5 El profeta desarmado

Remulins se ha mezclado con el público que espera la palabra de Savonarola, a su lado Maquiavelo parece más interesado en la observación de la gente que en la inmediata aparición del predicador.

– Mujeres. Ya sólo le quedan mujeres ricas.

Remulins repara en la observación de Maquiavelo, pero no demasiado tiempo porque el profeta ha hecho su aparición y un silencio total espera la acechanza del fraile volcado sobre los feligreses, somo si fuera halcón dispuesto a echarse a volar sobre sus cabezas.

– ¡El papa me ha excomulgado!

No contento con impedirme predicar, ¡me ha excomulgado! ¡Traición! ¡Traición, pueblo cristiano, es la palabra con la que explicaría qué está sucediendo y cómo el cuchillo del maligno quiere degollar al portavoz de Dios! Las fuerzas del mal han conseguido sumar a mis enemigos y asustar a mis amigos dejándome en el mismo Getsemaní en el que Cristo superó las tribulaciones del alma.

De pronto, Savonarola se enfurece porque a la iglesia llega un grupo de mujeres encabezadas por una señora principal, imbuida en la inocencia de que ha nacido para llegar tarde a los sermones, incluso a los de Savonarola. Pero esta vez el fraile se cierne sobre la multitud y señala acusadoramente a la recién llegada.

– ¡He aquí el demonio! ¡He aquí el demonio que viene a turbar la palabra de Dios!

Acoge la dama con estupefacción la agresión, luego con ira, finalmente con miedo cuando los rostros se han vuelto hacia ella recriminándola, rostros que la obligan a retroceder a la par que su cortejo y salir de la iglesia despavoridas.

– Mis enemigos dicen prestarse a pasar la prueba de caminar sobre fuego para, si salen ilesos, demostrar que soy un hereje y exigen que yo haga lo mismo. Dicen: ¡será la prueba de Dios! ¡La confabulación de mis enemigos me fuerza a pedirle a Dios su confianza y acepto el desafío! ¡Yo y mis discípulos caminaremos sobre brasas para demostrar que Dios guía mis pasos y los protege!

Contrario al entusiasmo producido, Maquiavelo cabecea irónico e invita a Remulins a que le siga.

– Vamos. Todo lo importante ya lo ha dicho.

Callejean sin decir nada pero esperando cada cual que sea el otro el iniciador del diálogo.

– ¿Qué novedades hay, señor Maquiavelo?

Se ríe Nicolás francamente y su risa detiene a Remulins.

– ¿De qué va la risa?

– Admita que es regocijante que sea usted el que me pregunte sobre novedades, cuando es público y notorio que usted ha llegado a Florencia para terminar de acorralar a Savonarola.

– ¿Eso se dice?

Parece entristecido Remulins y desde una cierta melancolía comenta:

– Savonarola se está ahorcando él solo. La Signoria de Florencia la dominan los "arrabbiati", contrarios al fraile, y no cejarán hasta destruirlo.

– Permítame, Remulins, que establezca una hipótesis de la situación. Savonarola clamó contra la corrupción de la Iglesia y de los príncipes cómplices y fue utilizado inicialmente por una fracción de los Medicis contra otros Medicis.

Eso permitió que el mito Savonarola creciera y se apoderara de él el pueblo, los obispos escandalizados por la corrupción de la Iglesia, como Caraffa, y esos sectores de las clases poderosas a las que les gusta de vez en cuando, por poco tiempo, pedir perdón por ser poderosas. Luego la lucha contra los Medicis significó la llamada a los franceses para que nos invadieran y destruyeran la república y el impulso del renacer italiano.

Savonarola proclamó a Carlos Viii el Nuevo Ciro constructor de Jerusalén y del Templo, en contra del destructor de la cristiandad, Alejandro Vi. Desde el Vaticano, ustedes empiezan a organizar la ruptura del frente de los partidarios de Savonarola y poco a poco consiguen aislarle. Por si faltara algo, el papa trata de pactar con los franceses y deja a Savonarola sin padrinos. Ya sólo le quedan esas escasas mujeres ricas que siguen pidiendo perdón por serlo. Cada vez menos. La mala conciencia de los ricos dura poco.

Después de la agresión de hoy contra la esposa de Bentivoglio, uno de los ciudadanos principales de Florencia, de una estirpe de peligrosos y sangrientos condotieros, ese coro de beatas va a quedarse mudo. Por si faltara algo, el papa ha amenazado a los mercaderes florentinos con embargar sus mercancías si apoyan a Savonarola y el obispo Caraffa le ha retirado su apoyo. Los comerciantes sí que tocan realidad, saben lo que es la realidad y quieren que les pertenezca. Empezaron como correcaminos con sus mercancías, de feria en feria, de mercado en mercado y han acabado teniendo dinero, dinero acumulado. Trabajo y dinero. Ése es el nuevo poder real y no está con frailes místicos creadores de desorden. Savonarola insiste en la necesidad de un concilio, pero ya sólo le apoya Dios, según cree él.

La prueba del fuego es una trampa que le han tendido. ¿Ha sido idea suya, Remulins?

Remulins medita y Maquiavelo espera pacientemente a que salga de su silencio. Finalmente Remulins habla.

– Mi mano derecha ha ayudado a tejer todo eso. Mi mano izquierda ha tratado de impedirlo, de aprovechar los momentos tranquilos de Savonarola para suavizar el cerco.

¿Usted cree en la necesidad de reformar la Iglesia?

– ¿Para qué?


– ¿No preferiría usted una Iglesia fundamentada en la Virtud?

– Para mí, Virtud equivale a Razón, señor Remulins. ¿Puede la Iglesia fundamentarse en la Razón? No estoy metiéndome en cuestiones teológicas. Alejandro Vi hace lo que yo creo inevitable, ni bueno ni malo, inevitable. Igual actuaría cualquier otro papa inteligente con sentido histórico. Savonarola está fuera de la Historia, y si triunfaran sus tesis redentoristas, el oscurantismo más fanático caería sobre todos nosotros. La corrupción es más tolerable que el fanatismo.

– ¿Hay que elegir entre el oscurantismo o la corrupción? ¿Es inevitable esa elección?

Está sorprendido Maquiavelo y retiene con un brazo los pasos de Remulins.

– ¡Vacila! ¡Usted, el instrumento de la política de Alejandro Vi no cree en lo que hace!

¡En el fondo "comprende" a Savonarola!

Consigue proseguir su marcha Remulins y deja a un maravillado Maquiavelo a unos pasos de distancia, finalmente avanza a zancadas para ponerse a la altura del delegado pontificio.

– Insisto. ¿Es cierto que la idea de la prueba del fuego la ha sugerido usted?

Cierra los ojos Remulins, le tiembla el mentón y aprieta los puños. Y desde esa profunda conmoción que se traduce en temblores, responde:

– No.


Alejandro Vi está satisfecho y exhibe un pliego de documentos para justificar su buen humor.

– He aquí la comunicación de los banqueros pidiendo a la Signoria de Florencia que proteja sus negocios frente a los efectos de las predicaciones de Savonarola.

A los florentinos en cuanto les tocas el bolsillo se acabó el profeta Isaías. ¿O ahora nuestro querido Savonarola ya está en Ezequiel, según creo? ¿No es así, Remulins?

Asiente el consultor algo desganado, desgana que no escapa al papa.

– ¿Algo no marcha?

– No. Todo va según lo previsto. A nuestro fraile le sentó mal la prohibición de predicar, la violó, ahora le has excomulgado y ha reaccionado desobedeciendo, proclamando su verdad, administrando la eucaristía. No tenía otra salida. Ahora se le podrá formar un tribunal eclesiástico, si es que antes la Signoria de Florencia no le ajusta las cuentas. Pero esa prueba del fuego no nos conviene.

