—No —dijo Índigo—. Es imposible. ¡No lo creo!
Fran la contempló mientras la muchacha pasaba las manos por la uniforme superficie de la pared. Ante su insistencia habían seguido toda la pared que rodeaba el jardín, que era bastante más pequeño de lo que Índigo había esperado, y el resultado había sido exactamente el que Fran había dicho: no había ninguna verja, ninguna salida. Y, al contrario de la pared por la que Índigo había trepado, estos bloques de piedra eran lisos y uniformes, desprovistos de todo punto de apoyo.
Por fin Índigo dio un paso atrás. Por un momento sus ojos continuaron fijos en la fachada de piedra, luego con coraje, con un furioso gesto sacó su cuchillo y empezó a clavarlo con ferocidad en la pared para descargar su frustración.
—Estropearás la hoja —le advirtió Fran—. Y no servirá de nada. Lo sé; lo he intentado.
La muchacha le lanzó una mirada de enojo, luego guardó el cuchillo en su funda y, con los brazos cruzados sobre el pecho, permaneció con la mirada fija en la pared mientras recuperaba el control. Por fin, más calmada pero todavía con un dejo de furia en la voz, dijo:
—¡Esta piedra es tan lisa, que desafío a una araña a que pueda subir por ella! y mucho menos un ser humano... Hay demasiadas cosas que carecen de sentido.
—Las verjas pueden desvanecerse —repuso Fran con un encogimiento de hombros—. Recuerda lo que sucedió antes. Y la pared...
Índigo se volvió deprisa para mirarlo.
—No me refiero a la verja y a la pared. No son nada, no tienen ni la mitad de importancia... ¡me refiero a algo terriblemente obvio ante lo cual hemos sido tan estúpidos que no lo hemos visto hasta ahora!
Fran la miró con expresión perpleja, y ella empezó a pasear con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Piensa, Fran. Recuerda lo que me sucedió cuando entré aquí; la escena que te describí. Tú también estabas en este jardín: debieras haberte visto atrapado en ese horror igual que yo; ¡maldita sea, no podrías haberte perdido algo así! Así que, ¿cómo es que ni siquiera viste lo que sucedía?
—¡No se me había ocurrido! —exclamó Fran, anonadado.
—Ni a mí, hasta hace un instante. Tú estabas aquí, yo estaba aquí. Pero al parecer ocupábamos dimensiones diferentes, aunque ambas estaban contenidas en el mismo espacio físico, —Índigo calló y dio toda una vuelta en redondo mientras contemplaba con desafío la oscuridad—. Ahora nos han vuelto a reunir, lo que sugiere que el juego ha cambiado otra vez, y que ésta es una tercera dimensión. Tiene el mismo aspecto que antes; pero ya sabemos lo engañosas que pueden ser las apariencias. —Arrugó la frente—. Nada parecido a esto nos ha sucedido con anterioridad, Fran. Hemos visto cómo cambiaban los paisajes, pero esto es diferente: es más bien como si fuera el tiempo el que se hubiera alterado, en lugar del espacio.
—El juego ha cambiado —repitió pensativo Fran—. ¿Es eso lo que es, Índigo? ¿Un juego?
—Un juego. Una representación. —Índigo sonrió sin ganas—. Tú deberías reconocerlo mejor que yo, es lo tuyo. —Volvió a pasear—. Desde que penetramos en este mundo el demonio ha estado jugando con nosotros. Hemos aprendido algo; hemos cometido errores, pero éstos nos han proporcionado lecciones muy valiosas. Y por eso ahora creo que quienquiera que haya creado este pequeño espectáculo ha decidido cambiar algo más que el escenario. —Pensaba mientras paseaba, y su mente se movía con rapidez mientras buscaba a tientas su objetivo—. Pienso... no; creo que la clave que hemos estado buscando ha sido colocada en nuestras manos, pero hemos de saberla descubrir. —Se quedó en silencio para luego continuar—: ¿No has perdido nunca nada en medio de una total oscuridad, y te has vuelto medio loco buscándolo antes de descubrir que lo tenías justo delante de las narices?
—Muy a menudo —gruñó Fran.
—Entonces aplica ese principio ahora. Mira a tu alrededor. Y recuerda lo que dijiste sobre el centro del laberinto.
—¿Este lugar? —inquirió, comprendiendo.
—El baluarte del demonio. Sí, creo que lo es. —Índigo se volvió, y levantó los ojos para mirar el negro e invisible cielo—. ¡Lo creo! —repitió, y alzó la voz hasta convertirla en un grito que rebotó en el muro que los rodeaba—. ¿Me oyes? ¡Sé dónde estás!
