Eddie Deakin podía sentir la hostilidad de sus compañeros mientras se dirigían a la orilla en la lancha. Ninguno le miraba. Todos sabían lo cerca que habían estado de quedarse sin combustible y estrellarse en el revuelto océano. Sus vidas habían corrido peligro. Nadie sabía aún la verdadera causa, pero el combustible era responsabilidad del mecánico; por lo tanto, Eddie era el culpable.
Debían de haber notado que se comportaba de una manera extraña. Había estado preocupado durante todo el vuelo, había asustado a Tom Luther durante la cena y una ventana se había roto inexplicablemente mientras se encontraba en el lavabo de caballeros. No era de extrañar que los demás ya no le creyeran fiable al cien por ciento. Este tipo de sensación se contagiaba enseguida en el seno de una tripulación reducida, en que la vida de los miembros dependía de la colaboración y compenetración mutuas.
Le costaba aceptar que sus compañeros ya no confiaban en él. Tenía a gala considerarse uno de los muchachos más seguros. Para empeorar las cosas, tardaba en olvidar los errores de los demás, y en ocasiones se había mostrado despectivo con gente cuya capacidad se había visto menguada por problemas personales.
– Con excusas no se vuela -decía a veces, una agudeza que le sentaba como una patada cada vez que le venía a la mente.
Había intentado olvidarse de todo ello. Tenía que salvar a su mujer y tenía que hacerlo solo; no podía pedir ayuda a nadie, y no podía preocuparse por lo que pensaran los demás. Había puesto en peligro sus vidas, pero el juego había terminado. Todo era perfectamente lógico. El mecánico Deakin, sólido como una roca, se había convertido en Eddie el Inestable, un tipo al que convenía vigilar por si se le cruzaban los cables. Odiaba a la gente como Eddie el Inestable. Se odiaba a sí mismo.
Muchos pasajeros se habían quedado a bordo del avión, como solía ocurrir en Botwood. Tenían suerte de descabezar un sueñecito mientras el avión estaba inmóvil. Ollis Field, agente del fbi, y su prisionero, Frankie Gordino, también, se habían quedado, por supuesto. Tampoco habían desembarcado en Foynes. Tom Luther se hallaba en la lancha, ataviado con un abrigo de cuello de piel y un sombrero gris perla. Mientras se acercaban al desembarcadero, Eddie se acercó a Luther.
– Espéreme en el edificio de la línea aérea -murmuró-Le acompañaré al teléfono.
Botwood consistía en unas cuantas casas de madera que se arracimaban alrededor de un puerto de aguas profundas, situado en el bien protegido estuario del río Exploits. Ni siquiera los millonarios del clipper podrían comprar gran cosa en este lugar. El pueblo contaba con servicio telefónico desde junio. Los pocos coches que había circulaban por la izquierda, porque Terranova aún se regía por las normas británicas.
Todos entraron en el edificio de madera de la Pan American. La tripulación se encaminó a la sala de vuelo. Eddie leyó enseguida las previsiones meteorológicas enviadas por radio desde el gran aeropuerto recién construido en Gander Lake, a sesenta kilómetros de distancia. Después, calculó el combustible necesario para recorrer el siguiente tramo. Como era mucho más breve, los cálculos no eran cruciales, pero el avión nunca cargaba un gran exceso de combustible porque la carga era cara. Notó un sabor amargo en la boca mientras realizaba las operaciones. ¿Podría volver a ocuparse de estos cálculos sin pensar en este espantoso día? La pregunta era puramente especulativa: después de lo que iba a hacer, jamás volvería a trabajar como mecánico de un clipper.
El capitán ya se estaría preguntando si debía confiar en los cálculo de Eddie. Éste necesitaba hacer algo para recuperar la credibilidad. Decidió dar muestras de desconfianza en su capacidad. Repasó las cifras dos veces y tendió su trabajo al capitán Baker.
– Le agradecería que otra persona las verificara -dijo en tono neutral.
– No es mala idea -dijo el capitán, sin comprometerse, pero pareció aliviado, como si hubiera querido proponer esa solución, sin atreverse a expresarla.
– Voy a respirar un poco de aire -dijo Eddie, y se marchó.
Encontró a Tom Luther frente al edificio de la Pan American, de pie con las manos en los bolsillos, contemplando con aire sombrío las vacas que pastaban en los campos.
– Le llevaré a la oficina de telégrafos -dijo Eddie.
Empezó a caminar colina arriba a paso ligero. Luther se arrastró detrás.
– Dése prisa -indicó Eddie-. He de volver.
Luther apresuró el paso. Daba la impresión de que no deseaba encolerizar a Eddie. No era sorprendente, después de que Eddie casi le arrojara del avión.
Saludaron con un movimiento de cabeza a dos pasajeros que parecían volver de la oficina de telégrafos: el señor Lovesey y la señora Lenehan, la pareja que había subido en Foynes. El tipo llevaba una chaqueta de aviador. Aunque iba distraído, Eddie advirtió que parecían felices juntos. La gente siempre decía que Carol-Ann y él parecían felices juntos, y sintió una punzada de dolor.
Llegaron a la oficina y Luther solicitó la llamada. Escribió el número en un trozo de papel; no quería que Eddie le oyera pedirlo. Entraron en una pequeña habitación con un teléfono sobre su mesa y un par de sillas, y aguardaron con impaciencia la comunicación. A esta hora tan temprana, las líneas no estarían muy cargadas, pero tal vez habría muchas comunicaciones entre Botwood y Maine.
Eddie confiaba en que Luther diría a sus hombres que trasladaran a Carol-Ann al lugar de la cita. Era un gran paso adelante: significaría que tendría las manos libres para actuar en cuanto el rescate se hubiera producido, en lugar de continuar preocupándose por su mujer. Pero ¿qué podía hacer exactamente? Lo más obvio era llamar de inmediato a la policía, pero Luther pensaría en esa posibilidad, y quizá destrozara la radio del clipper. Todo el mundo se vería impotente hasta que llegara ayuda. Para entonces, Gordino y Luther estarían en tierra, huyendo en coche a toda velocidad…, y nadie sabría en qué país, Canadá o Estados Unidos. Eddie se devanó los sesos tratando de imaginar cómo la policía podía seguir la pista de Gordino, pero no se le ocurrió ninguna. Y si daba la alarma de antemano, existía el peligro de que la policía irrumpiera demasiado pronto y pusiera en peligro a Carol-Ann, el único riesgo que Eddie no pensaba correr. Empezó a preguntarse si, en realidad, había conseguido algo.
El teléfono sonó al cabo de un rato y Luther levantó el auricular.
– Soy yo -dijo-. Habrá un cambio en el plan. Traeréis a la mujer en la lancha. -Una pausa-. El mecánico quiere que se haga así, dice que de lo contrario no hará nada, y yo le creo, así que traed a la mujer, ¿de acuerdo? -Tras otra pausa, miró a Eddie-. Quieren hablar con usted.
El corazón le dio un vuelco. Hasta el momento, Luther había actuado como si fuera el principal responsable de la operación. Ahora, daba la impresión de que carecía de autoridad para ordenar que Carol-Ann acudiera a la cita.
– ¿Quiere decir que es su jefe? -preguntó Eddie, enfurecido.
– Yo soy el jefe -dijo Luther, sin gran seguridad-, pero tengo socios.
Estaba claro que a los socios no les hacía gracia la idea de llevar a Carol-Ann al lugar de la cita. Eddie maldijo. ¿Debía concederles la oportunidad de negociar el trato? ¿Iba a ganar algo hablando con ellos? Pensó que no. Podrían obligar a Carol-Ann a gritar por el teléfono, haciéndole flaquear en su empeño…
– Dígales que se vayan a tomar por el culo -replicó Eddie. El teléfono estaba sobre la mesa y habló en voz alta, confiando en que le oyeran al otro extremo de la línea.
Luther parecía asustado.
– ¡No puede hablar así a este gente! -dijo, alzando la voz.
Eddie se preguntó si él también debería estar asustado. Tal vez había juzgado mal la situción. Si Luther era uno de los gángsteres, ¿de qué estaba asustado? No tenía tiempo de evaluar la situación de nuevo. Tenía que aferrarse a su plan.
– Quiero un sí o un no -dijo-. No necesito hablar con lacayos.
– Oh, Dios mío. -Luther cogió el teléfono-. No quiere ponerse al teléfono… Ya le he dicho que es un tipo difícil. -Hubo una pausa-. Sí, es una buena idea. Se lo diré. -Se volvió hacia Eddie y le ofreció el auricular-. Su esposa está al teléfono.
Eddie alargó la mano, pero la retiró enseguida. Si hablaba con ella, se pondría a merced de los delincuentes. Sin embargo, necesitaba desesperadamente oír su voz. Realizó un supremo esfuerzo de voluntad, hundió las manos en los bolsillos y meneó la cabeza, rechazando la posibilidad en silencio.
Luther le miró un momento, y después volvió a hablar por teléfono.
– ¡Sigue sin querer hablar! Él… Sal de la línea, puta. Quiero hablar con…
De repente, Eddie se lanzó sobre su cuello. El teléfono cayó al suelo. Eddie hundió los pulgares en el grueso cuello de Luther. Éste jadeó.
– ¡Basta! ¡Suélteme! Déjeme… -Su voz enmudeció.
La neblina rojiza que cubría la vista de Eddie se disipó. Comprendió que estaba matando al hombre. Aflojó su presa, pero no del todo. Acercó su cara a la de Luther, tan cerca que su víctima bizqueó.
– Escúchame -siseó Eddie-. Has de llamar a mi mujer señora Deakin.
– ¡Muy bien, muy bien! -boqueó Luther-. ¡Suélteme, por los clavos de Cristo!
Eddie le soltó.
Luther se frotó el cuello, respirando con dificultad. Después, cogió el teléfono.
– ¿Vincini? Se abalanzó sobre mí porque llamé a su mujer… una palabrota. Dice que he de llamarla señora Deakin. ¿Lo entiendes ya, o quieres que te haga un esquema? ¡Es capaz de hacer cualquier cosa! -Hubo una pausa-. Creo que podría encargarme de él, pero si la gente nos ve peleando, ¿qué pensará? ¡Todo podría irse al carajo! -Permaneció callado durante un rato-. Bien. Se lo diré. Escucha, hemos tomado la decisión correcta, lo sé. Espera un momento. -Se volvió hacia Eddie-. Han aceptado. Su mujer irá en la lancha. Eddie hizo de su rostro una máscara para ocultar su tremendo alivio.
– Pero me encarga que le diga -prosiguió Luther, nervioso- que si hay algún problema, él la matará.
Eddie le arrebató el teléfono de la mano.
– Óigame bien, Vincini. Uno, he de verla en la cubierta de su lancha antes de abrir las puertas del avión. Dos, ha de subir a bordo con usted. Tres, independientemente de los problemas que se produzcan, si ella recibe algún daño le mataré con mis propias manos. Métase esto en la cabeza, Vincini.
Colgó antes de que el hombre pudiera contestar. Luther parecía abatido.
– ¿Por qué lo ha hecho? -levantó el auricular y trató de recuperar la comunicación-. ¿Hola? -meneó la cabeza y colgó-. Demasiado tarde. -Miró a Eddie con una mezcla de rabia y temor-. Le gusta vivir peligrosamente, ¿verdad?
– Vaya a pagar la llamada -dijo Eddie.
Luther introdujo la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó un grueso fajo de billetes.
– Escuche, si pierde los estribos no beneficia a nadie. Le he concedido lo que me ha pedido. Ahora hemos de trabajar en equipo para que la operación sea un éxito, por el bien de ambos. ¿Por qué no intentamos comportarnos de una forma amigable? Ahora somos socios.
– Váyase a tomar por el culo, rata -replicó Eddie, y salió.
Hervía de rabia mientras volvía por la carretera hacia el puerto. El comentario de Luther en el sentido de que eran socios había tocado alguna fibra especialmente delicada. Eddie había hecho todo lo posible por proteger a Carol-Ann, pero aún se veía forzado a colaborar en la liberación de Frankie Gordino, que era un asesino y un violador. El hecho de que le obligaran le excusaba, y tal vez los demás pensarían de esa manera, pero para él no existía ninguna diferencia: sabía que si cumplía los designios de aquella gentuza, no volvería a levantar la cabeza nunca más.
Mientras bajaba la colina en dirección a la bahía, miró hacia el mar. El clipper flotaba majestuosamente sobre la serena superficie. Sabía que su carrera en el clipper estaba tocando a su fin. Este pensamiento le enloquecía. Había dos grandes cargueros anclados y unos cuantos pesqueros, y descubrió con sorpresa una patrullera de la Marina estadounidense amarrada al muelle. Se preguntó qué estaría haciendo en Terranova. ¿Tendría relación con la guerra? Recordó sus días en la Marina. Una época dorada, cuando todo era sencillo. Quizá el pasado parecía más atractivo cuando había problemas.
Entró en el edificio de la Pan Américan. En el vestíbulo pintado de verde y blanco había un hombre con uniforme de teniente, que debía de pertenecer a la dotación del patrullero. Cuando Eddie entró, el teniente se volvió. Era un hombre feo, grande, de ojos juntos y estrechos y una verruga en la nariz. Eddie le miró, asombrado y jubiloso. No daba crédito a sus ojos.
– ¿Steve? -dijo-. ¿De verdad eres tú?
– Hola, Eddie.
– ¿Cómo cojones…?
Era Steve Appleby, al que Eddie había intentado llamar desde Inglaterra; su mejor y más antiguo amigo, el único hombre que desearía a su lado en un aprieto. Apenas podía creerlo.
Steve se acercó y le abrazó. Se dieron palmadas en la espalda.
– Se supone que estás en New Hampshire -dijo Eddie-. ¿Qué cojones haces aquí?
– Nella me dijo que cuando llamaste parecías muy nervioso -dijo Steve, con aspecto solemne-. Coño, Eddie, nunca te he visto ni tan sólo impresionado. Siempre has sido como una roca. Enseguida adiviné que tenías problemas muy serios.
– Es verdad, es verdad…
Una gran emoción embargó de repente a Eddie. Había reprimido sus sentimientos durante veinte horas, y estaba a punto de explotar. El hecho de que su mejor amigo hubiera removido cielos y tierra para venir en su ayuda le había conmovido hasta lo más hondo.
– Tengo serios problemas -confesó. Las lágrimas acudieron a sus ojos y se le hizo un nudo en la garganta, impidiéndole hablar. Dio media vuelta y salió al exterior.
Steve le siguió. Eddie le guió hasta el lugar donde solía guardarse la lancha. Nadie les vería allí.
Steve habló para disimular su confusión.
– Ya no recuerdo cuántos favores he pedido que me devolvieran para trasladarme hasta aquí. Llevo ocho años en la Marina y mucha gente está en deuda conmigo, pero hoy todos me han pagado por duplicado, y ahora soy yo el que está en deuda con ellos. ¡Me costará otros ocho años poner me al corriente!
Eddie asintió con la cabeza. Steve poseía una aptitud natural para negociar tratos. Eddie deseaba darle las gracias, pero era incapaz de detener el flujo de lágrimas.
– Eddie, ¿qué coño está pasando? -preguntó Steve, cambiando de tono.
– Tienen a Carol-Ann -balbuceó Eddie.
– ¿Quién la tiene, por los clavos de Cristo?
– La banda de Patriarca.
Steve se mostró incrédulo.
– ¿Ray Patriarca? ¿El mafioso?
– La han secuestrado.
– Dios todopoderoso, ¿por qué?
– Quieren que haga amarar al clipper.
– ¿Para qué?
Eddie se secó la cara con la manga y se serenó.
– Hay un agente del fbi a bordo con un prisionero, un matón llamado Frankie Gordino. Me imagino que Patriarca quiere rescatarle. En cualquier caso, un pasajero que se llama Tom Luther me dijo que hiciera amarar el avión frente a la costa de Maine. Una lancha rápida estará esperando, y Carol-Ann irá a bordo. Intercambiaremos a Carol-Ann por Gordino, y éste se largará.
Steve asintió con la cabeza.
– Y Tom Luther fue lo bastante listo como para comprender que la única forma de conseguir la colaboración de Eddie Deakin consistía en raptar a su mujer.
– Sí.
– Hijos de puta.