Fue sibilinamente propuesta por un predicador inspirado por los "arrabbiati", el bando ciudadano contrario a Savonarola.

– ¿No nos interesa esa prueba?

– Es retrógrada. Será un motivo de escarnio en boca de los humanistas. Ha sido una trampa. Un predicador franciscano aseguró que él estaba dispuesto a caminar sobre brasas para demostrar que Savonarola era un farsante y Savonarola no tuvo más remedio que asumir el desafío.

– ¡Pobre diablo! Su suerte está echada y llegará un momento en que la propia sociedad florentina le ajustará las cuentas. Pero tienes razón. No podemos hacer renacer los autos de fe, las pruebas de Dios. Todo ese oscurantismo no debe volver. Aunque se me ocurre otra razón más práctica para oponernos a la prueba de Dios.

– ¿Cuál es esa razón?

– Imagina que sale bien librado de la prueba. ¿Qué se demuestra a los ojos del populacho? Que Savonarola tiene razón y los que le hemos excomulgado no.

– ¿Qué hacemos, pues?

– Reclama a la Signoria de Florencia que nos entreguen a Savonarola para ser sometido a un juicio eclesiástico, aquí, en Roma. Tú asume un cargo que justifique tu actuación. Como jurista, como auditor del gobierno de Roma.

– No hemos hablado sobre el final de esta historia. ¿Savonarola debe morir?

– Si se rinde, a enemigo que huye, puente de plata. Pero hemos de dejar que sean los florentinos y el propio Savonarola los que decidan. Hay que seguir de cerca ese proceso. Eso es todo. Savonarola ya no es un peligro. Has trabajado muy bien, Remulins. Ahora voy a despachar con César.

Es una invitación a la despedida y Remulins sale de la estancia cavilando, no repara en que César le saluda, pero sí, ya en el pasillo, en que Burcardo y Miguel Ángel emergen de una secreta conversación y el jefe de protocolo insta al artista a que aborde al jurista. Acelera los pasos Miguel Ángel sin que Remulins se dé por reclamado hasta que una mano del pintor se posa sobre su brazo.

– Quisiera que me concediera un momento. Será sólo un momento.

– No es perder el tiempo hablar con Miguel Ángel Buonaroti.

– Pero quisiera hablar en un lugar más tranquilo.

Se deja llevar Remulins al taller donde trabaja Miguel Ángel, ocupado por discípulos afanados que el pintor despide con un simple batir de palmas. Ya a solas, el artista se asegura de que están las puertas bien cerradas y aborda a Remulins.

– Hablo con la persona mejor enterada sobre lo que está sucediendo en Florencia y quisiera expresarle mi inquietud por la suerte que pueda correr fray Girolamo Savonarola.

Estudia Remulins la angustiada expresión de Buonaroti, pero no contesta y deja que tras un silencio de expectativa el otro prosiga su explicación.

– Cuando fray Girolamo empezó sus predicaciones yo estaba en Florencia al servicio de los Medicis y muchas veces fray Jerónimo habló muy especialmente con los artistas, humanistas, escritores, Botticelli, Della Robbia, Pico della Mirandola, conmigo mismo y nos causó un gran impacto.

Escucha Remulins pero entretiene mecánicamente el cuerpo y las manos revisando diseños y bocetos.

– Fray Girolamo nos transmitió toda su espiritualidad y cada cual la recibió de manera diferente.

Cada uno asumió su mensaje segun sus propias obsesiones.

– Botticelli cambió el sentido de su obra y dejó de pintar a las amantes propias y ajenas en motivos evidentemente paganos. Pero no veo yo en sus obras, Miguel Ángel, el mismo impacto de espiritualidad.

– La pintura es hija de la pintura, Remulins, no de la espiritualidad. Mi pintura la iluminan Masaccio o Leonardo, incluso Leonardo, a pesar de que es un insoportable bastardo. Savonarola no tiene por qué influir sobre la pintura. Pero en cambio me impresionó lo que el fraile decía sobre la relación entre espiritualidad y sociedad, sobre la pobreza por ejemplo, sobre la sencillez de la vida cristiana. Ese hombre es un inocente, Remulins.

Sale de un momento de ausencia Remulins.

– No siempre un inocente es inocente.

No parece comprender Miguel Ángel.

– A veces desde la inocencia más angélica se puede provocar el caos.

– ¿El desorden?

– El desorden.

– ¿Siempre es repudiable el desorden? ¿Se puede transformar la vida, se puede tener esperanza sin desorden? Yo parto del sentido del orden pictórico que me han dejado mis maestros, pero yo introduzco el desorden en ese orden y así han crecido las artes en nuestro siglo en busca de la Edad de Oro grecolatina perdida.

– No hay edades de oro, Miguel Ángel. Nunca las hubo.

– ¿Ni en el Paraíso?

No es desconcierto lo que manifiesta Remulins ahora, sino prudencia, y sus ojos miran a todas partes, como si incluso las estatuas y los figurantes de los cuadros pudieran escucharle.

– ¿Le envía Burcardo?

– He comentado con Burcardo el asunto de Savonarola y él también siente un profundo respeto por la finalidad que anima al fraile.

– ¿Por qué no ha intercedido ante su santidad?

– Burcardo cree que su santidad, como jefe de protocolo, se lo toma muy en serio, pero no como teólogo.

– ¿Qué piden para Savonarola?

– Razón o compasión.

– Es demasiado total el espectro. Escoja. Razón o compasión.

– Compasión.

– Siento tanta compasión por Savonarola como pueda sentir usted, y desde la compasión no puedo, no debo salvarle.

– Entonces le pido que aplique la razón, ¿qué se gana aniquilando a Savonarola?

Sonríe Remulins tristemente.

– Me parece que su pregunta llega tarde. Ahora debería formularla así: ¿qué se pierde condenando a Savonarola?


– ¿De qué te ha hablado Remulins, de Savonarola? ¿Sigues obsesionado con el caso Savonarola?

¿Tanto peligro ves en ese fraile alucinado? Me parece absurdo. Debilita a los florentinos y eso no nos va nada mal.

– Está pidiendo un concilio para reformar la Iglesia y deponerme.

– Estáis destruyendo a un fantasma y por lo tanto le perpetuáis como fantasma. A Savonarola ya no le hace caso ni el rey de Francia.

Por cierto, hemos de revisar nuestra posición antifrancesa. Esa Liga Santa contra los franceses interesa, pero no interesa.


– ¿Santa? ¿Quién pone la santidad?

Alejandro Vi ha interrogado a César desde la seguridad que le da conocer ya la respuesta. César le exige más que le habla. Tú, tú analiza esa pantomima de la Liga Santa. ¡Santa! Analiza a tus aliados contra Francia. Los reyes de España, Ludovico el Moro en el Milanesado, la República de Venecia, el emperador Maximiliano de Austria.

– La santidad evidentemente la pones tú. ¿Las tropas?

– Con tal de que ellos pongan las tropas, pero después de la experiencia de la invasión de Carlos Viii no me fío ni de Venecia, ni de Milán, y el abrazo de los reyes de España es el abrazo del oso. Frena nuestra expansión familiar hacia Nápoles que tanto hemos trabajado. El matrimonio de Jofre con Sancha. Ahora el matrimonio de Lucrecia con Alfonso de Bisceglie. ¿Insistes en tu proyecto de dejar el cardenalato?

– Insisto. Tras la muerte de Joan no necesitas un hijo cardenal. Necesitas un hijo soldado.

El cerebro dinástico de Alejandro Vi se ha puesto en marcha y le ayuda a contemplar a su hijo con otros ojos.

