El día es claro, radiante. En un día así, cualquiera puede olvidar sus preocupaciones. Las insuficiencias y los defectos son cristalinos, eternos, como nuestro vidrio limpio, irrompible…
En la Plaza del Cubo, sesenta y seis gigantescos círculos concéntricos: las tribunas. Y sesenta y seis hileras… Los rostros brillantes, serenos, como las lámparas de las iglesias de nuestros antepasados; los ojos reflejan el resplandor del cielo o, tal vez, el esplendor del Estado único. Unas flores rojas como la sangre: esto son los labios de las mujeres. Unas guirnaldas delicadas: los rostros infantiles de la primera fila, delante de todo, muy cerca del lugar de la ceremonia de ritual. Reina una paz profunda, solemne, se diría gótica.
Las narraciones remotas que se han conservado como reliquias demuestran que nuestros antepasados no experimentaban esto durante los actos religiosos que celebraban. Pero claro, ellos servían a un dios necio, desconocido…, y nosotros, en cambio, veneramos una divinidad conocida hasta en sus más recónditos detalles.
Su dios no les brindaba más recompensa que una búsqueda eterna, martirizante, y a aquel dios no se le ocurría cosa mejor que sacrificarse por ellos por un motivo impenetrable.
Nosotros, en cambio, brindamos a nuestro Dios, al Estado único, un sacrificio racional minuciosamente pensado. Sí, este sacrificio es una liturgia solemne para el Estado único, un recuerdo de los difíciles días y tiempos de la Guerra de los Doscientos Años, el día solemne de conmemoración de la victoria de la masa sobre el individuo, de la suma sobre la cifra. En los escalones del cubo bañado por el sol se erguía un individuo, un número. Su rostro era pálido; no, mejor dicho, ya no tenía color alguno, pues era cristalino, transparente como sus labios. Solamente sus ojos eran como dos negros abismos, que absorbían ávidos aquel mundo al cual también él había pertenecido, hacía tan sólo unos pocos minutos.
Le habían quitado la insignia dorada con su número, estaba maniatado con una cinta de color púrpura, esto es una antiquísima costumbre, que seguramente tiene su origen en que los hombres de antaño, cuando esto aún no se realizaba en nombre del Estado único, se creían con derecho a ofrecer resistencia y, para evitarlo, se les tenía que encadenar.
Arriba del todo, encima del cubo, al lado de la máquina, se erguía silencioso, como fundido en bronce, aquel que llamamos el Bienhechor. Su rostro dirigido hacia abajo no se distinguía desde las gradas, y tan sólo se podían ver sus contornos severos, majestuosos y cuadrados. Pero las manos… recordaban unas manos como a veces pueden verse en las fotografías: las que, por estar demasiado cerca de la cámara fotográfica, aparecen gigantescas y cubren y tapan todo lo demás. Estas manos pesadas, que todavía posaban inactivas encima de las rodillas, eran como roca; las rodillas apenas podían soportar su peso.
De pronto una de ellas se alzó muy lentamente: era un gesto medido y severo. Obedeciendo a la mano levantada, uno de los números abandonó la tribuna, obedeciéndola, para dirigirse hacia el cubo. Era el poeta estatal, al que se le había dispensado el honor y la dicha de bendecir este día de fiesta con sus versos. El ritmo divino, metálico, atronó por encima de las tribunas y sobre aquel malhechor de mirada vidriosa que, plantado en los escalones, esperaba las consecuencias lógicas de su acto de insensatez…
«¡Es como un incendio! Los cimientos de las edificaciones tiemblan, para convertirse en oro líquido, que se desmorona con ruido ensordecedor. Los verdes árboles se doblan, se hunden y caen, la savia corre… En un abrir y cerrar de ojos, se han convertido en esqueletos carbonizados. Entonces aparece Prometeo (con ello se hace alusión a nosotros, naturalmente)»
«Domó el fuego, convirtióse en máquinas y acero, y forjó el caos, al que puso las cadenas de la Ley»
«Todo era nuevo, todo era brillante: el sol era acero, los árboles, los hombres; pero de pronto venía un demente y «liberaba» al fuego de su cadena… Y nuevamente todo debía sucumbir!»
Desgraciadamente, tengo una memoria muy flaca para los poemas, pero aún los recuerdo en esencia: apenas puede existir una metáfora más hermosa ni más instructiva.