– Quiero atrapar a esos tío, Steve. Quiero crucificarles. Juro que los haré picadillo.
Steve meneó la cabeza.
– ¿Qué puedes hacer?
– No lo sé. Por eso te llamé.
Steve frunció el ceño.
– El rato más peligroso para ellos será el que media entre subir al avión y regresar al coche. Es posible que la policía pueda descubrir el coche y tenderles una emboscada.
Eddie no estaba tan seguro.
– ¿Cómo lo reconocerá la policía? Un simple coche aparcado junto a una playa.
– Valdría la pena probar.
– No es suficiente, Steve. Muchas cosas pueden salir mal. Además, no quiero llamar a la policía… Es imposible saber lo que harían para poner en peligro a Carol-Ann.
Steve estuvo de acuerdo.
– Y el coche podría estar a uno u otro lado de la frontera, lo cual quiere decir que también deberíamos llamar a la policía canadiense. Coño, el secreto no duraría ni cinco minutos. No, llamar a la policía no es buena idea. Sólo nos queda la Marina o los guardacostas.
Discutir del problema con alguien contribuyó a mejorar el estado de ánimo de Eddie.
– Hablemos de la Marina.
– Muy bien. ¿Y si logro que una patrullera como ésta intercepte a la lancha después del intercambio, antes de que Gordino y Luther lleguen a tierra.
– Podría funcionar -dijo Eddie, empezando a concebir esperanzas-. ¿Podrías hacerlo?
Era casi imposible lograr que buques de la Marina se saltaran la cadena de mando.
– Me parece que sí. Se están realizando todo tipo de ejercicios, y están muy excitados por si los nazis deciden invadir Nueva Ingláterra después de Polonia. El único problema es desviar uno. El tipo capaz de hacerlo es el padre de Simon Greenbourne… ¿Te acuerdas de Simon?
– Desde luego.
Eddie se acordaba de un tipo alocado que poseía un peculiar sentido del humor y una inmensa sed de cerveza. Siempre se metía en líos, pero solía salir bien librado porque su padre era almirante.
– Simon se pasó un día -continuó Steve-, pegó fuego a un bar de Pearl City y quemó media manzana. Es una larga historia, pero conseguí sacarle de la cárcel y su padre me estará eternamente agradecido. Creo que me haría ese favor.
Eddie desvió la vista hacia el buque en que había llegado Steve. Era un cazasubmarinos de clase SC, que ya tenía veinte años, con casco de madera, pero llevaba una ametralladora del calibre veintitrés y cargas de profundidad. Su sola visión bastaría para que delincuentes procedentes de la ciudad, a bordo de una lancha rápida, se cagaran en los pantalones. Sin embargo, era demasiado llamativo.
– Si lo vieran, se olerían una trampa -dijo, angustiado. Steve meneó la cabeza.
– Estos barcos pueden ocultarse en ensenadas. Aunque vayan cargados hasta los topes, su calado no sobrepasa el metro ochenta de profundidad.
– Es arriesgado, Steve.
– Imagina que divisan una patrullera de la Marina. No les hace ni caso. ¿Qué van a hacer, echarlo todo por la borda?
– Podrían hacerle algo a Carol-Ann.
Tuvo la impresión de que Steve iba a seguir discutiendo, pero cambió de opinión.
– Es verdad -dijo-. Puede ocurrir cualquier cosa. Tú eres el único que tiene derecho a decir si vale la pena arriesgarse.
Eddie sabía que Steve no estaba diciendo lo que en realidad pensaba.
– Piensas que estoy acojonado, ¿verdad? -preguntó.
– Sí, pero estás en tu derecho.
Eddie consultó su reloj.
– Hostia, he de volver a la sala de vuelo.
Debía tomar una decisión. Steve había elaborado el mejor plan que se le había ocurrido, y sólo dependía de Eddie aceptarlo o desecharlo.
– Quizá no hayas pensado en una cosa -señaló Steve-. Es posible que aún tengan la intención de darte gato por liebre.
– ¿Cómo?
Steve se encogió de hombros.
– No lo sé, pero en cuanto hayan subido a bordo del clipper será difícil discutir con ellos. Tal vez decidan llevarse a Gordino y también a Carol-Ann.
– ¿Y por qué coño harían eso?
– Para asegurarse de que no prestaras a la policía una colaboración demasiado entusiasta por un tiempo.
– Mierda.
Existía aún otro motivo, pensó Eddie. Había insultado y gritado a aquellos tipos. Quizá planearan darle una última lección.
Estaba atrapado.
Tenía que acceder al plan de Steve. Era demasiado tarde para pensar en otra cosa.
Dios me perdone si me equivoco, pensó.
– Muy bien -dijo-. Adelante.
Margaret se despertó pensando: «Hoy he de hablar con papá».
Tardó un momento en recordar lo que debía decirle, que no viviría con ellos en Connecticut, que iba a marcharse, buscar un alojamiento y conseguir un empleo.
Estaba segura de que se armaría un follón de mucho cuidado.
Una nauseabunda sensación de miedo y vergüenza se abatió sobre ella. La sensación era familiar. Se reproducía siempre que intentaba enfrentarse a papá. Tengo diecinueve años, pensó; soy una mujer. Anoche hice el amor apasionadamente con un hombre maravilloso. ¿Por qué he de estar asustada de mi padre?
Siempre había sido así, hasta donde alcanzaban sus recuerdos. Nunca había comprendido por qué su padre estaba tan decidido a encerrarla en una jaula. Lo mismo había sucedido con Elizabeth, mas no con Percy. Daba la impresión de que consideraba a sus hijas adornos inútiles. Siempre se había enfurecido cuando habían querido hacer algo práctico, como aprender a nadar, construir una casa en un árbol o ir en bicicleta. No le importaba lo que gastaban en ropa, pero no permitiría que abrieran una cuenta en una librería.
La perspectiva de la derrota no era lo único que la detenía. Era la forma en que la rechazaba, la ira y el desprecio, las burlas y la rabia ciega.
Había intentado a menudo utilizar el engaño, pero pocas veces funcionó. La aterrorizaba que oyera los arañazos del gatito rescatado del desván, o la sorprendiera jugando con los niños «impresentables» del pueblo, o registrara su habitación y descubriera su ejemplar de Las vicisitudes de Evangelina, de Elinor Glyn. Los placeres prohibidos llegaban a perder todo su encanto.
Sólo había logrado oponerse a su voluntad con la ayuda de terceros. Monica la había introducido en los placeres sexuales, sin que él se enterase. Percy la había ayudado a disparar, y Digby, el chófer, a conducir. Ahora, tal vez Harry Marks y Nancy Lenehan la ayudaran a conquistar la independencia.
Ya se sentía diferente. Notaba un dolor agradable en los músculos como si hubiera pasado todo un día trabajando al aire libre. Durante seis años se había considerado un objeto provisto de bultos desgarbados y cabello repelente, pero de pronto descubría que le gustaba su cuerpo. En opinión de Harry, era maravilloso.
Captó débiles sonidos en el exterior. Supuso que los pasajeros se estaban levantando. Asomó la cabeza. Nicky, el camarero gordo, estaba transformando en otomanas las literas en que papá y mamá habían dormido, después de encargarse de las ocupadas por Harry y el señor Membury. Harry estaba sentado, ya vestido, y miraba por la ventana con aire pensativo.
Cerró las cortinas a toda prisa antes de que él pudiera verla, dominada por una repentina timidez. Qué curioso: horas antes habían compartido la mayor intimidad posible entre dos personas, pero ahora se sentía rara.
Se preguntó dónde estarían los demás. Percy habría ido a tierra. Papá, probablemente, le habría imitado; solía despertarse temprano. Mamá era incapaz de hacer cualquier cosa por las mañanas; estaría en el lavabo de señoras. El señor Membury había desaparecido.
Margaret miró por la ventana. Era de día. El avión había anclado cerca de un pueblo, rodeado por un bosque de pinos. Todo se veía muy tranquilo.
Se tendió de nuevo, disfrutando de la intimidad, saboreando los recuerdos de la noche, recreando los detalles y archivándolos como fotografías en un álbum. Tenia la sensación de que había perdido la virginidad aquella noche. Los coitos con Ian habían sido muy apresurados, difíciles y fugaces, y se había sentido como una niña que, desobedeciendo a su padres, imitaba un juego de adultos. Aquella noche, Harry y ella se habían comportado como auténticos adultos, extrayendo placer de sus cuerpos. Habían sido discretos, pero no furtivos, tímidos pero no mojigatos, vacilantes pero no desmañados. Se había sentido como una mujer de verdad. Quiero más, pensó, mucho más, y se abrazó, con la sensación de ser muy perversa.
Rememoró la imagen de Harry que acababa de ver, sentado junto a la ventana con una camisa azul cielo y aquel aspecto pensativo en su hermoso rostro. De repente, experimentó el deseo de besarle. Se incorporó, se puso la bata, abrió las cortinas y dijo:
– Buenos días, Harry.
Harry volvió la cabeza, con la expresión de haber sido sorprendido haciendo algo malo. ¿En qué estarías pensando? reflexionó ella. La miró a los ojos y sonrió. Margaret sonríe a su vez, sin poder parar. Intercambiaron una estúpida sonrisa durante un largo minuto. Por fin, Margaret bajó la vista y se levantó.
– Buenos días, lady Margaret -dijo el camarero-. ¿Le apetece una taza de café?
– No, gracias, Nicky.
Debía estar hecha un adefesio, y tenía prisa por sentarse ante un espejo y cepillarse el pelo. Se sentía desnuda. Estaba desnuda, considerando que Harry se había afeitado, lucía una camisa limpia y tenía el aspecto radiante de una manzana madura.
Sin embargo, aún deseaba besarle.
Se calzó las zapatillas, recordando lo indiscreta que había sido al dejarlas junto a la litera de Harry, para recuperarlas una fracción de segundo antes de que su padre se fijara en ellas. Deslizó los brazos en las mangas de la bata y observó que los ojos de Harry miraban hipnóticamente sus pechos. No le importó; le gustaba que le mirara los pechos. Se ató el cinturón y se pasó los dedos por el pelo.
Nicky terminó su trabajo. Margaret esperaba que saliera del compartimento para poder besar a Harry, pero no fue sí.
– ¿Puedo hacer ya su litera? -preguntó el mozo.
– Desde luego -respondió ella, decepcionada. Se preguntó cuánto tiempo debería esperar para volver a besar a Harry. Recogió su bolsa de aseo, dirigió una mirada de pesar a Harry y salió.
El otro mozo, Davy, estaba disponiendo el bufet del desayuno en el comedor. Margaret robó una fresa al pasar, con la sensación de estar cometiendo un pecado. Recorrió todo el avión. La mayoría de las literas ya habían sido convertidas en asientos, y algunas personas bebían café con aspecto soñoliento. Vio que el señor Membury mantenía una animada conversación con el barón Gabon, y se preguntó de qué tema hablarían con tanto entusiasmo aquella dispar pareja. Faltaba algo, y al cabo de unos momentos comprendió de qué se trataba: no había periódicos de la mañana.
Entró en el lavabo de señoras. Mamá estaba sentada ante el tocador. De pronto, Margaret experimentó una abrumadora sensación de culpabilidad. ¿Cómo pude hacer aquellas cosas, estando mamá a pocos pasos de distancia?, pensó. El rubor cubrió sus mejillas.
– Buenos días, mamá -se obligó a decir. Para su sorpresa, su voz sonó muy normal.
– Buenos días, querida. Tienes la cara un poco roja. ¿Has dormido bien?
– Muy bien -dijo Margaret, y su rubor aumentó de intensidad-. Me siento culpable porque he robado una fresa del bufet -añadió en un momento de inspiración. Entró en el water para huir. Cuando salió, llenó la pila del lavabo con agua y se frotó la cara vigorosamente.
Lamentó tener que ponerse el vestido que había llevado el día anterior. Hubiera preferido cambiar. Se aplicó abundante colonia. Harry había dicho que le gustaba. Incluso había sabido que era «Tosca». Era el primer hombre que conocía capaz de identificar perfumes.
Se cepilló el pelo sin prisa. Era su atributo más bello y necesitaba acentuar su perfección. Tendría que preocuparme más de mi aspecto, pensó. No le había prestado mucha atención hasta hoy, pero de repente parecía haber adquirido una gran importancia. Debería utilizar vestidos que realcen mi figura, y zapatos bonitos que destaquen mis piernas largas, y colores a juego con el pelo rojo y los ojos verdes. El vestido que llevaba, de un color rojo ladrillo, era impecable, aunque holgado y algo deforme. Al mirarse en el espejo, pensó que necesitaba hombreras y un cinturón. Mamá no permitiría que se maquillara, por supuesto, de modo que debería conformarse con su tez pálida. Al menos, tenía bonitos dientes.
– Ya estoy -dijo, alegre.
Mamá no se había movido ni un centímetro.
– Supongo que vas a volver a charlar con el señor Van denpost.
– Supongo que sí, considerando que no hay nadie más en el compartimento y que tú continúas acicalándote.
– No seas descarada. Tiene algo de judío.
Bueno, no está circuncidado, pensó Margaret, y casi lo dije en voz alta por pura malicia, pero, en cambio, empezó a reír. Mamá se ofendió.
– No sé qué te hace tanta gracia. Has de saber que no permitiré que vuelvas a ver a ese joven en cuanto bajemos del avión.
– Te alegrará saber que me importa un pimiento.
Era cierto: iba a abandonar a sus padres, y le daba igual tener permiso o no.
Mamá le dirigió una mirada suspicaz.
– ¿Por qué me da la impresión de que no eres sincera.
– Porque los tiranos nunca confían en nadie.
Pensó que era una buena frase de despedida y se encaminó hacia la puerta, pero mamá la retuvo.
– No te vayas, querida -dijo, y sus ojos se llenaron de lágrimas.
¿Quería decir «No te vayas de la habitación» o «no abandones a la familia»? ¿Habría adivinado las intenciones de Margaret? Siempre había sido intuitiva. Margaret no dijo nada.
– Ya he perdido a Elizabeth. No soportaría perderte a ti también.
– ¡Pero es culpa de papá! -estalló Margaret, y de repente deseó llorar-. ¿No puedes impedir que se comporte de esa forma tan horrible?
– ¿No crees que lo intento?
Margaret se quedó petrificada; su madre jamás había admitido ni un defecto de papá.
– No aguanto su forma de ser -dijo, abatida.
– Podrías tratar de no provocarle -respondió mamá.
– Plegarme a sus deseos en todo momento, quieres decir.
– ¿Por qué no? Sólo hasta que te cases.
– Si tú le plantaras cara tal vez cambiaría.
Mamá sacudió la cabeza con tristeza.
– No puedo ponerme de tu lado y contra él, querida. Es mi marido.
– ¡Pero está equivocado!
– Da igual. Ya lo comprenderás cuando estés casada. Margaret se sintió acorralada.
– Eso no es justo.
– No falta mucho. Te pido que le aguantes un tiempo más. En cuanto cumplas veintiún años será diferente, te lo prometo, incluso si no te has casado. Sé que es duro, pero no quiero que seas expulsada de la familia, como la pobre Elizabeth…
Margaret sabía que se sentiría tan afligida como mamá si se distanciaban.
– No quiero ni una cosa ni otra, mamá -dijo.
Avanzó un paso hacia el taburete. Mamá abrió los brazos. Se abrazaron de una forma desmañada, Margaret de pie y mamá sentada.
– Prométeme que no discutirás con él -pidió mamá. Su voz era tan triste que Margaret deseó de todo corazón prometerlo, pero algo la retuvo, y se limitó a responder:
– Lo intentaré, mamá, te lo aseguro.
Mamá la soltó y la miró. Margaret leyó resignación en su rostro.
– Gracias, de todas maneras -dijo mamá.
No había nada más que hablar.
Margaret salió.
Harry estaba de pie cuando Margaret entró en el compartimento. Se sentía tan desolada que perdió todo sentido del decoro y le echó los brazos al cuello. Al cabo de un momento de estupefacto asombro, él la abrazó y besó su cabeza. El estado de ánimo de Margaret mejoró al instante.
Abrió los ojos y captó la expresión pasmada del señor Membury, que había vuelto a su asiento. Le daba igual, pero se apartó de Harry y fueron a sentarse al otro extremo del compartimento.
