SEGUNDA PARTE. De Southampton a Foynes

6

Mientras el tren rodaba hacia el sur atravesando los bosques de pinos de Surrey en dirección a Southampton, Elizabeth, la hermana de Margaret Oxenford, hizo un anuncio sorprendente.

La familia Oxenford viajaba en un vagón especial reservado para los pasajeros del clipper. Margaret se encontraba de pie al final del vagón, sola, mirando por la ventana. Su estado de ánimo oscilaba entre la desesperación más absoluta y una creciente excitación. Se sentía irritada y mezquina por abandonar su país en una hora de crisis, pero la perspectiva de volar a Estados Unidos no dejaba de emocionarla.

Su hermana Elizabeth se apartó del grupo familiar y caminó hacia ella con semblante grave.

– Te quiero, Margaret -dijo, tras un breve instante de vacilación.

Margaret se conmovió. Durante los últimos años, desde que habían alcanzado la edad necesaria para entender la batalla ideológica desencadenada en el mundo, habían abrazado puntos de vista diametralmente opuestos, y ello las había alejado. Sin embargo, echaba de menos la intimidad con su hermana, y el alejamiento la entristecía. Sería maravilloso volver a ser amigas.

– Yo también te quiero -dijo, abrazando a Elizabeth.

– No voy a ir a Estados Unidos -dijo Elizabeth, al cabo de un momento.

Margaret jadeó, estupefacta.

¿Cómo es posible?

– Voy a decirles a papá y mamá que no voy. Tengo veintiún años… No pueden obligarme.

Margaret no estaba tan segura, pero apartó el tema de momento; había otras preguntas mucho más acuciantes.

– ¿A dónde irás?

– A Alemania.

– ¡Nooooo! -exclamó Margaret, horrorizada- ¡Te mataran!

Elizabeth le dirigió una mirada desafiante.

– Los socialistas no son los únicos que desean morir por una causa, créeme.

– ¡Vas a luchar por el nazismo!

– No sólo por el fascismo- repuso Elizabeth, con un extraño brillo en sus ojos-, sino por toda la raza blanca, que está en peligro de ser engullida por los negros y los mestizos. Es por la raza humana.

Una oleada de irritación invadió a Margaret. ¡No sólo iba a perder una hermana, sino que la iba a perder por culpa de una causa perversa! Sin embargo, no quería enzarzarse en una discusión política; estaba mucho más preocupada por la seguridad de su hermana.

– ¿De qué vas a vivir?

– Tengo dinero.

Margaret recordó que ambas habían heredado una cantidad de su abuelo a los veintiún años. No era excesiva, pero suficiente para vivir una temporada.

Otra idea acudió a su mente.

– Tu equipaje ya ha sido enviado a Nueva York.

– Aquellas maletas estaban llenas de manteles viejos. Preparé otras maletas y las envié el lunes.

Margaret estaba asombrada. Elizabeth lo había planeado todo a la perfección y en el mayor secreto. Reflexionó con amargura en la precipitación de su intento de fuga. Mientras yo me hacía mala sangre y rechazaba la comida, pensó, Elizabeth encargaba su pasaje y enviaba su equipaje por anticipado. Claro que Elizabeth se había, mostrado a la altura de sus veintiún años y Margaret no, pero lo fundamental residía en la cuidadosa planificación y la fría ejecución. Margaret se sentía avergonzada de que su hermana, tan estúpida y equivocada en lo referente a política, se hubiera comportado con tanta inteligencia.

De pronto, comprendió de que echaría de menos a Elizabeth. Aunque que ya no eran grandes amigas, Elizabeth siempre estaba a mano. Casi siempre discutían, se peleaban y hacían burla de sus mutuas ideas, pero Margaret también iba a echar de menos esa rutina. Aún se consolaban en los momentos de aflicción. Las reglas de Elizabeth solían ser dolorosas, y Margaret la acostaba y le llevaba una taza de chocolate caliente y la revista Picture Post. Elizabeth había lamentado profundamente la muerte de Ian, aunque no le veía con buenos ojos, y había confortado a Margaret.

– Te echaré muchísimo de menos -dijo llorosa, Margaret.

– No des un espectáculo-le previno Elizabeth- No quiero que se enteren todavía.

Margaret se serenó.

– ¿Cuándo se lo dirás?

– En el último momento. ¿Actuarás con normalidad hasta entonces?

– De acuerdo -Se obligó a sonreír- Te trataré tan mal como de costumbre.

– ¡Oh, Margaret! – Elizabeth se hallaba al borde de las lágrimas. Tragó saliva- Ve a hablar con ellos mientras intento tranquilizarme.

Margaret apretó la mano de su hermana y volvió a su asiento.

Margaret pasaba las páginas del Vogue y, de vez en cuando, leía un párrafo a papá, sin hacer caso de su total desinterés.

– El encaje está de moda-citó- No me había dado cuenta. ¿Y tú?- La falta de respuesta no la desanimó- El blanco es el color que priva actualmente, a mí no me gusta. Acentúa mi palidez.

La expresión de su padre era insoportablemente plácida. Margaret sabía que estaba complacido consigo mismo por haber reafirmado su autoridad paterna y aplastado la rebelión. Lo que no sabía era que su hija mayor había colocado una bomba de relojería.

¿Tendría Elizabeth el valor de llevar adelante su plan? Una cosa era decírselo a Margaret, y otra muy distinta decirlo a papá. Cabía la posibilidad de que Elizabeth se arrepintiera en el último momento. La propia Margaret había tramado un enfrentamiento con él, pero al final se había echado atrás.

Y aunque Elizabeth se lo dijera a papá, no era seguro que pudiera escapar. A pesar de tener veintiún años y dinero, papá era muy tozudo y carecía de escrúpulos a la hora de lograr un objetivo. Si se le ocurría algún medio de detener a Elizabeth, lo pondría en práctica. En principio, no se opondría a que Elizabeth se pasara al bando de los fascistas, pero se enfurecería si la joven se negaba a plegarse a sus planes.

Margaret se había peleado muchas veces con su padre por motivos similares. Se había puesto furioso cuando aprendió a conducir sin su permiso, y cuando descubrió que ella había acudido a una conferencia de Marie Stopes, la controvertida pionera de la anticoncepción, estuvo a punto de sufrir un ataque de apoplejía. En aquellas ocasiones, no obstante, le había ganado la partida actuando a sus espaldas. Nunca había ganado en una confrontación directa. A la edad de dieciséis años, le había prohibido que fuera de camping con su prima Catherine y varias amigas de ésta, a pesar de que el vicario y su esposa supervisaban la expedición. Las objeciones de su padre se debían a que también iban chicos. Su discusión más virulenta había girado en torno al deseo de Margaret de ir al colegio. Había suplicado, implorado, chillado y sollozado, pero él se mostró implacable.

– Las chicas no tienen por qué ir al colegio -había dicho-. Crecen y se casan.

Pero no podía seguir castigando y reprimiendo a sus hijas por los siglos de los siglos, ¿verdad?

Margaret se sentía inquieta. Se levantó y paseó por el vagón, con tal de hacer algo. Casi todos los demás pasajeros del clipper, por lo visto, compartían su estado de ánimo indeciso, entre la excitación y la depresión. Cuando todos se reunieron en la estación de Waterloo para subir al tren, se produjo un regocijado intercambio de conversaciones y risas. Habían consignado su equipaje en Waterloo. Hubo un pequeño problema con el baúl de mamá, que excedía de manera exagerada el peso límite, pero la mujer había hecho caso omiso de lo que decía el personal de la Pan American, consiguiendo que el baúl fuera aceptado. Un joven uniformado había recogido sus billetes, acompañándoles al vagón especial. Después, a medida que se alejaban de Londres, los pasajeros se fueron sumiendo en el silencio, como si se despidieran en privado de un país que tal vez jamás volverían a ver.

Había entre los pasajeros una estrella de cine norteamericana de fama mundial, culpable en parte de los murmullos excitados. Se llamaba Lulu Bell. Percy estaba sentado a su lado en estos momentos, hablando con ella como si la conociera de toda la vida. Margaret deseaba hablar con la mujer, pero no se atrevía a acercarse y entablar conversación. Percy era más atrevido.

La Lulu Bell de carne y hueso parecía mayor que en la pantalla. Margaret calculó que frisaría la cuarentena, aunque todavía interpretaba papeles de jovencitas y recién casadas. En cualquier caso, era bonita. Pequeña y vivaz, hizo pensar a Margaret en un pajarito, un gorrión o un reyezuelo.

– Su hermano pequeño me está entreteniendo -dijo la actriz, respondiendo a la sonrisa de Margaret.

– Confío en que se esté portando con educación.

– Oh, desde luego. Me ha hablado de su abuela, Rachel Fishbein. -La voz de Lulu adquirió un tono solemne, como si estuviera comentando alguna heroicidad trágica-. Tiene que haber sido una mujer maravillosa.

Margaret se sintió algo violenta. Percy disfrutaba contando mentiras a los desconocidos. ¿Qué demonios le habría dicho a esta pobre mujer? Sonrió vagamente, un truco que había aprendido de su madre, y continuó paseando.

Percy siempre había sido travieso, pero su audacia había aumentado en los últimos tiempos. Crecía en estatura, su voz era más grave y sus bromas rozaban lo peligroso. Aún temía a papá, y sólo se oponía a la voluntad paterna si Margaret le respaldaba, pero ésta sospechaba que se aproximaba el día en que se rebelaría abiertamente. ¿Cómo se lo tornaría papá? ¿Podría dominar a un chico con la misma facilidad que a sus hijas? Margaret creía que no.

Margaret distinguió al final del vagón a una misteriosa figura que le resultó familiar. Un hombre alto, de mirada intensa y ojos ardientes, que destacaba entre esta multitud de personas bien vestidas y alimentadas porque era delgado como la muerte y llevaba un traje raído de tela gruesa y áspera. Su cabello era muy corto, como el de un presidiario. Parecía preocupado y tenso.

Sus miradas se cruzaron, y Margaret le reconoció al instante. Nunca se habían encontrado, pero había visto su foto en los periódicos. Era Carl Hartmann, el socialista y científico alemán. Decidida a ser tan osada como su hermano, Margaret se sentó delante del hombre y se presentó. Hartmann, que se había opuesto a Hitler durante mucho tiempo, se había convertido en un héroe para los jóvenes como Margaret por su valentía. Luego, había desaparecido un año antes, y todo el mundo temió lo peor. Margaret supuso que había escapado de Alemania. Tenía el aspecto de un hombre recién salido del infierno.

– El mundo entero se preguntaba qué había sido de usted -dijo Margaret.

El hombre contestó en un inglés correcto, aunque de pronunciado acento.

– Estaba bajo arresto domiciliario, pero me permitían continuar mis trabajos científicos.

– ¿Y después?

– Me escapé -dijo, sin más explicaciones. Presentó al hombre sentado a su lado-. ¿Conoce a mi amigo, el barón Gabon?

Margaret había oído hablar de él. Philippe Gabon era un banquero francés que utilizaba su inmensa fortuna para apoyar causas judías, como el sionismo, lo cual le había granjeado la antipatía del gobierno británico. Pasaba casi todo el tiempo viajando por el mundo, tratando de convencer a las naciones de que aceptaran a los judíos huidos del nazismo, Era un hombre bajo, regordete, de pulcra barba, ataviado cor un elegante traje negro, chaleco gris y corbata blanca. Margaret supuso que él era quien pagaba el billete de Hartmann. Estrechó su mano y continuó charlando con Hartmann.

– Los periódicos no han informado de su huida -señaló.

– Nuestra intención es mantener el secreto hasta que Carl haya abandonado Europa sano y salvo -dijo el barón Gabon.

Ominosas palabras, pensó Margaret; da la impresión de que los nazis aún le persiguen.

– ¿Qué va a hacer en Estados Unidos? -preguntó.

– Trabajaré en el departamento de Física de Princeton -contestó Hartmann. Una amarga expresión cubrió su rostro-. No quería abandonar mi país, pero si me hubiera quedado, mi trabajo habría contribuido a la victoria nazi.

Margaret no sabía nada acerca de su trabajo, sólo que era científico. Lo que le interesaba de verdad eran sus opiniones políticas.

– Su valentía ha ejercido gran influencia en mucha gente -dijo.

Pensaba en Ian, que había traducido los discursos de Hartmann, cuando a Hartmann le permitían pronunciar discursos.

Sus alabanzas parecieron incomodarle.

– Ojalá hubiera continuado. Lamento haberme rendido.

– No te has rendido, Carl -intervino el barón Gabon-. No te acuses sin motivo. Hiciste lo único que podías.

Hartmann cabeceó. Su razón le decía que Gabon estaba en lo cierto, pero en el fondo de su corazón creía haber traicionado a su país. Margaret lo comprendió así, y habría querido confortarle, pero no supo cómo. La aparición del acompañante de la Pan American solucionó su dilema.

– La comida está preparada en el siguiente vagón. Vayan acomodándose, por favor.

– Ha sido un honor conocerle -dijo Margaret, poniéndose en pie-. Espero que tendremos más oportunidades de seguir conversando.

– Estoy seguro -dijo Hartmann, sonriendo por primera vez Viajaremos juntos durante cuatro mil ochocientos kilómetros.

Margaret entró en el vagón restaurante y se sentó con su familia. Mamá y papá estaban sentados a un lado de la mesa, y los tres hijos se apretujaban en la otra, con Percy entre Margaret y Elizabeth. Margaret miró de reojo a Elizabeth. ¿Cuándo soltaría la bomba?

El camarero sirvió agua y papá ordenó una botella de vino del Rin. Elizabeth guardaba silencio y miraba por la ventanilla. Margaret esperaba, intrigada.

– ¿Qué os pasa, niñas? -preguntó mamá, notando la tensión.

Margaret no dijo nada.

– Tengo algo importante que deciros -habló por fin Elizabeth.

El camarero vino con una crema de champiñones y Elizabeth aguardó a que les sirviera. Su madre pidió una ensalada.

– ¿Qué es, querida? -preguntó, cuando el camarero se hubo marchado.

Margaret contuvo el aliento.

– He decidido no ir a Estados Unidos -dijo Elizabeth.

– ¿De qué demonios hablas? -estalló su padre-. Claro que irás… ¡Ya estamos en camino!

– No, no volaré con vosotros -insistió Elizabeth con calma. Margaret la observó con atención. Elizabeth hablaba sin alzar la voz, pero su largo rostro, no muy atractivo, estaba pálido de tensión. Margaret se sintió solidaria con ella, pese a todo.

– No digas tonterías, Elizabeth. Papá te ha comprado el billete -dijo su madre.

– A lo mejor nos devuelven el importe -intervino Percy.

– Cállate, idiota -le conminó su padre.

– Si intentáis obligarme -prosiguió Elizabeth-, me negaré a subir al avión. No creo que la compañía aérea os permita llevarme a bordo chillando y pataleando.

Elizabeth había sido muy lista, pensó Margaret. Había sorprendido a papá en un momento vulnerable. No podía subirla a bordo por la fuerza, y no podía quedarse en tierra para buscar una solución al problema porque las autoridades le detendrían por fascista.

Pero su padre aún no estaba derrotado. Había comprendido la gravedad de la situación. Bajó su cuchara.

– ¿Qué piensas hacer si te quedas aquí? -preguntó con sarcasmo-. ¿Alistarte en el ejército, como pretendía la retrasada mental de tu hermana?

Margaret enrojeció de ira ante el insulto, pero se mordió la lengua y no dijo nada, esperando que Elizabeth le aplastara.

– Iré a Alemania -dijo Elizabeth.

Su padre enmudeció por un momento.

– Querida, ¿no crees que estás llevando las cosas demasiado lejos? -tanteó su madre.

Percy habló, imitando perfectamente a su padre.

– Este es el resultado de permitir a las chicas hablar de política -dijo en tono pomposo-. La culpa es de Marie Stopes…

– Cierra el pico, Percy -dijo Margaret, hundiéndole los dedos entre las costillas.

Se quedaron en silencio hasta que el camarero se llevó la sopa intacta. Lo ha hecho, pensó Margaret; ha tenido las agallas de decirlo. ¿Se saldrá con la suya?

Margaret observó que su padre estaba desconcertado. Le había resultado fácil mofarse de Margaret por querer quedarse a luchar contra los fascistas, pero era más difícil escarnecer a Elizabeth, porque estaba de su parte.

Sin embargo, una pequeña duda moral nunca le preocupaba durante mucho rato.

– Te lo prohíbo absolutamente -dijo, en cuanto el camarero se alejó, en tono concluyente, como dando por finalizada la discusión.

Margaret miró a Elizabeth. ¿Cuál sería su reacción? Su padre ni siquiera se dignaba discutir con ella.

– Temo que no me lo puedes prohibir, querido papá -respondió Elizabeth, con sorprendente suavidad-Tengo veintiún años y puedo hacer lo que me dé la gana.

– Mientras dependas de mí, no.

– En ese caso, me las tendré que arreglar sin tu apoyo. Cuento con un pequeño capital.

Papá bebió un veloz trago de vino.

– No lo permitiré y punto.

Parecía una amenaza vana. Margaret empezó a creer que Elizabeth iba a lograrlo. No sabía si sentirse contenta por la previsible derrota de papá, o enfurecida porque Elizabeth iba a unirse a los nazis.

Les sirvieron lenguado de Dover. Sólo Percy comió. Elizabeth estaba pálida de miedo, pero fruncía la boca con determinación. Margaret no tuvo otro remedio que admirar su fuerza de voluntad, aunque despreciaba su propósito.

– Si no vas a venir a Estados Unidos, ¿por qué has subido al tren? -preguntó Percy.

– He encargado pasaje en un barco que zarpa de Southampton.

– No puedes ir en barco a Alemania desde este país -dijo su padre, triunfante.

Margaret se sintió consternada. Claro que no. ¿Se habría equivocado Elizabeth? ¿Fracasaría todo su plan por este simple detalle?

Elizabeth no se inmutó.

– El barco va a Lisboa -explicó con calma-. He enviado un giro postal a un banco de allí y reservado hotel.

– ¡Maldita trampa! -gritó su padre. Un hombre de la mesa vecina les miró.

Elizabeth continuó como si no le hubiera oído.

– Una vez en Lisboa, encontraré un barco que me lleve a Alemania.

– ¿Y después? -preguntó su madre.

– Tengo amigos en Berlín, mamá. Ya lo sabes.

Su madre suspiró.

– Sí, querida.

Parecía muy triste. Margaret comprendió que había aceptado la inevitabilidad de la situación.

– Yo también tengo amigos en Berlín -gritó su padre.

Varias personas de las mesas contiguas levantaron la vista.

– Baja la voz, querido -dijo mamá-. Te oímos muy bien.

– Tengo amigos en Berlín que te enviarán de vuelta en cuanto llegues -siguió su padre, en voz más queda.

Margaret se llevó la mano a la boca. Su padre podía conseguir que los alemanes expulsaran a Elizabeth, por supuesto; el gobierno podía hacer cualquier cosa en un país fascista. ¿Terminaría la huida de Elizabeth ante un despreciable burócrata, que examinaría su pasaporte, menearía la cabeza y le denegaría el permiso de entrada?

– No lo harán -replicó Elizabeth.

– Ya lo veremos -dijo papá, con escasa seguridad, en opinión de Margaret.

– Me recibirán con los brazos abiertos, papá -afirmó Elizabeth, y la nota de cansancio en su voz dotó de más convencimiento a sus palabras-. Convocarán una rueda de prensa para anunciar al mundo que he escapado de Inglaterra para unirme a su causa, al igual que los miserables periódicos ingleses publicaron la deserción de judíos alemanes importantes.

– Espero que no descubran lo de la abuela Fishbein -declaró Percy.

Elizabeth se había preparado contra los ataques de su padre, pero el cruel humor de Percy atravesó sus defensas.

– ¡Cierra el pico! ¡Eres un chico horrible! -gritó, y se puso a llorar.

El camarero se llevó de nuevo sus platos intactos. El siguiente consistía en costillas de cordero con guarnición de verduras. El camarero sirvió vino. Mamá tomó un sorbo, señal de que estaba afligida.

Papá empezó a comer, atacando la carne con el cuchillo y el tenedor y masticando con furia. Margaret estudió su rostro colérico, y se quedó sorprendida al detectar una huella de perplejidad tras la máscara de rabia. Pocas veces se le veía agitado; su arrogancia solía sortear todas las crisis. Mientras examinaba su expresión, comprendió que todo el mundo de su padre se estaba viniendo abajo. Esta guerra era el fin de sus esperanzas. Había querido que los ingleses abrazaran el fascismo bajo su liderazgo, pero en lugar de ello habían declarado la guerra al fascismo y le exiliaban.