Se produjo una sorda implosión, y una violenta sensación de aire que era desplazado. Fran lanzó un juramento, e introdujo los dedos en los oídos al sentir cómo la presión crecía en su cabeza. Durante un terrible instante toda sensación desapareció, como si el mundo hubiera dejado de existir de repente. Entonces la conciencia regresó como un estallido: el mundo había cambiado.
Estaban en una enorme sala vacía y en penumbra, sin ventanas pero con muchas puertas en forma de arco, todas cerradas, que se alzaban sobre el suelo de baldosas. Una vez más, la débil luz gris azulada que se filtraba por la habitación seguía sin tener un origen visible; sombras silenciosas se acurrucaban en los rincones, y el techo se perdía en la semioscuridad.
Fran se dio la vuelta despacio, los ojos fijos en aquel sombrío lugar, y por fin pareció recobrar la voz:
—Madre de Toda la Vida... Tenías razón, Índigo. ¡Hemos encontrado el centro de esa cosa!
Índigo no le respondió; porque no compartía su convicción. Algo no encajaba en lo que los rodeaba. Desde un ángulo indirecto las columnas, las baldosas y las puertas parecían sólidas, pero cada vez que intentaba enfocar la mirada directamente a un lugar concreto, los contornos se volvían ligeramente borrosos, como si les faltase nitidez. Puede que estuvieran muy cerca del centro del laberinto, pensó; pero esto no era exactamente el centro. No del todo...
—Jamás había visto algo parecido.
Fran, ignorante de sus dudas, había empezado a pasear por la sala. Su sorpresa inicial daba paso ahora a admirada fascinación, que por el momento al menos había borrado de su mente cualquier otro pensamiento.
—Es como un gran templo que no se hubiera utilizado durante siglos. Crees que podría...
Y se interrumpió al escuchar los dos un sonido procedente del otro extremo de la sala.
Índigo giró sobre sí misma al tiempo que empuñaba la ballesta automáticamente. Algo se movió cerca del suelo en las sombras de una esquina en la que había una columna; se oyó algo que resbalaba y luego un juramento ahogado.
—¡Es Esti! —exclamó Fran abriendo los ojos de par en par.
—¡Fran, no! —le gritó Índigo asustada mientras él empezaba a correr por la sala.
La muchacha vio un destello de pelo rojo; luego, de una forma que recordaba horriblemente a aquella en que el anterior fantasma había surgido ante ella de entre los arbustos del jardín, Esti emergió de la oscuridad a cuatro patas. Lanzó un grito de angustiado alivio al ver a Fran, intentó ponerse en pie, y se desplomó sobre el suelo.
—¡Esti! Es, vamos adelante, todo está bien ahora; ¡todo está bien! —Fran extendió la mano y empezó a tirar de ella para ponerla en pie, pero la voz de Índigo interrumpió chillona sus palabras de ánimo.
—¡He dicho rao! Retrocede..., ¡apártate de ella!
Sorprendido, volvió la cabeza, y vio a Índigo de pie con la ballesta cargada y apuntando al corazón de su hermana.
—Índigo, ¿qué haces? —protestó Fran—. ¡Es Esti!
—¿Cómo lo sabes?
La expresión de Fran se transformó en una de horror. Había olvidado la experiencia sufrida por Índigo, y el color desapareció de su rostro.
—Santo cielo..., no pensarás... —Soltó a Esti como si fuera una serpiente venenosa y retrocedió.
—¡Fran! —gimoteó Esti—. ¡Índigo! ¿Qué te sucede? No comprendo. ¡Fran, va a matarme!
—No voy a disparar —dijo Índigo con suavidad—, a menos que me des motivo. Ven hacia mí. Acércate.
Confusa y aterrorizada, Esti miró suplicante a su hermano.
—Fran...
—Haz lo que dice, Esti. —Los ojos de Fran eran recelosos—. Si eres lo que pareces, no te hará daño.
—Pero...
—No discutas. Limítate a hacerlo.
Temblando, Esti empezó a avanzar muy despacio en dirección a Índigo. Mientras se acercaba, Índigo bajó la ballesta: si era un fantasma, no serviría de nada. Sacó el cuchillo de su funda. Cuando la temblorosa muchacha se detuvo delante de ella, le ordenó:
—Extiende la mano. La mano que te quemaste.