– Si renuncias al cardenalato podría pensarse en que te casaras con una princesa napolitana. Me has hablado de Carlota de Aragón.

– Hay que solucionar un problema previo.

No acierta el papa qué problema previo puede ser y pone por testigo al hierático Burcardo de que para él no hay tal problema previo.

– ¿Te refieres a tu condición de cardenal de Valencia? ¿Quizá a las histerias de María Enríquez, reclamando el cuerpo de Joan y maldiciendo a los Borja a través del impertinente embajador español?

– Me refiero a Lucrecia.

Pretexta una urgencia Burcardo para retirarse, pero César le ordena con un gesto que se quede, gesto que Alejandro refrenda.

Avanza a largas zancadas César hasta la puerta y permite el paso a alguien que espera, un joven caballero que se descubre ante el papa e hinca la rodilla en el suelo.

– Pere, Pere Caldes, si no me equivoco. ¿Qué te trae aquí? Te he dado órdenes de que no te separes ni un momento de Lucrecia.

– Obedezco órdenes de César.

Me ha ordenado venir.

El Valentino da vueltas en torno del trío que Pere, arrodillado, completa con Burcardo y Alejandro, silencioso, cavilando sobre el próximo paso a dar más que conteniendo un discurso.

– César, ¿se puede saber qué ha pasado o qué va a pasar? ¿A qué santo la presencia de Pere aquí?

Debería estar al cuidado de tu hermana.

– Tú lo has dicho. Debería estar al cuidado de mi hermana.

Jugando con ella a la gallina ciega. ¿No es cierto, Burcardo? ¿No vieron jugar a la gallina ciega a Pere y a las damas? ¿Te llaman Pere o Perotto?

– Los valencianos y catalanes me llaman Pere y los de aquí Perotto.

– Te va mejor Perotto. Tienes fisonomía de llamarte Perotto y no Pere. Pues bien, tú que cuidas a mi hermana podrás darnos una explicación a su santidad y a mí mismo, cardenal de Valencia.

Calcula César el efecto del silencio y finalmente, acercándose al todavía arrodillado Pere, formula la pregunta:

– ¿Podrás explicarnos por qué Lucrecia está preñada y de quién?

Ha bajado la cabeza Pere y la nuez recorre como loca su encierro tratando de huir, mientras César prosigue sus conjeturas, Burcardo ha cerrado los ojos escandalizado y Alejandro Vi permanece boquiabierto.

– Por qué está preñada es fácilmente inducible. Quién la ha


preñado es más difícil de colegir.

Su ex marido Giovanni Sforza, legalmente, según sentencia de doctos eclesiásticos y juristas, no hizo uso del matrimonio, ni quiere demostrar en público que es sexualmente potente, tal como le ha demandado su santidad y su propio tío Ludovico el Moro. O el semen de Giovanni Sforza circula con lentitud de caracol herido por los secretos caminos que llevan a la fertilidad o Giovanni Sforza no, no puede ser el padre.

– Yo.

– ¿Tú?

– Yo quisiera explicar que en la situación…

– Quieres explicarnos que tú eres el padre…

Alejandro pasa del pasmo a la incredulidad y aleja la sospecha con un gesto ampuloso, sin que Burcardo salga de la clausura de la mirada.

– Vamos, César, no saques conclusiones estúpidas.

– Si Pere, "Perotto", no es el padre, hay que deducir que estamos ante un caso brujeril de inmaculada concepción o mi hermana es una ramera dispuesta a meter en su cama a todo el que llama a la puerta del convento de las dominicas.

Se ha puesto en pie Pere desafiante y se enfrenta a César con el hocico fruncido.

– No tolero que se insulte así a la señora. Yo soy el responsable de todo lo ocurrido.

– ¿Ha oído su santidad?

Su santidad ha oído y se deja caer abatido en la silla pontificia, mientras César se acerca a Perotto y le habla casi boca contra boca, obligándole a retroceder ante el avance de su cuerpo.

– Naciones enteras especulan sobre quién será el próximo marido de Lucrecia. Lo será Alfonso de Nápoles, para tu información, Perotto. Están en juego razones de Estado y seguridad que afectan a italianos, franceses, españoles, austríacos y tú juegas a la gallinita ciega con mi hermana y ¡zas! un niño. Fruto del amor.

Supongo.

– No ha habido otra cosa que amor. Un amor correspondido.

César parece emocionado y pasa una mano por los cabellos de Perotto.

– Qué afortunado has sido.

Amor correspondido. Amor y soledad. Soledad y amor. La soledad de Lucrecia y el amor de Pere Caldes.

En la otra mano de César, ahora enfurecido, brilla una daga, y con la misma celeridad con que ha aparecido, la daga se clava en el cuello de Pere, pero el giro de la cabeza del hombre amenazado permite que lo que hubiera sido la muerte se convierta sólo en herida profunda. Tiene fuerzas el herido para recorrer los pasos que le separan de la silla de Pedro y caer de rodillas ante el papa, levantado, sin suficientes manos para lo que tiene que hacer, aunque le tienta borrar las salpicaduras de sangre que le han llegado al rostro, en la boca un grito que expulsa a César de la estancia.

– ¡César!

Mientras, Burcardo trata de restañar la sangre del herido, inmutable en los ojos, duro en el gesto con el que aplica un pañuelo sobre la herida, con crueldad purificadora, sin reparar en los gritos de Perotto.


Savonarola reza en la penumbra aunque sobre el rostro el ventanal permite la coincidencia del halo de luz de los elegidos, ojos que lloran desde una angustia desencajada.

Reza en un silencio que sólo él percibe porque de pronto se rompe e irrumpen en su ámbito los gritos de las gentes que se manifiestan en el exterior del convento.

– ¡Farsante!

– ¡Eres el castigo de Florencia!

– ¡La ruina de Florencia!

Escucha los gritos acorralados los oídos, cercado su espíritu, trata de entenderlos pero no llega a la lógica de las palabras.

Entra un demudado fraile.

– Fray Girolamo. No es prudente salir en este momento.

– Ya habrán encendido las hogueras y pronto habrá brasas.

– El convento está rodeado de piquetes amenazadores.

– ¿Quiénes son?

– Los comerciantes han movilizado a la plebe y a ex presidiarios como agitadores. Le acusan de ser la causa del bloqueo económico de la ciudad, de la ruina de Florencia.

De entre los manifestantes brota un prohombre subido a un mojón de la plaza y proclama:

– ¡Savonarola nos ha arruinado!

Hay que volver a aquellos tiempos en que el talento de nuestros banqueros hizo de Florencia la capital del esplendor y del humanismo.

¡Debemos unirnos los engañados por Savonarola con los que siempre le combatimos para que Florencia vuelva a ser un imperio financiero!

Hay entusiasmo jaleador. Savonarola ha escuchado el discurso asomado a una ventana protegida por una celosía y en su rostro se mezclan el tenebrismo exterior y el interior.

– Finalmente me van a echar los comerciantes y no el papa. ¿Hay respuesta del rey de Francia?

¿Respalda la convocatoria de un concilio?

Se miran entre sí los frailes que le rodean y uno de ellos responde:

– Le hemos enviado un mensajero y no ha recibido respuesta. Se dice que Carlos Viii está muy enfermo.

– Habrá que afrontar la prueba de las ascuas, si nuestros enemigos insisten en ello y dan el ejemplo.

Se descalza Savonarola y se contempla los pies.

– Pobres pies míos.

Pero desecha la autocompasión.

– Sufre más de lo necesario el que sufre antes de lo necesario.

Se arroja a sus pies un joven fraile y se los acaricia amorosamente.

– Dios no permitirá que estos pies se abrasen. Dios no permitirá su propia derrota.

