence, Rhode Island. ¿Y tú?
– De Filadelfia. -Harry tenía una necesidad extrema de saber dónde estaba Filadelfia-. Pero he vivido un poco en todas partes. Mi padre se dedicaba a los seguros.
Luther asintió con cortesía, pero sin demostrar mucho interés, lo cual complació a Harry. No deseaba que le hicieran preguntas sobre sus orígenes; era demasiado fácil cometer un desliz.
Los dos tripulantes llegaron y se presentaron. Eddie Deakin, el mecánico, era un tipo ancho de pecho y cabello color arena, de rostro agradable. Harry intuyó que le habría gustado desanudarse la corbata y quitarse la chaqueta del uniforme. Jack Ashford, el navegante, tenía el cabello oscuro, la barbilla caída, un hombre preciso y metódico que daba la impresión de haber nacido con el uniforme.
En cuanto se sentaron, Harry notó que una corriente de hostilidad se establecía entre Eddie y Luther. Muy interesante.
La cena empezó con un cóctel de gambas. Los dos tripulantes bebieron café. Harry pidió una copa de vino blanco seco y Tom Luther ordenó un martini.
Harry todavía pensaba en Margaret Oxenford y en el novio que había muerto en España. Miró por la ventana, preguntándose hasta qué punto continuaba enamorada del muchacho. Un año era mucho tiempo, sobre todo a su edad.
– Hasta el momento, el tiempo está a nuestro favor -comentó Jack Ashford, siguiendo la dirección de su mirada. Harry observó que el cielo estaba despejado y que el sol brillaba sobre las alas.
– ¿Cómo suele ser? -preguntó.
– A veces, llueve sin parar desde Irlanda a Terranova -contestó Jack-. Tenemos granizo, nieve, hielo, truenos y rayos.
Harry recordó algo que había leído.
– ¿No es peligroso el hielo?
– Planeamos nuestra ruta con la idea de evitar temperaturas bajo cero. En cualquier caso, el avión va equipado con botas de goma anticongelantes.
– ¿Botas?
– Simples protectores de goma que recubren las alas la cola en los puntos propensos a helarse.
– ¿Cuál es la predicción para el resto del viaje? Jack vaciló un momento, y Harry comprendió que se arrepentía de haber mencionado el tiempo.
– Hay una tempestad en el Atlántico -dijo.
– ¿Fuerte?
– En el centro es fuerte, pero nos limitaremos a rozarla; espero.
No parecía muy convencido.
– ¿Qué se nota en una tempestad? -preguntó Tom Luther. Sonreía, enseñando los dientes, pero Harry leyó el miedo en sus ojos azules.
– Se mueve un poco -dijo Jack.
No dio más explicaciones, pero Eddie, el mecánico, respondió a la pregunta de Tom Luther.
– Es como intentar cabalgar sobre un caballo salvaje. Luther palideció. Jack miró a Eddie con el ceño fruncido, desaprobando su falta de tacto.
El siguiente plato era sopa de tortuga. Nicky y Davy, los dos mozos, servían a los comensales. Nicky era gordo; Davy pequeño. En opinión de Harry, ambos eran homosexuales, o «musicales», como diría la camarilla de Noel Coward. A Harry le gustaba su eficacia informal.
El mecánico parecía preocupado. Harry le estudió con disimulo. Su rostro franco y bondadoso desmentía que fuere un tipo taciturno.
– ¿Quién se encarga del avión mientras tú comes, Eddie, preguntó Harry, en un intento de sonsacarle algo.
– Mi ayudante, Mickey Finn, realiza el trabajo -contestó Eddie. Hablaba en tono distendido, pero no sonreía-. La tripulación se compone de nueve personas, sin contar a los dos camareros. Todos, excepto el capitán, trabajan en turnos alternos de cuatro horas. Jack y yo hemos trabajado desde que despegamos de Southampton a las dos de la tarde, así que paramos a las seis, hace escasos minutos.
– ¿Y el capitán? -preguntó Tom Luther con ansiedad-¿Toma pastillas para mantenerse despierto?
– Duerme cuando le es posible -dijo Eddie-. Creo que se tomará un buen descanso cuando rebasemos el punto de no retorno.
– ¿Quiere decir que volaremos por el cielo mientras el capitán duerme? -preguntó Luther, en un tono de voz excesivamente agudo.
– Claro -sonrió Eddie.
Luther parecía aterrorizado. Harry intentó apaciguar los ánimos.
– ¿Cuál es el punto de no retorno?
– Controlamos nuestras reservas de combustible incesantemente. Cuando no nos queda el suficiente para regresar Foynes, significa que hemos rebasado el punto de no retorno. Eddie hablaba con contundencia, y Harry comprendió, si el menor asomo de duda que pretendía asustar a Tom Luther.
El navegante intervino en la conversación, con ánimo conciliatorio.
– En este momento, nos queda el combustible suficiente para llegar a nuestro destino o volver a Inglaterra.
– ¿Y si no queda el suficiente para llegar a uno u otro punto? -se interesó Luther.
Eddie se inclinó hacia adelante dibujó una sonrisa desprovista por completo de humor.
– Confíe en mí, señor Luther -dijo.
– Una circunstancia imposible -se apresuró a afirmar el navegante-. Regresaríamos a Foynes antes de que ocurriera. Para mayor seguridad, basamos todos nuestros cálculo en tres motores, en lugar de cuatro, por si acaso uno se avería.
Jack intentaba que Luther recuperara la confianza, pero hablar de motores averiados sólo sirvió para que el hombre se asustara más. Intentó sorber un poco de sopa, pero su mano tembló y el líquido se derramó sobre su corbata.
Eddie, satisfecho en apariencia, se sumió en el silencio. Jack trató de mantener viva la conversación, y Harry procuró echarle una mano, pero se respiraba un ambiente extraño. Harry se preguntó qué coño ocurría entre Eddie y Luther.
El comedor no tardó en llenarse. La hermosa mujer del vestido a topos se sentó en la mesa de al lado, con su acompañante de la chaqueta azul. Harry había averiguado que eran Diana Lovesey y Mark Adler. Margaret debería vestirse como la señora Lovesey, pensó Harry; su aspecto mejoraría aún más. Sin embargo, la señora Lovesey no parecía feliz; de hecho, parecía desdichada en grado sumo.
El servicio era rápido y la comida buena. El plato principal consistía en filet mignon con espárragos a la holandesa y puré de patatas. El filete era el doble de grande que en cualquier restaurante inglés. Harry no lo terminó, y rechazó otra copa de vino. Quería estar en forma. Iba a robar el conjunto Delhi. La idea le excitaba, pero también le atemorizaba. Sería el mayor golpe de su vida, y podía ser el último, si así lo decidía. Podría comprarse aquella casa de campo cubierta de hiedra con pista de tenis.
Después del filete sirvieron una ensalada, lo cual sorprendió a Harry. En los restaurantes elegantes de Londres no solían servir ensalada, y mucho menos después del plato fuerte.
Melocotones melba, café y repostería variada llegaron en rápida sucesión. Eddie, al darse cuenta de que su comportamiento dejaba mucho que desear, hizo un esfuerzo por entablar conversación.
– ¿Puedo preguntarle cuál es el objeto de su viaje, señor Vandenpost?
– Yo diría que prefiero mantenerme bien lejos de Hitler -respondió-. Al menos, hasta que Estados Unidos entre en guerra.
– ¿Cree que eso ocurrirá? -preguntó Eddie, escéptico.
– Ya pasó la última vez.
– No tenemos nada contra los nazis -intervino Tom Luther-. Están en contra de los comunistas, también.
Jack asintió en silencio.
Harry se quedó estupefacto. En Inglaterra, todo el mundo pensaba que Estados Unidos entraría en guerra, pero no sucedía lo mismo en esta mesa. Quizá los ingleses se estaban engañando, pensó con pesimismo, Quizá no se iba a recibir ninguna ayuda de Estados Unidos. Malas noticias para mamá, que se había quedado en Londres.
– Creo que deberíamos plantar cara a los nazis -dijo Eddie, con cierta agresividad-. Son como gángsteres -añadió mirando a Luther-. A gente de esa calaña hay que exterminarla, como a ratas.
Jack se levantó con brusquedad. Su semblante expresaba preocupación.
– Si hemos terminado, Eddie, sería mejor que descansáramos un poco -dijo.
Eddie aparentó sorpresa ante esta repentina declaración pero al cabo de un momento asintió, y los dos tripulantes se marcharon.
– Ese ingeniero es un poco rudo -dijo Harry.
– ¿De veras? -contestó Luther-. No me he dado cuenta.
Mentiroso de mierda, pensó Harry.!Te ha llamado gangster en la cara!
