2 El papa en familia

– Todo el mundo reconoce que es el papa más hermoso. No ha habido Santo Padre con tanta majestad.

Desde la ventana, estimula Adriana del Milá con sus comentarios a que los que la rodean los respalden, y asienten cortesanos y cortesanas, volcados sobre las bandejas y agarrados a las copas llenas de vino para no caerse, y sólo Adriana se empeña en no perder de vista el núcleo de la ceremonia en las escaleras de la basílica de San Pedro. Puede ver Adriana el instante justo en que la tiara pontificia amuebla la poderosa cabeza de Rodrigo Borja.

– Les guste o no les guste, todos los cardenales le rinden pleitesía, qué importa lo que piensen debajo de esas mitras blancas si cada uno ha traído a doce escuderos vestidos de rosa, plata, verde y negro, para mayor resplandor de Rodrigo, de un Borja.

Vuela Adriana de ventana en ventana a medida que el cortejo se pone en marcha y reclama la presencia de Lucrecia.

– Lucrecia, ¡corre! ¿Dónde está Giulia?

– No sé. Hace un momento estaba aquí.

– Idiota. Se perderá el espectáculo. Van a tomar posesión del palacio de Letrán. Jamás se ha visto desfile así en Roma, con más embajadores, más prelados, más nobles, siguiendo la enseña de los Borja, el buey de los Borja.

¡Todos detrás del buey!

Los ojos de Adriana no se apartan del círculo más inmediato que rodea al nuevo pontífice, donde Antonio Pico della Mirandola despliega el estandarte del papa: el buey de los Borja, magnificado por el diseñador hasta convertirlo en un toro. Lucrecia secunda el entusiasmo de Adriana, pero no su intensidad. Es la fiesta de Adriana. La fiesta de "los catalanes", pregona desafiadoramente mirando a los que las rodean.

– A mi padre y a Rodrigo y al pobre Pere Lluís los persiguieron como a alimañas cuando murió Calixto Iii. Míralo. Sabíamos que un día u otro Rodrigo triunfaría.

Es nuestra victoria.

Y sobre su jaca blanca, Rodrigo, la tiara pontificia en la cabeza bajo un dosel dorado, surcado de rayas amarillas y rojas. Los ojos de Rodrigo se fijan en una pancarta: "Roma era grande bajo César.

Ahora es más grande aún. César era un hombre. Alejandro es un Dios." Musita: esto son cosas de Canale. Rodrigo pasa bajo un arco floral constantiniano y sus ojos se lanzan hacia el cenit como tratando de abarcar la profundidad del espacio.

– "Que m.estau veient? Mareta?

Oncle? Soc en Rodrigo. Soc papa!"

De nuevo sus ojos tropiezan con el estandarte de los Borja.

– "Pere Lluís, germá, mira on soc"

La angustia se le hace estertor en la garganta y lágrimas en los ojos.

– "Hem guanyat. Mare, oncle, Pere Lluís, germá meu. Hem guanyat. Fixau-vos. Han convertit el bou del nostre escut en un brau.

Hem guanyat!"


Alfons de Borja paseaba por delante del trono pontificio alargando las zancadas, forzando el ritmo de su ir y venir, con las manos en la espalda y la mirada al frente, aunque de vez en cuando su cabeza se ladea, sus ojos en busca de la puerta que de un momento a otro sabe se va a abrir. Y cuando lo hace es para que el secretario le anuncie:

– Santidad, sus sobrinos Rodrigo y Pere Lluís.

Compone el gesto Alfons de Borja, como aumentando su elevada estatura de hombre y papa, pero cuando los dos jóvenes entran en el salón se conmueve, acude a su encuentro, les niega la mano que querían besarle y los abraza con la garganta estrangulada.

– "Pere Lluís, Rodrigo…

fills meus"

– "Oncle" -dice Rodrigo.

– "Santedat" -dice Pere Lluís.

– "Estic molt content del profit que heu tret als estudis a Bolonya i hem de prendre decisions importants. Qué voleu fer ara?

Romandre ací, al meu costat?"

– Vosté, oncle, es el cap de la nostra família"

– "Tot va be a casa vostra?

I la vostra mare? Fa molt que no passeu per Xátiva. Ho comprenc.

Peró ara la vostra terra es la cristiandat"

– "Tot be, tot be, oncle. Farem el que vosté ens digui"


.

Repara Calixto Iii en la presencia del secretario y le insta a que acerque dos sillas a situar delante del trono. Recupera el asiento y la jerarquía y desde su adquirido nivel observa a sus sobrinos. Abandona el catalán y señala a Rodrigo.

– Vas demasiado bien vestido para ser un sobrino del papa. Ahora soy el representante de Cristo en la Tierra. Cristo era pobre y fue crucificado casi desnudo. Por eso san Mateo escribió: "Beati pauperes spiritu, quonian ipsorum est regnum caelorum." Asiente el secretario somnoliento y se sobresalta cuando oye la respuesta de Rodrigo.

– Bien cierto es, bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.

Pero san Mateo no se refiere a los pobres de bolsillo, sino a los pobres de espíritu. Juvenal nos advirtió: "Nihil habet infelix paupertas durius in se, quam quod ridiculos homines fecit."

– No me parece una buena medida colocar en la misma balanza a un santo como Mateo y a un disoluto descarado como Juvenal, pero vosotros, especialmente vosotros, por lo difícil que lo habéis tenido como hijos de viuda, debéis tener en cuenta aquella sentencia sabia: "Claudus eget baculo, cecus duce, pauper amico." Su santidad guiña un ojo a sus sobrinos y prosigue:

– El dinero no es malo si se emplea en fortalecer la obra de Dios y sus instrumentos, ahora ese instrumento somos los Borja. Una familia escogida por Dios para cumplir sus designios en la Tierra. Me di cuenta cuando el predicador Vicente Ferrer profetizó que sería papa y me encargó la tutela de Alfonso de Aragón, rey de Nápoles. Ahora, formáis parte de los trescientos valencianos, catalanes y aragoneses que me he traído a Roma como gente de confianza y no quiero que me defraudéis. Estoy rodeado de hostilidad. Esta gentuza se pasa el día exclamando: "Oddio, la Chiesa romana in mano ai catalani!" Nos detestan. Esta ciudad, este país se divide en asesinos y asesinados. Entre ladrones y robados. No basta con la santidad y el carácter para hacer fuerte a la Iglesia. Hay que estar preparado, y el estudio de las leyes de Dios y de las del mundo es fundamental. La santidad y el carácter los emplearemos contra el infiel, y antes de morir yo mismo encabezaré una cruzada contra el Gran Turco, a mis setenta y cinco años estoy dispuesto a ir a la lucha, el primero, con la misma indignación moral con la que Cristo expulsó del Templo a los mercaderes. Para ello cuento contigo, Pere Lluís. Conozco tu buena disposición militar y serás el capitán general de los ejércitos del Estado pontificio. Tú, Rodrigo, serás cardenal, pero sobre todo has de ser como yo, un experto en leyes, y lo eres tras los estudios en


Lleida y Bolonia. La Iglesia no es sólo una fe o una comunión, es también un aparato de poder muy complejo.

No tenían otra respuesta para el asentimiento que cabecear una y otra vez, convencidos de que la infalibilidad de Calixto Iii se plasmaba en primera instancia ante la familia.

– Y no os creáis que estoy inútilmente obsesionado por lo del Turco. La caída de Constantinopla nos obliga a reaccionar y Belgrado está amenazada. Hace unos meses pasó por aquí un caballero paisano, Joanot Martorell, ¿le conocéis?

