CAPÍTULO 18


—¡Muchacha, me siento tan feliz! ¡Tan feliz!

Constan no quería soltar la mano de Índigo que había sujetado con fuerza mientras ella le contaba que Fran y Esti estaban bien. El hombre sacudió la cabeza, al tiempo que repetía sus palabras una y otra vez.

Índigo todavía temblaba como consecuencia de su experiencia, pero su calma regresaba poco a poco. En el exterior, la plaza estaba tranquila y silenciosa. La quimera, terminado su trabajo, se había disuelto y desaparecido de aquel mundo, y la manada de lobos se había escabullido de modo furtivo en la oscuridad privada de su presa. Estaba segura de que seguían allí, de que aguardaban su siguiente movimiento, pero, por el momento al menos, no resultaban una amenaza. Y con severa determinación, se esforzaba por no pensar en Grimya.

El fuego que Constan había encendido con una silla rota se había consumido ya hasta convertirse en rescoldos y la habitación del desván estaba sumida en una espesa penumbra. Al parecer Constan no había tenido ningún problema para encontrar materiales con que crear y encender una fogata en la taberna, y tampoco la menor dificultad en persuadir a las llamas de que prendieran, Índigo sospechó que la ignorancia del buen hombre era lo que lo había ayudado: no sabía nada sobre la naturaleza del mundo del demonio, y aquella inocencia lo había protegido de gran parte de la perversidad de éste.

Ella y Constan habían intercambiado rápidamente un somero relato de sus aventuras; por el momento Índigo tenía cuestiones más urgentes de las que ocuparse. Pero desde luego Constan había pasado por varias ilusiones de pesadilla antes de llegar allí. Se negó a detallar los horrores que lo habían acosado, pero por lo que ella misma había experimentado, la muchacha podía hacerse una muy buena idea de lo que había sucedido. Sólo una cosa había mantenido su decisión de seguir adelante, le dijo Constan. Su mirada se deslizó hacia un rincón de la habitación donde, tendida sobre un montón de esteras y almohadones requisados en los pisos inferiores del Tonel de Manzanas, yacía Can al parecer sumida en un tranquilo pero profundo sueño.

El alivio experimentado por Índigo al verla fue mayor de lo que podía expresar. Con el recuerdo de la otra durmiente dolorosamente vivo en su mente había temido lo peor; pero parecía como si o bien el demonio no se había decidido aún a fijar su ávida atención en Cari, o de alguna forma misteriosa la presencia de su padre había actuado como factor amortiguador de su nociva influencia. Por lo que Constan le había dicho, no había resultado fácil. Cari había luchado como un animal salvaje cuando intentó desviarla de su camino. Constan casi lloraba mientras le describía la fuerza bruta que se había visto obligado a utilizar para dominarla, y los morados de los brazos y la mandíbula de Cari daban testimonio de sus desesperadas medidas. Pero por fin, y de forma repentina, el poder que dominaba a Cari había cedido, y ella se había desplomado a sus pies, sumida aún en aquel profundo sopor pero al menos sin luchar contra su padre. Desde aquel momento la había transportado en brazos hasta que, al encontrarse con un sendero que le resultaba familiar, lo había seguido hasta llegar aquí.

No obstante, Constan no había podido contarle nada de la forma en que Grimya había llegado a su situación actual. Después de penetrar a través de los espinos se habían separado casi de inmediato, y en su preocupación por Cari, Constan se había olvidado de la loba hasta que, mucho más tarde, había oído un aullido que surgía de la lejana oscuridad. Había gritado en un intento por localizar el origen del aullido; pero en cuanto gritó el nombre de Grimya se vio contestado por un coro de espectrales gañidos, y temeroso de atraer la atención sobre él decidió no volver a llamar a la loba. No había descubierto la verdad hasta que, con Cari en brazos, había penetrado por fin agotado y con los pies doloridos en esta ciudad fantasma, y se había encontrado a la manada de lobos esperándole con Grimya a la cabeza. En ese momento, admitió sombrío Constan, había pensado que su vida había tocado a su fin; pero los lobos no habían atacado. En lugar de ello lo habían dejado pasar con su carga, se habían limitado a observarlo hasta que la puerta del Tonel de Manzanas se había cerrado a su espalda antes de desaparecer de modo furtivo. Pero él había reconocido perfectamente a Grimya.