Luther pidió un coñac. Harry se preguntó si, en realidad, era un gángster. Los que Harry conocía en Londres eran mucho más ostentosos, cargados de anillos abrigos de pieles zapatos de dos colores. Luther parecía un hombre de negocios millonario, dedicado a envasar carne, construir barcos algo así.
– ¿Cómo te ganas la vida, Tom? -preguntó Harry, obedeciendo a un impulso.
– Tengo negocios en Rhode lsland.
Como la respuesta no era muy alentadora, Harry se levantó al cabo de unos momentos, se despidió y salió.
Cuando entró en su compartimento, lord Oxenford. le preguntó con brusquedad:
– ¿Está buena la cena?
Harry la había encontrado excelente, pero la gente de la alta sociedad jamás ensalzaba la comida.
– No está mal -dijo, sin comprometerse-, hay un vino del Rin muy aceptable.
Oxenford gruñó y se sumergió de nuevo en lectura de su periódico. Nadie es más grosero que un noble grosero, pensó Harry.
Margaret sonrió, contenta de volver verle.
– ¿Qué te ha parecido, en realidad? -preguntó, murmurando en tono conspirador.
– Deliciosa -respondió él, y ambos rieron.
Margaret cambiaba cuando reía. Sus mejillas se teñían de un tono rosáceo y abría la boca, exhibiendo dos filas de dientes impecables. Su cabello se agitaba, y Harry consideraba erótica la nota gutural de sus carcajadas. Deseó acariciarla, estaba a punto de hacerlo, pero divisó por el rabillo del ojo a Clive Membury, sentado frente a él, y refrenó el pulso, sin saber bien por qué.
– Hay una tempestad sobre el Atlántico -dijo.
– ¿Significa eso que lo vamos a pasar mal.?
– Sí. Intentarán bordearla, pero aún así será un viaje agitado.
Era difícil hablar con ella porque los camareros no cesaban de pasar por el medio, llevando platos al comedor y volviendo con la vajilla utilizada. El hecho de que tan sólo dos hombres se encargaran de cocinar y servir tantas cosas impresionó a Harry.
Cogió un ejemplar de Life que Margaret ya había terminado de leer y pasó las páginas, mientras esperaba con impaciencia a que los Oxenford fueran a cenar. No había traído libros ni revistas; la lectura no le apasionaba. Le gustaba ojear por encima un periódico, pero sus distracciones favoritas eran la radio y el cine.
Por fin: avisaron a los Oxenford de que era su turno de cenar, y Harry se quedó a solas con Clive Membury. El hombre había pasado la primera etapa del viaje en el salón, jugando a las cartas, pero ahora que el salón se había transformado en comedor no se movía de su asiento, En algún momento irá al lavabo, pensó Harry.
Se preguntó una vez más si Membury era policía y, de ser así, qué hacía a bordo del clipper. Si seguía a un sospechoso, el delito debía ser muy grave para que la policía inglesa desembolsara el importe del billete. De todos modos, tal vez era una de esas personas que ahorraban durante años para realizar el viaje de sus sueños, un crucero por el Nilo o la ruta del Orient Express. Tal vez era un fanático de la aviación que tan sólo aspiraba a experimentar el gran vuelo transatlántico. En este caso, confío en que lo disfrute, pensó Harry. Noventa machacantes es mucho dinero para un poli.
La paciencia no era el punto fuerte de Harry. Después de que transcurriera media hora sin que Membury se moviere, de su sitio, decidió tomar medidas.
– ¿Ha visto la cubierta de vuelo, señor Membury?
– No.
– Por lo visto, es impresionante. Dicen que es tan grande como el interior de un Douglas DC-3, que es un avión de medidas muy respetables.
– Vaya, vaya.
A Membury le traía sin cuidado. Por lo tanto, no era un fanático de la aviación.
– Deberíamos echarle un vistazo.
Harry detuvo a Nicky, que pasaba con una sopera llena de sopa de tortuga.
– ¿Se puede visitar la cubierta de vuelo?
– ¡Sí, señor, desde luego!
– ¿Va bien ahora?
– Estupendamente, señor Vandenpost. No vamos a despegar ni aterrizar, la tripulación no está cambiando de turno y el tiempo se mantiene sereno. No podría haber elegido un momento mejor.
Harry confiaba en que la respuesta sería ésa. Se levantó y miró con aire expectante a Membury.
– ¿Vamos?
Dio la impresión de que Membury iba a negarse. No era un tipo fácil de persuadir. Por otra parte, parecía grosero negarse a visitar la cubierta de vuelo; tal vez Membury no desearía mostrarse desagradable. Al cabo de unos momentos, se puso en pie.
– Desde luego -dijo.
Harry abrió la marcha. Pasó frente a la cocina y el lavabo de caballeros, giró a la derecha y subió por la escalera de caracol. Emergió en la cubierta de vuelo, seguido de Membury.
Harry miró a su alrededor. No se parecía en nada a la imagen que se había formado de la carlinga de un avión. Limpia, silenciosa y cómoda, recordaba más una oficina de cualquier edificio moderno. Los compañeros de mesa de Harry, el mecánico y el navegante, no estaban presentes, por supuesto, puesto que disfrutaban de su período de descanso, pero sí el capitán, sentado a una pequeña mesa situada en la parte posterior de la cabina. Levantó la vista, sonrió complacido y saludó.
– Buenas noches, caballeros. ¿Les apetece echar un vistazo?
– Ya lo creo -contestó Harry-, pero me he dejado la cámara. ¿Se pueden hacer fotografías?
– Sin el menor problema.
– Vuelvo enseguida.
Bajó las escaleras corriendo, complacido consigo mismo pero tenso. Se había desembarazado de Membury por un rato, pero tendría que proceder al registro con gran velocidad.
Volvió al compartimento. Había un camarero en la cocina y otro en el comedor. Le habría gustado esperar a que los dos estuvieran ocupados sirviendo las mesas, sin pasar por el compartimento, pero no tenía tiempo. Debería correr el riesgo de que le interrumpieran.
Sacó la bolsa de lady Oxenford de debajo del asiento. Era demasiado grande y pesada para utilizarla como bolsa de mano, pero alguien la cargaría por ella. La colocó sobre el asiento y la abrió. No estaba cerrada con llave. Una mala señal, pues la mujer no era tan inocente como para dejar joyas de valor incalculable en una bolsa tan vulnerable.
De todos modos, la registró a toda prisa, vigilando por el rabillo del ojo la irrupción de alguien. Encontró perfumes y maquillajes, un conjunto de cepillo y peine de plata, una bata de color castaño, un camisón, unas zapatillas de exquisita confección, ropa interior de seda color melocotón, medias, una bolsa de aseo que contenía un cepillo de dientes y los consabidos artículos de tocador y un libro de poemas de Blake…, pero ninguna joya.
Harry maldijo en silencio. Había pensado que éste era el escondite más probable. Ahora, empezaba a desconfiar de toda su teoría.
El registro había durado unos escasos veinte segundo Cerró la bolsa a toda prisa y la deslizó debajo del asiento. Se preguntó si la mujer habría pedido a su marido quellevara las joyas.
Miró la bolsa guardada bajo el asiento de lord Oxenford. Los camareros seguían ocupados. Decidió probar suerte.
Tiró de la bolsa, parecida a una maleta, pero de piel. La parte superior se abría mediante una cremallera, provista de un pequeño candado. Harry siempre llevaba encima una navaja para casos como éste. La utilizó para soltar el candado y descorrió la cremallera.
Mientras registraba el contenido, Davy, el camarero bajo salió de la cocina, cargado con una bandeja de bebidas. Harry levantó la vista y sonrió. Davy miró la bolsa. Harry contuvo el aliento y sostuvo su sonrisa petrificada. El camarero entró en el comedor. Había dado por supuesto que la bolsa era de Harry.
Harry respiró de nuevo. Era un experto en apaciguarla sospechas, pero cada vez que lo hacía se moría de miedo.
La bolsa de Oxenford contenía el equivalente masculino de lo que su mujer llevaba: útiles de afeitado, brillantina, u pijama a rayas, ropa interior de franela y una biografía de Napoleón. Harry cerró la cremallera y aseguró el candado. Oxenford descubriría que estaba roto y se preguntaría que había ocurrido. Si sospechaba, comprobaría si faltaba algo, al ver que todo seguía en su sitio, imaginaría que el candado, era defectuoso.
Harry devolvió la bolsa a su lugar.
Lo había conseguido, pero estaba tan cerca como antes del conjunto Delhi.
No parecía probable que los hijos transportaran las joyas, pero, a regañadientes, decidió registrar su equipaje.
Si lord Oxenford había decidido emplear la astucia, escondiendo las joyas en el equipaje de sus hijos, habría elegido a Percy, quien se habría sentido encantado de participar en la estratagema, antes que a Margaret, más propensa a llevar la contraria a su padre.