No lo conocían, ni juntos ni por separado.

– Un bravo caballero que estaría dispuesto a secundar una cruzada si le diéramos la exclusiva de su crónica. Tiene un conocimiento extraordinario de por qué hay que aplastar al Turco.

– ¿Por qué?

– ¿Y tú me lo preguntas, Pere Lluís? El Islam es una religión excluyente, y el desarrollo de los países del Mediterráneo es el único posible. Más allá de Finisterre empieza lo desconocido. Se habla de imanes que hunden a los barcos desde el fondo marino o de cataratas que precipitan los océanos en la nada. Los turcos cierran el Mediterráneo e impiden la expansión de los pueblos cristianos.

Se fomenta la corrupción de tolerarlos. Venecia negocia con los turcos, y los franceses a veces utilizan sus servicios. Hay que cortar por lo sano.

Prosiguió el advertimiento del anciano a sus sobrinos mientras la tarde romana ocre y verde se volvía noche ante los ojos fugitivos de Rodrigo, que escuchaba a su tío pero su mirada tenía voluntad de huida.

– ¿Rodrigo? Te estoy hablando.

– Sí, "oncle".

– Conviene que en Roma no olvidemos que somos de la familia


pero también que no olvidéis que soy el papa.

– Sí, santidad.

– ¿Qué impresión os ha producido Roma?

Se miran los dos hermanos consultando la respuesta y finalmente Pere Lluís se decide.

– La verdad es que nos gustaba más Bolonia, y más que Bolonia, Valencia. Roma parece un poblado oscuro y sucio.

Se envalentona Pere Lluís ante la sonrisa condescendiente de su tío.

– En Valencia la noche se vive y en Roma da la sensación de que todo el mundo habla de todo el mundo y espía a todo el mundo y el Tíber apesta. Los sicarios de los Orsini y de los Colonna marcan sus territorios como los perros y los Della Rovere vigilan Roma desde Liguria como los buitres vigilan la agonía de la vaca.

– La diferencia entre el pasado y el futuro es Valencia o Roma.

En Valencia yo podía ser sólo obispo o cardenal, con la benevolencia de los Trastámara, reyes en Castilla y en Aragón y ahora en Nápoles. En Roma soy papa. No lo olvidéis. Los papas no podemos seguir pendientes de la benevolencia de nuestros amigos los reyes.

He discutido mucho sobre esto con Lorenzo Valla, un filólogo que sostiene la peregrina tesis de que Constantino no consagró el poder temporal de los papas. Necesitamos tener nuestra propia riqueza y nuestro propio poder. "Pauper eget amico." Los pobres necesitan un amigo. Yo soy vuestro amigo, pero el mejor amigo de la Iglesia es ella misma.

Bendecidos por el papa Calixto Iii, no se reprodujeron en las despedidas los abrazos ni las efusiones, y cuando salieron los dos jóvenes del palacio, aspiraron el aire como si les faltara desde hacia tiempo.

– "Pere Lluís, hem fet sort.

L.oncle ens ha col@locat for amp;a be"


.

– "De qui es pot refiar un si no es dels seus nebots? Peró ara vull viure la nit de Roma. Vull saber com tenen la figa les romanes, despres de tocar tantes figues a Valencia i Bolonya tinc els dits morts de gana. Porto massa temps sense dona"

– "I jo tambe"

– "Tu ets un eclesiástic. Tu, a pregar a la Verge i a flagellar-te quan sentis la temptacio de la carn"


.

Saluda Pere Lluís a su hermano, se despega de él y se aleja mientras Rodrigo se queda ensimismado y sonriente, los ojos alzados al cielo y susurra: "Pere Lluís, Pere Lluís." Intenta Rodrigo recuperar su caballo atado a un muro del Vaticano, pero en el camino se le interpone una gitana.

– Caballero. Déjame que te diga la buenaventura.

– ¿Y si es la malaventura?

– No seas malo, caballero. Si es mala mi profecía, también te interesa.

– No. Sólo me interesan las buenaventuras.

Le coge la mano la gitana y examina la palma.

– Larga vida y tendrás un hijo rey.

– ¿Rey? ¿De dónde? ¿De Samarkand? ¿De Asmara?

– De Italia, rey de Italia.

Cabecea Rodrigo sonriente, condescendiente, y le da a la gitana una moneda, pero ella no la recoge porque huye despavorida ante la presencia de un grupo de facinerosos que rodean al hombre, le obstruyen el paso, mientras hablan entre sí como si no advirtieran su presencia.

– Creo que han llegado a Roma más marranos catalanes, como si no estuviéramos suficientemente infectados de judíos.

– Y de suizos.

– Y de turcos.

– Sólo hay una condición peor que la del judío, y es ser suizo, y peor que suizo, turco, y peor que turco, catalán.

– Oye tú, figurín. Contigo hablo. ¿Tú eres catalán?

– Yo soy valenciano.

– Valenciano, catalán, aragonés, ¿no es lo mismo? ¿No sois acaso sicarios de la política de Nápoles? ¿No serás el sobrinito que estaba esperando su santidad el papa?

Rodrigo intenta avanzar, pero allí siguen los obstáculos humanos.

Finalmente empuja al más próximo hasta derribarle y se revuelve para darle un puñetazo al que se le echa encima. Con una mano en el cinto y el otro brazo marcando las distancias afronta a los otros dos que avanzan hacia él. De pronto un bulto humano irrumpe en la pelea y se lanza gruñendo y jadeante sobre los enemigos de Rodrigo. Es Pere Lluís, bravucón y desafiante, pero en su arrogancia descuida la defensa y recibe un golpe en la nuca y varios puñetazos de los agresores hasta que Rodrigo viene en su auxilio. Huyen los hostigantes y Rodrigo ayuda a izarse a su hermano, doblado de dolor.

– "Saps qué et dic, Pere Lluís? No m.ajudes mes, perqué cada vegada que m.ajudes rebem tots dos"


.


– De la santidad de mi sobrino hablan sus obras de caridad, de su buena preparación adquirida en los estudios de Lleida y Bolonia, su habilidad como gestor de los bienes de la Iglesia y como diplomático, ¿qué se puede oponer a su nombramiento como cardenal?

Casi todas las cabezas cardenalicias asentían y entre dos relativamente jóvenes purpurados era especial el acuerdo por la nominación de Rodrigo para cardenal, aunque en voz baja su argumentación no coincidía con la de Calixto Iii.

– Nos conviene que este semental llegue a cardenal porque nos interesan los cardenales robustos y fogosos.

– Sería un desastre que prosperasen los cardenales delgados de ayuno y secos de castidad. Abundan los predicadores que reclaman cardenales escuálidos, como si la delgadez estuviera en relación directa con la santidad. Lo que me parece empeño más necio es nombrar capitán general militar al otro sobrinito, Pere Lluís. Ése orina con la bragueta cerrada y se abre la bragueta cuando ya no tiene que orinar.

– Rodrigo es un buen cazador de jabalíes y de mujeres y ha demostrado ser un buen administrador, trabajador.

Pero la voz de Calixto Iii se alzaba sobre los reunidos y era urgente el silencio.

– Otra de mis primeras decisiones es la canonización de Vicente Ferrer, el gran predicador valenciano que estuvo en el origen de nuestra dedicación a la Iglesia y que profetizó que nos llegaríamos a papa.