La verdad era que le habían rechazado a mediados de los años treinta, pero hasta ahora había hecho la vista gorda, fingiendo que un día acudirían a él cuando fuera necesario. Supuso que por esa razón estaba tan irritado: vivía una mentira. Su celo de cruzado había degenerado en una manía obsesiva, su confianza en fanfarronadas, y al fracasar en su intento de convertirse en el dictador de Inglaterra sólo le había quedado la opción de tiranizar a sus hijos. Ahora, sin embargo, ya no podía ignorar la verdad. Abandonaba su país y, como comprendió Margaret de repente, nunca le permitirían regresar.

Y para colmo, en el momento en que sus esperanzas políticas se reducían a la nada, sus hijos también se rebelaban. Percy fingía ser judío, Margaret había intentado escapar, y Elizabeth, el único seguidor que le quedaba, le estaba desafiando.

Margaret pensaba que agradecería la aparición de una brecha en su armadura, pero se sentía incómoda. El firme despotismo de papá había sido una constante en su vida, y el hecho de que pudiera desmoronarse la desconcertaba. Se sintió repentinamente insegura, como una nación oprimida que encarase la perspectiva de una revolución.

Intentó comer algo, pero apenas podía tragar. Mamá jugueteó con un tomate durante unos momentos, y luego dejó caer su tenedor.

– ¿Hay algún chico de Berlín que te guste, Elizabeth? -preguntó de súbito.

– No -contestó Elizabeth.

Margaret le creyó, pero la pregunta de mamá, en cualquier caso, había sido muy perspicaz. Margaret sabía que Alemania no sólo atraía a Elizabeth desde un punto de vista ideológico. Había algo en los altos y rubios soldados, en sus uniformes inmaculados y botas centelleantes, que estremecía profundamente a Elizabeth. Mientras la sociedad londinense consideraba a Elizabeth una chica más bien fea y vulgar, procedente de una familia excéntrica, en Berlín era algo especial: una aristócrata inglesa, la hija de un pionero del fascismo, una extranjera que admiraba a la Alemania nazi. Su deserción nada más estallar la guerra le granjearía una gran popularidad; la agasajarían como a una celebridad. Se enamoraría de algún oficial joven, o de un relevante miembro del partido, se casarían y tendrían hijos rubios que hablarían alemán.

– Lo que vas a hacer es muy peligroso, querida -dijo mamá-. Papá y yo estamos preocupados por tu seguridad.

Margaret se preguntó si a papá le preocupaba en realidad la seguridad de Elizabeth. A madre sí, seguro, pero lo que más irritaba a papá era la desobediencia. Tal vez, oculto bajo su furia, existía un vestigio de ternura. No siempre había sido intratable. Margaret recordaba momentos cariñosos, incluso divertidos, tiempo atrás. El recuerdo la entristeció hasta límites insospechados.

– Sé que es peligroso, mamá -contestó Elizabeth-, pero mi futuro se juega en esta guerra. No quiero vivir en un mundo dominado por financieros judíos y mugrientos sindicalistas manipulados por el partido Comunista.

– ¡Qué disparate! -exclamó Margaret, pero nadie la escuchó.

– Entonces, ven con nosotros -dijo mamá-. Estados Unidos es un lugar estupendo.

– Los judíos controlan Wall Street…

– Creo que exageras -dijo mamá con firmeza, evitando mirar a papá-. Es cierto que hay demasiados judíos y otros personajes desagradables en el mundo de las finanzas norteamericanas, pero la gente decente les sobrepasa en número. Recuerda que tu abuelo era banquero.

– Es increíble que hayamos pasado de afiladores a banqueros en sólo dos generaciones -dijo Percy.

– Estoy de acuerdo con tus ideas, querida -continuó mamá-, ya lo sabes, pero creo que no hace falta morir por ellas. Ninguna causa lo merece.

Margaret se quedó estupefacta. Mamá estaba diciendo que no valía la pena morir por la causa del fascismo, lo cual suponía casi una blasfemia a los ojos de papá. Nunca había visto a su madre rebelarse contra él de esta forma. Margaret también se dio cuenta de que Elizabeth estaba sorprendida. Las dos miraron a papá, que enrojeció un poco y gruñó, expresando su desaprobación, pero no se produjo la explosión que todos esperaban. Y esto fue lo más sorprendente de todo.

Sirvieron el café y Margaret vio que habían llegado a las afueras de Southampton. El tren se detendría dentro de pocos minutos en la estación. ¿Iba Elizabeth a conseguirlo?

El tren redujo la velocidad.

– Me bajo del tren en la estación central -dijo Elizabeth al camarero-. ¿Quiere traer mi equipaje del vagón contiguo, por favor? Es una bolsa roja de piel, y me llamo lady Elizabeth Oxenford.

– Desde luego, señorita.

Casas suburbanas de ladrillo rojo pasaron ante las ventanillas del vagón como filas de soldados. Margaret observaba a papá. No decía nada, pero su rostro, a causa de la rabia contenida, estaba hinchado como un globo. Mamá apoyó una mano en su rodilla.

– No hagas una escena, querido, por favor -dijo.

Papá no contestó.

El tren se detuvo en la estación.

Elizabeth estaba sentada junto a la ventanilla. Miró a Margaret. Ésta y Percy se levantaron para dejarla pasar, y después se volvieron a sentar.

Papá se puso en pie.

Los demás pasajeros presintieron la tensión y contemplaron la escena: Elizabeth y papá plantándose cara en el pasillo, mientras el tren se detenía.

La idea de que Elizabeth había elegido el momento perfecto volvió a llamar la atención de Margaret. A papá le resultaría difícil emplear la fuerza en estas circunstancias; los demás pasajeros podrían impedírselo. Sin embargo, el miedo la atenazó.

El rostro de papá se había teñido de púrpura, y sus ojos casi se le salían de las órbitas. Respiraba con violencia. Elizabeth temblaba, pero su boca reflejaba firmeza.

– Si bajas del tren ahora, no quiero volver a verte nunca más -dijo papá.

– ¡No digas eso! -gritó Margaret, pero ya era demasiado tarde. Nadie podía borrar aquellas palabras.

Mamá se puso a llorar.

– Adiós -se limitó a contestar Elizabeth.

Margaret se levantó y le echó los brazos al cuello.

– ¡Buena suerte! -susurró.

– Lo mismo digo -replicó Elizabeth, abrazándola.

Besó la mejilla de Percy, se inclinó con torpeza sobre la mesa y besó el rostro de mamá, anegado en lágrimas. Por fin, miró a papá de nuevo.

– ¿Nos estrechamos las manos? -preguntó con voz tensa y dolorosa.

El rostro de papá era una máscara de odio.

– Mi hija ha muerto -replicó.

Mamá emitió un sollozo de pesar.

El silencio reinaba en el vagón, como si todo el mundo fuera consciente de que un drama familiar estaba llegando a su conclusión.

Elizabeth dio media vuelta y se marchó.

Margaret deseó aferrar a su padre y agitarle hasta que sus dientes castañetearan. Su insensata obstinación la estremecía. ¿Por qué no podía darse por vencido una sola vez? Elizabeth era una persona adulta; ¡no estaba obligada a obedecer a sus padres el resto de su vida! Papá no tenía derecho a proscribirla. Impulsado por la ira, había destruido la familia, absurda y vengativamente. Margaret le odió en aquel momento. Al contemplar su semblante furioso y beligerante, quiso decirle que era mezquino, injusto y estúpido, pero se mordió los labios y calló, como siempre hacía con su padre.

Elizabeth pasó frente a la ventanilla del vagón, cargada con su maleta roja. Les miró a todos, sonrió entre lágrimas y agitó su mano libre, casi con timidez. Mamá se puso a llorar en silencio. Percy y Margaret le devolvieron el saludo. Papá apartó la vista. Después, Elizabeth se perdió de vista.

Papá se sentó y mamá le imitó.

Se oyó un silbato y el tren se movió.

Volvieron a ver a Elizabeth, esperando en la cola de salida. Levantó la vista cuando pasó su vagón. Esta vez no sonrió ni saludó; su aspecto era triste y taciturno.

El tren aceleró y pronto dejaron de ver a Elizabeth.

– La familia es algo maravilloso -comentó Percy, y aunque se expresó con sarcasmo, su voz estaba desprovista de humor, aunque henchida de amargura.

Margaret se preguntó si volvería a ver a su hermana.

Mamá se secó los ojos con un pequeño pañuelo de hilo, pero no paraba de llorar. No solía perder la compostura. Margaret no recordaba la última vez que la había visto llorar. Percy parecía conmovido. La fidelidad de Elizabeth a una causa tan vil deprimía a Margaret, pero no podía reprimir cierta sensación de júbilo. Elizabeth lo había conseguido: ¡había desafiado a papá y ganado! Se había mostrado a su altura, le había derrotado, había escapado de sus garras.

Si Elizabeth podía hacerlo, Margaret también.

Captó el olor del mar. El tren entró en los muelles. Corría paralelo a la orilla del agua, dejando atrás poco a poco cobertizos, grúas y transatlánticos. A pesar de la pena que la embargaba por la partida de su hermana, Margaret experimentó un escalofrío de anticipación.

El tren se detuvo tras un edificio designado como «terminal de Imperial». Era una estructura ultramoderna que recordaba un poco una tienda. Las esquinas eran redondeadas y el piso superior tenía un amplio mirador similar a una plataforma, con una barandilla a lo largo de todo el perímetro.

Los Oxenford, al igual que los demás viajeros, recogieron su equipaje y bajaron del tren. Mientras comprobaban que las maletas eran trasladadas del tren al avión, acudieron a la terminal de Imperial Airlines para completar las formalidades de salida.

Margaret se sentía mareada. El mundo que la rodeaba estaba cambiando a demasiada velocidad. Había abandonado su hogar, su país estaba en guerra, había perdido a su hermana y faltaban pocos minutos para que volara en dirección a Estados Unidos. Deseó detener un rato el reloj y tratar de asumirlo todo.

Papá explicó a un empleado de la Pan American que Elizabeth no vendría con ellos.

– No hay problema -contestó el hombre-. Hay alguien que espera comprar un billete. Yo me ocuparé de todo.

Margaret reparó en que el profesor Hartmann, que fumaba un cigarrillo en un rincón, dirigía nerviosas y preocupadas miradas a su alrededor. Parecía nervioso e impaciente. Gente como mi hermana le ha convertido en lo que es ahora, pensó Margaret; los fascistas le han perseguido hasta transformarle en un manojo de nervios. No me extraña que tenga tanta prisa por abandonar Europa.

Desde la sala de espera no podían ver el avión, de modo que Percy fue a buscar un lugar más a propósito. Volvió con cantidad de información.

– El despegue tendrá lugar a las dos en punto, tal como estaba previsto -anunció. Margaret experimentó una punzada de aprehensión-. Tardaremos una hora y media en llegar a nuestra primera escala, que es Foynes. En Irlanda es verano, al igual que en Inglaterra, así que llegaremos a las tres y media. Esperaremos una hora, mientras lo reaprovisionan de combustible y deciden la ruta de vuelo definitivo. Volveremos a despegar a las cuatro y media.

Margaret vio caras nuevas, gente que no había viajado en el tren. Algunos pasajeros habrían acudido directamente a Southampton por la mañana, o habrían permanecido en algún hotel. Mientras pensaba en esto, una mujer increíblemente hermosa llegó en taxi. Era rubia, tendría unos treinta años y llevaba un vestido magnífico, de color crema con lunares rojos. La acompañaba un hombre sonriente, de aspecto vulgar, vestido con una chaqueta de cachemira. Todo el mundo les miró; parecían muy felices, y su aspecto era atractivo.

Pocos minutos después, el avión estaba preparado para que los pasajeros subieran.

Pasaron por las puertas principales de la terminal al muelle, donde se hallaba amarrado el clipper, oscilando sobre el agua. El sol arrancaba destellos de sus costados plateados. Era enorme.

Margaret no había visto jamás un avión ni la mitad de grande. Era del tamaño de una casa y largo como dos pistas de tenis. Una gran bandera norteamericana estaba pintada sobre su morro, parecido al de una ballena. Las alas eran altas y estaban situadas a la altura de la parte superior del fuselaje. Había cuatro enormes motores empotrados en las alas, y las hélices debían medir unos cuatro metros y medio de diámetro.

¿Cómo era posible que aquel trasto volara?

– ¿Pesa mucho? -preguntó en voz alta.

Percy la oyó.

– Cuarenta y una toneladas. -se apresuró a contestar. Sería como volar por los aires en una casa.

Llegaron al borde del muelle. Una pasarela descendía hasta un embarcadero flotante. Mamá avanzó a toda prisa, aferrándose a la barandilla; daba la impresión de que se tambaleaba, como si hubiera envejecido veinte años. Papá cargaba con las maletas de ambos. Mamá nunca cargaba con nada; era una de sus fobias.

Una pasarela más corta les condujo desde el embarcadero flotante hasta lo que parecía un ala secundaria roma, medio sumergida en el agua.

– Un hidroestabilizador -indicó Percy-. También conocido como ala acuática. Impide que el avión se incline hacia un costado en el agua.

La superficie del ala acuática era ligeramente curva, y Margaret pensó que iba a resbalar, pero no fue así. Se situó a la sombra de la gigantesca ala que se cernía sobre su cabeza. Le habría gustado tocar una de las enormes hélices, pero no llegaba.

Había una puerta en el fuselaje bajo la palabra american de líneas aéreas pan american. Margaret agachó la cabeza y pasó por la puerta.

Bajó tres escalones hasta pisar el suelo del avión. Margaret se encontró en una habitación de unos seis metros cuadrados, con una lujosa alfombra de color terracota, paredes beige y sillas azules, cuyo tapizado estaba adornado con estrellas. Había lámparas en el techo y grandes ventanas cuadradas con celosías. Las paredes y el techo eran rectos, en lugar de curvos como el fuselaje; no daba la impresión de subir a un avión, sino de entrar en una casa.

La habitación tenía dos puertas. Algunos pasajeros fueron conducidos hasta la parte posterior del avión. Margaret observó que, en aquella dirección, había una serie de saloncitos, alfombrados y decorados en suaves tonos verdes y canelas. A los Oxenford, sin embargo, les había tocado la parte de delante. Un mozo bajo y regordete con chaqueta blanca, que se presentó como Nicky, les guió hasta el compartimento siguiente.

Era algo más pequeño que el anterior, decorado de manera diferente: alfombra turquesa, paredes verde pálido y tapicería beige. A la derecha de Margaret había dos largas otomanas de tres plazas, una enfrente de la otra, separadas por una mesita situada bajo la ventana. A su izquierda, al otro lado del pasillo, había otro par de otomanas, un poco más pequeñas, de dos plazas.

Nicky les indicó los asientos más amplios de la derecha. Papá y mamá se sentaron al lado de la ventana, y Margaret y Percy junto al pasillo, dejando dos asientos libres entre ellos, y otros cuatro al otro lado del pasillo. Margaret se preguntó quien se sentaría en ellos. La hermosa mujer del vestido a topos sería interesante. Y también Lulu Bell, sobre todo si quería hablar de la abuela Fishbein. Lo mejor sería que le tocara Carl Hartmann.

Notó que el avión se movía al compás de las aguas. Era un movimiento casi imperceptible, suficiente para recordarle que se encontraba en el mar. Decidió que el avión era como una alfombra mágica. Era imposible imaginar cómo simples motores lograban que volara. Resultaba mucho más sencillo creer que un antiguo hechizo le sostendría en el aire.

Percy se levantó.

– Voy a echar un vistazo -dijo.

– Quédate aquí -ordenó papá-. Si empiezas a dar vueltas, molestarás a todo el mundo.

Percy se sentó al instante. Papá aún no había perdido toda su autoridad.

Mamá se empolvó la nariz. Había dejado de llorar. Margaret llegó a la conclusión de que se sentía mejor.

– Prefiero sentarme mirando hacia adelante -dijo una voz de acento norteamericano.

Margaret levantó la vista. Nicky, el mozo, le enseñó al hombre un asiento, al otro lado del compartimento. Margaret no le identificó, pues se encontraba de espaldas a ella. Era rubio y llevaba un traje azul.

– No hay problema, señor Vandenpost -dijo el mozo-. Acomódese en el asiento opuesto.

El hombre se volvió. Margaret le miró con curiosidad, y los ojos de ambos se encontraron.

Se quedó atónita al reconocerle.

Ni era norteamericano ni se llamaba Vandenpost.

Los ojos azules del joven le dirigieron una advertencia, pero ya era demasiado tarde.

– ¡Caramba! -exclamó Margaret-. ¡Si es Harry Marks!

7

En momentos como éste, Harry Marks se comportaba mejor que nunca.

Después de salvarse de la cárcel, viajar con pasaporte robado, utilizar un nombre falso y fingir que era norteamericano, tenía la increíble mala suerte de tropezarse con una chica enterada de que era un ladrón, que le había oído hablar con diferentes acentos y que le llamaba en voz alta por su nombre real.

Un pánico ciego le atenazó por un instante.

Una horrenda visión de lo que dejaba a sus espaldas apareció ante sus ojos: un juicio, la prisión y la vida miserable de un soldado raso del ejército británico.

Pero entonces recordó que era un hombre afortunado, sonrió.

La chica parecía desconcertada por completo. Trató de recordar su nombre. Margaret. Lady Margaret Oxenford.

Ella le miraba estupefacta, demasiado sorprendida para decir algo, mientras él esperaba que una inspiración le iluminase.

– Me llamo Harry Vandenpost -dijo-, pero creo que mi memoria es mejor que la de usted. Es Margaret Oxenford, ¿verdad? ¿Cómo está?

– Bien -respondió ella, aturdida. Estaba más confusa que él. Dejó que se hiciera cargo de la situación.

El joven extendió la mano, como si fuera a estrechar la de Margaret, y ésta hizo lo propio. En ese momento, la inspiración acudió en auxilio de Harry Marks. En lugar de estrechar la mano de la muchacha, inclinó la cabeza, en un gesto pasado de moda, y susurró en su oído:

– Finja que nunca me ha visto en una comisaría de policía y yo haré lo mismo por usted.

Se irguió y la miró a los ojos. Advirtió que eran de un tono verde oscuro muy poco común; muy bellos.

Margaret continuó aturdida durante un momento. Después, su rostro se iluminó y sonrió. Había comprendido, y estaba complacida e intrigada por la pequeña conspiración que él proponía.

– Claro, soy una tonta. Harry Vandenpost.

Harry se tranquilizó. El hombre más afortunado del mundo, pensó.

– Por cierto… ¿Dónde nos conocimos? -añadió Margaret, frunciendo el ceño con malicia.

Harry no se arredró.

– ¿No fue en el baile de Pippa Matchingham?

– No. No fui.

Harry comprendió que sabía muy poco sobre Margaret. ¿Residía en Londres durante la «estación» social, o se refugiaba en el campo? ¿Iba de cacería, colaboraba con instituciones caritativas, hacía campaña por los derechos de la mujer, pintaba acuarelas, o realizaba experimentos agrícolas en la granja de su padre? Decidió referirse a uno de los grandes acontecimientos de la temporada.

– Estoy seguro de que nos conocimos en Ascot.

– Sí, por supuesto -respondió ella. Harry se permitió una leve sonrisa de satisfacción. Ya la había convertido en su cómplice.

– Pero creo que no conoce a mi familia -prosiguió Margaret-. Mamá, te presento al señor Vandenpost, de…

– Pennsylvania -se apresuró a completar Harry. Se arrepintió de inmediato. ¿Dónde demonios estaba Pennsylvania? No tenía ni idea.

– Mi madre, lady Oxenford. Mi padre, el marqués. Y éste es mi hermano, lord Isley.

Harry había oído hablar de todos ellos, por supuesto; era una familia famosa. Estrechó la mano de los tres con energía y cordialidad, que los Oxenford tomaron por una costumbre típicamente norteamericana.

Lord Oxenford parecía lo que era: un viejo fascista, gordo e iracundo. Llevaba un traje de tweed marrón y un chaleco cuyos botones estaban a punto de reventar por el empuje de la tripa.