Esti obedeció. Las ampollas eran aún visibles, rodeadas de piel arrugada. Pero no era suficiente prueba, y antes de que Esti pudiera protestar o apartar la mano, Índigo soltó la ballesta y le sujetó la muñeca con fuerza.
—Lo siento —dijo—, pero no hay otra forma de estar seguro. —Y presionó la punta del cuchillo contra el pulgar de la muchacha.
Esti aulló como un gato escaldado, más por rabia que por dolor, y dio un salto atrás, liberando la mano con un violento gesto. Contempló perpleja la brillante gota de sangre que había aparecido en su dedo y luego levantó la cabeza y sus ojos furiosos llamearon.
—¡Mala bestia!
—¡Esti! —Fran se interpuso al ver que ella se lanzaba sobre Índigo, intentando arañarla. Esti lanzó una maldición y procuró apartarlo, pero él le sujetó los brazos a la espalda al tiempo que le gritaba—: ¡Tenía que hacerlo! Pensábamos que eras una ilusión... ¡ya ha sucedido antes!
El rostro de Esti se quedó rígido y dejó de debatirse.
—¿Pensasteis que yo era una ilusión? —Su expresión varió por completo—. ¡Oh, vaya, qué divertido! ¡Después de todo lo que he pasado, es una broma horrible y de mal gusto. —
Y estalló en lágrimas.
—Lo siento —se disculpó Índigo con genuina contrición.
Intentó tocar a la muchacha, pero Esti se apartó con rapidez para volverse hacia Fran en busca de consuelo. Fran miró a Índigo por encima de la cabeza inclinada de su hermana y enarcó las cejas en un gesto de impotencia, e Índigo se apartó: se sentía avergonzada y culpable al mismo tiempo que se preguntaba en qué forma podría convencer a Esti de que no había querido hacerle daño ni asustarla. No sabía por qué clase de pruebas habría pasado la muchacha, pero su propia experiencia le permitía una suposición bastante aproximada. Sin embargo no había existido otra forma de estar segura. Había tenido que poner a prueba a Esti.
Quizá, pensó, tendría la oportunidad de redimirse más adelante. Por el momento, lo más sensato era dejar a Fran a solas con su hermana. Empezó a pasear por la sala, con la cabeza, levantada en dirección al oculto techo mientras intentaba no escuchar los susurros entrecortados y vacilantes de Esti mientras Fran la instaba a relatar lo que le había sucedido. En medio del furor de los últimos minutos, las implicaciones de su llegada a aquella extravagante sala habían quedado momentáneamente borradas de su mente; ahora, no obstante, empezó a considerarlas de nuevo, y a calcular, también, que podía ocultarse en el fondo de su inmediata sospecha de que esto no era exactamente el final de su viaje.
Las puertas. Se detuvo y contempló a la que tenía más cerca. Aparte del hecho de que sus contornos seguían sin querer mostrarse en toda su nitidez, poseía un aspecto muy normal, la parte alta del arco justo a la altura de su propia cabeza. ¿Cuántas había? Empezó a contarlas; perdió la cuenta, lo intentó otra vez, fracasó por segunda vez. Aquel peculiar desplazamiento visual... era como si las puertas se negaran maliciosamente a ser contadas: pensó que había doce, o trece o a lo mejor incluso catorce, pero no podía estar segura.
Esti y Fran seguían hablando. Esti parecía haber dejado de llorar ahora y estaba más tranquila, Índigo los observó por un momento, luego devolvió su atención a la puerta. Tenía un simple pestillo, y extendió la mano, al tiempo que se preguntaba si conseguiría tocarlo o si resultaría intangible. Sus dedos se cerraron en torno al frío metal: vaciló por un fugaz momento, luego levantó el pestillo y, con mucho cuidado, empujó...
La puerta se abrió. Tras ella, un oscuro jardín cubierto de arbustos mohosos apareció ante sus ojos. Las hojas se agitaban perezosas; y le pareció escuchar el gotear del agua en alguna parte...
Cerró la puerta otra vez y se quedó mirándola pensativa por algunos instantes. El tercer jardín. Dirigió otra rápida mirada a Fran y a Esti, vio que no le prestaban atención, y avanzó hacia la siguiente puerta.
De nuevo, el pestillo se levantó con facilidad. Esta vez, Índigo se encontró contemplando un espeso e impenetrable bosque de árboles negros, turbadoramente inmóviles...
Siguió adelante. Al abrir una tercera puerta, se encontró con el páramo, desolado y árido, el lejano horizonte dibujado por una delgada línea plateada, como si una luna anormal estuviera a punto de alzarse.