Rumores de admiración y algunos ojos sarcásticos que se relajan cuando el pontífice reparte su bendición y la reunión descompone su formalidad para crear grupos según afinidades. Los dos jóvenes cardenales convocan el interés de un grupo en torno a la historia de Vicente Ferrer.

– Retengo que fue un hombre muy milagroso y muy influyente políticamente. Entre los milagros no escasean los que hacen referencia a la cocina. Imaginad, eminencias.

Imaginad, sobre todo, la historia de la leyenda áurea de san Vicente Ferrer que voy a relataros. Era tanto su prestigio que podría hablarse de un nuevo Pablo de Tarso, predicador y urdidor de iglesias. En cierta ocasión aceptó la invitación a cenar de un feligrés y la noticia causó gran conmoción en el anfitrión y su familia. María, podemos suponer que la esposa del buen creyente se llamara María, esta noche viene a cenar el fray Vicente y quiero que le des a probar lo mejor que tengamos. Llegó la hora de la cena, se presentó el próximo santo y los tres se sentaron a la mesa a la espera de los manjares. Trajo la esposa con melancólica satisfacción una gran bandeja con la que apenas podía y de la que emanaban fragancias de hierbas aromáticas y especies. Salivaba el santo, salivaba el marido y la mujer levantó la tapadera provocando un grito terrible en el uno y en el otro: sobre la bandeja y blondas empanadas de salsa, un niño desnudito con el color inequívoco de un tostón asado y repetidamente lubrificado con sus propias grasas fundidas mezcladas con miel, alcaravea, anís, jengibre y comino.

¡Qué has hecho, desgraciada! El marido. ¡Tú me pediste que le cocinara lo mejor que tuviéramos!

¿Qué cosa mejor que nuestro hijo único? La mujer. Tragedia era lo que se vivía hasta que sonó la voz serena del santo: no hay que preocuparse. Se concentró. Elevó sus ojos al cielo y a continuación rezó una fórmula milagrosa. Nada más terminar, la salsa empezó a removerse y el niño asado se puso finalmente en pie, se frotó los ojitos, que le picaban del mucho jengibre, y tendió sus bracitos para que su madre lo acogiera.

– Sospecho que la madre no lo acogería.

– ¿Por qué, su eminencia reverendísima?

– Porque con tantas grasas y aderezos el infante estaría hecho un asco y le pondría perdido el vestido. ¡Qué iba a decir el santo Ferrer de tanto descuido!

Las risotadas del grupo atrajeron el avance de Calixto Iii flanqueado por sus sobrinos.

– ¿Qué es motivo de tanta risa, monseñor Orsini?

– De tanto gozo, santidad.

Contábamos milagros de san Vicente Ferrer, y son prodigiosos.

– ¿Por ejemplo?

– El del niño cocinado por su madre para satisfacer el apetito del santo. Y me plantea un serio problema de lógica corporal, aunque bien sabido es que, en cuestión de milagros, sólo Dios pone la lógica.

– Sabia apostilla.

– Pero es probable, santidad, que el niño fuera cocinado según la receta del asado de cerdo o de cabrito. Soy buen comedor y recuerdo la receta de Giovanni Bockenheym, el gran cocinero del papa Martin V. Dice así: "Sic debes asare porcum. Recipe intestina eius, scilicet jecorem et pulmonem, et pista ila cum cultello, et tempera illa cum ova dura, lardone et petrocilinio, maiorano et uva passa et speciebus dulcibus. Et tunc scinde porcum per latus…" En fin, para qué seguir. Después de tanto destrozo de vísceras y troceamientos, ¿cómo recomponer el cuerpo y su alma mortal?

Sostiene Calixto Iii la mirada socarrona del joven cardenal y no le contesta, prosigue su camino, mientras con una mano retiene la voluntad de intervención violenta de Pere Lluís. Cuando se han alejado del grupo de todavía rientes cardenales, Calixto Iii reconviene a su sobrino:

– Pere Lluís, un militar debe tener la sangre más fría.

– Es que estaban burlándose de su santidad, no de san Vicente Ferrer.

– Estaban burlándose, eso es todo. Y eso es muy romano.


Es destreza la que demuestra el joven cardenal Orsini cuando hace vibrar el arco, lo tensa y saca del carcaj la flecha para montarla. A su lado le secundan como comparsas entregados el señorío de Roma que espera el blanco espectacular.

Cuando se produce hay aplausos y los arcos cuelgan fláccidos de las manos de los rivales a priori derrotados.

– Es inútil.

– Aciertas porque piensas que el blanco es el corazón de un Borja. ¿De cuál de los dos?


– De cuál de los tres, preguntarás, porque los dos sobrinos no serían nada sin el tío.

– Es una vergüenza que el patriciado romano se haya tragado un papa extranjero, obediente a la estrategia del rey de Nápoles.

El acalorado y sesentón patricio ve cómo su carrillo izquierdo es pellizcado hasta el dolor por Orsini.

– La historia viene de lejos.

El rey Alfonso de Aragón hizo del cardenal de Valencia un jurista y con el tiempo un papa. Calixto Iii sabía más que vosotros y ha preparado en leyes a su sobrino Rodrigo en Lleida y Bolonia para que sepa más que nosotros. El que no sé qué pinta en esta historia es Pere Lluís. Ése es un buey prepotente y arrogante que nos trata como si viviéramos en libertad vigilada.

– ¿Sólo Pere Lluís? A él le ha nombrado capitán general del ejército.

– Del poco ejército.

– El único que tiene el Estado, pero es que Rodrigo, como quien no hace nada, ha sido investido en San Niccoló in Carcere, lo que le convierte en el jefe de la policía y de las prisiones de Roma.

– Os fijáis demasiado en los cargos y muy poco en el poder económico que acumulan. ¿Alguien conoce en estos momentos cuáles son las propiedades de los sobrinos del santo tío?

No parecían los demás ni tan buenos arqueros, ni tan informados como Orsini, por lo que le dejan hacer el inventario en voz alta.

En España, Rodrigo dispone del decanato de la iglesia de Santa Maria de Xátiva, su tierra natal, y de curatos muy ricos de la diócesis de Valencia. Nada más llegar, antes de enviarle a estudiar a Bolonia, ya le nombró notario apostólico, y ahora, como vicecanciller, su principal cometido es recaudar, recaudar, recaudar, eso sí, con las


leyes en la mano. ¿Y el otro sobrino cardenal, Lluís Joan del Milá, sabéis lo que le permite acumular el inocente nombramiento de Los Cuatro Santos Coronados?

¿Y Pere Lluís? Dueño del castillo de Sant.Angelo a pesar de nuestras protestas y a continuación gobernador de Terni, Todi, Rieti, Espoleto, Orvieto, Nocera, Asís…

– ¿Sigo? El viejo es astuto y para no ser acusado de nepotismo amplió el Sacro Colegio con cardenales instrumentalizables como Piccolomini, demasiado intelectual para mi gusto, Juan de Mella, Giovanni di Castiglione… pero, como compensación, nombra a Rodrigo legado de la Marca de Ancona y pretende que el asno matarife Pere Lluís se case con una Colonna.

Sólo faltaba que un Borja se metiera en la cama con una Colonna.

Se abre paso entre los reunidos un airado arquero que se enfrenta a Orsini.

– Las mujeres de mi casa no se meten en la cama con esos catalanes.

– Era sólo una metáfora, príncipe Colonna. Pero es cierto que Calixto Iii planeó la boda de Pere Lluís con una Colonna y de esta circunstancia se aprovechó ese mal nacido para quitarle las propiedades a mi padre. Este papa es un ignorante que ha frenado en Roma el esplendor del humanismo que florece en Florencia, Ferrara, Venecia.