– Estoy encantado de conocerla, señora -dijo Harry a Lady Oxenford-. Me interesan mucho las joyas antiguas, y he oído decir que usted posee una de las mejores colecciones del mundo.

– Bueno, gracias -contestó ella-. Es mi afición favorita.

Su acento norteamericano sorprendió a Harry. Lo que sabía sobre ella lo había leído en las revistas de sociedad. Pensaba que era inglesa, pero ahora recordó vagamente algunas habladurías sobre los Oxenford. El marqués como muchos aristócratas propietarios de enormes fincas en el campo, casi se había arruinado después de la guerra, a causa de la bajada mundial de los precios de los productos agrícolas. Algunos habian vendido sus propiedades para irse a vivir a Niza o Florencia, donde sus menguadas fortunas les permitían un nivel de vida más alto. Sin embargo, Algernon Oxenford se había casado con la heredera de un banquero norteamericano, y su dinero había permitido al hombre continuar viviendo con su estilo de vida.

Todo ello significaba que Harry se las tendria que ingeniar para engañar a una norteamericana autentica. No debía cometer ni un error, y la farsa se prolongaría durante treinta y seis horas.

Decidió mostrarse fascinante. Adivinó que la mujer no era inmune a los cumplidos, sobre todo procedentes de un hombre atractivo. Miró con atención el broche sujeto a la pechera de su traje de viaje color naranja. Estaba hecho de esmeraldas, zafiros, rubíes y diamantes, con la forma de una mariposa posada sobre una rama de rosas silvestres. Era extraordinariamente realista. Llegó a la conclusion de que era francés, que databa de 1880, y adivinó la identidad del fabricante.

– ¿Ese broche es de Oscar Massin?

– En efecto.

– Es muy bonito.

– Gracias.

Era una mujer bella. Comprendió por qué Oxenford se había casado con ella, pero no por qué ella se había enamorado de él. Quizás él era más atractivo veinte años atrás.

– Creo que conozco a los Vandenpost de Filadelfia. -dijo la mujer.

Vaya, pues yo no, pensó Harry. Sin embargo no parecia muy segura.

– Mi familia son los Glencarry de Stamford, Connecticut -añadió ella.

– ¡No me diga! -exclamó Harry, fingiendo sentirse impresionado. Continuaba pensando en Filadelfia. ¿Había dicho que era natural de Filadelfia o Pennsylvania? Ya no se acordaba. Quizás fueran el mismo lugar. Encajaban bien. Filadelfia, Pennsylvania. Stamford, Connecticut. Recordó que cuando se le preguntaba a un norteamericano de dónde era, siempre daba dos respuestas: Houston, Texas. San Francisco, California. Ya.

– Me llamo Percy.

– Harry -contestó Harry, contento de moverse otra vez en territorio conocido.

El título de Percy era lord Isley. Era un título de cortesía porque lo utilizaba hasta que su padre muriera, momento en que se convertiría en el marqués de Oxenford. La mayoría de estos tipos estaban ridículamente orgullosos de sus estúpidos títulos. A Harry le habían presentado en una ocasión a un niño de tres años como el barón de Portrail. Sin embargo, parecía buen chico. Estaba comunicando a Harry con educación que no quería ser llamado por sus título.

Harry se sentó. Iba de cara al frente, de manera que Margaret se sentaba cerca de él, al otro ladi del pasillo, y podría hablar con ella sin que los demás oyeran. El avión se hallaba tan silencioso como una iglesia. Todo el mundo estaba algo impresionado.

Trató de relajarse. Iba a ser un viaje tenso. Margaret conocía su verdadera identidad, lo cual creaba un peligro nuevo. Aunque aceptara su engaño, podía cambiar de opinión, o revelar la farsa sin querer. Harry no podía arriesgarse a levantar sospechas. Pasaría el control de inmigración norteamericano si no le hacían preguntas embarazosas, pero si algo ocurría y decidían verificar su identidad, no tardarían en descubrir que utilizaba un pasaporte robado y todo habría terminado.

Otro pasajero ocupó el asiento opuesto al de Harry. Era muy alto. Llevaba un sombrero hongo y un traje gris oscuro que había conocido tiempos mejores. A Harry le llamó la atención, y observó al hombre mientras se quitaba el abrigo y se acomodaba en su asiento. Calzaba zapatos negros muy usados y completaba su indumentaria con calcetines gruesos de lana, un chaleco color vino y una chaqueta cruzada. La corbata azul oscuro daba la impresión de haberse utilizado cada día, sin interrupción, durante diez años.

Si no supiera lo que vale un pasaje de este palacio flotante, pensó Harry, juraría que este tipo es un poli.

Aún tenía tiempo de levantarse y abandonar el avión. Nadie le detendría. Bajaría y desaparecería, así de sencillo.

¡Pero había pagado noventa libras!

Además, pasarían semanas antes de que encontrara otro billete para Estados Unidos, y cabía la posibilidad de que le detuvieran mientras esperaba.

Pensó otra vez en la idea de quedarse en Inglaterra, escabulléndose de la ley sería difícil en plena guerra; todo el mundo iría a la caza de espías extranjeros, pero, sobre todo, la vida de fugitivo le resultaría insoportable: vivir en pensiones baratas, esquivar a los policías, siempre de un lugar a otro.

El hombre sentado frente a él, si era policía, no iba en su persecución, desde luego; de lo contrario, no se estaría acomodando para el vuelo. Harry no tenía ni idea de lo que hacía aquel hombre, pero de momento lo apartó de su mente y se concentró en sus propios problemas. Margaret era el factor peligroso. ¿Qué podía hacer para protegerse?

La joven había admitido su subterfugio como si se tratara de una diversión. Tal como estaban las cosas, sería mejor no confiar en ella, pero aumentaría sus posibilidades de éxito manteniéndose cerca de Margaret. Si se ganaba su afecto, tal vez lograra de paso asegurarse su lealtad. Se tomaría esta charada más en serio y tendría cuidado de no traicionarle.

Conocer mejor a Margaret Oxenford era, de hecho, una tarea muy agradable. La estudió por el rabillo del ojo. Poseía el mismo pálido colorido otoñal de su madre: cabello rojo, piel cremosa con algunas pecas y aquellos fascinantes ojos verde oscuro. No podía precisar cómo era su figura, pero tenía pantorrillas esbeltas y pies estrechos. Llevaba una chaqueta ligera color camello, bastante sencilla, sobre un vestido pardo-rojizo. Aunque sus ropas parecían caras, carecía de la elegancia de su madre. Tal vez la adquiriría con el curso del tiempo, al hacerse mayor y confiar más en sí misma. Sus joyas eran vulgares: un simple collar de perlas. Era de facciones regulares y bien dibujadas, y su barbilla denotaba firmeza. No era el tipo de chica que solía frecuentar. Siempre elegía muchachas aquejadas de alguna debilidad, porque era mucho más sencillo engatusarlas. Margaret era demasiado bonita para dejarse manejar. Sin embargo, tenía la impresión de que le gustaba, y ya era un buen comienzo. Se propuso conquistar su corazón.

Nicky, el mozo, entró en el compartimento. Era un hombre bajo, regordete y afeminado de unos veinticinco años, y Harry pensó que, probablemente, era homosexual. Había observado que muchos camareros lo eran. Nicky le tendió una hoja escrita a máquina con los nombres de los pasajeros y la tripulación de vuelo.

Harry la estudió con interés. Conocía al barón Philippe Gabon, el acaudalado sionista. El siguiente nombre, profesor Carl Hartmann, también le sonó. No había oído hablar de la princesa Lavinia Bazarov, pero su nombre le sugirió una rusa que había escapado de los comunistas, y su presencia en este avión daba a entender que había huido de su país con parte de sus bienes, como mínimo. Sabía muy bien quién era Lulu Bell, la estrella de cine. Tan sólo una semana antes había ido con Rebecca Maugham-Flint a verla en Un espía en París, en el Gaumont de la avenida Shaftesbury. Interpretaba el papel de una chica resuelta, como de costumbre. Harry tenía cierta curiosidad por conocerla.

– Han cerrado la puerta -indicó Percy, que estaba sentado mirando hacia la parte posterior y podía ver el siguiente compartimento.

Los nervios volvieron a atenazar a Harry.

Por primera vez, notó que el avión oscilaba suavemente sobre el agua.

Captó un ruido sordo, como el tiroteo de una batalla lejana. Miró con ansiedad por la ventana. El ruido aumentó y una hélice se puso a girar. Habían puesto en marcha los motores. Oyó al tercero y cuarto cobrar vida. Aunque el aislamiento acústico efectivo amortiguaba el ruido, se notaba la vibración de los potentes motores, y los temores de Harry aumentaron.

Un marinero soltó las amarras de hidroavion. Harry experimentó una absurda sensación de fatalidad inevitable cuando las cuerdas que le ataban a la tierra cayeron al agua.

Le molestaba tener miedo y no quería que nadie se diera cuenta, de modo que sacó un periódico, lo abrió y se reclinó en el asiento con las piernas cruzadas.

Margaret le tocó las rodillas. No tuvo necesidad de alzar la vista para que la oyera. El sistema a prueba de ruidos era asombroso:

– Yo también estoy asustada -le confió.

Sus palabra mortificaron a Harry. Pensaba que había logrado aperentar calma.

El avión se movió. Se agarró al brazo del asiento; luego se obligó a soltarlo. No era de extrañar que la joven hubiera advertido su temor. Debía de estar blanco como el periódico que fingía leer.

Margaret estaba sentada con las rodillas muy apretadas y las manos enlazadas con fuerza sobre el ragazo. Parecía asustada y excitada al mismo tiempo, como si estuviera a punto de subir a una montaña rusa. Sus mejilla sonrosadas, los grandes ojos y la boca entreabierta le daban un aspecto erótico. Se preguntó de nuevo cómo sería su cuerpo debajo del vestido.

Miró a los demás. El hombre sentado frente a él se estaba abrochando con parsimonia el cinturón de seguridad. Los padres de Margaret miraban por las ventanas. Lady Oxenford aparentaba tranquilidad, pero lord Oxenford carraspeaba con furia, un signo claro de tensión. El joven Percy estaba tan excitado que no paraba quieto, pero no parecía ni mucho menos asustado.

Harry bajó la vista hacia el periódico, pero fue incapaz de leer una palabra. Lo dejó y miró por la ventana. El poderoso avión se internaba majestuosamente en las aguas de Southampton. Vio transatlánticos que se alineaban a los largo del muelle. Ya se encontraban a cierta distancia, y varias embarcaciones más pequeñas que se interponían entre él y la tierra. Ya no puedo bajar, pensó.

El mar estaba más picado en el centro del estuario. Harry no solía marearse, pero cuando el clipper empezó a cabalgar sobre las olas se sintió incomodo. El compartimiento parecía la habitación de una casa, pero el movimiento le recordó la navegación de un barco, un frágil cascarón de aluminio.

El avión llegó al centro del estuario, aminoró la velocidad y empezó a girar. La brisa lo mecía, y Harry comprendió que iba a aprovechar el viento para despegar. Dio la impresión de que se detenía, vacilaba, cabeceaba a causa del viento y se mecia con el leve oleaje, como un monstruoso animal olfateando el aire con su enorme hocico. La tensión era excesiva; harry, con gran esfuerzo de voluntad, reprimió su deseo de saltar del asiento y gritar que lo dejaran salir.

De pronto, se oyó un terrorífico ruido, como si se hubiera desencadenado una espantosa tormenta: los cuatro gigantescos motores funcionaban a toda su capacidad. Harry, sobresaltado, lanzó un grito, ahogado por el estruendo de las máquinas. El avión pareció estabilizarse un poco en el agua, como si se estuviera hundiendo a causa del esfuerzo, pero un momento después se precipito hacia adelante.

Ganó velocidad rápidamente, como una lancha motora, sólo que ningún barco tan grande podía acelerar tan deprisa. Chorros de agua blanca pasaban disparados por las ventanas. El clipper aún cabeceaba y oscilaba con los movimientos del mar. Harry deseaba cerrar los ojos, pero al mismo tiempo le aterraba hacerlo. El pánico se había apoderado de él. Voy a morir, pensó presa se la histeria.

El clipper aumentaba a cada segundo la velocidad. Harry nunca había viajado por el agua con tal celeridad; no había lancha que la alcanzara. Iban a setenta y cinco, noventa, ciento diez kilómetros por hora. La espuma azotaba las ventanas e impedía la visión. Vamos a hundirnos, estallar o estrellarnos, pensó Harry.

Captó una nueva vibración, como si corrieran en coche a campo traviesa. ¿Qué era? Harry estaba seguro de que algo iba muy mal, y que el avión se estrellaría de un momento a otro. Se imaginó que el avión había empezado a elevarse y que la vibración era producida por los choques contra las olas, como si fuera una lancha rápida. ¿Era normal?

De pronto, dio la impresión de que el tirón del agua disminuía. Harry forzó la vista a través de la espuma y vio que la superficie del estuario aparecía ladeada, y comprendió que el morro del avión apuntaba hacia arriba, aunque no había notado el cambio. Estaba aterrorizado y quería vomitar. Tragó saliva.

La vibración cambió. En lugar de correr a campo traviesa, parecía que brincaban de ola en ola, como una piedra lanzada en forma que rasara la superficie. Los motores aullaron y las hélices hendieron el aire. Era imposible, pensó Harry. Tal vez un aparato tan grande no podía elevarse en el aire; tal vez sólo podía cabalgar sobre las olas como un delfín gigantesco. Entonces, de súbito, sintió que el avión se había liberado. Se lanzó hacia arriba, y Harry notó que las esclavizantes aguas se alejaban. La ventana, a medida que la espuma quedaba atrás, le proporcionó mejor visión, y vio que el agua retrocedía bajo él mientras el avión se elevaba. Santo Dios, pensó, ¡este gigantesco palacio vuela de verdad!

Ahora que ya estaba en el aire, su temor se desvaneció y fue reemplazado por una tremenda sensación de júbilo, como si él fuera el responsable de que el avión hubiera logrado despegar. Quiso celebrarlo. Miró a su alrededor y observó que todo el mundo sonreía, aliviado. Al tomar conciencia otra vez de que había más gente con él, se dio cuenta de que estaba cubierto de sudor. Sacó un pañuelo blanco de hilo, se secó la cara a escondidas y escondió a toda prisa el pañuelo húmedo en su bolsillo.

El avión siguió ganando altura. Harry vio que la costa sur de Inglaterra desaparecía bajo los estabilizadoras inferiores. Luego, miró al frente y divisó la isla de Wight. Al cabo de un rato, el avión se estabilizó y el rugido de los motores se redujo a un leve zumbido.

Nicky, el mozo, reapareció vestido con la chaqueta blanca y la corbata negra. Ahora que los motores se habían sosegado, no necesitó alzar la voz.

– ¿Le apetece un combinado, señor Vandenpost?-preguntó.

Eso es exactamente lo que me apetece, pensó Harry.

– Un escocés doble -respondió al instante. Después, recordó que, en teoría, era norteamericano-. Con hielo -añadió, empleando el acento correcto.

Nicky atendió a los Oxenford y desapareció por la puerta de delante.

Harry tabaleó con los dedos sobre el brazo del asiento. La alfombra, el sistema de insonorización, los mullidos asientos y los colores relajantes le daban la sensación de estar en una celda acolchada, cómodo pero prisionero. Pasado un momento, se desabrochó el cinturón de seguridad y se levantó.

Siguió los pasos del mozo y salió por la misma puerta. A su izquierda estaba la cocina de acero inoxidable, diminuta y reluciente, donde el camarero preparaba las bebidas. A su derecha había una puerta señalada con el rótulo «Salón de Descanso para caballeros». Al lado, una escalera caracoleaba hacia la cabina de pilotaje, supuso. A continuación había otro compartimento de pasajeros, decorado en colores diferentes, y ocupado por los tripulantes uniformados. Harry se preguntó por un momento qué estaban haciendo allí, hasta comprender que, durante un vuelo de casi treinta horas, los tripulantes debían descansar y ser reemplazados.

Volvió atrás, pasó junto a la cocina, atravesó su compartimento y el otro más grande por el que habían subido a bordo. Hacia la parte posterior del avión había tres compartimentos de pasajeros más, decorados con juegos de colores diferentes: alfombra turquesa con paredes verde pálido o alfombra rojiza con paredes beige. Había peldaños entre los compartimentos, porque el casco del avión era curvo, y el suelo se alzaba hacia la parte posterior. Mientras paseaba, dirigió distraídos cabeceos de saludo a los demás pasajeros, como haría un joven norteamericano rico y seguro de sí mismo.

El cuarto compartimento tenía dos pequeños sofás a cada lado, y el otro albergaba el «Tocador de Señoras», otro nombre estrafalario pero un retrete, sin duda. Junto a la puerta de este lavabo, una escalerilla fija a la pared ascendía hasta una trampilla practicada en el techo. El pasillo, que corría a lo largo de todo el avión, finalizaba en una puerta. Debía ser la famosa suite nupcial de la que tanto hablaba la prensa. Harry intentó abrir la puerta: estaba cerrada con llave.


De regreso, echó otro vistazo a los demás pasajeros.

Supuso que el hombre vestido con prendas francesas era el barón Gabón. A su lado se hallaba un tipo nervioso que no llevaba calcetines. Muy peculiar. Quizá era el profesor Hartmann. Su traje era horripilante y perecía medio muerto de hambre.

Harry reconoció a Lulu Bell, pero se quedó sorprendido al comprobar que aparentaba cuarenta años: le había adjudicado la edad que aparentaba en sus películas, unos diecinueve años. Exhibía un montón de joyas modernas de buena calidad: pendientes rectangulares, enormes brazaletes y un broche de cristal de roca, obra de Boucheron, con toda probabilidad.


Volvió a ver a la hermosa rubia que había observado en el salón del hotel South-Western. Se había quitado el sombrero de paja. Tenía los ojos azules y piel clara. Reía de algo que su acompañante le estaba diciendo. Era obvio que la amaba, aunque no era un hombre muy guapo. A las mujeres les gustan los hombres que las hacen reír, pensó Harry.

El vejestorio del colgante de Farbegé compuesto de diamantes en talla de rosa debía ser la princesa Lavinia. Su rostro estaba petrificado en una expresión de desagrado, como una duquesa en una pocilga.

El compartimiento mayor, por el que habían subido a bordo, había estado desocupado durante el despegue, pero Harry observó que ahora se utilizaba como salón común. Ya se habían traslado a él cuatro o cinco personas, incluyendo al hombre alto que ocupaba el asiento opuesto al de Harry. Algunos hombre jugaban a las cartas, y a Harry le paso por la cabeza que un jugador profesional se harta de oro en un viaje de estas características.

Volvió a su asiento y el mozo le trajo el whisky.

– El avión parece semivacío -comentó Harry.

Nicky meneó la cabeza.

– Va completo.

Harry miró a su alrededor.

– Hay cuatro asientos libres en este compartimento, y en los demás ocurre lo mismo.

– Claro, porque en este compartimento van sentadas diez personas de día, pero sólo duermen seis. Lo entenderá cuando preparemos las literas, después de la cena. Hasta entonces disfrute del espacio.

Harry bebió su whisky. El mozo era muy educado y eficiente, pero no obsequioso como por ejemplo, un camarero de un hotel londinense. Harry se preguntó si los camareros norteamericanos se comportaban de manera diferente. Confió que sí. En sus expediciones al extraño mundo de la alta sociedad de Londres, siempre había considerado un poco degradante las reverencias y que le llamaran «señor» cada vez que se daba la vuelta.

Ya era hora de estrechar lazos con Margaret Oxenford, que bebía una copa de champán y hojeaba una revista. Había flirteado con docenas de muchachas de su edad y posición social, y llevó a cabo la rutina de forma automática.

– ¿Vive en Londres?

– Tenemos una casa en la plaza Eaton, pero vivimos casi siempre en el campo -contestó ella-. Nuestra residencia está en Berkshire. Papá también tiene un pabellón de caza en Escocia.

Su tono era tan desapasionado en exceso, como si considerara la pregunta aburrida y quisiera soslayarla lo antes posible.

– ¿Suele ir de caza seguido? -preguntó Harry. Era un tema de conversación manido: casi todos los ricos la hacían, y les encantaba hablar de ello.

– No mucho. Preferimos tirar al blanco.

– ¿Usted tira al blanco? -preguntó Harry sorprendido, pues no pensaba que fuera una ocupación muy femenina.

– Cuando me dejan.