Las cosas de Percy estaban guardadas con tal cuidado que sólo un criado podía ser el responsable. Ningún crío normal de quince años doblaba sus pijamas y los envolvía con papel de seda. Su bolsa de aseo contenía un cepillo de dientes nuevo y un tubo de pasta dentífrica sin estrenar. Había un juego de ajedrez en miniatura, unos cuantos tebeos y un paquete de galletas de chocolate, detalle de una cocinera o criada que le apreciaba, imaginó Harry. Examinó el interior del juego de ajedrez, los tebeos y abrió el paquete de galletas, sin encontrar las joyas.
Mientras colocaba la bolsa en su sitio, un pasajero pasó en dirección al lavabo de caballeros. Harry no le hizo caso.
Se negaba a creer que lady Oxenford hubiera dejado el conjunto Delhi en un país que corría el peligro de ser invadido y conquistado dentro de escasas semanas. Sin embargo, hasta el momento no tenía pruebas de que lo llevara con ella. Si no estaba en la bolsa de Margaret, tenía que hallarse en el equipaje consignado. Sería difícil comprobarlo. ¿Era posible introducirse en una bodega mientras el avión volaba? La otra alternativa consistía en seguir a los Oxenford hasta su hotel de Nueva York…
El capitán y Clive Membury se estarían preguntando por qué tardaba tanto en volver con la cámara.
Cogió la bolsa de Margaret. Parecía un regalo de cumpleaños. Se trataba de un maletín de esquinas redondeadas, hecho de suave piel color crema y provisto de hermosos adornos metálicos. Cuando lo abrió, captó su perfume, «Tosca». Encontró un camisón de algodón con florecillas bordadas, y trató de imaginarla cubierta con él. Demasiado infantil para Margaret. Su ropa interior era de algodón. Se preguntó si aún sería virgen. Había una pequeña foto enmarcada de un chico de unos veintiún años, de largo cabello oscuro y cejas negras, vestido con una toga y una muceta. El chico muerto en España, probablemente. ¿Se habría acostado con él? Harry se inclinaba por esta posibilidad, pese a las bragas de colegiala. Estaba leyendo una novela de D.H. Lawrence. Apuesto a que su madre no lo sabe, pensó Harry. Había un montoncito de pañuelos de hilo con las iniciales «M. O.» bordadas. Olían a Tosca.
Las joyas no estaban aquí. Maldición.
Harry decidió quedarse con un pañuelo perfumado como recuerdo. Justo cuando lo cogía, Davy apareció con una bandeja cargada de cuencos para sopa.
Miró a Harry y se detuvo, frunciendo el ceño. La bolsa de Margaret era muy diferente de la perteneciente a Lord Oxenford, por supuesto. Estaba claro que Harry no podía ser el dueño de ambas bolsas; por lo tanto, estaba registrando las pertenencias de otras personas.
Davy le miró por un momento, sospechando de él, pero temeroso al mismo tiempo de acusar a un pasajero.
– ¿Es ésa su maleta, señor? -tartamudeó por fin. Harry le enseñó el pañuelo.
– ¿Cree que me puedo sonar con esto?
Cerró la maleta y la puso en su sitio.
La expresión de Davy continuaba mostrando preocupación.
– La señorita me pidió que viniera a buscarlo -explicó Harry-. Las cosas que hacemos…
La expresión de Davy cambió a una de embarazo.
– Lo siento, señor, pero espero que comprenda…
– Me alegro de que sea tan observador -dijo Harry- Continúe así.
Palmeó el hombro de Davy. Ahora, tendría que devolverle el maldito pañuelo a Margaret, para dar crédito a su historia. Entró en el comedor.
Estaba sentada a una mesa con sus padres y su hermano. Harry le, tendió el pañuelo.
– Se te ha caído esto -dijo.
Margaret se quedó sorprendida.
– ¿De veras? ¡Gracias!
– De nada.
Se marchó a toda prisa. ¿Verificaría Davy su historia, preguntando a Margaret si había pedido a Harry que le trajera un pañuelo limpio? No era probable.
Volvió a su compartimento, pasó frente a la cocina, donde Davy estaba amontonando los platos sucios, y subió la escalera. ¿cómo demonios iba a introducirse en la bodega del equipaje? Ni siquiera sabía dónde estaba; no había visto cómo subían las maletas. Pero tenía que existir alguna forma.
El capitán Baker estaba explicando a Clive Membury cómo navegaban sobre aquel océano monótonamente igual.
– Durante la mayor parte de la travesía estamos fuera del alcance de los radiofaros, de modo que las estrellas son nuestra mejor guía…, cuando las podemos ver.
Membury miró a Harry.
– ¿Y la cámara? -preguntó con brusquedad. Definitivamente un poli, pensó Harry.
– Me olvidé de ponerle carrete. Qué tonto, ¿no? -miró a su alrededor-. ¿Cómo pueden verse las estrellas desde aquí?
– Oh, el navegante sale de vez en cuando al exterior -contestó el capitán, impertérrito. Después, sonrió-. Era una broma. Hay un observatorio. Se lo enseñaré.
Abrió una puerta en el extremo posterior de la cubierta de vuelo y salió. Harry le siguió y se encontró en un angosto pasadizo. El capitán apuntó con su dedo hacia arriba.
– Esta es la cúpula de observación -dijo.
Harry miró sin demasiado interés; su mente seguía centrada en las joyas de lady Oxenford. Había una burbuja de vidrio en el techo, y a un lado colgaba de un gancho una escalerilla plegada.
– Se sube ahí con el octante cada vez que se abre una brecha en las nubes -explicó el capitán-. También sirve como compuerta de carga del equipaje.
La atención de Harry se despertó de repente.
– ¿El equipaje entra por el techo? -preguntó.
– Claro. Justo por ahí.
– ¿Y adónde va a parar?
El capitán señaló las dos puertas que se abrían a cada extremo del estrecho pasadizo.
– A las bodegas del equipaje.
Harry apenas daba crédito a su suerte.
– ¿Y todas las maletas están guardadas detrás de esas dos puertas?
– Sí, señor.
Harry probó una de las puertas. No estaba cerrada con llave. Miró en el interior. Las maletas y baúles de los pasajeros estaban cuidadosamente apilados y atados con cuerdas a los puntales, para que no se movieran durante el vuelo.
En algún lugar le aguardaba el conjunto Delhi, y una vida llena de lujos,
Clive Membury miró por encima del hombro de Harry. -Fascinante -murmuró.
– Ya lo puede decir -comentó Harry.
Margaret estaba muy animada. Ya se había olvidado de que no quería ir a Estados Unidos. ¡Apenas podía creer que había trabado amistad con un verdadero ladrón! En circunstancias normales, si alguien le hubiera dicho «Soy un ladrón» no le habría creído, pero, en el caso de Harry, sabía que era cierto, porque le había conocido en una comisaría de policía: y había visto cómo le acusaban.
Siempre la había fascinado la gente que vivía al margen del orden establecido: delincuentes, bohemios, anarquistas prostitutas y vagabundos. Parecían tan libres… Claro que su libertad no les permitía pedir champán, viajar en avión a Nueva York o enviar a sus hijos a la universidad; no era tan ingenua como para desconocer las desventajas de ser un paria. Sin embargo, la gente como Harry nunca se plegaba a las órdenes de nadie, y eso le parecía maravilloso. Soñaba con ser una guerrillera, vivir en las colinas, ponerse pantalones, llevar un rifle, robar comida, dormir al raso y no planchar nunca la ropa.
Nunca había conocido gente de ésa, o bien no la reconocía cuando se topaba con ella. ¿Acaso no se había sentado en un portal de «la calle más depravada de Londres», sin dar se cuenta de que la iban a tomar por una prostituta? Parecía un acontecimiento lejanísimo, aunque había tenido lugar anoche.
Conocer a Harry era lo más interesante que le había pasado desde hacía tiempo inmemorial. Representaba toda aquello que Margaret siempre había deseado. ¡Podía hacer lo que le daba la gana! Por la mañana había decidido ir a Estados Unidos y por la tarde ya estaba de camino. Si le apetecía bailar toda la noche y dormir todo el día, lo hacía. Comía y bebía cuanto quería, cuando tenía ganas, en el Ritz, en una taberna o a bordo del clipper de la Pan American. Ingresaba en el partido Comunista y se marchaba sin dar explicaciones a nadie. Cuando necesitaba dinero, se lo quitaba a gente que poseía más del que merecía. ¡Era un alma libre por completo!
Tenía muchas ganas de saber más cosas acerca de él, y le sabía mal perder el tiempo cenando sin su compañía.