Un recién llegado cabecea como campaneando la duda.

– No estoy tan de acuerdo en eso. Calixto Iii no es un humanista "in sensu stricto", pero ha impulsado el catálogo de la Biblioteca Vaticana y es el principal letrado en la Ciencia de las Leyes. Fue protector de Valla a pesar de la persecución de la Inquisición y Valla es uno de los espíritus más críticos de este siglo, recordad que llegó a cuestionar que llamáramos cristianismo a lo que llamamos cristianismo. Era un peligroso modernista que condenaba el ascetismo medieval y exigía la reforma de la relación entre poder temporal y espiritual. Pues bien, también fue Calixto Iii quien ordenó que se le enterrara en Letrán.

– Valla ya era el filólogo más influyente en tiempos de Nicolás V. ¿Qué iba a hacer un advenedizo como Calixto Iii? A Valla todos lo admiraban, pero muy pocos secundaban en la práctica sus proyectos reformistas. ¿En qué se ha notado en el pontificado del "catalán" la influencia de la tesis de Valla contra la legitimidad del poder temporal de los papas? En cuanto a la biblioteca, se la organizó un catalán, y ha traído a Roma pintores valencianos. ¿No hay bibliotecarios en Roma, ni pintores en Italia? ¡Salid a las calles de Roma y todo personaje principal o es catalán o valenciano o aragonés! ¿En cuántos lugares es más determinante la lengua de esos invasores que la hermosa lengua de Petrarca, heredera directa de la de Horacio?

– Desconocía en ti esas aficiones literarias. Te suponía sólo un buen arquero.

El recién llegado insiste en su objeción, pero no provoca la indignación de Orsini, que le contempla con respeto.

– Nada va contigo, Eneas Piccolomini.

– He llegado a tiempo de escuchar lo que has dicho. Me consideras demasiado sabio, demasiado humanista. Puede ser cierto. Soy un aprendiz de humanista en un siglo en el que Italia produce centenares, todos espléndidos, mientras vosotros los patricios os dedicáis a perder el tiempo en maledicencias y batallas tribales. ¿Sabéis por qué los Borja están donde están?

¿Acaso se hicieron con el poder por la fuerza? No. Se hicieron con el poder por vuestra debilidad.

Os creéis el meollo del mundo y sólo sois conspiradores vitalicios de aldea.

– ¡Tú estás al servicio de los catalanes!

– Estoy al servicio de la evidencia. Orsini, tú que llevas la voz cantante, ¿dispones siquiera de un plan, de una línea de acción para frenar a los Borja?

No contesta Orsini y finalmente da la espalda airado al recién llegado. Repite la gestualidad del arquero y sale la saeta, pero esta vez no da en el blanco. Cuando el joven Orsini se vuelve, percibe en las miradas que le rodean la satisfacción por su derrota.


Tocan a muerto las campanas de Roma y por las ventanas los ciudadanos se preguntan por la condición del muerto. El rey de Nápoles, se extiende el eco por los patios, sobre los tejados, en las plazas, y llega al salón del trono, donde Calixto Iii departe con Pere Lluís sobre unos planos.


– A los Orsini hay que pararlos en Roma y a los turcos en Belgrado, ésos son los dos frentes de la cristiandad.

– Los Orsini y todos los demás están en cintura. Lo de los turcos es otro cantar, pero ningún país se ha apuntado a la Cruzada. Proclaman el peligro del Islam, pero no quieren pegar ni una lanzada.

Por la puerta abierta entra el secretario y supera el enojo del papa anunciando la noticia.

– El rey de Nápoles ha muerto.

No se conturba Calixto Iii, pero se persigna mecánicamente.

– Ya lo sabía y he ordenado quince días de luto y mañana oficiaré un gran responso por el alma del rey Alfonso. Ahora empiezan los problemas, Pere Lluís. Nos interesa que el reino de Nápoles siga en manos de la Corona de Aragón y no se convierta en zona de influencia francesa, pero me he negado a reconocer a un bastardo


como heredero. No tiene fácil solución.

– Yo tengo una solución. ¿Por qué no damos la vuelta al asunto y me proclamo rey de Nápoles?

Descansa Calixto Iii sobre el respaldo de la silla y estudia a su sobrino a distancia mientras repite varias veces: dar la vuelta al asunto. Se impacienta Pere Lluís.

– De hecho no sería la primera legitimidad conseguida por una decisión diplomática o de fuerza.

¿Qué poder hoy día procede del linaje directo?

Sigue sin responderle su tío y la impaciencia se convierte en desaliento.

– Si parece propósito tan descabellado, no he dicho nada.

– Déjame estudiarlo. Conviene sondear a las grandes familias, porque podrían considerarlo un golpe de tuerca excesivo. Rodrigo ya es vicecanciller; vuestro primo Lluís Joan del Milá, cardenal; tú, capitán general. No hay que tentar la suerte. Pero tampoco te digo que no.

Con un ademán da el papa por concluida la sesión de trabajo y sale Pere Lluís de la estancia comedidamente, pero nada más rebasada la puerta se entrega a una carrera que va rebasando sorprendidos subalternos. Irrumpe en, rompe, atraviesa la audiencia de quienes esperan ver al Santo Padre.

Asciende una escalera de tres en tres mientras grita el nombre de su hermano y a sus gritos se abren puertas y orejas, incluso las de Rodrigo, entregado al estudio de un códice y alertado por la resonancia del reclamo. Lo que era reclamo sonoro se convierte en la presencia viva de un Pere Lluís desaforado que recupera el aliento, pero no la contención del gesto.

– Ha muerto el rey de Nápoles.

– Me he enterado. Desconocía que le tuvieras tanto apego.

– Por mí podía haber reventado el mismo día en que le parieron.

Pero he tenido una idea, Rodrigo, que ayudaría a culminar el sentido de la lucha de nuestra familia, el carácter profético con el que la señaló san Vicente Ferrer. ¿Cómo verías que yo fuera proclamado rey de Nápoles? El rey Alfonso no ha dejado descendencia legítima, y pocas probabilidades tiene el bastardo Ferrante.

– Déjame estudiarlo.

– ¡No me contestes lo mismo que el "oncle", Rodrigo! ¿Qué hay que estudiar? Por todas partes se extienden los nuevos jefes de Estado promocionados por las armas o por el dinero, son señores de fortuna, cuando no jefes creados por acuerdos diplomáticos. ¿Por qué nuestro tío no puede promocionarme al trono de Nápoles?

– "Quanto altior est ascensus tanto durior descensus".

– Ése es el aforismo de un fraile capón.

– Y santo. San Jerónimo.

– No es tu estilo citar a los Padres de la Iglesia. Tenemos en el escudo un toro, un animal fuerte y poderoso, sagrado en un montón de religiones. Yo soy un buey Borja y no un fraile castrado pensando sandeces sobre el exceso de ambición.

– Todavía no somos lo suficientemente ricos, ni lo suficientemente fuertes. Lo que tú quieres cuesta dinero y fuerza. Todo llegará.

– Yo tengo la fuerza. Todos los capitanes son de mi confianza y mantengo a raya a las demás familias, incluido ese payaso de Orsini al que le voy a arrastrar por los cojones el día menos pensado.

– Es preferible que le cortes la cabeza a que le arrastres por los cojones. Si le cortas la cabeza no lesionas su orgullo. Si le arrastras por los cojones no te perdonará.