Constan envió un mensaje silbado a Fran, en el que le decía que todo iba bien y que Índigo había llegado sana y salva. Fran confirmó la recepción del mensaje y añadió dos cadencias que significaban debemos reunimos todos y deprisa. Pero ¿cómo —se preguntó Índigo— podría ella conseguir que Fran y Esti cruzaran la plaza sin sufrir daño? El que fuera Constan quien cruzara hasta la Casa de los Cerveceros quedaba del todo descartado; el peso de Cari le estorbaría demasiado si los lobos decidían atacar, Índigo debía regresar sola, y encontrar la manera de traer a los otros con ella. No resultaba una perspectiva agradable, pero la muchacha creía que podría hacerlo, ya que la quimera le había enseñado una valiosa lección. Si pudiera transmitirla a Fran y a Esti, entonces al menos existiría una esperanza.

Constan no se sentía muy dispuesto a dejarla marchar otra vez, pero acabó por reconocer que no tenía otra elección. No había presenciado lo ocurrido durante la primera travesía de la plaza, ya que en cuanto Fran había mandado la señal de prepárate, había corrido escaleras abajo hasta la puerta principal de la taberna y aguardado su llegada. Personalmente, Índigo daba gracias por ello. No había intentado explicar a Constan la naturaleza de las ilusiones de aquel mundo y cómo podían controlarse, y no pensaba hacerlo, ya que sentía la profunda convicción de que cuanto menos comprendiera Constan, más valiosas resultarían sus aún inexplotadas habilidades.

Lo persuadió de silbar va hacia ti: prepárate en dirección a Fran y, con el corazón palpitando con fuerza, descendió las escaleras de la posada. Esta vez había decidido no intentar enfrentarse a la manada, sino simplemente cambiar de forma y correr con toda la rapidez de que fuera capaz en dirección a la Casa de los Cerveceros.

Los espectrales lobos parecían haberse reunido en este lado de la plaza, lo cual le daba una ligera ventaja, ya que no habría ninguno que le cortara el paso o le viniera de cara. Con suerte, y el elemento sorpresa, consideraba que podía ser más rápida que ellos sin necesidad de recurrir a la quimera, o a cualquier otro poder.

Una vez más, sintió el tronar de su pulso, y aquella sofocante tensión mientras abría la puerta con cuidado. La imagen de la loba de pelaje gris rojizo se formó en su mente —esta vez apareció con más rapidez, como si hubiera estado esperando su llamada—, su hocico se alzó para olfatear el aire, sus patas traseras se prepararon para el salto...

Índigo salió disparada por la puerta a toda velocidad, la cabeza gacha, las patas proyectándola hacia adelante. Oyó cómo se elevaba el clamor de aullidos, y su intensificado instinto reconoció furia en los gritos de alerta. La confusión de los lobos le produjo una torva satisfacción de la que extrajo renovadas energías, e incluso cuando la manada se lanzó tras ella entre aullidos supo que esta vez había sido más veloz que ellos. Delante de ella, la puerta de la Casa de los Cerveceros se abría; vislumbró el borroso óvalo blanco del rostro de alguien. Los lobos se acercaban, pero no eran lo bastante rápidos, y con un último y tremendo esfuerzo se lanzó contra el portal y penetró sin detenerse hasta ir a chocar contra una figura humana que lanzó un grito mientras ambos caían al suelo en un revoltijo de piernas, pelos y...