En el comedor había tres o cuatro mesas. El barón Gabon y Carl Hartmann se hallaban en la mesa vecina. Papá les había dirigido una mirada iracunda cuando entraron, tal vez porque eran judíos. Ollis Field y Frank Gordon compartían la mesa. Frank Gordon era un joven algo mayor que Harry, un tipo apuesto, pero cuya boca delataba cierta brutalidad oculta. Ollis Field era un hombre mayor, de aspecto extenuado, completamente calvo. Los dos hombres habían levantado ciertos comentarios por quedarse en el avión mientras todo el mundo bajaba en Foynes.
Lulu Bell y la princesa Lavinia, que se quejaba en voz alta del exceso de sal que arruinaba la salsa del cóctel de gambas, ocupaban la tercera mesa. Las acompañaban dos personas que habían subido en Foynes, el señor Lovesey y la señora Lenehan. Percy decía que compartían la suite nupcial, aunque no estaban casados. Sorprendió a Margaret que la Pan American permitiera semejante escándalo. Tal vez suavizaban las normas debido a la cantidad de gente que intentaba con desesperación trasladarse a Estados Unidos.
Percy se sentó a cenar tocado con un casquete negro judío. Margaret rió. ¿De dónde demonios habría sacado aquello? Papá se lo quitó de la cabeza de un manotazo, enfurecido.
– ¡Idiota! -aulló.
El rostro de mamá no había alterado su expresión desde que dejara de llorar por la partida de Elizabeth.
– Creo que es espantosamente temprano para cenar -murmuró vagamente.
– Son las siete y media -dijo papá.
– ¿Por qué no oscurece?
– En Inglaterra ya ha oscurecido -intervino Percy-, pero nos encontramos a cuatrocientos cincuenta kilómetros de la costa irlandesa. Seguimos la ruta del sol.
– Pero acabará oscureciendo.
– Alrededor de las nueve, diría yo.
– Bien -concluyó mamá.
– ¿Os dais cuenta de que si fuéramos a la rapidez suficiente alcanzaríamos al sol y nunca oscurecería? -dijo Percy.
– No existe la menor posibilidad de que el hombre invente aviones tan rápidos -replicó lord Oxenford, en tono condescendiente.
Nicky, el camarero, trajo el primer plato.
– Yo no quiero, gracias -dijo Percy-. Los judíos no comemos gambas.
El camarero le dirigió una mirada de asombro, pero no dijo nada. Papá enrojeció.
Margaret se apresuró a cambiar de tema.
– ¿Cuándo haremos la próxima escala, Percy?
Su hermano siempre sabía estas cosas.
– Se tardan dieciséis horas y media en llegar a Botwood -dijo-. Deberíamos llegar a las nueve de la mañana, según el horario inglés de verano.
– ¿Qué hora será allí?
– Cuenta tres horas y media menos que la hora de Greenwich.
– ¿Tres horas y media? -se extrañó Margaret-. No sabía que existían diferencias tan extravagantes.
– Y Botwood también aprovecha la luz solar, como Inglaterra, lo cual quiere decir que aterrizaremos hacia las cinco y media de la mañana, hora local.
– No podré despertarme -dijo mamá, con voz cansada.
– Ya lo creo que sí -se obstinó Percy-. Tendrás la sensación de que son las nueve de la mañana.
– Los chicos saben mucho de los adelantos técnicos -murmuró mamá.
Irritaba a Margaret cuando fingía ser estúpida. Creía que no era femenino comprender los detalles técnicos. «A los hombres no les gustan las chicas demasiado listas, querida», había repetido en más de una ocasión a Margaret. Ésta ya no discutía con ella, pero tampoco le creía. En su opinión, sólo los hombres estúpidos pensaban de esa manera.
A los hombres inteligentes les gustaban las chicas inteligentes.
Se dio cuenta de que en la mesa vecina se hablaba en voz algo más alta. El barón Gabon y Carl Hartmann estaban discutiendo, mientras sus compañeros de cena les contemplaban en perplejo silencio. Margaret recordó que Gabon y Hartmann no habían parado de discutir desde que se sentaron a la mesa. No era sorprendente; debía de ser difícil hablar de trivialidades con uno de los cerebros más brillantes del mundo. Captó la palabra «Palestina». Debían de estar discutiendo sobre el sionismo. Dirigió una mirada nerviosa a su padre. Él también escuchaba, y su expresión denotaba mal humor.
– Vamos a atravesar una tormenta -dijo Margaret, antes de que su padre pudiera hablar-. El avión se moverá un poco.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Percy.
En su voz se transparentaban los celos; el experto en detalles aeronaúticos era él, no Margaret.
– Me lo ha dicho Harry.
– ¿Y cómo lo supo?
– Cenó con el mecánico y el navegante.
– No estoy asustado -afirmó Percy, en un tono que sugería todo lo contrario.
A Margaret no le había ocurrido preocuparse por la tempestad. Resultaría incómoda, pero no existía auténtico peligro, ¿verdad?
Papá vació su copa y pidió más vino al camarero, con cierta irritación. ¿Le asustaba la tempestad? Margaret había observado que bebía más de lo normal. Tenía la cara colorada y los ojos vidriosos. ¿Estaba nervioso? Tal vez seguía disgustado por la partida de Elizabeth.
– Margaret, deberías hablar más con ese silencioso señor Membury -dijo mamá.
Margaret se sorprendió.
– ¿Por qué? Da la impresión de que prefiere estar solo.
– Yo diría que es pura timidez.
No era propio de mamá apenarse por las personas tímidas, sobre todo si eran, como el señor Membury, miembros de la clase media.
– Di la verdad, mamá. ¿A qué te refieres?
– No quiero que te pases todo el viaje hablando con el señor Vandenpost.
Esta era, precisamente, la intención de Margaret.
– ¿Y por qué no?
– Bien, es de tu edad, y no querrás darle esperanzas.
– Tal vez me apetezca darle esperanzas. Es terriblemente atractivo.
– No, querida -repuso mamá con firmeza-. Tiene algo que no acaba de convencerme.
Quería decir que no era de la alta sociedad. Como muchos extranjeros que se casaban con aristócratas, mamá era aún más presuntuosa que los ingleses.
Por lo tanto, la interpretación de Harry de joven norteamericano acaudalado no la había engañado por completo. Su olfato social era infalible.
– Pero dijiste que conocías a los Vandenpost de Filadelfia -protestó Margaret.
– En efecto, pero he reflexionado sobre ello y estoy segura de que no pertenece a esa familia.
– Puede que cultive su amistad sólo para castigar tu presuntuosidad, mamá.
– No es presuntuosidad, querida, sino educación. La presuntuosidad es vulgar.
Margaret se rindió. La armadura de superioridad con que se cubría mamá era impenetrable. Resultaba inútil razonar con ella. Margaret, sin embargo, no tenía la menor intención de obedecerla. Harry era demasiado interesante.
– Me preguntó quién es el señor Membury -dijo Percy-. Me gusta su chaleco rojo. No parece la típica persona que viaja de un lado a otro del océano.
– Supongo que es una especie de funcionario -dijo mamá.
Eso es lo que parecía, pensó Margaret. Mamá tenía buen ojo para definir a la gente.
– Lo más probable es que trabaje para las líneas aéreas -intervino papá.
– Yo diría que es un funcionario del Estado -insistió mamá.
Los camareros trajeron el plato principal. Mamá rechazó el filet mignon.
– Nunca tomo alimentos cocinados -informó a Nicky. Tráigame un poco de apio y caviar.
– Hemos de tener nuestro propio país -oyó Margaret que decía el barón Gabon-. ¡No hay otra solución!
– Pero usted mismo ha admitido que deberá ser un Estado militarizado… -replicó Carl Hartmann.
– ¡Para defenderse de los vecinos hostiles!
– Y admite que deberá discriminar a los árabes en favor de los judíos, pero da la casualidad de que el fascismo es la combinación del militarismo y el racismo, precisamente aquello contra lo que usted lucha.
– No hable tan alto -advirtió Gabon, y ambos bajaron la voz.
Margaret, en circunstancias normales, se habría interesado en la discusión, por haberla sostenido en ocasiones con Ian. Los socialistas se hallaban divididos respecto a Palestina. Algunos decían que constituía la gran oportunidad de crear el Estado ideal; otros afirmaban que pertenecía a la gente que vivía allí y no podía «regalarse» a los judíos, de igual forma que no se les podía ceder Irlanda, Hong Kong o Texas. El hecho de que muchos socialistas fueran judíos complicaba el tema.
En cualquier caso, deseaba que Gabon y Hartmann se calmaran, para que su padre no les oyera.
Por desgracia, no fue así. Discutían de asuntos muy queridos por ambos. Hartmann volvió a levantar la voz.
– ¡No quiero vivir en un Estado racista!
– No sabía que viajábamos con un hatajo de judíos -comentó en voz alta su padre.
– Oy, vey -dijo Percy.