– Hemos de hacer planes -dijo Harry-. Tal vez sea nuestra última oportunidad de hablar en privado.
Margaret sabía que mamá volvería enseguida, y que papá y Percy regresarían con los demás pasajeros. Después, Harry y ella no encontrarían un momento de soledad. El pánico se apoderó de ella al imaginarse a ambos separándose en Port Washington para no volver a reunirse jamás.
– ¡Dime donde puedo ponerme en contacto contigo!
– No lo sé… No he previsto nada, pero deja de preocuparte. Me pondré en contacto contigo. ¿En qué hotel os alojaréis?
– En el Waldorf. ¿Me telefonearás esta noche? ¡Has de hacerlo!
– Calma, claro que te llamaré. Daré el nombre de señor Marks.
El tono relajado de Harry dio a entender a Margaret que se estaba portando de una manera tonta… y un poco egoísta. Debía pensar en él tanto como en ella.
– ¿Dónde pasarás la noche?
– Buscaré un hotel barato.
Una idea asaltó a Margaret.
– ¿Te gustaría entrar a escondidas en mi habitación? Harry sonrió.
– ¿Lo dices en serio? ¡Ya sabes que sí!
Margaret se sintió feliz por haberle complacido.
– La hubiera compartido con mi hermana, pero ahora la tendré para mí sola.
– Caramba, estoy impaciente.
Margaret sabía cuánto le gustaba a Harry la vida por todo lo alto, y deseaba hacerle feliz. ¿Qué más le apetecería?
– Pediremos que nos suban a la habitación huevos revueltos y champán.
– Querré quedarme contigo para siempre.
Esa frase devolvió a Margaret a la realidad.
– Mis padres se trasladarán a la casa de Connecticut del abuelo dentro de unos días. Entonces, tendré que encontrar un sitio donde vivir.
– Lo buscaremos juntos. Quizá alquilemos habitaciones en el mismo edificio, o algo así.
– ¿De veras?
Margaret experimentó un estremecimento de dicha. ¡Alquilarían habitaciones en el mismo edificio! Exactamente lo que ella deseaba. Había temido que él se entusiasmara y quisiera casarse con ella, o que se negara a verla de nuevo. Sin embargo, la propuesta era ideal: estaría cerca de él y le iría conociendo mejor, sin tomar decisiones alocadas y apresuradas. Y podría acostarse con él. Pero había un problema.
– Si trabajo para Nancy Lenehan, viviré en Boston.
– Es posible que yo también vaya a Boston.
– ¿De veras?
Apenas daba crédito a sus oídos.
– Es un lugar tan bueno como otro cualquiera. ¿Dónde está?
– En Nueva Inglaterra.
– ¿Es como la vieja Inglaterra?
– Bueno, me han dicho que la gente es muy presuntuosa.
– Será como estar en casa.
– ¿Qué clase de piso tendremos? -preguntó ella, excitada-. Quiero decir, ¿de cuántas habitaciones y todo eso? Harry sonrió.
– No tendrás más de una habitación, y te costará mucho poder pagarla. Si se parece en algo a lo que hay en Inglaterra, tendrá muebles baratos y una ventana. Con suerte, tendrá un hornillo de gas o un calentador portátil para que prepares café. Compartirás el cuarto de baño con los demás inquilinos de la casa.
– ¿Y la cocina?
Harrey meneó la cabeza.
– No podrás permitirte una cocina. Sólo comerás caliente a mediodía. Cuando vuelvas a casa, tomarás una taza de té y un trozo de pastel, o una tostada si tienes una estufa eléctrica.
Sabía que la estaba intentando preparar para una realidad que él consideraba desagradable, pero a Margaret se le antojaba todo maravillosamente romántico. Pensar que podría preparar té y tostadas, siempre que le apeteciera, en una pequeña habitación para ella sola, sin padres que la molestaran y criados gruñones… Sonaba de fábula.
– ¿Suelen vivir en el edificio los propietarios?
– A veces. Es mejor, porque conservan bien el lugar, aunque también meten las narices en tu vida privada. Si el propietario vive en otro sitio, el edificio se deteriora: las cañerías se rompen, la pintura se desprende, aparecen goteras en los techos…
Margaret comprendió que le quedaba muchísimo por aprender, pero nada de lo que dijera Harry iba a disuadirla; todo era demasiado estimulante. Antes de que pudiera seguir preguntando, los pasajeros y tripulantes que habían desembarcado regresaron, y mamá volvió del lavabo en aquel mismo momento, pálida pero hermosa. Fue un contrapunto a la alegría de Margaret. Al recordar su conversación con mamá, se dio cuenta de que la emoción de fugarse con Harry se mezclaría con el pesar.
No solía comer mucho por las mañanas, pero hoy se sentía famélica.
– Quiero tocino y huevos -dijo-. De hecho, un montón de ambas cosas.
Miró a Harry y comprendió que tenía tanto hambre porque le había hecho el amor durante toda la noche. Esbozó una sonrisa. Harry leyó sus pensamientos y apartó la vista a toda prisa.
El avión despegó unos minutos después. Margaret no lo consideró menos emocionante porque viviera la experiencia por tercera vez. Ya no tenía miedo.
Meditó sobre la conversación que acababa de tener con Harry. ¡Quería ir a Boston con ella! Aunque era apuesto y seductor, y habría sostenido relaciones con muchas chicas como ella, parecía quererla de una manera especial. Todo se había desarrollado muy aprisa, pero Harry se portaba con sensatez; no hacía promesas extravagantes, pero estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para quedarse con ella.
Esa decisión esfumó todas sus dudas. Hasta ahora no se había permitido pensar en un futuro compartido con Harry, pero de pronto depositó toda su confianza en él. Iba a tener cuanto deseaba: libertad, independencia y amor.
En cuanto el avión alcanzó la altura prevista se les invitó a servirse del bufet, y Margaret procedió con celeridad. Todos tomaron fresas con nata, a excepción de Percy, que prefirió cereales. Papá acompañó sus fresas con champán. Margaret también comió bollos calientes con mantequilla.
Cuando Margaret iba a volver al compartimento, vio a Nancy Lenehan, inclinada sobre las gachas. Nancy iba tan bien vestida y elegante como siempre, con una blusa azul marino en lugar de la gris que llevaba ayer. Llamó a Margaret y le dijo en voz baja:
– He recibido una llamada telefónica muy importante en Botwood. Voy a ganar. Puedes contar con un empleo. Margaret resplandeció de satisfacción.
– ¡Oh, gracias!
Nancy depositó una tarjeta blanca en el plato de Margaret. -Llámame cuando te sientas dispuesta.
– ¡Lo haré! ¡Dentro de unos días! ¡Gracias!
Nancy se llevó un dedo a los labios y le guiñó un ojo.
Margaret regresó al compartimento ebria de alegría. Confiaba en que papá no hubiera visto la tarjeta; no quería que le hiciera preguntas. Por fortuna, se hallaba demasiado concentrado en el desayuno para reparar en otra cosa.
Mientras comía, Margaret comprendió que debía decírselo tarde o temprano. Mamá le había suplicado que evitara un enfrentamiento, pero era imposible. La última vez que había intentado huir no resultó. En esta ocasión anunciaría públicamente que se iba, para que todo el mundo se enterase. No lo haría en secreto, no habría excusas para llamar a la policía. Debía dejarle claro que tenía un lugar a donde ir y amigos que la apoyaban.
Y este avión era el lugar ideal para el enfrentamiento. Elizabeth lo había hecho en un tren y había resultado, porque papá se había visto obligado a refrenarse. Después, en las habitaciones del hotel, podía comportarse como le viniera en gana.
¿Cuándo se lo diría? Cuanto antes mejor: estaría en mejor disposición de ánimo después del desayuno, repleto de champán y comida. Más tarde, con algunas copas de más, se mostraría irascible.
– Voy a buscar más cereales -dijo Percy, levantándose.
– Siéntate -ordenó papá-. Ahora traen el tocino. Ya has comido bastante de esa basura.
Por alguna razón, era contrario a los cereales.
– Aún tengo hambre -insistió Percy y, ante el estupor de Margaret, se marchó.
Papá estaba confuso. Percy nunca le había desafiado abiertamente. Mamá se limitó a contemplar la escena. Todo el mundo aguardaba el regreso de Percy. Volvió con un cuenco lleno de cereales. Se sentó y empezó a comer.
– Te he dicho que no tomaras más -habló papá.
– No es tu estómago -replicó Percy, sin dejar de comer.
Dio la impresión de que papá iba a levantarse, pero Nicky salió en aquel momento de la cocina y le ofreció un plato de salchichas, tocino y huevos escalfados. Por un momento, Margaret pensó que papá arrojaría el plato sobre Percy, pero estaba demasiado hambriento.
– Tráigame un poco de mostaza inglesa -dijo, cogiendo el cuchillo y el tenedor.
– Me temo que no hay mostaza, señor.
– ¿Que no hay mostaza? -exclamó papá, furioso-. ¿Cómo voy a comer salchichas sin mostaza?
Nicky parecía asustado.
– Lo siento, señor… Nadie había pedido. Me aseguraré de llevar en el próximo vuelo.
– Eso no me sirve de mucho, ¿verdad?
– Supongo que no. Lo siento.
Papá gruñó y se puso a comer. Había desahogado su rabia sobre el mozo, y Percy se había salido con la suya. Margaret estaba asombrada. Jamás había ocurrido algo semejante.
Nicky le trajo huevos con tocino, que Margaret devoró con fruición. ¿Era posible que papá se estuviera ablandando? El fin de sus esperanzas políticas, el estallido de la guerra, el exilio y la rebelión de su hija mayor se habían combinado para aplastar su ego y debilitar su voluntad.
Nunca se presentaría un momento mejor para decírselo.
Acabó de desayunar y esperó a que los demás terminaran. Después, aguardó a que el mozo se llevara los platos, y luego a que papá consiguiera más café. Por último, ya no hubo demora posible.
Se trasladó al asiento situado en mitad de la otomana, al lado de mamá y casi enfrente de papá. Respiró hondo y se lanzó.
– He de decirte algo, papá, y espero que no te enfades.
– Oh, no… -murmuró mamá.
– ¿Qué pasa ahora? -preguntó papá.
– Tengo diecinueve años y no he trabajado en toda mi vida. Ya es hora de que lo haga.
– ¿Por qué, por el amor de Dios?-preguntó mama.
– Quiero ser independiente.
– Hay millones de chicas trabajando en fábricas y oficinas que darían los ojos por estar en tu lugar -apuntó mama.
– Lo sé, mamá.
Margaret también sabía que mamá discutía con ella para mantener a papá al margen. Sin embargo, la argucia no funcionaría mucho rato.
Mamá la sorprendió al capitular casi de inmediato.
– Bien, supongo que si tu decisión es firme, el abuelo tal vez te consiga un empleo con alguno de sus conocidos…
– Ya tengo un empleo.
La declaración pilló a mamá por sorpresa.
– ¿En Estados Unidos? ¿Cómo es posible?
Margaret decidió no mencionar a Nancy Lenehan; podrían hablar con ella y estropearlo todo.
– Todo está arreglado -dijo, sin explicar nada más.
– ¿Qué tipo de empleo?
– Ayudante en el departamento de ventas de una fábrica de zapatos.
– Oh, por el amor de Dios, no seas ridícula.
Margaret se mordió el labio. ¿Por qué era mamá tan desdeñosa?
– No es ridículo. Estoy orgullosa de mí. He conseguido un trabajo sin necesitar tu ayuda, la de papá o la del abuelo, sólo por mis méritos.
Quizá no estaba describiendo con exactitud lo sucedido, pero Margaret empezaba a ponerse a la defensiva.
– ¿Dónde está esa fábrica? -preguntó mamá.
Papá intervino por primera vez.
– No puede trabajar en una fábrica, y punto.
– Trabajaré en la oficina de ventas, no en la fábrica -dijo Margaret-. Y está en Boston.
– Eso lo soluciona todo -afirmó mamá-. No vivirás en Boston, sino en Stamford.
– No, mamá, ni hablar, viviré en Boston.
Madre abrió la boca para hablar, pero volvió a cerrarla, comprendiendo al fin que se enfrentaba con algo que no podía descartar tan fácilmente. Permaneció en silencio unos instantes.
– ¿Qué quieres decirnos? -dijo luego.
– Sólo que os dejo y me voy a Boston, viviré en un piso; de alquiler y trabajaré.
– Oh, qué increíble estupidez.
– No seas tan despreciativa -se enfureció Margaret. Mamá se acobardó al captar su tono airado, y Margaret se arrepintió al instante.
– Me limito a hacer lo mismo que muchas chicas de mi edad -siguió Margaret, más calmada.
– Chicas de tu edad, tal vez, pero chicas de tu clase, no.
– ¿Cuál es la diferencia?
– No tiene sentido que trabajes por cinco dólares a la semana y vivas en un apartamento que le costará a tu padre cien dólares al mes.
– No quiero que papá me pague el apartamento.
– ¿Y dónde vivirás?
– Ya te lo he dicho, en un piso de alquiler.
– ¡En una inmundicia! Pero ¿por qué?
– Ahorraré dinero hasta tener suficiente para comprar un billete a Inglaterra, y volveré para alistarme en el SAT.
– No tienes ni idea de lo que estás diciendo -intervino papá por segunda vez.
Margaret se sintió herida.
– ¿Qué es lo que ignoro, papá?
– No, no… -trató de interrumpirles mamá.
Margaret impidió que continuara.
– Ya sé que tendré que hacer recados, preparar café y responder al teléfono de la oficina. Sé que viviré en una habitación con un hornillo de gas y que compartiré el cuarto de baño con los demás inquilinos. Sé que no me gustará ser pobre, pero me encantará ser libre.
– No sabes nada de nada -replicó él, desdeñoso-. ¿Libre? ¿Tú? Serás como una cría de conejo suelta en una perrera. Voy a decirte lo que no sabes, muchacha: no sabes que te han mimado y consentido toda la vida. Ni siquiera has ido al colegio…
Aquella injusticia arrancó lágrimas de sus ojos y provocó que contraatacara.
– Yo quise ir al colegio -protestó-, ¡pero tú no me dejaste!
Su padre hizo caso omiso de la interrumpción.
– Te han lavado la ropa y preparado la comida, acompañado en coche a donde te daba la gana ir, venían niñas a casa para que jugaran contigo, y nunca te has preguntado cómo era posible todo eso…
– ¡Claro que sí!
– ¡Y ahora quieres vivir sola! ¿Sabes cuánto vale una barra de pan?
– Pronto lo averiguaré.
– No sabes lavarte ni las bragas. Nunca has subido a un autobús. Nunca has dormido sola en una casa. No sabes poner a punto un despertador, disponer una ratonera, lavar platos, cocer un huevo… ¿Sabrías cocer un huevo? ¿Sabes cómo se hace?
– ¿Y de quién es la culpa? -sollozó Margaret.
Él continuó, implacable, convertido su rostro en una máscara de desprecio y cólera.
– ¿De qué vas a servir en una oficina? No puedes preparar el té… ¡porque no sabes cómo se hace! En tu vida has visto un archivador. Nunca te has quedado en un sitio de nueve de la mañana a cinco de la tarde. Te aburrirás y saldrás pitando. No durarás ni una semana.
Estaba expresando las preocupaciones secretas de Margaret, por eso la joven se sentía tan abatida. En el fondo de su corazón, tenía miedo de que él estuviera en lo cierto: sería incapaz de vivir sola, la despedirían del trabajo. Aquella voz implacablemente burlona, que predecía sin el menor asomo de duda la realización de sus peores temores, estaba destruyendo sus sueños, al igual que el mar destruye un castillo de arena. Margaret se puso a llorar y las lágrimas resbalaron sobre su cara.
– Esto es demasiado… -oyó que Harry decía.
– Déjalo que siga -dijo.
Harry no podía luchar por ella en esta batalla: era entre ella y su padre.
Papá continuó su diatriba, el rostro purpúreo, agitando el dedo, elevando cada más el tono de voz.