– Supongo que tendrá montones de admiradores.

Margaret le miró y bajo la voz.

– ¿Por qué me hace unas preguntas tan estúpidas?

Harry se quedó sin habla, pasmado. Había formulado las mismas preguntas a docenas de chicas y nunca había reaccionado así.

– ¿Son estúpidas?

– A usted le importa un pito dónde vivo y si voy a cazar.

– ¡Pero son los temas favoritos de la alta sociedad!

– ¡Pero usted no pertenece a la alta sociedad!

– ¡Que me aspen! -exclamó Harry, recobrando su acento normal-. ¡Usted no se anda con rodeos!

– Así está mejor -rió Margaret.

– Si sigo cambiando de acento, me confundiré.

– Muy bien. Soportaré su acento norteamericano si me promete dejar de decir tonterías.

– Gracias, cariño -contestó Harry, asumiendo de nuevo el papel de Harry Vandenpost.

No es tan ingenua, pensó. Era una chica que sabía lo que quería, estupendo. Eso la hacía todavía más interesante.

– Lo imita muy bien -continuó ella-. Nunca habría adivinado que lo fingía. Supongo que debe formar parte de su modus operandi.

Las chicas que hablaban latín siempre le desconcertaban.

– Imagino que sí -dijo, sin tener ni idea de lo que había querido decir. Debía cambiar de tema. Se preguntó cuál sería el mejor método de acceder a su corazón. Estaba claro que no podía flirtear con ella como hacía con las demás. Tal vez es del tipo psíquico, interesada en sesiones espiritistas y nigromancia-. ¿Cree en los fantasmas?

Se ganó otra contestación sarcástica.

– ¿Por quién me ha tomado? ¿Y por qué ha cambiado de tema?

Se habría reído de cualquier otra chica, pero Margaret, por alguna razón, le llegaba al fondo.

– Porque no hablo latín -respondió con brusquedad. -¿A qué demonios se refiere?

– No entiendo palabras como modus andy.

Ella pareció desconcertada e irritada por un momento; después, su rostro se serenó y repitió la frase.

– Modus operandi.

– Me fui del colegio antes de cursar esa asignatura. Sus palabras causaron en Margaret un efecto muy sorprendente: enrojeció de vergüenza.

– Lo siento muchísimo -dijo-. He sido muy grosera.

Esta vez le tocó a Harry sorprenderse. Mucha gente de la alta sociedad parecía considerar un deber presumir de su educación. Se alegró de que Margaret fuera más considerada que los demás miembros de su clase.

– Perdonada -dijo, sonriendo.

– Sé muy bien cómo se siente, porque yo tampoco he tenido una educación adecuada -explicó la joven.

– ¿A pesar de su dinero? -preguntó Harry, incrédulo. Ella asintió con la cabeza.

– Nunca fuimos al colegio.

Harry se quedó estupefacto. Los londinenses respetables de la clase obrera consideraban vergonzoso no enviar a sus hijos al colegio; era casi tan malo como ser incordiado por la policía o expulsado por los caseros. La mayoría de los niños se quedaban en casa el día que llevaban a reparar sus botas al zapatero, porque no tenían otro par de repuesto; su madre sufría mucho por este motivo…

– Pero los niños deben ir al colegio… ¡Lo exige la ley! -dijo Harry.

– Teníamos aquellas estúpidas institutrices. Por eso no puedo ir a la universidad. No cumplo los requisitos necesarios. -Parecía triste-. Creo que me habría gustado la universidad.

– Es increíble. Pensaba que los ricos podían hacer lo que les daba la gana.

– Gracias a mi padre, no es mi caso.

– ¿Y el chico? -Harry señaló a Percy.

– Oh, él va a Eton, por supuesto -dijo con amargura-. Con los chicos es diferente.

Harry reflexionó unos momentos.

– Eso quiere decir que usted disiente de su padre en otros temas. ¿En política, tal vez?

– Claro que disiento -respondió Margaret con pasión-. Soy socialista.

Esa podía ser la llave de su afecto, pensó Harry.

– Yo era del partido Comunista -dijo. Era verdad: se había afiliado a los dieciséis años y lo abandonó tres semanas después. Aguardó su reacción para decidir el alcance de sus confidencias.

La joven se animó de inmediato.

– ¿Por qué lo dejó?

La verdad era que las reuniones políticas le aburrían sobremanera, pero sería un error decirlo.

– Es difícil explicarlo con palabras -mintió.

Tendría que haber adivinado que ella no iba a conformarse con eso.

– Ha de saber por qué lo dejó -dijo, impaciente.

– Se parecía demasiado a la escuela dominical.

Margaret lanzó una carcajada.

– Sé lo que quiere decir.

– De todos modos, estoy seguro de que he hecho más que los comunistas por devolver la riqueza a los trabajadores que la han producido.

– ¿Por qué?

– Bueno, saco dinero de Mayfair y lo llevo a Battersea.

– ¿Quiere decir que sólo roba a los ricos?

– Es absurdo robar a los pobres: no tienen dinero.

Margaret volvió a reir.

– ¿A que no devuelve sus mal habidas ganancias, como Robin de los Bosques?

Pensó en lo que iba a contestar. ¿Le creería ella si le decía que robaba a los ricos para dárselos a los pobres? Era inteligente aunque también ingenua, pero… no tan ingenua, decidió.

– No soy una institución de caridad -respondió, con un encogimiento de hombros-. Pero a veces ayudo a la gente.

– Sorprendente -comentó Margaret. Sus ojos centelleaban de interés y animación, y su aspecto era arrebatador-. Sabía que existía gente como usted, pero es extraordinario conocerle y hablar con usted.

No exageres, pimpollo, pensó Harry. Las mujeres que se entusiasmaban con él le ponían nervioso; eran propensas a sentirse ofendidas cuando descubrían que ra humano.

– No soy tan especial -dijo, con autentico embarazo-. Lo que pasa es que procedo de un mundo desconocido para usted.

La mirada de Margaret reveló que sí le consideraba especial.

Hasta aquí hemos llegado, decidió Harry. Ya era hora de cambiar de tema.

– Me está poniendo violento -reconoció avergonzado.

– Lo siento -se disculpó Margaret al instante-. ¿Por qué viaja a Estados Unidos? -preguntó, tras meditar un momento.

– Para huir de Rebecca Maugham-Fint.

Margaret rió.

– Dígame la verdad.

Cuando agarraba algo, era como un terrier, pensó: no lo soltaba. Era imposible controlarla, lo cual aumentaba su peligrosidad.

– Tenía que salvarme para no ir a la cárcel.

– ¿Qué hará cuando lleguemos?

– Pensaba alistarme en las Fuerzas Aérea Canadienses. Me gustaría volar.

– Qué emocionante.

– ¿Y usted? ¿Por qué viaja a Estados Unidos?

– Es una fuga -replicó disgustada.

– ¿A qué se refiere?

– Ya sabe que mi padre es fascista.

Harry asintió con la cabeza.

– He leído sobre él en los periódicos.

– Bien, él piensa que los nazis son maravillosos y no quisiera luchar contra ellos. Además. El gobierno lo metería en la cárcel si se quedara.

– ¿Van a vivir en Estados Unidos?

– La familia de mi madre es de Connecticut.

– ¿Cuánto tiempo se quedarán?

– Mis padres se quedarán hasta el fin de la guerra. Es posible que no regresen nunca.

– ¿Usted no quiere ir?

– Desde luego que no -replicó ella con vehemencia-. Quiero quedarme a luchar. El fascismo es algo aterrador y esta guerra puede ser de importancia vital. Quiero aportar mi granito de arena.

Se puso a hablar de la Guerra Civil Española, pero Harry la escuchó sin prestarle mucha atención. Le había asaltado un pensamiento tan estremecedor que su corazón latía lo más rápido y debía esforzarse por mantener la expresión normal de su rostro.

«Cuando la gente huye de su país al estallar una guerra, no abandona sus objetos de valor.»

Era muy sencillo. Cuando huían de un ejercito invasor, los civiles se llevaban sus posesiones. Los judíos huían de los nazis con monedas de oro, cosidas en los forros de la chaquetas. Después de 1917, aristócratas rusos como la princesa Lavania llegaban a todas las capitales de Europa aferrando sus huevos de Farbegé.

Lord Oxenford debía de haber pensado en la posibilidad de que nunca volvería. Además, el gobierno había dispuesto controles de cambio de divisas para impedir que la alta sociedad inglesa sacara todo su dinero al extranjero. Los Oxenford sabían que tal vez no volverían a ver lo que dejaban atrás. Estaba seguro de que se habían traído la mayor cantidad de bienes posible.

Transportar una fortuna en joyas en el equipaje era arriesgado, por supuesto, pero ¿existía un método menos peligroso? ¿Enviarlo por correo, por valija diplomática, dejarlas en el país, para que un gobierno vengativo las confiscara, un ejército invasor las robara, o una revolución postbélica las «liberara»?

No. Los Oxenford llevaban sus joyas encima.

Se habrían llevado el conjunto Delhi, en particular. Sólo pensarlo le dejó sin aliento.

El conjunto Delhi era la pieza principal de la colección de joyas antiguas de lady Oxenford. Consistía en un collar de rubíes y diamantes, con monturas de oro, además de pendientes y un brazalete a juego. Los rubíes eran birmanos, de la variedad más preciosa, y absolutamente enormes; el general Robert Clive, conocido como Clive de la India, los había llevado a Inglaterra en el siglo dieciocho, y los joyeros de la Corona los habían montado.

Se decía que el conjunto Delhi estaba valorado en un cuarto de millón de libras, más dinero del que un hombre podía gastar en su vida.

Y este conjunto se encontraba, casi con toda seguridad, en este avión.

Ningún ladrón profesional robaría durante un viaje en barco o en avión: la lista de sospechosos sería demasiado corta. Además, Harry suplantaba a un norteamericano, viajaba con pasaporte falso, estaba en libertad bajo fianza y se sentaba frente a un policía. Sería una locura intentar apoderarse del conjunto, y sólo pensar en los riesgos implicados le provocaba temblores.

Por otra parte, nunca tendría una oportunidad semejante. De pronto, necesitó aquellas joyas como un hombre a punto de ahogarse jadea en busca de aire.

No podría vender el juego por un cuarto de millón, desde luego, pero conseguiría una décima parte de su valor, unas veinticinco mil libras, más de cien mil dólares.

En cualquier caso, le bastaría para vivir el resto de su vida. Se le hizo la boca agua de pensar en tanto dinero, pero, además, las joyas eran irresistibles. Harry había visto fotos de ellas: las piedras del collar eran perfectamente iguales, los diamantes resaltaban sobre los rubíes como lágrimas sobre la mejilla de un niño, y las piezas más pequeñas, los pendientes y el brazalete, eran de proporciones perfectas. El conjunto, en el cuello, orejas y muñeca de una mujer hermosa, resultaría arrebatador.

Harry sabía que nunca se encontraría más cerca de una obra maestra como aquella. Nunca.

Tenía que robarla.

Los riesgos eran abrumadores, pero siempre había sido afortunado.

– Creo que no me está escuchando -dijo Margaret.

Harry se dio cuenta de que no prestaba atención.

– Lo siento -sonrió-. Ha dicho algo que me ha hecho pensar en otra cosa.

– Lo sé -contestó Margaret-. A juzgar por la expresión de su rostro, estaba soñando con alguien a quien ama.

8

Nancy Lenehan esperaba presa de impaciencia mientras ponían a punto el bonito aeroplano amarillo de Mervyn Lovesey. Estaba dando las últimas instrucciones al hombre del traje de tweed, que aparentaba ser el capataz de la fábrica que pertenecía a Mervyn. Nancy dedujo que tenía problemas con los sindicatos y que se avecinaba la huelga.

– Doy trabajo a diecisiete fabricantes de herramientas dijo a Nancy, cuando hubo terminado y cada uno de ellos es un puñetero individualista.

– ¿Qué fabrica? -preguntó la mujer.

– Ventiladores. -Señaló el avión. Hélices de avión y de barco, cosas así. Cualquier cosa que tenga curvas complicadas. La parte mecánica no presenta problemas, pero sí el factor humano. -Sonrió con condescendencia-. Supongo que: no está interesada en los problemas de las relaciones industriales.

– Pues sí -contestó Nancy-. Yo también dirijo una fábrica.

El hombre se quedó sorprendido.

– ¿De qué tipo?

Fabrico cinco mil setecientos pares de zapatos al día.

Sus palabras le impresionaron, pero también debió pensar que, en parte, le había engañado, a juzgar por su respuesta.

– La felicito -dijo, en un tono que sugería una mezcla de burla y admiración. Nancy adivinó que su negocio era mucho más modesto que el de él.

– Quizá debería decir que fabricaba zapatos -dijo, y un sabor a bilis acudió a su boca cuando lo admitió-. Mi hermano intenta vender el negocio a mis espaldas. Por eso he de alcanzar el clipper -añadió, dirigiendo una mirada ansiosa al aeroplano.

– Lo hará -le aseguró Mervyn-. Gracias a mi Tiger Moth llegaremos con una hora de sobra.

Ella deseó con todo su corazón que estuviera en lo cierto.

– Todo listo, señor Lovesey -dijo el mecánico, después de saltar del avión.

Lovesey miró a Nancy.

– Consíguele un casco -dijo al mecánico-. No puede volar con ese ridículo sombrerito.

Esta vuelta a sus bruscos modales anteriores sorprendió a Nancy. Le gustaba hablar con ella mientras no tenía otra cosa que hacer, pero en cuanto aparecía algo importante perdía su interés por ella. No estaba acostumbrada a que los hombres la trataran así. Sin ser arrebatadora, era lo bastante atractiva para que los hombres se fijaran en ella, y poseía un cierto aire autoritario. Los hombres solían tratarla con aire protector, pero sin llegar ni mucho menos a la desenvoltura de Lovesey. Sin embargo, no iba a protestar. Aguantaría cosas peores que la grosería con tal de atrapar a su traicionero hermano.

El matrimonio Lovesey despertaba su curiosidad. «Persigo a mi esposa», había dicho, una admisión sorprendentemente sincera. No le extrañaba que una mujer quisiera huir de él. Era muy apuesto, pero también egocéntrico e insensible. Por eso resultaba muy extraño que corriera detrás de su mujer. Aparentaba excesivo orgullo. En opinión de Nancy, era de los que se habrían limitado a decir: «Que se vaya a la mierda». Quizá le había juzgado mal.

Se preguntó cómo sería su mujer. ¿Sería bonita, sensual, egoísta, mimada? ¿Una ratita asustada? Pronto lo averiguaría…, si llegaban a tiempo de alcanzar el clipper.

El mecánico le trajo un casco y se lo puso. Lovesey subió a bordo.

– Échale una mano, ¿quieres? -gritó.

El mecánico, más galante que su patrón, la ayudó a ponerse la chaqueta.

– Allí arriba hace frío, aunque brille el sol -dijo.

La ayudó a subir y Nancy se encajó en el asiento posterior. El mecánico le pasó el maletín, que Nancy colocó bajo sus pies.

Cuando el motor arrancó, se dio cuenta, con un estremecimiento de nerviosismo, que iba a volar con un completo extraño.

Al fin y al cabo, Mervyn Lovesey podía ser un piloto incompetente, poco experto, a los mandos de un avión mal revisado. Hasta cabía la posibilidad de que se dedicara a la trata de blancas y se propusiera venderla a un burdel turco. No, era demasiado vieja para eso. De todos modos, carecía de motivos para confiar en Lovesey. Sólo sabía que era inglés y tenía un aeroplano.

Nancy había volado tres veces, pero siempre en aviones grandes de cabinas cerradas. Nunca había subido a un biplano pasado de moda. Era como volar en un coche descapotable. El avión aceleró por la pista. El rugido del motor martilleó sus oídos y el viento abofeteó sus orejeras.

El avión de pasajeros en el que Nancy había volado se había elevado con suavidad, pero éste subió de golpe, como un caballo de carreras que saltara una valla. Después, Lovesey lo ladeó con tal brusquedad que Nancy se agarró con todas sus fuerzas, temerosa de caer, a pesar del cinturón de seguridad. ¿Tendría aquel hombre permiso de piloto?

Lovesey enderezó el avión, que se elevó con gran rapidez. Su vuelo parecía más comprensible y menos milagroso que el de un gran avión de pasajeros. Nancy veía las alas, respiraba el aire, oía el aullido del pequeño motor y lo sentía planear, sentía la hélice bombeando aire y el viento alzando las anchas alas de tela, como se sentía una cometa al sujetar el hilo. Tal sensación no existía en un avión cerrado.

Sin embargo, percibir la lucha del pequeño aeroplano por volar le causaba una sensación molesta en el estómago. Las alas eran simples objetos frágiles de madera y lona; la hélice podía atorarse, romperse o desprenderse; el viento a favor podía cambiar y soplar en contra; cabía la posibilidad de encontrar niebla, rayos o tormentas.

Todo esto parecía improbable, no obstante, mientras el avión ascendía hacia el sol y su morro apuntaba con gallardía en dirección a Irlanda. Nancy experimentaba la sensación de cabalgar a lomos de una gigantesca libélula amarilla. Era aterrador pero divertido, como la noria de un parque de atracciones.

Pronto dejaron atrás la costa de Inglaterra. Nancy se permitió un breve momento de triunfo cuando se desviaron hacia el oeste sobre las aguas. Peter no tardaría en subir a bordo del clipper, felicitándose por haber engañado a su astuta hermana mayor, pero su júbilo sería prematuro, pensó ella con airada satisfacción. Aún no la conocía bien. Se llevaría un susto tremendo cuando la viera llegar a Foynes. Estaba ansiosa por contemplar la expresión de su rostro.

Aunque alcanzara a Peter, le quedaba una dura batalla por delante. Para derrotarle no bastaba presentarse en la junta de accionistas. Debería convencer a tía Tilly y a Danny Riley de que la mejor alternativa era retener sus acciones y apoyarla.

Quería explicar la vil conducta de Peter a todos, para que se enterasen de que habían mentido y conspirado contra su hermana. Quería aplastarle y mortificarle, revelando a todos que era un ser rastrero. Sin embargo, tras un momento de reflexión, llegó a la conclusión de que no era una decisión inteligente. Si se mostraba furiosa y resentida, pensarían que se oponía a la fusión por motivos emocionales. Tenía que hablar con calma y frialdad sobre los proyectos de futuro, y actuar como si su desacuerdo con Peter fuera un mero asunto de negocios. Todos sabían que ella manejaba los negocios mejor que su hermano.

En cualquier caso, su argumento era muy sensato. El precio que les ofrecían por sus acciones se basaba en los beneficios de «Black’s», que eran bajos por culpa de la mala gestión de Peter. Nancy sospechaba que obtendrían más cerrando la fábrica y vendiendo todas las tiendas. Aunque lo mejor sería reestructurar la fábrica de acuerdo con su plan para que volviera a rendir beneficios.

Había otro motivo para esperar: la guerra. La guerra beneficiaba, en general, a los negocios, sobre todo a las empresas como «Black’s», que suministraban artículos a los militares. Era posible que los Estados Unidos no intervinieran en la guerra, pero se acumularían las existencias como medida de precaución. Los beneficios, por tanto, aumentarían de todos modos. Por eso Nat Ridgeway quería comprar la empresa.

Meditó sobre la situación mientras cruzaban el mar de Irlanda, recitando su discurso mentalmente. Ensayó frases fundamentales, articulándolas en voz alta, confiando en que el viento borrara las palabras antes de que llegaran a los oídos de Mervyn Lovesey, cubiertos por el casco, a un metro de distancia de ella.

Se quedó tan absorta en su discurso que no advirtió el primer fallo del motor.

– La guerra de Europa duplicará el valor de esta empresa en doce meses -recitó-. Si los Estados Unidos entran en guerra, el precio se volverá a doblar…

La segunda vez que ocurrió, se despertó de su ensueño.

El rugido continuado se alteró un momento, como el sonido de un grifo atascado. Se normalizó, volvió a cambiar y adoptó un tono diferente, un sonido entrecortada más débil, que puso muy nerviosa a Nancy.

El avión empezó a perder altura.

– ¿Qué sucede? -chilló Nancy, pero no hubo respuesta.

Lovesey no la oía, o estaba demasiado ocupado para contestar. El tono del motor cambió de nuevo, aumentando de intensidad, como si recibiera más combustible, y el avión se ladeó.