Lanza un puño al aire, luego el otro, Pere Lluís y se planta finalmente ante su hermano, crispado, desafiante.

– ¡No te rías de mí! ¿Estás conmigo o contra mí?

Rodrigo cierra los ojos y cuando los abre vuelve a tener ante sí el trabajo interrumpido por la irrupción de Pere Lluís. De reojo contempla cómo la tensión del hermano se va diluyendo en angustia a la espera de la sanción. Exhala Rodrigo un suspiro que le hace daño en el pecho y sin dar la cara exclama:

– Estoy contigo, Pere Lluís.

Pase lo que pase.

Abandona el capitán general la estancia y ya en soledad arroja Rodrigo la pluma, se levanta, contempla un reclinatorio y va hacia él, se arrodilla y reza tres avemarías en catalán dedicadas a la Mare de Déu de Lleida. Cuando termina de rezar permanece en concentración y se decide a abandonar el palacio, rechazando la escolta, aunque no puede evitar que le sigan dos soldados a distancia. No ceja el cardenal canciller y de memoria su cuerpo se zambulle en la oscuridad del portal de un palacete.

También de memoria sus pies suben la escalinata y desembocan en un claustro donde pasea una vieja conseguidora con sus pupilas, inclinadas las cuatro mujeres ante la aparición del cardenal que, sin detenerse, le hace una señal a la vieja para que le secunde. Ya en el interior de una sala alcoba, Rodrigo insta a la mujer a que cierre la puerta.

– Su eminencia, ¿se ha fijado?

Ha vuelto la veneciana, Paola.

¿La recuerda? Sus padres me pusieron mil reparos, pero yo me permití utilizar…

– ¿Mi nombre?

– Eso no lo haría nunca. Utilicé sus deseos y mi dinero.

– No quiero chicas hoy. Toma esta lista y consígueme una reunión con esta gente aquí, en media hora.

Estudia la vieja la lista.

– No será fácil, pero media hora es mucho tiempo. ¿No quiere su eminencia reverendísima buena compañía durante tanto tiempo?

Niega Rodrigo con la cabeza y da la espalda, señal que basta a la celestina para salir de la habitación. Cuando se queda solo, el abatimiento le lleva a dejarse caer en un sillón y levanta las manos abiertas al cielo como tratando de contener el peso del mundo. Está a disgusto sentado y también de pie, cree advertir una presencia en la estancia y se revuelve hacia la puerta. Apoyada en el quicio, una muchacha morena con el escote de la blusa desbordado por los senos, la sonrisa cómplice.

– ¿Me recuerda? Soy Paola.

– Te recuerdo, Paola.

Le tiende una mano la veneciana y Rodrigo la acepta, como acepta el recorrido hasta un dormitorio donde Paola se desnuda y queda a la espera de la reacción del hombre. Se deja querer Rodrigo desde una pasividad ensimismada hasta que la muchacha interrumpe sus dedicaciones y se desparrama a su lado.

– ¿Ya no le gusto a su eminencia?

Con un dedo dibuja el hombre un signo sobre la piel de la muchacha, se deja acariciar, montar y acaba en el juego de las caricias y la pasión con el techo como reloj de sombras. Y cuando las sombras se instalan definitivamente, la mujer duerme y Rodrigo piensa, con un brazo bajo la nuca, hasta que chirrían los goznes de la puerta, asoma la vieja medio cuerpo y Rodrigo le hace una seña para que mantenga silencio. Paola dormita desnuda bajo una sábana mal repartida sobre sus desnudeces y Rodrigo termina de vestirse. Omite la cara de satisfacción de la celestina por su vencimiento y le impide que le siga. Recupera el cardenal la estancia inicial y allí aguardan cuatro hombres.

– "Galceran, Joan, Llan amp;ol, Milá. Sabia que vindríeu. La mort del rei de Nápols complica les coses. Pere Lluís pressiona perqué el papa el proclami rei, i aquesta seria la gota d.aigua que fa vessar el vas i esclatar un al amp;ament contra "i catalani"


.

– "Qué podem fer?"


.

– "Pressioneu Calixte Iii perqué no nomeni Pere Lluís"


.

– "I qui millor que tu per aconseguir-ho?"

– "Jo? Peró es que no te n.adones, Milá? Com es prendria el meu germá que jo treballara en contra de les seues boges ambicions?

Si el meu oncle em demana el meu parer, haig de dir-li: fes-lo rei de Nápols o emperador de Constantinoble o de Samarkand. Hem de protegir Pere Lluís de si mateix i de pas nos protegirem nosaltres i el Sant Pare"


Se ha hecho la luz entre los conjurados y son los gestos los que refrendan las explicaciones del joven cardenal los que los persuaden y cada cual asume el compromiso a su medida.


Un arrapiezo se sube a una fuente romana y grita:

– ¡Catalanes! ¡Ladrones!

¡Fuera!

A su alrededor crecen voces convergentes y los manifestantes miran hacia el palacio, tratando de que sus miradas se metan en la alcoba papal. El papa, en el lecho, pregunta con un gesto qué está pasando fuera y nadie le contesta, le arropan pese a los calores del "ferragosto" o le tienden pócimas que Calixto Iii rechaza y balbucea casi sin voz algo que sólo su secretario entiende.

– Quiere que lea su juramento del día de la proclamación.

Rodrigo sale de su meditación.

– ¿Ahora?

El anciano sigue bisbiseando mientras agarra con toda la energía que le queda el brazo de su secretario.

– Insiste en que sea ahora.

Abarca Rodrigo a los pobladores de la estancia, mientras frunce la nariz como si le molestara el olor de la enfermedad o el de la muerte. Una vieja enfermera retira la teja de debajo del cuerpo del papa y arrugan la nariz el médico, Pere Lluís y dos viejos cardenales entre el rezo del rosario y el sueño. Examina el médico las heces y cabecea pesimista. No parece sentir el hedor el secretario, que tiende a Rodrigo un papel como una orden que de hecho viene de su tío, papel que finalmente acepta, examina y lee con la voz progresivamente entera:

– "Jo, Calixte Iii, papa, promet i jure a la Santa Trinitat, Pare, Fill i Esperit Sant, a la sempre Verge Mare de Deu, als apóstols sant Pere i sant Pau i a tots els exércits celestials que, si cal, vessare la meua própia sang per tal d.intentar, en la mesura de les meues forces i amb el concurs dels meus venerables ger mans, tot el que siga possible per a conquerir Constantinoble, que ha estat presa i destruñda per l.enemic del Salvador Crucificat, pel fill del diable, Mohamed, príncep dels turcs, en cástig pels pecats dels homes. Hem de deslliurar Constantinoble i exterminar en Orient la secta diabólica de l.infame i pérfid Mahoma. La llum de la fe está quasi extingida en aquestes dissortades regions. Si alguna vegada jo t.oblidara, Jerusalem, que caiga la meua destra en oblit, es paralise la meua llengua en la meua boca, si jo no me.n recordara ja de tu, Jerusalem, si ja no fores tu l.inici de la meua alegria. Que Deu vinga en el meu ajut i en el meu Sant Evangeli!

Que així siga"

Sólo Pere Lluís parece haber entendido el texto y dice: "¡Amen!", mientras el rostro del papa agonizante expresa satisfacción ante Rodrigo, inclinado.

– "Veneu tot el tresor pontifici i pagueu la Croada!"

– "Sí, oncle"

– "Hem de tallar-li el cap a Mohamed"


.