– Boston no es como el pueblo de Oxenford, ya lo sabes. La gente allí no se ayuda mutuamente. Te pondrás enferma y médicos que ni siquiera han terminado la carrera te envenenarán. Caseros judíos te robarán hasta el último centavo y negros zarrapastrosos te violarán. En cuanto a tu idea de alistarte en el ejército…
– Miles de chicas se han alistado en el SAT -dijo Margaret, pero su voz se había reducido a un débil susurro.
– Pero no son chicas como tú. Chicas duras, tal vez, acostumbradas a levantarse temprano y a barrer suelos, pero no adolescentes mimadas. Dios quiera que no te encuentres en algún tipo de peligro… ¡Te convertirás en gelatina!
Recordó su penosa reacción durante el apagón -asustada indefensa y presa del pánico- y se sintió abrumada de vergüenza. Él tenía razón, se convertiría en gelatina. Pero no siempre sería timorata y débil. Papá había hecho lo posible por transformarla en un ser dependiente e inepto, pero ella estaba firmemente decidida a forjar su propia personalidad y mantuvo viva aquella llama de esperanza, a pesar de que las embestidas de papá minaban sus defensas.
Él apuntó un dedo hacia ella, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas.
– No durarás ni una semana en una oficina, y no durarías ni un día en el SAT -persistió-. Eres demasiado blanda. Se reclinó en el asiento, con aspecto satisfecho.
Harry se sentó al lado de Margaret. Sacó un pañuelo de hilo y le secó las mejillas con ternura.
– En cuanto a usted, joven petimetre… -dijo papá.
Harry se levantó de su asiento como impulsado por un resorte y se precipitó hacia papá. Margaret se quedó sin aliento, pensando que iba a producirse una pelea.
– No se atreva a hablarme de esa manera -dijo Harry-. No soy una chica. Soy un hombre hecho y derecho, y si me insulta le aplastaré su cabezota.
Papá se sumió en el silencio.
Harry dio la espalda a papá y volvió a sentarse al lado de Margaret.
Margaret estaba disgustada, pero en el fondo de su corazón palpitaba una sensación de triunfo. Le había dicho que se marchaba. Él se había enfurecido y mofado, consiguiendo que llorara, pero no había logrado disuadirla: Margaret persistía en su idea de marcharse.
Sin embargo, había conseguido alentar una duda. A Margaret le preocupaba mucho carecer del coraje necesario para llevar adelante sus planes, temerosa de que la angustia la paralizase en el último momento. Papá había avivado esa duda con sus burlas y desprecios. Margaret nunca había hecho nada valeroso en su vida; ¿lo haría ahora? Sí, lo haré, pensó. No soy tan blanda, y lo voy a demostrar.
Papá la había desanimado, pero sin conseguir que cambiara de idea. Sin embargo, no era probable que ya se hubiera rendido. Miró por encima del hombro de Harry. Papá tenía la vista dirigida hacia la ventana, con una expresión maligna en el rostro. Elizabeth le había desafiado, pero él la había expulsado del seno de la familia, a la cual quizá no volvería a ver.
¿Qué horrible venganza estaría maquinando para Margaret?
Diana Lovesey estaba pensando, entristecida, que el verdadero amor no duraba mucho tiempo.
Cuando Mervyn se enamoró de ella, se complacía en acceder a todos sus deseos, cuanto más caprichosos mejor. En un abrir y cerrar de ojos estaba preparado para conducir hasta Blackpool para comprarle un palo de azúcar cande, tomarse una tarde libre para ir al cine, o dejarlo todo y volar a París. Le encantaba visitar todas las tiendas de Manchester, en busca de una bufanda de cachemira en el tono verdeazulado apropiado, salir de un concierto a la mitad porque ella se aburría, o levantarse a las cinco de la mañana para ir a desayunar a un café de obreros. Sin embargo, esta actitud no duro mucho después de la boda. Pocas veces le negaba algo, pero pronto dejó de complacerse en satisfacer sus caprichos. El placer se transformó en tolerancia, y después en impaciencia, y en ocasiones, hacia al final, en desprecio.
Ahora, se estaba preguntando si su relación con Mark seguiría la misma tónica.
Durante todo el verano había sido su esclava, pero ahora pocos días después de fugarse juntos, se habían peleado. ¡Estaban tan enfadados la segunda noche que ni siquiera habías dormido juntos! En mitad de la noche, cuando estalló la tormenta y el avión corcoveó como un caballo salvaje, Diana se asustó tanto que casi se tragó el orgullo y acudió a la litera de Mark, pero eso hubiera sido humillante sobremanera, de modo que se había quedado inmóvil, pensando que iba a morir. Había confiado en que él viniera, pero Mark era tan orgulloso como ella, y eso la había enfurecido todavía más.
Esta mañana apenas se habían dirigido la palabra. Diana se había despertado justo cuando el avión aterrizaba en Botwood, y cuando se levantó, Mark ya había ido a tierra. Ahora, estaban sentados frente a frente en los asientos de pasillo del compartimento número 4, fingiendo que desayunaban. Diana jugueteaba con algunas fresas y Mark desmenuzaba un panecillo sin comerlo.
Ya no estaba segura de por qué se había enfurecido tanto al averiguar que Mervyn compartía la suite nupcial con Nancy Lenehan. Había pensado que Mark se solidarizaría con ella y la consolaría, pero en cambio había puesto en duda su derecho a enfurecerse, insinuando que seguía enamorada de Mervyn. ¿Cómo podía decir eso, cuando lo había abandonado todo para huir con él?
Paseó la vista a su alrededor. La princesa Lavinia y Lulu Bell mantenían una inconexa conversación. Ninguna había dormido por culpa de la tempestad, y ambas parecían agotadas. A su izquierda, al otro lado del pasillo, el agente del FBI, Ollis Field, y su prisionero, Frankie Gordino, comían en silencio. El pie de Gordino estaba sujeto con unas esposas al asiento. Todo el mundo tenía aspecto de cansancio y malhumor. Había sido una larga noche.
Davy, el mozo, entró y se llevó los platos del desayuno. La princesa Lavinia se quejó de que sus huevos escalfados estaban demasiado blandos y el tocino demasiado hecho. Davy les ofreció café, pero Diana no quiso.
Miró a Mark y forzó una sonrisa.
– No me has hablado en toda la mañana -dijo.
– ¡Porque pareces más interesada en Mervyn que en mí! Diana se sintió un poco arrepentida. Tal vez tenía derecho a estar un poco celoso.
– Lo siento, Mark. Te aseguro que eres el único hombre que me interesa.
Mark cogió su mano.
– ¿Lo dices en serio?
– Sí. Me siento fatal. Me he portado muy mal. Mark acarició el dorso de su mano.
– Sabes… -El la miró a los ojos, y Diana observó, sorprendida, que estaba a punto de llorar-. Tengo mucho miedo de que me dejes.
No se esperaba eso. Su sorpresa fue total. Nunca había imaginado que Mark tuviera miedo de perderla.
– Eres tan encantadora, tan deseable, podrías conseguir a cualquier hombre, y no acabo de creer que me quieras. Temo que comprendas tu equivocación y cambies de opinión. Diana estaba conmovida.
– Eres el hombre más adorable del mundo, por eso me enamoré de ti.
– ¿Ya no te importa Mervyn?
Ella vaciló un solo momento, pero fue suficiente. El rostro de Mark se transformó de nuevo.
– Te importa -dijo con amargura.
¿Cómo se lo podía explicar? Ya no estaba enamorada de Mervyn, pero éste aún ejercía cierto tipo de poder sobre ella.
– No es lo que piensas -respondió, desesperada.
Mark retiró su mano.
– Pues acláramelo. Dime qué es.
En aquel momento, Mervyn entró en el compartimento. Miró a su alrededor, localizó a Diana y dijo:
– Te pillé.
Los nervios se apoderaron al instante de Diana. ¿Qué ocurría? ¿Estaba enfadado? Confió en que no hiciera una escena. Miró a Mark. Estaba pálido y tenso. Respiró hondo y dijo:
– Escuche, Lovesey… No queremos otra discusión, así que lo mejor será que se vaya.
Mervyn no le hizo caso y habló a Diana.
– Hemos de hablar de esto.
Ella le estudió, preocupada. Su idea de una conversación, podía ser un monólogo; a veces, «hablar» se convertía en una arenga. Sin embargo, no parecía agresivo. Intentaba mantener imperturbable su expresión, pero Diana tuvo la impresión de que ocultaba cierta timidez. Eso despertó su curiosidad.
– No quiero ningún follón -dijo, cautelosa.
– Prometo que no habrá ningún follón.
– Muy bien. Adelante.
Mervyn se sentó a su lado, miró a Mark y dijo:
– ¿Le importaría dejarnos solos unos minutos?
– ¡Coño, pues sí! -vociferó Mark.
Los dos la miraron, y ella comprendió que debía tomar una decisión. En realidad, le habría gustado quedarse a solas con Mervyn, pero heriría a Mark. Vaciló, temerosa de apoyar a uno de los dos. Al final, pensó: «He dejado a Mervvn y estoy con Mark; debería ponerme de su lado».
– Habla, Mervyn -dijo, con el corazón acelerado-. Si no puedes decir lo que sea delante de Mark, no quiero escucharlo.
Mervyn aparentó sorpresa.
– Muy bien, muy bien -dijo, irritado. Después, recobró la serenidad y volvió a mostrarse suave-. He estado pensando en algunas de las cosas que dijiste. Sobre mí. Sobre mi frialdad hacia ti. Sobre lo desdichada que has sido.
Hizo una pausa. Diana no dijo nada. Esto no era propio de Mervyn. ¿Qué se avecinaba?
– Quiero decir que lo lamento de veras.
Diana se quedó estupefacta. Intuía que lo decía en serio. ¿Que había producido este cambio?
– Yo quería hacerte feliz -prosiguió Mervyn-. Era lo único que deseaba desde la primera vez que estuvimos juntos. Nunca quise que fueras desgraciada. No es justo que seas infeliz. Te mereces la felicidad porque tú la das. Basta que entres en un sitio para que la gente sonría.
Los ojos de Diana se llenaron de lágrimas. Sabía que era cierto: la gente disfrutaba mirándola.
– Es un pecado entristecerte -dijo Mervyn-. No lo volveré a hacer.
¿Iba a prometer que sería bueno, se preguntó Diana, con una punzada de temor? ¿Iba a suplicar que volviera con él? Ni siquiera deseaba que se lo pidiera.
– No pienso volver contigo -dijo, nerviosa.
Mervvn hizo caso omiso de la frase.
– ¿Mark te hace feliz? -preguntó.
Ella asintió con la cabeza.
– ¿Será bueno contigo?
– Sí, sé que lo será.
– No habléis de mí como si no estuviera presente! -exclamó Mark.
Diana cogió la mano de Mark.
– Nos queremos -dijo a Mervyn.
– Sí -por primera vez, una levísima expresión de desdén cruzó por el rostro de Mervyn, pero enseguida desapareció-. Sí, me parece que sí.
¿Se estaba ablandando? Nunca se había portado así. ¿Tenía algo que ver la viuda con la transformación?
– ¿Te dijo la señora Lenehan que vinieras a hablar conmigo? -preguntó Diana, suspicaz.
– No, pero sabe lo que voy a decir.
– Me gustaría que se diera prisa en soltarlo -dijo Mark.
– Tranquilo, chico… Diana todavía es mi mujer -dijo Mervyn en tono desdeñoso.
Mark no cedió ni un milímetro.
– Olvídelo. No tiene ningún derecho sobre ella, así que no trate de inventarse uno. Y no me llame chico, abuelito.
– No empecéis -intervino Diana-. Mervyn, si tienes algo que decir, hazlo, y no intentes escurrir el bulto.
– Muy bien, muy bien, no es tan complicado -respiró hondo-. No voy a interponerme en tu camino. Te pedía que volvieras conmigo y te negaste. Si crees que este tipo va a triunfar donde yo fracasé, haciéndote feliz, buena suerte a los dos. Os deseo lo mejor -hizo una pausa y les miró-. Eso es todo.
Se produjo un momento de silencio. Mark quiso decir algo, pero Diana se le adelantó.
– ¡Maldito hipócrita! -había comprendido en un instante lo que pasaba en realidad por la cabeza de Mervyn, y se quedó sorprendida por la furia de su reacción-. ¿Cómo te atreves?
– ¿Cómo? ¿Por qué…? -balbuceó Mervyn, estupefacto.
– Eso de que no te vas a interponer en nuestro camino es pura mierda. No nos desees suerte, como si estuvieras haciendo un sacrificio. Te conozco demasiado bien, Mervyn Lovesey. ¡Sólo renuncias a algo cuando ya no lo quieres! -Se dio cuenta de que todo el compartimento escuchaba ávidamente, pero estaba demasiado enfurecida para tenerlo en cuenta-. Sé lo que estás planeando. Te lo has pasado de miedo con la viuda esta noche, ¿verdad?
– ¡No!
– ¿No? -ella le examinó con atención. Tal vez decía la verdad-. Faltó poco, ¿verdad? -Leyó en su rostro que esta vez había acertado-. Te has enamorado de ella, y a ella le gustas, y ahora ya no me quieres… Esa es la verdad, ¿no? ¡Admítelo!
– No admitiré algo semejante…
– Porque no tienes valor para ser sincero, pero yo se la verdad y todo el mundo en el avión la sospecha. Me has decepcionado, Mervyn. Creía que tenías más redaños.
– ¡Redaños!
Le había ofendido.
– Exacto. Te has inventado una lamentable historia acerca de no interponerte en nuestro camino. Bien, te has ablandado… ¡Los sesos se te han ablandado! ¡No nací ayer, y no puedes engañarme tan fácilmente!
– Muy bien, muy bien -dijo Mervyn, levantando las manos en un gesto defensivo-. Te he ofrecido la paz y la has rechazado. Haz lo que te dé la gana -se puso en pie-. Por la forma en que hablas, cualquiera diría que soy yo quien se ha fugado con su amante -se encaminó a la puerta-. Avísame cuando te vayas a casar. Te enviaré un cuchillo de pescado.
Salió.
– ¡Bien! -La sangre aún hervía en las venas de Diana-. ¡Vaya cara!
Miró a los demás pasajeros. La princesa Lavinia apartó la vista con aire altivo, Lulu Bell sonrió, Ollis Field frunció el ceño, expresando su desaprobación, y Frankie Gordino dijo:
– ¡Buena chica!
Por fin miró a Mark, preguntándose qué pensaba de la interpretación de Mervyn y de su estallido. Sorprendida, vio que sonreía ampliamente. Su sonrisa se le contagió.
– ¿Qué te divierte tanto? -preguntó.
– Has estado magnífica -contestó Mark-. Estoy orgulloso de ti. Y complacido.
– ¿Por qué complacido?
– Te has enfrentado a Mervyn por primera vez en tu vida.
¿Era verdad? Diana supuso que sí.
– Imagino que sí.
– Ya no estás asustada de él, ¿verdad?
Diana reflexionó.
– Tienes razón; ya no lo estoy.
– ¿Te das cuenta de lo que eso significa?
– Significa que no estoy asustada de él.
– Significa más que eso. Significa que ya no le quieres.
– ¿Tú crees? -preguntó, pensativa. No había parado de decirse que había dejado de querer a Mervyn hacía siglos, pero ahora investigó en el fondo de su corazón y comprendió que no era cierto. Todo el verano, incluso cuando le era infiel, había seguido siendo su esclava. Mervyn había continuado ejerciendo influencia sobre ella incluso después de que le abandonara. Los remordimientos la habían asaltado en el avión, hasta el punto de pensar en volver a su lado. Pero ya no.
– ¿Cómo te sentaría que se liara con la viuda? -preguntó Mark.
– ¿Qué más me da? -replicó, sin pensar.
– ¿Lo ves?
Diana lanzó una carcajada.
– Tienes razón. Por fin se ha terminado.
Cuando el clipper inició el descenso hacia la bahía de Shediac, en el golfo de San Lorenzo, Harry se estaba replanteando el robo de las joyas de lady Oxenford.
Margaret había debilitado su determinación. Dormir con ella en una cama del Waldorf Astoria, despertar y pedir que les subieran el desayuno a la habitación valía más que las joyas. Por otra parte, también deseaba ir a Boston con ella y vivir en un piso, ayudarla a ser una persona independiente y llegar a conocerla en profundidad. La excitación de Margaret era contagiosa, y Harry compartía su emocionada anticipación de la vida en común que les aguardaba.