Nancy estaba frenética. ¿Qué pasaba? ¿Era un problema serio? Tuvo ganas de ver la cara de Lovesey, pero continuaba mirando con determinación al frente.

El sonido del motor ya no era constante. A veces, parecía recuperar su anterior rugido gutural; después, temblaba y oscilaba. Nancy, asustada, miró hacia delante, intentando distinguir alguna alteración en el giro de la hélice, pero no observó ninguno. Sin embargo, cada vez que el motor tartamudeaba, el avión perdía un poco más de altura.

Nancy ya no podía soportar la tensión. Se desabrochó el cinturón de seguridad, se inclinó hacia adelante y apoyó la mano en el hombro de Lovesey. Éste volvió la cabeza.

– ¿Qué pasa? -gritó en su oído Nancy.

– ¡No lo sé!

Ella estaba demasiado asustada para aceptarlo.

– ¿Qué sucede? -insistió.

– Creo que no funciona un cilindro del motor.

– ¿Cuántos cilindros tiene?

– Cuatro.

El avión sufrió otra brusca bajada. Nancy se sentó a toda prisa y volvió a abrocharse el cinturón. Sabía conducir, y tenía la idea de que un coche continuaba funcionando aunque fallara un cilindro. Sin embargo, su Cadillac tenía doce. ¿Podía volar un avión con tres de los cuatro cilindros? La duda la torturaba.

Estaban perdiendo altura sin cesar. Nancy supuso que el avión podía volar con tres cilindros, pero no durante mucho rato. ¿Cuánto tardarían en caer al mar? Escrutó la lejanía y, para su alivio, vio tierra delante. Incapaz de contenerse, se desabrochó el cinturón de nuevo y habló a Lovesey.

– ¿Podremos llegar a tierra?

– ¡No lo sé!

– ¡Usted no sabe nada! -gritó Nancy. El miedo convirtió su grito en un chillido. Se obligó a serenarse-. ¿Cuáles cree que son nuestras posibilidades?

– ¡Cierre el pico y déjeme concentrarme!

Nancy se sentó. Voy a morir, pensó; combatió el pánico y trató de pensar con calma. Menos mal que he criado a los chicos antes de que esto ocurriera, se dijo. Será un duro golpe para ellos, sobre todo después de perder a su padre en un accidente de automóvil, pero son hombres, grandes y fuertes, y nunca les faltará dinero. Lo superarán.

Ojalá hubiera tenido otro amante, Ha pasado…, ¿cuánto tiempo? ¡Diez años! No es extraño que me haya acostumbrado. Para el caso, igual podría ser una monja. Tenía que haberme acostado con Nat Ridgeway; lo habría hecho bien.

Se había citado un par de veces con un hombre nuevo, justo antes de partir hacia Europa, un contable soltero de su edad, pero no deseó haberse acostado con él. Era amable pero débil, como casi todos los hombres que conocía. Intuían su fortaleza y deseaban que cuidara de ellos. ¡Pero yo quiero que alguien cuide de mí!, pensó.

Si sobrevivo a ésta, juro que tendré otro amante antes de morir.

Comprendió que Peter iba a ganar. Qué vergüenza. El negocio era todo cuanto le quedaba de su padre, y ahora sería absorbido y desaparecería en la masa amorfa de «General Textiles». Papá había trabajado duro toda su vida para levantar esa compañía, y a Peter le habían bastado cinco años de indolencia y egoísmo para hundirla.

A veces, todavía echaba de menos a su padre. Era un hombre tan hábil… Siempre que surgía un problema, ya se tratase de una grave crisis financiera, como la Depresión, o de un pequeño problema familiar, como el escaso rendimiento de uno de los muchachos en la escuela, papá daba con la manera más positiva de afrontarlo. Era muy bueno para las cosas mecánicas, y la gente que manufacturaba las grandes máquinas que se usaban en la fabricación del calzado solían consultarle antes de dar el visto bueno a un diseño. Nancy entendía perfectamente el proceso de producción, pero era más experta en predecir los estilos que el mercado esperaba, y desde que se había hecho cargo de la fábrica, los beneficios procedían en mayor medida del calzado femenino que del masculino. Nunca se había sentido eclipsada por su padre, como le había ocurrido a Peter; ella simplemente le echaba de menos.

De pronto, la idea de que iba a morir le resultó ridícula e irreal. Sería igual que si cayera el telón antes de que acabara la obra, mientras el protagonista se hallaba en mitad de un monólogo; no era así como ocurrían las cosas. Durante un rato se sintió irracionalmente animada, con la seguridad de que viviría.

El avión seguía perdiendo altura, pero la costa de Irlanda se acercaba con rapidez. Pronto podría divisar los campos color esmeralda y las pardas ciénagas. Aquí es donde se originó la familia Black, pensó con un leve estremecimiento.

Justo delante de ella, la cabeza y los hombros de Mervyn Lovesey comenzaron a moverse, como si estuviera luchando con los controles; el ánimo de Nancy cambió de nuevo, y se puso a rezar. La habían educado en el catolicismo, pero no había ido a misa desde que Sean muriera; de hecho, la última vez que había pisado una iglesia fue en su funeral. No sabía muy bien si era creyente o no, pero rezaba con fervor, pensando que, al fin y al cabo, no tenía nada que perder. Musitó un padrenuestro, y le pidió a Dios que la salvara para poder cuidar de Hugh al menos hasta que contrajera matrimonio y se hubiera establecido; y a fin de poder ver a sus nietos; y porque quería remodelar el negocio y seguir dando empleo a aquellos hombres y mujeres y hacer buenos zapatos para la gente corriente; y porque anhelaba disfrutar de un poco de felicidad. De repente era consciente de que había vivido entregada al trabajo durante demasiado tiempo.

Ahora podía ver las blancas cimas de las olas. Los borrosos contornos de la costa que se aproximaba se definieron, mostrando las líneas del oleaje, la playa, el acantilado, el campo verde. Con un escalofrío, se preguntó si sería capaz de nadar hasta la orilla en caso de que el avión cayera al agua. Se consideraba una buena nadadora, pero dar brazadas alegremente de un extremo a otro de la piscina era muy distinto de sobrevivir en el mar agitado. El agua estaría tan fría como para helar los huesos. ¿Cuál era la palabra que se usaba cuando alguien moría de frío? Entumecimiento. El avión de la señora Lenehan se precipitó en el mar de Irlanda y ella murió de entumecimiento, diría el Globe de Boston. Se estremeció dentro de su abrigo de cachemira.

Si el aparato se estrellaba, probablemente no viviría lo suficiente como para comprobar la temperatura del agua. Se preguntó si volaban muy rápido. Lovesey le había dicho que la velocidad de crucero era de unos ciento cincuenta kilómetros, pero ahora era bastante inferior. Pongamos que iban a ochenta. Sean se había estrellado a ochenta kilómetros por hora y había muerto. No, no tenía sentido especular cuán lejos podría llegar nadando.

La costa estaba más cerca. Tal vez sus plegarias habían sido escuchadas, se dijo; quizá el avión lograría aterrizar después de todo. No había habido más alteraciones en el ruido del motor: seguía emitiendo su desigual y agudo carraspeo, con un toque de furia, como el vengativo zumbido de una avispa herida. Pensó con preocupación en dónde aterrizarían, caso de conseguirlo. ¿Podía posarse un avión en una playa arenosa? ¿Y en una playa rocosa? Un avión podía aterrizar en un campo, si no era demasiado irregular. ¿Y en una turbera?

No tardaría en averiguarlo.

La costa se encontraba ahora a medio kilómetro de distancia. Vio que la playa era rocosa y el oleaje bravío. La playa parecía muy escarpada, comprobó con terror: estaba sembrada de guijarros dentados. Un acantilado de poca altura descendía hasta un páramo, en el que pastaban algunas ovejas. Examinó el páramo. Parecía llano. No había setos, y crecían algunos árboles. Quizá fuera posible aterrizar allí. No sabía si confiar en ello o prepararse para la muerte.

El avión amarillo, que continuaba perdiendo altura, aguantó con firmeza. Nancy olió el aroma salado del mar. Lo mejor sería caer al agua, pensó con temor, que tratar de aterrizar en aquella playa. Aquellas piedras afiladas desgarrarían en pedazos el pequeño avión… y a ella también.

Confió en que su muerte fuera rápida.

Cuando la orilla se hallaba a unos cien metros de distancia, comprendió que el avión no se iba a estrellar en la playa: aún volaba a demasiada altura. Lovesey se dirigía hacia el prado que coronaba el acantilado. ¿Conseguiría llegar? Daba la impresión de que se encontraban al mismo nivel que la cumbre del acantilado, y seguían perdiendo altura. Iban a empotrarse en el acantilado. Quiso cerrar los ojos, pero no se atrevió, sino que contempló como hipnotizada el acantilado que se precipitaba hacia ella.

El motor aullaba como un animal enfermo. El viento arrojaba espuma de mar a la cara de Nancy. Las ovejas del acantilado se dispersaron en todas direcciones cuando el avión se lanzó hacia ellas. Nancy se aferró al borde de la carlinga con tanta fuerza que se hizo daño en las manos. Tenía la impresión de que el acantilado se acercaba a toda velocidad. Vamos a chocar, pensó; esto es el fin. Entonces, una ráfaga de viento elevó una pizca el avión, y Nancy creyó que estaban a salvo, pero volvió a caer. El borde del acantilado iba a arrancar las pequeñas ruedas amarillas. Cuando faltaba una fracción de segundo para el impacto, cerró los ojos y chilló.

Por un momento, no sucedió nada.

Después, se produjo una sacudida y Nancy salió despedida hacia adelante, aunque el cinturón de seguridad la retuvo. Por un instante, pensó que iba a morir. Entonces, notó que el avión volvía a subir. Dejó de gritar y abrió los ojos.

Seguían en el aire, a medio metro de la hierba. El avión tocó tierra, y esta vez no se elevó. Nancy sufrió terribles sacudidas mientras se deslizaban sobre el terreno desigual. Vio que se dirigían hacia unas zarzas, y comprendió que aún podían chocar. Luego, Lovesey hizo algo y el avión giró, evitando el peligro. Las sacudidas cesaron; estaban frenando. Nancy apenas podía creer que seguía con vida. El avión se detuvo.

El alivio la agitó como si sufriera un ataque. No paraba de temblar. Dio vía libre a los estremecimientos, notó que la histeria se iba a apoderar de ella y la reprimió. Se terminó, dijo en voz alta. Se terminó, se terminó, estoy a salvo.

Lovesey se levantó y saltó del asiento con una caja de herramientas en la mano. Sin mirarla, bajó a tierra y caminó hasta la parte delantera del avión. Abrió la capota y examinó el motor.

Ni siquiera me ha preguntado si estoy bien, pensó Nancy.

Por extraño que fuera, la rudeza de Lovesey la calmó. Miró a su alrededor. Las ovejas habían regresado a pastar, como si no hubiera ocurrido nada. Ahora que el motor estaba silencioso, oyó las olas romper en la playa. El sol brillaba, pero sentía el viento frío y húmedo lamiendo su mejilla.

Se quedó inmóvil unos instantes, y después, cuando estuvo segura de que sus piernas la sostendrían, se levantó y bajó del avión. Puso pie en suelo irlandés por primera vez en su vida, y la emoción casi le arrancó lágrimas. De aquí nos marchamos hace muchísimos años, pensó. Oprimidos por los ingleses, perseguidos por los protestantes, condenados a morir de hambre por la enfermedad de la patata, nos apretujamos en barcos de madera y zarpamos de nuestra tierra natal hacia un mundo nuevo.

Y es una manera muy irlandesa de volver, pensó con una sonrisa. Casi muero al aterrizar.

Basta de sentimentalismos. Estaba viva. ¿Llegaría a tiempo de alcanzar el clipper? Consultó su reloj. Eran las dos y cuarto. El clipper acababa de despegar de Southampton. Podría llegar a Foynes a tiempo si este avión volvía a volar, y si tenía el valor de subir otra vez.

Se encaminó a la parte delantera del avión. Lovesey utilizaba una llave inglesa grande para soltar un tornillo.

– ¿Lo arreglará? -preguntó Nancy.

El hombre no levantó la vista.

– No lo sé.

– ¿Cuál es el problema?

– No lo sé.

Había recaído en su estado de ánimo taciturno.

– Pensaba que usted era ingeniero -dijo Nancy, exasperada.

Sus palabras le ofendieron.

– Estudié matemáticas y física -explicó, mirándola-. Mi especialidad es la resistencia al aire de curvas complejas. ¡No soy un jodido mecánico!

– Pues tal vez debería ir a buscar un mecánico.

– No hay ninguno en esta jodida Irlanda. Este país aún vive en la Edad de Piedra.

– ¡Gracias a la brutalidad de los ingleses, que sojuzga al pueblo desde hace muchos siglos!

El hombre sacó la cabeza del motor y se irguió.

– ¿Por qué cojones nos hemos metido en política?

– Ni siquiera me ha preguntado todavía si estoy bien. -Es obvio que está bien.

– ¡Casi me ha matado!

– Le he salvado la vida.

Aquel hombre era imposible.

Nancy escudriñó el horizonte. A medio kilómetro se distinguía la línea de un seto o un muro que tal vez bordearía una carretera, y algo más allá vio varios tejados de paja arracimados. Quizá podría conseguir un coche y llegar a Foynes.

– ¿Dónde estamos? -preguntó-. ¡Y no me diga que no lo sabe!

Él sonrió. Era la segunda o tercera vez que la sorprendía, al demostrar que no tenía tan mala leche como aparentaba.

– Creo que estamos a pocos kilómetros de Dublín. Nancy decidió que no se iba a quedar para verle manipular el motor.

– Voy a pedir ayuda.

– El le miró los pies.

– No llegará muy lejos con esos zapatos.

Voy a darle una lección, pensó Nancy, irritada. Se levantó la falda y se quitó las medias a toda prisa. Lovesey la miró, asombrado y sonrojado. Nancy se despojó también de los zapatos. Le gustó que perdiera la compostura.

– No tardaré mucho -dijo, guardando los zapatos en los bolsillos de la chaqueta y alejándose descalza.

Cuando estuvo a unos metros de distancia, Nancy se permitió una amplia sonrisa. Le había dejado sin habla. Le estaba bien por sentirse tan superior.

El placer de haberle vencido no tardó en disiparse. La humedad, el frío y la suciedad empezaron a torturar sus pies. Las casas estaban más lejos de lo que había pensado. Ni siquiera sabía qué iba a hacer cuando llegara. Supuso que intentaría trasladarse en coche a Dublín. Lovesey debía tener razón sobre la escasez de mecánicos en Irlanda.

Le costó veinte minutos llegar a las casas. Detrás de la primera encontró a una mujer menuda calzada con zuecos, que cavaba en un huerto.

– Hola -saludó Nancy.

La mujer levantó la vista y lanzó un grito de miedo.

– Mi avión ha sufrido un accidente -explicó Nancy.

La mujer la miró como si viniera de otro mundo.

Nancy imaginó que su aspecto era de lo más extravagante, descalza y con una chaqueta de cachemira. Lo cierto era que, para una campesina ocupada en su jardín, un extraterrestre resultaría mucho menos sorprendente que una mujer recién salida de un avión. La mujer extendió un brazo vacilante y tocó la chaqueta de Nancy. Ésta se sintió turbada: la mujer la trataba como a una diosa.

– Soy irlandesa dijo Nancy, esforzándose por parecer más humana.

La mujer sonrió y meneó la cabeza, como diciendo «no me puedes engañar».

– Necesito ir en coche a Dublín.

La mujer, considerando más sensatas estas palabras, habló por fin.

Por lo visto, pensaba que apariciones como Nancy sólo podían proceder de una gran ciudad.

El hecho de que utilizara el inglés tranquilizó a Nancy; había temido que la mujer sólo hablara gaélico.

– ¿Está muy lejos?

– Con un buen caballo, llegaría en una hora y media -dijo la mujer, con una cadencia musical.

Horrible perspectiva. El clipper despegaría dentro de dos horas de Foynes, al otro lado del país.

– ¿Alguien del pueblo tiene coche?

– No.

– Maldita sea.

– Pero el herrero tiene una moto.

– ¡Será suficiente!

En Dublín podría conseguir un coche que la llevara a Foynes. No sabía si Foynes estaba muy lejos, o cuanto tiempo se tardaba en llegar, pero pensó que debía intentarlo.

– ¿Dónde está el herrero?

– Yo la acompañaré.

La mujer hundió su pala en la tierra.

Nancy la siguió. Nancy vio con horror que la carretera era un simple sendero embarrado: una moto no podría correr más que un caballo sobre esta superficie.

Pensó en otra dificultad mientras caminaba por la aldea. Una moto sólo aceptaba un pasajero. Había planeado volver al avión y recoger a Lovesey, en caso de conseguir un coche, pero sólo uno de ellos podría montarse en la moto…, a menos que el propietario se la vendiera. Entonces, Lovesey conduciría y Nancy iría de paquete. Y después, pensó excitada, se dirigirían a Foynes.

Anduvieron hacia la última casa y se acercaron a un taller de una sola vertiente, situado a un lado… y las últimas esperanzas de Nancy se desvanecieron al instante: las piezas de la moto estaban desparramadas por tierra y el herrero trabajaba con ellas.

– Mierda -dijo Nancy.

La mujer habló en gaélico con el herrero. Éste miró a Nancy con una pizca de diversión. Era muy joven, de cabello negro y ojos azules, a la manera irlandesa, y exhibía un poblado bigote. Asintió con la cabeza, como dando a entender que comprendía la situación.

– ¿Dónde está su aeroplano? -preguntó a Nancy.

– A un kilómetro de distancia, más o menos.

– Tal vez debería echarle un vistazo.

– ¿Sabe algo de aviones? -preguntó ella con escepticismo.

El joven se encogió de hombros.

– Los motores son motores.

Ella imaginó que si podía desmontar una moto, también podría reparar un motor de avión.

– Sin embargo, yo diría que quizá sea demasiado tarde -añadió el herrero.

Nancy frunció el ceño, y entonces oyó lo que él ya había percibido: el sonido de un aeroplano. ¿Sería el Tiger Moth? Corrió afuera y escudriñó el cielo. El pequeño avión amarillo volaba a baja altura sobre la aldea.

Lovesey lo había arreglado… ¡y había despegado sin esperarla!

Miró hacia arriba, incrédula. ¿Cómo podía hacerle esto? ¡También se llevaba su maletín!

El avión pasó rozando la aldea, como para burlarse de ella. Nancy agitó el puño en dirección al aparato. Lovesey la saludó y se alejó.

El avión empezó a disminuir de tamaño. El herrero y la campesina estaban de pie detrás de ella.

– Se marcha sin usted -comentó el joven.

– Es un monstruo sin entrañas.

– ¿Es su marido?

– ¡Por supuesto que no!

– Supongo que, para el caso, es lo mismo.

Nancy se sintió desfallecer. Hoy la habían traicionado dos hombres. ¿Había algo en ella que no funcionaba?, se preguntó.

Pensó que lo mejor sería rendirse. Ya no podría alcanzar el clipper. Peter vendería la empresa a Nat Ridgeway, y ése sería el final.

El avión se inclinó y giró. Lovesey ponía rumbo hacia Foynes, supuso ella. Alcanzaría a su esposa fugitiva. Nancy deseó que se negara a volver con él.

Inesperadamente, el avión continuó girando. Cuando apuntó hacia la aldea, se enderezó. ¿Qué estaba haciendo ese hombre?

Seguía la carretera embarrada, perdiendo altura. ¿Por qué regresaba? A medida que el avión se aproximaba, Nancy se empezó a preguntar si iba a aterrizar. ¿Fallaba de nuevo el motor?

El pequeño avión tocó la carretera embarrada y avanzó rebotando hacía las tres personas que se hallaban frente a la casa del herrero.

Nancy casi se desmayó de alivió. ¡Regresaba a buscarla! El avión frenó delante de ella. Mervyn gritó algo que Nancy no entendió.

– ¿Qué? -chilló ella.

Lovesey, impaciente, le indicó por señas que se acercara. Nancy corrió hacia el avión.

– ¿A qué está esperando? -gritó Lovesey, inclinándose hacia ella-. ¡Suba!

Nancy consultó el reloj. Eran las tres menos cuarto. Todavía podían llegar a Foynes a tiempo. El optimismo volvió a invadirla. ¡Aún no estoy acabada!, pensó.

El joven herrero se acercó. Le brillaban los ojos.