Margaret miró a su padre, abatida. En otros tiempos, su filosofía política había tenido cierto sentido. Cuando millones de hombres sanos se hallaban en el paro y morían de hambre, parecía valeroso proclamar que tanto el capitalismo como el socialismo habían fracasado, y que la democracia perjudicaba al hombre normal. La idea de un Estado todopoderoso al frente de la industria, bajo el liderazgo de un dictador benévolo, resultaba en parte atractiva, pero aquellos elevados ideales y atrevidos proyectos habían degenerado en esta infamia absurda. Había pensado en papá cuando encontró un ejemplar de Hamlet en la biblitocca y leyó la frase «¡Oh, qué noble mente desaprovechada!».
No creía que los dos hombres hubieran escuchado el torpe comentario de papá, porque les daba la espalda y e iban absortos en la discusión.
– ¿A qué hora nos iremos a dormir? -dijo, para distraer a su padre.
– Me gustaría acostarme pronto -dijo Percy.
Era una reacción inusual, pero tal vez se debía a la novedad de dormir en un avión.
– Nos iremos a la hora de siempre -dijo mamá.
– Sí, pero ¿en qué huso horario? ¿A las diez y media, horario de verano inglés, o a las diez y media de Terrario,
– ¡Estados Unidos es racista! -exclamó el barón Gabon. Al igual que Francia, Inglaterra, la Unión Soviética… ¡Todos son Estados racistas!
– ¡Por los clavos de Cristo! -dijo papá.
– A las nueve y media me parece bien -intervino Margaret.
Percy se dio cuenta de lo que ocurría.
– A las diez y cinco estaré más muerto que vivo -contribuyó.
Era un juego que habían practicado de niños. Mamá colaboró.
– A las diez menos cuarto desapareceré.
– Enséñame tu tatuaje a esa hora.
– Yo seré la última, y me acostaré a y veinte.
– Tu turno, papá.
Se produjo un momento de silencio. Papá había practicado el juego con ellos en los viejos tiempos, antes de que amargura y el desánimo se apoderasen de él. Su rostro se suavizó por un instante, y Margaret pensó que iba a participar.
Entonces, Carl Hartmann habló.
– ¿Por qué quieres fundar otro Estado racista, pues? Fue la gota que desborda el vaso. Papá se giró enrededor, al borde de la apoplejía.
– Esos judíos que se callen -estalló, antes de que alguien pudiera impedirlo.
Hartmann y Gabon le miraron, atónitos.
Margaret sintió que sus mejillas se teñían de rojo. Papa había hablado en voz lo bastante alta para que todo el mundo le oyera, y el comedor se sumió en un silencio absoluto. Deseó que el suelo se abriera bajo sus pies y la tragara. La idea de que la gente se fijara en ella, descubriendo que era la hija del borracho idiota y grosero sentado delante, la mortificaba. Miró a Nicky y leyó en su rostro que sentía pena por ella, lo cual aumentó su turbación.
El barón Gabon palideció. Por un momento, dio la impresión de que iba a replicar, pero luego cambió de opinión y desvió la vista. Una sonrisa torcida deformó la cara de Hartmann, y Margaret pensó que, viniendo de la Alemania nazi, el incidente le parecería nimio.
Papá aún no había terminado.
– Estamos en un compartimento de primera clase -añadió.
Margaret observaba al barón Gabon. En un intento de hacer caso omiso de papá, cogió la cuchara, pero su mano temblaba y derramó la sopa sobre su chaleco gris gaviota. Desistió y dejó la cuchara en el plato.
Esta señal visible de su aflicción conmovió a Margaret. Experimentó una gran agresividad contra su padre. Se volvió hacia él y, por una vez, reunió el coraje suficiente para decirle lo que pensaba.
– ¡Has insultado groseramente a dos de los hombres más distinguidos de Europa! -gritó, furiosa.
– Querrás decir a dos de los judíos más distinguidos de Europa -replicó él.
– Acuérdate de Granny Fishbein -dijo Percy.
Papá se giró en redondo hacia su hijo y le apuntó con un dedo tembloroso.
– Basta de tonterías, ¿me oyes?
– Necesito ir al lavabo -dijo Percy, levantándose-. Me encuentro mal.
Salió del comedor.
Margaret se dio cuenta de que tanto ella como Percy se habían rebelado contra papá, y que éste había sido incapaz de remediarlo. Un acontecimiento memorable.
Papá bajó la voz y habló con Margaret.
– ¡Recuerda que esta es la clase de gentuza que nos ha expulsado de nuestro hogar -siseó, y volvió a levantar la voz-. Si quieren viajar con nosotros, deberían aprenden comportarse.
– ¡Basta! -intervino una voz nueva.
Margaret miró al otro lado del comedor. Quien había hablado era Mervyn Lovesey, el hombre que había embarcado en Foynes. Estaba de pie. Los camareros, Nicky y Davy, se habían quedado petrificados, con aspecto aterrorizado. Lovesey atravesó el comedor y se detuvo ante la mesa de Oxenford, con aire amenazador. Era un hombre alto y autoritario entrado en la cuarentena, de espeso cabello gris, cejas negras y rasgos bien dibujados. Llevaba un traje caro, pero hablaba con acento de Lancashire.
– Le agradeceré que se calle sus puntos de vista -el en voz baja y tono amenazador.
– No es de su maldita incumbencia… -empezó papá.
– Sí que lo es -dijo Lovesey.
Margaret vio que Nicky se marchaba a toda prisa, y supuso que iba a pedir ayuda a la cubierta de vuelo.
– Tal vez no quiera saberlo -continuó Lovesey-, pero el profesor Hartmann es el físico más importante del mundo.
– No me importa lo que sea…
– No, a usted no, pero a mí sí. Y considero sus opinión tan ofensivas como un olor desagradable.
– Diré lo que me dé la gana -insistió papá, empezar a levantarse.
Lovesey le retuvo, apoyando una fuerte mano sobre hombro.
– Hemos declarado la guerra a la gente como usted.
– Lárguese, ¿quiere? -replicó papá, con voz débil.
– Me largaré cuando usted cierre el pico.
– Llamaré al capitán…
– No es necesario -dijo otra voz, y el capitán Baker apareció, con aspecto sereno y autoritario al mismo tiempo, estoy aquí. Señor Lovesey, ¿quiere hacer el favor de volver a su asiento? Le quedaré muy agradecido.
– Sí, me sentaré, pero no escucharé callado a un patan borracho que hace bajar la voz y llama judío al científico europeo más eminente.
– Señor Lovesey, por favor.
Lovesey regresó a su sitio.
El capitán se volvió hacia papá.
– Es posible que no le haya escuchado bien, lord Oxenford. Estoy seguro de que usted no llamaría a otro pasajero con la palabra que el señor Lovesey acaba de mencionar. Margaret rezó para que papá aceptara esta salida digna, pero, ante su decepción, replicó con mayor beligerancia. -¡Le llamé judío porque es lo que es! -gritó.
– ¡Basta, papá! -gritó Margaret.
– Debo pedirle que no utilice esa palabra mientras viaje a bordo de mi avión -dijo el capitán.
– ¿Es que le avergüenza ser judío? -preguntó papá con desdén.
Margaret observó que el capitán Baker empezaba a irritarse.
– Este es un avión norteamericano, señor, y nos regimos por patrones de conducta norteamericanos. Insisto en que deje de insultar a los demás pasajeros, y le advierto que tengo autoridad para ordenar a la policía local de nuestra próxima escala que le detenga y le encierre en prisión. Le convendría saber que en esos casos, aunque muy infrecuentes, las líneas aéreas siempre presentan cargos.
La amenaza de encarcelamiento impresionó a papá. Guardó silencio por un momento. Margaret se sentía muy humillada. Aunque había intentado parar a su padre y protestado contra su conducta, estaba avergonzada. Su grosería recaía sobre ella: era su hija. Sepultó la cara entre las manos. No podía aguantarlo más.
– Volveré a mi compartimento -dijo su padre.
Margaret levantó la vista. Papá se puso en pie y se volvió hacia mamá.
– ¿Vamos, querida?
Mamá se puso en pie. Papá le apartó la silla. Margaret experimentó la sensación de que todos los ojos estaban clavados en ella.
Harry apareció de repente, como surgido de la nada. Apoyó sus manos sobre el respaldo de la silla de Margaret.
– Lady Margaret -dijo, con una leve reverencia. Ella se levantó, profundamente agradecida por este gesto de apoyo.
Mamá se alejó de la mesa, impertérrita, la cabeza erguida. Papá la siguió.
Harry ofreció su brazo a Margaret. Era un pequeño detalle, pero significó mucho para ella. Aunque había enrojecido de pies a cabeza, consiguió salir del salón con dignidad.
Un rumor de conversaciones se desató en cuanto entró el compartimento.
Harry la guió hasta su asiento.