Pero todo eso cambiaría si robaba a su madre.
Shediac era la última escala antes de Nueva York. Debía tomar una decisión cuanto antes. Sería su última oportunidad de introducirse en la bodega.
Se preguntó otra vez si existía alguna forma de quedarse con Margaret y con las joyas. En primer lugar, ¿sabría ella que las había robado? Lady Oxenford descubriría su ausencia cuando abriera el baúl, probablemente en el Waldorf, pero nadie sabría si las joyas habían sido robadas en el avión, o antes, o después. Margaret sabía que Harry era un ladrón, y sospecharía de él. Si él lo negaba, ¿le creería? Tal vez.
Y luego, ¿qué? ¡Vivirían como pobres en Boston mientras guardaba en el banco cien mil dólares! No sería por mucho tiempo. Margaret encontraría alguna manera de volver a Inglaterra y alistarse en el ejército, y él iría a Canadá para ser piloto de caza. La guerra se prolongaría uno o dos años, quizá más. Cuando terminara, regresaría para sacar el dinero del banco y comprar la casa de campo, y tal vez Margaret fuera a vivir con él…, y entonces sabría de dónde había salido el dinero.
Pasara lo que pasara, tarde o temprano se lo diría. Pero quizá sería mejor tarde que temprano.
Tendría que darle alguna excusa por quedarse a bordo del avión en Shediac. No podía decirle que se encontraba mal, porque ella querría hacerle compañía, y lo estropearía todo. Debía procurar que bajara a tierra y le dejara solo.
La miró. Estaba abrochándose el cinturón de seguridad sobre el estómago. En su imaginación la recreó desnuda, en la misma postura, sus pechos desnudos bañados por la luz que penetraba por las ventanas, una mata de vello castaño brotando de entre sus muslos, sus largas piernas estiradas sobre el suelo. ¿No era una idiotez perderla por un puñado de rubíes?, pensó.
Claro que se no se trataba de un puñado de rubíes, sino del conjunto Delhi, valorado en cien de los grandes, suficiente para que Harry se convirtiera en lo que siempre había deseado ser: un caballero.
De todos modos, jugueteó con la idea de contárselo ahora. «Voy a robar las joyas de tu madre, ¿te importa?» Tal vez respondiera: «Buena idea, la vieja vaca no ha hecho nada para merecerlas». No, Margaret no reaccionaría de esta forma. Se consideraba radical, y creía en la redistribución de la riqueza, pero todo en teoría. Se sentiría conmovida en lo más hondo si él desposeía a su familia de alguna de sus pertenencias. Se lo tomaría como algo personal, y sus sentimientos hacia él cambiarían.
Ella le miró y sonrió.
Él le devolvió la sonrisa con una sensación de culpabilidad y desvió la vista hacia la ventana.
El avión descendía hacia una bahía en forma de herradura; se veían algunos pueblos diseminados a lo largo de su orilla. Más allá de los pueblos se extendían tierras de cultivo. Cuando se aproximaron más, Harry distinguió una línea férrea que serpenteaba entre los pueblos y desembocaba en un largo malecón. Cerca del malecón estaban amarrados varios buques de diferente tamaño y un pequeño hidroavión. Al este del malecón se extendían kilómetros de playas arenosas, y entre las dunas surgían algunas casetas de veraneo. Harry pensó que sería maravilloso poseer una casa de veraneo a la orilla de la playa en un lugar como éste. Bueno, si eso es lo que quiero, eso tendré, se dijo. ¡Voy a ser rico!
El avión se posó sobre el agua con suavidad. La tensión de Harry disminuyó. Ya era un viajero aéreo experimentado.
– ¿Qué hora es, Percy? -preguntó.
– Once de la mañana, hora local. Llevamos una hora de retraso.
– ¿Cuánto tiempo nos quedaremos aquí?
– Una hora.
En Shediac se estaba experimentando un nuevo método de atraque. Los pasajeros no eran transportados a tierra mediante una lancha, sino que se acercaba un barco parecido a un langostero y remolcaba el avión. Se ataban guindalezas a ambos extremos del aparato y se sujetaba a un muelle flotante conectado con el malecón mediante una pasarela.
Esta invención solucionó un problema de Harry. En las escalas previas, donde los pasajeros habían sido conducidos a tierra en una lancha, sólo existía una posibilidad de llegar a la orilla. Harry había pensado en una excusa para quedarse a bordo durante toda la escala sin permitir que Margaret se quedara con él. Ahora, sin embargo, podía dejar que Margaret bajara a tierra, diciéndole que le seguiría al cabo de unos minutos, impidiendo así que insistiera en quedarse con él.
Un mozo abrió la puerta y los pasajeros empezaron a ponerse las chaquetas y los sombreros. Todos los Oxenford se levantaron, como también Clive Membury, que apenas había pronunciado palabra durante todo el viaje, a excepción, recordó Harry, de una animada conversación con el barón Gabon. Se preguntó de qué habrían hablado. Apartó el pensamiento de su mente, impaciente, y se concentró en sus propios problemas.
– Ya te alcanzaré -susurró al oído de Margaret, mientras los Oxenford salían. Después, se dirigió al lavabo de caballeros.
Se peinó y se lavó las manos, por hacer algo. La ventana se había roto por la noche, y habían encajado una sólida pantalla en el marco. Oyó que la tripulación bajaba la escalera y pasaba por delante de la puerta. Consultó su reloj y decidió esperar otros dos minutos.
Supuso que casi todo el mundo habría bajado. Muchos estaban demasiado dormidos en Botwood, pero ahora querían estirar las piernas y respirar aire fresco. Ollis Field y su prisionero se quedarían a bordo, por supuesto. Sin embargo, sería extraño que Membury fuera a tierra, si se suponía que también vigilaba a Frankie. El hombre del chaleco rojo vino aún intrigaba a Harry.
Las mujeres de la limpieza subirían a bordo casi de inmediato. Se concentró en la escucha: no captó el menor sonido al otro lado de la puerta. La abrió unos centímetros y miró. Todo despejado. Salió con cautela.
La cocina estaba desierta. Echó un vistazo al compartimento número 2: vacío. Divisó la espalda de una mujer que manejaba una escoba en el salón. Sin más vacilaciones, subió la escalera.
Lo hizo con sigilo, para que nadie advirtiera su presencia. Se detuvo en la curva de la escalera y escrutó el suelo de la cabina de vuelo. No había nadie. Iba a continuar cuando un par de piernas uniformadas se hicieron visibles, alejándose de él. Harry se ocultó en la esquina, y después se asomó. Era Mickey Finn, el ayudante del mecánico, que ya le había sorprendido la última vez. El hombre se detuvo en el puesto del mecánico y se dio la vuelta. Harry retiró la cabeza de nuevo, preguntándose a dónde se dirigía el tripulante. ¿Bajaría por la escalera? Harry escuchó con atención. Los pasos recorrieron la cubierta de vuelo y enmudecieron. Harry recordó que la última vez había visto a Mickey en el compartimento de proa, manipulando el ancla. ¿Ocurría lo mismo ahora? Tenía que aprovechar la coyuntura.
Subió en silencio.
En cuanto hubo ascendido lo suficiente miró hacia la proa. Por lo visto, había acertado: la escotilla estaba abierta y Mickey no se veía por parte alguna. Harry no se paró a mirar con más atención, sino que atravesó a toda prisa la cubierta de vuelo y se introdujo en la zona de las bodegas. Cerró la puerta a su espalda con sigilo y volvió a respirar.
La última vez había registrado la bodega de estribor. Ahora, probaría en la de babor.
Supo al instante que estaba de suerte. Vio en medio de la bodega un enorme baúl, forrado de piel verde y dorada, con brillantes esquineras de metal. Estaba seguro de que pertenecía a lady Oxenford. Consultó la etiqueta: no llevaba ningún nombre, pero la dirección era The Manor, Oxenford, Berkshire.
– Bingo -dijo en voz baja.
Lo aseguraba un simple candado, que abrió con su navaja. Aparte del candado, contaba con seis cierres de metal que no estaban cerrados con llave. Los soltó todos.
El baúl estaba pensado para ser utilizado como guardarropa en el camarote de un transatlántico. Harry lo puso vertical y lo abrió. Se dividía en dos espaciosos compartimentos. A un lado había una barra con perchas, de las que colgaban trajes y chaquetas, con un pequeño hueco para zapatos en el fondo. El otro contenía seis cajones.
Harry registró primero los cajones. Estaban hechos de madera liviana recubierta de piel y forrados de terciopelo. Lady Oxenford tenía blusas de seda, jerseys de cachemira, ropa interior de encaje y cinturones de piel de cocodrilo.
En la otra parte, la parte superior del baúl se alzaba como una tapa, y se sacaba la barra para poder coger con más facilidad los vestidos. Harry palpó cada prenda y los costados del baúl.
Por fin, abrió el compartimento de los zapatos. Sólo contenía zapatos.
Estaba abatido. Confiaba ciegamente en que la mujer se habría llevado sus joyas, pero tal vez existía alguna equivocación en su razonamiento.
Era demasiado pronto para abandonar las esperanzas.
Su primer impulso fue registrar el resto del equipaje de los Oxenford, pero prefirió reflexionar. Si tuviera que transportar joyas de incalculable valor en un equipaje consignado, pensó, intentaría esconderlas en alguna parte. Y sería más fácil ocultarlas en un bául que en una maleta de tamaño normal.
Decidió mirar otra vez.
Empezó con el compartimento de las perchas. Deslizó una mano por dentro del baúl y otra por fuera, intentando calcular el espesor de los lados; si detectaba algo anormal, significaría que había un compartimento secreto. No encontró nada extraño. Se volvió hacia el otro lado y sacó los cajones por completo…
Y encontró el escondrijo.
Su corazón latió a mayor velocidad.
En la parte posterior del baúl habían pegado con esparadrapo un gran sobre de papel manila y una cartera de piel. -Aficionados -dijo, meneando la cabeza.
Empezó a quitar el esparadrapo con creciente excitación. FI primer objeto en soltarse fue el sobre. Daba la impresión de que sólo contenía un fajo de papeles, pero Harry lo abrió por si acaso. En su interior había unas cincuenta hojas de papel grueso, impresas por un lado. Harry tardó un rato en decidir qué eran, pero al final se decantó por bonos al portador, valorados en cien mil dólares cada uno.
Cincuenta equivalían a cinco millones de dólares, o sea, un millón de libras.
Harry se sentó, contemplando los bonos. Un millón de libras. Casi sobrepasaba la imaginación.
Harry sabía por qué los había encontrado aquí. El gobierno británico había promulgado normas de emergencia sobre el control de divisas, a fin de impedir que el dinero saliera de la nación. Oxenford sacaba de contrabando sus bonos, lo cual constituía un delito, por supuesto.
Es tan ladrón como yo, pensó Harry con ironía.
Harry nunca había robado bonos. ¿Podría cambiarlos por dinero en metálico? Eran pagaderos al portador, como anunciaba claramente cada uno, aunque también tenían un número individual, de manera que pudieran ser identificados. ¿Denunciaría Oxenford el robo? Eso significaría admitir que los había sacado de contrabando, pero ya imaginaría una mentira para encubrir su delito.
Era demasiado peligroso. Harry carecía de experiencia en ese campo. Si intentaba cambiar los bonos, le atraparían. Los dejó a un lado de mala gana.
El otro objeto escondido era la cartera de piel, similar a la utilizada por los hombres, pero algo más grande. Harry la despegó.
Parecía una cartera para guardar joyas.
Se cerraba con una cremallera. La abrió.
Delante de sus ojos, sobre el forro de terciopelo negro, estaba el conjunto Delhi.
Daba la impresión de que brillaba en la penumbra de la bodega como los vitrales de una catedral. El rojo profundo de los rubíes alternaba con los destellos arcoirisados de los diamantes. Las piedras eran enormes, exquisitamente cortadas y perfectamente aparejadas, dispuesta cada una sobre una base de oro y rodeadas de delicados pétalos dorados. Harry estaba anonadado.
Cogió el collar con solemnidad y dejó que las piedras se deslizaran entre sus dedos como agua de colores. Era extraño que algo pudiera combinar un aspecto tan cálido con un tacto tan frío, pensó. Era la joya más hermosa que jamás había sostenido en sus manos, tal vez la más hermosa que se había creado.
Iba a cambiar su vida.
Dejó el collar al cabo de uno o dos minutos y examinó el resto del juego. El brazalete era igual que el collar; alternaba rubíes y diamantes, aunque las piedras eran, en proporción, más pequeñas. Los pendientes eran particularmente delicados; cada uno tenía un rubí a modo de botón, y el colgante consistía en una serie de diminutos diamantes y rubíes engarzados en una cadena de oro; cada piedra era una versión en miniatura de la misma montura en forma de pétalo dorado.
Harry imaginó el juego sobre el cuerpo de Margaret. El rojo y el dorado resaltarían de una manera asombrosa sobre su piel pálida. Me gustaría verla cubierta sólo con esto, pensó, y experimentó al instante una potente erección.
No estaba seguro de cuanto tiempo llevaba sentado en el suelo, contemplando las piedras preciosas, cuando oyó que alguien se acercaba.
El primer pensamiento que cruzó por su mente fue que se trataba del ayudante del mecánico, pero los pasos sonaban de forma diferente: impertinentes, agresivos, autoritarios…, oficiales.
El temor le embargó de súbito, su estómago se encogió, apretó los dientes y cerró los puños.
Los pasos se acercaron a toda velocidad. Harry empujó los cajones, devolvió a su sitio el sobre de los bonos y cerró el baúl. Estaba escondiendo el conjunto Delhi en el bolsillo cuando la puerta de la bodega se abrió.
Se agazapó detrás del baúl.
Siguió un largo momento de silencio. Experimentó la horrorosa sensación de haber procedido con excesiva lentitud, de que el tío le había visto. Captó el sonido de una respiración apresurada, como si un hombre gordo hubiera subido por la escalera corriendo. ¿Entraría el tipo a echar un vistazo, o qué? Harry contuvo el aliento. La puerta se cerró.
¿Había salido el hombre? Harry aguzó el oído. Ya no escuchó la respiración. Se puso en pie poco a poco y asomó la cabeza. El hombre se había ido.
Suspiró de alivio.
¿Qué estaba pasando?
Sospechaba que aquellos pasos pesados y aquella respiración agitada pertenecían a un policía. ¿O tal vez a un inspector de aduanas? Quizá se trataba de una simple comprobación de rutina.
Se dirigió a la puerta y la abrió unos centímetros. Oyó voces ahogadas procedentes de la cabina de vuelo, pero parecía que afuera no había nadie. Salió y se pegó a la puerta de la cabina de vuelo. Estaba entreabierta, y oyó dos voces masculinas.
– Ese tío no está en el avión.
– Tiene que estar. No ha bajado.
Harry reconoció los acentos como canadienses. ¿De quién estaban hablando?
– Quizá salió después que los demás.
– ¿Y a dónde ha ido? No se ha localizado en ninguna parte. ¿Se habría escapado Frankie Gordino?, se preguntó Harry.
– ¿Quién es, en cualquier caso?
– Dicen que es un «socio» del gángster que va en el avión.
Por lo tanto, Gordino no había huido, pero alguien de su banda viajaba a bordo, había sido descubierto y se había dado a la fuga. ¿Cuál de los, en apariencia, respetables viajeros era?
– Ser socio no es ningún delito, ¿verdad?
– No, pero viaja con pasaporte falso.
Un escalofrío recorrió a Harry. Él también viajaba con pasaporte falso. ¿No le estarían buscando a él?
– Bien, ¿qué hacemos ahora?
– Informar al sargento Morris.
Al cabo de un momento, el espantoso pensamiento de que le buscaban a él cruzó por la mente de Harry. Si la policía había averiguado, o adivinado, que un pasajero pensaba rescatar a Gordino, verificaría la lista de los pasajeros, y no tardaría en descubrir que Harry Vandenpost había denunciado el robo de su pasaporte en Londres dos años antes, y entonces bastaría con llamar a su casa para descubrir que no se encontraba en el clipper de la Pan American, sino sentado en la cocina comiendo cereales y leyendo el periódico de la mañana, o algo por el estilo. Sabiendo que Harry era un impostor, darían por sentado que era él quien pretendía liberar a Gordino.