– Permítame ayudarla -gritó.

Hizo un asiento con las manos enlazadas. Nancy apoyó su pie desnudo, cubierto de barro, y él la izó. Se dejó caer en el asiento.

El avión se elevó al instante.

Pocos segundos después estaban en el aire.

9

La esposa de Mervyn Lovesey era muy feliz.

Diana tuvo miedo cuando el clipper despegó, pero ahora sólo sentía júbilo.

Nunca había volado. Mervyn jamás la había invitado a compartir su pequeño aeroplano, aunque ella había dedicado días a pintarlo de amarillo para él. Había descubierto que, en cuanto se dominaba el nerviosismo, era terriblemente excitante elevarse en el aire en algo parecido a un hotel de lujo con alas, y contemplar desde lo alto los pastos y trigales, carreteras y vías férreas, casas, iglesias y fábricas de Inglaterra. Se sentía libre. Era libre. Había dejado a Mervyn y huido con Mark.

La víspera, en el hotel SouthWestern de Southampton, se habían registrado como señores Alder y pasado la primera noche entera juntos. Habían hecho el amor antes de dormir y al amanecer, nada más despertarse. Parecía un lujo, después de tres meses de tardes breves y besos robados.

Volar en el clipper era como vivir en una película. El decorado era soberbio, la gente elegantísima, los dos camareros muy eficientes; todo ocurría como por capricho de un guión, y se veían caras famosas por todas partes. Estaba el barón Gabon, el rico sionista, siempre enfrascado en apasionadas discusiones con su demacrado acompañante. El marqués de Oxenford, el famoso fascista, iba a bordo con su bella esposa. La princesa Lavinia Bazarov, uno de los pilares de la sociedad parisina, iba en el compartimento de Diana, y ocupaba el asiento de ventanilla de la otomana de Diana.

Frente a la princesa, en el otro asiento de ventanilla de su lado, estaba Lulu Bell, la estrella de cine. Diana la había visto en muchas películas: Mi primo Jake, Tormento, La vida secreta, Elena de Troya y muchas otras que se habían proyectado en el cine Paramount de la calle Oxford de Manchester. Sin embargo, lo más sorprendente fue que Mark la conocía. Mientras se acomodaban en sus asientos, una estridente voz norteamericana se puso a gritar.

– ¡Mark! ¡Mark Alder! ¿De veras eres tú?

Diana se volvió y vio que una rubia menuda, parecida a un canario, se precipitaba sobre él.

Resultó que habían trabajado juntos unos años atrás en un programa radiofónico de Chicago, antes de que Lulu convirtiera en una gran estrella. Mark le presentó a Diana y Lulu se mostró muy cordial, alabando la belleza de Diana y la suerte de Mark por haberla encontrado. Por supuesto se hallaba mucho más interesada en Mark, y los dos se pusieron a hablar desde el momento del despegue, recordando los viejos tiempos, cuando eran jóvenes y pobres, vivían el hoteles de mala muerte y bebían licor destilado clandestinamente.

Diana no se había dado cuenta de que Lulu era tan bajita. Parecía más alta en sus películas. Y también más joven. Al natural, resultaba obvio que su cabello rubio no era autentico, como el de Diana, sino teñido. No obstante, poseía la personalidad vivaz y agresiva que exhibía en todas sus películas. Incluso en este momento, atraía la atención general. Aunque estaba hablando con Mark, todo el mundo la miraba: la princesa Lavinia, Diana y los dos hombres que se sentaban al otro lado del pasillo.

Estaba narrando una anécdota referida a un programa de radio; uno de los actores se había marchado a mitad de la retransmisión, creyendo que su intervención había terminado, cuando en realidad le quedaba una línea de diálogo al final.

Total, que yo leí mi línea, que era «¿Quién se ha comido la mona de Pascua?», y todo el mundo miró a su alrededor…, ¡pero George había desaparecido! Y se produjo un largo silencio.

Hizo una pausa para dotar de énfasis dramático a la situación. Diana sonrió. ¿Qué coño hacía la gente cuando algo se torcía durante un programa de radio? Escuchaba mucho la radio, pero no recordaba ningún incidente similar. Lulu reanudó su explicación.

– Volví a repetir mi línea, «¿Quién se ha comido la mona de Pascua?». Y me inventé la continuación. -Bajó la barbilla y habló con una áspera voz masculina muy convincente-. Creo que ha sido el gato.

Todos rieron.

– Y así terminó el programa -concluyó,

Diana recordó un programa en que el locutor, sobresaltado por algo, había exclamado ¡Hostia!».

– Una vez oí a un locutor blasfemar -dijo. Iba a contar la anécdota, pero Mark la interrumpió.

– Bueno, es muy normal. -Se volvió hacia Lulu-. ¿Te acuerdas cuando Max Gifford dijo que Babe Ruth [1] tocaba las pelotas con mucha limpieza, y no pudo parar de reír?

Mark y Lulu estallaron en carcajadas. Diana sonrió, pero empezaba a sentirse un poco desplazada. Pensó que era un poco injusta. Durante tres meses, mientras Mark había estado solo en una ciudad desconocida, ella había acaparado toda su atención. No siempre iba a ser así. Tendría que acostumbrarse a compartirle con más gente a partir de ahora. Sin embargo, no le apetecía interpretar el papel de público. Se volvió hacia la princesa Lavinia, que estaba sentada a su derecha.

– ¿Escucha usted la radio, princesa? -preguntó. La vieja rusa inclinó su delgada y ganchuda nariz.

– La encuentro algo vulgar -contestó.

Diana ya había conocido a otras viejas altivas, y no la intimidaban.

– Me sorprende -contraatacó-. Sin ir más lejos, anoche sintonizamos unos quintetos de Beethoven.

– La música alemana es muy mecánica -replicó la princesa.

No había forma de complacerla, pensó Diana. Había pertenecido a la clase más perezosa y privilegiada de la historia, y quería que todo el mundo lo supiera, por lo cual fingía que nada era comparable a lo que había poseído en otros tiempos. Iba a ser un auténtico latazo.

El mozo destinado a la parte posterior del avión vino para tomar nota de los combinados. Se llamaba Davy. Era un joven pulcro, bajo y agradable, de cabello rubio, y caminaba por el pasillo alfombrado dando ligeros saltitos. Diana pidió un martini seco. No sabía lo que era, pero sabía por las películas que en Estados Unidos era una bebida muy elegante.

Examinó a los dos hombres que se hallaban al otro lado del compartimento. Los dos miraban por la ventana. El más cercano era un joven atractivo, vestido con un traje algo llamativo. Era ancho de espaldas, como un atleta, y se adornaba con varios anillos. Su piel morena hizo pensar a Diana que tal vez era sudamericano. El hombre sentado frente a él no encajaba en el ambiente. Su traje le venía demasiado grande y tenía el cuello de la camisa bastante gastado. No tenía aspecto de poder costearse el precio del pasaje en el clipper. También era calvo como una bombilla. Los dos hombres ni se hablaban ni se miraban, pero Diana, a pesar de todo, estaba segura de que viajaban juntos.

Se preguntó qué estaría haciendo Mervyn en estos momentos. Ya habría leído su nota, casi con toda certeza. Tal vez estaría llorando, pensó con cierto sentimiento de culpabilidad. No, no era propio de él. Lo más probable es que estuviera enfurecido. Pero ¿sobre quién descargaría su furia? Sobre sus pobres empleados, quizá. Ojalá su nota hubiera sido más cálida, o más esclarecedora, pero su aturdimiento no le permitió pergeñar algo mejor. Supuso que habría llamado a su hermana Thea, pensando que conocería su paradero. Bien, pues no lo sabía. Su sorpresa habría sido mayúscula. ¿Qué le diría a las gemelas? La idea deprimió a Diana. Iba a perder a sus sobrinitas.

Davy volvió con las bebidas. Mark brindó con Lulu, y después con Diana…, casi como por compromiso, pensó Diana con amargura. Probó el martini y estuvo a punto de escupirlo.

– ¡Ugh! -exclamó-. ¡Sabe a ginebra pura!

Todo el mundo se rió de su comentario.

– Es casi pura ginebra, cariño -dijo Mark-. ¿Nunca habías tomado un martini?

Diana se sintió humillada. No sabía lo que había pedido, como una quinceañera en un bar. Todos estos personajes cosmopolitas ya sabían que era una provinciana ignorante.

– Permítame que le traiga otra cosa, señora -dijo Davy.

– Una copa de champán -pidió, malhumorada. -Al instante.

Diana habló a Mark, algo enfadada.

– Jamás había tomado un martini. Se me ocurrió probarlo. No tiene nada de malo, ¿verdad?

– Claro que no, cariño -contestó él, palmeándole la rodilla.

– Este coñac es impresentable, joven -dijo la princesa Lavinia-. Haga el favor de traerme un poco de té.

– Enseguida, señora.

Diana decidió ir al lavabo de señoras.

– Con permiso -dijo, levantándose y saliendo por la puerta en forma de arco que conducía a la parte posterior.

Pasó por otro compartimento de pasajeros igual al que había dejado y llegó a la cola del avión. A un lado había un pequeño compartimento, ocupado por sólo dos personas, y al otro una puerta con el letrero «Tocador de señoras». Entró.

El tocador levantó sus ánimos. Era muy bonito. Había una mesa con dos taburetes tapizados en piel azul turquesa, y las paredes estaban cubiertas de tela beige. Diana se sentó frente al espejo para retocarse el maquillaje. Mark llamaba a esta actividad reescribirse la cara. Frente a ella tenía pañuelos de papel y crema para el cutis.

Al mirarse, vio a una mujer desdichada. Lulu Bell había irrumpido como una nube que oculta el sol. Había monopolizado la atención de Mark, consiguiendo que éste tratara a Diana como una pequeña molestia. Claro que Lulu era, más o menos, de la misma edad que Mark; él tenía treinta y nueve y ella debía rebasar los cuarenta. Diana sólo tenía treinta y cuatro. ¿Se daba cuenta Mark de lo mayor que era Lulu? Los hombres demostraban una gran estupidez en estos asuntos.

El auténtico problema era que Mark y Lulu tenían mucho en común: los dos trabajaban en el negocio del espectáculo, los dos eran norteamericanos, los dos habían vivido los primeros tiempos de la radio. Diana no compartía nada de todo esto. Exagerando un poco, se podía decir que no había hecho nada, excepto pertenecer a la alta sociedad de una ciudad provinciana.

¿Sería lo mismo con Mark? Diana se dirigía al país de él. A partir de ahora, él lo sabría todo, pero ella se desenvolvería en un mundo extraño por completo. Se relacionarían con los amigos de él, porque Diana no tenía ninguno en Estados Unidos. ¿Cuántas veces más se reirían de ella por desconocer lo que todo el mundo sabía, como el hecho de que un martini seco supiera a ginebra fría?

Se preguntó si echaría mucho de menos el mundo cómodo y predecible que dejaba a su espalda, el mundo de bailes de caridad y cenas de los masones en hoteles de Manchester, donde conocía a todo el mundo, todas las bebidas y todos los platos. Era aburrido, pero seguro.

Meneó la cabeza, agitando su cabello. No iba a seguir pensando de aquella manera. Estaba harta de aquel mundo, pensó; anhelaba aventuras y emociones; y ahora que las tengo, voy a disfrutarlas.

Tomó la resolución de llevar a cabo un esfuerzo decidido por recobrar la atención de Mark. ¿Qué podía hacer? No quería entablar una confrontación directa y echarle en cara su comportamiento. Sería propio de una persona débil. Tal vez un trago de su propia medicina resultaría eficaz. Ella podía hablar con otra persona, igual que él hablaba con Lulu. Quizá esa táctica le abriría los ojos. ¿A quién elegiría? El atractivo muchacho sentado al otro lado del pasillo iría de perlas. Era más joven que Mark, y de mayor envergadura. Mark se pondría muy celoso.

Se aplicó perfume detrás de las orejas y entre los pechos, y salió del tocador. Movió las caderas más de lo necesario mientras caminaba por el avión, complacida por las miradas lujuriosas de los hombres y las envidiosas o admirativas de las mujeres. Soy la mujer más hermosa del avión, y Lulu Bell lo sabe, pensó.

Cuando llegó al compartimento no se sentó en su asiento, sino que se dirigió a la parte izquierda y miró por la ventana, inclinándose sobre el hombro del joven vestido con el traje a rayas. Él le dedicó una sonrisa de bienvenida.

Ella le devolvió la sonrisa.

– ¿A que es maravilloso? -dijo.

– Ni más ni menos -contestó el joven.

Diana reparó en que el joven dirigía una mirada de preocupación al hombre sentado frente a él, como si esperase una reprimenda. Casi parecía que fuera su carabina.

– ¿Viajan juntos ustedes dos? -preguntó Diana.

– Se podría decir que somos socios -respondió cortésmente el hombre calvo. Extendió su mano, como si hubiera recordado de repente sus buenos modales-. Ollis Field.

– Diana Lovesey.

Le estrechó la mano con cierta repugnancia. El hombre llevaba sucias las uñas. Se volvió hacia el joven.

– Frank Gordon -dijo él.

Los dos eran norteamericanos, pero su parecido terminaba allí. Frank Gordon iba bien vestido, con un alfiler de cuello de camisa y un pañuelo de seda en el bolsillo superior de la chaqueta. Olía a colonia y utilizaba un poco de brillantina en el cabello rizado.

– ¿Qué estamos sobrevolando? ¿Todavía es Inglaterra?

Diana se inclinó sobre él y miró por la ventana, dejando que el joven aspirara su perfume.

– Creo que debe ser Devon -dijo, aunque no tenía ni idea.

– ¿De dónde es usted? -preguntó Gordon.

Diana se sentó a su lado.

– De Manchester -contestó. Miró a Mark, captó su expresión de estupor y devolvió su atención a Frank-. Está en el noroeste.

Ollis Field encendió un cigarrillo con aire de censura. Diana cruzó las piernas.

– Mi familia procede de Italia -explicó Frank. El gobierno italiano era fascista.

– ¿Cree que Italia entrará en guerra? -preguntó.

Frank denegó con la cabeza.

– Los italianos no quieren la guerra.

– Supongo que nadie quiere la guerra.

– Entonces, ¿por qué la hay?

Diana pensó que era un hombre intrigante. Tenía dinero, eso estaba claro, pero parecía inculto. La mayoría de los hombres se mostraban ansiosos por explicarle cosas, por exhibir ante ella sus conocimientos, tanto si lo deseaba como si no, pero éste no se comportaba igual.

– ¿Qué opina usted, señor Field? -preguntó a su acompañante.

– No opino -contestó con hosquedad.

Diana se volvió hacia el joven.

– Quizá los líderes fascistas sólo puedan controlar a la gente mediante la guerra.

Miró a Mark y observó con desagrado que continuaba hablando animadamente con Lulu; estaban riendo como colegiales. Se sintió deprimida. ¿Qué le pasaba a su amante? A estas alturas, Mervyn ya le habría roto la nariz a Frank.

Pensó en decirle «Hábleme de usted», pero se sintió incapaz de soportar el aburrimiento de su respuesta, y se reprimió. En este momento, Davy, el mozo, le trajo su champán y un plato de tostadas cubiertas de caviar. Aprovechó la oportunidad para regresar a su asiento, abatida.

Escuchó la conversación de Mark y Lulu durante un rato, y después se abismó en sus pensamientos. Era una tontería enfadarse por culpa de Lulu. Mark estaba comprometido con ella, Diana. Lo único que pasaba era que le gustaba hablar de los viejos tiempos. Diana no debía preocuparse por Estados Unidos: había tomado una decisión, la suerte estaba echada y Mervyn ya habría leído su nota. Era estúpido recelar de una rubia teñida de cuarenta y cinco años como Lulu. Pronto aprendería las costumbres norteamericanas, y se familiarizaría con sus bebidas, programas de radio y manías. No tardaría en tener más amigos que Mark; atraía a la gente, no podía remediarlo.

Empezó a pensar en el largo vuelo sobre el Atlántico. Cuando leyó las noticias sobre el clipper en el Manchester Guardian, consideró que era el viaje más romántico del mundo. Entre Irlanda y Terranova mediaba una distancia de tres mil kilómetros, y el recorrido duraba una eternidad, algo así como diecisiete horas. Había tiempo de cenar, acostarse, dormir toda la noche y levantarse otra vez antes de que el avión aterrizara. La idea de ponerse camisones que había utilizado con Mervyn le parecía espantosa, pero no había tenido ocasión de comprarse ropa nueva para el viaje. Por suerte, tenía una preciosa bata de color café con leche y un pijama rosa salmón que nunca había usado. No había camas de matrimonio, ni siquiera en la suite matrimonial (Mark lo había comprobado), pero la litera de Mark estaría sobre la suya. Era emocionante y aterrador al mismo tiempo pensar en acostarse sobre el océano y en pleno vuelo, hora tras hora, a cientos de kilómetros de altura. Se preguntó si podría dormir. Los motores funcionarían tanto si dormía como si no, pero, en cualquier caso, temería constantemente que se parasen mientras dormía.

Miró por la ventana y vio que volaban sobre las aguas. Debía ser el mar de Irlanda. La gente decía que un hidroavión no podía aterrizar en mar abierto, por culpa de las olas; de todos modos, Diana pensaba que tenía más posibilidades de aterrizar que un avión normal.

Se adentraron en las nubes y ya no vio nada. Al cabo de un rato, el avión empezó a sacudirse. Los pasajeros intercambiaron miradas y sonrisas nerviosas, y el mozo apareció para indicar a todo el mundo que se abrochara el cinturón de seguridad. El hecho de que no se viera tierra aumentó la angustia de Diana. La princesa Lavinia se aferró con fuerza al brazo de su asiento, pero Mark y Lulu siguieron hablando como si no pasara nada. Frank Gordon y Ollis Field aparentaban calma, pero los dos encendieron cigarrillos y los fumaron con avidez.

Justo cuando Mark estaba diciendo «¿Qué demonios fue de Muriel Fairfield?», se escuchó un ruido sordo y dio la impresión de que el avión caía. Diana experimentó la sensación de que el estómago se le subía a la garganta. Una pasajera chilló en otro compartimento. El aparato se estabilizó casi al instante, como si hubiera aterrizado.

– ¡Muriel se casó con un millonario! -contestó Lulu.

– ¡No me digas! ¡Pero si era muy fea!

– ¡Mark, estoy asustada! -dijo Diana.

– Era una bolsa de aire, cariño -explicó Mark-. Es normal.

– ¡Pero parecía que nos íbamos a estrellar!

– Eso no ocurrirá. Siempre hay turbulencias.

Continuó hablando con Lulu. Ésta miró a Diana durante un momento, esperando que dijera algo. Diana apartó la vista, furiosa con Mark.

– ¿Cómo logró Muriel pescar a un millonario? -preguntó Mark.

– No lo sé -contestó Lulu al cabo de un instante-, pero ahora viven en Hollywood y el produce películas.

– ¡Increíble!

Increíble era la palabra precisa, pensó Diana. En cuanto cogiera a Mark a solas, le iba a explicar unas cuantas cosas.

Su falta de comprensión contribuía a aumentar su miedo. Al anochecer ya habrían dejado atrás el mar de Irlanda, y volarían sobre el océano Atlántico. ¿Cómo se sentiría entonces? Imaginaba el Atlántico como una inmensa nada monótona, fría y mortífera, que se extendía a lo largo de miles de kilómetros. Según el Manchester Guardian, lo único que se veía eran icebergs. Si algunas islas hubieran atenuado la desolación del paisaje, Diana se habría sentido menos nerviosa. Lo más aterrador era el vacío absoluto: sólo el avión, la luna y el inmenso mar. En cierta manera, era como su angustia acerca de Estados Unidos: su mente le decía que no era peligroso, pero el panorama era extraño y carecía de rasgos familiares.

El nerviosismo la atormentaba. Intentó pensar en otras cosas, la cena de siete platos, por ejemplo, pues disfrutaba con las comidas largas y elegantes. Acostarse en la litera sería infantilmente excitante, como dormir en una tienda de campaña plantada en el jardín. Y las vertiginosas torres de Nueva York la esperaban al otro lado. Sin embargo, la excitación de viajar hacia lo desconocido se había convertido en temor. Vació su copa y pidió más champán, pero aún no logró tranquilizarse. Deseaba notar tierra firme bajo sus pies. Se estremeció al pensar en la frialdad del mar. No podía hacer nada para desalojar el miedo de su mente. De haber estado sola, habría ocultado el rostro entre las manos y cerrado los ojos. Miró con ira a Mark y Lulu, que charlaban alegremente, ajenos a su tortura. Estuvo tentada de hacer una escena, de estallar en lágrimas o entregarse a un ataque de histeria, pero tragó saliva y mantuvo la calma. El avión no tardaría en aterrizar en Foynes. Bajaría y pasearía sobre suelo seco.