Se encontró tumbada sin aliento y jadeante sobre el último peldaño de la escalera que era el que había detenido su caída, y agarrada a la barandilla mientras la loba-Índigo se desvanecía y la forma humana regresaba. Escuchó cómo alguien cerraba precipitadamente la puerta, y el ruido sordo de la barra al regresar a su lugar, luego unas manos la ayudaron a darse la vuelta y sentarse, y vio a Fran y a Esti que la miraban con asombro.

Esti hizo un gesto religioso, pero no pudo articular palabra. Fran la contemplaba con franca admiración.

—¡Lo has controlado! —Estaba impresionado—, ¡Índigo, lo has controlado! Y esa... esa

criatura... —Hizo un gesto de impotencia, incapaz de describir la quimera con palabras.

—¿Lo has visto? —Índigo se esforzó por recuperar el aliento.

—Esti no quería mirar, pero yo... —su voz se apagó y el movimiento afirmativo de su cabeza terminó en una sacudida enérgica—. Por la Diosa...

Índigo se puso en pie con dificultad. Había recuperado el aliento lo suficiente como para subir las escaleras ahora, al menos eso creía; y tenía tanto que decir...

—Regresemos a la habitación de arriba. Hemos de indicar a tu padre que he llegado bien.

Y luego tenemos que hacer planes.

Desde el balcón Fran envió un nuevo mensaje silbado al otro lado de la plaza, del que Constan acusó recibo, Índigo sospechó que el buen hombre no había presenciado su transformación, y se sintió aliviada; aunque cómo reaccionaría a lo que —si su idea surtía efecto— regresaría a la posada desde el otro extremo de la plaza, era algo que no se atrevía ni a imaginar.

Le satisfacía que Fran, al menos, hubiera visto tanto su conversión en lobo como la quimera, ya que reforzaría su propia voluntad y decisión. Dio por seguro que Fran, en su juvenil orgullo, se sentiría firmemente decidido a igualarla en todo. Lo que Índigo había aprendido de su propia experiencia le había proporcionado la clave que desbloquearía los poderes de Fran y Esti, como había sucedido con los suyos.

Y así pues, les relató su plan. Fran y Esti la escucharon con creciente excitación, pero esta excitación se veía suavizada por una cierta inquietud, y Esti expresó en voz alta la duda que se pintaba en los ojos de ambos.

—Índigo, es una idea espléndida. ¿Pero cómo vamos a conseguirlo? Tú posees la habilidad: lo hemos visto con nuestros propios ojos. Pero ¿qué hay de Fran y de mí? De momento sólo hemos conseguido transformaciones muy insignificantes. ¿Cómo podremos conseguir lo que esto nos exigirá?

—Eso tiene una respuesta muy simple —repuso Índigo—. Es lo que tú dijiste antes, Fran: el acicate del miedo puso en marcha mi habilidad para conjurar la quimera. Estaba acorralada, atrapada; tenía que salvarme, y no había tiempo para pensar con claridad. De modo que me he limitado a reaccionar.

—Y la quimera apareció. —Los ojos de Fran estaban muy pensativos—. Sí. Comprendo. Así pues, si Esti y yo nos vemos en el mismo apuro. „

—Es peligroso —admitió Índigo—. Pero no se me ocurre otra forma de que los tres lleguemos hasta donde están Constan y Cari. Y si funciona...

Si —interpuso Esti.

—Esti, no estoy subestimando el riesgo. Pero es nuestra única posibilidad, y si funciona, entonces destruirá la última barrera.

Índigo vaciló. Se había sentido indecisa sobre si debía intentarlo, pero decidió que debía hacerse si quería convencer a sus compañeros. Sólo pedía no estar equivocada sobre sus propias habilidades; pero como Constan habría dicho sin duda, las medias tintas no convencen a un público hostil. Hay que entregarse, hay que dar todo lo que se tiene, o se deja de actuar.

—Mirad ahí —dijo, e indicó al otro extremo de la habitación.