Paisajes nocturnos de este mundo espectral, ecos de sus propias experiencias... Desde luego, a esta sala se la podría comparar con el centro de una tela de araña, de la que surgían todas las avenidas. ¿Pero estarían todas las escenas que se ocultaban tras sus puertas sacadas de experiencias del pasado, o habría en algunas imágenes del futuro?
Índigo se dirigió hacia la cuarta puerta. Se abrió, como las otras, sin hacer el menor ruido.
Y más allá del umbral, en una oscuridad tan intensa que resultaba casi física, una enorme sombra vaga e informe se agitó.
El corazón le dio un vuelco y cerró la puerta a toda velocidad, al tiempo que se daba la vuelta y respiraba profundamente para tranquilizarse. No había visto nada con claridad, pero su imaginación se había desbocado, y las imágenes del Caminante Pardo y de otros innumerables e innombrables horrores afluyeron a su mente. Se dijo con firmeza que, al igual que todo lo demás en este lugar, no eran más que imágenes inofensivas, reflejos, y extendió la mano, decidida a dominar sus temores y abrir otra vez la puerta. Pero antes de que pudiera tocar el pestillo por segunda vez, una voz dijo a su espalda:
—Índigo...
Todos sus nervios estaban en tensión, y dio un violento respingo.
—¡Fran! ¡Por la Madre, me has asustado!
—Esti tiene algo que decirte —le dijo Fran con una débil sonrisa de disculpa.
Esti estaba de pie a poca distancia detrás de él. Su rostro tenía una expresión acobardada y confusa, y se retorcía las manos, Índigo se acercó a ella, y de repente la muchacha se sonrojó violentamente, y dijo de corrido:
—¡Índigo, lo siento! Si no hubiera sido por mi culpa, nada de esto habría sucedido, y para empezar, no nos habríamos separado y Fran me lo ha contado todo y comprendo por qué tenías que ponerme a prueba, y, ¡oh, al diablo! —Apretó los puños—. ¡Nunca he podido disculparme como es debido!
—Ni yo tampoco. —Índigo le sonrió, y sintió una tranquilizadora y muy bienvenida oleada de alivio—. Pero yo también lo siento, Esti. —Tomó la mano de la muchacha y ésta le devolvió el apretón—. ¿Amigas?
Esti asintió con la cabeza.
—El problema era —dijo la muchacha con voz forzada— que todo parecía muy real. Y luego cuando todo empezó a ir mal, y recuperé el juicio... bueno, Fran te lo contará. No puedo contarlo otra vez. Me siento como una idiota.
Índigo dirigió una rápida mirada a Fran y vio en su rostro la confirmación a sus suposiciones.
—No creo que ninguno de los dos tenga que explicar nada —le dijo a Esti—. La imagen tuya que fue enviada a engañarme fue un simulacro muy bien hecho... incluso me contó la verdad.
—Es algo sobrenatural —intervino Fran—. Es la misma historia que la falsa Esti te contó, casi con las mismas palabras.
—Empiezo a sospechar que nuestro diabólico amigo posee un cierto sentido del humor, aunque eso sí: perverso —repuso Índigo; se volvió, e indicó en dirección a la pared—. Y me parece que ahora puede que tengamos que enfrentarnos a otro ejemplo de sus bromas. He visto por mí misma lo que hay detrás de esas puertas, y creo que está jugando a un nuevo juego.
Fran y Esti la escucharon con creciente interés mientras les describía las escenas que le habían mostrado las puertas. Abrieron otra vez las dos primeras puertas, para contemplar el jardín putrefacto y malsano y el bosque petrificado, y mientras Fran cerraba la segunda puerta, Esti preguntó:
—¿Qué hay de las otras? ¿Cuántas hay?
—No estoy segura —admitió Índigo—. He intentado contarlas pero no lo he conseguido nunca.
—Y cada una parece conducir a una parte diferente de esta dimensión. —Fran paseó la mirada a su alrededor, examinando toda la sala—. Me pregunto, ¿qué sucedería si intentásemos salir por una de ellas?
—No lo he probado —repuso Índigo con una risita seca.
—No. No; eso no sería sensato, ¿verdad? Al menos, no hasta que sepamos qué hay detrás de cada una.
Esti avanzaba hacia otra de las puertas, una que Índigo aún no había explorado, e Índigo le gritó:
—¡Ten cuidado, Esti! No creo que sean tan inocentes como parecen.