Pero tendría que volver a subir para el largo vuelo transatlántico.

No podía soportar la idea.

Si una hora me ha puesto así, pensó, ¿cómo voy a aguantar toda una noche? Me moriré.

– ¿Qué otra cosa puedo hacer?

Nadie iba a obligarla a volver al avión en Foynes, por supuesto.

Y si nadie la obligaba, no podría hacerlo.

¿Qué voy a hacer?

Ya sé lo que haré.

Telefonearé a Mervyn.

No conseguía creer que su hermoso sueño terminara así; pero sabía que ocurriría.

Mark estaba siendo devorado ante sus propios ojos por una mujer mayor de cabello teñido, excesivamente maquillada, y Diana iba a telefonear a Mervyn para decirle lo siento, he cometido un error, quiero volver a casa.

Sabía que él la perdonaría. Estar tan segura de su reacción la avergonzó un poco. Le había herido, pero él la tomaría en sus brazos y se alegraría de su regreso.

Pero yo no deseo eso, pensó compungida; quiero ir a Estados Unidos, casarme con Mark y vivir en California. Le quiero.

No, era un sueño absurdo. Ella era la señora de Mervyn Lovesey de Manchester, hermana de Thea y tía de las gemelas, la rebelde inofensiva de la sociedad de Manchester. Nunca viviría en una casa con palmeras en el jardín y piscina. Estaba casada con un individuo fiel y gruñón que demostraba más interés hacia sus negocios que hacia ella, y la mayoría de las mujeres que conocía se encontraban en la misma situación, de modo que debía ser normal. Todas se sentían decepcionadas, pero estaban mejor que las pocas casadas con manirrotos y borrachos; se compadecían mutuamente y coincidían en que podría ser peor, y derrochaban el dinero ganado a base de grandes esfuerzos por sus maridos en grandes almacenes y peluquerías. Pero nunca se fugaban a California.

El avión se zambulló en la nada de nuevo y se estabilizó como antes. Diana tuvo que hacer un gran esfuerzo de concentración para no vomitar. Sin embargo, por alguna misteriosa razón, ya no estaba asustada. Sabía lo que el futuro le reservada. Se sintió a salvo.

Sólo deseaba llorar.

10

Eddie Deakin, el mecánico de vuelo, pensaba en el clipper como en una gigantesca burbuja de jabón, hermosa y frágil, que debía ser conducida con todo cuidado sobre el mar, mientras la gente acomodada en su interior se olvidaba alegremente de cuán delgada era la película que les separaba de la rugiente noche.

El viaje era más peligroso de lo que imaginaban, pues la tecnología del aparato era reciente, y el cielo nocturno que cubría el Atlántico era un territorio inexplorado, plagado de peligros inesperados. No obstante, Eddie siempre pensaba con orgullo que la habilidad del capitán, la dedicación de la tripulación y la fiabilidad de la ingeniería norteamericana les conduciría a casa sanos y salvos.

En este viaje, sin embargo, se sentía enfermo de miedo.

Había un Tom Luther en la lista de pasajeros. Eddie observó el embarque de los pasajeros por la ventana del compartimento de pilotaje, preguntándose cuál de ellos era el responsable del secuestro de Carol-Ann, aunque no pudo adivinarlo, por supuesto: formaban el grupo habitual de magnates, estrellas de cine y aristócratas bien vestidos y alimentados.

Durante un rato, mientras se preparaba el despegue, consiguió apartar su mente de Carol-Ann y concentrarse en su trabajo: verificar los instrumentos, poner a punto los cuatro enormes motores radiales, calentarlos, ajustar la mezcla de combustible y los alerones, y controlar la velocidad de los motores durante el despegue. En cuanto el avión alcanzó la altitud de crucero, sus tareas se reducían. Tenía que sincronizar la velocidad de los motores, regular la temperatura de los mismos y regular la mezcla de combustible; después su trabajo consistía sobre todo en vigilar el funcionamiento de los motores. Y su mente comenzó a divagar de nuevo.

Le poseía una necesidad desesperada e irracional de saber cómo iba vestida Carol-Ann. Se sentiría más aliviado si pudiera imaginarla abrigada con su chaqueta de lana, bien abotonada y ceñida con cinturón, y botas de lluvia, no porque hiciera frío (era septiembre), sino porque disimularía mejor las formas de su cuerpo. Sin embargo, lo más probable es que llevara el vestido sin mangas de color espliego que a él tanto le gustaba, y que se amoldaba como un guante a su exuberante figura. Estaría encerrada durante las siguientes veinticuatro horas con una pandilla de brutos, y el pensamiento de lo que podía suceder si empezaban a beber le sumía en una agonía dolorosísima.

¿Qué demonios querían de él?

Confió en que el resto de la tripulación no se diera cuenta del estado en que se hallaba. Por fortuna, cada uno se concentraba en su tarea concreta, y no estaban apretujados como en la mayoría de los aviones. La cabina de pilotaje del Boeing 314 era muy grande. La carlinga, muy espaciosa, tan sólo ocupaba una parte. El capitán Baker y el copiloto Johnny Dott estaban sentados en asientos elevados, codo con codo, ante sus controles; entre ellos había un hueco con una trampilla, que daba acceso al compartimento de proa, situado en el morro del avión. Por la noche, contaban con unas gruesas cortinas que podían correr para que las luces del resto de la cabina no disminuyeran su visión nocturna.

Esa sección por sí sola más grande que la mayoría de compartimentos de pilotaje, pero el resto de la cabina de vuelo del clipper era más que generosa. Casi todo el lado de babor estaba ocupado por una mesa de dos metros de largo, ante la cual se encontraba el piloto Jack Ashford, inclinado sobre sus cartas de navegación. Además, contaban con una pequeña mesa de conferencias, donde se sentaba el capitán cuando no pilotaba el avión. Junto a la mesa del capitán había una compuerta oval que conducía al interior del ala por un angosto pasadizo; era una característica especial del clipper poder acceder a los motores en pleno vuelo mediante este pasadizo, y Eddie podía realizar tareas de mantenimiento o reparaciones sencillas, como arreglar una fuga de combustible, sin necesidad de que el avión aterrizara.

A estribor, justo detrás del asiento del copiloto, estaba la escalera que conducía a la cubierta de pasajeros. A continuación, se hallaba el cubículo del operador de la radio, donde Ben Thompson se sentaba, inclinado hacia adelante. Detrás de Ben se sentaba Eddie, de costado, ante una pared compuesta de cuadrantes y una batería de palancas. Un poco a su derecha se encontraba la compuerta oval que daba paso al pasadizo del ala de estribor. En la parte posterior del compartimento de pilotaje, una puerta se abría al compartimento de carga.

El conjunto medía en total seis metros de largo y tres de anchura, y permitía caminar erguido en toda su extensión. Alfombrado, a prueba de ruidos y decorado con tela verde pálido en las paredes y asientos de piel marrón, era el compartimento de pilotaje más lujoso jamás construido. Cuando Eddie lo vio por primera vez, pensó que se trataba de una broma.

Ahora, sin embargo, sólo veía las espaldas encorvadas los rostros concentrados de sus compañeros, y pensó aliviado en que no se habían dado cuenta del pánico que le embargaba.

Desesperado por entender por qué estaba viviendo aquella pesadilla, quería concederle al ignoto señor Luther la oportunidad de darse a conocer. Después del despegue, se ausentó para poder pasar por la cabina de los pasajeros.

No se le ocurrió ningún motivo de peso, y adujo la primera tontería que se le ocurrió.

– Voy a echar un vistazo a los cables que controlan la compensación del timón -masculló en dirección al navegante, bajando a toda prisa por la escalera.

Si alguien le preguntaba por qué se le había ocurrido llevar a cabo dicha comprobación en aquel preciso momento respondería: «Una intuición».

Recorrió sin prisa la cabina de los pasajeros. Nicky y Davy servían cócteles y aperitivos. Los pasajeros, muy tranquilos, conversaban en diversos idiomas. Ya se había iniciado una partida de cartas en el salón principal. Eddie vio algunos rostros conocidos, pero estaba demasiado distraído para pensar en los nombres de los famosos. Miró a varios pasajeros, confiando en que alguno se presentaría como Tom Luther, pero nadie le dirigió la palabra.

Llegó a la parte posterior del avión y subió la escalerilla fija a la pared, situada junto a la puerta que daba acceso al «Tocador de señoras». Conducía a una trampilla practicada en el techo que se abría a un espacio vacío de la cola. Podría haber llegado al mismo sitio a través de los compartimentos del equipaje habilitados en la cubierta superior.

Verificó los cables de control del timón a toda prisa, cerró la escotilla y descendió por la escalerilla. Un chico de catorce o quince observó su aparición con sumo interés. Eddie se obligó a sonreír.

– ¿Puedo ver el compartimento de pilotaje? -preguntó el muchacho, esperanzado.

– Claro que sí -respondió Eddie como un autómata.

No quería que nadie le molestara en este preciso instante, pero la tripulación de este avión debía ser amable con los pasajeros, y la distracción apartaría a Carol-Ann de su mente, siquiera por unos instantes.

– ¡Fantástico, gracias!

– Apaláncate en tu asiento un minuto y enseguida voy a buscarte.

Una expresión de sorpresa cruzó un instante por el rostro del muchacho; después, asintió y se marchó corriendo.

«Un modismo de Nueva Inglaterra o del mecánico», pensó.

Eddie caminó con mucha mayor lentitud por el pasillo, esperando que alguien se le acercara, pero no fue así, y supuso que el hombre aprovecharía una ocasión más discreta. Hubiera preguntado a los mozos quién era el señor Luther, pero se habrían preguntado por qué quería saberlo, y no deseaba despertar su curiosidad.

El muchacho ocupaba el compartimento número 2, cerca de la parte delantera, con su familia.

– De acuerdo, chaval, vamos a ello -dijo Eddie, sonriendo a sus padres, que le saludaron con marcada frialdad. Una chica de largo cabello rojizo (tal vez su hermana) le dedicó una cordial sonrisa, y su corazón se aceleró un poco: era bonita cuando sonreía.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó al muchacho, mientras subían la escalera de caracol.

– Percy Oxenford.

– Soy Eddie Deakin, el mecánico de vuelo.

Llegaron al final de la escalera.

– La mayoría de los compartimentos de pilotaje no son tan bonitos como éste -dijo Eddie, obligándose a ser amable.

– ¿Cómo son?

– Desnudos, fríos y ruidosos, con salientes afilados que se te clavan cada vez que te das la vuelta.

– ¿Qué hace el mecánico de vuelo?

– Me ocupo de los motores, de que funcionen hasta llegar a Estados Unidos.

– ¿Para qué sirven todas esas palancas y cuadrantes?

– Veamos… Estas palancas controlan la velocidad de las hélices, la temperatura del motor y la mezcla de carburante. Hay un juego completo para cada uno de los cuatro motores. -Se dio cuenta de que sus explicaciones eran un poco vagas y de que el chico era muy inteligente. Hizo un esfuerzo por ser más específico-. Siéntate en mi silla -dijo. Percy obedeció con gran entusiasmo-. Fíjate en este cuadrante. Nos indica que la temperatura máxima del motor número 2 es de 205 grados centígrados. Se aproxima demasiado al máximo permitido, que son 232 grados en pleno vuelo. La bajaremos un poco.

– ¿Y cómo lo hace?

– Coge la palanca y bájala un poco… Vale ya. Acabas de abrir unos dos centímetros la cubierta del alerón para que penetre un poco más de aire frío, y dentro de unos momentos verás que la temperatura baja. ¿Has estudiado física?

– Voy a un colegio retrógrado -dijo Percy-. Estudiamos mucho latín y griego, pero no nos dedicamos mucho a las ciencias.

Eddie pensó que el latín y el griego no ayudarían mucho a Inglaterra a ganar la guerra, pero no lo expresó en voz alta.

– ¿Qué hacen los demás?

– Bueno, el miembro más importante es el navegante, Jack Ashford, sentado a la mesa de mapas. -Jack, un hombre de cabello oscuro, ojos azules y facciones regulares, levantó la vista y sonrió. Eddie prosiguió-. Ha de calcular donde estamos, cosa difícil en mitad del Atlántico. Tiene una cúpula de observación, entre los compartimentos de carga, y mide la posición de las estrellas con un sextante.

– Es un octante de burbuja, en realidad -puntualizó Jack.

– ¿Qué es eso?

Jack le enseñó el instrumento.

– La burbuja te dice cuando el octante está ajustado. Identificas una estrella, miras por la lente y ajustas el ángulo de la lente hasta que la estrella aparenta alinearse con el horizonte. Lees el ángulo de la lente aquí, miras en el libro de tablas y averiguas tu posición.

– Parece fácil -dijo Percy.

– Sólo en teoría -rió Jack-. Uno de los problemas de esta ruta es que podemos volar entre nubes durante todo el viaje, sin ver nunca una estrella.

– De todos modos, conociendo el punto de partida y continuando en la misma dirección, es difícil equivocarse.

– A eso se le llama navegar a ojo. Sin embargo, es posible equivocarse, porque el viento de costado te desvía.

– ¿Y puede calcular cuánto?

– Podemos hacer algo mejor. Hay una pequeña trampilla en el ala, por la cual lanzo una bengala al agua y observo su trayectoria. Si se mantiene en línea con la cola del avión, significa que no nos desviamos, pero si parece moverse a un lado o a otro, es que sí.

– Parece un poco rudimentario.

Jack volvió a reír.

– Y lo es. Si tengo mala suerte, no veo ni una estrella en toda la travesía y calculo mal nuestra posición, podemos desviarnos cientos de kilómetros o más de nuestra ruta.

– ¿Y qué sucede entonces?

– Nos enteramos en cuanto penetramos en el radio de un faro o una emisora de radio, y corregimos nuestra trayectoria.

Eddie observó la curiosidad y comprensión que se reflejaban en el inteligente rostro juvenil. Un día, pensó, le explicaré estas cosas a mi hijo. Eso le llevó a pensar en Carol-Ann, y el recuerdo hinchó de dolor su corazón. Si el invisible señor Luther hiciera acto de aparición, Eddie se sentiría mejor. Cuando averiguara las intenciones de aquellos hombres comprendería al menos por qué le estaba ocurriendo algo tan espantoso.

– ¿Puedo ver el interior del ala? -preguntó Percy.

– Claro -contestó Eddie.

Abrió la escotilla que daba al ala de estribor. El rugido de los enormes motores se oyó al instante con mucha mayor potencia; olía a aceite caliente. En el interior del ala había un pequeño y angosto pasadizo. Detrás de cada uno de los dos motores había un cubículo para el mecánico, lo bastante alto para que un hombre se mantuviera de pie. Los interioristas de la Pan American no se habían adentrado en este espacio, que consistía en un mundo utilitario de puntales y remaches, cables y tubos.

– La mayoría de las cubiertas de vuelo son así -gritó Eddie.

– ¿Puedo entrar?

Eddie meneó lá cabeza y cerró la puerta.

– Los pasajeros no pueden pasar de este punto. Lo siento.

– Te enseñaré mi cúpula de observación -dijo Jack.

Condujo a Percy a la parte posterior de la cubierta de vuelo. Eddie examinó los cuadrantes, de los que habían hecho caso omiso durante los últimos minutos. Todo iba bien.

El encargado de la radio, Ben Thompson, recitó las condiciones de Foynes.

– Viento del oeste, veintidós nudos, mar picada.

Un momento después, en el tablero de Eddie se apagó la luz situada sobre la palabra «Vuelo» y se encendió la de «Amaraje».

– Motores preparados para el aterrizaje -anunció, después de echar un vistazo a los cuadrantes de temperatura. La comprobación era necesaria, porque los motores de alta compresión podían resultar dañados por una desaceleración demasiado brusca.

Eddie abrió la puerta que conducía a la parte trasera del avión. Había un estrecho pasillo, con bodegas de carga a cada lado, y una cúpula sobre el pasillo, a la que se accedía por una escalerilla. Percy estaba de pie en la escalerilla, mirando por el octante. Detrás de las bodegas de carga había un espacio que, en teoría, albergaba las camas de la tripulación, pero no se había amueblado; cuando la tripulación descansaba, lo hacía en el compartimento número 1. Al final de esta sección, una compuerta conducía al espacio de cola donde corrían los cables de control.

– Vamos a amarar, Jack -gritó Eddie.

– Es hora de que vuelvas a tu asiento jovencito -dijo Jack.

Eddie intuyó que Percy no era demasiado bueno. Aunque obedecía todas sus indicaciones, en sus ojos aleteaba un brillo travieso. De momento, sin embargo, se portaba a las mil maravillas, y bajó sin rechistar a la cubierta de pasajeros.

El tono del motor cambió y el avión empezó a perder altura. La tripulación procedió en forma automática a efectuar la rutina perfectamente coordinada del amaraje. Eddie tenía ganas de contar a los demás lo que le estaba pasando. Se sentía solo y desesperado. Eran sus amigos y compañeros; existía una confianza mutua entre todos; habían cruzado el Atlántico juntos; quería explicarles su situación y pedirles consejo. Pero era demasiado peligroso.

Se irguió y miró por la ventana. Divisó una pequeña ciudad y supuso que se trataba de Limerick. En las afueras de la ciudad, en la orilla norte del estuario del Shanon, se estaba construyendo un gran aeropuerto, en el que aterrizarían aviones e hidroaviones. Hasta que estuviera terminado, los hidroaviones se posaban en el lado sur del estuario, al abrigo de una pequeña isla, cerca de un pueblo llamado Foynes.

Se dirigían hacia el noroeste, de modo que el capitán Baker tuvo que girar cuarenta y cinco grados el aparato para efectuar el amaraje, zambulléndose en el viento del oeste. Una lancha del pueblo estaría patrullando la zona, vigilando los pecios flotantes que pudieran dañar el avión. El barco de reabastecimiento de combustible, cargado con barriles de veinticuatro litros, estaría dispuesto, y habría una multitud de curiosos en la orilla, atraídos por el milagro de que un barco pudiera volar.

Ben Thomas estaba hablando por el micrófono de la radio. Desde una distancia superior a pocos kilómetros tenía que utilizar el código morse, pero ya se encontraban lo bastante cerca para comunicarse mediante la radio. Eddie no distinguía las palabras, pero dedujo del tono tranquilo y relajado que todo marchaba bien.

Perdían altura sin cesar. Eddie vigiló sus cuadrantes y efectuó algunos ajustes ocasionales. Una de sus tareas más importantes era sincronizar la velocidad de los motores, un trabajo que exigía mayor atención cuando el piloto realizaba frecuentes cambios de velocidad.

Amarar en una mar serena casi no se notaba. En condiciones ideales, el casco del clipper se hundía en el agua como una cuchara en la nata. Eddie, concentrado en su panel de instrumentos, no se daba cuenta muchas veces de que el barco se había posado hasta que llevaba en el agua varios segundos. Sin embargo, el mar estaba picado hoy, una circunstancia adversa en cualquier lugar que se eligiera para descender.

El punto más bajo del casco, que se llamaba estribo, fue el primero en tocar, y se produjeron una serie de ruidos sordos mientras cortaba la cresta de las olas. Apenas duraron uno o dos segundos; luego, el gigantesco aparato se hundió unos centímetros más y surcó la superficie. Eddie consideraba que los aviones convencionales aterrizaban con más brusquedad, pues en ocasiones rebotaban varias veces. Muy poca espuma salió proyectada hacia las ventanas de la cubierta de vuelo, que ocupaba el nivel superior. El piloto disminuyó la velocidad al instante y el avión empezó a detenerse. El avión volvía a ser un barco.

Eddie miró por la ventana mientras se deslizaban hacia el amarradero. A un lado estaba la isla, baja y desnuda; distinguió una casita blanca y algunas ovejas. Al otro se hallaba la tierra firme. Vio un muelle de hormigón, con un barco de pesca grande amarrado, varios depósitos para almacenar combustible de enorme tamaño y una serie de casas grises diseminadas. Esto era Foynes.