Volvieron la cabeza, e Índigo reunió toda su fuerza de voluntad. En un principio nada sucedió; se concentró con más fuerza, entonces sintió el chispazo de la adrenalina...

Esti lanzó un grito agudo, y Fran se quedó boquiabierto. Un árbol había aparecido en la esquina; un joven abedul con su moteada corteza gris plata y las tiernas hojas de un brillante verde primaveral. Parecía crecer del suelo, y sus hojas se estremecían como movidas por la brisa.

Llena de alegría, Índigo se concentró otra vez. Esto no era la muerta sombra de Bruhome sino un claro de un bosque de su propio país. Podía verlo, sentirlo, olerlo...

De la base del árbol empezó a extenderse la hierba como una ola envolvente. Flores diminutas cubrían la verde alfombra: parecían tan reales que creyó que podría haber

extendido la mano y arrancado una, y su nariz se ensanchó al llegarle aquel nuevo olor a heno fresco que de repente aparentaba llenar la habitación.

—Es increíble... —la voz de Esti estaba llena de asombro.

Fran cerró los ojos, se pellizcó el puente de la nariz y luego volvió a mirar, como si esperara que la visión se desvaneciera. Pero Índigo sabía que no se desvanecería; no a menos que ella lo deseara así. Ilusión sobre ilusión: había impuesto su voluntad sobre este mundo irreal. Era la prueba definitiva, y había tenido éxito.

—El miedo me abrió la puerta —dijo muy despacio pero con gran énfasis—. Y creo que puede hacer lo mismo por vosotros. —Otra pausa—. Puede que me equivoque, y no puedo tomar la decisión final...

Fran la miró fijo.

—Pero ¿crees que podemos hacerlo?

—Sí —asintió Índigo.

Se produjo un largo silencio. Luego Fran volvió a hablar:

—Bien, pues. Eso es suficiente para mí. —Levantó la cabeza, miró algo indeciso al árbol y luego se volvió hacia su hermana—. Hemos de llegar hasta papá y Cari de alguna forma, Esti. Y me da la impresión de que podríamos quedarnos aquí sentados para siempre sin encontrar una forma más segura. De modo que yo digo que lo probemos.

Esti pareció vacilar pero al fin repuso:

—Sí. —Parpadeó, y echó hacia atrás la melena en un gesto de forzada seguridad—. Es el único camino.

Índigo dio las gracias en silencio, al tiempo que reprimía el gusanillo de la conciencia. Tenía que confiar en su propio juicio y estar segura de que no conducía a sus amigos al desastre. De lo contrario, ¿qué esperanza les quedaba?

—Y cuando lo hayamos hecho —dijo Fran—. Si nuestras habilidades aparecen, ¿qué sucederá entonces? Porque me parece a mí que si esto de verdad derriba las barreras, va a cambiar la naturaleza de la representación. ¿Qué crees que pensará nuestro diabólico amigo de ello?

—Tengo una idea —respondió Índigo—, pero no he tenido la oportunidad de meditarla.

—Cuéntanos.

La muchacha vaciló.

—Preferiría no decir demasiado hasta que vuestro padre esté con nosotros, porque para que esto funcione, puede que lo necesitemos a él más que a nadie. Pero... bueno, tú acabas de utilizar la analogía, Fran. La representación. Así es como nos ve el demonio: como marionetas que bailan sobre su escenario al son de su música. —Sonrió, y había algo lupino en su sonrisa que recordaba profundamente a la loba-Índigo—. He pensado que quizá deberíamos darle al demonio precisamente lo que quiere... pero no necesariamente en la forma en que él lo espera.

—¿Una representación? —Esti estaba perpleja.

—Sí, y no. —Índigo dirigió una rápida mirada al árbol que seguía meciéndose con suavidad en la esquina de la habitación, luego al rectángulo del ventanal que daba al balcón—. Prefiero no decir nada sobre ello aún. Esperad hasta que estemos con Constan; entonces podremos discutirlo con más detalle. Por ahora, creo que sería mejor que nos concentrásemos en el problema más inmediato. Después de todo, si esto no lo solucionamos con éxito, de nada servirá discutir otros planes.