– "Així es fará, oncle"


.


Rodrigo convoca con un gesto la atención de su hermano y se lo lleva a un ángulo de la cámara.

– "Aixó s.acaba i no conve que la mort de l.oncle nos agafe a Roma. Esclatará una revolta i els Orsini o els Colonna o qui sigui llen amp;aran la xurma contra nosaltres. Hem de guanyar temps. Hauries d.anarte.n a Espanya, a Valéncia, a Xátiva. Ja tornarás quan tot…"


.

– "I tu?"


.

– "A mi m.odien menys que a tu.

Peró per si un cas posare terra pel mig"


.

Embiste Pere Lluís como un buey, pero su hermano no le da tiempo para refugiarse en su rebelión. Lo coge por los hombros y deja de hablarle en catalán.

– Deja de comportarte como un buey con cuernos y pórtate como un hombre con sesos. ¿Cuántas bravatas necesitas para impedir que te maten? ¿Cuántos mercenarios van a seguir protegiéndote cuando sepan que el "oncle" ha muerto? Todo está preparado. El cardenal patriarca de Venecia, Barbo, nos debe muchos favores y te presta su escolta. Vete a Ostia y embarca en una galera hacia España. Aquí están asaltando nuestras casas, nuestras posesiones. Hay que ganar tiempo.

Se oye griterío en la calle y por la ventana abierta al agosto romano entran varias piedras y gritos como cuchillos.

– ¡Catalanes! ¡Ladrones!

¡Fuera de Roma!


Acepta Pere Lluís el consejo de su hermano, se abrazan y sale corriendo mientras Rodrigo se asoma a la ventana y contempla con curiosidad el tumulto.

– Las tribus de los Colonna y de los Orsini se han puesto de acuerdo para echar a la tribu extranjera. Han vendido la piel del buey antes de matarlo.

El ruido de la calle se ha metido en palacio y de los pasillos lejanos llega el ruido sincopado del avance de grupos que Rodrigo afronta sin apartarse de la ventana. La estampida de los pasos precipitados empuja la puerta y se encarna en un grupo de gente armada a cuyo frente va la colección completa de patricios romanos. La presencia de Rodrigo los contiene hasta que Orsini asume el protagonismo y da dos pasos hacia el Borja cardenal.

– Tu tío está a punto de morir y el yugo de los Borja morirá con él.

– ¿De qué yugo hablas?

– Habéis utilizado la silla de Pedro para enriqueceros y apoderaros del Estado.

– La silla de Pedro quedará vacía en las próximas horas y ¿quién la ocupará? ¿Un Colonna?

¿Un Orsini? ¿Un Della Rovere?

¿Quién puede oponerse a un cambio de signo? Mi tío ha sido un hombre de leyes que ha ayudado a consolidar la legitimidad del papado unificado después del oprobio de Aviñón. Mi tío no consiguió disuadir al papa Luna para que renunciara al solio y fortaleciera la unidad de la Iglesia. No soy un hombre de armas, ni de algaradas, yo soy un hombre de leyes. ¿Voy a oponerme yo a que tú, por ejemplo, seas el futuro papa?

– Yo no lo pretendo. Pero tu hermano merece un castigo. Nos ha humillado. Se ha burlado de nosotros.

– Mi hermano es mi hermano, yo soy yo, y la causa de la Iglesia, que es la de Dios, está por encima


de todos nosotros. Los cardenales somos gente sagrada puesto que nuestros fines son sagrados, ya lo dijo san Pablo: "Qui altare deserviunt, cum altare participant." Los que sirven al altar, participan del altar. Dejad que me cuide del tránsito de mi tío y contad conmigo para cuando haya que continuar la historia sagrada de la Iglesia.

Se abre paso Rodrigo sin ser hostigado y al llegar al pasillo corre más que anda, gana la escalera y llega al patio trasero al tiempo que su hermano sube a un caballo rodeado de cuatro jinetes guardaespaldas.

– Da un rodeo para que no parezca que te diriges a Ostia, porque pueden tener controlada la salida. Cruza el Tíber por la Puerta de San Paolo. Van a por ti, Pere Lluís.

Arrancan los cinco jinetes sin que nada diga Pere Lluís y queda en el patio Rodrigo con los ojos llorosos y en los labios una sentencia:

– "Mihi hieri et tibi hodie."


Hacia el horizonte marino miran los ojos empequeñecidos, febriles, de animal enfermo de Pere Lluís Borja y es abatimiento lo que le derrama sobre el malecón mientras se vuelve hacia los guardaespaldas que esperan su decisión.

– La galera ha zarpado y no ha querido esperarme.

Los guardaespaldas se miran entre sí y uno de ellos se decide.

– Las galeras no esperan a los vencidos y nosotros no queremos jugarnos nuestro humilde cuello junto al suyo, jefe. El cardenal Barbo no nos obliga a más. Nos vamos.

Le dan la espalda y Pere Lluís retiene por un brazo al que ha hablado.

– Tengo dinero para fletar cien galeras.

– Avísenos cuando estén fletadas, pero por si acaso no siga vestido de capitán general, le buscan y lo pasará mal si le encuentran.

Se alejan los mercenarios y Pere Lluís encuentra un rincón en penumbra para arrancarse los atributos más llamativos de su uniforme y quedar como un capitán general desaliñado o degradado. Suda y le castañean los dientes cuando se mete por las callejas portuarias en busca de la primera oportunidad de huida. Se introduce en una taberna donde su irrupción provoca silencios y algún sarcasmo.

– ¡El almirante de la flota turca!

Las risotadas le siguen mientras se abre paso hasta el tabernero. Los ojos de Pere Lluís bajan turbios y le cuesta hablar cuando señala el blusón que luce el propietario del local.

– ¿Cuánto me pides por ese blusón?

– ¿Sólo el blusón? ¿No quiere el señor también los calzones?

– Sea. El blusón y los calzones.

Le dice el precio el hombre a la oreja y Pere Lluís no discute.

Pone sobre el tablero el dinero.

Tampoco discute el tabernero, que se despoja del blusón y de los calzones para la risotada general, al tiempo que Pere Lluís se desviste y se pone la ropa recién comprada.

El tabernero no sólo se queda el dinero, sino que también se apropia de la ropa del visitante y se la pone mientras la hilaridad crea más hilaridad. A uno y otro lado del tablero se han cambiado los aspectos, pero la perplejidad del tabernero se ha vuelto codicia.

– ¿Qué más está dispuesto a comprar su excelencia?

– Un barco. Necesito zarpar hoy mismo.

– Aquí en Ostia no lo encontrará. Tal vez en Civitavecchia.

Allí podría conseguírselo. Si le interesa puedo hacer gestiones.

Le da su consentimiento Pere Lluís y más dinero, para refugiarse a continuación en una mesa y beber directamente con sed de días una jarra de vino. Percibe de pronto que está rodeado de un cerco de miradas y de silencio y se empeña en romperlo.

– Soy un caballero del Santo Sepulcro que trato de reunirme en Malta en una expedición contra los infieles.

Se van acercando los tabernarios como una mancha de vino derramada y alguno se atreve a sentarse a su mesa.

– No sabíamos que estaba en marcha una Cruzada.

– El papa va a morir y sin duda su sucesor cumplirá su proyecto de organizar una Cruzada.

– ¿Quién será el sucesor?

¿Otro catalán?

– No. ¡Jamás!

Ha sido casi un grito el que ha lanzado Pere Lluís y recibe el refrendo popular.

– ¡Jamás!