– Has sido muy amable -dijo Margaret de todo corazón-. No sé cómo darte las gracias.
– Oí el jaleo desde aquí. Imaginé que lo estabas pasando fatal.
– Nunca me había sentido tan humillada.
Papá, sin embargo, aún no se había rendido.
– ¡Esos idiotas se arrepentirán un día! -dijo. Mamá sentó en su rincón y le miró, inexpresiva-. Van a perder e guerra, acuérdate de mis palabras.
– Basta, papá, por favor -dijo Margaret.
Por fortuna, el único testigo del discurso fue Harry; el señor Membury había desaparecido.
Papá no le hizo caso.
– ¡El ejército alemán barrerá Inglaterra como un maremoto! ¿Sabes lo que ocurrirá después? Hitler instaurará un gobierno fascista, por supuesto.
De repente, una luz extraña brilló en sus ojos. Dios mio, parece que se haya vuelto loco, pensó Margaret. Mi padre esta perdiendo la razón. El hombre bajó la voz, y una expresión astuta acudió a su rostro.
– Un gobierno fascista inglés, por supuesto -continuo ¡Y necesitará un fascista inglés al frente!
– Oh, Dios mío -exclamó Margaret. Comprendió, desesperada, lo que estaba pensando.
Papá pensaba que Hitler le nombraría dictador de Inglaterra.
Pensaba que Inglaterra iba a ser conquistada, y que Hitler le haría regresar de su exilio para que fuera el líder del gobierno títere.
– Y cuando haya un primer ministro fascista en Londres. ¡bailarán a un son muy diferente! -concluyó papá con aire de triunfo, como si hubiera ganado alguna discusión.
Harry miraba estupefacto a papá.
– ¿Se imagina…? ¿Espera que Hitler le confíe a usted…?
– ¿Quién sabe? -dijo papá-. Debería ser alguien sin la menor relación con la administración derrotada. Si me llamaran a cumplir… mi deber para con mi país…, empezando desde cero, sin recriminaciones…
Harry parecía demasiado conmocionado para decir nada.
Margaret se encontraba sumida en la desesperación. Tenía que huir de papá. Ya no podía aguantarle. Se estremeció al recordar el resultado ignominioso de su último intento de huida, pero no iba a permitir que un fracaso la descorazonara. Debía intentarlo de nuevo.
Esta vez sería diferente. El ejemplo de Elizabeth la iluminaría. Elaboraría con toda minuciosidad el plan. Se aseguraría de contar con dinero, amigos y un sitio donde dormir.
Esta vez saldría bien.
Percy salió del lavabo de caballeros. Se había perdido casi todo el drama, pero cuando apareció, sin embargo, dio la impresión de que había vivido su propio drama. Tenía la cara encendida y parecía muy excitado.
– ¡No os lo podéis ni imaginar! -anunció al compartimento en general-. Acabo de ver al señor Membury en el lavabo… Tenía la chaqueta desabrochada y se estaba introduciendo los faldones de la camisa en los pantalones… ¡y lleva una pistolera debajo de la chaqueta, con pistola y todo!
El clipper se aproximaba al punto de no retorno.
Eddie Deakin, distraído, nervioso, inquieto, se reintegro a sus tareas a las diez de la noche, hora de Inglaterra. El sol ya les había ganado la delantera, dejando al aparato en tinieblas. El tiempo también había cambiado. La lluvia azotaba las ventanas, las nubes ocultaban las estrellas y vientos veleidosos abofeteaban al poderoso avión sin demostrar el menor respeto, agitando a los pasajeros.
El tiempo solía ser peor a menor altitud, pero pese a ello el capitán Baker volaba casi al nivel del mar. Estaba «cazando el viento», buscando una altitud en que el viento del oeste, que soplaba de cara, fuera menos violento.
Eddie estaba preocupado por la poca cantidad de combustible que quedaba. Se sentó en su puesto y empezó a calcular la distancia que el avión podía recorrer con el combustible contenido en los depósitos. Puesto que el tiempo era algo peor de lo previsto, los motores habrían consumido más carburante del que habían pensado. Si no quedaba suficiente para llegar a Terranova, deberían regresar antes de sobrepasar el punto de no retorno.
¿Qué le pasaría entonces a Carol-Ann?
Tom Luther lo había planeado todo con sumo cuidado, y habría tenido en cuenta la posibilidad de que el clipper se retrasara. Tendría alguna forma de ponerse en contacto con sus compinches, para confirmar o alterar la hora de la cita.
Pero si el avión regresaba, Carol-Ann seguiría en manos de los secuestradores durante veinticuatro horas más, como mínimo.
Durante la mayor parte de su período de descanso, Eddie se había quedado sentado en el compartimento de delante, removiéndose en el asiento y mirando por la ventana. Ni siquiera había intentado dormir, sabiendo que le resultaría imposible. Imágenes de Carol-Ann le habían atormentado constantemente: Carol-Ann llorando, atada, o cubierta de moretes; Carol-Ann asustada, suplicante, histérica, desesperada. Cada cinco minutos deseaba descargar su puño contra el fuselaje, y luchaba sin cesar contra el impulso de subir corriendo la escalera y preguntar a su sustituto, Mickey Finn, cuánto combustible se había consumido.
Su aturdimiento le había llevado a provocar a Tom Luther en el comedor. Se había comportado como un idiota. La mala suerte les había destinado a la misma mesa. Después, Jack Ashford, el navegante, había leído la cartilla a Eddie, y éste se había dado cuenta de lo estúpido que había sido. Ahora, Jack sabía que algo ocurría entre Eddie y Luther. Eddie se había negado a proporcionar más detalles a Jack, y éste lo había aceptado…, por ahora. Eddie se había jurado mentalmente proceder con más cautela. Si el capitán Baker llegaba tan sólo a sospechar que estaban chantajeando a su mecánico, abortaría el vuelo, y Eddie ya no podría ayudar a Carol-Ann. Una preocupación más sobre sus espaldas.
Durante el segundo turno de cena había quedado olvidada la actitud de Eddie hacia Tom Luther, en la excitación de la pelea entre Mervyn Lovesey y lord Oxenford. Eddie no la había presenciado, pues se encontraba en el compartimento delantero, sumido en sus preocupaciones, pero los camareros se lo habían contado todo al poco rato. Eddie opinaba que Oxenford era un animal al que convenía bajar los humos, tal como había hecho el capitán Baker. Eddie sentía pena por el muchacho, Percy, que había sido criado por un padre semejante.
El tercer turno terminaría dentro de escasos minutos, y la cubierta de pasajeros no tardaría en apaciguarse. Los mayores se irían a la cama. Los demás permanecerían sentados un par de horas, notando las sacudidas, demasiado excitados o nerviosos para dormir. Después, uno a uno, sucumbirían al horario dictado por la naturaleza y se retirarían. Algunos irreductibles iniciarían una timba en el salón principal y continuarían bebiendo, pero sería la típica sesión tranquila de copas y juego que en muy raras ocasiones producía problemas.
Eddie consultó ansiosamente el consumo de combustible en la gráfica que llamaban curva de Howgozit. La línea roja que indicaba el consumo real se hallaba bastante por encima de la línea que indicaba la previsión, trazada a lápiz. Era casi inevitable, puesto que había falseado la previsión, pero la diferencia era mayor de la que esperaba, a causa del tiempo.
Su preocupación aumentó a medida que calculaba la distancia posible a recorrer por el avión en relación con el combustible restante. Cuando realizó los cálculos en base a tres motores, un sistema al que obligaban las normas de seguridad, descubrió que no quedaba combustible suficiente para llegar a Terranova.
Tendría que haberlo dicho de inmediato al capitán, pero no lo hizo.
La diferencia era muy pequeña: con cuatro motores había suficiente combustible. Además, la situación podía cambiar en el curso de las dos horas siguientes. Cabía la posibilidad de que los vientos fueran más suaves de lo previsto, y el avión consumiría menos carburante del calculado, llegando a su destino sin contratiempos. Y, en cualquier caso, si ocurría lo peor, podían cambiar de ruta y atravesar la tormenta, acortando distancias. El único daño que sufrirían los pasajeros serían las sacudidas.
Ben Thompson, el operador de radio, que se hallaba a su izquierda, estaba transmitiendo un mensaje en código Morse, inclinando su cabeza calva sobre la consola. Eddie, confiando en que se tratara de un parte meteorológico más favorable, se puso detrás de él y leyó por encima de su hombro.
El mensaje le sorprendió y desconcertó.
Era del FBI e iba dirigido a alguien llamado Ollis Field.
Decía: la oficina ha recibido en información de que en el avión pueden viajar cómplices de conocidos criminales. Tome precauciones especiales respecto al prisionero.
¿Qué significaba? ¿Tenía relación con el secuestro de Carol-Ann? Por un momento, a Eddie le dio vueltas la cabeza. Ben arrancó la página del cuaderno.