Fran y Esti asintieron, aunque con cierta desgana, y empezaron a prepararse. Las posesiones que habían traído con ellos al mundo del demonio habían quedado reducidas a unos míseros restos, y los repartieron entre ellos de manera equitativa, asegurándose de que cada uno llevaba el menor peso posible. Sus provisiones de agua eran muy escasas y la comida casi inexistente; y Esti comentó mordaz que resultaba una lástima que no pudieran conjurar algo para comer y beber que fuera más sustancioso que una ilusión. Al oír sus palabras, Fran se quedó como paralizado.

—Agua... —dijo—. Madre Todopoderosa, ¿cómo ha sobrevivido papá sin agua?

Índigo lo miró asombrada. Ni se le había ocurrido que Constan había penetrado en aquel mundo infernal sin llevar siquiera un poco de agua; no obstante, no había demostrado el menor signo de estar sediento, y ni siquiera le había preguntado si llevaba agua con ella. Recordó el fuego que Constan había encendido con materiales de la ilusoria taberna. El yesquero que había funcionado; la silla rota que había alimentado las llamas... ¿Podría la inocencia de Constan haberle llevado incluso a encontrar agua sencillamente porque creía que debía de estar allí? Si así era, entonces Índigo había subestimado gravemente el valor potencial de las habilidades de Constan, y sintió el ardiente nudo de la excitación interior al pensar en qué forma tal ventaja podría ayudarlos en la fase final de su plan.

—Cuando lleguemos al Tonel de Manzanas obtendremos la respuesta que buscamos a ese misterio —dijo en voz alta—. Y cuanto antes podamos hacerlo, mejor. —Los miró por turno—. ¿Habéis decidido en qué imágenes os concentraréis?

—Osos —respondió Esti con firmeza—. Eso es lo que creo que asusta a los lobos. Osos, y esos enormes felinos que viven en las tierras del norte. —Miró a Índigo—. Nunca he visto un felino así, pero sí los he visto en dibujos; ¡y si yo fuera un lobo me aterrorizarían!

—Cualquier cosa que me venga a la cabeza servirá —dijo Fran con una mueca—. ¡Dudo de que tenga la posibilidad de andarme con tantos cumplidos!

Índigo le devolvió la sonrisa con sequedad.

—Probablemente estés en lo cierto. Y aquello que se nos ocurra con más fuerza tendrá mayor poder.

—¿Y tú? —inquirió Fran—. ¿Volverá a ser la quimera?

La joven meditó sobre una ilusión en concreto que podía conjurar, y la idea le produjo un helado aguijonazo en el estómago. Pero no quería revelarla; aún no. —No. No será la quimera. Será muy diferente.

Y así, por tercera vez se produjeron la jadeante espera, el cerrar los ojos con fuerza y las silenciosas oraciones pidiendo buena suerte. Esta vez, no obstante, la cuadrada y áspera palma de Fran se cerraba sobre la mano derecha de Índigo, mientras que los dedos más pequeños y suaves de Esti aferraban su mano izquierda. Y por un instante de la más pura fantasía, Índigo volvió a sentirse mentalmente parte de la Compañía Cómica Brabazon, de pie y lista junto con sus amigos y colegas durante el breve y excitante momento que precede a la salida al escenario.

«Eso era. Había que mantenerlo; mantén esa imagen, no la pierdas. » De repente recordó unos versos que se habían convertido desde hacía mucho tiempo en el chiste privado de la familia cuando se encontraban con una audiencia hostil o apática, y llevada por un impulso recitó las dos primeras líneas en voz alta.

Al escenario subiremos y una reverencia haremos, y si no les gustamos, esto juramos...

Fran ahogó una risita —tensa y aguda, pero risa no obstante— y él y Esti se le unieron para completar el verso.