– Dicen que la familia del papa se ha apoderado de todas las riquezas de Roma y los mercenarios de su sobrino Pere Lluís han expropiado a las grandes familias y han abusado de sus privilegios.

– Se dice, sí.

– A mí no me importa que se lo roben todo a los señores de Roma.

Yo sigo pobre sean quienes sean los ricos, pero usted que tiene portes romanos, ¿a qué partido pertenece?

– Al de Dios nuestro Señor.

– Bando muy amplio es ése.

– En él cabemos todos.

Ha vuelto el tabernero y susurra las nuevas a oídos de Pere Lluís. Trata de levantarse pero se le nubla la vista y los rostros que se le acercan le parecen o difuminados o distorsionados. Consigue finalmente izarse y proclama:

– Me voy, señores, pero queda pagada una ronda.

Se apoya en el hombro del tabernero vestido de capitán general de Roma y suben una escalera hasta encontrar una habitación común de hospedería. Sobre la cama pierde el conocimiento, y cuando lo recupera, el rostro del tabernero está cerca del suyo y en retaguardia una silueta que cree familiar pero que no percibe con nitidez, hasta que la silueta sale de sí misma y allí está el secretario de su tío, que le aborda sin darle tiempo a decir nada.

– Gracias a Dios que ha despertado. Su familia está muy preocupada por usted en estos tiempos de revuelta. Su hermano me encarga decirle que todo sigue su curso.

Cierra los ojos Pere Lluís y continúa el secretario ofreciéndole información sobre su circunstancia.

– Lleva dos semanas entre delirios y no ha sido fácil encontrarle. En cuanto se recupere podrá embarcar en Civitavecchia.

Pere Lluís quisiera preguntar ¿qué tengo? pero la voz no le acompaña.

– Se trata de unas fiebres.

Es tan neutral la expresión del secretario como experta la del tabernero enfermero, que deposita un pañuelo mojado sobre la frente del yaciente. Es una sonrisa la que cubre su rostro, mientras los ojos cerrados protegen la sensación de seguridad que experimenta. Pero en cuanto cierra los ojos, la expresión del secretario deja de ser neutral para ser preocupada y la del tabernero teatralmente angustiada, mientras cabecea como negándose a asumir lo inevitable.


– ¿Sin noticias de tu hermano?

Es sarcasmo lo que refuerza la pregunta de Orsini, pero Rodrigo la asume como una interesada demanda y, abatido, confiesa:

– Sin noticias.

– Un cónclave con estos calores de agosto y la peste en las calles y en los cementerios.

Indica resignación el gesto de Rodrigo y al paso con Orsini va connotando el conocimiento de los otros miembros del Sacro Colegio.

– Veo a Estouville muy seguro de su victoria. ¿Cómo verías tú


la victoria de un cardenal francés?

– ¿Qué tiene de malo un cardenal francés?

– Tal vez sea conveniente ahora un papa italiano, después del interregno de mi tío: la ciudad lo acogería como una reparación.

– Me complace mucho tu juicio, Rodrigo, por venir de ti.

– Mis votos serán para un cardenal italiano: Barbo.

– ¿El patriarca de Venecia?

Jamás. Eso sería fortalecer el papel de la república veneciana, y no están ni los Medicis, ni los Sforza, ni los Gonzaga, ni los Este dispuestos a asumirlo.

– Puedo aceptar una alternativa.

Se acerca Rodrigo al patriarca de Venecia y le abraza cariñosamente y para decirle al oído:

– Gracias por lo de Pere Lluís.

– ¿Qué tal está?

– Mal. Pero estará peor si saben que sigue vivo y dónde. Or sini no te acepta como papa. Tampoco los Della Rovere.

– ¿No es mi momento?

– No. Tal vez sería el momento de un papa viejo o enfermo.

– No se lo tragarán. Sabré esperar.

Hay llamadas al orden para que empiece el cónclave en oración y, mientras se reza, las miradas se cruzan, se estudian las expresiones y Rodrigo apacienta y tranquiliza a su rebaño de cardenales, dejando hablar, dejando pasar el tiempo y abriendo las puertas a la fatiga y a la oratoria y otra vez la fatiga y otra vez la oratoria. Es de noche cuando los cardenales se levantan y va Rodrigo a las letrinas en coincidencia con otros purpurados de convergentes urgencias. Sotanas alzadas y en cuclillas, buena parte del Sacro Colegio prosigue el cónclave mientras alivia esfínteres.

– No es mal sitio para hallar serenidad de espíritu.


– Somos lo que comemos, como decía Aristóteles, y por lo tanto lo que cagamos.

– Dios nos ha dotado del placer de la ansiedad de orina y de su alivio.

– Nada está escrito sobre que ese placer sea pecado. Tengo entendido que un poeta latino, Catulo, decía que vosotros los de España os limpiabais los dientes con orines para tenerlos más blancos.

– Otro poeta latino decía que vosotros los romanos os poníais excrementos de niño sobre la cabeza para impedir la calvicie.

– Hemos venido a hablar de otra cosa. Decid en voz alta vuestro candidato.

Uno por uno los acuclillados cardenales proclaman sus preferencias y sólo dos sentencian: cualquiera menos el francés. Se sorprende Rodrigo.

– ¡Pero si es el más rico!

– Si nombramos un papa francés, Roma será la cismática.

– ¿Entonces?

Orsini se pone en pie y le secundan los demás.

– Por los aquí reunidos me comprometo a decirte que dos de nuestros votos serán para Piccolomini, y le respaldan el norte y el sur, Sforza desde Milán y Ferrante desde Nápoles. ¿Tu voto, Rodrigo?

– Mis votos. Son siete. Me hago responsable de siete votos.

– ¿Y van a parar?

– Volvamos al cónclave.

Ya de vuelta en la sala, busca Rodrigo a Piccolomini, bajo la mirada vigilante de los conjurados de las letrinas.

– Sin duda, Eneas, especulan sobre qué te estoy pidiendo para darte mis votos.

– ¿Qué me estás pidiendo, Rodrigo?

– Consolidar el patrimonio de mi familia y mis aliados y mis funcionarios catalanes, aragoneses y valencianos.

– Te digo sinceramente, Rodrigo, que no ambiciono ser papa y prefiero moverme entre mis libros en esta época en que parece que vuelven las luces de la Edad de Oro de la cultura latina, tiempos para el hombre, ese milagro, como le ha llamado Pico della Mirandola. Pero no estoy dispuesto a que un francés se siente en la silla de Pedro porque sería el principio del fin del equilibrio italiano.

El día en que Francia o los españoles se metan en Italia se habrá acabado nuestro mundo. ¿Qué más he de darte por tus pregonados siete votos? ¿A ti? ¿Personalmente?

– ¿Te puedo ser útil?

– Tu experiencia y tu poder me serán útiles.

– Quiero que lo reconozcas públicamente desde el primer momento.

Asiente Eneas Silvio Piccolomini y se está dando paso a la votación. Estouville. Piccolomini. Estouville. Piccolomini. Estouville. Estouville. Estouville.

Estouville. Faltan siete votos, los que dependen de Rodrigo, y seis cardenales han vuelto hacia él las caras. Asiente Rodrigo y los votos van cayendo. Piccolomini.

Piccolomini. Piccolomini. Piccolomini. Piccolomini. Piccolomini.

Piccolomini. Entusiasmo hasta el griterío entre los cardenales triunfadores, en contraste con la serenidad del nominado y la aparente, cortés indiferencia de Rodrigo. Agradece Piccolomini la confianza.