– ¡Capitán! -gritó-. Será mejor que eche un vistazo a esto.
Jack Ashford levantó la vista, alertado por el tono perentorio del radiotelegrafista. Eddie cogió el mensaje, se lo enseñó a Jack y lo pasó al capitán Baker, que estaba comiendo filete con puré de patatas servidos en una bandeja dispuesta en la mesa de conferencias, situada en la parte posterior de la cabina.
El semblante del capitán se ensombreció a medida que leía.
– Esto no me gusta -dijo-. Ollis Field debe de ser un agente del fbi.
– ¿Es un pasajero? -preguntó Eddie.
– Sí. Ya me había parecido un poco raro. Un tipo vulgar, en nada parecido al típico pasajero del clipper. Se quedó a bordo durante la escala en Foynes.
Eddie no se había dado cuenta, pero el navegante sí.
– Creo que sé a quién se refiere -dijo Jack, rascándose la barbilla-. Un calvorotas. Va con un tío más joven, vestido como un figurín. Hacen una pareja bastante rara.
– El chico debe de ser el prisionero -dijo el capitán-. Me parece que se llama Frank Gordon.
La mente de Eddie trabajaba a toda velocidad.
– Por eso se quedaron a bordo en Foynes: el hombre del FBI no quiere dar a su prisionero la menor oportunidad de escapar.
El capitán asintió con aire sombrío.
– A Gordon lo habrán extraditado de Inglaterra…, y no se consigue una orden de extradición por robar en las tiendas. Ese chico debe ser un criminal peligroso. ¡Y lo han metido en este avión sin decírmelo!
– Me pregunto qué habrá hecho -dijo Ben, el operador de radio.
– Frank Gordon -musitó Jack-. Me suena. Esperad un momento… ¡Apuesto a que es Frankie Gordino!
Eddie recordó haber leído artículos sobre Frankie Gordino en los periódicos. Era un matón de una banda radicada en Nueva Inglaterra. El delito por el que era reclamado estaba relacionado con el propietario de un club nocturno que se había negado a pagar protección. Gordino había irrumpido en el club, disparado al propietario en el estómago, violado a la novia del hombre e incendiado el local. El tipo murió, pero la novia escapó de las llamas e identificó a Gordino en fotografías.
– No tardaremos en averiguar si es él -dijo Baker-. Eddie, hazme un favor, ve a buscar a Ollis Field y pídele que suba a verme.
– Hecho.
Eddie se puso la gorra y la chaqueta del uniforme y bajó por la escalera, dándole vueltas en la cabeza a este nueve acontecimiento. Estaba seguro de que existía alguna relación entre Frankie Gordino y la gente que había raptado a Carol-Ann, y trató frenéticamente de adivinarla, sin el menor éxito. Echó un vistazo a la cocina, donde un camarero estaba llenando una jarra de café.
– Davy -preguntó-, ¿dónde está el señor Ollis Field? -Compartimento número 4, lado de babor, mirando hacia la cola.
Eddie avanzó por el pasillo, manteniendo el equilibrio sobre el suelo movedizo gracias a la práctica. Observó el aspecto compungido de la familia Oxenford en el compartimento número 2. El último turno estaba a punto de finalizar en el comedor; el café se derramaba sobre los platillos mientras la tempestad azotaba al avión. Pasó por el número 3 y llegó al 4.
En el asiento de babor que miraba a la cola estaba sentado un hombre calvo de unos cuarenta años. Parecía medio dormido, fumaba un cigarrillo y miraba por la ventana a la oscuridad que reinaba en el exterior. No respondía a la imagen que se había forjado Eddie de un agente del fbi. No se imaginaba a este hombre irrumpiendo en una habitación lle na de contrabandistas de licor, revólver en mano.
Frente a Field se hallaba un hombre joven, mucho mejor vestido, con la complexión de un atleta retirado que está engordando. Debía de ser Gordino. Tenía la cara mofletuda mohína de un niño mimado. ¿Seria capaz de dispararle a un hombre en el estómago?, se preguntó Eddie. Sí, creo que si.
– ¿Señor Field? -preguntó Eddie al hombre mayor.
– Sí.
– El capitán querría hablar con usted, si dispone de un momento.
Field arrugó el entrecejo por un momento y adoptó a continuación una expresión resignada. Había adivinado que su secreto ya no era tal, y estaba irritado, pero su expresión también delataba que, en el fondo, le daba igual.
– Por supuesto -contestó.
Aplastó el cigarrillo en el cenicero fijado a la pared, se desabrochó el cinturón de seguridad y se puso en pie.
– Sígame, por favor -dijo Eddie.
Al volver por el compartimento número 3, Eddie vio a Tom Luther, y sus miradas se cruzaron. En aquel instante, Eddie tuvo una inspiración.
La misión de Tom Luther era rescatar a Frankie Gordino Se quedó tan conmocionado por la revelación que dejó de andar, y Ollis Field tropezó con él.
Luther le miró con el pánico reflejado en sus ojos, temiendo que Eddie fuera a hacer algo que diera al traste con su juego.
– Perdone -dijo Eddie a Field, y siguió caminando,
Todo se estaba aclarando, Frankie Gordino se había visto obligado a huir de Estados Unidos, pero el fbi le había seguido la pista hasta Inglaterra, consiguiendo la extradición. Se había decidido devolverle al país por vía aérea, pero sus cómplices lo habían descubierto. Su propósito era sacar del avión a Gordino antes de llegar a Estados Unidos,
Y aquí entraba Eddie. Obligaría al clipper a posarse sobre el mar, cerca de la costa de Maine. Una lancha rápida estaría esperando. Sacarían a Gordino del clipper y escaparían en la lancha, Pocos minutos después desembarcaría en algún lugar seguro, seguramente al otro lado de la frontera con Canadá. Un coche le aguardaría para conducirle a un escondite. Lograría burlar a la justicia… gracias a Eddie Deakin.
Mientras guiaba a Field hacia la cubierta de vuelo, Eddie experimentó un gran alivio al comprender por fin lo que estaba ocurriendo, aunque al mismo tiempo se sintió horrorizado de que, para salvar a su mujer, debía ayudar a un criminal a obtener la libertad.
– Capitán, éste es el señor Field -dijo.
El capitán Baker se había puesto la chaqueta del uniforme y estaba sentado tras la mesa de conferencias con el radiomensaje en las manos. Se habían llevado la bandeja de la cena. La gorra cubría su cabello rubio, proporcionándole un aire de autoridad. Miró a Field, pero no le invitó a tomar asiento.
– He recibido un mensaje para usted… del fbi -dijo. Field extendió la mano, pero Baker no le entregó el papel.
– ¿Es usted agente del fbi? -preguntó el capitán.
– Sí.
– ¿Y está cumpliendo una misión en este momento?
– Sí.
– ¿De qué se trata, señor Field?
– Creo que no necesita saberlo, capitán. Déme el mensaje, por favor. Dijo que iba dirigido a mí, no a usted.
– Soy el capitán de esta nave, y soy yo quien decido si necesito saber de qué asunto se trata. No discuta conmigo, señor Field. Limítese a cumplir mis órdenes.
Eddie examinó a Field. Era un hombre cansado y pálido de cabello ralo grisáceo y acuosos ojos azules. Era alto, y en otros tiempos debió de ser corpulento, pero sus carnes se habían aflojado y redondeado. Eddie juzgó que era más arrogante que valiente, y su opinión se confirmó cuando Field se plegó de inmediato a la energía del capitán.
– Escolto a un preso extraditado a los Estados Unidos donde será juzgado -dijo-. Se llama Frank Gordon.
– ¿Conocido también como Frankie Gordino?
– Exacto.
– Quiero expresarle mi protesta, señor, por traer a bordo a un criminal peligroso sin informarme.
– Si sabe el auténtico nombre de ese individuo, también sabrá cómo se gana la vida. Trabaja para Raymond Patriarca, responsable de robos a mano armada, extorsión, usura, juego ilegal y prostitución, desde Rhode Island hasta Maine. Ray Patriarca ha sido declarado Enemigo Público Número Uno por la Junta de Seguridad Ciudadana de Providence. Gordino es lo que nosotros llamamos un matón: aterroriza, tortura y asesina a gente cumpliendo órdenes de Patriarca. Por razones de seguridad, no le alertamos sobre su llegada.
– Su seguridad no vale una mierda, Field.
Baker estaba enfadado de verdad. Eddie nunca le había oído soltar tacos delante de un pasajero.
– La banda de Patriarca lo sabe todo -añadió, tendiéndole el mensaje.
Field lo leyó y palideció.
– ¿Cómo coño lo averiguaron? -murmuró.
– Tendré que preguntar qué pasajeros son «cómplices de conocidos criminales» -dijo el capitán-. ¿Ha reconocido a alguno a bordo?