Cogeremos su dinero, y una vez hayamos acabado,

¡los pies en polvorosa pondremos!

Impulsada por una oleada de temeraria confianza, Esti lanzó un agudo grito tirolés al tiempo que Fran abría la puerta de golpe, y juntos, con las manos unidas todavía, salieron corriendo a la plaza. Por un trepidante momento Índigo casi creyó que realmente salían al escenario, bajo la luz de las antorchas, con un mar de rostros expectantes y manos que aplaudían esperando para darles la bienvenida. Por un instante sintió el balanceo de las tablas de madera bajo sus pies, vio a Esti en su vestido de baile, la pandereta levantada; escuchó el fantasmal rasgueo del violín y el volteo del organillo...

Entonces un aullido surgió de un centenar de fantasmales gargantas y las imágenes se desvanecieron en un remolino, demasiado débiles para mantenerse, y oyó cómo su propia voz gritaba:

—¡Ya vienen! ¡Hacedlos retroceder! ¡Hacedlos retroceder!

Negras formas surgieron de entre las sombras que rodeaban la lúgubre plaza, los ojos rojos refulgentes, las babeantes bocas llenas de dientes totalmente abiertas para capturar a su presa. El momentáneo desafío de Esti se hizo añicos convirtiéndose en un alarido de temor y sus dedos se extendieron rígidos de modo que a Índigo casi se le escaparon de la mano. Corrían, pero los lobos eran más rápidos, y se abalanzaban sobre ellos, cortándoles la retirada, extendiéndose como una diabólica marea, una oleada que los hundiría y acabaría con ellos. Fran lanzó un chillido cuando el primero de aquellos horrores se desvió bruscamente para cortarle el paso y saltó para agarrar su indefenso brazo derecho. El muchacho dio un traspié, esquivó los dientes, que ya se cerraban, por un milímetro, entonces perdió el equilibrio y la mano de Índigo y se alejó tambaleante empujado por su propio impulso que lo hacía girar como una peonza.

—¡Fran! —gritó Índigo con desesperación.

Pero el muchacho no podía escucharla, y ella no tuvo oportunidad de volver a gritar, ya que otro lobo se lanzó sobre ella entre gruñidos y se vio obligada a saltar a un lado para esquivarlo. No había tiempo para razonar: su brazo libre se alzó en un salvaje y mecánico intento de apartar al monstruo, y de repente se encontró con una espada en la mano, que brillaba con un destello maligno, y sintió la sacudida de su brazo, la sintió cuando la hoja se hundió en la carne hasta llegar al hueso, y el lobo, con un espeluznante alarido de agonía, rodó sobre los adoquines mientras la sangre brotaba como un torrente de su cuello cortado.

Esti gritó y se arrojó sobre Índigo, intentando ocultar su rostro en los cabellos de la joven. En medio del caos de oscuridad y figuras que se agitaban y saltaban Fran resultaba invisible, pero Índigo lo oyó chillar en una furia de terror y desesperación. Y Esti también chillada, sus piernas se doblaban, amenazando con arrastrar a Índigo con ella al suelo.

—¡No, Esti! ¡El oso..., llama al oso!

Índigo estaba frenética; su espalda se había estremecido, y no podía recuperar la concentración mientras la muchacha siguiera colgada de ella. Todo salía mal; no podía controlarlo... sus amigos se verían derribados, despedazados...

De pronto un demencial alarido hendió el aire, un chillido agudo hasta límites imposibles que surgió de detrás y por encima de ellos. Los lobos lanzaron un gañido al tiempo que retrocedían momentáneamente, e Índigo se volvió.

Del balcón de la Casa de los Cerveceros caía sobre la plaza un torrente de achaparradas y desgarbadas criaturas. Nuevos chillidos resonaron después del primero, y, brincando y saltando de una forma horrible, aquellas criaturas corrieron sobre los adoquines y se unieron a la refriega.