– Dios permitió su propia derrota en el Sinaí, pero convirtió aquella derrota en la victoria de la Resurrección.

Le invita Savonarola a que se levante y vuelve a contemplar lo que ocurre en el exterior a través de las rejas de la celosía.

El orador ha formado ahora un reducido grupo de patricios que le felicitan por lo que ha dicho.

– Me han contado la humillación que sufrió tu mujer el otro día desde la boca de ese iluminado.

Toda Florencia hizo suya esa ofensa.

– Lo agradezco, pero no he hablado desde el despecho, sino desde la angustia de todos los florentinos ante la ruina que nos amenaza.

– ¿Qué podemos hacer, Bentivoglio?

– ¿Qué podemos hacer? ¿Me lo preguntáis a mí? ¿No sois vosotros los responsables de la Signoria de Florencia?

Bentivoglio ha dirigido una mirada irónica a los que le rodean y se dirige especialmente a varios de ellos.

– Canigiani, Giugni, Canacci, ¿no sois vosotros los principales impugnadores de Savonarola? ¿No tenéis ahora mayoría "los arrabbiati" en el gobierno de la ciudad?

Ese iluminado ha llevado más allá de lo asimilable aquel espíritu de reforma que en un primer momento nos atrajo a todos. Los cambios excesivos son catástrofes anunciadas.

– Hemos de liberarnos de Savonarola.

– Encarceladlo, pues.

– No podemos crear un mártir.

– Ha repartido la Eucaristía estando excomulgado. Que sea el papa quien lo meta entre rejas.

¿No os ha pedido que lo enviéis a Roma?

– ¿Vamos a convertirnos en un instrumento del Vaticano? ¿Estás loco? ¿Quieres que eso sea utilizado por los de Savonarola contra nosotros? ¡Vayamos a la Signoria y debatamos la situación!

No se hacen de rogar los caballeros y a pasos sincopados abandonan las proximidades del convento y ganan el salón de reuniones del gobierno de Florencia donde Canacci toma la palabra.

– Sabemos que Savonarola ha dejado de ser un problema, pero sigue siendo un problema. Cuanto antes lo dejemos fuera de juego, antes podremos atender los problemas reales de la ciudad.

– La guerra y el dinero.

– Eso es una simplificación, Canigiani.

– Ésa es la realidad. Hasta que no haya desaparecido de nuestras vidas y de nuestra ciudad, Savonarola será un elemento de distorsión. Hemos de recuperar la lógica de la situación y la iniciativa política y económica.

Los tres principales protagonistas de la polémica han conseguido que se generalice y que los miembros de la Signoria intervengan cada vez con mayor seguridad.

– Se ha metido en una encerrona con la prueba del fuego.

– No es tal encerrona. Puede eludirla si la eluden sus enemigos, los que la solicitaron.

– Hemos de redactar unas actas según las cuales, pase la prueba o no la pase, Savonarola debe perder y ser expulsado de Florencia.

– Si es expulsado puede volver.

– ¿Qué hacemos con él?

– Un proceso.

– Que confiese que ha sido un falso profeta. Ha de dejar de ser un héroe para el populacho.

Las puertas del convento de San Marcos se han abierto y Savonarola encabeza una procesión de frailes que le secundan en su marcha hacia el escenario de la prueba


del fuego. Desembocan en la plaza donde ya aguarda la parte contraria y los más destacados miembros de la Signoria, acogidos a la protección de un gran crucifijo, con todas las bocacalles cerradas por vigas de madera. Los alguaciles apagan las llamas y diseñan un pasillo de ascuas que iluminan los ojos de Savonarola cuando proclama:

– ¡Aquí estoy! ¡Yo entraré en el fuego para Tu mayor Gloria, Señor!

Frailes adversos y partidarios de Savonarola contemplan el pasillo de fuego y se invitan a iniciar la prueba los unos a los otros.

Pero Savonarola es taxativo.

– Que empiecen los que han provocado esta situación.

Canigiani se dirige a los franciscanos intermediarios.

– ¿Dónde están Rondineli y Francesco de Apulia?

– Se niegan a venir porque dicen que Savonarola les va a hacer víctimas de un encantamiento y que ya notan que sus ropas están encantadas.

– Que se cambien de ropas.

– Es que dicen que también el crucifijo está encantado.

– ¡Que cambien el crucifijo!

Aguardan al cambio de crucifijo, pero los enemigos de Savonarola no se presentan. Canigiani y sus compañeros de la Signoria dejan pasar las horas, y a medida que transcurre el tiempo, Savonarola se siente más seguro de sí mismo.

Finalmente Canigiani se dirige a él.

– Fray Girolamo, si tanta es la confianza en Dios, ¿por qué no pasa la prueba? De lo que se trata es de demostrar que usted es un verdadero profeta.

– Me está tentando como el diablo a Jesucristo. De lo que se trata es de responder a una provocación de la que no soy responsable.

Sólo negaciones llegaron de los frailes emplazadores, y por fin los responsables de la Signoria parla mentaron en baja voz, para que Canigiani proclamara:

– ¡La prueba se ha suspendido!

Había empezado a llover y las aguas, al anegar la agresividad de las brasas, aumentaban la irritación de las gentes frustradas. Los miembros de la Signoria se han repartido entre el público e instan a un grupo de agitadores para que den un nuevo sentido a lo sucedido.

Por fin uno de ellos lanza el primer grito.

– ¡Farsante! ¡Anunció que caminaría sobre las llamas y huye con la cola de Belcebú entre las piernas!

– ¡Savonarola, farsante!

Se generaliza el grito y el acoso de los insultos mientras Savonarola trata de imponer su voz sin conseguirlo y retrocede empapado por la lluvia, protegiendo con sus brazos a sus hermanos, antes de convertir su melancólica estupefacción en alarma y franca huida que ultima refugiados en el convento los frailes, atrancando puertas los unos, sacando armas los otros para la defensa, mientras Savonarola cae de rodillas para meterse en un aislamiento místico. Fuera, entre los mirones del cerco, Maquiavelo, calado su ropaje, calados sus huesos, permanece a suficiente distancia del convento y musita:

– Pobre profeta inútilmente armado.


Sobre la ribera del Tíber los barqueros arrojan dos cadáveres y al rodar por el talud queda al descubierto la cara desencajada de Perotto y una muchacha con los cabellos esparcidos como una irradiación de sus ojos desorbitados.

Uno de los barqueros coloca los cuerpos cara al cielo y Burcardo los examina. No hay emoción en su comprobación.

– Los conozco. Guárdalos en un almacén y recibiréis instrucciones.

Con la misma gravedad con que ha reconocido los cadáveres, corre


Burcardo a informar a Alejandro Vi de lo que ha visto.

– Perotto y Pantalisea. El guardián de Lucrecia y su doncella.

Exhala el papa un suspiro liberador de la angustia recién adquirida.

– Él era un mal nacido, pero ¿por qué ella?

No responde Burcardo, y renueva el papa su pregunta:

– ¿Por qué ella?

– No soy la persona más adecuada para contestar esa pregunta.

Se ensimisma Alejandro Vi y sale de su ensimismamiento para repetir la pregunta, pero esta vez está a solas con Corella.

– ¿Por qué ha sido asesinada la doncella de Lucrecia?

Corella se encoge de hombros y aguarda en silencio que el papa dé por suficiente la respuesta. Alejandro merodea a su alrededor y prosigue sus paseos circulares como si hablara en voz alta.

– No matarás. He aquí un mandamiento de la Ley de Dios que tiene una compleja casuística. A veces hay que matar para defender valores superiores. Hay guerras justas, por ejemplo, pero ¿por qué Pantalisea?