Esti vaciló y se volvió hacia ellos para decir:
—No lo sabremos hasta que lo probemos, ¿no? —Entonces sus ojos se abrieron desmesuradamente—. ¿Qué sucedería si... si papá y Cari estuvieran detrás de una de ellas?
«O Grimya», pensó Índigo involuntariamente, y el pensamiento fue seguido de una punzada de angustia. Habían sucedido tantas cosas desde aquel espantoso encuentro con la manada de lobos que apenas si había pensado en Grimya. ¿Pero estaría ella allí, ella y sus fantasmagóricos seguidores, detrás de una de las puertas? ¿Hechizada, y aguardando, y hambrienta?
No dijo nada cuando Esti abrió la siguiente puerta, pero cuando la muchacha lanzó un agudo grito de sorpresa, el corazón le dio un vuelco y se le puso la carne de gallina. Esti, no obstante, miraba al otro lado de la puerta con estupefacta fascinación en lugar de miedo, e Índigo se atrevió por fin a mirar.
No había lobos; ni el Caminante Pardo ni el Jachanine, ni ninguna otra monstruosidad que se arrastrara por la oscuridad. En lugar de ello, el panorama de detrás de la puerta se perdía en miles de kilómetros de nada, bajo un firmamento cubierto de frágiles estrellas. A sus pies, a una distancia que paralizaba la mente, un paisaje inquietante giraba despacio como una titánica rueda bajo capas de nubes, iluminado durante breves y explosivos instantes por rayos que se bifurcaban, violentos y silenciosos, por entre sus abrasadas colinas.
El vértigo se apoderó del estómago de Índigo y también de su sentido del equilibrio, y Eran gritó apremiante:—¡Esti! ¡Ciérrala otra vez, por nuestro bien!
La puerta se cerró de golpe, el vertiginoso panorama desapareció, y Esti se estremeció.
—¡Uff! —Meneó la cabeza como para despejarla—. Un paso al otro lado de esa puerta, y... —Hizo un muy expresivo gesto descendente con una mano.
—Tenemos un problema —dijo sombría Índigo—. Está claro que no conseguimos nada quedándonos aquí: pero ¿por qué salida optar?
Eran se encogió de hombros, al tiempo que examinaba la sala otra vez con detenimiento.
—Sólo hay una forma de saberlo, ¿no creéis? Tendremos que abrir cada una de las puertas y ver qué hay al otro lado. Hasta que lo hayamos hecho, no veo cómo podremos tomar una decisión.
Tenía razón e Índigo reprimió su irracional negativa a estar de acuerdo con él.
—Muy bien, muy bien. Empecemos con la que viene después de la que ha abierto Esti, y vayamos dando la vuelta.
Empezaron a recorrer el perímetro de la sala, mientras abrían una puerta tras otra. Algunas de las imágenes que encontraron detrás de las puertas eran reflejos de escenas que ya habían visto en aquel mundo diabólico: el páramo, los riscos sobre el río, los desiertos jardines; pero otras resultaban espeluznantes, aterradoras a veces. Una daba a un bosque; no el bosque inmóvil y silencioso que habían visto antes, sino a un lugar sombrío, exuberante y salvaje de enormes y estremecidas hojas, zarcillos que serpenteaban y punzantes espinas, erizados de feroz y primitiva vida propia. De aquellas profundidades que se agitaban furiosas surgían horrorosos sonidos, como si un millar de bestias deformes lucharan a muerte entre los árboles. Otra puerta se abrió para mostrar unas neblinas arremolinadas y asfixiantes, y un espectral sonido de cánticos, que parecían proceder de un lúgubre coro. Tras la siguiente se encontraron ante la nada: un vacío tan completo que retrocedieron deprisa con una nauseabunda sensación de sorpresa, y cerraron el portal sin dedicarle más que un breve vistazo. Una cuarta puerta les mostró un paisaje de impresionante belleza, bosques y colinas y arroyos bajo un suave sol, y sin embargo impregnado de una aureola de total e implacable maldad.
La búsqueda siguió incesante, imagen tras imagen, cada una diferente pero sin que ninguna les ofreciera la menor pista ni la menor esperanza; hasta que, cuando Índigo iba a abrir el pestillo de otra más, Fran la detuvo para decir:
—Espera un momento. ¿Cuántas hemos abierto? ¿Te acuerdas?
—Quince —respondió de inmediato Esti—: las he contado.
—Yo he contado dieciséis. —Índigo arrugó la frente—. O diecisiete..., no estoy segura.