El corazón le dio tal vuelco a Índigo que por un momento creyó que perdería por completo el control y vomitaría con una mezcla de repulsión y alivio. Lo había conseguido: la imagen que había luchado por implantar en su mente había echado raíces, y surgidos de la noche, de una pesadilla, de su imaginación, los Ahuyentadores, grotescos horrores parecidos a felinos de la mitología de las Islas Meridionales, habían acudido en su ayuda, gimoteando su voraz glotonería. Escuchó el primer aullido de terror cuando seis de ellos cayeron sobre uno de los lobos, tuvo una fugaz visión de un revoltijo de sangre y visceras mientras destripaban al fantasma, y sólo unos momentos más tarde, vio cómo restos de huesos volaban en todas direcciones mientras las horribles criaturas arrojaban los huesos pelados de su víctima a los cuatro vientos. Sus incontables dientes chasqueaban y chirriaban con un sonido espantoso que parecía llenar la plaza; y muchas más surgían como gusanos de la estructura misma de las casas, deslizándose por las paredes, saltando sobre su presa

con demencial e insensata voracidad.

Pero los lobos empezaban a defenderse. Tres Ahuyentadores cayeron bajo el ataque de sus salvajes mandíbulas y se vieron partidos en dos antes de poder reaccionar; y otros, sobrepasados en número, se vieron descuartizados. La manada se recuperaba, y, apremiante, indicándoles que se revolvieran sobre sus atacantes, el aullido de un lobo se elevó por encima del estrépito.

¡Grimya! Pero Índigo no podía verla, no podía llegar a su mente. Y ahora los Ahuyentadores retrocedían bajo el renovado ataque de los lobos. No podían resistir, las ilusiones se rompían, se disolvían...

De repente un bronco rugido sonó a su izquierda. Dos lobos, que habían conseguido salir de la sangrienta lucha, se volvían hacia ella para atacar, y mientras se esforzaba desesperada por recrear la espada no tuvo tiempo de volver la cabeza para mirar. Los lobos se agazaparon sobre el suelo, mostrando los dientes —la espada se materializó, pero era inestable, parpadeaba incesante— y entonces una enorme masa oscura pasó corriendo frente a su campo visual, y un oso gigantesco, con las mandíbulas abiertas y rugiendo furioso, cargó contra los lobos. Los golpeó como un ariete y salieron volando por los aires, aullando y desintegrándose en jirones de humo mientras el oso cruzaba la plaza pesadamente, Índigo oyó cómo Esti volvía a gritar, pero esta vez era un grito de triunfo; y al instante la plaza pareció entrar en erupción, como si las mismas entrañas de la tierra se hubieran abierto, y de todas partes, de todas las calles, de cada una de las casas, surgió una horda de fantasmas que chillaban, aullaban y rugían. Bestias, pájaros, quimeras —gatos gigantes con alas y picos de águila, serpientes con cabeza de caballo, titánicos mastines de pies palmeados— que se abalanzaron sobre aquel mundo diabólico y cayeron sobre la manada de lobos como una marea infernal.

Esti estaba de rodillas, aferrada todavía al brazo de Índigo. Estaban en medio de la refriega, y sin la menor ceremonia Índigo arrastró a la muchacha por encima de los adoquines a toda velocidad, agachándose cuando un búho blanco de seis metros de envergadura pasó casi rozándola para abatirse sobre un grupo de monstruos que luchaban. Los lobos estaban en un estado caótico, olvidada su presa en su desesperada lucha contra este nuevo atacante, e Índigo alcanzó el refugio de una pared, y apretó la espalda contra el muro de piedra al tiempo que intentaba recuperar el aliento. Los ojos de Esti estaban en blanco y su respiración era rápida y entrecortada; un rápido examen de la plaza informó a Índigo de que se encontraban a unos veinte metros del Tonel de Manzanas, y buscó con desesperación a Fran, gritando su nombre.