– ¿A quién va dirigida esa pregunta?

– Pongamos que a ti, Miquel de Corella.

– ¿En calidad de presunto asesino o en calidad de universitario graduado en estudios humanistas?

– Me gustas mucho como humanista, Miquel.

– Su santidad ha preguntado ¿por qué Pantalisea? y no ha preguntado ¿por qué Pere Caldes?

¿Quién había hecho más méritos para morir, el guardián de Lucrecia o su doncella? O acaso sea más honesto preguntarnos ¿habían hecho algún mérito para morir?

– En el fondo es lo que te estoy preguntando, Miquel.

– Permítame su santidad que dé un giro a su pregunta y cambie de ciudad. Vayámonos imaginariamente a Florencia, donde en estos momentos está en la cárcel y sufriendo tormento el fraile Savonarola.

Fue cazado en su convento como una alimaña, sin oponer resistencia, aunque sí la opusieron algunos de sus frailes, en especial el tedesco fray Enrique que cortó muchas cabezas de asaltantes mientras rezaba y pedía ayuda a Dios. Ahora se le está torturando para que confiese que es un impostor y un enemigo del papa y de la cristiandad. ¿Por qué?

– Los cuerpos sociales deben defenderse de sus destructores, y el tormento ha sido legitimado intelectualmente por Ulpiano y en el definitivo "Tractatus de turmentis".

– Conozco el "Tractatus", conozco la coartada. Pero mi pregunta no reflejaba mi inocencia escandalizada, santidad, sino que iba a por la causa política del asesinato o de la tortura. La causa es el efecto. El terror como auxiliar del poder. Según mis noticias, Savonarola, un hombre de complexión delicada, está destrozado y ha perdido el uso de un brazo. Todo sea para que el diablo salga de su cuerpo. Es un favor que se le hace al propio Savonarola y a cuantos creyeron en sus mentiras. ¿No es así?

Estudia Alejandro la neutral expresión de Corella.

– Yo no he pedido que se le aplique tormento. Yo pedí que lo trajeran a Roma, donde sin duda hubiera recibido un tratamiento menos inquisitivo.

– ¿Menos inquisitivo? ¿Por qué? Su santidad ha citado a Ulpiano, quien, si no recuerdo mal, dice que la tortura no es otra cosa que el tormento y el sufrimiento del cuerpo para obtener la verdad.

Loable finalidad que a veces no consigue la placidez de la filosofía. ¡Tal vez nos hubiéramos acercado mucho más a la verdad si Platón, por ejemplo, en vez de dialogar con Sócrates lo hubiera torturado!

– Eso es un sarcasmo.

– Es simplemente un exceso imaginativo, santidad. De hecho el tormento forma parte del "inquisitio specialis", que permite utilizar todos los medios posibles para llegar a la verdad. El moderno derecho penal, y su santidad es un gran hombre de leyes, legitima la tortura, y ya no aplicada a plebeyos y mendigos, sino incluso a gentes principales. El orden establecido necesita defenderse.

Molesto, Alejandro le insta con un gesto a que se vaya, pero ya cuando Corella está a punto de dejar el recinto, escucha el renovado reclamo del papa.

– Que conste que no has contestado a mi pregunta de por qué ha sido necesario asesinar a Pere Caldes y a Pantalisea.

– Creo haberlo contestado suficientemente, santidad. Pere Caldes y la infeliz Pantalisea representaban el desorden o su tolerancia. En tiempos de revuelta hay que ser implacables con los rebeldes y con sus cómplices.

Burcardo ha permanecido en un segundo término y presencia el inquieto caminar de Alejandro, como si temiera que se le estrecharan los límites del lugar, camina y dialoga sin mirar a su jefe de protocolo. Burcardo, ¿quién conoce la noticia del hallazgo de los cadáveres? Los barqueros, su santidad, Miquel de Corella, este humilde servidor.

– Necesito que Lucrecia reciba la noticia plácidamente, sin escándalo. Haz que venga.

Y viene una Lucrecia embarazada, plácida, blanca, coronada de rosas acude al abrazo de su padre y se recrea en el recibimiento de caricias, como una niña ansiosa de cariños aplazados. Termina sentada sobre las pontificias rodillas y Alejandro le habla abrazándola, para impedirle cualquier posibilidad de huida.

– Lucrecia, necesitaba hablar contigo, de padre a hija, con la sinceridad que siempre hemos tenido. Antes de cualquier otra consideración, he de decirte que aguardes con confianza el fruto de tu vientre, será bendecido por mis manos y tratado con caridad.

Lucrecia se entrega aún más al seno paterno y lágrimas de felicidad le surcan el rostro.

– Ese hijo, al fin y al cabo, es fruto de la Providencia, Dios da y Dios quita, premia y castiga.

Dios siempre alecciona.

Está conforme Lucrecia con la pedagogía de Dios.

– A veces la pedagogía de Dios es terrible.

Sigue estando de acuerdo Lucrecia con la terribilidad de la pedagogía de Dios.

– En la concepción de ese fruto que palpo ahora con mis manos has intervenido tú, pero también Pere Caldes y tu doncella Pantalisea, sabedora de la naturaleza de vuestros encuentros.

Lucrecia ya no sonríe, ni llora, pero se deja mecer placenteramente.

– Dios ha sancionado esa complicidad, Lucrecia.

Los ojos de Lucrecia piensan, pero su cuerpo sigue entregado al amor paterno.

– El Tíber ha arrojado los cuerpos sin vida de Pere y de Pantalisea.

Hay horror en los ojos de la mujer, horror que su padre no ve, mientras sigue acunando a su hija, pero quiere comprobar el efecto de sus palabras y coge la cara de Lucrecia con una mano y la vuelve para quedar frente a frente. De la más neutra de las miradas, Lucrecia pasa a una expresión dulce y un comentario ligero.

– El Tíber siempre ha sido un peligro.

– ¡La muerte puede venir de tantos factores!

– Yo siempre pienso en la muerte. No creo que viva muchos años.

– ¡Calla, Lucrecia! No me destroces el corazón.

– Te lo digo en serio. Tengo en mi cabeza el lema latino: "Vive memor Leti, fugit hora."

– El tiempo huye, es cierto, pero hay que dejar la vida, la muerte, el tiempo en manos de Dios. Piensa en esa mano de Dios cuando trates de preguntarte por qué han muerto Pere Caldes y Pantalisea.

Cierra los ojos Lucrecia asintiendo y permanece su sonrisa mientras su padre la libera del abrazo.

– Y piensa en los planes de boda con Alfonso de Nápoles. Debe complacerte, como te complace la amistad con su hermana Sancha.

– Me complace mucho. Me complace -musita, y se retira la mujer dulcemente sonriente y sólo tras la puerta volverá el horror a sus ojos y un estertor de angustia que se vuelve respiración entrecortada, progresivamente calmada, serenidad y una enigmática sonrisa con la que recompone su atuendo y las rosas que la coronan.


La corona de espinas de una crucifixión es el elemento más alto de la estancia casi desnuda, en el centro el potro que tensa los músculos de un Savonarola tan desnudo como la estancia. Sobre la piel las amalvadas huellas de la tortura, en el rostro el rictus de todos los dolores acumulados y en los ojos la búsqueda del rostro de Cristo, que encuentran, un rostro de Cristo sólo preocupado de su propia crucifixión. Los verdugos corrigen la tensión de la máquina, mientras interrogan con la mirada a los inquisidores sentados tras una mesa, entre los que se encuentran los más altos cargos de la Signoria, pero sobre ellos se mueve la autoridad del notario Francesco Barone, "Ceccone". Ceccone está terminando de revisar un papel y cabecea negativamente.