No, se dijo, no precipites las conclusiones. Tal vez exista otra explicación.
Una tercera voz se unió a la conversación.
– ¿A quién estáis buscando, muchachos?
Parecía el ayudante del mecánico, Mickey Finn.
– El tipo utiliza el nombre de Harry Vandenpost, pero no es él.
Ya estaba claro. Harry experimentó una viva conmoción. Le habían descubierto. La visión de la casa de campo con pista de tenis se desvaneció como una foto antigua, y en su lugar apareció un Londres tenebroso, un tribunal, una celda y después, por fin, un barracón del ejército. La peor suerte de la que había oído hablar.
– Sabéis, le encontré husmeando por aquí mientras hacíamos escala en Botwood -dijo Mickey Finn.
– Bueno, ahora no está aquí.
– ¿Estáis seguros?
Métete la lengua en el culo, Mickey, pensó Harry.
– Hemós mirado por todas partes.
– ¿Habéis registrado los controles mecánicos?
– ¿Dónde están?
– En las alas.
– Sí, miramos en las alas.
– ¿Llegasteis hasta el final? Es posible esconderse sin ser visto desde la cabina.
– Será mejor que volvamos a mirar.
Estos dos policías parecían un poco tontos, pensó Harry.
Era dudoso que su sargento confiara mucho en ellos. Si tenía algo de sentido común ordenaría un nuevo registro del avión. Y la próxima vez mirarían detrás del baúl. ¿Dónde podía esconderse Harry?
Había varios escondrijos, pero la tripulación conocería su existencia. Un registro a fondo debería incluir el compartimento de proa, los lavabos, las alas y el angosto hueco de la cola. Cualquier otro lugar que Harry fuera capaz de encontrar sería conocido por la tripulación.
Estaba atrapado.
¿Podría huir? Tal vez tuviera la oportunidad de salir a hurtadillas del avión y huir a lo largo de la playa. Una oportunidad remota, pero era mejor que rendirse. Pero, aun en el caso de que pudiera llegar a la aldea sin ser visto, ¿a dónde iría? Su facilidad de palabra le sacaría de cualquier apuro en una ciudad, pero tenía la sensación de que se encontraba muy lejos de una. En pleno campo, estaba perdido. Necesitaba multitudes, callejones, estaciones de tren y tiendas. Suponía que Canadá era un país enorme, compuesto en su mayoría de árboles.
No habría problemas si conseguía llegar a Nueva York. Pero ¿dónde se escondería en el ínterin?
Oyó que los policías salían de las alas. Para mayor seguridad, retrocedió al interior de la bodega…
Y se encontró de narices ante la solución de su problema. Se escondería en el baúl de lady Oxenford.
¿Cabría dentro? Eso pensaba. Debía medir metro y medio de alto, sesenta centímetros de ancho y otros tantos de fondo; vacío, cabían dos personas en su interior. No estaba vacío, claro: tendría que hacerse sitio sacando algunas prendas de ropa. ¿Qué haría con ellas? No podía dejarlas tiradas alrededor. Las amontonaría en su maleta, que llevaba bastante vacía.
Debía darse prisa.
Se arrastró sobre el equipaje amontonado y se apoderó de su maleta. La abrió a toda prisa y embutió en su interior las chaquetas y vestidos de lady Oxenford. Tuvo que sentarse sobre la tapa para volver a cerrarla.
Ya podía meterse en el baúl. Se podía cerrar desde dentro con razonable facilidad. ¿Podría respirar cuando estuviera cerrado? No se quedaría mucho tiempo; a pesar del reducido espacio, sobreviviría.
¿Observarían los policías que los cierres estaban sueltos? Tal vez. ¿Podría cerrarlos desde dentro? Parecía difícil. Reflexionó sobre el problema durante unos instantes. Si practicaba agujeros en el baúl cerca de los cierres, tal vez lograría introducir la navaja y manipular los cierres. Y esos mismos agujeros le proporcionarían aire.
Sacó la navaja. El baúl estaba hecho de madera recubierta de piel. Sobre la piel había dibujadas flores de color dorado. Como todas las navajas, contaba con un utensilio puntiagudo para extraer piedras de los cascos de los caballos. Apoyó la punta sobre una de las flores y empujó. Penetró en la piel con suma facilidad, pero la madera era más dura. Tiró adelante y atrás. La madera medía unos seis milímetros de espesor, calculó. Le costó un par de minutos perforarla.
Sacó la punta. La configuración del dibujo impedía que el agujero se viera.
Se metió en el baúl. Comprobó con alivio que podía abrir y cerrar el cierre desde el interior.
Había dos cierres en la parte superior y tres en el costado. Trabajó primero en los de arriba, porque eran los más visibles. Cuando terminó, volvió a escuchar pasos.
Entró en el baúl y lo cerró.
Esta vez no le resultó tan fácil manipular los cierres, porque debía proceder con las piernas dobladas, pero lo logró al final.
Se sintió terriblemente incómodo pasados uno o dos minutos. Se retorció y dobló, sin éxito. Tendría que padecer.
Su respiración resonaba. Los ruidos procedentes del exterior llegaban ahogados. Sin embargo, oyó pasos ante la puerta de la bodega, tal vez porque no había alfombra y el puente transmitía las vibraciones. Calculó que había tres personas afuera, como mínimo. No oyó que se abriera o cerrara la puerta, pero captó una pisada mucho más próxima y supo que alguién había entrado en la bodega.
De pronto, se oyó una voz a su derecha.
– No entiendo cómo es posible que ese bastardo se nos haya escapado.
No mires los cierres laterales, por favor, suplicó Harry, atemorizado.
Alguien golpeó la parte superior del baúl. Harry contuvo la respiración. Tal vez el tipo había apoyado el codo encima, pensó.
Alguien habló desde cierta distancia.
– No, no está en el avión -replicó el hombre-. Hemos buscado por todas partes.
El otro volvió a hablar. A Harry le dolían las rodillas. ¡Idos a charlar a otro sitio, por el amor de Dios!, pensó.
– Bueno, le cazaremos de todos modos. No va a recorrer los doscientos veinticinco kilómetros que le separan de la frontera sin que nadie le vea.
¡Doscientos veinticinco kilómetros! Tardaría una semana en salvar aquella distancia. Quizá pudiera hacer autostop, pero nadie le olvidaría en estos terrenos desérticos.
Se hizo el silencio durante unos segundos. Oyó que los pasos se alejaban.
Esperó un rato, sin oír nada.
Sacó la navaja, la introdujo por un agujero y soltó el cierre.
Esta vez fue más laborioso. Le dolían tanto las rodillas que se habría desplomado de tener sitio. Se impacientó y atacó sin cesar el agujero. Una horrible claustrofobia se apoderó de él y pensó «¡Me voy a ahogar aquí dentro!». Trató de calmarse. Al cabo de unos instantes dominó el pánico y manipuló con todo cuidado la navaja hasta trabarla en el cierre. Empujó la hoja. Alzó la anilla metálica, pero resbaló. Apretó los dientes y volvió a probar.
Esta vez, el cierre se soltó.
Repitió el proceso con los demás, lenta y penosamente.
Por fin, apartó las dos mitades del baúl y se irguió. Notó un insoportable dolor en las rodillas cuando estiró las piernas, y casi chilló. Después, se suavizó.
¿Qué iba a hacer?
No podía bajar del avión. Estaría a salvo hasta que llegaran a Nueva York, pero entonces ¿qué?
Tendría que ocultarse en el avión y escabullirse por la noche.
Quizá lo lograra. De todos modos, no le quedaba otra alternativa. Todo el mundo sabría que él había robado las joyas de lady Oxenford. Lo más importante era que Margaret también lo sabría. Y no tendría la menor oportunidad de explicárselo.
Cuanto más meditaba sobre esta posibilidad, más la detestaba.
Sabía que robar el conjunto Delhi pondría en peligro su relación con Margaret, pero siempre había imaginado que le daría una explicación convincente cuando ella se diera cuenta de lo ocurrido. Ahora, sin embargo, tal vez pasaran días antes de que se pusiera en contacto con ella, y si las cosas iban mal, si le detenían, pasarían años.
Adivinaba lo que ella pensaría. Él la había engatusado y seducido, y le había prometido que la ayudaría a encontrar un nuevo hogar. Todo había sido una vulgar estratagema para robar las joyas de su madre, plantándola a continuación. Margaret pensaría que lo único que había deseado desde el primer momento eran las joyas. Le destrozaría el corazón, y ella le odiaría y despreciaría.
La idea le afligió hasta extremos inconcebibles.
Hasta este momento no se había dado cuenta de lo mucho que Margaret había logrado cambiarle. Su amor por él era auténtico. Toda su vida era un fraude: su acento, sus modales, sus ropas, toda su forma de vivir era un disfraz. Sin embargo, Margaret se había enamorado del ladrón, del chico de clase obrera huérfano de padre, el Harry real. Era lo mejor que le había pasado en toda su vida. Si lo desechaba, su vida siempre sería como ahora, una combinación de fingimiento y falta de honradez. Margaret había conseguido que él deseara algo más. Aún confiaba en comprar la casa de campo con pista de tenis, pero no le satisfaría hasta que Margaret viviera en ella.
Suspiró. Harry ya no era un muchacho. Tal vez se estaba haciendo hombre.
Abrió el baúl de lady Oxenford. Sacó del bolsillo la cartera de piel que contenía el conjunto Delhi.
Abrió la cartera y sacó las joyas una vez más. Los rubíes brillaban como fuegos artificiales. Quizá no vuelva a verlos nunca más, pensó.
Devolvió las joyas a la cartera. Después, apesadumbrado, colocó la cartera en el baúl de lady Oxenford.
Nancy Lenehan estaba sentada en el malecón, en el extremo que limitaba con la orilla, frente a la terminal aérea. El edificio recordaba una casa de la playa, con macetas de flores en las ventanas y toldos sobre éstas. Sin embargo, una antena de radio que se alzaba detrás de la casa y una torre de observación que sobresalía del tejado revelaban su auténtico cometido.
Mervyn Lovesey estaba sentado a su lado, en otra tumbona de lona a rayas. El agua lamía el malecón, provocando un sonido calmante, y Nancy cerró los ojos. No había dormido mucho. Una leve sonrisa se insinuó en las comisuras de su boca, al recordar cómo se habían comportado Mervyn y ella por la noche. Se alegró de no haber llegado hasta el final con él. Demasiado rápido. Ahora, ya tenía algo en qué pensar.
Shediac era un pueblo pesquero y un lugar de veraneo. Al oeste del malecón se abría una bahía iluminada por el sol, en la que flotaban varios langosteros, algunos yates y dos aviones, el clipper y un pequeño hidroavión. Al este había una amplia playa arenosa que parecía extenderse a lo largo de varios kilómetros, y casi todos los pasajeros del clipper estaban sentados entre las dunas o paseaban por la orilla.
La paz se vio alterada por dos coches de la policía que irrumpieron en el malecón con aparatosos chirridos de neumáticos, vomitando siete u ocho policías. Entraron a toda prisa en el edificio.
– Da la impresión de que vienen a detener a alguien -murmuró Nancy a Mervyn.
– Me preguntó a quién -dijo él, asintiendo con la cabeza.
– ¿A Frankie Gordino, quizá?
– No pueden… Ya está detenido.
Salieron del edificio pocos momentos después. Tres subieron a bordo del clipper, dos se encaminaron a la playa y dos siguieron la carretera, como si buscaran a alguien.
– ¿A quién persigue la policía? -preguntó Nancy, cuando se acercó un tripulante del clipper.
El hombre vaciló como si no supiera si debía revelar algo; después, se encogió de hombros.
– El tipo se hace llamar Harry Vandenpost, pero no es su nombre verdadero.
Nancy frunció el ceño.
– Es el chico que se sienta con la familia Oxenford. Tenía la impresión de que Margaret Oxenford estaba perdiendo la cabeza por él.
– Sí -corroboró Mervyn-. ¿Ha bajado del avión? No le he visto.
– No estoy segura.
– Me pareció un vivales.
– ¿De veras? -Nancy le había tomado por un joven de buena familia-. Tiene buenos modales.
– Exactamente.
Nancy insinuó una sonrisa; era muy típico de Mervyn detestar a los hombres educados.
– Creo que Margaret estaba muy interesada en él. Confío en que no sufra.
– Los padres se sentirán tranquilizados, supongo.
Sólo que a Nancy no le agradaban los padres de Margaret. Mervyn y ella habían presenciado el desagradable comportamiento de lord Oxenford en el comedor del clipper. Personas como él se merecían todo cuanto les pasaba. Sin embargo, en el caso de que Margaret se hubiera prendado de un personaje impresentable, Nancy sentiría pena por ella.
– No soy lo que suele llamarse un tipo impulsivo -dijo Mervyn.
Nancy se puso en guardia.
– Sólo hace unas horas que te conocí -prosiguió él-, pero estoy completamente seguro de que deseo conocerte hasta el fin de mis días.
¡No puedes estar seguro, idiota!, pensó Nancy, pero no por ello dejaba de estar satisfecha. No dijo nada.
– He estado pensando que, al llegar a Nueva York, tú te quedarías y yo volvería a Manchester, pero no quiero hacerlo.
Nancy sonrió. Eran las palabras que quería escuchar. Le acarició la mano.
– Estoy muy contenta -dijo.
– ¿De veras? -Mervyn se inclinó hacia adelante-. El problema es que pronto resultará casi imposible cruzar el Atlántico, a excepción de los buques militares.
Nancy asintió con la cabeza. Ella también había meditado sobre el problema, aunque no en profundidad, pero estaba segura de que encontrarían una solución si se empeñaban.
– Si nos separamos ahora -continuó Mervyn-, puede que pasen años, literalmente, antes de que nos veamos de nuevo. No puedo aceptarlo.
– Estoy de acuerdo contigo.
– ¿Volverás a Inglaterra conmigo? -preguntó Mervyn. La sonrisa de Nancy se esfumó de su boca.
– ¿Qué?
– Regresa conmigo. Múdate a un hotel, si quieres, compra una casa, un piso…, lo que sea.
Una enorme irritación se apoderó de Nancy. Apretó los dientes e intentó mantener la calma.
– Has perdido el juicio -dijo con desdén. Apartó la vista. Una amarga decepción la embargaba.
Mervyn pareció herido y desconcertado por su reacción.
– ¿Qué pasa?
– Tengo una casa, dos hijos y un negocio de muchos millones. ¿Te atreves a pedirme que me vaya a vivir a un hotel de Manchester?
– ¡Si no quieres, no! -exclamó Mervyn, indignado-. Vive conmigo, si así lo deseas.
– Soy una viuda respetable, con una buena posición social… ¡No pienso vivir como una mantenida!
– Escucha, creo que nos casaremos. Estoy seguro, pero no espero que lo aceptes al cabo de tan pocas horas de conocernos, ¿verdad?
– Esa no es la cuestión, Mervyn -dijo Nancy, aunque en cierto modo sí lo era-. Me importan un bledo los arreglos que tengas en mente, pero me molesta tu presunción de que voy a dejarlo todo para seguirte a Inglaterra.
– ¿Y cómo estaremos juntos?
– ¿Por qué no me has hecho esa pregunta, en lugar de empezar por la respuesta?
– Porque sólo hay una respuesta.
– Hay tres: puedo trasladarme a Inglaterra, tú puedes trasladarte a Estados Unidos, o podemos trasladarnos los dos a otro lugar, por ejemplo, las Bermudas.
Mervyn estaba perplejo.
– Pero mi país está en guerra. He de unirme al combate. Puede que sea demasiado mayor para el servicio activo, pero la Fuerza Aérea necesita hélices a miles, y yo sé más sobre fabricar hélices que cualquier otro de mis compatriotas. Me necesitan.
Todo lo que Mervyn decía sólo servía para empeorar la situación.
– ¿Y por qué das por sentado que mi país no me necesita? Yo fabrico botas para los soldados, y cuando Estados Unidos intervenga en esta guerra, habrá muchos más soldados que necesiten buenas botas.
– Pero yo tengo un negocio en Manchester.
– Y yo tengo un negocio en Boston…, mucho más importante, a propósito.