Una figura surgió de entre el remolino de sombras, se desvió a un lado cuando una tambaleante maraña de tres lobos, un oso y «dos Ahuyentadores le interceptaron el paso, y Fran vino deprisa hacia ellas. Frenó en seco, con los ojos brillantes y febriles por la excitación.

—¡Funcionó! ¡Funcionó!

Intentó abrazar a Índigo pero ésta lo apartó, sabedora de que no debían perder ni un momento.

—¡Hay que llegar a la posada! —gritó por encima del bullicio de la batalla—. Y ayúdame con Esti, se ha...

—¡Estoy bien! —El rostro de Esti estaba rojo y empapado de sudor, pero empezaba a serenarse y a recuperar las fuerzas—. ¡Vamos!

Corrieron en dirección a la puerta de la taberna, y la atravesaron juntos, con tanta fuerza que casi la hicieron saltar de sus goznes.

—¡Id escaleras arriba!

Índigo empujó a sus compañeros delante de ella mientras la puerta se cerraba a sus espaldas. Oyó el repicar de sus pies mientras la obedecían, y la voz de Esti que gritaba: «¡Papá!» ¡Papá!», pero en vez de seguirlos inmediatamente se detuvo unos segundos al pie de las escaleras, con los ojos cerrados para intentar recuperar la serenidad.

Lo habían conseguido. No sólo ella, sino también Fran y Esti habían roto la barrera. Había apostado y ganado, y el alivio que este conocimiento le producía la agobiaba. Ahora, debían...

Y la idea murió en su mente cuando, por entre el tronar de su propio pulso en sus oídos, Índigo se dio cuenta de que los terribles ruidos de la plaza empezaban a apagarse. Aún oía los aullidos, los alaridos, los abrumadores rugidos, pero parecían agotarse como un arroyo que se hundiera bajo tierra para dejarse oír cada vez de forma más débil, más y más débil

y...

Silencio. Era tan agudo que por unos instantes pareció hincharse y golpear en la mente de Índigo con la misma fuerza que el estruendo que había sonado antes. Ladeó la cabeza para escuchar con atención, sorprendida. ¿Había huido la manada perseguida por sus creaciones? ¿Habían sido todos destruidos? ¿O de alguna forma se había transferido la batalla a alguna otra dimensión? Llena de curiosidad, casi hizo un movimiento en dirección a la puerta..., entonces se detuvo cuando surgió un único y lúgubre aullido proveniente de la plaza.

Un agudo estremecimiento recorrió el pecho y los brazos de Índigo. Conocía aquel sonido. Lo que era. Despacio, extendió la mano y levantó el pestillo de la puerta, luego la abrió unos pocos centímetros y miró al exterior.

Todo rastro de pelea había desaparecido. La plaza estaba oscura, silenciosa. Pero no del todo vacía. Sola en el centro, el moteado hocico levantado hacia el uniforme firmamento y los costados temblorosos aún por el grito lanzado, estaba Grimya.

¡Grimya!

Índigo sintió cómo la emoción se agolpaba en su interior y, sin preocuparle el peligro, salió a la plaza. Grimya se puso en tensión al instante; su cabeza giró e Índigo vio el reflejo de sus ojos, como focos de amarillo fuego en la penumbra.

Grimya...

Índigo intentó fusionar su mente con la de la loba, suplicándole, deseosa de ofrecerle amor y consuelo...

Grimya gruñó. Sin una manada de lobos fantasmas para darle su apoyo su gruñido fue vacilante y nacido más del temor que de la agresión; pero Índigo percibió la oleada de fiero odio que surgía de la mente de Grimya en respuesta a su ruego. La loba retrocedió, la cola entre las patas, la mirada todavía clavada en ella con aquella espantosa y demencial fijeza. Luego lanzó otro aullido, un grito de total derrota y miseria, y se dio la vuelta, internándose de un salto entre las sombras para desvanecerse como un ¡perro apaleado.

E Índigo se quedó allí, sin saber qué hacer, mientras las lágrimas corrían a raudales por sus mejillas.

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