– No podemos aceptar esta confesión. Ridiculiza el procedimiento y no nos da argumentos para la condena.

– ¿Qué hacer entonces?

– Hay que proponerle otra vez que firme nuestra propuesta.

Asiente Canacci y los verdugos reciben la orden de que suelten a Savonarola. Liberado de sus ligaduras y del potro, le han de sostener entre cuatro para sentarle con dolor, un dolor que se convierte en aullido cuando alguien le coge bruscamente el brazo izquierdo.

Ceccone le tiende los folios al tiempo que comenta:

– Su tozudería es la única causante de sus males. ¿Ha visto lo que nos obliga a hacer? Es inaceptable su declaración. Esta que le proponemos se ajusta a la verdad de lo percibido.

La lee trabajosa, dolorosamente fray Girolamo y la rechaza. Contempla gravemente a Ceccone.

– Tú eres Barone, "Ceccone" te llaman, conocido por tus estafas y tus estancias en la cárcel. ¿Cómo puedes ser el notario de esta infamia? ¿Desde qué aptitud moral?

– No está en condiciones de conceder aptitudes morales. Firme esta propuesta y se acabarán sus padecimientos.

– No. Y si la publicas como si yo la hubiera firmado, antes de seis meses morirás.

– Sus señorías han escuchado las amenazas.

Sus señorías decretan con un ademán que el fraile vuelva al potro y a él retorna entre gemidos que se convierten en alaridos cuando gira la rueda que quiebra el cuerpo. Sobre el fondo de los gritos del torturado, los reunidos deliberan.

– Esta situación no puede durar indefinidamente. Tal vez deberíamos llegar a un pacto, a un texto condenatorio pero ambiguo, que luego nosotros podemos complementar con apostillas escritas al margen.

– No le veo salida. Quizá lo más sensato fuera entregárselo al papa.

– Eso jamás. Ya le hemos escrito expresándole nuestros coincidentes deseos de arrancar cuanto antes esta cizaña del trigal de la Iglesia y ofreciéndole que envíe a sus delegados, a Remulins, si quiere, a interrogarle aquí. Siempre aquí. En Florencia. Savonarola debe ser destruido aquí y por nosotros.

Basta un gesto del airado Ceccone para que la saña del potro se extreme y de los alaridos pase Savonarola al desmayo. Comprueban la certeza de la pérdida de conocimiento, liberan al fraile y lo arrastran entre cuatro hasta su celda, donde abandonan el cuerpo a la piedad del lecho. Del desvanecimiento vuelve lentamente Savonarola y con bastante trabajo consigue beber agua de un jarrón sin poder utilizar su brazo inválido, repasándose las tumefacciones del rostro con una mano, balsamizándolas con agua. Entra un carcelero huidizo, muerto de miedo, asegurándose de que no es espiado desde el exterior. Es portador de una vela y de una carpeta y a partir de esa entrada todos los movimientos torpes, miradas, ansiedades de Savonarola se dirigirán a conseguir que el carcelero le entregue unos folios, el tintero, la pluma, encienda la vela a la vista de las muecas del dolor que cualquier gesto causa al prisionero.

– Me la juego, fray Girolamo, me la juego.

– Nada de lo que escribo puede dañarte.

– Yo antes le odiaba, fray Girolamo, pero no puedo soportar lo que le hacen. Podrá ser muy justo, pero mi mirada no lo resiste. Le ayudo en lo que puedo, pero tienen miedo a lo que usted pueda decir, escribir.

– Tú no has de temerlo. Si me encuentran los papeles diré que es cosa de brujería. Escribo una "Regla del bien vivir" para que las generaciones futuras hereden mi ideario.

Ha sacado el carcelero ungüentos y pedazos de tela suave de sus bolsillos y balsamiza las heridas del fraile, pero es tanta la ansiedad por la escritura que detiene sus gestos y le pide que le deje a solas con las palabras. Cuando se ha marchado el carcelero, se aplica a escribir, esperado momento en el que incluso sonríe, como si volviera a ser feliz, y al tiempo que coloca las palabras una detrás de otra recita en voz alta:

– Porque Dios me ha quitado el espíritu, rogad por mí. Dudo de mí mismo porque Dios no me envía sus señales como antaño. ¿Seré un farsante o acaso, como decía san Isidoro, el tormento perturba la mente?

Introducido por el receloso carcelero, entra en la estancia otro fraile tan torturado como Savonarola y se precipita a besarle las manos y a esperar después su bendición. Le repasa Savonarola las facciones llenas de heridas, las ojeras erosionadas por las lágrimas.

– Te han dejado como el "Ecce Homo", pobre fray Domingo.

– No he querido suscribir ninguna condena, ninguna aceptación de que he mentido. Yo puedo resistir, pero usted es muy frágil, padre, y le están destrozando.

– Si tú no me niegas, ¿cómo voy a negarme a mí mismo? Estas gentes me odian porque odian la verdad y mi verdad significa que cambiaría el orden que les ha permitido hacerse ricos, poderosos y lujuriosos. Sólo estoy dispuesto a admitir que quizá me haya equivocado en mi capacidad profética, que he interpretado mal las señales de Dios, que el Señor no confiaba del todo en mí.

– No acepte ni siquiera eso.

Les bastaría para legitimar la condena.

– Yo también tengo un límite.

Además, dudo de mí. ¿Y si fuera cierto? ¿Y si Dios no me hubiera concedido la profecía?

Se ha alzado Savonarola como rearmado por una oleada de gracia y fray Domingo cae de rodillas convertido en el único feligrés de tan excepcional miserere.

– Infeliz de mí. Abandonado de todos y habiendo ofendido al Cielo y a la Tierra, ¿adónde iré? ¿Hacia quién miraré? ¿En quién buscaré refugio? ¿Quién se apiadará de mí? No me atrevo a levantar los ojos al Cielo porque contra él he pecado. En la Tierra no hay refugio alguno ya que en ella he sido motivo de escándalo. ¿Qué es lo que haré? ¿Me dejaré caer en la desesperación? No, en verdad Dios es misericordioso; mi salvador está lleno de piedad. A Ti pues, piadosísimo Señor, recurro y llego rebosante de tristeza y lleno de dolor, ya que únicamente Tú eres la esperanza y sólo Tú mi refugio.

Pero ¿qué te diré? Puesto que no tengo valor para elevar mis ojos, derramaré palabras de dolor, implorando tu misericordia y diré: "miserere mei Deus secundam magnam, misericordiam tuam".


Reunidos los ocho mandatarios de la Signoria en compañía de Ceccone, el documento inculpatorio de Savonarola ocupaba el centro de la mesa y de sus especulaciones.

– No han bastado dos juicios para conseguir una declaración suficientemente inculpatoria.

– Será necesario pues un tercero.

El que acaba de entrar es el que ha hablado y concentrado el interés de todos los presentes.

Remulins va hacia los mandatarios, se abre camino entre ellos y examina el documento.

– Comentamos una copia con su santidad y nada en este documento nos ayuda a los fines que nos habíamos propuesto.

– ¿Cuál es el mensaje de su santidad?

– Este juicio es un escándalo y debe terminar. Ni las declaraciones de fray Girolamo, ni las de sus dos principales colaboradores


implican culpabilidad suficiente.

Traedlo a mi presencia.

Arrastran a Savonarola entre dos carceleros y al reparar en Remulins se inclina.

– Canciller, quisiera que transmitiera al Santo Padre el testimonio de mi obediencia.

– Buen principio. Sea fiel a esa evidencia y declare su culpabilidad en las supercherías que ha cometido como falso profeta y en sus actividades como conspirador contra la Iglesia y de calumniador de su santidad, en estrecha colaboración con personajes tan desafectos como el cardenal Della Rovere.