Al contrario que Southampton, Foynes no contaba con un muelle construido a propósito para hidroaviones; el clipper amarraría en el estuario y los pasajeros serían conducidos a tierra en lanchas. Amarrar era responsabilidad del mecánico.

Eddie se arrodilló entre los asientos de los dos pilotos y abrió la compuerta que conducía al compartimento de proa. Descendió por la escalerilla al espacio vacío. Se introdujo en el morro del avión, abrió otra escotilla y asomó la cabeza al exterior. El aire era fresco y salado; inhaló una profunda bocanada.

Una lancha se acercó. Alguien saludó con la mano a Eddie. El hombre sujetaba una cuerda atada a una boya. Tiró la cuerda al agua.

Había un cabrestante plegable en el morro del hidroavión. Eddie lo alzó, asegurándolo, cogió un bichero de dentro y lo utilizó para levantar la cuerda que flotaba en el agua. Ató la cuerda al cabrestante y el avión quedó amarrado. Miró al parabrisas que había detrás de él y alzó los pulgares en dirección al capitán Baker.

Ya se aproximaba otra lancha para recoger a los pasajeros y a la tripulación.

Eddie cerró la compuerta y volvió a la cubierta de vuelo. El capitán Baker y Ben, el encargado de la radio, continuaban en sus puestos, pero Johnny, el copiloto, estaba apoyado en la mesa de mapas, charlando con Jack. Eddie se sentó en su cubículo y apagó los motores. Cuando todo estuvo en orden, se puso la chaqueta negra del uniforme y una gorra blanca. La tripulación bajó la escalera, atravesó el compartimento de pasajeros número 2, entró en el salón, salió al exterior y abordó la lancha. El ayudante de Eddie, Mickey Finn, se quedó a supervisar el reaprovisionamiento de combustible.

El sol brillaba, pero soplaba una brisa fría que olía a sal. Eddie observó a los pasajeros que subían a la lancha, preguntándose de nuevo cuál era Tom Luther. Reconoció un rostro de mujer y recordó, con cierta sorpresa, que la había visto haciendo el amor con un conde francés en Una espía en París: era Lulu Bell, la estrella de cine. Charlaba animadamente con un individuo que llevaba una chaqueta cruzada. ¿Sería Tom Luther? Les acompañaba una hermosa mujer, ataviada con un vestido de lunares, que parecía muy desdichada. Reconoció otras caras, pero la mayor parte del pasaje consistía en hombres trajeados y tocados con sombreros y mujeres ricas que exhibían abrigos de pieles.

Si Luther tardaba en identificarse, Eddie le buscaría y a la mierda la discreción, decidió. Ya no podía soportar la espera.

La lancha se alejó del clipper en dirección a tierra. Eddie miró hacia la orilla, pensando en su mujer. Imaginó el momento en que los hombres irrumpían en su casa. Carol-Ann estaría comiendo huevos, preparando el café o vistiéndose para ir a trabajar. ¿Y si la habían sorprendido en la bañera? A Eddie le fascinaba mirarla en la bañera. Se recogía el pelo, dejando al descubierto su largo cuello, y yacía en el agua, frotándose con la esponja sus miembros bronceados. A ella le gustaba que se sentara en el borde y le hablara. Hasta que la había conocido, Eddie pensaba que estas cosas sólo sucedían en las fantasías eróticas. Pero ahora, tres hombres tocados con sombreros de fieltro, que irrumpían por sorpresa y se apoderaban de ella, contaminaban esta imagen…

Pensar en el miedo que se habría apoderado de ella mientras la secuestraban casi enloquecía a Eddie. Sintió que la cabeza le daba vueltas y tuvo que concentrarse para no caer de la lancha. La impotencia total en que se encontraba agudizaba la gravedad de su situación. Carol-Ann se hallaba en peligro y él no podía hacer nada por ayudarla. Se dio cuenta de que cerraba los puños espasmódicamente, y se forzó a evitarlo.

La lancha llegó a la orilla y amarró a un pontón flotante unido al muelle mediante una pasarela. La tripulación ayudó a los pasajeros a desembarcar y les siguió hacia la aduana.

Las formalidades duraron poco. Los pasajeros se dispersaron por el pueblo. Al otro lado de la carretera había una antigua fonda que casi siempre estaba ocupada por el personal de la línea aérea. La tripulación se encaminó hacia ella.

Eddie fue el último en salir, y un pasajero le abordó cuando salía de la aduana.

– ¿Es usted el mecánico?

Eddie se puso en tensión. El pasajero era un hombre de unos treinta y cinco años, más bajo que él, pero corpulento y musculoso. Llevaba un traje gris claro, una corbata con alfiler y un sombrero de fieltro gris.

– Sí, soy Eddie Deakin -contestó.

– Me llamo Tom Luther.

Una neblina roja empañó la visión de Eddie y la cólera le dominó al instante. Agarró a Tom Luther por las solapas, le sacudió y le arrojó contra la pared de la aduana.

– ¿Qué le habéis hecho a Carol-Ann? -masculló.

La sorpresa de Luther era mayúscula; esperaba encontrar a una víctima atemorizada y sumisa. Eddie le sacudió hasta que sus dientes castañetearon.

– Maldito hijo de puta, ¿dónde está mi mujer?

Luther no tardó en recobrarse del susto. La expresión de estupor desapareció de su rostro. Se libró de la presa de Eddie con un veloz y enérgico movimiento, lanzando su puño hacia adelante. Eddie lo esquivó y le golpeó dos veces en el estómago. Luther expulsó aire como un neumático y se dobló en dos. Era fuerte, pero no estaba en forma. Eddie procedió a estrangularle metódicamente.

Luther le miró con ojos desorbitados por el terror.

Al cabo de un momento, Eddie se dio cuenta de que estaba matando al hombre.

Aflojó su presa y acabó soltándole. Luther se derrumbó contra la pared, jadeando en busca de aire, y se llevó la mano a la garganta.

El funcionario de la aduana irlandesa asomó la cabeza alertado por el estruendo.

– ¿Qué pasa?

Luther se incorporó con un esfuerzo.

– Me he caído, pero estoy bien -balbució.

El aduanero se inclinó y recogió el sombrero de Luther. Le dirigió una mirada de curiosidad mientras se lo entregaba, pero no dijo nada más y entró en la oficina.

Eddie miró a su alrededor. Nadie había presenciado la refriega. Los pasajeros y la tripulación habían desaparecido tras la pequeña estación de tren.

Luther se caló el sombrero.

– Si mete la pata, nos matarán a los dos, igual que a su maldita esposa, imbécil -dijo con voz ronca.

La referencia a Carol-Ann enfureció de nuevo a Eddie, que levantó el puño para golpear a Luther, pero éste alzó un brazo para protegerse.

– Cálmese, ¿quiere? ¡Así no la recuperará! ¿No se da cuenta de que me necesita?

Eddie se daba cuenta a la perfección, pero había perdido la razón durante unos momentos. Retrocedió un paso y examinó al hombre. Luther se expresaba como un hombre culto y sus ropas eran caras. Lucía un erizado bigote rubio y sus ojos claros centelleaban de odio. Eddie no lamentaba haberle golpeado. Necesitaba descargar su angustia sobre algo, y Luther era el blanco perfecto.

– ¿Qué quiere que haga, hijo de la gran puta?

Luther introdujo la mano en la chaqueta. Eddie pensó por un momento que sacaría una pistola, pero Luther extrajo una postal y se la tendió.

Eddie la miró. Era una foto de Bangor (Maine).

– ¿Qué coño significa esto?

– Déle la vuelta -dijo Luther.

En el reverso estaba escrito:

44.70 N, 67.00 O.


– ¿Qué son estos números? ¿Coordenadas? -preguntó Eddie.

– Sí. En ese punto deberá posar el avión. Eddie le miró, perplejo.

– ¿Posar el avión? -repitió estúpidamente.

– Sí.

– ¿Es eso lo que quieren que haga? ¿Sólo eso?

– Posar el avión en ese punto.

– ¿Por qué?

– Porque usted quiere recuperar a su bonita esposa.

– ¿Dónde está eso?

– Cerca de la costa de Maine.

La gente daba por sentado que un hidroavión podría amarar en cualquier sitio, pero, en realidad, necesitaba una mar serena. Para mayor seguridad, la Pan American no autorizaba el amarraje sobre olas que superasen el metro de altura. Si el avión llegaba a posarse sobre un mar embravecido, el resultado sería su destrucción.

– Un hidroavión no puede amarrar en pleno mar… -dijo Eddie.

– Lo sabemos. El lugar está protegido.

– Eso no significa…

– Compruébelo usted mismo. El amarraje es posible. Lo he verificado.

Lo dijo con tanta seguridad que Eddie le creyó. Sin embargo, había algunos cabos sueltos.

– ¿Qué debo hacer para tomar la decisión? No soy el capitán.

– Lo hemos planeado todo con mucho cuidado. En teoría, el capitán podría dar la orden, pero ¿con qué excusa? Usted es el mecánico, puede conseguir que algo se estropee.

– ¿Quieren que estrelle el avión?

– No se lo aconsejo: yo viajaré a bordo. Estropee algo para que el capitán se vea forzado a realizar un amaraje de emergencia. -Tocó la postal con un dedo manicurado-. Justo aquí.

No cabía duda de que el mecánico podía crear un problema que obligara a amarrar, pero resultaba dificil controlar una emergencia, y a Eddie, en principio, no se le ocurría cómo provocar un amaraje improvisado en un punto concreto.

– No es tan fácil…

– Ya sé que no es fácil, Eddie, pero también sé que es posible. Lo he comprobado.

¿A quién había solicitado consejo? ¿Quién era?

– ¿Quién coño es usted?

– Ahórrese las preguntas.

Al principio, Eddie había amenazado a este hombre, pero ahora se habían girado las tornas, y estaba atemorizado. Luther era un miembro de la despiadada pandilla que había planificado todo esto al detalle. Habían decidido que Eddie sería su instrumento; habían secuestrado a Carol-Ann; la tenían en su poder.

Guardó la postal en la chaqueta del uniforme y se dio la vuelta.

– ¿Lo hará, pues? -preguntó Luther, nervioso. Eddie sostuvo la mirada de Luther durante un largo momento y se alejó sin responder.

Se había comportado con rudeza, pero estaba abatido. ¿Por qué hacían esto? Había sospechado al principio que los alemanes querían secuestrar un Boeing 314 para copiarlo, pero esa teoría improbable ya estaba descartada por completo, porque los alemanes se habrían apoderado del avión en Europa, no en Maine.

El hecho de que hubieran elegido un punto muy concreto para que el avión amarara constituía una pista. Sugería que un barco les estaría esperando. ¿Para qué? ¿Quería Luther introducir de contrabando algo o alguien en Estados Unidos? ¿Una maleta llena de opio, un bazooka, un agitador comunista, un espía nazi? La persona o la cosa tendrían que ser muy importantes para tomarse tantas molestias.

Al menos, sabía por qué le habían elegido. Si querían que el clipper efectuara un amaraje forzoso, el mecánico era su hombre. Ni el navegante ni el operador de radio podrían hacerlo, y el piloto necesitaría la cooperación de su copiloto. Sin embargo, el mecánico, sin ayuda de nadie, podía detener los motores.

Luther habría obtenido en la Pan American una lista de los mecánicos del clipper. No era muy difícil. Bastaba con allanar una oficina por la noche, o sobornar a alguna secretaria. ¿Por qué Eddie? Por algún motivo, Luther había elegido este vuelo en particular, tras examinar los nombres de los tripulantes. Después, se había preguntado cómo lograría la ayuda de Eddie, averiguando la respuesta: mediante el secuestro de su mujer.

Ayudar a estos gángsteres destrozaba el corazón de Eddie. Odiaba a los chorizos. Demasiado codiciosos para vivir como la gente normal y demasiado perezosos para trabajar, estafaban y robaban a los esforzados ciudadanos, viviendo a lo grande. Mientras otros se partían el espinazo arando y segando, o trabajando dieciocho horas al día para establecer un negocio, excavando en las minas o sudando todo el día en los altos hornos, los gángsteres se paseaban con trajes elegantes y enormes coches, sin hacer otra cosa que pegar y atemorizar a la gente. La silla eléctrica era demasiado buena para ellos.

Su padre pensaba lo mismo. Recordó lo que había comentado sobre los gamberros del colegio. «Esos chicos son malos, de acuerdo, pero no son listos». Tom Luther era malo, pero ¿era listo? «Es difícil luchar contra estos chicos, pero no lo es tanto engañarlos», afirmaba papá. Sin embargo, no sería fácil engañar a Tom Luther. Había diseñado un plan muy complejo y, hasta el momento, funcionaba a la perfección.

Eddie habría hecho casi cualquier cosa por engañar a Luther, pero éste tenía a Carol-Ann. Todo lo que Eddie intentara para frustrar los designios de Luther podía redundar en perjuicio de su mujer. No podía luchar contra ellos ni engañarles; tenía que procurar satisfacer sus exigencias.


Hirviendo de cólera, salió del puerto y cruzó la única carretera que atravesaba el pueblo de Foynes.

La terminal aérea era una antigua fonda con un patio central. Desde que el pueblo se había convertido en un importante aeropuerto de hidroaviones, la Pan American monopolizaba casi todo el edificio, aunque todavía quedaba un bar, llamado la «Taberna de la señora Walsh», restringido a una pequeña sala, con una puerta que daba a la calle. Eddie subió a la sala de operaciones, donde el capitán Marvin Baker y el primer oficial, Johnny Dott, estaban conferenciando con el jefe de estación de la Pan American. Aquí, entre tazas de café, ceniceros y montañas de mensajes radiofónicos e informes meteorológicos, tomarían la decisión final sobre la forma de realizar la larga travesía atlántica.

El factor crucial era la fuerza del viento. El viaje hacia el oeste era una lucha constante contra el viento dominante. Los pilotos cambiaban de altitud constantemente, en busca de las condiciones más favorables, un juego denominado «cazar el viento». Los vientos más suaves solían encontrarse en las altitudes inferiores, pero por debajo de un cierto punto el avión corría el peligro de chocar con un barco o, lo más probable, con un iceberg. Los vientos fuertes exigían más combustible y, en ocasiones, los vientos previstos eran tan fuertes que el clipper no podía cargar el suficiente para recorrer los tres mil doscientos kilómetros de distancia hasta Terranova. El vuelo se suspendía y los pasajeros se alojaban en un hotel hasta que el tiempo mejoraba.

Si hoy se daba esa circunstancia, ¿qué sería de Carol-Ann?

Eddie echó un vistazo a los partes meteorológicos. Los vientos eran fuertes y se había desatado una tempestad en mitad del Atlántico. Por lo tanto, deberían efectuar cálculos muy cuidadosos antes de llevar adelante el vuelo. La idea aumentó su angustia; no podía soportar quedarse atrapado en Irlanda mientras Carol-Ann se hallaba en manos de aquellos bastardos, al otro lado del océano. ¿Le darían de comer? ¿Podría acostarse en algún sitio? ¿Hacía bastante calor, dondequiera que la retuvieran?

Se acercó al mapa del Atlántico que colgaba en la pared y consultó las coordenadas que Luther le había proporcionado. Habían elegido muy bien el punto. Estaba cerca de la frontera canadiense, a una o dos millas de la costa, en un canal que separaba la costa de una isla grande, en la bahía de Fundy. Alguien con ciertos conocimientos sobre hidroaviones lo consideraría un lugar ideal para amarar. No lo era (los puertos que utilizaba el clipper estaban mucho más protegidos), pero reinaría mayor calma que en mar abierto, y el clipper podría posarse sobre el agua sin excesivos riesgos. Eddie se tranquilizó un poco: al menos, esa parte del plan saldría bien. Comprendió que tenía un papel relevante en el éxito de los propósitos de Luther. El pensamiento le dejó un gusto amargo en la boca.

Seguía preocupado por la treta que emplearía para que el avión descendiera. Podía fingir una avería en el motor, pero el clipper era capaz de volar con sólo tres motores, y tenía un ayudante, Mickey Finn, al que no engañaría durante mucho tiempo. Se devanó los sesos, pero no encontró la solución.

Conspirar contra el capitán Baker y los demás le hacía sentirse como un canalla de la peor especie. Traicionaba a gente que confiaba en él. Pero no le quedaba otra elección.

De repente, otro peligro acudió a su mente. Cabía la posibilidad de que Tom Luther no cumpliera su promesa. ¿Y por qué iba a hacerlo? ¡Era un delincuente! Aunque Eddie consiguiera que el avión amarara, igual no recuperaba a Carol-Ann.

Jack, el navegante, entró con más partes meteorológicos, y dirigió a Eddie una mirada extraña. Eddie se dio cuenta de que nadie le hablaba desde que había entrado en la habitación. Parecían evadirle; ¿habían notado su gran preocupación? Se esforzó por comportarse con normalidad.

– Intenta no perderte este viaje, Jack -dijo, repitiendo una vieja broma. No era buen actor y el chiste parecía forzado en él, pero todos rieron y el ambiente se distendió.

El capitán Baker echó un vistazo a los nuevos partes meteorológicos.

– La tempestad está empeorando -comentó.

Jack asintió con la cabeza.

– Se va a convertir en lo que Eddie llamaría un bocinazo. Siempre se burlaban de él por su dialecto de Nueva Inglaterra.

– O un pringue -respondió, fingiendo una sonrisa.

– La rodearé -dijo Baker.

Entre Baker y Johnny Dott idearon un plan de vuelo hasta Botwood (Terranova), ciñéndose al borde de la tempestad y esquivando los vientos de cara, más fuertes. Cuando terminaron, Eddie se sentó, cogió las predicciones meteorológicas y realizó sus cálculos.

Se confeccionaban previsiones sobre la dirección y la fuerza del viento a trescientos, mil doscientos, dos mil cuatrocientos y tres mil seiscientos metros de altura para cada parte del viaje. Conociendo la velocidad de crucero del avión y la fuerza del viento, Eddie podía calcular la velocidad respecto a tierra. Eso le proporcionaba el tiempo de vuelo en cada parte a la altitud más favorable. Después, utilizaba unas tablas para averiguar el consumo de combustible en aquel período de tiempo, teniendo en cuenta la carga útil del clipper. Calculaba la necesidad de combustible paso a paso en una gráfica, que la tripulación llamaba la curva Howgozit. Sumaba el total y añadía un margen de seguridad.

Después de terminar sus cálculos, comprobó consternado que la cantidad de combustible necesario para llegar a Terranova era superior a la que el clipper podía cargar.

Se quedó inmóvil unos instantes.

La diferencia era terriblemente pequeña: unos kilos de carga útil de más, unos litros de combustible de menos. Y Carol-Ann esperándole en alguna parte, muerta de miedo.

Debería decirle al capitán Baker que era preciso aplazar el despegue hasta que el tiempo mejorase, a menos que desease volar a través de la tormenta.

Sin embargo, la diferencia era ínfima.

¿Sería capaz de mentir?

En cualquier caso, existía un margen de seguridad. Si las cosas iban mal, el avión siempre podría atravesar la tormenta, en lugar de rodearla.

Odiaba la sola idea de engañar a su capitán. Siempre había sido consciente de que las vidas de los pasajeros dependían de él, y se sentía orgulloso de su meticulosa precisión.

Por otra parte, su decisión no era irrevocable. Durante todo el viaje, hora tras hora, debía comparar el consumo de combustible real con la proyección de la curva Howgozit. Si consumían más de lo previsto, bastaba con volver atrás.

Si descubrían su engaño, significaría el fin de su carrera, pero ¿qué importaba eso, cuando las vidas de su mujer y de su futuro hijo se encontraban en peligro?

Repasó sus cálculos de nuevo, pero esta vez, al consultar las tablas, cometió dos errores a posta, consignando el consumo de combustible para la carga útil inferior en la siguiente columna de cifras. Ahora, el resultado se mantenía dentro del margen de seguridad necesario.

Sin embargo, sus vacilaciones no desaparecían. Nunca le había resultado fácil mentir, y ni siquiera lo lograba en esta terrible situación.

Por fin, el capitán Baker perdió la paciencia y miró por encima del hombro a Eddie.

– Suéltalo ya, Ed… ¿Nos vamos o nos quedamos?

Eddie le enseñó los resultados amañados que había escrito y bajó la vista, sin atreverse a mirar cara a cara a su capitán. Carraspeó, presa de los nervios, esforzándose por hablar con el tono más firme y seguro.

– Por muy poco, capitán…, pero nos vamos…

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