De nuevo se produjo un ademán pausado y severo y un segundo poeta ascendió por los escalones del cubo. Casi habría saltado de mi asiento, ¿acaso la imaginación me jugaba una mala pasada? No, era él, mi amigo de los labios abultados. ¿Por qué no había querido confiarme que sería objeto de tan gran honor?… Sus labios temblaban, estaban totalmente lívidos. Comprendí: esto de hallarse delante del Bienhechor casi sobrepasaba la medida de sus humanas fuerzas…, y, sin embargo, ¿cómo era posible que estuviese tan excitado?
Acto seguido, unos versos, rápidos, acerados: como golpes de hacha. Daban cuenta de un delito inaudito, de unos versos profanadores en que el Bienhechor había sido apodado con unas denominaciones, como…, no, no soy capaz, no me siento con ánimos de repetir aquellas palabras.
R-13 estaba lívido como la muerte, con los ojos clavados en el suelo (jamás habría soñado que pudiese ser tan tímido); descendió por los escalones y volvió a acomodarse en su asiento. Durante la fracción de un segundo vi a su lado a cierto rostro… un triángulo severamente determinado y oscuro…, y en el mismo instante todo quedó borrado: mis ojos, miles de ojos, se vieron irresistiblemente atraídos por la máquina allá arriba. La mano sobrehumana esbozó un gesto, el tercer movimiento. Como azotado por un viento imperceptible, el delincuente ascendía tambaleándose por los peldaños, un escalón tras otro… Luego, el último paso, el postrero de su vida… y allí quedó tendido, con la faz dirigida al cielo, la cabeza echada hacia atrás, en su último lecho.
Grave, como el mismo destino, el Bienhechor caminó alrededor de la máquina y apoyó su mano gigantesca sobre la palanca. Reinaba un silencio de muerte. Qué tormento tan ardiente, qué incendio de ánimos, qué emoción para el espíritu… el instrumento. El resultado de 100.000 voltios… ¡Poder ser aquel instrumento, qué misión tan grandiosa!
Un segundo interminable. La mano había pulsado la palanca para desatar la energía y descendía pausadamente. Y el filo insoportablemente cegador y luminoso del rayo brilló…, un temblor y un ruido apenas perceptibles en las válvulas de la máquina. El cuerpo desplomado quedó envuelto en una nubecilla fina y luminosa… y se fue derritiendo ante nuestros ojos, disolviéndose con espantosa rapidez. Nada quedó, nada, sólo un pequeño charco de agua químicamente pura; la que unos instantes atrás había pulsado todavía roja en el corazón…
Aquello era sumamente sencillo y todos estábamos familiarizados con ello. No era más que la disociación de la materia, la desintegración de los átomos del cuerpo humano. Y, sin embargo, nos parecía cada vez un milagro, siempre nuevo, una prueba del poder sobrehumano del Bienhechor. Allá arriba, delante de él estaban apostados diez números femeninos, con las mejillas encendidas y los labios semiabiertos por la emoción. Las flores que tenían en sus manos oscilaban tenuemente al compás del viento.
Éstas, claro está, procedían del museo botánico. No les encuentro el menor atractivo a las flores, como tampoco hallo nada placentero en las cosas del mundo civilizado de otras épocas, las cuales hemos desterrado, desde hace tanto tiempo, más allá del Muro Verde. Hermoso y placentero es solamente lo racional y utilitario: máquinas, zapatos, fórmulas, alimentos, etc.
Siguiendo antiguas costumbres, estas diez mujeres adornaban con flores el uniforme aún húmedo del Bienhechor. Con los pasos majestuosos de un sumo sacerdote, Él fue descendiendo pausada y solemnemente los peldaños, cruzando con lentitud por delante de las tribunas… Las mujeres extendían hacia Él los brazos como ramas tiernas y blancas; sonaron unos vivas atronadores, potentes como una tormenta, de millones de gargantas. Luego las mismas ovaciones para los Protectores, que, invisibles para la masa de números, se hallaban diseminados entre la multitud. Quién sabe si la fantasía de la humanidad de otras épocas no habrá presentido de algún modo la futura existencia de nuestros Protectores cuando ideó, benévolos y severos, a aquellos ángeles de la guarda que iban al lado de cada persona desde el primer día de su vida.
Algo de aquella remota religión, algo purificador como la tormenta y la tempestad, se traslucía y pulsaba en toda la ceremonia. Vosotros, a quienes van destinadas estas líneas, ¿habéis conocido unos instantes como éstos? Me dais lástima si todavía no los conocéis ni los habéis experimentado…