– No puedo suscribir lo que no he dicho o lo que ha sido dictado por mi celo apostólico.

Remulins abarca morosamente todas las destrucciones de Savonarola, en especial ese brazo que cuelga a lo largo de su cuerpo. Hay piedad en la mirada del canciller auditor, pero no en sus palabras.

– Que le apliquen otra vez el potro.

Se desmorona el fraile y se arranca las ropas para hacer visibles sus laceraciones.

– ¿No he sido suficientemente atormentado? ¿No es una prueba de que Dios me ha impedido mentir a pesar de la tortura?

Apenas hay vacilación en Remulins cuando insiste en que se ejecute lo que ha pedido. Savonarola proclama con asustada mansedumbre mientras lo tienden en el potro y le aplican las correas:

– Escúchame, Dios, Tú, Tú has sido quien me has apresado…

No puede seguir hablando porque el potro le descoyunta y a las palabras le suceden los aullidos que Remulins escucha con los ojos cerrados, los dientes apretados, que abre para pedir:

– ¡Más fuerte! ¡Más fuerte!

¡Por Dios! ¡Cuanto antes acabemos mejor!

Savonarola está roto. Gime.

Llora. Proclama:

– ¡Confieso que he negado a Cristo! ¡Confieso que he dicho mentiras!

Se detiene el potro. Corre Ceccone con los folios en una mano y la pluma en la otra. Le detiene Remulins con energía y ordena con un gesto que desaten al lloroso, descontrolado fraile. Lo sientan a la mesa y le ponen delante los papeles que le inculpan. Lanza una penetrante mirada lastimada a Remulins que el auditor aguanta y finalmente firma. Hay un generalizado respiro de alivio mientras se llevan a Savonarola desmayado y hay respeto en los hombres que rodean a un Remulins silencioso.

– Ahora que ha reconocido su culpabilidad, ¿qué hacer? ¿Qué directrices ha marcado el Santo Padre?

Remulins vuelve a la situación y sale de su silencio.

– No tengo otra consigna que la siguiente: que sean los señores de Florencia quienes decidan. Señores.

Tras el saludo, abandona Remulins la estancia y los reunidos contrastan sus perplejidades mutuas sin atreverse a hablar, hasta que uno de ellos propone tímidamente:

– ¿Muerte?

Hay un mohín de repugnancia en el rostro de Agnolo Niccolini cuando razona:

– Ya está destruido. Recluyámosle de por vida y que escriba sus fantasías. Seguro que conseguirá escribir hermosas obras en homenaje a Dios.

Ceccone opone histéricamente:

– ¿Después de tanto trabajo?

Sólo un hombre muerto deja de ser una amenaza.

Otro de los mandatarios ratifica:

– Nuestra intención era que no saliese vivo, y para que no aparezca como venganza personalizada, deben acompañarle fray Domingo y fray Silvestre. ¿Qué importa un frailazo más o menos?

Camina Remulins por la calle.

Suda y las angustias del pecho se le rompen en la garganta como estertores. Va a su encuentro Maquiavelo, que le ha estado esperando.

– ¿Y bien?

– Condenado.

No se detiene Remulins a la altura de Maquiavelo. Continúa su camino defraudando a Nicolás, pero ya las campanas tañen a mensaje de jubileo, y hacia el cielo de Florencia mira.


Sobre ese mismo cielo repican días después campanas que anuncian muerte. Savonarola, vestido de túnica blanca, se despide de su carcelero y le entrega un manuscrito.

– Toma la "Regla del bien vivir". Se la merecerán más los hombres del futuro que los actuales.

Acepta el conmovido carcelero el manuscrito, pero ya forma parte Savonarola de la cuerda de presos, en compañía de sus dos hermanos de congregación, y a la plaza de la Signoria llegan cual tres almas blancas, ante la presencia de los ocho mandatarios, obispos y cardenales, Remulins en lugar privilegiado, mientras los ojos de Savonarola repasan los detalles instrumentales de su ejecución. Las cruces de madera. La leña amontonada para la fogata. Hacia la víctima avanza un obispo y proclama:

– Por especial mandato del Santo Padre, yo te separo de la Iglesia militante y triunfante.

Hay serenidad en la voz de Savonarola cuando responde:

– De la militante, sea. De la otra no te corresponde a ti.

Corrige el inquisidor sus palabras.

– Yo te separo de la Iglesia militante.

Pasan los frailes ante los jueces eclesiásticos y se detienen frente a Remulins.

– Vais a ser ajusticiados.

A la santidad de Nuestro Señor complace liberaros de las penas del purgatorio concediéndoos la indulgencia plenaria por vuestros pecados y devolviéndoos la prístina inocencia. ¿La aceptáis?

Asiente Savonarola, le secundan Domingo y Silvestre. Pasan ahora ante el tribunal civil y Ceccone proclama:

– Oídos y examinados vuestros torpísimos delitos, os condenamos a ser ahorcados. Después vuestros cuerpos serán quemados.

Recorren los últimos tramos hacia el cadalso insultados por la plebe, mientras los arrapiezos lancean desde abajo las maderas del tablado para herir las desnudas plantas de los pies de los frailes.

Todo lo contempla Maquiavelo grave, pero no conmovido, como si asistiera a un fenómeno de la Historia inevitable. Por los ojos de Savonarola y por sus rezos pasan las ejecuciones sucesivas de fray Domingo y fray Silvestre y cuando le llega el turno entrega el cuello


a la soga y a la saña del verdugo.

Arde la hoguera y, entre las llamas sin límites, los tres cuerpos.

El verdugo se seca el sudor y contempla su obra satisfecho y agradablemente sorprendido cuando el joven Maquiavelo le elogia su trabajo.

– Espléndida ejecución, maestro.

– ¿Lo ha notado? Hay una gran diferencia entre hacerlo bien y hacerlo mal. Ahora ya sólo resta arrojar al Arno las cenizas de estas basuras.

– He observado que, casi recién colgado Savonarola, ha recogido usted el cadáver y lo ha arrojado a las llamas. Notable celeridad.

Explota el verdugo a carcajadas.

– ¡Buen observador! He pensado, mételo cuanto antes en las llamas por si conserva un soplo de vida y así experimenta el mismo calor que va a notar en el infierno.

Las risas del verdugo suben hacia el cielo, donde vuelven a flotar las campanadas de gloria.


Burcardo, de rodillas, lloroso, con un rosario en las manos, invoca a Dios:

– Acoge en tu seno a fray Girolamo Savonarola, que tuvo más de santo que de pecador y perdona a los que le destruyeron porque no sabían lo que se hacían.

Es tanta la emoción de Burcardo que acaba estallando en sollozos, que inmediatamente corrige, recupera la respiración, se pasa las manos por la cara y exhala los malos aires contenidos. Vuelve a ser el Burcardo hierático y autocontrolado el que se pone en pie a la espera de que los pasos y el ruido de los alabarderos confirmen la inminente llegada de Alejandro Vi. Llega el papa con el ceño cerrado y claridad de encargos sobre lo que debe hacer su jefe de protocolo.

– Me va muy bien que estés aquí, Burcardo. Tengo un encargo preciso. Tenemos boda.

Como Burcardo se limita a asentir con la cabeza, Alejandro Vi le pregunta:

– ¿No te interesa saber quién se casa?

– Sin duda, santidad, pero todo conduce a la evidencia de que la desposada es la señora Lucrecia y el afortunado marido el duque de Bisceglie, Alfonso de Aragón.

– Estás bien informado. Y quisiera explicarte el carácter que ha de tener esa boda. Yo no la veo como un acontecimiento fastuoso a la manera del anterior matrimonio con Giovanni de Pesaro. Habría que adoptar una cierta discreción, sin que tampoco parezca que escondamos nada.