– Por supuesto que no -replicó Field, irritado-. En tal caso, habría alertado de inmediato a la Oficina.
– Si identificamos a esas personas, las bajaré del avión en la próxima escala.
Yo sé quiénes son, pensó Eddie: Tom Luther… y yo.
– Envíe por radio a la Oficina la lista completa de pasajeros y tripulantes -indicó Field-. Investigarán todos los nombres.
Un estremecimiento de angustia recorrió a Eddie. ¿Corría Tom Luther el peligro de ser descubierto en el curso de esa investigación? Eso lo echaría todo por tierra. ¿Era un conocido criminal? ¿Se llamaba Tom Luther en realidad? Si utilizaba un nombre falso, también llevaría un pasaporte falso, pero esa eventualidad no representaba ningún problema, siempre que se hubiera conchabado con delincuentes de primera. ¿Habría tomado esa precaución? Todo cuanto habían hecho hasta el momento estaba perfectamente organizado.
El capitán Baker se encrespó.
– No creo que debamos preocuparnos por la tripulación. Field se encogió de hombros.
– Haga lo que quiera. La Oficina obtendrá los nombres de la Pan American en menos de un minuto.
Field era un hombre falto de tacto, reflexionó Eddie. ¿Enseñaba J. Edgar Hoover a sus agentes el arte de ser desagradables?
El capitán cogió las listas de pasajeros y tripulantes y se las entregó al operador de radio.
– Envía esto enseguida, Ben -dijo. Hizo una pausa-. Incluyendo a la tripulación -añadió.
Ben Thompson se sentó ante su consola y empezó a teclear el mensaje en Morse.
– Una cosa más -dijo el capitán a Field-. Debo pedirle que me entregue su arma.
Muy inteligente, pensó Eddie. No se le había ocurrido ni por un momento que Field fuera armado, pero no había otra solución, si escoltaba a un criminal peligroso.
– Me opongo… -empezó Field.
– Está prohibido a los pasajeros llevar armas de fuego. No hay excepciones a esta norma. Entrégueme su pistola.
– ¿Y si me niego?
– El señor Deakin y el señor Ashford se la quitarán.
La afirmación sorprendió a Eddie, pero interpretó su papel y se acercó a Field con aire amenazador. Jack le imitó.
– Si me obliga a utilizar la fuerza -continuó Baker-, le obligaré a bajar en la próxima escala, y no le permitiré volver a bordo.
Eddie estaba impresionado por la forma en que el capitán mantenía su autoridad, a pesar de que su antagonista iba armado. Estas cosas no ocurrían en las películas, donde el hombre armado se imponía a todo el mundo.
¿Qué haría Field? El fbi no aprobaría que entregara el arma, pero por otra parte, peor sería que le expulsaran del avión.
– Escolto a un prisionero peligroso -dijo Field-. Necesito ir armado.
Eddie distinguió algo por el rabillo del ojo. La puerta situada en la parte posterior de la cabina, que conducía a la cúpula de observación y a las bodegas, estaba entreabierta y algo se movía al otro lado.
– Coja esa pistola, Eddie -dijo Baker.
Eddie introdujo la mano bajo la chaquesta de Field. El hombre no se movió. Eddie encontró la pistolera, abrió la funda y sacó la pistola. Field miraba al frente sin pestañear.
Entonces, Eddie se dirigió a la parte posterior de la cabina y abrió la puerta de par en par.
El joven Percy Oxenford estaba allí.
Eddie se sintió tranquilizado. Casi había imaginado que un miembro de la banda de Gordino esperaba agazapado con una metralleta.
– ¿De dónde ha salido usted? -preguntó Baker a Percy.
– Hay una escalerilla junto al tocador de señoras -explicó Percy-. Conduce el ala del avión. Se puede reptar desde ella y salir por las bodegas del equipaje.
Eddie continuaba sosteniendo el arma de Ollis Field. La dejó sobre el armarito de mapas del navegante.
– Vuelva a su asiento, jovencito, por favor -pidió el capitán a Percy-, y no vuelva a salir de la cabina de pasajeros en lo que resta de vuelo, -Percy hizo ademán de volver sobre sus pasos-. Por ahí no -dijo Eddie-. Por la escalera.
Percy, que parecía un poco asustado, atravesó a toda prisa la cabina y se escurrió por la escalerilla.
– ¿Cuánto tiempo llevaba ahí, Eddie? -preguntó capitán.
– No lo sé. Creo que lo ha oído todo.
– Ahí va nuestra esperanza de ocultar la situación a los viajeros.
Baker aparentaba preocupación, y Eddie percibió el peso de la responsabilidad que agobiaba al capitán. Este recuperó enseguida su energía.
– Puede volver a su asiento, señor Field. Gracias por su cooperación.
Ollis Field se dio la vuelta y salió sin decirle nada.
– Volved al trabajo, muchachos -terminó el capitán,
La tripulación se reintegró a sus puestos. Eddie consulto sus cuadrantes de manera automática, a pesar de la confusión que se había apoderado de su mente. Observó que los depósitos de carburante instalados en las alas, y que alimentaban los motores, estaban bajando de nivel, y procedió a transferir combustible de los depósitos principales, situados en los hidroestabilizadores. Sus pensamientos, no obstante, se centraban en Frankie Gordino, que había matado a un hombre, violado a una mujer y prendido fuego a un club nocturno. Sin embargo, le habían capturado y sería castigado por sus horribles crímenes…, sólo que Eddie Deakin iba a salvarle. Gracias a Eddie, aquella chica vería salir en libertad a su violador.
Peor aún, era casi seguro que Gordino volvería a asesinar. No servía para otra cosa. Llegaría un día en que Eddie se enteraría por los periódicos de algún crimen espantoso, un asesinato por venganza, en que la víctima sería mutilada y torturada antes de morir, o tal vez un edificio incendiado, en cuyo interior mujeres y niños arderían hasta convertirse en cenizas, o una muchacha secuestrada y violada por tres hombres diferentes…, y la policía lo relacionaría con la banda de Patriarca, y Eddie pensaría. «¿Ha sido Gordino? ¿Soy el responsable de esa atrocidad? ¿Ha sufrido y muerto esa gente porque ayudé a Gordino a escapar?»
Si seguía adelante, ¿cuántos crímenes recaerían sobre su conciencia?
Pero no tenía otra elección. Carol-Ann se hallaba en poder de Ray Patriarca. Cada vez que lo pensaba, un sudor frío resbalaba sobre sus sienes. Debía protegerla, y la única forma era colaborar con Tom Luther.
Consultó su reloj: las doce de la noche.
Jack Ashford le dio la posición actual del avión, lo más aproximada posible; aún no había podido ver ni una estrella. Ben Thompson mostró los últimos partes meteorológicos; la tempestad era peligrosa. Eddie leyó un nuevo conjunto de cifras relativas a los depósitos de combustible y empezó a actualizar sus cálculos. Quizá el tiempo resolviera su dilema: si no les quedaba carburante suficiente para llegar a Terranova, tendrían que regresar, y todo concluiría. La idea tampoco le consolaba. No era fatalista. Debía hacer algo.
– ¿Cómo va, Eddie? -preguntó el capitán Baker.
– Aún no he terminado -contestó.
– Ve con ojo. Estamos cerca del punto de no retorno. Eddie sintió que un reguero de sudor humedecía su mejilla. Se secó con un veloz y furtivo movimiento.
Terminó los cálculos.
El combustible que quedaba no era suficiente. Por un momento no dijo nada.
Se inclinó sobre su cuaderno y sus tablas, fingiendo que aún no había terminado. La situación era peor que cuando había iniciado su turno. Ya no quedaba bastante carburante para terminar el viaje, siguiendo la ruta que el capitán había elegido, ni siquiera con cuatro motores; el margen de seguridad había desaparecido. La única manera de lograrlo era acortar el viaje, volando a través de la tormenta en lugar de bordearla; y en ese caso, si perdían un motor, estarían acabados.
Todos los pasajeros morirían, y él también. ¿Qué sería de Carol-Ann?
– Bien, Eddie -dijo el capitán-. ¿Qué hay que hacer?
¿Podemos seguir hasta Botwood o debemos volver a Foynes? Eddie apretó los dientes. No podía soportar la idea de dejar a Carol-Ann con sus secuestradores ni un día más. Prefería arriesgarlo todo.
– ¿Está preparado para cambiar de rumbo y volar a través de la tormenta?
– ¿Es necesario?
– O eso, o regresar. Eddie contuvo el aliento.
– Mierda -dijo el capitán. Todos odiaban la idea de volver atrás a mitad de camino; era un chasco.
Eddie aguardó la decisión del capitán.
– A la mierda -dijo el capitán Baker-. Atravesaremos la tempestad.