– ¡No es lo mismo para una mujer!
– ¡Claro que es lo mismo, idiota!
Se arrepintió al instante de haberle insultado. Una expresión de furia apareció en el rostro de Mervyn: le había ofendido mortalmente. Mervyn se levantó de la tumbona. Nancy quiso decir algo para impedir que se marchara, pero las palabras precisas no acudieron a su mente, y Mervyn ya se había ido al cabo de un momento.
– Maldita sea -masculló Nancy.
Esta furiosa con él y furiosa con ella misma. No quería ahuyentarle; ¡le gustaba! Había aprendido muchos años antes que los enfrentamientos directos no eran la mejor manera de tratar con los hombres; aceptaban ser agredidos por otro miembro de su sexo, pero no por una mujer. Siempre había suavizado su espíritu combativo cuando se trataba de negocios. Conseguía lo que deseaba manipulando a la gente, con palabras medidas, sin peleas. Había olvidado por un momento todo eso y peleado con el hombre más atractivo que había conocido en diez años.
Qué idiota soy, pensó. Sé que es orgulloso, y además me gusta que lo sea, es una faceta más de su energía. Es duro, pero no ha reprimido todas sus emociones, como la mayoría de los hombres duros. Acuérdate de cómo siguió al pendón de su mujer por medio mundo. Acuérdate de cómo defendió a los judíos cuando lord Oxenford perdió los papeles en el comedor. Recuerda cómo te besó…
Lo más irónico es que se sentía muy dispuesta a plantearse un cambio en su vida.
Lo que Danny Riley le había contado sobre su padre había arrojado nueva luz sobre toda la historia. Siempre había pensado que Peter y ella discutían porque la consideraba más inteligente que él. Sin embargo, ese tipo de rivalidad solía desaparecer en la adolescencia. Sus propios hijos, que se habían peleado como gato y perro durante casi veinte años, eran ahora los mejores amigos del mundo y se profesaban una lealtad a toda prueba. Por el contrario, la hostilidad entre Peter y ella se había mantenida viva hasta la madurez, y ahora comprendía que el responsable era papá.
Papá había dicho a Nancy que iba a ser su sucesora, y que Peter trabajaría bajo sus órdenes, al tiempo que aseguraba a Peter lo contrario. Por lo tanto, ambos habían creído que iban a dirigir la empresa. Sin embargo, todo se remontaba a mucho tiempo atrás. Papá siempre se negó a marcar normas precisas o a definir las áreas de responsabilidad. Compraba juguetes para que ambos los compartieran, y luego se negaba a solventar las inevitables disputas. Cuando tuvieron edad de conducir, compró un coche para que ambos lo disfrutaran: habían peleado por ese motivo durante años.
La estrategia de papá había sido positiva para Nancy; se había. convertido en una mujer inteligente y de voluntad férrea. Por el contrario, Peter había terminado débil, pusilánime y rencoroso. Ahora, el más fuerte de los dos iba a tomar el control de la empresa, de acuerdo con el plan de papá.
Y eso era lo que molestaba a Nancy: todo de acuerdo con el plan de papá. Saber que todo cuanto hacía había sido previsto por otra persona aguaba el sabor de la victoria. Toda su vida le parecía ahora un deber escolar preparado por su padre. Había logrado matrícula de honor, pero cuarenta años era una edad excesiva para estar en el colegio. Albergaba un violento deseo de fijar ella misma sus propias metas, y también de vivir su vida.
De hecho, se hallaba en el momento idóneo para discutir sin prejuicios con Mervyn acerca de su futuro común, pero él la había ofendido al suponer que lo dejaría todo y le seguiría al otro extremo del mundo; en lugar de hablar con él, le había gritado.
No esperaba que se pusiera de rodillas y le propusiera matrimonio, claro, pero…
En el fondo de su corazón, creía que debería haberle propuesto matrimonio. Al fin y al cabo, ella no era una bohemia; era una mujer norteamericana, procedente de una familia católica, y si un hombre quería relacionarse con ella, sólo había una forma legítima de hacerlo, y se llamaba matrimonio. Si era incapaz de pedírselo, tampoco debía pedirle otra cosa.
Suspiró. Todo era muy indignante, pero ella le había ahuyentado. Quizá el enfado no fuera permanente. Lo deseaba con todo su corazón. Ahora que corría el peligro de perder a Mervyn, se daba cuenta de lo mucho que le deseaba.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por la llegada de otro hombre al que en una ocasión había ahuyentado: Nat Ridgeway.
Se quedó de pie frente a ella, se quitó el sombrero y dijo:
– Por lo visto, me has derrotado… de nuevo.
Ella le miró con atención durante un momento. Nunca podría haber fundado y levantado una empresa como papá lo había hecho: carecía del empuje y la visión. Sin embargo, dirigía con suma habilidad una gran organización: era inteligente, trabajador y duro.
– Si te sirve de consuelo, Nat -dijo Nancy-, sé que cometí una equivocación hace cinco años.
– ¿Una equivocación comercial, o personal? -preguntó él; el tono de su voz traicionó cierto resentimiento agazapado.
– Comercial -replicó ella. La despedida de Nat había finalizado un romance que acababa de empezar, pero no quería hablar del tema-. Te felicito por tu matrimonio. He visto una foto de tu mujer. Es muy bonita.
Falso: era atractiva, como máximo.
– Gracias, pero volviendo a los negocios, me ha sorprendido que hayas acudido al chantaje para lograr tus propósitos.
– No se trata de una fiesta, sino de una fusión. Me lo dijiste ayer.
– Touché. -Nat vaciló-. ¿Puedo sentarme?
Su formalidad la impacientó.
– Coño, claro. Trabajamos juntos durante años, y salimos unas semanas. No tienes que pedirme permiso para sentarte, Nat.
– Gracias -sonrió el hombre. Giró la tumbona de Mervyn para poder mirarla-. Intenté apoderarme de «Black’s» sin tu ayuda. Fue una tontería, y fracasé. Debería haberlo pensado dos veces.
– No hay duda. -Consideró la respuesta algo hostil-. Ni tampoco rencor.
– Me alegro de que digas eso… porque aún quiero comprar tu empresa.
Nancy se quedó estupefacta. Había corrido el peligro de subestimarle. ¡No bajes la guardia!, se dijo.
– ¿Qué tienes en mente?
– Voy a intentarlo otra vez. Haré una oferta mejor la próxima vez, por supuesto. Pero lo más importante es que quiero tu apoyo…, antes y después de la fusión. Quiero hacer un trato contigo, para que te conviertas después en directora de «General Textiles» y firmes un contrato por cinco años.
Nancy no se esperaba eso, y tampoco sabía qué pensar. Hizo una pregunta para ganar tiempo.
– ¿Un contrato? ¿Para hacer qué?
– Para dirigir «Black’s Boots» como división de «General Textiles»
– Perdería mi independencia. Sería una empleada.
– Dependiendo de cómo se estructurase el acuerdo, podrías ser accionista. Y mientras obtengas beneficios, gozarás de toda la independencia que quieras… No me entrometo en las divisiones rentables, pero si pierdes dinero, entonces sí, perderás tu independencia. Despido a los perdedores. -Meneó la cabeza-. Pero tú no fracasarás.
La primera idea de Nancy fue rechazar la oferta. Por más que le dorase la píldora, lo que él quería era arrebatarle la empresa. Sin embargo, comprendió que la negativa instántanea era lo que papá habría deseado, y había decidido dejar de vivir conforme al programa de papá. De todos modos, tenía que contestar algo, pero con evasivas.
– Tal vez me interese.
– Con esto me basta. -Nat se levantó-. Piensa en ello y medita sobre el tipo de acuerdo que te resultará menos violento. No te ofrezco un cheque en blanco, pero quiero que comprendas que haré lo posible por complacerte.
No dejaba de ser, en cierta forma, divertido, pensó Nancy. La técnica de Nat era persuasiva. Había aprendido mucho sobre el arte de negociar en los últimos años. Nat desvió la vista hacia el malecón.
– Creo que tu hermano quiere hablar contigo -dijo.
Nancy se volvió y vio que Peter se acercaba. Nat se caló el sombreo y se marchó. Parecía un movimiento de pinza. Nancy contempló con rencor a Peter. La había engañado y traicionado, y no tenía ganas de hablar con él. Habría preferido reflexionar sobre la sorprendente oferta de Nat Ridgeway, ver si encajaba en las nuevas perspectivas de su vida, pero Peter no le dio tiempo. Se plantó frente a ella, ladeó la cabeza de una forma que le recordó a Nancy cuando era niño, y dijo:
– ¿Podemos hablar?
– Lo dudo.
– Quiero disculparme.
– Te arrepientes de tu traición, ahora que has fracasado.
– Me gustaría hacer las paces.
Hoy, todo el mundo quiere hacer tratos conmigo, pensó con sarcasmo.
– ¿Cómo piensas reparar lo que me has hecho?
– No podré -contestó de inmediato-. Nunca. -Se dejó caer en la tumbona que había ocupado Nat-. Cuando leí tu informe, me sentí como un idiota. Decías que yo no podía dirigir el negocio, que no era como mi padre, que mi hermana lo hacía mejor que yo, y me sentí muy avergonzado, porque en el fondo de mi corazón sabía que era verdad.
«Bueno, es un progreso», pensó ella.
– Me enfurecí, Nan, ésa es la pura verdad.
De niños, se llamaban Nan y Petey, y la utilización de aquel diminutivo de la infancia le puso un nudo en la garganta.
– Tengo la impresión de que no sabía lo que hacía -siguió Peter.
Nancy meneó la cabeza. Era la típica excusa de su hermano.
– Sabías muy bien lo que hacías -respondió, con más tristeza que irritación.
Un grupo de personas se detuvo ante la puerta del edificio de la compañía aérea, hablando en voz alta. Peter les dirigió una mirada colérica.
– ¿Quieres venir a dar un paseo conmigo por la playa? -preguntó.
Nancy suspiró. Al fin y al cabo, era su hermano pequeño. Se levantó.
Él le dedicó una sonrisa radiante.
Caminaron hacia el extremo del malecón que limitaba con la parte de tierra, cruzaron la vía del tren y bajaron hacia la playa. Nancy se quitó los zapatos de tacón alto y caminó sobre la arena en medias. La brisa agitó el pelo rubio de Peter y Nancy observó, sorprendida, que comenzaba a ralear en las sienes. Se preguntó por qué no se había dado cuenta antes, y comprendió que se peinaba de forma que no se notara. Se sintió vieja.
No había nadie cerca, pero Peter siguió en silencio durante un rato, hasta que Nancy habló por fin.
– Danny Riley me dijo algo muy extraño. Según él, papá planeó todo para que tú y yo nos peleáramos.
Peter frunció el ceño.
– ¿Por qué iba a hacerlo?
– Para endurecernos.
Peter lanzó una áspera carcajada.
– ¿Lo crees?
– Sí.
– Supongo que yo también.
– He decidido que no viviré el resto de mis días obedeciendo al capricho de papá.
Peter asintió con la cabeza.
– ¿Qué significa eso? -preguntó.
– Aún no lo sé. Tal vez acepte la oferta de Nat y fusione nuestra empresa con la suya.
– Ya no es «nuestra» empresa, Nan. Es tuya.
Ella le miró con atención. ¿Era sincero? Se creyó mezquina por mostrarse tan suspicaz. Decidió concederle el beneficio de la duda.
– He comprendido que no sirvo para los negocios -prosiguió Peter con aparente sinceridad-. Voy a dejarlo en manos de gente capacitada como tú.
– ¿Y qué vas a hacer?
– Tal vez compre esa casa. -Pasaban frente a una atractiva casita pintada de blanco, con postigos verdes-. Tendré mucho tiempo libre para ir de vacaciones.
Nancy experimentó cierta compasión por él.
– Es una casa bonita -dijo-. ¿Está en venta?
– Hay un cartel al otro lado. Estuve antes fisgoneando. Ven a ver.
Rodearon la casa. La puerta y los postigos estaban cerrados, y no pudieron ver las habitaciones, pero su aspecto era espléndido desde fuera. Tenía una amplia terraza con una hamaca, una pista de tenis en el jardín y un pequeño edificio sin ventanas al otro lado. Nancy supuso que en él guardaban la barca.
– Podrías comprarte una barca -dijo. A Peter siempre le había gustado navegar.
Una puerta lateral del cobertizo estaba abierta. Peter entró. Nancy le oyó exclamar:
– ¡Santo Dios!
Nancy cruzó el umbral y escudriñó la oscuridad.
– ¿Qué pasa? -preguntó, nerviosa-. Peter, ¿estás bien?
Peter apareció por detrás y le agarró el brazo. Una repulsiva sonrisa de triunfo se dibujó por una fracción de segundo en su cara, y Nancy supo que había cometido una terrible equivocación. Él le retorció el brazo con violencia, obligándola a adentrarse en el cobertizo. Tropezó, gritó, dejó caer los zapatos y el bolso, y se derrumbó sobre el polvoriento suelo.
– ¡Peter! -gritó furiosa. Escuchó tres rápidos pasos, el ruido de la puerta al cerrarse, y se hizo la oscuridad más absoluta-. ¿Peter? -gritó, asustada. Se puso en pie. La puerta recibió un golpe, como si la estuvieran atrancando-. ¡Peter! -chilló-. ¡Di algo!
No hubo respuesta.
Un terror histérico estranguló su garganta y quiso gritar de miedo. Se llevó la mano a la boca y se mordió el nudillo del pulgar. Al cabo de unos instantes, el pánico empezó a desaparecer.
De pie en la oscuridad, ciega y desorientada, comprendió que Peter lo había planeado todo desde el principio: había descubierto la casa vacía, con su providencial cobertizo para la barca, la había atraído con engaños hacia ella, encerrándola en el interior, a fin de que perdiera el avión y no llegara a tiempo de votar en la junta de accionistas. Su arrepentimiento, sus disculpas, su decisión de abandonar los negocios, su dolorosa sinceridad, todo había sido falso de principio a fin. Había evocado cínicamente su niñez para ablandarla. Nancy había confiado en él una vez más; él la había traicionado una vez más. Era más que suficiente para provocar su llanto.
Se mordió el labio y consideró la situación. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra distinguió una línea de luz por debajo de la puerta. Se acercó, extendiendo las manos hacia adelante. Llegó a la puerta, palpó la pared a ambos lados y encontró un interruptor. Lo conectó y la luz iluminó el cobertizo. Asió el tirador e intentó abrirla, sin la menor esperanza. Ni siquiera se movió: Peter la había atrancado bien. Aplicó el hombro a la hoja y empujó con todas sus fuerzas, pero la puerta resistió.
Los codos y las rodillas le dolían a causa de la caída, y se había roto las medias.
– Cerdo -masculló al ausente Peter.
Se puso los zapatos, recogió el bolso y miró a su alrededor. Un gran velero acomodado sobre una plataforma provista de ruedas ocupaba casi todo el espacio. El mástil estaba sujeto a un gancho del techo, y las velas se veían dobladas pulcramente sobre la cubierta. Había una amplia puerta en la parte delantera del cobertizo. Nancy la examinó y descubrió, como sospechaba, que estaba bien cerrada.
La casa se hallaba algo apartada de la playa, pero cabía la posibilidad de que los pasajeros del clipper, u otra persona, pasaran por delante. Nancy respiró hondo y gritó con toda la potencia de su voz «¡SOCORRO! ¡SOCORRO! ¡SOCORRO!». Decidió pedir auxilio a intervalos de un minuto, para no enronquecer.
Tanto la puerta principal como la lateral eran sólidas y estaban bien encajadas en el marco, pero tal vez pudiera forzarlas con una palanca o algo por el estilo. Paseó la vista en torno suyo. El propietario era un hombre ordenado: no guardaba útiles de jardinería en el cobertizo de la barca. No había palas ni rastrillos.
Volvió a pedir auxilio, y después trepó a la cubierta del velero, buscando alguna herramienta. Localizó varios armarios, todos cerrados con llave por el celoso propietario. Escrutó el cobertizo desde la cubierta, pero no descubrió nada nuevo.
– ;Mierda, mierda, mierda! -exclamó.