– No es el momento de expresar mi programa, pero tengo pensado llamarme Pío Ii y quiero manifestar mi deseo de superar las diferencias habidas en el pasado, basándome en la experiencia de Rodrigo Borja, hombre sabio y de leyes, pieza de entronque entre dos pontificados, y lo escojo como cardenal que pondrá la tiara sobre mis sienes.

El besamanos del proclamado papa recibe la compensación de su bendición y de abajo arriba los ojos de Rodrigo recibieron la promesa de la palabra cumplida. Ya fuera del salón del cónclave, Rodrigo pasó los días resolviendo papeles, honrando la memoria de su tío y rezando a las vírgenes que le eran más propicias. La sombra del secretario cesante le asaltó en uno de sus rezos para comunicarle:

– Pere Lluís ha muerto.

Y Rodrigo le cogió por la pechera para obligarle a acercársele primero y a arrodillarse a su lado después.

– ¿Las fiebres o es cierto lo que se dice del veneno?

Se encoge de hombros el atrapado y le libera de la retención el cardenal para seguir sus oraciones.

Oraciones privadas que días después se convertirán en rezos públicos a la sombra de la ceremonia de investidura del papa Pío Ii. El compungido cardenal Borja se pone las facciones de la majestad para coger la tiara pontificia, elevarla sobre la cabeza de Pío Ii, oponerla al cielo, diríase que para verla en contraste con el infinito, a medio camino entre la cabeza de Piccolomini y la suya. Se instala Rodrigo en el instante, con la tiara entre las manos, hasta que le llega la voz irónica de Piccolomini.

– Rodrigo, esta vez el papa soy yo. Ponme la tiara.

La deposita el cardenal sobre las sienes de Piccolomini y se quedan en el aire, como frustrados, sus brazos abiertos, hasta que se recogen, formando una cruz sobre el pecho, como si guardara para sí el comentario de Pío Ii.

– Un día será tuya, Rodrigo.

No lo dudo.


De las nubes baja la mirada de Alejandro Vi, a caballo, camino de San Juan de Letrán. Mira con orgullo a quienes le vitorean y luego sus ojos selectivos buscan a personas concretas entre la multitud y los cierra como un gato tranquilizado cuando corrobora presencias. La silueta de Giulia en una ventana. No ha visto a César, rodeado de Corella, Grasica, Llorca y Montcada disfrazados de frailes divertidos por el espectáculo, hasta la carcajada de Corella que fuerza a César a empujarle para que abandone la primera fila del público. Ya libres de contención, Corella no puede contener el ataque de risa, y aunque los demás son cómplices de su hilaridad, poco a poco se cansan y le golpean para que se calme.

– ¿Qué es lo que tanto te ha hecho reír?

– La emoción de las masas, querido César. Lo fiable que es la emoción de las masas. Esa chusma que hoy grita "¡Viva el papa!" es la misma que durante el cónclave nos quería rebanar el cuello a "los catalanes" y son a su vez hijos o nietos de los que querían degollar a tu padre y a tu tío cuando la muerte de Calixto Iii.

– A los pueblos los cambian las minorías inteligentes y seguras de sí mismas, con proyecto de futuro.

Hay que llenarles el cerebro.

¿Descubres ahora que las multitudes tienen cerebro de niño?

– ¿Por qué denigras a los niños?

– Vamos a terminar esta fastuosa celebración en familia, Miquel.

Tengo ganas de ver la cara de todos mis hermanos naturales, de mi madre natural, de su marido natural y de mi padre natural bajo la tiara de san Pedro.

– Suerte tuvo san Pedro. Si hubiera tenido una tiara tan valiosa se la habría vendido y habría ido al infierno.

Por los ventanales de la mansión de Carlo Canale y Vannozza Catanei, el matrimonio sigue al cortejo mientras Joan Borja y Djem juegan al ajedrez. Canale contempla el protagonismo de Alejandro Vi como si fuera su propio protagonismo y Vannozza adopta la expresión de misión cumplida. Entran César y sus acompañantes, que no merecen la atención de los jugadores, ni distraen a Canale de su adoradora contemplación del desfile, pero Vannozza sí repara en César y estudia su expresión, va hacia él, le coge una mano y le propone:

– Todo bien, ¿no?

César besa a su madre en la mejilla y asiente cerrando los ojos. Deja que Corella ocupe el lugar de acompañante de Canale ante la ventana y se sitúa en segundo plano. Canale expresa en voz alta su entusiasmo sin perderse ni un segundo el espectáculo:

– ¿Has visto cómo le ha impresionado la pancarta que le he puesto?

– ¿De qué pancarta se trata, señor Canale?

– Una que decía: "Roma era grande bajo César. Ahora es más grande aún. César era un hombre.

Alejandro es un Dios." Aplaude Corella, se suma al aplauso César y Vannozza salta alborozada.

– ¿Verdad que es una hermosa pancarta? Carlo me la consultó y yo le dije "¡Adelante!"

– ¿No está Lucrecia?

– Sigue el cortejo desde el palacio de Santa Maria in Portico, con la Milá y…

– Y…

– Y…

No quiere despejar Vannozza la incógnita y César le acerca los labios a la oreja.

– ¿Te duele?

– ¿Por qué había de dolerme?

Tu padre y yo siempre hemos conocido los límites que nos separaban.

Fue un honor que me escogiera como compañera. Era el hombre más atractivo de Roma. Alguien dijo de él entonces: nunca he visto a un hombre tan carnal. Le he dado hijos, pero los ha educado según su arbitrio. He tratado de ayudarle y no de perjudicarle. Giulia es la juventud. Tu padre necesita sentirse joven, mientras pueda, y eso nos interesa a todos. A ti para empezar.

– ¿Y a ése?

Le riñe Vannozza a César con un gesto. No. No debe tratar tan despectivamente a su hermano, enfrascado en una jugada, frente a la mirada de araña de Djem. Pero la mujer prefiere volver a la tranquilizada reflexión anterior.

– Cuando conocí a tu padre acababa de volver de España. Había coronado ya a dos papas y como cardenal de Valencia fue a visitar su sede, Xátiva, Torreta de Canal, todos esos lugares de los que tanto me ha hablado. Conoció también a Fernando de Aragón, que le pareció de mal fiar, y a su mujer, Isabel de Castilla, una castellana insoportable. Tu padre decía de ella: es antipática pero necesaria, y la ayudó a conseguir el trono contra su sobrina, la heredera legítima. A la vuelta estuvo a punto de morir ahogado. Una tempestad engulló a muchos de sus acompañantes y Rodrigo volvió a Roma como un resucitado. Era el hombre más admirado por las mujeres. No, aún no era un dios. Era…

– Un príncipe.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque cada vez que vuelves al pasado y me cuentas esa historia dices que era como un príncipe.

– Mírale. ¿Un dios? ¿Un príncipe?

Se acerca César a la ventana a tiempo de ver cómo culea el caballo y la espalda del papa con la capa desplegada y la cabeza erguida a pesar del peso de la tiara.

– No son tiempos de dioses, sino de príncipes.

Pero Vannozza no quiere perder esta mañana su secreta placidez y contempla enamoradamente el alejamiento de Alejandro Vi, como si quisiera empujarle con la mirada para ultimar un largo camino.

– César, a veces pienso que tu padre ha pasado por mí como por un lugar de reposo entre dos batallas.

– Entre dos cacerías. Mi padre no es un guerrero. Es sólo un cazador.

Загрузка...