—No; y yo he contado trece, que es otra cantidad diferente. —Fran dio un paso atrás y miró furioso a la hilera de puertas—. Antes, intentaste contarlas y no pudiste. ¡Me parece que esto es otro juego! Podemos dar vueltas eternamente, abriendo una puerta tras otra y encontrando siempre un paisaje diferente detrás de cada una.
Índigo y Esti se quedaron en silencio durante unos minutos. Esti empezó a contar las puertas, pero se dio por vencida con un enojado movimiento de cabeza.
—Creo que Fran tiene razón, Índigo. Podríamos seguir así hasta que la cabeza nos diera vueltas. Así pues —miró a su hermano con curiosidad—, ¿qué vamos a hacer?
—Tengo una idea —respondió Fran—, aunque no sé si conseguiremos algo que valga la pena. Abramos todas las puertas otra vez y dejémoslas abiertas. Veamos qué nos revela eso. Si algo está jugando con nosotros, eso puede obligarle a efectuar un nuevo movimiento.
—Vale la pena probarlo —asintió Índigo; se dirigió a la puerta que tenía más cerca, levantó el pestillo y la abrió de par en par.
Fran y Esti siguieron su ejemplo y empezaron a ir de puerta en puerta. A medida que las puertas se abrían, toda una cacofonía de sonidos dispares llenó la sala; el espantoso canto coral, las bestias monstruosas que luchaban en aquel bosque primitivo, suspiros, gemidos, los lejanos y resonantes aullidos de un vendaval, Índigo apretó los dientes con fuerza cuando los sonidos aumentaron de intensidad, asaltando sus sentidos; las palmas de sus manos estaban empapadas de sudor y deseó gritar pidiendo que se acallara todo aquel estrépito; pero se obligó a pasar de una puerta a otra sin detenerse, levantando un pestillo, y otro, y otro.
Y entonces llegaron a la última de las puertas, y cuando Fran la abrió, todos los sonidos cesaron al instante.
—¿Qué... ?
La sorprendida y truncada pregunta de Esti resultó chillona en el repentino silencio, Índigo miró a la puerta que acababan de abrir y vio que la escena que se desarrollaba al otro lado —una bandada de pájaros que volaban por un tormentoso cielo nocturno— permanecía inmóvil, como si el tiempo se hubiera detenido. Desvió la mirada rápidamente a las otras puertas abiertas, y vio lo mismo. Todo sonido y movimiento se había detenido; y de repente percibió una sensación de cambio inminente.
—¡Mirad! —La aguda exclamación de Esti la hizo girar en redondo.
En el extremo opuesto de la sala, entre dos de las puertas abiertas, había aparecido un tercer portal de mayor tamaño. Su superficie era negra, petrificada casi por el tiempo; y no tenía pestillo, ni se le veían bisagras.
—¡Ah! —Los ojos de Fran se iluminaron llenos de ansiedad—. ¡Ya pensé que algo así podría suceder!
Empezó a avanzar hacia la puerta, Índigo y Esti lo siguieron, y los tres se detuvieron ante ésta.
—No hay forma de abrirla —dijo, nerviosa, Esti.
—Empújala —le instó Índigo.
Fran extendió la mano. Pero antes de que pudiera tocar la puerta, ésta se estremeció, y los tres dieron un salto atrás al ver que el portal empezaba a abrirse solo. Se balanceó hacia atrás despacio, revelando una total oscuridad al otro lado, y Fran dio un cauteloso paso hacia adelante.
—No veo nada... creo que hay una habitación ahí, pero...
Y sus palabras murieron bruscamente cuando una luz de un blanco azulado llameó en la oscuridad.
Dentro de la luz había algo. Tenía forma humana... y cuando la deslumbrante luz se apagó dio un paso adelante, adoptando la figura de una criatura, descalza y ataviada con un simple tabardo, de ojos brillantes y con una aureola de cabellos plateados coronando su cabeza. Miró a cada uno de ellos por turno, luego su extraña mirada se clavó en Índigo.
La sangre había desaparecido del rostro de Índigo, dejándolo blanco como el papel. Sentía una sensación de náusea en la garganta, y contemplaba a la criatura que tenía delante con asombro y repugnancia.
El ser sonrió, mostrando unos agudos y feroces dientes de gato. Y Némesis, el peor de los enemigos de Índigo, la criatura creada de las profundidades más siniestras de su propia alma, dijo:
—Bienvenida, hermana. Te esperaba.