Se sentó en el puente y meditó, desalentada. Hacía mucho frío en el cobertizo, y se alegró de llevar la chaqueta de cachemira. Continuó pidiendo ayuda cada minuto, pero, a medida que transcurría el tiempo, sus esperanzas disminuían. Los pasajeros ya estarían a bordo del clipper. El aparato no tardaría en despegar, abandonándola a su suerte.
Se sorprendió al comprender que perder la empresa era la última de sus preocupaciones. ¿Y si nadie se acercaba al cobertizo en una semana? Podía morir aquí. El pánico se apoderó de ella y empezó a chillar sin cesar. Captó una nota de histeria en su voz, lo cual la asustó todavía más.
Se cansó al cabo de un rato, y el agotamiento la serenó. Peter era malvado, pero no un criminal; no dejaría que muriera. Lo más probable era que telefoneara anónimamente al departamento de policía de Shediac para que la liberaran. Pero no hasta después de la junta de accionistas, por supuesto. Nancy se dijo que estaba a salvo, pero su inquietud era extrema. ¿Y si Peter era peor de lo que pensaba? ¿Y si se olvidaba? ¿Qué ocurriría si caía enfermo o sufría un accidente? ¿Quién la salvaría, en ese caso?
Oyó el rugido de los potentes motores del clipper atronando la bahía. El pánico dejó paso a una desesperación total. La habían traicionado y derrotado, y también había perdido a Mervyn, que ahora se encontraría a bordo del avión, esperando el momento del despegue. Tal vez se preguntara, distraído, qué le había pasado, pero como la última palabra que Nancy le había dirigido era «idiota», se imaginaría que había terminado con él.
Se había comportado de forma arrogante al dar por sentado que le seguiría a Inglaterra, pero, siendo realista, cualquier hombre supondría lo mismo, y ella se lo había tomado a la tremenda. Se habían separado con malos modos y nunca volvería a verle. Y la muerte la rondaba.
El ruido de los lejanos motores aumentó de intensidad. El clipper estaba despegando. El estruendo persistió durante uno o dos minutos, y después empezó a disminuir cuando, pensó Nancy, el avión ganó altura. Ya está, concluyó: he perdido mi negocio y he perdido a Mervyn, y es probable que muera de hambre en este cobertizo. No, no moriría de hambre, sino de sed, sometida a una espantosa agonía…
Notó que una lágrima se deslizaba por su mejilla y la secó con el puño de la chaqueta. Tenía que serenarse. Ha de existir una forma de salir de aquí. Se preguntó si podría utilizar el mástil a modo de ariete. Subió al barco. No, el mástil era demasiado pesado para que una sola persona lo manejara. ¿Podría practicar un agujero en la puerta? Recordó historias acerca de prisioneros encerrados en mazmorras medievales que arañaban las piedras con sus uñas año tras año, en un vano intento de escapar. A ella no le quedaban años, y necesitaba algo más fuerte que las uñas. Rebuscó en su bolso. Tenía un pequeño peine de marfil, una barra de carmín rojo brillante casi gastada, una polvera barata que los chicos le habían regalado cuando cumplió treinta años, un pañuelo bordado, el talonario, un billete de cinco libras, varios de cincuenta dólares y una pluma de oro: nada útil. Pensó en sus ropas. Llevaba un cinturón de piel de cocodrilo con una hebilla chapada en oro. La punta de la hebilla quizá sirviera para rascar la madera que rodeaba la cerradura. Sería un trabajo largo, pero tenía todo el tiempo del mundo.
Bajó del barco y localizó la cerradura de la gran puerta principal. La madera era sólida, pero tal vez no sería preciso practicar un agujero de parte a parte; cabía la posibilidad de que se partiera si hacía una hendidura bastante profunda. Volvió a gritar pidiendo ayuda. Nadie respondió.
Se quitó el cinturón. Como la falda no iba a sostenerse, se la quitó, la dobló y la dejó sobre la regala del velero. Aunque nadie podía verla, se alegraba de llevar unas bonitas bragas adornadas con encaje y unas ligas a juego.
Practicó una marca cuadrada alrededor de la cerradura, y después empezó a ahondarla. El metal de la hebilla no era muy fuerte, y la punta se dobló al cabo de un rato. No obstante, prosiguió su tarea, parando a cada minuto, más o menos, para gritar. Poco a poco, la marca se transformó en una hendidura. El suelo quedó sembrado de astillas.
La madera de la puerta era suave, quizá a causa de la humedad. Aumentó el ritmo y pensó que no tardaría en poder salir.
Cuando más esperanzada se sentía, la punta se rompió.
La recogió del suelo e intentó continuar, pero la punta separada de la hebilla resultaba difícil de manejar. Si hacía el agujero más profundo resbalaría de sus dedos, y si raspaba con suavidad la hendidura no prosperaría. Después de que se le cayera cinco o seis veces, derramó lágrimas de rabia y golpeó inútilmente la puerta con los puños.
– ¿Quién está ahí? -gritó una voz.
Nancy calló y dejó de golpear la puerta. ¿Había oído bien?
– ¡Hola! ¡Socorro! -chilló.
– Nancy, ¿eres tú?
Su corazón dio un vuelco. La voz tenía acento inglés, y ella la reconoció.
– ¡Mervyn! ¡Gracias a Dios!
– Te estaba buscando. ¿Qué demonios te ha pasado?
– Déjame salir, ¿quieres?
La puerta se sacudió.
– Está cerrada.
– Ve por el lado.
– Enseguida.
Nancy cruzó el cobertizo y se acercó a la puerta lateral.
– Está atrancada -oyó que decía Mervyn-. Espera un momento.
Se dio cuenta de que iba en medias y bragas, y cubrió su desnudez con la chaqueta. La puerta se abrió al cabo de un momento, y Nancy se lanzó a los brazos de Mervyn.
– ¡Pensé que iba a morir aquí! -exclamó, y se puso a llorar sin poder evitarlo.
Él la abrazó y le acarició el pelo.
– Ya pasó, ya pasó.
– Peter me encerró -sollozó.
– Imaginé que había hecho una de las suyas. Ese hermano tuyo es un auténtico hijo de puta, si quieres que te dé mi opinión.
A Nancy le traía sin cuidado Peter, porque estaba muy dichosa de ver a Mervyn. Le miró a los ojos a través de un velo de lágrimas y le besó toda la cara: los ojos, las mejillas, la nariz y, por fin, los labios. De repente, experimentó una brutal excitación. Abrió la boca y le besó con pasión. Él la rodeó con sus brazos y la apretó contra sí. Nancy se restregó contra él, hambrienta del contacto de su cuerpo. Mervyn deslizó la mano por debajo de la chaqueta, recorrió su espalda y se detuvo, sorprendido, al palpar las bragas. Retrocedió y la contempló. La chaqueta se había abierto.
– ¿Qué le ha pasado a tu falda?
Nancy rió.
– Intenté perforar la puerta con la punta de la hebilla del cinturón, y mi falda no se sostenía sin el cinturón, de modo que me la quité…
– Qué agradable sorpresa -dijo Mervyn con voz ronca. Le acarició el culo y los muslos desnudos. Nancy notó el pene erecto contra su estómago. Bajó la mano y lo acarició.
Un furioso deseo se apoderó de ambos en un instante. Ella deseaba hacer el amor de inmediato, y sabía que Mervyn sentía lo mismo. Este se apoderó de sus pequeños pechos y Nancy jadeó. Desabrochó los botones de su bragueta e introdujo la mano. Todo el rato, en el fondo de su mente, pensaba: «Podía haber muerto, podía haber muerto», y la idea azuzaba sus desesperadas ansias de satisfacción. Encontró el pene, cerró la mano sobre él y lo sacó. Ambos jadeaban como corredores de fondo. Nancy dio un paso atrás y contempló la gran verga, presa de su pequeña mano blanca. Obedeciendo a un impulso irresistible, se inclinó y la introdujo en su boca.
Tuvo la sensación de que la llenaba por completo. Captó un olor semejante al del musgo y notó en la boca un sabor salado. Gruñó de éxtasis; había olvidado cuánto le gustaba hacer esto. Hubiera continuado chupándola horas y horas, pero Mervyn levantó la cabeza y gimió:
– Basta, antes de que estalle.
Se arrodilló frente a ella y le bajó poco a poco las bragas. Nancy se sintió avergonzada y enardecida al mismo tiempo. Mervyn le besó el vello púbico. Le bajó las bragas hasta los tobillos y Nancy acabó de quitárselas.
Mervyn se irguió y la abrazó de nuevo, y su mano se cerró por fin sobre el sexo de Nancy. Un instante después, Nancy notó que un dedo la penetraba con suma facilidad. No cesaban de besarse, lenguas y labios trabados en una frenética lucha, y sólo paraban para recuperar el aliento. Pasado un rato, Nancy se apartó y miró a su alrededor.
– ¿Dónde? -preguntó.
– Pásame los brazos alrededor del cuello.
Ella obedeció. Mervyn colocó las manos debajo de sus muslos y la alzó del suelo sin el menor esfuerzo. La chaqueta de Nancy colgaba detrás de ella. Mientras Mervyn la bajaba, Nancy guió su pene hasta sus entrañas, y luego pasó las piernas alrededor de su cintura.
Se quedaron inmóviles un instante, y Nancy saboreó la sensación ausente durante tanto tiempo, la confortadora sensación de total intimidad resultante de tener a un hombre dentro de ella y fundir los dos cuerpos en uno. Era la mejor sensación del mundo, y pensó que debía estar loca por haberla relegado al olvido durante diez años.
Después, Nancy empezó a moverse, apretándose contra él y luego apartándose. Oía que Mervyn emitía sonidos guturales: pensar en el placer que le estaba proporcionando todavía la enardeció más. No sentía la menor vergüenza por estar haciendo el amor en esta postura extravagante con un hombre al que apenas conocía. Al principio, se preguntó si podría sostener su peso, pero ella era menuda y él muy grande. Mervyn aferró las nalgas de Nancy y comenzó a moverla, arriba y abajo. Nancy cerró los ojos y saboreó la sensación del pene entrando y saliendo de su interior, y del clítoris apretado contra el vientre de su amante. Se olvidó de preocuparse por su fuerza y se concentró en las sensaciones que estremecían su entrepierna.
Abrió los ojos al cabo de un rato y le miró. Deseaba decirle que le quería, pero algún centinela de su sentido común le advirtió que todavía no. En cualquier caso, así lo sentía.
– Te tengo mucho cariño -susurró.
Su mirada reveló a Nancy que él la había entendido. Mervyn murmuró su nombre y empezó a moverse con más rapidez.
Nancy volvió a cerrar los ojos y sólo pensó en las oleadas de placer que brotaban del lugar donde sus cuerpos se unían. Oyó su propia voz, como desde una gran distancia, lanzando grititos de placer cada vez que él la excavaba. Respiraba con fuerza, pero sostenía su peso sin la menor señal de cansancio. Nancy notó que él se contenía, esperándola. Pensó en la presión que se concentraba en el interior de Mervyn cada vez que ella subía y bajaba las caderas, y esa imagen la arrastró al orgasmo. Todo su cuerpo se estremeció de placer. Gritó. Nancy notó que llegaba el momento de Mervyn y le cabalgó como a un caballo salvaje hasta que ambos alcanzaron el clímax. El placer se serenó por fin, Mervyn se quedó quieto y ella se derrumbó sobre su pecho.
– Caramba -dijo él, abrazándola con fuerza-, ¿siempre te lo tomas así?
Nancy soltó una carcajada, sin aliento. Le gustaban los hombres que la hacían reír.
Por fin, Mervyn la depositó en el suelo. Ella se quedó en pie, temblorosa, apoyándose en él, durante unos minutos. Después, de mala gana, se vistió.
Se sonrieron durante mucho rato sin hablar. Después, salieron a la pálida luz del sol y caminaron lentamente por la playa en dirección al malecón.
Nancy iba preguntándose si tal vez sería su destino vivir en Inglaterra y casarse con Mervyn. Había perdido la batalla por el control de la empresa. Ya no llegaría a tiempo de participar en la Junta de accionistas. Peter ganaría la votación, derrotando a Danny Riley y a tía Tilly, y se llevaría el gato al agua. Pensó en sus hijos: ya eran independientes, no era preciso que viviera en función de sus necesidades. Además, había descubierto que Mervyn era el amante perfecto que ella necesitaba. Aún se sentía aturdida y un poco débil después del coito. ¿Y qué voy a hacer en Inglaterra?, pensó. No puedo ser un ama de casa.
Llegaron al malecón y contemplaron la bahía. Nancy se preguntó con cuánta frecuencia salían trenes del pueblo. Iba a proponer que hicieran pesquisas cuando reparó en que Mervyn miraba con insistencia algo en la distancia
– ¿Que miras?
– Un Grumann Goose -respondió el, en tono pensativo.
– No veo ningún ganso.
– Aquel pequeño hidroavión se llama Grumann Goose -dijo Mervyn, señalando con el dedo-. Es muy nuevo… Los fabrican desde hace sólo dos años. Son muy veloces, más veloces que el clipper…
Nancy contempló el hidroavión. Era un monoplano de dos motores y aspecto moderno, provisto de una cabina cerrada. Comprendió lo que él estaba pensando. En un hidroavión podrían llegar a Boston a tiempo para la junta de accionistas.
– ¿Podríamos alquilarlo? -preguntó, vacilante, sin atreverse a confiar.
– Eso es justo lo que estaba pensando.
– ¡Vamos a preguntarlo!
Nancy se puso a correr por el malecón hacia el edificio de la línea aérea y Mervyn la siguió, alcanzándola sin dificultad gracias a sus largas zancadas. El corazón de Nancy latía violentamente. Aún podía salvar su empresa, pero reprimía su júbilo: siempre podían aparecer problemas.
Entraron en el edificio y un joven con el uniforme de la Pan American les interpeló.
– ¡Oigan, han perdido el avión!
– ¿Sabe a quién pertenece este pequeño hidroavión: -preguntó Nancy, sin mas preámbulos.
– ¿El Ganso? Claro que sí. Al propietario de una fábrica textil llamado Alfred Southborne.
– ¿Lo alquila?
– Sí, siempre que puede. ¿Quieren alquilarlo?
El corazón de Nancy dio un vuelco.
– ¡Sí!
– Uno de los pilotos anda por aquí… Vino a echar un vistazo al clipper. -Retrocedió y entró en una habitación contigua-. Oye, Ned, alguien quiere alquilar tu Ganso.
Ned salió. Era un hombre risueño de unos treinta años, que llevaba una camisa con hombreras. Les saludó con un movimiento de cabeza.
– Me gustaría ayudarles, pero mi copiloto no está aquí, y el Ganso necesita dos tripulantes.
Las esperanzas de Nancy se desvanecieron.
– Yo soy piloto -dijo Mervyn.
Ned le miró con escepticismo.
– ¿Ha pilotado alguna vez un hidroavión?
Nancy contuvo el aliento.
– Sí, el Supermarine -contestó Mervyn.
Nancy nunca había oído hablar del Supermarine, pero debía ser un aparato de carreras, porque Ned se quedó impresionado.
– ¿Corre usted?
– Cuando era joven. Ahora sólo vuelo por placer. Tengo un Tiger Moth.
– Bueno, si ha pilotado un Supermarine no tendrá ningún problema en ser copiloto del Ganso. Y el señor Southborne estará ausente hasta mañana. ¿A dónde quiere ir.
– A Boston.
– Le costará mil dólares.
– ¡No hay problema! -saltó Nancy, excitada-. Pero necesitamos marcharnos ahora mismo.
El hombre la miró con cierta sorpresa; había pensado que era el hombre quien llevaba la voz cantante.
– Saldremos dentro de pocos minutos, señora. ¿Cómo va a pagar?
– Puede elegir entre un talón nominal o pasar la factura a mi empresa en Boston, «Black’s Boots».
– ¿Usted trabaja en «Black's Boots»?
– Soy la propietaria.
– ¡Oiga, yo gasto sus zapatos!
Nancy bajó la vista. El hombre calzaba el Oxford acabado en punta de 6,95 dólares, color negro, talla 9.
– ¿Cómo le van? -preguntó automáticamente.
– De perlas. Son unos buenos zapatos, pero supongo que usted ya lo sabe.
– Sí -sonrió Nancy-. Son unos buenos zapatos.