– Si me permite su santidad, yo ya tenía un bosquejo de cómo podría celebrarse el enlace. La percibía como una boda íntima, en familia, habida cuenta del carácter afectuoso y reservado que se atribuye al joven príncipe. Los familiares de los Borja empleados en el Vaticano, los cardenales Borja y Llopis, el obispo Joan Marrades.

– Añade a Ascanio Sforza.

– El cardenal no es de la familia.

– Pero es un aliado de los napolitanos y le gustará ser invitado. Yo compensaría tanta austeridad inicial, con la que estoy de acuerdo, con un espléndido banquete nupcial posterior. ¿Qué te parece?

– Muy equilibrado, santidad.

– Pues no se hable más. Adelante, Burcardo.

Se inclina Burcardo en prueba de aceptación y de retirada pero le retiene un último comentario de Alejandro Vi.

– ¿Te has enterado de lo de Florencia?

– ¿A qué se refiere su santidad?

– A la ejecución de Savonarola.

– Algo he oído.

– ¿Qué se comenta?

– No he oído comentarios.

– Vamos, Burcardo. Una noticia así no circula sin comentarios.

– No suelo parar mientes en los comentarios, santidad. Volviendo al escenario de la boda, ¿qué le parece don Joan de Cervello como sostenedor de la espada sobre la cabeza de los novios?

– ¡Excelente idea!

No bien ha salido Burcardo vase el papa en busca de la puerta secreta que comunica sus dependencias con el salón oculto y al llegar allí le espera Giulia Farnesio envarada y esquiva.

– ¡Giulia! Al verte recupero la mirada.

– Palabras, sólo palabras.

– ¿Cómo puedes decirme una cosa así?

– Han pasado semanas sin haber sido convocada. Y no sólo he recibido esta humillación sino que hay pruebas evidentes de que poco queda del viejo afecto.

– ¿Pruebas?

– Se habla de que otras mujeres pasan por el lecho del papa.

– La leyenda.

– Se habla de que esas relaciones han tenido frutos.

– Me atribuyen los hijos naturales a docenas.

– También mi familia ha sido agraviada. Un Orsini era candidato a la mano de Lucrecia y ha sido desechado. Francesco Orsini, duque de Gravina.

Alejandro ha conseguido coger una mano a Giulia, que sigue sin darle la cara.

– Todo tiene una explicación, desalmada paloma. ¿Cómo puedes suponer desafección en mí? Si rehuí el encuentro fue fruto de la conmoción que me causó la muerte de mi hijo. Hice voto expreso de nuevas costumbres, pero mi carne es débil y ante ti son débiles mi carne y mi espíritu. Tampoco podía fomentar el escándalo en tiempos de ajuste de cuentas a Savonarola.

El infeliz fraile me acusaba de lascivo y durante su proceso era recomendable la prudencia.

– Atiendo a esas razones, pero ¿y el rechazo del hermano de mi marido? ¿El rechazo de Francesco Orsini como marido de Lucrecia?

– Razones de Estado, paloma mía. Me interesaba mucho la boda con un Orsini porque acallaba los rumores sobre la participación de la familia de tu marido en el asesinato de mi hijo, pero ya conoces la necesidad de ligarnos a Nápoles.

Lloriquea Giulia:

– ¡Me siento tan abandonada!

– Más abandonado me siento yo cada vez que te imagino en brazos de tu marido, en brazos del rencor de ese inválido que en ti debe vengarse de mí.

– Mi marido no me humilla.

– Me humilla a mí en ti. Hablaré con Adriana y volveremos a fijar nuestros encuentros.

Trata Alejandro de llegar al cuerpo a cuerpo, pero Giulia lo rechaza con delicadeza.

– No. Hoy todavía no.

– ¿Cuándo?

– Muy pronto.

La casi huida de la mujer la asume el papa con una melancolía aliviada, y en ese mismo estado de ánimo regresa al salón del trono, donde le aguarda César.

– Te veo extraño. Estás contento, pero no estás contento.

– ¿Quién no teme perder lo que ya no ama?

– Muy profunda esa reflexión.

– En mi ánimo se mezclan las sensaciones contrapuestas: el alborozo por la caída de Savonarola y la tristeza por la inevitabilidad de su muerte.

– ¿Otra vez esa historia?

¿Otra vez ese fantasma? ¿Aplicas a un cretino como Savonarola esa delicada observación de que temes perder lo que no amas? ¿Es Savonarola la causa de tu melancolía o hay que buscarle razones menos espirituales?

Va a responder el papa pero el ujier anuncia que espera el embajador español y César inicia la retirada.

– Quédate si quieres.

– No soporto a ese imbécil con maneras de capador de cerdos.

– Haz algo mejor. Escóndete ahí detrás y juzga nuestro encuentro. No hay manera de que me entienda con ese macho cabrío.

Se esconde César y entra el malcarado embajador con los respetos mínimos, consistentes en besar el anillo papal y retroceder dos pasos para lanzar su mensaje sin más espera.

– Quisiera comunicarle en nombre de mis señores, los reyes Isabel y Fernando, que hay gran consternación en nuestros reinos por los sucesos acaecidos en la ciudad de Florencia con directa participación del canciller Remulins como auditor eclesiástico del proceso contra fray Girolamo Savonarola.

– No entiendo esa consternación, señor embajador, por cuanto Savonarola era un aliado del rey francés y por lo tanto enemigo de sus católicas majestades.

– Tal vez he empleado impropiamente la palabra consternación.

– Me lo temía.

– Será más apropiado hablar de preocupación. Nada que objetar a la eliminación de un enemigo político y de un intrigante profeta embaucador. Al contrario. En mi país hace tiempo que estaría criando malvas.

– ¿Entonces?

– Sus majestades contemplan lo ocurrido en Florencia en el marco general de unas estrategias poco amistosas, ya que no fueron informadas de los propósitos de su santidad.

– No he tenido otros propósitos que hacer justicia y sobre todo que la hicieran los florentinos.

– Nada de lo que pueda ocurrir en la península itálica debe permanecer oculto al reino de España.

Y en ese mismo orden de cosas sus católicas majestades lamentan no haber sido suficientemente informadas sobre la política de alianzas matrimoniales del Vaticano y sobre el propósito de César Borja de abandonar el cardenalato y dedicarse a la carrera de las armas.

– ¡Burcardo!

La llamada de Alejandro Vi desconcierta al embajador, y más desconcertado queda cuando Burcardo entra en el salón.

– No veo yo, con todos mis respetos, santidad, qué falta hace un jefe de protocolo en este cruce de afirmaciones.

– Precisamente por su condición de jefe de protocolo me va a ayudar a respetarlo por encima de la furia que me asiste.

– No se prive de enfurecerse su santidad.

– Eso también es cuestión mía, y prosiga usted con la ristra de sin sentidos que al parecer debe comunicarme. Tan sin sentidos que más los veo de su cosecha propia que del exquisito sentido común del rey Fernando de Aragón.

– ¡Soy un leal representante de las directrices de mis señores y por mí hablan los reyes de España!

– Y callan, porque la audiencia se ha terminado.

No sabe el embajador si estallar, pero Burcardo le propone ceremoniosamente el camino de salida en el que le acompaña, para dar entrada a un César hilarante que imita las maneras y los decires del embajador.

– ¡Mis católicas majestades me han dicho…! ¡Qué cabestro!

– Fernando de Aragón es muy listo y lanza por delante a este novillo para enviarme mensajes que él debería decirme de otra manera.

Pero no confían en nosotros y desconfían sobre todo de ti. César, es curioso. ¿Por qué en el fondo todos te tememos un poco?

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